-A que todo parecía tan verdadero mientras soñaba…
Los sucesos poseían una secuencia lógica por lo regular ausente en la mayoría de los sueños y, además, yo tenía la certeza de estar despierta.
-Entiendo.
-No; pero eso no fue todo. Cuando desperté... yo tuve
la sensación de estar en el mismo universo de mi sueño.
-¿Quieres contarme?
-Sí.
***
Todo comenzó cuando en mi sueño desperté de otro sueño;
tal vez por eso se sintió tan real, porque pensé que ya estaba despierta. En el sueño de mi sueño, yo era devorada por un teléfono celular gigantesco con ojos azules y con pupilas en forma de logo de Facebook. Estaba dentro de sus fauces, apunto de ser triturada por unos terribles y afilados dientes negros que se confundían con la boca y, ¡pum!, un instante después estaba bañada en sudor y envuelta en sábanas, en mi cama, en mi habitación.
Pero algo extraño fluía en el ambiente; al menos tenía
esa sensación. Era como si todo, cada objeto, estuviera a punto de distorsionarse –o quizá derretirse– y junto con todo mi entorno también yo. Me asusté. Sin embargo, me senté al borde de la cama como de costumbre y duré ahí rato, modorra como cada día al levantarme. Me preparé para ir a la escuela: me puse la falda a cuadros, luego la blusa, me peiné, me enfundé las medias blancas y me calcé las zapatillas. Después tomé mi teléfono móvil y la mochila y bajé con rumbo a la cocina y justo ahí, en las escaleras, fue donde percibí la segunda rareza de la mañana: en lugar de las habituales fotografías familiares –papá, mamá, mis dos hermanos y yo– de año nuevo que mamá gustaba de colgar cada tres o cuatro escalones, había solo una a mitad del pasillo, y era fea, inspiraba miedo. En ella se veían cuatro teléfonos último modelo, iPhone 17, Huawei XSX, Samsung Lite y uno más que no reconocí; y en la pantalla de cada móvil estaba el rostro de cada uno de los miembros de mi familia con gesto desesperado, como si estuvieran atrapados allá adentro, en la oscuridad de un espacio infinito totalmente apartado del mío; y de pequeñas, malignas y deformes creaturas con caras de WhatsApp, Twitter o Instagram salían brazos que los jalaban y de los cuales parecían querer escapar. A la derecha de la fotografía estaba yo, libre, y no entendía por qué.
Sacudí fuerte la cabeza y bajé corriendo a la cocina a
la espera de encontrar a alguien; pero al parecer la casa estaba vacía, y terriblemente sola. Pero no, la soledad que sentí en ese momento no se compara con la que descubrí después, al salir de casa y contemplar aquel espectáculo. Comenzaba a desesperarme, así que abrí el refrigerador, tomé una botella de leche y bebí la mitad de un trago; luego cogí un pedazo de pan duro que estaba en la mesa y me dirigí a la puerta de la salida mientras lo comía. Te juro que recuerdo el sabor de ese desayuno como si en realidad lo hubiera degustado. Abrí la puerta de la salida, pero no salí a ninguna parte; al cruzar el umbral no vi la conocida calle, sino que me encontré, confundida, en otro hogar, con gente desconocida, con gente abstraída en una sola cosa: pantallas. Pequeñas pantallas que al principio cabían en la palma de la mano parecían reinar en el cubículo: un hombre de mediana edad en un sofá concentrado en una videollamada, ignorando por completo al bebé que le jalaba del pantalón, llorando; una niña de aproximados cinco años de edad, en el piso, con la cara a escasos tres centímetros del monitor de la tableta entretenida en un extraño juego protagonizado por un gato que hablaba; un adolescente de cabello rizado y largo estirado en otro sillón y embobado con un capítulo de Élite, en Netflix; a la derecha, una mujer adulta, pero bella y joven, sellada a una silla y con los codos recargados en un comedor de cristal, compartía memes a discreción en Facebook; y en la silla de enfrente, una jovencita se tomaba selfies presumiendo su abultado pecho en infinitas redes sociales. Oculta en la penumbra de una esquina, vi a una anciana sentada en una silla de ruedas, triste e invisible como yo en aquella estancia. Triste e invisible, sola entre su gente. Sentí lástima por ella.
Permanecí estupefacta e inmóvil por no sé cuánto
tiempo, hasta que una anomalía me hizo volver en sí. Los teléfonos y tabletas empezaron a ganar tamaño y brazos y pies les crecieron estirándose como raíces. Se liberaron de las manos de sus dueños dando un salto y crecieron hasta superarlos en estatura. Ojos de todos los colores brillaban en sus pantallas encendidas, malignos y fríos, hipnotizantes; bocas afiladas y de aterradores colmillos se abrían dejando al descubierto pozos de un negro sin fin. El hombre, la mujer, los adolescentes y la niña balbuceaban palabras ininteligibles, acompañadas de muecas y de toda clase de gestos suplicantes. La jovencita fue devorada primero; su teléfono, que por toda su circunferencia evaporaba emoticones, likes y meencatas que se desvanecían segundos después, la sujetó de la cintura y la tragó de un solo bocado. Ya te lo estarás imaginando, la chica apareció en la pantalla del móvil, con expresión de indecible dolor.
Una fracción de segundo después el teléfono viviente
de la chica me fulminó con sus ojos deformes. Fue entonces cuando corrí en dirección a la primera puerta que vi. La abrí y di un portazo tras mi espalda: una nueva casa, una habitación con un joven encerrado en sí al amparo de unos audífonos enormes cuyo cable era manipulado por otro de esos teléfonos vivientes que lo enredaba en el cuello del muchacho. No tengo palabras para explicarte la frustración que experimenté al abrir y cerrar nuevas puertas para descubrirme cada vez en un nuevo hogar y en medio de escenas semejantes, atrapada en un ciclo interminable.
En algún momento me tiré al piso y estaba a punto de
echarme a llorar cuando una voz varonil me habló desde debajo de una alfombra que estaba a mis pies.
-¡Hey, por aquí! –dijo suavemente.
El borde de la alfombra se despegó unos centímetros
del suelo evidenciando el brillo de un par de ojos. Pensé en levantarme y esfumarme de ahí; pero después, razonando un poco, caí en la cuenta de que tal vez el presente fenómeno no era el más extraño. La alfombra se dobló por la mitad descubriendo una cara redonda y sonriente coronada de un cabello largo y blanco, y un agujero oscuro cuyo fondo no pude percibir. Era un hombre. Y me miraba a través de unos anteojos enormes.
-¿Vendrás o no? –preguntó.
Le respondí que sí, aunque no muy segura. Él me
ofreció su mano y yo la tomé, ¿qué podía perder? A aquellas alturas prefería perderme en un pozo sin luz al lado de un extraño que ser devorada por un teléfono viviente o que permanecer invisible en medio de tanta gente. Me descolgué hacia el interior del agujero para descubrir que no tenía más de un metro de profundidad.
-Muy bien, tendrás que agacharte. Sígueme y no
sueltes mi mano. Enseguida prenderé una linterna, pero incluso con luz podríamos perdernos para siempre si nuestras manos se sueltan. ¿Comprendes el valor del calor humano? Las pantallas luchan por sustituir la calidez de una mano amiga. Al tomarnos de la mano, no solo nos rosamos la piel mutuamente; son nuestras almas encontrándose.
La verdad es que si algo deseaba era mantenerme
aferrada a su mano. Encendió la lámpara y avanzamos gateando cerca de diez minutos a través de un agua negra y espesa. En el trayecto me explicó que en la calle contemplaría un espectáculo igual al del interior de las viviendas; pero que él y otras personas aún cuerdas y conscientes tenían un refugio; que él había tenido un presentimiento y por eso había salido a dar una vuelta y que, finalmente, me había visto por una ventana para correr de inmediato a la alcantarilla más cercana y escurrirse hasta dar, por fin, conmigo.
–Llegamos. Creo que ya sabes lo que encontrarás allá
arriba, al final de estas escaleras –enfrente de nosotros se alzaba una fila de barras metálicas que, sobresaliendo de la pared, hacían las veces de escaleras–. Debes preparar tu mente y corazón; de lo contrario, no podrás soportarlo. Una vez hayamos salido correremos prestando la menor atención posible a lo que sucede alrededor…
–Espere –lo interrumpí–. Sé que no estoy en posición
de poner condiciones; pero al menos me gustaría saber quién es usted.
–¡Ah, de acuerdo! Eres una jovencita precavida. Mi
nombre es Ray. Nací hace muchos años y, aunque mi cuerpo ya murió, vivo en la memoria de muchas personas y fluyo a través de la tinta de mis letras. Te contaré un secreto antes de subir.
» Tú todavía no nacías cuando mi voz de profeta ya
se escurría entre hojas de papel y predecía un panorama semejante al que tus ojos ven: pantallas robándonos la vida. Claro que las pantallas que yo anunciaba en aquel entonces eran enormes, del tamaño de paredes, y nos acorralaban por todas partes, a derecha e izquierda, atrás y adelante.
» El ser humano guarda un anhelo en su corazón: el
deseo de felicidad inherente a cada persona. Pero a lo largo de los siglos la felicidad ha tomado formas diversas, se ha vestido de placer o de ausencia de dolor, o ha adquirido rostro de virtud, de conocimiento; algunos la han colocado en la fama, el poder o el dinero, mientras que seres profundamente religiosos la descubrieron en Dios, en el amor y la donación; otros pensadores llegaron a tal nivel de angustia que se atrevieron a decir que no existe, que la vida del hombre es un absurdo o una pasión inútil e inevitable; quizá hoy la gente la identifica con la paz y la tranquilidad, con el confort, la estabilidad, la autorrealización y la seguridad, y en ocasiones incluso con el capricho.
» Sin embargo, en el camino siempre habrá un sinfín
de contrariedades, de dureza; la vida es una mezcla continua de alegría y dolor. Muchos no pueden aceptar esta ineludible condición de gloria y miseria, y menos cuando el sufrimiento le sale al encuentro de forma más acentuada que los buenos pasajes. Entonces se necesitan sucedáneos, se buscan analgésicos, anestesia, calmantes; cualquier artilugio capaz de embalsamar el alma de amnesia y así olvidar la sensación de infelicidad. Las pantallas son buenos sucedáneos, nos consumen y nos distraen de la esencial lucha por alcanzar la tan anhelada plenitud feliz. Nos dejamos absorber y gritamos: “que nadie se atreva a molestarme, no osen sacarme de esta zona de confort; que ninguna creatura (conocida o extraña) me haga tambalear, que nada en el mundo me desoriente ni exija mi amor”.
» Pequeña, buscar la felicidad es tal vez lo más lícito
en la vida; pero al confundir la dificultad con imposibilidad, bajamos la guardia y cualquier cosa (hasta una insignificante y artificial pantalla) nos puede robar la vida. Vivimos sin vivir. Es tan fácil cruzar la línea entre una sonrisa que ilumina al mundo y el egoísmo.
Silencio. Al discurso siguió un elocuente y reflexivo
silencio. Mi cabeza daba vueltas tratando de comprender cada palabra del hombre y buscando acomodar todo en su sitio. No supe por cuánto tiempo permanecimos ahí agachados y sin voz; solo sé que de un momento a otro vi a Ray subiendo las escaleras y levantando la tapa de la alcantarilla dando paso a un mar de luz por el recoveco, a un mar de luz y a un río de alaridos. Mi mano le aferraba. Nunca me soltó.
Una vez en el exterior seguí sus instrucciones casi al
pie de la letra; aunque me resultó imposible no voltear a una u otra dirección tras escuchar angustiantes gritos. Corría y escuchaba y veía. Eran las voces de aquellos que se saben prisioneros y, aun queriendo, no pueden escapar. Junto a ellos caminaban personas más pasivas, con miradas perdidas, con ojos trasluciendo la resignación, como esperando la subrepticia llegada de la muerte, de su segunda muerte. Móviles gigantes riendo y devorando. Fotografías frías, videos vacíos, contaminación auditiva, gente llorando lágrimas secas en pantallas o deambulando muerta entre calles y casas artificiales. Corrí y corrí. Corrimos los dos, siempre de la mano y yo sentí mi corazón latir. Yo estaba viva, ¿me entiendes?, y Ray también. Después cerré los ojos y dejé que él me llevara.
Y me llevó y me llevó, y con los ojos cerrados solo
veía oscuridad, pero sentía que volaba; sentía que no existía universo y solo era mi alma asida a la de alguien más volando suavemente a través de la nada, con dirección a lo divino. Ese era el refugio del que me hablaba: el calor de otra alma. Ahí, los móviles se utilizaban para lo estrictamente necesario y beneficioso, y entonces se volvían tan pequeños, que los vivos los guardaban en cajas de cerillos. Ahí no eran signos de muerte; sino fósforos que servían para iluminar la vida…
MMC: Motivación y Mente Consciente: Un programa de 6 pasos enfocado a la apertura de la consciencia, al adiestramiento mental, a la productividad, a la plenitud y a la trascendencia