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Capítulo 1

LA EVOLUCION SOCIAL PROGRESIVA Y LOS CAZADORES-RECOLECTORES

INTRODUCCION

Se suele afirmar que las primeras descripciones de cazadores-recolectores fueron


primordialmente descriptivas, y que tanto las teorías sociales materialista y evolucionista cuanto las
descripciones explícitamente materialistas y evolutivas de los cazadores-recolectores serían invenciones
sólo de mediados del siglo XX. Esto no es así. La investigación sobre cazadores-recolectores ha sido
tradicionalmente emprendida dentro de marcos teóricos explícitos: salvo las más recientes y
doctrinarias, todas las interpretaciones acerca de los cazadores-recolectores (materialistas y
evolucionistas por igual) están construidas con argumentos y presunciones que tienen cientos –y a veces
miles- de años de antigüedad. Los dos primeros capítulos de este libro examinan algunas de las más
importantes entre esas teorías y presunciones, así como las amplias tradiciones intelectuales de las que
participaron, para proporcionar una comprensión más general del contexto histórico y teórico en el que
están incluidos los modernos estudios sobre cazadores-recolectores.

En realidad, al describir o al interpretar, los estudiosos de los cazadores-recolectores


históricamente han adoptado perspectivas interpretativas que son comparativas, evolucionistas y
materialistas. Esto es muy claro en la antigua y familiar justificación de que vale la pena estudiar los
cazadores-recolectores porque representan un antiguo estadio de cultura humana: una instantánea de la
vida humana en su estado más antiguo y más primitivo (Sollas 1915: 389; Forde 1934: 371).

La investigación etnográfica y prehistórica sobre los cazadores-recolectores enfatizó / /


tradicionalmente los rasgos culturales que tenían implicancias comparativas o evolucionistas obvias; los
cazadores-recolectores han servido frecuente y efectivamente a los estudiosos de la humanidad como
vara de medir comparativamente los desarrollos de otros pueblos más culturalmente evolucionados y
altamente logrados (Pearce 1988: 200 y 208). También han servido para ilustrar las íntimas relaciones
que existen entre las sociedades humanas y los ambientes naturales en que viven.

Sin embargo, los cazadores-recolectores han contribuido más a la antropología que a la


ilustración. Los cazadores-recolectores modelaron las teorías de la antropología de modos que
resultaron fundamentales. La antropología en sí surgió primordialmente en respuesta a encuentros
directos con pueblos primitivos, muchos de los cuales eran cazadores-recolectores. Posteriores intentos
por entender las formas de vida de los cazadores-recolectores contribuyeron directamente al desarrollo
de muchas teorías antropológicas poderosas: para mencionar sólo unas pocas, el estructural-
funcionalismo, el posibilismo ambiental, el estructuralismo, la ecología cultural y el neofuncionalismo.

En realidad se puede decir que lo que diferencia a la antropología de otras ciencias sociales es que
cuenta con teorías acerca de primitivos, y que la antropología no pudo emerger como disciplina separada
–ni lo hizo- mientras no contó con tales teorías. Nótese que aquí estoy empleando el término primitivo
en su sentido tradicional para denotar un estadio evolutivo de desarrollo y para identificar pueblos cuyas
tecnologías, organizaciones y culturas son –hablando en términos relativos- “no evolucionadas”. Se trata
de pueblos cuya vida depende de utensilios y estrategias relativamente simples, que casi nunca se
benefician con el empleo de utensilios de metal o de animales y vegetales domesticados, y cuyas
actividades se organizan en pequeños grupos locales que son más o menos autónomos en lo económico,
lo social y lo político.

La definición de “primitivo” es central para la antropología, pues apunta directamente a su


núcleo. Hoy sigue siendo tan cierto como en el pasado que ninguna teoría antropológica puede plantear
alguna pretensión creíble de generalidad si no es sometida a prueba contra pueblos primitivos (en
particular cazadores-recolectores). Los cazadores-recolectores no son simplemente una parte de la
antropología: son una de sus piedras angulares. En realidad, algunos podrían proponer que en el grado
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en que la antropología haya perdido de vista esa premisa básica en las últimas décadas ha perdido su
enfoque y dirección centrales.

No constituye exageración observar además que con frecuencia la significación intelectual de los
cazadores-recolectores se extendió más allá de la antropología. Fueron cazadores-recolectores –a veces
reales, a veces imaginarios- quienes impulsaron las indagaciones filosóficas y proporcionaron el tema a
partir del cual en otras disciplinas se construyeron algunas de las más influyentes teorías sobre la
adaptación y la evolución. No es difícil hallar ejemplos tempranos que ilustren cómo otros campos
obtuvieron información observando cazadores-recolectores y utilizándolos como base de comparación
con otras clases de grupos. Así por ejemplo, Darwin empleó los cazadores-recolectores –en particular
los Fueguinos de América del Sur- justamente de ese modo en su clásica obra sobre el hombre (Darwin
1871); esa obra apareció durante la segunda mitad del siglo XIX, aproximadamente la época en que la
antropología estaba emergiendo como / / ciencia social separada. Por supuesto, es posible que Darwin
estuviera simplemente siguiendo el ejemplo de Lubbock (1872: viii), quien tenía firmemente en cuenta
esa clase de perspectiva comparativista y evolucionista cuando afirmó que los cazadores-recolectores de
su tiempo podían ser utilizados como modelos de la sociedad humana antigua.

Darwin ciertamente dependió mucho de la revisión de sociedades primitivas que efectuó


Lubbock. No obstante, es bastante evidente que desde el comienzo Darwin consideraba que el caso
humano era central respecto de su teoría evolucionista: sus notas de campo muestran que en los
Fueguinos vio un pueblo primitivo que en ciertos aspectos representaba un puente entre los pueblos
modernos y sus parientes animales más próximos (Alland 1985: 13).

Sin embargo, ni Lubbock ni Darwin fueron pioneros en este aspecto. No orientaron –sino más
bien continuaron- una tradición básica del pensamiento occidental: la comparación entre pueblos
primitivos y civilizados cuestiona la moral, las leyes, las filosofías y, en cierto sentido, la “naturalidad”
de los últimos, lo que requiere que las diferencias entre unos y otros deban ser explicadas (cf. Burrow
1966: 3; por ejemplo: Pearce 1988: 3).

Para explicar el comportamiento de los cazadores-recolectores, con frecuencia se han invocado


ideas acerca de evolución y ambiente, quizá porque esos primitivos están en la curiosa situación de
requerir explicación en términos tanto naturales como históricos (es decir: son parte tanto de la historia
natural como de la historia cultural). Así parecería serlo, al menos, porque las interpretaciones
etnográficas de ambas clases (evolucionista y ambiental) son tan antiguas como la filosofía occidental
propiamente dicha (Glacken 1967; Burrow 1966: 11, entre otros). En este aspecto, los cazadores-
recolectores han ocupado lugar central entre todos los pueblos primitivos en cuanto a la exploración de
temas materialistas y evolutivos:
- por una parte, porque son considerados como extremadamente primitivos (es decir,
extremadamente simples) y por lo tanto como muy susceptibles a explicaciones sencillas y no
complejas;
- por otra parte, porque se apartan al máximo de los modelos de comportamiento que los
observadores han esperado históricamente que sean asumidos por los seres humanos.

En síntesis, los cazadores-recolectores impulsan al foro el problema de la variabilidad cultural


humana, donde ese problema es proclive a ser explicado en términos que sean:
- o bien histórico-evolutivos,
- o bien materialista-geográficos,
- o bien alguna combinación entre ambos.

La tenacidad de tales explicaciones sugiere su poderío. Son notablemente pocos los análisis no
materialistas y no evolucionistas que han podido hacer pie en los estudios de cazadores-recolectores. En
realidad, hasta hace apenas una década, en la totalidad de la literatura antropológica sólo era posible
identificar dos modelos generales fundamentalmente diferentes de cazadores-recolectores: uno
evolucionista, el otro ecológico. En ambos modelos son fundamentales los temas evolucionistas y
materialistas, pero de modos diferentes y con énfasis distintos.
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EL MODELO EVOLUTIVO: LOS CAZADORES-RECOLECTORES COMO PRIMITIVOS

El más antiguo de esos dos modelos fue el evolucionista, sólidamente arraigado en conceptos y
filosofías tradicionales que, cuando la antropología / / quedó establecida como ciencia social
independiente durante la segunda mitad del siglo XIX, cristalizaron en las teorías del progreso lineal, la
evolución unilineal y el darwinismo social. Ese modelo presentaba a los cazadores-recolectores como
primitivos: grupos culturalmente retrasados que sólo podían encarar las más simples empresas. Ese
modelo derivó desde una proposición decepcionantemente simple: la cultura se desarrolla desde formas
menos avanzadas hacia otras más avanzadas, y para ese desarrollo la tecnología y la subsistencia son
factores básicos.

El núcleo de este modelo es el concepto de evolución social progresiva: las culturas individuales
avanzan a través de una bien definida serie de estadios:
- por ejemplo banda – tribu – jefatura – estado (Fried 1967, Service 1962),
- o bien (alternativamente) salvajismo – barbarie – civilización (Morgan 1877).

Cualquiera que sea la formulación específica que se emplee, los estadios estaban organizados en
forma tal que las preocupaciones materiales –por ejemplo, la búsqueda del alimento- quedaban
gradualmente aliviadas por avances técnicos –por ejemplo, la agricultura- y reemplazadas por
preocupaciones sociales, morales y religiosas.

De ese modo, los modelos evolucionistas relacionaban la evolución con la naturaleza, al colocar
ambas en oposición. En otras palabras: la fuerza de la evolución social progresiva actuaba en contra de
las fuerzas materialistas del ambiente natural. La cultura evolucionaría mediante el reemplazo de la
economía natural (la ecología) por la economía política. “La independencia humana respecto del
ambiente culmina en la socialry ... la progresiva emancipación respecto del ambiente que se ve en los
escalones más altos de la cultura mide la conquista de la Naturaleza a través de la actividad industrial
(McGee 1898: 295).

Los cazadores-recolectores, cuyas vidas cotidianas se preocupaban por la subsistencia y otras


necesidades materiales relacionadas, eran presentados como gente retrasada y en situación desventajosa:
en esencia fósiles remanentes de alguna etapa anterior de la evolución humana. Mucho tiempo atrás,
Hobbes había enunciado el miserable destino al que los cazadores-recolectores estaban condenados
según el modelo evolucionista: “No cultivo de la tierra, no navegación, ... no conciencia del tiempo, no
artes, no letras, no sociedad y, lo que es peor, temor continuo y riesgo de muerte violenta; la vida del
hombre, solitaria, pobre, sórdida, brutal y breve” (Hobbes 1651 [1962: 100]).

Había evidentes posibilidades de extraer del modelo evolutivo también implicancias morales,
porque lo que era primitivo también podía ser interpretado como “atrasado”, “retardado” y por
consiguiente –en un sentido más amplio- como “inferior”: “Sin embargo, después de manifestar toda la
tolerancia posible a favor de los salvajes, creo necesario admitir que son inferiores –tanto en lo moral
como en otros aspectos- a las razas más civilizadas” (Lubbock 1872: 572); “En los sabios se puede
observar una curiosa tendencia a soslayar los vicios de los aborígenes y a exagerar sus virtudes. Parece
olvidarse que, después de todo, el indio es un salvaje, con las características de un salvaje” (Powell
1891: 35-36). /

/ Ninguna de esas ideas era original de la antropología inicial. Muy por el contrario, eran
elementos de la filosofía occidental. La antropología se formó teniéndolos como cimiento.

EL MODELO ECOLOGICO: LOS CAZADORES-RECOLECTORES EN ARMONIA CON EL


AMBIENTE

Entre 1960 y 1970, el modelo evolucionista de los cazadores-recolectores fue exitosamente


discutido y reemplazado por el ecológico (por ejemplo: Lee 1968; Flannery 1968). A diferencia del
anterior, este modelo tuvo origen distintivamente antropológico (y casi exclusivamente norteamericano).
10
Si bien recibió importantes influencias de las teorías biológicas y ecológicas, el modelo fue
construido por antropólogos para que fuera usado por antropólogos, y estuvo identificablemente aliado:
- con la teoría neofuncionalista (por ejemplo: Vayda y Rappaport 1968); y
- con la primera versión (tecnoambientalmente determinista) del materialismo cultural (por
ejemplo: Harris 1968 a) [1].

Conceptos fundamentales de este modelo son la adaptación y la homeostasis. Las culturas fueron
presentadas como poblaciones que resuelven colectivamente problemas adaptativos mediante medios
novedosos y con frecuencia complejos (sociales, técnicos, políticos y religiosos). La consiguiente
formación cultural es considerada entonces como un sistema adaptativo de sintonía fina que reacciona
ante cambios en un componente mediante compensaciones en otro componente (a menudo sin relación
aparente con el primero).

Esto representa un apartamiento fundamental desde la tradicional teoría evolucionista social


progresiva: la subsistencia y la economía ya no quedaron colocadas aparte de aspectos más esotéricos de
la cultura (la religión en particular) o en oposición a ellos. Muy por el contrario, según este modelo es
probable que la subsistencia y la religión se relacionen de maneras fundamentales. Por ejemplo: una
sociedad puede aislarse respecto de periódicas escaseces alimenticias locales instituyendo interacciones
rituales obligatorias entre muchos grupos locales que tengan acceso a recursos diferentes.

Cualesquiera que sean las relaciones intrasistémicas específicas que se infieran, el sistema
cultural global es tratado como si estuviera en situación de equilibrio: cada parte regula las otras y es
regulada por las otras. Este modelo ecológico invierte la lógica del anterior modelo de cazadores-
recolectores retrasados y menesterosos. En realidad, como se tomó como nuevo marco de referencia
analítica la regulación del sistema local, el concepto de “primitivo” (que es inherentemente comparativo)
dejó de tener significación útil. Según el nuevo enfoque, los cazadores-recolectores ya no eran
inferiores: por el contrario, eran gente favorecida y en cierto modo refinada, que transitaba hacia la
agricultura sólo cuando circunstancias que estaban fuera de su control trastornaban irrevocablemente sus
formas de vida tradicionales.

Para ver la diferencia en este aspecto entre el modelo evolucionista / / y el ecológico, compárese
la antes citada tenebrosa caracterización evolutiva de los cazadores-recolectores que hizo Hobbes con la
siguiente caracterización ecológica que Flannery hizo de ellos (1968: 67): “Ya no pensamos en los
recolectores precerámicos de vegetales como bandas de nómades sucios y harapientos. En realidad, se
nos aparecen como un equipo experimentado e ingenioso de botánicos legos que sabían cómo explotar
al máximo un ambiente superficialmente desértico”.

ANALISIS

Parecen bastante claras las fundamentales diferencias entre los marcos explicativos evolucionista
social progresivo y neofuncional-ecológico que subyacen a esos dos diferentes modelos de cazadores-
recolectores. Dadas esas diferencias, es muy interesante que los integrantes de ambos campos enfocasen
la explicación de los cazadores-recolectores en términos virtualmente idénticos, aceptando como dado
que las condiciones materiales y el contexto tecnoambiental dan cuenta de la mayor parte de cuanto
hacen los cazadores-recolectores.

Por supuesto, los neofuncionalistas suponen que tales explicaciones bastan de modo universal,
con independencia de cuáles sean los estadios evolutivos o la complejidad cultural. En cambio, los
evolucionistas sociales progresivos rechazan tercamente las explicaciones estrictamente
tecnoambientales del comportamiento cuando se trata de sedes sociopolíticas más complejas (por
ejemplo: el Estado), donde se deben tomar en cuenta cosas tales como la ideología y la política; sin

1
Aquí y en todo el resto de esta obra diferencio entre la versión inicial del materialismo cultural (cf. Harris 1968
a) y la versión posterior (cf. Harris 1979). Ambas se interesaron por el problema de la adaptación, pero la segunda
presentó un modelo de los procesos por los que se alcanza la adaptación (de lo que la primera versión carecía).
11
embargo, respecto de los cazadores-recolectores no tienen escrúpulos en reducir la explicación a
términos tecnoambientales.

Por supuesto, esto ocurre porque entre las divisiones formales reconocidas por la teoría
evolucionista social progresiva sólo la condición de los cazadores-recolectores no es explicable en
función de alguna etapa anterior: esta teoría no contiene explicación evolucionista de los cazadores-
recolectores. Esto no equivale a decir que los teóricos del evolucionismo social consideren que la etapa
de cacería y recolección no sea susceptible de análisis procesal (como lo sería si fuera una construcción
arbitraria); más bien sostienen que en los cazadores-recolectores todavía no se manifiestan las fuerzas
que orientan al progreso evolutivo social. El corolario es que en ellos domina el contexto tecnoambiental
(cuya fuerza disminuye durante el curso de la posterior evolución social).

Esta convergencia de marcos interpretativos entre evolucionistas sociales y ecólogos ha sido


fuente de mucha confusión en las investigaciones sobre cazadores-recolectores, tanto las pasadas como
las presentes. En particular, los estudiosos de los cazadores-recolectores han intentado a menudo
entender la economía y la sociedad primitivas como adaptaciones a circunstancias locales, bajo la
presunción tácita de que tal tarea no podría caer en implicancias evolucionistas sociales.

Sin embargo, desde la perspectiva evolucionista, esos esfuerzos son en cierto sentido
contraproducentes. Cuanto más exitosamente muestran los estudiosos de los cazadores-recolectores el
modo en que la tecnología y el ambiente se reflejan en el comportamiento adaptativo, más difícil se hace
imaginar cómo / / puede ocurrir el cambio evolutivo sin invocar la existencia de otras clases de fuerzas o
factores. Este es un problema de larga data: aun Darwin (1871) lo enfrentó, pues al no poder recurrir al
vitalismo progresional no pudo hallar escapatoria alguna del agujero negro del salvajismo (cf. Alland
1985: 21 y 1976). Como asunto de hecho, la venerable y arraigada presunción de que los cazadores-
recolectores están “adaptados” –por lo que el objeto de las investigaciones sobre cazadores-recolectores
es descubrir la lógica de esa adaptación- está en fundamental oposición con el estudio de procesos
evolutivos capaces de producir cambio.

Los teóricos evolucionistas sociales siempre han captado esa potencial paradoja de las
investigaciones sobre cazadores-recolectores. Saben bastante bien que reconocer a primitivos y a
cazadores-recolectores como categorías antropológicas separadas requiere una perspectiva evolucionista,
y que del mismo modo la mayoría de las propias teorías evolucionistas requieren de los primitivos y los
cazadores-recolectores como estado o categoría basal. Así también, su interés por la evolución social
necesariamente aleja la atención de los cazadores-recolectores y de las adaptaciones cazadores-
recolectores, introduciendo necesariamente elementos que habitualmente son considerados extraños a
los primitivos (por ejemplo: motivaciones políticas o religiosas esclarecidas).

El reciente intento de Hallpike (1986) por desarrollar una teoría de la evolución social
sólidamente incluida en la tradición de la teoría evolucionista social progresiva ilustra por qué es que las
exposiciones de la teoría evolucionista estructuradas en torno de la noción de progreso se interesan
frecuentemente sólo de modo periférico por los cazadores-recolectores [2]. Si presumimos –como lo
hace Hallpike (1986: 15-17)- que la evolución es una transformación direccional desde lo primitivo
hacia lo avanzado, se desprende que es principalmente en las formaciones sociales más complejas (en
particular en el Estado) donde se hacen más evidentes las manifestaciones de los procesos evolutivos
(Hallpike 1986: 17). Por el contrario, la tecnología rudimentaria y los ordenamientos sociales de los
pueblos primitivos serían evolutivamente no interesantes, salvo como términos de comparación.

Por esos motivos se puede sugerir que en antropología, cuanto más fuerte sea el interés por la
evolución cultural, menor será el interés por los cazadores-recolectores y por la explicación ecológico-

2
Sin embargo, la teoría evolucionista desarrollada por Hallpike (1986) difiere fundamentalmente de la teoría
evolucionista social tradicional, pues rechaza la presunción de que la tecnología y la adaptación al ambiente
pierden importancia a medida que aumenta la complejidad social. Así, Hallpike (1986: 141-142) pretende que en el
caso de los cazadores-recolectores “los requerimientos de eficiencia funcional y adaptativa son muy bajos” y que
“amplia gama” de soluciones –tanto sociales como técnicas- “operarán perfectamente bien”. En opinión de
Hallpike, el rango de posibilidades operativas del que disponen los cazadores-recolectores es casi ilimitado, siendo
irrelevante la eficiencia: como ejemplos adecuados cita los utensilios olduvaienses y los sistemas de secciones de
los Australianos.
12
materialista. Inversamente, cuanto mayor sea el interés por la explicación ecológico-materialista,
mayor será el interés por los cazadores-recolectores. Esta observación tiene implicancias de largo
alcance y refuerza una afirmación anterior: la investigación sobre los cazadores-recolectores está
inextricablemente incluida en una agenda teórica más amplia, y es esa agenda –no los cazadores-
recolectores en sí mismos- lo que determina cómo se desarrollarán las investigaciones sobre cazadores-
recolectores en casos históricamente particulares.

Menos claro, pero igualmente cierto, es que los marcos teóricos que determinan el curso de las
investigaciones sobre cazadores-recolectores y otras clases de estudios antropológicos están ellos
mismos incluidos, a su turno, en contextos históricos más abarcativos. De ello se desprende que entender
la historia de los estudios sobre cazadores-recolectores requiere prestar atención, no sólo a la
investigación efectuada, sino también a los más amplios propósitos sociales y políticos a que ha servido.

Como muchos estudiosos de cazadores-recolectores parecen ignorar muy a menudo esos puntos,
será útil rastrear sus implicancias en mayor detalle con referencia a la historia inicial de dos tradiciones
antropológicas estrechamente relacionadas –la británica y la norteamericana- en las que el estudio y el
enfoque de los cazadores-recolectores han sido históricamente bastante diferentes: en la antropología
norteamericana la investigación de cazadores-recolectores ha sido mucho más importante e influyente
que en la antropología británica. La elección de esas dos tradiciones de investigación de cazadores-
recolectores es particularmente apropiada para nuestros objetivos, pues en los casos británico y
norteamericano el surgimiento de la antropología en el siglo XIX como disciplina autónoma estuvo
estrechamente identificada con el crecimiento y la formalización de teorías de evolución social
progresiva, teorías que buscaban reconciliar la relación entre naturaleza y cultura (y que trataron de
interpretar a los cazadores-recolectores en tales términos).

El análisis histórico que sigue está dividido en tres partes, que cubren este capítulo y el siguiente:
1) la primera parte examina brevemente la historia y los elementos clave de la teoría
evolucionista social anglo-americana del siglo XIX; aquí hay que remarcar su arraigo histórico en la
teoría política y la independencia intelectual respecto de la teoría darwiniana;
2) la segunda parte trata la tradición británica de teoría evolucionista social en función de
sus efectos sobre la investigación de los cazadores-recolectores; se sostiene que el contexto político
dentro del que se desarrolló la teoría evolucionista social británica en el siglo XIX desalentó activamente
los estudios en que figuraran de manera importante la influencia del ambiente natural o la comprensión
de pueblos primitivos (en especial si eran cazadores-recolectores);
3) la tercera parte de este análisis histórico –contenida en el capítulo 2- tratará la historia de
las investigaciones norteamericanas acerca de cazadores-recolectores en términos tanto de la teoría
evolucionista social como de la neofuncional-ecológica. Se sostendrá aquí que, en contraste con el caso
británico, el clima político y social imperante en Estados Unidos en el siglo XIX provocó que los
teóricos evolucionistas sociales consideraran a la naturaleza, el ambiente y el hombre primitivo como
ingredientes fundamentales de sus marcos explicativos más amplios. En América del Norte, ese interés
por la naturaleza, el ambiente y el hombre primitivo terminó por ser más duradero que la teoría
evolucionista social en sí, y asentó el terreno para el neofuncionalismo y el modelo ecológico de los
cazadores-recolectores. Es particularmente notable que ni esa teoría ni ese modelo hayan tenido algún
equivalente británico significativo: lo mejor que se puede ofrecer en ese sentido es Forde (1934) y el
posibilismo. /

/ LA EVOLUCION SOCIAL Y LOS CAZADORES-RECOLECTORES PRIMITIVOS

El modelo evolucionista de los cazadores-recolectores como primitivos estuvo firmemente


anclado en el conocimiento de la evolución cultural que la antropología británica y la norteamericana
tradicionalmente admitieron desde Maine (1861), Spencer (1876, 1882 y 1896), Tylor (1871), Morgan
(1877) y Powell (1885, 1888 a) hasta Service (1962), Leslie White (1959), Fried (1967) y Flannery
(1972).
13
Burrow (1966) y Dunnell (1980: 40-41) señalaron que esa antorcha antropológica de la
evolución –que enfatiza las consecuencias de la modificación progresiva direccional de culturas enteras
o de la “Cultura” como un todo- debe poco a Darwin. Este se interesaba más por los procesos que por
las consecuencias, así como más por las poblaciones de individuos que por los grupos de individuos
constituidos en forma de culturas. Para la evolución social, la selección natural resultó relevante sólo a
través del limitado papel que le asignaron los darwinistas sociales: en particular Spencer (1910 b: 174-
180) y los spenceristas, quienes la consideraban como solamente uno entre muchos procesos evolutivos
importantes.

Spencer presentó la selección como una fuerza tendiente al progreso que extirpaba las formas
culturales inferiores (ver análisis posteriores, y también Burrow 1966: 219). Por lo tanto –a diferencia de
Darwin-, Spencer consideraba que el proceso de selección en cuanto mecanismo tenía menos
importancia que las consecuencias acumulativas del proceso evolutivo, que era proceso hacia la
perfección (por ejemplo: Spencer 1868 a, 1870; Peel 1972: xxi-xxiii; Burrow 1966: 115, 203, 274-277;
ver capítulo 9). Para Spencer, como para todos los otros teóricos sociales evolucionistas progresivos, la
historia de la cultura es un viaje de transformaciones desde los tempranos y desordenados estadios
primitivos hacia los posteriores y más ordenados estadios avanzados; como los cazadores-recolectores
constituyen el estadio inicial, es el que menos ha progresado, lo que equivale a decir que es el más
primitivo y desordenado.

Al sugerir que los procesos darwinianos en general –y la selección natural en particular- eran
fundamentales para las teorías (no confundir con las filosofías políticas) de Spencer y otros autores
similares de esa época, el término darwinismo social se convirtió en indiscutible fuente de muchos
errores. Igualmente culpable es esta otra noción emparentada: aunque no haya derivado directamente de
la obra teórica de Darwin, el florecimiento de teorías de evolución social en Gran Bretaña y los Estados
Unidos durante el último tercio del siglo XIX habría estado al menos inspirada por sus contribuciones.
Como muchos lo han señalado (por ejemplo: Burrow 1966: 19-21, 100, 113-116), esto simplemente no
fue así: la teoría y los procesos darwinianos fueron irrelevantes para las teorías evolucionistas de Maine,
Spencer, Tylor, Morgan y Powell, pues los intereses de Darwin no eran los de e llos y los intereses de
ellos no eran los de Darwin.

A diferencia de Darwin (cf. Alland 1985: 19), esos hombres se consideraban a sí mismos como
teóricos sociales y políticos; trabajaban en y con una historia de ideas acerca de valores morales, cuyos
temas eran el hombre y la ubicación del hombre en el mundo (Peel 1972: xxiii-xxiv; Hinsley 1981; 285-
286; Meadows 1952: 73). Era una escuela de filosofía social y política, a la que / / Darwin contribuyó
directamente con poco de importancia (aunque indudablemente fue tan afectado por ella como sus
principales figuras). Spencer (1865: 11) expuso los propósitos fundamentales de la teoría evolucionista
social en estos términos: “Los hombres piden al filósofo: „Danos una guía. Podemos escapar de las
miserias en que estamos atrapados. En nuestras imaginaciones siempre está presente una situación mejor
y suspiramos por ella, pero nuestros esfuerzos por conseguirla no tienen fruto. Estamos cansados de
permanentes fracasos; dinos por qué regla podemos alcanzar nuestro deseo‟ ”.

LA EVOLUCION SOCIAL PROGRESIVA COMO TEORIA POLITICA

Los esquemas evolucionistas progresivos que Maine, Spencer, Tylor, Morgan y Powell
propusieron arraigaban en ideas y filosofías tradicionales que precedieron a Darwin por muchos siglos y
cuyo principal interés se dirigía hacia el gobierno y la política. Harris (1968 a: 26-27) rastreó esa
herencia evolucionista hasta el filósofo romano Lucrecio y, más indirectamente, hasta las anteriores
obras del griego Epicuro.

Tres conceptos parecen haber tenido particular influencia en dar forma a esa herencia: la idea de
progreso, la idea de influencia ambiental y la idea de economía política. Cada una de esas ideas contenía
importantes ramificaciones políticas y sociales; al trabajar tan intensamente sobre ellas, la antropología
del siglo XIX indicó claramente su intención de participar en la más amplia esfera de la filosofía
política.
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Progreso

La idea del progreso como condición o proceso naturales es quizá muy apropiadamente atribuible
a lo que Lovejoy (1964) llamó la “Gran Cadena del Ser” y rastreó hasta la oposición “este mundo-otro
mundo” que penetra las obras de Platón y Aristóteles. Tal como fue inicialmente construido, ese
concepto sostiene que el universo es una creación atemporal llena de infinita variedad de entidades que
trazan un continuum natural –y eternamente fijo- de creaciones mundanales desde las inferiores hacia las
progresivamente más elevadas [3]. Cuando fue luego reelaborada para adecuarla a la filosofía de la
Ilustración, la Cadena del Ser devino más un proceso activo que una descripción estática: la Creación
quedó temporalizada y la ubicación de las entidades –tanto dentro del continuum (o cadena) como por
referencia a la perfección medida en una escala absoluta- / / se tornó mutable y por lo tanto sometida a
mejoramiento progresivo (Lovejoy 1964: 246).

La Cadena del Ser no constituyó un ejercicio empírico, destinado simplemente a describir el


mundo tal como era o como podía llegar a ser. Su propósito más profundo era descubrir la lógica interna
del orden natural que pudiera servir entonces como base para desarrollar filosofías de comportamiento
político y moral. El hecho de que el concepto de progreso haya sido tan fundamental para el desarrollo
de teorías evolucionistas sociales progresivas durante los siglos XVIII y XIX subraya la importante
participación de esas teorías en la más amplia tradición de la filosofía política.

Influencia ambiental

Las ideas sobre la influencia ambiental ejercieron contribución igualmente importante a la


tradición del pensamiento evolucionista social. Glacken (1967: 80-114) rastreó cuidadosamente las
teorías de esa clase hasta los antiguos griegos, en particular hasta las obras colectivamente atribuidas a
Hipócrates y, aun más, hasta el tratado Aires, aguas y lugares (en el que se analizaron diversas
influencias del ambiente sobre las cualidades mentales y físicas de los individuos).

Hipócrates no fue un determinista ambiental. Muy por el contrario, Glacken (1967: 87-88) señaló
que en otro ensayo –Medicina antigua- Hipócrates presentó el ambiente como un desafío que debe ser
superado por el hombre: por ejemplo, mediante la domesticación de vegetales y animales, o mediante
avances en la preparación de los alimentos. En esta y otras obras relacionadas (cf. Glacken 1967: 95-96),
los griegos desarrollaron el concepto de que la historia del hombre se aparta de la naturaleza (el
comportamiento humano gobernado por la naturaleza) en dirección que conduce hacia la civilización (el
comportamiento humano gobernado por el hombre).

Como esas antiguas teorías sobre la influencia ambiental remarcaban el ascenso histórico de los
seres humanos a partir de un estado natural (parecido al de las bestias) hacia la civilización, se puede ver
que contenían los rudimentos de una teoría protoevolucionista [4]. Particularmente / / notable es aquí la
implicancia de que los pueblos menos civilizados estarían más sujetos al ambiente que los más

3
Sin embargo, decididamente no fue en ese continuum fijo o cadena donde la Europa del siglo XVIII intentó por
primera vez encajar los pueblos primitivos, como lo afirmara Schrire (1984: 4). Más bien, fue la creciente
conciencia de las incoherencias lógicas y morales de la interpretación estática del universo fijo (un motivo para
arrojar dudas respecto de la autoridad de la Iglesia y el clero en temas tan básicos como la moralidad y la filosofía)
lo que condujo luego a reinterpretar la Cadena del Ser como un proceso activo a través del tiempo.
4
Algunas de esas implicancias evolucionistas eran bastante específicas. Por ejemplo: Hipócrates, Bodin y
Montesquieu observaron que las diferencias de clima hacían que los pueblos de regiones septentrionales,
meridionales y templadas asumieran calidades intelectuales que recordaban las tres edades del hombre (Glacken
1967: 440-442): la juventud, la madurez y la ancianidad. Tales observaciones contenían los rudimentos de una
teoría evolucionista.
Además, desde al menos la Edad Media en adelante, existió la creencia en que la civilización estaba
desplazándose: sea de este a oeste, sea de norte a sur, sea de sur a norte, sea –según Jefferson en el Nuevo Mundo-
de oeste a este (cf. Glacken 1967: 276-278 y 597). La dirección parece haber tenido aquí menos importancia que la
simple distancia desde un punto central: en casi todas esas teorías, el desarrollo cultural aumentaba y la fuerza del
ambiente disminuía a medida que se pasaba desde tiempos y lugares distantes hacia otros más próximos al hogar
(cf. Glacken 1967: 272, 286 y 444). Allí están de nuevo los rudimentos de un modelo de evolución; en realidad,
15
civilizados; esto devino un tema central en las teorías evolucionistas sociales progresivas de Spencer,
Morgan, Powell y otros.

Además, al igual que esas teorías evolucionistas sociales del siglo XIX, desde época de los
griegos en adelante las teorías sobre influencia ambiental estuvieron frecuentemente destinadas a servir
como base para teorías políticas. Por ejemplo: Platón, Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Maquiavelo,
Bodin y Montesquieu consideraron todos que el conocimiento de los efectos ambientales y el contexto
ambiental era esencial para tanto la creación de teorías morales de gobierno y de administración
colonial, cuanto para una adecuada interpretación de la historia (Glacken 1967: 92, 274-275, 273-276,
431, 434, 445 y 568; ver también Burrow 1966: 66-67) [5].

Economía política

Los teóricos del Iluminismo dieron forma a muchas ideas evolucionistas que ocuparon lugar
central en teorías acerca de la influencia ambiental: muy particularmente, la noción de que el progreso
humano es medido por el grado de independencia respecto del ambiente. En ese sentido, la teoría del
Iluminismo era deliberadamente antimaterialista (o, al menos, no materialista). A primera vista, esta
afirmación puede parecer descaminada, pues existe acuerdo general en que la teoría económica moderna
nació con el Iluminismo, y en la mente de muchos antropólogos economía y materialismo son
inseparables. Sin embargo, las interpretaciones materialistas del comportamiento no fueron una
invención del Iluminismo (cf. Roll 1953: 20) ni un tema típico de indagación iluminista.

El materialismo fue sin duda fundamental para muchas teorías iluministas, en particular las de los
utilitaristas escoceses. A diferencia de algunos de sus equivalentes franceses / / (por ejemplo: Condorcet
y Comte) –que dividieron sus historias conjeturales del progreso humano en edades de la razón- los
escoceses dividieron las suyas en estadios económicos, desde la cacería y la recolección hacia la
civilización. Fue en esas exposiciones históricas, en las que un tema clave eran los orígenes y las
consecuencias de los excedentes económicos, donde se forjó la teoría económica clásica (por ejemplo:
Adam Smith 1776).

Los esfuerzos de los escoceses estaban destinados en parte a negar las afirmaciones de algunos
economistas franceses (los fisiócratas). Estos sostenían que los excedentes eran resultado de la invención
de la agricultura, y que ésta era la única fuente auténtica de excedentes; los fisiócratas hicieron de esto la
base de una teoría de la economía natural inalterable por externalidades tales como la política (Roll
1953: 128-137; Guderman 1986: 71-89). Como era posible esperar, dado su interés por la teoría
evolucionista, los utilitarios de la Ilustración (Smith en particular) no estaban satisfechos con análisis
estáticos de la clase que los fisiócratas proponían, en especial porque parecían excluir una comprensión
clara de las economías capitalistas conducidas más por la industria que por la agricultura.

muchas teorías evolucionistas iniciales estaban estructuradas de modo similar, tendiendo a presentar las culturas
próximas como más avanzadas que las lejanas. Por supuesto, como los estudiosos de los Kulturkreise señalaron, la
correlación inversa entre distancia y desarrollo podía ser explicada de otras maneras.
5
Es posible que esta conexión histórica con la teoría política explique por qué las teorías ambientalistas y sus
teóricos ensayaron tan pocas veces interpretaciones deterministas. La historia de las teorías ambientales de
Glacken muestra que el desarrollo histórico de las teorías sobre influencia ambiental estuvo dominado por el tema
de la tensión entre las fuerzas del ambiente y la cultura, así como por los problemas que ello planteaba respecto de
la moralidad. Por ejemplo: desde el tiempo de los Antiguos se ha apreciado de modo general que las teorías sobre
influencia ambiental eran en cierto sentido inherentemente buenas y en otro sentido inherentemente malas:
- eran buenas por su implícito relativismo: si los ambientes son diferentes, no es posible juzgar la cultura
de otro en términos de la propia. Jefferson efectuó esa defensa de los indios de América del Norte (Hallowell 1960:
15; cf. Pearce 1988: 93-94);
- sin embargo, las teorías ambientalistas eran al mismo tiempo inherentemente peligrosas, pues su
fatalismo y su determinismo parecían privar a los individuos de todo poder real para cambiar su naturaleza, que era
resultado del clima (ver una argumentación análoga respecto del fatalismo genético en Chard 1969: 73). Santo
Tomás de Aquino, Bodin, Montesquieu y otros incontables autores menos notables examinaron esa contradicción y
constantemente decidieron que los efectos del ambiente –si bien poderosos- podían ser superados, tal como la
civilización, la tecnología y el gobierno moderno lo demostraban. Precisamente ese mismo dualismo naturaleza-
cultura hallado en esos filósofos políticos podrá ser hallado más tarde en las teorías antropológicas de Boas,
Kroeber, Forde y Steward, entre otros.
16

Como respuesta, trataron de entender el comportamiento económico humano en función de


principios que trascendían las circunstancias tecnoambientales específicas al incluir –entre otras cosas-
consideraciones tales como el contexto político o las fuerzas de los mercados y del intercambio. Como
parte de esto (y como forma de encarar la relación entre medios económicos y objetivos económicos),
Smith introdujo presunciones no materialistas en cuanto a la índole de opciones, estrategias y decisiones
racionales. Las consiguientes historias conjeturales implicaron que, a medida que el hombre progresaba,
la teoría económica clásica y los principios formales asumían creciente precedencia sobre los intereses
materiales más básicos: la economía natural (ecología) era reemplazada por la economía política.

Lamentablemente, esta fundamental contribución de la Ilustración –la diferencia entre ecología y


economía, tan claramente entendida por Smith, Mill y todos los economistas modernos- permanece
todavía confusa en las mentes de muchos antropólogos (cf. Burling 1962, Rosenberg 1980: 54).

LA POLITICA SOCIAL Y LA TEORIA EVOLUCIONISTA PROGRESIVA

Los antropólogos del siglo XIX veían sus teorías como aportaciones al pensamiento social y
político. Por lo tanto, a menudo los temas que más calurosamente debatieron entre sí tenían implicancias
en cuanto al comportamiento del gobierno y el desarrollo de la política social. Esto provocó a menudo
que los disputantes exageraran diferencias bastante menores (y a veces inexistentes) en el enfoque
teórico general, pues con frecuencia estaban menos interesados por la coherencia teórica que por
efectuar la defensa más fuerte posible de la política social preferida.

Los antropólogos han recordado a veces esos debates y los han tomado literalmente, es decir en
forma divorciada de su contexto político. Supusieron así que reflejaban la existencia de escuelas de
penamiento fundamentalmente diferentes / / dentro de la teoría evolucionista social. Es verdad que
dentro de la teoría evolucionista social había diferencias, pero en su conjunto tenían poca importancia en
comparación con las importantes ideas que la mayoría de los evolucionistas sociales del siglo XIX
mantenían en común: el concepto de la evolución social como progresiva emancipación del hombre
respecto de su ambiente a través del crecimiento cultural.

Ejemplos adecuados son Spencer y Powell, dos particularmente prominentes evolucionistas


sociales del siglo XIX. Parecían suscribir puntos de vista divergentes y filosóficamente inconciliables
respecto de la índole del progreso y de los procesos que lo provocaban. Sin embargo, el núcleo de sus
desacuerdos no era la teoría en sí, sino las implicancias que la teoría tenía respecto de la política social
de sus días. Esto los condujo con frecuencia a sostener que podían deducir de sus teorías más de lo que
realmente podían hacer sin caer en contradicción consigo mismos.

Spencer y Powell

Spencer y los darwinistas sociales diferían de otros teóricos sociales de la tradición progresiva
(por ejemplo: Tylor, Morgan y, en especial, Powell) por su compromiso filosófico con explicaciones
monistas, según las cuales la conciencia y los motivos humanos eran simplemente reflejos y no fuerzas
de cambio creativas. Spencer insistía en que la evolución social progresiva podía ser deducida de
principios físicos básicos aplicables a todos los sistemas naturales (Spencer 1868 a, 1868 b, 1910 a: 501-
502). En el sistema de Spencer, el cambio evolutivo era producido por la interacción directa entre un
organismo y su ambiente externo. Como parte de esto, efectuó un uso novedoso de la selección natural
como mecanismo que explicaba por qué debe producirse el progreso a medida que las poblaciones
crecen (Spencer 1852, 1910 b: 179-180): “Por necesidad, las familias y razas que tienen crecientes
dificultades para poder sobrevivir debido a un exceso de fertilidad y que no estimulan aumentos de
producción (es decir, una mayor actividad mental) están en camino de la extinción; en última instancia,
serán suplantadas por quienes sean así estimulados por la presión” (Spencer 1852: 499-500).}

En contraste, Powell se unía a su amigo, el sociólogo y reformador social Lester Ward (por
ejemplo: 1903: 16; Welling 1888: 21-22) en su inflexible repudio a que procesos darwinianos “sin
17
sentido” como la selección pudieran ser relevantes para entender la evolución social, pues en ella el
cambio era introducido “decisivamente” por la “acción intencional” (Hofstader 1944: 68). Para Powell y
Ward (y en gran medida también para Tylor y Morgan), la evolución humana era “intencional” o / /
“antropoteleológica”, es decir provocada por el ajuste de los medios a los fines que la invención humana
conducía activamente (Kimball 1968: 175 y 203; Powell 1883). “El progreso de la evolución animal ha
costado al mundo un infierno de miseria, y sin embargo hay filósofos –profesores en nuestros colegios y
autores de libros mundialmente renombrados- que piensan que la ley de la evolución humana, el método
por el que el hombre puede progresar en civilización, es la supervivencia del más apto en la lucha por la
vida. ... El hombre no compite por la existencia con vegetales y animales, pues se emancipa a sí mismo
de esa lucha mediante la invención de las artes; el hombre nuevamente no compite por la existencia con
su camarada humano, porque se emancipa a sí mismo de la lucha brutal mediante la invención de las
instituciones. La evolución animal surge de la lucha por la vida; la evolución humana surgedel intento
porsegurar la felicidad y es un esfuerzo constqante por lograr una mejora en su condición” (Powell 1888
b: 304 y 311).

Al rechazar una interpretación estrictamente darwiniana de la evolución social, Powell


necesariamente negaba que en tal contexto la selección natural tuviera relevancia. Por lo tanto, podría
parecer que Powell se había distanciado de Spencer y de los darwinistas sociales tanto como lo había
hecho respecto de Darwin. Sin embargo, no fue así. En realidad, aunque ocasionalmente esto haya sido
sugerido (cf. Hallowell 1960: 55-56; Hofstadter 1944), sería erróneo deducir que su desacuerdo en torno
de la selección natural constituyera en sí una diferencia fundamental entre los puntos de vista
evolucionistas de Powell y de Spencer.

En primer lugar, la selección natural no era fundamental para el spencerismo (Peel 1972: xxii).
Spencer afirmaba que la fuerza de la selección natural disminuía a medida que la sociedad progresaba.
Estaba dispuesto a aceptar que en los estados civilizados –el caso empírico que Powell casi siempre
utilizaba para criticar al darwinismo social- la selección natural tenía poca o ninguna importancia:
- “La selección natural, o supervivencia del más apto, es operativa de modo casi excluyente
en todo el mundo vegetal y en el mundo animal inferior. ... Sin embargo, al llegarse a tipos superiores de
animales, sus efectos se relacionan en grado creciente con los producidos por la herencia de los
caracteres adquiridos, hasta que en animales con estructuras complejas la herencia de los caracteres
adquiridos deviene una causa importante –si no la única- de la evolución” (Spencer 1898: 632);
- “Entre las razas humanas civilizadas, el equilibrio se torna principalmente directo [es
decir, mediante la herencia de caracteres adquiridos]: la acción de la selección natural se limita a destruir
a quienes sean constitucionalmente demasiado débiles para vivir, aun con ayuda externa. ... La selección
natural actúa libremente en la lucha de una sociedad contra otra, pero entre las unidades de cada
sociedad su acción está tan interferida que no queda causa adecuada para que una raza adquiera
superioridad mental sobre otra, salvo por herencia de modificaciones producidas funcionalmente”
(Spencer 1898: 553). /

/ Spencer pretendía explicar en abstracto todos los sistemas naturales en los mismos términos,
pero cuando descendía a los casos reales su postura era esencialmente la misma que la de Powell. Las
leyes que gobiernan a los animales (la selección natural) no son las que gobiernan al hombre y a la
sociedad (la herencia de caracteres funcionalmente adquiridos).

Powell fue culpable de contradicciones similares. Negó en general que la selección natural tuviera
algo que ver con el progreso humano. No obstante, en sus análisis enfocó deliberadamente las
sociedades más complejas, en particular la civilización occidental (por ejemplo: 1888 b: 301 y 321-323).
Con esto pareció implicar –lo mismo que Spencer- que la selección podía ser un factor que debiera de
ser tomado en cuenta en contextos más primitivos.

Esta sospecha quedó confirmada cuando, como director del Bureau of American Ethnology,
permitió (e indudablemente alentó: cf. Hinsley 1981: 239-243) que se publicara la descripción
etnográfica de un grupo cazador y recolector, los Seri, en la que se utilizaba la selección natural para
explicar muchos aspectos de morfología y de comportamiento. No es sorprendente que tanto Powell
como el autor de esa descripción (W. J. McGee) consideraran que los Seri representaban la forma
evolutivamente más primitiva de cazadores-recolectores de América (Powell 1898: lxvii; McGee 1898:
295; ver capítulo 2). “Existe una ampliamente difundida tradición de los Sonora: que los Seri exterminan
sistemáticamente a los débiles y ancianos. Está fuera de duda que esa tradición tiene sustento parcial en
18
la eliminación de los débiles e imposibilitados a través de la literal carrera por la vida en la que las
bandas participan a veces. Un proceso eliminativo paralelo es común entre muchos aborígenes
americanos; ... sin embargo, parecería que este despiadado mecanismo para mejorar la aptitud y eliminar
a los ineptos alcanza entre los Seri perfección inusual, si no única” (McGee 1898: 157).

Por su parte, el sociólogo Ward –el amigo de Powell- estaba casi enteramente de acuerdo con
Spencer en cuanto al papel que cumplió la selección natural como factor principal de la evolución
humana antes de la revolución social (cf. Hofstadter 1944: 75). Por ejemplo: las propuestas del propio
Ward en cuanto a que las castas se habrían originado en la actividad guerrera se insertan sólidamente en
la tradición del darwinismo social y en esencia son idénticas a las descripciones de Spencer (y
posteriormente Carneiro) en cuanto al origen de las sociedades complejas (Spencer 1910 b: 175-183 y
1876: 569-576; Carneiro 1970).

En consecuencia, más allá de la retórica las teorías de Powell y Spencer son poco diferenciables.
Ambos hombres estaban profundamente comprometidos con la idea de que el progreso social constituía
un proceso evolutivo natural e inevitable (Kennedy 1978: 105; Powell 1888 a: 87 y 99). Ambos estaban
además de acuerdo en que la evolución social todavía no había recorrido todo su camino, y allí era
donde surgían los problemas. Las diferencias entre uno y otro eran de grado, no de clase, y se centraban
más en la sociología –en particular en sus filosofías de moralidad política y reforma social- que en sus
interpretaciones del curso seguido por la evolución humana.

Powell y Ward disentían con Spencer, no en cuanto al papel histórico cumplido por la selección
natural en el transcurso de la / / evolución humana, sino sobre su papel futuro, pues el darwinismo social
laissez-faire huía de la reforma social como de una interferencia antinatural a los procesos naturales (por
ejemplo: Spencer 1868 c; 1865: 348-390). En opinión de Spencer, el auténtico progreso podía ser
resultado sólo de la interacción directa con el ambiente; al estar sometido a ese proceso, el razonamiento
humano (y por lo tanto la política social) no podía efectuar contribuciones independientes a la evolución
social (Kimball 1968: 307; Kennedy 1978: 45-61).

Powell y Ward rechazaban ese razonamiento y sostenían que la reforma social era inherentemente
no menos natural que la competividad. Para ambos, el progreso humano necesitaba una política social y
una reforma social que estuvieran científicamente guiadas (Kimball 1968: 301 y 307). “De tornarse la
filosofía de Spencer ... la filosofía del siglo XX, cubriría la civilización con un paño mortuorio y la
cultura nuevamente se estancaría. Sin embargo, la ciencia desgarra ese paño mortuorio y la humanidad
se mueve hacia un destino más alto” (Powell 1988 a; 122).

En último análisis, la diferencia entre la antropotelesis de Powell y la equilibración directa de


Spencer era asunto de opción: la participación humana en la evolución social era activa según Powell y
pasiva según Spencer (Kimball 1968: 307). Aun esa diferencia se evapora si tratamos de distinguir las
implicancias prácticas de esos conceptos (es decir, experimentar un problema y responder
organizacionalmente a él puede ser interpretado como telesis o como equilibración directa).

Por otra parte, que la evolución social fuera activa o pasiva era algo que claramente importaba en
la esfera del gobierno y la política. Lo que Spencer y Powell discutían no era lo que ocurrió en el pasado
o cómo interpretar la sociedad primitiva, sino qué ocurriría en el futuro y cómo interpretar la sociedad
moderna.

Por otra parte, los ambientes sociales que Spencer y Powell enfrentaban eran muy diferentes. Esas
diferencias diagramaron los divergentes cursos de acción de las investigaciones acerca de cazadores-
recolectores en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Como hemos visto, la teoría evolucionista social del
siglo XIX sostenía que la humanidad avanza a través de una gradual emancipación respecto de la
naturaleza. En el mundo de Spencer, parecía más imperioso entender la culminación de ese proceso: el
apartamiento humano final respecto del ambiente. Por el contrario, en el mundo de Powell parecía
imperioso no olvidar los eslabones naturales que otrora existieron y que todavía existen entre los seres
humanos y su ambiente (cf. Chinard 1947: 53-54). Las consecuencias para las investigaciones acerca de
los cazadores-recolectores y las explicaciones ambiental-ecológicas del comportamiento fueron obvias.
19

LOS PRIMITIVOS, EL AMBIENTE Y LA EVOLUCION SOCIAL BRITANICA

El mundo industrial en el que a mediados del siglo XIX emergió la antropología británica era
decididamente “no natural”, en el sentido de que los factores / / considerados más importantes eran
principalmente la sociedad, la política y la economía (Chinard 1947: 53-54); ellas tenían poco que ver
con la naturaleza y el ambiente. Esto tuvo dos implicancias relacionadas:
- en primer término, los estudios en los que ambiente y naturaleza figuraban de modo
prominente tuvieron poco valor instructivo respecto de los problemas coetáneos que la teoría
evolucionista social consideraba que debía enfrentar;
- en segundo lugar, si ambiente y naturaleza no eran importantes, entonces los estudios
sobre primitivos –cuyas acciones estaban gobernadas por esas fuerzas- eran igualmente no instructivos.

TEORIAS EN CUANTO AL AMBIENTE

El prejuicio británico contra las explicaciones ambiental-ecológicas estuvo indudablemente


teñido en parte por el desdén hacia las teorías clásicas acerca de la influencia ambiental (las que, debido
a sus orígenes mediterráneos, implicaban que las Islas Británicas eran demasiado frías y húmedas para
permitir un desarrollo cultural avanzado: cf. Glacken 1967: 449). Sin embargo, esto era un obstáculo
menor: los franceses, entre otros, habían mostrado cuán fácil era adoptar antiguas teorías climáticas
modificando sus implicancias locacionales específicas (Glacken 1967: 435). Los ingleses sin duda lo
habrían hecho, de no haberlo impedido su tradición evolucionista y el interés por las formaciones
culturales avanzadas (en especial la propia). Casi todos los evolucionistas sociales ingleses, con la
posible excepción de Spencer, creían que la evolución actuaba en sentido de emancipar al hombre
respecto de las fuerzas naturales y el ambiente; esto se combinó con su interés por las formaciones más
altamente evolucionadas para relegar los estudios materialistas sobre el ambiente y la economía a un
papel menor.

En síntesis: los científicos sociales ingleses de los siglos XVIII y XIX interesados por los
procesos evolutivos hicieron poco uso de las descripciones materialistas del comportamiento, no porque
las encontraran poco plausibles, sino porque las consideraban irrelevantes. El optimismo británico
respecto de la inevitabilidad del progreso y la perfectibilidad del hombre –en particular el hombre
británico- acarreó la concomitante creencia en que el proceso evolutivo habría avanzado lo suficiente
como para poder conjeturar su resultado [6].

El arraigo de la teoría evolucionista social en la economía política requería esto: para que la teoría
sea útil como base moral para la ley y el gobierno, de esa teoría debería ser posible deducir con claridad
el destino evolutivo de la humanidad. Esto necesariamente atrajo la atención hacia las culturas más
avanzadas, en particular la inglesa y el Occidente civilizado: según todas las descripciones
evolucionistas plausibles de la raza humana, no sólo habían llegado al tope sino estaban tan adelantadas
frente al resto que el tema / / nunca había sido puesto claramente en duda. Así como el mal era parte
necesaria de la estática Cadena del Ser (no porque alguien estuviera realmente interesado en el mal en sí
o deseara que exista, sino porque en teoría se lo necesitaba para definir por oposición lo que era bueno),
así también las culturas primitivas –en particular los cazadores-recolectores- resultaban esenciales para
la teoría evolucionista social progresiva inglesa: eran necesarios para definir por oposición las culturas
avanzadas.

En toda descripción evolucionista plausible del siglo XIX la distinción entre sociedades
primitivas y avanzadas constituía una progresión desde la naturaleza hacia la cultura. Por lo tanto, se dio

6
Tal como lo analizó Burrow (1966: 63), esta implicancia –llevada hasta su conclusión lógica- podría haber
resultado devastadora para la teoría evolucionista social en sí misma. Si el progreso social había alcanzado su
conclusión en Gran Bretaña, entonces ni las lecciones que pudieran aprenderse de los primitivos ni el estudio de
los procesos evolutivos sociales en general tendrían ya valor instructivo para la economía política británica. En
resumen, la evolución social podría haber tornado obsoleta a la teoría evolucionista social.
20
el caso de que la evolución fuera vista como una fuerza que actuaba en contra del materialismo. En
colmbinación con el interés británico por la civilización, esto asoció los procesos evolucionistas con la
cultura, separándola de la naturaleza. La evolución apartaba la naturaleza de la cultura, y en la teoría
oponía a otra: cuanto más avanzaba la evolución, menos relevante devenía la naturaleza. En 1780
Dunbar lo había dicho de este modo: “El suelo y el clima parecen actuar con una gradación de
influencias sobre la naturaleza vegetal, animal e intelectual. ... Por consiguiente, por el rango que ocupa
en la creación, el hombre está más liberado del dominio mecánico que las clases que le subyacen”(citado
en Glacken 1967: 600).

Cuando los estudiosos británicos de los siglos XVIII y XIX aventuraron teorías acerca de los
efectos del ambiente sobre la humanidad, más probable que siguieran más la tradición del romanticismo
alemán que algún materialismo reconocible. Para Dunbar, como para Humboldt (cf. Glacken 1967), el
efecto de la naturaleza sobre los hombres difería cualitativamente de su efecto sobre los animales. A
causa de su psiquis más delicada e impresionable, de algún modo el hombre era más afectado por la
naturaleza que otros animales; sin embargo, ese efecto era espiritual, intelectual y moral, no material
(como era verdad sólo respecto de los animales). La naturaleza afectaba al hombre más a través de la
apreciación intelectual de un paisaje majestuoso que a través de cálculos en cuanto a su comestibilidad.

Cuando llegaron al tema del orden y el desorden en relación con el ambiente, los teóricos
evolucionistas sociales británicos entendieron con claridad la distinción fundamental entre su
orientación progresiva de la evolución progresiva y la evolución darwinista. Esos teóricos creían que la
evolución social actuaba direccionalmente para civilizar al hombre, reemplazando de modos diversos el
desorden natural por el orden cultural, la ignorancia salvaje por el conocimiento civilizado, y los
intereses materiales primitivos por otros humanísticos y avanzados (ver por ejemplo Burrow 1966: 93 y
212). Para ellos, la evolución removería en algún punto toda la ignorancia humana e impondría un orden
y armonía perfectos: las preocupaciones materiales desaparecerían. Al haber cumplido su trabajo, la
evolución dejaría de actuar, al no quedar remanentes de desorden o imperfección (es decir, diversidad
empírica) sobre la cual operar.

El propio Spencer hizo exactamente esa afirmación con respecto a la fuerza de la presión
demográfica: / / “Después de haber provocado, como en última instancia debe hacerlo, el debido
poblamiento del globo, después de haber llevado todas sus partes habitables al más alto estado de
cultura, después de haber llevado todos los procesos de satisfacción de deseos humanos a la mayor
perfección, después de haber desarrollado al mismo tiempo el intelecto (hasta alcanzar una completa
competencia para su tarea) y los sentimientos (hasta una completa adecuación para la vida social),
después de haber hecho todo esto, vemos que la presión de la población, a medida que gradualmente
finaliza su tarea, también ella debe llegar a un fin. ... En último término, la presión demográfica y sus
males acompañantes desaparecerán por entero” (Spencer 1852; 500 y 501).

Por el contrario, la evolución darwiniana no hizo afirmaciones en cuanto a direccionalidad y


estados finales, en parte porque no presume que la variedad (es decir, el desorden natural) disminuya
direccionalmente en función del proceso. Por esto es que Darwin quedó tan perturbado por el
descubrimiento de los genes: pensaba que la herencia genética podía mezclarse y gradualmente suprimir
la variedad fenotípica (desorden) necesaria para que actuara su proceso de selección natural (Boyd y
Richerson 1985: 75).

TRABAJO DE CAMPO CONJETURAL

El desinterés británico por los estudios de relaciones ambientales y por sociedades primitivas que
pudieran ser entendidas sólo en términos ambientales coincide nítidamente con la firme renuencia a
encarar investigaciones etnográficas de primera mano en lugares lejanos (Harris 1968 a: 169-170).
Como hemos visto, la principal inspiración y más duradera contribución de los científicos sociales de la
Ilustración fueron las reconstrucciones históricas heurísticas, no los estudios empíricos detallados (ver
también Cassirer 1951). Por consiguiente, la idea de un auténtico trabajo de campo permaneció
enteramente ajena a la tradición europea de investigación social, ejemplificada por historiadores
21
conjeturales tanto franceses (por ejemplo: Turgot, Condorcet, Rousseau) cuanto ingleses (por
ejemplo: Hobbes, Locke, Smith, Millar).

Esto, por supuesto, era en parte un asunto de practicidad: el trabajo de campo conjetural surgió
antes de que existieran posibilidades reales de estudiar pueblos primitivos en forma directa. Sin
embargo, había razones más fundamentales para ese descuido, como lo muestra el hecho de que el
posterior trabajo de campo no marchó al mismo paso que el mejoramiento ocurrido en las oportunidades
de investigación. Compárense en este aspecto las indagaciones filosóficas de Smith, Spencer y Tylor con
las investigaciones empíricas que en esa misma época sus colegas británicos, germanos y franceses
estaban efectuando en ciencias naturales: Darwin y Humboldt, por ejemplo, viajaron rutinariamente
hasta extremos rincones del mundo para observar sus temas de estudio (cf. Burrow 1966: 85) [7]. /

/ Aquí es nuevamente la conexión histórica con la economía política lo que explica el


comportamiento típico de los teóricos evolucionistas sociales: la crisis del siglo XIX en la filosofía
política no podía esperar a estudios empíricos extensos. Al no faltar teorías plausibles que era posible
desarrollar con comodidad en la propia casa, simplemente no era necesario que para obtenerlas los
científicos sociales viajaran al extranjero y convivieran con pueblos primitivos.

Al unir esas dispersas líneas de evidencia, el temprano arraigo de la antropología británica en la


historia conjetural y la economía política tuvo al menos dos consecuencias importantes:
1) alejó la atención de los pueblos primitivos y de las teorías sobre influencia ambiental; y
2) desalentó la investigación empírica de primera mano.

Ambas consecuencias avanzan un largo trecho hacia la explicación de por qué los estudios acerca
de cazadores-recolectores y las teorías antropológicas que se apoyan sobre la comprensión de la ecología
y el ambiente natural rara vez recibieron fuerte continuidad en Gran Bretaña.

LA DEFENSA DE LA IMPORTANCIA DEL AMBIENTE QUE HIZO SPENCER

Entre todos los evolucionistas sociales del siglo XIX, Spencer fue el único que sostuvo que la
naturaleza y el ambiente son esenciales para entender el comportamiento humano y el curso seguido por
la evolución social. En su mayor parte, sus argumentaciones cayeron en oídos sordos; todo su intento
terminó por ser rechazado [8]. La responsabilidad puede ser en parte de Spencer, el hombre (Hofstadter
1944: 48; Burrow 1966: 179-182) pedante, personalmente solitario y conceptualmente intransigente.
Spencer era impopular entre muchos de sus coetáneos ingleses, y de modo concordante sus teorías
padecieron. Sin embargo, esta explicación tiende a trivializar algo no trivial: la tradición de pensamiento
evolucionista británico era cualquier cosa menos trivial. Spencer no pudo dejar de participar de esa
tradición, pero no tuvo éxito en dominarla. Aun quienes integraban su cerrado círculo de amigos muy

7
En 1898-1899, al dirigirse al Estrecho de Torres, Haddon organizó una de las primeras expediciones
antropológicas a ultramar. Sin embargo, el camino le fue preparado por una expedición anterior con propósito
exclusivamente histórico-natural (Burrow 1966: 86). Esa expedición antropológica tuvo por misión salvar un
registro de culturas moribundas, no idear teorías o someterlas a prueba. Como resultado directo, el informe de
Haddon recuerda –por su preocupación por las descripciones interminables- los primeros intentos de investigación
empírica en la sociología británica: Burrow (1966: 88-90) documentó que gran parte de esta última perdió su
camino a través de un marasmo de detalles que, al faltar una teoría generalizadora, permanecen incomprensibles.
8
Por supuesto, Spencer fue mucho menos popular en Gran Bretaña que en Estados Unidos (cf. Burrow 1966; Peel
1972: xxxvi-xxxiv). Aun en América, la influencia de Spencer fue mucho mayor fuera de las ciencias sociales que
dentro de ellas (la antropología en particular). Su aceptación por el público lego se vio promovida en no pequeña
parte por el énfasis que otorgaba al individualismo y la autosuficiencia –ideales que los norteamericanos
compartían- y por la convicción popular (en particular en los capitanes de industria de los Estados Unidos de la
postguerra) de que el éxito era algo que cualquiera podía alcanzar, siendo explicables los logros de algunos y los
fracasos de otros en función de los individuos más que de los sistemas. El spencerismo explicaba en términos
naturales cómo podía llegar a ocurrir que hombres igualmente libres pudieran ser tan marcadamente desiguales en
riquezaq (cf. Hofstadter 1944: 46).
22
influyentes (por ejemplo: Huxley) rechazaron sus argumentos (Carneiro 1967: xlviii; Kennedy 1978:
68-69). /

/ Es paradójico que Spencer, el evolucionista radical, no haya podido convencer a su audiencia


británica precisamente porque la antropología británica inicial estaba más comprometida con las
explicaciones evolucionistas del progreso humano que con las ambiental-materialistas. No fue su
evolucionismo lo que tornó inaceptables las teorías de Spencer, sino su materialismo: en particular su
sugerencia de que los seres humanos podían ser entendidos en función de procesos que gobernarían
todos los sistemas naturales (por ejemplo: Spencer 1868 a, 1870, 1910 a: 501; ver sin embargo Dunnell
1980).

Al igual que la mayoría de los evolucionistas sociales de su época, Spencer estaba convencido de
que podía prever el destino del progreso evolutivo (por ejemplo: Spencer 1876: 569-596). Después de
todo, tenía motivaciones políticas y estaba convencido de la corrección de sus teorías políticas. Esto
requería que de esas teorías se pudieran deducir el curso y el resultado final de la evolución social, y que
la consecuencia consistiera necesariamente en los avanzados logros obtenidos por la civilización
europea.

Sin embargo, desde la perspectiva de la filosofía evolucionista progresiva, al hacer esto Spencer
pareció contradecirse a sí mismo en varios aspectos fundamentales. Como hemos visto, su compromiso
filosófico monista con la idea de que los mismos principios naturales gobernarían todos los sistemas
(por ejemplo: 1910 a) parecía no ser coherente con su afirmación de que la equilibración directa (la
herencia de caracteres adquiridos funcionalmente) dominaba la evolución social humana en tanto la
selección natural dominaba la evolución de los organismos inferiores (ver también Carneiro 1967: xlvii).

Más pertinente aquí es que su idea de un milenario social evolucionista parecía inherentemente no
monista. La fuerza generadora conductora subyacente a la evolución spencerista era la causación
multiplicativa o la persistencia de la fuerza (Kennedy 1978: 104): cada causa tenía más de un efecto. Es
bastante claro que esta fuerza debería debilitarse a medida que el milenario se aproximara, pero sólo lo
haría si el estado social final tenía una forma específica predeterminada. Si era así y si, como Spencer
presumía, la sociedad fuera una unidad orgánica perfectamente adaptada a su ambiente, se desprendería
que los componentes del ambiente tampoco debían sufrir nuevos cambios (y que consiguientemente
también deberían ser formas específicas predeterminadas). En tal caso, empero, las leyes que gobiernan
el ambiente natural serían bastante diferentes a las que gobiernan la sociedad, pues ambas darían origen
a formas predeterminadas enteramente diferentes: naturales por una parte y sociales por otra.

Todas las teorías evolucionistas progresivas plausibles fueron ideadas en parte con el sentido de
ser necesarias para predecir y legitimar los superiores logros obtenidos por la civilización occidental (ver
Burrow 1966: 97). Sin embargo, la formulación de Spencer forzó incluso esos generosos límites de
credulidad. Su pretensión de que para entender la civilización occidental eran aplicables principios
naturales estrechó la distancia entre naturaleza y cultura sin otro propósito útil que el de establecer la
superioridad de su propia filosofía política sobre las de otros cuyas aspiraciones eran más modestas. En
síntesis, toda la empresa pareció inaceptablemente autocomplaciente. /

/ LA INVESTIGACION BRITANICA DE LOS CAZADORES-RECOLECTORES:

LA ETNOGRAFIA

Es coherente con el tema aquí desarrollado que la investigación sobre cazadores-recolectores


nunca haya disfrutado en Gran Bretaña la gran adhesión que obtuvo en Estados Unidos. El reciente
movimiento por remediar ese olvido parece haber nacido primordialmente del apetito arqueológico por
modelos etnográficos que pudieran ser aplicables al Paleolítico (por ejemplo: Isaac 1968; cf. Schrire
1984); esto refleja interés no por los cazadores-recolectores en sí sino por el más antiguo pasado, o sea
por la historia. Es aquí muy ilustrativo que la lista de participantes en el simposio “El hombre cazador”
(Lee y DeVore 1968) incluyera un único antropólogo británico: J. Woodburn; en realidad, esta fue una
23
excepción que tendió a confirmar la norma, pues Woodburn pertenecía a la London School of
Economics. Poco de esto es sorprendente, dada la tradición histórica que concedía a las sociedades
primitivas y las relaciones ambientales un interés sólo secundario.

El hecho de que la contribución de los pueblos primitivos a las teorías inglesas del siglo XIX
acerca de la evolución social haya sido relativamente menor no significa que en la teoría tales pueblos se
mantuvieran misteriosos. Por el contrario, tenían un claro lugar en ella, eran muy predecibles y se los
interpretaba con facilidad. En contraste con sociedades más complejas –en particular la sociedad
occidental, acerca de la cual el debate evolucionista era furioso- el caso de los cazadores-recolectores era
abierto y poco ruidoso.

Lubbock (1872) desarrolló con mucho detalle los temas principales de la teoría evolucionista
social progresiva en la forma en que los ingleses pensaban que era aplicable a los pueblos primitivos.
Según Lubbock, la primera y única preocupación de los cazadores-recolectores era el modo de ganarse
la vida: por consiguiente, “es imposible no admirar la destreza con que usan sus armas e implementos,
su habilidad para la cacería y la pesca, y sus ajustados poderes de observación” (1872: 544). No
obstante, los primitivos están limitados en su capacidad técnica (pág. 551), por lo que están
constantemente empeñados en la búsqueda de comida y continuamente en temor de padecer hambre.
“Sin duda son muchos los que dudan de que la civilización aumente la felicidad y los que hablan del
noble y libre salvaje. Pero el auténtico salvaje no es noble ni libre: es un esclavo de sus propios deseos,
sus propias pasiones. Imperfectamente protegido del clima, sufre frío por la noche y el calor del sol
durante el día; ignorante de la agricultura, vive de la cacería; imprevisor del éxito, el hambre siempre le
mira a la cara y con frecuencia le conduce hacia la terrible alternativa del canibalismo o la muerte” (pág.
595). / / Esa obligatoria participación en la naturaleza es lo que define el estado de salvajismo; como
consecuencia, las diferencias observables entre los pueblos primitivos serían “consecuencia evidente y
directa de las condiciones externas en las que diferentes razas han quedado ubicadas” (pág. 557).

Preocupados sólo por la subsistencia, los primitivos no muestran ninguno de los rasgos mentales,
morales y religiosos asociados en teoría con el progreso evolucionista social. “Los salvajes con
frecuencia han sido comparados con niños, y esa comparación no sólo es correcta sino también muy
instructiva. Muchos naturalistas consideran que la condición inicial del individuo indica la de la raza, y
que la mejor comprobación de las afinidades de una especie son las etapas que atraviesa. Otro tanto
ocurre en el caso del hombre: la vida de cada individuo constituye un epítome de la historia de la raza, y
el gradual desarrollo del niño ilustra el de la especie. De aquí la importancia de la semejanza entre
salvajes y niños. Los salvajes, al igual que los niños, no tienen firmeza de propósitos” (pág. 570).

Varias líneas de evidencia sugieren que esas calidades de los primitivos reflejarían capacidades
mentales limitadas. “El salvaje es un niño que ve y oye sólo lo que ocurre directamente ante sí” (pág.
598). Los tasmanios, por ejemplo, no tienen medios de expresar ideas abstractas (pág. 451). “Los
nombres de los números son sin embargo el mejor medio de prueba –o, al menos, el más fácilmente
aplicable- de la condición mental existente en las razas humanas inferiores”, y allí los datos son
inequívocos: la mayoría de los salvajes no pueden contar más allá de cuatro (págs. 448, 531 y 574-575).

Como se podía esperar de los pueblos que permanecían en el peldaño más bajo de la evolución
social, los primitivos no muestran ninguna de las calidades éticas asociadas con el progreso evolutivo.
Hay de esto numerosas ilustraciones. Las mujeres australianas son consideradas una mera propiedad
(pág. 449). La posición social de las mujeres indias de América es degradada (pág. 519). En general y
por sobre todo, “el duro, por no decir cruel, tratamiento de las mujeres, que es casi universal entre los
salvajes, es uno de los más profundos estigmas de su carácter” (pág. 569). Al parecer la misma clase de
tratamiento es extendida hacia los vecinos, puesto que los salvajes están casi siempre en guerra (pág.
554).

No deben ser culpados por esto, pues pocos elementos sugieren que los primitivos puedan
diferenciar entre lo bueno y lo malo; en realidad, “algunos de ellos apenas pueden ser considerados
personas responsables, y no han alcanzado noción alguna ... de rectitud moral” (págs. 566-567). Algunos
de los ejemplos más notables son éstos: “Los Australianos están gobernados por un código de normas y
un conjunto de costumbres que forman quizás una de las más crueles tiranías que alguna vez haya
existido sobre la faz de la tierra” (pág. 450); “el lenguaje sichuana no contiene expresión para agradecer,
el algonquino no tiene palabra que signifique amor, los Tinne no tienen palabra para querido; entre los
24
indios de América del Norte la misericordia es un error y la paz es un mal” (págs. 564-565). En suma,
se puede decir que “ni la fe, ni la esperanza ni la caridad figuran entre las virtudes de un salvaje” (pág.
564).

Lo peor de todo era que los primitivos carecían de todos los sentimientos religiosos que guían / / a
las sociedades avanzadas y civilizaciones. “Los esquimales no tienen religión ni adoran ídolos, ni
tampoco se observan ceremonias que tiendan a ello” (págs. 511 y 515); otro tanto ocurre con los
Fueguinos (pág. 541). En realidad, “muchas de las razas más salvajes, casi podríamos decir todas, están
... en esta condición” (pág. 576). Esto tendría sentido en atención a las limitadas capacidades
conceptuales de los salvajes: “¿Cómo podría un pueblo incapaz de contar sus propios dedos elevar su
mente tan lejos como para admitir aun un rudimento de religión?” (págs. 580-581).

PRIORIDAD DE LA TEORIA

Sería fácil discutir los análisis de cazadores-recolectores efectuados por Lubbock señalando que
dependían demasiado de relatos de viajeros que no siempre eran confiables. Sin embargo, no hay
motivos para pensar que, de haber efectuado Lubbock directamente las observaciones, hubiera visto las
cosas de modo diferente. Muchas de sus fuentes eran incuestionablemente buenas (por ejemplo: Darwin)
y todo lo que informaban era plenamente compatible con la interpretación que Lubbock desarrolló (cf.
Alland 1985). La teoría evolucionista social progresiva propocionó a Lubbock y otros un modelo
explícito de a qué debían parecerse los salvajes, y aunque entonces sólo se dispusiera de retacitos de
datos resultaba claro que el ajuste era perfecto: sólo los detalles de la tecnología primitiva permanecían
inciertos (pág. 547). Los cazadores-recolectores ofrecían lo que en esa época era el soporte quizá más
seguro para los principiosde la teoría evolucionista social progresiva inglesa; los problemas interesantes
–los que todavía debían ser resueltos- yacían en otra parte, en ambientes sociales más complejos.

La teoría evolucionista social progresiva tuvo cantidad de repercusiones muy duraderas dentro de
la etnografía británica relativa a cazadores-recolectores. En el caso de los Aborígenes australianos,
enturbió el pensamiento de toda una generación de antropólogos en torno del tema de la religión
primitiva. Como primitivos clásicos, cuyas preocupaciones en teoría deberían haber sido puramente
materiales, es posible que los Australianos no pudieran contar con algo que remotamente se pareciera a
la religión (cf. Stanner 1965) [9]. Irónicamente, en el análisis final esto no tuvo el deseado efecto de
apartar la atención desde la religión australiana hacia la tecnología y la adaptación al ambiente de los
Australianos; en cambio, las distorsiones del comportamiento ritual Aborigen contenidas en relatos
teñidos de esas presunciones evolucionistas sociales progresivas (y en igualmente distorsionados relatos
que postulaban la creencia aborigen en “Altos Dioses”) provocó que el posterior trabajo de campo
etnográfico en Australia descansara mucho más sobre el estudio de mitos, rituales y religión que cuanto
generalmente había ocurrido respecto de los cazadores-recolectores (cf. Yengoyan 1979). /

/ LA INVESTIGACION BRITANICA DE LOS CAZADORES-RECOLECTORES:

LA ARQUEOLOGIA

En su mayor parte, la prehistoria inglesa siguió la orientación de la antropología social británica


en cuanto a relegar los estudios sobre cazadores-recolectores a una posición secundaria, por lo que
contribuyó muy poco a la teoría evolucionista (cf. Daniel 1950). Hudson (1981) documentó la
tradicional y todopoderosa preocupación de la arqueología británica por la historia –específicamente la
clásica e inglesa- y por el surgimiento de la civilización tal como estaba documentada por los grandes

9
Un similar sesgo evolucionista provocó que Morgan erróneamente negara la existencia de formaciones sociales
complejas en Mesoamérica (cf. Hallowell 1960: 53; Morgan 1876).
25
logros de los Antiguos [10]. Esto era coherente con el tono de las teorías de la evolución social
progresiva, en particular la de Spencer (1876, 1882 y 1896): al enfatizar el ascenso de la civilización
Occidental, tenía naturaleza fuertemente histórica. Al unirse al espíritu de la teoría evolucionista social
británica, los arqueólogos ingleses con frecuencia parecieron conceder poco valor a la información que
podía ser obtenida estudiando cazadores-recolectores primitivos.

Las observaciones de sir Mortimer Wheeler contenidas en el último capítulo de su popular texto
Archaeology from the Earth (Wheeler 1954) son útiles para trasmitir aquí la concepción que los
prehistoriadores británicos tenían de los cazadores-recolectores y las implicancias de esa concepción en
cuanto al modo en que históricamente las investigaciones fueron llevadas a cabo. Al caracterizar los
habitantes aborígenes del ahora famoso sitio mesolítico Starr Carr, en Yorkshire (J. D. Clark 1971),
Wheeler fijó con decisión la distancia que los separaba de sí mismo y de los otros estudiosos actuales de
cazadores-recolectores: “Un tropel de cazadores-recolectores recorredores de pantanos, tan escuálidos
como la imaginación pueda abarcar” (Wheeler 1954: 231).

La opinión de Wheeler sobre la cacería y la recolección como forma de vida general no era más
caritativa: “No estoy dispuesto a admitir al Noble Salvaje dentro de mi definición general del término
[„noble‟] por la simple razón de que es un salvaje que sufre la restringida visión de un salvaje,
razonamiento tangencial y falta de „oportunismo‟. Pienso en algo mucho más complejo y abarcativo:
algo que en realidad implica el trasfondo de la civilización o cierta aproximación a ella, donde la
inteligencia haya estado sometida a la más amplia gama posible / / de estímulos y donde sus frutos
hayan sido más amplia, rápida e inteligentemente compartidos” (1954: 238).

Por consiguiente, no es sorprendente que Wheeler haga la confidencia de que no ve la utilidad de


efectuar investigaciones arqueológicas en sitios de cazadores-recolectores o estudios que exploren las
relaciones entre adaptación y ambiente. “Año tras año dedicamos en nuestra isla abundante habilidad y
entusiasmo a las cabañas o tumbas de los postreros restos del mundo antiguo. Es verdad que de esa
manera añadimos alguna partícula a la suma total del conocimiento humano. ¿Pero cuánto realmente
suma todo eso? ¿Cuánto realmente importa?” (1954: 240). “No necesitamos cerrar nuestros ojos al
Hombre medusa o al „Hombre todo-el-tiempo-recolector-de-comida‟ para poder pensar en el „Hombre
con-tiempo-para-pensar-entre-comidas‟, pero este último tiene sin duda importancia suprema” (pág.
237). “Por consiguiente, esto ... es primordialmente un llamado a que los arqueólogos británicos se
concentren más sobre los logros más maduros del Hombre como animal social” (pág. 241).

Con frecuencia se ha señalado que las arqueologías del Nuevo y del Viejo Mundo difieren
fundamentalmente en cuanto a que la primera ha estado históricamente aliada con la antropología, en
tanto la segunda no (por ejemplo: Willey y Sabloff 1980: 80). Sin embargo, en cuanto hace a los
estudios sobre cazadores-recolectores, Wheeler claramente se alinea con las perdurables tradiciones de
la teoría social evolucionista británica y muestra que entendía –al menos, implícitamente- la íntima
participación de los estudios prehistóricos británicos en esa tradición antropológica. Por lo tanto, la
prehistoria británica es quizá más antropológica que cuanto los arqueólogos norteamericanos estarían
dispuestos a conceder.

Toda duda que pueda quedar en cuanto a que Wheeler se veía –y deseaba ser visto- como un
tradicionalista quedó disipada por el propio Wheeler cuando hizo referencia a una afirmación hecha en
1852 por el presidente del Instituto Arqueológico de Gran Bretaña, en la que Wheeler veía las raíces de
su filosofía científica: “No puedo seguir presumiendo que los períodos más oscuros son los más
merecedores de investigación. Por el contrario, deben ser preferidos los que sean más ricos en materiales
intrínsecamente merecedores de estudio, o sea ricos en desarrollo visible del intelecto humano, en
exhibición del carácter personal, en actividad creativa de las artes, en diversidad de relaciones sociales y
en analogías o contrastes que puedan presentar respecto de nuestra vida” (citado en Wheeler 1954: 237).

10
En este aspecto la experiencia británica difirió marcadamente de la que tuvo lugar en Estados Unidos, donde
rara vez se sugirió que hubiera alguna conexión histórica entre los arqueólogos (o, en lo que hace a este caso, los
etnógrafos) y las culturas que estudiaban; por consiguiente, en Estados Unidos siempre existió clara separación
entre las disciplinas de la antropología y la historia. Dicho de otro modo: la arqueología británica tendió a
examinar un pasado clásico que ayudaba a definir qué eran los Britanos civilizados; la arqueología norteamericana
tendió a tratar con un pasado salvaje que ayudaba a definir lo que los norteamericanos civilizados no eran (ver
capítulo 2). La arqueología histórica norteamericana es una excepción al respecto, pero claramente prueba la regla.
26

Esos comentarios pueden parecer hoy notables, en particular para oídos norteamericanos que hace
tiempo han tomado como indiscutible y fundamental el relativismo cultural de / / Boas y su
consecuencia lógica, que es la dignidad intrínseca de todos los pueblos (sin exceptuar los cazadores-
recolectores). Sin embargo, en la historia de la antropología británica esas interpretaciones figuraron de
modo prominente. Por supuesto, esas observaciones específicas captaban en parte una popular reacción
británica de comienzos del siglo XIX, altamente crítica respecto de los primitivistas británicos y
franceses del siglo XVIII que alababan al Noble Salvaje sin haber encontrado nunca uno. Ese
antiprimitivismo estuvo en parte precipitado y en parte alimentado por lo que parecían ser cualidades
irracionales y desagradables de los pueblos y culturas primitivos que salieron a luz con creciente
frecuencia a medida que los grandes imperios de Europa aplicaron sus imperativos coloniales (Burrow
1966; cf. Street 1975).

El novelista Charles Dickens –un contemporáneo del presidente del Instituto Arqueológico citado
por Wheeler- adoptó esos sentimientos antiprimitivistas populares. Citando la autoridad del naturalista
francés Buffon, Dickens se mofó de las obras primitivistas (más adecuadamente, salvajistas) del pintor y
etnógrafo norteamericano Catlin en términos que un hombre común podía captar (ver capítulo 2,
también Schrire 1984: 4 y Altick 1978: 283). “Para entrar de inmediato en tema, debo decir que no creo
lo más mínimo en el Noble Salvaje. Lo considero un prodigioso estorbo y una enorme superstición. ...
No me preocupa qué nombre me dé. Yo lo llamo salvaje, y llamo salvaje a algo que sería muy deseable
que fuera civilized off de la faz de la tierra ... es un salvaje cruel, falso, ladrón, asesino, más o menos
adicto a la grasa, las tripas y las costumbres bestiales; un animal salvaje con la cuestionable dote de la
fanfarronería; un farsante presuntuoso, fatigoso, sanguinario y monótono ... el mundo será mucho mejor
cuando sus parajes ya no lo conozcan” (Dickens 1853: 337 y 339).

Sin embargo, el antiprimitivismo británico no era sólo una respuesta lega a la experiencia
colonial. En círculos antropológicos de Gran Bretaña existió un temprano interés por la medicina que, al
combinarse con teorías sobre influencia ambiental, condujeron a conclusiones que eran en sí tanto
chauvinistas como racistas (Burrow 1966: 128-136; L. P. Curtis 1968; Glacken 1967; cf. Street 1975:
19, ver también el capítulo 2).

Es muy importante que el chauvinismo pareciera una implicancia necesaria de la teoría


evolucionista social. Al ser llevada hasta sus conclusiones lógicas, la preocupación británica por la
evolución progresiva como fuerza vigorosa que se oponía a la naturaleza, se llegó a interpretaciones que
forzosamente debían ser chauvinistas [11]. Esto fue consecuencia directa de la / / presunción de que la
diversidad cultural moderna replicaba las etapas evolutivas.

Era evidente que, cualesquiera que hayan sido sus relaciones en el pasado, las culturas
contemporáneas ubicadas en diferentes estadios evolutivos no seguían constituyendo una misma entidad.
En esta perspectiva, de nuevo, cuanto más vigorosa fuera la fuerza de la evolución, menor debía de ser
la fuerza del contexto contemporáneo y mayor la fuerza del contexto histórico. A menos que fuera
mitigada por una teoría evolucionista general, esta clase de razonamiento –cuando era llevada hasta sus
extremos- se disolvía rápidamente en el romanticismo histórico.

11
La relación histórica entre la teoría evolucionista social británica y la teoría política provocó a veces que ese
chauvinismo tuviera resultados lamentables que afectaron adversamente al desarrollo de la propia teoría
evolucionista social. Por ejemplo: los ampulosos ataques del utilitarista James Mill contra las culturas asiáticas y
contra los asianistas (en particular sir William Jones) que intentaban rastrear algunos elementos de la cultura
Occidental hasta la India y el Cercano Oriente, provocaron que toda una generación de estudiosos ingleses evitara
por entero el campo de los estudios asiáticos (Burrow 1966: 42-49); como consecuencia, cuando Maine desarrolló
sus teorías sobre la evolución histórica de la cultura aria, no halló sucesores británicos de Jones (un estudioso
fundamental del sánscrito) y debió buscar apoyo en la obra de un alemán, Max Müller. Por otra parte, Maine fue
prisionero de su ascendencia política de modos más importantes: su concepción de la evolución presumía que loa
probabilidad de evoluciones paralelas se aplicara únicamente en casos de ascendencia histórica común (en su caso,
la ascendencia aria).
27
CONCLUSION

A partir de este análisis algunos podrían sentirse tentados a deducir que el papel relativamente
menor cumplido por los cazadores-recolectores en la antropología británica bien podría ser explicable
haciendo referencia a las más amplias perspectivas de la historia económica del Imperio Británico. Esto
sería correcto sólo en parte. Las menospreciativas visiones respecto de los pueblos primitivos estaban al
servicio de un programa nacional de imperialismo y dominación colonial. Sin embargo, es improbable
que esto solo haya bastado para explicar la baja estima que se tuvo en Inglaterra por los pueblos
primitivos y el consiguiente desinterés por explicaciones materialistas que hubieran permitido relacionar
esos pueblos primitivos con otros más complejamente organizados. En realidad, esa conclusión
constituiría un error esencial en el intento por entender las profundas diferencias históricas y filosóficas
que separaban la teoría evolucionista cultural de la teoría evolucionista biológica.

Las ideas acerca de los primitivos estaban fuertemente atrincheradas en el pensamiento


evolucionista social mucho antes de que Gran Bretaña comenzara a construir su imperio en gran escala,
y mucho antes de que se hallaran de modo regular pueblos primitivos (al menos parcialmente, pues no
había reales oportunidades de efectuar investigaciones extensas de primera mano) (cf. Street 1975). Esas
ideas respondían a desarrollos filosóficos, inquietud social, guerra incesante, la declinación de la iglesia
y de la filosofía utilitarista, todo lo cual se veía que afectaba a Europa y los europeos. Los primitivos que
los ingleses veían eran primordialmente reflejos de sí mismos: europeos primitivos en búsqueda de un
orden moral para un mundo en evolución. Al menos Lubbock veía las cosas de esa manera: “Nuestra
población criminal son simples salvajes, y muchos de sus crímenes son sólo intentos desesperados y
poco juiciosos por vivir como salvajes en medio (y a expensas) de una comunidad civilizada” (1872:
600). /

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