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Un viaje con retornos, pero ninguno definitivo

Pedro Cabrera Cabrera

Llegué a Chapingo una fresca mañana de julio o agosto de 1982. No recuerdo la


fecha exacta, pero sí las circunstancias: un día antes arribé a la Ciudad de México
con mi hermano Francisco, quien estudió un año en esta universidad y regresó a
casa sin explicar por qué. Siempre he sospechado que reprobó una o varias
materias, pero él ha preferido dejar todo en el misterio.
Dos días antes me despedí de los seres que hasta entonces formaban mi
reducido mundo: mi mamá Moni (mi abuela materna) y sus hijos: los tíos Loy
(Eloísa) y Pepe, en ese tiempo enmarcados en la tradición familiar de la soltería.
Mi mamá Moni me dio la bendición, mientras yo hincado escuchaba sus rezos.
Pasé un buen rato con mi tía Trina, también considerada ya solterona, quien había
vivido en la Ciudad de México cuando aspiraba a ser monja y me previno contra
todos los males citadinos: drogadictos, borrachos, ladrones, limosneros y una
sarta de personajes pintorescos circularon de sus labios a mis oídos en una plática
de historias tétricas que ya me estaba convenciendo de no emprender un viaje
que tanto había deseado y que transformaría mi vida.
El día de mi partida, después de barrer los corrales de los puercos y las
vacas y darles de comer, mi mamá me despidió con movimientos de mano, en los
que se mezclaba la bendición y la negación, pues no quería que la viera llorar. Mis
hermanos mayores me abrazaron o me despidieron con unas palabras: que te
vaya bien. Mi papá, muy seco, me dio un abrazo: “Mijo, cuídese mucho. Estudie
mucho y llegue a ser alguien, que ya ve que acá la cosa está difícil. Y no vaya a
salir con sus chingaderas, como su hermano. Tal vez los más contentos eran mis
hermanos menores, pues ellos se libraban de todas las maldades que les hacía.
Por la tarde llegamos a la que años después sería llamada “la ciudad más
grande del mundo”, luego de pasar por varias ciudades del Bajío, algunas míticas
en mi imaginación de niño campesino escolarizado: Abasolo, Irapuato,

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Salamanca, Celaya, Querétaro, San Juan del Río, en un trayecto que años
después sería familiar, pero que era la primera vez que emprendía.
De la Terminal del Norte fuimos a la TAPO en un taxi colectivo; íbamos tan
apretados que al llegar me levanté con las piernas adormecidas y apenas podía
sostenerme en pie. Tomamos un autobús rumbo a Ciudad Netzahualcoyotl (aún
tenía la dificultosa "t" y estaba en vías de adquirir glamur con el nombre de “Neza
York”) y nos bajamos en una esquina de la calle Texcoco. Caminamos unas
cuadras y no hallamos la calle que buscábamos.
Yo cargaba una horrible mochila roja, redonda, que me había comprado
muy orgullosamente mi padre, en la que acabían todas mis pertenencias: mi ropa
y algunos libros. Cargaba además una caja que me dio mi mamá Moni, que
contenía huevos y sorgo para que no se rompieran. Las dos valijas resultaban una
pesada carga para mis quince años. Tal vez compadecido al verme cargarlas, mi
hermano me ayudó con la caja, que con un sentido práctico perdió a propósito en
un momento en que nos detuvimos a orinar en una calleja oscura (vi el instante en
que con saña, alevosía y fastidio la arrojó entre las sombras).
Fuimos en un autobús al metro Zaragoza, desde donde regresamos a la
avenida Texcoco. El reusltado fue el mismo. Repetimos la operación como cinco
veces. Había anochecido y lloviznaba. Cansados y hambrientos, por fin mi
hermano decidió descansar en un hotel sobre la avenida Zaragoza (el Hotel del
Sur). Pasaban ya de las diez de la noche.
Al otro día tomamos un autobús verde en la avenida Zaragoza. En el
trayecto aprecié el paisaje que me resultaría tan familiar antes de desaparecer
tragado por la mancha urbana: alfalfales, pirules, casas, granjas lecheras. Al
descender en el crucero vi algo muy distinto de como lo había imaginado: una
carretera de cedros blancos, campos agrícolas a ambos lados, y lugares cuyo
nombre desconocía, pero que llegarían a ser tan míos como los recuerdos: el
comedor campestre, la Colonia de profesores, el edificio con patas, la Calzada
principal, la Biblioteca central, el Colegio de Postgraduados, el Edificio principal.
A pesar de que mi hermano conocía Chapingo, nunca me lo describió. Una
vez le pregunté y dijo: "Es muy bonito. Te va a gustar". "¿Pero qué hay, cómo es

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la gente, cómo son las plantas y los árboles, cómo es el cielo?". "Hay muchos
árboles y tiene un bosque muy bonito". "¿Pero qué árboles son?". "¿No los
conoces. Son muy grandes y tiran las hojas en otoño?". "¿Y las casas, los
edificios, como son?". "Son antiguos, como coloniales". Eso era todo.
Entrar en la Calzada fue como ingresar al paraíso: los enormes árboles que
me imaginé centenarios daban una sensación de frescura en un clima que ya de
por sí se sentía frío. Luego sabría que eran fresnos. También me impresionaron
los jardines llenos de flores, que ofrecían a la vista el espectáculo de su color. Y
los edificios del Colegio, cuya modernidad se me hacía plena.
En la secundaria técnica donde estudiaba (la número 9) no tenía claro qué
era Chapingo, a pesar de contar con un hermano que había estado allí. Cuando la
primera vez preguntaron si solicitaría ficha para hacer el examen de admisión, dije
que no (entonces la universidad hacía llegar las fichas hasta la secundaria). Pero
en la segunda oportunidad dije que sí.
Mi primer recorrido por Chapingo tiene el rumor de la promesa y el peso de
una mochila donde cabía la vida y la esperanza. A la salida del Edificio principal
unos jóvenes preguntaban si ya tenía alojamiento, de dónde venía, si ya me
habían asignado la categoría. Mi hermano les explicaba que acabábamos de
llegar y que luego los buscaríamos. Por lo bajo me dijo que ni se me ocurriera
acercarme a ellos, pues pertenecían aún partido político llamado “los bolchos”. Lo
dijo con un tono despectivo que si habría abrigado alguna esperanza de ser
bolcho, allí se me esfumaron. Ya en el edificio subimos las escaleras con el fin de
hacer fila para la entrevista.
Presenté el examen en Celaya, Guanajuato, en el Instituto Tecnológico
Regional, donde estudiaba uno de mis hermanos. En la escuela se contrató un
autobús para que nos llevara. Era el 30 de abril, día del niño. Varios nos
quedamos en las instalaciones de la secundaria esa noche. Y al otro día, como a
las cinco de la mañana, salimos rumbo a Celaya. El examen, programado para las
siete de la mañana, se fue posponiendo y terminamos haciéndolo a las tres de la
tarde, debido a que la universidad estaba en huelga, según nos dijeron.

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En mi turno, me entrevistó un tipo medio güero a quien entregué mi examen
socioeconómico y los papeles que solicitaron, entre ellos una constancia del
comisariado ejidal de mi rancho, El Varal de Cabrera. Tras algunas preguntas, el
señor me dio la bienvenida. Al salir mi hermano preguntó qué categoría me habían
asignado. “No sé”, le repsondí. Me quitó el papel que traía y leyó: becado externo.
“Qué bien. Yo era becado interno, pero a ti te van a dar la beca. Hay que buscar
dónde te vas a quedar”.
Mi hermano fue al internado a buscar a sus ex compañeros y me dejó hacer
los trámites solo. Me di de alta en el Departamento disciplinario, la Unidad médica,
Deportes, la Biblioteca central, las oficinas de la Preparatoria. No conocía el
recorrido, pero fui tras una bella chica que parecía llegar siempre antes que yo y
que sería mi compañera de clase durante toda mi estancia en Chapingo: Lara
Ixmukané Calderón Marroquín. Esa tarde, ya con mucha hambre, fui a comer a la
Meche. Luego en Texcoco a compramos un catre y lo introducimos por El Gallo. Al
pasar por uno de los edificios alguien me gritó una palabra cuyo significado local
desconocía: ¡Gaviota! Por la noche, mi hermano celebró ese pequeño regreso con
sus ex compañeros. Al otro día fuimos de nuevo a Neza, donde pasaría mis
primeros días, antes de encontrar un cuarto que compartí con algunos
compañeros en San Luis Huexotla.
Luego pasaron siete años. En ellos, no faltó el estudio (aunque usted no lo
crea, diría Ripley), las desveladas, el relajo, la camaradería, la complicidad con
varios de mis compañeros, algo que aún perdura tras más de treinta años de
vernos las caras, ahora esporádicamente. En Chapingo viví muchos grandes
momentos de mi vida, conocí gran parte del territorio nacional e incluso hice mis
primeros viajes al extranjero (Nicaragua y Cuba), mi iniciación a la literatura y a la
política. Las enseñanzas de ese tiempo están presentes en mis actividades
actuales. Sin saber qué tan definitivo sería en mi vida, aún recuerdo aquella vez
en la secundaria cuando dije que sí deseaba la ficha para el examen, lo que me
permitiría un viaje hacia el futuro, con muchos regresos a mi lugar de origen, pero
ninguno definitivo.

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