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LA INSTRUCCIÓN El proceso se hace para obtener un juicio. El juicio, como lo explicamos, necesita
de pruebas y de razones, pero las pruebas y las razones no se encuentran dispuestas y prontas;
son ellas el fruto de un largo, paciente y difícil trabajo, que ocupa la fase intermedia del proceso.
La exposición ordenada de lo que ocurre en esta fase, es siempre difícil, y dificilísima cuando por
una parte hay que comprender en ella tanto el proceso civil como el proceso penal, y por otra
debe hacerse comprender de un público no preparado. No es posible incluso que ello se haga sin
algún sacrificio en el terreno de la exactitud y de la integridad de la materia.

Consideraré, pues, como cometido exclusivo de esta fase intermedia, según lo he insinuado, la
provisión de las pruebas y de las razones, que es por otra parte en verdad su cometido
fundamental. Hay a menudo, particularmente en el proceso civil, otras cosas que hacer entre la
introducción y la decisión; aquí debiera encontrar su puesto, entre otras cosas, la exposición de los
incidentes, que son un aspecto del proceso tan delicado como desacreditado; pero tanto los
límites impuestos a mi curso Como su carácter, me obligan a dejarlos de lado. Me contentaré con
decir que, según la distinción ya conocida entre pruebas y razones, se distingue la instrucción de la
discusión: la primera sirve para recoger las pruebas, y la segunda para elaborar las razones.

Recoger las pruebas, por lo común, especialmente en el proceso penal, dista mucho de ser cosa
fácil. En el proceso civil, no pocas veces los hechos se presentan a plena luz; en el proceso penal,
casi siempre se ocultan en la oscuridad. Puede suceder, entonces, que se siga desde el principio
una falsa pista. A veces se cree ver un delito allí donde no lo hay (por ejemplo, un homicidio,
cuando se trata de una muerte accidental); en ocasiones las sospechas recaen sobre un inocente.

En el proceso penal se entiende, pues, que en razón de estas dificultades, la instrucción debe
proceder de ordinario con pies de plomo, tanto más cuanto que el error judicial cuesta caro.
Cuando un imputado termina por ser absuelto, no se pierde solamente tiempo y se causa fatiga,
sino que muchas veces se infiere un daño irreparable al individuo y a la sociedad. Esto explica por
qué en lo penal, la instrucción se desdobla en comparación con el proceso civil, en una fase
preliminar y una fase definitiva. La fase preliminar, a la cual se da el nombre de instrucción en
sentido estricto, sirve precisamente para un examen superficial de la sospecha de la cual nace el
proceso, a fin de ver si es fundada o no; si es infundada, el proceso aborta con lo que se llama la
absolución del imputado en sede instructoria; en caso contrarío, el proceso continúa en una
segunda fase que se llama debate; pero también es instrucción en cuanto en él se asumen las
pruebas, y en particular los testimonios.

Esta diferencia fundamental entre instrucción penal e instrucción civil tiene sus excepciones: hay
procesos civiles que por su naturaleza particular presentan también una fase preliminar (de
examen superficial) de la instrucción (por ejemplo, el proceso de interdicción o el proceso de
paternidad) y hay procesos penales sin fase preliminar (tal es el llamado proceso directísimo); pero
la regla es el sentido de una estructura más compleja de la instrucción en materia penal.

A la asunción de las pruebas procede, naturalmente, el juez. Si tiene que persuadirse él mismo,
conviene que vea él con sus ojos, oiga con sus oídos y toque con sus manos. Y, se comprende,
debe ser el mismo juez quien luego decide. Se trata, al parecer, de una verdad manifiesta, sin
embargo, hay reservas. Una de estas es de naturaleza económica y atañe al juez colegiado: se dice
fácilmente que si varios jueces deben juzgar a la vez, todos ellos deben ver, oír y tocar; pero, por
desgracia, los oficios judiciales están sobrecargados de procesos civiles y penales. Si a la
instrucción hubiese de proveer el colegio entero, crecerían desmesuradamente el costo y la
duración de los procesos; también naturalmente la duración, se debe reconocer, pues, mientras el
colegio está ocupado en la instrucción de un proceso, por fuerza tienen que esperar los demás.

Pero hay otro aspecto del problema más delicado todavía: la instrucción no puede menos que
comprometer la iniciativa del juez que a ella procede, y toda iniciativa supone y estimula el interés
de quien la toma; pero cuanto más difícil es la investigación, más se apasiona el juez en ella,
corriendo así el riesgo de perder la frialdad necesaria para valorar críticamente su resultado. Esta
es la razón por la cual en materia civil nunca se encomienda la instrucción al colegio de los jueces,
sino a uno solo de ellos, que se llama precisamente juez instructor; y en lo penal ocurre lo mismo
respecto de la instrucción preparatoria; en cambio, la instrucción penal definitiva, cuando la
competencia pertenece a un juez colegiado (tribunal o Corte de Assises), la hace el colegio entero.

Se entiende que también respecto de la instrucción, con el juez colaboran las partes, cuya
actividad para la reunión de las pruebas es preciosa. La parte, en este cometido, respecto del juez,
se asemeja al perro que saca de su guarida la caza y la pone bajo el tiro del cazador. En materia
civil esta colaboración de las partes es plena; no hay acto del juez en materia de instrucción, que
no se cumpla en presencia de las partes las cuales tienen la posibilidad de proponer sus
observaciones al juez. En el proceso penal esta plena colaboración se realiza en la segunda fase
instructoria, es decir en la primera parte del debate (la segunda, como veremos, está dedicada a la
discusión), basta una experiencia superficial, como la que suministran las reseñas judiciales de los
diarios, para mostrar la vivacidad y a veces los excesos del contradictorio durante la asunción de
las pruebas.

Diversa es la situación según el ordenamiento italiano, en la fase preparatoria, en la cual opera


ciertamente al lado del juez, o aun solo él, el ministerio público, pero no se admite la intervención
del defensor. La desigualdad que se establece así entre las dos partes, es grave y peligrosa, sin
duda. El ministerio público viene a encontrarse en una posición privilegiada, y el defensor, por el
contrario, en una condición de inferioridad. El privilegio del ministerio público llega al extremo de
que, en los casos de menor complejidad, se le permite, como lo hemos indicado, que conduzca él
solo la instrucción preparatoria; se habla en tales casos de instrucción sumaria. Al defensor solo se
le consiente conocer algunos actos instructorios, entre los cuales están las pericias, y después,
aunque no siempre, los resultados de la instrucción realizada cuando se trate de decidir si el
proceso debe proseguir o no con el debate, proponiendo al juez sus observaciones al respecto.
Esta desigualdad entre las partes, que provoca ásperas críticas y apasionadas propuestas de
reforma, encuentra su razón profunda en la desconfianza respecto del imputado, el cual es, por
definición, una parte poco idónea para colaborar con el juez a los fines de la justicia.

Es verdad que la intervención invocada y necesaria para procurar también a la instrucción los
beneficios del contradictorio, más que del imputado es del defensor, quien es, en el proceso
penal, según dijimos, mucho más despegado de su cliente que en el proceso civil; y si la figura del
defensor penal fuese en la práctica tal cual se la diseña en teoría, no debieran hacerse objeciones
a su intervención en toda fase de la instructoria; pero desgraciadamente la costumbre forense no
se ha elevado al punto de poder contar con un comportamiento del defensor, que no ponga
obstáculos al curso de la justicia; por eso se debe reconocer que las condiciones para la deseada
reforma no han madurado todavía.

Una última diferencia entre la instrucción en el proceso civil y la instrucción en el proceso penal
atañe al ambiente en que se procede a la recepción de las pruebas. Solo en la fase definitiva de la
instrucción penal, es decir en el debate, la recepción se hace en la audiencia, esto es, en una
sesión del oficio judicial y de las partes, a la cual de ordinario se consiente la asistencia del público;
en la instrucción penal preparatoria, en cambio, y en todo caso en la instrucción civil, las pruebas
se reciben en el despacho del juez, con exclusión del público.

La publicidad de los debates penales (y como veremos de las discusiones civiles), se funda
ciertamente en el interés general en la administración de la justicia, de la cual constituye una
garantía; no se excluye, sin embargo, que finalmente el interés periodístico que satisface y
estimula la curiosidad acerca de los delitos más que la información acerca de los procesos, cause
perjuicios al instituto judicial que desdicen de la civilidad.

La mayor dificultad en materia de asunción de pruebas atañe al testimonio. Este, más aún en
materia penal, es una prueba indispensable pero peligrosa (las partes, cuando concluyen un
contrato, tienen interés en documentarlo, pero la documentación de un delito es un caso
extremadamente raro); alguien que entendía de ello, la llamó un mal necesario. La fidelidad del
relato del testigo queda encomendada, como ya dijimos, al concurso de la atención (en el
momento en que percibió los hechos), de la memoria (en el momento en que narra) y de la buena
voluntad; un concurso tan difícil de producirse, que un testimonio enteramente veraz, se puede
decir sin exageración que constituye una excepción.

Naturalmente, la recepción del testimonio depende también en gran parte del modo como se
interrogue al testigo. Se necesitan a este fin en el juez una inteligencia, una paciencia y una
humanidad que no son fáciles de poseer; el ambiente mismo en que se lo hace, por el aparato
solemne, por la presencia del público, por el contraste entre las partes, ejerce una acción a
menudo perjudicial sobre él. En este aspecto no se puede ocultar el perjuicio que las condiciones
en que se desarrollan los procesos, bien por razones de lugar o de tiempo, causan al testimonio, al
punto de que el testigo rinde casi siempre mucho menos de lo que en otras condiciones pudiera
obtenerse de él. Este es, por desgracia, uno de los aspectos por los cuales el proceso es muy
distinto de lo que debiera ser.

Una mención especial merece todavía el problema desde el punto de vista de la buena voluntad.
La verdad es que a menudo el testigo, aunque se sirva bien de la atención y de la memoria tiene
poco deseo de decir la verdad. Ya en la amplia noción del testimonio entran, también, las
narraciones que hacen al juez las partes, y en primer lugar el imputado. Ahora bien, las partes son
frecuentemente solicitadas más por su interés en esconder que en descubrir la verdad. Además,
en torno de los intereses de las partes se forma un círculo en el cual entran también los terceros:
parientes, amigos, compañeros de partido, acreedores, de manera que un testimonio
verdaderamente desinteresado es tan raro como una mosca blanca.

Así se inicia, por desdicha, una lucha entre el juez que quiere hacer decir la verdad al testigo, y
este que no quiere decirla, lo que constituye uno de los más graves peligros del proceso, porque
inevitablemente termina por comprometer la imparcialidad de quien tiene que juzgar. Entonces,
como ocurre desgraciadamente con frecuencia, surge la tentación de forzar al testigo cuando el
juez sospecha que es falso o reticente; una tentación que recuerda el antiguo instituto de la
tortura, al cual naturalmente resisten con menor dificultad aquellos examinadores que están
técnica y moralmente menos preparados que el juez, es decir, los oficiales de la policía judicial.

Se hace valer a este propósito también la instancia a obrar sobre el interrogado con medicinas y
métodos que, relajando la atención, obtendrían de él declaraciones que no por involuntarias,
sean, sin embargo, menos engañosas. Probablemente ningún remedio existe contra los peligros de
la falsedad del testimonio que no sea por un lado, como dijimos, la inteligencia, la paciencia y la
humanidad del juez, y por otro, el mejoramiento de las costumbres sociales, sobre todo
inculcando una idea diferente, algo que persuada a la gente de que la justicia penal no tiende a la
venganza, sino a la redención del reo.

Siempre a propósito del testimonio, no se olvide que con las interrogaciones del juez y las
respuestas del testigo no queda agotada la recepción de la prueba, puesto que, debiéndose
someter más tarde a crítica la narración en el curso ulterior del proceso, las preguntas y las
respuestas deben ser registradas, como suele decirse. A esto se provee desgraciadamente en el
ordenamiento vigente con medios inadecuados y anticuados, a saber, con la escritura del
secretario, quien no es casi nunca ni siquiera un taquígrafo; sin contar que los medios de registro
fonográfico, ya en uso en muchos negocios privados, son todavía desconocidos en el proceso. Esta
otra imperfección compromete mucho más el rendimiento del testimonio, y el éxito de la
instrucción en cuanto la narración del testigo, sobre la cual el juez termina por formar su
convicción, muy a menudo corresponde en medida limitada a la narración real.

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