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No sorprenderá, pues, que los ensayos que aparecen en este libro, a más de afirmar
una visión personal de la creación artística, sobre todo del siglo XX, muestren en la
sustancia una trayectoria que, si tiene continuamente momentos liberatorios, insiste
sobre todo en una visión dramática de la condición humana, y al mismo tiempo
profundiza problemas que, lejos de corresponder a lo material, calan en la dimensión
más íntima del individuo, profundamente presente en todos los autores estudiados.
Porque en los ensayos que aquí aparecen y que corresponden a la privilegiada función
de intérprete de cada escritor, poeta o narrador que sea, los temas -aludidos en los
títulos sacados de frases o versos de los autores tratados ahondan en problemáticas
que todos entendemos como fundamentales: la muerte, la condición humana, la
marginación racial, la mala planta, como la definía Roa Bastos 3, de la dictadura,
denunciada en la célebre novela de Asturias, el amor, especialmente a través de la
experiencia nerudiana, la función del artista, Borges en este caso, en cuanto intérprete
nuestro, la visión apocalíptica, en la narrativa de Homero Aridjis, del mundo futuro,
mundo del desastre hacia el cual parece que vamos precipitando.
Al fin y al cabo se demuestra en estas páginas, o se entiende demostrar, lo juzgará el
lector, como el escritor hispanoamericano ha seguido fiel a su misión durante todo el
siglo XX, un siglo no paradisíaco, por cierto, como por otra parte ningún siglo lo ha sido.
Sólo el mito ha podido transmitir el fascinante espejismo de una inexistente «Edad del
Oro».
La pluma mensajera
Literatura quiere decir pintura, arquitectura, filosofía, historia, sociología, lenguaje,
porque la literatura es todas estas cosas al mismo tiempo, las reúne o resume todas:
pintura por el uso que hace de este arte de representación y sus cromatismos;
arquitectura por sus construcciones internas; filosofía porque literatura es pensamiento,
filosofar con directa participación sobre las cosas del mundo y en ellas
fundamentalmente sobre el significado del hombre; historia, porque es testimonio de las
épocas, surge de ellas y las interpreta; sociología, pues a la sociedad humana
pertenece; lenguaje, pues es el medio a través del cual la literatura se expresa. Valga
en este último caso un ejemplo, el de Miguel Ángel Asturias, cuando escribe: «¡Cuántos
ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en
nuestros vocablos, en nuestras frases!»4
Escribe Diego Sánchez Meca que en la actualidad la filosofía
se interesa y se ocupa de un modo nada periférico de la poesía y
del lenguaje poético, del relato de ficción, de la novela, del teatro y
del ensayo, pudiendo responder sin ningún rubor a la advertencia
según la cual el filósofo, para ser tomado en serio en la época de
la ciencia, debería atenerse a un modelo de racionalidad que poco
habría de tener que ver con las emociones o el lirismo en que se
mueven los poetas5.
También podemos afirmar que, precisamente por todo esto la literatura es fuente
primaria de la filosofía. La emoción, el lirismo, no eliminan la reflexión, sino que
acentúan su significado, son parte de ella, así que la literatura no es únicamente objeto
sobre el cual el filósofo puede reflexionar, sino que es al mismo tiempo, lirismo, belleza
y pensamiento.
Son precisamente el lirismo, la emoción, la participación a todo lo que significa
humanidad que hacen que la literatura sea tan vigente y represente a todas las demás
«Humanidades». Un sistema filosófico es algo determinado, completo, inmodificable,
que encuentre o no encuentre la «verdad». La literatura, al contrario, es fuente de
pulsiones múltiples, se presta a infinitas interpretaciones, la vivimos continuamente,
encontrándonos en ella a nosotros mismos en los momentos más diversos de nuestro
ser. Con razón Unamuno, a propósito del Quijote, afirmaba que lo que en la obra
maestra de las letras hispánicas le importaba no era tanto lo que había querido decir
Cervantes: «Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes, lo que yo allí
pongo y sobrepongo y sotopongo, y lo que ponemos allí todos. Quise allí rastrear
nuestra filosofía»6.
Éste es el milagro de la creación literaria, que supera a su mismo creador, en cuanto
cada uno de nosotros puede percibir, a más de su mensaje, la infinita gama de
significaciones que se esconde dentro de la creación artística, puede profundizar en lo
que acaso el autor no haya entendido bien él mismo, podemos sentirnos envueltos en
sus mismos problemas, que son los problemas eternos de la humanidad, frente a los
cuales el hombre se encuentra constantemente indefenso: su condición en la tierra, los
sentimientos ocultos, la libertad, la muerte.
El mismo Neruda -lo confiesa en su Viaje al corazón de Quevedo- encontraría
formulados en los versos del gran poeta del siglo XVII hispánico sus propios «oscuros
dolores», los que antes había intentado «vanamente» expresar 7. Octavio Paz -son sólo
algunos ejemplos- vería confirmado, en el quevediano Sueño de la Muerte, su concepto
vida-muerte, el hecho de que, como escribe en El arco y la lira,
Vivir es morir. Y precisamente porque la muerte no es algo
exterior, sino que está incluida en la vida, de modo que todo vivir
es asimismo morir, no es algo negativo. La muerte no es falta de
vida humana; al contrario la muerte la completa 8.
Con toda razón, en un lejano discurso, donde trataba del valor de la literatura
hispanoamericana, Alfonso Reyes afirmaba que la literatura «no es una actividad de
adorno, sino la expresión más completa del hombre», porque
Sólo la literatura expresa al hombre en cuanto es hombre, sin
distingo ni calificación alguna. No hay mejor espejo del hombre.
No hay vía más directa para que los pueblos se entiendan y se
reconozcan entre sí, que esta concepción del mundo manifestada
en las letras9.
La ciencia, en efecto, por más provechosos que sean sus inventos, puede conducir
también a inmanes catástrofes, como lo fueron, recordando sólo algunas de las más
terribles, las que ha conmemorado dolorosamente, a los cincuenta años de verificarse,
el pueblo japonés, en Hiroshima y Nagasaki.
La literatura no. Su empeño es la interpretación y la defensa del hombre, es oponerse a
las injusticias, es instaurar la paz, es defender al individuo, no destruirlo. A través del
«confuso esplendor» Neruda fue buscando la presencia, el mensaje del ser americano,
bajo los escombros de Macchu Picchu, rechazando las sugestiones de la arqueología,
convencido de que
La literatura, se podría decir, es una suerte de reino del eterno retorno, donde se
encuentran autores de las más distintas orientaciones y épocas; a ellos el escritor
vuelve continuamente. Inaugurando en 1964, en Santiago de Chile, el año
shakespeariano, Neruda afirmaba que, detrás de los personajes de Shakespeare él
había descubierto un mundo y más tarde la vida, «tantos hechos, y tantas almas, y
tantas pasiones, y toda la vida»; entre los tantos «bardos» que en cada época se
asumieron «la totalidad de los sueños y la sabiduría», cerca de Víctor Hugo, de Lope
de Vega, de Shakespeare, sobre todo, él ponía a Dante, y concluía:
Estos bardos acumulan hojas, pero entre estas hojas hay trinos,
bajo estas hojas hay raíces. Son hojas de grandes árboles. Son
hojas y son ojos. Se multiplican y nos miran y nos ayudan a
descubrirnos: nos revelan nuestro propio laberinto 14.
Autores grandes y menos grandes, todos útiles para el fin indicado, hasta el pobre
poeta menor de una antología que celebra Borges, el cual en su larga vida de artista
mediocre supo expresar un único verso valedero.
Existe una raíz americana profunda, que penetra la creación literaria del continente
desde las épocas de la Colonia, como existe una proyección interior de lo que se
produjo en los tiempos primeros del contacto euroamericano. La novela
contemporánea, para dar un ejemplo, por más que adopte técnicas nuevas, sacadas de
experiencias europeas -Joyce, Kafka, la «école du regard»- o norteamericanas -
Faulkner, Dos Passos, Hemingway-, mucho debe también indudablemente a los
antiguos cronistas de América, inventores primeros de lo «real maravilloso». Un
novelista como Miguel Ángel Asturias sería incomprensible en su «realismo mágico» si
se olvidara no sólo a Bernal Díaz del Castillo, sino la influencia determinante del Popol-
Vuh, la esencia del pensamiento maya, con su actuación paralela en dos planos, el de
la realidad y el de la irrealidad16.
Largo sería el discurso sobre este sistema de «vasos comunicantes», la literatura, cuyo
contenido, al momento de pasar a otro vaso se transforma en originalidad. Pero, un
problema apremia: ¿Por qué la literatura es tan temida? Contestando, sustancialmente,
esta pregunta, decía Asturias:
somos escritores revolucionarios, comprometidos totalmente con
nuestros pueblos, con su causa, con su lucha, con su hambre,
con la injusticia a que están sometidos, la explotación de que son
objeto, su miserabilidad en medio de tierras opulentas, sin estar
embanderados en ningún partido, sin una actividad política
precisa definida. Y esto es lo que desespera a los que quisieran
que los escritores latinoamericanos de la protesta, el testimonio y
la denuncia fueran vulnerables por la rigidez de sus concepciones,
fanáticos o seguidores de escuelas literarias determinadas.
Es la libertad con que el escritor nuestro se mueve en el amplio
campo de la vida, lo que garantiza sus posibilidades de atalaya,
de inflexible enemigo de los enemigos de nuestros países, de no
contaminados con los halagos de los poderosos, de los nuevos
rubios conquistadores, y seguro de que escribe para algo más
hacer literatura o hacer poesía, para formar no sólo a sus
pueblos, sino una conciencia de solidaridad humana en torno a
ellos [...]17.
Escribir «para algo más que hacer literatura o poesía»: ésta es la característica de la
literatura, y de la latinoamericana en particular. En época lejana Federico de Onís, al
prologar su Anthologie de la Poésie Ibéro-Américaine, afirmaba que era imposible
pensar, para América, en una literatura desarraigada 18; y sucesivamente, en varias
ocasiones, escritores latinoamericanos han declarado acertadamente que la literatura
es siempre revolucionaria, en cuanto su finalidad primera es cambiar la condición
humana. Salvo contados casos, y hasta en un Borges programáticamente opuesto al
llamado «compromiso», o sea al compromiso político, siempre la literatura ha
desarrollado esta tarea. No se explicaría de otra manera como el poder la vigile y con
frecuencia la persiga.
Heráclito recorre desde la época del Canciller Ayala, y después a través del
gran vehículo transmisor de Quevedo, hasta nuestros días, la poesía castellana
y la hispanoamericana. Es todo un: «es imposible detener el agua que
corre», «el agua no vuelve atrás», «Huye, sin percibirse, lento el día»28, para
afirmar la extrema fragilidad del hombre, o, en algunos casos, como lo hace
Octavio Paz, su desesperada soledad:
Frente a esta perspectiva, al límite que condena al hombre, todas las ilusiones
humanas -belleza, poder, riqueza- pierden consistencia. La literatura se encarga de
encaminarnos hacia distintos fines, que son el rescate de la condición humana, la
libertad, la justicia. La pluma del escritor ejerce su compromiso.
Y nace la utopía. La literatura la cultiva para consuelo de sí misma y de la humanidad.
Casi todo escritor, en determinado momento, prospecta la posibilidad de un mundo
diverso del que ha denunciado. Los místicos lo ven en el más allá; Fray Luis de León
se contenta con una huerta apacible, donde única voz es el susurro del agua; Garcilaso
crea un mundo de selvas y ninfas; Góngora se pierde en sus fastuosas Soledades;
Quevedo se consuela viendo en la muerte la solución que su bien prepara; Sor Juana
supera las estrechas paredes de su celda en la construcción barroca de su Primero
Sueño, a pesar del fracaso en su atrevido intento para penetrar el misterio.
Sin embargo, hay que llegar a tiempos modernos para que el individuo, la humanidad,
sean objeto preeminente de preocupación para el artista, para que éste piense en
nuevas utopías que representen el reino feliz para todos, por más que la tradición
utópica sea antigua y haya florecido también en América y acerca de América, antes y
después de la gran utopía de la historia americana, la de Bolívar. El artista rechaza el
aburrimiento leopardiano, el cansancio existencial propio de un José Asunción Silva,
el esplín de «enfant gaté» de la mayoría de los modernistas, para devolver en su obra
centralidad al hombre.
No se trata, en América, tanto del mito vasconceliano de la «raza cósmica»30, sino de la
lucha entre civilización y barbarie, como en su tiempo la planteó, entre otros
pensadores y escritores, Rómulo Gallegos31, del rescate del género humano, de la
libertad de su propia tierra, no siempre solamente «tierra prometida», soñada, como la
cantó Pablo Antonio Cuadra32. Y por encima de todo la libertad.
Ya en su época el Libertador de América, en el Discurso de Angostura, llamaba la
atención de los miembros del Congreso sobre los muchos sistemas que existían para
«manejar hombres» y denunciaba que eran «todos para oprimirlos»; veía la humanidad
transformada en «rebaños destinados a alimentar a sus crueles conductores» 33. La
literatura nuestra contemporánea lucha contra este destino, como lucharon grandes
figuras del pensamiento latinoamericano: el chileno Francisco Bilbao, el cual, como ya
Bolívar, veía el peligro del nuevo imperialismo yanke; el uruguayo José Enrique Rodó,
quien en Ariel defiende la América del espíritu contra la del materialismo; o los
argentinos José Ingenieros y Manuel Ugarte, todos defensores, ya que no de una
imposible unidad política sudamericana, de una imprescindible unidad espiritual, que se
obtiene a través de la cultura. Comenta Leopoldo Zea a propósito de estos apóstoles
de la unidad por el espíritu:
Lo cual significa realización plena del hombre dentro de esta unidad espiritual. En la
creación literaria propiamente dicha, quien parece haber dado más voz a este
compromiso, a pesar de todas sus contradicciones, es Pablo Neruda. En Fin de
mundo declara que función del poeta es no solamente denunciar las tragedias del
hombre en su existir, sino alentarlo en sus derrotas, que obstinadamente considera
transitorias, para alcanzar esa mítica hora «alta de tierra y de perfume» que ya
prospectaba en «Reunión bajo las nuevas banderas» 35. Deber del poeta es «vivir,
morir, vivir»36, o como el mismo Neruda explicó37, tomar parte en la vida del hombre,
vivir y morir con él, y volver nuevamente a vivir en función del «hombre infinito»,
indestructible a pesar de las muchas muertes individuales. Deber del poeta es infundir
continuamente la esperanza.
A pesar de lo cual, tampoco esta perspectiva sirve para derrotar la tristeza. No se trata
de temor a la muerte, sino de un problema más profundo, el de la inutilidad de la vida,
que desemboca en resignación amarga: «Sólo venimos a llenar un oficio en la tierra,
¡oh amigos!».
Siquiera los dioses escapan a la muerte, aunque su condición de muertos es pasajera.
Es lo que le toca a Quetzaltcóatl, redentor del género humano, que muere, desciende
al reino de los muertos y finalmente, rescatados los huesos preciosos de las criaturas,
resucita:
Al otro extremo de la América precolombina la poesía del área incásica contempla la
pequeñez del hombre, el Inca mismo, frente al poder del dios, Wiracocha, «poderoso
cimiento del mundo», como lo define Manco Cápac. La literatura indígena del Perú se
cierra con el llanto sobre la muerte de Atahualpa, en el trágico choque con los soldados
de Francisco Pizarro.
En México el mundo náhuatl ya había sido destruido por Hernán Cortés y el maya por
Alvarado. Es cuando una nueva civilización se impone sobre la indígena, sin lograr
silenciarla. A través de los siglos ella asomará continuamente, como hemos dicho en el
Inca Garcilaso, como en Sor Juana Inés de la Cruz, en el padre Landívar, como, en
tiempos más recientes, en Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz y tantos
escritores más: raíz insuprimible, imprime en la literatura hispanoamericana un sello de
gran originalidad.
Por lo que toca a los descubridores y colonizadores, ya el descubrimiento colombino
nace bajo el signo cruel de la destrucción y la muerte. Lo denuncia el padre Las Casas
en su Breve historia de la destrucción de las Indias. La conquista del continente,
choque violento de dos mundos, se inaugura bajo el signo de la muerte. La literatura de
la conquista lo documenta, presentando en las páginas de Cortés y de Bernal Díaz del
Castillo, por lo que se refiere a México, del Inca Garcilaso por lo que atañe al Perú, dos
espeluznantes escenarios de muerte. En su tercera Carta al emperador Cortés
describe la serie de hechos cruentos que acompañaron la conquista de la capital
azteca, y afirma:
El sentido de la derrota era tan fuerte en los vencidos que el mismo conquistador tuvo
que intervenir varias veces para distraer a los que habían sobrevivido de «su mal
propósito, como era la determinación que tenían de morir» 43.
La muerte es por un lado venganza feroz por parte de los antiguos súbditos de los
aztecas y en los vencidos una manera para huir de la vergüenza de la derrota, de la
ofensa de haber caído en poder no tanto de los españoles como de los que habían sido
sus antiguos vasallos.
En su Historia verdadera la conquista de la Nueva España, con horror todavía a
distancia de tantos años, Bernal Díaz del Castillo evoca el panorama terrificante que se
le presentó al entrar en Tenochtitlán:
Final ciertamente atento a la lealtad que se le debe al soberano, pero que no impide la
admiración, de parte del anónimo poeta, por el «fuerte», como lo define, que iba
buscando la muerte, como imponía al caballero medieval su valentía. El mismo
Garcilaso había expresado su admiración por Gonzalo Pizarro llevado al cadalso; a
propósito del trágico fin de Hernández Girón, el Inca refiere con transparente
participación las palabras del Palentino:
El enamorado sube
por aquella fina escala,
va llegando ya a lo alto
cuando le sorprende el alba;
como la escala es muy débil,
no aguanta el peso y se rasga,
y el enamorado cae
a las plantas de la Parca,
quien al verlo muerto dice,
soltando una carcajada:
-¡Vamos, el enamorado,
que de mí ya no te escapas!
La narrativa romántica hispanoamericana, junto con el tema del amor infeliz, del destino
negativo del hombre, trata también el tema de la muerte. Representa cabalmente este
aspecto María, de Jorge Isaacs: la mujer muere antes de que su enamorado,
regresando de Europa, llegue a verla. El espectáculo que se le presenta al joven, una
vez llegado a la casa de su ya desaparecida felicidad, es de total abandono: «en una
especie de huerto, aislado en la llanura y cercado de palenque», el cementerio, entre
las malezas, Efraín va buscando la tumba de la mujer amada. El aspecto de la
naturaleza, la hora crepuscular, van de acuerdo con la tristeza del encuentro. Refiere el
triste enamorado:
Un ave negra revolotea con «graznido siniestro» sobre la casa abandonada y el
desesperado joven parte «al galope en medio de la pampa solitaria, cuyo vasto
horizonte ennegrecía la noche»62. Cuadro estupendo de romántica desesperación.
La literatura romántica, sin embargo, no presenta solamente escenas de refinada
tristeza como en María, sino que se abre también a una visión heroica de la muerte, tan
presente concretamente en las guerras para la independencia y más tarde en la lucha
contra el poder. Volverá a ser bello morir por un ideal de libertad, quedarán mujeres en
lágrimas, o que morirán con sus enamorados, pero resultará enaltecido el sacrificio. Es
lo que ocurre en Amalia, del argentino José Mármol: por encima de la horripilante
matanza final con la que la novela termina, destaca el valor de la lucha por la libertad.
Lo mismo es posible ver en la conocida narración de Esteban Echeverría, El matadero,
en cuyo final la muerte del joven, asesinado por los partidarios de Rosas, asume un
aspecto granguiñolesco:
Por su parte José Martí no dejará de celebrar el sacrificio de quien lucha contra el
opresor. En el célebre discurso Los pinos nuevos, del 27 de noviembre de 1891, en
Tampa, conmemorando a los ocho estudiantes cubanos fusilados por los españoles,
vive, por encima de la sugestión de las tumbas, el significado positivo del
sacrificio: «¡Cesen ya dice-, puesto que por ellos es la patria más pura y hermosa, las
lamentaciones que sólo han de acompañar a los muertos inútiles! Los pueblos viven de
la levadura heroica»64. Desde la muerte Martí ve avanzar la nueva vida; el mismo
paisaje la anuncia:
El tema de la muerte está particularmente presente en Silva, diríase más que como visión lóbrega como
fuente de melancolía. Una serie de textos lo documenta, como el poema «Muertos», canto al «recuerdo
borroso», «De lo que fue y ya no existe!».
De entre las mujeres poetas del período que va del Modernismo a la poesía nueva, destacan sobre el tema de
la muerte la suizo-argentina Alfonsina Storni y la chilena Gabriela Mistral. Sobre todo esta última, de la que
fueron famosos los «Sonetos de la Muerte», donde lloraba la desaparición del ser amado suicida y cuya
soledad evocaba en el «nicho helado» donde lo depositaron. Dramática situación para la mujer, que con
angustia ve, en «Interrogaciones», la imagen ensangrentada de su amado e interroga al Señor, cómo quedan
los suicidas, invocando para ellos el perdón69.
La poesía y la prosa hispanoamericanas del siglo XX, orientadas hacia problemas existenciales, dan
significativo espacio al problema de la muerte. Toda la obra poética de Xavier Villaurrutia está dominada
por el tema; la muerte es la única afirmación de la vida 70, y si Octavio Paz afirma que vivimos entre dos
paréntesis71, considerando el morir como un regreso del individuo a su papel en el engranaje del mundo, para
el peruano César Vallejo la vida es sólo un espejismo, el hombre mismo es la muerte: «Os digo, pues, que la
vida está en el espejo, y que vosotros soys el original, la muerte» 72.
Común es en los poetas mencionados la interpretación de la muerte como golpe repentino, asalto artero,
«hora irremediable» que cantó Quevedo. Vallejo acude a la imagen del revólver, en cuya manzana sólo hay
un proyectil y nadie sabe cuando el gatillo lo disparará 73. José Gorostiza, en Muerte sin fin, representa a la
muerte como una «putilla» que lo está acechando, enamorando «con su ojo lánguido»74. Pablo Neruda
comparte el concepto del imprevisible llegar de la muerte:
Nostalgia de presencias repentinamente perdidas. Jorge Luis Borges también evoca estas presencias, como
en el poema «La noche que en Sur lo velaron», meditativo, «por el tiempo abundante de la noche» 76 ; la
muerte como resultado de las fechorías del tiempo, que «hace preciosos y patéticos a los hombres», cuya
condición es «de fantasmas», porque, afirma en El Inmortal,
Neruda nos ha dado en «Entierro en el Este», a raíz de su experiencia en Asia, la medida dramática de la
inconsistencia humana: el hombre reducido a ceniza, que el rito manda desperdiciar sobre las turbias aguas
del río sagrado78. Gran cantor de la vida, Neruda lo es, en su primera época, sobre todo de la muerte. Él ha
afirmado que «Hay una sola enfermedad que mata, y ésa es la vida. Hay un solo paso, y es el camino hacia
la muerte»79. Por eso la aterradora imagen de la muerte domina desde un puerto hacia el cual se encaminan
todas las existencias humanas, porque
En la estación plena del sentimiento amoroso, el poeta no se resignará a esta perspectiva. El último de
los Cien sonetos de amor documenta un esfuerzo hacia la superación: la pareja de los enamorados resistirá la
muerte, renacerá en un renovado panteísmo,
Llegarán, sin embargo, los años tristes, las desilusiones, la enfermedad, y el tema de la muerte volverá a
presentarse en la poesía de Neruda, porque
El tema no se agota en la poesía hispanoamericana, como por otra parte en toda la poesía. Sólo quiero
señalar aún como la muerte aparece representada también desde el más allá, mirando hacia esta tierra. Lo
vemos en el poema Crónica regia y alabanza del Reino del colombiano Álvaro Mutis, donde interpreta al
rey Felipe II, retratado en un célebre cuadro por Sánchez Coello. El personaje mira con indiferencia «las
cosas de este mundo» y en Los elementos del desastre Mutis escribe:
Ambiente y ruidos denuncian la falta de participación humana al drama de parte de los extranjeros, a quienes
el novelista reprocha la explotación negativa de su tierra.
En cuanto a Natividad Quintuche, en «Torotumbo», de Week-end en Guatemala, Asturias presenta a la niña,
violentada y matada por el viejo don Estanislao, rodeándola de una atmósfera de gran ternura; las comadres
la están vistiendo como un angelito para su entierro y el lector comunica con el misterio propio del mundo
indio-cristiano. Las mujeres reciben al cuerpecito, con lagrimas que se tragan para no mojarle las alas, que le
sirven para ir al cielo, la lavan, la visten, la peinan, riegan sobre su cuerpo esencias aromáticas, pimienta
negra para conservarla, y
Visión de alta poesía, que acentúa el drama de una inocente vida perdida.
El tema no se agota en la narrativa hispanoamericana. Infinitos son los textos que se podrían ulteriormente
citar. Un solo ejemplo recordaré todavía, el de la agonía del protagonista en La muerte de Artemio Cruz, de
Carlos Fuentes. En el personaje el sentido del desgaste moral se alía con la destrucción física. Artemio, rico
y poderoso, ha llegado a su última hora y va evocando, en los espacios concientes de su pesadilla, toda una
vida que ha hecho de él un explotador de la Revolución por fines personales y le ha llevado a vender al
extranjero su país.
Con el crudo realismo que el narrador mexicano hereda de Quevedo, abundantemente presente 85, elabora un
verdadero «Triunfo de la Muerte»: no hay riqueza, ni poder que pueda resistirle. «Heredarás la tierra», le
había dicho a Artemio la voz profética86, y la muerte representa su condena sin apelación.
El sentido moral domina fundamentalmente, en la literatura hispanoamericana, el tema de la muerte,
revelando no solamente una conciencia ética, sino el drama de una condición humana que precisamente en la
muerte ve realizarse, por encima de todos los desequilibrios, la justicia.