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Un pato llamado Hans

Pedro Cabrera Cabrera

Hola, ustedes ya conocen mi historia. Bueno, la historia que contó en un libro muy
famoso el danés ese que se llamaba igual que yo, que se sentía escritor y quiso
construir una historia edificante con mi vida. Pero lo que narró es puro cuento.
Tenía tanta ansia de reconocimiento social que exageró muchos hechos y tomó
por ciertos los chismes que le contó Esperanza, una de las gallinas que vivían en
la granja donde nací.

Con cierto afán de reivindicarme, quiero contarles mi verdadera historia. No


siempre fui feo; al contrario: también conocí la aceptación y la ternura, y no
causaba temor a nadie ni era objeto de burlas ni de bullying en la escuela.

De niño era algo bonito, pero al crecer, llegada la adolescencia, mis rasgos se
tornaron desagradables. Me salieron muchos barros y espinillas, caminaba y
nadaba torpemente, tenía una ala más grande que la otra y uno de mis ojos
parecía una gota de agua. Yo mismo me miraba en las aguas del estanque y
sentía cierta repulsión ante mi imagen. En mí no se aplicaba mucho esa frase que
dicen los humanos: “Si parece pato, nada como pato y grazna como pato,
entonces probablemente sea un pato”.

Yo era quién sabe qué: el abominable pato de las aguas, el jorobado de Notre
Dame o el pato con botas, porque a los niños de la granja les dio por ponerme
unos zapatos alargados y unos lentes oscuros, que me daban un aire de mafioso
y por eso agregaron a mi lista de sobrenombres el de Pato Guzmán.

Tampoco es cierto que al final me convertí en cisne. Si así hubiera sido, la


de cisnesas que tendría a mi alrededor. Qué no habría dado yo por eso: un
montón de plumas para una almohada, un pedazo de hígado para paté. Pero no:
pato nací, pato soy y pato moriré.

También quiero aclarar el rumor que esparcieron gente y animales de manera


malintencionada: que para volverme cisne me hice la cirugía plástica. Nada de
eso. Ni cirugía estética, ni liposucción y mucho menos la jarocha. Sigo estando
feo y los perros siguen huyendo de mí al verme; y los pericos se burlan en mi cara,
y hasta los insectos prefieren que los devore a mirarme.

Por eso he tomado el lápiz y, junto a mi taza de café, escribo estas aclaraciones.
Ya lo saben: soy pato, soy feo, pero por favor, dejen ya de decirme “Patito Feo”.

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