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VIOLENCIA Y REDES SOCIALES.

A Emilio, mi hijo, por lo que como futuro viene


sea mejor,
que lo que abajo describo.

Estoy ausente pero aquí estoy,


tras una enredadera mental
de púas de alambre,
los días huracanados me vienen bien,
los días tranquilos son como un ángel que no invité.
Tengo secretos sin revelar
y como un anticuario, los guardo en el corazón.
A veces quisiera retroceder
buscarme en el parque, donde me perdí [...]
Fragmento del blues "Anticuario" del álbum "Cicatrices" de Real de Catorce

Hablar de la violencia nos podría llevar por vericuetos interminables, el túnel de las
sombras que escriben de ello lo han cruzado varios autores como Sigmund Freud,
Jacques Lacan, Jacques-Alain Miller, Michel Foucault, Slavoj Žižek y otros, que
abordaron este fenómeno que está de moda, pero cuya existencia puede
precisarse desde que el ser humano pisó por primera vez estas tierras.

Este fenómeno siempre ha acompañado al humano o, más precisamente es algo


inherente a él, esto significa que la violencia se ha dado siempre y en cualquiera
de sus presentaciones y siempre es de la mano del humano, lo que no significa
que todos expresemos la violencia en cada uno de nuestros actos o sea algo a lo
que debamos acostumbrarnos o que debamos aceptar y por ello no hacer nada.

El lenguaje y la educación han sido un intento de límite que han puesto una
mordaza a la violencia humana, la han mantenido a raya, aunque en ocasiones no
basten para lograrlo y esta termine por desbordarnos, por disminuir las
resistencias superyoicas; entendida como censura, y lograr expresarse con sus
efectos nefastos y devastadores.
Ahora bien, la modernidad nos ha alcanzado, y con ella, sus elementos
estructurales como las conocidas “redes sociales”; que en su origen fueron hechas
para “acercar” a las personas, hermanar a los sujetos, recordar a los amigos que
están en lontananza o no perderles la pista a los familiares que por las distancias
de las ciudades han separado. Sin embargo, a estas redes, nos hemos encargado
de encontrar su función más obscena, ayudada de los dispositivos electrónicos,
hemos logrado darle otro sentido a los medios informativos o de comunicación; ya
que cualquier persona siempre tiene a su alcance algún dispositivo que le permita
grabar o hacer una instantánea y, en fracción de segundos, subirla a las redes
permitiendo que cada vez sea más fácil ver videos o imágenes de contenidos
diversos y sin ninguna regulación. Entonces el acceso a éstos contenidos, desde
personas decapitadas, policías golpeando sin piedad a jóvenes que se oponen a
cualquier injusticia, mujeres bailando por alguna botella de alcohol en cualquier
antro de la feria, políticos agarrándose a golpes en San Lázaro o lanzándose
vituperios porque un partido es mejor que otro. El problema se acentúa cuando
cualquier persona tiene a su alcance estas imágenes, principalmente niños que
aún no tienen los elementos psíquicos que les permitan realizar algún
discernimiento posible sobre las consecuencias de reproducir el video que tiene
frente a sus ojos. El morbo disfrazado de curiosidad anima a que se busquen y
reproduzcan cada vez más videos cuyas secuelas serán varias, pero la más
temibles y lamentables son las de la incurable insensibilidad por el dolor infringido
al otro y por el goce desmesurado que despiertan las imágenes de violencia
explícita o sugerente.

Sabemos que todos somos hijos de nuestra época, nuestra generación creció
siendo dueña de las calles, del barrio, de la colonia. Los diversos juegos que
emprendimos en la infancia, lejos de la tv, de los celulares –tener uno era
impensable–, como las canicas a la hora del recreo, con cuarta y todo; los yoyos
con su columpio y la vuelta al mundo… todo un reto; el trompo estilo charrito y el
de punta de hacha, carritos y su pista de tierra, burro 16 o al hoyo, el fútbol con
porterías de piedra; cuya distancia entre sí eran unos simples dos pies, el fútbol
americano en plena calle, solo interrumpido por el auto del vecino que a las 10 de
la noche pasaba después de la jornada laboral.

Actualmente los niños se han replegado de las calles; la inseguridad y el aumento


del tráfico automovilístico, hacen que los niños dejen de habitar las vías. Éstos
niños, hijos de su época –crecieron con la modernidad del celular, el ipad, la lap
top, y las redes sociales–, han padecido una nueva forma de relación, no con el
otro de su edad, su partenaire; sino con el gadget, con el ipad y, por ende, con la
“red social”. Impulsados por unos padres –los padres de la desesperación, los
padres de la fiesta perpetua y la juventud efímera; los padres del tiempo líquido y
del empleo de los imprescindibles–, se les ha hecho más fácil dar el celular para
que el niño se “entretenga” consumiendo la red social y, esta a su vez, lo
consume, lo absorbe sin ningún control sobre lo que se ve. De aquí resultan las
nuevas formas en las que su hijo se va educando; la paternidad se cede a la “red
social”, que educará sin valores, sin ningún tipo de moralidad o de ética que ponga
un límite a los más oscuros deseos que se siembran y crecen en lo más oscuro
del corazón. La educación se vuelve, entonces, sin mediación del otro, lo que se
desea se obtiene con unas cuantas teclas, lo que se piensa se descubre en videos
o imágenes. En vez de pasar tiempo con ellos y poder establecer una verdadera
red, un lazo social duradero, los padres se desentienden y dejan la
responsabilidad de la educación a un aparato que lo más seguro es que eduque
en un sentido contrario y negativo.

El 1 de noviembre del año pasado, en la colonia en la que vivo, fui testigo de un


evento que hacía muchos años no veía; las calles fueron tomadas por un ejército
de niños de todas edades —habían dado tregua a las redes sociales—, tocando a
las casas de los vecinos entonando una canción, que sublima la violencia que
esconde, y que mejor forma de sublimar que una canción!: somos los angelitos
que del cielo bajamos, pidiendo calabacita para que comamos, ¡calabacita tía!...:
que muera la tía... Risas alejándose.

Nos queda entonces como padres de estas nuevas generaciones, estar a la altura
de la demanda que los hijos hacen; no podemos regresar a la educación anterior
porque está descontextualizada. Lo que toca es asumir la paternidad y la
responsabilidad de la convivencia con nuestros hijos y de las enseñanzas que
dejaremos en ellos.

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