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Hola, ustedes ya conocen mi historia. Bueno, la historia que contó en un libro muy
famoso el danés ese que se llamaba igual que yo, que se sentía escritor y quiso
construir una historia edificante con mi vida. Pero lo que narró es puro cuento.
Tenía tanta ansia de reconocimiento social que exageró muchos hechos y tomó
por ciertos los chismes que le contó Esperanza, una de las gallinas que vivían en
la granja donde nací.
De niño era algo bonito, pero al crecer, llegada la adolescencia, mis rasgos se
tornaron desagradables. Me salieron muchos barros y espinillas, caminaba y
nadaba torpemente, tenía una ala más grande que la otra y uno de mis ojos
parecía una gota de agua. Yo mismo me miraba en las aguas del estanque y
sentía cierta repulsión ante mi imagen. En mí no se aplicaba mucho esa frase que
dicen los humanos: “Si parece pato, nada como pato y grazna como pato,
entonces probablemente sea un pato”.
Yo era quién sabe qué: el abominable pato de las aguas, el jorobado de Notre
Dame o el pato con botas, porque a los niños de la granja les dio por ponerme
unos zapatos alargados y unos lentes oscuros, que me daban un aire de mafioso
y por eso agregaron a mi lista de sobrenombres el de Pato Guzmán.
Por eso he tomado el lápiz y, junto a mi taza de café, escribo estas aclaraciones.
Ya lo saben: soy pato, soy feo, pero por favor, dejen ya de decirme “Patito Feo”.