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El Contexto de Producción y Enseñanza: Educativo y Social ¿Por Qué y para Qué?
El Contexto de Producción y Enseñanza: Educativo y Social ¿Por Qué y para Qué?
Nuestros supuestos
Podemos ofrecer diversas respuestas. La más subjetiva: porque nos gusta hacer
Historia antigua. Nos interesa brindar explicaciones plausibles de, por ejemplo, por qué
en un ya lejano pasado los hombres decidieron que unos debían subyugar a otros, que
unos debían trabajar y otros dirigir su trabajo y usufructuarlo; por qué algunos tuvieron
la capacidad de crear representaciones mentales en las que todos encontraran
respuestas a sus preguntas existenciales. Nos gusta estudiar estos y otros procesos
en esa vasta entidad denominada Cercano Oriente antiguo[4], especialmente, en las
tierras del Eufrates y del Tigris, donde los hombres crearon tempranamente una
cultura que fue macerándose en el transcurso de los milenios, a través de
interacciones tanto pacíficas como belicosas, por la ambición de los gobernantes y el
sufrimiento de los gobernados, arrastrados por fuerzas sociales que la ideología en la
que estaban sumergidos no les permitía controlar y cuyas sombras tratamos ahora de
develar.
Queremos hacerlo desde un lugar propio, reivindicando nuestra formación. Nuestra
lectura no es la de los asiriólogos, filólogos o arqueólogos. Somos historiadoras e
intentamos hacer Historia Social. Sentimos el imperativo de recuperar la historia como
‘vida vivida’ tal como lo quería J. L. Romero[5]; vida vivida por todos los hombres y
mujeres de aquellos tiempos y espacios lejanos, fueran ricos o pobres, letrados o
iletrados. Vidas pequeñas dejaron huellas pequeñas al lado de las imponentes trazas
de las grandes vidas. Pero los pequeños, que sirvieron y trabajaron para los grandes,
se colaron, dejaron señales apenas perceptibles, indicios a los que sólo se puede
interpelar si se parte de la premisa de su existencia. Esa ha sido siempre la propuesta
de la Historia Social. Pero también hay otras razones para focalizar el pasado desde
esta perspectiva: el escepticismo relativo en cuanto a la posibilidad de una “Historia
Total”, más allá de las intencionalidades ideológicas de quienes predican la muerte de
los grandes marcos teóricos y generalizaciones, y el recelo sobre la ‘objetividad’ de la
Historia, han abierto el camino a nuevas -y no tanto, sino más bien reactualizadas-
formas de hacer Historia: Microhistoria, Historia de las clases subalternas, Historia de
las mentalidades, Historia de la vida privada, Historia cultural, entre otras, otorgando la
impronta de la época al oficio de historiador. También se ve hoy cómo la Historia ha
sido permeada por las otras Ciencias Sociales y, de entre ellas, han sido poderosas
influencias, la literatura (particularmente la Teoría del Discurso) y la Antropología, con
su singular mirada hacia el interior de la sociedad y desde el interior de la sociedad.
Podemos, además, ensayar otro tipo de respuesta, absolutamente imbricada con lo
que venimos planteando, en la que está puesta en juego una posición epistemológica;
una concepción de la ciencia y de los científicos que la hacen y de la Historia, en tanto
producto del presente.
Partimos de considerar que la Historia es una interpelación al pasado que se realiza
desde el hoy; son nuestras preocupaciones y vivencias las que connotan nuestra
mirada. Estamos inmersos en un ámbito de pertenencia social y académica que nos
condiciona y orienta. Es que, cuando hacemos Historia, no sólo debatimos sobre
datos, hipótesis, métodos o teorías. Lo que en el fondo discutimos son verdaderas
concepciones del mundo, de la sociedad, del hombre; todo esto derivado de un
conjunto de supuestos básicos, tal como los denominó Alvin Gouldner[6], que
determinan los límites de lo expresable, de lo conceptualizable y de la facticidad, esto
es, la selección de hechos y problemas. Por ello siempre hay algo más que decir,
nunca se termina de escribir la Historia.
¿Qué nos brinda el conocimiento de los procesos acaecidos en el Cercano Oriente
antiguo? ¿Qué podemos obtener de las miles de tablillas recuperadas de los archivos
de palacios, templos y, aunque en medida infinitamente menor, del ámbito no estatal?.
Más allá de los aspectos específicos de extraordinario interés que nos revelan distintas
facetas de la vida material, social, económica, intelectual e incluso emocional de los
hombres de aquellas épocas –remotas si las fechamos- pero cercanas cuando
podemos reconocernos en sus afanes, anhelos, dolores, luchas, miserias y grandezas,
es posible también obtener información que nos ayude a construir un espacio teórico
de comprensión de las sociedades humanas en sus regularidades y también en el
despliegue de su diversidad. Hoy más que nunca, después de la ilegítima invasión a
Iraq llevada a cabo por EE.UU y sus aliados queda en evidencia la necesidad urgente
de ese espacio de diálogo y convivencia y se ponen también de relieve la persistencia
y la posibilidad de utilización política del reforzamiento de los prejuicios, como el del
enfrentamiento oriente-occidente.
Si aceptamos el bagaje común del aparato psíquico del hombre, al menos desde la
aparición del Homo sapiens, es posible partir de las experiencias actuales para
intentar atisbar las del pasado[7], de igual modo que las diferencias étnicas y
culturales no se nos hacen inasibles, a pesar del experiencia de la alteridad. Existen
matrices de experiencias sobre las que se han desarrollado ‘las historias’ humanas. Es
en este sentido que buscamos correspondencias entre los fenómenos antiguos y
actuales, que si bien pueden encerrar diferencias extremas, parten de un presupuesto
común: la resolución de problemas semejantes: la búsqueda permanente por
solucionar el modo de subsistencia; los procesos de intensificación de la producción y
el acaparamiento desigual de los excedentes; los fenómenos de diferenciación social
concomitantes; la aparición del poder político y el estado; la estandarización de las
relaciones intragrupo y externas; la guerra; el surgimiento de un mundo de
representaciones mentales compartidas que da coherencia al grupo; la manipulación
de esas representaciones por parte de las élites para transformarlas en símbolos
diacríticos identitarios y simbolismos de reforzamiento del poder; los procesos de
legitimación de las instituciones que garantizan la reproducción de las condiciones
desiguales; para nombrar sólo las nervaduras de la trama social. Sostenemos,
entonces, que las diferencias de los grupos humanos tanto en tiempo como en espacio
no son irreductibles sino comprensibles. Obviamente, con esto no proponemos la
unilinealidad de la Historia ni las analogías arbitrarias o “modélicas”, sino la posibilidad
metodológica de comparación de las regularidades, respetando las singularidades.
Son las regularidades, a su vez, las que nos permiten hablar de Historia Antigua, ya
que comprendemos en esta categoría ciertos procesos comunes que se generaron en
diversas geografías y tiempos; entendemos que hay tendencias que se desarrollaron
en forma independiente, pero que guardan similitudes, si bien enriquecidas por las
propias especificidades. Baste pensar en los procesos de concentración del poder
político que culminan en las diversas formas que adopta la estatalidad[8].
Por otro lado, es la conciencia de la diversidad la que imposibilita seguir pensando la
historia de la humanidad en tanto despliegue de una serie de etapas sucesivas que
comienzan en el denominado Cercano Oriente Antiguo, continúan en la Historia
Clásica, es decir de Grecia y Roma, para luego dar paso a la Edad Media, la
Modernidad, etc., en una secuencia de reemplazos que solamente es reconocible en
Europa, pero que no dan cuenta de los desarrollos históricos propios de “el resto del
mundo”. Este estilo interpretativo, no sólo implica pensar la historia europea como la
forma correcta del desarrollo humano, espejo en el que deben mirarse las demás
sociedades para avanzar hacia un destino semejante, sino que, en la medida en que
reduce los procesos históricos a secuencias, les hace perder especificidad y, al mismo
tiempo, exotiza las áreas consideradas marginales. La pervivencia de esta forma de
pensar la Historia demuestra, además, que los viejos prejuicios -propios del paradigma
evolucionista del progreso- se resisten a morir y, por el contrario, se ven alentados por
un mundo de poder que ha demostrado ser unipolar y por la imposición de un
pensamiento único. Cuando los modelos económicos determinan la exclusión social
de gran parte de la población en cada país, y de países y continentes enteros del
concierto mundial, no es sorprendente la reaparición, solapada o abierta, de
posiciones a las que otrora denomináramos eurocéntricas y que ahora con mayor
precisión podríamos definir como ‘occidentocéntricas’, con todo lo cultural e histórico
que la noción de Occidente contiene. Esto no afecta sólo los alineamientos políticos,
sino también el campo académico y científico en general, por el riesgo de que la
autonomía de pensamiento pueda, en cualquier momento ser interpretada como
amenaza a los intereses, coyunturales, o de largo plazo, del poder instituido.
La urgencia y gravedad de estos problemas es lo que nos mueve a intentar construir
un espacio teórico que tiene como punto de partida una concepción del conocimiento
que debe conjugarse con la praxis para cambiar ordenes establecidos y no sólo
comprender funciones y procesos. En lugar de apelar a la neutralidad valorativa propia
de una ciencia positivista instamos a la toma de conciencia y el compromiso.
A su vez, en este mundo “globalizado”, creemos necesario reforzar nuestra identidad:
pensamos que nuestra posición geográfica e histórica de americanos y más aún de
latinoamericanos, nos provee un escudriñar diferente: libre, por un lado, del peso del
academicismo y constreñido, por otro, por la falta de medios, que debemos suplir con
un pensamiento creador.
En este sentido debemos apuntar que América Latina ha desarrollado una posición
epistemológica propia que ha llevado a numerosos estudiosos a formular y
reestructurar conceptos y categorías que constituyen una aportación a las ciencias
sociales de la región y del mundo[9]. Partir de esta perspectiva regional-mundial es
reconocer nuestra “posición” de observación, experimentación, construcción y lucha;
posición que se complementa con otra importante: la que propone un paradigma
político social alternativo de un nuevo mundo más democrático, más libre, menos
injusto.
Este posicionamiento nos conduce a pensar una historia que intenta incluir por un
lado, los colectivos sociales más allá del personaje y, por otro, la dimensión emocional
de los procesos históricos. Ambas cuestiones se unifican en un punto álgido: los
procesos de movilización social, entendiendo esto último en un sentido amplio, tanto
referido a la capacidad de oposición al poder, cuanto a la identificación activa con el
mismo. Esto abre una perspectiva para trabajar la contra cara de los procesos de
legitimación del poder político: los por qué, los cómo, los quiénes; quiénes son los
interlocutores ante los que deben legitimarse los reyes y gobernantes; en suma, qué
emociones suscita el poder, qué respuestas, qué diálogo, aún el más indirecto, es
necesario entre gobernantes y gobernados, para acompañar el costoso efecto de la
coacción en su objetivo de subordinar voluntades[10].
Esta tarea riesgosa como emocionante, nos obliga a sortear la extrañeza de la lengua,
el formalismo de los escribas y de los textos oficiales para intentar atisbar la vida real
de los pobladores de aquellas regiones e intentar discernir los vínculos concretos de
los hombres entre sí y con las cosas, sin quedarnos en lo que los protagonistas nos
cuentan de sí mismos.
En este sentido, cualquier iniciado en los estudios antiguo-orientales sabe que las
fuentes textuales pertinentes tienen un origen mayoritariamente estatal. Esta
afirmación tanto más contundente cuanto más atrás retrocedemos en el tiempo y cuya
validez es impensable discutir, ha conducido al sobre-dimensionamiento del papel del
estado en estas sociedades y a la opacidad de las voces que no pertenecían al sector
de la élite letrada. Puede auxiliarnos a desocultar a estos otros sujetos históricos una
práctica propia de la historia americana que ayuda a recuperar la presencia del “otro”,
de aquel que no escribió su propia historia: la Etnohistoria. Esta disciplina surgió a
partir de los problemas hermenéuticos que impusieron las fuentes europeas a la
historia americana, ya que la voz de los pueblos indígenas, casi en su totalidad, nos
llega en idioma y conceptualización extranjero.
La historiografía americana puede ofrecernos también otras perspectivas
metodológicas para acercarnos a los procesos que protagonizaron aquellos que
permanecen silenciados; debido a que, como ya apuntáramos, la mayoría de estas
sociedades transitaron la oralidad y no desarrollaron una escritura de tipo continua.
Los americanistas han avanzado sobre el estudio de materiales que pudieron ser
portadores de mensajes de validez social como los ‘quipus’, que están siendo
interpretados más allá de los valores numéricos que todos les reconocen, y aún hoy
algunas comunidades andinas continúan utilizando. Otra línea promisoria son los
estudios que se han fijado en los motivos reproducidos en los textiles o, por ejemplo,
en los ‘pallares’ dibujados en la cerámica mochica. En este sentido, John Baines[11]
ha alertado, para el estudio del antiguo Egipto, que las comunidades que fueron
soterradas bajo el peso de aquel estado centralizado podrían haber mantenido, en un
principio, su identidad a partir de los motivos representados en sus cerámicas, rasgos
de pertenencia que posteriormente fueron eliminados con el avance del estado y el
desarrollo de un estilo cerámico homogéneo.
También nos beneficia, para llevar adelante nuestra tarea, la profunda renovación
teórico-metodológica de las ciencias sociales en los últimos años que ha llevado a
que, desde distintas perspectivas teóricas, históricas, lingüísticas, discursivas y
literarias, se haya revisado la concepción puramente documentalista de la
historiografía y revalorado al documento como texto, y a que desde las teorías
textuales, un texto ya no se explique a partir de unas propiedades intrínsecas que la
distinguen de otra clase de textos, sino que hagan intervenir estructuraciones y
normas extra-lingüísticas relacionadas con el proceso social para sancionarlo
culturalmente dentro de un sistema dinámico e histórico[12].
El ideal de una historiografía puramente documentalista de abordar el texto como mera
información sobre el pasado para reconstruirlo es, en sí mismo, una ficción
interpretativa que se apoya en la ilusión de que es posible una descripción neutral de
los hechos sin interpretación o análisis, es decir, una concepción del lenguaje como
medio perfectamente transparente de representación de lo real. Esta concepción, que
trata de excluir la interpretación – o que la piensa como subjetiva – distorsiona la
comprensión de los procesos históricos al presentarlos como inmutables, pone en
evidencia una concepción ahistórica y oculta lo ficcional que encierra el intento de
representar la realidad. Reiteramos, la reconstrucción del pasado debe asumir la
forma de un diálogo del historiador con los documentos considerados como textos,
acontecimientos históricos en sí mismos. El trabajo de lectura e interpretación de los
documentos-textos nos compromete en un proceso en el que se interrelaciona pasado
y presente[13].
Lo planteado hasta ahora sintéticamente, nos permite sostener que desde nuestro
lugar de latinoamericanos podemos introducir perspectivas teóricas y metodológicas
renovadoras a las tradiciones académicas firmemente establecidas; no sólo en el
plano del avance del conocimiento, sino también en el de la enseñanza.