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VISIÓN DE LA MUERTE

En España la tradición elegíaca es larga y relativamente estable. Sus orígenes más remotos se
encuentran en el planctus latino medieval, y sigue floreciendo en las tragedias del siglo XX. En
el curso de un milenio de historia ha producido parte de la mejor poesía compuesta en las
lenguas españolas. [...]

En el siglo XV la elegía ya había incorporado la tradición del Ars moriendi; su visión de la


muerte contrasta visiblemente con el esqueleto caprichoso y burlón de la contemporánea
Danza de la Muerte. En vez de ver a la Muerte como un instrumento del Destino, el padre de
Jorge Man rique espera y acoge a su visitante como a un enviado de Dios: «que querer ombre
bivir / cuando Dios quiere que muera / es locura». Por otra parte, los poetas elegíacos del
Renacimiento lamentan la desaparición de la vida con su vigor, su belleza y su juventud; la vida
es algo muy amado, y la muerte un terrible destructor de ese bien bello e inapreciable. Los
poetas barrocos también observan la desaparición del vigor, la belleza y la juventud. Pero
como saben que la vida en este mundo no es más que una ilusión, consideran que la verdadera
naturaleza de esos bienes tan queridos es, en palabras de Góngora, tierra, humo, polvo,
sombra y nada. La muerte manifiesta el esqueleto que hay debajo de la hermosa piel, y señala
una realidad definitiva: la vida eterna del alma. Nos acercamos ahora a la época de
Espronceda. Los elegíacos neoclásicos, al ver la muerte como un fenómeno completamente
inexplicable por el mundo de la razón en el que están acostumbrados a moverse, se
estremecen y sollozan histéricamente ante la muerte del ser amado, salpicando sus poemas de
numerosos ayes. La vida, que había parecido tan llena de sentido, tan cómoda, tan
plenamente dominada por la mente humana, se transforma, al tener conciencia de la muerte,
en algo frío e ininteligible. Los románticos absorben esta visión de la muerte y restauran el
gusto macabro del barroco, aunque no comparten la fe barroca que puede dar cierto sentido
al horror de la tumba. Para los románticos la muerte simboliza la falta de fe que Dios tiene en
el hombre, la última y la mayor de las traiciones de la confianza del hombre en sí mismo. La
elegía ro mántica es la poesía de la autocompasión. [...]

A caballo entre los dos lacrimosos movimientos del neoclasicismo y del romanticismo,
Martínez de la Rosa define la elegía por lo que se refiere al tiempo de Espronceda.

Espronceda, fue la causa principal de su perplejidad. La rigurosa convicción cristiana de Jorge


Manrique le permitió escribir una elegía firmemente asentada en la fe, una afirmación de las
verdades eternas. Incluso Garcilaso, al tratar de la muerte en la segunda parte de su primera
elegía, hablaba sin la menor duda acerca de un futuro encuentro de los amantes, que se
reunirían de nuevo en los Campos Elíseos. Espronceda, proclaman do la libertad del hombre
sensible -libertad respecto a la razón, la autoridad, las normas sociales- no podía emanciparse
a sí mismo de la moral convencional. Dicho de la manera más llana posible: necesitaba que su
mujer fuese virgen. Como no lo era, ya no supo qué hacer. Su perplejidad se manifiesta en la
insistente repetición. de tal vez», giro que suele considerarse como prosaico, y que al terna de
vez en cuando con «acaso» o «quizá>>.

De este modo, Espronceda, enfrentado con la muerte y con la pérdida de un amor, compone
su elegía al estilo tradicional. Tiene un problema. Ha de tratar de solucionarlo valiéndose de su
arte para disciplinar su vida. Y la elegía que compone refleja el problema, no la solución. Jorge
Manrique se enseñó a sí mismo, para provecho suyo y de incontables lectores, el sentido que
tenían la muerte el sufrimiento para un cristiano. Espronceda siguió tan perplejo al terminar
como antes de haber empezado. La filosofía de la muerte escapaba, y no podía ser de otro
modo, a una mente tan incoherente como la suya. Pero el valor terapéutico del poema no se
perdió por completo. Aunque su composición hubiera servido tan sólo para aliviar su
melancolía, con firmarle en sus prejuicios irracionales y poner orden en sus errores, la elegía
había conseguido por lo menos desbrozar los caminos que tenía ante sí. A su manera una
manera que difícilmente puede ser la nuestra, Espronceda había aprendido a formular sus
opiniones sobre la muerte y a insertar en un marco organizado de forma artística su pasión por
Teresa. Este inventario ya era en sí mismo un logro no despreciable. Su visión era la
culminación de la del siglo XVIII. Para los hombres de razón la muerte era un gran enigma,
porque no podía reducirse a razones; para Espronceda la misma vida era irracional, y la muerte
formaba parte del mismo esquema. Se necesitará una nueva visión -la de Lorca, Alberti y
Antonio Macha do para presentar a la muerte como algo que puede trascenderse gracias a la
poesía, mostrando que la vida puede proyectarse por medio de la poesía hasta más allá de las
fronteras de la muerte, y que de este modo la muerte puede ser vencida por los que viven.

Los personajes de las obras románticas, a partir del Don Álvaro, son objeto de acotaciones
especiales por parte de los autores. Las acotaciones teatrales son levísimas en el teatro clásico
español, inexistentes en el teatro griego y muy ricas en los teatros barroco y romántico.

Si la crítica se ha fijado en algún aspecto de la obra de Rosalía de Castro tal vez haya sido
principalmente en el de sus innovaciones de metros y ritmos. Durante una época cuando
dichas innovaciones eran raras, Rosalía de Castro usa versos de catorce sílabas, de dieciséis, de
diecinueve; de ahí que algunos críticos, tachando de envejecida la poesía española de la
segunda mitad del siglo XIX, y olvidando las innovaciones métricas de nuestros románticos,
buscarán en Rosalía de Castro un precedente para las novedades que en dicho aspecto
introdujeron los poetas modernistas, aunque hoy veamos que las novedades métricas, cuando
sólo descansan en el prurito innovador, no arraigan en la tradición lírica. El ritmo del verso que
usa un poeta surge con la visión que tiene, con la experiencia poética que va a expresar y su
uso no es consecuencia de una decisión enteramente voluntaria. En poesía, en arte, no hay
«fondo» y «formas, como pretenden los críticos estilo Menéndez y Pelayo; a lo más sería
posible hablar de visión y expresión, compenetradas ambas en un todo, que es el poema.

Lo que la epopeya fue para una cultura congruente presidida por un principio de unidad, y lo
que la lírica es para una multitud de culturas incongruas en las que impera la noción de la
variedad, lo será la dramática para un mundo articulado y concorde regido por un ideal de
armonía. La dramática está llamada, por consiguiente, a rehacer la unidad, perdida con la
épica, pero robusteciéndola con los ardimientos y desahogos del espíritu individual; y le
cumplirá asimismo enriquecer este espíritu con los opulentos recursos del mundo objetivo.

El humanismo reúne en sus aspiraciones y en sus logros la destreza literaria, la erudición


histórica y filológica y la sabiduría moral: tres facetas que para nosotros son claramente
distintas pero que para los humanistas eran (inseparables) La[destreza literaria podía hasta
cierto punto aprenderse, y tenía una gran importancia a los ojos de los humanistas, puesto que
servía para conseguir una expresión efectiva, tanto en el habla como en la transmisión escrita,
en verso como en prosa, en latín como en las lenguas vernáculas, de cualesquiera contenidos,
ya sea en el terreno de las ideas, de las imágenes, de los sentimientos o de los hechos. La
sabiduría debe ir unida con la elocuencia, según gustaban de repetir muchos humanistas.

El Renacimiento es una cultura de ciudad: por quienes la producen, por sus destinatarios, por
sus temas, por sus manifestaciones, es una cultura urbana. Coincide con un período de
desarrollo pujante de las ciudades, en el orden económico y demográfico y, en cuanto a la
esfera de la política, si ésta no se centra ya en ellas, de ellas salen los grupos de la burocracia al
servicio del estado. Desde esa crisis renacentista, se producirá tal efecto sobre la curva de la
evolución demográfica que, en adelante, aunque en ciertas fases coyunturales especialmente
favorables el aumento de población llegue también al campo, siempre será mayor en
proporción el incremento en los ámbitos urbanos. El Renacimiento, que, por la circunstancia
técnica de la reciente invención de la imprenta y las condiciones económicas expansivas en
que ese hecho se da, es la primera cultura de un fuerte carácter libresco, necesitaba de la
ciudad. El crecimiento urbano vino a ser una de las causas de la nueva cultura y determinó, en
gran parte, los caracteres con que se presenta aquélla.

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