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ÍNDICE

Pág.

PRESENTACIÓN Y AGRADECIMIENTOS ............................... 9

1. HISTORIADOR POR AZAR ................................................... 13

2. EN TRANSICIÓN, O CUANDO LA MEMORIA LLEVÓ


A LA AMNISTÍA ...................................................................... 19

3. ENTRE HISTORIADORES PÚBLICOS................................ 43

4. EL MEJOR MOMENTO DE LA HISTORIA SOCIAL ........ 65

5. ¿LA HISTORIA EN CRISIS…................................................. 79

6. … O PLURALISMO Y NUEVOS TERRITORIOS?.............. 89

7. UN SIGLO DE ESPAÑA, ENSAYOS DE INTERPRETA-


CIÓN.......................................................................................... 105

8. VÍCTIMAS, INTELECTUALES Y, DE NUEVO, AZAÑA... 117

9. LA MEMORIA COTIZA AL ALZA........................................ 131

10. Y LOS POLÍTICOS RECUPERAN LA MEMORIA ........... 143

11. MEMORIA HISTÓRICA COMO IDEOLOGÍA POLÍTICA. 179

12. FEDERICO GARCÍA LORCA, MUERTE Y MEMORIA... 205

13. ESBOZO DE MEMORIA DE UNA GENERACIÓN ......... 217

14. EL HISTORIADOR, ARTESANO EN SU TALLER ........... 229


PRESENTACIÓN Y AGRADECIMIENTOS

El texto que sigue es una considerable ampliación de una


conferencia que pronuncié en el X Congreso de la Asociación de
Historia Contemporánea, celebrado en la Universidad de Can-
tabria los días 16 a 18 de septiembre de 2010. Quiero agradecer,
antes de nada, a la junta directiva de la Asociación, y muy par-
ticularmente a los profesores Carlos Forcadell, Ángeles Barrio y
Javier Moreno, la invitación a un miembro de la generación que
Ortega llamaría superviviente para dibujar ante sus colegas una
especie de autorretrato profesional y contarles su experiencia,
larga ya, de treinta y cinco años, como historiador. Si desde
el primer momento sentí que no podía negarme a esta cordial
invitación fue, aparte de expresar mi agradecimiento por tan
inesperado y honroso encargo, porque a todo el mundo le llega,
como sin querer, el momento de preguntarse qué ha sido de los
trabajos de sus días. Una pregunta que he demorado hasta hoy,
pero que se ha vuelto más punzante cuando compruebo que un
mundo que me resultaba familiar, y parecía sólido, se ha disuelto
en el aire, que se ha producido como una especie de quiebra
entre aquel ayer, cuando me inicié en el oficio de la historia, y
este hoy, que es de otras generaciones, de otras gentes con otras
preguntas, con diferentes preocupaciones y respuestas y en el
que yo también siento, como Tony Judt, que algo va mal. Podía
ser conveniente, en efecto, reflexionar un rato en voz alta antes
de decidir si no es buen momento de echar la persiana, cerrar
10 Santos Juliá

el taller y tomar la jubilación, que hoy mismo, a los setenta años


de mi nacimiento, comienza para mí como lo que es, según el
DRAE: una disposición que, por razón de vejez, largos servicios
o imposibilidad, y generalmente con derecho a pensión, cese un
funcionario civil en el ejercicio de su carrera o destino: descan-
sar, sólo leer, pasear y volver a escuchar las músicas y los cantes
de tiempos irremediablemente pasados.
Y en este momento, cuando ya se anuncia la retirada, no he
podido evitar la tentación de emprender este viaje al pasado, a
mi pasado, con el elogio de historia en tiempo de memoria que
pretendo desarrollar en estás páginas. Elogio quiere decir que no
adoptaré la figura del guerrero que sale en defensa de su dama
contra los peligros que supuestamente la acechan; tampoco que
vaya a medir sus excelencias frente a otra de las muchas vías
de traer el pasado al presente, como es la memoria: ni defensor
que va a una guerra ni caballero que disputa un torneo, ya me
gustaría, si pudiera, adoptar el aire y la voz de un juglar. No es
mi propósito, pues, establecer una jerarquía, menos aún una
oposición, ni levantar una empalizada entre historia y memoria.
Lo único que pretendo es contar el tramo de mi vida profesional
dedicado a un oficio que, al llenarme de historia, me ha depa-
rado momentos muy gratificantes, primero, por lo que es en sí
mismo, una fuente de inagotable curiosidad por gentes y cosas
de ese país extraño o extranjero que es el pasado, y el placer de
contarlas; además, por la innumerable cantidad de ocasiones
de encuentro y debate con otros colegas, desde un lejano día
de 1979 en que, atendiendo la invitación de Manuel Tuñón de
Lara, acudí al X Coloquio de Pau, hasta este mismo momento
en que celebramos otro X Congreso, el de nuestra Asociación. Y
pronunciar este elogio, que se refiere también a la autonomía y a
la vigencia de este oficio, acompañado de unas reflexiones sobre
un tiempo, el que va del fin de la Dictadura hasta hoy, en que
la historia ha compartido y comparte necesariamente la mirada
hacia el pasado con otras muchas formas de representación: la
novela, el teatro, el documental, la fotografía, el cine, las series
de televisión, los museos, las exposiciones y, muy especialmente
por lo que me atañe en este acto, la memoria. Todos, de una
manera u otra, formamos parte de lo que Jaume Vicens, en su
Presentación y agradecimientos 11

Noticia de Cataluña, llamaba «la gran familia de observadores


de los hechos del pasado».
Para esta versión ampliada, he mantenido a ratos la evoca-
ción personal de mi experiencia como historiador, como me
habían encargado los organizadores del congreso, pero he aña-
dido unas reflexiones sobre los avatares de nuestro oficio desde
los tiempos de la hegemonía de lo social hasta la invasión de lo
cultural, unos trabajos sobre las políticas públicas de la memoria
desarrolladas durante los últimos treinta y cinco años, desde la
Ley de Amnistía a la Ley llamada de la Memoria Histórica, y
una de mis intervenciones, a propósito de la exhumación de los
restos de Federico García Lorca, en uno de los debates sobre
memoria que han tenido lugar en fechas recientes. Ha queda-
do así un híbrido en el que lo profesional autobiográfico viaja
sobre un fondo de corrientes de historia y de debates sobre las
políticas hacia el pasado y el lugar de la memoria. No estoy muy
seguro del resultado, pero eso no es óbice para agradecer a Car-
los Pascual y a Ramón Parada el interés que han mostrado por la
publicación de estas páginas, que van dedicadas a los queridos
colegas y amigos de la Asociación de Historia Contemporánea
que recibieron este elogio de historia con un conmovedor afecto
en un día para mí inolvidable.
1
HISTORIADOR POR AZAR

Metidos, pues, en este viaje, comenzaré por recordar que no


cursé estudios ni tengo ningún grado académico en la materia
que en estas páginas será objeto de mi elogio. Mi dedicación a
la historia 1 fue producto de un tardío azar: en octubre de 1973
llevaba unos meses como director-gerente de un hermoso colegio
de preescolar, EGB y bachillerato en el Aljafare de Sevilla cuan-
do tropecé con un anuncio de convocatoria de becas para Es-
tados Unidos. Presenté mi solicitud, la comisión Fulbright, que
administraba aquellas becas llamadas «de las bases», me convocó
a una entrevista y, contra toda lógica y para mi gran sorpresa,
movidos sus miembros quizá por lo atípico de mi candidatura
y el calor que puse en la defensa de mi solicitud —cerca ya de
los treinta y cinco años de edad, me sería imposible solicitar en
ninguna otra ocasión una beca para dedicarme a la investigación,
les dije—, me la concedieron. Por segunda vez me dispuse a
abandonar Sevilla, adonde había ido a parar desde Vigo, con mis
padres y hermanos, a principios de septiembre de 1946, uno más
de los millones de trastornos sufridos por familias españolas a
consecuencia de la rebelión militar, la guerra civil y la represión

1
«Historia» significa en adelante análisis o relatos escritos por historiadores
sobre hechos del pasado. Para evitar equívocos, cuando me refiera a hechos suce-
didos en el pasado, utilizaré, como sustantivo, la voz «pasado».
14 Santos Juliá

de posguerra. Si uno es del lugar en que cursó el bachillerato,


tendría que evocar mis años en el Instituto San Isidoro, a don
Eugenio García Lomas, que me hizo amar la lengua francesa y
me felicitó por un ejercicio de redacción en el examen de re-
válida de sexto, y a don Vicente García de Diego, que me hizo
odiar el latín y me dejó un año esa asignatura para septiembre; y
decir que, aunque nacido en Ferrol, soy de Sevilla, ciudad de la
que por vez primera escapé para ir a París, en el verano de 1967.
Allí, en París, dejé dos huellas escritas de mi adiós a la juventud
y a la Iglesia, en dos artículos que Fernando Claudín publicó en
Cuadernos de Ruedo Ibérico, después de que Manuel Azcárate
los considerara inapropiados para Realidad, revista teórica del
PCE: el primero, por su acerbo análisis de la política de Pablo
VI sobre la guerra de Vietnam, a la que yo reprochaba nadar
entre dos aguas, sin plantarse con firmeza frente al imperialismo
americano; el segundo, por su argumento más bien crítico de
la práctica entonces reinante del diálogo entre marxismo, una
concepción del mundo, de la historia y de la política, y cristia-
nismo, una fe religiosa, de la que, en mi parecer de entonces, no
podía derivarse una determinada teoría o doctrina de la sociedad
ni del Estado, como era habitual en la llamada doctrina social
y política de la Iglesia, de la que me había dado yo un buen
atracón, únicamente para percibir su futilidad, en los apretados
volúmenes de la BAC, por aquellos lejanos tiempos «el pan de
nuestra cultura católica» 2.
Ahora, terminado el curso 1973-1974 en el Colegio del Al-
jarafe, dejaba de nuevo Sevilla, esta vez con destino a Stanford,
en California, con el fantástico proyecto de realizar una investi-
gación sobre la persistencia de las estructuras en las sociedades
posrevolucionarias o ¿por qué las revoluciones suelen dar paso a
reacciones termidorianas?, pregunta a la que daba vueltas desde
que leí Mi vida, la fascinante autobiografía de Trotsky, junto a los
tres épicos volúmenes que Isaac Deutscher le había dedicado. En

2
«Pablo VI y la guerra de Vietnam» y «Para entender lo del diálogo»,
Cuadernos de Ruedo Ibérico, 18 (abril-mayo de 1968), pp. 51-72, y 20-21 (agosto-
noviembre de 1968), pp. 121-155.
Historiador por azar 15

el campus de la Universidad de Stanford tropecé con la pesada


torre de la Hoover Institution on War, Revolution and Peace,
institución muy conservadora que cuenta en sus depósitos con
una estupenda colección de libros, folletos, revistas y periódicos
del tiempo de la República y la Guerra Civil, legado de aquel
generoso y cordial, y no por eso menos acérrimo anticomunista,
enviado de United Press a España, que fue Burnett Bolloten.
Dejé de lado, sin abandonar del todo, el proyecto para el que
la comisión Fulbright me había becado y solicité en la Hoover,
y me asignaron, uno de los cubículos dispuestos para investi-
gadores en la planta baja de la misma torre. En aquel estrecho
y silencioso lugar pasé cerca de dos años sumergido en una
bibliografía hasta entonces desconocida para mí: socialismo y
comunismo europeos, revolución rusa, revolución china 3, mar-
xismo y, avanzando hasta ocupar todo el terreno, República,
socialismo y comunismo españoles, Leviatán, Claridad, Comu-
nismo, algo de El Socialista y de Mundo Obrero, en fin, papeles,
revistas, periódicos, de los años treinta, un tiempo por el que
andaba yo intrigado desde el día en que don Ramón Carande
me recomendara, en uno de nuestros largos paseos por Sevilla,
la lectura de las obras de un personaje del que hasta entonces
apenas había oído hablar, excepto en términos denigratorios,
pero que andando el tiempo influirá grandemente en mi visión
y en mi manera de escribir sobre la España de la República y de
la Guerra Civil, Manuel Azaña.
Del apacible campus de Stanford me traje el esqueleto del
primero de mis libros dedicados al socialismo español y a la
República, que llené de la carne que faltaba en la Hemeroteca
Municipal de Madrid, mientras completaba la licenciatura en
sociología presentándome por libre en la Complutense. La
editorial Siglo XXI, para la que años antes había traducido del

3
Sobre la revolución y la China de Mao había publicado yo en 1971 un librito
para la colección «Problemas candentes de la historia», de Círculo de Amigos de
la Historia, por encargo de Daniel Romero, que titulé La China Popular, devuelto
por la censura como La China Roja, y tachado todo lo relativo a la larga marcha,
que debió de sonar a los censores demasiado épico.
16 Santos Juliá

francés varios capítulos de una Historia de la Filosofía, editada


por la Pléiade, me lo publicó, tras pasar de nuevo por las manos
y bajo la mirada de Fernando Claudín, en octubre de 1977, diez
años después de nuestro encuentro en París 4. Y de esa mane-
ra, si a la vuelta de París en 1968 había dado por concluida la
transición, iniciada años antes en Sevilla, de Karl Rahner y sus
Escritos de Teología a Max Weber y su Economía y sociedad, o
sea, del último teólogo que mantuvo por unos años los rescoldos
de una evanescente fe cristiana al sociólogo que me abrió los
ojos al desencantamiento del mundo, en aquel cubículo de la
Hoover, en Stanford, realicé la transición virtual del sociólogo
de las revoluciones que yo hubiera querido ser, al historiador
que realmente empecé a ser; de Weber y otros fundadores de
la sociología histórica a Largo Caballero y demás dirigentes del
socialismo español de los años treinta: un radical descenso, como
es notorio, hasta alcanzar mi verdadero nivel de competencia.
La suerte fue que, sumergido en una amplia bibliografía sobre
socialismo y comunismo de Alemania y Francia, y también de
Gran Bretaña e Italia, pude enfocar mi trabajo sobre socialismo
y comunismo españoles a la luz de otras experiencias europeas
de entreguerras, lo que me proporcionó conceptos y perspectivas
a los que probablemente no habría tenido acceso si me hubiera
quedado en España, y marcó, porque así vinieron las cosas, mi
forma de trabajar en el futuro: mirando desde fuera para mejor
entender lo ocurrido dentro.
En la decisión de emprender el camino hacia nuestro inme-
diato pasado, además de una clara conciencia de lo limitado de
mi capacidad y lo escaso de mis recursos para la teoría sociológi-
ca y para las grandes comparaciones, fue determinante la posibi-
lidad de disponer, sin agobios de tiempo, de aquella colección de
folletos y periódicos sobre República y Guerra Civil depositada
en la Hoover Institution y de los ricos fondos de la biblioteca de
la Universidad de Stanford. Me incorporaba así, cuando ya había

4
Los capítulos traducidos fueron de Historia de la Filosofía, vol. 1, El pensa-
miento prefilosófico y oriental, y vol. 2, La filosofía griega, Madrid, Siglo XXI, 1971
y 1972. El libro La izquierda del PSOE, 1935-1936 apareció en octubre de 1977.
Historiador por azar 17

rebasado lo que Ortega consideraba la mitad del camino de la


vida, al último lugar en la larga fila de españoles que han sentido
como un fardo y como un acicate la necesidad de comprender
qué nos había ocurrido en España, qué había sido de aquel po-
tente movimiento obrero y campesino, de aquellos profesionales
e intelectuales que habían llenado de vitalidad, arte y ciencia
las tres primeras décadas del siglo, de aquella oleada de repu-
blicanismo que sumergió a la monarquía borbónica y de aquel
pueblo republicano sobre los que se había sostenido la primera
democracia española del siglo XX; por qué fracasó la revolución
social y fue derrotada la República, por qué un país que tanto
prometía en torno a 1930 acabó diez años después, precisamente
el año en que yo nací, en aquella miseria que las gentes de mi
generación recibimos en mala hora como legado. En la lejanía y
la quietud de Stanford, y con la posibilidad a mano de comparar
con otros países europeos la trayectoria y el destino final de los
partidos obreros y republicanos españoles, comencé a buscar
respuestas a esas preguntas mientras en España, cumpliéndose
por fin el tan esperado y tanto tiempo demorado «hecho biológi-
co», agonizaba y moría el general Francisco Franco, que siempre
había estado allí, como el rinoceronte.
2
EN TRANSICIÓN, O CUANDO
LA MEMORIA LLEVÓ A LA AMNISTÍA

Recuerdo bien que de regreso en Madrid, al término de la


única prórroga posible de mi beca, me sorprendió la celebra-
ción, en abril de 1976, de un congreso de la Unión General
de Trabajadores: decididamente, la España que había dejado
en el verano de 1974 entraba en la primavera de 1976 en un
rápido proceso de cambio político, perceptible en la calle, en
la conquista de espacios públicos por grupos, asociaciones y
partidos hasta entonces clandestinos, en mítines y encuentros
de plataformas políticas ilegales pero que ahora actuaban a cara
descubierta, en manifestaciones y carreras por la libertad, la
amnistía y los estatutos de autonomía; en programas y manifies-
tos de las entonces llamadas «instancias unitarias»; en huelgas
y concentraciones reprimidas por la policía o la guardia civil
con su habitual brutalidad, sin ahorrar disparos ni palizas; en
asambleas de movimientos ciudadanos, de barrio, feministas. E
inmediatamente, desde la caída del gobierno Arias, esa sensación
única, irrepetible, de vivir todavía en un pasado que pugna por
no desaparecer y un futuro que está ya ahí, presente, pero que
no acaba de llegar.
Los partidos políticos ya podían celebrar reuniones, convocar
mítines, organizar congresos sin temor a que, a la salida, vinieran
los de la político-social a llevarse a comisaría a alguno de los ora-
dores o a los dirigentes más destacados, como había ocurrido en
enero, cuando Simón Sánchez Montero volvió a la cárcel después
20 Santos Juliá

de impartir, junto a Joaquín Ruiz-Giménez, una conferencia en


la Universidad Complutense; o, a finales de marzo, cuando Ma-
nuel Fraga presumía, como ministro de la Gobernación, de que
la calle era suya. Quedaba, desde luego, el Partido Comunista,
del que todos los periódicos daban noticia, con sus dirigentes
conocidos y respetados por el resto de la oposición, como el
mismo Sánchez Montero o Manuel Azcárate, tomando parte
activa en los debates y en las resoluciones adoptadas, primero
por Coordinación Democrática y luego por la Plataforma de
Organismos Unitarios, pero cuyo secretario general, Santiago
Carrillo, permanecía clandestino en Madrid, hasta que decidió
jugarse su futuro personal, y el futuro de su partido, a una sola
carta, sin retorno posible: aparecer en público. La detención
duró unos días, hasta que el gobierno, mostrando en la práctica
que el Decreto-Ley de Amnistía de 30 de julio iba en serio, lo
puso en libertad bajo una ligera fianza en vísperas del año nuevo
con el argumento de que no había cargos contra él.
¿No los había? El Alcázar, diario de la extrema derecha, con-
sumada la detención y puesta en libertad del secretario general
del PCE, pretendió que el pasado no podía pasar y publicó,
cubriendo la primera plana, una cruz sobre los nombres de los
asesinados en Paracuellos, acusando a Santiago Carrillo como
directo responsable de esos asesinatos por haber sido consejero
de Orden Público en la Junta de Defensa de Madrid en el otoño
de 1936. Carrillo respondió a las acusaciones repitiendo que su
participación «en este asunto» era una especulación política.
Y añadió: «No he querido contestar a estas acusaciones, pues,
aparte de desmentirlas, tendría que desenterrar a los doscientos
y pico mil muertos que han sido ejecutados después de que
finalizase la guerra civil. Tendría también que desenterrar a los
asesinados en la zona franquista durante la guerra», para acabar
recordando lo que ya había explicado a la revista Guadiana hacía
unos meses: «que una guerra civil es una cosa terrible, y en la
nuestra hubo represión y hubo crímenes en ambos lados». Pocos
días después, también ABC se refirió a las «responsabilidades
contraídas durante nuestra guerra civil [por Santiago Carrillo]
como uno de los responsables del genocidio de Paracuellos» y
comenzó una serie de reportajes con los testimonios de algunos
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 21

supervivientes de la matanza. Sus delitos, escribió Luca de Tena,


«están prescritos, pero no olvidados», y a la vista de ello solici-
taba canjear sus penas por un billete de ida sin vuelta a Moscú.
En una situación como aquélla, remataba un editorial de El País,
las frecuentes referencias a los sucesos más atroces y sangrientos
ocurridos durante la guerra civil tenían la evidente finalidad de
«convertirlas en motivaciones operantes» 1.
Seguramente lo consiguieron: el mes de enero de 1977 pasó
a la historia como el de la semana más sangrienta de todo el pro-
ceso de transición. El gobierno había logrado un mes antes, con
el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política, mantener
su iniciativa y disolver en la práctica el aparato institucional de
la representación orgánica de la Dictadura. Ese singular triun-
fo había reforzado su posición, lo que le permitió suprimir el
Tribunal de Orden Público y preparar el desmantelamiento del
resto del aparato político-burocrático del régimen franquista,
muy especialmente, el Movimiento Nacional y la Organización
Sindical, feudos de la ultraderecha; e iniciar, por el otro lado,
una negociación formal con las fuerzas de la oposición, reunidas
en la Plataforma de Organismos Democráticos y representadas
por la llamada Comisión de los Nueve (o de los Diez, cuando
se incorporaba el representante de los sindicatos). El momento
político se caracterizaba, pues, por un claro retroceso de los
involucionistas, un afianzamiento del gobierno, obligado ya por
ley a convocar elecciones generales, y un avance de la oposición
democrática que, de la presión en la calle, pasaba, desde co-
mienzos del nuevo año, a la mesa de negociación. Sin embargo,
las reglas que regirían el nuevo sistema político estaban todavía
en discusión y en lo que se refería al orden público no habían
desaparecido las del antiguo. Por otra parte, la oposición de un
sector del ejército a las reformas en marcha había quedado clara

1
«Carrillo no se considera responsable de la matanza de Paracuellos», El País,
4 de enero de 1977; «Ricardo Rambal, superviviente de Paracuellos», ABC, 16 de
enero de 1977; editorial, «La libertad bajo fianza de Carrillo», y Torcuato LUCA DE
TENA, «Un regalo para Carrillo», ABC, 31 de diciembre de 1976; en fin, editorial,
«La memoria histórica», El País, 7 de enero de 1977.
22 Santos Juliá

con la dimisión del general de Santiago como vicepresidente


del gobierno en septiembre del año anterior en protesta por el
proyecto de reforma sindical y con el unánime voto contra la Ley
para la Reforma Política del estamento militar representado en
las Cortes dos meses después.
Fue ésa la coyuntura elegida por los grupos de la extrema
derecha, que se quedaban fuera del sistema en gestación, para
golpear con fuerza con objeto de extender un clima de pánico
generalizado en el que pudiera legitimarse un parón a todo el
proceso y hacer bueno el mal augurio anunciado en esas mismas
fechas por Giovanni Sartori: «España muy bien puede volver,
en un futuro no muy distante, a la pauta o a la senda por la que
entró en los años treinta», es decir, a «un experimento caótico
y excesivamente breve de sistema político pluripartidista y su-
mamente polarizado» 2. Si se quería provocar a los militares, ése
era el momento propicio. Tal vez lo único que faltaba era causar
una grave conmoción del orden público para que los militares
se decidieran por fin a salir a la calle a cumplir su función tra-
dicional de garantes últimos de la seguridad; así se hacía en el
pasado y esta gente no veía motivo alguno para que no se hiciera
así también en el presente. Lo que más podía temer, y aborrecer,
entonces una buena mayoría de españoles era el retorno al clima
anterior a la guerra civil. Si en las manifestaciones comenzaban a
caer jóvenes con un tiro en la espalda y si se producía un escar-
miento de esos comunistas que, ante el creciente malestar de los
militares, avanzaban cada día sus posiciones hasta ser admitidos
en la mesa de negociación, tal vez podía recuperarse todavía la
calle, obligar a las gente a meterse en sus casas y conseguir que
todo volviera al viejo orden militarizado.
La provocación comenzó, pues, en la calle, en la Gran
Vía, en pleno centro de Madrid, con el asesinato —un tiro en
la espalda— de un joven en una manifestación pro-amnistía,
siempre la amnistía, que ahora se reclamaba completa, total,
pues del Decreto-Ley de julio pasado habían quedado exclui-

2
Giovanni SARTORI, Parties and party systems. A framework for analysis, Cam-
bridge, Cambridge University Press, 1976, pp. 155 y 165.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 23

dos los delitos y faltas de intencionalidad política que hubieran


«puesto en peligro o lesionado la vida o la integridad física de
las personas» 3. Los autores estaban vinculados a una de las
organizaciones de la extrema derecha, Fuerza Nueva, matriz de
diversos grupos terroristas y, especialmente, de los Guerrilleros
de Cristo Rey. Al día siguiente, en una manifestación de protesta
por ese asesinato, un bote de humo lanzado por la policía acabó
con la vida de una joven estudiante, circunstancia que aprove-
charon terroristas con la misma adscripción y relacionados con
la Organización Sindical para reproducir la brutal escena, tantas
veces repetida en la guerra civil, llevando contra la pared a ocho
abogados y un conserje de un despacho laboralista vinculado a
Comisiones Obreras y al Partido Comunista. Cuatro abogados y
el conserje murieron a consecuencia del fusilamiento, los demás
quedaron tendidos en el suelo, gravísimamente heridos.
El recurso al terror, para que sea un arma eficaz, además, de
contar con apoyos sociales o con complicidades en las fuerzas
de seguridad, tiene que lograr el propósito de intimidación y
debilitamiento de las instituciones inherente a sus atentados.
En enero de 1977, los terroristas lograron exactamente lo con-
trario. El atentado, que la misma prensa de la derecha irredenta
atribuyó a servicios secretos soviéticos, con la tópica pregunta
de a quién aprovecha, levantó una oleada de solidaridad con el
Partido Comunista que dio, por su parte, pruebas de disciplina
y contención al encauzar pacífica y ordenadamente a la multitud
congregada en la plaza de las Salesas y en las calles adyacentes
para asistir al entierro de los abogados asesinados. Era la prime-
ra manifestación multitudinaria presidida por banderas rojas y
saludada con puños en alto, pero acompañada en silencio y sin
que nadie expresara voces de venganza, en un clima de profunda
tristeza. El entierro de sus militantes asesinados, con su fuerte
contenido emocional, fue vivido por el Partido Comunista como
símbolo de la política de reconciliación nacional que había pro-
pugnado desde los años cincuenta y que los asesinatos de sus

3
Real Decreto-Ley 10/1976, de 30 de julio, sobre Amnistía, art. 1, BOE, 4 de
agosto.
24 Santos Juliá

militantes pretendían arruinar. Si decenas de miles de personas


no hubieran decidido acompañar en aquella tarde plúmbea a los
cadáveres de los abogados y del conserje asesinados, no habría
quedado de manifiesto la voluntad de una gran mayoría de espa-
ñoles no ya de continuar adelante con el proceso de negociación,
sino de acelerarlo legalizando a todos los que en él participaban.
La conquista de la legalidad por el Partido Comunista que to-
dos, excepto ellos mismos, habían dejado para después de las
elecciones, avanzó la tarde de aquel entierro más que en los dos
años anteriores.
Con esta evocación de uno de los momentos más duros de
lo que llamamos Transición sólo pretendo recordar que aquél
fue un tiempo en que el pasado se nos metía en el presente por
todas las rendijas posibles y hasta, en muchas ocasiones, por
amplias ventanas que seguían abiertas de par en par: no es que
tuviéramos que recordar el pasado; es que vivíamos con el pa-
sado pegado a la espalda. Por eso, es más digna de nota, o, por
decirlo como lo siento, más admirable por lo que indica sobre
el temple de tantas gentes de aquel tiempo, sobre la audacia que
mostraron y el riesgo que corrieron tantos hombres y mujeres,
jóvenes y mayores, la avalancha de publicaciones que inundó
escaparates y mesas de novedades de librerías de una inmensa y
variopinta bibliografía sobre cuestiones de historia y de políti-
ca, y de revistas que dedicaban grandes espacios a recuperar la
memoria, como ya entonces se decía 4, la otra memoria, la de los
vencidos y exiliados, que regresaban entre muestras de cariño y
de entusiasmo, o de protesta y rechazo, y la de la oposición a la
Dictadura, que ahora aprovechaba las parcelas o zonas de liber-
tad conquistadas para darse a conocer y presentar en público su
pasado y sus proyectos de futuro.
El apetito de saber despertó pronto y encontró rápidamente
canales de los que alimentarse y por los que expresarse. «La
avidez por la historia contemporánea», a la que se refería José
María Jover en marzo de 1975, se vio reflejada en «la multiplica-

4
Por ejemplo, Vicent VENTURA, «No perder la memoria histórica», El País,
8 de agosto de 1979.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 25

ción de publicaciones, libros de bolsillo, colecciones y revistas de


divulgación histórica» que acercaron el trabajo de los historia-
dores a «una temática que va siendo cada vez en mayor medida
la del español que va por la calle» 5. Por sólo citar unos ejemplos
entre mil posibles: en noviembre de 1976, Destino inició la pu-
blicación de su magnífica serie «Cataluña bajo el franquismo»,
que todavía impresiona hoy por la variedad de colaboradores y
la riqueza de contenidos; pero Interviú, que fue, junto a El País,
«el otro fenómeno hegemónico de los mass media españoles
durante la transición» 6, no esperó mucho para iniciar una larga
serie de reportajes sobre fosas, con testimonios de familiares y
fotografías de los lugares donde los rebeldes contra la Repú-
blica llevaron a matar y a enterrar a sus víctimas, de las que se
ofrecían unas cifras astronómicas bajo títulos no desprovistos de
sensacionalismo como: «Otro Valle de los Caídos sin cruz. La
Barranca, fosa común para 2.000 riojanos», «Matanza de rojos
en Canarias», «Granada: Las matanzas no se olvidan», «Matan-
zas franquistas en Sevilla: Los 100.000 fusilados del 18 de julio»,
«El pueblo desentierra a sus muertos. Casas de Don Pedro, 39
años después de la matanza», «Un vendaval de sangre y terror.
En Galicia aquel verano del 36», «Sólo dejaron los huesos. Alba-
tera, ensayo general para el exterminio», «Borrachera de sangre.
Matanzas fascistas en La Rioja», «Valladolid, 1936. Madrugadas
de sangre». El País informaba de la presentación al público, en
la librería Antonio Machado de Madrid, de la maqueta de un
monumento dedicado a «los guerrilleros asesinados en el Pozo
Fumeres, en Infiesto». El Viejo Topo dedicó su primer número
extra a una completa disección del franquismo y de Franco,
con una entrevista a Carlos Castilla del Pino en la que puso en

5
José María JOVER, «Corrientes historiográficas en la España contemporá-
nea», Boletín Informativo de la Fundación Juan March, marzo de 1975, recogido
en Historiadores españoles de nuestro siglo, Madrid, Real Academia de la Historia,
1999, p. 278.
6
En opinión de Manuel VÁZQUEZ MONTALBÁN, Crónica sentimental de la tran-
sición [1985], Barcelona, 2005, p. 126. Durante estos años, Interviú alcanzó una
difusión en torno a 750.000 ejemplares, convirtiéndose en la revista de información
general más difundida.
26 Santos Juliá

circulación la teoría, luego tantas veces repetida, del castrado


castrador 7. Regresaban también las voces y las publicaciones de
los años treinta, en documentales como La vieja memoria (1977),
de Jaime Camino, o Por qué perdimos la guerra (1978), de Diego
Abad de Santillán y Luis Galindo, y en ediciones facsímiles,
entre las que sobresalían las que formaron esa imprescindible,
para todos nosotros, Biblioteca del 36, con las colecciones de
Octubre, Leviatán, Nueva Cultura, El Mono Azul y Hora de Es-
paña. Por no hablar, aunque conviene mencionarlo, del auténtico
boom de folletos a quince, veinte o treinta duros publicados por
Mañana Editorial, con las colecciones Herramientas y El Martillo
Pilón y con tiradas que en ocasiones alcanzaron cientos de miles
de ejemplares; o la editorial Avance, con su colección Política,
dedicada a contar la historia de los partidos antes de que fueran
legalizados; o, en fin, aquellos ¿Qué es? ¿Qué fue? de La Gaya
Ciencia, en uno de los cuales dejó Juan Benet un sombrío tes-
timonio sobre la vigencia de la memoria de la guerra entre los
españoles de su tiempo a los que veía dispuestos a enfrentarse
de nuevo por las armas, y José Luis Aranguren, sus impresiones
sobre qué habían sido los fascismos.
Era, en verdad, «un momento de voracidad lectora», como
acaba de recordar Reyes Mate, que tiene buenas razones para
saberlo, por haber animado y dirigido alguno de esos empeños
editoriales 8. Las revistas de las que fui lector puntual cada se-
mana y cada mes desde mediados de los años sesenta, Triunfo y
Cuadernos para el diálogo, publicaban balances sobre temas de
la reciente historia política, económica y cultural de España, y
las nuevas revistas de divulgación histórica experimentaron en
aquellos años una especie de edad de oro, con amplios espa-
cios, debates y correspondencia dedicados al pasado reciente,
pronto seguidas de publicaciones académicas que comenzaban

7
«Monumento a las víctimas del pozo Fumeres. Asesinados en Asturias en la
posguerra», El País, 28 de octubre de 1976. Federico GRAU, «Psicopatología de un
dictador», entrevista a Carlos Castilla del Pino, El Viejo Topo, Extra/1, s. f. [pero
firmada en Córdoba, 5 de noviembre de 1977], pp. 18-22.
8
Reyes MATE, «Informe bio-bibliográfico», Anthropos, 228 (2010), p. 31.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 27

a presentar números monográficos sobre la República, la Gue-


rra Civil y la Dictadura, por no hablar de los premios literarios
que iban en su mayoría a autores que habían sido censurados
y perseguidos por la Dictadura. En alguna ocasión he dicho,
bromeando pero en serio, que un cómic de la transición cultu-
ral en España tendría que incluir viñetas de un antiguo capitán
de la legión que había entrado en Barcelona, al frente de sus
victoriosas tropas, en enero de 1939, convertido con los años
en poderoso editor, concediendo en 1979 su millonario premio
a un comunista catalán —«al haserlos millonarios, se borran de
comunistas», dicen que decía— que había conocido las cárceles
de Franco y que lo había buscado, el premio, con ahínco y lo
aceptaba con alivio 9.
Sí, en efecto, un bullicio de lecturas de todo tipo y de la más
variada procedencia, del que dejó testimonio Raymond Carr
cuando, en un comentario sobre La cultura bajo el franquismo,
editado por José María Castellet en 1977, escribió que España
«está experimentando en este momento un proceso de auto-
examen, obsesivo en su intensidad, que se manifiesta en una
plétora de encuestas de opinión y en una avalancha de libros» 10.
De manera que lo que yo había sentido en la lejanía de Stanford,
la necesidad de conocer el pasado para comprender, ya que no
transformar, el mundo, mi mundo, se multiplicaba en Madrid,
metidos todos en un proceso político que nadie sabía por qué
caminos habría de discurrir ni con qué obstáculos habría de
tropezar. Queríamos saber y era difícil no dejarse arrastrar por la
corriente: en aquellos primeros pasos tras la muerte de Franco,
mientras el pasado se resistía a desaparecer, se abría ante noso-
tros un futuro que en el lenguaje y en la práctica política de la

9
Los premios Planeta de 1976 a 1979 se concedieron a Jesús Torbado, por
En el día de hoy; a Jorge Semprún, por Autobiografía de Federico Sánchez; a Juan
Marsé, por La muchacha de las bragas de oro; y a Manuel Vázquez Montalbán, por
En los mares del Sur. Sobre la ansiedad de éste y los comentarios de Lara, Rafael
BORRÁS, La guerra de los planetas. Memoria de un editor, Barcelona, Ediciones B,
2005, pp. 334-335.
10
Raymond CARR, «La ruptura del dique», en El rostro cambiante de Clío,
Madrid, Biblioteca Nueva-Fundación José Ortega y Gasset, 2005, p. 264.
28 Santos Juliá

izquierda se entendía como una conquista de la democracia para


avanzar, cuando las famosas condiciones objetivas lo posibilita-
ran, en el cambio de las estructuras económicas y sociales, o sea,
iniciar la marcha a alguna forma de socialismo compatible con la
democracia, una perspectiva que había dominado los encuentros
de comunistas y católicos desde los años sesenta y de las que han
quedado abundantes huellas en Cuadernos para el diálogo, lugar
de encuentro de quienes aspiraban, a falta de mayores precisio-
nes estratégicas, a un necesario y urgente cambio de estructuras.
Eso mismo, en ocasiones, se llamaba revolución, por más que la
mayoría de quienes hablaban este lenguaje no entendieran con
el vocablo una llamada a las armas y condenaran sin indulgen-
cia —aunque si se trataba de vascos, con cierta comprensión y
hasta ofreciéndoles cobijo— a quienes recurrían a la bomba y a
la pistola. Para los partidos de izquierda, las tomas de palacios
de invierno no eran concebibles en las sociedades burguesas de
Europa, donde socialistas y comunistas habían incorporado de-
finitivamente la idea kautskiana de una progresiva transición del
capitalismo al socialismo por el largo camino de la democracia,
precedente histórico de lo que con otros adornos retóricos se
llamó eurocomunismo en el mundo comunista y socialismo en
libertad —también socialismo mediterráneo o socialismo del
sur— en el socialista, reacios ambos a identificarse como social-
demócratas, vocablo entonces nefando, epítome de vergonzosa
entrega al capital.
Esta avalancha de publicaciones, esta avidez por la historia
contemporánea, esta voracidad lectora, corrieron parejas en
aquellos primeros meses de 1977 con la creciente exigencia de
una amnistía total que, de la calle, de los encierros en parroquias
y de las huelgas de hambre, pasó también a la mesa de negocia-
ción desde la primera reunión del gobierno con cuatro miembros
de la Comisión de los Nueve, designados por la Plataforma de
Organismos Democráticos, a la que se habían incorporado prác-
ticamente todos los grupos, partidos y sindicatos de la oposición.
Reclamada durante los seis meses del gobierno de Arias/Fraga
por una movilización ciudadana sin precedente, y aprobada
en las primeras semanas del gobierno de Adolfo Suárez por
Decreto-Ley de 30 de julio de 1976, la primera amnistía había
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 29

abarcado los delitos de «intencionalidad política que no hubie-


ran puesto en peligro o lesionado la integridad física y la vida de
las personas», es decir, a los presos políticos de la Dictadura, que a
partir de entonces conquistaron nuevos espacios públicos. De los
373 reclusos a 1 de junio de 1976 por delitos de intencionalidad
política, 287 fueron amnistiados con excarcelación; 43 fueron
amnistiados pero retenidos por otras causas, y no fueron amnis-
tiados otros 43 reclusos, entre los que se encontraba un resto de
presos de ETA y de varios grupos terroristas 11. Celebrada como
la más amplia de las posibles, pero no la mejor de las deseables,
el decreto dejó pendientes de amnistía a los reclusos procesados
o condenados por haber puesto en peligro o lesionado la vida o
la integridad de las personas, o sea, a los miembros de organiza-
ciones terroristas que hubieran colaborado o cometido atentados
con resultado de lesiones o muerte.
Con este decreto, además, de responder a las incesantes
movilizaciones populares, el gobierno puso en marcha la nueva
estrategia de abrir el campo de la política a la acción de los
distintos grupos y partidos de la oposición, que de inmediato
multiplicaron la reivindicación de una amnistía total, general o
completa, que comprendiera también a los procesados o conde-
nados por delitos de intencionalidad política aunque hubieran
puesto en peligro o lesionado la integridad física o la vida de
las personas. De esta exigencia de amnistía total y de la legali-
zación de todos los partidos fueron a hablar con el presidente
del gobierno, el 11 de enero de 1977, cuatro delegados de la
Comisión de los Nueve, entre ellos, Julio Jáuregui, representante
del Partido Nacionalista Vasco, quien, de acuerdo con el resto
de la comisión, planteó la oportunidad y necesidad de «una am-
nistía de todos los hechos y delitos de intencionalidad política
ocurridos entre el 18 de julio de 1936 y el 15 de diciembre de
1976». Se necesitaba —dijo Jáuregui— «un gran acto solemne
que perdonara y olvidara todos los crímenes y barbaridades co-

11
Memoria elevada al Gobierno de S. M. ... por el fiscal del Reino, Madrid,
Reus, 1977, pp. 58-59, que da reiteradamente por error como fecha del decreto
el 30 de junio.
30 Santos Juliá

metidas por los dos bandos de la guerra civil, antes de ella, en


ella y después de ella, hasta nuestros días». Este «gran perdón
y olvido» en un acto protagonizado por el rey en nombre de la
paz y de la reconciliación «habría sido el primer título de honor
y gloria del comienzo de un reinado».
Con su exigencia de amnistía general, la Comisión de los
Nueve no hacía más que continuar una larga tradición nacida
en los encuentros de las fuerzas políticas del exilio con grupos
y partidos de la disidencia y de la oposición del interior. «Am-
nistía general para los presos y exiliados políticos, extensiva
a todas las responsabilidades derivadas de la guerra civil, en
ambos bandos contendientes» fue una proposición que el Par-
tido Comunista de España incorporó como punto tercero del
programa aprobado en su sexto congreso, celebrado en Praga
en los últimos días de diciembre de 1959 y primeros de enero
de 1960. Amnistía general, todas las responsabilidades, ambos
bandos: éste era el lenguaje de la principal fuerza política de la
oposición a la Dictadura dieciséis años antes de que el proceso
de transición se pusiera en marcha y de que Julio Jáuregui, que
había sido diputado del PNV por Vizcaya en las Cortes de 1936,
las últimas de la República, reclamara del gobierno, en nombre
de toda la oposición, una amnistía por la que se hubiera «perdo-
nado y olvidado a los que mataron al presidente Companys y al
presidente Carrero; a García Lorca y a Muñoz Seca; al ministro
de la Gobernación Salazar-Alonso y al ministro de la Goberna-
ción Zugazagoitia; a las víctimas de Paracuellos y a los muertos
de Badajoz; al general Fanjul y al general Pita, a todos los que
cometieron crímenes y barbaridades en ambos bandos» 12.
Lo que el documento del PCE expresaba en 1959 y lo que el
PNV ratificaba en 1977 no era resultado de una improvisación,
ni de un desistimiento provocado por un olvido, menos aún
de una cesión ante los ruidos de sables o los poderes fácticos;
era el resultado del cambio en la representación de la guerra
civil que fue haciendo su camino en el exilio desde los años

12
Julio JÁUREGUI, «La amnistía y la violencia», El País, 18 de mayo de 1977.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 31

cuarenta, y de su confluencia con la nueva mirada dirigida hacia


el pasado por la generación de los niños de la guerra cuando
llegaron a la mayoría de edad política hacia mediados de los
años cincuenta. A raíz de los acontecimientos de febrero de
1956 en la Universidad de Madrid, cobró fuerza en la política
del PCE «la necesidad de concebir una perspectiva política sin
venganzas ni segundas vueltas», o como ya lo había expresado
Dolores Ibarruri un año antes, en el decimonoveno aniversario
del comienzo de la guerra civil: «la política de atraer al campo
de la democracia a aquellos que están deseando abandonar las
banderas franquistas, sin preguntarles cómo pensaban ayer, sino
cómo piensan hoy y qué quieren para España» 13. Es claro que
esa nueva política guardaba alguna relación con el hecho de
que una nueva generación de españoles, entre los que podían
contarse muchos hijos de vencedores, comenzaba a expresar
su disidencia y oposición contra el orden social y el sistema
político establecido por la fuerza de las armas y de la religión
católica tras la guerra civil, socavando su pretendida legitimidad
derivada de la victoria en una guerra santa, una cruzada. Era
a esos jóvenes, y a los mayores que habían tomado partido por
ellos, firmando algún manifiesto o alguna petición de clemencia
dirigida a los gobiernos de Franco tras las detenciones de 1956,
a los que se encaminaba la nueva política que los comunistas
españoles bautizaron, siguiendo el ejemplo de los comunistas
italianos, como de reconciliación nacional.
No fueron sólo los comunistas. En 1957, el gobierno de la
República en el exilio adoptó un «Anteproyecto de Estatuto
legal para restablecer la normalidad jurídica», aprobado por el
Consejo Federal Español del Movimiento Europeo en París, en
febrero de 1951, que en su punto segundo establecía una «Am-
nistía de todos los delitos perpetrados por móvil político y social
desde el 18 de julio de 1936 hasta el día de la firma de la dispo-
sición». Años antes, de amnistía «sin venganzas ni represalias»
había hablado también la delegación del Partido Socialista que

13
Citada por Carme MOLINERO, «La política de reconciliación nacional», Ayer,
66 (2007), pp. 205-206.
32 Santos Juliá

se entrevistó con la delegación de la Confederación de Fuerzas


Monárquicas en 1948. A la amnistía política se refería la decla-
ración conjunta firmada por Estados Unidos, Gran Bretaña y
Francia el 4 de marzo de 1946 cuando, tras haber expresado la
intención de las tres potencias de no intervenir en los asuntos
internos de España, mostraba su confianza en que los dirigentes
españoles, patriotas y liberales, encontrarían pronto los medios
de conseguir pacíficamente la retirada de Franco y la abolición
de la Falange. En fin, y por no hacer esta relación interminable,
una «amplia amnistía para todos los españoles» figuraba como
último de los trece puntos que Juan Negrín, presidente del go-
bierno de la República, proclamó como fines de guerra el 1 de
mayo de 1938; y de «una amnistía general en ambos lados y un
intercambio general de prisioneros» habló, en circunstancias
muy diferentes, el presidente de la República, Manuel Azaña,
a John Leche, encargado de negocios de Gran Bretaña, en su
penúltimo intento de provocar una mediación internacional que
pusiera fin a la guerra en España 14.
De modo que una amnistía general, que cubriera todos los
delitos políticos y sociales derivados del golpe de Estado de
18 de julio de 1936 y de la guerra civil que fue su inmediata
consecuencia, era algo que la oposición a la Dictadura se lo
tenía dicho desde la guerra misma, que se repitió cuando los
aliados aplastaron a las potencias del Eje, que los comunistas
situaron como elemento central de su política, que el gobier-
no de la República en el exilio adoptó formalmente y que un
sector de la democracia cristiana, formado por exministros y
exdignatarios del régimen, comenzó a reclamar desde el fin del
Concilio Vaticano II, a costa de frecuentes enfrentamientos con
la Conferencia Episcopal, que se negó siempre, aun en vísperas
de la muerte del dictador, a firmar ningún papel y ni siquiera a
cumplir una función mediadora en nada que implicara amnistía;
los obispos se dieron por satisfechos con unas tímidas gestio-

14
«Encuentro con John Leche», 29 de julio de 1938, en Manuel AZAÑA,
Obras Completas, edición de Santos JULIÁ, Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2007, vol. 6, p. 183.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 33

nes ante las autoridades del Estado en solicitud de una amplia


gracia de indulto, según el espíritu del Año Santo 15. Tampoco
la propugnaron nunca los franquistas, con el mismo Franco a
la cabeza, ni los jerarcas del régimen que formaron el primer
gobierno de la Monarquía y celebraron la memoria del dictador
concediendo un indulto general, pero rechazando la posibilidad
de proclamar una amnistía, en los primeros días de diciembre de
1975. Hubo que esperar a la caída de Carlos Arias, para que el
siguiente gobierno, presidido por Suárez, diera el primer paso a
finales de julio de 1976.
En los últimos días de ese mismo año se habló mucho acerca
de la inminente promulgación de la amnistía general, se multi-
plicaron encierros y manifestaciones, pero al final pasó el día
de año nuevo sin que nada ocurriera. El gobierno de Suárez
sólo accedió a ampliar los supuestos de la decretada en julio
suprimiendo en marzo de 1977 la cláusula «puesto en peligro»,
y procediendo a «extrañar» a los condenados en el proceso de
Burgos de 1970. En consecuencia, los partidos de la oposición,
metidos ya en la dinámica electoral, trasladaron su expectativa
de amnistía general a las Cortes que salieran de esas elecciones:
de comunistas a nacionalistas vascos, pasando por socialistas y
demócrata-cristianos, no quedó nadie sin afirmar que la prime-
ra tarea a la que debían enfrentarse las Cortes, igual que había
ocurrido como resultado de las elecciones de 1936 16, sería la de
promulgar una amnistía general en los términos que Jáuregui
había presentado a Suárez en nombre de la Comisión de los
Nueve. Lo expresó el mismo Jáuregui cuando, un mes antes de
las elecciones, afirmó que «si ni el gobierno ni el Rey resuelven

15
Es elocuente a este respecto «Justicia y Paz al Arzobispo de Madrid»,
Cuadernos para el diálogo, enero-febrero de 1975. Comisión permanente, Comuni-
cado final, 26 de enero de 1975, en Jesús IRIBARREN, Documentos de la Conferencia
Episcopal Española, 1965-1983, Madrid, BAC, 1984, p. 343.
16
Tal fue el argumento utilizado por el PNV en las conversaciones de Chi-
berta para justificar que de todos modos, con o sin amnistía general previa, ellos
acudirían a las elecciones. Santiago DE PABLO, Ludger MEES y José A. RODRÍGUEZ
RANZ, El péndulo patriótico. Historia del Partido Nacionalista Vasco, Barcelona,
Crítica, vol. II, p. 342.
34 Santos Juliá

rápidamente el problema de la amnistía, faltan pocas semanas


para que las Cortes que salgan de las elecciones del próximo
15 de junio aprueben, como primera ley, la ley de Amnistía. Será
la obra y el mérito de los representantes del pueblo».
Y así fue: obra y mérito de los representantes del pueblo.
En las declaraciones políticas de carácter general pronunciadas
por los portavoces de los grupos parlamentarios en la sesión del
Congreso de 27 de julio de 1977, el representante de la minoría
vasca, Xavier Arzalluz, se refirió a la necesidad de todo nuevo
régimen de «hacer todo lo posible para borrar las secuelas de
los regímenes anteriores»; en este sentido, añadió, «es necesario
el olvido, el cese del diálogo de sordos, de las imputaciones mu-
tuas, y no hay otra manera de que termine sino a partir de una
amnistía total, de una amnistía amplia, política, laboral, pero
amplia, para que ese olvido permita la confianza de todos en que
ha comenzado una nueva época». Tal era la convicción entonces
generalizada, que una nueva época comenzaba y, por eso, los
parlamentarios vascos habían depositado, el primer día que en-
traron en la Cámara, un escrito en el que anunciaban la presenta-
ción, tan pronto como reglamentariamente fuera posible, de una
«proposición de ley que promulgue una amnistía general aplica-
ble a todos los delitos de intencionalidad política, sea cual fuere
su naturaleza, cometidos con anterioridad al día 15 de junio de
1977». Solicitaban, además, que la Cámara, mientras no fuera
reglamentariamente posible presentar esa proposición, instara
al gobierno para que procediera a ordenar de modo inmediato
«la excarcelación de la totalidad de presos, por la comisión de
delitos de intencionalidad política y autorizara la vuelta segura
de todos los exiliados y extrañados que se encontraban fuera del
territorio español por idénticas motivaciones» 17.
Por la demora en la constitución definitiva de las Cámaras, el
grupo parlamentario de catalanes y vascos reiteró la urgencia de
la promulgación de la amnistía, presentando, el 14 de septiembre
de 1977, un proyecto de decreto-ley de amnistía con un preám-

17
Diario de Sesiones de las Cortes. Congreso de los Diputados (en adelante,
DSCD), 27 de julio de 1977, pp. 83-84.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 35

bulo que refleja bien el clima político del momento: la voluntad


popular, según los diputados catalanes y vascos, había expresado
en las elecciones su inequívoca decisión de restaurar la vía demo-
crática abriendo una nueva etapa de paz y convivencia que «con
olvido y superación de todo agravio pretérito y con el esfuerzo,
colaboración y trabajo de todos, lleve a la consolidación de un
Estado democrático». En consecuencia, era obligado que «una
verdadera amnistía de todos y para todos sea la insoslayable
premisa que en estos momentos históricos conduzca a tan ansia-
dos logros». Y en su virtud, el artículo 1 del proyecto declaraba
«amnistiadas todas las infracciones penales y administrativas de
intencionalidad política, así como las infracciones comunes de
igual género conexas con las mismas, sea cual fuere el resultado
que hubieren producido, cometidas hasta el 13 de septiembre de
1977». No especificaban más los diputados catalanes y vascos,
aunque en el artículo 3 añadían a la amnistía las infracciones
penales cometidas en razón de la objeción de conciencia 18.
Dos meses antes de la presentación de este proyecto de
decreto-ley, el Partido Comunista había presentado, el 15 de
julio de 1977, una «Proposición de ley de Amnistía General» en
la que interpretaba los resultados de las elecciones celebradas
un mes antes como confirmación de la aspiración más profunda-
mente sentida por el pueblo español «de superar definitivamente
la división de los ciudadanos españoles en vencedores y vencidos
de la Guerra Civil». Para dar cumplimiento a esa aspiración era
preciso, según el PCE, institucionalizar la reconciliación nacio-
nal «superando los restos de una legitimidad que surgió de la
Guerra Civil y que hoy el pueblo español desea enterrar de una
vez para siempre». Forma jurídica de la reconciliación sería la
promulgación de una ley de amnistía general, a la que habría de
añadirse la igualación de «los derechos activos y pasivos de los
inválidos, de los mutilados y de las viudas de la guerra civil, así
como de los herederos legales de los mismos independientemen-

18
«Proyecto de decreto-ley de amnistía», 13 de septiembre de 1977, Archivo
del Congreso de Diputados, Serie General, leg. 2.329, núm. 4. Agradezco a Mer-
cedes Cabrera su ayuda para la consulta de estos documentos.
36 Santos Juliá

te del lado en que lucharon durante la guerra civil de 1936-39».


Los comunistas añadían también a su proposición la necesidad
de restituir en sus puestos y con todos sus derechos a los fun-
cionarios públicos depurados y destituidos por su fidelidad al
poder constituido, la reintegración en sus puestos de los miles
de trabajadores despedidos por haber defendido la causa de la
libertad sindical y haber luchado por los derechos de sus com-
pañeros y, en fin, los delitos que afectaban directamente a las
mujeres y que constituían una clara muestra de discriminación
jurídica que era preciso superar 19.
El Partido Socialista sumó también la suya a estas iniciativas
con una proposición de ley de «amnistía total». En ella no se
evocaba para nada la guerra civil ni se aludía a la reconciliación,
únicamente al clamor popular, renovado en la larga lucha por el
restablecimiento de la democracia y la restauración de las liber-
tades públicas, que obligaba a no demorar más la concesión de
una amnistía a «todos los actos considerados como infracciones
penales por la legislación vigente, o la anterior a partir del 18
de julio de 1936, ejecutados, de cualquier forma, con intencio-
nalidad política de instauración de la democracia en España
y restauración de las libertades públicas de todos sus pueblos
[...] sea cualquiera el resultado producido». Es evidente en esta
redacción que los socialistas limitaban la amnistía a los actos
de intencionalidad política, sea cual fuese su resultado (o sea,
incluidos también los que hubieran tenido el resultado de muer-
te) únicamente si el móvil había sido instaurar la democracia o
restaurar las libertades de los pueblos de España. Este último
detalle no pasó por alto al grupo de UCD, que presentó también
su proyecto con fecha de 3 de octubre, cuando, después de ex-
presar su coincidencia con la minoría vasco-catalana, matizaba
los efectos de la amnistía en aquellos supuestos en que los actos
realizados revelasen ánimo de lucro o un deliberado propósito
de obstruir el proceso mismo que había conducido a la presente
situación democrática. Y por no dejar suelto ningún cabo, el gru-

19
«Proposición de ley de amnistía general», Madrid, 14 de julio de 1977,
Archivo del Congreso de Diputados, Serie General, leg. 2.329, núm. 2.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 37

po del gobierno especificaba, como punto 4 de su propuesta, que


también quedaría extinguida cualquier responsabilidad penal
en que pudieran haber incurrido las autoridades, funcionarios y
agentes del orden público, con motivo u ocasión de la investiga-
ción y persecución de los delitos que quedaban amnistiados en
los apartados anteriores, o sea, los de intencionalidad política y
de opinión siempre que no respondiesen a un deliberado pro-
pósito de desestabilizar el proceso democrático 20.
Éste fue el trámite parlamentario de la proposición de
ley de amnistía presentada conjuntamente el 7 de octubre de
1977 en el Congreso, sin exposición de motivos alguna, por
los grupos parlamentarios de UCD, Socialistas del Congreso,
Comunista, de la Minoría Vasco-Catalana, Mixto y Socialistas
de Cataluña, debatida el día 14 y promulgada el 15 de octubre
de 1977 21. Destinada en su origen a los presos de ETA pro-
cesados o condenados por delitos contra la integridad física
o la vida de las personas, alcanzó también a los funcionarios
que hubieran cometido faltas o delitos con motivo u ocasión
de la investigación y persecución de los actos incluidos en la
ley y, más en general, contra el ejercicio de los derechos de las
personas. Esa fue la forma jurídica de entender la «amnistía
de todos para todos» reclamada por la minoría vasco-catalana
y por la política de reconciliación que desde hacía veinte años
había adoptado el Partido Comunista, con su explícita rei-
vindicación de la amnistía para «ambos bandos», como decía
la resolución del congreso de Praga, o «para todos los de un
lado y los de otro», una amnistía que hiciera «cruz y raya sobre
la guerra civil de una vez para siempre», como dijo Santiago
Carrillo en un mitin celebrado en Madrid pocos días antes de
la promulgación de la ley 22.

20
Las proposiciones de ley del grupo socialista y del grupo de UCD llevan
fecha de 20 de septiembre y 2 de octubre, respectivamente: Archivo del Congreso
de Diputados, Serie General, leg. 2.329, núms. 5 y 16.
21
Boletín Oficial de las Cortes (en adelante, BOC), 11 de octubre de 1977,
pp. 203-204, para el proyecto, y DSCD, 14 de octubre de 1977, para el debate.
22
«Sin el rey ya habría empezado el tiroteo. Mitin de Carrillo en Madrid», El
País, 2 de octubre de 1977.
38 Santos Juliá

En realidad, y teniendo en cuenta el proceso que condujo a


la ley y el texto finalmente promulgado, la amnistía de 15 de oc-
tubre de 1977 iba dirigida específicamente a un resto de presos
de ETA que no habían podido beneficiarse de las anteriores me-
didas de indulto o de amnistía por haber sido procesados o estar
condenados por delitos y faltas de intencionalidad política que
habían lesionado la vida o la integridad física de las personas.
«Quiero pedir desde aquí calma al pueblo vasco, y atreverme a
manifestar que la amnistía es total para nuestro pueblo», dijo
Txiki Benegas, hablando en nombre del grupo socialista. Lo
era por dos motivos, primero, porque incluía todos los actos
de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado
siempre que el móvil hubiera sido el restablecimiento de liber-
tades públicas o la reivindicación de autonomía, «circunstancias
que concurren en todos los militantes vascos susceptibles de ser
amnistiados». Todos los militantes quería decir también «quienes
hoy sufren prisión en las cárceles de Basauri y Martutene por
hechos cometidos con posterioridad al 15 de junio [de 1977]»;
palabras que de inmediato fueron ratificadas por Xavier Arza-
lluz, cuando se felicitaba «de que en este texto, efectivamente,
ningún vasco quedará en la cárcel o en el exilio». Arzalluz, el
más tenaz defensor, junto a Carrillo, de extender la amnistía a
los de un lado y los del otro, pensaba que la amnistía no era un
acto que concernía a la política, «atañe a una situación difícil,
en la que de alguna manera hay que cortar de un tajo un nudo
gordiano», porque había que recordar, y Arzalluz deseaba que
fuera por última vez, que allí, en el Congreso, viéndose las ca-
ras, estaban reunidas personas que habían «militado en campos
diferentes, que hasta nos hemos odiado y hemos luchado unos
contra otros. Y esto que pasa en este hemiciclo, donde se sientan
gentes que han padecido largos años de cárcel y exilio junto a
otros que han compartido responsabilidades de gobiernos que
causaron esos exilios y esas cárceles es la imagen de la realidad
de nuestra sociedad». Conclusión: «olvidemos, pues, todo» 23.

23
Todas las citas de este y el siguiente párrafo, en DSCD, 14 de octubre de
1977.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 39

No se trataba únicamente de los «militantes vascos». La re-


tórica que acompañó y movió el largo proceso de reivindicación
de amnistía general, desde sus primeras formulaciones en los
programas aprobados en congresos y encuentros de los diferen-
tes grupos de oposición a la dictadura hasta la propuesta de la
Comisión de los Nueve al gobierno de Adolfo Suárez, extendió,
entre los que defendieron el proyecto de ley en la histórica sesión
de 14 de octubre en el Congreso de Diputados, y en la opinión
pública, la convicción de que con aquella amnistía se cerraba
la guerra civil y se echaban los cimientos de una nueva era de
concordia y de paz o, por decirlo con las palabras empleadas
repetidas veces en aquel debate, de superación del pasado, de
culminación del proceso de reconciliación de los españoles, en
la que insistieron diputados de todos los grupos parlamentarios.
La amnistía, dijo Marcelino Camacho, «es una política nacional
y democrática, la única consecuente que puede cerrar ese pasa-
do de guerras civiles y de cruzadas. Queremos abrir la vía a la
paz y a la libertad. Queremos cerrar una etapa; queremos abrir
otra, nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas
tenemos, que tanto hemos sufrido». En este sentido, la amnistía
fue un triunfo de la memoria, pues fue la memoria de la guerra
civil y de la dictadura, de «las divisiones que nos separaron y
enfrentaron en el pasado», como dijo el portavoz de UCD, lo
que a ella condujo. Fue este acuerdo de clausurar un pasado
que constantemente se traía a la memoria lo que dio lugar al
primer pacto de la Transición, un pacto sobre el pasado que, en
definitiva, impedía utilizarlo como un instrumento en las luchas
políticas del presente.
O mejor, cuando en adelante se evocó ese pasado fue para
promover políticas públicas destinadas a «superar las consecuen-
cias que se derivaron en la pasada contienda», como se decía en
el Real Decreto-Ley 6/1978, de 6 de marzo, que regulaba «la
situación de los militares que tomaron parte en la guerra civil».
A este decreto se añadieron otros dos: de 16 de noviembre 1978,
por el que se concedían «pensiones a los familiares de los espa-
ñoles muertos como consecuencia de la guerra 1936-1939 [sic]»,
y de 21 de diciembre del mismo año, que reconocía «beneficios
económicos a los que sufrieron lesiones y mutilaciones en la
40 Santos Juliá

Guerra Civil Española» 24. En Barcelona, el 19 de diciembre, la


Lliga de Catalunya de Vidues i Mutilats de la Guerra Espanyola
convocó un acto, que resultó «altamente emotivo», en el co-
legio de los Salesianos de Sarria, con asistencia de más de dos
mil personas y las representaciones de la Liga de Mutilados del
País Valenciano y de Viudas de Guerra de Bilbao y Asturias.
El presidente de la Liga catalana, Francecs Piuñachs, expresó
su esperanza de que definitivamente las dos Españas quedaran
superadas y todos los participantes mostraron su satisfacción por
haber conseguido que no hubiera diferencias entre los mutilados
y viudas de uno y otro bando de la guerra civil 25.
La serie de decretos sobre mutilados excombatientes y
familiares de la zona republicana se completó con las dos pri-
meras leyes reparadoras de la democracia: la Ley 5/1979, de 18
de septiembre, sobre reconocimiento de pensiones, asistencia
médico-farmacéutica y asistencia social a favor de las viudas,
hijos y demás familiares de los españoles fallecidos como conse-
cuencia o con ocasión de la pasada guerra civil, y la Ley 35/1980,
de 26 de junio, sobre pensiones a los mutilados excombatien-
tes de la zona republicana. La tramitación de esta segunda ley
fue larga y de trabajosa negociación por las implicaciones en
el aumento del gasto, como afirmó Emérito Bono, del grupo
parlamentario comunista, autor de la proposición de ley. Es

24
Real Decreto-Ley 6/1978, de 6 de marzo, por el que se regula la situación de
los militares que tomaron parte en la guerra civil, BOE, 7 de marzo, p. 5384; Real
Decreto-Ley 35/1978, de 16 de noviembre, por el que se conceden pensiones a los
familiares de los españoles fallecidos como consecuencia de la guerra, BOE, 18 de
noviembre, pp. 26245-26246; Real Decreto-Ley 43/1978, de 21 de diciembre, por
el que se reconocen beneficios económicos a los que sufrieron lesiones y mutila-
ciones en la Guerra Civil Española, BOE, 22 de diciembre, pp. 28932-28933; Real
Decreto-Ley 46/1978, de 21 de diciembre, por el que se regulan las pensiones de
mutilación de los militares profesionales no integrados en el Cuerpo de Caballeros
Mutilados, BOE, 23 de diciembre, pp. 29030-29031.
25
«Reconocimiento oficial a las viudas y mutilados de guerra» y «Tres mil
viudas y mutilados celebran su reconocimiento oficial»; La Vanguardia y El País,
19 de diciembre de 1978; intervención de Modesto Fraile, en representación del
gobierno, en el debate sobre la proposición de Ley de pensiones a mutilados del
Ejército de la República, presentada por el grupo comunista, DSCD, 21 de diciem-
bre de 1978, p. 5932.
En transición, o cuando la memoria llevó a la amnistía 41

prácticamente imposible, dijo Bono, que la ley pueda compensar


«tanto sufrimiento, tanto vejamen, a que ha estado sometido
este entrañable sector de la población, que lo dio todo por
mantener la legalidad democrática de aquel momento». Pero al
menos, siguió diciendo, servirá para hacer real, aunque un poco
tarde, la concordia, la reconciliación entre todos los españoles,
al establecer que «todos los mutilados de un bando o de otro
sean tratados exactamente igual, tanto desde el punto de vista
económico, como en los problemas de la afiliación a la Seguridad
Social y a los problemas vinculados con prerrogativas de carácter
honorífico». El elogio de la concordia, la reconciliación, el fin
de la guerra, se convirtió en parte del ritual en los debates de
tramitación de estas leyes: el ministro de Hacienda celebró el
paso adicional e importante que con la aprobación de esta ley
se daba «en el cierre de lo que fueron las heridas de la guerra
civil» y la exposición de motivos de la ley aducía la «necesidad
de superar las diferencias que dividieron a los españoles duran-
te la pasada contienda, cualquiera que fuera el ejército en que
lucharon», para justificar a reglón seguido la «igualdad de trato
a aquellos ciudadanos que, habiendo quedado mutilados como
consecuencia de la guerra civil mil novecientos treinta y seis-mil
novecientos treinta y nueve, no tuviesen aún suficientemente
reconocidos sus justos derechos». Aunque en alguna ocasión se
ha ridiculizado la cuantía de estas pensiones por el burdo proce-
dimiento de transformar en euros las pesetas de 1979, lo cierto
es que la promulgación de estas dos leyes supuso un incremento
del gasto en pensiones de 45.000 millones de pesetas en 1980 y
de cerca de 60.000 millones en 1981 26.

26
Ley 5/1979, de 18 de septiembre, BOE, 28 de septiembre, pp. 22605-22606,
y Ley 35/1980, de 26 de junio, BOE, núm. 165, 10 de julio, pp. 1573-1576. Cifras
del ministro de Hacienda, Jaime García Añoveros, en el debate de la ley, DSCD,
26 de marzo de 1980, p. 5165.
3
ENTRE HISTORIADORES PÚBLICOS

Una avidez por la reciente historia, una voracidad lectora,


una memoria que condujo a la amnistía y una política pública de
igualación de derechos de quienes combatieron por la República
y de sus familiares: tal fue el clima político en el que comenzaron
a aparecer los primeros trabajos de historia sobre República,
Guerra Civil y Dictadura. Por lo que a mi se refiere, los amigos
que llevaban la editorial Siglo XXI, Javier Abásolo y Nacho
Quintana, me propusieron escribir algo sobre el Frente Popular
para la estupenda y muy útil colección de bolsillo que fue «Estu-
dios de Historia Contemporánea», una más de las iniciativas de
aquellos años para divulgar a buen precio en libros de bolsillo
nuestro inmediato pasado. Me ayudaron además, a sobrevivir
a la vuelta de Stanford encargándome la traducción de varios
libros de Perry Anderson, Ralph Miliband y Göran Therborn 1,
mientras se concretaba la oportunidad de incorporarme al ICE
de la UNED que dirigía Carlos Moya, para quien había traba-
jado yo unos años antes, en 1972, en una muy completa investi-
gación sobre la situación de la medicina en España, y de quien
había aprendido algunas cosas fundamentales, especialmente a

1
De Anderson, traduje Transiciones de la antigüedad al feudalismo, 1978, y El
Estado absolutista, 1979; de Miliband, Marxismo y política, 1978, y de Therborn,
Ciencia, clase y sociedad. Sobre la formación de la sociología y del materialismo
histórico, 1980.
44 Santos Juliá

leer a Max Weber y a identificar las señas de Leviatán. Y en ésas


estaba, escribiendo sobre los orígenes del Frente Popular en Es-
paña y traduciendo a Perry Anderson, cuando me ofrecieron, de
la Sociedad de Estudios y Publicaciones del Banco Urquijo, por
una cariñosa cabezonería de don Ramón Carande, ¡otra beca!,
que me permitió pasar en Oxford el curso 1978-1979, acogido
por el Iberian Center de St Antony’s College, dirigido entonces
por Juan Pablo Fusi. Allí, durante un invierno cargado de nieves
y de huelgas interminables que arrastraron en su estela el decli-
ve del Partido Laborista y la irresistible ascensión de Margaret
Thatcher al poder, pasé largas horas de las mañanas y algunas
de las tardes en ese lugar cercano al paraíso que es la Bodleian
Library, revisando informes y estudios filantrópicos sobre la
invasión de las ciudades inglesas por los «satanic dark mills», su
impacto en los artesanos que llegaban con sus familias, sonro-
sados y con buena salud, a las nuevas fábricas y que a las pocas
semanas aparecían pálidos y famélicos, medio derrumbados por
unas interminables jornadas de trabajo malamente soportadas
por el consumo de ginebra.
Durante los primeros meses en Oxford vacilé —¡todavía!—
entre preparar una tesis doctoral en sociología sobre el encuen-
tro de Karl Marx y de su mecenas y amigo Friedrich Engels
con la clase obrera de la revolución industrial, o una tesis en
historia sobre las huelgas en el Madrid de la República. Con lo
primero, pretendía responder a una pregunta relacionada con
mi antiguo interés por la sociología de las revoluciones: a la vista
de lo que ocurría en las ciudades británicas con la introducción
de grandes fábricas, ¿a qué o a quiénes se refería Marx cuando
hablaba de proletariado como sujeto de la futura revolución?
Con lo segundo, pretendía continuar mis trabajos sobre la Es-
paña de los años treinta y responder a mi propia demanda de un
nuevo objeto de investigación para la República analizando la
estructura de clases de la ciudad como marco, ya que no como
determinante, de sus luchas sociales. Y de la misma manera que
antes, desde Stanford, conocer la práctica política y el discurso
teórico del gran partido socialdemócrata alemán y de la SFIO
me ayudó a interpretar lo que había ocurrido en España con el
PSOE tras su breve experiencia de poder y su desastrosa estra-
Entre historiadores públicos 45

tegia de oposición en los años de República, decidí ahora, desde


Oxford, mirar a Madrid con la misma perspectiva —salvadas to-
das las distancias imaginables— que Engels había adoptado para
adentrarse por el Manchester de la revolución industrial, ver la
ciudad desde los slums hacia la city, del extrarradio a la Puerta
del Sol, para entender el denso y conflictivo trayecto recorrido
por sus obreros y patronos desde la fiesta popular de 1931 a la
huelga general revolucionaria de 1934.
Y en ésas estaba cuando por fin llamó el cartero: Mari Car-
men Ruiz de Elvira, subdirectora del ICE de la UNED en el
que Carlos Moya animaba un «palmar», me convocaba para la
firma de un contrato de ayudante y me sugería que preparara
un informe sobre la experiencia británica en educación univer-
sitaria a distancia, allí llamada abierta, para lo que solicité una
visita por las excelentes instalaciones de la Open University en
Milton Keynes y mantuve varias entrevistas con profesores y res-
ponsables de producción de sus materiales didácticos. Cuando
regresé de nuevo a Madrid iba ya muy avanzado el año 1979,
momento lleno de incitaciones para cualquier historiador de
contemporánea, y yo me sentía incorporado al oficio, con dos
libros publicados en Siglo XXI y con la cálida acogida que me
había dispensado Manuel Tuñón de Lara en el décimo y último
coloquio de Pau al que acudí, desde Oxford, con la propuesta,
algo petulante, de un nuevo objeto de investigación para la
República, que consistía en no considerarla, al modo que había
sido habitual en buena parte de la historiografía angloamericana,
como mero pórtico de la guerra, sino devolverle un valor propio
pasando de la atención preferente a cuestiones políticas al estu-
dio de la sociedad y de las luchas de clases 2.
Hasta ese momento, mi visión de la historia y de la sociedad
se había edificado sobre mucho trato con Marx, el materialis-
mo histórico y el grupo de historiadores marxistas británico,

2
«Segunda República: por otro objeto de investigación», en Manuel TUÑÓN
DE LARA (ed.), Historiografía española contemporánea. X Coloquio del Centro de
Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau. Balance y resumen, Madrid,
Siglo XXI, 1980, pp. 295-313.
46 Santos Juliá

una fuerte afición por Max Weber y la sociología histórica, un


proyecto abandonado de sociología de las revoluciones, una
licenciatura en sociología por la Complutense y un especial
interés por los movimientos socialistas y revolucionarios del
primer tercio del siglo XX: todo lo cual sin ocupar nunca un
puesto de trabajo en ninguna institución académica. Ahora, sí;
ahora, con los cuarenta años a la vuelta de la esquina, me cayó
en suerte una posición estable —y un sueldo fijo— que me
permitía dedicar al proyecto sobre Madrid en la República las
horas de hemeroteca y archivo que fuera menester. La ayudantía
y, casi enseguida, la división de investigación del ICE, me las
proporcionaron con holgura 3, no sin antes poner punto final a
mis lecturas sobre el Marx de la revolución industrial y publicar
los primeros y últimos resultados de aquel trabajo en una de las
revistas animadas por la inteligencia, la ironía y el humor del
inolvidable tándem formado por Ludolfo Paramio y Jorge M.
Reverte, En Teoría. En ese artículo sostuve que el proletariado
del que Marx hablaba y al que confiaba la misión de acabar con
la explotación del hombre por el hombre e iniciar la verdadera
historia de la humanidad era en realidad la «clase obrera de la
revolución industrial», una clase singular, fruto de la proletari-
zación de artesanos y destinada a desaparecer a medida que se
implantara la gran industria 4. Confirmé con este artículo una
afición a combinar el análisis de las teorías —o los lenguajes—
que pretenden dar cuenta de la acción con la indagación en la
acción misma, pero, a partir de ese momento, dediqué todo el
tiempo que me dejaba libre el empleo en el ICE a terminar la
investigación sobre las luchas de clase en el Madrid de la Re-
pública. Bien estaba tener un pie en la Universidad, como en
uno de los mejores consejos que jamás escuché —al modo de
los que en mis años de bachillerato leía de vez en cuando en las

3
Sin descuidar unas investigaciones sociológicas sobre alumnado y licenciados
de la UNED que, en la muy grata compañía de Marisa García de Cortázar, dieron
como resultado: Los primeros licenciados de la UNED y Alumnos y licenciados de la
UNED, 1980-1981, Madrid, UNED, 1981 y 1982.
4
«Marx y la clase obrera de la revolución industrial», En Teoría, 8-9 (octubre
de 1981-marzo de 1982), pp. 97-135.
Entre historiadores públicos 47

Selecciones del Reader’s Digest— me había recomendado Ma-


nuel Pérez Ledesma en nuestro primer encuentro de Pau; pero
el paso siguiente, tener dentro los dos pies y la cabeza, requería
presentar una tesis doctoral.
¿Por qué elegí finalmente una tesis centrada de nuevo en
la República? La verdad es que entonces ni siquiera me lo pre-
gunté y, ahora que lo pienso, lo que me viene al recuerdo es:
primero, porque se ampliaron progresivamente las posibilidades
de documentar cada vez con más rigor lo que en los primeros
trabajos era casi una búsqueda a tientas y frecuentemente sólo
una hipótesis o una intuición; segundo, porque se extendió una
creciente demanda de conocimiento por rememoración del re-
ciente pasado y pudimos sentir, palpar casi, un interés social en
continuo aumento por los resultados de los trabajos de quienes
andábamos dedicados a nuestro reciente pasado de República,
Guerra y Dictadura; tercero, porque esa demanda y ese interés
dieron lugar a un considerable número de cursos y ciclos de con-
ferencias a los que siempre asistía un público mayoritariamente
joven o mayor, mucho menos de edades intermedias, que llenaba
grandes salas y auditorios; y, cuarto, porque se multiplicaron
las ocasiones de debatir en encuentros, coloquios y congresos,
entre colegas movidos por idénticos intereses, interpretaciones
procedentes de diversos horizontes ideológicos, en un clima en
que, sin llegar a un consenso sobre el pasado, ni pretenderlo, se
compartía un terreno común que permitió a cada uno sentirse
parte de un esfuerzo colectivo por desbrozar nuevos caminos
de comprensión e interpretación de nuestra reciente historia; en
resumen, un período de rica intersubjetividad, elemento clave
para avanzar en la objetividad que en ningún caso tiene por qué
ser neutralidad valorativa 5. Bastarán aquí unas notas sobre cada
uno de estos puntos, dichas sin ánimo alguno nostálgico de lo
que podría sonar como una elegía por aquellos buenos tiempos
pasados que ya nunca volverán.

5
Para este punto, Thomas L. HASKELL, «Objectivity is not neutrality: rethoric
vs. practice in Peter Novick’s That Noble Dream», History and Theory, 29 (1990),
pp. 129-157.
48 Santos Juliá

Ante todo, la experiencia única de frecuentar archivos y bi-


bliotecas, hasta entonces poco transitados, a la búsqueda de do-
cumentación en la que fundamentar nuestros trabajos. Recuerdo
bien mi primera y tímida entrada en el Servicio Histórico Militar,
en Madrid, quizá en 1980, buscando documentos de la «zona
roja» confiscados por los ejércitos de ocupación a los partidos
de izquierda y a los sindicatos, actas de casas del pueblo, plenos
de la CNT, afiliados a partidos republicanos. Si la comparaba
con la sufrida por Gabriel Jackson veinte años antes, en el otoño
de 1960, me podía haber dado con un canto en los dientes. Para
acceder a las cajas y legajos por los que mostré interés necesi-
taba el aval de dos militares, pero casi inmediatamente, ante mi
gesto de desolación por no tener a mano ningún militar a quien
pedirlo, el coronel —o quizá un comandante, no sé— que me
los exigía me dijo que él mismo me firmaría uno de ellos y que el
otro podría firmarlo el teniente a cargo de la sala. Llamó, pues,
al teniente, que cumplió la orden o indicación de firmar el aval,
recogió mi pedido, llamó a un soldado, que se cuadró ante él,
y le ordenó que lo trajera. Así que, después de todo, no era tan
fiero el león como me lo habían pintado: Gabriel Jackson tuvo
que ir tres o cuatro veces por allí a ver si la autorización había
llegado y al final resultó que al ministro le había faltado tiempo,
en cuatro meses, para firmarla 6. Pero si lo comparo con lo que
me ocurrió veinte años después en Ávila, la recepción, la aten-
ción, la rapidez en la entrega, las posibilidades de reproducción,
todo, en fin, había cambiado. En Ávila ya no hay jefes que pi-
dan avales, ni oficiales de ordeno y mando, ni soldados que se
cuadren; allí lo que hay son militares civilinizados, por decirlo
con un bárbaro anglicismo, o sea que actúan como civiles, muy
competentes, por cierto, infinitamente más rápidos en el envío
de las fotocopias que los encargados de ese mismo servicio en
el Archivo Histórico Nacional. Y no digamos en aquella vetusta

6
Gabriel JACKSON publicó sus peripecias en España a principios de los años
sesenta en Historian’s Quest (1969), del que luego apareció una versión ampliada
como Memoria de un historiador, Madrid, Temas de Hoy, 2001, donde narra esta y
otras sabrosas experiencias.
Entre historiadores públicos 49

Sección de la Guerra Civil, cuando lo era del mismo Archivo


Histórico Nacional, en Salamanca, donde un viejo ordenanza
salido de alguna novela galdosiana te traía, arrastrando pesa-
damente los pies, la caja que un poco al tuntún habías solici-
tado y en la que echabas el anzuelo a ver qué pescabas, con la
urgencia de que a las dos menos cuarto ya te estaban diciendo
vuelva usted mañana. En más de una ocasión me sentí obligado,
para no perder la tarde, a llevarme, metidas entre el jersey y la
camisa, actas de las casas de pueblo que a la mañana siguiente
eran repuestas religiosamente en el lugar en que la pesca había
resultado fructífera sin que nadie hubiera echado en falta su muy
temporal ausencia.
Esas experiencias, y las de otros archivos en los que sólo a
duras penas lograbas que pusieran a tu disposición los docu-
mentos que te interesaban o que facilitaran su reproducción,
alimentaban el coraje y la decisión de seguir adelante. Había mu-
cho que ver y no pocos obstáculos que superar: el de la biblio-
tecaria que se negaba a permitir la fotocopia de las estadísticas
de la matrícula industrial de Madrid con el argumento de que
tanta fotocopia estaba matando la investigación; el del director
general de Registros y del Notariado que te enviaba el recado de
que en el archivo bajo sus órdenes no había ningún expediente
de Azaña y luego publicaba un libro con los papeles que había
colocado a buen recaudo en su despacho; el del Ministerio de
Asuntos Exteriores, donde sólo podías ver tres expedientes en
cada sesión de trabajo, y cruzabas los dedos para que al menos
en uno de ellos hubiera algo que te interesara; o el de la bibliote-
ca del Ministerio de Trabajo donde te decían que tal o cual libro
se lo había llevado don Fulano de Tal y no lo había devuelto ni
se esperaba que algún día lo devolviera. En fin, para qué seguir.
Son experiencias formativas del carácter, al modo de una educa-
ción sentimental, en nuestro trato con archivos y bibliotecas.
Con lo que íbamos apañando pudimos —lo digo también
en plural porque fue una experiencia colectiva— atender una
demanda de publicaciones y el interés de un público siempre
creciente desde los primeros compases de la Transición. Lo he
escrito en varias ocasiones pero no me duelen prendas al insis-
tir en lo mismo, dado que también insisten los que afirman, de
50 Santos Juliá

oídas más que de sabidas, lo contrario: aquél no fue un tiem-


po de bibliotecas o archivos cerrados a cal y canto —aunque
algunos, especialmente del Movimiento, se quemaron para
siempre 7 y otros, como los de la Guardia Civil o las audiencias
territoriales militares, resultaban inaccesibles— ni de silencio
o amnesia sobre nuestro más inmediato pasado; aquél fue un
tiempo de historia y de memoria, que actuaban en un sentido y
en una dirección que ya había estado presente en los múltiples
contactos de la oposición contra la dictadura y los disidentes de
la dictadura: desde Prieto y Gil Robles hasta Carrillo y Suárez,
pasando por Dionisio Ridruejo y Enrique Tierno o por Ruiz-Gi-
ménez y Simón Sánchez Montero, gentes que venían del régimen
y gentes que venían de la oposición se encontraron, hablaron,
escribieron y pactaron, bajo el impulso de unas memorias, de
las que han quedado múltiples huellas en sus discursos y en los
papeles firmados. Fueron memorias, o evocaciones del pasado,
que movían a los actores políticos hacia la búsqueda de pactos
y que explican en buena medida el hecho de que el proceso
constituyente que discurría bajo nuestra mirada partiera, como
ha destacado Francisco Rubio Llorente, de una «idea pactista» 8,
una idea que venía trabajando a los sectores más politizados
de la sociedad española desde mediados de los años cincuenta,
como mostraba lo que José María de la Peña, joven socialista en
la guerra y director del Archivo General de Indias de Sevilla,
se preguntaba, un día de enero de 1961, ante un muy atento
Gabriel Jackson: «si Italia pudo conseguir la democracia par-
lamentaria, y que los partidos demócrata-cristianos y socialistas
compartieran el poder, ¿por qué no podemos hacer nosotros lo
mismo algún día en España» 9. Podíamos hacerlo, sin duda; el

7
Salvador SÁNCHEZ TERÁN, siguiendo «órdenes estrictas del ministerio», pro-
cedió a destruir los archivos de la Jefatura Provincial del Movimiento de Barcelona,
con las «miles y miles de fichas de personas, en las que constaba su historial político
y filiación». Su argumento es revelador: «Aquellos archivos olían a un pasado re-
moto»: De Franco a la Generalitat, Barcelona, Planeta, 1988, p. 261.
8
Francisco RUBIO LLORENTE, Diccionario del sistema político español, Madrid,
Akal, 1984, p. 120.
9
JACKSON, Memoria, op. cit., p. 173.
Entre historiadores públicos 51

problema era que nos decidiéramos a hacerlo, y a este respecto,


poco podíamos aprender de nuestra muy asendereada historia
constitucional, marcada por aquel continuo tejer y destejer de
Constituciones que lamentaba don Juan Valera y que más que de
pacto eran de parte, sin excluir la última de nuestras Constitu-
ciones, la de la República española, elaborada a la medida de la
coalición republicano-socialista que la había traído y que había
conseguido una aplastante mayoría —cercana al 90 por 100 de
los escaños— en las elecciones a Cortes Constituyentes de junio
de 1931. Era menester mirar afuera, como por lo demás fue
costumbre de la generación de los hijos de la guerra, al constitu-
cionalismo europeo de posguerra, de donde vino a los ponentes
de la Comisión Constitucional algo más que la inspiración para
culminar en breve plazo el proyecto de Constitución 10.
En ese sentido, se podría decir también que, metidos ya en
los tiempos de transición, la reacción crítica ante los relatos
recibidos, procedentes tanto de vencedores, como de vencidos,
evocada por Jorge Semprún en la autobiografía de su heteróni-
mo Federico Sánchez, nos hizo sentir la «misma necesidad de
historizar los problemas de la guerra civil», lo cual no significó
«encerrarlos a doble llave en las mazmorras del pasado, sino ela-
borarlos críticamente». La memoria del pasado que finalmente
pudo abrirse paso en aquellos años actuó en amplios sectores
de la sociedad como una llamada a la «reflexión colectiva y al
debate abierto sobre nuestra guerra civil, para averiguar cómo
se produjo e impedir que, en el futuro, las mismas o parecidas
causas pongan en obra aquellas sangrientas formas», como
escribía al comenzar el año 1977 el editorialista de El País 11.
Cuando se afirmaba que era preciso recuperar la memoria lo que

10
Para «La recepción del constitucionalismo italiano en la Constitución
española de 1978», Miguel Ángel PRESNO LINERA y Roger CAMPIONE, «Parte intro-
ductoria», en Las sentencias básicas del Tribunal Constitucional italiano, Madrid,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2010, pp. 30-46.
11
Jorge SEMPRÚN, Autobiografía de Federico Sánchez, Barcelona, Planeta, 1977,
p. 103. Editorial «La memoria histórica», El País, 7 de enero de 1977. Una carta
de Manuel Andújar publicada el día siguiente consideraba este editorial «no sólo
correcto y constructivo, sino que debe incitar, a todos, a cumplida meditación».
52 Santos Juliá

se quería decir era que había que tener en cuenta todo el pasado
y así pactar el futuro. Las memorias incitaban, pues, no sólo a
la amnistía, sino a la historia, al conocimiento y la reflexión, al
debate abierto sobre todo el pasado, con la expresa finalidad de
que aquello que había ocurrido, y que debía ser conocido en su
totalidad, no podía ocurrir de nuevo: tal fue la relación entre
historia y memoria predominante en los diversos sectores de
oposición a la Dictadura, desde demócrata-cristianos a comunis-
tas, que habían mantenido frecuentes contactos y habían firmado
numerosos papeles en las dos décadas anteriores.
Más que de una memoria habría que hablar de rememo-
raciones si por tal se entiende la comprensión del pasado
estrechamente vinculada al presente, que va unida a una di-
mensión práctica en un proceso cognitivo en el que se adquiere
un conocimiento del que antes no se disponía 12. Algunos han
atribuido esa disposición de espíritu, que incitó a la búsqueda
de acuerdo en los frágiles medios de la oposición a la Dicta-
dura, al miedo obsesivo o a la aversión al riesgo, pero miedo
o aversión al riesgo habría sido no pactar el futuro, como fue
el caso durante el semestre presidido por Carlos Arias, con su
gobierno en pleno, comenzando por Manuel Fraga, temeroso
de las repercusiones que pudiera tener entre los mandos milita-
res la incorporación al proceso político abierto desde la muerte
de Franco de todas las fuerzas de la oposición hasta entonces
ilegales y clandestinas, comunistas incluidas; o sea, miedo o
aversión al riesgo de hacer legal lo que existía de hecho. Pero
luego, con la transición en marcha a partir del nombramiento
de Adolfo Suárez como presidente del gobierno y el inmediato
Decreto-Ley de Amnistía, de 30 de julio de 1976, que devolvía
a la oposición, antes de ser legal, el espacio para actuar a cara
descubierta, la «idea pactista», que ya venía muy trabajada y
rodada desde mediados de los años cincuenta, sólo logró abrir-
se paso porque ni el miedo ni la aversión al riesgo, ni el silencio

12
Son palabras de Daniel BAUER, «Rememoración y verdad en la narración
historiográfica», en Manuel CRUZ y Daniel BAUER, La comprensión del pasado, Bar-
celona, Herder, 2005, p. 19.
Entre historiadores públicos 53

ni el olvido, determinaron las conductas de los responsables


políticos ni de quienes salieron a la calle en manifestaciones
por la libertad y por la amnistía, en ocasiones al precio de su
propia vida.
En resumen, aquellos años fueron tiempos en que reme-
moración e historia confluyeron en la empresa de comprender
el pasado de guerra civil y dictadura, conociéndolo, con la di-
mensión práctica de abrir vías al futuro. Los testimonios de esta
estrecha relación entre historia y memoria son innumerables
pero bastará para esta ocasión recordar el texto que Manuel
Tuñón de Lara envió a la presentación en enero de 1978, recién
aprobada la Ley de Amnistía y en marcha ya el debate constitu-
yente, de los fascículos «Historia del franquismo» que Daniel
Sueiro y Bernardo Díaz Nosty, con ilustraciones de El Cubri,
prepararon para la editorial Sedmay. Estos fascículos, escribía
Tuñón, «relatan hechos y actos que hoy ya forman parte de la
historia, que hay que considerar, como tal, historia. ¿Quiere
decirse que al integrarse en la historia esos hechos tengan que
ser olvidados? Nada más contradictorio con la misma definición
de historia como memoria colectiva de los pueblos. Esos he-
chos y actos tienen que ser olvidados como condicionantes del
presente y futuro, como factores políticos. Hay que asimilarlos
y explicarlos como historia». Tuñón de Lara, como años antes
Tierno Galván o como los autores de la resolución aprobada
por el Partido Comunista en 1956, identificaba historia con
clausura del pasado en sus efectos políticos, sin borrarlo de la
memoria ni ocultarlo al conocimiento; todo lo contrario, his-
toria era conocer y recordar, asimilar y explicar. Obras como
ésta, seguía diciendo su escrito, «llamadas a alcanzar una vasta
difusión popular, son imprescindibles y urgentes», y al pre-
guntarse por qué lo eran, daba la respuesta que para muchos
de nosotros valía como un axioma: «Porque durante casi 40
años se impuso el silencio por el terror a los más, mientras que
los menos dispusieron de todos los medios de comunicación y
persuasión y manipularon a su antojo las conciencias». Sueiro
y Díaz Nosty, terminaba el texto de Tuñón, «levantan acta fiel
de aquella “Victoria” que sólo era para unos, mientras que para
otros eran lágrimas y sangre. Y esa “Victoria” no era sino la de
54 Santos Juliá

una minoría que iba a medrar y prosperar sobre los cadáveres


de cientos de miles de españoles» 13.
Un similar punto de vista expresaba, entre cientos que
se podrían aducir, el historiador sevillano Juan Ortiz Villalta
cuando escribía en 1981: «La consolidación del sistema demo-
crático pasa por la recuperación de nuestra auténtica memoria
histórica. Que no es la interpretación del pasado elaborada
por unos cuantos para imponérsela a todos los demás, sino
la que entre todos hemos de construir por medio del recuer-
do desapasionado, del estudio científico y del debate puro y
libre» 14. Recuerdos, estudios, debates que tenían una amplísima
acogida en un público no diré cada vez más numeroso, porque
lo fue desde el principio hasta hoy mismo: quizá nunca antes
ninguna generación de historiadores llegó tanto al público, en
conferencias o en la prensa, como en las dos décadas finales
del siglo. Hubo, por supuesto, gente a la que molestaba que
la sociedad española, como escribía otro editorial de El País,
prestara tanta atención «a su inmediato pasado, a los tiempos
de la guerra y la República, objeto de una constante labor de
difusión, reexamen y testimonio en múltiples actos, publicacio-
nes, libros, revistas, tareas académicas, reportajes periodísticos y
televisivos que no buscan otro fin que el conocer mejor nuestra
historia reciente, manipulada hasta el ridículo por el régimen
anterior» 15. Pero ese malestar no tuvo ningún efecto sobre el
interés por la historia reciente, y su difusión, en toda clase de
encuentros y por toda clase de medios.
Abril de 1981, por ejemplo, pocas semanas después del gol-
pe de los generales Milans del Bosch y Armada y del teniente
coronel Tejero. El Colegio Universitario de Tarragona patrocina
un coloquio internacional sobre la Segunda República españo-
la, como tantos otros que se celebrarán ese mismo año. Llegué

13
«Presentación de los fascículos Historia del franquismo, por Sueiro y Díaz
Nosty», El País, 27 de enero de 1978.
14
El País, 14 de mayo de 1982.
15
«El rescate de la historia», El País, 4 de febrero de 1984, editorial publica-
do a propósito de la recuperación de los papeles de Manuel Azaña en la Escuela
Superior de Policía.
Entre historiadores públicos 55

—escribe Edward Malefakis— esperando encontrar la reducida


asistencia académica habitual: unos cuantos profesores, otros
cuantos estudiantes y un puñado de personas mayores. Sin
embargo, la asistencia a la sesión inaugural ascendió a varios
centenares, que se mantuvieron durante los cuatro días que duró
el coloquio. «¿Por qué tanto interés en sucesos que ocurrieron
hace medio siglo?», se preguntaba Malefakis al afirmar que «el
torrente de literatura sobre la República de los años previos a
1936 [...] había comenzado a correr mucho antes de abril y se-
guirá corriendo hasta bastante después». Y es la misma pregunta
que, pasados otros diez años, se planteará un historiador británi-
co, Paul Preston, a propósito ahora de la guerra civil: «¿Por qué
sigue siendo la guerra civil un tópico que motiva grandes ventas
de libros y llena a tope salas de conferencias?». Sentir que las
salas de conferencias, en Salamanca o en Pamplona, en Valencia
o en Sevilla, se llenaban a tope fue una experiencia habitual en
las decenas de congresos, ciclos, coloquios sobre la Repúbli-
ca, la Guerra Civil y el Franquismo organizados por Ateneos,
Universidades, ayuntamientos y emergentes instituciones de las
Comunidades Autónomas, en la década de 1980, en cursos de
verano o con ocasión de los más diversos aniversarios, en los que
Preston era asiduo participante. Su respuesta en 1990, cuando
aún no era costumbre hablar de pacto de silencio, es, por tanto,
la de un buen conocedor del ambiente que se respiraba durante
aquellos años: «El interés por la guerra civil no ha disminuido:
es vívidamente recordada por los que participaron en ella y se
estudia con gran dedicación por los jóvenes en España y en otras
partes». Los orígenes de la guerra civil, el decurso de la guerra
civil, las consecuencias de la guerra civil eran, añadía Preston,
los tres temas fundamentales de la historiografía española 16.

16
Edward MALEFAKIS, «Peculiaridad de la República española», Revista
de Occidente, 7-8, Extraordinario I, noviembre de 1981, pp. 17-18, observa con
razón que lo ocurrido en Tarragona en abril de 1981 se repitió ese año en muchas
ciudades españolas. De Paul PRESTON, «Venganza y reconciliación: la guerra civil
española y la memoria histórica», en Birute CIPLIJAUSKAITÉ y Christopher MAURER
(eds.), La voluntad de humanismo. Homenaje a Juan Marichal, Barcelona, Anthro-
pos, 1990, pp. 75 y 71.
56 Santos Juliá

Los testimonios de Malefakis y de Preston son ahora mis re-


cuerdos desde que participé con un artículo en el libro publicado
en homenaje a Manuel Azaña en 1980, cuarenta años después
de su muerte en Montauban, y en su presentación en el salón de
actos del mismo Ateneo del que Azaña había sido secretario y
presidente. Luego vinieron los cincuentenarios de la República,
de Octubre del 34, del Frente Popular, del comienzo de la gue-
rra civil, del fin de la guerra civil, por no mencionar los ciclos
de conferencias o los congresos organizados en homenaje a tal
o cual político o escritor, o aquel, muy sonado, que se celebró
en 1987 en Valencia, en el cincuentenario del II Congreso de
Intelectuales y Artistas en Defensa de la Cultura. Todo eso ha
dejado rastros, no sólo en revistas académicas, aunque también,
sino en exposiciones sobre la guerra civil con «desbordante
afluencia de visitantes» como la abierta en el Palacio de Cristal
del Retiro madrileño en noviembre de 1980; en la versión teatral
de La velada en Benicarló, realizada por José Luis Gómez y José
Antonio Gabriel y Galán, o en las series de fascículos colecciona-
bles de revistas y diarios, como la dirigida por el mismo Edward
Malefakis para El País en 1986. Cincuentenario de la guerra, ése
fue también el año de producción y primeras emisiones de un
documental de treinta episodios de cincuenta y cinco minutos
de duración por la primera cadena de TVE, en hora de máxima
audiencia, calificado como «el mejor que nunca se ha hecho en
este medio» o como «importantísimo documento de especial re-
levancia y que puede calificarse sin falsa presunción como de lo
mejor que ha emitido TVE sobre la contienda, incluidas diversas
series y programas realizados por cadenas de televisión extran-
jeras», por Ángel Viñas y Alberto Reig, dos investigadores de la
guerra y de la dictadura bien conocidos, que formaban parte del
comité de asesores de aquella serie junto a Josep Benet, Antonio
M. Calero, Gabriel Cardona, Alfons Cucó, José Manuel Cuenca,
Fernando Fernández Bastarreche, Fernando García de Cortázar,
Gregori Mir y Manuel Tuñón de Lara 17.

17
Exposición y La velada, en «Aquella guerra», El País, 9 de noviembre de
1980; serie de TVE, Alberto REIG TAPIA, «El recuerdo y el olvido. Los lugares de
Entre historiadores públicos 57

El sentimiento y la evidencia de que estábamos abriendo ca-


minos al conocimiento de un pasado hasta entonces maltratado o
marginado de los manuales de historia, añadidos a la convicción,
que nos entraba por los ojos, de que aquello interesaba a mucha
gente, sirvió de acicate para multiplicar encuentros de historia-
dores en los que se debatían las distintas interpretaciones de
nuestro reciente pasado en su proceso de elaboración, no sólo en
España. Por fin, historiadores españoles de contemporánea, o más
precisamente, de la República, la Guerra y la Dictadura, partici-
paban regularmente en reuniones internacionales: recuerdo bien
la sorpresa, teñida de cierto aire de condescendencia, de nuestros
colegas franceses o británicos cuando nos daban la bienvenida
por vez primera a encuentros sobre Frente Popular o guerra civil,
ámbitos de investigación excluidos hasta bien poco antes de los
departamentos de historia contemporánea de las universidades
españolas. Los coloquios animados por el infatigable Manuel Tu-
ñón de Lara, clausurados en Pau, continuaron en Segovia y luego
en Cuenca durante toda la década: la edición de la serie de colo-
quios publicada por Siglo XXI, al cuidado de José Luis García
Delgado, tan infatigable como Tuñón en la organización de estos
encuentros, ha quedado como un magnífico testimonio de parte
de la historia que se escribía en la España de los años ochenta.
Por lo que a mí respecta, además, de participar en estos y
otros coloquios, coordiné, a partir de 1985 y por encargo de
Fernando Claudín —a quien ahora volvía a encontrar como
presidente de la Fundación Pablo Iglesias—, tres seminarios
que constituyen en conjunto el primer intento de elaborar, por
historiadores especializados en distintas épocas y procedentes de
diversas generaciones y de plurales enfoques teóricos o metodo-
lógicos, una historia del socialismo español desde la fundación
del PSOE hasta el fin de la dictadura franquista, con una parada
especial en la guerra civil. He vuelto a leer mis introducciones

memoria del franquismo», en Arcángel BEDMAR (coord.), Memoria y olvido sobre


la guerra civil y la represión franquista, Lucena, Delegación de publicaciones del
Ayuntamiento de Lucena, 2003, pp. 98-99, y Ángel VIÑAS, «Prólogo», La soledad
de la República, Barcelona, Crítica, p. IX.
58 Santos Juliá

a los tres volúmenes que componen la colección de ponencias


y me llama la atención lo escrito al final del que reúne las co-
rrespondientes al seminario dedicado al socialismo en la guerra
civil con las de un congreso convocado por la Fundación en
1986 bajo el título «Reflexiones sobre la guerra civil». Mostraba
yo entonces mi sorpresa por el hecho de que los debates his-
toriográficos, muy vivos, y con la participación de un público
joven, no hubieran suscitado «una verdadera y pública discusión
política. Al cabo —terminaba diciendo— la guerra fue también
una lucha por el poder, un hecho político, y discutir política-
mente de ella será la mejor manera de que quede definitivamente
asentada en esa serena forma de presencia del pasado que es el
recuerdo». Vista desde la distancia, esa observación reflejaba
una característica de la época: si es cierto que la guerra estaba
muy presente en seminarios, ciclos de conferencias abiertas a
muy variados públicos, congresos, cursos en universidades de
verano, publicaciones académicas y de divulgación histórica,
también lo es que estaba ausente del debate político, si por tal se
entiende el debate entre partidos, en el Congreso, en los mítines
de propaganda, en las campañas electorales 18.
No creo que esta ausencia de la guerra y de la dictadura del
debate político y parlamentario se deba a una recomendación
que el presidente del gobierno, Felipe González, recibiera del
teniente general Gutiérrez Mellado en el sentido de «esperar a
que la gente de [su] generación haya muerto para abrir un de-
bate sobre lo que supuso la guerra civil y sus consecuencias» 19:

18
Los volúmenes, coordinados por mí, llevaron por título: El socialismo en
España. Desde la fundación del PSOE hasta 1975, Socialismo y Guerra civil y El
socialismo en las nacionalidades y regiones, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 1986, 1987
y 1989. A esta serie pertenece también mi edición, estudio preliminar (con el título
«Socialismo y revolución en el pensamiento y la acción política de Francisco Largo
Caballero») y notas a Francisco LARGO CABALLERO, Escritos de la República, Madrid,
Ed. Pablo Iglesias, 1985, LXVI + 307 pp. El seminario de historia continuó dos
años más, dedicados a la Europa del siglo XX, que coordiné al alimón con Mercedes
Cabrera y Pablo Martín Aceña y que dieron lugar a sendos volúmenes: Europa en
crisis (1919-1939) y Europa (1945-1985), Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 1991 y 1992.
19
Felipe GONZÁLEZ y Juan Luis CEBRIÁN, El futuro no es lo que era, Madrid,
Aguilar, 2001, pp. 34-36.
Entre historiadores públicos 59

no es posible que una política sostenida sin cambio apreciable


durante los trece años de gobiernos socialistas se explique por
una simple conversación, aunque los interlocutores ocuparan
posiciones de la envergadura de los dos mentados. Mi opinión,
también desde la distancia, es que a la clase política de la de-
recha, excluida de los principales centros de poder político y
sumida en el marasmo, no le interesaba evocar la guerra ni la
dictadura si quería aparecer como alternativa creíble de gobier-
no; y que la izquierda, es decir, el PSOE —ya que el PCE, por
motivos que le eran propios, pero que algo tenían que ver con el
inminente colapso del comunismo, había entrado en una crisis
profunda de la que no volvería a levantar cabeza—, no lo ne-
cesitaba para mantener la abrumadora hegemonía, conquistada
en las elecciones legislativas de 1982, confirmada y ampliada
en las municipales y autonómicas de 1983. Por vez primera en
su ya centenaria historia disponían los socialistas del poder y
de la autoridad necesarias para enfrentar el futuro: salir de la
crisis, acabar con ETA, entrar en Europa, construir un Estado,
poner en marcha las nuevas instituciones autonómicas. El pasa-
do, como capital político para el presente, que es lo único que
interesaba entonces y que interesa ahora a los políticos profe-
sionales cuando hablan de él, quedaba difuminado en aquella
evocación naif de un Pablo Iglesias en marco de flores y arco
iris y en figura de paternal jubilado, símbolo de los cien años de
honestidad que se presentaban, en la publicidad de las primeras
convocatorias electorales, como principal activo del PSOE, o
varios años después, en la declaración institucional con motivo
del cincuentenario de la guerra civil, que tanto escandaliza hoy,
pero que fue recibida en su momento como una confirmación
de lo que mucha gente daba por descontado, que la guerra era
historia. En el clima moral y político reinante, con todas las
energías proyectadas hacia el futuro, la experiencia republicana
de los socialistas, con su división de facciones, la guerra, con sus
escisiones y pérdida de terreno ante un pujante PC, y la dictadu-
ra, con las rupturas del exilio y la misma refundación del PSOE
a partir de una decadencia que a punto estuvo de extinguirlo en
el interior, parecían a la gran mayoría de dirigentes socialistas
haber pasado, como la misma guerra, a la historia: del pasado se
60 Santos Juliá

encargaban los historiadores, no los políticos, ocupados como


estaban en Ministerios, consejerías de Comunidades Autónomas
y concejalías y alcaldías de Ayuntamientos: ése era, hasta donde
yo puedo recordar, el clima de la época, cuando iban mediados
los años ochenta.
En estos y otros muchos encuentros, coloquios, congresos y
cursos que no es del caso enumerar, nuestra primera experiencia
como sujetos que habíamos recibido los relatos de cruzada, se-
guida después de la experiencia, para muchos dolorosa porque
arrastró incomprensiones y disgustos familiares, de su recusación
y de la búsqueda de nuevos anclajes al margen de las herencias
recibidas, sumadas ambas, la recepción y la recusación, a la
experiencia política de la transición como «ruptura pactada»,
nos situó en condiciones de debatir como historiadores nuevas
interpretaciones de nuestro pasado de República, Guerra y
Dictadura atendiendo a la complejidad de elementos en juego
y sin ocultar nada que pudiera ser investigado y documentado.
La biografía de cada cual y, más aún, su opción ideológica y
política no desempeñaron un papel determinante sobre la mi-
rada que proyectábamos hacia el pasado: mostrar la deslealtad
de la CEDA a la Constitución republicana no implicaba tratar
con benevolencia las insurrecciones sindicalistas o la revolución
socialista contra la misma República: ambas denotaban una con-
cepción instrumental de la democracia, válida en la medida en
que servía como estación de tránsito hacia conquistas superiores.
De la misma manera, condenar la rebelión militar contra la Re-
pública y los asesinatos y ejecuciones cometidos por los rebeldes
no implicaba pasar por alto las carencias, divisiones y crímenes
cometidos por los defensores de la República.
Esta actitud permitió, por una parte, ser crítico del campo al
que cada cual se sentía más cercano y, por otra, abrir un terreno
en el que fue posible el encuentro y el diálogo entre historiado-
res procedentes de distintos horizontes ideológicos, encuentros
y coloquios de los que estaban ausentes, o eran voces marginales,
los publicistas de la derecha irredenta, desconcertados y lite-
ralmente desnortados. No es que se buscara un imposible —y
por lo demás no deseable— consenso sobre el pasado; sino que
las diferencias se expresaban y debatían libremente. Más aún,
Entre historiadores públicos 61

se buscaba ese debate, como prueban los programas de cursos,


seminarios o congresos que se prodigaron desde principios de
la década de 1980. De ahí que se extendiera una diversidad que
no bloqueaba la comunicación en torno a cuestiones como los
orígenes de la guerra, su inevitabilidad, su definición como lucha
de clases, como guerra de religión, como revolución y contrarre-
volución, de nacionalismos enfrentados, guerra entre fascismo y
democracia o comunismo, su alcance internacional. Con tantos
campos abiertos al debate, era inevitable, y resultó fecunda, la
pluralidad de visiones. De esta índole fue, o al menos así hoy me
lo parece, la relación entre historia y memoria en aquella década
de desbroce de caminos hacia el pasado.
Y, como indiqué antes, aparte de establecer las bases para
un desarrollo sin precedente de la historia contemporánea de
España y de lo que entonces se llamaba sus pueblos, los años
ochenta, en fuerte contraste con lo ocurrido durante la transi-
ción, trajeron tras el triunfo electoral socialista un largo período
de estabilidad gubernativa, esmaltado por una serie de logros
entre los que ocuparon lugares fundamentales la salida de la
profunda crisis económica que durante una década había des-
truido dos millones de puestos de trabajo y elevado la inflación
a magnitudes de dos dígitos, y la incorporación plena de España
a la Comunidad Europea. Una sensación de que finalmente lo
habíamos logrado por nuestro propio esfuerzo, salvando obs-
táculos y sin que nadie nos regalara nada, recorrió la sociedad
española y posibilitó proyectar hacia el pasado la mirada de
quien tras haberlo intentado en varias ocasiones, y fracasado en
sucesivos empeños, finalmente lo ha conseguido.
¿Conseguido, qué? Pues ser como los europeos o, más
precisamente, ser reconocidos como europeos. Eso era lo que
queríamos cuando comenzamos a llegar a la razón política, lo
que se había afincado con nuestras primeras salidas a Francia,
Inglaterra, Alemania, Italia o Estados Unidos, y ésa fue la meta
que guiaba la toma de decisiones políticas en la transición: rea-
lizar en España algo similar a lo que había ocurrido en Europa
tras la derrota de los fascismos: un acuerdo político entre la
democracia cristiana y los partidos socialistas y comunistas para
iniciar procesos constituyentes que dotaran a sus respectivos
62 Santos Juliá

Estados de unas Constituciones sobre las que pudiera edificarse


un Estado social y democrático de Derecho. Lo original aquí
fue que, ante el barullo de personalidades y grupúsculos en que
se movían los demócrata-cristianos de pedigrí, el lugar de la
democracia cristiana lo ocupó un avispado y audaz político del
Movimiento 20, uno de esos héroes de la retirada de los que ha
pronunciado el elogio Hans Magnus Enzensberger, que había
durado muy poco en el poder, empujado precisamente por los
demócrata-cristianos que pretendían ocupar todo el terreno, lo
que en definitiva dejó a la derecha huérfana de liderazgo, con-
denada a una larga travesía por el desierto.
De pronto, mucho antes de lo que nadie hubiera podido
imaginar en 1975, la transición a la democracia era también el
pasado, era historia, aunque no fuéramos quienes nos dedicá-
bamos a la historia los primeros en percibirlo ni en investigarlo.
Las primeras interpretaciones de lo ocurrido no sólo en la Re-
pública, la Guerra o la Dictadura, sino en la misma Transición,
comenzaron a prodigarse dentro de un modelo de comprensión
en el que pesaba de modo similar la sociología y la ciencia polí-
tica o, si se quiere decir de otro modo, los factores estructurales
y las estrategias de los actores políticos. Fueron, en efecto,
sociólogos los que habían llamado la atención y analizado des-
de los últimos años de la Dictadura los cambios estructurales
experimentados por la economía y la sociedad en el sentido de
la modernización: los magníficos informes FOESSA de 1970 y
1975 habían sido piezas fundamentales para extender esa visión
de la sociedad española —sometida a un rápido proceso de emi-
gración, industrialización, urbanización, elevación general del
nivel educativo, secularización, expansión de una clase obrera de
cuello azul y de una clase media profesional— que había servido
de base al proceso de transición a la democracia al posibilitar
la aparición de una nueva cultura política en la clase obrera y

20
El propósito de Adolfo Suárez —como dijo a Santiago CARRILLO, Memorias,
Barcelona, Planeta, 1993, p. 632, el empresario Pere Duran Farell en otoño de
1976— consiste en crear en España un partido que desempeñe el papel desempe-
ñado por la democracia cristiana en Italia.
Entre historiadores públicos 63

en las clases medias profesionales: aquellos «nuevos españoles»


a los que se refería Luis González Seara en la presentación del
informe de 1975 21. Y fueron politólogos los que insistieron en
la comprensión del mismo proceso como resultado de tomas de
decisión dirigidas a buscar una salida a la Dictadura por medio
de una transacción entre fuerzas políticas procedentes del régi-
men y de la oposición: los estudios pioneros de Juan Linz, con
su identificación del régimen —el régimen de los años sesen-
ta— como autoritario y su pregunta de 1966: «¿que pasaría si
los españoles votaran como los italianos?», iniciaron uno de los
debates más fecundos sobre la naturaleza del franquismo y las
posibles vías españolas a la democracia 22. Teniendo en cuenta
estructuras y decisiones, condiciones y actores, lo que había
ocurrido en el segundo lustro de los años setenta fue definido
como una transición por transacción, que podía explicarse por
«presiones desde abajo» y «acuerdos por arriba» 23, precedida
de una profunda transformación de la sociedad que había dado
origen a un sistema político en vías de consolidación, evitando
los obstáculos surgidos en el camino y desmintiendo los augurios
o predicciones de caos y vuelta a un régimen autoritario, que
tan frecuentes habían sido en los años anteriores a la muerte del
dictador entre observadores extranjeros, fascinados siempre por
la excepcionalidad española y convencidos de que aquí volvería-
mos a enzarzarnos en una espiral de violencia.

21
Luis GONZÁLEZ SEARA, «Los nuevos españoles. Introducción a un informe»,
Estudios sociológicos sobre la situación social de España. 1975, Madrid, Fundación
FOESSA-Euramérica, 1976, pp. XIX-XXXII.
22
«If Spaniards were to vote like Italians», en Juan LINZ, «The Party system
of Spain: past and future», en Seymour M. LIPSET y Stein ROKKAN (eds.), Party sys-
tems and voter alignments: cross-national perspectives, Nueva York, The Free Press,
1976, pp. 268-271. Del caso italiano como modelo en que se inspiraron los políticos
españoles, trato en «España, siglo XX, ¿fin de la excepción?», en José Luis MALO
DE MOLINA y Pablo MARTÍN-ACEÑA (eds.), Un siglo de historia del sistema financiero
español, Madrid, Alianza Editorial, 2011, pp. 35-60.
23
José María MARAVALL, La política de la transición, Madrid, Taurus, 1982,
y Richard GUNTHER, «Spain: the very model of the modern elite settlement», en
John HIGLEY y Richard GUNTHER (eds.), Elites and democratic consolidation in Latin
American and southern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1992.
4
EL MEJOR MOMENTO
DE LA HISTORIA SOCIAL

En aquellos años, la historia social, la que se preguntaba por


estructuras y procesos sociales y a la que, como había escrito en
1959 Jaume Vicens Vives, nada era ajeno: modas y gustos, cere-
monias y diversiones, actitudes culturales y artísticas, estructuras
económicas y sociales, presión demográfica, una historia total,
con nuevos horizontes para todos, pasaba en el ámbito interna-
cional por su mejor momento, aunque en España fuera todavía
«un campo de investigación relativamente nuevo», según comen-
taba José María Jover, y hasta no faltaba alguna voz que juzgaba
a los historiadores sociales como una secta formada por una
gente que no era «ni siquiera medianamente seria», inspirada
como estaba «por una voluntad de servicio al orden establecido,
el que concede cargos y discierne recompensas» 1. En el Reino
Unido, sin embargo, fue entonces cuando Eric Hobsbawm, re-
ticente ante el primer uso del concepto de historia social como
historia con la política fuera, escribió que «aquellos de nosotros
que nunca se propusieron llamarse a sí mismos con ese nombre
[historiador social], hoy no desearían rechazarlo» 2; cuando en

1
Jaime VICENS VIVES, «La historia cambia de signo», Destino, 18 de abril de
1959, y José María JOVER, El siglo XIX en España: doce estudios, Barcelona, Planeta,
1974, p. 59. La voz que faltaba es la de Josep FONTANA, Historia. Análisis del pasado
y proyecto social, Barcelona, Crítica, 1982, p. 171.
2
Eric HOBSBAWM, «From social history to the history of society», en F. GILBERT
66 Santos Juliá

Francia los annalistes no rehusaron ser llamados historiadores


de la sociedad, y en Alemania se dio por establecida una nue-
va ciencia histórica, social y económica, y cuando en Estados
Unidos la rúbrica Social History dio nombre a nuevas revistas y
nuevas cátedras.
Esta omnipresente historia social había surgido como una
alternativa al modelo de historia política de los Estados, que
relegaba a un segundo plano o no atendía los aspectos sociales,
económicos y culturales, y se fue afirmando en una larga batalla
que comenzó cuando los historiadores sociales reivindicaron un
ámbito propio de la realidad que quedaba fuera de las historias
generales, un campo específico, minoritario, marginado del
establishment académico: fue en sus orígenes la people’s history
en Gran Bretaña, la historia desde abajo; o bien, en Alemania,
la historia cultural en sentido amplio, como relación entre
instituciones y campos culturales singulares; o, en Francia, la
mirada promovida desde la revista Annales, con su interés por
el estudio de las sociedades como totalidades estructuradas y de
los procesos de larga duración. A medida que conquistaba nue-
vos territorios se volvió más analítica, buscando explicaciones
causales de fenómenos sociales, situando el centro de la expli-
cación no en el Estado sino en la sociedad; ponía el énfasis en
las estructuras y dedicaba especial atención a los procesos que
transformaron las sociedades feudales o de Antiguo Régimen en
sociedades capitalistas, como la industrialización, la formación
de las clases sociales, la urbanización, los movimientos demográ-
ficos, las luchas y los conflictos de clase, relegando a un segundo
plano los acontecimientos y los actores individuales; ampliaba
sus fuentes a todos los rastros del pasado, no se conformaba
con los literarios. Y, en las grandes escuelas consolidadas tras la
guerra, buscaba una explicación para el cambio de la sociedad
concebida como totalidad.
Esa búsqueda de la totalidad, y lo que Jaume Vicens había
definido como desplazamiento del centro de gravedad del suje-

y S. R. GRAUBAND (comps.), Historical studies today, Nueva York, W. W. Norton,


1972, p. 24.
El mejor momento de la historia social 67

to histórico, empujó a la historia a establecer amplios diálogos


con las ciencias sociales emergentes, interesadas también en
dar cuenta de las estructuras y los procesos de cambio social:
demografía, sociología, economía 3. Su objeto eran estructuras,
procesos o hechos sociales; su método no estaba guiado única-
mente por el interés en interpretar un proceso, en responder a la
pregunta cómo sucedió, sino en buscar una respuesta a por qué
sucedió así y no de otra forma; pretendían, por tanto, encontrar
explicaciones causales, no sólo interpretaciones. Era, por eso,
y como dirían los franceses, una historia problemática, que no
esperaba pasivamente al documento, sino que, a partir de un
problema activamente formulado por el investigador, salía a la
búsqueda de datos para resolverlo. Su retórica era analítica, no
narrativa: en el extremo, llegaba a abominar la narración, que,
como escribió Furet, sólo ofrecía una ilusión de explicación: post
hoc, ergo propter hoc. Las variables explicativas eran la economía
y la sociedad, y aunque es excesivo definirla como una historia
con la política fuera, al estilo de Trevelyan, es cierto que política
y Estado aparecían como fenómenos derivados, lo mismo que
la cultura. Entre las ciencias sociales, sus compañeras preferi-
das de viaje fueron la sociología, la geografía y la economía, no
la antropología ni la hermenéutica. Prefería investigar grupos
amplios, clases, estamentos, en los que el individuo y la acción
individual no contaban; su ámbito de estudio era la nación, el
Estado nacional o unidades territoriales superiores, un mar, por
ejemplo, casi nunca una localidad, mucho menos una empresa,
un barrio, aunque también se publicaron excelentes trabajos de
historia social referidos a una fábrica: no por casualidad Joan
Scott, autora de un estudio ejemplar sobre un oficio y su rápida
politización en una pequeña ciudad, los vidrieros de Carmaux,
se convirtió durante un tiempo en modelo de una historia social
de nuevo cuño, la que comenzaba a prestar atención a lo local, a
la cultura política y a la transformación de las condiciones de tra-

3
Jaume VICENS VIVES, «La nova història», Serra d’Or, II:1 (enero de 1960),
que añade a esa disciplina la problemática del poder y los hechos de la conciencia
religiosa.
68 Santos Juliá

bajo. Su tiempo era la larga duración, mientras más larga mejor:


había que dar cuenta de la sociedad feudal, del Mediterráneo;
espacio y tiempo se conjugaban en su aspiración final de explicar
la totalidad en cuanto realidad estructurada; qué explica, por
ejemplo, las transiciones del feudalismo al capitalismo.
Ésta fue la historia social que, como historia de la sociedad,
dominó en los años sesenta y llegó a su cima en los setenta.
Fue un triunfo relacionado con la hegemonía de las escuelas
estructuralistas y funcionalistas en sociología y con el amplio
consenso social y político creado en torno a las sociedades in-
dustriales, capitalistas y democráticas, después de la Segunda
Guerra Mundial. Ése fue también el tiempo en que la reflexión
sobre la democracia relacionaba su aparición y sus posibilidades
de consolidación con determinadas condiciones o requisitos
sociales afirmando la presencia de correlaciones cuantitativas
con objeto de establecer vínculos causales entre diversas varia-
bles. En un célebre artículo, publicado en 1959, Seymour M.
Lipset había argumentado que la riqueza, la industrialización, la
urbanización y la educación aparecían estrechamente interrela-
cionadas y asociadas a la presencia de una clase alta y baja más
moderada y a una más amplia clase media, que traían consigo el
correlato político de la democracia. Pero Barrington Moore, por
su parte, argumentaba que los orígenes sociales de la dictadura
y de la democracia había que buscarlos en el diferente resultado
de las luchas entre aristocracia terrateniente y campesinado,
con la burguesía como tercero en discordia: no burguesía, no
democracia, sentenció Moore 4. Era, en todo caso, el triunfo
de lo social como clave explicativa del proceso histórico en un
momento en el que el mundo occidental conocía una fortísima
expansión capitalista con el correlato de la consolidación de
Estados democráticos, reforzados por el nuevo pacto social
y político entre la socialdemocracia y la democracia cristiana

4
Seymour MARTIN LIPSET, «Some social requisites of democracy: economic
development and political legitimacy», American Political Science Review, 53 (1959),
pp. 81-114, y Barrington MOORE, Social origins of dictatorship and democracy. Lord
and peasant in the making of the modern world, Boston, Beacon Press, 1966.
El mejor momento de la historia social 69

o sus homólogos conservadores tras la crisis del período de


entreguerras.
Como resultado de estos procesos, mientras los historiado-
res se volvían más sociales o, más exactamente, a medida que la
historia se convertía, como no dejó de advertir José María Jover,
en una ciencia social, una generación de sociólogos de primera
fila interesados por la historia se aplicaba al análisis de grandes
estructuras, amplios procesos y enormes comparaciones, por de-
cirlo a la manera de Charles Tilly. Cultivaban lo que se conoció
como macrosociología, pero, según recordaba Theda Scokpol, a
diferencia de la generación anterior de científicos sociales, la de
la inmediata posguerra, en la que descolló la estatura de Talcott
Parsons, preocupada por los modelos sistémicos y por el orden
social, ellos se sentían «fascinados por el conflicto», por la pro-
testa y por las relaciones de clase e intentaban comprender las
fuentes de dominación de unas clases sobre otras: transiciones,
revoluciones, luchas de clases, huelgas, tales fueron los centros
de interés de la sociología histórica que comenzó a afirmarse en
los años sesenta y de la que resultó un impresionante conjunto
de estudios comparados 5. Por debajo, sosteniendo este poderoso
edificio, latía la convicción de que un conocimiento científico de
los procesos históricos era un instrumento útil para iluminar los
procesos de cambio de las sociedades actuales y contribuir así
a la transformación del mundo. No era difícil, pues, compartir
plenamente —como era mi caso— la consigna sobre el tráfico en
las dos direcciones que Edward H. Carr había enunciado hacía
unos años: «mientras más sociológica se haga la historia y más
histórica se vuelva la sociología, mejor para ambas» 6. Y mejor
para todos nosotros.
Y aunque las filosofías especulativas o conjeturales de la
historia, nacidas con la Ilustración francesa y escocesa en torno

5
Un retrato de esa generación, en Theda SKOCPOL, «An “uppity generation”
and the revitalization of macroscopic sociology. Reflections at mid-career by a
woman from the sixties», Theory and Society, 17 (1988), pp. 627-643. La misma
SKOCPOL coordinó el volumen Vision and method in historical sociology, Cambridge,
Ms., Cambridge University Press, 1984.
6
Edward H. CARR, What is history?, Harmondsworth, Penguin, 1975, p. 66.
70 Santos Juliá

a 1750 y florecientes en el siglo XIX, hacía décadas que habían


recibido, junto a su sucesora, la filosofía positivista, los letales
mazazos procedentes de horizontes tan diversos como la «new
history» y los «new historians», los Robinson, Turner y Bear, en
Estados Unidos; la teoría de la racionalización de Max Weber,
el único de los clásicos de la sociología «que rompió con las
premisas de la filosofía de la historia y con los supuestos funda-
mentales del evolucionismo», en Alemania 7; o la historia eco-
nómica y social de Annales, con Bloch y Febvre a la cabeza, en
Francia, todavía se mantenía una de sus últimas y más correosas
expectativas, bien que amenazando ruina: que el conocimiento
histórico era una herramienta para iluminar y hasta para pavi-
mentar los caminos del futuro. Dedicarse a una historia social
en diálogo con la sociología histórica, o viceversa, se considera-
ba una vía para desentrañar la mecánica de las transiciones de
una formación social a otra, de un modo de producción a otro:
de la antigüedad al feudalismo, del feudalismo al capitalismo
y, naturalmente, la que estaba por venir, la del capitalismo al
socialismo. Ni los intelectuales, en general, ni los historiadores
o los sociólogos, en particular, habían renunciado todavía a la
carga profética de su tarea, o a la ilusión de que comprender
el mundo era herramienta imprescindible para transformarlo
y a nadie extrañaba, aunque no todos lo compartieran, que un
historiador económico y social como Eric Hobsbawm pudiera
rematar en 1976 sus reflexiones sobre la transición del feudalis-
mo al capitalismo afirmando que «sólo la revolución soviética
de 1917 proporciona los medios y el modelo para un auténtico
crecimiento económico global a escala planetaria y para un de-
sarrollo equilibrado de todos los pueblos» 8.
De modo que historia social y sociología histórica en perma-
nente comunicación y diálogo: ése fue el marco de mi iniciación

7
Como ha escrito Jürgen HABERMAS, al confrontar a Weber y su teoría de la
racionalización con Condorcet y su Esquisse d’un tableau historique des progrès de
l’esprit humain, en Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1992, vol. 1,
cap. 2.
8
Eric HOBSBAWM, «Del feudalismo al capitalismo», en Rodney HILTON (ed.),
La transición del feudalismo al capitalismo, Barcelona, Crítica, 1977, p. 230.
El mejor momento de la historia social 71

en el mundo universitario, con una tesis sobre las huelgas en Ma-


drid durante la República, presentada en 1981 en la Facultad de
Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense,
bajo la dirección de Carlos Moya, y que luego, muy ampliada
en su documentación sobre el primer tercio del siglo, publiqué
como Madrid, 1931-1934: de la fiesta popular a la lucha de cla-
ses, de nuevo en Siglo XXI. Y si mis dos libros anteriores, de
historia política, sobre la izquierda del PSOE y la formación del
Frente Popular, me habían obligado a reflexionar sobre las divi-
siones, los conflictos y las carencias en el interior de las fuerzas
sindicales y políticas de la izquierda obrera y republicana como
factor de sus enfrentamientos y de su desorientación política en
la coyuntura de 1935 y 1936, esta indagación sobre Madrid me
obligó a situar, tras la festiva proclamación de la República por
el pueblo todo entero, el conflicto central, obreros y patronos, en
el marco de las transformaciones experimentadas durante el pri-
mer tercio del siglo por la ciudad de Madrid en su demografía,
su morfología, sus equipamientos, sus industrias: era necesario
sustituir el reduccionismo por la complejidad.
Pues en una ciudad en rápido proceso de industrialización y
de cambio demográfico, con la aparición de grandes empresas y
una formidable inmigración, no podían ser lo mismo, ni actuar
del mismo modo, los veteranos obreros de oficios tradicionales,
con larga experiencia sindical o societaria, que los jóvenes recién
llegados del campo a la ciudad a trabajar de peones de la cons-
trucción, condenados a encontrarse el sábado por la tarde con
la papeleta de despido en la mano; ni aquella especie de entidad
compacta, la patronal, se dejaba reducir a una organización y
una práctica común: no eran lo mismo ni actuaban de la misma
manera el pequeño patrono, dueño de su taller, que el directivo
de una gran empresa constituida en sociedad anónima. No ha-
bía una identidad obrera, como tampoco existía una identidad
patronal: los orígenes, los ámbitos de socialización, o lo que hoy
se llamaría identidades colectivas de unos y otros, no eran los
mismos, como claramente mostraban lo que escribían en sus bo-
letines y revistas. En el Madrid de los años treinta, menudearon
los conflictos entre obreros afiliados a las sociedades de oficio
sobre las que se había edificado la potente Unión General de
72 Santos Juliá

Trabajadores y que ahora sentían por vez primera la competencia


de la Confederación Nacional del Trabajo, que, a la conquista
de un nuevo territorio, organizaba contra ella o contra sus afi-
liados a los obreros en paro o con trabajos eventuales, mientras
los conflictos entre pequeños y medianos patronos, como los de
éstos con las grandes empresas de la construcción recién crea-
das, impedían hablar de un frente patronal formado en orden
de batalla. En aquel Madrid, el limpio enfrentamiento entre,
por un lado, la clase obrera y, por otro, la clase patronal había
dejado paso a la fragmentación y al conflicto en el interior de
cada clase, propio de las ciudades en rápido y algo caótico pro-
ceso de crecimiento y transformación, que en muy pocos años
han recibido un enorme flujo migratorio: poco tiene que ver
el joven inmigrante que busca cada lunes un puesto de trabajo
no cualificado en una obra con el oficial maduro que lleva años
empleado en una carpintería. Fragmentación y conflicto serían,
a partir de este trabajo, dos de los compañeros inseparables en
mis incursiones por la República española.
Con ese mismo equipaje, mitad historia, mitad sociología, me
presenté diez años después de mi incorporación a la UNED a la
correspondiente oposición a cátedra, aprovechando las oportu-
nidades abiertas por la expansión universitaria de la década de
1980, la creación de una facultad de políticas y sociología en mi
universidad y la sugerencia de mis colegas sociólogos que me pre-
guntaban, con el propósito de cubrir huecos y dejar así caminos
expeditos, por qué no me pasaba del área de Sociología, en la
que había sido idoneizado en 1984, a la sin par área de Historia
del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos, en la
que desde el primer momento encontré, algo más que el apoyo, la
perdurable amistad de José Álvarez Junco. Como yo sabía poco de
Pensamiento y no mucho de Movimientos, y como creí ingenua-
mente que aquella área podía reforzarse abriéndose a la sociología
histórica, endosé al benévolo tribunal en el primer ejercicio de la
oposición una especie de tratadillo o síntesis de los caminos reco-
rridos por la historia social y la sociología histórica, que al poco
publiqué también en Siglo XXI. Trataba allí de la emancipación,
consolidación y expansión de la historia social en tres de sus
principales modalidades: como historia de procesos sociales a la
El mejor momento de la historia social 73

manera británica, de totalidades sociales a la manera francesa y de


hechos sociales a la manera americana. Pero prestaba también una
atención específica a las dos principales corrientes de la sociología
histórica, como análisis de un fenómeno individual a partir de una
teoría de la sociedad o como estudio de varios casos por medio de
la comparación sistemática de sus variables, una rama de la socio-
logía que había producido, entre muchas otras, las impresionantes
obras de Michael Mann, Immanuel Wallerstein, Perry Anderson
o Theda Skocpol sobre el poder, el moderno sistema mundial, los
linajes del Estado absolutista o las revoluciones. Me preguntaba,
en fin, dando por seguro que nos encontrábamos sólo en los pri-
meros pasos de un largo camino, si el futuro de la relación entre
historia social y sociología histórica sería el de la fusión o el de
una amigable división de trabajo 9.
Ni que decir tiene que en alguien dedicado a la historia en la
década de los ochenta, con una mezcla de sociología comprensi-
va y de materialismo histórico, el estudio de procesos sociales y
políticos del pasado estaba guiado por el propósito de indagar
en debates colectivos qué nos había ocurrido –o parafraseando la
conocida manera de Vargas Llosa: dónde se nos jodió la España,
Zavalita-, como un elemento a tener en cuenta para orientarnos
en el presente y no errar el camino del futuro, o como lo había
escrito Vicens Vives a modo de programa de trabajo: «saber
qué hemos sido y qué somos si queremos construir un edificio
aceptable en el seno del gran marco del mundo occidental» 10.
De ahí, mi interés y el de tantos colegas por la República antes
que por la Guerra, cuando ya todo estaba realmente jodido; y
en la República, por los perdedores, comunistas, anarquistas,
socialistas y republicanos, antes que por los vencedores, la de-
recha católica, monárquica, militar o fascista, a la que habíamos
padecido durante las largas décadas en las que dispusieron del

9
Historia social/Sociología histórica, Madrid, Siglo XXI, 1989. Hay una recien-
te edición en la misma editorial, con prólogo de Pablo SÁNCHEZ LEÓN, un apéndice
con mi artículo «Marx y la clase obrera de la revolución industrial», y una entrevista
a cargo de mi colega Marisa González de Oleaga.
10
Jaume VICENS VIVES, Noticia de Cataluña [1954], Barcelona, Destino, 1980,
p. 9.
74 Santos Juliá

monopolio del poder. Tal vez por eso, no seguí la sugerencia que
me hizo Raymond Carr cuando llegué a Oxford y le hablé de las
luchas sociales en el Madrid de la República: ¿y por qué no pre-
para usted una tesis sobre la Iglesia católica en España? No me
interesaba la Iglesia, la verdad, aunque después he comprobado
la pertinencia de aquella propuesta: nada se entiende de la Espa-
ña del siglo XX, por lo menos hasta la década de los setenta, sin
tener en cuenta el maléfico poder social y político ejercido por
la Iglesia católica desde que volvió a levantar cabeza y expandir
sus órdenes religiosas en el largo tramo de la Restauración. Pero
a mí me interesaba entonces la República y quienes la trajeron, la
coalición de clase media profesional, encuadrada en varios parti-
dos republicanos, y de clase obrera, organizada en un sindicato,
la Unión General, y en un partido, el socialista.
A este conjunto de factores se debe que mi aproximación
a las luchas sociales y políticas de los años treinta se basara en
análisis combinados de las transformaciones sociales y económi-
cas experimentadas por España en el primer tercio del siglo XX
y de las estrategias políticas adoptadas por sindicatos y partidos
en los años treinta. Desde que comencé a dedicarme a este ofi-
cio, tuve por consustancial al trabajo de historiador evitar, por
una parte, «la ilusión retrospectiva de fatalidad», sobre la que
advertía Raymond Aron, y, por otra, no incurrir en la «obsesión
embriogénica» o «el demonio de los orígenes» que tanto irrita-
ba a Marc Bloch 11. Afirmar, por un lado, que un cambio en la
estructura económica no determina necesariamente el sentido
de un cambio en el sistema de la política, que dependerá de las
relaciones de poder y de las estrategias adoptadas por los actores
políticos y sociales; y, por otro, que el presente no es mero desa-
rrollo de un pasado que habría evolucionado orgánicamente en
sus fases de nacimiento, crecimiento, desarrollo hasta la supuesta
plenitud desde la que el historiador contempla todo el proceso.

11
Raymond ARON, «Introducción» [1959], en Max WEBER, El político y el
científico, Madrid, Alianza Editorial, 1972, p. 12, y Marc BLOCH, Introducción a la
Historia [en realidad: Apologie pour l’histoire ou métier d’historien], Madrid, Fondo
de Cultura Económica, 1980, pp. 28-29.
El mejor momento de la historia social 75

De lo primero, es buena muestra la reflexión de conjunto que


dediqué a la República, con motivo del cincuentenario de su
proclamación, argumentando que dar por inevitable lo que se
conocía como su «fracaso» no era más que una «construcción
ideológica de quienes pretenden justificar y legitimar su asalto
a la República y las formas de dominación que sobre sus ruinas
impusieron» y que, bien mirado, lo que fracasó fue el golpe
militar que pretendía acabar de un plumazo con ella: si el golpe
no hubiera fracasado, nunca se habría producido una guerra
civil 12. De lo segundo, y como nunca compartí la opinión de
que los acontecimientos fueran «la espuma de la historia», al
modo en que lo afirmaron los maestros de Annales, tampoco me
sentí obligado a buscar en el pasado el «acontecimiento matriz»
del presente, como fue moda cuando se disolvió la espuma y
la matriz ocupó el hueco y como, entre nosotros, tantas veces
se arguye para denunciar los vicios del presente en las virtudes
del pasado: cada tiempo tiene su propia malicia, como decía el
Eclesiastés, y es muestra de pereza intelectual echar al pasado
toda la responsabilidad por lo que ocurre en el presente.
Si no hay acontecimientos ineluctables, tampoco los podrá
haber matrices: una cosa es investigar las estructuras económicas
y sociales o los sistemas y las culturas políticas en las que unos
concretos actores toman una decisión o su contraria y otra muy
distinta postular que la acción de esos actores esté determinada,
aunque sea en última instancia, por la estructura de la sociedad
en la que se adoptan, por la cultura política en la que se ha
socializado o por el efecto a largo plazo de un acontecimiento
del pasado que cumpliera las veces de matriz: la acción, como el
acontecimiento que de ella se deriva, crea tanto como es creada.
Esta manera de pensar, además, de evitar juicios de inevitabilidad
y, por tanto, de irresponsabilidad, y las concomitantes visiones

12
«El fracaso de la República», Revista de Occidente, 7-8, Extraordinario I,
noviembre de 1981, pp. 196-211. Lo escrito en este artículo sobre el golpe militar
fracasado y el poder republicano fragmentado tendrá un desarrollo más amplio casi
veinte años después en «España sin guerra civil», en Niall FERGUSON (ed.), Historia
virtual ¿Qué hubiera pasado si..?, Madrid, Taurus, 1999, pp. 181-210.
76 Santos Juliá

teleológicas, reforzaba mi escepticismo ante la cantinela, tan


en boga durante los años del tardofranquismo, de que la crisis
económica por la que atravesaba el capitalismo mundial, y de
rechazo el español, abriría una crisis social que desembocaría en
una crisis política y en el consiguiente derrumbe del sistema capi-
talista y del Estado democrático-burgués, un tipo de argumento
muy del gusto de quienes no habían salido todavía del Pulitzer,
o de Marta Harnecker, que venía a ser como un Pulitzer pasado
por la batidora de Althusser, y que expresaba la creencia de que,
entre todas las estructuras, una era la determinante, la económi-
ca, aun en el caso de que lo fuera en última instancia.
Esta manera de enfocar la historia no me permitía tampoco
buscar refugio en argumentos moralizantes, destinados a exculpar
errores o a cargar toda la responsabilidad del curso de los acon-
tecimientos sobre las espaldas de la malvada reacción o sobre el
ineluctable destino. Ser éticamente superior —o estar convencido
de serlo— sirve de poco para desarrollar un programa de ambicio-
sas reformas sociales y políticas que por su propio contenido afec-
tará sin remedio a unas relaciones de dominación consolidadas,
si no va acompañado del ejercicio de un poder apoyado en una
amplia base social. Como aprendí en Max Weber, la dinámica del
funcionamiento político se rige por el pragmatismo objetivo de la
razón de Estado que se confunde inevitablemente con el fin de
la conservación, o la modificación, de la distribución interna y ex-
terna del poder. Si se tiene toda la razón, pero se carece de poder
y la acción puesta en marcha, en lugar de acrecentarlo, reduce su
base social y divide a los partidos que lo ejercen, mejor será aban-
donar la política y dedicarse a la literatura o a la filosofía política:
no por casualidad, mi primer artículo sobre Manuel Azaña, un
personaje que, por la fuerza de su discurso, despertó mi interés
antes de dedicarme al estudio de la República, se tituló: «Manuel
Azaña. La razón, la palabra, el poder» 13. Y por eso también, en
mi trabajos sobre la izquierda del PSOE y el Frente Popular y en
mi tesis doctoral sobre las luchas de clases en Madrid, el punto de

13
En Vicente-Alberto SERRANO y José-María SAN LUCIANO (eds.), Azaña, Ma-
drid, Edascal, 1980, pp. 297-310.
El mejor momento de la historia social 77

partida ha sido siempre la acción, en sus dimensiones política y


sindical, a la que va unida un sentido construido y transmitido por
un lenguaje, pero que se desarrolla dentro de las constricciones
impuestas por un sistema de poder o una estructura social que
atraviesan procesos de cambios acelerados. No haberlo tenido en
cuenta, midiendo las fuerzas propias y sometiendo a prueba su
consistencia antes de emprender grandes batallas, podía explicar
tal vez, aunque sólo fuera parcialmente, por qué el impulso que
animó la festiva y revolucionaria proclamación de la República
acabaría ocho años después derrotado y destruido. De momento,
lo que me interesaba era qué había tras el impulso, no por ahora
los motivos de su derrota, que habrían exigido prolongar la inves-
tigación a los años de la Guerra Civil, unos años de los que sólo
comencé a ocuparme algún tiempo después, cuando la práctica
historiográfica me convenció de la futilidad de establecer etapas,
fases o cortes en los procesos históricos. En todo caso, a mí, lo
que me impulsó al estudio del pasado no fue la Guerra Civil ni la
Dictadura, fue la República.
Al terminar este primer ciclo de trabajo en mi nuevo oficio,
resultaba que durante los quince años transcurridos desde la
beca en Stanford en 1974 a la cátedra de la UNED en 1989 me
había dedicado a escuchar los lenguajes y analizar las políticas de
las tradiciones finalmente derrotadas en la guerra civil, a recorrer
los barrios, conocer los oficios y dar cuenta de los conflictos de
la ciudad que con más determinación y durante más tiempo
resistió el avance de los rebeldes, y a seguir los pasos en el go-
bierno, en la oposición y en la formación del Frente Popular del
político que me pareció más identificado con la idea y el ideal
republicano; en resumen: socialismo, sindicalismo, comunismo,
República, Madrid y Manuel Azaña. Esos fueron los campos de
mi interés durante los años ochenta y volverán a serlo, con una
progresiva ampliación del ámbito temporal, en los noventa. En
esta primera fase, limité la investigación y el análisis a períodos
cortos pero muy densos, marcados por la acción de partidos y
sindicatos, por la lucha de sus facciones, por lo que me pareció
la incapacidad radical de la izquierda para consolidar un poder
fuerte en la República, un proceso en el que resultó determi-
nante, primero, la ruptura de la coalición republicano socialista
78 Santos Juliá

desde septiembre de 1933 y, luego, la escisión socialista a raíz de


la revolución de octubre de 1934, agravada en la primavera
de 1936 con el «atentismo revolucionario» del ala izquierda del
PSOE, que bloqueó la posibilidad de convertir la renovada
coalición electoral vencedora en febrero 1936 en un gobierno
de coalición republicano-socialista capaz de hacer frente a la
conspiración militar y de encauzar la movilización obrera que
siguió al triunfo electoral del Frente Popular. En lugar de poner
el énfasis en la existencia de dos frentes, a izquierda y derecha,
y en la neta división política de dos Españas ineluctablemente
destinadas a despeñarse por el abismo de una guerra civil, in-
sistí en la fragmentación interna de ambos bloques que, por la
derecha, llevó a depositar todas las perspectivas de futuro en
un golpe militar y, por la izquierda, liquidó de hecho al Frente
Popular como instrumento de gobierno, un error estratégico que
el PSOE y la República habrían de pagar, el primero, al muy alto
precio de su perdurable escisión en los años de guerra civil y de
exilio y, la segunda, al no menor de su derrota 14.

14
Así, mi contribución, «Antecedentes políticos: la primavera de 1936», a
la serie sobre la guerra civil dirigida por Edward MALEFAKIS para El País, Madrid
1986, reeditada por Taurus en 1996 y otra vez en 2006. También «The origins
and nature of the Spanish Popular Front», en Martin S. ALEXANDER y Helen GRA-
HAM (comps.), The French and Spanish Popular Fronts: Comparative Perspectives,
Cambridge, Cambridge University Press, 1989, pp. 24-37, y «Strategia comune e
lotta per l’egemonia: forza e debolezza del Fronte Popolare nella Guerra Civile»,
en Aldo AGOSTI (comp.), La Stagione dei Fronti Popolari, Bolonia, Capelli, 1989,
pp. 241-263.
5
¿LA HISTORIA EN CRISIS...

La recién estrenada sensación de estabilidad, los progresos


en el conocimiento de nuestro inmediato pasado y el interés
público que despertaban los debates sobre República, Guerra y
Dictadura pueden explicar que las agrias polémicas que se de-
sarrollaban entre historiadores, filósofos y teóricos de la historia
en Gran Bretaña y Estados Unidos en torno a las crisis de la
filosofía analítica de la historia, de la ciencia social marxista y de
las diversas escuelas estructuralistas sobre la posibilidad misma
de un conocimiento científico del pasado hayan tenido entre
nosotros escaso y tardío eco 1. Fueron años en los que, mientras
España consolidaba una democracia y un Estado de bienestar
que comenzaba a ser digno de ese nombre, en Europa parecían
sucumbir una tras otra todas las seguridades concebidas durante
la larga fase de amplio consenso social y político y de crecimien-
to económico de la posguerra. A la par que crujían las sólidas
estructuras del capitalismo y del socialismo real, en historia, el
retorno de la narrativa, la vuelta al sujeto, la primacía de la polí-
tica se fundieron con el giro lingüístico en estudios culturales y
el anuncio del fin de los grandes relatos por el pensamiento pos-

1
Miguel Ángel CABRERA, «El debate postmoderno sobre el conocimiento his-
tórico y su repercusión en España», Historia Social, 50 (2004), pp. 141-164. Caso
de especial acritud fue el debate, si así puede definirse, entre Richard J. Evans y
Keith Jenkins.
80 Santos Juliá

moderno, extendiendo una sensación de crisis que se reflejó en


la propuesta de un tournant critique por Annales, la disolución
del grupo de historiadores marxistas británicos o el cambio de
dirección de History Workshop al dejar caer su subtítulo como
revista de historia del socialismo y del feminismo: la vieja historia
social que había dado por supuesta la solidez de las estructuras
sin, por eso, dudar de la eficacia de la agencia humana en su
transformación, entraba en una especie de crisis terminal.
De momento, el tono triunfalista que dominaba en las re-
vistas de historia social a mediados de los años setenta se trocó,
así que pasaron veinte años, en la angustiada pregunta sobre
su inminente fin 2. Esto ocurría poco tiempo después de que
la sociología se hubiera planteado su posibilidad misma de su-
pervivencia y de que los grandes procesos que conformaron la
modernidad occidental —urbanización, industrialización, edu-
cación masiva, crecimiento económico sostenido, Estado social
y democrático— parecían haber llegado a término. La sociedad
industrial, con sus jerarquías y estratificaciones, entraba en de-
clive, dando paso a estructuras sociales más complejas, en las
que perdió su antigua claridad y virulencia la línea de división
de clase mientras se multiplicaban los conflictos o líneas de rup-
tura por edades, género, raza y otras identidades colectivas, la
de nación, por ejemplo. La sociedad dejó de considerarse como
una totalidad estructurada y la crisis fiscal hizo perder al Estado
su carga como proyecto moral y su capacidad de configurar la
sociedad. Surgió con nuevo ímpetu el interés por el género, los
grupos de edad, los grupos pequeños, el yo, el signo, los valores,
los símbolos, las actitudes, esto es, todo aquello que la historia
social había marginado —o se daba por supuesto que había
marginado— en su época dorada. Si esta historia social, que
comenzaba a ser llamada clásica o vieja, se había inventado para
dar cuenta de la sociedad industrial y del Estado de bienestar, la
historia social llamada nueva girará en torno a métodos, temas y
sujetos que se daban por excluidos del triunfo de aquellas gran-

2
Patrick JOYCE, «The end of social history?», Social History, 20:1 (enero de
1995), pp. 73-91.
¿La historia en crisis... 81

des construcciones: la narrativa, la relación de la historia con la


antropología, la importancia del lenguaje en la construcción de
realidad y, aunque su ámbito abarca a toda la historia y no sólo
a la social, la posibilidad misma de escribir historia en la llamada
sociedad posmoderna emergieron a la par que decaía la firmeza
de las grandes estructuras.
El debate sobre la narrativa fue iniciado por Lawrence Stone
en un artículo que sometía a crítica las conquistas de la «nueva
historia» y anunciaba una vuelta a la narración, a la historia
bien contada, como resultado de la desilusión provocada por el
modelo de determinismo económico y el declive del compromi-
so político e ideológico de los historiadores 3. Esa desilusión o
cansancio y ese despego habrían llevado a plantear nuevas cues-
tiones, a descubrir nuevos objetos de investigación y a establecer
nuevas relaciones entre la historia y las ciencias sociales privile-
giándose ya no tanto la relación con la sociología y la economía,
sino con la antropología y la lingüística. Apuntando en dirección
similar, pero ahora desde Francia, otro gran bloque de debates
planteó la nueva relación entre la historia y las ciencias sociales.
Annales, en el último número del año 1989, hacía balance de la
versión dominante de la historia social como una historia de lo
colectivo y numeroso, una historia que pretendía medir fenó-
menos sociales a partir de indicadores sencillos y cuantificables.
A esa historia se le reconocía haber recogido y analizado un
material enorme aunque al precio de haber concedido prioridad
a las estructuras cuantificables y haber reificado la sociedad. Do-
minada por grandes modelos —funcionalismo, estructuralismo,
marxismo— se veía abandonada por un número creciente de
investigadores que reintroducían la memoria, el aprendizaje,
la incertidumbre, la negociación en el centro del juego social;
reintroducían, en definitiva, al sujeto que los grandes modelos
habían abandonado en favor de las determinaciones materiales.

3
Para la ya secular historia de la «nueva historia» y sus variedades, Ignacio
OLÁBARRI CORTAZAR, «La “Nueva Historia”, una estructura de larga duración», en
José ANDRÉS-GALLEGO (dir.), New history, nouvelle histoire: hacia una nueva historia,
Madrid, Actas, 1993, pp. 29-81.
82 Santos Juliá

En su propuesta por un enfoque subjetivista de lo social, Gérard


Noiriel, tras constatar el agotamiento del paradigma cuantitativo,
abogaba por la apertura de la historia social a una ciencia social
concebida no como ciencia exacta, preocupada por encontrar
leyes objetivas que explicaran los hechos sociales, sino como
ciencia de lo singular, de la experiencia vivida, que interpretara
más que explicara el sentido de la acción. Era como una vuelta
a Dilthey a través de Weber para recuperar así al sujeto más que
permanecer en Durkheim y derivar de los hechos sociales leyes
universales 4.
En Italia, Storia della Storiografia presentaba dos números
dirigidos por uno de los más destacados historiadores de la
historiografía, Georg Iggers, que se proponían pasar revista a la
historia social a finales de los ochenta. Iggers daba por supuesto,
en la introducción a la colección de artículos, que el consenso
de mediados de la década anterior en torno a la concepción de
la historia social como una historia analítica y cuantitativa de las
estructuras y de los procesos sociales había sido sustituido por
el retorno de la narrativa predicho por Lawrence Stone, por un
nuevo interés hacia los pequeños grupos y por una diferente con-
cepción de la comprensión histórica. Como ya había señalado el
propio Stone, la historia social se había acercado cada vez más a
la antropología y a la semiótica, dando así lugar a un debate del
que podía resultar un nuevo y fructífero pluralismo. En fin, y
por completar el cuadro, desde California, Lynn Hunt levantaba
acta del nacimiento de una «nueva historia cultural» cuando es-
cribía que muy pronto otro Carr anunciaría que «mientras más
culturales se hicieran los estudios de historia y más históricos
se volvieran los estudios culturales, sería mejor para ambos».
Naturalmente, ella misma era ese otro Carr que lo proclamaba,
sin necesidad de esperar nuevos anuncios, en ese mismo de año

4
«Histoire et sciences sociales: Tentons l’expérience», Annales ESC, 6
(noviembre-diciembre de 1989), pp. 1317-1323, que completaba el editorial
de marzo-abril de 1988: «Histoire et sciences sociales: Un tournant critique?».
De Gérard NOIRIEL, «Pour un approche subjetiviste du social», Annales ESC, 6
(noviembre-diciembre de 1989), pp. 1435-1459.
¿La historia en crisis... 83

de 1989 en el que todo parecía confluir para entonar el réquiem


por la vieja historia social 5.
Y así, mientras las sólidas estructuras cedían terreno ante
las tramas de significados, los amplios procesos de cambio
social cedían su primacía ante los procesos de construcción
de las más diversas identidades colectivas: de género, edad,
patronazgo, etnicidad, de pueblos colonizados, y muy espe-
cialmente, en lo que a nosotros atañe —metidos en el proceso
de construcción y consolidación del nuevo Estado de las auto-
nomías—, de identidades nacionales. En no pocas ocasiones,
los más solventes y originales historiadores del nacionalismo
sucumbieron ante «el ídolo de los orígenes» y presentaron
como pre, proto o primer nacionalismo fenómenos culturales
con evidentes dimensiones políticas que en sí mismos no eran
ni podían ser concebidos coetáneamente como etapas hacia
otra manera de identidad sin por eso suprimir su propio valor
como provincialismo, regionalismo o doble identidad, que
pudieron haber permanecido como tales durante siglos, o ser
leídos por las generaciones siguientes de modos diferentes al
de los que serán triunfantes nacionalismos; o trataban de la
nación como de una criatura orgánica cuyo nacimiento, pri-
mera juventud, madurez y plenitud podían datarse desde la
altura alcanzada por la mirada del historiador. La historia con
sentido al modo ilustrado, como progreso de la libertad y de
la emancipación, que habíamos arrojado por la ventana por
su cien veces falsada carga teleológica retornaba por la puerta
del brazo de las historias de las identidades en construcción:
alguien planta la semilla de una identidad, otros la riegan,
la cultivan y la protegen de sus enemigos y otros finalmente
la proclaman constituida: la historia de nuevo convertida en
evolución orgánica de una idea germinal que se desarrolla
en el tiempo. Una oleada de estudios sobre la invención de
las naciones llegadas ya a la madurez o de la construcción
de nuevas realidades nacionales desplazó el interés antiguo

5
«Introduction», en Lynn HUNT (ed.), The new cultural history, Berkeley,
University of California Press, 1989, p. 22.
84 Santos Juliá

por los procesos sociales, las luchas de clases, o la formación


de los Estados y de la sociedad capitalista.
Pero no bien se había anunciado el giro hacia esta «nueva
historia cultural», y la «invención» y «construcción» de tradicio-
nes e identidades colectivas barría con su juvenil potencia la vieja
lucha de clases como tema predilecto de nuevas generaciones de
historiadores, cuando ya se dejaban sentir los golpes que desde
la critica literaria se dirigían contra la secular distinción entre
objetividad y subjetividad, entre hecho y ficción, entre historia
y poesía, sobre la que había descansado la concepción misma de
la historia como ciencia de la sociedad y se anunciaba la mayoría
de edad de un «new historicism». Su objetivo: borrar todas las
barreras que separaban la historia, la antropología, el arte, la
política, la literatura y la economía 6, a la espera de liquidar tam-
bién la diferencia entre historia y ficción. Entre nosotros, Miguel
Ángel Cabrera llegaba a la conclusión de que lo experimentado a
partir del giro lingüístico y del simultáneo anuncio del fin de los
grandes relatos a cargo del posmodernismo no era la apertura de
nuevos campos en los que resultara relevante o imprescindible el
estudio del lenguaje como vía para acceder a realidades sociales
a través del análisis de redes de significación, como proponía la
nueva historia cultural. Lo diferente de esta novísima historia
consistía en un «nuevo cambio de paradigma» que disolvía la
estructura dicotómica sujeto/objeto en la que se basaba tanto
la vieja historia social como la nueva historia cultural, y exigía,
por tanto, a los historiadores adoptar «un nuevo orden del día»
a partir del «abandono decidido del modelo teórico dicotómico
y de sus términos constitutivos». Para la rápidamente convertida
en vieja nueva historia cultural (la «old new cultural history»),
el lenguaje continuaba siendo una entidad cultural y un medio
de expresión de significados objetivos susceptibles de ser expli-

6
H. Aram VEESER, «Introduction», en H. Aram VEESER, The New Historicism,
Nueva York, Routledge-Chapman and Hall, 1989, p. ix. En su contribución a este
volumen, «Literary criticism and the politics of the new historicism», Elisabeth FOX
GENOVESE define el nuevo historicismo como «un hijo bastardo de una historia que
se parece a la descripción densa de la antropología y a una teoría literaria en busca
de su posible significado», p. 213.
¿La historia en crisis... 85

cados por medio de la interpretación, mientras que para la dos


veces nueva historia cultural, el lenguaje disolvía la distinción
entre objeto y sujeto, que había quedado obsoleta, como propia
de empiristas irredentos, fueran sociales o culturales, agarra-
dos a sus viejos dogmas: la historia, como la teoría literaria,
sería una «actividad intralingüística», lo cual quería decir, en
definitiva, que fuera del texto no había nada, o más bien, que
los hechos que ocupaban a los historiadores no eran tales sino,
como escribía Juan José Carreras, textos disfrazados de hechos:
la historia, sentenciaba Keith Jenkins, es «un discurso, un juego
lingüístico» 7.
No se trataba pues, tras el giro lingüístico concomitante
al posmodernismo, de un mero retorno a la narrativa sobre el
análisis, ni a un subjetivismo que hubiera invertido los térmi-
nos en su relación con la objetividad, ni al desplazamiento de
la hegemonía desde lo social a lo cultural, ni al mero anuncio
del fin de los grandes relatos. Por el contrario, era o pretendía
ser un nuevo paradigma teórico en el que el mundo social se
reducía a una construcción discursiva: en un primer momento,
la sociedad quedó disuelta en la cultura; inmediatamente, la
cultura se redujo a lenguaje y la acción a comunicación. En
consecuencia, y si los enunciados dejaron de ser considerados
como expresiones de la experiencia y como representaciones
de una realidad extraexperimental para ser vistos —al modo en
que los veía Richard Rorty— como «sartas de marcas y sonidos
usados por los seres humanos en el desarrollo y prosecución
de unas prácticas sociales que capacitan a la gente para lograr
sus fines, entre los que no está incluido “representar la reali-
dad como es en sí misma”» 8, es decir, si la idea básica del giro
lingüístico y de la teoría posmodernista de la historia consiste
en negar que la escritura histórica se refiera a un pasado real,

7
Miguel Ángel CABRERA, Historia, lenguaje y teoría de la sociedad, Madrid,
Cátedra, 2001, pp. 177-179; Juan José CARRERAS, Seis lecciones sobre historia, Zara-
goza, Institución Fernando el Católico, 2003, pp. 92-93, y Keith JENKINS, Repensar
la historia [1991], Madrid, Siglo XXI, 2009, p. 41.
8
Richard RORTY, «Veinte años después», en El giro lingüístico. Dificultades
metafilosóficas de la filosofía linguística, Barcelona, Paidós, 1990, pp. 164-165.
86 Santos Juliá

entonces la historia no sería más que otra forma de la escritura


de ficción 9.
El abandono de los últimos restos de la filosofía especulativa
o conjetural de la historia surgida con la Ilustración, en su doble
desarrollo whig y marxista o, en lo que tenía de una historia
con sentido, como historia de la libertad o como historia de la
emancipación, había dado lugar a una impresionante bibliogra-
fía en la que los conceptos que circularon con mayor profusión
fueron los de nueva, giro, post y fin. Pero una vez anunciado
el «new historicism» y completado el último giro de todos los
giros posibles —el que proclamaba el fin de la historia—, lo que
quedaba del sueño del «viejo» historicismo de escribir acerca
de lo realmente ocurrido en el pasado para ilustración, deleite,
conocimiento y lección del presente se acercaba a la nada, sobre
todo si se ponía el acento en el adverbio: realmente, qué ilusión.
Por decirlo de modo sumario y sin poder prestar atención a todo
lo debatido en la última década del siglo pasado: el posmoder-
nismo, acompañado del giro lingüístico y cabalgando sobre un
terreno ya acondicionado por la nueva historia cultural, anunció
un nuevo historicismo que significaba en realidad el fin de la
escritura de la historia, celebrado por Keith Jenkins cuando ase-
guraba que la «conciencia histórica» era un lujo que Occidente
se había permitido durante los últimos doscientos años y del que
se podía prescindir sin mayor problema: la idea de una historia
posmoderna no tenía mucho sentido 10. Sin duda, no lo tiene, ni
mucho ni poco; pero la propuesta derivada de esa afirmación,
que procedía en su mayor parte de departamentos de literatura,
fue contestada en la práctica por los historiadores que continua-
ron su trabajo respondiendo a la crisis de los últimos restos del

9
Así lo resume, con su habitual concisión y claridad, Georg IGGERS, Historio-
graphy in the Twentieth century. From scientific objetivity to the postmodern challenge,
Middletown, Wesleyan University Press, 2005, p. 118. Sobre el culturalismo como
una derivación del idealismo, Julio CARABAÑA, «De la conveniencia de no confundir
sociedad y cultura», en Emilio LAMO DE ESPINOSA y José Enrique RODRÍGUEZ IBÁÑEZ,
Problemas de teoría social contemporánea, Madrid, CIS, 1993, pp. 87-113.
10
En la entrevista concedida a Aitor Bolaños de Miguel, en JENKINS, Repensar
la historia, op. cit., p. 99.
¿La historia en crisis... 87

paradigma ilustrado abriendo nuevos campos a la investigación


y tomando más en serio el hecho de que, en efecto, el historiador
narra y, al narrar, escribe 11.
El énfasis en lo cultural y en lo narrativo, en que la historia
es un relato interpretativo, afectó de manera decisiva al trabajo
del historiador en lo que tenía de oráculo, de intérprete del fu-
turo. Las filosofías de la historia no incluían sólo visiones hacia
el pasado como guiado por alguna especie de ley universal de
evolución y, por tanto, no eran sólo eurocéntricas y principal si
no exclusivamente interesadas por aquellos sujetos a los que se
atribuía un poder especial en la conducción del proceso, gran-
des personajes o grandes Estados. Esto era así, desde luego.
Pero a eso se añadía una expectativa de futuro, la seguridad de
que esas leyes, susceptibles de ser científicamente conocidas si
se aplicaba el pertinente método de investigación, actuaban en
la dirección de una sociedad más libre y más igualitaria. Por
su pretensión científica objetivista, el viejo paradigma llevaba
en sí mismo un anuncio de futuro, era teleológico, de manera
que, bien comprendido, analizado o explicado, el conocimiento
del pasado ofrecía un instrumental, unas herramientas para la
transformación del mundo. Al ponerse en duda, o simplemente
negarse, la posibilidad de un conocimiento científico del pasa-
do y, en consecuencia, al desvanecerse el contenido profético
de este saber, nada de extraño tuvo que el hundimiento del
socialismo real y la solemne proclamación de la democracia (y,
soterradamente, del capitalismo) como horizonte irrebasable de
la política (y, con la boca pequeña, de la economía de mercado)
anunciara el fin de la misma historia: si el conocimiento cien-
tífico del pasado no servía para arrojar luz sobre los caminos
del futuro, sencillamente porque ya no había futuro, ¿para qué
perder el tiempo averiguando cómo ocurrieron en realidad las
cosas en un tiempo que ya no es?

11
Los principales debates en torno a posmodernismo e historia, que alimen-
taron durante años las páginas de Past and Present y de Theory and History, están
recogidos en Keith JENKINS (ed.), The postmodern history reader, Nueva York,
Routledge, 1997.
88 Santos Juliá

Resultó, sin embargo, que si la crisis de los regímenes comu-


nistas fue terminal, la de la historia, asentada ya como profesión
en cientos de departamentos universitarios repartidos por todo
el mundo, no sólo el occidental, se resolvió con una apertura a la
pluralidad. Para lo que nos interesa aquí: hizo visible y trajo a pri-
mer plano lo que la teleología ilustrada y sus derivados arrojaban
a los márgenes y volvían invisible, y se expandió por territorios
antes inexplorados: historia de mujeres, de negros, de esclavos, de
marginados, de perdedores, de excluidos de los grandes procesos
configuradores de mundo occidental y de sus protagonistas que
hasta entonces habían acaparado, o eso se decía, la atención de
los historiadores: hombres, blancos, europeos, líderes. Pero, des-
vanecido el sentido de una historia universal precisamente cuando
el capitalismo triunfaba sobre su secular enemigo, el propósito no
consistía sólo en conocer lo desconocido, sino en dotar a aquellos
grupos, sectores o comunidades marginados de una identidad
propia definida históricamente por la condición misma de ex-
cluidos o derrotados del gran proceso triunfante, y políticamente
por una reivindicación de presencia: trabajando por su historia
se participaba en la construcción de su identidad separada como
cimiento de un nuevo sujeto social. Más entonces que orientado al
futuro, el historiador se comenzó a concebir como instrumento de
la recuperación de un pasado con el que las sociedades europeas
o, más genéricamente, occidentales estaban en deuda una vez
culminados los procesos de modernización. Como si se dijera:
puesto que el futuro ha muerto, recuperemos el pasado con objeto
de elevar la calidad de nuestro presente devolviendo el ser social
a quienes habían permanecido en los márgenes de la sociedad o
habían sido derrotados y aplastados, porque es en la herencia de
los perdedores donde únicamente radican los gérmenes de otro
futuro: los estudios sobre construcción de identidades comenza-
ron a inundar las mesas de novedades de todas las librerías del
mundo occidental. Y en este cometido de devolución de iden-
tidad, la historia tendría que definirse muy pronto frente a otra
alternativa que, en ese terreno, le planteaba nuevos problemas
porque se presentaba mejor equipada para la empresa de devolver
su ser a los derrotados o excluidos del pasado: la memoria, en sus
diferentes dimensiones colectiva, social o cultural.
6
... O PLURALISMO Y NUEVOS
TERRITORIOS?

La compleja crisis de la historia social clásica y las deri-


vaciones que más se hicieron notar en España al socaire de la
consolidación del Estado de las autonomías, con el auge de es-
tudios sobre las diversas identidades nacionales, catalana, vasca,
gallega, pero también andaluza, cántabra, navarra... y, en menor
medida, española, y, en los huecos que dejaba la construcción
de naciones, el impresionante auge de la historia local, me pilló
algo mayor, cumplidos los cincuenta, y la viví entre signos de
interrogación: más que crisis me pareció una oportunidad de
apertura de nuevos territorios. «¿La historia en crisis?» fue el
título de un breve artículo con el que abrí un número de un
cuadernillo de Temas de Nuestra Época, encargado por El País,
para el que solicité la colaboración de Roger Chartier, Gabrie-
lle M. Spiegel, Carlos Martínez Shaw, Peter Burke y Lawrence
Stone, participantes en el Congreso «Historia a debate» que se
celebró en Santiago de Compostela en 1993 convocado por Car-
los Barroso. En mi opinión, el hecho de que la predicción de un
historiador económico y social como Eric Hobsbawm acerca de
la revolución soviética como puerta del futuro se hubiera visto
radicalmente negada por los hechos indicaba lo extraviado que
puede resultar el juicio de un gran historiador cuando se reviste
con el ropaje de profeta. La generalizada constatación de que las
grandes escuelas y corrientes históricas habían entrado en crisis
o, más exactamente, de que ya no determinaban la agenda de
90 Santos Juliá

investigación, de que —como escribió Peter Novick— no había


ningún rey en Israel, o como decían desde Annales, que la his-
toria estaba «en migajas», me pareció una gran oportunidad de
expansión en todas las direcciones, afirmando que la pluralidad
de corrientes, la eclosión de temáticas, los caminos cruzados, la
apertura e indeterminación del futuro constituían la situación
normal de la historia como de toda ciencia social. Crisis sería
seguir trabajando en la creencia de que el conocimiento del
pasado fuera la llave o la herramienta para construir un futuro
del que desaparecerían todas las contradicciones 1.
Poco tiempo después reafirmé esta primera impresión: más
que ante una crisis, estábamos ante la pérdida de hegemonía de
las grandes escuelas de la historia social concebida como historia
de grandes procesos o de totalidades sociales. Pues la historia
de acontecimientos, la descripción densa, la biografía, la historia
política, la historia de la vida diaria, la antropología histórica, la
historia de la cultura, la microhistoria, la historia local, habían
gozado siempre de buena salud. Ocurría, no más, que los culti-
vadores de esos y otros campos del saber histórico reivindicaban
ahora con fuerza «no ya un lugar al sol sino la cabeza del corte-
jo». No es, por tanto, terminaba yo aquel comentario, el momen-
to de una crisis, sino el comienzo de un verdadero pluralismo,
del relativismo epistemológico impuesto por el simple hecho de
que «oyendo a Mennochio hemos aprendido tanto o más de su
mundo que con varias historia estructuralistas o marxistas» 2.
Me disgusta haber escrito eso, pero en fin, ahí está como prueba
de cierto apresuramiento, pues ninguna historia estructuralista
o marxista se propuso nunca lo mismo que Ginzburg dando
vueltas al queso y los gusanos de su famoso molinero. Mi com-
paración no era afortunada: Ginzburg no buscaba ni, por tanto,

1
«¿La historia en crisis?», El País, Temas de Nuestra Época, 29 de julio de
1993.
2
«Recientes debates sobre historia social», en José L. DE LA GRANJA, Alberto
REIG TAPIA y Ricardo MIRALLES (comps.), Tuñón de Lara y la historiografía españo-
la, Madrid, Siglo XXI, 1999, p. 254. HOBSBAWM interpretó los nuevos giros como
«The new threat to history», The New York Review of Books, 16 de diciembre de
1993, pp. 62-64.
... o pluralismo y nuevos territorios? 91

encontraba lo mismo que Hilton, pero eso no quería decir que


lo encontrado por éste, y otros de idéntica cuerda, no dijera
del mundo feudal tanto o más que lo descubierto por aquél en
su espléndido ejercicio de historia o microhistoria cultural. Lo
que diría hoy es que la práctica historiográfica, lo que los histo-
riadores investigan, construyen y escriben, nunca se ha dejado
encerrar en un paradigma determinado. No ha sido necesario
esperar al posmodernismo para que se consumara el abandono
de la filosofía ilustrada de una historia regida por una ley de
progreso universal que se desarrolla en tres o más estadios; ni
hemos tenido que esperar a Ankersmit para caer en la cuenta de
que la historia es narración. La historia, desde su ya secular pro-
fesionalización como acercamiento científico al pasado, desde la
«new history» alumbrada hacia 1900, ha discurrido por numero-
sos y diversos caminos y ha tratado de múltiples y muy distintos
objetos y, según cuales fueran esos caminos y esos objetos, se ha
servido de diferentes conceptos o teorías y ha privilegiado sus
relaciones con unas u otras ramas de las ciencias sociales. Y así
parece que será también el futuro.
La aparición de las nuevas historias significaba, pues, que
la sociología y la economía, en otro tiempo hegemónicas en la
pretensión de una historia total en forma de historia económico-
social —al estilo del programa que en España había trazado
Jaume Vicens antes de su temprana muerte—, habían tenido
que ceder espacio a nuevas compañeras, lo cual no venía más
que a refrendar una práctica ya conocida, pues en una historia
vieja ya de más de un siglo, cada vez que una escuela pretendía
y conquistaba durante algún tiempo o en cierto territorios una
clara hegemonía, siempre encontraba otras escuelas u otras prác-
ticas que inmediatamente se la discutían o que continuaban su
camino de espaldas a la historia que, por seguir con la metáfora
de Novick, reinaba en Israel. Por tanto, —era mi conclusión—
había que tomar con un grano de sal las intermitentes proclamas
que certificaban la aparición de una «nueva» historia o anun-
ciaban otro «giro» epistemológico, por no hablar de un nuevo
«paradigma» que cada cual se saca de la manga para llamar la
atención sobre la originalidad de un nuevo —real o presunto,
en todo caso proclamado— giro: ni lo nuevo ha sido nunca tan
92 Santos Juliá

nuevo, ni los giros han compelido a todo el mundo a cambiar la


dirección de su camino, ni los paradigmas funcionan, ni podrán
nunca funcionar, en historia a la manera en que Khun pensaba
que funcionaban en las ciencias antes llamadas exactas.
Tal vez esta manera de tomar la crisis se debía a que a me-
diados de los años noventa estaba convencido, por una parte, de
que los debates teóricos sobre los fundamentos del conocimiento
del pasado, o sobre filosofías viejas y nuevas de la historia, se
estaban volviendo tan endogámicos, tan autorreferenciales, que
constituían ya en sí mismos un género, perdiendo acelerada-
mente la capacidad de inspirar a los historiadores y de influir
en la práctica historiográfica. Resultaba tan laborioso mantener
una actividad como historiador, investigando el pasado y escri-
biendo historia —lo cual requiere pasar a veces un día entero
para documentar una línea de la página en blanco—, y moverse
al tiempo en el volumen siempre creciente de debates teóricos
que planeaban por las regiones de la abstracción sin referirse a
ninguna obra de historiografía que no fuera del siglo XIX, cuando
quienes escribían historia eran mitad historiadores, mitad filóso-
fos de la historia o literatos, que al final cuando un historiador
volvía a plantearse las preguntas que están en la raíz de su ofi-
cio: ¿qué ha ocurrido?, ¿cómo ocurrió?, ¿por qué ocurrió?, e
intentaba contestarlas investigando y contando una historia, el
imposible destilado de aquellos debates en torno a tanto «new»,
a tanto «turn» y a tanto «post», no le servía de mucho. Sobre
todo porque, mientras tanto, la historia había multiplicado y es-
pecializado sus campos y lo que desde una teoría o una filosofía
de la historia podía resultar relevante para un historiador de la
política guardaba poca relación con los intereses del historiador
de la demografía. Si la historia escrita por profesionales había
estallado en cien direcciones, ¿cómo podría aspirar una teoría de
la historia a dar cuenta de todas las historias posibles? El fin de
los grandes relatos, proclamado por los filósofos del posmoder-
nismo, arrastraba el fin de la filosofía de la historia, y el estallido
de las prácticas historiográficas implicaba por lo mismo el fin
de una teoría, sea cual fuere, de la historia con aspiraciones de
totalidad. Por lo demás, las novedades, los retornos y los giros
no eran más que desplazamientos a primera línea de algo que
... o pluralismo y nuevos territorios? 93

desde mucho antes había estado allí presente en la práctica del


historiador y que, por circunstancias del momento, por moda,
por un cambio de clima cultural, o por oportunidades de mer-
cado, adquiría nuevo brillo: el retorno de la narrativa mal podía
producirse cuando nunca se había ido, de la misma manera
que la interpretación de las culturas mal podía definirse como
giro cuando ya había estado presente en la historia desde sus
mismos albores ¿Acaso no escribía Buckhart historia cultural?
Y Thompson ¿no era historia cultural de primerísima calidad
su The making of the english working class? Por no hablar de
Norbert Elias y su Proceso de civilización. Y por lo que respecta
a la interpretación ¿acaso no era el núcleo del historicismo la in-
terpretación de un fenómeno individual o de un proceso singular
por medio de una elaborada crítica hermenéutica?
En todo caso, cuando se trataba del problema central
planteado por el giro lingüístico, que el historiador escribe una
historia, un relato sobre el pasado, mucho de lo que aparecía
como nuevo se encontraba ya en Croce o, de manera muy directa
y muy didáctica, en Edward H. Carr y su comprensión imagi-
nativa del pasado: que el historiador viaja al pasado cargando
con lo que él es subjetivamente, con sus experiencias previas, su
ideología, echando mano a los recursos teóricos que le ayudan a
comprender, interpretar o explicar los hechos del pasado y que,
con todo eso a cuestas, escribe una obra y, por tanto, inventa un
relato. Comenzar el análisis por el resultado ya acabado de su
trabajo, la narración, para de ahí derivar que todo es narración
y que nada hay más allá del lenguaje, desplazaría a un segundo
lugar la búsqueda de las evidencias sobre las que el historiador
construye el relato; y al contrario, olvidar que, por muchas evi-
dencias que reúna, al final tendrá que narrar y por tanto, crear
una trama, argumentar, utilizar conceptos, recurrir a tropos,
llevaría a reducir su trabajo a una aburrida crónica de hechos
documentados, guiado por la práctica de la tijera y el engrudo:
cortar y pegar trozos de documentos escritos hibernados en los
archivos hasta que la varita mágica del historiador los devuelve
a la vida. Por supuesto, dependerá de las evidencias reunidas,
de la capacidad teórica para establecer conexiones entre ellas y
de la creatividad de su narración la calidad del producto final,
94 Santos Juliá

o sea, la amplitud, la agudeza, la penetración y la riqueza de la


interpretación, la explicación o la representación finalmente
ofrecida al público.
Pero si en esto consistía el destilado de lo que, para la prác-
tica del historiador, se quería decir al hablar de nueva historia,
yo no acertaba a ver en qué esta teoría del conocimiento, o en
qué la filosofía narrativista de la historia que anda por el fondo
de esta nueva visión, supera la tradicional y nunca resuelta
discusión entre realistas y nominalistas, entre materialistas e
idealistas. Será que soy desde los años de mi, luego abandonada,
afición a la filosofía y a la teología una especie de ideal-realista,
pero el caso es que por más vueltas que le he dado —y van
tantas como giros— me considero incapaz de apreciar qué hay
tras del enunciado de que el lenguaje construye la realidad si
se suprime de esa afirmación la evidencia de que también la
enuncia, expresa, significa, interpreta o representa; ni puedo
apreciar qué cosa hay de nuevo en el primer punto de la pri-
mera de las seis tesis sobre filosofía narrativista de la historia
de Frank Ankersmit: «Las narraciones históricas son interpre-
taciones del pasado». Lo son, sin duda, y quizá también sean,
en determinados ámbitos de la historia, mejores pistas para
comprender el pasado que los términos descripción y explica-
ción, como también recuerda Ankersmit en sus tesis. Pero eso
ya lo sabía Collingwood cuando respondía a la pregunta ¿Cómo
procede la historia? con esta sencilla respuesta: interpretando
testimonios; el método de la historia «consiste esencialmente
en la interpretación de testimonios» 3. Pues sí, me decía yo, el
historiador interpreta y narra, pero eso no es óbice para que
también explique y analice cuando se trata de materias que
exigen una explicación y un análisis más que, o entreverada con,
una interpretación o una «narrativa»: a ver quién puede narrar
la caída de la tasa de natalidad sin recurrir a una explicación.

3
Frank ANKERSMIT, «Seis tesis sobre la filosofía narrativista de la historia»,
recogidas en Historia y tropología. Ascenso y caída de la metáfora, México, Fondo
de Cultura Económica, 2004, p. 71. Robin G. COLLINGWOOD, Idea de la historia
[1946], México, Fondo de Cultura Económica, 1979, p. 19.
... o pluralismo y nuevos territorios? 95

Y si, en fin, lo nuevo de la tesis consistía en que no hay hechos,


sólo interpretaciones, entonces habría que concluir que esa tesis
es también una interpretación, lo cual resulta sumamente recon-
fortante, porque no otra cosa dicen los historiadores cuando
terminan su producto: todo el relato, si se trata en verdad de
una historia, es interpretación. Lo que ocurre es que no todas
las interpretaciones valen lo mismo; más aún, las hay que no
valen nada. Y ésta es toda la cuestión, que si todo es interpre-
tación, no todas las interpretaciones tienen el mismo valor. Con
lo cual volvemos otra vez al punto de partida.
En cualquier caso, y a pesar de todos estos debates y de
tantos giros como llevo contabilizados en lo que desde hoy
comienza a ser una larga vida, lo primero en el trabajo del
historiador ha sido siempre, para mí, indagación en la ac-
ción y lo que más me ha interesado desde mi juventud en la
ciencia social, en Marx como en Weber, en Parsons como en
Habermas, es saber qué me decían acerca de la acción, pues la
acción construye realidad social que es en sí misma, en cuanto
realidad humana, significativa. Y lo segundo, en el plano epis-
temológico, es que a los significados de la acción se accede
por el lenguaje, que no es, desde luego, un cristal a través del
cual se ve el mundo pero tampoco un espejo que sólo refleja la
imagen del que habla. En mi opinión, la nueva historia cultural,
centrada en significados, no hacía más que acentuar algo que
estaba presente ya en la teoría weberiana de la acción: que los
significados que damos a nuestras acciones ejercen una influen-
cia causal en los hechos y en los procesos sociales, entendiendo
siempre «causa» en el sentido que Weber daba al concepto. El
mismo Cliford Geertz, al enunciar el supuesto de su estrategia
de «descripción densa» en una fórmula que se volverá rápi-
damente célebre, recurrió, como era obligado, a Max Weber,
con quien compartía el postulado de una estrecha relación
entre acción y significado: «Creyendo con Max Weber que el
hombre es un animal inserto en tramas de significación que él
mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y
que el análisis de la cultura ha de ser, por tanto, no una ciencia
experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa
en busca de significaciones. Lo que busco es la explicación,
96 Santos Juliá

interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su


superficie» 4.
Explicar quedaba, pues, limitado —o ampliado, según se
mire— a interpretar significados: lo cual puede ser fructífero
cuando se trata de una pelea de gallos pero plantea algún pro-
blema cuando se trata de una revolución o de la construcción
del Estado. Por eso, y ahora con Charles Maier, yo también
lamentaría que, por un movimiento pendular de lo social a lo
cultural, la agency quedara disuelta en un océano de discurso 5:
hemos llegado a un punto en que no importa tanto lo que ha-
cían, o cómo se relacionaban, las gentes en el pasado como el
discurso con que interpretaban lo que hacían o legitimaban sus
relaciones: el análisis causal sustituido por la representación dis-
cursiva, por ese predominio del discours sur le discours inspirado
por la crítica cultural al que se refería Carl Schorske 6. Y tal vez
sólo sea una casualidad, pero en el número 78 de nuestra revista
Ayer, de los seis artículos que componen su dossier, tres llevan la
voz «discurso» en su título, uno más trata de «cultura política»
y los otros dos se refieren a lectura y figuras. En un dossier sobre
«Género y modernidad, de la Ilustración al liberalismo», es lla-
mativo que ninguno trate del lugar de las mujeres, o de algunas
mujeres, en el mundo, en la sociedad, en las relaciones de poder:
todos tratan de representaciones de la mujer: a este ritmo, los
historiadores acabaremos siendo intérpretes de pasadas interpre-
taciones, creadores de discursos sobre discursos.
Por otra parte, y quizá porque los recursos teóricos que hasta
mediados de los años noventa me habían servido de base para
conducir mi práctica investigadora sobre mis familiares y nunca
abandonados temas de investigación: socialismo, sindicalismo,
Azaña, Madrid, República, me daban también mucho juego a la
hora de enfrentarme a la interpretación de nuevas cuestiones y

4
Clifford GEERTZ, La interpretación de las culturas, Madrid, Gedisa, 1988
[orig. 1973].
5
Charles MAIER, «A surfeit of memory? Reflections on history, melancholy and
denial», History and Memory, 5 (otoño-invierno de 1993), pp. 144-145.
6
Carl SCHORSKE, Pensar con la historia. Ensayos sobre la transición a la moder-
nidad, Madrid, Taurus, 2001, p. 373.
... o pluralismo y nuevos territorios? 97

para abordar más largos períodos de tiempo —la sociedad y la


política españolas del siglo XX consideradas en toda su exten-
sión—, no volví a interesarme por el interminable debate sobre
posmodernismo e historia y dediqué todo mi tiempo a ampliar
mis antiguos intereses añadiendo nuevos campos de trabajo.
Por una sugerencia de Javier Pradera, me animé a escribir para
Alianza, en pleno auge de la nueva historia cultural, una espe-
cie de historia política de la República en forma de biografía
de Manuel Azaña con motivo del cincuentenario de su muerte.
Y aunque titulé el libro: Manuel Azaña. Una biografía política,
tuve que recargar el subtítulo con una aclaración: del Ateneo al
Palacio Nacional, porque en realidad tomé al personaje desde
sus años de secretario y, sobre todo, de presidente del Ateneo
de Madrid, o sea, en 1930, y lo dejé colgado en la cuerda floja,
como me dijo una colega, cuando entraba en el Palacio Nacional
para hacerse cargo de la presidencia de la República en mayo de
1936. Mi infructuoso recorrido en búsqueda del microfilm en
el que presuntamente había un diario de los años de la guerra
me movió a demorar para otra ocasión la escritura del tiempo
que aún le quedaba de vida en un posible segundo volumen que
se ocupara de Azaña en la presidencia de la República y en el
exilio.
De modo que, finalmente, con esta biografía no había salido
de un territorio familiar, tantas veces recorrido: los años de Re-
pública. Si no quería quedarme en ella encerrado, era menester
ampliar el foco y explorar otros períodos, aun manteniendo los
mismos objetos de mis anteriores investigaciones. Mis nuevos
intereses se dirigieron en la década de los noventa, por un lado,
hacia adelante, a la Transición y, por otro, hacia atrás, a la crisis
del 98 y la irrupción de la primera generación de intelectuales
conscientes de este nombre. A la Transición llegué empujado por
Manuel Tuñón de Lara, quien me encargó la parte sobre «Socie-
dad y política» del volumen Transición y democracia (1973-1985)
de la Historia de España, dirigida por él para la editorial Labor,
que quebraría al poco tiempo, dejándonos a mí y a los otros auto-
res del mismo volumen —José L. García Delgado y José María
Serrano, en la economía, y José-Carlos Mainer, en la cultura—,
98 Santos Juliá

con un palmo de narices por toda recompensa económica 7. Ya


para entonces, la bibliografía sobre la Transición era abundante
y la aproveché para elaborar una síntesis de los cambios en la
sociedad, el Estado y la cultura política de amplios sectores de
las nuevas clases, obrera y medias, que habían surgido a partir
de 1960, y situar en ese marco la acción de los diferentes agentes
sociales y políticos en la segunda mitad de los setenta. De nue-
vo, aunque me repita, la vieja sabiduría de Marx: los hombres
hacen su propia historia, pero no en las circunstancias por ellos
elegidas, un axioma quizá nunca mejor traído a colación que en
lo que se refiere al período de transición a la democracia: las
circunstancias eran un sistema político heredado de una guerra y
consolidado tras el giro de 1957-1959 gracias a la nueva política
económica y a las reformas de la administración del Estado, con
sus valores, creencias, actitudes y pautas de conducta, además de
sus lenguajes, rituales, símbolos, mitos y memorias construidos
a lo largo de varias décadas y destinados, en la intención de sus
artífices, a perdurar más allá de la muerte del fundador; la acción,
sin embargo, se dirigió a establecer las bases de nuevos valores,
creencias, actitudes, pautas, lenguajes y significados, que pusieran
a buen recaudo esa herencia y abrieran un camino hacia un siste-
ma democrático. Si las estructuras económicas y sociales no de-
terminaban la acción, menos aún la determina la cultura en la que
los actores se han socializado, con sus redes, sus repertorios y sus
marcos de referencia, que se adaptan, cambian y se transforman a
golpe de nuevas experiencias: la acción dependerá, en último tér-
mino, de las estrategias decididas por los actores. Las condiciones
para la democracia existían, desde luego, como también existían,
aunque más precarias y en un contexto internacional muy poco
favorable, en 1931; pero todo iba a depender de las estrategias
que personalidades, grupos, partidos, sindicatos, movimientos
sociales adoptaran a la muerte del dictador: ése era mi punto
de partida, nada original por cierto, sino más bien deudor de
los debates a que había dado lugar aquella memorable pregunta

7
«Sociedad y política», en Manuel TUÑÓN DE LARA (dir.), Historia de España,
vol. 10**, Transición y democracia (1973-1986), Madrid, Labor, 1991, pp. 27-186.
... o pluralismo y nuevos territorios? 99

formulada por vez primera por Santiago Carrillo: ¿después de


Franco, qué? y a las respuestas que se habían ido pergeñando
en torno a la emergencia de una nueva sociedad, a la presencia
en la arena social y política de unos «nuevos españoles» y a la ya
larga experiencia de encuentros entre los partidos y grupos de
oposición, en el interior y en el exilio.
Particular atención dediqué a los socialistas, aprovechando
la invitación de Frances Lannon y Paul Preston, a los que había
conocido durante mi estancia en Oxford, para contribuir con
un artículo a un libro que ellos coordinaron en homenaje a Ray-
mond Carr, warden de St. Antony’s cuando yo anduve de becario
por allí. Me ocupé en ese artículo de lo que titulé «conversión
ideológica» de los dirigentes del PSOE durante el período de
la transición de 1976 a 1979. Fue divertido comprobar las vías
por las que el lenguaje sigue y se adapta a la acción y no al revés
como se creería si se tomaran al pie de la letra algunas de las
implicaciones del giro lingüístico. Al menos en lo que se refiere
al campo de la política, el lenguaje de los dirigentes socialistas
guardaba una relación aparentemente paradójica con su acción.
Felipe González podía decir en agosto de 1976 que cuando su
partido se definía como marxista tenía buenas razones para
hacerlo. Pero eso no fue óbice para que en mayo de 1978 reco-
nociera que había sido un error para su partido haberse definido
como marxista, con lo cual el partido se preparó para dejar
de definirse como marxista. Entre tanto, González aseguraba
que, básicamente, él no había cambiado y que... ¡allí estaban
sus discursos para probarlo! O sea, que de un año a otro se
podía afirmar una cosa y la contraria sin haber cambiado de
posición, utilizar un lenguaje u otro sin experimentar ningún
cambio, lo cual por otra parte era cierto, si en lugar de atender
a los discursos se atiende a las estrategias que los discursos ve-
laban. Porque es el caso que, de 1976 a 1979, González había
seguido una estrategia similar: ir ocupando lo que se llamaba
en la época parcelas de libertad. Ocurría que en esa ocupación,
en sus primeros pasos, tenía razones para declararse marxista:
competía con el PCE por abrir y consolidar un espacio propio
en la izquierda, que los comunistas no llamaban parcelas sino
zonas de libertad; y en los últimos, si quería ocupar todo el
100 Santos Juliá

poder, era un error declararse marxista: competía con UCD por


una alternativa de gobierno. Acierto y error, todo dependía del
trozo de terreno que se pretendía ocupar, parcela o alternativa.
Y ahí acababa la historia 8.
Estas primeras incursiones por la Transición despertaron
mi curiosidad por un período del pasado del que había sido,
con algunas ausencias, testigo. Es lo que un sector de los histo-
riadores de contemporánea bautizó como historia del presente,
un oxímoron sobre cuyos límites siguen debatiendo, pero que
resultó funcional para la profesión por la consiguiente apertura
de nuevos nichos académicos, como años después ocurriría con
la memoria, a la que pronto veremos no ya como título de una
cátedra, sino de un departamento y hasta de un grado: graduado
en memoria histórica, ¿por qué no? En todo caso, mi curiosidad
por la Transición pudo seguir alimentándose y ampliándose, en
compañía de Javier Pradera y Joaquín Prieto, gracias a la coordi-
nación de una serie de fascículos para El País titulada Memoria
de la Transición, editada luego por Taurus. Las colaboraciones
de decenas de testigos y analistas y, sobre todo, las entrevistas
para que contaran sus recuerdos de la Transición, realizadas por
diferentes periodistas a veintiséis dirigentes de partidos, sindi-
catos y otras instituciones que desempeñaron papeles cruciales
durante aquellos años, constituyen todavía hoy una fuente de
inapreciable valor para seguir el curso de los acontecimientos
y las memorias que de ellos conservaban veinte años después
algunos de sus principales protagonistas 9.
En esta misma línea, y con ocasión del centenario del desas-
tre 98, coordiné otra serie de suplementos para El País, titulada
Memoria del 98. De la guerra de Cuba a la Semana Trágica, y
no puedo evitar una sonrisa al comprobar, ahora que la reviso,
que mi presentación de la serie llevaba por título «Recuperar la

8
«The ideological conversion of the leaders of the PSOE, 1976-1979», en
Frances LANNON y Paul PRESTON (eds.), Elites and power in Twentieth Century
Spain. Essays in honour of Sir Raymond Carr, Oxford, Clarendon Press, 1990,
pp. 269-285.
9
Memoria de la Transición, coordinado por Santos JULIÁ, Javier PRADERA y
Joaquín PRIETO, Madrid, Taurus, 1996.
... o pluralismo y nuevos territorios? 101

memoria», un detalle que había olvidado por completo 10. Como


en la Transición, también cuando se acercaba el fin de siglo la
expresión «recuperar la memoria» conservaba un significado
muy amplio que pocos años después habría de ser profunda-
mente modificado a la par que se estrechaba: sería ridículo que
por haber utilizado ese título me las diera yo ahora de especie de
precursor del movimiento por la recuperación no de la memoria,
sino de la memoria histórica, que aún estaba por llegar y que muy
pronto se identificó con exhumación de los asesinados por los
rebeldes en la guerra civil, enterrados en fosas comunes. De mo-
mento, recuperar la memoria significaba simplemente acordarse
del pasado, y esta serie, junto a la exposición sobre «Prensa y
opinión en 1898» para la Fundación Carlos de Amberes, de la
que fui comisario con Jaime de Ojeda por invitación de Miguel
Ángel Aguilar, sirvió como primer peldaño de lo que poco a
poco se iría convirtiendo, al albur de diversas circunstancias e
invitaciones a conferencias y dossiers de revistas, en una historia
de intelectuales españoles. Lo que antecede al 98, lo que ocurre
en el 98 y lo que sigue al 98 me convenció, primero, de que ha-
bía irrumpido en la escena política un tipo particular de literatos
y ensayistas que, siguiendo el ejemplo establecido años antes en
Francia, dieron en llamarse a sí mismos intelectuales y, segundo,
de que esa presencia, con sus motivos de agitación y protesta,
había contribuido a la difusión entre las clases profesionales
emergentes en el primer tercio de siglo de una cultura política
y una manera de definir y enfrentarse al llamado «problema de
España» que alcanzará amplias y muy hondas repercusiones en
el futuro y hasta hoy mismo: pensar España como una anomalía,
un dolor y un fracaso 11.

10
En Memoria del 98. De la guerra de Cuba a la Semana Trágica, dirección de
Santos JULIÁ, Madrid, El País, 1998.
11
«Aquella guerra nuestra con Estados Unidos...»: Prensa y propaganda en 1898,
Comisarios: Santos Juliá y Jaime de Ojeda, Madrid, Fundación Carlos de Amberes,
1998. También, Debates en torno al 98: Estado, Sociedad y Política, coordinado
por Santos JULIÁ, Madrid, Comunidad de Madrid, 1998. Y, entre otros artículos,
«Protesta, liga, partido: tres maneras de ser intelectual», en Teresa CARNERO (ed.),
El reinado de Alfonso XIII, Ayer, 28 (1997), pp. 163-192; «La aparición de “los
102 Santos Juliá

En fin, y para completar el cuadro, fue también en esta década


de 1990 cuando me animé a emprender trabajos de larga duración
sobre asuntos ya tratados en períodos más limitados. Primero,
Madrid, en compañía de Cristina Segura y David Ringrose, para
escribir entre los tres la historia de una capital, reservándome el
tramo comprendido entre los primeros pasos de la revolución
liberal hasta los primeros ayuntamientos de la democracia, lo que
me permitió, además de construirme una visión de la capital, des-
de los derribos derivados de la desamortización y de la exclaus-
tración de órdenes religiosas que acompañaron a la revolución
liberal hasta la panacea del crecimiento cero defendida por el
primer ayuntamiento socialista de la democracia, ocuparme por
vez primera del siglo XIX, de sus luchas políticas, de sus quiebras
económicas, de su lento y sincopado tránsito de la sociedad de
Antiguo Régimen al Estado liberal de la Restauración: una historia
clásicamente social y política, con algunas gotas de economía y
cultura, de una ciudad, capital de un Estado en ruinas, en el punto
de partida, y empeñada en controlar y hasta poner barreras a su
crecimiento, en el de llegada. Y en medio, el primer estiramiento
con los planes de ensanche y de extensión y las evidentes mejoras
en el equipamiento, la industria y los servicios del largo período
de la monarquía restaurada; el proyecto del Gran Madrid en tiem-
pos de la República, con la utópica ensoñación de convertirlo en
capital representativa de España entera; y pocos años después, y
a la par que se declaraba «Madrid culpable», la no menos utópica
capital imperial, rodeada de un cinturón verde, en la escenografía
fascista en los años cuarenta. En resumen, un recorrido por dos
siglos de historia de Madrid que venían a dar razón a Secundino
Zuazo cuando afirmaba que «no es por una determinación real o
por una casualidad el que Madrid sea la capital de España» 12.

intelectuales” en España», Claves de Razón Práctica, 86 (octubre de 1998), pp. 2-10;


«La charca nacional. Una visión de España en el Unamuno de fin de siglo», Historia
y Política, 2 (1999), pp. 149-164, y «Ortega y la presentación en público de “la
intelectualidad”», Revista de Occidente, 216 (mayo de 1999), pp. 54-72.
12
«Madrid, capital del Estado (1833-1993)», en Santos JULIÁ, David RINGROSE
y Cristina SEGURA, Madrid. Historia de una capital, Madrid, Alianza Editorial, 1994,
pp. 253-469.
... o pluralismo y nuevos territorios? 103

Y con Madrid, de nuevo los socialistas, entendiendo por


tales el PSOE y la UGT, desde la fundación del partido en los
primeros años de la Restauración monárquica hasta las eleccio-
nes de 1982, un largo recorrido con sus etapas de aislamiento
obrerista, conjunción con los republicanos, apoyo sindical a la
primera dictadura del siglo; llegada al gobierno, reformas, re-
volución y escisión en la cima en los años de República; Frente
Popular, presidencia del gobierno y nueva escisión en la guerra
civil; larga travesía en el desierto del exilio, refundación desde
el interior a partir del pacto entre la veterana agrupación de
Vizcaya y la nueva generación de Sevilla, transición y llegada al
poder bajo el liderazgo de Felipe González, confirmado tras el
congreso extraordinario de 1979 13. De este libro, que ofrecía la
primera historia completa del PSOE y de las relaciones con su
sindicato fraterno debida a un solo autor, no dijeron nada, ni
para bien ni para mal, ninguna de las revistas de pensamiento
—Sistema, Leviatán...— vinculadas con lazos más o menos orgá-
nicos al mundo socialista, lo cual me sirvió de buena prueba de
que, siendo yo historiador de un partido, no era historiador de
partido: mal podría serlo cuando nunca he militado en sus filas,
aunque en una ocasión, movido por el golpe de Tejero, solicité
con algunos amigos de Zona Abierta el ingreso que, después de
todo, y como ya me había ocurrido cuando a la vuelta de Estados
Unidos me acerqué al PCE, nunca confirmé.
Ocupado en estas historias de larga duración, de Madrid, del
PSOE, y mientras reunía materiales sobre varias generaciones de
intelectuales, dejé de seguir durante algunos años los incesantes
debates sobre teorías, crisis y fin de la historia que, hasta el día
de hoy, han acumulado tan ingente cantidad de papel impreso
que sólo contemplarlo produce un desaliento similar al de quien
se planta ante una montaña cuando ya va escaso de fuerzas. Ex-
cepto en casos muy singulares, ejercer de teórico o filósofo de la
historia se ha convertido en una profesión que, para mantenerse
en forma, exige plena dedicación, incompatible casi siempre con

13
Los socialistas en la política española, 1879-1982, Madrid, Taurus, 1997.
104 Santos Juliá

escribir historia: andamos sobrados de teóricos de la historia que


no escriben historia y faltos quizá de historiadores que escriban
la teoría de su práctica como escritores de historia. Por eso y
porque, quizá incurriendo en error, lo último que me interesó
de verdad en los sucesivos giros teóricos de las últimas décadas
del siglo XX fue el que ha pasado a la historia de la historiografía
como nueva historia cultural, no presté mayor atención al debate
sobre giro lingüístico, posmodernismo e historia. O mejor: si
Hans Kellner percibió en los debates sobre el giro lingüístico
una nueva versión de la disputa entre los sofistas y Platón 14, en
lo que yo fui capaz de entender acerca del doble reto a la historia
procedente del dichoso giro y del posmodernismo creí percibir
los ecos de tiempos muy pasados, cuando en la biblioteca de la
Universidad Pontificia de Salamanca, escapando en ocasiones a
las masivas y tediosas clases de teología dogmática impartidas
a primera hora de la mañana por los reverendos padres Arias,
de la orden de san Agustín, y Cuervo, de la orden de santo
Domingo, me devanaba los sesos para entender sobre qué en
verdad discutían los teólogos medievales cuando pasaron dos
siglos dando vueltas a la célebre cuestión de los universales. Al
final, acabé por suponer que nada hay en la vida más fascinante,
porque nada hay más alejado de la acción, que debatir sin fin
sobre puras abstracciones, o sobre objetos inventados, espe-
cialmente sobre la eterna cuestión del nombre de la rosa: ¿una
rosa es una rosa porque es una rosa o una rosa es una rosa sólo
porque o sólo cuando alguien que pasa por allí la ve, la huele y
dice: es una rosa?

14
Hans KELLNER, que cita a Richard Lamham, «Introduction: describing
redescriptions», en Frank ANKERSMIT y Hans KELLNER (eds.), A new philosophy of
History, Londres, Reaktion Books, 1995, p. 1.
7
UN SIGLO DE ESPAÑA, ENSAYOS
DE INTERPRETACIÓN

Sea porque en los años noventa atravesé la tan publicitada


crisis de la historia con la sensación de que se abrían para ella
nuevos territorios, o quizá porque mis libros sobre amplios
períodos de la historia de Madrid y del PSOE, sobre política y
sociedad en la España del siglo XX y estas primeras incursiones
en la Transición y en los intelectuales me habían servido para
complementar la investigación de períodos cortos y políticamen-
te densos con la perspectiva que sólo proporciona el tiempo lar-
go, lo cierto es que comencé a tomar afición al ensayo histórico,
entendiendo por tal un argumento documentado, de extensión
media, sobre una cuestión o sobre un período de nuestra historia
contemporánea en el que se combinaban, sin establecer niveles
de determinación en primera ni en última instancia, factores po-
líticos, económicos, sociales y culturales, diferentes dimensiones
de la realidad de la vida en cuya relación era preciso eliminar
cualquier jerarquía de determinación. Se trataba más bien, con
estos ensayos, de una combinatoria de elementos en la que lo en-
sayístico se refería más al argumento que sostenía el relato que a
la documentación que le servía de fundamento. Hacer ciencia sin
la prueba explícita: así definía Ortega el ensayo; pero yo nunca
me había arriesgado a sostener nada que no fuera acompañado
de notas a pie de página, excepto en la escritura periodística, las
columnas para El País, que comencé a escribir, empujado una
vez más por Javier Pradera —con quien iba contrayendo más
106 Santos Juliá

deudas de las que nunca podré pagar— en febrero de 1994, en


plena decadencia del impulso que había llevado doce años antes
al Partido Socialista al gobierno, y que ahora, dividido en luchas
faccionales y acosado por los casos de corrupción y guerra sucia,
parecía dominado por la pulsión, si no del suicidio, al menos de
la retirada.
Fue ésta, y continúa hasta hoy, una dedicación que comen-
zó de manera por completo inesperada y a la que debo, por la
exigencia de sostener un argumento, un punto de vista, una opi-
nión fundamentada, en un pie forzado de 750 palabras, mayor
economía y precisión en una escritura que tendía a ser prolija y
reiterativa. Es un ejercicio estupendo suprimir locuciones inúti-
les, tachar adverbios de modo, ir por derecho al punto que se
quiere desarrollar y seguir luego en canto llano sin perderse en
contrapuntos, como recomendaba Maese Pedro a su joven ayu-
dante en el canto del retablo. Eso, desde el punto de vista formal
y, luego y tan importante, mantener la objetividad sin ceder a la
neutralidad en el comentario de la política que discurre bajo la
mirada, entender el trabajo del escritor público a la manera en
que lo entendía Raymond Aron, como observador comprometi-
do, sin sustituir al lector, que será quien deba sacar sus propias
conclusiones, sin ocupar el lugar del poder ni de la oposición,
pero tampoco un ilusorio lugar intermedio, sino el propio del
intelectual en democracia, que no es ya la estrella polar que guía
a la multitud, como pretendía cuando se consideraba parte de
la minoría selecta allá por los años veinte y treinta, o del que
ponía su pluma al servicio de una causa, como ocurría con el
intelectual comprometido de los cuarenta y cincuenta, sino el
del observador crítico, como lo veía Aron, o el tábano moder-
no, como lo define Todorov. Las multitudes a las que guiar y las
grandes causas con las que comprometerse han desaparecido del
escenario, ocupado progresivamente por un público de lectores
tan o más competente que quienes a él se dirigen desde las co-
lumnas de los periódicos. La tarea es, por tanto, más modesta y
su alcance más limitado: se trata de contribuir desde el periódico
con una opinión fundamentada y crítica al debate sobre cues-
tiones que afectan a la cosa pública. Podrán variar las figuras de
intelectual y la industria de la comunicación, pero, por encima
Un siglo de España, ensayos de interpretación 107

de esos cambios, la profesión periodística tendría que atenerse


—dije en la ceremonia de concesión de los premios Ortega y
Gasset de 2005— a lo que recomendaba, con lenguaje de hace
siglo y pico, don Juan Valera: encontrar el favor del publico sin
protección de poderes políticos o de jefes de partido que se
suceden en el poder, sin apelar a violencias de lenguaje, a apa-
sionadas y vehementes censuras y a otros medios conducentes
a atraer la atención y ganar la voluntad de vulgo por medio del
escándalo. Es entonces cuando el periódico se erige en aquella
tribuna y refugio de libertad y de verdad, que celebraba hace
también más de un siglo Emile Zola y que hoy, como ayer, cons-
tituye la posibilidad misma del debate democrático 1.
Pero hoy no toca hablar de columnas, aunque hayan sido
parte de mi trabajo durante los últimos diecisiete años. Sí de
ensayos históricos y, en este campo, mi primera incursión fue
motivada por la invitación de Toni Lamadrid a incorporar una
colaboración sobre la democracia en España en un volumen
dirigido por John Lunn, que se proponía traducir al castellano
y publicar en Tusquets 2. La verdad es que no se cómo me atreví
a dibujar las etapas fundamentales del proceso democratizador
desde las Cortes de Cádiz, en 1812, hasta el período constituyen-
te de 1978, pero, en fin, ahí queda un trabajo que marca un giro
relativo en mis intereses, añadiendo a la ya antigua dedicación al
socialismo y a la República una reflexión, que en adelante será
sostenida, sobre los problemas de la democracia en España, o
más exactamente sobre los problemas de la construcción de un
Estado democrático en la España del siglo XX: «Liberalismo
temprano, democracia tardía: el caso de España» fue el título de
esta colaboración. Revisando su contenido, compruebo que al-
gunas de las consideraciones sobre el sistema de la Restauración
y la sustitución de la política como guerra por la política como
negociación y sobre los obstáculos para una transición pacífica

1
Extractos de este discurso se reprodujeron como «Intelectuales en periódi-
cos: de la estrella polar al observatorio crítico», El País, 11 de mayo de 2005.
2
John DUNN (dir.), Democracia. El viaje inacabado (508 a.C.-1993 d.C.), Bar-
celona, Tusquets, 1995, pp. 253-291.
108 Santos Juliá

del liberalismo a la democracia, la consiguiente instauración


de la República como fiesta popular revolucionaria o, en fin, la
transición como ruptura pactada, aun necesitados de matices y
de desarrollos complementarios, me sirvieron como una especie
de primeros ejercicios para los empeños que he sostenido en
otros trabajos posteriores.
Luego llegó la muy grata invitación de la Society for Spanish
and Portuguese Historical Studies para pronunciar el keynote
speech en la sesión plenaria de la reunión celebrada en Tucson
en marzo de 1996. Su título original, «Anomalía, dolor y fracaso
de España. Notas sobre la representación desdichada de nuestro
pasado y su reciente abandono», indicaba bien su propósito y
su contenido: el cambio de mirada que la historiografía españo-
la había proyectado durante los últimos años hacia el pasado,
levantando la losa del fracaso y mostrando así la razón que
asistía a aquella célebre reflexión de Croce cuando escribió no
exactamente que toda historia era historia contemporánea, sino
que «los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio
histórico dan a toda la historia carácter de historia contempo-
ránea», en el sentido de que la historia «está en relación con
las necesidades actuales y la situación presente en que vibran
aquellos hechos» 3. Avanzada la década de 1990, los hechos de
1900 comenzaban a vibrar, por así decir, de manera diferente
porque la situación presente era otra, muy distinta de aquella
en que habían vibrado cuando vivíamos bajo la Dictadura: en-
tonces, el presente se interpretaba como resultado de un fracaso
histórico, de una decadencia culminada en un desastre con el
que nos había tocado en mala hora apechar; ahora, sin embar-
go, el presente se vivía como un logro, resultado de un pasado
inmediato interpretado como fin de una excepcionalidad: ¡ya
éramos europeos!
Los primeros en levantar la losa del fracaso fueron los
«nuevos» historiadores económicos y los historiadores agrarios,

3
Benedetto CROCE, La historia como hazaña de la libertad [en realidad: La
storia come pensiero e come azione, 1938], México, Fondo de Cultura Económica,
1990, p. 11.
Un siglo de España, ensayos de interpretación 109

cuya importantísima aportación a la historia contemporánea de


España había saludado ya en sendas reseñas en el suplemento
Libros, de El País 4, del que fui primero ocasional y luego, cuan-
do se convirtió en Babelia, asiduo colaborador desde principios
de los años ochenta hasta finales de los noventa. Pero siguie-
ron pronto los historiadores de la Restauración, que sobre la
vieja imagen de corrupción, fraude y farsa extendida por los
intelectuales de la generación del 14, con Ortega a la cabeza,
percibieron un régimen liberal con libertades garantizadas y una
clase política culta y preocupada por las cuestiones de Estado.
Y los historiadores de la cultura, entendida como historia de la
producción cultural, que extendieron la visión de una auténtica
edad de plata en la que confluían las generaciones del 98, el 14 y
el 27, dando lugar a un período de densidad en los ámbitos del
arte, la literatura, la ciencia, sin parangón posible con nada an-
terior como, con su precoz maestría, ya había puesto de relieve
José-Carlos Mainer en la temprana fecha de 1981. Todo eso, y
mucho más, me permitió, aparte de certificar el abandono de la
anomalía y del fracaso de España como el deus ex maquina de
nuestra historia contemporánea, como un artilugio que baja del
cielo cada vez que la trama lo requiere o un comodín que nos
sacamos de la manga cuando no tenemos ninguna explicación
a mano, concluir que de todo el viaje por esas representaciones
desdichadas de nuestro pasado, una cosa parecía segura: que la
historia cambia a medida que se transforma la experiencia del
presente 5.
Tres años después, y una vez entregada mi parte sobre po-
lítica y sociedad para Un siglo de España, proyecto con el que
salió a la calle la nueva marca editorial Marcial Pons Historia 6,
di otro paso en el mismo intento de someter a crítica la tesis de

4
«La nueva historia económica» y, sobre historia agraria, «Los falsos atrasos»,
El País, Libros, 7 de noviembre de 1985 y 22 de octubre de 1987.
5
«Anomalía, dolor y fracaso de España», publicado en Claves de razón prác-
tica, octubre de 1996, y recogido en Hoy no es ayer. Ensayos sobre la España del
siglo XX, Barcelona, RBA, 2010, pp. 25-56.
6
Un siglo de España. Política y sociedad, Madrid, Marcial Pons, 1999, ree-
ditado después, con mejor criterio, en un solo volumen, junto a los dedicados a
110 Santos Juliá

la fatalidad o la inevitabilidad que en tantas ocasiones califica los


grandes acontecimientos de nuestro pasado, si no el pasado ente-
ro, con otro ensayo, un ejercicio contrafactual que María Cifuen-
tes me propuso desde Taurus para incluir una reflexión sobre
España en una obra coordinada por Neill Fergusson. Al aceptar
el encargo de responder a la pregunta ¿Qué hubiera pasado si..?
lo que pretendí no fue una construcción imaginaria de lo que
hubiera podido ocurrir si en España no hubiera acontecido una
guerra civil; no me interesaba lo que la respuesta a esa pregunta
podía tener de historia-ficción, más propia del novelista que
del historiador. Lo que de verdad me interesaba era explicitar
un ejercicio que de todas maneras siempre está presente en el
quehacer del historiador cuando elige un curso de los hechos
para construir su relato: dar por supuesto que otro curso era
posible y que, por tanto, el que realmente ocurrió no fue nece-
sario. En el caso de la guerra civil, el estropicio final alcanzó tal
magnitud que tanto vencedores como vencidos lo atribuyeron
en innumerables ocasiones a la fatalidad que rodea a las grandes
catástrofes naturales: la guerra fue considerada como inevitable
resultado de la escisión de España en dos, que Ramón Menéndez
Pidal, con el encomiable propósito de ponerle fin invitando a su
reconciliación, había remontado en el curso de la historia a las
alturas míticas de Indibil y Mandonio. En mi opinión, esa fata-
lidad era un claro ejemplo de aplicación del principio hermético
post hoc ergo ante hoc, por el que la consecuencia se convierte en
causa de la propia causa: como la guerra civil escindió en dos a
la sociedad española, la escisión de la sociedad española en dos
se convierte en la causa de la guerra civil. Por mi parte, y como
ya había argumentado en varios de mis trabajos sobre el Frente
Popular, no era tanto la limpia escisión en dos como la múltiple
fragmentación lo que podía explicar que, una vez tomada por
los conspiradores militares su decisión de rebelarse contra la Re-
pública, la secuela de aquel acto no fuera ni un triunfo neto de
los rebeldes ni una repuesta del gobierno republicano suficiente

economía y cultura a cargo de José Luis GARCÍA DELGADO, Juan Carlos JIMÉNEZ y
Juan Pablo FUSI, La España del siglo XX, Madrid, Marcial Pons, 2003.
Un siglo de España, ensayos de interpretación 111

para aplastar su rebelión. La guerra no podía entenderse como


resultado ineluctable de la mítica escisión de España en dos:
eso fue lo que me incitó a desarrollar el contrafactual titulado
«España sin guerra civil» 7.
En el desarrollo de ese contrafactual y en un capítulo sobre
«La sociedad» para el volumen Franquismo. El juicio de la his-
toria, coordinado por José Luis García Delgado 8, insistí en mi
crítica a las tesis de la inevitabilidad de la guerra civil y de su
principal resultado: la consideración de la dictadura de Franco
como continuación y hasta culminación de la historia de España.
Ni la guerra podía considerarse como «coronación de un proceso
histórico», como a Franco y a la coalición vencedora en general
le gustaba definirla 9 y como suponen quienes la invisten del aura
siempre sagrada, porque se refiere a un destino ineluctable, de
fatalidad, de enfrentamiento cósmico entre dos principios ex-
cluyentes; ni la dictadura puede considerarse continuación de la
época moderada o del sistema político de la Restauración, como
lo afirmaban quienes la denunciaban como el gobierno de la de-
recha de siempre. España pudo haber transitado desde el sistema
liberal oligárquico propio de la monarquía constitucional a un
sistema democrático sin necesidad de una quiebra de continuidad
tan profunda como la provocada por las dos dictaduras que llena-
ron casi medio siglo de nuestra reciente historia. La guerra civil
fue resultado de la acción emprendida por militares rebeldes a la
que un gobierno legítimo, pero débil, sostenido por una coalición
de fuerzas divididas en sus estrategias y en su propósitos finales,
carente de poder para controlar la situación, no fue capaz de
responder con eficacia: los militares fracasaron en su intento de
hacerse con todo el poder, pero el gobierno republicano fracasó
en su intento de aplastar el golpe: ése fue el origen de una guerra

7
En Niall FERGUSON (ed.), Historia virtual ¿Qué hubiera pasado si..?, Madrid,
Taurus, 1999, pp. 181-210.
8
También he recogido estos dos ensayos en Hoy no es ayer, op. cit., pp. 123-
159 y 173-231.
9
Por ejemplo, en sus declaraciones a la Agencia Havas, de 27 de agosto de
1938, en Pensamiento político de Franco, Madrid, Ediciones del Movimiento, 1975,
vol. 1, p. 50.
112 Santos Juliá

de tres años que acabó con la derrota incondicional de la Repú-


blica 10. Y la dictadura impuesta como resultado de una guerra de
eliminación del enemigo interior —por la muerte, por el exilio o
por la represión y depuración—no fue el gobierno de la mítica
«derecha de siempre», sino la quiebra radical de un proceso
político que habría podido caminar, con conflictos y problemas
—como en todas partes, por lo demás— del liberalismo oligár-
quico a una democracia de masa sin necesidad de una guerra y
ahorrándonos los interminables años de una dictadura.
No se nos ahorraron, sobre todo a nuestros padres ni, de
rechazo, a quienes nacimos recién instalada y sentimos de niños
los trastornos y penurias sufridos por ellos y que tanto afectaron
a nuestras vidas. Si las dictaduras del siglo XX no pueden consi-
derarse como continuación ineluctable de una historia anterior,
tampoco pueden ser despachadas como meros paréntesis de
esa misma historia: la primera arrastró, con su caída, el fin de la
monarquía liberal oligárquica; la segunda, tras la derrota de la
República, liquidó la herencia liberal y las tradiciones republi-
cana, socialista y anarquista construyendo en su lugar un nuevo
Estado nacional sostenido en tres grandes burocracias, la militar,
la católica y la fascista, que asegurara la exclusión eterna de los
vencidos y el exterminio de la Anti-España. Merecía la pena
rastrear los esfuerzos realizados para colmar aquel abismo y, ya
metidos en el siglo XXI, escribí una nueva serie de ensayos des-
tinados, primero, a recordar que de transición se habló y se ela-
boraron planes muchos años antes de la Transición, con lo que
pretendía poner en valor todo aquello que desde la oposición a
la Dictadura y desde las diferentes disidencias de la Dictadura,
procedentes del lado de los vencidos y del lado de los vencedo-
res, se situaba en la dirección de apertura de un proceso que
devolviera las libertades a los españoles; y además, a destacar lo

10
He vuelto recientemente sobre esta cuestión: «En torno a los orígenes de
la guerra civil», en Enrique FUENTES QUINTANA (dir.), y Francisco COMÍN COMÍN
(coord.), Economía y economistas españoles en la Guerra Civil, Madrid, Real Aca-
demia de Ciencia Morales y Políticas-Galaxia Gutemberg-Círculo de Lectores,
2008, vol. I, pp. 171-189.
Un siglo de España, ensayos de interpretación 113

que en el proceso mismo de la transición había forzado a em-


prender, más allá de las reformas de las Leyes fundamentales del
régimen y algo más acá de la ruptura conducida por un gobierno
provisional, el proceso constituyente que finalmente desembocó
en la aprobación por referéndum de la Constitución de 1978.
A estas interpretaciones me conducía el tipo de historia
en la que desde 1975 venía trabajando, con una combinación
de análisis de procesos sociales y de detallada investigación de
estrategias y acciones políticas y sindicales que me ha ratificado
en la ya secular sabiduría que emana de la obra de Max Weber y
que he resumido, para mis propósitos, diciéndome que la histo-
ria no es un proceso regido por la necesidad, pero tampoco es un
producto del azar; que el pasado no es casual, pero que el futuro
no está por completo indeterminado. Practicar, en definitiva,
«una ciencia social como ciencia de la realidad, comprender la
peculiaridad de la realidad de la vida que nos rodea y en la cual
nos hallamos inmersos. Por una parte, el contexto y el significa-
do cultural de sus distintas manifestaciones en su forma actual,
y por otra las causas de que históricamente se haya producido
precisamente así y no de otra manera» 11. Estos supuestos me
llevaban a analizar los actos políticos y los procesos sociales al
modo en que Weber entendía el uso del vocablo «leyes» en la
sociología comprensiva, como «probabilidades típicas, confirma-
das por la observación de que, dadas determinadas situaciones
de hecho, transcurran en la forma esperada ciertas acciones
sociales que son comprensibles por sus motivos típicos y por
el sentido típico mentado por los sujetos» 12. No se puede decir
más en menos: ley, probabilidad, observación, situación, acción
social, comprensión, sentido, sujetos; ninguno de esos términos
excluye a ningún otro, especialmente esas condiciones de pro-
babilidad en las que el resultado depende de las estrategias que

11
Maw WEBER, «La objetividad del conocimiento en las ciencias y la política
sociales», recogido por S. GINER y J. F. YVARS en Max WEBER, La acción social:
ensayos metodológicos, Barcelona, Península, 1984, p. 140.
12
Max WEBER, Economía y sociedad, México, Fondo de Cultura Económica,
1964, vol. I, p. 16.
114 Santos Juliá

desplieguen los diferentes actores: es preciso conocer y analizar


esas condiciones de la misma manera que es preciso conocer e
interpretar estas estrategias.
De estos supuestos se derivaban algunas constataciones
obvias: el acontecimiento «rebelión militar» no era en absoluto
necesario, inevitable, en las circunstancias económicas, sociales y
políticas de 1936; lo que lo convirtió de posibilidad en realidad
fue la conspiración militar y la consiguiente rebelión. Pero esa
rebelión no tenía por qué convertirse necesariamente en prólogo
de una guerra civil; lo que determinó ese paso fue, por una parte,
la incapacidad de los rebeldes para conquistar todo el poder y,
por otra, la incapacidad del gobierno para aplastar la rebelión, lo
que a su vez dependió de las acciones emprendidas en defensa de
la República por el gobierno y los partidos que, al menos nomi-
nalmente, lo sostenían y que abrieron la puerta a una revolución
social que... etcétera, etcétera. Y por lo que se refería a la transi-
ción a la democracia, el argumento funcionaba de manera similar:
nada en 1975 la hacía inevitable, por más que algunos se la hayan
querido apropiar presentándose como demócratas de toda la vida
cuando fueron, en realidad, y durante toda la vida, fieles mandos
o burócratas del régimen establecido, al que tanto amaban que
pretendieron reformarlo. No era inevitable, pero existían las
condiciones que la hacían posible: todo iba a depender de las
estrategias adoptadas por los agentes políticos y sociales, desde
los movimientos de barrio a la misma jefatura del Estado, de su
capacidad para sortear obstáculos y fundir voluntades con vistas
a unas metas que contaran con un amplio apoyo social.
De ahí, y a efectos del análisis político, pero válido también
para consideraciones de otro tipo, morales, éticas, de responsa-
bilidades, derivaba la necesidad de no descender de una acción
a otra en una cadena que sólo tendría una causa de la que se de-
rivaría necesariamente un efecto de tal manera que todo quedara
claro y las culpas perfectamente asignadas desde el principio. Por
seguir con el mismo caso: los militares, con su rebelión, provoca-
ron una guerra civil, pero los crímenes cometidos en territorio de
la República no pueden pasarse por alto o despacharse como sim-
ples desmanes, actos de incontrolados o cualquier otra excusa por
el simple hecho de que si los militares no se hubieran sublevado,
Un siglo de España, ensayos de interpretación 115

esos crímenes nunca se habrían producido, como Ángel Ossorio


decía a Manuel Azaña en una fúnebre noche de agosto de 1936
invocando la «justicia histórica» de los crímenes cometidos por
gentes armadas en el asalto a la cárcel Modelo, de Madrid: la cul-
pa no sería de quien comete el crimen sino de quien, a juicio del
observador, lo habría hecho inevitable por haber cometido antes
un crimen mil veces peor. Y por lo que respecta a la Transición:
el empuje del Partido Comunista para conseguir su legalización
necesitaba de la audacia del presidente del gobierno para sortear
la resistencia de los militares. Fue precisa la movilización desde
abajo y los acuerdos por arriba para que las elecciones de junio
de 1977 gozaran de amplia legitimidad y dieran como resultado
una distribución de fuerzas que empujó a quienes, procedentes
de bandos años antes enfrentados a muerte, se vieron por primera
vez las caras en una institución del Estado, a convertir aquellas
Cortes en constituyentes.
Con estos ejemplos sólo pretendo poner de manifiesto que
el oficio de historiador exige no detener nunca la formulación
de preguntas en el límite de lo que puede ser bien recibido por
un determinado grupo o servir a una determinada causa, como
suele ocurrir cuando es la memoria la que representa el pasado.
Cuando los hechos lo piden, cuando se trabaja según las exigen-
cias del oficio, una pregunta abre siempre otra y, en el camino,
añade complejidad a la respuesta de manera que el historiador
se ve impelido a contar toda la historia, a no apartar nada de su
mirada por mucho que su modo de implicación ideológica —por
decirlo con los cuatro modos de Hayden White— sea anarquista,
radical, conservador o liberal. Una narración que pretenda ser
verídica no puede eliminar ninguna pregunta aunque vislumbre
que la respuesta que le espera derrumbe el precioso edificio, mo-
ralmente consolador y políticamente oportuno, en construcción:
en este sentido, y en algunos otros que se verán más adelante, la
elaboración de un relato histórico es distinta de las políticas de
construcción y difusión de relatos de memoria, dirigidos siempre
a fines políticos o sociales que necesariamente habrán de dejar en
el olvido todo lo que confunda, dificulte o impida el proceso de
construcción de una memoria de parte que se pretende convertir,
por medio de políticas públicas, en una memoria social.
8
VÍCTIMAS, INTELECTUALES
Y, DE NUEVO, AZAÑA

Como casi todo lo que me ha ocurrido en el ejercicio de este


oficio de historiador, mi encuentro con un pasado que poco
después se convertiría en gran motivo sobre el que comenzó a
construirse el movimiento autodenominado de recuperación de
la memoria histórica fue más resultado de un azar que de una
decisión. El azar llegó en otoño de 1998 como sugerencia de
Ana Rosa Semprún, cuando me propuso, por encargo de Temas
de Hoy, de la que era directora editorial, escribir un libro sobre
las víctimas de la guerra civil. La propuesta tenía especial inte-
rés, sobre todo porque llegaba pisando los talones a una larga
serie de libros que, en un intento de recuperar la memoria, se
dedicaron en los años noventa a evocar, con recortes y citas de
prensa o con la reimpresión de enciclopedias, catecismos y ma-
nuales de historia, aspectos de la vida diaria, como la escuela, la
familia, las devociones, la copla y otras nostalgias de la infancia
y juventud de sus autores. El florido pensil, de Andrés Sopeña,
o Mi mamá me mima, de Luis Otero, fueron éxitos de venta de
un filón que tardó años en agotarse y que pueden considerarse
como últimos resplandores de una fórmula que había tenido
en Crónica sentimental de España (1970), de Manuel Vázquez
Montalbán, y en Usos amorosos de la posguerra española (1987),
de Carmen Martín Gaite, dos de sus más ilustres antecedentes,
acompañados también de un notable éxito editorial en los años
setenta y ochenta. A pesar de que hoy se recuerda como un ol-
118 Santos Juliá

vido, lo cierto es que el pasado —de guerra civil, de dictadura—


ha estado siempre presente, aunque de muy distintas maneras y
para muy diversos fines, entre nosotros.
Mi respuesta a la iniciativa editorial fue que no había traba-
jado sobre esa cuestión y que, metido en otras investigaciones,
no podía comprometerme a cumplir un encargo de tanta enver-
gadura. Dije, sin embargo, a los editores que me parecía muy
oportuna su idea porque el discurso sobre el pasado que se iba
volviendo dominante desde el fin de la hegemonía socialista y la
llegada de la derecha al gobierno era que los españoles, sesenta
años después de su fin, vivíamos «atenazados por el tabú de la
Guerra Civil», como se había escrito en el Times de Londres, en
1996, y que reinaba un silencio espeso, una amnesia, sobre nues-
tro «pasado oculto» de guerra y dictadura, cuando en realidad
existía ya una masa considerable de estudios locales, provinciales
y regionales sobre la represión 1 dirigidos o realizados por histo-
riadores que muy bien podrían escribir ese libro con solvencia.
Concretamente, y pensando en los distintos tiempos y territorios
de la represión, propuse a la editorial, como posibles autores de
un estudio de esas características, los nombres de Julián Casa-
nova, Francisco Moreno y Josep María Solé i Sabaté, conocidos
por sus trabajos sobre Aragón, Andalucía y Cataluña.
La editorial aceptó mi propuesta, con la sugerencia de que los
autores no fueran más de tres y con la condición de que yo me
ocupara de la coordinación del volumen. Para iniciar la tarea, los
autores propuestos por mí fueron convocados en las oficinas de
la editorial a una reunión —a la que se sumó Joan Villarroya, por
iniciativa de Solé i Sabaté—, en la que expuse un proyecto muy
sencillo. Consistía, en primer lugar, en ofrecer una síntesis en un
solo relato, dividido en tres etapas ordenadas cronológicamente,
de todo lo que se sabía sobre asesinados y ejecutados desde la
rebelión militar gracias a las numerosas investigaciones que se
habían venido publicando desde los primeros años de la década

1
Como señalaba con razón Carlos FORCADELL en «Una historia ya no tan ocul-
ta: guerra civil y primer franquismo», Revista de Libros, 45 (septiembre de 2000),
pp. 23-25, mostrando su malestar por lo reiterado del tópico.
Víctimas, intelectuales y, de nuevo, Azaña 119

de 1980; además, cada uno de los autores se haría cargo de una


de esas fases, incluyendo a los asesinados o ejecutados en las dos
zonas en que quedó dividida España como resultado de la rebe-
lión militar y de la inmediata guerra civil; en fin, la consideración
de víctima no se reduciría a los ejecutados o asesinados hasta el
1 de abril de 1939, sino que era preciso ampliarla a los fusilados
por los vencedores hasta 1945. En resumen, el proyecto pretendía
superar la doble división local, provincial o regional y de rebeldes
o leales, habitual en los estudios sobre la represión, por una his-
toria global organizada cronológicamente, extendiendo el límite
a la represión de posguerra. Tras un intercambio de opiniones,
los colegas convocados a la reunión estuvieron de acuerdo en ese
plan y procedieron a asignarse un período cada uno, ampliado el
último hasta 1949 por sugerencia de Francisco Moreno.
Por mi parte, me limité a comprometer una introducción
al volumen que en aquellos momentos no tenía muy claro en
qué podría consistir y que al final resultó en una pieza que ti-
tulé «De “guerra contra el invasor” a “guerra fratricida”», un
ensayo sobre el cambio de nombre de la guerra motivado por
la diferente mirada que dos generaciones de españoles habían
proyectado sobre ella: la de quienes la combatieron o fueron
sus testigos, protagonistas o víctimas, y la de sus hijos, que se
identificaron como nuevo sujeto colectivo, presentándose en
uno de los manifiestos repartidos por la Universidad de Madrid
el 1 de abril de 1956, entonces día de la Victoria, y en la estela
de los hechos de febrero de ese año, como «nosotros, hijos de
los vencedores y vencidos» 2. La primera mirada o el primer
nombre sirvió como legitimación de una guerra que Manuel
Azaña había llamado de venganza y exterminio años antes de
que esta palabra adquiriera un nuevo y siniestro significado con
la «solución final» aplicada en campos de extermino por los
nazis a la población judía; la segunda se puso al servicio de una
política que, desde la resolución adoptada por su comité central

2
Este documento, de 1 de abril de 1956, puede verse en el libro que años des-
pués escribí al alimón con Giuliana DI FEBO, Il franchismo, Roma, Carocci Editori,
2003, del que hay versión española, El franquismo, Barcelona, Paidós, 2005.
120 Santos Juliá

en junio de 1956, el Partido Comunista llamó de reconciliación


nacional. Fue también una manera de mostrar cómo entendía
yo la relación entre los nombres y las cosas: no que el nombre
invente la realidad, sino que la estrategia o la política por la que
se opta en la práctica necesita un nombre, una palabra, que la
refuerce, que movilice voluntades, que transmita sentido, que
extienda consensos, una relación entre el nombre y la acción
que de manera más sistemática desarrollé en un artículo pos-
terior titulado «Los nombres de la guerra». Sin utilizar todavía
la expresión «echar al olvido», terminaba aquella introducción
refiriéndome a la diferencia entre olvidar y decidir olvidar: olvi-
dar es no recordar lo ocurrido, borrarlo, dejar de tenerlo en la
memoria, mientras que decidir olvidar es enfrentarse al pasado,
recordarlo, tenerlo presente, llegar a la conclusión de que no
determinará el futuro y actuar en consecuencia, que era, en mi
opinión, la mirada hacia el pasado propia de la generación de
los niños o hijos de la guerra, alimentada, por lo demás, en sus
encuentros con gentes del exilio 3.
De manera que Víctimas de la guerra civil, que apareció en
los primeros meses de 1999 y que, en su contenido fundamental,
los tres capítulos debidos a sus cuatro autores, es una síntesis de
historia de la violencia y de la represión en las dos zonas en que
quedó dividida España tras la rebelión militar y en los años de
posguerra hasta 1949, pretende ser, en su introducción, la historia
de un cambio en la representación de la guerra y en su significa-
do para la acción, desde quienes la definieron, a ambos lados de
las trincheras, como guerra de independencia contra un invasor
extranjero hasta quienes la resignificaron como una guerra entre
hermanos, una tragedia colectiva, una inútil matanza, tres expre-
siones que se repiten en los manifiestos distribuidos con motivo
de las rebeliones universitarias de 1956 en Madrid y de 1957 en

3
«De “guerra contra el invasor” a “guerra fratricida”», en Santos JULIÁ
(coord.), Víctimas de la guerra civil, Madrid, Temas de Hoy, 1999, un libro que,
en su resultado final, debe mucho al excelente trabajo editorial realizado sobre los
originales por Santos López. Estas reflexiones continuaron con «Los nombres de
la guerra», Claves de razón práctica, 164 (julio-agosto de 2006) pp. 22-31.
Víctimas, intelectuales y, de nuevo, Azaña 121

Barcelona, y de las que luego se harán eco otros manifiestos del


exilio 4. Nombres destinados a servir dos políticas contrarias: ex-
clusión violenta del otro visto como enemigo al que era preciso
exterminar, la primera; integración pacífica del otro, como adver-
sario con el que era preciso convivir y pactar, la segunda. El libro
tuvo un éxito notable, con varias ediciones en diferentes formatos
y todavía hoy sigue vivo, aunque hayan sido muchas las nuevas in-
vestigaciones sobre la violencia asesina en la guerra y la posguerra
que obligan a reconsiderar o completar algunos de sus datos. No
podía faltar tampoco algún crítico que, en un ejemplar juicio de
intenciones, afirmara con la seguridad propia de los comisarios
políticos que aquel libro se había escrito para «contar muertos»
con el propósito de mejor olvidarlos, dando ya el asunto por clau-
surado 5. Fue la primera ocasión en la que a alguno de mis trabajos
—o a algún trabajo en el que yo haya participado— se le atribuía
la aviesa intención de favorecer el olvido del pasado, aunque nada
de lo que se decía en el libro permitiera sacar semejante conclu-
sión; más bien ocurría lo contrario: eran varias las advertencias de
que aún quedaba mucho por investigar y conocer.
En realidad, y aunque mis investigaciones sobre la represión
basadas en fuentes archivísticas se han limitado a documentar
las detenciones en Francia y el consejo de guerra a que fueron
sometidos en Madrid los socialistas y republicanos Julián Zuga-
zagoitia, Francisco Cruz Salido, Teodomiro Menéndez, Cipriano
de Rivas Cherif, Miguel Salvador y Carlos Montilla, y a la perse-
cución en el exilio y el proceso por responsabilidades políticas
contra Manuel Azaña 6, nunca he dejado de argumentar, ni de

4
Lo expongo con más detalle en Historias de las dos Españas, Madrid, Taurus,
2004, pp. 441-442. No debía ser necesario aclarar que ésas no son mis definiciones
de la guerra, sino las que aparecen en los manifiestos de aquellos universitarios de
los años cincuenta.
5
François GODICHEAU, «La represión y la guerra civil española. Memoria y
tratamiento histórico», Prohistoria, 5 (2001), pp. 103-123.
6
«Prólogo», a Julián ZUGAZAGOITIA, Guerra y vicisitudes de los españoles,
Barcelona, Tusquets, 2001, pp. I-XXXI, con referencias a su declaración ológrafa,
depositada en el Archivo Histórico Nacional, y al sumario del Consejo de Guerra
de Oficiales Generales que se conserva en el Archivo Judicial Territorial Primero,
Plaza de Madrid, Ejército Español, causa 100.159. Y «Persecución en el exilio:
122 Santos Juliá

escribir, que la dictadura impuesta como consecuencia de la de-


rrota de la República tuvo como primer fundamento la represión
de los vencidos. Así ocurrió en Un siglo de España, así lo reiteré
en mi colaboración «Edad Contemporánea» a la Historia de Es-
paña, escrita con Julio Valdeón y Joseph Perez para la Colección
Austral de Espasa, así lo repetí en el libro sobre el franquismo
escrito con Giuliana di Febo 7, y así me he expresado también
en mis colaboraciones de prensa. España había conocido hacia
1930 —escribí en una columna de El País publicada en julio de
1999— un momento de extraordinaria densidad cultural. La
coincidencia de los prestigios que venían del 98 con la madurez
de la generación del 14 y la irrupción de la gente nueva, la que
había nacido ya comenzado el siglo, convirtió el marasmo que
lamentaba Unamuno en el enjambre lleno de rumor renacentis-
ta que desde la lejanía evocaba Moreno Villa. No fue sólo una
explosión artística y literaria: arquitectos, ingenieros, físicos,
químicos, matemáticos, médicos, pedagogos, economistas, filóso-
fos, gentes que iban y venían por Europa y Estados Unidos, que
dominaban, con el del arte, el lenguaje de la ciencia. Diez años
después, de todo eso no quedó nada. Todo eso, añadía, «fue
arrasado, exterminado. La magnitud de la represión y del exilio
español de 1939 tuvo la dimensión de una catástrofe. Hasta Ma-

el caso de Manuel Azaña», en Exilio, Catálogo de la exposición, Madrid, 2002,


pp. 405-413, con información procedente del Juzgado Instructor Provincial de
Responsabilidades Políticas, Plaza de Madrid, Año 1939, Expediente número 213,
Archivo General de la Administración, leg. 30329, donde consta su condena al pago
de una multa de cien millones de pesetas. Del mismo año es mi «Consejo de Guerra
contra Julián Besteiro», en Santiago MUÑOZ MACHADO, Los grandes procesos de la
historia de España, Barcelona, Crítica, 2002, pp. 466-483.
7
En Un siglo de España. Política y sociedad, op. cit., p. 146, escribí, refirién-
dome a los primeros años del nuevo régimen: «Quizá hasta 50.000 españoles,
dirigentes y afiliados de organizaciones obreras y campesinas, hombres y mujeres
que se habían incorporado a las secciones juveniles de los partidos de izquierda,
profesionales que habían ocupado algún puesto de responsabilidad o que habían
mostrado sus simpatías por la República, exiliados que fueron capturados en
Francia y entregados a las autoridades del Nuevo Estado [...] fueron sometidos a
consejos de guerra y ejecutados por el delito de adhesión a la rebelión». En térmi-
nos similares: Historia de España, Madrid, Espasa, 2003, p. 488, y El franquismo,
op. cit., pp. 31-35.
Víctimas, intelectuales y, de nuevo, Azaña 123

nuel de Falla, un beato en el más estricto sentido de la palabra,


hubo de peregrinar a Argentina. No quedó nada, excepto cadá-
veres, campos de concentración, cientos de miles de prisioneros
y exiliados, decenas de miles de ejecutados. Mil veces peor que
la guerra, la represión desatada desde el día de la victoria dejó
tras de sí un campo de desolación donde antes corrían torrentes
de vida» 8, una desolación que, también de forma reiterada, he
atribuido a los componentes militar y católico del nuevo régimen
más que a su definición como fascista. Por eso, he recordado en
más de una ocasión la advertencia que el escritor católico francés
Georges Bernanos dejó escrita sobre esa violencia despiadada,
que él llamó terror, como testigo de la represión en Mallorca: «el
Terror habría agotado desde hace mucho tiempo su fuerza si la
complicidad más o menos reconocida, o incluso consciente, de
los sacerdotes y de los fieles no hubiera conseguido finalmente
darle un carácter religioso». Fue, en efecto, ese carácter religio-
so del terror lo que legitimó a ojos de los católicos las infames
sentencias de exclusión y muerte dictadas por los consejos de
guerra. Siempre lúcido, Max Weber había señalado ya que «toda
organización de la salvación en una institución universalista de la
gracia se sentirá responsable de las almas de todos los hombres,
o al menos de todos los que le han sido confiados, y por ello se
sentirá obligada a combatir, incluso con violencia despiadada,
toda amenaza de desviación en la fe» 9.
Mientras coordinaba este volumen sobre las víctimas de la
guerra civil, andaba ya metido en una historia de las generacio-
nes de intelectuales, comenzando por los que, como «escritores
públicos», salieron a escena durante los años de la revolución
liberal, esto es, casi un siglo antes de que irrumpieran los intelec-
tuales, identificados con ese nombre, como sujetos conscientes
de serlo. Como a todo el mundo, me interesaron primero los del

8
«Rastros del pasado», El País, 25 de julio de 1999.
9
Max WEBER, «Excurso. Teoría de los estadios y direcciones del rechazo
religioso del mundo», en Ensayos sobre sociología de la religión, Madrid, Taurus,
1998, vol. I, pp. 539-540. Georges BERNANOS, Les grands cimitières sous la lune
[1938], París, Plon, 1966, p. 146.
124 Santos Juliá

finis Hispaniae, llamados del 98, pero de inmediato la curiosidad


se amplió a los que, pisándoles los talones, los sometieron a crí-
tica proclamando la aparición de una joven y nueva España en
torno a 1914, con su connotación más profesional que literaria,
más política que estética: a los primeros los llamé intelectuales
de agitación y protesta, convencidos de cumplir el papel de
conciencia de la multitud; los segundos componían una intelec-
tualidad como minoría selecta, encargada de educar y conducir
a la masa. Entre ellos, exploré al grupo de intelectuales catalanes
que me parecieron artífices de una identidad nacional desper-
tando a la nación dormida. Luego, por la fuerza de las cosas, me
interesó la generación del compromiso con la causa del pueblo,
aquellos jóvenes que, por la abundancia de poetas, se llamaron
del 27, pero a quienes es mejor llamar de 1930, como quería
Antonio Espina, o de la República, escritores que pusieron la
pluma al servicio de las ideas y tomaron, unos, el camino del co-
munismo, otros, el del fascismo, y aun quedaron algunos que no
renegaron, ni en los momentos más sombríos, de la democracia
ni del liberalismo, como Francisco Ayala. Y ya sumergido en el
largo proceso, y a golpe de invitaciones de colegas a coloquios y
números monográficos de revistas, me ocupé sucesivamente de
los intelectuales católicos, que definieron su tarea como la de
una reconquista para Cristo de la sociedad y el Estado, y de los
intelectuales fascistas —nada liberales, por cierto— que soñaron
con construir un Estado totalitario que devolviera la unidad a la
patria en el servicio a un destino imperial. Por allí apareció tam-
bién la nueva élite intelectual del Opus Dei, los calificados como
excluyentes por quienes se veían a sí mismos como comprensivos,
hasta desembocar en la generación del medio siglo, llamada tam-
bién del 56 por haber sido protagonista de la primera rebelión
contra la dictadura en los acontecimientos que tuvieron como
marco la Universidad de Madrid en febrero de aquel año 10.

10
Etapas de este largo viaje fueron, además, de las indicadas en nota 89:
«Sradicate il passato: gli intellettuali cattolici nel primo franchismo», Giornale di
Storia Contemporanea, II:2 (diciembre de 1999), pp. 81-99; «Intelectuales católi-
cos a la reconquista del Estado», Ayer, 40 (2000), pp. 79-103; «¿Falange liberal o
Víctimas, intelectuales y, de nuevo, Azaña 125

Esta manera de trabajar constituye un verdadero regalo


porque permite exponer ante colegas y someter a su crítica los
relatos cuando aun no han salido del horno, volver a ellos, darles
una vuelta, enriquecerlos con lo oído y debatido, hasta llegar a
la síntesis que sólo es final porque en algún momento hay que
cortar, no por lo que te gustaría seguir escuchando y debatiendo.
El resultado fue una historia de intelectuales, mal —como me
recuerda José-Carlos Mainer— pero eficazmente titulada Histo-
rias de las dos Españas, que pudo haber sido mi despedida como
investigador, porque en ella, sobre todo en los últimos capítulos,
y en mi interpretación de la tarea, misión y compromiso de los
intelectuales fascistas, católicos y marxistas que saltaron a la
escena pública en las décadas de 1940 y 1950, creo haber pues-
to todo lo que podía dar de mí, incluso las vivencias del joven
teólogo católico que había saltado en Salamanca de la Summa
Theologica de Tomás de Aquino a los Escritos de Teología de Karl
Rahner, y que, luego, avanzada esa década de los milagros que
fueron los años sesenta emprende la lectura de Karl Marx y de
Max Weber, desde luego por la urgencia de encontrar respuestas
no meramente moralizantes o escatológicas a una situación his-
tórica, pero también por un impulso ético o moral, derivado del
trato cercano con la miseria en una barriada de casas de uralita,
casitas bajas se las llamaba, del Polígono Sur, en la periferia de
Sevilla, donde viví durante tres años. Fue una experiencia com-
partida por numerosos miembros de aquellas generaciones del
medio siglo que despertaron a la conciencia política cuando se
dieron «de bruces contra la realidad» a partir de su militancia
en el SEU, unos, o en parroquias y en organizaciones de Acción
Católica, otros y, de resultas del batacazo, dieron un vuelco a sus
vidas y emprendieron otros caminos 11.

intelectuales fascistas?», Claves de Razón Práctica, 121 (abril de 2002), pp. 4-13;
«Intellettuali in politica: il caso della Spagna», Ricerche di storia politica, 5:2 (junio
de 2002), pp. 213-230, y «Despertar a la nación dormida: intelectuales catalanes
como artífices de identidad nacional», Historia y Política, 2 (2002), pp. 57-89.
11
«Raíces morales de una disidencia política: intelectuales, marxismo y len-
guaje de reconciliación», último capítulo de Historias de las dos España, op. cit.,
pp. 409-462.
126 Santos Juliá

Terminado este largo viaje en compañía de varias generaciones


de intelectuales, contemplaba lo que el futuro, cada vez más enco-
gido, pudiera depararme como un tiempo en el que me dedicaría
a preparar alguna historia de España en el siglo XX, aprovechando
todo lo investigado hasta entonces, por otros colegas y por mí
mismo, en los planos económico, político, social y cultural de
modo que pudiera mezclar todos ellos en un relato único. Pero un
afortunado azar —otro más en la larga cuenta— puso a mi alcance
la posibilidad de emprender una nueva y más completa edición
de las obras de Manuel Azaña, que llevaba tiempo reclamando sin
que nadie prestara atención 12. El azar consistió en la muy activa
y renovadora presencia al frente del Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales de José Álvarez Junco, muy bien acompañado
por Javier Moreno Luzón en la subdirección de publicaciones.
Hablamos de la posibilidad de acometer una nueva edición de
obras completas de Azaña, colmando los huecos de la publicada
a finales de los años sesenta en México por Juan Marichal con
la buena cantidad de artículos, discursos y folletos que no había
tenido ocasión de incorporar a ellas y, a ser posible, con lo que nos
deparara el microfilm de los papeles encontrados en un armario
de la Escuela Superior de Policía en 1984. Yo no había empren-
dido nunca un trabajo de esta naturaleza y si hubiera sabido lo
que me esperaba quizá me lo hubiera pensado dos veces antes de
poner manos a la obra: el material impreso, pero no incluido en
la edición de Marichal, crecía a medida que lo iba recopilando y,
para colmo, el microfilm contenía muchos escritos que no habían
mencionado quienes dieron primera noticia de su hallazgo, entre
ellos, alguna pieza preciosa que se daba por perdida, «Los días del
Campo Laudable» de 1915, o la conferencia «Siendo rey Alfonso
Onceno», de 1919, o el manuscrito íntegro de la Vida de don
Juan Valera, Premio Nacional de Literatura de 1926, además, de

12
«Por un Azaña completo», El País, 10 de junio de 1990, que terminaba
diciendo: «Y alguien, en el Ministerio de Cultura, en las Cortes, en el Centro de
Estudios Constitucionales, o donde sea, debía impulsar, sin escatimar medios, la
edición íntegra de la palabra política más justa, más honda, más elevada que se haya
pronunciado durante este siglo en España».
Víctimas, intelectuales y, de nuevo, Azaña 127

varios discursos de su juventud y de su militancia reformista, de


los tiempos en que aún escribía lo que después hablaba.
Mereció la pena y el tiempo empleados: comencé el trabajo
recién publicada Historias de las dos Españas y lo terminé tres años
después con los siete volúmenes editados por el Centro de Estu-
dios Políticos y Constitucionales, a los que siguió, para acompañar
una reimpresión del conjunto por la editorial Taurus, una Vida y
tiempo de Manuel Azaña, en la que pude llenar los años vacíos de
mi primera biografía, los de infancia y juventud, tratar con más
cuidado y detalle su militancia política en el reformismo y el papel
«presidencial» desempeñado desde la secretaría del Ateneo de
Madrid, sus ocupaciones literarias y su compromiso republicano
en los años veinte y, en fin, atender de manera específica a su ac-
tuación política y a sus discutidas iniciativas diplomáticas como
presidente de la República en guerra y seguirle durante los meses
de persecución en el exilio hasta su muerte en Montauban, lugar
de nuestra memoria como lo es también Collioure, tumba de
Antonio Machado. Editar a un personaje y escribir su biografía
de la cuna a la tumba es un trabajo absorbente, en el que siempre
temes que falte algo, que la edición no sea tan cuidada como el
editado merece o que no hayas tenido suficientes luces para desen-
trañar toda la complejidad de una vida marcada desde la infancia
por la pronta muerte de la madre, seguida al poco tiempo por la
del padre, culminada con la trágica muerte de su más preciada
creación, la República española, y difamada luego por toda clase
de injurias procedentes sobre todo de los vencedores, que le
atribuyeron las diabólicas cualidades del pérfido resentido, pero
también de su propio campo, cuando le endosaron la culpa de la
derrota acusándole de traición en la última reunión de las Cortes
de la República. Me queda la satisfacción de haber contribuido
a que la disponibilidad de las obras de «quien mejor representó
la ambición reformadora de la República y nos legó el testimonio
más desolado de su cruel e inmerecido destino» 13, ordenadas cro-

13
Como escribí en la solapa de sus Obras Completas, op. cit. En el descifre
de los manuscritos inéditos incorporados a la edición colaboró mi mujer, Carmen,
convertida en experta en la muy enrevesada grafía de don Manuel.
128 Santos Juliá

nológicamente y no por naturaleza o tipo del escrito, e incluidas


algunas que él mismo nunca publicó, facilite el conocimiento más
cabal de la vida, la creación literaria, el ensayo histórico, la palabra
y la acción política, y estimule, además, la aparición de nuevos
estudios y más penetrantes biografías de Manuel Azaña.
Ocupado todo el tiempo en estos trabajos, el seguimiento
de la actualidad política que exige mantener una colaboración
regular en la prensa me llevó a intervenir en varias polémicas
sobre las políticas hacia el pasado que acompañaron, por la
derecha y por la izquierda, las dos legislaturas, con mayoría
relativa, la primera, y absoluta, la segunda, del Partido Popular
y a publicar en Claves de razón práctica un artículo que titulé
con una expresión que había utilizado ya en alguna columna,
«Echar al olvido» 14, en el que volvía sobre lo escrito en mi pre-
sentación de Víctimas de la guerra civil, con el propósito ahora
de discutir la tesis, muy extendida desde los últimos años del
siglo pasado y abrumadoramente repetida desde comienzos
del nuevo, que interpretaba la Transición como tiempo de
«desmemorización colectiva» 15, de amnesia, silencio y olvido,
un tiempo lleno del ruido de sables y marcado por el miedo y
la aversión al riesgo. Este artículo polémico me valió a las pocas
semanas de su publicación las descalificaciones, como enemigo
de la memoria y defensor del olvido, de varios participantes en
un coloquio celebrado en Lucena, entre ellos, el de uno de los
invitados a colaborar en Víctimas y el del autor de un libro que
yo acababa de reseñar en Babelia y no precisamente porque
quisiera silenciarlo o que cayera en el olvido, sino más bien
por todo lo contrario 16.
Acusado poco menos que de enemigo público de la me-
moria, lo que yo sostuve entonces fue que ni la amnesia, ni el
silencio, ni el olvido definieron los años de transición política a

14
«Echar al olvido. Memoria y amnistía en la transición a la democracia»,
Claves de razón práctica, 129 (enero-febrero de 2003), pp. 14-24.
15
Así lo calificaba Thierry MAURICE, «La movida ou l’impossible mémoire du
franquisme», Esprit, 226-227 (agosto-septiembre de 2000), pp. 103 y 113.
16
BEDMAR (coord.), Memoria y olvido sobre la guerra civil y la represión fran-
quista, op. cit.
Víctimas, intelectuales y, de nuevo, Azaña 129

la democracia, sino la voluntaria decisión política de «echar al


olvido» un pasado que estaba muy presente en la conciencia de
todos y del que nunca dejó de hablarse, y sobre el que nunca se
dejó de escribir, en estos años. A esa política de echar al olvido,
que venía de mucho antes, de cuando se establecieron frágiles
vínculos entre partidos de la oposición con disidentes que ha-
bían servido al régimen, sus artífices la llamaron en su origen
política de reconciliación (de la que ya había caído el adjetivo)
nacional, mientras quienes resultaron marginados del proceso
comenzaron a denunciarla como pacto de silencio o de olvido,
expresión que ha alcanzado un éxito generalizado hasta el punto
de convertirse en un nuevo paradigma de nuestra reciente histo-
ria, como el fracaso lo había sido de toda la historia del siglo XIX
hasta la misma guerra civil. Paradigma quiere decir aquí que el
marco de comprensión del presente exige postular el olvido,
igual que hace treinta años no podía comprenderse el siglo XIX
sin recurrir al fracaso: es la vieja y muy arraigada tendencia de
explicar la historia por aquello que supuestamente no sucedió,
y que el intérprete cree que debió haber sucedido, en lugar de
explicarla por lo que realmente sucedió, aunque al intérprete no
le guste que haya sucedido.
Es ardua tarea, escribió Manuel Azaña en cierta ocasión,
mostrar lo característico de un período; especialmente, añadiría
yo, si ese período está atravesado por conflictos derivados de
un pasado que no quiere pasar y de un futuro que no acaba de
alumbrar. Pero lo arduo del proceso de transición se convierte
en diáfano cuando lo característico del período queda como pe-
trificado en sentencias del siguiente tenor: «Muerto el dictador,
la transición a la democracia se realiza sobre un pacto de silencio
y olvido sustentado por el miedo a una nueva guerra civil» 17.
Deslumbrante claridad, silencio, olvido, miedo, guerra, que de
un fogonazo envía a las tinieblas los conflictos, los tanteos, los
pasos adelante y atrás, las decisiones arriesgadas, las cautelas,

17
Lo escribe Alicia GIL GIL, La justicia de transición en España. De la amnistía
a la memoria histórica, Barcelona, Atelier, 2009, p. 25, pero se puede leer lo mismo
en decenas, tal vez ya cientos, de publicaciones sobre la Transición.
130 Santos Juliá

el coraje moral, las luchas políticas, las muertes violentas, los


procesos de aprendizaje y, no en último lugar, los pactos, claro,
que deben ser explicados, pero que no explican nada cuando
se convierten en el pacto, que actúa como dios: fuente, origen
y razón de todo.
9
LA MEMORIA COTIZA
AL ALZA

Una de las principales derivaciones de la crisis de la historia


más vinculada al interés por la construcción de identidades colec-
tivas, el giro a la memoria, conquistó durante la última década del
siglo XX una posición hegemónica en la relación con el pasado, una
posición que no ha dejado de reforzarse durante la primera década
del siglo XXI. «La memoria cotiza al alza», ha escrito Reyes Mate en
2008; en realidad, y por seguir utilizando este lenguaje mercantil,
apropiado aunque insuficiente para describir el fenómeno, ya lo
venía haciendo —cotizar al alza—desde hacía años, y no sólo ni
principalmente en España. Es, en efecto, un fenómeno mundial,
anterior también a la ley Taubira —evocada por Mate— que en
2002 declaró en Francia la esclavitud crimen contra la humanidad
y, por tanto, imprescriptible. Años antes, Tzvetan Todorov ya
escribía que en el fin de milenio los europeos, y en especial los
franceses, estaban obsesionados por el nuevo culto a la memoria:
un museo a diario, cada mes con su conmemoración de un hecho
destacable. Pero si Francia se distinguía por su «delirio conmemo-
rativo», por su «frenesí de liturgias históricas», Gran Bretaña no le
iba a la zaga: la «manía preservacionista», escribió Raphael Samuel,
había invadido todos los departamentos de la vida nacional 1. La

1
Reyes MATE, La herencia del olvido, Madrid, Errata Naturae, 2009, p. 149;
Tzvetan TODOROV, que cita a Jean Claude Guillebaud, Los abusos de la memoria,
132 Santos Juliá

marea llegó tan alta que uno de sus estudiosos escribió, con inten-
ción provocadora: «Welcome to the memory industry», invitando
a un recorrido por las diversas «narrativas» sobre los orígenes y el
auge del nuevo discurso de la memoria: respuesta a la destrucción
de nuestra conciencia histórica, nueva categoría surgida de la crisis
modernista del yo, retorno de lo reprimido entendido en términos
metahistóricos o psicoanalíticos, discurso natural de los pueblos
sin historia, respuesta tardía a las heridas de la modernidad, la
memoria —según Kerwin L. Klein— se había convertido a finales
del siglo XX en una nueva y potente «industria» o, como escribe
Alon Confino, en «el término líder» en historia cultural 2.
El alza de cotización de la memoria, su liderazgo en el ámbi-
to en continua expansión de los estudios culturales y, de rechazo,
la industria de ella derivada pueden atribuirse a la confluencia
en un corto período de tiempo del auge de la nueva historia
cultural, con sus giros hacia el sujeto y hacia el lenguaje; de la
proliferación de políticas de construcción de identidades colec-
tivas, con la activa participación de los Estados; de la creciente
judicialización del pasado por la declaración como imprescripti-
bles de los crímenes contra la humanidad de los que tan repleto
aparece el siglo XX; de la conciencia del derrumbe de proyectos
colectivos de futuro que ha acompañado al hundimiento de los
sistemas de socialismo real y a la proclamación de la democracia
como horizonte irrebasable de la política; y, en fin, del pensa-
miento posmoderno, con su réquiem por los grandes relatos y su
visión del pasado como un repertorio del que cada cual extrae
su fragmento preferido para resignificarlo según lo exijan los
intereses del presente, sin consideración alguna hacia lo que
tal fragmento significó en su tiempo. La memoria se presenta
entonces como un «producto cultural» que, como resultado de
una práctica social, contribuye «a producir aquello que llama pa-

Madrid, Taurus, 2000, p. 49, y Raphael SAMUEL, Theatres of memory, Londres,


Verso, 1994, p. 139.
2
Kerwin LEE KLEIN, «On the emergence of Memory in historical discourse»,
Representations, 69 (invierno de 2000), pp. 127-149; la cita en p. 145, y Alon C ON-
FINO, «Collective memory and cultural history: problems of method», American
Historical Review, 102:5 (diciembre de 1997), pp. 1386-1403.
La memoria cotiza al alza 133

sado». Partiendo del supuesto de que sin un sujeto que recuerde,


el pasado no se produce, el hecho de recordar se entiende como
proceso de producción de aquel fragmento del pasado que res-
ponda a los intereses sociales, políticos, culturales, identitarios
muy particularmente, del sujeto, individual y, preferentemente,
colectivo, que recuerda. Un proceso que tiene lugar de forma
narrativa, por la palabra, y también conmemorativa, en la que las
palabras son parte de rituales codificados en los que participa la
comunidad de memoria.
Hace treinta años esta producción de pasado se habría lla-
mado filosofía de la historia o ideología política, hoy se llama
memoria porque con este concepto se potencia la virtualidad
del relato o de la práctica social para crear identidades co-
lectivas «dotándolas de un potencial de subversión contra un
determinado orden social» 3. Se supone que la memoria o, más
exactamente, las prácticas sociales de memoria como produc-
ción social de pasado, están dotadas de capacidad subversiva
porque se atribuye a la acción colectiva de resignificación
del pasado la capacidad de abrir caminos de futuro que las
tradicionales ideologías han bloqueado. Es un argumento que
considera las políticas hacia el pasado o políticas de memoria
como instrumento de transformación de la realidad presente
y que, correlativamente, no tiene en cuenta que los sistemas
totalitarios o las dictaduras militares son los que tienen buen
cuidado de excluir de la producción cultural no ya los relatos
de memoria que no sean a la gloria del orden establecido, sino
los de historia, manipulada desde los centros de poder políti-
co; en las democracias, la subversión cultural, por medio de la
producción de arte, de literatura o de memoria, difícilmente
llega no ya a subvertir pero ni siquiera a inquietar al orden
establecido, que suele convertir toda esa producción intencio-
nalmente subversiva —una instalación, una novela, un vídeo,
un recorrido por lugares de memoria, una camiseta— en un

3
Así lo escribe Isabel PIPER, de quien es también la cita anterior: «Investiga-
ción y acción política en prácticas de memoria colectiva», en R. VINYES, El Estado
y la memoria, Barcelona, RBA, 2010, pp. 151-152.
134 Santos Juliá

producto de consumo, según la demanda creada por la misma


oferta. Pero ésta es otra cuestión.
Fruto de estas corrientes es que «memoria colectiva» se haya
convertido rápidamente, como ha observado Astrid Erll, en una
buzzword, una palabra que zumba por todas partes, no sólo en
el mundo académico, sino también en la arena política, en la
judicatura, en los medios de comunicación, en las artes. Tanto
zumba la memoria colectiva que, para quien celebra y fomenta
su zumbido —especialmente, y en lo que al mundo académico se
refiere, los departamentos de estudios culturales y las emergentes
cátedras de memoria histórica—, la cuestión de «historia y / o
/ como memoria» se desecha por ser un enfoque no fructífero
de las representaciones culturales del pasado. En consecuencia,
Astrid Erll propone —I suggest— nada menos que «la disolución
de la inútil oposición de historia vs. memoria en favor de una
noción de los diferentes modos de rememoración en la cultura».
Mito, memoria religiosa, historia política, trauma, rememora-
ción familiar o memoria generacional son diferentes modos de
referirnos al pasado y, así vista, siempre según Erll, la historia
no sería más que otro modo de rememoración en la cultura y la
historiografía su instrumento. Tal vez nunca se haya propuesto
de manera más nítida la desaparición de la historia como co-
nocimiento crítico del pasado y su disolución en esa mezcla de
«estudios de nueva memoria cultural», resultado de un largo
proceso de reducción de lo social a lo cultural, de sustitución de
la explicación de procesos sociales por la interpretación de las
culturas y, en fin, de la concepción de la historia como actividad
intralingüística: tres corrientes de diferente origen y con diversos
intereses pero que han venido a converger en su similar desdén
por la historia como conocimiento basado en investigaciones
científicas sobre el pasado 4.
Si la hegemonía de lo cultural en la interpretación del pasa-
do, los problemas de identidad en una sociedad globalizada y la

4
Astrid ERLL, «Cultural memory studies: An introduction», en Astrid ERLL
y Ansgar NÜNNING (eds.), A companion to cultural memory studies, Berlín-Nueva
York, De Gruyter, 2010, pp. 7 y 9.
La memoria cotiza al alza 135

pérdida de proyectos colectivos de futuro pueden considerarse


determinantes del alza en la cotización de la memoria, es indu-
dable que la subida en flecha de sus valores y la extraordinaria
rapidez de su expansión está relacionada con las lecciones apren-
didas por la relevancia que la representación del exterminio de
los judíos por los nazis como Shoah o como Holocausto, escrito
con mayúscula, ha adquirido en la conciencia general americana
y europea. Lo que Norman G. Finkelstein bautizó como «indus-
tria del Holocausto» comenzó a ponerse en marcha después de
la guerra de los Seis Días, cuando Israel mostró todo su poderío
y el valor de su alianza estratégica con Estados Unidos 5. Pero
su universalización ocurrió años después del proceso Eichmann,
con la proyección de la miniserie Holocausto en abril de 1978
por la cadena NBC, en Estados Unidos, y en enero de 1979 en la
televisión alemana. Esta serie, que llegó a más de doscientos mi-
llones de americanos y que fue contemplada por quince millones
de alemanes, tuvo una influencia directa en la configuración de
la memoria del exterminio judío como Holocausto y desempeñó
un papel decisivo en la abolición por el Bundestag, ese mismo
año, de los límites de prescripción de los crímenes de guerra
y en la creación del Museo del Holocausto en Washington 6.
Por vez primera, un acontecimiento reconstruido en una serie
de televisión ejercía un influjo directo en decisiones políticas
hacia el pasado y abría la puerta a procedimientos judiciales
sobre hechos que se habían dado por prescritos. Dicho de otro
modo, por vez primera, lo que Charles Maier llamó también
«egregia industria del holocausto», además de construir y llenar
de contenidos la memoria social, conseguía, por medio de la
producción de una serie televisiva, un decisivo efecto político
y tenía repercusiones judiciales. Políticos y jueces comenzaron

5
Norman G. FINKELSTEIN, La industria del Holocausto. Reflexiones sobre la
explotación del sufrimiento judío, Madrid, Siglo XXI, pp. 36-38.
6
Peter NOVICK, The Holocaust in American life, que cito por la edición —con
título algo diferente— de Londres, Bloomsbury, 2001, pp. 209-213. Según Shlo-
mo Sand, la historia cinematográfica del Holocausto se divide en un antes y un
después de la proyección de esta serie: El siglo XX en pantalla, Barcelona, Crítica,
2004, p. 339.
136 Santos Juliá

a sentirse tan interesados o más que los historiadores, aunque


con diferentes fines, en lo sucedido en el pasado. El potencial
de este descubrimiento no haría más que crecer y extenderse en
los años siguientes.
Pues éste fue el momento de inflexión de la cotización al
alza de la memoria como privilegiada vía hacia el pasado y como
reivindicación de la presencia del pasado en el presente. Y lo
que interesa en esa rápida expansión no son tanto las decenas
de definiciones de memoria colectiva, social o cultural, además
de histórica, procedentes de la psicología social, la sociología,
la antropología o la filosofía, especialmente de Halbawchs y de
Benjamin, dos pensadores de los que tanto se usa y abusa en los
combates por la memoria, como las prácticas sociales y políticas
que han acompañado su emergencia, su consolidación y su ritua-
lización 7. Es decir, lo importante, para lo que aquí interesa, no es
llegar a una definición de lo que signifique memoria colectiva o
memoria histórica, y sus diferencias con la memoria autobiográ-
fica o personal para luego establecer su posible relación con la
historia, sino investigar quién recuerda, qué se recuerda, y cómo,
para qué fines, con qué medios se recuerda: lo que importa al
historiador de este fenómeno social que es la reconstrucción del
pasado como instrumento de, o con directas repercusiones sobre
la política, son los artífices de los relatos, los contenidos y las
prácticas de la memoria, no lo que cada cual especula o filosofa
acerca de su relación con la historia, si la memoria es la matriz
que engendra la historia o si, por el contrario, es como una masa
opaca que la historia debe penetrar, que de todo se ha escrito.
En relación con el Holocausto, estas prácticas han consis-
tido, ante todo, en su exigencia de que el pasado no pase, esto
es, que determine políticas del presente o que se ponga a su
servicio; y su descalificación de la historia, a la que suele definir
de oficial y que supone escrita por los vencedores o por quienes
medran a su sombra y que, en cumplimiento de esta función

7
Puede verse Jeffrey K. OLICK y Joyce ROBBINS, «Social memory studies: from
“collective memory” to the historical sociology of mnemonic practices», Annual
Review of Sociology, 24 (1998), pp. 105-140.
La memoria cotiza al alza 137

al servicio del poder, habrían extendido sobre las víctimas un


manto de amnesia y silencio al situarlas en las periferias del pre-
sente. La memoria, sin embargo, da voz al testigo superviviente,
que «tiene que decir sobre lo que allí pasó más que todos los
historiadores juntos» porque «sólo los que estuvieron allí saben
lo que fue aquello; los demás nunca lo sabrán», una tesis de Elie
Wiesel sobre la que Primo Levi tendría mucho que decir cuando
escribía que para un verdadero conocimiento del Lager, los La-
ger no eran un buen observatorio 8. Por otra parte, los artífices
de memoria trabajan en el reconocimiento institucional de un
estatuto especial para la víctima o para quienes han asumido su
representación promoviendo asociaciones destinadas a conservar
y fomentar la memoria de la víctima, con la que el conjunto de
la sociedad actual y futura habría contraído una deuda perenne,
que sólo saldará si establece el deber de duelo permanente y si el
Estado impulsa políticas públicas: legislar sobre el pasado, cele-
brar un día de la memoria, administrar justicia por los crímenes
cometidos, institucionalizar una narrativa codificada sobre ese
pasado que nunca debe pasar, construir lugares de memoria,
legislar sobre enseñanza en las escuelas y extender una memoria
social por medio de la celebración de rituales o la construcción
de museos que desarrollen programas de exposiciones y de cur-
sos y conferencias.
Que el pasado no pase requiere, pues, además de subven-
ciones públicas establecidas de manera regular —como las que
desde su creación recibe el Museo del Holocausto de Washing-
ton—, la presencia de nuevos profesionales dedicados a la admi-
nistración transnacional de justicia y a la creación, organización
y mantenimiento de prácticas mnemónicas que conserven vivo
el recuerdo de las víctimas. Son los entrepreneurs (en América
latina, emprendedores, y sus iniciativas, emprendimientos) de la
memoria, que pretenden, en lucha con otros emprendedores o
empresarios, «el reconocimiento social y la legitimidad política

8
Citados por Juan José CARRERAS, «¿Por qué hablamos de memoria cuando
queremos decir historia?», en C. FORCADELL y A. SABIO (eds.), Las escalas del pasado.
IV Congreso de historia local de Aragón, Barbastro, IEA-UNED, 2005, pp. 20-21.
138 Santos Juliá

de una (su) versión o narrativa del pasado» 9. En fin, la memoria


del Holocausto se ha dirigido, en Estados Unidos, y a medida
que el ethos integracionista se sustituía en las últimas décadas
por un ethos particularista, a la construcción de una identidad
judía separada, y en el Estado de Israel, esa misma memoria del
Holocausto, como ha escrito Shlomo Ben Ami, antiguo ministro
de Defensa Interior y de Asuntos Exteriores, es hoy el mayor in-
centivo de la fuerza militar, la mayor justificación de la tenacidad
israelí frente a sus enemigos o, como lo había escrito Finkelstein,
el Holocausto «resultó ser el escudo defensivo perfecto para
desviar las críticas dirigidas a Israel» 10.
Este auge de la memoria del Holocausto —o de las prácti-
cas mnemónicas del Holocausto judío— y de sus implicaciones
sobre nuestra relación con el pasado no ha dejado de despertar
preguntas por parte de historiadores y ensayistas judíos que han
llamado la atención sobre los riesgos de saturación de memoria,
de bloqueo de futuro, de reificación y sacralización del Holo-
causto, de imposición de un relato que liquida el carácter crítico
y necesariamente pluralista y discutible de la historia, olvida a las
víctimas no judías y depende en muchas ocasiones de la voz de
testigos que, como el director del archivo Yad Vashem admitía
ante un periodista, no eran fiables: de los veinte mil testimonios
recogidos por su archivo «muchos nunca estuvieron en el lugar
en que aseguraban haber sido testigos de atrocidades, otros se
basaban en informaciones de segunda mano proporcionadas por
amigos o por forasteros que estaban de paso» 11. El mismo Yosef
Hayim Yerushalmi, conocido por sus fundamentales estudios so-
bre historia y memoria judía, en su intervención en el coloquio de
Royaumont de 1987 sobre «Los usos del olvido», insistió con én-
fasis en que sólo el historiador, con su austera pasión por el hecho,
la prueba, la evidencia, que son fundamentales en su vocación,

9
Elisabeth JELIN, Los trabajos de la memoria, Madrid, Siglo XXI, 2002, p. 49.
10
NOVICK, The Holocaust, op. cit., p. 19. Shlomo BEN AMI, «La memoria del
holocausto en la configuración de la identidad nacional israelí», Pasajes, 1 (1999),
pp. 7-8. FINKLESTEIN, La industria, op. cit., p. 36.
11
NOVICK, The Holocaust, op. cit., p. 275, y también para la reflexión de Primo
Levi sobre el valor de los testimonios de sobrevivientes.
La memoria cotiza al alza 139

puede mantener la guardia contra quienes pretenden suprimir


de la fotografía a un hombre para dejar sólo su sombrero 12. Y
Shlomo Sand advierte, a propósito de la intencionada y muy cons-
ciente negativa de Claude Lanzmann a incorporar en su célebre
film, Shoah, cualquier referencia a la participación de Francia en
el envío de judíos a los campos de exterminio y a utilizar imágenes
de archivo para basarse fundamentalmente en testigos polacos:
«cuando sustituimos la historia crítica por el recuerdo personal
estamos aportando un elemento de manipulación política que
despeja el camino, consciente o inconscientemente, a un género
nuevo de presentación mitológica del pasado» 13. La conciencia
del Holocausto, escribió Boas Evron, es «un adoctrinamiento pro-
pagandístico oficial, una producción masiva de consignas y falsas
visiones del mundo, cuyo verdadero objetivo no es en absoluto
la comprensión del pasado, sino la manipulación del presente».
Tal es el resultado de la conversión, concluye Finkelstein, del ho-
locausto nazi, esto es, del exterminio de los judíos por los nazis,
en el Holocausto 14. Por idéntica razón, tal suele ser también el
resultado de la transformación de la historia, conocimiento del
pasado, en Memoria, sacralización del pasado.
Y esto es así por algo que ya observó uno de los pioneros en
el estudio de las memorias, Henri Rousso, cuando escribía que la
memoria pertenece al registro de lo sagrado, de la fe y está sujeta
al refoulement, «mientras que no hay nada ajeno al territorio del
historiador». La memoria, o, más exactamente, los discursos que
hoy construimos sobre el pasado, o la imagen que del pasado nos

12
Yosef Hayim YERUSHALMI, «Postscript: Reflections on forgetting», en
Zakhor. Jewish history and jewish memory, Seattle, University of Washington Press,
1996, pp. 116-117.
13
Shlomo Sand muestra su respeto por Lanzmann pero le reprocha haber
reinventado el pasado para hacerse con el monopolio de su nueva visión, sustan-
cialmente basada en lugares y testimonios polacos, «antes que contribuir a una
mejor comprensión de los hechos», El siglo XX en pantalla, op. cit., pp. 346-347.
Beatriz SARLO, al observar que la memoria no es siempre espontánea, afirma que en
Shoah, Lanzmann «obliga a los aldeanos polacos a recordar, con violencia verbal y
acosándolos con la cámara», Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo.
Una discusión, Madrid, Siglo XXI, p. 77.
14
Cita de Evron, en FALKENSTEIN, La industria, op. cit., p. 47.
140 Santos Juliá

hacemos, al traerlo al presente con el propósito de establecer un


deber —que será de duelo o de celebración, de reparación o de
gloria—, de construir una identidad diferenciada, o de servir a
un propósito político, necesariamente selecciona, olvida, oculta
todo lo que en ese pasado pudiera volver gris lo blanco, comple-
jo lo simple. Lo prueba de manera incontestable el olvido, hasta
fechas recientes, de las víctimas alemanas de los aliados, en las
ciudades sin ningún valor industrial ni militar planificadamente
incendiadas por los bombardeos británicos, o las torturas y sevi-
cias sufridas, también a manos de los aliados, por las poblaciones
desplazadas alemanas en la inmediata posguerra, de las que sólo
hemos tenido noticia por el trabajo de algunos historiadores,
no porque alguien haya decidido implementar políticas de me-
moria hacia estas víctimas ni porque las mismas víctimas hayan
prestado el testimonio de su terrible experiencia: «Aquella ani-
quilación hasta entonces sin precedente en la Historia pasó a los
anales de la nueva nación que se reconstruía en forma de vagas
generalizaciones y parece haber dejado únicamente un rastro
de dolor en la conciencia colectiva», ha escrito W. G. Sebald 15.
Por qué, en lugar de un museo del Holocausto judío, no se ha
construido antes en Estados Unidos un museo de la esclavitud,
preguntaba Charles Maier, recalcando que en la historia de esta
nación, la esclavitud ocupa un lugar incomparablemente mayor
que el Holocausto. La historia, sin embargo, a diferencia de la
memoria, está obligada a dar cuenta de todo: que los hechos
acumulados acerca del pasado continúen multiplicándose, que

15
Sobre la historia natural de la destrucción, Barcelona, Anagrama, 2003, p. 14.
Me ha llamado la atención que Daniel J. GOLDHAGEN, que comienza su Peor que
la guerra. Genocidio, eliminacionismo y la continua agresión contra la humanidad
(Madrid, Taurus, 2010, p. 17) con la enfática sentencia: «Harry Truman, trigésimo
tercer presidente de Estados Unidos, fue un asesino en masa», no mencione como
un caso de «eliminacionismo» los bombardeos de la Royal Air Force, planificados
para provocar tormentas de fuego sobre ciudades enteras, que causaron la muerte
de más de 600.000 alemanes, y ni por asomo se le ocurra mencionar a Winston
Churchill entre sus «asesinos en masa» de aquellos años. Pero si lo fue Truman por
arrojar dos bombas atómicas, ¿por qué no Churchill, que arrojó cientos de tonela-
das de bombas incendiarias? Para la magnitud de este crimen contra la humanidad
debe verse Jörg FRIEDRICH, El incendio, Madrid, Taurus, 2003.
La memoria cotiza al alza 141

crezca el flujo de libros y monografías, incluso si sólo las leen


los especialistas; que los ejemplares no leídos se conserven en las
estanterías, decía también Yerushalmi en Royaumont, «porque
ésa es la única manera de que nada se borre para siempre».
Nada quiere decir: incluso aquello que la memoria olvida,
aquello que no interesa a la industria, que molesta o es superfluo al
poder. De ahí que, clausurado el momento de lo que Pierre Nora
llamó histoire-memoire, el momento de la historia al servicio de la
construcción de la nación y del cultivo del sentimiento patriótico,
que fue lo propio del romanticismo y del historicismo, la historia
como conocimiento científico del pasado, con su exigencia crítica,
ha recorrido en la segunda mitad del siglo XX el largo camino de
su autonomía respecto de la memoria hasta el punto de que «nin-
guna memoria puede reconocerse en el pasado construido por la
investigación historiográfica», como observó entre nosotros Juan
José Carreras 16. Y si hoy estamos todos convencidos de la verdad
que encerraba la célebre afirmación de Renan según la cual «el
progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la
nacionalidad», mañana estaremos de acuerdo en que el progreso
de los estudios históricos es a menudo un peligro para los rela-
tos de memoria porque nos trae al presente aquello de lo que la
memoria prefiere olvidarse. La historia no puede renunciar a su
naturaleza como saber crítico, conquistada a lo largo de décadas
de trabajo científico, a medida que multiplicaba y diversificaba sus
objetos y se sacudía la tutela de la filosofía y su servidumbre a la
política. No importará entonces que la historia pueda o deba en
ocasiones herir a la memoria, como reconocía con una hermosa
metáfora, en una revisión de la relación matricial que él mismo
había postulado entre memoria e historia, Paul Ricoeur cuando se
refería a la «reapropiación del pasado histórico por una memoria
instruida por la historia y frecuentemente herida por ella» 17.

16
Juan José CARRERAS, «¿Por qué hablamos de memoria cuando queremos
decir historia?», op. cit., p. 24.
17
Ernest RENAN, ¿Qué es una nación?, estudio preliminar y notas de Andrés DE
BLAS GUERRERO, Madrid, Alianza Editorial, 1987, p. 65, y Paul RICOEUR, «Mémoire,
Histoire, Oubli», Esprit, 323 (marzo-abril de 2006), pp. 20-21.
10
Y LOS POLÍTICOS RECUPERAN
LA MEMORIA

En España, fue durante los últimos años del largo y agó-


nico declive del Partido Socialista cuando las relaciones entre
la memoria y la política o, mejor, cuando el uso político de la
historia entró de lleno en la confrontación partidaria y comen-
zó a cambiar la mirada de los políticos hacia un pasado que
años antes habían dado por clausurado 1. La posibilidad de
que el Partido Popular alcanzara una mayoría suficiente para
formar gobierno introdujo en la campaña electoral de 1993,
de una parte, la búsqueda por la derecha emergente de una
legitimación histórica que la desvinculara de connotaciones
franquistas y, de otra, las acusaciones desde la izquierda rela-
cionadas con ese pasado, que prácticamente habían desapare-
cido del lenguaje político desde las elecciones de 1979, cuando
Felipe González, candidato a la presidencia, y Adolfo Suárez,
presidente en funciones, intercambiaron duros reproches sobre
la auténtica significación de sus partidos y sobre los peligros
que, en relación con el pasado de cada cual, se cernían sobre
España si uno u otro resultara vencedor. Luego, desde 1982,

1
Con algunas modificaciones, este capítulo funde mucho de lo que publiqué
en «El retorno del pasado al debate parlamentario,1996-2003», Alcores. Revista
de Historia Contemporánea, 7 (2009), pp. 231-256, con parte de mi trabajo sobre
«Políticas públicas de la memoria», publicado en Informe sobre la democracia en
España. 2011, Madrid, Fundación Alternativas, 2011.
144 Santos Juliá

con UCD destrozada por sus divisiones internas y con Alianza


Popular incapaz de constituirse en alternativa de gobierno,
Felipe González no sintió ninguna necesidad de insistir sobre
el pasado de su principal oponente, Manuel Fraga, a quien,
según era fama de la que González se hacía eco, le cabía el
Estado en la cabeza.
La estrategia de no evocar el pasado en la confrontación
política poco tuvo que ver durante esos años con el miedo, ni
con el sentimiento de culpa compartida, ni con una supuesta
aversión al riesgo; más bien, habría que relacionarla con la
convicción, apoyada en los resultados electorales, de que el
franquismo, como la guerra civil, eran historia y debían quedar
como pasto de historiadores. Más valía que quedaran del lla-
mado régimen anterior algunos restos del naufragio flotando a
la vista de todos en el océano del apabullante triunfo socialista:
su presencia, a la deriva, reforzaba la hegemonía del PSOE en
el sistema de partidos. En tiempos de euforia, con antiguos
miembros de formaciones políticas de la oposición antifran-
quista convertidos en ministros, subsecretarios, directores
generales, diputados, presidentes y consejeros de Comunidades
Autónomas, alcaldes o concejales, los socialistas no tuvieron
interés en recordar el pasado de sus adversarios ni en reclamar
reparaciones morales o políticas por el suyo. Y sus adversarios,
si algo buscaban en su relación con el pasado, era alejarse lo
más posible de cualquier vinculación que pudiera restarles
apoyo en las urnas.
Las acusaciones de corrupción y guerra sucia, que habían
esmaltado la tercera legislatura socialista (1989-1993), y el rear-
me ideológico del Partido Popular, con su rápido avance como
alternativa de gobierno, modificaron esta actitud ante el pasado.
El nuevo candidato del PP, José María Aznar, desarrolló una es-
pecie de recuperación de la memoria histórica avant la lettre, no
carente de astucia: se presentó no, desde luego, como heredero
de la derecha franquista; tampoco como nueva encarnación de la
derecha católica de la República; ni siquiera como una manifesta-
ción actualizada de los jefes del Partido Conservador, de Antonio
Maura, por ejemplo, o de Antonio Cánovas, por más que algunos
historiadores de cabecera recomendaran algunas de estas peligro-
Y los políticos recuperan la memoria 145

sas relaciones y hasta postularan para la genealogía de la nueva


derecha a figuras tan poco recomendables a efectos electorales
como los generales Espartero y Prim 2. En la campaña electoral de
1993, Aznar no habló nada de la derecha fascista o autoritaria, ni
de la católica, ni de la conservadora; o mejor, habló únicamente
para distanciarse de todas ellas: «Yo nunca me he sentido iden-
tificado con la derecha clásica española», afirmó rotundamente.
José María Aznar, nieto de Manuel Aznar, no quería que nadie
lo confundiera con «la derecha española de 1930» y afirmaba
con cierto énfasis su identificación «con el Azaña español, con
el Azaña patriota, con el Azaña desengañado, con el Azaña que
tiene un concepto de una España integral, y no con el Azaña
que hace una política de estratega en el año 1933» 3.
Este uso público de la figura y de una inventada signifi-
cación política de quien fuera presidente del gobierno y de la
República —a quien Felipe González había evocado también
en las elecciones de 1982— era parte de la fabricación de una
nueva identidad para la derecha que reforzara su imagen cen-
trista y, a la par, su proyecto reformista. Con el propósito de
romper el techo electoral de Manuel Fraga, José María Aznar
se construyó para esas elecciones la identidad de un líder de
centro capaz de englobar a la derecha, evitando de esta manera
la acusación de oportunismo que le habría valido la imagen de
líder de la derecha que por razones electorales se desplazaba
hacia el centro. Por eso, su negativa a cualquier identificación
con la derecha clásica, por eso su «vocación profundamente
azañista» y por eso, también, su «mano tendida» a los partidos
nacionalistas de Cataluña y Euskadi para el día siguiente a las
elecciones. Una imagen que fue penetrando en un sector del
electorado suficiente para que, en febrero de 1993, popula-
res y socialistas aparecieran en las encuestas del CIS en una

2
Como propuso Guillermo Gortázar, secretario de formación del Partido Po-
pular, en entrevista concedida a Enric González y publicada en El País, 28 de mayo
de 1993, bajo el expresivo título, «Ni terratenientes, ni clericales, ni militares».
3
«No me identifico con la derecha española clásica», entrevista en El País,
3 de junio de 1993. «Aznar reivindica Azaña en Barcelona», El País, 28 de abril
de 1993.
146 Santos Juliá

situación de empate técnico, un hecho insólito en la reciente


historia electoral 4.
Ésa era una situación inédita para Felipe González, que hubo
de enfrentarse por primera vez a la posibilidad real de perder no
sólo la mayoría absoluta, como era previsible, sino simplemente
el gobierno. Su partido había perdido electores y escaños lenta
pero progresivamente desde las elecciones de 1986, aunque la
distancia con el PP se había mantenido por encima de catorce
puntos en las de 1989, lo que le había asegurado por tercera
vez, y sólo por un diputado, la mayoría absoluta y la posibilidad
de formar gobierno sin necesidad de pactos de legislatura con
ninguna otra formación política. Cuatro años después, en 1993,
las cosas habían cambiado: los populares, muy crecidos gracias al
continuo bombardeo de escándalos de corrupción, a la división
en dos facciones de la otrora sin fisuras cúpula del PSOE y a las
acusaciones de guerra sucia contra ETA, se habían convertido
en alternativa de gobierno. Ante esa nueva situación, González
decidió atacar al PP como partido heredero del franquismo, una
acusación que ya había dirigido a Suárez y a su partido pero
que no se le había ocurrido echar en cara a Alianza Popular ni
a Fraga, y que Aznar recibió como si se tratara de la ruptura
del «pacto que se hizo al traer la democracia a España en el
que todos decíamos: pasamos página y construimos juntos el
futuro» 5.
¿Se rompió, como lamentaba Aznar en la campaña electoral
de 1993, un pacto de «pasar página», que se habría sellado du-
rante la Transición? Todo depende de lo que se entienda por tal
pacto, porque la verdad es que en el asedio a que fue sometido
Adolfo Suárez en 1980 no faltaron algo más que alusiones a su
pasado franquista, procedentes también de su propio campo.
En cualquier caso, empatados en intención de voto con el PP,
los socialistas comenzaron a utilizar el pasado, no el que a ellos

4
Lo ha recordado Carles CASTRO en Relato electoral de España (1977-2007),
Barcelona, Instituto de Ciencias Políticas y Sociales, 2008, p. 141.
5
«Aznar acusa a González de romper el pacto para no remover el pasado. El
líder del PP rinde homenaje a Azaña», El País, 24 de mayo de 1993.
Y los políticos recuperan la memoria 147

mismos o a sus antecesores en el partido pudiera afectarles,


sino el que podían cultivar de la derecha con el propósito de
obtener réditos electorales: en una campaña electoral, nadie
recuerda los errores propios; se ocupa sólo de las maldades del
adversario. Y así los dirigentes del PSOE repitieron en varios
mítines celebrados durante la campaña electoral de 1993 que los
candidatos del PP eran la «peor derecha de Europa» 6, heredera
de la que había arrastrado por el fango la figura del presidente
de la República, que en una operación «irracional de traves-
tismo político el presidente del PP trataba de reivindicar». En
un mitin en Barcelona, González recuperó al «antifranquista
sentimental» que llevaba dentro reafirmando «el orgullo de una
generación que se resiste a dar por acabada su tarea y que sabe
que la derecha siempre llega al poder de España para instalarse
en él con dilatada comodidad» 7. La estrategia resultó rentable
en términos electorales, el PSOE volvió a ganar las elecciones
generales, aunque esta vez sólo por mayoría relativa, y pocos
meses después, en las autonómicas de Galicia, menudearon las
acusaciones dirigidas a Manuel Fraga por su pasado franquista,
acusándole de extremismo y autoritarismo y conminándole a de-
jar de actuar como si todavía fuese «el ministro de Información
del régimen pasado» 8, un dato que no era necesario revelar, pues
estaba a la luz del día y en la memoria de todos. De aquel otro
Manuel Fraga al que, según González, el Estado le cabía en la
cabeza, no quedó nada.
La infeliz deriva que tomó la legislatura de 1993, privados
los socialistas de la mayoría absoluta, con incesantes sobresal-
tos por la acumulación de escándalos de corrupción, bajo la
espada de Damocles de jueces airados, más que por agravios a

6
Alfonso Guerra en la presentación de la campaña electoral, El País, 7 de
mayo de 1993.
7
Mitin de Felipe González en el Palau Sant Jordi, de Barcelona, La Van-
guardia, 4 de junio de 1993. Arcadi ESPADA, «Sentimientos», El País, 4 de junio
de 1993.
8
Así se expresó el candidato socialista a la presidencia de la Xunta, Antolín
Sánchez Presedo, según informaba Xosé HERMIDA en El País, 25 de agosto de
1993.
148 Santos Juliá

su sentido de la justicia, por la frustración de carreras políticas


truncadas, y la ofensiva de la oposición bien apoyada en medios
de comunicación, situó al último gobierno de Felipe González
a la defensiva, en medio de una creciente desmoralización y de
un deseo soterrado de abandonar el poder. Pero, al convocar
elecciones anticipadas, se produjo en los primeros meses de 1996
una curiosa inversión de papeles: para no asustar a los electores
autoubicados en el centro y hasta en el centro-izquierda, el PP
y su líder, dando por segura la victoria, decidieron realizar una
campaña de perfil bajo, invocando de nuevo a Azaña, mientras el
PSOE y, muy personalmente, Felipe González pensaron reducir
la dimensión de su previsible derrota ideando una campaña muy
agresiva. Se dio así el caso de que cuando el PP más y mejor
aparecía revestido con piel de cordero, el PSOE lo retrató con
piel, peor que de lobo, de dóberman.
Y esto sí que fue una verdadera ruptura, no de un pacto,
sino de unos modos convenidos de realizar campañas electora-
les. Porque con el dóberman afloró una nueva versión del relato
secular de las dos Españas, presentada una en blanco y negro,
como exigía la memoria del pasado al que pretendían devolver
a España los populares, y la otra en color, como la que estaban
construyendo los socialistas. Una España que venía a destrozar
las conquistas hasta ese momento conseguidas y a la que era
preciso resistir al grito de «no pasarán», evocador de la heroica
defensa de Madrid frente a las tropas rebeldes que lo cercaban
en 1936 9. La España en positivo de González eran «muchachas
guapas, ancianos lustrosos y deportistas vencedores que se mue-
ven en un mundo de colores dotado de trenes de alta velocidad,
autovías rectilíneas, molinos de viento que generan electricidad,
ambulatorios impecables y aulas soleadas con los últimos orde-
nadores; un mundo presidido por un líder maduro y sonriente

9
«Unas 40.000 personas reciben al líder socialista al grito de “No pasarán”»,
escribía La Vanguardia, 1 de marzo de 1996, al dar cuenta del mitin convocado
por el PSC en el Palau Sant Jordi, de Barcelona. En el mismo día, según otra in-
formación de La Vanguardia, Aznar invocaba a Azaña en un «gigantesco concierto
mitin de Valencia».
Y los políticos recuperan la memoria 149

que se codea con los grandes del planeta». Frente a esa España,
se alzaba en el vídeo «una España en blanco y negro en la que las
imágenes deformadas de Aznar y Álvarez Cascos se sobreponen
a las de las fauces de un dóberman, la explosión de una bomba,
la caída de unos rayos y los oscuros manejos de un titiritero».
El PSC también tomó gusto a los vídeos y presentó en uno de
ellos imágenes en sepia de las dos dictaduras del siglo XX, la de
Franco y la de Primo de Rivera 10. Fue la primera representación,
después de la muerte de Franco, de la entrañable y algo vetusta
imagen de las dos Españas, ahora revitalizada a todo color en
cintas de vídeo, y la primera en la que una España resistía a la
otra con lenguaje rescatado de la guerra civil.
Y con un resultado espectacular: ganó el PP, como todo
el mundo daba por descontado, pero no se hundió el PSOE,
al que, en palabras de su secretario general, sólo le faltó una
semana de campaña para dar la vuelta al estrecho margen ob-
tenido por los populares. Con sus 156 escaños frente a los 141
obtenidos por el PSOE, el PP tendría que gobernar en minoría,
negociando el apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos, que
se lo concedieron después de recibir algo más que las contra-
partidas habituales en los acuerdos entre gobiernos centrales y
autonómicos: Aznar no dudó en pagar un precio relativamente
alto para lograr el voto del PNV en la sesión de investidura,
recuerda Xavier Arzalluz, muy sorprendido porque en realidad
no lo necesitaba: para la mayoría absoluta en primera votación
le hubieran bastado los votos de CiU 11. Sostenido en esos acuer-
dos, Aznar pudo desarrollar una política destinada a desvanecer
cualquier temor sobre las intenciones que la izquierda le había
atribuido durante la campaña electoral. Y por lo que se refería a
las políticas hacia el pasado, todo parecía indicar que continuaría
las desarrolladas por el PSOE, con iniciativas parlamentarias
destinadas a restituir derechos o aprobar compensaciones eco-

10
Crónicas publicadas en El País, 19 y 22 de febrero de 1996. Un segundo
vídeo repetía el mismo esquema, aunque en su primera parte las citas históricas se
dedicaban a recordar la Generalitat republicana , hasta entonces olvidada.
11
Xavier ARZALLUZ, Así fue, Madrid, 2005, pp. 442-443.
150 Santos Juliá

nómicas por medio de leyes aprobadas por una amplia mayoría


de diputados, como había sido el caso, entre otras, de la Ley
18/1984, de 8 de junio, sobre reconocimiento como años traba-
jados a efectos de la Seguridad Social de los períodos de prisión
sufridos como consecuencia de los supuestos contemplados en
la Ley de Amnistía; la Ley 37/1984, de 22 de octubre, de Reco-
nocimiento de Derechos y Servicios Prestados a quienes durante
la Guerra Civil formaron parte de las Fuerzas Armadas, Fuerzas
de Orden Público y Cuerpo de Carabineros de la República; o,
en fin, la Ley 4/1986, de 8 de enero, de Cesión de Bienes del
Patrimonio Sindical Acumulado.
Y así fue en los primeros meses de la nueva legislatura.
Como resultado del pacto de investidura alcanzado con los
nacionalistas vascos, el PP negoció con el PNV el proyecto de
ley de restitución o compensación a los partidos políticos de
bienes y derechos incautados en aplicación de la normativa sobre
responsabilidades políticas del período 1936-1939, que venía a
completar la Ley de 8 de enero de 1986, sobre restitución del
patrimonio sindical histórico a las organizaciones sindicales,
aprobada al término de la primera legislatura socialista. Presen-
tado el nuevo proyecto de ley a finales de diciembre de 1997, la
exposición de motivos recordaba las decisiones que se habían
tomado desde los gobiernos de UCD con el propósito de restau-
rar «situaciones jurídicas ilegítimamente afectadas por decisiones
adoptadas al amparo de una normativa injusta». El gobierno del
PP, autor del proyecto, reconocía expresamente por vez primera
en un texto legal la injusticia de los decretos y leyes aplicados a
«los partidos y agrupaciones políticas y sociales que integraban
el Frente Popular» y la ilegitimidad de las situaciones creadas,
con el consiguiente reconocimiento del derecho de compensa-
ción o de restitución de los bienes incautados en aplicación de
la normativa franquista de responsabilidades políticas 12.

12
BOCG, CD, serie A, núm. 100-1, 30 de diciembre de 1997, pp. 1-4. Según
González de Txabarri, DSCD, Comisión Constitucional, 23 de junio de 1998,
p. 14064, este proyecto de ley formaba parte de un «pacto de legislatura». Fue apro-
bado en Comisión por 24 votos contra 14. El pleno de 26 de noviembre de 1998
Y los políticos recuperan la memoria 151

En muy poco tiempo, sin embargo, este acuerdo entre PP y


PNV sobre lo que el Parlamento podía o debía legislar respecto
al pasado dio un vuelco espectacular, y sorprendente si no se
tiene en cuenta que en la segunda mitad de la legislatura, tras el
pacto de Lizarra sellado por PNV, EA y ETA en agosto de 1998,
las relaciones entre populares y nacionalistas se arruinaron por
completo. Por lo que respecta a las políticas hacia el pasado, el
deterioro de esta relación se puso de manifiesto después de que
una delegación de diputados con representación de todos los
grupos parlamentarios quedara muy impresionada, en una visita
a México, por las huellas que el exilio español había dejado en
aquellas tierras y por los actos que allí se estaban organizando
para conmemorar en 1999 su sesenta aniversario. En Méxi-
co, los diputados viajeros despertaron «a un problema, a una
cierta indignación contra el olvido», como recordará dos años
después Felipe Alcaraz, dirigente del Partido Comunista 13. No
podía ser que mientras en México el exilio español permanecía
como una presencia viva y recordada, en España hubiera caído
en el olvido. «Una cosa es no mirar atrás y otra cosa es que nos
hurten la propia memoria», dirá el diputado del PNV Iñaki
Anasagasti, echando a rodar desde el Congreso la especie de que
en España se había producido durante la Transición un robo de
la memoria 14. Y resulta paradójico, pero fueron diputados del
PCE y del PNV, los dos partidos que en 1977 habían clamado
con voces más altas por la amnistía para «ambos bandos» o por
una amnistía de «todos para todos», acompañando esos clamores
con el deseo explícitamente manifestado de arrojar el pasado al

aprobó la Ley por 184 votos a favor, 133 en contra y cuatro abstenciones: DSCD,
Pleno y Diputación Permanente, p. 10794. Como Ley 43/1998, de 15 de diciembre,
de Restitución o Compensación a los Partidos Políticos de Bienes y Derechos Incau-
tados en aplicación de la normativa sobre responsabilidades políticas del período
1936-1939, fue publicada en BOE, 16 de diciembre de 1998.
13
En su intervención en el debate sobre condena del «alzamiento militar de
18 de julio de 1936», presentada por el Grupo Parlamentario Vasco: DSCD, 13 de
febrero de 2001, p. 2820.
14
Presentación de la proposición no de ley: BOCG, CD, serie D, núm. 447,
14 de junio de 1999. El debate: DSCD. Comisión de Asuntos Exteriores, 14 de
septiembre de 1999.
152 Santos Juliá

olvido, los que ahora, transcurridos veinte años de aquella am-


nistía, culpaban a la Transición de haber hurtado la memoria y
mostraban su indignación por un olvido que ellos mismos habían
exigido a todos los demás.
La delegación parlamentaria regresó, pues, de su viaje por
México animada por el encomiable propósito de recuperar la
memoria del exilio. Propósito que se llevó a la práctica el 26 de
mayo de 1999 por medio de la presentación, en la Comisión de
Asuntos Exteriores del Congreso, de una proposición no de ley
«sobre conmemoración del 60 aniversario del exilio español con
ocasión de la finalización de la Guerra Civil española», firmada
por los grupos nacionalistas y de izquierda: Catalán, Socialista,
Coalición Canaria, Federal de Izquierda Unida, Vasco y Mixto,
es decir, por todos los grupos parlamentarios, excepto el Po-
pular. En la parte dispositiva de la proposición, se instaba al
gobierno a crear una Comisión interministerial que analizara el
impacto que para España tuvo la diáspora, promoviera la recu-
peración de materiales documentales, emprendiera las iniciativas
necesarias para la recuperación de los derechos perdidos por los
exiliados y sus herederos, creara un fondo de ayuda para aten-
derlos y desarrollara un programa de actos conmemorativos en
coordinación con los países de acogida 15.
Pero en aquel texto había más, y de otra índole, que una
mera instancia al gobierno para que se ocupara del exilio. Había,
en su parte declarativa, una condena formal del «levantamiento
militar contra la legalidad constituida, encarnada en las institu-
ciones que representaron la II República Española». Además,
los grupos proponentes se habían explayado en una exposición
de motivos en la que, tras recordar que se cumplía el 60 ani-
versario de la finalización de la guerra civil, añadían: «El golpe
fascista militar contra la legalidad republicana había triunfado
y, con él, se abría un negro horizonte que habría de durar casi

15
BOGD, CD, 14 de junio de 1999, pp. 13-14. La proposición fue firmada
el 26 de mayo de 1999 por los diputados Josep López de Lerma, Luis Martínez
Noval, José Carlos Mauricio, Felipe Alcaraz, Begoña Lasagabaster, Iñaki Anasagasti,
Guillermo Vázquez y Ricardo Peralta.
Y los políticos recuperan la memoria 153

cuarenta años de dictadura personalista y ausencia total de


garantías y libertades». España había quedado sumida durante
esos años «en las tinieblas del atraso y la ignorancia, de la autar-
quía y el subdesarrollo, del fanatismo y el rencor. Toda relación
exterior fue cortada». Y por lo que se refería al interior, «sólo
las organizaciones políticas de la izquierda, los nacionalismos
democráticos y grupos de inspiración republicana mantuvieron
una larga lucha por la recuperación de la legalidad democrática
y las libertades».
A la vista de un texto que a la conmemoración del exilio aña-
día una explícita condena del golpe militar y una reivindicación
de los partidos nacionalistas, republicanos y de izquierda como
únicas organizaciones que lucharon por la recuperación de la
democracia, el representante del PP en la Comisión, José María
Robles Fraga, se preguntó «si estamos hablando de las mismas
proposiciones no de ley de las que se acordó realizar una inicia-
tiva conjunta en aquel viaje a México». Lo acordado «de manera
informal» habría consistido en que sería bueno recordar «igual
que lo estaban haciendo nuestros amigos y hermanos mexicanos,
el 60 aniversario del exilio» y elaborar en consecuencia «una
proposición no de ley de concordia, de memoria y de agrade-
cimiento a quienes habían acogido, no solamente en México, a
nuestros compatriotas». Eso era lo acordado y esto era lo que
lamentaba el diputado popular, que con la proposición presenta-
da se rompía el acuerdo. Por eso, insistía, si a la parte dispositiva
de la proposición no de ley, en la que todos estaban conformes,
se añadía una parte declarativa que cargaba toda la culpa de la
guerra en unos y toda la acción por la democracia en los otros,
entonces se cometía un error. Grave y sin duda condenable era
la quiebra de legalidad republicana de 1936 pero ¿cómo olvidar
que había sido precedida por otras quiebras de legalidad, entre
ellas la revolución de Asturias de 1934? ¿Y cómo olvidar que
monárquicos, demócrata-cristianos y liberales contribuyeron
también a la recuperación de la democracia en este país? El
Grupo Popular no pretendía olvidar, añadía Robles Fraga, sino
que había aprendido, como toda la sociedad española, la lección
del presidente Azaña, la de la paz, piedad y perdón, y había
sabido omitir de su debate político concreto las referencias al
154 Santos Juliá

mayor error, al mayor desastre colectivo de nuestra historia, que


fue aquel en que «los españoles decidimos exterminarnos unos a
otros y pensamos que en la desaparición del otro está la solución
a nuestros problemas» 16.
En estos términos se desarrolló el primer debate parlamenta-
rio para instar una actuación gubernamental en relación con un
acontecimiento del pasado en el que se expusieron argumentos
basados en relatos históricos radicalmente enfrentados. Si se
hubiera tratado únicamente de las acciones que era preciso lle-
var a cabo para celebrar con dignidad el aniversario del exilio,
nada habría dividido al Grupo Popular del resto de los grupos
parlamentarios, como nada los había separado en la tramitación
y aprobación final de la ley negociada con el PNV sobre restitu-
ción o compensación a los partidos políticos de bienes incauta-
dos por la normativa de responsabilidades políticas. En ese caso,
el acuerdo político entre PNV y PP facilitó la aprobación, sin
mayor problema y sin interferencias de memorias históricas di-
vididas, del proyecto de ley presentado por el gobierno. Ahora,
todo había cambiado. Los pactos de legislatura habían saltado
por los aires; el PNV había sellado un pacto público con HB y
secreto con ETA; CiU quería mostrar sus distancias respecto
al gobierno con el que había mantenido excelentes relaciones
desde la inesperada cesión del 30 por 100 del IRPF; Izquier-
da Unida, que había atacado duramente al Partido Socialista
con su estrategia de las dos orillas, estaba también interesada
en mostrar su oposición al PP; y el PSOE, tras el fiasco de las
elecciones primarias, había iniciado un giro a la izquierda que
comprendía una nueva actitud hacia un pasado que él mismo
había construido. Todo confluía así para que el propósito de
conmemorar como merecía el 60 aniversario del exilio se con-
virtiera en ocasión propicia para mostrar a la luz del día, ante
las inminentes elecciones, que el Partido Popular era el heredero
del «levantamiento militar» de julio de 1936. ¿La mejor prueba?
Su negativa a condenarlo.

16
Intervención de Robles Fraga, DSCD, Comisión de Asuntos Exteriores,
14 de septiembre de 1999, pp. 21856-21858.
Y los políticos recuperan la memoria 155

Y así, la primera condena del «levantamiento militar» que


se aprobó en un Parlamento español lo fue por una mayoría
absoluta de la que estuvo ausente el Partido Popular, que go-
bernaba en minoría gracias a su acuerdo de legislatura con el
nacionalismo catalán. Pero lejos de erosionar el suelo sobre el
que se sostenía el gobierno, la política de la oposición, con los
socialistas arrastrando el problema sucesorio, los comunistas
erráticos entre sus dos orillas, y los nacionalistas metidos en
la aventura de un nuevo Galeuzca tras el pacto de Barcelona,
colaboró a ampliar el triunfo del Partido Popular en las elec-
ciones de 2000, lo que realimentó, para lo que aquí interesa, la
corriente de proposiciones no de ley relacionadas con la Guerra
Civil y Dictadura. Entrados ya en 2002, la totalidad de grupos de
oposición presentó para su discusión en el Pleno del Congreso
una nueva proposición no de ley sobre la adopción de medidas
de reparación moral y económica a presos y represaliados políti-
cos durante el régimen franquista. De la condena del alzamiento
militar o fascista, los grupos de oposición habían pasado a situar
en el centro del debate la dictadura franquista y la represión
de la que fueron objeto quienes «sufrieron la persecución, las
torturas, la cárcel y hasta la muerte», como decía la diputada
socialista Dolores García-Hierro al defender ante el Pleno esta
proposición no de ley 17.
El desplazamiento de la guerra a la dictadura agudizó la crí-
tica de la transición a la democracia como un tiempo en el que
se había cometido «un acto de injusticia [...] con las personas,
con los hombres y las mujeres, que lucharon contra la dictadura,
la sufrieron y trabajaron para la libertad», según afirmó Joan
Puigcercós, de Esquerra Republicana, al exigir de la Cámara el
reconocimiento de que «el Estado español franquista llevó una
política de genocidio contra aquellas personas que defendían

17
Proposición no de ley de los grupos parlamentarios Socialista, Catalán,
Federal de Izquierda Unida, Vasco, Coalición Canaria y Mixto, sobre la adopción
de medidas de reparación moral y económica a los presos y represaliados políticos
durante el régimen franquista, DSCD, Pleno y Diputación Permanente, núm. 139,
19 de febrero de 2002, p. 7045.
156 Santos Juliá

la libertad». Josu Erkoreka, del PNV, compartía la opinión de


quienes aseguraban que «la transición política a la democracia,
tan glosada, tan ponderada, tan ensalzada entre nosotros [...]
se cimentó en la desmemoria, se asentó en el olvido». Y si la
decisión de no hurgar en lo ocurrido podía venir aconsejada
por la prudencia, era ya hora, añadía, de «saldar cuentas con el
pasado en términos de justicia histórica» desoyendo las voces
que «pretenden tender un oscuro manto sobre el pasado». Por el
PSOE, García-Hierro reiteró la «enorme diferencia» que existía
entre los antiguos servidores del franquismo, aunque algunos
de ellos hubieran ayudado a la instauración de la democracia,
y «los que lucharon contra el golpe militar, contra la rebelión
fascista, a favor del poder legítimamente establecido, la Segunda
República, y después contra la dictadura franquista y el fascismo
en Europa». La reconciliación, de la que tanto se hablaba, exigía
poner las cosas en su sitio: aquí hubo víctimas y hubo verdugos,
y aunque la amnistía se aplicó tanto a unos como a otros, no se
podía «caer en el olvido» y en la «amnesia general, interesada,
según la cual ni guerra civil ni dictadura existieron». Fue de
nuevo el representante del Grupo Catalán, Josep López de
Lerma, el único que afirmó que la Transición seguía siendo «un
auténtico bálsamo para la agitada historia de España» y que «la
recuperación de las libertades democráticas se llevó a cabo bajo
el tácito acuerdo de no mirar atrás» 18.
Si se exceptúa al Grupo Catalán, lo que repetía con insisten-
cia el resto de la oposición era un relato de la reciente historia
de España que vinculaba la actual democracia con la tradición
democrática republicana saltando por encima de la Transición.
Como se pondrá de manifiesto con más nitidez en la siguiente
legislatura, cuando los socialistas vuelvan al gobierno, el objetivo
político del discurso histórico que acompañaba a todas estas
proposiciones consistía en afirmar el contenido democrático de
las tradiciones obreras, nacionalistas y republicanas, para asen-
tar en ellas las bases de una especie de segunda transición que

18
Ibid., pp. 7048-7052.
Y los políticos recuperan la memoria 157

hiciera justicia a todos los que resistieron el «levantamiento fas-


cista» de 1936. En consecuencia, lo construido en la Transición
aparecía inevitablemente afectado de una especie de ilegitimidad
de origen, por haber olvidado y silenciado esas tradiciones, por
no haber reparado jurídica y políticamente a quienes lucharon
por la democracia y por haber hurtado a la manifestación de la
voluntad popular el tipo de régimen político que quisiera darse.
La primera consecuencia jurídico-política de esta visión de la
historia estaba clara y los diputados de ERC, IU y PSOE no
tardarán en enunciarla: si se afirmaba que la democracia actual
provenía directamente, por vía legal, de la dictadura, entonces el
Estado español tenía que anular todas la sentencias que habían
emitido los consejos de guerra y los tribunales especiales de la
misma dictadura contra todos los que habían luchado, muchas
veces a costa de sus vidas, por la democracia.
Frente a este discurso, el PP reivindicó una vez más el proce-
so de transición, guardándose de condenar la dictadura aunque
definiéndola como «el régimen que conculcó las libertades desde
su triunfo a partir del año 1939 [...] hasta el fallecimiento del
dictador». Su portavoz en los debates sobre cuestiones relacio-
nadas con el pasado, Manuel Atencia, no tuvo inconveniente en
calificar de dictador a Franco ni de dictadura a su régimen, pero
sólo para resaltar a renglón seguido «la ejemplar transición que
entre todos nos dimos» y enumerar el conjunto de disposiciones
tomadas para rehabilitar y reparar a quienes sufrieron perse-
cución o perdieron sus empleos 19. Esta línea argumental —el
régimen de Franco conculcó las libertades, pero la transición fue
ejemplar— tuvo su culminación más elocuente en la sesión de
la Comisión de Justicia e Interior celebrada el 24 de octubre de
2002, para debatir la proposición no de ley presentada por IU
«relativa al reconocimiento del honor y de los derechos de los
presos políticos sometidos a trabajos forzados por la dictadura
franquista». Atencia acogió favorablemente esta nueva iniciativa
y presentó una enmienda en la que proponía que el Congreso

19
En el debate sobre rehabilitación de los combatientes guerrilleros: DSCD,
Comisión de Defensa, 27 de febrero de 2001, pp. 4810-4811.
158 Santos Juliá

reafirmara «una vez más su pleno reconocimiento moral de to-


dos los hombres y las mujeres que padecieron la represión del
régimen franquista y por profesar convicciones democráticas,
[y honrara] la memoria de los prisioneros políticos que fueron
víctimas de la explotación y sometidos a trabajos forzados por
la dictadura». El Grupo Popular, terminó diciendo su represen-
tante, «está absolutamente de acuerdo con el espíritu que anima
la iniciativa de Grupo de Izquierda Unida, es decir, de hacer un
reconocimiento, una rehabilitación si se quiere, desde el punto
de vista moral, político, de los presos políticos [...] Entendemos
que la Cámara debe hacer ese reconocimiento» 20.
Esta vez, la enmienda del PP fue bien recibida por IU y pre-
paró los ánimos para que el primer acto de esta larga pugna en
torno al pasado culminara en la sesión de 20 de noviembre de
2002 de la Comisión Constitucional con la aprobación unánime
de una enmienda transaccional, negociada por los representantes
de todos los grupos con la manifiesta intención de poner punto
final a la serie de debates iniciados tres años antes y nunca sus-
pendidos. Los miembros de la Comisión se encontraron ese día
encima de la mesa cinco proposiciones no de ley relacionadas
con lo que ya era lugar común denominar memoria histórica.
La primera, de Izquierda Unida, sobre el reconocimiento moral
de todos los hombres y mujeres que padecieron la represión del
régimen franquista por defender la libertad y por profesar las
convicciones democráticas; la segunda, del Grupo Socialista,
instaba a los poderes públicos a reparar moralmente a las vícti-
mas de la guerra civil desaparecidas y asesinadas por defender
valores republicanos y a reconocer el derecho de familiares y
herederos a recuperar sus restos, nombre y dignidad; la tercera,
presentada también por los socialistas, se dirigía a desarrollar
políticas de Estado para el reconocimiento de los ciudadanos
exiliados; la cuarta, a iniciativa de IU, instaba a proceder a las
exhumaciones de fosas comunes de la guerra civil; y, en fin, el
Grupo Mixto presentó una quinta proposición sobre la devolu-

20
DSDC, Comisión de Justicia e Interior, 24 de octubre de 2002, pp. 1615-1616.
Y los políticos recuperan la memoria 159

ción de la dignidad a los familiares de los fusilados durante el


franquismo. Relacionada también con esta problemática, aunque
defendida aparte, una última proposición no de ley versaba so-
bre el reconocimiento de Blas Infante como padre de la patria
andaluza 21.
Ante esta avalancha de proposiciones, el portavoz del PP en
la Comisión constitucional, José Antonio Bermúdez de Castro,
reunió a los representantes de todos los grupos que llegaron al
insólito acuerdo, por única vez en la historia de la democracia,
de fundirlas en una única enmienda transaccional. Comenzaba
el texto finalmente acordado con un largo exordio en el que la
Constitución de 1978 aparecía como punto final de un «trágico
pasado de enfrentamiento civil entre españoles» y evocaba, con
cita de Antonio Machado, el relato de las dos Españas como
«fiel reflejo de esta dramática realidad existencial de la nación
española». Por fortuna, añadía la enmienda, en 1978, una gene-
ración de españoles, que recordaba «el lamento de aquel otro
gran español, Manuel Azaña», decidió no volver a cometer los
viejos errores y dejó en las Cortes Constituyentes testimonios
concluyentes del espíritu de concordia nacional. Nada, pues,
de amnesia ni de silencio: los diputados de todos los partidos
firmantes de la enmienda volvían a poner en valor la memoria
que la transición había proyectado sobre el pasado de guerra
en términos muy parecidos a los empleados en la sesión de
14 de octubre de 1977, una historia trágica protagonizada por
dos Españas enfrentadas a muerte, con el añadido de que tal
historia había felizmente terminado en una reconciliación de la
que había nacido una Constitución «impregnada de voluntad de
convivencia». No sólo la Constitución; antes que ella, la volun-
tad de convivencia se había manifestado en la Ley de Amnistía,
un acontecimiento histórico que «puso fin al enfrentamiento de
las dos Españas, enterradas allí para siempre» 22.

21
DSCD, Comisión Constitucional, 20 de noviembre de 2002, p. 20502.
22
Para que quedara constancia en el Diario de Sesiones, la enmienda transac-
cional fue leída por el presidente de la Comisión, Jaime Ignacio del Burgo, l. c.,
pp. 20510-20511.
160 Santos Juliá

En consonancia con este discurso de las dos Españas recon-


ciliadas, la enmienda proponía lo que la prensa del día siguiente
entendió y definió como una «condena del golpe de Franco» 23,
aunque en realidad no era posible encontrar en el texto ninguna
mención explícita de tal golpe y la condena se expresaba con los
circunloquios propios de los relatos metahistóricos en los que
se había concebido el largo preámbulo al definir la guerra civil
como trágico enfrentamiento de dos Españas: «El Congreso
de los Diputados, en este vigésimo quinto aniversario de las
primeras elecciones libres de nuestra actual democracia, reitera
que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado,
para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus con-
vicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios
a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que
merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática».
Expresada en estos términos, la condena satisfacía a la par que
frustraba las expectativas de cada partido. No se condenaba el
«alzamiento fascista», ni tampoco la «dictadura franquista», sino
el uso de la violencia para imponer cualquier proyecto político,
lo que, en términos histórico-políticos, podía referirse por igual
a las insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933, a las rebeliones
socialista y catalanista de 1934 o a las rebeliones militares de
1932 y de 1936; interpretación que podía ampliarse con la refe-
rencia a los regímenes totalitarios, concepto que, dependiendo
de quien hablara, se podría aplicar a los regímenes fascistas, a
los comunistas o a ambos simultáneamente.
Cerrado ese capítulo del pasado con esa fuerte relegitimación
de la transición a la democracia como entierro de las dos Españas
y la nítida condena de todo recurso a la violencia para imponer las
propias convicciones políticas, la Comisión Constitucional reite-
raba lo conveniente que resultaba para la convivencia mantener el
espíritu de concordia y reconciliación que presidió la elaboración
de la Constitución de 1978 y que facilitó el tránsito pacífico de

23
«El PP condena el golpe de Franco y promete honrar a todas las víctimas
de la Guerra Civil» fue el titular de la noticia que El País dedicó a la sesión en su
edición de 21 de noviembre de 2002, p. 27.
Y los políticos recuperan la memoria 161

la dictadura a la democracia. De nuevo, el Congreso acudía al


rescate de la Transición, que dejaba de ser ese tiempo de amnesia
y desmemoria al que tantas veces habían aludido los partidos de
la oposición, para volver a representarse como tiempo de concor-
dia y reconciliación. En este 20 noviembre de 2002, casualmente
cuando se cumplían, día por día, veintisiete años de la muerte del
dictador, todos los partidos volvieron a encontrarse en su recuer-
do de la Transición como el de un tiempo que había permitido
instaurar pacíficamente la democracia en España superando los
trágicos enfrentamientos del pasado.
Si estos dos primeros puntos de la enmienda parecían dar
satisfacción preferente al Grupo Popular en su insistencia en
el valor de la Transición y de la Constitución, los dos siguientes
parecían destinados a satisfacer las demandas presentadas reite-
radamente durante los dos últimos años por los partidos de la
oposición, aunque con un matiz muy significativo. El Congreso
reafirmaba el deber de proceder «al reconocimiento moral de
todos los hombres y mujeres que fueron victimas de la Guerra
Civil, así como de cuantos padecieron más tarde la represión de
la dictadura franquista». La clara distinción entre víctimas de la
guerra civil y víctimas de la represión de la dictadura era lo más
cercano posible a reconocer que la sociedad democrática debía
hacerse cargo de todos los muertos por la violencia sufrida en las
dos zonas en que quedó dividida España tras la rebelión militar
y la revolución que fue su resultado, y de todos los que, estable-
cido el Nuevo Estado, sufrieron la represión de la dictadura. El
gobierno, en fin, era instado a desarrollar, de manera urgente, una
política integral de reconocimiento y acción protectora económi-
ca y social hacia todos los exiliados y «los llamados niños de la
guerra». Aprobada con el voto unánime de todos los miembros
de la Comisión, esta resolución debía «poner punto final a un ro-
sario de iniciativas parlamentarias que sobre la guerra civil y sus
consecuencias se han debatido o estaban pendientes de debatir
en nuestras cámaras parlamentarias». Ésta era, al menos, la idea
que se había formado, apoyando lo dicho por López de Lerma,
el diputado popular Manuel Atencia, convencido de que la recu-
peración del espíritu de la Transición y la reafirmación del valor
de la Constitución incluían el acuerdo de no utilizar en el futuro
162 Santos Juliá

la guerra civil ni sus consecuencias «como arma política ni en la


confrontación entre las distintas formaciones políticas». Ésa era
la razón por la que el PP había propugnado la enmienda transac-
cional y por la que había aceptado el reconocimiento moral de
cuantos habían sufrido la represión de la dictadura franquista.
Y, en efecto, el rosario al que hacía referencia el diputado del
PP dejó de correr sus cuentas, aunque no por mucho tiempo. No
había pasado un año cuando el Grupo Socialista echó un nuevo
órdago el 2 de septiembre de 2003, con una nueva proposición
no de ley sobre un asunto nunca antes, ni en el gobierno ni
en la oposición, planteado por el PSOE: «la anulación de los
juicios sumarios de la dictadura franquista». No prevista en la
resolución de noviembre de 2002, con esta iniciativa pretendía
el PSOE destruir el «caparazón jurídico-político» de todos los
juicios incluidos en la Causa General que, en aplicación de
una «justicia al revés», habían condenado por rebelión a quie-
nes fueron leales a la legalidad democrática. No se trataba ya
únicamente de rehabilitación moral y política o de reparación
económica de los condenados; tampoco bastaba una declaración
de ilegitimidad de los tribunales que los condenaron, acompa-
ñada de una declaración de injusticia de las sentencias emitidas;
era preciso dar un paso más y declarar la nulidad, siguiendo el
ejemplo de Alemania, donde se había promulgado una ley de
derogación de fallos injustos nacionalsocialistas, para anular las
sentencias infames y vejatorias promulgadas por tribunales ile-
gítimos. Amparo Valcarce y Jesús Caldera, que firmaban la pro-
posición, instaban al gobierno a facilitar el acceso de familiares
y estudiosos a los sumarios de los represaliados de la guerra civil
y a presentar en el plazo de seis meses un «proyecto de Ley para
la anulación de los fallos injustos emitidos en los juicios sumarios
realizados al amparo de la Instrucción de la Causa General, de
responsabilidades políticas, por la ilegalidad de estas normas e
ilegitimidad de los tribunales y aparatos judiciales que iniciaron
esos procesos y dictaron las sentencias» 24. En septiembre de

24
BOCG, CD, serie D, núm. 580, pp. 39-40.
Y los políticos recuperan la memoria 163

2003, los socialistas estaban convencidos de que la ilegalidad


de las normas y la ilegitimidad de los tribunales eran razones
suficientes para decretar por ley la nulidad de las sentencias, un
argumento que comenzará a flaquear, hasta ser definitivamente
abandonado, cuando de la oposición pasen al gobierno.
Pero en tal eventualidad nadie en el PSOE pensaba entonces,
todavía. Abierta, pues, de nuevo la competencia sobre el pasado,
la diputada de Eusko Alkartasuna, Begoña Lasagabaster, del
Grupo Mixto, defendió el 14 de octubre de 2003 una interpela-
ción urgente sobre la devolución de la dignidad a los familiares
de los fusilados durante el franquismo y a las víctimas de la dic-
tadura. Lasagabaster recordó, como era obligado, la resolución
de 20 de noviembre de 2002 para lamentar que no se hubiese
hecho nada en relación con la exhumación de cadáveres de las
fosas comunes, una constatación con la que estará de acuerdo
el Defensor del Pueblo en su Informe 2003 cuando califique
como de «resultado ciertamente desalentador» las respuestas
que diversos organismos oficiales habían dado a familiares que
solicitaban la exhumación de cuerpos enterrados en fosas co-
munes. Denunciaba también Lasagabaster las dificultades con
que tropezaban los familiares a la hora de solicitar certificados
de la Administración central y la nula colaboración del Estado
con quienes habían solicitado su ayuda para localizar los cuerpos
de sus familiares 25. En definitiva, la resolución de noviembre
de 2002 no había producido ningún resultado reseñable en la
reparación de las víctimas.
Con estas dos propuestas, lo que quedaba claro cuando se
acercaba el final de la segunda legislatura del Partido Popular
era que la resolución de 20 noviembre de 2002 había dejado
las cosas más o menos como estaban antes de aprobarse: lo que
diferentes diputados habían llamado goteo o rosario de propo-
siciones volvía a reanudarse en el punto mismo en que se había
momentáneamente interrumpido por la última manifestación
de consenso sobre el pasado, compartida por todos los grupos

25
DSCD, Pleno y Diputación Permanente, 14 de octubre de 2003, pp. 14888-
14893. DEFENSOR DEL PUEBLO, Informe 2003, pp. 1352-1354.
164 Santos Juliá

parlamentarios en la Comisión Constitucional un día de no-


viembre cargado de emotivos recuerdos sobre las dos Españas
y su definitivo entierro durante la Transición. Un año después
de estas nostalgias, y con las elecciones otra vez a la vuelta de la
esquina, los diputados de la oposición, socialistas, nacionalistas
y de Izquierda Unida, volvieron a despertar a la memoria para
plantear iniciativas que, con toda seguridad, el Partido Popular
iba a rechazar. Con una novedad llamada a influir decisivamente
en las políticas públicas de la memoria: la exhumación de los ca-
dáveres de asesinados durante la guerra civil que era reclamada
desde el año 2000 por un creciente número de asociaciones para
la recuperación de la memoria histórica.

* * *

Nada tiene de extraño, pues, que inmediatamente que se


constituyeron las nuevas Cortes elegidas en marzo de 2004,
con la inesperada —también para ellos— mayoría relativa del
Partido Socialista, volviera a correr por segunda vez sus cuentas
el famoso rosario de proposiciones no de ley; sólo que ahora el
Partido Popular había pasado de la mayoría absoluta a la opo-
sición, mientras los socialistas, en el gobierno, necesitaban los
votos de los grupos nacionalistas moderados o, eventualmente,
de los grupos de izquierda, incluidos Iniciativa per Catalunya-
Verds y Esquerra Republicana. Si en la anterior legislatura todos
los grupos de oposición habían acordado proposiciones no de
ley invariablemente rechazadas por la mayoría popular, ahora,
con una mayoría inversa, no debía haber ningún obstáculo para
convertir el Congreso de los Diputados en la privilegiada ins-
tancia de elaboración y promulgación de políticas públicas de
la memoria.
Por si el gobierno, a pesar de sus buenas intenciones, fla-
queaba o vacilaba, los grupos nacionalistas pusieron de inmedia-
to manos a la obra. Reconocimiento de las víctimas de la guerra
civil y del franquismo, y de quienes defendieron la democracia
y lucharon por el restablecimiento de las libertades durante la
Transición, fueron los títulos de sendas proposiciones no de ley
Y los políticos recuperan la memoria 165

presentadas en el Congreso de los Diputados por el Partido Na-


cionalista Vasco y por los representantes de Eusko Alkartasuna,
Coalición Canaria y Bloque Nacionalista Galego, del Grupo
Mixto, a las pocas semanas de las elecciones. Ante la avalancha
que se les venía encima, el grupo parlamentario socialista pre-
sentó una enmienda de sustitución en la que planteaba por vez
primera la necesidad de una ley que «compensara a aquellas
personas que, en el ejercicio de derechos y libertades públicas
prohibidas por el franquismo y luego reconocidas por la Cons-
titución, sufrieron daño personal o muerte, para que haya una
compensación, un reconocimiento y un honor que merecen».
Con esas palabras se expresó el diputado Ramón Jáuregui, en
nombre de su grupo, en el pleno del Congreso el 1 de junio de
2004: una ley, pues, de compensación, reconocimiento y honor
de las víctimas de la dictadura 26.
Esta enmienda de sustitución presentada por el grupo socia-
lista es el primer documento que anuncia una política pública
integral hacia el pasado. En ella, se instaba al gobierno a llevar
a cabo un estudio de carácter general que sistematizara los de-
rechos reconocidos hasta ese momento por la legislación estatal
y autonómica a las víctimas de la guerra civil y a los perseguidos
y represaliados por el régimen franquista, y elaborar un informe
sobre reparaciones morales, sociales y económicas de los daños
ocasionados a las personas con motivo de la guerra civil, la repre-
sión y la transición, con propuestas específicas de medidas para
mejorar su situación. La enmienda instaba además al gobierno
a que remitiera a la Cámara un «proyecto de ley de solidaridad
con las víctimas que sufrieron daños personales en el ejercicio de
derechos fundamentales y de las libertades públicas prohibidos
por el régimen franquista y reconocidos posteriormente por
nuestra constitución, para rendirles, de este modo, un tributo de
reconocimiento y justicia», y facilitara el acceso a los documentos
depositados en archivos y prestara apoyo en su búsqueda 27.

26
DSCD, núm. 13, 1 de junio de 2004, pp. 477-492.
27
Enmienda de sustitución, firmada por Diego López Garrido, BOCG, CD,
serie D, núm. 31, 8 de junio de 2004, pp. 7-11.
166 Santos Juliá

De manera que el punto de partida de las políticas de memo-


ria del nuevo gobierno del PSOE consistió en la propuesta de
un proyecto de ley de solidaridad con las víctimas de la guerra
civil y de la dictadura, calcado en título, propósito y espíritu
de un precedente inmediato, la Ley 32/1999, de 8 de octubre,
de Solidaridad con las Víctimas del Terrorismo. Reconocimien-
to, honor e indemnizaciones: quedaba fuera del proyecto la
mención a otras iniciativas planteadas en el mismo debate por
Esquerra Republicana de Catalunya instando a la anulación de
las sentencias de juicios sumarísimos y a la exhumación, iden-
tificación y enterramiento de todos los cadáveres encontrados
en fosas comunes, propuesta también planteada por el grupo
de Izquierda Unida e Iniciativa per Catalunya Verds (IU-ICV).
Tampoco se recogió la propuesta de CiU relativa a la necesidad
de elaborar, por una especie de comisión de la verdad, «un in-
forme, no sobre los derechos de los represaliados, sino sobre los
hechos acaecidos durante y después de la guerra civil en relación
con las víctimas y los desaparecidos [...] sin revanchismos, con
asepsia, sin tener que incomodar absolutamente a nadie» 28. Es
claro que si se hubiera atendido a esta sugerencia de CiU, que
tenía motivos para recordar las fosas en las que fueron enterra-
dos los asesinados en Cataluña durante los días de revolución,
las políticas de memoria habrían discurrido por caminos muy
diferentes de los efectivamente recorridos en los últimos años.
Pero la sugerencia cayó en saco roto y nadie más volvió a mos-
trarse interesado en una comisión de la verdad.
La enmienda de sustitución presentada por el grupo socia-
lista, convertida en proposición no de ley sobre reconocimiento
de las víctimas de la guerra civil y del franquismo, fue aprobada
en el Pleno del Congreso de 1 de junio de 2004 por 174 votos
a favor, seis en contra y 121 abstenciones, y tuvo como primer
resultado la creación en septiembre de 2004 de una Comisión
interministerial, formada por autoridades públicas y presidida
por la vicepresidenta primera del gobierno y ministra de la Pre-

28
DSCD, núm. 13, 1 de junio de 2004, pp. 489-490, para la intervención del
diputado de CiU, Jordi Xuclà.
Y los políticos recuperan la memoria 167

sidencia, María Teresa Fernández de la Vega, con tres encargos


principales: realizar un estudio sobre los derechos reconocidos
a las víctimas de la guerra civil y del franquismo desde la Tran-
sición hasta el momento presente; elaborar un informe sobre el
acceso de las víctimas o de sus familiares a los archivos públi-
cos y privados que conservan documentación sobre sus casos;
y elevar al Consejo de Ministros un anteproyecto de ley que
ofreciera a las víctimas reconocimiento y satisfacción moral 29.
Quizá creía el gobierno que con estos estudios, estos informes y
las reparaciones económicas y morales resultantes, los diputados
se mantendrían a la espera hasta que la Comisión finalizara sus
trabajos y, junto con los informes solicitados, presentara las bases
de un proyecto de ley susceptible de ser apoyado por los grupos
parlamentarios que habían votado a favor, o se habían abstenido,
en la investidura del presidente del gobierno.
Si fue así, se equivocó, porque los grupos parlamentarios
que desde 1998 se habían mostrado más activos en promover
políticas hacia el pasado reanudaron a la vuelta del verano de
2004 la presentación, ante el Pleno del Congreso o en diferentes
comisiones, de nuevas proposiciones no de ley sobre cuestiones
relacionadas con la guerra civil y la dictadura. Así, quedaron
registradas iniciativas parlamentarias sobre rehabilitación y
anulación de la sentencia que condenó a muerte al presidente
de la Generalitat, Lluis Companys; retirada de símbolos fran-
quistas de los edificios públicos y, específicamente, de la estatua
ecuestre del general Franco situada en la Academia General
Militar de Zaragoza; exención y devolución del pago del IRPF
correspondiente a indemnizaciones concedidas por otras Admi-
nistraciones Públicas a las personas que no pudieron recibirlas
al amparo de disposición adicional decimoctava de la Ley de
Presupuestos Generales para el año 1990; conservación y cata-
logación en los archivos civiles y militares de los expedientes y
sumarios instruidos contra los represaliados de la guerra civil;

29
Real Decreto 1891/2004, de 10 de septiembre, por el que se crea la Comi-
sión interministerial para el estudio de la situación de las víctimas de la guerra civil
y del franquismo, BOE, núm. 227, 20 de septiembre de 2004, pp. 31523-31524.
168 Santos Juliá

rehabilitación moral, jurídica y, en su caso, económica, de las


víctimas del Holocausto; conmemoración del 75 aniversario
de la proclamación de la República; realización de una serie
documental televisiva de la desmemoria histórica [sic] en la
Segunda República y Dictadura franquista; reparación del di-
nero republicano incautado según el ordenamiento franquista,
y otras. El mismo grupo socialista instó al gobierno a que el
informe de la Comisión incluyera un estudio jurídico sobre la
anulación de los fallos injustos emitidos en los juicios sumarios
realizados al amparo de la legislación franquista, «en coherencia
además con la proposición no de ley relativa a la anulación de
juicios sumarísimos de la dictadura franquista que el Grupo
Socialista presentó durante la anterior legislatura» y que había
sido rechazada por el Partido Popular 30.
Los trabajos de la Comisión interministerial avanzaron, pues,
al mismo tiempo que se ampliaba la cantidad y se diversificaba
la calidad de cuestiones sobre el pasado de guerra civil y dicta-
dura sometidas a debate parlamentario. El 27 de diciembre de
2005, la Comisión tenía preparado un primer informe sobre las
medidas de reconocimiento y reparación aprobadas desde la
Transición y un «Anteproyecto de Ley de Solidaridad con las
víctimas de la guerra civil y del franquismo» que excedía con
mucho los propósitos abrigados por el gobierno año y medio
antes. Después de analizar «la ingente labor» de reconocimien-
to y de prestaciones a los «damnificados por la Guerra Civil»
desarrollada desde la Ley 5/1979, de 18 de septiembre, sobre
reconocimiento de pensiones, asistencia médico-quirúrgica y
asistencia social a favor de las viudas, hijos y demás familiares
de los españoles fallecidos como consecuencia o con ocasión de
la pasada guerra civil, y la Ley 35/1980, de 26 de junio, sobre
pensiones a mutilados del ejército de la República, la Comisión
interministerial propuso la proclamación solemne de rehabilita-

30
Así lo solicitó el diputado Fernández González en la defensa de la enmienda
a la proposición no de ley relativa a la anulación del Consejo de Guerra sumarísimo
a que fue sometido el presidente de la Generalitat de Cataluña Lluis Companys,
DSCD, núm. 34, 28 de septiembre de 2004, pp. 1456-1458.
Y los políticos recuperan la memoria 169

ción general sobre la injusticia de las muertes y todas las formas


de violencia personal ejercidas desde el «levantamiento armado
acaecido el 18 de julio de 1936», y la rehabilitación singular de
condenados o sancionados por la represión 31.
La Comisión había recibido del abogado general del Estado
un informe sobre la posible revisión y nulidad de sentencias
dictadas durante la guerra civil y la dictadura, de acuerdo con
la proposición no de ley que los socialistas habían presentado
en septiembre de 2003 en el Congreso. Las alternativas pro-
puestas en el informe del abogado del Estado se reducían a
dos: la primera consistía en elaborar un anteproyecto de ley de
revisión y anulación de sentencias y resoluciones judiciales; la
segunda, en elaborar un anteproyecto de ley de reparación, de
contenido declarativo que, sin afectar al efecto de cosa juzgada,
pudiera producir eficacia reparadora. Según la Abogacía del
Estado, los problemas que suscitaba la primera vía eran de tal
calibre —sobre todo, el efecto indemnizatorio de la anulación
y la definición del procedimiento a seguir y de los órganos
jurisdiccionales competentes— que, con el propósito de no
producir efectos atentatorios a la cosa juzgada, no abrir vías
de reclamación indemnizatoria y, sin embargo, reparar a las
víctimas, se inclinaba por la segunda opción, la rehabilitadora.
Pero, ojo, la rehabilitación habría de respetar el mandato cons-
titucional de reserva de jurisdicción y asegurar «una estricta
observancia de la cosa juzgada y del principio de seguridad
jurídica». Rehabilitación, sí, pero sin indemnización, lo cual
quería decir, sin anulación de las sentencias, exactamente
lo contrario que habían propuesto los diputados Valcarce y
Caldera desde los escaños de la oposición cuando presidía el
gobierno José María Aznar 32.

31
Comisión interministerial para el estudio de las víctimas de la guerra civil
y del franquismo. Informe general. Anteproyecto de Ley de solidaridad con las vícti-
mas de la guerra civil y del franquismo, Madrid, 27 de diciembre de 2005, ejemplar
multicopiado.
32
Ministerio de Justicia, Abogado General del Estado, «Primera nota sobre
la posible revisión-nulidad de sentencias dictadas durante la Guerra Civil y el
período franquista».
170 Santos Juliá

En consecuencia, el procedimiento recomendado por la


Comisión interministerial, nombrada por el gobierno de Rodrí-
guez Zapatero, discurriría por un «cauce administrativo» que
permitiera al Consejo de Ministros realizar la declaración de
rehabilitación, a la que se daría la más amplia publicidad posible
aunque estableciendo la reserva sobre la identidad de autores y
responsables de los hechos violentos o represivos. La Comisión
recomendó, además, diversas actuaciones en relación con las
cuestiones que habían sido objeto en los meses anteriores de ini-
ciativas parlamentarias: incremento de pensiones; ampliación de
beneficios a familiares de los fallecidos, exención del IRPF a las
indemnizaciones por tiempo de prisión reconocidas por varias
comunidades autónomas; retirada de símbolos franquistas, con
una atención singular al Valle de los Caídos; y, en fin, medidas de
reconocimiento y reparación a diversos «colectivos específicos»,
como exiliados, presos en campos de concentración, españoles
presos en campos de concentración nazis, niños de la guerra,
brigadistas internacionales, maquis y guerrilleros, batallones
disciplinarios de soldados trabajadores y víctimas del período de
transición, que por vez primera encontrarían una consideración
específica en el texto de una ley.
Particular interés ofrecía el apartado que la Comisión in-
terministerial dedicaba a localización y exhumación de desa-
parecidos, «una situación extraordinariamente compleja que
debía abordarse con soluciones ordenadas, coordinadas y equi-
libradas», a la que nunca antes ningún gobierno había hecho
frente y que ya había suscitado un llamamiento del Defensor
del Pueblo a las instituciones públicas para que facilitasen «la
identificación de víctimas [...] y tras los estudios pertinentes,
adoptar las medidas de actuación de los órganos judiciales com-
petentes para exhumar, identificar, practicar las pruebas forenses
necesarias y entregar a las familias los restos de las víctimas para
que puedan recibir digna sepultura», llamamiento que no me-
reció la atención de ningún gobierno, a pesar de que proponía
la vía más racional y más ajustada a derecho para acometer la
tarea sin necesidad de esperar la promulgación de una nueva
Y los políticos recuperan la memoria 171

ley 33. Reconociendo su ignorancia del número y diversidad de


enterramientos ilegales, la inexistencia de un censo de personas
desaparecidas, y la necesidad de dar respuesta a una cuestión en
la que se entrecruzaban «aspectos jurídicos, históricos, políticos,
emocionales y, sobre todo, humanos», la Comisión recomendó
que se facilitara el acceso de los interesados a los archivos, se
declarase la utilidad pública y el interés social de los trabajos de
localización e identificación de fosas, se elaborara un protocolo
de actuaciones que ordenara los procesos de exhumación y se
considerase la posibilidad de conceder ayudas públicas a asocia-
ciones y fundaciones privadas 34.
Y fue este último punto, la convocatoria de ayudas desti-
nadas prioritariamente a exhumaciones de fosas comunes, lo
que de inmediato puso en marcha el Ministerio de Presidencia,
antes de levantar el mapa de las fosas, sin una previa elaboración
de un protocolo científico de actuación y sin esperar a que el
borrador presentado por la Comisión se convirtiera en ley tras
el obligado debate parlamentario. El gobierno decidió que la
inexcusable tarea de «investigación, exhumación e identifica-
ción de las personas desaparecidas violentamente durante la
guerra civil o durante la represión política posterior» recayera
sobre «particulares o agrupaciones de particulares que osten-
ten interés legítimo». Renunciaba así a asumir directamente la
responsabilidad de proceder de manera «ordenada, coordinada
y equilibrada» y por medio de sus propios funcionarios a la
exhumación de los enterramientos ilegales o fosas comunes en
las que seguían enterrados los restos de miles de asesinados y
ejecutados durante la guerra civil y la dictadura: convirtió lo que
tendría que haber sido una política pública de memoria en una
política privada subvencionada. Fue un opción motivada tal vez
por cálculos políticos a corto plazo o quizá porque el gobierno,

33
«Exhumaciones de fosas comunes de la Guerra Civil», en DEFENSOR
DEL PUEBLO, Informe 2003, pp. 1352-1354, http://defensordelpueblo.es/index.
asp?destino=informes1asp.
34
«Informe General de la Comisión Interministerial» de fechas 27 de di-
ciembre de 2005 y 2 de junio de 2006. Agradezco al profesor José Álvarez Junco
la consulta de diferentes versiones de este Informe.
172 Santos Juliá

que desconocía la magnitud del problema al que se enfrentaba,


optó por la vía del menor esfuerzo: conceder subvenciones a
las asociaciones que desde el año 2000 venían realizando estos
trabajos de forma voluntaria; «un sistema de subcontrata por
obra de las asociaciones para las exhumaciones», como lo ha
definido Francisco Ferrándiz, director de un proyecto de reco-
gida de testimonios de familiares de las víctimas financiado por
el Ministerio de Ciencia e Innovación 35.
No es sorprendente que con esta política, complementada
con las subvenciones que diversas Comunidades Autónomas
destinan al mismo fin en sus respectivos territorios, se haya fo-
mentado la multiplicación, atomización y dispersión de proyec-
tos en torno a la recuperación de la memoria histórica y que esta
expresión haya llegado a identificarse de manera preferente con
los trabajos de exhumación de las fosas comunes de las víctimas
de asesinatos y ejecuciones cometidos por los rebeldes durante
la guerra civil y por la dictadura después. Los problemas deri-
vados de esta atomización y de la proliferación de asociaciones
de ámbito local, provincial o regional, obligadas a competir por
recursos escasos en relación con sus fines, han provocado en
ocasiones fuertes enfrentamientos entre las mismas asociaciones
y suscitado intervenciones polémicas que reclaman del gobierno
una rectificación de su política: «la fórmula que se ha utilizado
hasta ahora, la de subvencionar y dejar el trabajo en manos de
voluntarios no profesionales, ha demostrado ser errónea y estar
agotada», escribía Javier Ortiz, arqueólogo forense, a la vez que
reconocía la parte de responsabilidad que le hubiera podido co-
rresponder en esa fórmula 36. Sensible quizá al problema creado
con su política, el Ministerio de Justicia firmó, el 25 de enero
de 2010, un convenio con siete Comunidades Autónomas para
confeccionar un mapa de fosas, tanto más urgente a medida que
los gobiernos de Cataluña, Aragón, Euskadi, Extremadura y
Andalucía iban publicando los mapas de fosas de sus respectivos

35
Información de El País, 21 de octubre de 2010, p. 27.
Javier ORTIZ, «Abrir las fosas comunes de una vez», El País, 31 de mayo
36

de 2010.
Y los políticos recuperan la memoria 173

territorios que corregían, en ocasiones con fuertes discrepancias,


los balances provisionales realizados por asociaciones privadas
sobre la magnitud de la represión y el número de fosas comunes
y de enterrados en ellas 37.
Con la publicación de las bases de la primera convocatoria
de subvenciones y la simultánea declaración por el Parlamento,
por Ley de 7 de julio 38, del año 2006 como Año de la Memoria
Histórica coincidió un amplio debate en torno al proyecto ela-
borado por la Comisión interministerial, que dejó de llamarse de
solidaridad y pasó a denominarse Ley por la que se reconocen
y amplían derechos y se establecen medidas a favor de quienes
padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la
Dictadura, presentada por el gobierno en los primeros días de
septiembre del mismo año 39. Probablemente el abandono de los
conceptos de solidaridad, reparación y rehabilitación que había
empleado la Comisión interministerial en los borradores de sus
sucesivos informes, y el nuevo énfasis en el reconocimiento y
ampliación de derechos obedeció a la evidencia, puesta de ma-
nifiesto en el informe, de la larga serie de medidas de reparación
económica llevadas a cabo desde la transición. Esto fue lo que
la vicepresidenta del gobierno se encargó de recalcar en el de-
bate de totalidad del proyecto de ley cuando afirmó que «paso
a paso y ley a ley se reconocieron indemnizaciones y pensiones
a las viudas, hijos y familiares de las víctimas de la guerra y a

37
El Parlament de Catalunya aprobó el 17 de junio de 2009 por 114 votos
a favor, 14 en contra y 3 abstenciones el proyecto de ley «sobre la localització i la
identificación de les persones desaparegudes durante la Guerra Civil i la dictadura
franquista, i la dignificació de les fosses comunes», con el propósito de reconocer
y rehabilitar la memoria de todos aquellos que sufrieron persecución como conse-
cuencia de la defensa de la democracia y el autogobierno de Cataluña o debido a
sus opciones personales, ideológicas o de conciencia, una fórmula que daba satis-
facción a una amplia mayoría de la Cámara, incluido el grupo de Convergencia i
Unió: Diari de sessions del Parlament de Catalunya, serie P, núm. 85, 17 de junio de
2009, pp. 3-18. Presentación por la Junta de Andalucía: «1.850 fosas en el primer
mapa de la tragedia», El País, 4 de marzo de 2010, p. 20.
38
Ley 24/2006, de 7 de julio, sobre declaración del año 2006 como Año de la
Memoria Histórica, BOE, núm. 162, 8 de julio de 2006, p. 25573.
39
BOCG, CD, serie A, núm. 99-1, 8 de septiembre de 2006, pp. 1-9.
174 Santos Juliá

los mutilados de la República. Llegaron también las pensiones


a quienes no eran militares profesionales pero habían luchado
defendiendo la República. Eran medidas de auténtica justicia,
medidas necesarias para que todos juntos pudiésemos caminar
hacia la democracia» 40.
Por lo demás, y atendiendo parcialmente las reivindicaciones
de los grupos parlamentarios, el proyecto de ley formulaba una
«proclamación general del carácter injusto de todas las conde-
nas, sanciones y expresiones de violencia personal producidas,
por motivos inequívocamente políticos o ideológicos», durante
la guerra y la dictadura, complementada por una «declaración de
reparación y reconocimiento personal» que emitiría un Consejo
de designación parlamentaria integrado por «cinco personalida-
des de reconocido prestigio». Reconocía además varias mejoras
de derechos económicos; recogía diversos preceptos para que
las Administraciones públicas facilitaran a los interesados que
lo solicitaran la localización e identificación de los desaparecidos
y elaboraran los mapas de los terrenos en los que se localizaran
restos de estas personas, encomendando al gobierno «el proce-
dimiento de elaboración de un mapa integrado que comprenda
todo el territorio español»; establecía medidas sobre símbolos
y monumentos, con especial atención al Valle de los Caídos;
reforzaba las funciones del Archivo General de la Guerra Civil
con la propuesta de creación de un Centro Documental de la
Memoria Histórica; reconocía el papel desempeñado por asocia-
ciones de víctimas, y preveía el acceso de los voluntarios de las
Brigadas Internacionales a la ciudadanía española sin necesidad
de renunciar a la propia.
La publicación de este proyecto de ley dio lugar a una nueva
serie de enmiendas y a la presentación, por Esquerra Republi-
cana e Izquierda Unida, de sendas enmiendas a la totalidad y de
los consiguientes proyectos de ley alternativos al presentado por
el gobierno. De pronto, todos los grupos parlamentarios pare-
cían disponer de un completo programa de políticas públicas

40
Palabras de la vicepresidenta del gobierno en el debate de totalidad, DSCD,
núm. 222, 14 de diciembre de 2006, p. 11256, para la cita.
Y los políticos recuperan la memoria 175

sobre un pasado que volvió a hacerse presente con la masiva


beatificación de asesinados en zona republicana por motivos
religiosos y con la llamada «guerra de esquelas» que recorda-
ban, en el septuagésimo aniversario del comienzo de la guerra
civil, y con un lenguaje similar al utilizado entonces, a decenas
de asesinados en el verano de 1936 41. En el fondo del debate
latían dos concepciones diferentes sobre la relación del Estado
con los acontecimientos del pasado y con su reconstrucción
como memoria. Son dos concepciones que vienen también de la
primera legislatura de gobierno del PP y que no han dejado de
estar presentes hasta el día de hoy: los partidos situados a la iz-
quierda del grupo socialista insistían en una «construcción social
del recuerdo» que exigía «la proyección pública y colectiva de la
memoria democrática», esto es, la elaboración y difusión desde
instituciones públicas de un relato o narrativa que «proyectara
los valores resistenciales en el pasado hacia el presente». Dicho
de manera más directa: una reconstrucción del pasado como
memoria democrática, resaltando todo aquello que pudiera ser-
vir a la movilización social y a la acción política en el presente y
relegando al olvido todo lo demás: las políticas públicas debían
conducir a la construcción de una memoria colectiva. Por el
contrario, en su exposición de motivos, el proyecto de ley some-
tido a debate por el gobierno se refería a la «memoria personal
y familiar» y afirmaba expresamente que no era tarea de la ley
o de las normas jurídicas en general implantar una determinada
memoria histórica ni correspondía al legislador reconstruir una
supuesta memoria colectiva 42.
Aparte de esta discrepancia de fondo, el proyecto del gobier-
no había desechado la posibilidad de declarar la nulidad de las
sentencias de la dictadura para sustituirla por una declaración
de injusticia, mientras el grupo parlamentario de IU-ICV exigía

41
Las enmiendas fueron publicadas en BOCG, CD, Serie A, núm. 99-20,
14 de marzo de 2007.
42
Enmienda núm. 90, firmada por Grupo Parlamentario de Izquierda Unida-
Iniciativa per Catalunya Verds, BOCG, CD, Serie A, núm. 99-20, 14 de marzo de
2007, p. 55, y «Exposición de motivos» del proyecto de ley, l. c., p. 2.
176 Santos Juliá

una declaración expresa de nulidad radical y de pleno derecho


de todas las sentencias emanadas de consejos de guerra y de tri-
bunales especiales que pusiera fin a lo que definía como «modelo
español de impunidad», resultado de una transición que habría
identificado amnistía con amnesia. Era una posición comparti-
da por Esquerra Republicana, que en esta legislatura contaba
con su propio grupo parlamentario, y que había expresado su
«amarga decepción» ante el proyecto de ley. La discrepancia se
convirtió en bloqueo cuando el presidente del gobierno, José
Luis Rodríguez Zapatero, respondió al portavoz de IU que la
revisión jurídica de las sentencias supondría «una ruptura del
ordenamiento constitucional», debido a que la Constitución
había optado «por el principio de salvaguarda de la seguridad
jurídica», una respuesta que planteaba más preguntas de las que
el presidente estaba en condiciones de responder 43. En todo
caso, la proximidad del fin de la legislatura y la urgencia de
sacar adelante el proyecto de ley movieron al grupo de IU-ICV
a retirar su propuesta de «nulidad» de las sentencias emitidas
por consejos de guerra a condición de que el gobierno accediera
a introducir una «declaración de ilegitimidad» de tribunales,
jurados y cualesquiera otros órganos penales y administrativos
que se hubieran constituido durante la guerra civil para imponer
condenas o sanciones de carácter personal por motivos políticos
e ideológicos. El proyecto debía mencionar además de forma
expresa y por su nombre, en una disposición final derogatoria,
varios bandos, decretos y leyes de la dictadura.
Con este «pacto de desbloqueo» —que implicó también
la desaparición del proyectado Consejo de Rehabilitación— el
gobierno obtenía para su proyecto de ley el respaldo del grupo
IU-ICV, que se dio por satisfecho con la declaración de radical
injusticia e ilegitimidad de tribunales y sentencias, aunque con-
siderándola como un punto de partida, y aseguraba los votos del
grupo CiU, que logró introducir en el proyecto de ley el reco-

43
Pregunta del diputado de IU, Gaspar Llamazares, y respuesta del presidente
del gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, en DSCD, núm. 198, 13 de septiembre
de 2006, pp. 9953-9954.
Y los políticos recuperan la memoria 177

nocimiento de las víctimas por motivos de creencia religiosa y


la mención de los jurados como tribunales ilegítimos. Eran éstas
dos enmiendas que ampliaban el universo de víctimas merece-
doras de reparación y reconocimiento a las ocurridas en zona
republicana y la calificación de injusticia e ilegitimidad a tribuna-
les que actuaron en territorio de la República. Y así, declarados
injustos e ilegítimos los tribunales y sentencias de la dictadura
y declaradas asimismo dignas de reparación y reconocimiento
las víctimas por creencias religiosas e injustos e ilegítimos los
tribunales populares, o sea, garantizado el voto favorable de
IU-ICV, por la izquierda, y de CiU, por la derecha, el proyecto
de ley pudo ser aprobado el 31 de octubre de 2007, en vísperas
de la disolución de las Cortes 44. Lo que fuera a ocurrir con su
implementación habría de depender de la nueva correlación de
fuerzas que saliera de la inminentes elecciones generales, porque
una cosa quedó clara después de estos diez años —1998-2007—
de viaje por las políticas de memoria: que si la memoria entraña
siempre una distorsión porque «es invariable e inevitablemente
selectiva» 45, cuando se utiliza como instrumento de confronta-
ción política suele promover una particular visión del pasado
que sirva a los intereses presentes de quien recuerda, sea un in-
dividuo, un grupo, una institución, un partido político o un go-
bierno. Desde 1996, las visiones de nuestro pasado más lejano de
guerra y dictadura y, sobre todo, del más cercano de transición
a la democracia, cultivadas por los partidos nacionalistas y los
de ámbito estatal, han experimentado notables transformacio-
nes, que han ido desde la alabanza beata de la Transición como

44
Debate del proyecto de ley y votación de cada artículo, DSCD, núm. 296,
31 de octubre de 2007, pp. 14611-14633 y 14644-14646. El Partido Popular sumó
sus votos a los de la mayoría en las votaciones de los artículos 5, 6, 7, 8, 9 y 16 y
en la disposición adicional sexta, votando en contra en todos los demás. Texto de
la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, BOE, núm. 310, 27 de diciembre de 2007,
pp. 53410-53416.
45
Tienen interés, a este respecto, las reflexiones de Michael S CHUDSON, «Dy-
namics of distortion in collective memory», en Daniel L. S CHACTER (ed.), Memory
distortion. How minds, brains and societies reconstruct the past, Cambridge, Ms.,
Harvard University Press, 1995, pp. 346-364.
178 Santos Juliá

ejemplar hasta su inapelable condena como traición, o viceversa,


según la posición que el grupo parlamentario o el partido polí-
tico ocupara en la línea izquierda-derecha. Más aún, al socaire
de los debates parlamentarios, se ha producido también en estos
últimos años no ya una instrumentalización de la memoria como
un elemento de la llamada política de crispación, sino un fenó-
meno de distinta naturaleza y alcance: su transformación en una
nueva ideología política llamada a sustituir el vacío provocado
por el declinar de las tradicionales ideologías de izquierda en el
marco de la ofensiva neoconservadora que siguió al derrumbe de
los sistemas comunistas y a la crisis del Estado de bienestar.
11
MEMORIA HISTÓRICA
COMO IDEOLOGÍA POLÍTICA

Mientras el pasado se convertía en materia de ininterrum-


pidos debates y transacciones en el Congreso de los Diputados,
la memoria como práctica política y como movimiento social
con derivaciones políticas se ha construido desde los últimos
años del siglo pasado sobre el modelo, de ámbito universal, de
la memoria del Holocausto y ha seguido básicamente sus pau-
tas: 1) La exigencia de que el pasado no pase, esto es, de que el
pasado, controlados sus contenidos por quienes lo construyen
como deber de memoria, tenga un peso determinante en las
políticas del presente. 2) La primacía de la voz de los testigos,
voz cálida frente a la frialdad del archivo, la erudición de la
biblioteca o la supuesta lejanía del mundo académico, al que
se acusa de haber contribuido al silencio sobre los crímenes
del franquismo. 3) El deber de duelo que se sustancia en las
políticas públicas hacía el pasado, entre las que destaca no sólo
la exhumación y digno enterramiento de los cadáveres de víc-
timas de la represión, sino la exigencia de institucionalización
desde el poder político de una memoria social, llamada también
memoria democrática, como único relato sancionado por ley
desde los diferentes Parlamentos. 4) La construcción de esa
memoria social y su mantenimiento por medio de fijación de
rituales, inauguración de museos, celebración de exposiciones,
organización de visitas guiadas a rutas y lugares de memoria en
torno a hechos y acontecimientos de la guerra y de la dictadura.
180 Santos Juliá

5) La denuncia de toda la historia de la Transición, escrita hasta


hoy, como historia oficial o historia al uso, una historia dictada
desde el poder, elaborada en instituciones académicas alejadas
de la sociedad y destinada a ocultar el pasado o a trabajar por su
olvido. 6) La tipificación jurídica de los crímenes del franquismo
como desapariciones forzadas sin ofrecerse razón del paradero
de las víctimas, de manera que sean definidos como crímenes
contra la humanidad y declarados imprescriptibles y puedan
ser perseguidos judicialmente derogando la Ley de Amnistía
de 15 de octubre de 1977, que se presenta como ley de punto
final o como fundamento del «modelo de impunidad» impuesto
durante la Transición.
De las notas que han definido en España las prácticas de la
memoria, es indiscutible la oportunidad y la necesidad de legis-
lar sobre reconocimiento, reparación o ampliación de derechos
de todas las víctimas de la guerra civil y de la dictadura; lo es,
asimismo, el derecho de los familiares a conocer la verdad de
los crímenes cometidos y a exhumar, identificar y dar digno
entierro a los cadáveres de las víctimas o a mantenerlas en el
lugar de su enterramiento si prefieren conservarlo como lugar
de memoria y si tal es su voluntad libremente manifestada 1.
Más aún, la renuencia de los gobiernos del PP, hasta 2004, y del
PSOE desde ese año hasta hoy mismo, a encargarse del proceso
de exhumación y enterramiento de las víctimas constituye una
dejación de funciones a la que, por motivos difíciles de entender,
aunque fáciles de barruntar, no ha puesto remedio la política
seguida desde 2006 por el gobierno socialista, que, como ya se
ha indicado, ha preferido convocar anualmente la concesión de
subvenciones a proyectos presentados por asociaciones, fun-
daciones y agrupaciones de particulares en lugar de ocuparse
directamente, con los funcionarios que fuera menester, del
cumplimiento de esta tarea 2.

1
Así me he vuelto a expresar en «Federico García Lorca. Muerte y memoria»,
Claves de razón práctica, 200 (enero-febrero de 2010), pp. 56-60.
2
La última convocatoria, Orden PRE/786, 2010, de 24 de marzo, con un
presupuesto de 5.681.000, se publicó en BOE, núm. 76, 29 de marzo de 2010,
Memoria histórica como ideología política 181

No hay duda tampoco de la sustancial aportación al conoci-


miento de la dictadura, de sus fundamentos y de su naturaleza,
que debemos a los estudios sobre ejecuciones, asesinatos, cam-
pos de concentración y depuraciones que, aun cuando por razo-
nes de mercado las editoriales suelen presentar como trabajos de
memoria destinados a su recuperación, son realmente libros de
historia, como bien advertía Juan José Carreras: de historia de la
represión franquista. Pero dicho, escrito y repetido esto, ante las
nuevas políticas públicas que, bajo el señuelo de recuperación de
una memoria calificada como democrática, pretenden implantar
desde instituciones estatales, sobre todo autonómicas, una me-
moria social o, como se suele decir, una narrativa pública, como
única u oficial, puesto que emana de instituciones del Estado,
interpretación de lo ocurrido en la guerra y en la dictadura,
es preciso reivindicar la autonomía de la historia como campo
propio de conocimiento crítico del pasado. No, naturalmente,
que la historia pretenda reservarse un derecho exclusivo sobre el
pasado: crónicas, novelas, teatro, cine, televisiones, museos, artes
plásticas, memorias, rituales, gozan en un sistema democrático
de idéntico derecho y de la misma libertad para tratar del pasado
que el que pueda reclamar la historia; sino que la historia, en ese
conjunto de acercamientos al pasado, tiene, y debe mantener,
su lugar propio, irreductible a otras visiones construidas desde
la literatura, el cine o la televisión y, por lo que ahora nos con-
cierne, desde los Parlamentos en sus iniciativas de producir por
decreto o por ley una memoria social.
No es discutible ni la necesidad de saber más acerca de la
represión —sobre la que nunca se ha dejado de escribir y debatir
desde la transición política, aunque el flujo haya crecido conside-
rablemente desde hace unos quince años— 3, ni el derecho a la
identificación y exhumación de los asesinados, ni el lugar propio

p. 29661. Para esta y otras cuestiones relativas al proceso de exhumación, ORTIZ,


«Abrir las fosas comunes de una vez», op. cit.
3
De ese flujo me he ocupado en varias ocasiones; por ejemplo, «Un fascismo
bajo palio en uniforme militar», «El precio de la derrota», «Autarquía y represión
en el franquismo», «Nueva luz sobre el pasado», todos en Babelia, El País, 18 de
julio de 1998, 27 de marzo y 11 de diciembre de 1999 y 24 de mayo de 2003. Y
182 Santos Juliá

de las memorias en la relación de la sociedad con el pasado, ni el


reconocimiento y la reparación de todas las víctimas de la guerra
civil y de la dictadura. Pero sí me parece discutible, en cambio,
el relato que diputados desde el Congreso y desde Parlamentos
de las Comunidades Autónomas, publicistas y ensayistas desde
periódicos y revistas, profesionales de la memoria desde diversos
foros y asociaciones, pretenden imponer de la Transición como
tiempo de amnesia generalizada en el que unos políticos oportu-
nistas, actuando sobre una sociedad pasiva y silenciosa, habrían
traicionado a una izquierda social real cediendo, por miedo o
por interés, ante los herederos de la dictadura y regalándoles una
amnistía a cambio de un perdón por haber ejercido contra ella los
derechos fundamentales. Se ha dado por supuesto y se ha afirma-
do reiteradamente que un Pacto de Olvido (que por un curioso
mimetismo, como son miméticas las especies de un Gulag español
o de un Holocausto español, se comienza a escribir también con
mayúsculas) sellado entre las élites dirigentes franquistas y los par-
tidos de oposición impidió a los españoles hablar, de manera que
los años de transición a la democracia han sido calificados como
los del silencio más absoluto y se ha presentado a los españoles
con la dictadura atragantada, sin poder expulsarla ni digerirla. En
lugar de investigar lo realmente publicado y debatido en aquellos
años, se afirma dogmáticamente, o con el único apoyo de algún
personaje de ficción, que el lugar de la memoria reprimida lo ocu-
pó el silencio impuesto. No interesa qué memorias o qué relatos
del pasado de guerra y dictadura se difundieron, se enfrentaron
o acabaron por predominar durante la transición política de la
dictadura a la democracia, sino que se afirma taxativamente que
un pacto nefando extendió sobre la sociedad un silencio sepulcral,
muy funcional, según los casos, para las élites franquistas, las ne-
cesidades del capitalismo tardío o las nuevas geopolíticas globales.
Una política de borrado de la memoria habría sido impulsada
desde las esferas de poder y seguida por los españoles como bo-
rregos o simios a los que se les habría realizado una ablación de

«Últimas noticias de la guerra civil», Revista de Libros, 81 (septiembre de 2003),


pp. 6-8.
Memoria histórica como ideología política 183

los lóbulos en que reside la memoria. Desmemoriados, habríamos


guardado silencio y dejado hacer 4.
Esta manera de recordar hoy la Transición, además de
ocultar o desdeñar la larga historia de encuentros y pactos
entre partidos y grupos de oposición con partidos y grupos de
disidentes de la dictadura que comenzaron en los años cuaren-
ta y se mantuvieron y ampliaron hasta los setenta, no tiene en
cuenta que después de la muerte de Franco se abrió un tiempo
de lucha, de aprendizaje y de pacto en el que estuvieron muy
presentes las memorias del pasado con el consciente y explíci-
to propósito de que no bloquearan los caminos de futuro: ahí
radica precisamente lo singular e irrepetible de aquellos años.
Singular, porque nunca antes, ninguna historia de guerra civil
terminó en España con gentes procedentes de los dos lados de
las trincheras encontrándose con el propósito, finalmente realiza-
do, de dotarse de una Constitución; irrepetible, porque una vez
realizado el propósito, carecía de sentido mantener una política
de consenso o de reconciliación que convirtiera el pasado en una
tabla rasa: de hecho, el consenso se dio por finalizado una vez
aprobada la Constitución y convocadas las elecciones generales
para la primera legislatura. Pero pasar por encima de las memo-
rias actuantes en la Transición —las que pretendían bloquear
desde poderosas tribunas cualquier proyecto de reforma y las
que condujeron a la apertura de un proceso constituyente bajo
la guía de la idea de pacto— con el objetivo político de restar
o negar legitimidad a lo entonces realizado para imponer en su
lugar, por medio de leyes y decretos, un relato único de memo-
ria social, además de un desprecio al trabajo realizado por las
diferentes oposiciones a la dictadura, tergiversa lo realmente
ocurrido durante aquellos años al atribuir a la Ley de Amnistía
la diseminación por la sociedad de una amnesia por la que todo
lo ocurrido en el pasado habría dado igual.
Pues, contra lo que es habitual afirmar en la última década,
la ley promulgada el 15 de octubre de 1977 no significó la igua-

4
He dedicado unos comentarios a este asunto en «Cosas que de la transición
se cuentan», Ayer, 79 (2010), pp. 297-319.
184 Santos Juliá

lación de los presos políticos de la dictadura, en la calle desde


hacía más de un año y, algunos de ellos, diputados que defen-
dieron con convicción el proyecto de ley, con los funcionarios
represores: no fue una ley de punto final ni equiparó a unas
decenas de presos políticos de izquierdas, encarcelados por sus
ideas, con miles de franquistas a los que libraba de sus delitos.
La Ley de Amnistía no fue promulgada, como han repetido
diputados del grupo parlamentario de Esquerra Republicana,
Izquierda Unida e Iniciativa per Catalunya Verds en una re-
ciente proposición no de ley presentada en el Congreso, «para
amnistiar a quienes, hasta el momento de su aprobación, habían
sido o podían ser condenados por la aplicación de las propias
leyes de la dictadura»; ni tampoco esa ley «buscó la amnistía
para las conductas seguidas por quienes, vulnerando la legalidad
franquista, habían luchado por el fin del régimen totalitario y la
instauración en España de la libertad y la democracia» 5. Será
preciso insistir, dado lo mucho que se repite lo contrario, en que
los presos políticos de la dictadura que habían luchado por «la
instauración en España de la libertad y la democracia» habían
sido amnistiados de lo que en los códigos de la dictadura se tipi-
ficaba como delito de asociación o de reunión, por Decreto-Ley
de julio de 1976. Amnistiados en julio, tras las reformas de las
leyes de reunión y asociación, del Código Penal, y después de la
legalización de los partidos políticos, de la convocatoria y reali-
zación de la primeras elecciones generales y de la constitución
de las Cortes Generales, es claro que en octubre de 1977 los que
se habían convertido más de un año antes en expresos políticos
de la dictadura o los que habían regresado de su largo exilio ya
no podían ser «castigados por la aplicación de las propias leyes
de la dictadura»: ¿Cómo iba a ser castigado por aplicación de
esas leyes Santiago Carrillo, después de haberse celebrado unas
elecciones en las que fue elegido diputado? ¿Podía la policía

5
Proposición de Ley de modificación de la Ley 46/1997, de 15 de octubre,
de Amnistía, presentada por el grupo parlamentario de Esquerra Republicana-
Izquierda Unida-Iniciativa per Catalunya Verds. BOCG, CD, Serie B, núm. 241-1,
30 de abril de 2010, pp. 1-3.
Memoria histórica como ideología política 185

político-social entrar en el Congreso para llevar a comisaría a


Dolores Ibarruri por ocupar un puesto en la mesa de edad? Los
que sí podían ser castigados, no por haber sido encarcelados por
sus ideas ni por el ejercicio de sus derechos fundamentales, sino
por haber secuestrado y matado, eran los miembros de ETA y
de otros grupos terroristas que habían cometido delitos contra
la integridad física de las personas, con los que efectivamente se
equiparó en la Ley de Amnistía de octubre de 1977 a los fun-
cionarios de la dictadura que, en la persecución de esos delitos,
pudieran ser encontrados culpables de violaciones de derechos
humanos.
En fin, no tendría que ser necesario repetir que la Ley de
Amnistía no impuso sobre la sociedad española, como tantas
veces ahora se pretende, ningún pacto de olvido ni estableció
ninguna tiranía de silencio, como bien demuestra la enorme can-
tidad de papel —diarios, revistas, folletos, libros— y de película
—cine, televisión, documentales— que en los años de transición
se dedicaron a la República, la Guerra y la Dictadura bajo todos
los puntos de vista y todos los ángulos imaginables 6. Y todo eso
que entonces se escribió y discutió no fue más que un comienzo:
los trabajos sobre represión nunca han dejado de publicarse
desde los primeros años de la década de 1980, ni la mayor parte
de quienes hemos publicado manuales o síntesis sobre la España
del siglo XX hemos dejado de prestar una atención específica a la
implacable e inicua represión, con encarcelamientos, torturas y
fusilamientos, que se abatió sobre los vencidos una vez la guerra
terminada. En verdad, nuestro pasado no ha estado tan oculto
como es costumbre afirmar cada vez que sale a la calle un nuevo
libro sobre la represión: no puede estar oculto un pasado sobre
el que se han publicado miles de libros y de artículos en toda
clase de soportes; claro que el pasado, cualquier pasado, siempre
estará oculto para quien no quiera verlo.

6
Una muestra muy incompleta de lo mucho publicado y debatido en estos
años puede verse en mi «Memoria, historia y política de un pasado de guerra y
dictadura», en Santos JULIÁ (dir.), Memoria de la guerra y del franquismo, Madrid,
Taurus, 2006, pp. 60-69.
186 Santos Juliá

No he comprendido tampoco la práctica político-judicial de


recalificar lo que en 1936 fue rebelión militar y asesinatos en las
cunetas, en las calles o en descampados, lo que en el lenguaje
popular se conoció como «sacas» y «paseos», ni los fusilamientos
por ejecución de sentencias de consejos de guerra, tipificándolos
setenta años después como delito contra los altos organismos del
Estado en un contexto de crímenes contra la humanidad, con el
propósito de iniciar desde la Audiencia Nacional causas pena-
les contra sus presuntos culpables. Es posible que las matanzas
en territorio controlado por los rebeldes, en Sevilla, Badajoz o
Málaga, como algunas ocurridas en territorio de la República, en
Madrid, Barcelona o Lérida, puedan ser calificadas retrospecti-
vamente de genocidio y de crímenes contra la humanidad y es
seguro que constituyen en todo caso violaciones graves de dere-
chos humanos y de libertades fundamentales. Pero estos hechos
por los que podrían abrirse miles de procesos penales no estaban
tipificados como crímenes contra la humanidad en los códigos
de los años treinta y, aun en el caso de que no les fuera aplicable
la prescripción por el tiempo transcurrido desde su comisión, las
personas que podrían ser conducidas ante los tribunales como
presuntos culpables están todas notoriamente muertas.
A pesar de esta evidencia, y basándose lejanamente en la
Ley 52/2007, de 26 de diciembre, llamada de Memoria Históri-
ca, el instructor del juzgado número 5 de la Audiencia Nacional
abrió en octubre de 2008 —dos años después de haber recibido
las correspondientes denuncias— una causa penal contra 35 ti-
tulares de diversos Ministerios y otras jerarquías del Movimiento
o del Estado. Conocía el juez perfectamente que ninguno de
ellos, desde el general Franco, que encabezaba la relación, hasta
el almirante Regalado, que la cerraba, iba a ser detenido por la
policía ni conducido ante un tribunal por la sencilla razón de
que todos estaban muertos y que, aunque no fuera más que por
este dato, tendría que declarar exentos de responsabilidad a los
imputados y cerrar la causa una vez certificadas las defunciones,
como así fue efectivamente tras un recurso del fiscal y el fallo
de la Sala de lo Penal de la misma Audiencia Nacional. Con ese
auto, el juez Baltasar Garzón no pretendía ni investigar ni abrir
a nadie un proceso penal por los crímenes del franquismo, como
Memoria histórica como ideología política 187

se repite de manera reiterada en los medios de comunicación; si


así hubiera sido no habría marcado el límite de su requisitoria
en la arbitraria fecha de diciembre de 1951, cuando quedaban
todavía crímenes que cometer, ni habría cerrado su lista de
imputados en los sujetos que fueron miembros de gobiernos de
la dictadura o altos jerarcas del Movimiento Nacional hasta esa
misma fecha, todos muertos; sino que habría ampliado el tiempo
de su auto hasta 1975, año de los últimos fusilamientos de la
dictadura. Sin entrar en ningún juicio de intenciones, ni lucubrar
sobre móviles, es evidente que el único propósito acreditado
de su auto lo constituyen las providencias dictadas mientras
esperaba los certificados de defunción y, más concretamente, la
providencia número 6, por la que habría de procederse, de in-
mediato y bajo control del juzgado del que era titular, a exhumar
los restos de los asesinados por el rebeldes de las fosas comunes,
entre otros, los del poeta Federico García Lorca 7.
Esta sorprendente utilización de un procedimiento penal
bajo la apariencia de investigación de los crímenes del fran-
quismo para la recuperación de la memoria histórica interesa
ahora y aquí únicamente por su directa repercusión en la his-
toria como interpretación documentada de hechos del pasado.
El juez, para justificar su auto, se vio obligado a calificar los
asesinatos y ejecuciones cometidos por los rebeldes y los que
siguieron cometiendo cuando de rebeldes pasaron a gobernar
el nuevo Estado —crímenes de los que tenía noticia por las
investigaciones de historiadores citadas a pie de folio— como
«desapariciones forzadas sin ofrecerse razón del paradero de la
víctima»; es decir, proyectó sobre nuestro pasado de rebelión
militar seguida de asesinatos a mansalva, de revolución y de
guerra civil la mirada propia de un tiempo posterior en una
situación por completo diferente: Argentina bajo la dictadura

7
Juzgado Central de Instrucción, núm. 5, Audiencia Nacional, Diligencias
previas, Proc. Abreviado 399/12006V, Auto de 16 de octubre de 2008. Alicia G IL,
en su comentario jurídico al auto de Baltasar Garzón, afirma que «la argumentación
de que el delito se sigue cometiendo, cuando ya están muertos los acusados, parece
algo surrealista», La justicia de transición en España, op. cit., p. 162.
188 Santos Juliá

militar, dando así lugar a lo que se ha llamado «argentinización»


del caso español 8. Calificar penalmente en octubre de 2008 los
asesinatos cometidos en agosto de 1936 como desapariciones
forzadas sin ofrecerse razón del paradero de las víctimas en un
contexto de crímenes contra la humanidad, si no es un dislate
judicial, será una impostura política, destinada a forzar, por un
procedimiento penal, la exhumación de las fosas en la que yacen
todavía los restos de asesinados en los días de la rebelión militar
contra la República.
Y del mismo modo, es una muestra de ligereza o de ignoran-
cia, destinada también a modificar la naturaleza —o, como se
dice ahora, a cambiar el sentido— de los hechos para convertir-
los en delitos permanentes y abrir así una causa penal, calificar
como «víctimas desaparecidas del período estudiado (17 de
julio de 1936 a diciembre de 1951)» a las 114.266 personas que
constan en la estadística del auto firmado por Baltasar Garzón,
decenas de miles de ellas fusiladas por cumplimiento de inicuas
sentencias de consejos de guerra de oficiales generales. La mayor
parte de esas víctimas no son, como escribe el instructor, desa-
parecidos, sino que fueron detenidos, encarcelados, procesados
sin garantía alguna por delito de rebelión militar, sentenciados
y fusilados, con su verdadero nombre, que consta en todas las
diligencias judiciales firmadas por los generales, jefes y oficiales
que intervenían en los procedimientos, y enterradas en fosas
comunes de los cementerios. Al contrario de los militares argen-
tinos, por no hablar de los nazis alemanes, los militares españoles
que sometieron a consejos de guerra a los capturados durante
el curso de la misma guerra o después no tenían la más mínima
intención de no dejar rastro de lo que estaban haciendo ni de
ocultar la identidad de sus víctimas ni de sus verdugos, todo lo
contrario: en las audiencias militares territoriales están archiva-
das todas las diligencias con las firmas de los oficiales generales
bien legibles. Que todo aquello fuera una «justicia al revés»,

8
ORTIZ, «Abrir las fosas comunes de una vez», op. cit., También yo he utili-
zado este término en «Duelo por la República española», El País, 25 de junio de
2010.
Memoria histórica como ideología política 189

como escribió años después Serrano Suñer, en un tardío reco-


nocimiento de que los rebeldes eran ellos y nos los procesados,
sentenciados y ejecutados por su lealtad a la República, o una
parodia de justicia, y que esas sentencias deban, por motivos que
también me parecen indiscutibles, ser anuladas —como se exigía
en una proposición no de ley presentada y defendida, no sé si
con sólidas pero sí con vehementes razones en el Congreso por
dos diputados del PSOE, como ya he indicado, desde la opo-
sición y luego abandonada de manera vergonzante una vez al-
canzado el gobierno para sustituirla en la Ley 52/2007, de 26 de
diciembre, por una declaración de ilegitimidad e injusticia— no
tendría que modificar la calificación de los hechos: ejecutados
por sentencia de consejo de guerra fueron aquellas víctimas, no
asesinados anónimamente ni desaparecidos forzados 9.
¿Por qué llamarles entonces desaparecidos? Un destacado
arqueólogo forense que dirige exhumaciones de fosas acaba de
ofrecer una respuesta muy reveladora: hay que llamar desapa-
recidos a los asesinados y fusilados, aunque jurídicamente no lo
sean, por el «potencial heurístico e interpretativo» que por su
fuerza simbólica adquirió el concepto de desaparición forzada,
«mucho más allá de su estricta aplicación jurídica». De modo
que, en un Estado de Derecho, la estricta aplicación jurídica
del concepto de desaparecido, una vez que desaparición forzada
ha venido a España «para quedarse» —como celebra el mismo
forense—, no importa frente a su uso como «una categoría de
acción política y simbólica con una importante capacidad de

9
El 5 de abril de 2010, el fiscal general del Estado, al rechazar la presentación
ante el Tribunal Supremo del recurso de revisión, a instancias de CiU, de las sen-
tencias del Tribunal de Responsabilidades Políticas y del Consejo de Guerra contra
Lluis Companys, ha decretado que esas sentencias son «inexistentes y nulas de
pleno derecho», fundamentando este acuerdo en la ilegitimidad de esos tribunales
y la injusticia de sus sentencias, reconocidas ambas, ilegitimidad e injusticia, en la
Ley de Memoria Histórica. Pero si esto es así, ¿por qué los legisladores rechazaron
expresamente, y tras duras polémicas, incluir la nulidad en el texto de la ley? ¿Basta
un decreto del fiscal general para hacer efectiva a efectos jurídicos la nulidad de
las sentencias emitidas por los consejos de guerra de la dictadura? ¿O será porque
si se reconociera la nulidad de cada una de las sentencias habría que proceder a
reparar los daños ocasionados por su cumplimiento?
190 Santos Juliá

movilización social y mediática». Determinar si, en efecto, ha-


blamos de desapariciones forzadas o de asesinatos y ejecuciones,
y aun en el caso de que se tratara de desapariciones forzadas,
establecer si los desaparecidos están aquí para quedarse, o sea,
si el delito se sigue cometiendo aunque sea notorio que todos
los acusados de haberlos cometido están muertos, como lo es-
tán también todos los que en su día fueron víctimas del delito,
pasa a ser una cuestión secundaria, propia de vanos debates
académicos o de atascos legales, ante el potencial heurístico,
interpretativo y de movilización social y mediática que la desa-
parición forzada, con su correlativo ritual de «reaparición» de
los restos, ha adquirido «en el imaginario del país» 10. Si con
desaparición forzada movilizamos a la gente, salimos en los
periódicos y alimentamos el imaginario del país ¿por qué ha-
bríamos de hablar de asesinatos en las cunetas o de ejecutados
por un pelotón de fusilamiento? Los desaparecidos están aquí
para quedarse, nos dice este arqueólogo, incluso después de
su reaparición o, mejor, precisamente porque el ritual de su
reaparición alimenta el imaginario del país convirtiéndolos para
siempre en desaparecidos.
No podría describirse mejor el proceso de transformación
de la memoria histórica en una nueva ideología política, una
ideología de sustitución, dotada de un cuerpo de conceptos y de
rituales colectivos, llamada a llenar el hueco dejado por las vie-
jas ideologías decimonónicas, el socialismo, el comunismo, que
han perdido su capacidad de movilización, su cuota mediática
y su potencial de subversión del orden establecido. Y también,
una ideología de consolación, porque como el socialismo ha su-
cumbido y el liberalismo no tiene «soluciones para todo», este
viraje hacia el pasado, con el recuerdo de los capítulos de las
antiguas luchas democráticas, se convierte en «un recurso para
alentar una mejora de la vida democrática en el presente». La
recuperación de la memoria histórica se convierte en una nueva

10
Es lo que sostiene Francisco FERRÁNDIZ, «De las fosas comunes a los de-
rechos humanos: el descubrimiento de las desapariciones forzadas en la España
contemporánea», artículo en prensa, disponible en internet.
Memoria histórica como ideología política 191

«identidad cívica» 11, como antes construía cada cual su identi-


dad política como anarquista, republicano, socialista, comunista
o nacionalista. La radical novedad en la historia de las ideologías
políticas consiste en que la meta o el fin inherente a esta ideo-
logía de la memoria histórica no es el presente con vistas a su
transformación y a la gestación de otro futuro, sino el pasado
en la medida, pero sólo en la medida, en que convenientemente
resignificado actuará como un instrumento de transformación
del presente; por vez primera, una ideología pretende movilizar
a la gente con el propósito de cambiar el sentido del pasado en la
esperanza de que esa resignificación de lo ocurrido hace setenta
años hará de un presente vacío de futuro un mundo mejor.
Como una particular deriva de esta carga ideológica —quizá
solo moralizante— una tercera crítica a las políticas de memoria
se refiere a la pretensión de situar el pasado en la agenda polí-
tica con el propósito de remediar carencias del actual sistema
democrático supuestamente nacidas de su construcción sobre un
silencio, una amnesia o una desmemoria. Y esto, también por un
motivo relacionado con nuestra historia, pues si una determina-
da memoria, calificada de democrática, de un concreto pasado se
impone como exigencia ética de la que se habrá de derivar una
mejora en la calidad de nuestra democracia actual, entonces ese
pasado recordado tendrá que representarse en el presente como
si estuviera adornado por una calidad democrática superior,
como si todos los que sucumbieron en las luchas políticas del
pasado hubieran muerto en defensa de un ideal democrático.
Entraríamos así no ya en el reino del anacronismo, sino en el de
la simple beatificación acrítica del pasado, interpretado según
las estrategias políticas de un presente que exige resignificar las
luchas políticas y sociales del siglo XX en «clave democrática»
y erigir en su recuerdo «memoriales democráticos». Pero a un
anarcosindicalista, a un comunista y a muchos militantes de la
facción mayoritaria de los socialistas de los años treinta se les

11
Lo entrecomillado del párrafo es de Jordi FONT, «Contra la nostalgia (y a
favor). El rescate de la memoria democrática como identidad civil», en R. VINYES,
El Estado y la memoria, Barcelona, 2009, p. 388.
192 Santos Juliá

podrán atribuir valores políticos de generosidad, entrega, soli-


daridad, heroísmo, lealtad a una causa, lucha por un ideal, pero
no que fueran demócratas más allá del sentido instrumental que
atribuían a la democracia como escalón, o estación de paso, ha-
cia el colectivismo, el socialismo o la dictadura del proletariado,
estadios superiores en la evolución de la humanidad que fueron
los objetivos de sus luchas.
Nada de qué sorprenderse, por otra parte: en la Europa de
los años treinta, la democracia no cotizaba precisamente al alza,
como había ocurrido al término de la Gran Guerra, sino más
bien a la baja, como pusieron de manifiesto las conquistas del
poder por los partidos nazi y fascista, la consolidación por el
Partido Comunista de un régimen de terror en la Unión Sovié-
tica y las críticas al liberalismo y al parlamentarismo burgués por
parte de nuevas generaciones de intelectuales. La democracia, en
verdad, llegó a ser en estos años ese templo desierto o desertado
de que habla Mark Mazower 12. Las luchas obreras de las déca-
das que siguieron a la Gran Guerra, fueran protagonizadas por
anarquistas, comunistas o un amplio sector de socialistas, que-
darían negadas, olvidadas, en su verdadero alcance si se afirma
—como, por ejemplo, en el preámbulo de la Ley de Memorial
Democrático aprobada por el Parlament de Cataluña— 13 que
en ellas radica el germen de nuestra democracia y se espera de
la recuperación de su memoria, reconstruida por medio de una
clave democrática proyectada desde el presente, la elevación
del nivel de su calidad. Es discutible o, por decirlo tal como lo
siento, es inadmisible que un Parlamento, de Cataluña o de cual-
quier otro lugar, imparta una lección de historia a los ciudadanos
dictándoles en un texto legal lo que deben pensar acerca de su
pasado 14; pero ya que, en el intento de construir una historia
oficial como soporte de una política de memoria social, lo hacen,

12
Mark MAZOWER, Dark continent. Europe’s twentieth century, Nueva York,
Vintage, 2000, pp. 3-40.
13
Ley 13/2007, de 31 de octubre, del Memorial Democrático, aprobada por
el Parlament de Cataluña, BOE, núm. 284, 27 de noviembre de 2007, p. 48487.
14
Comparto, por eso, la posición de Pierre Nora cuando, en diálogo con
Jacques Julliard y Claude Lanzmann para Le Nouvel Observateur, reproducido en
Memoria histórica como ideología política 193

no deberían ocultar la realidad de los hechos: las luchas obreras,


antes del fin de la Segunda Guerra Mundial, ni en Cataluña,
ni en cualquier otro lugar —pero, menos que en ninguno, en
Cataluña, por el extraordinario arraigo del anarcosindicalismo
y por el papel desempeñado por el POUM en la guerra civil,
cuando proclamaba que «la classe treballadora de Catalunya y
la classe treballadora de tot Espanya no lluiten per la república
democràtica»— 15, se dirigían a la defensa de la democracia sino
más bien a su destrucción como inevitable paso en la conquista
de un mundo nuevo. Es, por lo demás, algo penoso que los
constructores de esta memoria hayan olvidado que, en tiempos
no muy lejanos, quienes les precedieron en las luchas políticas
sufrieron cárcel y tortura y dieron en muchos casos su vida por
el anarquismo, el comunismo o el socialismo, unos ideales que
ahora nunca se mencionan cuando se insiste en la necesidad de
recuperar nuestra memoria histórica en clave democrática.
A este respecto, aunque desde muy diferentes posiciones,
resultan ilustrativas las declaraciones de jóvenes novelistas e
historiadores que, no conformes, como es su derecho y la misma
naturaleza de las cosas, con la democracia en la que han nacido
y crecido, culpan a decisiones políticas tomadas antes de que
ellos nacieran de la pobre calidad de la democracia actual y
creen que, denunciando hoy con vehemencia a los traidores de
ayer, la democracia del presente será más participativa y más
igualitaria. Llama la atención que ese mismo lenguaje haya sido
asimilado y compartido por algunos jueces, fiscales y profesores,
hoy jubilados, que ganaron sus plazas respectivas en las diferen-
tes burocracias del Estado durante la década de 1960 o el primer
lustro de los setenta, a los que podría aplicarse lo que Miguel
de Unamuno decía de los «cuatro atolondrados» que con su
prédica de vuelta al pasado «se fingen enemigos para tener que
combatirlos», y lo que Marc Bloch —un historiador que habría
de ser detenido, torturado y fusilado por los nazis— escribía a

la red por apons, 23 de octubre de 2008, se manifestaba «contra el principio de una


legislación que describa los acontecimientos del pasado».
15
Citado en «Los nombres de la guerra», Hoy no es ayer, op. cit., p. 101.
194 Santos Juliá

propósito de ciertos eruditos que se levantaban vehementemente


contra políticas adoptadas varias generaciones antes: «Lejos de
la guillotina divierte esa violencia sin peligro». Y añadía Bloch,
reclamando a la historia que renunciara a sus «falsos aires de
arcángel»: «¡Es tan fácil gritar: al paredón!» 16.
En lugar de inventarse enemigos, adoptar esos aires de ar-
cángel y gritar al paredón, sería más productivo para la historia
—es decir, para el conocimiento y la comprensión del pasado—
que estos jueces, fiscales o catedráticos, de biografías ejemplares
aun si prestaron sus servicios en burocracias de la dictadura, nos
dijeran por qué durante los años de transición o, lo que es más
significativo, bajo los sucesivos gobiernos del PSOE o del PP,
no exigieron, o incoaron ellos mismos, puesto que eran titulares
de poder judicial y gozaban de autoridad moral, la apertura de
ningún procedimiento penal contra los crímenes del franquismo.
No consta —se ha escrito en fechas recientes— que desde que
entró en vigor la Constitución «algún fiscal presentara denuncia
o un juez de instrucción iniciara de oficio un procedimiento pe-
nal por los hechos que paulatinamente iban siendo denunciados,
con datos muy concretos, por los historiadores en sus trabajos
publicados, o referidos en los medios de comunicación» 17. Quizá
tenían motivos para no presentar la denuncia ni incoar ningún
procedimiento penal; el más probable: que por su formación
jurídica consideraban que los crímenes cometidos durante la
guerra civil y en la posguerra habían prescrito años antes de
la muerte del dictador. Ésa fue, como hemos visto, la razón
por la que Luca de Tena había solicitado la expulsión, y no la
apertura de un procedimiento penal, de Carrillo a pesar de con-
siderarlo responsable de un genocidio, y ésa fue seguramente la
razón de que en la Ley de Amnistía de octubre de 1977 no se
mencionaran expresamente los crímenes cometidos en la guerra
civil y en la posguerra: la extendida convicción de que todos

16
Miguel DE UNAMUNO, «Sobre la tumba de Costa», Obras Completas, Ma-
drid, Escelicer, 1968, vol. III, p. 941, y BLOCH, Introducción a la historia, op. cit.,
p. 110.
17
Antonio DOÑATE MARTÍN, «Jueces y fiscales ante los crímenes del franquis-
mo», mientras tanto, 114 (2010), p. 96.
Memoria histórica como ideología política 195

esos crímenes habían prescrito. En todo caso, fuera por este o


por cualquier otro motivo, podrían explicarlo ahora sin ningún
problema, puesto que el dictador lleva ya treinta y cinco años
muerto; y, al hacerlo, su memoria de aquellos años enriquecería
notablemente nuestra historia, es decir, nuestro conocimiento
crítico de la Transición y de los gobiernos presididos por Felipe
González y José María Aznar.
Una cuarta reserva ante las prácticas de memoria histórica
tal como se han desarrollado en España en la primera década
de este siglo se refiere a las víctimas elegidas para ser objeto de
reparación y reconocimiento. Cuando se defiende la necesidad
de una política pública de memoria y se atribuye su implemen-
tación a los poderes públicos, de lo que se está hablando en
realidad es del uso político del pasado. Naturalmente, tal uso
no depende tanto del Estado considerado en abstracto como
de los gobiernos y Parlamentos, o sea, de las instituciones del
Estado, gobernadas siempre por un partido o su contrario, que
son los que toman decisiones en relación con las políticas a im-
plementar, de la memoria o de cualquier materia. Después de
un amplio recorrido por las resoluciones de la Organización de
Naciones Unidas y por la práctica de la justicia internacional,
un experto en derecho a la reparación por violaciones graves
de derechos humanos se siente obligado a «reconocer que la
decisión de reconocer [sic] a dichas víctimas como personas o
colectivos susceptibles de participar en un proceso de reparacio-
nes es, en el fondo, una decisión política que, en calidad de tal,
inevitablemente conlleva un cierto grado de discrecionalidad» 18,
y pone como ejemplo a las víctimas alemanas de la posguerra,
que no tienen a nadie que las recuerde y que habrían caído en el
más profundo olvido si algunos, más bien pocos, historiadores
no se hubieran ocupado de ellas. Este descubrimiento —que
las políticas de memoria tienen en su origen más de decisión
política que de culto a la memoria y que, por tanto, siempre se

18
Felipe GÓMEZ ISA, «El derecho de las víctimas a la reparación por violacio-
nes graves y sistemáticas de los derechos humanos», en Felipe GÓMEZ ISA (dir.), El
derecho a la memoria, Bilbao, Diputación foral de Gipuzkoa, 2006, p. 55.
196 Santos Juliá

dirigen a unas víctimas ocultando u olvidando la existencia de


otras— arrastra inevitables consecuencias sobre nuestras visio-
nes del pasado, por la obvia razón de que decidir quiénes son
víctimas y, más aún, decidir a qué víctimas es necesario reparar
y reconocer, depende de quién ostenta el poder político más que
de una imposible administración de justicia.
Y esto, que vale para el Estado y sus instituciones, vale tam-
bién para partidos, sindicatos, organizaciones no gubernamen-
tales, asociaciones para la recuperación de la memoria histórica,
agrupaciones de particulares y para individuos singulares. Como
las recientes prácticas de conmemoraciones han mostrado, la
Iglesia católica ha emprendido en España una carrera de beati-
ficación de los asesinados en los territorios que quedaron bajo
gobiernos republicanos, en buena medida para contrarrestar a
las asociaciones de la memoria que se han ocupado de los asesi-
nados por los rebeldes y que a su vez reaccionaban contra el mal
llamado revisionismo histórico de los epígonos de la propaganda
franquista. Pero cuando el pasado que se recuerda es una guerra
civil en la que pueden contarse miles de muertos provocados
y sufridos por graves violaciones de derechos humanos de las
dos partes en guerra —la mayoría de ellos en retaguardia—,
la memoria no puede ser nunca la memoria, sino las variadas
memorias, de tal manera que la visibilidad de unas víctimas no
vuelva invisibles a las otras. La Iglesia católica, cuando celebra
como martirio los crímenes cometidos en las personas de sus
creyentes y guarda, sin embargo, silencio respecto a los crímenes
cometidos por ella misma o por sus ministros, cumple el deber
de memoria hacia sus víctimas pero es culpable del silencio res-
pecto a las demás. La memoria, en estos casos, no es matriz de
conocimiento, sino de ocultación, lo mismo que ocurre cuando
quienes celebran y recuerdan a las víctimas republicanas, resig-
nifican los asesinatos cometidos en territorio de la República
denominándolos desmanes, o cuando los atribuyen a acciones de
incontrolados o cuando insisten en que fueron muchos menos,
como si el número modificara la tipificación del delito.
Pues por más que hoy se hable del Holocausto o del Gulag
español —con sus respectivas mayúsculas, como si se tratara de
variantes de las políticas eliminacionistas puestas en práctica por
Memoria histórica como ideología política 197

los nazis en Alemania o los comunistas en la Unión Soviética—,


en España, durante la guerra civil, no hubo verdugos a un lado,
víctimas a otro, un Estado que decide la eliminación pura y
simple de una minoría de sus ciudadanos, sean judíos, polacos,
gitanos o presuntos disidentes; en España, la víctima de ayer se
convertía en el verdugo de mañana y el verdugo de un presente
podía caer como víctima en un futuro. A este conocimiento no
accede la memoria, como a cada cual le dice su propia expe-
riencia: es inútil recordar a algún militante de la recuperación
de la memoria histórica tal como hoy se practica que intente
recuperar también en sus relatos del pasado la memoria de los
otros: la respuesta es invariablemente que ya tuvieron quienes les
recordaran; como es inútil recomendar a un obispo que dedique
un minuto de silencio y una línea en honor o reparación a las
víctimas provocadas por intervención del clero allí donde los
rebeldes triunfaron, o que legitimaron con su presencia y ben-
dición, cuando no provocaron por su delación, el cumplimiento
de las sentencias de muerte dictadas por consejos de guerra una
vez la guerra terminada. En este punto, la retórica de la guerra
civil, que Antonio Machado consideraba igual en las dos zonas,
resurge en quienes sólo conmemoran a los suyos, como puso de
manifiesto el lenguaje de las esquelas publicadas en el año 2006,
declarado de la Memoria Histórica.
No se trata de que la memoria no actúe en el espacio públi-
co: nunca he sostenido que la memoria no deba salir del ám-
bito personal o familiar ni jamás he propugnado una renuncia
consciente a la significación política del pasado para el presente.
Claro está que el pasado, cuando se narra, siempre tiene sig-
nificación para el presente. Lo que digo es que construir esa
significación, en una democracia, no es tarea que incumba a los
poderes públicos, sino que habrá de ser resultado del debate
público, que es otra cosa. Por eso, lo que interesa cuando se
escribe historia de la memoria es cómo y para qué se recuerda
públicamente, cuál es el uso que el poder político en sus dife-
rentes niveles hace del pasado al recordarlo para incorporarlo
a una determinada política; cómo y con qué fines se recordó
el pasado en la sesión del Congreso de los Diputados de 14 de
octubre de 1977, o cómo y con qué fines se recuerda el pasado
198 Santos Juliá

hoy en una ceremonia de beatificación, por ejemplo. Mi opi-


nión a este respecto es que cuando la memoria o el discurso
de, entre otros, la jerarquía de la Iglesia se haga cargo de los
muertos provocados por la misma Iglesia, o cuando el Partido
Comunista o Esquerra Republicana de Catalunya, o la CNT, o
los socialistas, reconozcan la responsabilidad no sólo política
que les incumbe en los asesinatos perpetrados en Castilla o en
Cataluña y dejen de sacudirse los hombros calificándolos como
desmanes de grupos incontrolados, entonces estaríamos tal vez
en condiciones de elaborar políticas públicas hacia el pasado
que tengan por objeto la reparación y el reconocimiento de
todas las víctimas de la guerra civil y de la dictadura. Sólo Jordi
Pujol, entre los políticos, planteó la cuestión en sus justos tér-
minos cuando escribió que «por justicia hay que recordar a las
7.500 personas asesinada de 1936 a 1939, también en Catalun-
ya», y rechazando la idea de que, por haber sido ya recordados
y honrados, «sus nombres fueran borrados de la memoria co-
lectiva», se preguntaba: «Pero ¿y los asesinatos y fusilamientos
de la zona republicana, quién debe pedir perdón? ¿Alguien ha
pedido perdón por su muerte?» 19. Una sociedad democrática, a
diferencia de una dictadura, debe cargar con todos los muertos
y dar libre curso a todas las memorias, y un Estado democrático,
al enfrentar una guerra civil con más muertos en las cunetas que
en las trincheras, no puede cultivar una determinada memoria,
sino garantizar el derecho a la expresión de todas las memorias
y, si acaso, abrir y mantener espacios públicos para el estudio
y la reflexión sobre todo lo acontecido en el pasado de guerra
civil y de dictadura.
Esta actitud no significa en modo alguno que todas las
memorias sean iguales o que se busque una equidistancia entre
las víctimas de una parte y de otra, de manera que no puedan
emitirse juicios sobre culpas y responsabilidades. Mi posición
a ese respecto, muy influida seguramente por la que durante
toda la guerra adoptó el presidente de la República, es que los

19
Jordi PUJOL, «Memorial democrático», La Vanguardia, 14 de diciembre de
2006.
Memoria histórica como ideología política 199

rebeldes, por decirlo con las palabras del mismo Manuel Azaña,
cometieron un crimen horrendo, un crimen contra la patria,
un crimen de rebelión, que no tiene justificación posible, pero
que tampoco puede servir de excusa a los crímenes cometidos
en territorio de la República. No se trata de cubrir un crimen
con otro, ni de entrar en una competición sobre la naturaleza
y la magnitud de los crímenes de una y otra parte, cuestiones
todas sobre las que no ha dejado de hablarse desde el mismo día
de su comisión, sino de reconocer que todos los que sufrieron
la violencia asesina fueron víctimas de graves violaciones de
derechos humanos y que, por serlo, un Estado democrático no
puede calificar a unos como fallecidos y a otros como asesinados,
no puede recordar a unos y olvidar o volver invisibles y excluir
a otros, como fue el caso de la dictadura, por la simple razón
de que una democracia no es una dictadura vuelta del revés.
Transcurridos setenta y cinco años de sus muertes, un Estado
democrático que se decida a emprender políticas de memoria,
además de reconocer y reparar a todas las víctimas de acuerdo
con las exigencias del Derecho y de la moral, debe conmemorar
aquellas muertes planteando preguntas más que impartiendo
doctrina o imponiendo una determinada «narrativa pública» o
una determinada «memoria social» 20.
En fin, una quinta dimensión de las políticas de memoria que
tampoco comparto es la pretensión de desplazar la legitimidad
de la democracia actual desde el proceso constituyente de los
años setenta a la proclamación de la República de 1931, como
si la actual democracia sufriera un déficit de legitimidad por ha-
berse construido sobre el pacto al que llegaron fuerzas políticas
y movimientos sociales procedentes de la oposición con partidos
y grupos procedentes de la dictadura y estuviera necesitada de
«recuperar la memoria» de la primera democracia española

20
Esto es lo que, con mejor o peor fortuna, he sostenido en varias co-
lumnas de El País: «Toda la historia», 19 de septiembre de 2004; «Cruces y
caballos», 3 de abril de 2005; «Memorias en lugar de memoria», 2 de julio de
2006; «Víctima y verdugo», 3 de diciembre de 2006; «Inventariar todos los
muertos», 21 de septiembre de 2008, y en «Duelo por la República española»,
25 de junio de 2010.
200 Santos Juliá

del siglo XX, previamente idealizada y como suspendida en el


tiempo, en la festiva tarde del 14 de abril de 1931. Y no porque
no exista una relación viva, de la que fueron muy conscientes los
miembros de la ponencia designada por la Comisión de Consti-
tución de las primeras Cortes elegidas tras la muerte de Franco,
entre el proceso constituyente de 1931 y el de 1978, sino más
bien por todo lo contrario: aparte de las influencias de las Cons-
tituciones europeas de posguerra, es claro que la Constitución
de 1978 y la consolidación de la democracia en España debe
mucho a «los valores republicanos, entendidos no en relación a
una determinada forma de Estado, sino a unos principios éticos,
políticos y jurídicos sobre los que se edifica el Estado social y
democrático de derecho que conocemos y del que deriva además
su propia legitimación», como ha escrito Miguel Rodríguez-
Piñero 21. Y es evidente, en la literalidad misma del texto, que el
Título VIII de nuestra actual Constitución reproduce y amplía
algún artículo de la Constitución de la República y está inspirado
en los mismos principios sobre los que se intentó edificar en los
años treinta aquel Estado «integral» que reconocía la autonomía
de regiones y municipios.
La República fue, y será siempre, la primera democracia
española del siglo XX; pero la República fue derrotada tras un
golpe militar que desencadenó una larga y cruenta guerra civil.
Y en este punto, me parece de una lucidez a la medida de su
desolación lo que Manuel Azaña escribía a Luis Fernández Clé-
rigo en julio de 1939 al recordarle que tres años antes, cuando el
gobierno convocó a todos para defender la República, «muchos
no sabían ya lo que estaban defendiendo y otros defendían a
sabiendas lo que era negación de la República». Para Azaña, la
legitimidad imprescriptible que los republicanos podían invocar
«consiste en el derecho de los españoles a elegir libremente el
gobierno que nos plazca [...] El régimen que nazca de esas con-
diciones, y las respete, será legítimo». España, seguía escribiendo
el expresidente de la República, debe ser «puesta en situación de

21
Miguel RODRÍGUEZ-PIÑERO Y BRAVO-FERRER, «La vigencia del legado de la
Segunda República», El País, 13 de abril de 2001.
Memoria histórica como ideología política 201

ejercer aquel derecho. Pero guardémonos de identificarlo con la


República del 31 o del 36, ni con sus instituciones, leyes, parti-
dos, métodos y hombres, como si hubieran de resucitar en plena
gloria. Por muy adentro que nos llegue el recuerdo de todo eso, y
nos duela la injusticia con que tantas veces ha sido tratado, y nos
pese la esterilidad de nuestro trabajo, hay que reconocer que ha
muerto». Y concluía Azaña: «En la vida política nada se restaura,
pese a las apariencias; y estos tres años, más los que vienen ahora,
no habrán pasado, para bien o para mal, en vano» 22.
No; los tres años, más los treinta y seis que vinieron después,
no pasaron, para bien o para mal, en vano. El desplazamiento
de la legitimidad de la democracia construida a partir del pro-
ceso constituyente y de la Constitución de 1978 a la República
de 1931, como si todo lo ocurrido entre su derrota y el fin de la
dictadura pudiera encerrarse en un paréntesis que abre y cierra
un vacío, un tiempo en blanco, o más exactamente, en negro,
implica una ilusoria reconstrucción del modelo que se pretende
restaurar como única fuente de legitimidad a la par que tergi-
versa su historia proyectando hacia el pasado posiciones polí-
ticas que muchas de las fuerzas políticas y sindicales entonces
actuantes no adoptaron hasta décadas después. En cierta ocasión
coincidí con Santiago Carrillo en un curso sobre la República
impartido en la Universidad Menéndez Pelayo. Carrillo presentó
en su intervención como democrática la política desarrollada
por el Partido Comunista en aquellos años, lo que me movió a
preguntarle qué iba a quedar de la memoria comunista, es decir,
de la memoria de quienes habían dado su vida luchando por el
comunismo, si se entendía que desde 1931 los comunistas habían
luchado por la democracia. Evidentemente, no era la democracia
su meta, como no lo fue tampoco la de los socialistas cuando
llamaron a la revolución en octubre de 1934. No hay más que
recordar lo que desde Mundo Obrero o desde El Socialista se
decía de la República para medir la distancia entre el discurso
beatífico sobre la República hoy predominante en Izquierda

22
Manuel Azaña a Luis Fernández Clérigo, 3 de julio de 1939, en Manuel
AZAÑA, Obras Completas, op. cit., vol. 6, p. 683.
202 Santos Juliá

Unida y lo que en efecto se deseaba para la República por la


izquierda comunista y socialista en 1934.
Si esta memoria de la República falsifica su historia, también
rechaza como culpable o desdeña por irrelevante las memorias
actuantes en la dictadura que alentaron, desde los años inmedia-
tamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, los múltiples
encuentros entre disidentes de la misma dictadura y las oposicio-
nes que procedían del lado de los derrotados, memorias, pues,
de los vencedores y de sus hijos y memorias de los vencidos y de
los suyos, sobre las que se basará la política de pacto de los años
setenta, una vez quemada la etapa «reformista» de Arias/Fraga 23.
Lo que importaba en esos encuentros nunca fue monarquía o
república; lo que importaba, como el Partido Comunista vio
perfectamente, era dictadura o democracia, o sea, la apertura
de un proceso constituyente que desembocara en un Estado de
Derecho al modo de las democracias occidentales construidas
tras el triunfo de los Aliados, un proyecto en el que estuvieron
de acuerdo los representantes del exilio y de la disidencia y la
oposición del interior cada vez que se sentaban en torno a una
mesa. Ése fue el tiempo en que comunistas y católicos adoptaron
en España por vez primera el lenguaje de democracia y comen-
zaron a actuar como demócratas antes de la democracia, escri-
biendo en las mismas revistas, firmando los mismos manifiestos,
convocando y participando en los mismos actos. Y es en este
punto donde los historiadores tendrán algo que decir, reivindi-
cando la autonomía de la historia, aunque en el empeño se vean
obligados a sacar del baúl su propia memoria personal, parte de
la memoria de una generación, la de los hijos de la guerra. Una
última vuelta a esta memoria quizá aclare lo que quiero decir
cuando me niego a aceptar que la actual democracia esté cons-
truida sobre una traición derivada de un miedo que impuso un

23
A este tema he dedicado alguna atención en «Proyectos de transición en la
oposición antifranquista», en Walter L. BERNECKER (comp.), De la Guerra Civil a
la Transición: memoria histórica, cambio de valores y conciencia colectiva, Mesa Re-
donda, Neue Folge, núm. 9, Universitat Ausburg [1996], pp. 9-37, y en «Transición
antes de la transición», recogido en Hoy no es ayer, op. cit., pp. 245-261.
Memoria histórica como ideología política 203

amnesia y un silencio, o como también se afirma, sobre un olvido


del olvido en el que habríamos dejado caer a la República como
fundamento de la actual democracia. Pero antes de embocar el
último tramo de estas reflexiones, en el que inevitablemente se
harán de nuevo presentes mi memoria de un tiempo pasado y
mi visión del oficio de historiador, quisiera reproducir aquí, a
manera de excursus, un artículo relacionado con todo esto que
conserva para mí un valor especial por la difícil circunstancia en
la que fue escrito.
12
FEDERICO GARCÍA LORCA,
MUERTE Y MEMORIA1

«Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,


un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos».
Federico García Lorca,
Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, 1935.

En uno de esos grandes titulares que han acabado por im-


ponerse en la prensa española desde los primeros años de este
siglo XXI, alguien preguntaba hace tres meses: «¿Y ahora dónde
estás, Federico?». La autora del reportaje hablaba en tiempo
presente: Federico no está allí, lamentaba, lo mismo que el ex-
presidente de la Asociación para la recuperación de la Memoria
Histórica de Granada. Mientras tanto, el historiador que tanto
trabajo ha dedicado a documentar hasta el último detalle de
su muerte y que había creído, por la confesión de un testigo
desinteresado, tener perfectamente localizado el lugar de su en-
terramiento confesaba sentirse enfermo y temía perder su salud
mental si el poeta no aparecía. No faltó a esta cita de voces la
del presidente de la Asociación de la Memoria Histórica, quien,

1
Reproduzco sin cambios lo publicado en Claves de razón práctica, 200 (marzo
de 2010), pp. 56-60.
206 Santos Juliá

olvidándose de los derechos de los familiares en cuyo nombre


dice proceder a la exhumación de cadáveres de las víctimas,
arremetía una vez más contra los Lorca —sin ellos, «sin los
Lorca», decía, ya habría aparecido— a la vez que recriminaba a
indeterminadas asociaciones de homosexuales o de escritores no
haberse constituido en representantes del poeta asesinado para
reclamar la exhumación de sus huesos 2.
Hay en estas preguntas, frustraciones y recriminaciones un su-
puesto común, herencia quizás de nuestra secular cultura católica
y de la sagrada entidad que atribuimos desde tiempo inmemorial
a las reliquias de los santos: que Federico está donde yacen sus
huesos, de tal manera que si sus huesos no se encuentran, no
encontraremos nunca a Federico. La conclusión, en la que todos
estaban de acuerdo, es obligada: hay que seguir buscando; más
exactamente: el Estado tiene que seguir buscando 3. En idéntica
dirección, se ha argumentado también que para restituir a las
víctimas su identidad es preciso desenterrar sus huesos para
enterrarlos de nuevo 4. E interpretando acontecimientos de un
tiempo con conceptos de otro, no han faltado penalistas y jueces
que hayan propuesto aplicar la figura de la desaparición forzada
y calificar de desaparecido o de detenido ilegal a quien fue sacado
de su refugio para darle lo que en el atroz lenguaje de la época
se llamó paseo. Desaparecido, en lugar de asesinado, acabaremos
situando también a García Lorca entre todos los que han sufrido
un «delito permanente de detención ilegal sin ofrecerse razón del
paradero de la víctima» 5, para exigir al Estado que siga buscando
los huesos del poeta hasta que aparezcan.
Suscribía también esa conminación al Estado, contra la vo-
luntad de la nieta, la hija adoptiva del hijo del maestro asesinado
junto a Lorca, Dióscoro Galindo: que sigan buscando. Toda la

2
Reportajes y declaraciones en El País, 16-20 de diciembre de 2009.
3
Ian GIBSON, «El Estado debe buscar de una vez a Federico García Lorca»,
El País, 30 de diciembre de 2009.
4
Julián CASANOVA, «¿Debe el Estado buscar a García Lorca?», El País, 5 de
enero de 2010.
5
Así se califican en el Auto de 16 de octubre de 2008 firmado por Baltasar
Garzón.
Federico García Lorca, muerte y memoria 207

extensión del paraje de Alfacar a Víznar, en la que se supone que


fue enterrado Federico García Lorca, tendría que ser removida
hasta encontrar sus huesos. Ésta es, al parecer, la única manera
posible de «recuperar a Federico», de devolverle su identidad,
de acabar con su eterna condición de desaparecido forzado o de
detenido ilegal, de posibilitar el descanso eterno de su espíritu
en posesión por fin de su materia, pasando incluso por encima
de la voluntad de su familia, que siempre ha expresado el deseo
de dejar en paz los huesos del poeta y mantener el lugar del cri-
men como lugar de su memoria y de la de todos los granadinos
que sufrieron la misma muerte.
De verdad, ¿hay que seguir buscando? La Junta de Andalu-
cía ya ha demostrado que no ahorra esfuerzos ni recursos en su
empeño de encontrar el cadáver de García Lorca; los forenses
y antropólogos han cumplido su tarea de manera ejemplar,
según exigen los protocolos científicos; los periódicos no han
escatimado grandes titulares ni toda clase de ilustraciones en el
seguimiento de los trabajos de búsqueda; los historiadores han
comprobado una vez más que los testimonios orales de presun-
tos y desprendidos testigos —como fue el caso de aquel «testigo
presencial» que juraba haber escuchado de labios del poeta una
heroica arenga por la libertad antes de caer bajo las balas de los
guardias civiles— 6 hay que tomarlos siempre con un grano de
sal; en fin, los dirigentes de asociaciones para la recuperación
de la memoria histórica debían comprender que no sólo de ex-
humaciones se alimenta la memoria, que todo tiene un límite y
que la pretensión de suprimir la presencia de «los Lorca», o de
nombrarle al mismo Federico García Lorca unos «representan-
tes» entre grupos o asociaciones de homosexuales, de escritores,

6
«Un testigo presencial relata cómo asesinaron los facciosos al inmortal
García Lorca. Se levantó, sangrando... Con ojos terribles miró a todos, que re-
trocedieron espantados»: con estos título y subtítulo, publicó ABC de Madrid,17
de septiembre de 1937, un relato que presenta a Lorca marchando «seguro, con
magnífica serenidad. De pronto se paró, se volvió cara a nosotros pidiendo hablar
[...] Y habló. Habló García Lorca con firmeza y voz segura. No eran sus palabras
de flaqueza o invocando el perdón. Eran palabras viriles en defensa de lo que
siempre amó: La libertad».
208 Santos Juliá

o de cualquier otro «colectivo» por muy honorable que sea,


atenta precisamente contra los derechos de los familiares de las
víctimas que ellos dicen defender —derechos prioritariamente
reconocidos por la Ley 52/2007, llamada de Memoria Históri-
ca— y deja a la misma víctima en la más absoluta indefensión:
¿Querría Federico García Lorca que algún colectivo lo repre-
sentara para trasladar sus huesos del lugar en que fue asesinado
al monumento en que sería presuntamente recordado?

Muerte
Podían tomarse todos un respiro mientras volvemos, como
pedía Luis García Montero, a lo incontestable 7. Y lo incontestable
comienza con la misma muerte de Lorca. En el ya lejano 1954, la
editorial Aguilar sacaba a la calle «la primera y única edición, en
un solo tomo, de las Obras Completas de Federico García Lorca».
Losada, en Buenos Aires, se había adelantado con una edición en
ocho tomos, juzgada de meritoria en la nota editorial del tomo
de Aguilar por su intento de recoger las hasta entonces dispersas
publicaciones del poeta. La nueva edición venía precedida de un
emocionante prólogo de Jorge Guillén y se cerraba con la inolvi-
dable semblanza del «noble Federico de la tristeza, del hombre
de soledad y de pasión», que Vicente Aleixandre había escrito
para Hora de España. Incluía, entre variada documentación, una
detallada cronología de la vida y obra de Federico García Lorca
en la que a 1936, 19 de agosto, seguía esta escueta información:
«Muere». En 1954, en España, nadie podía publicar nada más elo-
cuente sobre la muerte de García Lorca que la constatación pura y
simple de que efectivamente murió un día de agosto de 1936 8.
Fue la suya, desde el mismo momento en que manos asesinas
dispararon sobre el poeta desvalido, una muerte rodeada de mis-
terio. Ante todo, porque fue una muerte increíble, una muerte que

7
Luis GARCÍA MONTERO, «Volvamos a lo incontestable», El País, 19 de di-
ciembre de 2009.
8
Cito por la 6.ª edición, de 1965, de Federico G ARCÍA LORCA, Obras Comple-
tas, recopilación y notas de Arturo DEL HOYO, Madrid, Aguilar, p. 1909. De Vicente
ALEIXANDRE, «Federico», Hora de España, julio de 1937, pp. 43-45.
Federico García Lorca, muerte y memoria 209

nadie se podía creer aunque todos supieran que, efectivamente,


había sucedido. Así lo dijo Antonio Machado a un periodista en
Valencia a mediados de diciembre de 1936, dos meses después de
haber publicado «El crimen fue en Granada». Machado «no podía
creer que hubiera sido asesinado», y añadía: «Sin saber por qué,
tengo la firme esperanza de que no se habrá consumado tanta des-
gracia». Tampoco podía creer la muerte del poeta uno de sus más
íntimos y queridos amigos, Carlos Morla Lynch, que permaneció
en Madrid, a cargo de la embajada de Chile y prestando asilo a
cientos de refugiados: «No lo creo, no lo quiero creer, ni tampoco
quiero detenerme a imaginarlo. ¡¡No puede ser!!», anotó en su
diario el 1 de septiembre, días antes de que ABC republicano de
Madrid publicara un suelto confirmando la muerte de Federico
García Lorca. Manuel Altolaguire le llamó el 7 de septiembre para
desmentir la noticia, pero el 19 de ese mismo mes, recibe carta de
su hermana Ximena: «He soñado con Federico triste. Lo guiaba
de la mano, para atravesar la niebla». Y Morla comenta: me deja
anonadado; como desolado quedará durante dos largos años, sin
poder creer las noticias que llegan de su más querido amigo: «que
esté muerto él, este coloso de ingenio que vendía vida, me parece
increíble. Monstruoso», escribe en mayo de 1937 9.
Lo increíble adquiere así una nueva dimensión: sus amigos
no quieren ni pueden creer su muerte porque no se puede
creer que alguien tan lleno de vida haya muerto de muerte tan
monstruosa. Lo monstruoso consiste en la destrucción de ese
manantial interior de donde irradiaba su música, su poesía, sus
canciones, que Lorca repartía a raudales. Pero lo monstruoso se
refiere también a sus autores, que se niegan a reconocer la infa-
mia que han cometido. De la muerte de Lorca, nadie alardea: los
culpables no la pregonan, sino más bien la secuestran o tratan
de restarle importancia contando su nombre como uno más de
los sacrificados aquel día, como si eso no fuera lo que convierte
en monstruoso el crimen, su magnitud innumerable. Sus amigos

9
Declaraciones de Antonio MACHADO, La Vanguardia, 12 de diciembre de
1936. Carlos MORLA LYNCH, España sufre. Diarios de guerra en el Madrid republica-
no, Sevilla, Renacimiento, 2008, entradas de 1, 7 y 19 de septiembre de 1936.
210 Santos Juliá

no quieren ni pueden creer su muerte porque es para ellos una


monstruosidad; sus asesinos la esconden, o inventan motivos es-
purios, para sacudirse de encima la enormidad del crimen hasta
reducir «la muerte del poeta [a] un episodio vil y desgraciado,
totalmente ajeno a toda responsabilidad e iniciativa oficial», como
escribirá años después otro andaluz, también conocido suyo, José
María Pemán, o como leerá Carmen Soler en la emisión francesa
de Radio Nacional para que se enteraran Jean Cassou y Louis
Aragon y que reprodujo ABC: «García Lorca, todo el mundo lo
sabe, fue víctima de una condenable acción personal», víctima,
pues, de un fortuito desorden en una ciudad aislada de España.
O simplemente no decían nada y se limitaban a escribir de Lorca
como lo hace su gran amigo de juventud, Melchorito Fernández
Almagro, como si su muerte no hubiera sido 10. Un episodio vil,
una acción condenable, un no sucedido: todos sabían bien, sin
embargo, que para matar a Lorca hizo falta que las manos de
fascistas de Falange, católicos de la CEDA, militares y guardias
civiles rebeldes tuvieran cada cual su parte en el crimen. Lorca
condensa y simboliza en su muerte la muerte de tantos miles de
granadinos llevados, como el poeta, al matadero por la coalición
militar-falangista-católica que se rebeló contra la República: más
de cinco mil muertos, entre ellos Lorca: eso es lo increíble y lo
monstruoso, lo que impide reducir la muerte de Lorca a una
condenable acción personal, a un episodio vil y desgraciado.
Pero lo increíble y monstruoso de la muerte de Lorca hace
relación no sólo a la infamia de sus asesinos y a la magnitud del
crimen, sino a la vida misma del poeta. Su muerte no se puede
creer porque Lorca no puede morir. En ningún poeta como en
él la vida se funde tan estrechamente con sus romances, sus poe-
mas, sus elegías, sus risas y sus llantos, su luz y su oscuridad, sus
hondos silencios y la alegría de sus canciones. Lorca no da nunca
la impresión de producir una obra, de tener una obra: Lorca es

10
José María PEMÁN, «García Lorca», ABC, 5 de diciembre de 1948; Car-
men SOLER, «Despilfarro de palabras solemnes...», ABC, 25 de agosto de 1946, y
Melchor FERNÁNDEZ ALMAGRO, «Primeros versos de García Lorca», ABC, 15 de
octubre de 1949.
Federico García Lorca, muerte y memoria 211

su obra. Porque en su caso el material del que está construida su


poesía —y todo en él es poesía— procede de su misma vida, de
sus juegos de infancia, de la luz de sus noches de Granada, de las
coplas, canciones y cantes, de la tierra y de la luna, del amor que
dio y recibió, del sentimiento del dolor y de la muerte, como lo
ha puesto maravillosamente en claro su hermana Isabel. A Juan
Ramón Jiménez le llegó a obsesionar —y lo repitió en varias
ocasiones— que aquel joven de apenas veinte años que un buen
día apareció por su casa con sus primeras composiciones bajo
el brazo hubiera acarreado de una copla que de niño él había
oído en Moguer un verso que se hará célebre y dará la vuelta
al mundo. «Verde que te quiero verde, del color de la aceituna,
con el pelo derramado y los ojos con la luna» cantaba alguien
por las calles de Moguer y Juan Ramón se quedó con la copla.
Y Lorca, que también la había oído, en lugar de quedarse con
ella, arrancó su romance con el primer verso de aquella copla:
«Verde que te quiero verde» para luego transformarlo todo con
su «Verde viento. Verdes ramas. / El barco sobre la mar / y el
caballo en la montaña». Pues sí, ése fue su secreto que nadie
mejor que otro poeta andaluz, Felipe Benítez Reyes, ha sabido
expresar: «resulta milagroso que, barajando elementos de cha-
marilería popular, alguien logre construir un mundo de extraña
hermosura y de misterio irresistible» 11.
Lorca supo construir ese mundo. Benítez Reyes atribuye su
grandeza a la «conmovedora inocencia poética de su autor». Y
así es. Pero esa inocencia poética le viene a Lorca de una ex-
traordinaria erudición mezclada con aquel «popularismo» que
hoy puede sonar como de otro mundo, como cosa antigua, pero
que un día fue impulso de una gran generación de intelectuales
y artistas. Consistía, como manifestaron entre otros Zambrano y

11
Felipe BENÍTEZ REYES, «El poeta inocente», El País, Babelia, 3 de enero de
1998. Por dos veces repite Juan Ramón Jiménez en la misma conferencia —«El ro-
mance, río de la lengua española», recogido en Prosas críticas, Madrid, Taurus, 1981,
pp. 262 y 284— que Lorca sacó de la copla popular sus mejores versos. No todo
fue copla popular, sin embargo; otros materiales proceden de la rica tradición que
él dominaba y del jardín, la casa y los juegos de infancia, por ejemplo, las anémonas,
como recuerda Isabel GARCÍA LORCA, Recuerdos míos, Barcelona, Tusquets, 2002.
212 Santos Juliá

Alberti, en abrir los oídos a la voz del pueblo, en empaparse de


pueblo, o como lo dirá el mismo Lorca en la entrevista con Luis
Bagaría publicada por El Sol pocas semanas antes de su muerte:
se acabó el arte por el arte, el arte deshumanizado, independien-
te, puro; el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar
la azucena y «meterse en el fango hasta la cintura para ayudar
a los que buscan las azucenas» 12. Lorca no necesitó del debate
sobre la tarea del escritor y sobre la relación del autor con su
obra —tan a la orden del día en los años de entreguerras— ni
fue preciso que nadie le transmitiera la consigna de poner la
pluma al servicio de las ideas. No era eso; no se trataba para él
de poner nada al servicio de nada, nunca se deslizó hacia nin-
gún tipo de realismo socialista, nunca transformó su escritura
en panfleto o propaganda. Lorca fue popular o «popularista»
—como decía Juan Ramón; en realidad, no hay palabra para ex-
presarlo— antes de que las gentes de su generación propusieran
salir al encuentro del pueblo y mucho antes de que a nadie se le
ocurriera la necesidad de adaptar la obra para ponerla al servicio
de una vanguardia y de una estrategia política.

Memoria
Lo de Lorca es de otra índole. Es, como señaló Benjamin Jar-
nés, la prodigiosa maestría con la que supo «engarzar en versos,
ya inmortales, la poesía popular y la erudita». Un prodigio de
pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento, como calificó
Vicente Aleixandre sus Sonetos del amor oscuro, «honor de la
poesía española y deleite de las generaciones hasta la consuma-
ción de la lengua». Es la gracia y la tristeza, el luto y la extraña
alegría, que Rafael Alberti recordaba como esencia del cante

12
De este diálogo con Luis Bagaría, publicado en El Sol, 10 de junio de 1936,
se suprimió en la edición de sus Obras Completas —es de suponer que por la vigi-
lante atención de la censura eclesiástica— un inocuo párrafo en el que el entrevis-
tador respondía a una pregunta del entrevistado diciendo: «Querido Lorca: Según
los católicos, los animales no tienen alma; tan sólo algunos animales enchufistas,
como el perro de San Roque, el cerdo de San Antón, el gallo de San Pedro y el
palomo de la divina carpintería...».
Federico García Lorca, muerte y memoria 213

jondo a propósito del romance de «La casada infiel» 13. Pero


sea lo que fuere de esos hondos manantiales de tradición y de
pueblo de los que se alimenta su obra, lo que aquí nos interesa
es que, inmediatamente después de que en él se consumara el
crimen que revelaba la naturaleza infame de sus asesinos, el an-
sía de comunicarse con los demás, evocado en la entrevista con
Bagaría, estalló en decenas de convocatorias de homenajes a su
memoria, organizadas por grupos sindicales, ateneos populares,
casas del pueblo, sociedades recreativas. Cines y teatros se llenan
de gente, como la vio Carlos Morla un año después del crimen,
«tranquila y sin odio», en una función matinal del cine Sala-
manca, de Madrid, en memoria del poeta, mientras se cantaba
un himno y se ejecutaba el saludo de la CNT. Un joven recita
el romance de la casada infiel, hay danzas de Miguel Albaicín,
una muchacha baila «con gracia tranquila» un poema dolorido a
García Lorca, y, para terminar, La Niña de los Peines, que canta
Los Muleros y «esa voz no es voz, no es palabra, no es canto; es
más que todo eso junto u otra cosa distinta: fracciones de voz,
lágrimas sonoras, suspiros doloridos». Y Morla, que sale con-
movido de aquella función conservando todavía «un fulgor de
esperanza» dentro de él, vuelve a su desolación: «Cuesta tanto
acostumbrarse a la idea de que lo hayan matado» 14.
Cuesta tanto que nadie lo puede creer y se multiplican, por
sentirlo vivo, las protestas contra sus asesinos y los homenajes a
su memoria. Anuncios de funciones semejantes a la del cine Sala-
manca, con Lorca, para Lorca, abundan en la prensa de aquellos
años de guerra. Y es que Lorca vive en el recuerdo de todos, ins-
pirando cantes y poemas, no importa si populares o «eruditos».
En el music-hall del Tívoli, de Barcelona, la rapsoda Pura de Lara
quiere que «Salga la luna a buscarlo / por toditas las veredas /
que, en sus brazos de oro fino, / me lo traigan las estrellas»: no se

13
De Benjamín JARNÉS, mentando Yerma como «La casada fiel», La Van-
guardia, 20 de diciembre de 1936. ALEIXANDRE, «Federico», op. cit., Y de Rafael
ALBERTI, su conferencia de diciembre de 1932, en Berlín, «La poesía popular en la
lírica española contemporánea», recogida en Prosas encontradas, edición de Robert
MARRAST, Barcelona, Seix Barral, 2000, p. 99.
14
MORLA, España sufre, op. cit., entrada de 22 de agosto de 1937.
214 Santos Juliá

canta así a un muerto 15. Proliferan las odas y elegías, que luego la
gente aprende y repite. Nadie falta: Machado, Neruda, Alberti,
Prados, Altolaguierre, Cernuda. Todas son dolor y llanto: «Sufro
tu irreparable perdida llorando», termina su elegía Manuel —su
querido Manolín— Altolaguirre. «Si pudiera llorar de miedo en
una casa sola», comienza su oda Pablo Neruda. Labrad, decía
Machado a sus amigos —y sus amigos de hoy, en Granada, de-
bían escuchar de nuevo esta voz tantas veces oída—, «un túmulo
al poeta sobre una fuente donde llore el agua». Si vive, Lorca
vivirá en el llorar del agua y en el emocionado recuerdo de sus
amigos. Y si alguien abriera por azar un poema de Lorca y al re-
citarlo en voz alta no regresara «a un tiempo destruido en el que
queremos llorar diciendo nuestro nombre» 16, entonces será que
no hay nada que hacer: más le valdría olvidarse del poeta.
Pero mientras le queden amigos, gentes que lo encuentren
sin necesidad de preguntarle dónde está, sin necesidad de exigir
perentoriamente al Estado que siga buscando sus restos, ése ha
de ser su monumento: un túmulo sobre una fuente donde llore
el agua. ¿Para qué grandes mausoleos? ¿Qué monumento po-
drá compararse a su fosa, sea cual fuere el lugar exacto en que
se encuentren sus huesos? ¿Qué mejor compañía para el poeta
y para los miles que con él sufrieron la misma muerte que el
llanto del agua? Dejaros, amigos de Lorca, de intervenciones de
arquitectos y escultores de fama internacional 17, allí donde bas-
ta la tierra, el árbol y el viento: anchos espacios hay en la triste
España para construir un lugar de memoria a todos los muertos
de la guerra y de la dictadura, un memorial que abra ventanas a
la reflexión y al dolor por tanta muerte. Pero que nadie convierta
aquellos parajes ni sus aledaños en cualquier suerte de parque
temático ni en visita obligada de los tour operators. Escuchad,
más bien, la voz de otro poeta andaluz, otro más de aquella ge-

15
«Exploraciones escénicas. Music-Hall en el Tìvoli», La Vanguardia, 19 de
marzo de 1937.
16
Como escribe también BENÍTEZ REYES, op. cit.
17
Lo propone Luis García Montero en su artículo citado. Y esto no me parece
tan incontestable como todo lo demás.
Federico García Lorca, muerte y memoria 215

neración irrepetible: «Tenga tu sombra paz, / busque otros valles


/ un río donde el viento / se lleve los sonidos entre juncos / y
lirios y el encanto / tan viejo de las aguas elocuentes» 18.
Esto es lo que ha visto la familia de Federico García Lorca y
de su cuñado, Manuel Fernández Montesinos, joven alcalde de
Granada, asesinado también aquellos días —como lo fue en la
misma Andalucía otro joven alcalde republicano, el de Sevilla,
Horacio Hermoso, y tantos como ellos—, que se ha negado
siempre a exhumar los restos mortales del poeta. No quieren que
se conozca la verdad, reprochan a la familia, no quieren recupe-
rar la memoria de su asesinato. Parece mentira, responden sus
familiares, que alguien pueda seguir propalando estas acusacio-
nes. Y afirman en un escrito de 12 de septiembre de 2003, y no
podría decirse mejor: la existencia de una fosa común es parte
de la verdad histórica. Ningún miembro de la familia niega a
los familiares de otros asesinados —nadie, sea o no miembro de
la familia García Lorca ni de ninguna otra podría negarlo— su
derecho a desenterrar y trasladar sus cadáveres a cementerios si
tal es su voluntad libremente expresada. Nadie debería negar
tampoco a los familiares que así lo manifiesten en uso de una
idéntica libertad su derecho, reconocido también por la Ley de
Memoria Histórica, a que los cadáveres permanezcan en las fosas
—«desnudos de todo ornamento encubridor»—, y que esas fosas
se mantengan como lugares de la memoria pública o social de las
víctimas y del crimen en ellas perpetrado. Ocurre, además, que
en este como en tantos otros lugares en los que se han cometido
crímenes de lesa humanidad, la memoria del lugar se identifica
plenamente con el lugar de la memoria y en él se sostiene.
Esto siempre ha sido así para todos los que, de Federico
García Lorca, han sentido más emoción por su obra que interés
por sus huesos. El 10 de mayo de 1960, y después de visitar el
Barranco de Víznar, Marguerite Yourcenar envió a Isabel García
Lorca una preciosa carta que la familia incorporó a su irreprocha-
ble escrito «Parecer de los herederos de Federico García Lorca

18
Luis CERNUDA, «Elegía a un poeta muerto», Hora de España, junio de 1937,
pp. 35-36.
216 Santos Juliá

sobre la exhumación de cadáveres en el Barranco de Víznar».


Escribía Yourcenar: «Yo me volví para contemplar aquella mon-
taña desnuda, aquel suelo árido, aquellos pinos jóvenes creciendo
vigorosos en la soledad, aquellos grandes plegamientos perpen-
diculares del barranco por donde debieron discurrir antaño los
torrentes de la prehistoria, Sierra Nevada perfilándose majestuosa
en el horizonte; y me dije a mí misma que un lugar como aquel
hace vergonzante toda la pacotilla de mármol y de granito que
puebla nuestros cementerios, y que cabe envidiar a su hermano
por haber comenzado su muerte en aquel paisaje de eternidad
[...] No cabe imaginar más hermosa sepultura para un poeta».
No, no cabe imaginarla. Y es ya buena hora de que todos, po-
líticos, periodistas, historiadores, presidentes de asociaciones para
la recuperación de la memoria histórica, respeten la voluntad de
la familia: la tierra ya está removida y el cadáver de Lorca no yace
en los lugares señalados por presuntos testigos. No es tampoco un
desaparecido ni es una víctima de un delito permanente de deten-
ción ilegal: Federico García Lorca es un asesinado, lo sacaron de
su refugio, lo encarcelaron y se lo llevaron a las afueras, al monte,
a matarlo, como a miles de granadinos; el día del crimen y quienes
lo facilitaron, alentaron y perpetraron son conocidos. Conservar el
lugar al que unos falangistas, católicos, militares, guardias civiles
lo empujaron y lo llevaron a matar, como lugar de memoria, sin
alardes arquitectónicos ni escultóricos, sin desvirtuar su signi-
ficado con alguna intervención modernista o vanguardista, sin
arquitecturas ni esculturas que «dialoguen» con su medio, es todo
lo que nos queda por hacer, porque ésa es la manera de perpetuar
no ya su presencia, siempre viva, sino el recuerdo de los crímenes
cometidos en aquellos parajes de Granada, de su Granada.
Y quien vuelva a preguntar, con esa ausencia de pudor y de
respeto propia de los titulares sensacionalistas: «¿Y ahora donde
estás, Federico?», ya tiene todo lo preciso para saberlo: Federico
no está en sus huesos, polvo y ceniza; tampoco ha de estar en
ninguna pacotilla de mármol y granito; Federico García Lorca
está vivo, hasta la consumación de la lengua, en su poesía, en su
teatro, en sus canciones, en su música, en sus dibujos y en el re-
cuerdo de todos los que en alguna ocasión, recitando sus poemas
o presenciando sus dramas, hayan llorado su muerte.
13
ESBOZO DE MEMORIA
DE UNA GENERACIÓN

Para quienes nos dedicamos a la historia como una forma


de conocimiento autónomo, y en no pocas ocasiones crítico de
la memoria y hasta opuesto a ella 1, la diferencia neta entre lo
que queremos significar por memoria individual y por memoria
colectiva tendría que ampliarse a lo que significamos cuando
hablamos de historia y de memoria histórica. Por mantenerme
en el terreno de la experiencia personal y de la memoria autobio-
gráfica como parte de las experiencias y de las memorias de una
generación: a pesar de que la guerra trastornó la vida de nuestros
padres y, de un modo u otro, marcó el destino de todos sus hi-
jos, nosotros, los nacidos durante o poco después de la guerra,
no tenemos ni podemos tener memoria de la guerra ni de nada
de lo ocurrido en su transcurso. Yo no puedo guardar ningún
recuerdo de la guerra por mucho que mi padre perdiera su em-
pleo como segundo maquinista de la Armada a consecuencia de
una acción dos veces denunciada por un capitán de navío que
luego se negó a recibirlo bajo su mando por haber participado
en la operación de dar agua a un buque en dique para evitar
que cayera en manos de los rebeldes. Puedo recordar la gorra

1
«Mémoire, histoire: loin d’être synonymes, nous prenons conscience que tout
les oppose», escribía Pierre NORA en Les lieux de mémoire, vol. I, La République,
París, Gallimard, 1984, p. XIX.
218 Santos Juliá

de plato que mi padre dejó durante años —o lo que ahora me


parecen años, no sé— colgada del paragüero a la entrada del
piso en que vivíamos y hasta me veo, niño de seis años recién
cumplidos, emigrante en Sevilla, adonde finalmente fuimos a
parar un día que siempre recordaré como de muchísima calor,
más tremenda aún porque llegábamos de la Galicia del mar y
de las playas; puedo recordar, en fin, los recuerdos de otros, lo
que algún autor ha definido como posmemoria; pero no puedo
tener una memoria de la guerra, como es obvio.
La «memoria» de la guerra —que sería histórica para noso-
tros y colectiva para quienes nos la administraron desde un cen-
tro único de elaboración de relatos sobre el pasado— nos llegó
más tarde, cuando al crecer bajo el doble manto de un Estado
militar y católico, con un componente fascista ocupando, sobre
todo a partir de 1945, una posición subalterna en lo relativo a
la construcción del gran relato sobre la guerra, sólo pudimos
acceder a una representación narrativa de ese pasado, un relato
con todos los ingredientes de un mito de salvación, una memoria,
pues, de la que quedamos literalmente saturados: tantas fueron
las ocasiones de recordarlo cuando éramos niños y adolescentes,
cuando carecíamos de defensas intelectuales para protegernos,
no digo ya para oponerle cualquier otro relato alternativo, que
sólo comenzamos a oír de boca de anarquistas o comunistas, o de
algún republicano, del interior o del exilio, en los años de nuestra
juventud, relatos contradictorios, enfrentados, muy diferentes a
los que hoy se reelaboran sobre esa República sin mancha cuando
se trata de celebrarla y hacerla presente como parte de un proce-
so de recuperación de la memoria histórica; relatos incapaces por
su misma fragmentación y fragilidad de componer una memoria
social alternativa a la que nos era transmitida en la escuela, desde
los púlpitos, por los periódicos, en la radio, en el No-Do. ¿Qué
podía tener de colectiva o de social la memoria de la guerra civil
si quien recordaba era un comunista o un anarquista, un socialis-
ta de Largo Caballero, o un socialista de Prieto, por no hablar de
un socialista de Negrín? No era sólo que para el mismo aconteci-
miento tuviéramos siempre disponibles «dos memorias, incluso
dentro del campo republicano», como afirmaba Jorge Semprún
a propósito de su documental; era más bien que la idea de lo que
Esbozo de memoria de una generación 219

había sido en su día «campo republicano» había quedado des-


trozada por las múltiples, enfrentadas y fragmentadas memorias
de la guerra civil de quienes durante tres años formaron parte de
ese mismo campo republicano y ahora, desde el exilio, más que
echar la culpa a los rebeldes hurgaban en la herida de sus propias
divisiones como principal causa de la derrota 2.
Pero, a pesar de que no pudimos sustituirlo por ningún otro,
el gran relato nacional y católico del que quedamos saturados fue
recusado por la generación del medio siglo, integrada en buena
parte por hijos de vencedores, aunque en muchas ocasiones lla-
marlos así resulta irónico o sarcástico porque no pocas veces eran
hijos de vencedores asesinados por «los rojos» en los primeros
días del golpe militar o muertos en acción de guerra; hijos, pues,
en muchos casos de perdedores del lado de quienes resultarían
vencedores, que tuvieron el coraje moral y la voluntad política
de recusar el relato sobre la muerte de sus padres —el relato que
pudo haber dado sentido a la vida del hijo si finalmente la «co-
munidad de memoria» que meció su cuna hubiera prevalecido
sobre la libertad de construir una identidad propia— y abrazar la
causa de los vencidos. Cuando a partir de mediados de los años
cincuenta, desde la rebelión de los universitarios madrileños de
1956, los hijos de los vencedores comenzaron a participar con los
hijos de los vencidos en las mismas plataformas reivindicativas y
a firmar los mismos manifiestos; cuando los espacios sagrados que
habían servido para ampliar el eco del discurso exterminador en
la guerra civil y en la posguerra se convirtieron veinte o treinta
años después en lugares de encuentro de unas comisiones de
obreros que, con sus llamadas a la huelga por mejoras laborales,
planteaban a la dictadura conflictos de contenido político, como,
ante todo, el mismo derecho a sindicarse; cuando comunistas,
primero, y católicos, varios años después, hablaron un nuevo
lenguaje de reconciliación o de diálogo, lo que se hacía era, ni
más ni menos, poner fin a la guerra para abrir caminos de futuro.

2
Jorge Semprún, citado por Jaime CÉSPEDES GALLEGO, «Un eslabón perdido
en la historiografía documental sobre la guerra civil: Las dos memorias de Jorge
Semprún», Cartaphilus, 5 (2009), pp. 33-34.
220 Santos Juliá

Y de este modo, gracias a los mayores de aquella generación de


hijos de la guerra se abrió un hueco por el que, quienes llegamos
poco después y nos sentíamos como sus hermanos menores,
pudimos asomar la cabeza y liberarnos de la memoria impuesta,
memoria colectiva, social, cultural o histórica, tanto da, elaborada
por poderes totalitarios o dictatoriales revestidos de sacralidad,
que se encargaron de inculcarla a los miembros de una sociedad
dividida para que aprendieran a disfrutar del consuelo de una
identidad común.
Aquella memoria impuesta o, por decirlo sin recurrir a la me-
táfora de la memoria, aquel mito sobre el pasado, elaborado, reci-
tado y celebrado por la Iglesia católica como base sobre la que se
construyó la cultura política de la dictadura, divulgado en cartillas
escolares, mil veces reproducido en imágenes del No-Do —eficaz
instrumento, que de niños y adolescentes nunca queríamos perder
cuando íbamos al cine porque era la única ventana audiovisual al
exterior, controlada por gentes expertas en la elaboración, montaje
y difusión de los mitos y las mentiras del régimen—, aquel mito,
digo, en el que un salvador enviado de Dios venía a liberar a una
patria de su perdición gracias a la sangre de mártires que fructifica-
ba en redención y triunfo sobre el mal, era sencillamente un fraude
y no servía para entender nuestro miserable presente ni para abrir
vías de un futuro que nos parecía bloqueado. Había, no más, que
arrojarlo al basurero de la historia. Ésa fue nuestra relación con
el relato y la celebración del mito de salvación, con la memoria
colectiva y con la cultura política en la que de jóvenes nos cayó en
suerte socializarnos; y ésa es la deuda impagable que quienes vini-
mos después, nacidos cuando ya había terminado la guerra civil,
hemos contraído con los hermanos mayores de aquella generación,
los niños de la guerra, que llegaron al despertar de la conciencia
política en los primeros años cincuenta y que protagonizaron la
primera rebelión universitaria contra el régimen en la que, no por
casualidad, construyeron una nueva memoria de la guerra, la que
la recordaba como una «inútil matanza fratricida» 3.

3
Tropecé con esta expresión en «Testimonio de las generaciones ajenas a la
guerra civil», escrito en Barcelona y reproducido por Le Socialiste, 23 de agosto de
Esbozo de memoria de una generación 221

La contrajimos, esa deuda, porque nos liberó de una losa


asfixiante y cortó las amarras que nos impedían enfrentarnos al
pasado con otra mirada: no la de quien quiere recordar colectiva-
mente, sino la de quien quiere conocer individualmente y debatir
con otros sus conocimientos; no la del con/memorialista, sino la
del historiador público en su doble dimensión: porque escribe
para el público y porque debate en público con sus colegas y con
las gentes a las que encuentra en ámbitos públicos (insisto en lo
público porque uno de los reproches que más he recibido de
quienes identifican lo público con lo político es que pretendo re-
ducir el recuerdo del pasado al ámbito privado). Supimos casi de
manera intuitiva, sin necesidad de tanta lucubración sobre memo-
ria y historia —lucubración ajena por completo a los debates de
aquel entonces e inservible ahora, por su anacronismo, para dar
cuenta de ellos— que cuando se trata de recordar el pasado no
vivido y se intenta que ese recuerdo sea compartido por otros con
el propósito de celebrar colectivamente lo sucedido —como due-
lo, como exaltación, como reconocimiento...— entra en acción
inevitablemente la capacidad de la memoria para transformar el
pasado en función de las exigencias del presente, exigencias deri-
vadas de la construcción de una identidad diferenciada que sólo
recuerda lo que conviene al propósito para el que se construye y
olvida todo lo que pueda afear una construcción que se pretende
sin mancha. Son los problemas o los intereses del presente los
que determinan qué recordamos y cómo lo recordamos y son las
gentes con poder político y social, o las que aspiran a ostentar
poder político y desempeñar un poder social —la dirección de
un museo, por ejemplo, el comisariado de una exposición, la
responsabilidad de elaborar e implementar políticas de memoria
o de administrar justicia internacional—, las que deciden qué se
recuerda, desde qué lugares y con qué medios.
No es, por tanto, el pasado que nunca pasa, que permanece
en el presente —una utopía reaccionaria—, agazapado en algún

1957. Puede verse en Esteban PINILLA DE LAS HERAS, que fue el autor de ese testi-
monio, En menos de la libertad. Dimensiones políticas del grupo Laye en Barcelona
y en España, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 315-317.
222 Santos Juliá

rincón del inconsciente colectivo, dispuesto a dar el salto a la


conciencia para influir en el presente una vez que finalmente
expulsamos el trauma verbalizándolo. No era ésta la visión de
Halbwachs de la relación del pasado con la memoria, que más
bien tendía a verla al revés, preguntándose cómo la memoria
colectiva influía sobre el pasado y lo modificaba. Y para respon-
der a esta cuestión, es fundamental preguntarse quién, cómo y
para qué recuerda, porque en los tiempos que corren, cuando se
proclama el derecho de mezclar ficción y realidad porque no hay
límites a la invención del pasado, es propio de los productores
de memoria social mirar al pasado desde una perspectiva singu-
lar, que elimina las ambigüedades y reduce los sucesos a mitos,
relatos que valen en la medida en que proporcionen sentido a
nuestra vida presente y nuestras perspectivas de futuro. Ahora
bien, quién, cómo y para qué recuerda son preguntas cuya res-
puesta a nuestra generación se le dio regalada, estaba ahí, a la
vista: los vencedores de una guerra civil para legitimar su poder:
eso fue lo que dio sentido a sus vidas y para eso, durante cuaren-
ta años, sirvió la memoria colectiva de la guerra y de la victoria;
para fundar un régimen destinado a durar un milenio se traía
el pasado al presente, se pretendía que el pasado nunca pasara,
siempre vencedores y siempre vencidos. Por eso, cuando ahora
oigo, como signo de una actitud que se proclama progresista:
que el pasado no pase, que es preciso producir memoria para ex-
tenderla socialmente desde todas los Parlamentos, los gobiernos,
los medios de comunicación públicos, no puedo más que sentir
el mismo rechazo que, cuando joven, sentía hacia aquellos que
decían que no pasara un pasado en que España se dividió entre
vencedores y vencidos.
De ahí también que, como guía de la política en momentos
de incertidumbre, la recusación de aquella memoria se resolviera
en una política de encuentro, reconciliación y diálogo o, lo que es
igual: la fuerza de la recusación de la memoria impuesta se puso
al servicio de la clausura del pasado como factor determinante de
la política del presente. Y por lo que se refería a lo ocurrido en la
guerra y en la posguerra, su recuerdo sirvió para echarlo al olvido,
incitando a su conocimiento, como argumenté en otra ocasión.
Se ha tachado a esta propuesta de ocurrencia cuando no de mero
Esbozo de memoria de una generación 223

artilugio verbal para expresar algo que era ya un lugar común,


aunque dicho de otra forma: un eufemismo para ocultar el miedo
o la aversión al riesgo, una mirada complaciente de la Transición
para no hablar de sus carencias y de sus traiciones. Alguien que
hablaba con acento madrileño macerado en Washington Square
me dijo, en un coloquio organizado hace años por el CSIC en la
Residencia de Estudiantes: ¿echar al olvido? esa expresión no
se puede traducir al inglés; por tanto, no sé qué significa. Pues
en castellano, dije, se sabe desde hace siglos: echar al olvido es
recordar voluntariamente un pasado con el propósito de clausu-
rarlo, de que no impida tomar las decisiones que se consideran
obligadas en el presente para abrir vías al futuro: ocurre en las
familias, entre grupos, entre Iglesias, entre Estados.
Pero echar al olvido es todo lo contrario de amnesia o des-
memoria y no se reduce a «soslayar» ni «dejar de lado» el pasa-
do, expresiones que evocan miedo a enfrentarse con él, como si
fuera preciso dar un rodeo, esconderlo, quitarlo de la vista, para
seguir adelante, un elemento clave de esa «aversión al riesgo»
que se postula dogmáticamente como característica central de
los años de transición, una clave explícalo-todo. No fue eso lo
que quise significar con la expresión «echar al olvido», sino más
bien lo contrario, una muestra de audacia porque, frente a quie-
nes durante la Dictadura y la Transición recordaban el pasado
para que no pasara, echar al olvido significó recordar el pasado
con el propósito de que la conciencia que perduraba clara, vívi-
da, de su existencia como pasado no bloqueara los caminos de
futuro. Si lo dijera ahora con palabras del jurista Stefano Rodotà,
que reclama el derecho a liberarnos de los vínculos que otros
nos imponen, echar al olvido consistiría en rechazar el destino
de «convertirnos en rehenes de la memoria colectiva, en prisio-
neros de un pasado destinado a no pasar nunca»; ejercer, pues,
un «derecho al olvido» 4.
Si recurrí a esa figura no fue porque pretendiera dar cuenta
de un proceso social, la construcción de una memoria colecti-

4
Stefano RODOTÀ, La vida y las reglas. Entre el derecho y el no derecho, Ma-
drid, Trotta-Fundación Alfonso Martín Escudero, 2010, pp. 81 y 83.
224 Santos Juliá

va, con una categoría particular, privada, individual en suma;


fue, primero, porque tropecé con expresiones similares en mis
investigaciones sobre las jóvenes generaciones de españoles,
en el interior y en el exilio, que a partir de los años cincuenta
impugnaron los relatos recibidos de sus mayores diciendo y es-
cribiendo que era menester arrojar la guerra al olvido o, como
se dice en el primer manifiesto del Frente Universitario Español,
constituido en México en noviembre de 1956: «Es necesario
liquidar la guerra civil, sinceramente y sin efugios, mediante la
concordia nacional, liquidando también al mismo tiempo todos
los ecos y residuos de las guerras civiles del siglo XIX de las cua-
les fue aquella una larvada consecuencia» 5. Fue, además, porque
no encontré mejor modo de expresar lo que, en mi opinión,
ocurrió en la Transición, siempre que a continuación se añada:
clausurar el pasado en sus efectos políticos y sociales, no borrar-
lo de la memoria ni ocultarlo al conocimiento, que son, nada
más pero también nada menos, las tareas de la historia. Porque
ese echar al olvido fue coetáneo de una auténtica eclosión del
interés por la historia y coincidió, como ya he indicado antes y
ahora repito por boca de otro hispanista, alemán en este caso,
con el «tremendo auge» experimentado por las publicaciones
sobre la guerra civil en 1975 y con la «enorme importancia»
que la misma guerra seguía teniendo en 1991 6. Y añadiré: tam-
bién en 2010, cuando un encuentro de dos historiadores para

5
FRENTE UNIVERSITARIO ESPAÑOL, «Coincidencia de propósitos», FPI AE,
617-4. En el mismo manifiesto se decía: «La pasada guerra civil entraña una gran
responsabilidad colectiva de la que ningún sector de la vida española puede esti-
marse exento, para cargarla íntegra sobre los hombros del adversario. Declaramos
nuestra voluntad radical de que tales hechos no vuelvan jamás a repetirse». Entre
los firmantes de este escrito, por el comité rector, figuraban Antonio María Sbert
y Manuel Tagüeña.
6
No entiendo cómo fue compatible este «tremendo auge» a partir de 1975 y
la «enorme importancia» que la guerra seguía teniendo en 1991 con la «pérdida de
memoria» que habría afectado a la sociedad española durante ese mismo período:
las tres expresiones son de Walter BERNECKER, «De la diferencia a la indiferencia.
La sociedad española y la guerra civil (1936/39-1986/89)», en Francisco LÓPEZ CA-
SERO, Walter BERNECKER y Peter WALDMANN (comps.), El precio de la modernización,
Frankfurt-Main, Vervuert Verlag, 1994.
Esbozo de memoria de una generación 225

hablar de Manuel Azaña llenó la amplia nave de San Juan de


los Caballeros de Segovia de un público que había pagado una
entrada y que seguía la conversación sin perder detalle. En lugar
de utilizar el pasado para los combates políticos del presente, o
de quedar sumergidos en las emociones de los recuerdos o, en
fin, de elevar al rango de memoria colectiva cualquiera de las
memorias parciales de la guerra —ya fueran relatos contados por
comunistas, republicanos, anarquistas, nacionalistas, socialistas o
sin adscripción ideológica—, optamos por investigar, por no fiar-
nos de la memoria de nadie, menos aún de la propia, que podía
estar determinada por lo ocurrido a nuestros padres; lo hicimos
quizá como reacción lógica al relato impuesto y al montón de
relatos de memoria que comenzaron a llenar el vacío cuando se
abrieron espacios para que cada cual contara cómo le había ido
en la guerra y bajo la dictadura.
Pues no es la memoria sino la historia la que mira al pasado
desde todas las perspectivas posibles; la historia es crítica de los
relatos míticos, huye de la sacralización del pasado, no preten-
de imponer desde un Parlamento una verdad objetiva y única,
tiene que aceptar la pluralidad de los centros de producción
de relatos sobre el pasado y la complejidad de las respuestas, y
no pretende celebrar nada y, menos que nada, una guerra que
ha escindido durante décadas una sociedad. Entre conocer el
pasado y rememorarlo hay una distancia que no se puede fran-
quear alegremente y que no es la que distingue a lo privado de lo
público, sino a lo público de lo estrictamente político: la historia
es pública porque es una narración destinada a ser debatida
públicamente; la memoria que llamamos histórica es política
en el sentido especificado ya hace siglos por el Diccionario de
Autoridades: es recuerdo para la gloria de algo o de alguien, y
naturalmente alguien con poder político habrá de ocuparse de
que el recuerdo se convierta en gloria, ocultando a la vista aque-
llo que pueda empañarla. El historiador, que por oficio habla del
pasado, construye, desde luego, un relato, del mismo modo que
también lo construye el que recuerda ese mismo pasado. Pero in-
cluso aunque el pasado se llame Auschwitz —un acontecimiento
supuestamente «indecible», como pretenden quienes, dueños y
administradores de su memoria, desearían que los historiadores
226 Santos Juliá

no se ocupasen de él— el historiador no puede identificar su


tarea con un deber de memoria ni con la voz del testigo. Aun en
el caso de que historia y memoria nacieran de la misma preocu-
pación y hasta si la historia naciera de la memoria, como sostiene
Enzo Traverso (cuando no sostiene lo contrario, o sea, que la
memoria se construye gracias a los materiales aportados por la
historia), en algún momento tendrá que emanciparse si pretende
constituirse como un campo del saber 7; aun si la memoria fuera
matriz o musa de la historia, como afirma Dominick LaCapra
cuando, pocos años después de publicar su «manifiesto» por
una nueva historia intelectual en el que para nada, ni una sola
vez, se mencionaba a la memoria, anuncia un nuevo «turn to
memory» 8, en algún momento tendrá que desprenderse de ella
y dejar de oír su música. Si estas consoladoras metáforas tuvieran
algún sentido, querrían decir que la historia es una derivación de
la memoria que luego, cuando se hace mayor, puede alcanzar la
autonomía aunque guardando siempre una deuda a su primogé-
nita. Como pueda ser que un derivado, que a su vez actúa sobre
la matriz para penetrar en ella, formarla y orientarla, se vuelva
finalmente autónomo, pertenece también, en el mejor de los ca-
sos, al reino de las exigencias suscitadas por el Holocausto como
acontecimiento indecible, o sea, al de las metáforas, y, en el peor,
al de las oportunidades académicas abiertas a los historiadores o
críticos culturales por ese nuevo «turn to memory».

7
Enzo Traverso afirma que «el reconocimiento del genocidio fascista en Etio-
pía fue una adquisición exclusivamente historiográfica que no ha penetrado todavía
en la memoria colectiva de los italianos», con lo que tendríamos, en este caso, que
la memoria, más que matriz, es masa opaca, reacia a dejarse penetrar por la historia.
En otras ocasiones, el historiador aparece como deudor de la memoria pero actúa a
su vez sobre ella para «formarla y orientarla». Enzo T RAVERSO, Il passato: istruzioni
per l’uso, Verona, Ombre Corte, 2006, pp. 17 y 35.
8
Que la memoria fuera musa o matriz de la historia pasó inadvertido en todas
las ponencias presentadas en el famoso congreso de Cornell de 1980, calificadas de
manifiesto por su editor: Dominick LACAPRA y Steven L. KAPLAN (eds.), Modern
European intellectual history. Reappraisals and new perspectives, Ithaca-Londres,
Cornell University Press, 1982. Para el «turn to memory» y sus razones Dominick
LACAPRA, History and memory after Auschwitz, Ithaca-Londres, Cornell University
Press, 1998, pp. 8-12.
Esbozo de memoria de una generación 227

Frente a la corriente que disuelve la historia en la memo-


ria, sea ésta histórica, colectiva, social o cultural, mi posición
en este debate consiste en tomar en consideración las cautelas
una y otra vez expresadas por historiadores y filósofos que, sin
negar el papel propio que en relación con el pasado traumático
corresponde a la acción de la justicia y a las políticas de memoria
—especialmente lo que se refiere a reparación y reconocimiento
de las víctimas de crímenes horrendos—, vienen advirtiendo des-
de hace más de una década de sus excesos y abusos y reivindican
la autonomía radical, desde la raíz, del conocimiento histórico y
su libertad en relación con la memoria y con lo que en Francia
se conoce como lois memorielles 9. Los nombres son bien cono-
cidos: Arno Mayer, Charles Maier, Henry Rousso, Pierre Nora
y los firmantes del manifiesto «Liberté pour l’histoire» —que
se rebelaban contra este espíritu de los tiempos que conduce
a la criminalización general del pasado—, Gerard Noiriel y los
miembros del Comité de vigilance face aux usages publics de
l’histoire, Tzvetan Todorov, Carlo Ginzburg, Peter Novick o,
en fin y entre otros muchos, Tony Judt, que veía el siglo xx en
camino de convertirse «en un palacio de la memoria moral: una
Cámara de los Horrores históricos de utilidad pedagógica cuyas
estaciones se llaman “Munich” o “Pearl Harbour”, “Auschwitz”
o “Gulag”, “Armenia” o “Bosnia” o “Ruanda”, con el “11 de
septiembre” como una especie de coda excesiva». Por todo esto
me sentí plenamente de acuerdo con el mismo Tony Judt cuando
decía en una entrevista: «Hay que mantener [vivos los horrores
pasados] pero como historia, porque si lo haces como memoria,
siempre inventas una nueva capa de olvido. Porque recuerdas
siempre alguna cosa, recuerdas lo que te es más cómodo, o lo
que te es políticamente más útil». Fue ésta la razón, seguía di-
ciendo Judt, por la que «escribí el epílogo, porque quería acabar
subrayando la importancia de la historia, especialmente en la
época contemporánea, cuando es tan fácil pensar que con la

9
Algunas de las posiciones mantenidas en este debate aparecen recogidas en
Anna ROSSI-DORIA, «Il conflitto tra memoria e storia. Appunti», en Saul MEGHNAGI
(ed.), Memoria della Shoah. Dopo «i testimoni», Roma, Donzelli, 2007, pp. 59-70.
228 Santos Juliá

memoria es suficiente» 10. Ni que decir tiene que ni Judt ni nin-


guno de estos historiadores niega la importancia de la memoria,
pero todos ellos avisan sobre la proliferación de aniversarios,
conmemoraciones, museos, santuarios, inscripciones, heritages,
patrimonios de la humanidad, incluso parques temáticos históri-
cos en un mundo que parece haber perdido el sentido de futuro;
y todos reivindican el papel propio de la historia.
¿Qué papel? Si lo dijera de nuevo con Paul Ricoeur, tendría
que repetir: el que se deriva de la autonomía del conocimiento
histórico que en relación con el fenómeno mnemónico constituye
«el principal presupuesto de una epistemología coherente de la
historia como disciplina científica y literaria» 11. Más en familia y
entre colegas, como aquí estamos y, ya como despedida, diré que
me refiero a la autonomía del historiador, artesano en su taller:
con una breve evocación de su figura terminaré este elogio.

10
Tony JUDT, Sobre el olvidado siglo XX, Madrid, Taurus, 2008, p. 15, y entre-
vista de Judt por José Manuel CALVO, en El País, 18 de junio de 2006. El epílogo
a que se refiere es «From the House of the Dead. An essay on Modern European
Memory», en Postwar. A history of Europe since 1945, Londres, Penguin Books,
2005.
11
Paul RICOEUR, La mémoire, l’histoire, l’oubli, París, Seuil, 2000, pp. 504 y
168-169.
14
EL HISTORIADOR, ARTESANO
EN SU TALLER

Durante los treinta y cinco años —hoy, exactamente y por


un nuevo azar, la mitad de mi vida— que llevo dedicado a este
oficio, primero como una afición, luego como una profesión, he
sido muy afortunado, debo reconocerlo y lo hago sin ninguna
necesidad de pedir excusas. He dispuesto de ese preciado bien
que es el tiempo para dedicarme a lo que me interesa y divierte,
y de ese mayor tesoro que es la libertad para emplear el tiempo
según mi buen saber y entender. En el ejercicio diario del trabajo
de un profesor de universidad, al menos desde que en 1979 me
incorporé a ella y puedo, por tanto, dar también mi testimonio,
la presencia del Estado o de los poderes públicos es mínima o,
más exactamente, es nula en lo que se refiere a la materia de la
docencia y a los proyectos de investigación, de tal manera que
quien lo desee puede vivir su condición funcionarial —puesto
fijo, salario digno aunque discreto, vacaciones pagadas, horarios
flexibles, tiempo para la investigación— como una fundamental
garantía de independencia y autonomía, a la manera del artesa-
no, como un oficio, lejos de lo que define la vida de un burócrata
en una organización jerarquizada, sea pública o privada, o de
alguien a sueldo de una empresa que traza líneas de trabajo y
exige rendimientos inmediatos. De manera que he disfrutado
durante esta segunda mitad de mi vida de tiempo, libertad y au-
tonomía ¿se puede pedir algo más en relación con la dedicación
a un oficio?
230 Santos Juliá

Y como la ciencia —aunque sea la histórica—, además de


ser lo que Max Weber llamaba una vocación, es un placer, no
puedo más que dedicar mi elogio a esta singular ciencia que ha
llenado el tiempo, la libertad y la autonomía de la mitad de mi
vida. Elogio porque este oficio —este métier, como lo llamaba
el admirable Marc Bloch— es para quienes nunca dejan de
preguntar, como los niños, por qué, y esperan que a la multitud
siempre creciente de sus preguntas le respondan contándole
«cómo ocurrieron en realidad las cosas» 1: ésta es la base de lo
que podría denominarse pacto historiográfico, un pacto entre
adultos, porque cuando de niños preguntamos por qué, lo que
ansiamos oír es cualquier relato en el que siempre gane el bueno,
aunque sea como el Cid, después de muerto, sin importarnos
nada que sea verdadero o falso; más bien, preferimos los falsos
porque somos incapaces de entender que el malo de la historia
salga finalmente victorioso. Luego, cuando creemos que somos
mayores, no dejamos de preguntar por qué, pero exigimos que
lo que nos cuenten sea, además de veraz, verdadero. Investigar y
documentar actos, hechos, vidas, acontecimientos, instituciones,
procesos, costumbres, mentalidades, culturas y, cada vez con más
ahínco en los últimos años, representaciones previas del pasado,
historias que se han contado del pasado, es la primera tarea del
historiador, primera en todos los sentidos: es lo que nos mueve
a salir de casa, del espacio familiar, pero también a abandonar
el tiempo que nos ha tocado vivir, para adentrarnos en un país
remoto y extraño en busca de las huellas de lo que un día fue y
ya no es, del pasado: la hemeroteca, la biblioteca, el archivo, las
calles de la ciudad, el paisaje y las labores del campo, el museo,
la arquitectura. Éste es un oficio para gente curiosa, capaz de
salir de sí misma, gente que quiere saber cosas que la experiencia
de cada día no le ofrece, quiere saber lo ocurrido en un tiempo
que fue y a unas gentes que ya no son.

1
Lo digo con la conocida y polémica expresión de Ranke, de quien «es equi-
vocado suponer que con ella hace una profesión de fe positivista», como observa
Juan José CARRERAS en una de sus estupendas Seis lecciones sobre historia, op. cit.,
p. 38.
El historiador, artesano en su taller 231

No hay historiador que no sienta una pasión por los hechos


del pasado; podrá ocurrir, aunque no será fácil, que haya cronis-
tas, anticuarios, recopiladores de sucesos, eruditos, todas ellas
nobles profesiones, desapasionados. Pero no hay historia si no
hay pasión por el pasado: ésa es la marca de nuestra identidad,
la que diferencia éste de cualquier otro oficio. No es la pasión
por el hecho que pueda sentir un policía, ni un juez, ni un polí-
tico, ni un legislador, que orientan sus indagaciones sobre actos
del pasado para encontrar al culpable de un crimen, emitir una
sentencia o servirse de él para imponer una creencia o un relato
de memoria con el propósito de legitimar su propia acción, de
ejercer poder. Nosotros no somos policías, tampoco jueces, ni
políticos, ni legisladores: no salimos en busca del pasado más
que con el propósito de documentar, interpretar, comprender,
explicar, desentrañar tramas de significado, representar, conocer,
en definitiva, lo que ocurrió y narrarlo en la plaza pública 2. La
serie no está ordenada al azar: son las etapas del crecimiento y
de la consolidación de nuestro arte a lo largo del último siglo,
etapas que constituyen la médula de otras tantas teorías o fi-
losofías de la historia: documentación empírica a la búsqueda
de leyes fue la exigencia de la teoría positivista; interpretación
de un proceso singular fue lo que, en su crítica al positivismo,
ofreció el historicismo; comprensión del sentido que a la acción
imprimen sus autores fue lo que añadió a la interpretación la
sociología comprensiva; establecer los fundamentos de una ex-
plicación fue propósito de la filosofía analítica cuando buscaba
las causas generales de una acción o de un proceso determinado;
que la historia es representación constituye la crítica del giro
lingüístico que se traduce en la filosofía narrativista de la historia
propia del posmodernismo.

2
Para los problemas que plantean las diferentes lógicas de la historia y la
justicia en un tiempo de pasados traumáticos, interesan, entre otros, los dossiers:
«Vérité judiciaire, vérité historique», Le Debat, 102 (noviembre de 1998); «Verité
historique, vérité judiciaire», Droit et Société, 38 (1998), y «Vérité, justice, recon-
ciliation. Les dilemmes de la justice transitionelle», Mouvementes des idées et des
luttes, marzo-mayo de 2008. También Carlo GINZBURG, El juez y el historiador.
Acotaciones al margen del caso Sofri, Madrid, Anaya-Muchnick, 1993.
232 Santos Juliá

Podrá parecer una solemne obviedad —y veo por ahí un


moscardón al acecho para recordármelo, como es su reitera-
da y ya algo fatigosa costumbre— pero creo que el oficio de
historiador ha salido siempre no ya indemne, sino enriquecido
de los distintos embates recibidos de las sucesivas filosofías de
la historia elaboradas desde el siglo XIX, fueran de raigambre
materialista o idealista, y de los inevitables encuentros con otras
artes y ciencias sociales, desde la sociología a la lingüística,
pasando por la antropología o la economía y el derecho. Si lo
ha logrado, superando los augurios de quienes anunciaban la
disolución o el fin de la historia, es porque sobre todas ellas o,
mejor, antes y por debajo de todas ellas permanece como marca
distintiva de nuestro oficio lo que Yerushalmi denominaba la
austera pasión por el hecho, la prueba, la evidencia. Sin duda,
cuando se dirige al lugar que conserva las huellas del pasado, el
historiador no se despoja de lo que es, de sus ojos que ya han
visto mucho, de su mirada, de su lengua, la misma que ha utili-
zado para nombrar las cosas, de sus experiencias y, también, de
su ideología o de su visión del mundo, de su presente, en fin.
Es consciente de que el pasado se construye en el presente, que
la historia «se elabora y se compone aquí y ahora» 3, y va a su
trabajo equipado con todo lo que le constituye en un ser de un
tiempo y de un lugar determinado, pero va austeramente, con
la intención única de que el pasado hable, de que nada del pa-
sado se pierda, de interferir en la menor de las medidas posible
las voces que le llegan del pasado. Cuando ésa es su pasión o,
mejor, cuando esa pasión es austera, cuando no pretende servir
a ningún señor, sea el Estado, la Justicia, la Política, el Partido,
la Clase, la Identidad Nacional, ni tampoco la Memoria, nunca
dejará de formular preguntas, nunca bloqueará los caminos
que pueden llevarle a resultados insospechados en el punto de
partida, quizá contrarios a las «problemáticas» con las que se
había previamente pertrechado, quizá imposibles de encajar en
ninguna teoría predeterminada. Es en ese momento cuando los

3
Algo que se sabe décadas antes de que Alun MUNSLOW (Deconstructing his-
tory, Londres, Routledge, 1997, p. 162) llamara la atención sobre el particular.
El historiador, artesano en su taller 233

hechos comienzan a imponer su ley, cuando rebasan los límites


que el historiador pretendía, consciente o, con más frecuencia,
inconscientemente, imponerles.
Por eso, cuando se inclina ante sus documentos y comienza
a recorrerlos con esa mirada que ya está tan acostumbrada a
proyectarse sobre las huellas de tiempos que no conoció, la aus-
teridad de su pasión le obligará a abrir los oídos para no perder
ni un matiz, ni un susurro de esas voces que le llegan del pasado.
No, el historiador no lleva a su búsqueda la teoría positivista,
analítica, marxista o psicoanalítica, ni la trama perfectamente
terminada del relato en que culminará su búsqueda, ni una ideo-
logía clausurada, ni la última moda expresada en la logomaquia
de tantos cultural studies. Cuando comienza su trabajo, y aunque
haya ido a él guiado por su curiosidad y haya formulado unas
preguntas o elaborado una problemática, no sabe lo que va a
encontrar y permanece abierto a cualquier eventualidad. Es a
partir del acto en que el historiador encuentra el hecho de donde
debe partir cualquier filosofía de la historia, no del relato una
vez terminado. La sorpresa del hallazgo es parte fundamental
del placer de nuestro oficio: encontrarse con algo no esperado,
que obliga a crear el propio objeto de nuestra observación, como
ya lo dijo Lucien Febvre 4, y por tanto a modificar o reelaborar
o enriquecer hipótesis, a darles mayor profundidad, a buscar
nuevas conexiones, a situar lo que ha descubierto en un contexto
inacabado, a destramar lo que con datos parciales ha ido traman-
do, a formular nuevas preguntas, a comenzar y recomenzar una
y otra vez en un apasionante trabajo que culminará en la trans-
formación del hecho encontrado en hecho creado, en un relato
que es con todas las de la ley una invención del historiador. Mi
impresión es que la «nueva» filosofía narrativista de la historia
confunde todo el proceso cuando a partir de la narración ter-
minada induce desde ella la naturaleza meramente represen-
tacional del relato histórico. Pues antes de elaborar cualquier
interpretación o antes de construir cualquier representación, el

4
Lucien FEBVRE, «De 1892 a 1933. Examen de conciencia de una historia y de
un historiador», en Combates por la historia, Barcelona, Ariel, 1970, p. 21.
234 Santos Juliá

oficio y la disciplina y la vocación del historiador es indagación


de hechos, lo cual implica, por una parte, insatisfacción con las
respuestas recibidas a aquellas preguntas que están en el origen
de su búsqueda, y, por otra, una actitud abierta, sin barreras, a
lo que en el curso de la búsqueda pueda sorprenderle.
Es claro que la indagación es sólo el comienzo, que habrá
que elaborar lo encontrado para que hable, y que por tanto,
en cierto sentido, reconstruimos el pasado: «la historia nunca
es mera crónica de hechos, sino un intento de reconstrucción
espiritual y humana», decía Pere Bosch Gimpera en su lección
inaugural de 1937; y al «empeño reconstructor» que pensaba de-
dicar a nuestro siglo XIX, se refirió José María Jover en la presen-
tación de su conferencia de 30 de abril de 1951 en el Ateneo de
Madrid 5. Que el historiador escribe es algo que se sabe antes de
que Michel de Certeau hiciera a Pierre Vidal-Naquet consciente
de ello, como le recuerda Carlo Ginzburg, citando a Carr y a
Croce; y, por supuesto, como ya quedó indicado, se sabe mucho
antes de que aparecieran las tesis de Ankersmit sobre filosofía
narrativista de la historia. Pero lo que enseña la práctica de este
oficio de artesanos es que no toda escritura es posible, ni toda
representación adecuada; que, como dijeron Perry Anderson
y el mismo Ginzburg a Hayden Waite, la representación tiene
límites exteriores a ella, que proceden de la evidencia misma y
que imponen una trama: nadie podrá representar la «solución
final» como un romance o una comedia 6. De esta manera, lo que
el historiador ofrece, como escribía Natalie Zemon Davis en el
prólogo a una de su obras especialmente propicia a muy diversas
representaciones —El regreso de Martin Guerre— es en parte su
invención, my invention, pero —añade ella de inmediato— held

5
Pere BOSCH GIMPERA, «España», en Pedro RUIZ TORRES (ed.), Discursos sobre
la historia, Valencia, Universitat de València, 2000, p. 346, y José María JOVER,
«Conciencia burguesa y conciencia obrera en la España contemporánea» [1951],
en Política, diplomacia y humanismo popular, Madrid, Taurus, 1976, p. 48.
6
De Perry ANDERSON, «On emplotment: two kinds of ruin»; de Carlo GINZ-
BURG, «Just one witness», ambos en Saul FRIEDLANDER (ed.), Probing the limits of
representation. Nazism and the «Final Solution», Cambridge, Harvard University
Press, 1992, pp. 54-65 y 82-96, respectivamente.
El historiador, artesano en su taller 235

tightly in check by the voices of the past, dicho así, en inglés, por-
que la edición española de este libro precioso arruina por com-
pleto la fuerza de la expresión cuando libremente traduce: «lo
que aquí ofrezco es, en parte, una invención, pero una invención
canalizada por una atenta escucha del pasado» 7. No, no es una
invención cualquiera sino su invención —my invention— que
no está canalizada por la escucha del pasado, sino controlada
firme, severamente, por las voces del pasado. El sujeto que con-
trola severamente es la voz misma del pasado, dotada de vida
propia; el que escucha será el historiador, cuya invención no
puede, no debe, estar controlada por su propia escucha, por su
propio oído, sino por la voz que hasta él llega. Lo real, escribe
Funkenstein, es en un sentido lo que escapa a nuestro control,
en otro lo que nosotros construimos: sólo porque el historiador
reconoce las constricciones de la realidad podrá trabajar con
ella, manipularla 8, construirla al escribirla.
Y ahí radica buena parte de la sustancia y, sí, de la grandeza
de nuestro oficio: no que sea cincuenta por cien hechos y cin-
cuenta por cien invención, como respondía François Furet, y se
mostraba de acuerdo Jacques Le Goff, a un pregunta de Alain
Finkielkraut 9. No se trata de porcentajes ni tampoco de líneas
divisorias: hasta aquí indagación o descripción, hasta aquí em-
pirismo, desde aquí invención, narración, representación. En la
reminiscencia —escribió Ortega hace un siglo— se presentan las
cosas por sí mismas; en la historia las recreamos nosotros total-
mente 10. El relato en el que finalmente se presenta el producto
de nuestro oficio es una recreación, una invención, totalmente:

7
Natalie Z. DAVIS, El regreso de Martin Guerre, Barcelona, Antoni Bosch,
1984, p. 5 [mejor para esto, The return of Martin Guerre, Cambridge, Ms., Harvard
University Press, 1983].
8
Amos FUNKENSTEIN, «History, counterhistory and narrative», en FRIEDLAN-
DER, Probing the limits, op. cit., pp. 68-69.
9
«Michelet, la France et les historiens. Entretien avec François Furet et
Jacques Le Goff», en Alain FINKIELKRAUT (dir.), Qu’est-ce que la France, París,
Gallimard, 2007, p. 244.
10
José ORTEGA, «Una polémica. I. La visión de la historia. San Pedro y San
Pablo», El Imparcial, 6 de octubre de 1910.
236 Santos Juliá

para que no se pierda nada del trabajo humano, la invención


tiene que realizarse en todas partes, escribió también Febvre,
hace décadas. Y lo es, aunque de otro modo, como también lo
es una novela, una película, un monumento: no hay forma de
representar que no sea invención del sujeto que construye dispo-
niendo los elementos de la forma narrativa, es decir, escribiendo.
Pero esa invención, para ser histórica, tiene que sentirse en todos
sus pasos severa, firmemente constreñida o controlada por los
hechos investigados y documentados, esto es, por la realidad,
por el ruido que produce el viejo árbol cuando cae, aunque
nadie haya allí para escucharlo. Y esta constricción o control se
refiere tanto a los modos de tramar, como a los modos de argu-
mentar, como a los modos de implicación ideológica o, en fin, a
las figuras o tropos de la retórica, sean cuatro 11 o cuarenta: no
hay historia si no se parte de que existe una realidad ahí, fuera
del texto, una realidad que nos llega cuando nos ponemos a la
escucha de las voces del pasado y que impone una constricción
a nuestra libertad de intérpretes, una disciplina narrativa: no
toda representación es posible: tal es la conclusión que se puede
derivar del célebre debate sobre el límites de la representación
que puso en tantas dificultades a Hayden White.
Por todo esto, me gusta pensar el trabajo del historiador
como el de un maestro artesano que cada mañana tiene que
salir de su taller, del mundo de su vida, movido por una austera
pasión por los hechos del pasado y con los ojos y los oídos bien
abiertos para no perder ni un detalle, para no dejar de percibir
ninguna voz, con el propósito de encontrar fragmentos, rastros,
huellas de ese mundo extraño. No tiene ninguna prisa, no le
acucia ninguna urgencia: durante días, semanas, meses, años,
su única tarea consiste en recoger esos materiales, llevarlos a su
taller, tratarlos con cuidado para que no se quiebre ni se pierda

11
Me refiero al célebre y muy sugerente estudio de Hayden WHITE, Metahis-
toria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX [1973], México, Fondo
de Cultura Económica, 1992, que en su «Introducción: La poética de la historia»
(pp. 13-50), establecía cuatro modos de tramar, otros cuatro de argumentación y
cuatro más de implicación ideológica, aparte de sus cuatro tropos retóricos.
El historiador, artesano en su taller 237

lo que llevan dentro, su significado, su sentido; seleccionarlos


una, dos y hasta tres veces, ordenarlos y reordenarlos, disponer-
los de tal manera que en algún momento, cuya llegada espera sin
ansia, dejando que se vayan posando en su interior, le ofrecerán
la materia ya elaborada para contar con ellos una historia en la
que los hechos encuentren, sobre el significado por ellos mismos
transmitido, el nuevo significado que sólo pueden encontrar en
un relato por él construido. No se hace muchas ilusiones, en rea-
lidad no se hace ninguna, acerca de la objetividad y de la verdad
de esa historia, pues sabe, mejor que ningún filósofo narrativista,
que la historia es suya, que después de tanto tiempo se ha con-
fundido con ella y que por tanto es suya y en ese sentido es su
verdadera creación, su invención. Pero sabe también que a lo
largo de su investigación ha encontrado y debatido en innume-
rables ocasiones los contenidos de esa historia que ahora ve lista
para presentar ante otros artesanos y ante el público, para ser
discutida, impugnada, matizada. Cree, en efecto, que su historia
se refiere a un pasado realmente ocurrido, un pasado verdade-
ro; pero es consciente de que existen en la plaza pública otras
historias, resultado como la suya de largas investigaciones, que
reclaman asimismo una estrecha relación con ese mismo pasado
verdaderamente ocurrido. Pondrá pues, en la narración de su
historia la misma pasión que guió su búsqueda y que alimentará
los debates sobre el pasado con que toda sociedad construida
sobre bases democráticas, libre de memorias impuestas, da for-
ma y llena de contenidos su conciencia histórica que, al fin, será
el destilado vivo, cambiante, de un proceso intersubjetivo o no
será más que el producto cadavérico de un adoctrinamiento a
cargo de comisarios políticos.
El maestro artesano tiene su taller, desde luego; en él cuida
sus instrumentos que no consisten en una teoría de la historia,
perfectamente elaborada y acabada, sino más bien en una serie
de recursos de todo tipo de los que se servirá según lo exijan
aquellos materiales recogidos en sus paseos por el pasado. En-
tre ellos, las obras que iluminaron algún trayecto del camino y
a las que vuelve de vez en cuando, a Michelet y a su Historia
de la Revolución Francesa, a Marx y a su Dieciocho Brumario,
a Weber y a su Ética protestante, a Bloch y su Sociedad feudal,
238 Santos Juliá

a Thompson y su Formación de la clase obrera inglesa, a tantas


otras. Y con ellas, las iluminaciones que le llegan de filosofías y
de teorías de la historia que conservan alguna vigencia, por muy
parcial que sea, en el presente y que le inspiran en la composi-
ción de su relato. No trata de ir armado de pies a cabeza con
una teoría o con una problemática, no se siente prisionero de
ningún paradigma ni obligado a seguir la dirección impuesta por
el último giro epistemológico: a la búsqueda de los hechos y de
las voces del pasado el artesano sale ligero de equipaje. Alguna
vez se le ocurrió la idea de ilustrar una teoría a base de hechos
seleccionados con un determinado propósito, pero aquello no
funcionó, los hechos se le rompían entre las manos. En lugar
de una teoría, prefiere variados recursos teóricos, según se lo
pidan los hechos y el argumento, que, por otra parte, requieren
también de variados recursos metodológicos y retóricos. Cono-
ce lo que otros, especialmente los filósofos, literatos y críticos
culturales, escriben acerca de su oficio y ha prestado atención a
la hermenéutica, la filosofía analítica, la sociología, la antropo-
logía, la cultura y demás ciencias llamadas humanas y recurre
a ellas para ir pulimentando su propia obra. Pero su obra es
una creación suya, no mera ilustración de una teoría de otros y
en ella vuelca todo lo que es porque, en definitiva, el maestro
artesano sabe que no tiene otra vida más que la que haya sabido
inspirar a aquellos fragmentos, rastros y huellas del pasado hasta
convertirlos en una historia.

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