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LA CONTROVERSIA
A CONTRACORRIENTE

La Controversia / mayo 30, 2020 / A vuelapluma, Carlos Marín-Blázquez

Ausencia de la muerte

In nite Vanitas, Kevin Best

La inercia de este tiempo consiste en ignorar la muerte. Un componente sustancial de


nuestra época estriba en el éxito con que se la había conseguido desplazar hacia espacios
estratégicamente dispuestos para que su impacto apenas se acusara. Llegaba hasta allí
sin grandes alborotos, envuelta en un halo de discreción que mitigaba su dramatismo.
Poco a poco, el comprensible estupor que su irrupción siempre provoca iba asumiendo las
trazas de un re ejo de incredulidad cada vez más breve. Prevalecía la determinación de
salvaguardar la cálida cción de unas existencias, las nuestras, nunca ensombrecidas por
el reconocimiento de sus límites. A lo largo de las últimas décadas, la tendencia había
adquirido rango de lugar común: en un Occidente abducido por el ansia de novedades
tecnológicas y provisto de inagotables recursos con que distraer nuestra atención,
ningún suceso aciago debía oscurecer la satinada super cie de los días.

No resulta del todo extraño, pues, el modo en que el poder actuó cuando estalló la
pandemia. Al cálculo político, al interés partidista de ocultar las consecuencias del
desastre, es muy probable que se sumara la certeza gubernamental de estar asumiendo
una táctica en consonancia plena con el espíritu del tiempo. Desde las terminales
mediáticas, se procedió a componer un relato extrañamente periférico. Las palabras eran
manejadas en todo momento con una muy medida equidistancia técnica. Las noticias
daban cuenta de la evolución de la enfermedad, actualizaban a diario el cómputo

exponencial de su incidencia, pero eludían el testimonio carnal de sus efectos. Las
evidencias acerca del desbordamiento del sistema sanitario se sometían al dictado de la
censura previa. Alguien, desde el inicio mismo de la hecatombre, se arrogó la potestad de
establecer cierto umbral crítico más allá del cual los objetivos de las cámaras jamás
debían aventurarse. Quién sabe si, de no haber existido esa determinación de esconder
los hechos, hubiéramos tomado todos conciencia mucho antes del verdadero alcance de
la devastación.

Como es de sobra conocido, la extrema capacidad de propagación del virus indujo al


aislamiento de quienes mostraban síntomas de haber desarrollado el mal. A los estragos
de los padecimiento físicos, los enfermos debieron añadir el suplicio psicológico de
tener que hacerles frente en una soledad que para muchos de ellos iba a convertirse en
su horizonte último. La pandemia tuvo así el involuntario efecto de resaltar ese afán de
desacralización de la muerte que a todas luces representa una de las señas de identidad
del mundo hacia el que nos dirigimos. La muerte, como apuntó Houellebecq, se hizo
entonces más discreta que nunca. Fue una muerte sin testigos, desencarnada,
diariamente transcrita bajo la forma de un somero apunte estadístico que, a pesar del
horror de su magnitud, la acabó reduciendo a la categoría de un suceso tan distante como
abstracto.

La lectura política de semejante modo de proceder debe contemplar la eventualidad de


que detrás de todo ello alentara la voluntad de despojar a la muerte de su potencial
subversivo: desactivar, por parte del poder, la tentación de que la estremecedora
acumulación de fallecimientos se transformara en un acontecimiento susceptible de
desencadenar una contestación social a gran escala.


La pandemia tuvo el involuntario efecto de resaltar ese afán de desacralización de la
muerte que a todas luces representa una de las señas de identidad del mundo hacia
el que nos dirigimos

Pero los hechos admiten asimismo una interpretación antropológica que acaso se perciba
como mucho más relevante. Al referirme a ella, me declaro incapaz de ir más allá de lo
que Fernando Muñoz expuso en un artículo memorable publicado el 14 de mayo en El
Imparcial (La paz del Camposanto). Allí, su autor daba cuenta de la quiebra humana que se
vislumbra tras algunas de las decisiones con que se ha elegido afrontar la crisis: el
distanciamiento, la soledad de los afectados –paliada no obstante por la labor
inconmensurable de los sanitarios-, la ausencia de cualquier manifestación de duelo, el
tenaz escamoteo de las imágenes del sufrimiento… Se nos privaba así, en tanto miembros
de una comunidad pretendidamente solidaria con los padecimientos de nuestros

conciudadanos, de la posibilidad de honrar su memoria mediante la ubicación de su
infortunio en el centro de una dimensión trascendente, y no sólo en un sentido religioso,
sino también como indispensables artí ces de nuestro presente, como eslabones
venerables de esa continuidad generacional que Burke juzgaba constitutiva del ser de las
naciones.

En su lugar, el enfoque político ha fagocitado cualquier otra consideración. “De todo se


ha hecho política –escribía Fernando Muñoz-, quizá por eso no hemos visto las
muchedumbres de cadáveres, los gestos del miedo y la ausencia, la larga extensión de los
ataúdes sellados para siempre. Porque de todo se ha hecho política se ha hurtado la
imagen, sello imprescindible de la realidad, que precisa nuestro conocimiento de las
cosas”. Así ha sido exactamente. De nuevo, la política se ha impuesto como ámbito
totalizador de la experiencia.

¿Y cómo podía ser de otra manera, por otra parte? Al hombre de la modernidad se le ha
con gurado no sólo para que abomine de los lazos que le anclan a su fondo más preciado,
sino para que confunda el estado de servidumbre al que se le conduce con la apoteosis
victoriosa de su propia liberación. En ese sentido, la política no hace sino llenar un
espacio que ha sido vaciado con antelación por los agentes que urden el nuevo orden de
cosas. Se nos ha inducido a creer, entre otros desatinos, que vivir de espaldas a la
muerte era condición indispensable para alcanzar una dicha completa. Se nos ha vedado
ese dato especí co de nuestra humanidad y, a cambio, se nos ha ofrecido reemplazarlo
por un muestrario de risueñas patrañas y fugaces ensoñaciones.

Al hombre que se resiste a esta amputación no le queda sino la tentativa de reconquistar


los dominios vitales que la barbarie ideológica ha usurpado. Nos queda, en medio del
bullicio embrutecedor del mundo, bajo la creciente subordinación a un poder degradado y
a una técnica tantas veces alienante, volver a pensar la vida desde nuestra condición
nita y vulnerable. Y, en consecuencia, hacer presente la muerte. Pero no para rendirnos
pasivamente a su imperio, sino para –tan alejados de la fría racionalización a la que
pretende someterla el materialismo en auge, como de la inconsciencia lúdica con que esta
época infantilizada opta por desentenderse de ella- proclamar que la muerte,
precisamente por tratarse del hecho de nitivo que, al margen de la edad o la
circunstancia en que acontezca, frustra el empuje de una voluntad que nunca se
contempla a sí misma colmada, nos sitúa en el único ángulo posible desde el que tasar el
valor de los dones que nos han sido otorgados. Sólo así, tomando conciencia de hasta qué
punto resulta absurdo el empeño deshumanizador en ignorar esta verdad que nos
digni ca, podremos abrir un resquicio por el que, junto al dolor y al peso grave de la
fatalidad, despunte la posibilidad de una luminosa esperanza

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