La filosofía no es un ejercicio mental objetivo, exterior y abstracto, ajeno por
completo al que lo realiza, indiferente a la pasión existencial que está en su mismo origen. La radicalidad de la filosofía consiste en su radicación existencial. La filosofía es cualquier cosa menos una distracción inocente. Otras disciplinas del pensamiento pueden hacerse a espaldas de la vida o influir escasamente en ella, rozándola apenas en una posterior aplicación. Un científico puede conducirse conforme con unas normas mientras ejerce su profesión y por otras cuando vive. Ese dualismo es perfectamente soportable. En filosofía, no. Un filósofo no es solo un pensador, sino también y fundamentalmente un hombre real. Su modo de pensar es inseparable de su modo de ser. Nietzsche lo destacaba con una fuerza singular, frente a cualquier actividad del pensamiento que se oriente exclusivamente a la elaboración de un producto intelectual. El producto del filósofo es su vida (antes que sus obras). [...] La filosofía es un modo de vivir que surge desde la existencia y vale lo que vale para ella. [...] Esta subjetividad de la filosofía no significa desistir de la búsqueda de la verdad; significa caer en la cuenta de que la verdad no se da sino en un contexto existencial. Que la subjetividad comparezca inevitablemente en la presencia de una teoría es una señal de su inevitable realidad, algo que el relativismo y el dogmatismo ignoran, al celebrar uno esa relatividad como incorregible, donde el otro no ve nada que corregir. Al filósofo le corresponde un papel de aclaración y orientación en el saludable caos de la cultura. Orientar significa «señalizar el camino», nunca despejar las incertidumbres o ahorrar el esfuerzo de andar. [...] El filósofo —sin ser el árbitro que declara concluido el encuentro o el juez que dictamina la sentencia— es el único voluntario disponible para arriesgar su ya escasa reputación en una situación especulativamente peligrosa, de la que es casi imposible salir sin haber hecho el ridículo o perecer, y que espanta a los que tienen un prestigio bien acreditado. [...] Los diversos espacios de la cultura son autónomos, pero no completamente autosuficientes. El filósofo es el guardián de la interdisciplinariedad. Allí donde las ciencias se ven obligadas o guardar silencio, cuando surge el desconcierto y la dificultad, la filosofía asume el riesgo de dar alguna razón más. [...] Pienso que nuestra época pide al filósofo que sea lo que Rorty ha llamado un intelectual de uso múltiple, que no tiene «problemas especiales» por resolver ni tampoco dispone de algo así como un «método» específico y que «está dispuesto a opinar sobre cualquier cosa con la esperanza de hacer que se conecte con todo lo demás» y al que denomina «especialista en ver cómo las cosas se relacionan unas con otras». [...] Me parece que esta idea del filósofo como nexólogo está presente de diversas maneras en toda la tradición filosófica. Los medievales hablaban de que la inteligencia es poner en relación; legein, para los griegos, significa «trabar»; como la metáfora, alude a una conexión entre lo que parece heterogéneo. [...] No puede —o no debería— trazarse una línea de separación estricta entre la filosofía y la literatura. Si este planteamiento tiene actualmente una cierta carga polémica, se debe a la coyuntura en que nos encontramos. La racionalidad está
Unidad 1 • La filosofía: necesidad y sentido
pensada, hoy en día, según el modelo de la ciencia positiva. Esta restricción es un empobrecimiento frente al que no se debería reaccionar despidiéndose de la razón, sino flexibilizando el concepto de razón. Propongo que se tome en serio la idea de que, antes que cualquier disciplina metódica, la racionalidad hunde sus raíces en lo que los fenomenólogos llaman el mundo de la vida; en disposiciones como el gusto, el encuentro, la permanencia, la celebración, el olvido, la desaprobación, la queja, el reconocimiento hay más indicaciones de valor para el saber y el actuar que en todas las prescripciones metodológicas. El arte de la vida es la reflexividad común que la filosofía prolonga y profundiza, todo lo contrario de una hostigación permanente de las certezas y los hábitos fundamentales. La racionalidad estética —la experiencia estética que se hace presente en nuestras estimaciones de gusto— no es una forma paralela de racionalidad; es más bien la urdimbre de todas ellas, a las que confirma o reprueba. El gozo estético es una experiencia que nos asegura consonancia o inadecuación con el mundo, por lo que tiene una función reflexiva que no está al alcance de un gran esfuerzo científico ni puede establecerse con una precipitada moralización. Prescindir de la experiencia estética sería renunciar a un medio de conocimiento insustituible, lo que no puede permitirse cualquiera, y mucho menos en una época de certezas escasas. [...]La estética no es un sustituto de la racionalidad, sino más bien su expansión y ensanchamiento, una su receptividad.
D. Innerarity, La filosofía como una de las bellas artes. Madrid: Ariel, 1995.