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Manuel Muñoz Hidalgo

HIJOS DEL
AYER
© de la obra: Manuel Muñoz Hidalgo, 2019.

Contacto: mmhidalgo95@gmail.com

@MaMuHi

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reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo
podrá ser realizada con la autorización de su titular, salvo excepción prevista por ley.
Para mis amigos y amigas por animarme a seguir intentándolo siempre.

Para mis betas por corregirme y animarme con cada escrito que les paso.

Para ti por tomarte las molestias y el tiempo de leerme.

Y esta entrega me gustaría dedicársela a Orph y a Edu por guiarme en el


mundo de las cutre-portadas y el diseño gráfico.

Gracias por vuestro apoyo.


«El objetivo del arte es representar no la apariencia externa de las cosas,
sino su significado interior.»

Aristóteles

«Lo mucho que cuesta hacer libre por las leyes a un pueblo esclavo por sus
costumbres.»

«¿En dónde ve el pueblo español su principal peligro, el más inminente? En


el poder dejado por una tolerancia mal entendida.»

Mariano José Larra.


«¡Voz ciudadana (Voc) entra al congreso! A pesar de la gran abstención
electoral que ha caracterizado estas elecciones, el partido ha logrado los suficientes
votos para participar en la toma de decisiones. Ahora sólo quedaría por ver si su equipo
directivo puede lograr un pacto con Naturales de la patria (Np) y Coalición popular (CP)
para formar un gobierno con mayoría absoluta, aunque desde sus campañas electorales
todo apunta a que este será el caso.»

—Leer ese viejo periódico no hará retroceder el tiempo —comentó Renato con
un tono de cansancio en la voz, como aquel que se harta de repetir lo mismo una y otra
vez.

—Seis años después y todavía no puedo creer que un 41% de la población


decidiese quedarse en casa. ¿Acaso no sabían lo que se jugaban?

—Joyce, ya está. Déjalo. Tenemos asuntos más importantes de los que


preocuparnos que el pasado —cortó tajantemente.

El esbelto licántropo pelirrojo y de ojos marrones le dirigió una mirada de


hastío. Su corpulento camarada de cabello oscuro y ojos verdes tenía una lengua tan
afilada como sus garras.

Y resultaba enervante, si era sincero.

—La alternativa es preocuparme por Sigrid. Está tardando demasiado.

—Tu hermana sabe apañárselas sola. Y entrar en un centro de conversión o,


como ellos lo llaman, «Centro de recuperación de la naturalidad» —añadió con
sarcasmo mientras dibujaba con sus dedos unas comillas en el aire—, no es
precisamente un paseo por el campo.

—¿Todavía estás celoso de que no fueses el elegido para ir? —le picó.

—Simplemente no entiendo por qué en el consejo tú y tu hermana contáis como


votos diferentes si sois del mismo linaje.

El joven alfa se alegró de que su melliza no estuviese allí para escuchar el


comentario. El que la redujesen a ser «la hermana de» o «la descendiente de Lupa»
siempre había sacado sus peores instintos.
—No somos el PVC. Ningún hombre decide por ninguna mujer aquí. Somos
personas diferentes y los dos somos alfas por derecho, al igual que tú.

La conversación se vio interrumpida cuando uno de los miembros más jóvenes


de la manada apareció en la sala del consejo para anunciar el regreso de la hermana de
Joyce.

Sigrid había vuelto a Jericó, la ciudad de la luna y refugio de los fugitivos


licántropos.

***

El escondite de los lobos no era ni de lejos lo que comúnmente se había


entendido por ciudad. En pleno campo, lejos de la capital del país, una gigantesca haya
centenaria de enorme grosor y rodeada de pequeñas chozas había servido de
asentamiento para familias, solitarios y cualquiera que pudiese estar perseguido por las
nuevas leyes del gobierno.

El PVC se jactaba de defender lo natural, la familia natural más concretamente,


por lo que lo sobrenatural y todo aquello que no entrase en su escueta e intangible
definición de «normal» quedaba fuera de la protección gubernamental. Todo lo ajeno a
sus límites debía ser convertido o «purificado», que sólo era un eufemismo para
cometer auténticos genocidios.

Los derechos humanos no se aplicaban porque los licántropos ya no eran


humanos.

Así, las masas perseguidas se reunían en puntos alejados de las ciudades, que se
habían convertido en centros donde los muchos trabajaban explotados para enriquecer a
los pocos. Las zonas rurales habían sido las primeras en desaparecer, facilitando la
purga de los impuros.

Jericó sólo era uno de los refugios existentes, pero uno de los más famosos y
admirados entre la comunidad sobrenatural. Por eso Sigrid había llevado allí a los
pacientes.
—¿Estás bien? —corrió a abrazarla su hermano según la vio llegar. Si alguien
pensaba que mostrar su preocupación le hacía débil podía probar a decírselo bajo la luz
de la luna.

—Yo sí, pero hemos perdido a Remus, Isaac y Pedro. Se sacrificaron para que
pudiésemos sacarlos a todos.

Un denso silencio se extendió rápidamente por el gran salón común, tallado en el


interior del tronco del árbol.

—¿Cabe la posibilidad de que los capturasen y los sometan a tratamiento?


Reuniré una partida para sacarlos de allí —se ofreció resueltamente Renato.

La joven de largos cabellos pelirrojos y ojos marrones como los de su hermano


negó lentamente con la cabeza.

—No. Ya no están con nosotros.

El funesto ambiente se vio interrumpido cuando Federico tomó las riendas.

—¿Están ya en la sala de curas? —preguntó en su habitual y frágil tono de voz.

La licántropo asintió levemente.

—Entonces les haré una visita para ver en qué estado están. Tal vez tengan
suerte.

Porque huir de las instalaciones de conversión no era más que la primera parte
de la supervivencia. Aún si lograbas superar semanas de curas que en realidad eran
venenos, sesiones de terapia destinadas a destruir tu autoconcepto y escapar de una
lobotomía que siempre acababa en defunción, lo difícil venía después.

Enfrentarse al complicado mundo real y a ti mismo. Aceptarte aún cuando te


habían lavado el cerebro para no hacerlo. No pocos eran los que decidían quitarse la
vida antes que sufrir ese proceso.

La terapia de conversión les había hecho un daño que simplemente estaba más
allá de la reparación.
Federico era uno de los pocos que lo había conseguido. Incluso con cicatrices
que nunca sanarían o señales de quemaduras en su piel, al licántropo se le conocía como
«el superviviente». Sin embargo, desde que consiguió escapar de la terapia y llegar a
Jericó, nadie le había visto transformarse, total o parcialmente. Parecía que su identidad
lupina había quedado enterrada en alguna parte de su subconsciente, junto con las
torturas que trataron de suprimirla.

Tras su marcha, Sigrid hizo una seña a su hermano y otra a Renato. Había algo
más de información que compartir, pero no podía ser susurrada en una sala llena de
gente con capacidades auditivas superiores.

Ya de vuelta en la sala de consejo, la joven no tardó en abordar el tema que le


preocupaba.

—Saben dónde nos encontramos. Vi unos papeles. Planean un ataque sobre


Jericó y, considerando la confrontación de esta noche, la redada podría ser inmediata.
Tal vez sólo tengamos unas pocas horas, un día como máximo.

Los tres licántropos experimentaron una repentina dificultad para respirar.

—Tenemos que convocar un consejo para decidir qué hacer —anunció fríamente
Joyce. Lo importante era mantener la calma.

—¿Para qué? Debemos combatir —resolvió Renato—. Este lugar no sólo es un


refugio, también nuestra fortaleza. Yo digo que les demostremos lo que somos capaces
de hacer.

—No te corresponde a ti decidir eso —insistió Joyce—. Avisad a Federico y


Serpuhi, tenemos una emergencia que atender.

***

La sala de consejo era tan modesta como el resto de las cavidades excavadas o
anexionadas al árbol centenario. Mobiliario y estructura de madera con refuerzos de
piedra y, muy excepcionalmente, acero. Iluminación basada en pequeñas llamas
situadas sobre superficies de agua. Un incendio podría resultar fatal.
El consejo de la luna estaba formado por cinco personas: los mellizos, Renato,
Federico y una joven llamada Serpuhi. Cada uno había logrado ese puesto por méritos
propios más allá de ser un alfa.

Joyce poseía una mente táctica envidiable que le convertía en un gran líder.
Sigrid gozaba de una fuerza y agilidad en su forma lobuna que la convertían en la
perfecta capitana de cualquier misión. Ambos descendían de la diosa Lupa, aunque les
distanciaban varias generaciones.

Renato, además de descender del dios nórdico Fenrir, poseía una increíble fuerza
bruta que nadie en Jericó podía igualar. Federico era una leyenda por haber escapado
del centro de conversión solo y hacía las veces de sanitario, especialmente en cuanto a
la salud mental. Y Serpuhi parecía ser hija directa del mismísimo Licaón, además de
una fiel devota al culto a los dioses, por lo que se solía encargar de dirigir cualquier
asunto sagrado.

Ninguno mandaba sobre otro. Ninguno opinaba o decidía más que el de al lado.
Todas las decisiones se tomaban por mayoría de votos en aquel sistema.

—Ya sabéis por qué estamos aquí —dijo Joyce a los recién llegados—.
Debemos tomar una decisión sobre qué hacer y actuar rápido.

—Yo sigo convencido de que deberíamos luchar. No podrán con nosotros —


comenzó de nuevo el joven de pelo negro.

—Somos un refugio, no una resistencia. No sabemos cuántos vendrán o con qué


medios. Incluso si ganásemos este asalto, otro más potente vendría.

Renato no pudo rebatir aquel argumento.

—¿Qué sugieres entonces? —preguntó cautelosamente Federico.

—Huir. Salvar las vidas que dependen de nosotros aquí. Salgamos del país,
tenemos los contactos necesarios para conseguir emigrar si lo hacemos con discreción.

—Emigrar sigue siendo un delito penado con la muerte. La patria es lo primero


y todas esas cosas que le gusta decir al PVC. Nadie sale ni entra en el país. Si lo
intentamos y nos pillan, estaremos muertos.
—No es como si aquí o en cualquier otro lugar gocemos de una situación mucho
mejor —intervino sarcásticamente Sigrid.

—¿Tú qué opinas, Serpuhi? —le preguntó Renato en un tono reverencial.

Incluso el más fiero de los lobos se dirigía con respeto a la sacerdotisa de los
dioses. Con su largo pelo negro y rizado, su piel oscura y sus ojos del mismo color, la
hija de Licaón imponía respeto con una sola mirada. Representaba dentro de la
comunidad una fe que muchos habían dejado atrás hacía tiempo.

Joyce el primero.

—Recemos a los dioses. A nuestros padres. Nos proveerán de protección y


fortuna en la batalla que nos espera. Yo voto con Renato.

Sigrid miró de reojo a su hermano. Cada vez que el tema de la religión salía a la
palestra se ponía terriblemente nervioso. Les culpaba de todas las pérdidas que habían
sufrido durante los años, especialmente por la de sus padres.

—Los dioses no han respondido a nuestras plegarias en años. ¿Dónde estaban


cuando empezaron a perseguirnos? ¿A qué lado miran cuando uno de los nuestros es
sometido a la tortura que ellos llaman terapia? —respondió ácidamente el joven
pelirrojo.

—Tal vez no hayamos estado haciendo los sacrificios adecuados, pero no


podemos dudar de que están ahí.

—¡PERO NO LO ESTÁN! —gritó el joven—. Admítelo, Serpuhi, no les


importamos. ¿Cuándo tuviste noticias por última vez de tu padre? Los dioses son el
pasado: Licaón, Lupa, Fenrir, Tezcalitpoca… Nosotros mismos lo seremos como nos
descuidemos. Somos hijos de ayer. Y ya es hora de que nos preocupemos por el
presente.

Sigrid no tardó en agarrar a su hermano mientras que Renato se interponía entre


el licántropo y la sacerdotisa.

—Cálmate, hermanito. Se supone que eres tú el de la sangre fría.


Una vez se hubo relajado el ambiente, el hijo de Fenrir preguntó a Federico qué
pensaba.

—No podemos depender de que los dioses nos presten atención esta vez. Y
Sigrid tiene razón, estamos en la misma situación aquí o en cualquier otro asentamiento.
Por el interés de salvar vidas, yo voto por emigrar.

Todas las miradas recayeron entonces sobre la capitana. La joven tenía una
reputación por disfrutar los enfrentamientos físicos y salir victoriosa de ellos. E
indudablemente era la más impulsiva de los mellizos, cediendo fácilmente a sus
instintos animales.

—No sé. Nunca me echo para atrás en una lucha, Renato, pero esto es diferente.
Hay vidas en juego. ¿Pero por qué tenemos que huir? Merecemos estar aquí tanto como
cualquier otro.

Ninguno de los presentes supo o pudo resolver sus dudas.

—Esta noche está siendo muy larga. Propongo que demos como plazo máximo
para decidir hasta el amanecer. Si nos atacan antes de entonces, lucharemos y nos
defenderemos como podamos —propuso solemnemente Joyce.

El resto de integrantes del consejo asintió. Se hiciera larga la noche o no,


ninguno de ellos dormiría en las horas que restaban hasta el crepúsculo.

***

La capital dormía sumida en la oscuridad de la noche, ajena a las decisiones que


se tomaban en aquellos momentos en El palacio de la Patria. Alfred Robira, líder del
partido «Naturales de la patria», se paseaba intranquilo de un extremo a otro en la sala
de conferencias. Su corbata naranja destacaba en el frío ambiente del lugar.

El hombre de mediana edad tenía su cabello castaño despeinado, un rostro


regordete que empezaba a estar recubierto por el sudor y una complexión física estándar
para su edad. Su ansiedad era tan transparente que cualquiera se preguntaría cómo había
conseguido ser secretario general de un partido y más entrar a formar parte de la
coalición gubernamental, como ellos llamaban a su oligarquía.
Nada tenía que ver con él Iago Azabache, líder del partido de «Voz ciudadana».
Su apariencia tosca que podría resultar atractiva quedaba ensombrecida por la cruel
mueca que tenía por sonrisa. El hombre era de un pelo y barba morenos que ya
empezaban a encanecer, contrastando con su corbata verde. Parecía disfrutar leyendo
los informes que le habían hecho llegar sobre los centros de recuperación de
naturalidad.

—¿Realmente te hacen gracia? —preguntó Robira con cierta reticencia.

—Me alegra saber que mis medidas triunfan. Ya nadie podrá discutir la utilidad
de mi partido dentro de la coalición.

—No se purifican. Siempre acaban muertos. ¿Se le puede llamar éxito a eso
realmente?

—En cualquier caso nos deshacemos de esa… lacra —respondió mientras hacía
un gesto con la mano para restarle importancia—. Lo que importa son los resultados.
Eres muy joven, Alfred, ya lo entenderás.

La conversación quedó interrumpida cuando Paco del Castillo, líder de


«Coalición Popular», entró en la sala. Aunque era más joven que Azabache y sólo algo
mayor que Robira, su perpetua sonrisa daba escalofríos. Lucía esa misma expresión
cuando había negado los derechos a los licántropos, había declarado ilegal la
emigración e inmigración y había reducido las condiciones laborales hasta aproximarlas
a la esclavitud.

Sin que ni siquiera le temblase el labio.

Su piel pálida contrastaba con su corto pelo castaño y los elegantes trajes que
solía vestir, siempre adornados con una corbata azul.

—Hagamos esto breve, caballeros. Sólo las clases bajas trabajan hasta tan tarde
—dijo al tiempo que escupía veneno entre los dientes de su perpetua sonrisa—.
Supongo que ya os habréis enterado del ataque al centro de recuperación de la
naturalidad de las afueras.

Los otros líderes de la coalición gubernamental asintieron, aunque Azabache


parecía estar mucho más cómodo que Robira.
—La buena noticia no es sólo que algunos de esos pobres enfermos quedaron
abatidos, sino que tenemos la localización de su escondrijo. Las cifras se miden en
cientos, así que organizaremos una intervención para mañana por la noche. Todos
quedarán purificados, sin excepción.

El silencio llenó la sala al momento. En el caso del líder de «Voz ciudadana» la


reacción fue complaciente, casi placentera, pero el primero de «Naturales de la patria»
reflejaba una cierta contrariedad en su rostro.

—¿Purificados? Pero eso será después de someterles a terapia, ¿no?

—No necesariamente. Si el resultado va a ser el mismo, siempre nos podemos


saltar el paso intermedio, ¿no?

Cualquiera podría haber afirmado ver asomar una lengua bífida entre los dientes
del líder del país.

—Paco, hay familias enteras. Mujeres y sobre todo niños —insistió gravemente
Robira.

—Esas mujeres están contaminadas, no sirven para ser madres. Y los niños…
¿no es compasivo ahorrarles una vida de sufrimiento terminándola ya?

Azabache rompió en carcajadas. Asintiendo, estrechó la mano de su líder y


abandonó la sala de conferencias. Paralizado, Robira tardó en reaccionar.

—No puedo apoyarte en esto. Mi partido es de centro y tú hablas de asesinar a


niños.

Paco del Castillo hizo gala de su peligrosa sonrisa mientras se acercaba a su


subordinado.

—Mi querido Alfred, tú nunca has sido de centro. Simplemente te has arrimado
al sol que más calienta —afirmó mientras le retocaba las solapas de su chaqueta y
apretaba el nudo de la corbata, tal vez demasiado—. Estás aquí porque te necesitaba
para conseguir mayoría absoluta, pero no eres más que un peón. Un peón prescindible.

El más joven trató de disimular los temblores que sacudían su espalda.


—Ten cuidado, Alfred. Si defiendes tanto a esa chusma, voy a acabar pensando
que eres uno de ellos. Y ya sabes cómo acaban —sentenció mientras le daba una suave
cachetada en la mejilla.

***

El Altar de la Luna estaba situado cerca de la copa de Jericó, de forma que el


techo estuviese abierto a la visión nocturna. La humilde sala, decorada con alguna rama
rojiza espontánea, contaba con un altar de piedra que precedía a diferentes esculturas de
gran altura, las cuales representaban a los dioses lupinos de las diferentes mitologías,
ancestros de los refugiados en mayor o menor proximidad.

Serpuhi había elevado sin pausa oraciones a su padre, Licaón, desde que la
reunión del consejo había acabado. Lo que no había compartido con el resto de sus
compañeros es que tenía más contacto con su progenitor que el que había dejado
entrever. Sus charlas eran más frecuentes de lo que se podía esperar con una semi
divinidad.

Y, sin embargo, no había obtenido respuesta aquella noche. El silencio había


sido lo único que había recibido la sacerdotisa. Una idea cruzó por su cabeza: tal vez los
sacrificios no habían sido los adecuados, como le había dicho a Joyce. Tal vez ya no
valiese con algo simbólico y hubiese que dar algo de uno mismo, devolver a los dioses
una pizca del poder que les habían transferido.

Insegura, extendió sus garras y las apretó sobre sus manos, dejando que las
palmas se inundasen de sangre antes de verterla sobre el altar. Tal y como pasaba con
toda ofrenda, el líquido pronto empezó a hervir, como si el contacto con la piedra
hubiese producido una reacción química. Los vapores ascendieron hasta la efigie
dedicada a Licaón mientras que el altar volvió a quedar impoluto.

Esperó unos minutos, aguardando cualquier señal: un voz, un susurro, una


brisa… pero nada llegó.

Desesperada, Serpuhi golpeó el altar con los puños. Lágrimas comenzaron a


brotar de sus ojos al tiempo que apoyaba su rostro en la construcción de piedra.

—Por favor. Por favor, padre. Ya no sé qué más hacer. Me necesitan y tengo que
protegerlos.
Desconsolada, no vio cómo las lágrimas brillaron y desaparecieron al entrar en
contacto con el altar.

—No llores, hija mía. Nunca estoy lejos de ti, ya lo sabes —la consoló una voz
al tiempo que sintió una mano en la espalda.

Un hombre esbelto y de mediana edad, con el pelo moreno peinado hacia atrás,
ojos castaños y unos labios gruesos se encontraba tras ella. Vestía una túnica azul,
aunque rasgada por múltiples partes para dar libertad de movimiento.

—¡Padre! ¿Ha funcionado la sangre? —preguntó la joven con una voz que
mezclaba júbilo, asombro y algo de respeto.

Daba igual lo bien que se hubiese portado con ella, el antiguo rey de Arcadia
tenía una reputación como padre demasiado famosa como para ignorarla.

—No —respondió el hombre mientras limpiaba la última de las lágrimas en su


rostro con una de sus garras, sólo para chuparla un segundo después—. Sólo el
sacrificio más puro puede liberarme de esta manera, una verdadera muestra de que se
necesita mi ayuda.

Por supuesto, las lágrimas.

Antes de que pudiese empezar a hablar, el licántropo interrumpió a su hija.

—Serpuhi, Joyce tiene razón. Debéis emigrar. No podéis quedaros aquí. Mira lo
que ha hecho falta para comprarme un poco de libertad. No tengo el poder para
defenderos.

—¡Pedid ayuda a los otros dioses, padre! ¡Hacemos ofrenda a todos,


realizaremos más sacrificios!

La divinidad dio un paseo por el altar hasta detenerse frente a su efigie. Supuso
que el aspecto terrorífico que le habían asignado era merecido, aunque se debiese a un
error que cometió tiempo atrás.

—Zeus sigue cabreado desde… bueno, ya sabes desde cuándo. Por eso siempre
te digo que ocultes mis visitas, no conviene llamar su atención.
—Le realizamos sacrificios. Le dedicamos oraciones. A su panteón y a los otros.
¿Por qué no han intervenido?

—Los dioses siempre hemos sido muy taimados, caprichosos. Puede que
necesitemos de las plegarias y ofrendas mortales para conservar nuestra divinidad, pero
es básico que sólo debes posicionarte del bando vencedor, incluso cuando éste amenaza
a tu progenie. Algo parecido a lo que pasa con la ONU y el resto de países. No perdáis
el tiempo, hija mía, no os ayudarán.

La joven meditó las palabras de su padre. Poco a poco iba entendiendo que sólo
tenían una opción si querían sobrevivir.

—¿Renunciaremos a nuestro hogar entonces? —repuso con voz rota.

—Querida Serpuhi —dijo acariciándole la mejilla—. Un hogar no es un lugar,


sino los momentos que compartas con tu familia. A mí me llevó demasiado tiempo
aprenderlo y lamento mis decisiones incluso en el día de hoy. No cometas por orgullo el
mismo error que cometí yo.

Devolviendo la caricia a su padre y con lágrimas renovadas en su rostro, la joven


asintió.

***

El alba comenzaba a despuntar cuando Joyce entró en la sala. La sacerdotisa se


encontraba mirando al cielo, sentada en el altar. Lentamente, el joven se aproximó a ella
y se sentó a su lado.

—Lamento lo de antes. No tenía excusa para reaccionar así. Y no consideré tus


sentimientos hacia tu padre.

—Acepto tus disculpas. Pero tienes razón, debemos emigrar. Lo importante es


que permanezcamos juntos y a salvo —respondió la joven con resignación.

Ya en la sala del consejo les esperaban el resto de los integrantes. No se


sorprendieron de ver que llegaban juntos. Si no estaba en la naturaleza del pelirrojo ser
agresivo, menos el ser orgulloso.

—Debemos tomar una decisión. Mi voto sigue siendo el mismo. ¿Federico?


—Sigo pensando igual —concedió el otro.

Renato intercambió una rápida mirada con Sigrid. Parecía que ellos también
habían pasado juntos alguna de aquellas horas. Él asintió.

—Estamos de acuerdo —manifestó la joven—. Viviremos hoy para luchar


mañana.

—Sí, yo también —añadió Serpuhi.

—Bien, organizaremos grupos de salida a intervalos variables de tiempo. Sigrid,


tú eres la mejor en pasar desapercibida, irás con el primer grupo. Serpuhi y Federico,
muchos os respetan aquí, saldréis con el siguiente y más numeroso.

—¿Y yo? —preguntó Renato con cierta hostilidad, claramente molesto por si se
le dejaba fuera de acción.

—Tú y yo organizaremos la retaguardia, en caso de que un ataque llegue antes


de que podamos salir todos.

Conformes con el plan, los cinco comenzaron con los preparativos de la


emigración.

***

Sigrid guardaba lo necesario y los pocos objetos simbólicos que cupieran en una
diminuta mochila. Su partida era inminente. Cogió una foto que conmemoraba el día de
la inauguración del consejo: las cinco sonrisas no podían ocultar todo el sufrimiento que
llevaban a rastras ya en ese punto. Era lo más parecido a unos amigos que tendría nunca.

—Toma, llévate ésta también —le dijo su hermano, cediéndole un trozo de


papel.

Era la última foto que poseían de sus padres con ellos, los cuatro juntos. La
habían hecho aquel 28 de abril, el día que todo comenzó.

—¿Por qué? Puedes llevarla luego cuando salgas.

El silencio de su hermano se convirtió en una respuesta que no esperaba. Una


mirada a su rostro culpable confirmó sus sospechas.
—No vienes. Te quedas a luchar para que los demás escapemos —susurró con
incertidumbre, como si el decirlo lo convirtiese en verdad.

—No podremos irnos sin más, Sigrid, pero si Renato y yo nos quedamos para
luchar con unos pocos, la distracción os dará suficiente tiempo para alejaros.

—¿Y él lo sabe?

—Sí. Hablé con él después de la primera votación. Está organizando a los


voluntarios para que yo pueda estar aquí contigo… despidiéndome.

La negación se apoderó de ella. ¿Entonces qué había sido el tiempo que habían
pasado juntos aquella noche si ya tenía su decisión tomada? Otra despedida, claro.

—¿¡Me habéis excluido de la lucha!? —expresó con su habitual torrente de


furia.

El joven negó con la cabeza y le dio un abrazo a su hermana para que se


calmase. Siempre había funcionado, incluso cuando eran niños y estaban aprendiendo a
controlar sus instintos.

—No. Os he pedido que os vayáis porque sois los más útiles para dirigirlos. La
sacerdotisa a la que escucha la gente, el sanador y la poderosa capitana con grandes
dotes de infiltración. Tanto Renato como yo estuvimos de acuerdo y de saber la verdad
nunca habríais aceptado.

Fríamente el plan tenía su lógica y ella lo sabía, pero no alivió el peso que sintió
al darse cuenta de que era la última vez que veía a su hermano, la única familia que le
quedaba.

Ambos se abrazaron llorando, conscientes del adiós, hasta que Renato llegó para
avisar a Sigrid de que era la hora. Tras un último estrujón a su mellizo, cogió su mochila
y se dirigió hacia el hijo de Fenrir, a quien le dio un bofetón.

Las quejas del otro fueron acalladas por el abrazo que siguió a la agresión, al
tiempo que se derramaron nuevas lágrimas. Ambos lobos se abrazaron, conscientes de
que nunca más podrían competir por ver quién era el mejor.

—Cuídate, Sigrid. Cuídalos a todos.


Separándose, les dedicó una última mirada antes desaparecer.

—¿Y ahora qué? —preguntó Renato, dándole la espalda al pelirrojo.

—Ahora haz lo que siempre hayas querido hacer como si tu vida acabase
mañana. Lo cual puede ser literal.

—Eso pensaba —confirmó antes de girarse y besarlo.

Joyce le correspondió rápidamente. Las caricias precedieron a la ropa en el suelo


en aquellos últimos suspiros de vida.

***

Al atardecer, las primeras tropas empezaron a llegar. Equipadas con armas de


fuego y munición bañada en acónito, no se molestaron ni en tratar de conservar el
elemento sorpresa. Sabían de su ventaja.

Jericó se convirtió en un caos de muchedumbre que corría en todas las


direcciones. El grupo de Serpuhi y Federico acababa de salir, desconocedores de que un
lobo negro, significativamente más grande que cualquier licántropo usual, les guardaba
las espaldas.

Ahora estaba en manos de Joyce, Renato y la manada de mujeres y hombres


voluntarios el darles una oportunidad de escapar.

Múltiples licántropos se escondieron entre las chozas que rodeaban el haya para
pillar desprevenidos a sus enemigos, así como otros arqueros se ocultaron entre la
maleza, en puntos estratégicos para ralentizar al enemigo. Su armamentística podría no
ser la mejor, pero le sacarían el mayor partido posible.

El grueso de las tropas se situó en la fortaleza, esperando a que llegase la hora en


que la bandada lupina corriese libre y veloz contra su enemigo. No todos habían elegido
una transformación total para el combate. Algunos preferían la lucha cuerpo a cuerpo.
Creían que les daría más posibilidades.

***
Los nervios estaban a flor de piel. ¿Cómo calmarlos cuando todos los presentes
habían aceptado una muerte segura? Renato y Joyce se paseaban de un lado a otro
tratando de calmar los ánimos y reunir valor entre el denominado escuadrón suicida.

—Desearía que llegasen ya, aunque sólo fuese para terminar con esta agonía.
Esperar me pone de los nervios —gruñó el hijo de Fenrir.

—Y a mí, pero me preocupa más que la manada no considere que el sacrificio


vale la pena.

—A mí no me mires, las palabras son cosa tuya —se excusó el moreno.

Típico de Renato, más de acciones que de palabras.

No tenía ningún discurso preparado, pero la situación lo requería, así que se dio
la vuelta, listo para enfrentarse a los voluntarios. Un aullido inundó la sala y el silencio
se hizo de inmediato.

—Sé que muchos de vosotros os preguntáis por qué estamos aquí. ¿Por qué,
cuando no hemos hecho nada para merecerlo? No tengo respuesta para esa pregunta,
pero sí os puedo decir qué es lo que me trae a mí hasta aquí —comenzó con una voz
sólida, habituada a este tipo de situaciones—. Mi hermana, mis amigos, vuestros hijos.
Decido quedarme sabiendo que les daré una oportunidad.

Las palabras parecieron calar entre el público. Casi todos tenían una familia a la
que habían dejado ir.

—He visto morir a mucha gente, amigos. Todo por esos cabrones que dicen ser
pro vida hasta que se trata de nosotros. Esos corruptos y mentirosos que piensan que
pueden curarnos. Esos explotadores que piensan que no servimos de mano de obra
barata o como hornos para sus hijos.

Un murmullo de asentimiento y rabia comenzó a correr entre la multitud. Renato


sonrió complacido. Desde luego era tan bueno dando discursos como en la cama.

—Olvidad todo lo que sabéis, todo lo que nos puedan haber llamado alguna vez.
Nada de eso importa ya. No somos fugitivos ni monstruos. Somos… ¡LICÁNTROPOS!
—gritó alzando la mano, gesto que se repitió rápidamente en toda la sala.
***

Cuando las tropas se acercaron demasiado, la vanguardia fue liderada por los
últimos licántropos del consejo. Un momento antes de la batalla y ante el peligro
inminente, Renato alcanzó a darle la mano a su compañero. Joyce se la apretó para
demostrarle su apoyo. No tenía miedo, dentro de poco se reuniría con sus padres, con
todos los amigos que había perdido. Y Sigrid estaría a salvo.

Un par de aullidos corearon en la noche antes de que un lobo negro y otro


pelirrojo liderasen la defensa de los refugiados. Se oyeron en kilómetros a la redonda y,
cuando Sigrid los percibió, apretó la foto que llevaba en la mano, resistiéndose a mirar
atrás o aullar una última vez a su querido hermano.
Antes de cerrar esta historia:

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literario, comentando qué hay detrás y por qué lo escribí. También puedes leer mi otro
relato disponible en Lektu, Los ojos que te vieron nacer, si todavía no lo has hecho.
¿No te ha gustado? Por supuesto que también me gustará saber el por qué. Las
críticas constructivas también nos ayudan a mejorar y remediar nuestros errores para la
próxima vez. No te cortes y manifiéstate, que sin duda me estarás ayudando.
Para terminar, ¿te gusta leer? ¡A mí también! Suelo colgar reseñas en mi cuenta
de Goodreads, Manu/Holu. Sígueme y tal vez así podamos intercambiar gustos
literarios u opiniones sobre determinados libros.
Para contactarme, utiliza cualquiera de los métodos mencionados. Espero que lo
hayas disfrutado y estés ahí para futuras entregas.

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