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En la soleada tarde del 14 de abril de 1987 el elegante vuelo de Eduardo Quinto

Pagés ,arquero de Banfield, no podrá impedir que el disparo suave y preciso del
goleador rival, Maximiliano Cincunegui, se incrustara en al ángulo superior derecho
de su arco y desatara la algarabía del puñado de simpatizantes de Deportivo
Armenio, un pequeño y joven club que ganaba , con una campaña record hasta el
día de hoy, el primer campeonato Nacional B y con ello el derecho a jugar en primera
división contra los grandes del Futbol Argentino.
Sin embargo ese triunfo tuvo consecuencias más allá de lo deportivo.
Puesto en la vidriera del futbol al más alto nivel, los periodistas y aficionados
empezaron a interesarse por ese pequeño club de inmigrantes armenios que, por
primera vez, podían llegar al gran público con su historia, tan trágica como
conmovedora. Cara visible de aquel equipo, el entrenador Alberto Parsechian
manifestaba ante quien quisiera oírlo el dolor que le provocaba que se dirigieran a
él, y por extensión a sus compañeros, como “turco” por cuanto sus ancestros fueron
salvajemente perseguidos y masacrados por el régimen totalitario que gobernó
Turquía en la segunda década del siglo pasado *.
La historia de Parsechian es una muestra de cómo la ignorancia de las grandes
tragedias de la humanidad pueden llevarnos a ofender, incluso involuntariamente,
el sentimiento de otras personas.
Pero el olvido y la ignorancia concomitante no solo ofenden, sino que también son
peligrosos.
El peligro radica en que el olvido puede conducirnos tarde o temprano a cometer
los mismos errores del pasado y a repetir las tragedias; y si bien en ocasiones, como
la mencionada al principio, el deporte, el arte o cualquier otro hecho cultural
importante pueden arrancar del olvido a hechos trágicos del pasado es menester
tener una apertura consciente y definida en el sentido de preservar en la memoria
colectiva aquello que no queremos repetir.
Con ese propósito en nuestro país se ha instaurado 12 de Junio como «Día de los
Adolescentes y Jóvenes por la Inclusión Social y la Convivencia contra toda forma
de Violencia y Discriminación” en la firme convicción de que cultivar la tolerancia y
el respeto entre los jóvenes es la mejor forma de prevenir el horror; porque los
genocidios son el resultado de un proceso de descomposición social que en sus
primeras etapas no revela lo insidioso y nefando que acecha detrás de los actos
hostiles que pasan por cotidianos como por ejemplo denominar con un adjetivo
peyorativo a una persona o a un grupo de personas.
Tal proceso de descomposición puede ser lento al principio hasta que, en un punto
crítico, la sociedad toda, dividida en bandos irreconciliables se sumerge en una
locura colectiva aterradora en donde las victimas ya no son reconocidas en su
humanidad. Lo que comenzó con la intolerancia soterrada termina siendo una
hecatombe horrorosa que repugna hasta los más toscos sentidos de justicia y
dignidad humana. Porque en estas dos últimas palabras, dignidad humana, se
resume todo.
Epítome de toda noción de justicia, la dignidad humana actúa como faro en el mar
encrespado de las discrepancias que continuamente tensan la convivencia en
sociedad. La sociedad no debe perderlo de vista, sobre todo no debemos perderlo
de vista los jóvenes para quienes el futuro no es solo tiempo de realización sino que
también lo es de redención
A lo largo de la historia la humanidad se ha visto sacudida por muchos de estos
horrores, muchos más de lo que una conciencia puede, no digamos ya asimilar, sino
tan solo imaginar.
Pero es necesario hacerlo
El siglo XX ha sido, en este sentido, particularmente oscuro y está tan cerca que sus
tragedias que pueden considerarse contemporáneas y perviven en la mirada
silente de muchos de nuestros mayores.
El Holocausto Judío, “ la Shoah ”, erigida como punta de lanza de la conciencia
internacional, es el paradigma de una lista dolorosa que parece interminable. No se
trata de hacer un recuento estadístico de víctimas, que en todos los casos es
abrumador, pues la vida humana truncada no es susceptible de caer bajo la anónima
opacidad de las cifras.
Se trata, sí, de recorrer ese pasillo umbrío del dolor con la firme convicción que no
debemos permitir que nuestra generación caiga en tal indignidad.

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