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LA CONTROVERSIA
A CONTRACORRIENTE
Ausencia de la muerte
No resulta del todo extraño, pues, el modo en que el poder actuó cuando estalló la
pandemia. Al cálculo político, al interés partidista de ocultar las consecuencias del
desastre, es muy probable que se sumara la certeza gubernamental de estar asumiendo
una táctica en consonancia plena con el espíritu del tiempo. Desde las terminales
mediáticas, se procedió a componer un relato extrañamente periférico. Las palabras eran
manejadas en todo momento con una muy medida equidistancia técnica. Las noticias
daban cuenta de la evolución de la enfermedad, actualizaban a diario el cómputo
exponencial de su incidencia, pero eludían el testimonio carnal de sus efectos. Las
evidencias acerca del desbordamiento del sistema sanitario se sometían al dictado de la
censura previa. Alguien, desde el inicio mismo de la hecatombre, se arrogó la potestad de
establecer cierto umbral crítico más allá del cual los objetivos de las cámaras jamás
debían aventurarse. Quién sabe si, de no haber existido esa determinación de esconder
los hechos, hubiéramos tomado todos conciencia mucho antes del verdadero alcance de
la devastación.
“
La pandemia tuvo el involuntario efecto de resaltar ese afán de desacralización de la
muerte que a todas luces representa una de las señas de identidad del mundo hacia
el que nos dirigimos
Pero los hechos admiten asimismo una interpretación antropológica que acaso se perciba
como mucho más relevante. Al referirme a ella, me declaro incapaz de ir más allá de lo
que Fernando Muñoz expuso en un artículo memorable publicado el 14 de mayo en El
Imparcial (La paz del Camposanto). Allí, su autor daba cuenta de la quiebra humana que se
vislumbra tras algunas de las decisiones con que se ha elegido afrontar la crisis: el
distanciamiento, la soledad de los afectados –paliada no obstante por la labor
inconmensurable de los sanitarios-, la ausencia de cualquier manifestación de duelo, el
tenaz escamoteo de las imágenes del sufrimiento… Se nos privaba así, en tanto miembros
de una comunidad pretendidamente solidaria con los padecimientos de nuestros
conciudadanos, de la posibilidad de honrar su memoria mediante la ubicación de su
infortunio en el centro de una dimensión trascendente, y no sólo en un sentido religioso,
sino también como indispensables artí ces de nuestro presente, como eslabones
venerables de esa continuidad generacional que Burke juzgaba constitutiva del ser de las
naciones.
¿Y cómo podía ser de otra manera, por otra parte? Al hombre de la modernidad se le ha
con gurado no sólo para que abomine de los lazos que le anclan a su fondo más preciado,
sino para que confunda el estado de servidumbre al que se le conduce con la apoteosis
victoriosa de su propia liberación. En ese sentido, la política no hace sino llenar un
espacio que ha sido vaciado con antelación por los agentes que urden el nuevo orden de
cosas. Se nos ha inducido a creer, entre otros desatinos, que vivir de espaldas a la
muerte era condición indispensable para alcanzar una dicha completa. Se nos ha vedado
ese dato especí co de nuestra humanidad y, a cambio, se nos ha ofrecido reemplazarlo
por un muestrario de risueñas patrañas y fugaces ensoñaciones.