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XXII El nuevo ciudadano de los Estados Unidos Aquel mismo día, América entera supo, al mismo tiempo

que el desafío del capitán Nicholl y del presidente Barbicane, el inesperado final que tuvo la situación. El
papel desempeñado por el caballeroso europeo, su inesperada proposición con que zanjó las
dificultades, la simultánea aceptación de los dos rivales, la conquista del territorio selenita, a la cual iban
a marchar de acuerdo Francia y los Estados Unidos, todo contribuía a aumentar más y más la
popularidad de Michel Ardan. Ya se sabe con qué frenesí los yanquis se apasionan de un individuo. En un
país en que graves magistrados tiran del coche de una bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál
sería la pasión que se desencadenó en favor del francés, audaz sobre todos los audaces. Si los
ciudadanos no desengancharon sus caballos para colocarse ellos en su lugar, fue probablemente porque
él no tenía caballos, pero todas las demás pruebas de entusiasmo le fueron prodigadas. No había uno
solo que no estuviese unido a él con el alma. Ex pluribus unum, según se lee en la divisa de los Estados
Unidos. Desde aquel día, Michel Ardan no tuvo un momento de reposo. Diputaciones procedentes de
todos los puntos de la Unión le felicitaron incesantemente y de grado o por fuerza tuvo que recibirlas.
Las manos que apretó y las personas que tuteó no pueden contarse; pero se rindió al cabo, y su voz,
enronquecida por tantos discursos, salía de sus labios sin articular casi 198
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx sonidos inteligibles, sin contar con que los brindis que tuvo que
dedicar a todos los condados de la Unión le produjeron casi una gastroenteritis. Tantos brindis,
acompañados de fuertes licores, hubieran, desde el primer día, producido a cualquier otro un delirium
tremens; pero él sabía mantenerse dentro de los discretos límites de una media embriaguez alegre y
decidora. Entre las diputaciones de toda especie que le asaltaron, la de los lunáticos no olvidó lo que
debía al futuro conquistador de la Luna. Un día, algunos de aquellos desgraciados, asaz numerosos en
América, le visitaron para pedirle que les llevase con él a su país natal. Algunos pretendían hablar el
selenita, y quisieron enseñárselo a Michel. Éste se prestó con docilidad a su inocente manía y se encargó
de comisiones para sus amigos de la Luna. —¡Singular locura! —dijo a Barbicane, después de haberles
despedido—. Y es una locura que ataca con frecuencia inteligencias privilegiadas. Arago, uno de nuestros
sabios más ilustres, me decía que muchas personas muy discretas y muy reservadas en sus
concepciones, se dejaban llevar a una exaltación suma, a increíbles singularidades, siempre que de la
Luna se ocupaban. ¿Crees tú en la influencia de la Luna en las enfermedades? —Poco —respondió el
presidente del Gun-Club.

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