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I.- ENTRAR AL MUNDO DEL OTRO.

Uno de los pioneros más destacados en el ámbito de la psicoterapia y de la Psicología


Humanista, Carl Rogers, estudió a mediados del siglo XX un recurso de gran valor y
vigencia para el mundo de la psicoterapia actual. Las investigaciones de Rogers sobre las
condiciones necesarias y suficientes para el cambio constructivo de la personalidad
establecen que cuando tres elementos básicos –congruen-cia, empatía y aceptación
incondicional– están presentes con un mínimo de consistencia en una relación, se estimula
un cambio positivo (ver Lafarga & Gómez del Campo 1978, 1986). La promoción de dichas
condiciones en el campo de la psicoterapia dio a Rogers renombre mundial como líder en
la ciencia y arte de promover el cambio a través de un recurso poderoso y sencillo a la vez:
la creación de un clima de seguridad psicológica. Marshall Rosemberg, autor y líder
mundial en el área de la comunicación no violenta, y Juan Lafarga, promotor y pionero del
Desarrollo Humano en México, son sólo dos ejemplos de impacto de Rogers en el
surgimiento de la segunda generación de formadores del dialogo con conciencia social.
La psicoterapia de Rogers, de hecho, consiste en un ejercicio básico, eficaz y humilde.
Sesión tras sesión el terapeuta no hace otra cosa más que escuchar; su atención completa
está puesta en la experiencia de la persona. A lo largo de todo el proceso, el terapeuta se
limita a reproducir lo que escucha, es decir, a ofrecer una especie de eco de la experiencia
del otro. No hay consejos, no hay juicios, no hay interpretaciones, ni siquiera hay preguntas.
El terapeuta graduado en este modelo llamado “Centrado en la persona” se limita a hacer
algo poderosamente humilde: acompaña la experiencia del paciente quien poco a poco, al
reconocer sus sentimientos y necesidades, va aclarando y encontrando su propio camino,
sus propias soluciones. La persona va develando dentro de sí, respuestas; va descubriendo
mayor armonía, aceptación e integración personal. El recurso básico utilizado en el proceso
de escuchar es el “Reflejo” –término utilizado por Carl Rogers en su terapia de la empatía.
Autores diversos dentro y fuera de la psicología humanista como Kohut, Gendlin, Rimm,
etc., han reconocido por igual la importancia básica de la empatía en el trabajo terapéutico.
Más recientemente Mahrer (1997) ha utilizado el término escuchar experiencial para ir “dos
pasos más allá de la empatía” y resonar aún más con el mundo del otro.
Por ejemplo, cuando un joven llega a un acompañamiento con un enfoque “centrado
en la persona”, agobiado por algún problema propio de su edad, de manera gradual e
imperceptible cada vez que expresa algo –que en otro contexto sería cuestionado,
censurado, criticado o simplemente recibido con un bonito y bien intencionado consejo o
pequeño sermón– de pronto se encuentre ante una inesperada respuesta de escucha
empática. El joven recibe una respuesta de aceptación y reconocimiento a su experiencia
no importa si expresa un sentimiento positivo o negativo, claro o confuso, maduro o
inmaduro; razonable o irracional –“Odio la escuela; a la maestra Teresa; no soporto a mi
mamá, a mi hermana, todo mundo me rechaza, no me gusta que critiquen a mi amigo Juan,
mi novio es el único que me entiende, etc., etc.– El reflejo no transmite aprobación ni
tampoco censura, simplemente aceptación incondicional.
Al final de su sesión el joven es capaz sorpresivamente de expresar sentimientos
difíciles; de abrir su corazón con ese previamente desconocido que se limita simplemente
a tratar de entender y se abstiene de juzgar. Cuando el acompañante al final de la sesión
pregunta:
— ¿De esto has podido platicar con tu padre o con tu madre?
—¡Claro que no! –responde el joven– cuando intento hablar de esto, me critican o me
sermonean, y mejor me callo, mejor “les doy el avión”; “de estas cosas no se puede hablar
con ellos”. A mi mamá no le gusta mi novio, a mi papá no le gusta mi música, mis amigos,
etc. Mi papá el otro día me dijo muy serio a ver “mijito” dime con confianza que te molesta
de mí, yo al principio le dije que nada pero luego me insistió y me insistió y pues me animé
a decirle “me molesta que prefieras a mi hermana, y le des tantos privilegios”. Él, antes de
cinco segundos de yo haber empezado a hablar, me interrumpió me dijo que no era cierto,
que no era justo que yo pensara así, que a los dos nos ofrecía los mismos premios pero yo
los desaprovechaba con mi flojera y mi irresponsabilidad para estudiar. Lo vi como
gesticulaba y hablaba y hablaba y hablaba. Después de más de veinte minutos volvió a hacer
una pausa y me volvió a preguntar ¿O no crees que tengo razón? Entonces yo me quedé
callado y alcé los hombros como diciendo no sé… o más bien, como diciendo tú no quieres
que conteste lo que yo siento, tú quieres que conteste lo que para ti es lógico, razonable y
válido. Mis sentimientos a la mejor son inmaduros, irracionales y tontos para tí, pero por lo
pronto así son y tal vez me gustaría que los entendieras antes de quererlos cambiar. A
veces siento que con sus palabras me dice habla con libertad, pero “por debajo de la mesa”
–con su manera de interrumpirme cada cinco segundos– me dice: no expreses, no sientas
lo que sientes. Cuando entonces me vuelvo a quedar callado y respondo con un gesto, con
un “equis”, con un “no sé” o algo así. Papá entonces de nuevo se molesta y me dice: ya ves
como nunca quieres hablar; no nos tienes confianza. Siento que si hablo me calla, y si no
hablo me regaña; haga lo que haga estoy mal. Lo peor es que ni siquiera se da cuenta de lo
que sin decirme, me dice por debajo de la mesa.
Muchas personas; brillantes profesionistas, exitosos empresarios y comerciantes,
empleados dedicados y talentosos, esposos proveedores y padres comprometidos, casi
todos, a pesar de su capacidad indiscutible en múltiples áreas de su funcionamiento, resultan
estrepitosamente torpes; totalmente reprobados en el manejo de una de las áreas básicas de
la inteligencia emocional: la empatía –sobre todo cuando se trata de aplicarla en el seno de
la propia familia.
La respuesta de escucha empática llamada reflejo, como su nombre lo sugiere,
funciona como un espejo frente a la persona que expresa sus sentimientos, percepciones,
incongruencias, deseos, intenciones, peticiones, puntos de vista, y hasta reclamaciones. El
espejo tiene la función de reflejar, lo que ve, de repetir los sentimientos que se escuchan sin
quitar ni agregar nada. El reflejo se mantiene fiel a lo que la otra persona expresa. El reflejo
es una de las manifestaciones más puras de la empatía.
Para quienes prefieren una metáfora más auditiva que visual el término propuesto para
la escucha empática es “eco”. La función del eco o reflejo está pues limitada a repetir o
reflejar lo que se escucha, a amplificar los sentimientos que a menudo se encuentran por
debajo de las palabras, en los gestos, en el tono de voz, etc. Así, en el proceso de escuchar
por medio del reflejo poco a poco se van clarificando los sentimientos experimentados con
la mayor precisión posible.
El reflejo no quita ni pone, tampoco interpreta, no aprueba ni reprueba, sólo reporta y
acepta.
Al principio, sin embargo, cuando se está desarrollando la capacidad de escuchar es
posible que los eco-reflejos sean demasiado literales y que de hecho parezcan más bien una
repetición acartonada y fría, una especie de perico repitiendo el mensaje literal del emisor.
Al principio por ejemplo cuando la joven expresa espontáneamente a la madre:
—La maestra de Biología es una vieja regañona e injusta
La madre contesta casi de manera literal
—Es regañona e injusta tu maestra
Gradualmente los eco-reflejos se van haciendo más sintéticos y más sensibles
especialmente a los sentimientos incluso a aquellos no expresados verbalmente.
Eventualmente la madre es capaz de responder más bien al sentimiento que al contenido:
—¿Estás enojada con la maestra hija?
O tal vez:
—¿Realmente te molesta la maestra?
Una de las instrucciones básicas para desarrollar una verdadera escucha facilitadora es
precisamente la de centrarse especialmente en los sentimientos –más que en el contenido
literal y los detalles externos del relato–. La escucha fracasa cuando la persona deja de estar
atenta a la experiencia del otro; cuando deja de percibir y reconocer los sentimientos de la
persona –por irracionales y arbitrarios que parezcan–.
Cuando en el caso arriba mencionado el joven le dice a su padre:
—Tú siempre prefieres a mi hermana
Papá tiene ciertamente la opción de responder con la vieja y conocida respuesta de dar
argumentos lógicos, es decir de contestar en lugar de reflejar. Por otro lado, puede intentar
la alternativa inversa: reflejar en lugar de contestar:
—Me imagino que te molesta, o tal vez te duele cuando tú sientes un trato que no es
parejo.
En dicho momento hipotético tal vez el joven por primera vez en su vida escucha de su
padre, no del acompañante, por medio de un reflejo de sentimiento, un algo no verbal que si
se pudiera traducir diría: “Por un momento independientemente de mi opinión o percepción,
respeto tus sentimientos, sólo quiero entenderlos, no quiero cambiarte ni convencerte de lo
contrario”.
El espíritu de este mensaje, enviado a través de un eco-reflejo empático, transmite pues
respeto, aceptación y confianza; dicho mensaje se encuentra más allá de las palabras –en
algo que metafóricamente llamamos “debajo de la mesa”– y puede también ser traducido
como: “No necesito cambiarte para quererte”.
La capacidad de escuchar de manera técnicamente apropiada como cualquier otra
habilidad, se puede adquirir a través del estudio y de la práctica disciplinada. En relación a
la habilidad de escuchar hay suficiente material de referencia (ver PET de Gordon, Rogers,
etc., Michel y Chávez 2002). Desgraciadamente, a pesar de la amplia variedad de material
disponible en el tema de la empatía, vivimos inmersos en una cultura de “anti-escucha” cuyas
raíces no pueden ser removidas con solamente comprensión intelectual o dominio técnico del
reflejo empático. La cultura de la anti-escucha está más directamente relacionada con las
etapas primitivas del desarrollo de la conciencia en el ser humano. Una conciencia
subdesarrollada, también llamada primitiva o de primer orden, es bastante común y, como ya
se verá más adelante, se caracteriza por el énfasis en querer cambiar al mundo de afuera antes
de iniciar siquiera pequeñas dosis de observación interior y reconocimiento de los propios
sentimientos, carencias, heridas, etc.
Así por ejemplo, cuando un miembro de la familia expresa cualquier esbozo de
sentimiento honesto, la respuesta automática de la contraparte suele ser, a pesar de la buena
intención: de broma –cuando no de burla–, de crítica, de consejo, de sugerencia, de
contraataque, etc. Cuando la joven adolescente del ejemplo previo expresa su opinión y
sentimientos de incomodidad sobre la maestra de Biología, su madre puede estar
técnicamente entrenada y preparada para responder con una respuesta empática de reflejo al
sentimiento
—¿Me imagino hija que no te sientes nada bien con esa maestra ¿verdad?–.
Sin embargo, igual que en el primer caso del padre sermoneador, si dicha madre no ha
experimentado un proceso mínimo de desarrollo interior, es probable que en un instante
desaparezca de su mente todo lo aprendido e insista, sin darse cuenta, en sus viejas respuestas
automáticas –comprensibles pero finalmente bloqueadoras – de querer cambiar al otro, de
cuestionarlo, de desconfiar:
—Algo has de haber hecho
—Tienes que poner más de tu parte para no meterte en problemas
—Y ¿de verdad estudiaste?
—Todo el fin de semana no tocaste un libro.
—Ya vamos a empezar con problemas otra vez.
Así pues, una de las dificultades importantes que surgen en el momento de tratar de poner
en práctica el arte de la escucha para el diálogo no es precisamente la falta de comprensión
intelectual del concepto de empatía. Después de todo reflejar consiste básicamente en
reproducir con la mayor precisión lo que dice el otro; sólo parece cuestión de echar mano
de un poco de atención y de la memoria suficiente para reproducir en forma de relejo lo recién
escuchado. Reflejar pues no requiere de complicadas operaciones ni mayores demandas
intelectuales. Sin embargo, cuando estamos frente a una persona, especialmente cercano e
importante en nuestra historia, dicha facilidad se desvanece y aun la persona más brillante y
empática se llega a comportar como el más torpe escuchador.
Otro de los obstáculos en el proceso de escuchar, es la creencia de considerar como
sinónimos la aprobación y la aceptación. Quien escucha verdaderamente es capaz y
totalmente libre de aceptar que el otro pueda tener sus propios sentimientos, creencias, y
maneras de pensar sin que ello implique el estar de acuerdo o aprobar. En otras palabras se
puede escuchar a alguien –y por consecuencia aceptarlo– solamente cuando se es capaz de
renunciar a cambiarlo-a. Con gran frecuencia naufragan los intentos de diálogo cuando
alguno de los miembros involucrados cae en la tentación de deslizar inocentemente
cualquiera de las llamadas barreras de la comunicación o respuestas automáticas
bloqueadoras RAB’s (aconsejar, sugerir, sermonear, bromear, consolar, etc.) cuyo mensaje
implícito es finalmente “para mí es mucho más importante cambiarte que entenderte”.

Cuando el diálogo, como forma de relación, fracasa, las personas se quedan instaladas
en formas automáticas disfuncionales y pobres; Las parejas en especial se limitan a utilizar
los recursos disponibles y preferidos por las conciencias primitivas: la agresión abierta o
soterrada, verbal o física, el sarcasmo, el distanciamiento emocional, etc. Este tipo de
intercambios disfuncionales producen cotidiana e inadvertidamente heridas cada vez más
dolorosas que a su vez reducen aún más la capacidad de escucha.

“Cuando me siento dolido, no te escucho, entonces tú te sientes dolida al no ser


escuchada y una vez más tampoco me escuchas y al tú no escucharme yo aún menos te
escucho... y así hasta el infinito en un cuento de nunca acabar”.

Este círculo vicioso termina por asfixiar cualquier relación, especialmente las de pareja.
Entre más se siente lastimada una persona al ser no escuchada, menos calidad de diálogo es
capaz de proporcionar y entre menos diálogo experimenta, es menos capaz de escuchar a
su vez, pues está más enredada en procesar las ofensas, roces y heridas que inevitablemente
surgen al calor de cualquier relación.
Para entender el mundo del otro no se requiere de una formación académica como
terapeuta, ni siquiera de largos y costosos entrenamientos: se requiere simplemente de
crecer como persona, y paralelamente desarrollar una cualidad básica: escuchar con respeto.
Escuchar verdaderamente no significa complacer al otro, ni resolverle sus problemas, no
significa tampoco estar de acuerdo con su manera de ver las cosas, ni cargar con sus
problemas.

Escuchar experiencialmente significa que puedo resonar con el otro, entrar a su


mundo y entender que se sintió lastimado cuando yo hice, dije, dejé de hacer o de decir
algo; Escuchar significa asomarme al dolor, frustración, decepción del otro, de una
manera concentrada exclusivamente en entender cómo se sintió –aunque ello sea
totalmente diferente a como “yo supongo que se debería de sentir”.

En otras palabras en el momento de escuchar a mi pareja, a mi hijo, o a mi padre, es


mucho más importante que intentar cambiarlo, entender su experiencia, entrar a su mundo,
ponerme en sus zapatos, imaginarme a mí mismo vestido con sus sentimientos y sus
pensamientos. ¡Sí! entender los sentimientos del otro es muchas veces más importante que
conven-cerlo de su error o sentirme culpable y defenderme.
Cuando al tratar de escuchar al otro me siento culpable, entonces probablemente me
ponga a la defensiva y no podré escuchar, pues defenderme o justificarme es algo totalmente
incompatible con escuchar. Reiteramos: escuchar no significa ni estar de acuerdo ni cargar
la culpa del sentimiento ajeno, escuchar significa simplemente reproducir lo que el otro
expresó de manera provisional; escuchar significa entender a alguien con inocente frescura;
alguien a quien quiero descubrir y veo con profundo interés.
Cuando escucho me asomo al mundo del otro como lo haría si fuese la primera vez que
veo y escucho a dicha persona; como lo haría ante alguien que no me ha lastimado y a quien
tampoco he lastimado; como lo haría finalmente ante quien no quiero –verdaderamente no
me interesa– cambiar. Cuando quiero cambiar al otro a toda costa, pronto empiezo a sugerir,
aconsejar, criticar, etc., y entonces difícilmente lo escucho. Escuchar y querer cambiar al otro
son funciones incompatibles: la energía que pongo en querer cambiar al prójimo es energía
que dejo de utilizar en entenderlo y viceversa: Cuando yo empiezo a querer cambiar al otro,
ya sea abierta o sutilmente, dejo de escuchar; y de manera complementaria cuando me
concentro en escuchar con auténtico interés, cuando estoy absorto en la experiencia del otro,
en esa medida me olvido de quererlo cambiar “por su bien”.
Al querer cambiar al otro, dejo de escucharlo y al no ser escuchado de manera paradójica
el otro experimenta más resistencia al cambio: Esta es la tragedia de las interacciones entre
conciencias primitivas: se estimulan entre sí para no escucharse, para resistirse al cambio a
fuerza de quererse cambiar mutuamente.
Cuando puedo escuchar bien a alguien con total atención, soy capaz de frenar
provisionalmente mis bien intencionadas RAB´s (respuestas automáticas bloqueadoras 1) y
entonces ambos interlocutores experimen-tamos apertura y accedemos de manera natural a
un nuevo aprendizaje.

1
Son respuestas o llamadas barreras que ocurren de manera automática y dificultan la comunicación: Regañar,
aconsejar, burlarse, discutir, cambiar de tema, etc. (la docena sucia de Thomas Gordon es una versión de RAB´s)
Cualquier experiencia iluminada y penetrada con el faro de la escucha respetuosa y
aceptante se transforma en oportunidad de aprendizaje y crecimiento para la relación.

Escuchar puede ser un ejercicio sorprendentemente fácil sólo si existe la disposición de


asomarme al mundo del otro sin pretenderlo cambiar durante al menos algunos humildes y
poderosos minutos. Escuchar es asomarse al mundo de alguien –aunque sea mi pareja de toda
la vida– provisionalmente “como si fuera la primera vez”, como si nos acabáramos de
conocer, como si nunca hubiésemos esperado nada, ni nos hubiésemos lastimado, ni
presionado. Durante el tiempo de escucha es más importante captar el mundo del otro desde
su realidad –por distorsionada e irracional que me parezca– que defender la mía propia.
Escuchar por otro lado puede ser la labor más difícil si la persona se mantiene obsesionada
en cambiar al otro; si insiste en corregirlo, en informarlo, en defenderse, en seguir viendo el
mundo desde los propios zapatos para ni siquiera provisionalmente intentar meterse en los
zapatos del otro.
Tú tienes derecho a tener expectativas acerca de mí
Tienes derecho a esperar que te ayude
O que te aplauda
O que te adivine el pensamiento
Pero lo que tú esperes de mí,
Te pertenece a ti
Y así puedo verlo
Como algo tuyo
Y como algo tuyo
Puedo aceptarlo.
Por mi parte, lo que yo puedo hacer
Es escucharte con respeto, atención y empatía
Y escucharte de esta manera
No significa una adhesión
No significa que apruebo, que estoy de acuerdo
Significa algo mucho más importante
Significa que puedo entrar a tu mundo.
Y entenderlo tal como existe para ti.

R. y S Michel (Aprender a Ser Vol. I. 2002)

Con frecuencia la persona “que supuestamente escucha” no está dispuesta internamente


a “entender antes que cambiar” el dolor emocional ajeno y entonces clasifica
automáticamente cualquier expresión de incomodidad del otro como una oportunidad para
sacar a relucir al rescatador o a la doctora “corazón interior”. En algunos casos cuando la
persona quejosa se siente compadecida o rescatada inicia entonces el juego interior de “la
pobre víctima”.
—Tú eres una gente valiosa échale ganas
—No, no es cierto, soy un estúpido, no sirvo para nada
—No es cierto
—Si es cierto
—Etc., etc.
En otras ocasiones la persona que supuestamente escucha “la expresión emocional del
otro” se siente más bien atacada, acusada, reclamada:
—Siento que no te importo nada, ayer estuve esperando tu llamada todo el día y nunca
te dignaste llamarme como habíamos quedado, me dijeron que te vieron con…
Internamente se desliza entonces por inercia una especie de diálogo interior, ocupado
totalmente en defenderse, en justificarse y en contraatacar.
"Me dices estas cosas para hacerme sentir mal, o tal vez me lo dices porque te aconseja
tu mamá o tu hermana o alguna de tus amigas controladoras y chismosas que quieren tener
a sus parejas vigiladas… todo lo que me expreses lo interpreto con una intención de
controlarme o de lastimarme, de meterte en mi vida, y siendo así, cualquier cosa que me
digas no me sirve para nada. Cuando tú te diriges a mí de esa forma yo no me siento
dispuesto a revisar ni mucho menos a cambiar mi comportamiento. Por el contrario debo
protegerme de ti, debo defenderme, justificarme, contraatacar. Otras veces cuando mi
estado de ánimo se encuentre menos contestatario y rebelde entonces en lugar de sacar la
espada, optaré sentirme mal conmigo, me sentiré basura, víctima, incomprendido, etc. ...en
fin, estaré tan ocupado escuchando mis propias vocecillas internas, tan obsesionado en la
defensa de mi ego, tan enredado en mis sentimientos de insuficiencia, depresión, victimez
o enojo, que podrá suceder cualquier cosa, menos que yo escuche que simplemente te
sientes mal y menos aún podrá suceder que yo esté dispuesto a revisar, a reconocer, a
cambiar".

La persona que escucha un reclamo suele entrar en contacto, en algún lugar de su


conciencia, con su propia experiencia de ser atacada, exigida o tal vez humillada o lastimada
en algún momento lejano o cercano de su historia; Desde ese lugar, lleno de ruido interior,
no puede entonces percibir la expresión de un sentimiento ajeno como el simple acto de
expresión de un sentimiento; no puede hacer algo aparentemente tan sencillo: limitarse a
ofrecer un humilde acuse de recibo, a escuchar y reflejar los sentimientos del otro y después
guardar silencio, nada más:
—Me imagino que te quedaste muy preocupada y hasta enojada, llena de dudas, con
todo lo que te dijeron durante todo ese día que no recibiste ni una llamada mía.
Más bien responde desde la única forma automática e inevitable a su alcance: de
manera defensiva de acuerdo a sus propias voces, ruidos y heridas. Así, desde su diálogo
interno se deslizan algunas frases que contaminan al diálogo exterior –con lo cual a su vez
se estimulará más frustración en la otra parte:
—Tú nunca confías en mí
—Ya vas a empezar
—Le crees más a la gente que a mí
—Me robaron el celular
—De seguro que tu hermana te fue con ese chisme, ella cree que todos son como su
novio.
Desde dicho espacio, la pareja se encuentra de pronto tan enredada en sus propias
reacciones emocionales de “santa indignación y justa cólera” que le resulta imposible llevar
a cabo una revisión interna honesta, un aprendizaje constructivo, un verdadero diálogo
reparador.
Los sentimientos desagradables que las personas experimentan en el transcurso de una
interacción humana –una conversación, un intercambio de miradas, etc.– tienen que ver en
última instancia con su historia, con sus propias heridas, con sus abandonos, con sus
carencias, con sus apegos2. En otras palabras, lo ofensivo, lo “fuera de contexto y de tono”
que a “ella, en la última fiesta, le pareció mi comentario” puede ser que no tenga
absolutamente nada que ver con mi intención –de divertir, de distraer, de cambiar de canal
y alejarme de temas dolorosos o incómodos, de hacer sonreír, etc.

El Reto del Diálogo: ¿Contestar o escuchar?

Una persona capaz de verdaderamente convertir el conflicto de pareja en oportunidad,


inclusive ante la expresión de un “reclamo”, se dispone, como parte de un ejercicio de
diálogo, a cambiarse de lugar; a salirse provisionalmente de si mismos; a desaparecer
momentáneamente de su identidad y convertirse poderosa y humildemente en el eco de la
experiencia del otro.
El uso del reclamo es para muchas parejas la única forma conocida de expresar
sentimientos guardados. Cuando así ocurre, el efecto es más que apertura, resistencia al
cambio. El reclamo es percibido como un ataque personal, y no como una maravillosa
oportunidad de crecimiento. La persona entonces reacciona de manera automática y poco
facilitadora:
“Ya empezaste a quejarte, ya comenzaron los reclamos” es una expresión interna que
surge de quien comienza a oír expresiones de incomodidad por parte de su pareja (llegas
tarde, no me tomas en cuenta, cuidas más a los demás que a mí, tus amigos, amigas son
unos tales por cuales, etc.).
Con frecuencia la manera, el momento y el tono usado al expresar molestias no son,
como lo veremos más adelante, de lo más adecuado y facilitador, sin embargo, –
independientemente de la manera pobre y limitada utilizada para expresar experiencias
generalmente de origen añejo– una gran dificultad para el diálogo reside básicamente en la
incapacidad de escuchar los sentimientos desagradables especialmente de las personas
cercanas.
Escuchar significa entender el mundo, la opinión y los sentimientos del otro sin
cargarlos o tenerse que aliar, sin sentirse culpable, sin defenderse de ellos.

El silencio Interior

Escuchar es reconocer los sentimientos del otro –sin importar la forma o las palabras
utilizadas–; es enviar a través del humilde acuse de recibo un mensaje poderoso e invisible
de aceptación y respeto. Quien reconoce sentimiento del otro –manifiesto o escondido– con

2
La palabra apego significa pegada al ego. Cada estado interior del ego es de alguna manera un adicto a
controlar, a complacer, a demostrar, a sentirse superior con sus sermones, etc.
todos sus detalles y matices, expresa a veces en una sola frase o palabra-reflejo, una
experiencia de comprensión profunda. Para ello es necesario permanecer en silencio no sólo
exterior –el cual ocurre cuando la persona no interrumpe y permite al otro terminar de decir
su experiencia– sino también en silencio interior, es decir con el botón en pausa de las
vocecitas, de todos los pensamientos, de todos los pericos mentales que internamente no
cesan de interrumpir el diálogo. La Meditación Vipasanna es de hecho una práctica
ancestral de silencio interior que consiste en observar los pensamientos sin subirse a ellos.
Sí, solamente desde este espíritu de observar los pensamientos “sin subirse a ellos” es
posible un verdadero acto de escucha donde el yo con toda su historia y prejuicios
desaparece para convertirse en la experiencia del tú. Y así, el silencio interior de pronto
desplaza a todas esas respuestas automáticas bloqueadoras que irrumpen con sus variadas
formas –criticar, aconsejar, confortar, sermonear, cuestionar, etc.–. Quien escucha al otro
no pretende convencer, explicar, razonar, aconsejar, ni siquiera calmar. La escucha
empática tiene como objetivo, simple y llanamente, entender. Y pueden dar respuestas de
empatía como las sugeridas en el cuadro:

Expresión Barrera o RAB’s Empatía


Me imagino que…
Nunca le dedicaste Todo se te hace tan fácil, ¿y quién iba te hubiera gustado que yo le
tiempo a nuestra a atender el negocio mientras yo me dedicara más tiempo a estar
relación iba a jugar? Tú nunca ves lo bueno contigo este fin de semana…
que sí hago.
Ya no te importo No exageres te sientes ignorada y poco
importante para mí cuando no
tengo tiempo para llamarte…
Me siento en la Te voy a recomendar una película te estas triste y duele mucho…
depre… muy buena
Extraño a mis amigas Es bueno que se haya ido, no te te gustaría que estuvieran aquí
preocupes para compartir un tiempo con
ellas…
Estoy enojada ¿Y que querías que te aplaudiera te molestó lo que dije y que te
contigo cuando me perdiste mi libro? sentiste ofendida…
Tu amigo es un También tú lo provocas te molesta verdaderamente su
grosero, un manera de hablarte…
desconsiderado
¿Por qué tienes que ir Está enferma y no tiene quien la te gustaría que estuviera más
a visitar a tu mamá visite contigo…
todos los días?
¿Cuánto falta para Dos horas ya tienes hambre y estás
llegar? cansado…

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