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En España la tradición elegíaca es larga y relativamente estable. Sus orígenes más remotos se
encuentran en el planctus latino medieval, y sigue floreciendo en las tragedias del siglo XX. En
el curso de un milenio de historia ha producido parte de la mejor poesía compuesta en las
lenguas españolas. [...]
A caballo entre los dos lacrimosos movimientos del neoclasicismo y del romanticismo,
Martínez de la Rosa define la elegía por lo que se refiere al tiempo de Espronceda.
De este modo, Espronceda, enfrentado con la muerte y con la pérdida de un amor, compone
su elegía al estilo tradicional. Tiene un problema. Ha de tratar de solucionarlo valiéndose de su
arte para disciplinar su vida. Y la elegía que compone refleja el problema, no la solución. Jorge
Manrique se enseñó a sí mismo, para provecho suyo y de incontables lectores, el sentido que
tenían la muerte el sufrimiento para un cristiano. Espronceda siguió tan perplejo al terminar
como antes de haber empezado. La filosofía de la muerte escapaba, y no podía ser de otro
modo, a una mente tan incoherente como la suya. Pero el valor terapéutico del poema no se
perdió por completo. Aunque su composición hubiera servido tan sólo para aliviar su
melancolía, con firmarle en sus prejuicios irracionales y poner orden en sus errores, la elegía
había conseguido por lo menos desbrozar los caminos que tenía ante sí. A su manera una
manera que difícilmente puede ser la nuestra, Espronceda había aprendido a formular sus
opiniones sobre la muerte y a insertar en un marco organizado de forma artística su pasión por
Teresa. Este inventario ya era en sí mismo un logro no despreciable. Su visión era la
culminación de la del siglo XVIII. Para los hombres de razón la muerte era un gran enigma,
porque no podía reducirse a razones; para Espronceda la misma vida era irracional, y la muerte
formaba parte del mismo esquema. Se necesitará una nueva visión -la de Lorca, Alberti y
Antonio Macha do para presentar a la muerte como algo que puede trascenderse gracias a la
poesía, mostrando que la vida puede proyectarse por medio de la poesía hasta más allá de las
fronteras de la muerte, y que de este modo la muerte puede ser vencida por los que viven.
Los personajes de las obras románticas, a partir del Don Álvaro, son objeto de acotaciones
especiales por parte de los autores. Las acotaciones teatrales son levísimas en el teatro clásico
español, inexistentes en el teatro griego y muy ricas en los teatros barroco y romántico.
Si la crítica se ha fijado en algún aspecto de la obra de Rosalía de Castro tal vez haya sido
principalmente en el de sus innovaciones de metros y ritmos. Durante una época cuando
dichas innovaciones eran raras, Rosalía de Castro usa versos de catorce sílabas, de dieciséis, de
diecinueve; de ahí que algunos críticos, tachando de envejecida la poesía española de la
segunda mitad del siglo XIX, y olvidando las innovaciones métricas de nuestros románticos,
buscarán en Rosalía de Castro un precedente para las novedades que en dicho aspecto
introdujeron los poetas modernistas, aunque hoy veamos que las novedades métricas, cuando
sólo descansan en el prurito innovador, no arraigan en la tradición lírica. El ritmo del verso que
usa un poeta surge con la visión que tiene, con la experiencia poética que va a expresar y su
uso no es consecuencia de una decisión enteramente voluntaria. En poesía, en arte, no hay
«fondo» y «formas, como pretenden los críticos estilo Menéndez y Pelayo; a lo más sería
posible hablar de visión y expresión, compenetradas ambas en un todo, que es el poema.
Lo que la epopeya fue para una cultura congruente presidida por un principio de unidad, y lo
que la lírica es para una multitud de culturas incongruas en las que impera la noción de la
variedad, lo será la dramática para un mundo articulado y concorde regido por un ideal de
armonía. La dramática está llamada, por consiguiente, a rehacer la unidad, perdida con la
épica, pero robusteciéndola con los ardimientos y desahogos del espíritu individual; y le
cumplirá asimismo enriquecer este espíritu con los opulentos recursos del mundo objetivo.
El Renacimiento es una cultura de ciudad: por quienes la producen, por sus destinatarios, por
sus temas, por sus manifestaciones, es una cultura urbana. Coincide con un período de
desarrollo pujante de las ciudades, en el orden económico y demográfico y, en cuanto a la
esfera de la política, si ésta no se centra ya en ellas, de ellas salen los grupos de la burocracia al
servicio del estado. Desde esa crisis renacentista, se producirá tal efecto sobre la curva de la
evolución demográfica que, en adelante, aunque en ciertas fases coyunturales especialmente
favorables el aumento de población llegue también al campo, siempre será mayor en
proporción el incremento en los ámbitos urbanos. El Renacimiento, que, por la circunstancia
técnica de la reciente invención de la imprenta y las condiciones económicas expansivas en
que ese hecho se da, es la primera cultura de un fuerte carácter libresco, necesitaba de la
ciudad. El crecimiento urbano vino a ser una de las causas de la nueva cultura y determinó, en
gran parte, los caracteres con que se presenta aquélla.