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La mayoría de los ensayos reunidos en 

La Pluma mensajera han sido elaborados en


tiempos diversos, teniendo sin embargo siempre presente que su destino final era un
libro, en la medida de lo posible homogéneo, en el cual se pusiera de relieve lo que la
literatura ha significado y significa, según quien escribe, para Hispanoamérica, mundo
en el cual los problemas son numerosos y candentes.
Comparto, naturalmente, la convicción de que la literatura es reflejo e interpretación de
la sociedad donde nace y que su función principal no es tanto la de procurar al lector el
placer estético de la lectura, que también es fundamental, como la de poner de relieve
los problemas que atañen al mundo que le rodea, en una dimensión de universalidad.

En una conferencia de hace muchos años el dramaturgo mexicano Rodolfo Usigli


afirmaba que el escritor tiene una función social y que, auque no debe tener otra pasión
que la de crear, debe responder «a todo lo vivo que le rodea», debe «escribir
bellamente», por cierto, «reproducir en escala artística [...] la imagen del hombre como
es y de los conflictos que le acosan», debe sobre todo sugerirle al «hombre de todos
los días», «la idea de un bien posible [...] salido de sí mismo» 1. Más personalmente
Neruda consideraba fundamental su misión de incansable reconstructor de la
esperanza2. De modo que el escritor tiene una doble tarea: la de denunciar y animar,
de impedir que cunda el desaliento, la desesperanza.
La creación literaria de Hispanoamérica abunda, por consiguiente, en denuncias, pero
también en alentadoras perspectivas de cambio, con frecuencia en fascinantes utopías.
El mundo, hay que admitirlo, no presenta panoramas exaltantes y la interpretación de
este aspecto dramático ha dado una dimensión de gran hondura a la literatura
hispanoamericana, que tiene inmediata resonancia en quienes no consideran al
hombre únicamente materia.

No sorprenderá, pues, que los ensayos que aparecen en este libro, a más de afirmar
una visión personal de la creación artística, sobre todo del siglo XX, muestren en la
sustancia una trayectoria que, si tiene continuamente momentos liberatorios, insiste
sobre todo en una visión dramática de la condición humana, y al mismo tiempo
profundiza problemas que, lejos de corresponder a lo material, calan en la dimensión
más íntima del individuo, profundamente presente en todos los autores estudiados.
Porque en los ensayos que aquí aparecen y que corresponden a la privilegiada función
de intérprete de cada escritor, poeta o narrador que sea, los temas -aludidos en los
títulos sacados de frases o versos de los autores tratados ahondan en problemáticas
que todos entendemos como fundamentales: la muerte, la condición humana, la
marginación racial, la mala planta, como la definía Roa Bastos 3, de la dictadura,
denunciada en la célebre novela de Asturias, el amor, especialmente a través de la
experiencia nerudiana, la función del artista, Borges en este caso, en cuanto intérprete
nuestro, la visión apocalíptica, en la narrativa de Homero Aridjis, del mundo futuro,
mundo del desastre hacia el cual parece que vamos precipitando.
Al fin y al cabo se demuestra en estas páginas, o se entiende demostrar, lo juzgará el
lector, como el escritor hispanoamericano ha seguido fiel a su misión durante todo el
siglo XX, un siglo no paradisíaco, por cierto, como por otra parte ningún siglo lo ha sido.
Sólo el mito ha podido transmitir el fascinante espejismo de una inexistente «Edad del
Oro».
La pluma mensajera
Literatura quiere decir pintura, arquitectura, filosofía, historia, sociología, lenguaje,
porque la literatura es todas estas cosas al mismo tiempo, las reúne o resume todas:
pintura por el uso que hace de este arte de representación y sus cromatismos;
arquitectura por sus construcciones internas; filosofía porque literatura es pensamiento,
filosofar con directa participación sobre las cosas del mundo y en ellas
fundamentalmente sobre el significado del hombre; historia, porque es testimonio de las
épocas, surge de ellas y las interpreta; sociología, pues a la sociedad humana
pertenece; lenguaje, pues es el medio a través del cual la literatura se expresa. Valga
en este último caso un ejemplo, el de Miguel Ángel Asturias, cuando escribe: «¡Cuántos
ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en
nuestros vocablos, en nuestras frases!»4
Escribe Diego Sánchez Meca que en la actualidad la filosofía
se interesa y se ocupa de un modo nada periférico de la poesía y
del lenguaje poético, del relato de ficción, de la novela, del teatro y
del ensayo, pudiendo responder sin ningún rubor a la advertencia
según la cual el filósofo, para ser tomado en serio en la época de
la ciencia, debería atenerse a un modelo de racionalidad que poco
habría de tener que ver con las emociones o el lirismo en que se
mueven los poetas5.

También podemos afirmar que, precisamente por todo esto la literatura es fuente
primaria de la filosofía. La emoción, el lirismo, no eliminan la reflexión, sino que
acentúan su significado, son parte de ella, así que la literatura no es únicamente objeto
sobre el cual el filósofo puede reflexionar, sino que es al mismo tiempo, lirismo, belleza
y pensamiento.
Son precisamente el lirismo, la emoción, la participación a todo lo que significa
humanidad que hacen que la literatura sea tan vigente y represente a todas las demás
«Humanidades». Un sistema filosófico es algo determinado, completo, inmodificable,
que encuentre o no encuentre la «verdad». La literatura, al contrario, es fuente de
pulsiones múltiples, se presta a infinitas interpretaciones, la vivimos continuamente,
encontrándonos en ella a nosotros mismos en los momentos más diversos de nuestro
ser. Con razón Unamuno, a propósito del Quijote, afirmaba que lo que en la obra
maestra de las letras hispánicas le importaba no era tanto lo que había querido decir
Cervantes: «Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí
pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos. Quise allí rastrear
nuestra filosofía»6.
Éste es el milagro de la creación literaria, que supera a su mismo creador, en cuanto
cada uno de nosotros puede percibir, a más de su mensaje, la infinita gama de
significaciones que se esconde dentro de la creación artística, puede profundizar en lo
que acaso el autor no haya entendido bien él mismo, podemos sentirnos envueltos en
sus mismos problemas, que son los problemas eternos de la humanidad, frente a los
cuales el hombre se encuentra constantemente indefenso: su condición en la tierra, los
sentimientos ocultos, la libertad, la muerte.
El mismo Neruda -lo confiesa en su Viaje al corazón de Quevedo- encontraría
formulados en los versos del gran poeta del siglo XVII hispánico sus propios «oscuros
dolores», los que antes había intentado «vanamente» expresar 7. Octavio Paz -son sólo
algunos ejemplos- vería confirmado, en el quevediano Sueño de la Muerte, su concepto
vida-muerte, el hecho de que, como escribe en El arco y la lira,
Vivir es morir. Y precisamente porque la muerte no es algo
exterior, sino que está incluida en la vida, de modo que todo vivir
es asimismo morir, no es algo negativo. La muerte no es falta de
vida humana; al contrario la muerte la completa 8.
Con toda razón, en un lejano discurso, donde trataba del valor de la literatura
hispanoamericana, Alfonso Reyes afirmaba que la literatura «no es una actividad de
adorno, sino la expresión más completa del hombre», porque
Sólo la literatura expresa al hombre en cuanto es hombre, sin
distingo ni calificación alguna. No hay mejor espejo del hombre.
No hay vía más directa para que los pueblos se entiendan y se
reconozcan entre sí, que esta concepción del mundo manifestada
en las letras9.
La ciencia, en efecto, por más provechosos que sean sus inventos, puede conducir
también a inmanes catástrofes, como lo fueron, recordando sólo algunas de las más
terribles, las que ha conmemorado dolorosamente, a los cincuenta años de verificarse,
el pueblo japonés, en Hiroshima y Nagasaki.
La literatura no. Su empeño es la interpretación y la defensa del hombre, es oponerse a
las injusticias, es instaurar la paz, es defender al individuo, no destruirlo. A través del
«confuso esplendor» Neruda fue buscando la presencia, el mensaje del ser americano,
bajo los escombros de Macchu Picchu, rechazando las sugestiones de la arqueología,
convencido de que

el hombre es más ancho que el mar y que sus islas


y hay que caer en él como en un pozo para salir del fondo
con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas

A esto mira la literatura, por utópico que sea: a la edificación de un mundo de


justicia, donde los derechos humanos sean reconocidos. Por eso los que
practican artes de guerra, los que suprimen las libertades, le tienen tanto odio a
los «literatos», impiden la difusión de la creación artística, persiguen a los
intelectuales, cierran las Universidades. La literatura es la mayor enemiga de la
barbarie. La pluma del escritor es siempre mensajera.
Un gran sistema se establece, en el tiempo, en el ámbito de las letras: toda la creación
literaria confluye y se atesora en un unicum que opera activamente, eliminando todas
las fronteras. No hay poeta, no hay prosista, dramaturgo o ensayista, a pesar de
escuelas o tiempo, que no presente en su obra positivas huellas de autores anteriores
o hasta contemporáneos suyos. Para ceñirnos a la literatura hispanoamericana, desde
las remotas regiones de la Hélade, Homero está presente en la poesía de José Coronel
Urtecho y de Pablo Antonio Cuadra; Virgilio asoma en la Araucana de Ercilla, a más del
consabido Ariosto; y éste, con Torquato Tasso y la Gerusalemme Liberata, es
presencia viva en el Arauco domado de Pedro de Oña y las Elegías de Varones Ilustres
de Indias, de Castellanos. Petrarca no sólo influye en Garcilaso y Cetina, sino que
transmite su influencia de un confín a otro del ancho mundo americano, con los
primeros poetas novohispanos del siglo XVI, que siguen al refinado madrigalista de
«Ojos claros y serenos...», y las traducciones de Enrique Garcés, miembro de la limeña
«Academia Antártica»; hasta llegar al propio Neruda, el de los Cien sonetos de amor,
cancionero original, construido con «madererías de amor»11, que contrapone de
propósito al Canzoniere de Petrarca, celebrando en Matilde no ya una Laura idealizada
y casi incorpórea, sino una mujer concreta que en el amor se realiza y, en un estilo al
fin muy cerca de los ideales del «Dolce Stil Novo», hace vibrar la naturaleza, la selva,
los arenales, los «lagos perdidos», las «cenicientas latitudes», abriendo al poeta la
comunicación «con la fragancia del mundo» 12, con el «aroma errante» de los bosques 13:
realización plenamente vitalista en el amor, síntesis del universo.

Porque «presencia» no quiere decir «imitación», siquiera en las traducciones. Cuando


Bello traduce el Orlando Innamorato de Boiardo, en la versión de Pulci, no traduce
simplemente, sino que recrea con originalidad el poema que lo ha inspirado. Tampoco
es traductor pasivo Mitre en su obstinado empeño con la Divina Commedia. Ni, fuera
del ámbito de las traducciones, Rómulo Gallegos imita a Baroja, cuya influencia en sus
comienzos literarios es evidente, sino que en Reinaldo Solar y luego en Doña Bárbara y
las novelas sucesivas, nos da la medida de su personalidad, nos revela sus ideales,
nos ofrece su personal interpretación del mundo. Nadie podrá confundir a Doña
Bárbara con una obra de Baroja; la adhesión profunda del autor venezolano a los
problemas de su tierra y su manera de manifestarla son inconfundibles, aunque
ciertamente le ayudó a llegar a este resultado la lección de Baroja, como le ayudó a
Cela cierto «tremendismo» barojano, su lección de estilo, para llegar a La familia de
Pascual Duarte, y la asimilación de la picaresca para su obra sucesiva. Igualmente, a
García Márquez le fue provechosa la lectura del Gargantua et Pantagruel de Rabelais,
a Onetti la de Faulkner, a los narradores del realismo, como Icaza, la de los grandes
escritores rusos, a los mismo prosistas y poetas del Modernismo la lección de los
Goncourt y de otros escritores y poetas franceses de la época, a dramaturgos como
Florencio Sánchez el teatro italiano de su tiempo, a los dramas existenciales de Xavier
Villaurrutia la lectura de Pirandello, al de crítica de las costumbres de Rodolfo Usigli las
obras dramáticas de Bernard Shaw. Y podríamos continuar al infinito.

La literatura, se podría decir, es una suerte de reino del eterno retorno, donde se
encuentran autores de las más distintas orientaciones y épocas; a ellos el escritor
vuelve continuamente. Inaugurando en 1964, en Santiago de Chile, el año
shakespeariano, Neruda afirmaba que, detrás de los personajes de Shakespeare él
había descubierto un mundo y más tarde la vida, «tantos hechos, y tantas almas, y
tantas pasiones, y toda la vida»; entre los tantos «bardos» que en cada época se
asumieron «la totalidad de los sueños y la sabiduría», cerca de Víctor Hugo, de Lope
de Vega, de Shakespeare, sobre todo, él ponía a Dante, y concluía:
Estos bardos acumulan hojas, pero entre estas hojas hay trinos,
bajo estas hojas hay raíces. Son hojas de grandes árboles. Son
hojas y son ojos. Se multiplican y nos miran y nos ayudan a
descubrirnos: nos revelan nuestro propio laberinto 14.
Autores grandes y menos grandes, todos útiles para el fin indicado, hasta el pobre
poeta menor de una antología que celebra Borges, el cual en su larga vida de artista
mediocre supo expresar un único verso valedero.

«Nos revelan nuestro propio laberinto», afirma Neruda: ésta es la función de la


literatura. A través de los grandes autores, y hasta de los menos grandes, que dejaron
su mensaje en el tiempo, podemos conocernos mejor a nosotros mismos. Y no son
solamente los autores de las épocas áureas de las letras occidentales, europeas,
universalmente conocidas, en los cuales, según Alfonso Reyes, «la inteligencia de
nuestra América [...] parece que encuentra [...] una visión de lo humano más universal,
más básica, más conforme con su propio sentir» 15, sino los que nos llegan de áreas
remotas, de las grandes civilizaciones difuntas, como la náhuatl o la maya. Nadie podrá
entender cabalmente la obra de Octavio Paz, sin hacer caso de lo que ella debe a la
antigua poesía mexicana, a la filosofía que en ella se expresa, no menos que a la
española, especialmente a Quevedo, o a la filosofía de la India. Tampoco Sor Juana
Inés de la Cruz, tan cerca de Góngora en su obra poética y de Lope y Calderón en su
teatro, podrá entenderse plenamente sin tener en cuenta al mundo indígena en medio
del cual ha vivido.

Existe una raíz americana profunda, que penetra la creación literaria del continente
desde las épocas de la Colonia, como existe una proyección interior de lo que se
produjo en los tiempos primeros del contacto euroamericano. La novela
contemporánea, para dar un ejemplo, por más que adopte técnicas nuevas, sacadas de
experiencias europeas -Joyce, Kafka, la «école du regard»- o norteamericanas -
Faulkner, Dos Passos, Hemingway-, mucho debe también indudablemente a los
antiguos cronistas de América, inventores primeros de lo «real maravilloso». Un
novelista como Miguel Ángel Asturias sería incomprensible en su «realismo mágico» si
se olvidara no sólo a Bernal Díaz del Castillo, sino la influencia determinante del Popol-
Vuh, la esencia del pensamiento maya, con su actuación paralela en dos planos, el de
la realidad y el de la irrealidad16.

Largo sería el discurso sobre este sistema de «vasos comunicantes», la literatura, cuyo
contenido, al momento de pasar a otro vaso se transforma en originalidad. Pero, un
problema apremia: ¿Por qué la literatura es tan temida? Contestando, sustancialmente,
esta pregunta, decía Asturias:
somos escritores revolucionarios, comprometidos totalmente con
nuestros pueblos, con su causa, con su lucha, con su hambre,
con la injusticia a que están sometidos, la explotación de que son
objeto, su miserabilidad en medio de tierras opulentas, sin estar
embanderados en ningún partido, sin una actividad política
precisa definida. Y esto es lo que desespera a los que quisieran
que los escritores latinoamericanos de la protesta, el testimonio y
la denuncia fueran vulnerables por la rigidez de sus concepciones,
fanáticos o seguidores de escuelas literarias determinadas.
Es la libertad con que el escritor nuestro se mueve en el amplio
campo de la vida, lo que garantiza sus posibilidades de atalaya,
de inflexible enemigo de los enemigos de nuestros países, de no
contaminados con los halagos de los poderosos, de los nuevos
rubios conquistadores, y seguro de que escribe para algo más
hacer literatura o hacer poesía, para formar no sólo a sus
pueblos, sino una conciencia de solidaridad humana en torno a
ellos [...]17.

Escribir «para algo más que hacer literatura o poesía»: ésta es la característica de la
literatura, y de la latinoamericana en particular. En época lejana Federico de Onís, al
prologar su Anthologie de la Poésie Ibéro-Américaine, afirmaba que era imposible
pensar, para América, en una literatura desarraigada 18; y sucesivamente, en varias
ocasiones, escritores latinoamericanos han declarado acertadamente que la literatura
es siempre revolucionaria, en cuanto su finalidad primera es cambiar la condición
humana. Salvo contados casos, y hasta en un Borges programáticamente opuesto al
llamado «compromiso», o sea al compromiso político, siempre la literatura ha
desarrollado esta tarea. No se explicaría de otra manera como el poder la vigile y con
frecuencia la persiga.

El compromiso de la literatura no se ha de entender, sin embargo, exclusivamente


como político y social, aunque todo, al fin y al cabo recae en el ámbito de la defensa y
el respeto para la persona humana, en cuanto manifestación de una preocupación
esencial por su existir y su destino, su condición desamparada frente a los inquietantes
problemas que siempre se le han puesto y que ya ponían al mundo americano los
poetas de las antiguas civilizaciones: «¿Con qué, he de irme cual flores que
fenecen?»19, «¿Dó es donde he de ir?» 20, «Prestada tan sólo tenemos la tierra, oh
amigos», «¿Nada dejaré en pos de mí en la tierra?»21.
Una larga tradición, en todos estos sentidos, nos presentan las letras universales,
desde y antes del Dante, quien denunciaba «come sa di sale lo pane altrui» y cuán
dura era la fatiga de bajar y subir por «l'altrui scale»22. Para ceñirnos a la literatura
castellana, la protesta política nace ya con los albores literarios de Castilla: en el Cantar
de mío Cid, contemplando al futuro «campeador» y a su «mesnada», camino de un
injusto destierro, la gente, escondida tras las ventanas por miedo a la venganza del rey,
no puede menos de exclamar: «¡Dios, qué buen vassalo! ¡Si oviesse buen señore!»23.
Tiempo después, en su Rimado de Palacio, el Canciller de Castilla, Pero López de
Ayala, quien vivió los tiempos sangrientos de las luchas entre don Pedro el Cruel y
Enrique II de Trastámara, ofrece un cuadro que es todavía de gran actualidad,
denunciando la corrupción de su mundo, regido por reyes que se rodeaban de privados
sin escrúpulos, donde la única finalidad de la vida parecía ser la de amontonar
riquezas. Sin pensar que

Son éstos los antecedentes de las Coplas famosas de Jorge Manrique, de ese pasaje


terrible y altísimo, que queda grabado para siempre en la memoria: «Nuestras vidas
son los ríos / que van a dar a la mar, / que es el morir» 25. «Gran Cantar», lo definirá
Antonio Machado26 y Neruda, sugestionado por estos versos, procurará reaccionar
dándonos la imagen de un Manrique arrepentido por haber cantado la muerte y
convertido, si pudiese volver a la vida, a la radiante primavera humana, que representa
en un esperanzado paisaje:

Heráclito recorre desde la época del Canciller Ayala, y después a través del
gran vehículo transmisor de Quevedo, hasta nuestros días, la poesía castellana
y la hispanoamericana. Es todo un: «es imposible detener el agua que
corre», «el agua no vuelve atrás», «Huye, sin percibirse, lento el día»28, para
afirmar la extrema fragilidad del hombre, o, en algunos casos, como lo hace
Octavio Paz, su desesperada soledad:

Frente a esta perspectiva, al límite que condena al hombre, todas las ilusiones
humanas -belleza, poder, riqueza- pierden consistencia. La literatura se encarga de
encaminarnos hacia distintos fines, que son el rescate de la condición humana, la
libertad, la justicia. La pluma del escritor ejerce su compromiso.
Y nace la utopía. La literatura la cultiva para consuelo de sí misma y de la humanidad.
Casi todo escritor, en determinado momento, prospecta la posibilidad de un mundo
diverso del que ha denunciado. Los místicos lo ven en el más allá; Fray Luis de León
se contenta con una huerta apacible, donde única voz es el susurro del agua; Garcilaso
crea un mundo de selvas y ninfas; Góngora se pierde en sus fastuosas Soledades;
Quevedo se consuela viendo en la muerte la solución que su bien prepara; Sor Juana
supera las estrechas paredes de su celda en la construcción barroca de su Primero
Sueño, a pesar del fracaso en su atrevido intento para penetrar el misterio.

Sin embargo, hay que llegar a tiempos modernos para que el individuo, la humanidad,
sean objeto preeminente de preocupación para el artista, para que éste piense en
nuevas utopías que representen el reino feliz para todos, por más que la tradición
utópica sea antigua y haya florecido también en América y acerca de América, antes y
después de la gran utopía de la historia americana, la de Bolívar. El artista rechaza el
aburrimiento leopardiano, el cansancio existencial propio de un José Asunción Silva,
el esplín de «enfant gaté» de la mayoría de los modernistas, para devolver en su obra
centralidad al hombre.
No se trata, en América, tanto del mito vasconceliano de la «raza cósmica»30, sino de la
lucha entre civilización y barbarie, como en su tiempo la planteó, entre otros
pensadores y escritores, Rómulo Gallegos31, del rescate del género humano, de la
libertad de su propia tierra, no siempre solamente «tierra prometida», soñada, como la
cantó Pablo Antonio Cuadra32. Y por encima de todo la libertad.
Ya en su época el Libertador de América, en el Discurso de Angostura, llamaba la
atención de los miembros del Congreso sobre los muchos sistemas que existían para
«manejar hombres» y denunciaba que eran «todos para oprimirlos»; veía la humanidad
transformada en «rebaños destinados a alimentar a sus crueles conductores» 33. La
literatura nuestra contemporánea lucha contra este destino, como lucharon grandes
figuras del pensamiento latinoamericano: el chileno Francisco Bilbao, el cual, como ya
Bolívar, veía el peligro del nuevo imperialismo yanke; el uruguayo José Enrique Rodó,
quien en Ariel defiende la América del espíritu contra la del materialismo; o los
argentinos José Ingenieros y Manuel Ugarte, todos defensores, ya que no de una
imposible unidad política sudamericana, de una imprescindible unidad espiritual, que se
obtiene a través de la cultura. Comenta Leopoldo Zea a propósito de estos apóstoles
de la unidad por el espíritu:

Lo cual significa realización plena del hombre dentro de esta unidad espiritual. En la
creación literaria propiamente dicha, quien parece haber dado más voz a este
compromiso, a pesar de todas sus contradicciones, es Pablo Neruda. En Fin de
mundo declara que función del poeta es no solamente denunciar las tragedias del
hombre en su existir, sino alentarlo en sus derrotas, que obstinadamente considera
transitorias, para alcanzar esa mítica hora «alta de tierra y de perfume» que ya
prospectaba en «Reunión bajo las nuevas banderas» 35. Deber del poeta es «vivir,
morir, vivir»36, o como el mismo Neruda explicó37, tomar parte en la vida del hombre,
vivir y morir con él, y volver nuevamente a vivir en función del «hombre infinito»,
indestructible a pesar de las muchas muertes individuales. Deber del poeta es infundir
continuamente la esperanza.

Este es el significado profundo de la literatura, fuente de hermandad y solidaridad. No


solamente el consuelo borgesiano de «Dejar un verso para la hora triste / que en el
confín del día nos acecha» 38, sino hacer que todo dé fruto en la libertad. El libro, no
como fruición individual que aísle del mundo -así lo celebró Quevedo en su hora
amarga, «Retirado en la paz de estos desiertos»39, la Torre de Juan Abad-, sino como
participación en la vida humana, partiendo de ese nerudiano «olor amargo / con la
claridad de la sal», que es el «árbol del conocimiento»40, medio igualmente para
conocernos a nosotros mismos. La pluma llena así su tarea esencial de mensajera.

En esta cárcel cerrada


Uno de los grandes problemas tratados por la literatura universal ha sido y es el del
límite humano. En el literatura hispanoamericana el sentido de la muerte está presente
como objeto de reflexión, de temor, repudio o aspiración y hunde sus raíces en dos
mundos culturales: el indígena y el hispánico. Al sentido problemático que la muerte
asume en el mundo precolombino se une el complejo significado que tiene en el mundo
medieval castellano, desde el punto de vista religioso, de la fama y el honor y va
matizando sus significados a través de los siglos, con los cambios que ocurren en la
sociedad, en su mentalidad y sus costumbres, hasta nuestros días.
Si atendemos al mundo americano anterior al descubrimiento, no hay quien ignore lo
que la muerte significa para el mundo náhuatl. La limitación de la inteligencia que los
dioses imponen al hombre desde su creación, como documenta por el área maya
el Popol Vuh, es una condena parecida a la muerte, puesto que significa la sumisión
perpetua, una suerte de esclavitud ante las divinidades:
Entonces el Corazón del Cielo les echó un vaho en los ojos, los
cuales se empañaron como cuando se sopla sobre la luna de un
espejo. Sus ojos se velaron y sólo pudieron ver lo que estaba
cerca, sólo esto era claro para ellos.
Así fue destruida su sabiduría y todos los conocimientos de los
cuatro hombres, origen y principio [de la raza quiche] 41.

Es en la poesía sagrada del área náhuatl donde el problema de la muerte se hace


apremiante. Frente a una sociedad por más que altamente civilizada siempre
fundamentalmente de signo trágico y sangriento, debido a las continuas guerras y
sacrificios humanos, el problema de la transitoriedad de la vida se vuelve tormentoso,
implica, con la vanidad del vivir, la inutilidad del nacer, la desorientación ante el más
allá, que sin embargo promete, como último rescate, una especie de paraíso:

Dicen que en buen lugar, dentro del cielo,


hay vida general, hay alegría,
enhiestos están los atabales,
es perpetuo el canto con el que se disipa
nuestro llanto y nuestra tristeza...

A pesar de lo cual, tampoco esta perspectiva sirve para derrotar la tristeza. No se trata
de temor a la muerte, sino de un problema más profundo, el de la inutilidad de la vida,
que desemboca en resignación amarga: «Sólo venimos a llenar un oficio en la tierra,
¡oh amigos!».
Siquiera los dioses escapan a la muerte, aunque su condición de muertos es pasajera.
Es lo que le toca a Quetzaltcóatl, redentor del género humano, que muere, desciende
al reino de los muertos y finalmente, rescatados los huesos preciosos de las criaturas,
resucita:
Al otro extremo de la América precolombina la poesía del área incásica contempla la
pequeñez del hombre, el Inca mismo, frente al poder del dios, Wiracocha, «poderoso
cimiento del mundo», como lo define Manco Cápac. La literatura indígena del Perú se
cierra con el llanto sobre la muerte de Atahualpa, en el trágico choque con los soldados
de Francisco Pizarro.
En México el mundo náhuatl ya había sido destruido por Hernán Cortés y el maya por
Alvarado. Es cuando una nueva civilización se impone sobre la indígena, sin lograr
silenciarla. A través de los siglos ella asomará continuamente, como hemos dicho en el
Inca Garcilaso, como en Sor Juana Inés de la Cruz, en el padre Landívar, como, en
tiempos más recientes, en Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz y tantos
escritores más: raíz insuprimible, imprime en la literatura hispanoamericana un sello de
gran originalidad.
Por lo que toca a los descubridores y colonizadores, ya el descubrimiento colombino
nace bajo el signo cruel de la destrucción y la muerte. Lo denuncia el padre Las Casas
en su Breve historia de la destrucción de las Indias. La conquista del continente,
choque violento de dos mundos, se inaugura bajo el signo de la muerte. La literatura de
la conquista lo documenta, presentando en las páginas de Cortés y de Bernal Díaz del
Castillo, por lo que se refiere a México, del Inca Garcilaso por lo que atañe al Perú, dos
espeluznantes escenarios de muerte. En su tercera Carta al emperador Cortés
describe la serie de hechos cruentos que acompañaron la conquista de la capital
azteca, y afirma:

El sentido de la derrota era tan fuerte en los vencidos que el mismo conquistador tuvo
que intervenir varias veces para distraer a los que habían sobrevivido de «su mal
propósito, como era la determinación que tenían de morir» 43.
La muerte es por un lado venganza feroz por parte de los antiguos súbditos de los
aztecas y en los vencidos una manera para huir de la vergüenza de la derrota, de la
ofensa de haber caído en poder no tanto de los españoles como de los que habían sido
sus antiguos vasallos.
En su Historia verdadera la conquista de la Nueva España, con horror todavía a
distancia de tantos años, Bernal Díaz del Castillo evoca el panorama terrificante que se
le presentó al entrar en Tenochtitlán:

Abiertamente, además, el antiguo conquistador revela que pensar en la muerte era


constante en los soldados que se adentraban en mundo tan misterioso y
desconocido: «y cómo somos hombres y temíamos la muerte, no dejábamos de pensar
en ello»; mientras se encomendaban a Dios y a la Virgen, «con buena esperanza, que
pues Nuestro Señor Jesucristo fue servido guardarnos de los peligros pasados, que
también nos guardaría del poder de México»45.
En la segunda parte de los Comentarios Reales, el Inca Garcilaso presenta una suerte
de pendant de la escena antes aludida, cuando, caído prisionero Atahualpa en
Cajamarca, todos los indios se dieron a la fuga, perseguidos por los conquistadores:
Los indios, viendo preso a su rey y que los españoles no cesaban
de los herir y matar, huyeron todos, y no pudiendo salir por donde
habían entrado porque los de a caballo habían tomado aquellos
puestos, fueron huyendo hacia una pared de las que cercaban
aquel gran llano, que era de cantería muy pulida [...] y con tanta
fuerza e ímpetu cargaron sobre ella huyendo de los caballos, que
derribaron más de cien pasos de ella, por donde pudieron salir
para acogerse al campo. [...] Los españoles, como dicen los
historiadores, no se contentaron con verlos huir, sino que los
siguieron y alancearon hasta que la noche se los quitó delante.
La muerte, en las páginas del Inca, tiene sobre todo un significado de condena a
propósito de las violencias injustificadas de los conquistadores y afirma la existencia de
una justicia divina. En efecto, los responsables de la destrucción del Perú mueren todos
asesinados o justiciados; el mismo marqués don Francisco Pizarra, con toda la suerte
que tuvo, no encontró quien le valiera contra los partidarios de Diego de Almagro, el
Joven, y acabó «tan desamparado y pobre» como había nacido. Gran lección moral;
escribe Garcilaso: «Donde la fortuna en menos de una hora igualó su disfavor y miseria
al favor y prosperidad que en el discurso de toda su vida le había dado» 47. En cuanto a
Gonzalo Pizarra, éste acaba degollado, mientras Diego de Almagro había sido ya
eliminado por Hernando Pizarra.
Un clima violento acompaña inevitablemente las gestas de la conquista; los cronistas
se vuelven críticos hacia los responsables y en su muerte ven casi siempre la
realización de la justicia de Dios. A pesar de ello, en la muerte se refleja también el
concepto medieval de la entereza: el soldado no debe temer la muerte y frente a ella
debe mostrar valor y dignidad, condiciones que solas le mantienen intacta la honra.
Frente al miedo de morir y las imploraciones para obtener salva su vida, alegando don
Diego Almagro que era viejo y «la misma edad y el tiempo le condenarían a muerte en
breve»48, Hernando Pizarra, según escribe Agustín de Zarate, le reprocha su bajeza:
Y a eso Hernando Pizarra le respondió que no eran aquellas
palabras para que una persona de tanto ánimo como él las dijese
ni se mostrase tan pusilánime; y que pues su muerte no se podía
excusar, que se conformase con la voluntad de Dios, muriendo
como cristiano y como caballero. Y a esto le satisfizo don Diego
con que no se maravillase de que él temiese la muerte como
hombre y pecador, pues la humanidad de Cristo la había temido.
Y en fin, Hernando Pizarra, en ejecución de su sentencia le hizo
degollar49.

El concepto de la muerte entra en la literatura que va surgiendo en América con las


primeras expresiones de la poesía romanceril, influida por la abundante mies hispánica
que los conquistadores llevaban consigo en su memoria, y la inevitable nostalgia por su
tierra. Estima Ramón Menéndez Pidal que en la memoria de soldados y capitanes
el Romancero, tan popular en España, «reverdecería a menudo para endulzar el
sentimiento de soledad de la patria, para distraer el aburrimiento de los inacabables
viajes o el temor de las aventuras con que brindaba el desconocido mundo que
pisaban»50. Serían romances de amor sobre todo, de los que tan rica era la veta
fronteriza, pero también romances originales que los hechos sangrientos de la
conquista y sobre todo las guerras civiles peruanas hacían brotar con abundancia
ciertamente superior a lo que nos ha llegado.
En los romances que surgen de las guerras civiles la muerte es presencia constante.
Lo demuestra el breve ciclo dedicado hacia 1553, siguiendo en parte el conocido
romance del Rey don Rodrigo y la pérdida de España, a Francisco Hernández Girón,
uno de los protagonistas de las contiendas civiles del Perú apenas conquistado.
Destaca en la poesía, a pesar de la condición de rebelde del protagonista, la integridad
del caballero, que prefiere ir al encuentro de la muerte antes que rendirse, dejando,
como el derrotado rey don Rodrigo, que el caballo le lleve adonde quiere:

Final ciertamente atento a la lealtad que se le debe al soberano, pero que no impide la
admiración, de parte del anónimo poeta, por el «fuerte», como lo define, que iba
buscando la muerte, como imponía al caballero medieval su valentía. El mismo
Garcilaso había expresado su admiración por Gonzalo Pizarro llevado al cadalso; a
propósito del trágico fin de Hernández Girón, el Inca refiere con transparente
participación las palabras del Palentino:

Muerte escarmentadora, ésta de don Gonzalo, pero afirmación al mismo tiempo de la


entereza del caballero.
Distinta es la suerte que le toca al amante, en los conocidos romances de la mujer infiel
y del enamorado y la muerte. Los temas llegan desde España, pero en el Nuevo Mundo
presentan matices nuevos, a veces de acentuado tono granguiñolesco los primeros, de
notable macabrismo en romances del área mexicana, contraste eficaz, a veces, con
notas de logrado erotismo. En los romances del ciclo de «el enamorado y la muerte»
ésta no le deja salida al amante; la aventura que lleva el joven a confiar su vida a una
«escalera fina», construida por la mujer con sus trenzas y sus sábanas, acaba
trágicamente:

El enamorado sube
por aquella fina escala,
va llegando ya a lo alto
cuando le sorprende el alba;
como la escala es muy débil,
no aguanta el peso y se rasga,
y el enamorado cae
a las plantas de la Parca,
quien al verlo muerto dice,
soltando una carcajada:
-¡Vamos, el enamorado,
que de mí ya no te escapas!

En la sucesiva literatura de la Colonia no falta por cierto la presencia de la muerte. En


el teatro español América entra por vez primera a través del drama Las Cortes de la
Muerte, de Miguel de Carvajal y Luis Hurtado de Toledo, escrito entre 1552 y 1557,
según opina Francisco Ruíz Ramón 52. En el texto la Muerte participa por los indios,
contra las fechorías de los conquistadores.
En el teatro que se va formando en América la presencia de la muerte se anuncia
desde el primer momento, especialmente en la obra lírico-dramática de Fernán
González de Eslava (1534-1601?): aludo al Coloquio XII, dedicado a La batalla naval
que el serenísimo Príncipe don Juan de Austria tuvo con el Turco 53, donde la Muerte
debate contraía Vida, constatando al final, algo sorprendida, según parece, la felicidad
de quien ha muerto combatiendo por la fe. Para el soldado la muerte adquiere el
significado cautivante de tránsito hacia un jardín de maravillas y la contemplación de la
«Eterna Visión»:

Despojada de su papel de escarmentadora, la Muerte parece desorientada frente a la


felicidad del soldado, caso único, creo, en la literatura hispanoamericana.
En el ámbito poético, si por un lado el hispano-peruano Juan del Valle y Caviedes
puede, siguiendo a Quevedo, burlarse de la muerte, satirizando en su Diente del
Parnaso54 a los médicos, sus directos aliados, y considerar con negro humor su propia
y próxima defunción, pero «sin médicos cuervos» cerca de su cabecera 55, Sor Juana
Inés de la Cruz restituye a la muerte su significado profundo, en cuanto medida de todo
lo humano, disolución de lo material. En el soneto en que comenta la vanidad del
retrato que le han hecho, con «falsos silogismos de colores», engaño para los sentidos,
denuncia la inutilidad del halago frente al desgaste del tiempo, al destino de un cuerpo
que en breve «es cadáver, es polvo, es sombra, es nada» 56. Siguiendo a Góngora, la
rosa vuelve a ser, en su poesía, símbolo de la vida humana, induce a una «docta»
muerte, frente a una «necia» vida 57. La sugestión que ejerce en el mundo americano
Quevedo filósofo y moralista, durante el tardío período barroco de la Colonia, hace que
abunde en la creación literaria el tema de la muerte: lo hace de manera sobrecogedora
fray Joaquín Bolaños en La portentosa vida de la Muerte, Emperatriz de los sepulcros,
Vengadora de los agravios del Altísimo, y muy Señora de la Humana
Naturaleza (1792). El título es todo un programa. Acertadamente Blanca López de
Mariscal subraya la dependencia en esta obra de la primitiva danza de la muerte
peninsular, pues en ambas

A través de singulares pasajes donde actúa y discute la Muerte, se llega, en el libro de


Bolaños, a la muerte de la misma Muerte el día del Juicio final, puesto que
Verá la Muerte que ya van a dar al traste las últimas vidas de los
hombres, que es lo mismo que negarle los medicamentos a su
enfermedad, y derribar por tierra las columnas en que firmaba su
imperio. Acabará la Muerte, ya no habrá muerte, ni muertos en
todo el orbe. Et mors ultra non erit. Será sepultado su esqueleto
en el profundo sepulcro del infierno, pero allí no se llamará muerte
temporal de los hombres, sino muerte eterna de los condenados.
Después de las honras que harán los condenados a la muerte,
que será una continua lluvia de maldiciones por haberlos
sorprendido en lo más gustoso de sus vidas licenciosas, le
pondrán este epitafio sobre su sepulcr
Muere la Muerte procuradora de muertos y se la sepulta en el infierno, como el peor de
los males. Ya no es tanto la Muerte justiciera, como la enemiga de la vida humana. No
contento, Bolaños concluye su libro describiendo el «mar negro de la muerte que tiene
que navegar todo hombre», tarde o temprano:
Este mar tan amargo está situado entre el oriente de la vida y el
funesto ocaso de la muerte, corren sus aguas tan aceleradas
como el tiempo, y van a sepultarse sus olas en el interminable
piélago de la eternidad60.
Con La portentosa vida de la Muerte se cierra el período más lóbrego de la presencia
de la muerte en la literatura hispanoamericana de los siglos XVI-XVIII. Emociona, a
pesar de su fúnebre contenido, en La oración para todos, de Andrés Bello, recreación
original de La prière pour tous de Victor Hugo, la incitación a orar:

Tampoco faltan en la poesía del venezolano pasajes de intenso lugubrismo ya


romántico: me refiero a la original traducción del Orlando Innamorato, en la versión de
Berni, donde, en el Canto XII, Bello presenta el sepulcro de Albarosa, ámbito
espeluznante, fúnebremente iluminado: «en cien hacheros blanca cera ardía / que
claridad perpetua mantenía». Allí

La narrativa romántica hispanoamericana, junto con el tema del amor infeliz, del destino
negativo del hombre, trata también el tema de la muerte. Representa cabalmente este
aspecto María, de Jorge Isaacs: la mujer muere antes de que su enamorado,
regresando de Europa, llegue a verla. El espectáculo que se le presenta al joven, una
vez llegado a la casa de su ya desaparecida felicidad, es de total abandono: «en una
especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque», el cementerio, entre
las malezas, Efraín va buscando la tumba de la mujer amada. El aspecto de la
naturaleza, la hora crepuscular, van de acuerdo con la tristeza del encuentro. Refiere el
triste enamorado:
Un ave negra revolotea con «graznido siniestro» sobre la casa abandonada y el
desesperado joven parte «al galope en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto
horizonte ennegrecía la noche»62. Cuadro estupendo de romántica desesperación.
La literatura romántica, sin embargo, no presenta solamente escenas de refinada
tristeza como en María, sino que se abre también a una visión heroica de la muerte, tan
presente concretamente en las guerras para la independencia y más tarde en la lucha
contra el poder. Volverá a ser bello morir por un ideal de libertad, quedarán mujeres en
lágrimas, o que morirán con sus enamorados, pero resultará enaltecido el sacrificio. Es
lo que ocurre en Amalia, del argentino José Mármol: por encima de la horripilante
matanza final con la que la novela termina, destaca el valor de la lucha por la libertad.
Lo mismo es posible ver en la conocida narración de Esteban Echeverría, El matadero,
en cuyo final la muerte del joven, asesinado por los partidarios de Rosas, asume un
aspecto granguiñolesco:
Por su parte José Martí no dejará de celebrar el sacrificio de quien lucha contra el
opresor. En el célebre discurso Los pinos nuevos, del 27 de noviembre de 1891, en
Tampa, conmemorando a los ocho estudiantes cubanos fusilados por los españoles,
vive, por encima de la sugestión de las tumbas, el significado positivo del
sacrificio: «¡Cesen ya dice-, puesto que por ellos es la patria más pura y hermosa, las
lamentaciones que sólo han de acompañar a los muertos inútiles! Los pueblos viven de
la levadura heroica»64. Desde la muerte Martí ve avanzar la nueva vida; el mismo
paisaje la anuncia:

Con el Modernismo la muerte se transforma en un hecho estético, refugio contra la


vulgaridad de la vida cotidiana o desahogo de un sentido íntimo de frustración o hasta
manifestación de remordimiento. Este último caso lo representa Martí, cuando en «La
niña de Guatemala» llora la muerte suicida de un pasajero amor olvidado. Los acentos
fúnebres parecen repetir los de Bello. La mujer es un cuerpo puro en brazos de la
muerte y Martí, a pesar de sus acentos refinados, no logra dar una impresión partícipe:

El deseo de morir es corriente en los desilusionados poetas del Modernismo. El


mexicano Manuel Gutiérrez Nájera prospecta un paisaje excepcionalmente bello, de
refinados matices coloristas, esmaltes preciosos, para el momento de su desaparición;
su deseo es «morir cuando decline el día / en alta mar y con la cara al cielo», en un
crepúsculo de oro y esmeraldas, «cuando la luz triste retira / sus áureas redes de la
onda verde»,

La muerte es considerada aquí


con serenidad y sólo
domina una melancolía otoñal, que revela cansancio vital. Afirmará el colombiano José Asunción
Silva que sólo la infancia67, las cosas «viejas, tristes, desteñidas»68, poseen encanto permanente.
Todo lo demás fluye, desaparece, y la muerte es la fijación para la eternidad de un instante
definitivo, que no admite terror, sino que hay que preparar con gran compostura estética. Él mismo
procuró hacerlo en el momento de suicidarse; en su mesita de noche puso El triunfo de la
muerte de D'Annunzio.
Según Silva todo lo domina un sentido de tránsito, incluso en la mujer y el amor. A pesar de ello,
la muerte es pura belleza, cristaliza para siempre el cuerpo y los afectos. En el conocido  Nocturno,
que comienza con los versos «Poeta, di paso», el sentimiento reconstruye en la muerte la
perfección de un cuerpo: una mujer de veinte años, de cabello dorado, nimbada de melancolía,
perfumando a reseda. El recuerdo más que del amor se nutre de la visión del cuerpo sin vida:

El tema de la muerte está particularmente presente en Silva, diríase más que como visión lóbrega como
fuente de melancolía. Una serie de textos lo documenta, como el poema «Muertos», canto al «recuerdo
borroso», «De lo que fue y ya no existe!».
De entre las mujeres poetas del período que va del Modernismo a la poesía nueva, destacan sobre el tema de
la muerte la suizo-argentina Alfonsina Storni y la chilena Gabriela Mistral. Sobre todo esta última, de la que
fueron famosos los «Sonetos de la Muerte», donde lloraba la desaparición del ser amado suicida y cuya
soledad evocaba en el «nicho helado» donde lo depositaron. Dramática situación para la mujer, que con
angustia ve, en «Interrogaciones», la imagen ensangrentada de su amado e interroga al Señor, cómo quedan
los suicidas, invocando para ellos el perdón69.
La poesía y la prosa hispanoamericanas del siglo XX, orientadas hacia problemas existenciales, dan
significativo espacio al problema de la muerte. Toda la obra poética de Xavier Villaurrutia está dominada
por el tema; la muerte es la única afirmación de la vida 70, y si Octavio Paz afirma que vivimos entre dos
paréntesis71, considerando el morir como un regreso del individuo a su papel en el engranaje del mundo, para
el peruano César Vallejo la vida es sólo un espejismo, el hombre mismo es la muerte: «Os digo, pues, que la
vida está en el espejo, y que vosotros soys el original, la muerte» 72.
Común es en los poetas mencionados la interpretación de la muerte como golpe repentino, asalto artero,
«hora irremediable» que cantó Quevedo. Vallejo acude a la imagen del revólver, en cuya manzana sólo hay
un proyectil y nadie sabe cuando el gatillo lo disparará 73. José Gorostiza, en Muerte sin fin, representa a la
muerte como una «putilla» que lo está acechando, enamorando «con su ojo lánguido»74. Pablo Neruda
comparte el concepto del imprevisible llegar de la muerte:

Nostalgia de presencias repentinamente perdidas. Jorge Luis Borges también evoca estas presencias, como
en el poema «La noche que en Sur lo velaron», meditativo, «por el tiempo abundante de la noche» 76 ; la
muerte como resultado de las fechorías del tiempo, que «hace preciosos y patéticos a los hombres», cuya
condición es «de fantasmas», porque, afirma en El Inmortal,
Neruda nos ha dado en «Entierro en el Este», a raíz de su experiencia en Asia, la medida dramática de la
inconsistencia humana: el hombre reducido a ceniza, que el rito manda desperdiciar sobre las turbias aguas
del río sagrado78. Gran cantor de la vida, Neruda lo es, en su primera época, sobre todo de la muerte. Él ha
afirmado que «Hay una sola enfermedad que mata, y ésa es la vida. Hay un solo paso, y es el camino hacia
la muerte»79. Por eso la aterradora imagen de la muerte domina desde un puerto hacia el cual se encaminan
todas las existencias humanas, porque

En la estación plena del sentimiento amoroso, el poeta no se resignará a esta perspectiva. El último de
los Cien sonetos de amor documenta un esfuerzo hacia la superación: la pareja de los enamorados resistirá la
muerte, renacerá en un renovado panteísmo,

Llegarán, sin embargo, los años tristes, las desilusiones, la enfermedad, y el tema de la muerte volverá a
presentarse en la poesía de Neruda, porque

El tema no se agota en la poesía hispanoamericana, como por otra parte en toda la poesía. Sólo quiero
señalar aún como la muerte aparece representada también desde el más allá, mirando hacia esta tierra. Lo
vemos en el poema Crónica regia y alabanza del Reino del colombiano Álvaro Mutis, donde interpreta al
rey Felipe II, retratado en un célebre cuadro por Sánchez Coello. El personaje mira con indiferencia «las
cosas de este mundo» y en Los elementos del desastre Mutis escribe:

En la narrativa también, el tema de la muerte se presenta abundante. Me limitaré a recordar dos


representaciones de la muerte en la obra de Miguel Ángel Asturias: la del joven Boby, nieto del poderoso
«Papa Verde», omnipotente señor de la Bananera, y la de la pequeña Natividad Quintuche.
En el primer caso el escritor guatemalteco pone de relieve, con lo trágico de la muerte en la edad plena de la
juventud y del amor la indiferencia de los gringos de la Frutera. El cadáver de Boby, asesinado por
equivocación, es depositado sobre un escritorio de metal, en medio de objetos fríos: «entre un teléfono, una
máquina de escribir, una máquina de calcular y una maquinita de sacarle punta a los lápices» 82.
Insistente es el ruido del chicle que masca un empleado y de los cacahuetes que otro va abriendo, dejando las
cáscaras sobre el mismo ataúd

Ambiente y ruidos denuncian la falta de participación humana al drama de parte de los extranjeros, a quienes
el novelista reprocha la explotación negativa de su tierra.
En cuanto a Natividad Quintuche, en «Torotumbo», de Week-end en Guatemala, Asturias presenta a la niña,
violentada y matada por el viejo don Estanislao, rodeándola de una atmósfera de gran ternura; las comadres
la están vistiendo como un angelito para su entierro y el lector comunica con el misterio propio del mundo
indio-cristiano. Las mujeres reciben al cuerpecito, con lagrimas que se tragan para no mojarle las alas, que le
sirven para ir al cielo, la lavan, la visten, la peinan, riegan sobre su cuerpo esencias aromáticas, pimienta
negra para conservarla, y

Visión de alta poesía, que acentúa el drama de una inocente vida perdida.
El tema no se agota en la narrativa hispanoamericana. Infinitos son los textos que se podrían ulteriormente
citar. Un solo ejemplo recordaré todavía, el de la agonía del protagonista en La muerte de Artemio Cruz, de
Carlos Fuentes. En el personaje el sentido del desgaste moral se alía con la destrucción física. Artemio, rico
y poderoso, ha llegado a su última hora y va evocando, en los espacios concientes de su pesadilla, toda una
vida que ha hecho de él un explotador de la Revolución por fines personales y le ha llevado a vender al
extranjero su país.
Con el crudo realismo que el narrador mexicano hereda de Quevedo, abundantemente presente 85, elabora un
verdadero «Triunfo de la Muerte»: no hay riqueza, ni poder que pueda resistirle. «Heredarás la tierra», le
había dicho a Artemio la voz profética86, y la muerte representa su condena sin apelación.
El sentido moral domina fundamentalmente, en la literatura hispanoamericana, el tema de la muerte,
revelando no solamente una conciencia ética, sino el drama de una condición humana que precisamente en la
muerte ve realizarse, por encima de todos los desequilibrios, la justicia.

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