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¿Qué hacemos con nuestros desacuerdos? El ‘énfasis’ en cuestión.

Sobre Barthes en
cuestión, Judith Podlubne y Paul De Man
Verónica Stedile Luna

En octubre de 1966, el Centro de Humanidades John Hopkins de Baltimore organizó el Coloquio

Internacional titulado “Los lenguajes críticos y las ciencias del hombre: la controversia

estructuralista”. Allí confluyeron algunas de las voces más destacadas de la década: Lucien

Goldmann, Tzvetan Todorov, Jacques Derrida, Jean Hyppolite, Jacques Lacan, Charles Morazé, Guy

Rosolato, Roland Barthes, entre otros. En abril de ese mismo año, Barthes había publicado Crítica y

Verdad, el famoso ensayo que respondía polémicamente a Raymond Picard las acusaciones de

tergiversar, con su lectura, la obra de Racine. Tal vez por eso, o por el interés y resistencia que la

French Theory suscitaba en el ámbito de la academia norteamericana, su participación en el coloquio

estaba cargada de expectativas. Sin embargo, Barthes se encontraría allí con un interlocutor que

rehuyó tanto de las expectativas celebratorias como de las impugnaciones que pretendían conservar

alguna confianza en la naturaleza referencial del lenguaje. Paul De Man, quien venía siguiendo la

obra de Barthes en artículos y ensayos, pero aún no contaba con libros publicados y era

probablemente desconocido por este, reaccionó con enorme fastidio ante la ponencia “Escribir,

¿verbo intransitivo?”. Ese encuentro, que Judith Podlubne llama “destemplado”, es en principio el

objeto de Barthes en cuestión, editado en la colección Discusión de Bulk – Nube Negra. El libro se

trata de dos textos en diálogo: “Visión Ciega: el Roland Barthes de Paul De Man”, por Judith Podlubne,

y “Roland Barthes y los límites del estructuralismo”, primera traducción al español del artículo que

Paul De Man escribió para New York Review of Books en 1972 pero que no sería publicado sino hasta

la década del ’90 en Yale French Studies.

A Paul De Man lo irritaba que Barthes hubiera proclamado la “la liberación del significante

de los límites del significado referencial” (2020: 50), y más aún que la literatura fuera una

privilegiada en la empresa desmitificadora de la semiología; esto lo irritaba no porque creyera en

una relación de dependencia entre significado y significante, sino al contrario, porque sospechaba
que Barthes decía hacer algo que en verdad no lograba realizar. De Man consideraba que Barthes

incurría en dos errores metodológicos: el mito del “progreso de la historia” (creer que los métodos

de análisis de la semiología eran superiores a los de sus antecesores, cuando, para De Man, eso no

podía demostrarse ya que los resultados le parecían decepcionantes en relación con su anuncio de

novedad) y la exacerbada confianza en afirmar a la semiología como una ciencia cuando en verdad

era –esto valía personalmente para Barthes– crítica de la ideología.

Podlubne reconstruye con enorme paciencia y minucia de oído crítico –es decir, oído para

los tonos de la crítica-, los dos tiempos del rechazo. En 1966 De Man acusa a Barthes de mentiroso,

de decir cosas “falsas” porque el tono “embriagador” de su exposición había requerido, para justificar

su mito del progreso histórico, obliterar que en la autobiografía romántica ya se encontraba la

“complicación del ego (moi)” que Barthes atribuía a la escritura moderna (De Man en Podlubne, 17).

Seis años más tarde, en la elaboración del artículo “Roland Barthes y los límites del estructuralismo”,

De Man sopesaba con razonado equilibrio su desconfianza y ofrecía más sofisticado el motivo de su

irritación. El problema, planteaba De Man en 1972, era que la semiología omitía una pregunta

fundamental: “si la función semántica y referencial de la literatura puede ser considerada

contingente o si es un elemento constitutivo de todo lenguaje literario” (2020:66). El punto insidioso

consistía en señalar que mientras “los descubrimientos teóricos acerca de la literatura confirman

que esta nunca puede ser reducida a un significado específico ni a un conjunto de significados; aun

así, se la interpreta siempre de manera reductiva, como si fuera una declaración o un mensaje” (66).

Considerar ese escollo como asunto nodal era lo que De Man esperaba, pero la semiología derivaba

ese “patrón de errores” a los historiadores como aquellos que debían dar cuenta de él. Esto

evidenciaba que para Barthes “las razones de la existencia de un tal patrón no [eran] lingüísticas

sino ideológicas” (66). Al igual que en ese pasaje, son muchos los momentos en los que De Man

refrenda la euforia del tono barthesiano y le recuerda sus límites, mostrándole las advertencias

metodológicas de sus propias indagaciones: “tarde o temprano, cualquier estudio literario, sin

importar cuán rigurosa y legítimamente formalista sea, debe retornar al problema de la

interpretación, ya no bajo la convicción inocente de una primacía del contenido por sobre la forma
sino como consecuencia de la tanto más perturbadora experiencia de ser incapaz de depurar su

propio discurso de esas aberrantes implicancias referenciales” (67). La lectura de De Man en 1972

se concentraba especialmente en Mitologías, Ensayos críticos, Crítica y Verdad y S/Z, y resulta aún

hoy brillantemente demoledora. Como buen polemista, celebra y apoya grandes enunciados

generales –esos que Barthes amaba formular– para hacer tambalear sus alcances, poniéndolos a

jugar sobre las arenas movedizas que Barthes no habría visto.

¿Qué más decir de una lectura inteligente? ¿Qué más decir de una lectura inteligente que se

remonta a un intercambio intempestivo entre dos oradores a la vista de todxs? La respuesta a esa

pregunta es para mí el verdadero objeto de este libro. Porque lo que ese encuentro obliga a pensar

críticamente es el desacuerdo y sus énfasis, el de los autores en cuestión, pero también el de la

ensayista que los lee. En varios de sus últimos escritos, Barthes se refirió a los “discursos excitados”,

o “discursos de poder” que engendran la falta en el otro, también advirtió para sí mismo sobre el

“peligro de la adhesión”. Paul De Man iría construyendo desde entonces hasta fines del siglo XX, una

teoría del lenguaje como teoría de la resistencia que genera el uso autorreflexivo del lenguaje,

mostrando la falta constitutiva de su fundamento. De ambos hilos tira Podlubne para seguirles la

pista. En la “enardecida” respuesta que De Man pronuncia sobre la conferencia “Escribir, ¿verbo

intransitivo?”, Podlubne pesca una clave por donde echar a correr gran parte de su lectura: si los

desacuerdos se encabalgan sobre un tono, el diálogo crítico no puede limitarse al enunciado y sus

temas, sino que es atraído hacia la distancia que hay entre el efecto de ese tono (denuncia, irritación,

pretensión de verdad) y la resistencia que lo produjo. Claro que, entonces, la reconstrucción de un

episodio de la historia intelectual como el que Barthes en cuestión nos ofrece, pone a jugar el tono

de la ensayista como parte de sus propias posibilidades éticas. Ante el juego de voces y lecturas –

De Man respondiendo a una ponencia de Barthes, Barthes respondiendo los “golpes” del primero, el

ensayo posterior que De Man publicaría con virulencia matizada–, Podlbune agrega una nota

diferencial que corta con el ethos polémico tradicional: una ética de la paciencia. Mientras hacer y

leer una polémica sería un despliegue de sagacidades, comentarios contundentes, elocuencias,

invenciones rápidas y en lo posible “mortales” contra el oponente; mientras la polémica sería el


despliegue de esas retóricas y la afirmación en cierta univocidad de la elocuencia, Podlubne se

desplaza hacia el tiempo moroso, paciente y pormenorizado de la lectura. La paradoja acá es que

correrse de la adhesión o el arrebato de la posición, no es contradictorio con elaborar el disenso. En

“Visión ciega”, asistimos al rodeo entre la letra escrita y la escucha de un tono, pero sobre todo, a la

suspensión identificadora que nos empuja a leer lo mismo en el otro, y que por el contrario Podlubne

se cuida bien de hacer, al leer a cada uno en su propia ley: así como De Man sabía de la imposibilidad

de confianza epistemológica que nos depara el lenguaje en tanto performatividad, y sin embargo

exigía resultados que dieran cuenta de los buenos fundamentos de la semiología y más aún se exigía

a sí mismo una escritura depurada de escollos en la comprensión, Barthes desde El Grado Cero de

la Escritura había comenzado a advertir las dificultades que supone hablar sin ejercer la función-

poder que pone en marcha todo lenguaje, pero su discurso se sostenía en la autopromoción de estar

ante “importantes descubrimientos”.

El ensayo “Visión ciega” tira todavía un poco más del hilo con el que De Man zurce sus

críticas a la semiología en “Roland Barthes y los límites del estructuralismo”, y nos propone al menos

dos capas de lectura. La intervención de 1966 daba cuenta de un momento típico de resistencia a la

teoría ya que el tono de denuncia podía leerse como denegación o “síntoma desplazado” (la demanda

de verdad como criterio interpretativo insatisfecho no dejaba de señalar la naturaleza tropológica

del lenguaje. Pero esa denegación persiste como una ceguera, identifica Podlubne, seis años

después. Solo que aquí, con destreza de la ensayista, “ceguera” es un atributo que ingresa a la misma

dimensión performativa e inestable en la que se hacen sonar las razones. Porque “ceguera” es tanto

imposibilidad como intuición. En 1972, cuando a Crítica y Verdad le había seguido S/Z, De Man insistía

en cuestionar la pretensión de cientificidad de la semiología. Como si después de “Escribir, ¿verbo

transitivo?”, De Man no hubiera podido escuchar otras variaciones, a saber, que el “corazón móvil”

de Crítica y Verdad no era la pretensión de cientificidad, sino el modo en que sus anhelos convivían

con “el carácter indeterminado del sentido, su ambigüedad constitutiva” (Podlubne, 38). Si bien hay

que esperar entrados los años ’70 para que Barthes mutara las expectativas epistemológicas de la

semiología por la fuerza dramática del discurso (“a través de la escritura, el saber reflexiona sin
cesar sobre el saber según un discurso que ya no es epistemológico sino dramático”, “Lección

inaugural” 2008:99), e hiciera explícitos los momentos donde se encontraba al borde de una

concepción “orgánica”, “progresiva” y “pacificada” de la historia (El placer del texto, 2008:31), en

Crítica y Verdad ya “postulaba la ironía como cifra de la palabra crítica” (Podlubne 37).

Sin embargo, no se trata solo de que De Man se empeñara más en leer lo que Barthes no

hacía que en lo que sí, o que “desleyera” zonas fundamentales de los textos que aborda, sino de la

forma que tienen esos desplazamientos u omisiones. En la estela de la tesis demaniana sobre la

condición radicalmente tropológica del lenguaje, y la obsesión de Barthes por calibrar las fuerzas

de la intimidación del lenguaje (el énfasis, la elocuencia, la aseveración) con las de la persuasión y

encanto que persigue todo ensayista, la lectura que propone Podlubne en “Visión Ciega” abre también

las posibilidades. Si no hay enunciados, ni enunciaciones desde la teoría que escapen a su puesta a

prueba metodológica, en esa puesta a prueba, la teoría expondrá como autorresistencia la condición

de su carácter ambiguo, desestabilizando toda posibilidad de afirmar un fundamento que la

sostenga. Pero es justamente esa imposibilidad la que empuja una vez más a su autorreflexión. Por

eso, la ceguera de De Man –exigir lo que él mismo impugnaba, leer extemporánea y arbitrariamente

a Barthes– era su principal intuición. Al poner bajo sospecha a Barthes y su optimismo metodológico,

exponía su propio pensamiento a la fuerza de autocreación y autodestrucción de la teoría; y sus

omisiones, apartadas por el énfasis con que elaboraba elocuentes hipótesis, hacían lugar, en la

escucha, a lo menos enfático de la obra de Barthes hacia 1972, lo que Podlubne llama el paso de la

“estructura” a la “escritura”. Pero esto, no lo sabemos solo por la reconstrucción histórica de una

polémica que se inscribe en el campo intelectual, sino por el efecto que produce leerla a ella misma

sujeta a la performatividad de la teoría. Al tiempo del énfasis que domina los discursos de Barthes

y De Man, ese tiempo que es por definición, veloz y cerrado, puesto que así constituye su eficacia, se

lo suspende con otro tiempo, el tono lento y abierto de la paciencia. Frente al énfasis que cristaliza

nuestras posiciones, siempre podemos también volver sobre la materia viscosa, inestable e incierta

que los promueve; no para restaurar el consenso de las buenas formas, sino para escuchar los hilos

múltiples que los conforman.

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