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Hablar de la violencia nos podría llevar por vericuetos interminables, el túnel de las
sombras que escriben de ello lo han cruzado varios autores como Sigmund Freud,
Jacques Lacan, Jacques-Alain Miller, Michel Foucault, Slavoj Žižek y otros, que
abordaron este fenómeno que está de moda, pero cuya existencia puede
precisarse desde que el ser humano pisó por primera vez estas tierras.
El lenguaje y la educación han sido un intento de límite que han puesto una
mordaza a la violencia humana, la han mantenido a raya, aunque en ocasiones no
basten para lograrlo y esta termine por desbordarnos, por disminuir las
resistencias superyoicas; entendida como censura, y lograr expresarse con sus
efectos nefastos y devastadores.
Ahora bien, la modernidad nos ha alcanzado, y con ella, sus elementos
estructurales como las conocidas “redes sociales”; que en su origen fueron hechas
para “acercar” a las personas, hermanar a los sujetos, recordar a los amigos que
están en lontananza o no perderles la pista a los familiares que por las distancias
de las ciudades han separado. Sin embargo, a estas redes, nos hemos encargado
de encontrar su función más obscena, ayudada de los dispositivos electrónicos,
hemos logrado darle otro sentido a los medios informativos o de comunicación; ya
que cualquier persona siempre tiene a su alcance algún dispositivo que le permita
grabar o hacer una instantánea y, en fracción de segundos, subirla a las redes
permitiendo que cada vez sea más fácil ver videos o imágenes de contenidos
diversos y sin ninguna regulación. Entonces el acceso a éstos contenidos, desde
personas decapitadas, policías golpeando sin piedad a jóvenes que se oponen a
cualquier injusticia, mujeres bailando por alguna botella de alcohol en cualquier
antro de la feria, políticos agarrándose a golpes en San Lázaro o lanzándose
vituperios porque un partido es mejor que otro. El problema se acentúa cuando
cualquier persona tiene a su alcance estas imágenes, principalmente niños que
aún no tienen los elementos psíquicos que les permitan realizar algún
discernimiento posible sobre las consecuencias de reproducir el video que tiene
frente a sus ojos. El morbo disfrazado de curiosidad anima a que se busquen y
reproduzcan cada vez más videos cuyas secuelas serán varias, pero la más
temibles y lamentables son las de la incurable insensibilidad por el dolor infringido
al otro y por el goce desmesurado que despiertan las imágenes de violencia
explícita o sugerente.
Sabemos que todos somos hijos de nuestra época, nuestra generación creció
siendo dueña de las calles, del barrio, de la colonia. Los diversos juegos que
emprendimos en la infancia, lejos de la tv, de los celulares –tener uno era
impensable–, como las canicas a la hora del recreo, con cuarta y todo; los yoyos
con su columpio y la vuelta al mundo… todo un reto; el trompo estilo charrito y el
de punta de hacha, carritos y su pista de tierra, burro 16 o al hoyo, el fútbol con
porterías de piedra; cuya distancia entre sí eran unos simples dos pies, el fútbol
americano en plena calle, solo interrumpido por el auto del vecino que a las 10 de
la noche pasaba después de la jornada laboral.
Nos queda entonces como padres de estas nuevas generaciones, estar a la altura
de la demanda que los hijos hacen; no podemos regresar a la educación anterior
porque está descontextualizada. Lo que toca es asumir la paternidad y la
responsabilidad de la convivencia con nuestros hijos y de las enseñanzas que
dejaremos en ellos.