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Lección: a modo de introducción II ¿Por qué Dios quiso la familia?

Características Las características que la familia tiene para constituir el medio ideal para recibir
al ser humano que llega al mundo y la importancia de educar en las virtudes.

Por: Marta Arrechea Harriet de Olivero | Fuente: Catholic.net

Curso: Las 54 virtudes atacadas

Autora y asesora del curso: Marta Arrechea Harriet de Olivero

La tarea de la lección anterior nos ayudó a recordar y profundizar en aspectos esenciales como
el designio de Dios para el hombre, el porque Dios decidió que el hombre naciera en el seno de
una familia, la razón por la cual se ha intentado y se continua a destruir toda la moral cristiana,
la doctrina de Cristo y a la Iglesia católica y creo que ninguno ha quedado indiferente ante la
realidad de esta revolución anticristiana a la cual estamos sometidos, lo vemos por los
comentarios y sugerencias que ustedes van dejando en los foros del curso y que han hecho
llegar a través del consultorio virtual.

Desde el siguiente enlace podrás descargar en formato pdf un esquema grafico de la síntesis
de esta revolución anticristiana:

Línea histórica

Lección: a modo de introducción II ¿Por qué Dios quiso la familia?

Esquema de esta lección

A. ¿Por qué Dios quiso la familia?

B. Las características que la familia tiene para constituir el medio ideal para recibir al ser
humano que llega al mundo
1. El ámbito del afecto

2. La seguridad que trasmite la estabilidad de la familia

3. La importancia de la identidad de los dos roles varón y mujer

4. La educación en las virtudes

5. El caudal de gracia que Dios otorga a la familia cristiana en donde, a través del sacramento
del matrimonio

A. ¿Por qué Dios quiso a la Familia?

El Génesis nos dice que desde el inicio de la Creación, Dios dispuso que sería en la familia,
creada a partir de la unión estable e indisoluble de varón y mujer, donde se darían las
condiciones optimas para que el hombre naciera, creciera, se desarrollara y muriera en
plenitud. Dios señaló que era lo mejor.

Sabemos que la realidad actual de las familias dista mucho de ser lo ideal, pero las familias del
siglo XXI son el resultado de siglos de revolución anticristiana. La corrupción y la decadencia
moral no es un tema nuevo, la hubo en épocas anteriores y fueron remontadas por la práctica
de la fe cristiana. Ya San Pablo nos relata la decadencia moral de Roma en sus Epístolas, muy
similar a la de nuestros días. Sólo que ahora es más grave porque al contar con el tesoro de
2.000 años de cristianismo es apostasía. Los romanos eran paganos, contaban sólo con el
orden natural y no conocían a Cristo.

Fruto de este desorden nunca como hoy en la historia la infancia fue tan maltratada, tan mal
recibida como ahora. Es por eso que entendemos que los jóvenes sean hoy más víctimas de la
decadencia que culpables de la misma. No obstante, la juventud tiene el derecho de conocer el
ideal de familia y cómo fue pensada por Dios y tratar a partir de ahí, de construir una que se le
asemeje lo más posible. No pueden ni deben conformarse con menos.

Partimos de la dolorosa realidad del desorden actual de las familias, pero no estamos llamados
a ser jueces de nuestros padres y mayores. Sólo Dios juzgará conociendo los rincones de cada
corazón, y, si actuaron mal, las razones que los llevaron a comportarse de determinada
manera. Él sabrá si cada persona dio lo máximo de sí, o si dio tan sólo parte de lo que podía.
Tal vez, aun habiendo dado poco, como la viuda del evangelio (que dio tan sólo una moneda)
dieron todo lo que pudieron de acuerdo a la formación que habían recibido y las carencias que
hubieren tenido. No obstante, esta cadena de errores y esta confusión y alteración actual con
respecto a la familia se puede y se debe cortar en algún momento.
El tratar de recomponer esta fractura y este quiebre de valores dando sólidos argumentos es el
objetivo de este curso.

El ser humano nace persona y necesita un ámbito propicio para desplegarse y Dios pensó que
este ámbito ideal sería la familia. La persona puede nacer físicamente fuera de ella como se ha
demostrado con los llamados “bebes de probeta”. De ahí que hoy podremos asistir a
numerosas malformaciones de familias “inventadas” por los enemigos de Dios, de la Iglesia y
del hombre mismo, pero el tema será constatar lo que “producirán” en un futuro cercano
estos enemigos de la persona humana.

La falta de familia o la destrucción de parte de ella no causan la muerte de nadie. Se sobrevive


físicamente, aunque sea como los lirios del campo a quien nadie cuida, o como los heridos de
guerra (llenos de amputaciones y cicatrices). Lo que produce su falta es una atrofia y un daño
espiritual, psicológico y afectivo que aflora toda la vida. No hará falta mucho tiempo para ver
los resultados de su destrucción, del aislamiento de la persona de sus raíces y de sus afectos,
de la demolición de las normas de sostén moral que le ordenaban la vida y le daban su sentido
trascendente.

Este orden y este plan original de Dios ha sido tan subvertido que ya sufrimos los resultados. El
castigo para la humanidad consistirá simplemente en tener que sufrir los resultados. Habrá
que poder convivir con los frutos emanados de tales ambientes... sin visión sobrenatural de la
vida, sin Dios, sin patria, sin identidad, sin valores, sin normas, sin educación, sin tantas
virtudes que suavizaban, endulzaban y templaban la convivencia cotidiana y tornaban posible
la convivencia social, poniéndolos de pie como personas... Habrá que animarse a poder
convivir en esa sociedad, o habrá que imitar a los benedictinos en el siglo V, quienes,
refugiados en sus monasterios, al abrigo de las bordas salvajes que invadían Europa, pudieron
salvar con sus manuscritos la herencia de la cultura clásica.

Cabe preguntarse: ¿Cuáles son las características que la familia tiene para constituir el medio
ideal para recibir al ser humano que llega al mundo? las características propias de la familia
son:

B. Características que la familia tiene y la hace medio ideal para el nacimiento y crecimiento de
un ser humano.

El ámbito del afecto, condición insustituible para el desarrollo de su estabilidad emocional y


psíquica.
La seguridad que trasmite la estabilidad de la familia.

La importancia de la identidad de los dos roles varón y mujer, que en todo se complementan.

La educación en las virtudes indispensables para que se convierta en una persona plena y
madura, como lo que es, un compuesto de alma y cuerpo, creado a imagen y semejanza de
Dios con un destino trascendente.

El caudal de gracia que Dios otorga a la familia cristiana en donde, a través del sacramento del
matrimonio (y sobre la base del orden natural) Él se asocia como “Socio Capitalista”,
comprometiéndose a otorgarles la fortaleza necesaria (a pesar de las pruebas y cruces que
pueda mandarles) para ayudarlos a permanecer juntos hasta que la muerte los separe. Salta a
la vista que la carencia de este orden básico, que es esencial, frecuentemente, no se logra o se
tiene, ni aún al final de la vida. Por ello lamentablemente, son muchísimas las personas que no
logran alcanzar el desarrollo pleno de su personalidad, o sea, la madurez. Esta carencia, se
transmite en múltiples actitudes a través de la vida, causando un innecesario dolor y mucho
daño tanto al prójimo como a sí mismo.

La persona que no ha alcanzado la madurez se asemeja a un bonsái, que es esa especie de


deformación que los japoneses hacen en la genética de las plantas cortándoles las raíces para
impedir que se desarrollen. La madurez de a persona, lograda con el desarrollo pleno de las
virtudes será transmitida a través del auto gobierno con el que el hombre se manejará a través
de su vida. La inmadurez, en sus múltiples facetas, por el contrario, será su peor enemiga que
le jugará siempre en contra y mortificará a quien lo rodee.

Ya Sócrates (que era pagano) decía que “para ser libres es menester ser virtuosos”. Santo
Tomás decía que “educar es conducir al hombre al estado de virtud”. Y en esto consiste la
esencia de la educación, en que la persona sea lo más persona posible, o sea que alcance su
mayor plenitud. Hasta el masón Diderot afirmaba “sin cristianismo no hay virtud”.

Educar es dirigir, encaminar, enseñar el camino para convertirse en persona, adoctrinar y, en la


perspectiva católica tiene hasta un sentido trágico, porque se conduce al hombre hacia el cielo
o hacia el infierno. Educar nunca fue fácil, no hay que engañarse, implica tensión. No es una
actividad para improvisados, es un trabajo de artesanos de enorme responsabilidad, el de
tallar la mente y los corazones de la infancia y de la juventud para que puedan conducir bien
sus vidas. No se nace educado para navegar en las aguas tormentosas de la vida. Hay que
aprender a manejarse bien para sostener con firmeza el timón de nuestra existencia. Y,
contrario a lo que se dice, la exigencia en la educación genera confianza porque trasmite
seguridad.
La educación del hijo es principal tarea de ambos padres, es un combate arduo y sobre todo
largo, pero de cómo se pongan estos cimientos dependerá la estabilidad del edificio. Para esto,
hay que generar el ambiente necesario para que cada uno saque de sí lo mejor hacia fuera.
Según cómo se efectúe “la poda” de los defectos en el hijo, éste crecerá bien o mal, virtuoso o
defectuoso.

La educación a su vez, dependerá de varios factores y no sólo de los padres, (quienes tendrán
la mayor influencia) sino de las lecturas buenas o malas, de las amistades y compañías buenas
o malas que tengamos, de los ambientes, que frecuentemos, de las conversaciones que
tengamos diariamente con quienes frecuentamos, de nuestros malos o buenos maestros o
profesores a través de nuestros años de colegio y Universidad, de los programas de T.V que
absorbamos como hipnotizados durante horas y horas que nos envenenarán el alma, etc.

La familia es por lo tanto la primera educadora en las virtudes humanas que toda sociedad
necesita para su recta convivencia y desarrollo. Dentro de las familias, la familia cristiana goza
de la gracia que le otorga el sacramento del matrimonio. Dios se constituye aquí en el que
subvencionará con múltiples bienes espirituales la asistencia que será necesaria en el largo
camino a recorrer. Sólo bastará que ambos esposo recuran a El cuándo haga falta y no sólo las
mujeres, porque el esfuerzo será doble para quien vaya, si es que acude uno solo.

1) Importancia del afecto

En primer lugar, hablaremos del afecto, solamente en el ámbito de la familia, el hombre es


querido simplemente por “ser”, “existir” y por ser “hijo”. Podrá poseer cualidades físicas y
psicológicas, una personalidad más o menos atractiva que lo hagan más fácil o más difícil de
ser querido, pero la familia no deja de ser el único ambiente donde es querido y aceptado
independientemente de sus defectos físicos o espirituales, y sus limitaciones. De sus faltas y
errores, de sus éxitos o fracasos. Lo bueno y lo malo de cada uno, en el ámbito de la familia no
será lo esencial, sino la añadidura, que hará a los padres más felices, más orgullosos o más
sufridos y más humillados. La calidad de la añadidura sí será, en gran parte, responsabilidad de
los hijos en cuanto quieran enriquecer o no el cuarto mandamiento, o añadir o no, prestigio y
honor a la propia familia. Pero un hijo para ser querido por sus padres, no tiene más que
existir, que ser hijo convengamos que, esto no pasa más que en ámbito de la familia.

Durante la guerra de las Malvinas en 1982, a un soldado que le habían amputado el antebrazo
el capellán, Rvdo. Padre Martínez Torrens atinó a decirle: “una familia te espera, con o sin
brazo, con o sin pierna. Basta que le lleves a tu madre la cabeza pegada al cuerpo, ella te
quiere y te espera igual.” clavó sus ojos en mí y esbozó una sonrisa. Fue la respuesta más
elocuente. El dolor de ese muñón recién suturado no le permitía proferir palabra.” (1)
En todos los otros ámbitos de la vida, una persona se verá obligada a demostrar virtudes y
cualidades que harán que otros la acepten y la valoren o no. En el ámbito de la amistad, hay
condiciones indispensables para ser aceptado como amigo: el trato afable, la sinceridad, la
fidelidad, la generosidad, la disponibilidad. En el ámbito laboral será la capacidad, la
responsabilidad, la honestidad. Pero dentro de la familia el afecto es un derecho natural que el
hijo trae al nacer: el de ser querido por sus padres, e ahí que, cuando este derecho es
quebrantado o falta, se resiente toda la vida. Un niño a quien le faltó afecto (especialmente el
materno en los dos primeros años de su vida) podrá retomar vuelo en su vida pero siempre
quedará herido en un ala.

Christa Meves, psiquiatra, terapeuta, y gran conocedora de la psicología adolescente, afirma


que la falta de afecto durante la niñez se traduce en violencia durante toda la vida, en una
especie de reclamo de ese derecho natural que tenía al nacer, y que no fue satisfecho. la
misma terapeuta afirma: “Hoy sabemos que sólo se puede mantener la capacidad de amar
cuando la persona estuvo al cuidado de alguien a quien se sintió unida y le brindó un cariño sin
límites”. (2)

Las generaciones actuales y futuras criadas en hogares inestables, deshechos, prácticamente


en guarderías desde la lactancia (que en Europa patéticamente llaman “el nido” ) tienen
motivos para generar preocupación a los que habremos de convivir con ellos... ya que su
incapacidad para ser felices los hará estar en guerra contra todo y contra todos. Ese será su
desquite.

2. Seguridad y estabilidad que trasmite la familia.

La seguridad que este ámbito de amor no se verá afectado, y el bienestar que produce esta
estabilidad. Además de ser fácil de constatar, es de sentido común, ya que el padre y la madre
representan naturalmente para el niño dos identidades distintas que se complementan en una
unidad única. Esta unidad afectiva de padre y madre es doloroso que se rompa y genera
desprotección y desconcierto. dolor, desconcierto y desprotección.

Dolor, como lo es la fractura de cualquier unidad que representa un todo: un principio a


defender, una amistad, un territorio o una empresa. Desconcierto porque a partir de ahí,
tendrá que vivir eligiendo entre ambos padres y tal vez sentir que su presencia no bastó para
mantenerlos unidos. La típica pregunta hecha a los niños: ¿a quién quieres más, a papá o a
mamá? es de muy difícil respuesta, ya que ambos son distintos e indispensables. El niño siente
y percibe que elegir a uno es traicionar al otro. Desprotección, porque esa unión de padre y
madre transmitía una fuerza doble y más compacta ante las agresiones del mundo exterior y
naturalmente presiente que esta se verá si no amenazada, al menos descuidada. Y su ilusión
de que sus padres se vuelvan a unir se hace añicos cuando aparece un tercero.
En una oportunidad un periodista le preguntó a un conocido sobreviviente de la tragedia aérea
de los Andes si había sido ésa su experiencia más traumática. - “no”- le contestó. – “la más
traumática fue la separación de mis padres cuando tenía 14 años”... de ahí que, el sentar a
niños de pocos años sobre un sofá y explicarles que papá y mamá ya no se quieren y encima
comentar que lo han entendido y aceptado “muy bien” demuestra una ignorancia supina de
las necesidades de la naturaleza humana.

Para crecer emocionalmente sana, la persona necesita tener seguridad emocional, estabilidad
familiar, raíces afectivas, culturales e históricas que le den seguridad, que le hablen de una
pertenencia y de un pasado. El ser humano necesita certezas, en la salud como en la
enfermedad. Más tarde, la misma naturaleza humana necesita la certeza de que genera un
compromiso de por vida con el otro. Y, para poder engendrar un hijo, especialmente la mujer,
necesita saber que la persona con quien nos casamos nos acompañará hasta el final. Recién
ahí estarán dadas las condiciones óptimas para enfrentar la tarea de engendrar, criar y educar
a un hijo, que no es un atarea pensada por Dios para solos y solas, como nos lo quieren hacer
creer.

La familia estable es la que está en mejores condiciones de brindar estos bienes espirituales,
afectivos y psicológicos. Aún los detalles materiales en una casa que se heredan de
generaciones anteriores (como fotos, muebles, objetos, el juego de té de la abuela o la
lámpara de lectura del abuelo) son recuerdos que nos incorporan y nos hablan de nuestro
pasado, de los antecedentes de nuestra familia, de la pertenencia a una historia que nos es
propia y nos da estabilidad emocional porque es la nuestra y no es igual que la de la familia de
al lado. Los afectos y el corazón descansan si además podemos conservar la misma casa o
propiedad en donde nacimos, crecimos y atesoramos infinidad de recuerdos familiares.

3. la necesidad de los roles varón y mujer

La necesidad de los distintos roles del varón y la mujer y su complementariedad son de simple
sentido común y responden al plan original escrito en el Génesis “Y Dios los creo varón y
mujer” es por eso que la homosexualidad siempre será contra natura. La diferencia y la
complementariedad natural entre el varón y la mujer no sólo se dan en el ámbito de lo físico,
sino en el ámbito de lo psicológico, debido al plan que Dios le ha asignado a cada uno.

El mundo del varón, tiende, en general, al mundo de las cosas, de las ideas, de los grandes
lineamientos y de los principios. El mundo del varón está naturalmente a los descubrimientos,
a las aventuras, al riesgo, a las batallas, a los grandes lineamientos, a los desafíos de la
inteligencia, al desarrollo de las artes, de la ciencia, de la técnica, de los aviones, de los barcos,
de las armas etc. Dios lo dotó de esta naturaleza vigorosa para ser la cabeza y el sostén de la
familia y de la sociedad, para sostenerla con su firmeza y defenderla de los peligros y de las
injusticias dirigiéndola por el buen rumbo. El papel que Dios ha asignado al varón es el de ser la
cabeza (que no quiere decir que por ello sea el mejor ni el más santo, y la sagrada Familia es un
claro ejemplo de esto) sino simplemente el de ser la cabeza del cuerpo familiar aún en el reino
animal, cualquier criatura con dos cabezas es una deformidad. Al varón le está mandado a su
vez, amar “virilmente” “varonilmente” a la mujer, con fuerza, con vigor, con valentía y
desinterés (para contrarrestar su natural y exacerbado egoísmo). Le está mandado defenderla,
cuidarla y sostenerla transmitiéndole seguridad y fortaleza, que si él está al lado de ella nada
malo puede pasarle, para que la mujer, a su vez, defienda la vida. La vida física y espiritual.
Este es el orden según el plan original de Dios.

El mundo de la mujer, por el contrario, tiende al mundo de la interioridad, de los sentimientos,


de los afectos, de las personas concretas. Mientras el varón necesita amar algo, la mujer
necesita amar a alguien. Ambos mundos no se contraponen ni se contradicen, simplemente
son complementarios y uno tiene lo que le falta al otro, de ahí su atractivo mutuo. A ella le
está mandado subordinarse al varón (para contrarrestar aquella primera rebeldía que hizo caer
al género humano). Ella fue creada en razón de ser del varón, no como un rival, sino como una
“ayuda y compañera” semejante a él. Ayuda porque coopera con él, lo completa en lo que al
varón le falta. Compañera por el vínculo de armonía que debiera existir entre ambos para
lograr el mismo fin, que es, en principio fundar una familia. Ya lo dice muy bien san Agustín:
“Dios no sacó a la mujer de los pies del varón, porque no habría de ser su sierva, ni tampoco de
la cabeza, porque no sería superior a él; del costado para que le sirva de compañera y amiga”.

La mujer está llamada a ser la guardiana de la vida, de la vida física y espiritual, de la vida que
nace, de la vida que crece, de la vida que se desarrolla, que envejece y que muere. Lo que hay
que defender con valor supremo, es la vida, que significa un alma inmortal, única e irrepetible
llamada a la eternidad. Toda la naturaleza femenina está orientada a este plan y a esta
responsabilidad que el Señor le encomendó, y nunca se es más mujer que cuando se defiende
la vida física o espiritual de una persona aunque no sea un hijo, porque también existe la
maternidad espiritual. Pero, para mejor defender la vida física y espiritual, lo ideal es crear las
condiciones para evitar o amenguar los peligros que la acecharán a través de la vida, y en esto
se basará el celo, la vigilancia y la formación de los hijos.

Es por eso que la tarea de una madre no se termina cuando el hijo sale de la casa. Su ojo
vigilante debe seguirlo hasta donde el hijo llegue…ya sea el colegio (especialmente hoy en día
en los contenidos de los libros y textos) el club, la revista del kiosco de la esquina o la droga
que se vende en el bar. Las otras ramificaciones como la docencia, el cuidado de los enfermos,
de los más débiles y de los necesitados, no son más que una prolongación de la maternidad
espiritual tan propia del mundo femenino sobre el orden social.

Hoy en día, en que el nuevo orden mundial quiere crear un hombre nuevo, inhumano, sin Dios,
sin Patria, sin raíces, sin familia, y (con la “perspectiva de género”) aún hasta sin identidad de
sexo, se ve claramente que se busca borra todos los trazos de este plan original desde su base.
Se tiende no sólo a erosionar las diferencias desde la infancia, en los colegios, en las modas
unisex, en las actitudes masculinas en las mujeres y feminoides en los varones, unificando
gustos y temas de conversación, sino hasta en los deberes propios de cada estado. Por
ejemplo, es importante que el hombre ejerza la autoridad y mantenga su palabra, y que la
mujer, a su vez (en su papel de mediadora) presente el bien y la verdad de manera dulce,
tierna y accesible. La madre no cambiará la orden del padre, pero explicará a los hijos las
causas para que la orden del padre sea “comprendida y bien aceptada”.

Esta erosión de ambos sexos según Dios los creó va imponiendo la “cultura gay” (que no es ni
cultura, ni divertida) como una opción más a elegir, y no como un pecado grave contra natura
que clama al cielo. San Pablo ya lo denunció en las costumbres de Roma. a través de los siglos
la Iglesia ordenó este desorden y ahora, nuestro mundo actual, sin Dios, se lo hace aparecer
como una “opción más a elegir”, y nuestros legisladores lo hacen legal... en la actualidad, 5
países autorizan esta afrenta contra la ley de Dios y de la naturaleza: Gran Bretaña, Holanda,
Canadá, Bélgica y... España... la ciudad de Buenos Aires y tantos los seguirán... roguemos que
en un futuro ser homosexual no sea obligatorio.

4. La educación de la persona a través de las virtudes, que es nuestro tema principal.

Sabemos que la familia, como organización natural, es la primera escuela de las virtudes
humanas. La revolución anticristiana también lo sabe. Al destruirla familia se destruye al
ámbito propicio para educar a las personas y se les deja expuestas a lo que el ambiente les
quiera impregnar.

El primer paso fue sacar a la mujer del hogar, haciéndole creer que debía realizarse afuera, al
margen de la maternidad. Podríamos decir que en la última mitad del siglo XX, y en lo que va
del XXI, son millones los niños prácticamente educados por la televisión y lo que los medios de
comunicación quieran transmitirles. En su gran parte, son diabólicos por sus contenidos. Los
modelos propuestos por la televisión ya no sólo son anticristianos sino antinaturales porque se
promueve la perversión en todos los usos y costumbres.

Es difícil pensar cómo se podría inculcar el desarrollo de las virtudes sin contar con la familia
como medio educador, que insista en ellas, corrigiendo y enseñando durante años, logrando
con insistencia la incorporación de los buenos hábitos. Es por eso que los hechos constatan
que, como decía Jean Marie Vaissière: “desde que las mujeres hacen lo que los hombres
hacían, ya nadie hace lo que “solo ellas” sabían hacer…y se ve la educación de los hombres
corromper”…

El mejor ejemplo de lo que cuesta incorporar un buen hábito es el baño diario. En el primer
año de vida, lo dispone la madre. A los tres, el niño se ve obligado a interrumpir su juego por
su madre y tener que bañarse igual. A los siete, obedece de mala gana. En la adolescencia
tiene hidrofobia y finalmente... en la juventud, cuando empieza a presumir con el sexo
opuesto... le toma el gusto porque ha incorporado el habito, en cristiano, esto se llama la
puerta angosta, la que conduce por el camino del bien.
Dios excusará y comprenderá con indulgencia a aquellos que no hayan recibido la educación a
la cual tenían derecho al nacer, como personas. Pero, si en algún momento la persona tomó
conciencia y conoció el camino del bien y de la virtud, está obligada a poner los elementos
(como la fuerza de voluntad) para frenar, no sólo su propia caída y la de los suyos, sino tratar
de frenar la degradación del orden social. En lo que a la educación se refiere, todos los
miembros de una familia cristiana deberían colaborar a que los otros mejoren. Si la familia es
considerada como un cuerpo, de la salud de todos los miembros, dependerá la salud de la
unidad familiar. No quiere decir esto que todos deberán actuar del mismo modo, y que las
distintas vidas deben de ser réplicas, sino que debieran tener los mismos valores, y compartir
una serie de principios rectos y verdaderos.

En una familia, todos los miembros o educan o mal educan. En esto no hay terreno neutral.
Todos son buenos o malos modelos para los niños y jóvenes que los observan, aún con las
decisiones pequeñas y cotidianas. Toda la sociedad adulta educa o corrompe según los
modelos y principios que proponga como verdaderos. De ahí la enorme responsabilidad que
tendremos todos y cada uno ante Dios, el día del Juicio.

Cuanto más virtuosa sea una persona más madura será o dicho al revés la inmadurez es la falta
de virtudes esenciales en los adultos como: la prudencia, la fortaleza, la responsabilidad, el
respeto, la justicia, la veracidad, la sinceridad, la generosidad, el espíritu de sacrificio, la
austeridad, el orden, etc... La palabra virtud proviene del latín “virtus”, varón, y significa
“fuerza”, “vigor” o “valor”. Es “el hábito o la disposición del alma para las acciones conformes
a la ley moral, es la fuerza viril e indomable que se ordena a las disposiciones divinas”. Ahí
entendemos la necesidad constante de la lucha, del vencerse, del “esforzaos” del que nos
habla Jesucristo en el Evangelio. Cuando pensamos en un virtuoso, instintivamente sabemos
que estamos hablando de una persona acostumbrada a la lucha ascética, al autodominio, al
señorío del espíritu sobre la materia. Y este era el proyecto original de Dios para el hombre,
que él reine por encima de la materia. No estamos tratando de hacer un problema del hombre,
sino de profundizar seriamente en lo que es una persona y lo que la lleva a su plenitud, porque
esta plenitud está muy relacionada con su felicidad aquí en la tierra.

Dios nos manda cruces, pero no tantas ni tan pesadas como las que nos tallamos diariamente
nosotros, (al prójimo y a nosotros mismos), a lo largo de nuestras vidas con nuestra inmadurez
con nuestros celos y competencias entre familiares, (que mortifican a toda la familia), con
nuestro derroche irresponsable e injusto de los bienes familiares, (que dejará desprotegidos y
desamparados económicamente a los nuestros durante años), con nuestra falta de
comunicación honesta y sincera entre los cónyuges, (que dificulta enormemente la
convivencia), con la falta de un plan común de educación con los hijos, con la falta de
resignación ante la muerte de un ser querido, con la falta de aceptación de nuestra realidad,
(que no podemos modificar), etc. Hace falta estar convencido de la importancia de educar en
las virtudes para ponerle interés y dedicarse a este apasionante trabajo de cincelar las
conciencias humanas como todos los hábitos, (ya que la virtud es el hábito del bien), es mucho
más fácil comenzar desde la más tierna infancia. A Napoleón le preguntaron cuándo
consideraba que había que comenzar a educar a un niño y él contestó: “Con la educación de la
madre”.

Y esta educación en las virtudes, que comenzará desde la niñez, el hombre tendrá que ir
perfeccionándola durante toda su vida. Tendrá algunas virtudes o tendencias virtuosas que
nacerán con él, como por ejemplo una natural bondad, que en la vida es muy importante, pero
sin la virtud de la prudencia para elegir las buenas compañías, no le dará muchos frutos.

Las virtudes si bien se estudian aisladas, están todas encadenadas, siempre se entrelazan entre
sí, unas con otras. Generalmente cometemos el error de identificar a una persona con una sola
virtud como si ya todo el trabajo estuviese concluido. Decimos por ejemplo: Juan es muy
trabajador, lo cual es muy bueno, siempre y cuando además sea responsable en administrar su
dinero, sea justo y le pague puntualmente a sus empleados y le sea fiel a su mujer,
(defendiendo su matrimonio), sino su trabajo no rendirá los frutos debidos. Ana puede ser
muy generosa, lo cual es muy bueno, siempre y cuando actúe con prudencia y justicia en el
manejo de los bienes y cuide primero y con responsabilidad, de la seguridad económica de los
suyos.

Las virtudes no se adquieren sabiendo sobre ellas, porque las virtudes son prácticas y no
teoría. Se adquieren mediante la repetición de actos virtuosos. Así como el vicio es la
repetición de actos viciosos. Será practicando la justicia con naturalidad que seremos justos, la
veracidad siempre, que seremos veraces, la templanza en general, que seremos mesurados, la
honestidad como conducta habitual, nos hará honestos, ejercitando el amor a la Patria, nos
hará buenos patriotas. Si aflojamos en el ejercicio de una virtud notaremos que las otras
virtudes disminuyen. Por ejemplo: los primeros días de clase siempre nos costarán más,
porque durante las vacaciones habremos perdido el hábito de esforzarnos con el estudio. El
lunes será el día de la semana que más nos costará, porque el fin de semana nos habrá exigido
menos esfuerzo aún en levantarnos.

No se trata de querer ser perfecto de un día para el otro y que abandonemos el intento porque
nos parece imposible. Se trata de inculcar estas virtudes en los hijos para que puedan
ejercitarlas de por vida. Analizando nuestras conciencias sabremos qué falta habremos
cometido y en que podremos mejorar.

Este proceso de lucha ascética en el gobierno de nuestras pasiones desordenadas, y en la


adquisición de virtudes es un ascenso en la vida espiritual, semejante a la escalada de un
monte, que otorga un enorme señorío sobre sí mismo.

“Escritores cristianos antiguos como Orígenes o San Gregorio de Niza, han visto en la ascensión
de Moisés al monte la imagen del esfuerzo de purificación que debe realizar el cristiano para
hacerse capaz de contemplar y amar a Dios. San Juan de la Cruz utiliza la misma imagen,
aunque prefiere llamar a su monte el Carmelo, en honor a los patronos de la orden carmelita.
Del mismo modo que la ascensión al monte, la santificación es un proceso que debe realizarse
mediante el esfuerzo ordenado de ir dando un paso tras otro en dirección a la cima.
Precisamente por eso, este proceso de purificación, de mejora, ha sido llamado “ascética” o
“ascesis”, palabra griega que significa sencillamente “esfuerzo” o “ejercicio”.

No hay que pensar, sin embargo, en una subida angustiosa que exija un esfuerzo agotador. Ni
el Sinaí, ni el Carmelo son cimas muy empinadas, y tienen rutas de subida muy sencillas. Lo
importante, como en una excursión de montaña, es ascender poco a poco, saboreando los
paisajes que se ensanchan en el horizonte, disfrutando de los aromas de la vegetación, de las
amplitudes del cielo, de los frescores de las brisas que se levantan. Como en una excursión,
caben también aquí momentos de descanso y de recuperación. Subir cuesta un poco, pero las
bellezas de la ascensión compensan el esfuerzo y, en el caso de la vida cristiana, la cima
proporciona, no simplemente la contemplación de un maravilloso paisaje, sino la de Dios
mismo.

En esa ascensión, es imprescindible la gracia de Dios para dar cualquier paso que acerque a la
cima. Dios la da generosa y también misteriosamente. Puede llevar al cristiano por caminos
nuevos e imprevistos hacia la contemplación. Y la da de manera distinta a cada persona. Es
muy importante contar con esa ayuda. La empresa de subir por sí mismo, (prescindiendo de
Dios), sólo lleva al agotamiento y el resultado no sería la santidad cristiana, que supone un
profundo equilibrio de potencialidades y capacidades, sino una personalidad desequilibrada.
Un hombre dominado por la soberbia podría emprender esta subida por sí mismo, e incluso
llegar a una cierta altura, pero muy lejos de la cima, porque el camino escogido no puede
acercarle. La diferencia estriba en que el cristiano que se acerca a la cima ama cada vez más a
Dios, mientras que el otro sólo se ama a sí mismo. Se trata, pues, de ascender, pero ¿qué
supone ascender realmente en la vida de un hombre? ¿Qué hace a un hombre mejor de lo que
era antes? cuando nos planteamos estas preguntas, comenzamos a entrar en el mundo
maravilloso de la interioridad; un universo mucho más apasionante todavía que el fantástico
universo material, cuyas bellezas apenas conocemos.

Hay dentro de cada hombre una inmensa riqueza que está como en el germen a la espera de
ser desplegada. Sólo quienes se han introducido en el mundo del espíritu saben, por
experiencia propia, que ese mundo existe y en cierto modo lo han abierto a la vida. Es un
mundo que no se puede ver desde fuera, aunque desde fuera atraen y sorprenden algunas de
sus manifestaciones. El hombre en quien esa interioridad se ha desplegado da una imagen
muy atrayente: causa admiración el vigor sereno con el que obra, el equilibrio de sus
manifestaciones, la suave firmeza de sus decisiones, su cordial pero poderosa fuerza de
voluntad, su paz y alegría interiores, su saber estar en todas partes, su poder prescindir sin
alterarse de lo superfluo, e incluso de lo necesario sin queja, su buen ánimo en las
adversidades y su sencillez cuando la fortuna le sonríe.
Nuestra cultura occidental actual ha buscado recientemente esa luz en manos orientales, que
ofrecen técnicas de concentración y desarrollo de la interioridad experimentada durante
siglos. Pero a veces han recogido sólo los aspectos más folclóricos, olvidando que también
nuestra tradición tiene una riquísima experiencia de la interioridad humana.

La educación clásica greco romana consistía básicamente en proponer como ejemplos a las
nuevas generaciones los actos más notables de valentía, amor a la patria, piedad filial (ver a
Dios como un padre) y honradez de sus hombres más grandes. Y esa sabiduría del vivir vino
inmensamente enriquecida con la revelación cristiana que aportó, además de profundos
conocimientos sobre el ser humano, un nuevo modelo de hombre, Jesucristo, y las fuerzas
necesarias, la gracia de Dios, para vivir de acuerdo con el modelo propuesto.

La clave del crecimiento interior del hombre se basa en una peculiaridad de su espíritu: todos
los actos voluntarios dejan huella: el hombre aprende a obrar en la medida que obra. Esto se
aprecia muy claramente, en el ámbito elemental, en la capacidad de adquirir técnicas. Todos
conocemos hombres muy hábiles, no sólo malabaristas, sino también, carpinteros, artesanos,
deportistas, músicos, etc. Todos tienen en común que son capaces de realizar fácilmente y con
perfección, acciones que para nosotros serían imposibles o, por lo menos, muy difíciles. Y
todos han llegado a esas técnicas (de poner una sonda, saltar una valla, tocar el arpa) del
mismo modo: repitiendo muchas veces las mismas acciones. En ocasiones, como un buen
intérprete de cualquier instrumento, ensayando muchas horas al día y muchos días al año.

Esta es la regla de oro de la educación del espíritu: la repetición. Como cada acción deja su
huella, el repetir una misma acción muchas veces, deja finalmente una huella muy profunda. Y
esto no sucede solamente en ese nivel inferior en que, simplificando en cierto modo, tratamos
de “acostumbrar el espíritu” a una acción.

Hay un pequeño caso que afecta a una parte importante de la humanidad y que nos ofrece un
buen ejemplo: la hora de levantarse de la cama. Casi todos los hombres tenemos la
experiencia de lo que supone en ese momento dejarse llevar por la pereza, y los que son más
jóvenes la tienen de una manera más viva. Si al sonar el despertador uno se levanta, va
creando la costumbre de levantarse y, salvo que suceda algo como un cansancio anormal,
resulta cada vez más fácil levantarse. En cambio, si un día se espera unos minutos antes de
dejar la cama, al día siguiente costará más esfuerzo y, si se cede, todavía más al siguiente. Así
hasta llegar a no oír el despertador. Tanto el buen como el mal obrar forman costumbres e
inclinaciones en el espíritu; es decir, hábitos de obrar. A los buenos se les llaman virtudes y a
los malos, vicios. Un hábito bueno del espíritu es, por ejemplo, saber decidir sin precipitarse y
considerando bien las circunstancias y las consecuencias. Un vicio, en cambio, en el mismo
campo, es el atolondramiento, que lleva a decidir sin pensar y a modificar muchas veces y sin
motivo las decisiones tomadas.
Algo tan importante como lo que llamamos “la fuerza de voluntad” no es otra cosa que un
conjunto de hábitos buenos, conseguidos después de haber repetido muchos actos en la
misma dirección.

Los hábitos buenos, las virtudes, consiguen que se vaya estableciendo el predominio de la
inteligencia en la vida del espíritu. Los vicios dispersan las fuerzas del hombre, mientras que las
virtudes las concentran y las ponen al servicio del espíritu. La persona que es perezosa, que
tiene el vicio de la pereza, puede fijarse, quizás, propósitos estupendos, pero es incapaz de
cumplirlos: su espíritu resulta derrotado por la pereza, por la resistencia del cuerpo a moverse.
Todo estudiante experimenta íntimamente esta lucha entre lo que se propone estudiar y lo
que después realmente estudia. Sorprendentemente, no basta proponerse una cosa para ser
capaz de vivirla: ¡qué difícil es dejar de fumar o guardar un régimen de adelgazamiento! no
basta una primera decisión.

Sólo con esfuerzo repitiendo muchas veces actos que cuestan un poco, se consigue el dominio
necesario sobre uno mismo. La persona que tiene virtudes es capaz, por ejemplo, de no comer
algo que no le conviene, aunque le apetezca mucho, o de trabajar cuando está muy cansado, o
de no enojarse por una minucia; logra que, en su actuación, predomine la racionalidad: es
capaz de guiarse, al menos hasta cierto punto, y de hacer lo que discierne que debe hacer.
Quien no tiene virtudes, en cambio, es incapaz, también hasta cierto punto, de hacer lo que
quiere. Decide, pero no cumple: no consigue llevar a cabo lo que se propone: no llega a
trabajar lo previsto o a ejecutar lo decidido.

Así resulta que la persona que tiene virtudes es mucho más libre que la que no las tiene. Es
capaz de hacer lo que quiere, lo que decide, mientras que la otra es incapaz. Quien no tiene
virtudes no decide por sí mismo, sino que algo decide por él, quizás hace, por utilizar un
casticismo español, “lo que le viene en gana”. Pero la gana no es lo mismo que la libertad. La
gana es una veleta que necesariamente se orienta hacia donde sopla el viento. El perezoso
puede tener la impresión de que no realiza su trabajo porque “no le apetece” o “no le da la
gana” y hacer de esto un gesto de libertad, pero en realidad es una esclavitud. Si no trabaja en
ese momento, no es por ejercitar su libertad, sino porque no es capaz de trabajar. Y la prueba
de esto es que “las ganas” se orientan con una sorprendente constancia siempre en el mismo
sentido. A la persona que se ha acostumbrado a comer demasiado, “sus ganas” le inclinan una
y otra vez, un día tras otro, a comer más de lo debido, pero raramente a guardar un día de
ayuno. Y al que es perezoso, le llevan a abandonar un día tras otro su trabajo, pero raramente
a realizar un sacrificio extraordinario.

Las virtudes van extendiendo el orden de la razón y el dominio de la voluntad a todo el ámbito
del obrar. Concentran las fuerzas del hombre que se hace capaz de orientar su actividad en las
direcciones que él mismo se propone. La misma palabra virtud, que es latina, está relacionada
con la palabra “hombre” (“vir”) y la palabra “fuerza” (“vis”).
La gran fuerza de un hombre son sus virtudes, aunque quizás su constitución física sea débil.
Sólo quien tiene virtudes puede guiar su vida de acuerdo con sus principios, sin estar cediendo,
a cada instante, ante la más pequeña dificultad o ante las solicitaciones contrarias. En cambio,
los pequeños vicios de la conducta, el acostumbrarse a no hacer las cosas cuando y como
deben ser hechas, debilita el carácter y hacen a un hombre incapaz de vivir de acuerdo con sus
ideales. Son pequeñas esclavitudes que acaban produciendo una personalidad mediocre.

..Este curso no es, propiamente hablando, un “método de ascética”. Sólo intenta proporcionar
algunas sugerencias que ayuden a dar los primeros pasos en este itinerario a la cima... para
que la lectura de los temas tenga sentido, se requiere de parte del lector una disposición
activa: ir tomando pequeñas resoluciones y propósitos que le ayuden a avanzar. Como en toda
ascensión, lo importante no es conocer muy bien el camino, sino ir dando pasos por él.
Además, como la cima no puede lograrse en un momento, es preciso recomenzar muchas
veces a andar y volver sobre los mismos propósitos. Lo importante es, como he dicho, ir dando
pasos. Y así las virtudes crecen. Además, las virtudes, como los órganos de los seres vivos,
tienden a crecer armónicamente. Cuando se crece en una se crece en algún modo en todas.
Quien empiece a caminar verá que se trata de una experiencia fantástica y que, si persevera,
su vida se llenará de nuevas y profundas dimensiones, hasta convertirse en algo apasionante”.
(3)

Ya dijimos que la revolución anticristiana, en sus distintas facetas (liberalismo, masonería,


socialismo, comunismo y Gramsci) quiere en primer lugar crear un hombre nuevo, sin dios, sin
patria, sin raíces, y ahora (con la perspectiva de género) hasta sin sexo definido... en su furia
satánica arrasa con todo y ataca todos los cimientos del cristianismo. Gramsci, la última
versión del marxismo, en su forma más sutil de destrucción, no crea sentimientos de odio, sino
de ridículo y de burla contra todos los valores clásicos y hasta del sentido común y, en la
rodada, no deja ninguna virtud en el camino: ni el respeto, ni la obediencia, ni la humildad, ni
la virginidad, ni la fidelidad, ni el patriotismo. Hay que destruir todo lo que el orden natural y
cristiano manda, y todo lo que la iglesia enseñó como bueno en 2.000 años de evangelización.
Las virtudes, dijimos, son las que ponen de pie a la persona. Si el objetivo que busca la
revolución es destruir a la persona y crear un hombre nuevo que no se semeje en nada a su
creador, entonces combatir, ridiculizar, erosionar y aniquilar las virtudes, es la parte más sutil
(y la última versión del plan).Primero el ataque fue contra el orden social, luego contra las
instituciones, después contra la familia y ahora finalmente y concretamente, contra la persona,
según Dios la pensó... Y resulta que él es el autor... todos los demás vinieron después...

Siempre habrá dos vicios en contra de una virtud. Uno por defecto y otro por exceso, que
aparenta ser virtud, pero no lo es. Por ejemplo: la virtud del orden se contrapone con el
desorden, que es lo contrario, pero el exceso de orden (que aparenta ser virtud) no lo es.
Porque una cosa es poner cada cosa en su lugar y otra es vivir para acomodar las cosas. La
laboriosidad se contrapone con el pecado de pereza, pero el exceso de trabajo, el activismo
(que aparenta ser virtud) no lo es, porque el hombre no fue creado sólo para trabajar. Hay
bienes superiores que debe desarrollar y ganar y el trabajar sin descanso es indicador de otros
desórdenes espirituales. La generosidad es una virtud que se contrapone al pecado de la
avaricia, pero la prodigalidad (que aparenta ser virtud) no lo es, porque en el desperdicio o el
derroche irresponsable de nuestros bienes siempre perjudicaremos a quienes tenían derecho
legítimo a ellos.

Los padres no necesitan ser perfectos para inculcar virtudes, ya que el ejemplo que educa, no
es el perfecto sino el humilde que reconoce verdades objetivas. Y el que reconoce que no es
perfecto, tiene la responsabilidad moral de transmitir la verdad en todas sus facetas. La
perfección de la persona humana no es una opción, sino un deber al que estamos todos
llamados por ser personas creadas a imagen y semejanza de Dios.

A santo Tomás su hermana le preguntó un día:

“-Tomás... ¿Qué hay que hacer para ser santo?-“Y santo Tomás le respondió: “querer”

Aplicando la misma fórmula de santo Tomás, ante la pregunta:

-¿Qué hay que hacer para ser virtuosos o desarrollar las virtudes que no tenemos?- Querer-

El hombre es un compuesto de inteligencia y voluntad, y para la lucha en contra de nuestras


pasiones desordenadas lo que hace falta es la voluntad. Si uno no quiere, la inteligencia sola
(por más brillante que sea) no puede hacer nada. “si adquirimos una virtud por nuestro propio
esfuerzo, desarrollando conscientemente un hábito bueno, denominamos a esa virtud natural.

Supongamos que decidimos hacer crecer la virtud de la veracidad. Vigilaremos nuestras


palabras, cuidando de no decir nada que altere la verdad. Al principio quizás nos cueste,
especialmente cuando decir la verdad nos cause inconvenientes o nos avergüence. Un hábito
(sea bueno o malo) se consolida por la repetición de los actos. Poco a poco nos resulta más
fácil decir la verdad, aunque sus consecuencias nos contraríen. Llega un momento que decir la
verdad es para nosotros una segunda naturaleza y, para mentir, tenemos que ir a contrapelo.
Cuando sea así, podremos decir en verdad, que hemos adquirido la virtud de la veracidad. Y,
porque la hemos conseguido con nuestro propio esfuerzo, esa virtud se llama natural.

Dios, sin embargo, puede infundir en el alma una virtud directamente, sin esfuerzo por nuestra
parte. Por su poder infinito puede conferir a un alma el poder y la inclinación de realizar ciertas
acciones que son buenas sobrenaturalmente. Una virtud de este tipo - el hábito infundido en
el alma directamente por Dios - se llama sobrenatural

Entre estas virtudes - las más importantes son las tres que llamamos teologales: Fe, Esperanza
y Caridad. Se llaman teologales o divinas porque atañen a Dios directamente: creemos en Dios,
en Dios esperamos y a él amamos. Estas tres virtudes, junto con la gracia santificante, se
infunden en nuestra alma con el sacramento del Bautismo. Incluso un niño, si está bautizado,
posee las tres virtudes, aunque no sea capaz de ejercerlas hasta que no llegue al uso de razón.
Y, una vez recibidas, no se pierden fácilmente. La virtud de la Caridad, la capacidad de amar a
Dios con amor sobrenatural, se pierde sólo deliberadamente si nos separamos de él por el
pecado mortal. Cuando se pierde la Gracia Santificante, también se pierde la Caridad. Pero aun
habiendo perdido la Caridad, la Fe y la Esperanza permanecen. La virtud de la Esperanza se
pierde sólo por un pecado directo contra ella. Por la desesperación de no confiar más en la
misericordia divina. Y, por supuesto, si perdemos la Fe, la Esperanza se pierde también, pues
es evidente que no se puede confiar en Dios si no creemos en él. Y la fe a su vez se pierde por
un pecado grave contra ella, cuando rehusamos creer lo que Dios ha revelado.

Además de las tres grandes virtudes teologales o divinas, hay cuatro virtudes sobrenaturales
que, junto con la gracia santificante, se infunden en el alma por el Bautismo. Como estas
virtudes no miran directamente a dios, sino más bien a las personas y cosas en relación con
Dios, se llaman morales: son prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Poseen un nombre
especial, pues se les llaman virtudes cardinales. el adjetivo “cardinal” se deriva del sustantivo
latino “cardo”, que significa “gozne”, y se les llama así porque son virtudes “gozne”, es decir,
que de ellas dependen las demás virtudes morales. Si un hombre es realmente prudente,
justo, fuerte y templado, espiritualmente podemos afirmar que posee también las otras
virtudes morales. Podríamos decir que estas cuatro virtudes contienen la semilla de las demás.
Por ejemplo, la virtud de la religión, que nos dispone a dar a Dios el culto debido, emana de la
virtud de la justicia. Y de paso diremos que aquella es la más alta de las virtudes morales”. (4)

5. Las gracias especiales que otorga Dios a través del sacramento del matrimonio.

Los cuatro aspectos de la familia que hemos desarrollado anteriormente son aplicables a todas
las familias, porque nos hemos basado en la propia naturaleza del hombre y sus necesidades,
tal cual Dios lo creó. Ahora, cabe preguntarse: ¿ por qué quiso Dios elevar el matrimonio a un
sacramento y no dejarlo solamente en el ámbito natural como simple concubinato, lo que hoy
en día se dice simplemente como el “irse a vivir juntos” o “vivir en pareja”? Dios sabía que el
matrimonio entre el hombre y la mujer (aún naciendo de un gran amor entre ambos) sería un
largo trayecto que tendría sus cruces y sus pruebas, porque la naturaleza estaba caída. Sabía
que, en el largo camino del matrimonio, los cónyuges más de una vez flaquearían y correrían el
riesgo de quebrantar la promesa hecha ante él en el altar. Es por eso que Dios, quiso
acompañar a los hombres, asociarse con ellos (en esta sociedad conyugal que él utilizaría para
infundir la vida) e integrarse como el “Socio capitalista” para estar disponible a asistirlos
durante todo el viaje. Esto se denomina “Gracia de Estado”. La gracia no terminaría en el altar
el día del casamiento, más bien comenzaría ahí. A través de los años de matrimonio, cuando se
nos presentasen los problemas y las dificultades, el mirar las alianzas nos servirá para recordar
al “socio capitalista” que siempre tendrá el capital necesario para darnos para poder seguir
con lo prometido ante él.

Tampoco esto significa que Dios, como socio capitalista, sería como una pierna ortopédica en
el matrimonio, sino que quien nos creó nos conoce, sabe lo que necesitamos, dónde están
nuestras heridas, nuestras miserias y debilidades, nuestras flaquezas, nuestras angustias,
nuestros conflictos, nuestras pasiones desordenadas y las tentaciones para vencer.
Esta Gracia de Estado (gracias especiales que Dios otorga para cada estado del hombre),
provee a los cónyuges la paciencia para tolerarse los defectos mutuos, la caridad para amarse
aún sobrenaturalmente y perdonarse las heridas y las ofensas, la misericordia para
comprender las miserias mutuas y poder pasar sobre ellas, la fortaleza para resistir muchas
veces las tentaciones mutuas de infidelidad, de abandonarse por otra persona (que pudiera
aparentar ofrecer mayor felicidad), etc. Dios, como socio capitalista de esta sociedad de donde
nacería su obra maestra, el hombre, se comprometía a estar siempre disponible para asistirnos
durante la vida matrimonial, velando y asistiendo a los cónyuges, no sólo en su matrimonio,
sino en la dirección que imprimirían en los hijos, por quienes Dios ya había derramado su
sangre, y no estaba dispuesto a perderlos. Ante los problemas, conflictos y dificultades que
pudieran surgir dentro del matrimonio las alianzas nos recordarían al tercer “socio capitalista”
a quien deberíamos acudir para tomar el capital necesario para continuar. Aún con los hijos,
Dios mismo, a través de la iglesia y de sus hijos predilectos, los buenos sacerdotes, hablaría y
habla. No es lo mismo acudir al sacerdote que pedir consejo a la amiga, al peluquero o a quien
nos arregla la moto. Nadie desprecia el consejo que puedan dar, (siempre que sea bueno y de
acuerdo a la ley de dios), pero el sacerdote tiene “gracia de estado” y ellos no.

Esta gracia de estado sacerdotal es la luz sobrenatural que Dios le otorga a quienes lo
representan para iluminar y aconsejar a las almas en su camino por la tierra. En la lógica divina,
deberían asistir ambos cónyuges o padres a pedirlas para que los pasos de los cónyuges y los
padres fuesen parejos al caminar. Si sólo fuese uno de los cónyuges a pedir consejo, (que
históricamente demostró ser la mujer), se torna muy injusto y desequilibrado, porque es una
carga doble y una doble responsabilidad la de sobrellevar un peso, (sobre una sola espalda y
sobre una sola conciencia), que Dios había dispuesto sería para compartir, en el matrimonio,
entre dos. Si a través de la vida conyugal fuese tan sólo uno de los dos a pedir fortaleza,
paciencia y espíritu de perdonar, en el plan de dios para el matrimonio la carga para ese uno
será desproporcionado.

Dicho en otras palabras, el matrimonio no fue pensado por Dios para ser “un carrito chino”
(medio de trasporte público que usan en China), en donde uno sólo hace el esfuerzo tirando el
carro. Donde el marido cómodamente se deja llevar sentado, viendo (como en la butaca de un
cine) como crían sus hijos. Cómo los forman (luchando contra corriente) y cómo construyen su
familia con las responsabilidades y luchas que ello implica, sin involucrarse para nada en la
formación y descansando en el esfuerzo sólo de su mujer.

Tampoco donde el marido hace todo el esfuerzo para sostener el hogar con responsabilidad y
a demás al llegar en la noche después de una jornada dura de trabajo, se tiene que ocupar de
bañar a los hijos, de prepararles la comida, de vigilar si hicieron los deberes y hasta de llevar a
las diez de la noche a su mejer al bebé recién bañado y envuelto en una frazada (dejando a los
otros solos en casa) para que ella lo amamante en el pasillo de la universidad…durante el
recreo…entre clases y clases de lo que fuese… porque se le ocurrió empezar a estudiar cuando
quedó embarazada…para “realizarse”…
De ahí que, para elegir al otro, para fundar nuestra familia, debemos elegir un par, un igual,
alguien que no sea un lastre una mochila. El matrimonio es un trabajo de equipo. Y la materia
adecuada sobre la cual la gracia debe actuar es esta “buena elección”. Esa es la parte que nos
toca a nosotros “elegir bien”.

Dios, que quiso asistir al hombre en su llegada al mundo con el Bautismo, que quiso que
recibiese su cuerpo y su sangre para fortalecerlo y ganarse la vida eterna en la comunión, que
le otorgó el espíritu y la fortaleza para defenderlo en la confirmación, que se mostraría
siempre disponible para perdonarle los pecados en la confesión (o reconciliación), que les
aseguraría el pasaporte al cielo con la extremaunción (o Unción de los enfermos), también
quiso asistirlo en el camino de santificación y perfección cristiana que significa comprometerse
a vivir juntos, varón y mujer “aceptándose como esposa/o y serse fiel tanto en la salud como
en la enfermedad, en la prosperidad como en la adversidad, amándose y respetándose
durante toda la vida” que es la lógica consecuencia de compartir un mismo proyecto de vida.

Referencias

(1) “Dios en las trincheras”. rvdo P. Martínez Torrens. Ediciones Sapienza.pág.178

(2) “Juventud manipulada y seducida”. Christa Meves. Editorial Herder.

(3) “Para ser cristiano”. Juan Luis Lorda. Editorial Patmos. pág 16

(4) “La fe explicada”. Leo J. Trese. Editorial Patmos. pág. 13

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