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El crítico como

personaje
Juan Terranova

El crítico como
personaje

EDICIONES PACO
Terranova, Juan
El crítico como personaje / Juan Terranova. - 1a ed . -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Maria Celia Dosio, 2016.
154 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-42-1077-7

1. Ensayo Literario. I. Título.


CDD A864

2016. Editorial Diente de León y Ediciones Paco


Aranguren 1054, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Ilustración de tapa: Sebastián Chillemi
Diseño de tapa: Leandro Escobar
info@lepopurri.com.ar
Hecho el depósito que indica la ley 11.723
For more information please reread.

Richard Littler
Nota

La mayor parte de estos breves ensayos apareció en Revista Paco.


com. “Apuntes sobre la pornocrítica” salió con otro título en octubre
del 2014 dentro de un dossier de la revista web Informe Escaleno.
“Psicoanálisis, literatura y amor” es, como se puede apreciar, una
conferencia que di en la librería Homo Sapiens de Rosario el 19
de junio del 2014 gracias a la invitación de Marcos Apolo Benítez.
Hacia octubre del 2013 escribí “Sobre la autonomía literaria” para
mi espacio semanal en la revista Hipercrítico.com. Aún no había
aparecido Las redes invisibles de Sebastián Robles. Hoy creo que
ese libro es la respuesta talentosa a las preguntas que me hago
en ese y otros artículos. Luego, en las cuatro entrevistas que se
reproducen acá, se cita a los entrevistadores y su lugar y fecha de
publicación. Frente al vértigo contemporáneo no me parece que
esté de más recordar esos detalles. “Por una crítica alzada” fue
publicado en la revista La Balandra, número 10, correspondiente
al otoño/invierno del 2015. Hasta la impresión de este libro, es la
única de todas estas piezas que fue dada a conocer en papel.

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Parte 1. El crítico
como personaje
La enciclopedia negra

A principios de siglo, un editor porteño me ofreció escribir un


libro sobre El Alamein para una colección de batallas de la historia.
Acepté y disfruté estudiando la idiosincrasia del Afrikakorps y
leyendo sobre los generales del Commonwealth que lucharon
contra Rommel hasta que finalmente llegó Montgomery. Cuando
terminé y entregué, el editor me pasó un manuscrito sobre
Stalingrado. Lo había compuesto un coronel del Ejército Argentino
de nombre Ricardo Muñoz que sabía mucho de armas soviéticas
pero no tanto de sintaxis castellana. Corregí el libro con interés.
Años después encontré algunos ejemplares de la colección en una
librería de Corrientes. Los compré y los leí. No me parecieron
necesariamente malos. A veces pienso en reescribirlos. O quizás
debería llegar un escritor más joven y talentoso y retomar mi
trabajo con el mismo amable respeto con que yo trabajé y mejoré
el manuscrito del Coronel Muñoz.
Para esa época también empecé a comprar una colección de
libros titulada El Tercer Reich. Al parecer, la editorial española
Rombo la había puesto en venta a mediados de la década del
´90 acompañando unos VHS. En su momento, seguramente se
conseguían de forma semanal en kioscos. Pero en las librerías
porteñas se ofrecían de saldo. Primero busqué los dos tomos
dedicados a Stalingrado y después seguí con los otros. (Los VHS se
vendían por separado y ya eran máquinas obsoletas. Igual compré
algunos y todavía los conservo cerrados en el celofán original.) De
los cincuenta libros que forman El Tercer Reich tengo cuarenta
y dos. Los títulos, pomposos y seductores, producen curiosidad:
Bajo el talón del conquistador, Un sueño perverso, El camino
de Stalingrado, Guerra en alta mar, El centro de la telaraña, La

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conquista de los Balcanes. El material fotográfico y los mapas son
excelentes y se disfruta el estilo informativo y directo de los textos.
También compré, en ese momento, algunos libros de una
colección similar que se llamaba La Segunda Guerra Mundial.
Más ecuánimes, más generales, más pálidos, no resultaban tan
magnéticos. De hecho, a medida que iba completando El Tercer
Reich me daba cuenta que cada tomo tenía una característica
fundamental y perturbadora: los diseños de tapa y portada eran
negros y brillantes, con vivos en rojo y tipografía blanca. Tenía la
sensación de estar en contacto con un artefacto fabricado por las
SS. Todavía me pasa.
A la conocida Enciclopedia Británica que leía Borges es
posible enfrentarle otras enciclopedias, siempre más modestas
pero no por eso menos sensuales, influyentes y clarificadoras.
Todos los escritores transitan ese momento, el momento de la
divulgación. Nadie accede ni en el siglo XX, ni mucho menos en
este siglo, directamente al “original.” Todos conocemos Moby
Dick y el Quijote antes de leer una sola palabra de Melville o
de Cervantes. Con la historia, salvando algunas diferencias
emotivas y mecánicas, sucede algo similar. La educación formal
se ocupa de esta fertilización pero también funciona ahí la
biblioteca familiar, la industria del entretenimiento y, hoy,
Internet. De mi biografía puedo citar los polvorientos tomos de
Lo sé todo, una enciclopedia juvenil de origen italiano que marcó
a muchos lectores argentinos. Por su ingenuidad, su disposición
gráfica, sus ilustraciones y la yuxtaposición arbitraria de sus
contenidos, Lo sé todo parecía sacada de un universo paralelo
congelado para siempre en la década del ´50.
Recordando mis tardes leyendo los tomos de Lo sé todo y
mirando mi biblioteca, llegué a la conclusión de que, desde los
fascículos de Mecánica Popular hasta los libros serializados
de jardinería y bricolage pasando por los diccionarios
etimológicos y las guías turísticas, hoy toda obra de referencia
editada en papel que no sea la Enciclopedia Británica es una
enciclopedia arlteana. Y Arlt lo sabía. En esa línea de las otras
enciclopedias, El Tercer Reich editada por Rombo fue y es para
mí una inspiración constante. La leo y quiero escribir. Me cuesta
responder por qué. El entramado familiar y afectivo se mezcla
con el rechazo de la corrección política, la historia se mezcla
con la humillación y el honor, la política con el espectáculo
y la muerte. Y a setenta años del final de la Segunda Guerra

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podemos decir que el nazismo sigue en el centro narrativo del
siglo XX, haciendo muchas preguntas sobre los procesos de la
modernidad que todavía no tienen respuesta.
Hace poco Diego Vecino visitó el sudeste asiático y trajo un recorte
de diario donde el embajador coreano en Camboya revisaba su pasado
como militante contra las políticas modernizadoras de Park Jung-hee.
El suelto decía: “We wanted more transparency, democracy. But right
now I´m over 50 years-old – now I can say that all the leaders in the
past have a bright side and a dark side. We cannot say unilaterally
what they were. My former president Park Jung-hee contributed
[to the development of South Korea]. So we should honor him
for this contribution to the development.” Posiblemente se trate
de una formalidad diplomática pero Vecino me señaló la simpleza
con que se expresaba la dicotomía. Parece una excentricidad citar
ese fragmento, y es probable que lo sea, pero apenas lo leí pensé
en cómo la Alemania de los años ´30 había llevado esa tensión, la
que presenta desarrollo versus libertades personales, a un inédito
y absurdo nivel de crueldad. El conflicto, en todo caso, latente o
expresado, está lejos de haber sido resuelto, y atraviesa, desafía y
complejiza nuestras ideas sobre sociedad y política.
Borges decía que para saber cómo iba a ser la literatura del
futuro había que imagi nar cómo se iba a leer. La frase, inteligente,
admite variaciones. Para saber sobre la literatura del futuro,
también sirve imaginar cómo será el sexo, el trabajo, el lujo, el
dinero o la tecnología. La forma en que el hombre hará la guerra
no puede eximirse de la lista. La historia señala con énfasis que
nuestras armas y nuestras batallas definen la forma en que leemos
y, por lo tanto, la forma que toman nuestros libros, nuestros
anhelos, nuestros sueños más aguerridos y también, desde luego,
sus indisociables pesadillas.

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Las marcas de la lectura

A mediados del 2013, Esteban Feune de Colombi me contactó y


me comentó su proyecto de fotografiar libros ajenos. En el mismo
correo, me preguntaba si le permitía pasar por mi biblioteca con
el fin de incorporarme a la larga lista de escritores que le habían
mostrado las marcas que dejaban en los libros que leían. Entendí esa
excentricidad y sus derivaciones. Frente al avance de la cultura digital
y la tan vapuleada intangibilidad, aparecía la supervivencia del papel,
la tinta y el lápiz. ¿Una arqueología contemporánea de los mundos
privados, hacer visible eso que nos guardamos, la materialidad final
del acto de leer, sus restos? No me costaba nada así que acepté y
la tarde de sol que Feune de Colombi llegó a mi casa, ya le había
preparado tres ejemplares que me parecían los más “interesantes”
desde ese punto de vista. Él examinó los libros con cierta distancia y
extrajo de alguna parte una cámara de fotos que cubría, lo recuerdo
muy bien, con una media. Enseguida dictaminó que La izquierda
lacaniana de Yannis Stavrakakis no le interesaba –yo había atacado
el libro con una estilográfica de tinta negra, sus páginas mostraban
una copiosa marginalia–, y se quedó con una antigua traducción
de Los criminales de Cesare Lombroso y la primera edición de
Literatura de izquierda de Damián Tabarovsky. ¿Vio Feune de
Colombi algún tipo de relación que se me escapaba entre esos
libros? Enseguida me pidió subir a la terraza, lugar donde dejé
que hiciera lo suyo. Llegué a ver que colgaba el libro de Lombroso
de unas rejas por las cuales, en verano, suele estirarse un jazmín.
Haciendo memoria recuerdo que me pidió un broche de ropa para
sostener la desvencijada edición de Tor. Mientras él, supongo,
sacaba sus fotos, yo bajé y me puse a hojear el libro de Stavrakakis.
Me resultó irónico que esa obra hubiera quedado afuera del retrato

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de signos muchas veces herméticos o de imposible decodificación.
Después de todo se trataba de un griego analizando las nuevas
lecturas que proponían a Lacan como raro insumo de las ciencias
sociales y el ensayismo político de alta gama. “Lituraterre una vez
más” pensé. También recordé que existía un libro de Jorge Alemán
con un título igual o similar al de Stavrakakis. En ese momento
me recriminé no haber rastreado ese otro libro para la realizar la
comparación pertinente: “El pensamiento de Jacques Lacan, única
teoría materialista sobre el malestar del siglo XXI.” Mi proyecto
de retomar esas lecturas, escribir un artículo, o incluso un ensayo
extenso, se interrumpieron cuando Feune de Colombi bajó de la
terraza, y, siempre amable, me devolvió mis ejemplares. Luego
hablamos de Internet, me recomendó unos videos uruguayos en
YouTube y me contó que hacía una revista digital a la que jamás
pude acceder. Nos despedimos en la puerta, donde él se subió a
su Vespa y se fue. Casi un año después, recibí un mail donde me
contaba que sus fotos se iban a exhibir en la Biblioteca Nacional.
Me alegré por él. En el mensaje sonaba entusiasmado. Durante
todo este tiempo, no recuerdo bien cuándo, Luciano Lamberti
señaló en una columna para el blog de Eterna Cadencia –sin
perspicacia– que nuestras marcas en los libros son sensuales.
¿Cómo podría ser de otro modo? En la web hay bibliografía. Sin
ir más lejos, ahora mismo veo escaneadas algunas páginas de los
libros que leía David Foster Wallace. Previsiblemente resultan
llamativas. Se trata, nada menos, que de la escritura manuscrita
de un suicida talentoso sobre la escritura impresa de algunos
muertos ilustres.
Unos días más tarde me distrajo una publicación de Andrés Di
Tella en su muro de Facebook. El cineasta me taggeaba y titulaba
en mayúsculas “ROBO EN LA BIBLIOTECA NACIONAL.” Luego
acusaba de plagio, sin mucha puntería ni criterio, a la Biblioteca
Nacional, al diario La Nación y a todos los implicados en el asunto.
Lo plagiado era el ciclo Libro Marcado de Cecilia Szperling. Copio
el principio, respetando el feroz uso de mayúsculas y la puntuación:
“Con incredulidad -y dolor- descubro un MOCO en la impecable
gestión de Horacio González de la Biblioteca Nacional de la
República Argentina. La nación de hoy titula en tapa “Libros
marcados”, anunciando una próxima muestra en la Biblioteca de
libros de escritores con marcas de sus lecturas, curada por Esteban
Feune de Colombi. Pregunto: ¿El curador no conocía el ciclo LIBRO
MARCADO de Cecilia Szperling que transita desde hace años (2008

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fue el primero, con María Moreno y Daniel Link) por bibliotecas de
la ciudad y, en los últimos años, en el Malba-Fundación Costantini?
¿Por qué se repiten muchos de los mismos autores que pasaron por
ese ciclo? ¿No lo conocían las autoridades de la Biblioteca, que se
prestan así a un robo de autoría intelectual flagrante? Decime algo,
por favor, Ezequiel Grimson, Director de Cultura de la Biblioteca,
que no lo puedo creer… ¿Qué van a hacer al respecto?”
Consciente de lo que hacía, le puse a Di Tella que no era para
tanto. De inmediato, el cineasta me enfrentó. Denigró mi postura,
insistiendo de forma caprichosa en la suya. Me pidió, casi me ordenó,
que no fuera “canchero.” Estaba dolido. Defendía el trabajo de su
mujer. Lo entendí. Tampoco le faltaban pruebas. Desde luego me
sedujo producir la escenita de un italiano plebeyo del sur, literato de
los arrabales, bajándole la térmica a la indignación a un Di Tella tan
reconocido. Facebook facilita esas miserias. Luego se sumaron Marc
Caellas, funcionarios de la Biblioteca Nacional, María Pía Lopez, la
misma Cecilia Szperling, el siempre atento Daniel Gigena y el coro de
las redes sociales. Todos con mayor o menor criterio trataron de ver
qué ocurría mientras tomaban parte a favor o en contra. Al parecer,
nadie soportaba esas coincidencias. La disputa se planteaba –¡en
estos días!– alrededor de la originalidad y sobre un vago sentido del
derecho de propiedad. Entendí que la nota de La Nación, bastante
pésima, titulada “¿Cuál es la huella que deja el paso del lector por un
libro?” y firmada por una tal Constanza Bertolini, había encontrado
sus lectores. Una vez más el periodismo especializado en manos
de gente bruta y desinformada metía ruido. No había novedad ahí.
Luego se dijeron algunos comentarios cruzados más y, como suele
suceder, la cosa siguió en Facebook hasta que se la abandonó. Aunque
no me guste admitirlo, lo que aquí escribo forma parte de esa serie
bastante irreflexiva, que no evita ni la mencionada lituraterre, ni el
proliferar despiadado del significante, ni mucho menos ser versión
de las “publicagaciones.” Se sabe: las redes sociales son como las
olimpíadas para discapacitados. No tiene sentido discutir ahí. Ganes
o pierdas seguís siendo un mogólico. (Actualización: ya no es posible
ver la denuncia ni el intercambio posterior. Lo último que llegué a leer
fue que un tal “Libedinsky”, cito el nombre de memoria, politizaba la
discusión, aprovechando para atacar la gestión de Horacio González
en la Biblioteca. Supongo que Di Tella comprendió que escribir
enojado y controlar las repercusiones implica un saber del que carece
y decidió cortar por lo sano sacando de circulación el exabrupto.)
Bien: libro marcado, libro leído, entonces. Subrayados, notas

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manuscritas. Moco, robo, denuncias, dolor. Dudas y olvidos. La voz
del margen, la voz central. La indignación. La burocracia cultural y
periodística. ¿Y si leyéramos más allá preguntándonos qué buscan
estas dos intervenciones, el conocido ciclo de Cecilia Szperling y la
muestra de Feune de Colombi? Lejos de mí está desmerecer estas
actividades, donde es evidente que se vuelca tiempo, creatividad,
ideas y esfuerzo. Sin embargo, debo decir que estamos aquí frente a
dos intentos de objetivizar la lectura, de encontrarle una materialidad
al acto, siempre vaporoso, de leer. ¿Siempre? No me importa tanto,
debo decir, la acusación de plagio o la fortuna de las coincidencias,
el trazo grueso o fino de una caligrafía privada. Sí me interesa el
fracaso de estas búsquedas. Digo: la lectura siempre se revela en
otra lectura. No hay posibilidad de escapar de ese espiral, de esta
duplicación, de este pliegue. No se puede lidiar con lecturas sin leer.
Solo con una lectura puedo mostrar la lectura del otro. Apreciar
si un narrador prestigioso o un poeta homosexual hace o deja de
hacer muñequitos, florcitas, genitales o asteriscos en las páginas
de los libros que atesora, me dice poco, casi nada. Mucho más me
dice una reseña perdida sobre su obra en un blog ya abandonado,
un comentario oral en una radio o en un pasillo. Ahora bien, hay
más. El tercero necesario que excluyen Cecilia Szperling y Feune de
Colombi, esa figura que se pierde en sus intervenciones, es el crítico.
El crítico señalado como aquel que escribe en una segundidad
apabullante, el que descifra, modifica y redacta, a conciencia, sobre
lo que escribieron otros. Los medios que usan Szperling y Feune
de Colombi son afines –la fotografía, la entrevista– a géneros del
periodismo gráfico que también disimulan la subjetividad de la
lectura ofreciendo objetos sobre los que parece decirse “hablan por
sí solos.”
Podemos inventar mecanismos y máquinas y soportes de todo
tipo, recurrir a la performance, al periodismo, a las imágenes, a
la música, a las hojas de un libro viejo, a fotocopias, a scribd.com,
podemos usar archivos de word, odt, pdf, epub, mobi, las paredes de
un baño: pero al acto de leer solo se lo encuentra en la producción
misma de una lectura. Ningún soporte, por más alterado que esté,
por más intervenido o retratado que se proponga, produce, en
soledad o exhibición, intercambio alguno con el Logos. En este
plano, para existir, la cosa debe ser interpretada. No hay asepsia,
humildad o arte que valga contra esto. La lengua es el sistema de
signos privilegiado donde se dirimen estas confrontaciones y,
como dijo Henri Meschonnic, ahí siempre es la guerra. Así las

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cosas, tanto las intervenciones de Feune de Colombi como de las
de Szperling me resultan insatisfactorias. Queribles, entusiastas,
cálidas, curiosas, pero insatisfactorias. Intensas, pasatistas,
afectadas, bienintencionadas, sí, pero, insisto, irremediablemente
insatisfactorias. Lo digo una vez más: no es en los subrayados donde
aparece la lectura de un autor sino en su propia obra que a su vez
debe ser leída.
Déjenme insistir, ser redundante, tanto el ciclo “Libro Marcado”
como la muestra “Leídos” surgen con un ánimo que, desde mi
perspectiva, es fetichismo ingenuo o incluso perezoso. Se presentan
como atajos, a veces simpáticos, sí, pero siempre estériles. Si
vemos lo que subrayan estos creadores, ¿sabremos más de sus
obras? ¡Cuánta fragilidad! Lo dije, estoy lejos de impugnar estas
actividades. Pero sé que el proceso de ostranenie funciona de otra
manera. Podría convalidar, con algo de esfuerzo, que el trabajo
Feune de Colombi y el de Szperling lleva a un proceso de anagnórisis
por el cual recuperaremos la figura del lector. Pero no se me escapa
que al final del túnel, más allá de esos accidentes sígnicos escritos a
mano, lo que termina brillando es la función ninguneada del crítico,
la función del que dice que no, la función final del lector profesional,
la función de la impugnación y la legalidad, detestable, parasitaria,
imprescindible.
No fui a ver la muestra de Feune de Colombi. Hace mucho tiempo
que la Biblioteca Nacional me queda lejos. No soy ni fui su habitué.
Luego, los tan mentados subrayados, como le decía a Andrés Di
Tella, no me parecen importantes. ¿Y si lo fueran? ¿Y si hubiera
vencido mi inercia? ¿En qué habrá terminado el retrato de mi librito
de Lombroso? ¿Se lo incluyó en la muestra? Cuando este artículo
salió publicado en la Revista Paco, lo ilustré con imágenes de mi
ejemplar de La izquierda lacaniana, el libro de Stavrakakis que
Feune de Colombi no fotografió. Creo que es un libro con lecturas
complejas y sofisticadas, sin más, un libro excelente.

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Brenda zombie

Hace unos días salí a caminar por mi barrio y encontré un cuadro


en la basura de un vecino. Dudé pero finalmente lo rescaté del árbol
donde lo habían dejado con otros desperdicios. Enmarcada con
solidez, la foto central del cuadro aparecía rodeada de un amplio
margen blanco en el cual se leían inscripciones hechas a mano.
Parecían mensajes de salutación, amables, breves. La festejada era
Brenda, la joven de la foto, que se veía descompuesta y agredida
por la humedad. Ella, Brenda, seguía ahí pero de otra manera,
transformada. Y las modificaciones de su cara no solo ocultaban o
le hacían perder definición a sus rasgos sino que parecían develar la
porosidad extrema de su piel, la fragilidad de su carne y sobre todo
exponían una dentadura animal. No tardé en darme cuenta de algo
evidente: el tiempo y la intemperie habían zombificado el retrato de
Brenda. Y lo habían hecho con talento porque perduraba de su cara
original el expresivo ojo izquierdo, ese mismo pómulo, una oreja,
la frente. También una larga cabellera de color castaño. Antes de la
deformación, la imagen había transmitido, estoy casi seguro, una
idea de bienestar reposado, poco sensual, aunque joven y saludable.
Ahora que tengo el cuadro en mi casa compruebo que el contraste
entre el paso del tiempo y los buenos deseos de los mensajes
que rodean la foto definen un objeto irónico. Copio algunas de
esas inscripciones: “Bueno, Bren, ha llegado la gran noche gran,
realmente espero que la pasemos re bien. Gracias por acordarte
de mí e invitarme. Guada.” “Brendi, Te quiero muchísimo. Felices
quince años. Te deseo lo mejor. Naty.” “Bren, te adoro mucho, no
tengo mucho tiempo para escribir, pero te deseo lo mejor del mundo.
Besos, Lula.” Los mensajes se mantienen dentro de ese registro
casual y positivo. No, no había poetas entre los amigos y parientes

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de Brenda. Si los había, no los invitó a su fiesta. Lo que varía, en
todo caso, es la caligrafía y tampoco tanto. ¿Por qué los mensajes
están escritos en tinta roja? Supongo que el retrato se ofrecía a los
comensales en algún lugar estratégico de la fiesta para que dejaran
su marca en él y se les facilitaba una estilográfica de ese color.
¿Se trata entonces de un memento mori ready-made? No es,
como fuere, un efecto excepcional. Tal vez el objeto en sí, quizás
esas coincidencias... Pero el efecto final, ese producto, no me resultó
algo inédito. Todo memento mori es un ready-made. La muerte ya
está lista y es garantía desde que nacemos. Y esto incluye a nuestros
arrogantes símbolos, que se desgastan, y nuestros materiales
artísticos, artesanales o industriales, que cambian y dejan de ser lo
que eran. La entropía no respeta los buenos deseos. Ni las mejores
intenciones nos salvarán de la degradación. Ese cuadro, recuerdo
de un momento de felicidad que debía ser inolvidable, ese artefacto
concebido para durar, ese souvenir, se transformó en basura
antes o después de que lo atacaran los elementos corrosivos de la
intemperie. Y queda claro que hubo una decisión consciente en
tirarlo, en descartarlo. No expongo un juicio moral en esto, solo el
señalamiento de una dirección que se puede postergar, complejizar,
retrasar a base de talento, pero no evitar. Quizás una obra de arte
famosa nunca sea basura pero cada día que pasa se acerca más a
su estadio final de polvo y desintegración. Lo dijo Tyler Durden:
“Nothing is static. Even the Mona Lisa is falling apart.”
Así, el único aporte significativo que realizó Marcel Duchamp
a nuestro conocimiento de qué es el arte no fue menor ni pasó
desaparecido. Tampoco se trata de algo que él inventara o
descubriera. Sino más bien al contrario. La operación de Duchamp,
que entretuvo y benefició a muchos académicos a lo largo del siglo
XX, se parece bastante a una operación de simplificación. En sus
mejores momentos, puede ser sorpresiva. En sus peores momentos,
infantil y banal. El ready-made señala algo que ya sabemos desde la
antigüedad greco-latina, y que, por mencionar apenas dos ejemplos,
el Siglo de Oro español y el siglo XVIII francés comprenden y
transmiten con precisión: el arte implica, demanda y se constituye a
partir de un marco. Nace y sucede, podría decirse, con esa restricción.
Del otro lado, el dripping de Jackson Pollock y el expresionismo
abstracto norteamericano emergen menos fóbicos que el ready-
made de Duchamp. No es irónico. No pretenden ser ingeniosos y
demandan fuerza física, mientras sus artistas trabajan con el azar y
la materia desde el error. Reproducción fractal del pifie, del asco, de

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la desidia, el dripping nos habla desde el centro del siglo XX de esa
organicidad contemporánea de la cual no podemos escapar.
¿Convocaba la Brenda alterada desde el efímero vertedero
esas dos tradiciones que podemos leer enfrentadas? En el
cuadro, resultaba llamativo que la foto se hubiese descompuesto
y todas las felicitaciones se leyeran sin mayor dificultad. ¿Una
degradación selectiva? El registro del saludo mundano permanecía
ahí, inalterable, mientras el rostro de Brenda, su identidad, se
desdibujaba. Las leyendas y la foto estaban hechas de materiales
que podían reaccionar de forma diferente al acoso de los agentes
externos pero ¿no resulta ese azar –y creo que el azar acá es casi
el tema excluyente– sintomático? ¿No nos habla esta casualidad de
algo contemporáneo? Lo que sí podemos leer de forma inequívoca
es que este marco emerge como literalmente social. En rojo, el color
de la advertencia, está la bondad de un grupo de personas que,
rodeando la cara de Brenda, se expresan de manera similar, casi
idéntica, incluso intercambiable. Ahora bien mientras ellos siguen
brindando con alegría y entusiasmo, ella se desfigura.
Sin embargo, ese marco social no es el único recorte posible.
Como sabemos nunca hay un único marco. Para empezar siempre
hay dos. Nuestros ojos y nuestra mirada posicionan, tienen un
límite intelectual y físico. Y enseguida está el soporte. De hecho,
hoy en nuestros consumos el marco y el soporte están mezclados y en
tensión. Hasta hace muy poco el retrato de Brenda con las marcas de
su degradación y rodeado de las anotaciones apuradas y deslucidas
de sus allegados podría haber sido expuesto con cierto beneficio en
una galería. Todavía puede exponerse. ¿Sería percibido como arte?
Desde luego. Sin embargo, sentimos, al imaginarlo en la habitación
iluminada y sin muebles de una galería, que ese no es su lugar.
Expuesto así el cuadro rescatado de la vereda porteña sería “arte” en
el sentido más tradicional que se le dio a la palabra “arte” en el siglo
XX. Mientas que fotografiado y compartido en Facebook, cambiaría
y sería apenas una punta más del millón de aristas y pliegues de
las redes sociales. Aparecería ahí como una ocurrencia, como una
ligera, muy ligera, excentricidad. De hecho, todo lo que expongo en
este texto podría figurar en Facebook resumido en un epígrafe como
“El destino de Brenda”, “El final de los quince” o algo por el estilo. Si,
por el contrario, organizara las fotografías que tomé en un sitio web,
sin textos, el gesto sería percibido como un ensayo en imágenes
que yo agregaría a mi curriculum de forma válida en el caso de que
quisiera hacer carrera como artista plástico. La mínima curadoría

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podría incluir un título lírico y pretencioso como Bienaventurada
o uno psicoanalítico como Semblante. También podría escribir
un artículo sobre todo eso, como, queda claro, estoy haciendo
aquí. Cada una de estas instancias recortaría una mirada y un
público diferenciado pero de ocasional superposición. ¿Generarían
respuestas diversas en esos públicos más allá de la indiferencia?
El marco hoy es el circuito y el circuito es el marco. La palabra
“circuito” se presenta, así, como la clave. Ya no se trata del soporte,
entonces, sino del circuito en que se presenta la obra. Y esto tampoco
es nuevo, ni siquiera novedoso. Sin embargo, que exista un soporte
de acceso instantáneo producto de la combinación de Internet, redes
sociales y fotografía digital sí es nuevo, al menos para la historia del
arte. ¿Cuál es el recurso de los artistas frente a la irrupción de estos
nuevos medios? Que el arte para ser arte tenga que autodefinirse
como arte va contra los supuestos modernos de que el arte debe vivir
por sí mismo, más allá del concurso de las explicaciones del artista.
Hoy los artistas se ven, muchas veces, en la necesidad paradójica de
explicar sus obras siendo al mismo tiempo juez y objeto de juicio.
Todo esto deriva, una vez más, en la necesidad inalienable de la
crítica como institución y los críticos como personajes dinamizadores
del campo intelectual. La noticia reciente de que Japón cerrará
universidades de humanidades puede ser tomada en este contexto
como un signo de intransigencia utilitarista –los japoneses tienen
hecha su fama– o uno de furibunda actualización. Copio de una nota
que encuentro en un portal: “Veintiséis universidades japonesas se
disponen a dejar de impartir clases o disminuir los cursos de Ciencias
Sociales y Humanidades a raíz de un decreto ministerial que ordena
a las facultades sólo servir en áreas que llenen mejor las necesidades
de la sociedad. La iniciativa, que ha generado controversia, le ha
valido al gobierno la acusación de llevar a cabo una política anti-
intelectual.”
Vale resaltar esa frase: “Servir en áreas que llenen mejor las
necesidades de la sociedad.” Como fuere la crítica no depende de las
academias. El académico, el facultativo, pocas veces desarrolla un
carácter crítico. Más bien su ánimo es gregario, medido, cuando no
directamente acomodaticio. Más todavía en nuestras universidades
masivas donde los proyectos de investigación no están compelidos
a exponer resultados, las cátedras funcionan como pequeños feudos
y el trabajo intelectual goza de todo tipo de privilegios adquiridos.
(No hace falta más que revisar la burocrática nómina del CONICET
para comprender esto.) Una vez formado –y para eso necesita una
biblioteca, no necesariamente una academia– el crítico precisa un
medio para dar a conocer sus lecturas. La crítica, así, es una actividad
eminentemente social.
La noticia de las clausuras japonesas bien puede ser falsa,
atendiendo a los juegos a los que ya nos tiene acostumbrados la web.
(Juegos que, desde luego, forman parte de lo que aquí se analiza.)
Sin embargo, la disyuntiva entre pasado y presente, entre tradición y
modernidad, sigue ahí. Si continuamos pensando con categorías del
siglo XX probablemente nuestra identidad comience a desdibujarse
como el rostro de Brenda. Y también es muy posible que a nuestro
alrededor, enmarcando ese desvanecimiento, un coro de anónimos
convidados, ignorantes y con insípidos aspavientos, celebre nuestro
final.

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La mujer pintada

Una vez, mientras tomábamos una cerveza en su casa, Francisco


Marzioni me contó que, en Rafaela, la ciudad donde nació, era
cliente habitual de lo que en Santa Fe llaman “canje” y acá sería
“librería de viejo.” Ahí consumía sobre todo historietas. No me
costó nada imaginarme al joven Marzioni revolviendo pilas
de libros y revistas en un local de vidrios mugrientos. Antes
de Internet –lo sé muy bien–, esa búsqueda se hacía con una
mezcla intensa de entusiasmo y esperanza. Encontrar algo bueno,
lo cual era posible, generaba alegría y una sensación de triunfo difícil
de olvidar. Por eso muchos lectores entrenados en el fin del siglo XX
se resisten a la web, a su lógica y a sus dispositivos. Desde luego, ya
esa vez, tomando esa cerveza, los dos sabíamos que Internet era, por
mucho, el mejor lugar para buscar, el Gran Canje, la Gran Librería de
Viejo del Mundo. Pero lo que importa es que esa noche Marzioni me
contó que en Rafaela había alguien, no se sabía quién, que pintaba
las revistas. Pero no pintaba cualquier cosa. Pintaba los cuerpos de
las mujeres. Pedí más explicaciones. Esto es lo que se me dijo: un
lector cualquiera de Rafaela terminaba su Nippur Magnum o su
D’Artagnan y cuando iba a cambiarla por otra, si elegía una revista
impresa en blanco y negro, recibía la misma promesa de aventuras
errantes, pero era posible que, esta vez, las mujeres aparecieran
coloreadas en rojo o naranja. Al parecer las revistas intervenidas
circulaban por todos los locales de canje de la ciudad. Enseguida
pensé que Marzioni me engañaba para su regocijo. No dije nada.
Pasó el tiempo. Bastante después tomábamos otra cerveza con
él y con el especialista rafaelino en comics Matías Depetris y en
un momento aparecieron las revistas. Una Skorpio y una Fierro.
“Acá están, para vos que no me creías” dijo Marzioni. Depetris las

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hojeó y comentó enseguida: “Ah, el loco que pinta las mujeres.”
Yo también las miré. Me sorprendí. Por un momento pensé que
Marzioni se había puesto en campaña para hacerme caer. Dudé.
Me costaba imaginarlo consiguiendo los marcadores, poniéndose
a pintar, fabricando, laborioso, la mentira. Porque, sí, las mujeres
estaban ahí, prolijamente coloreadas en cada una de las viñetas
en las que aparecían. El trabajo implicaba una disciplina y un arte
obsesivo de los que Marzioni carecía. Le pedí las revistas y él me
las regaló, con una sonrisa de triunfo.
Esa misma noche me quedé despierto hasta tarde leyéndolas.
La situación resultaba un poco anacrónica para mis rutinas pero
la disfruté. Encontré lo que esperaba: historias de ciencia ficción
apocalíptica, gauchos matreros, violencia, drogadicción y heroísmo,
mejores o peores guionistas, casi siempre excelentes dibujantes,
mucha ironía, humor negro, cartas de lectores, publicidades de
productos que ya no existían, perdedores románticos y acción. En
la tapa de la Skorpio se informaba que, al momento de su salida,
marzo de 1993, había costado seis pesos. La Fierro era todavía más
vieja, al punto que su precio original, en mayo de 1988, había sido de
doce australes. Y en las dos, las mujeres, voluptuosas o incidentales,
protagonistas o secundarias, aparecían contrastando con el blanco
y negro en naranja o en fucsia. Si no había mujeres en la historia,
sucedía en varias ocasiones, “el loco que pintaba las mujeres” no
intervenía.
El gesto me resultaba algo escolar, incluso infantil. Pero al
mismo tiempo altamente conceptual. ¿Se pintaba para poseer? ¿La
intervención implicaba un esfuerzo, una fantasía, una resignación?
¿El artista trabajaba a consciencia o lo hacía para distraerse, al paso,
sin darse cuenta? Lo segundo se me antojaba poco probable. La
escena me conmovía. La pienso así: en una ciudad de provincia, un
lector anónimo, a medida que lee, va modificando lo que lee de una
forma simple, visible y precisa. Su arte es privado. Circula porque
él, el artista, no lo atesora, al contrario, lejos de retenerlo, lo ofrece
a otros lectores montado sobre la lógica del consumo pulp. También
había un alerta. La modificación podía ser entendida como llamado
de atención: donde el lector inocente se entretenía, él resaltaba el
poder disruptivo del cuerpo de la mujer.
Cuando le comenté el caso a una amiga me respondió, sin más: “es
un perverso.” Quise mostrarle las revistas pero, aparte de veloz, fue
terminante: “es un perverso.” Después me contó del video del taxista
mexicano que se masturba mientras habla con su pasajera. No

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insistí con mis historietas ñoñas y coincidí en que el video del taxista
era terrible y asqueroso, y también muy triste. Pero las revistas
intervenidas no tenían nada que ver con ese video. Patologizar sin
mediaciones la excentricidad, o al que lee de forma diferente, me
pareció un error grosero y peligroso.
Las relaciones entre los hombres y las mujeres ya son
complejas al punto de la fantasmagoría y la impenetrabilidad.
Enfrentarlas con un mandato específico que supone violencia
innata en el otro lo único que hace es terminar de entorpecer
y enturbiar ese diálogo. Puedo ser todavía más pesimista y
bibliográfico. Prefiero, sin embargo, detenerme aquí y decir
que hay algo más: ¿por qué un hombre? ¿Por qué no pensar que
el que coloreaba a las mujeres era una mujer? El acto puede o
no ser libidinal. Posiblemente lo sea. La figura de una mujer se
modifica para, de alguna manera, ser parte de la percepción y
la historia de ese cuerpo. El color intenta una caricia, exhibe un
deseo. Sin embargo, ¿qué marca sentencia que el responsable
fuera un hombre? Incluso podían ser varios artistas, una pareja
que jugaba y se divertía con reglas que a nosotros nos resultan
herméticas. Pero más allá de la vulgarización de un término
clínico específico, me interesa resaltar que, con una sola
respuesta de tres palabras –“es un perverso”–, mi amiga había
exhibido todos sus prejuicios, resumidos en los mandatos y los
equívocos del habla de una época.
Termino con un detalle. En la Fierro que me regaló Marzioni
había una historieta de apenas una página dedicada al director
Roger Corman. Guionada por Pose y dibujada por Quattordio
se titulaba “Roger Corman presenta: Efectos especiales.” El
homenaje-parodia tomaba los rasgos formales del documental
televisivo y describía cómo el viejo Roger maquillaba y prendía
fuego a un “hombre vela” o cómo, para lograr más impacto en
una escena de apuñalamiento, hacía destripar un cerdo vivo. La
idea general de la página era señalar, con sorna, la poca moral y
el lúdico placer que exhibía el director de cine clase B a la hora
de filmar. En su brevedad, la historieta tematizaba con especial
precisión las tensiones entre ética y arte. Para lograr un buen
efecto de derrumbe, ¿vale tirarle cuatro toneladas de escombro
encima a Jack Palance? La pregunta no resulta privativa del
arte popular que, ya sabemos, se mezcla muy rápido con el arte
prestigioso. De hecho, Corman participó en la financiación de
la Fitzcarraldo de Herzog. Lo cuenta el mismo Herzog en su

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libro Conquista de lo inútil. Con objetivos éticos y estéticos
diferentes, tanto Corman como Herzog podrían haber incluido
la historia de las mujeres pintadas en alguna de sus películas. A
ninguno de los dos les resultan ajenas las aristas más primitivas de
esa obsesión.

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Apuntes sobre la
pornocrítica

De todas las instituciones de la modernidad la crítica debe ser la


que peor comunica su función, la que más equívocos genera, la que
menos consenso logra como disciplina. Siempre hay alguien que
la reenvía a su punto de partida en la discusión contemporánea.
(Desde mi perspectiva, solo resulta superada en malentendidos
por otra institución igualmente amplia, indispensable y conflictiva:
el Estado moderno.) Así, en eterno retorno atolondrado, cada
cierta cantidad de tiempo alguien –un neófito, un desprevenido,
un malandra– pregunta “¿para qué sirve la crítica?” y la rueda se
activa desde cero otra vez. ¿Por qué? Los avances en la actividad
de la lectura, con mayor o menor presencia, forman parte de todas
las agendas universitarias. Pero el periodista, el interrogador de
turno, elige no saber, invoca el derecho a la tabula rasa e incluso
quizás rubrique su emprendimiento inquisitivo con la fórmula “es
un debate que nos debemos.” Rápidamente, entonces, se pasa de
la genuina interrogación a la desconfianza y a la pregunta retórica:
¿Tiene sentido la crítica? ¿Sirve para algo la crítica? ¿No estaríamos
mejor sin la crítica? ¿Quién es usted –se le habla desde ya al crítico,
se lo enfrenta–, quién es usted, se dice, para señalar qué debo ver,
leer, cómo debo consumir o apreciar el arte, las letras, una película,
un par de zapatos, quién es usted para encarnar finalmente la
crítica? Pero ya en este simple recorrido se activan contradicciones
y justificaciones que ponen en evidencia a los locutores. El que
cuestiona ese autoadjudicado “rol de la crítica” ejerce la crítica.
¿Cómo escapar, entonces, de ese espiral? ¿Cómo saltar afuera de

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la modernidad, de nuestro romanticismo intrínseco, de nuestras
mínimas vanidades? No, la casa de piedra de la lengua está habitada
también por los fantasmas de la crítica. Esta vez, al menos, la
ignorancia no nos salva.
En la misma división entre la cosa –el objeto– y el que la lee –el
sujeto– se encuentra el germen, la realización primaria de la crítica.
Si el escultor trabaja el mármol, el crítico luego juzgará ese trabajo.
Discutirán por eso, polemizarán, formarán escuelas artísticas,
fundarán revistas especializadas y partidos políticos, dejarán que
las miserias, el narcisismo y el dinero los obsesionen, se batirán
a duelo, se escupirán en la cara, o se golpearán ya caídos, y luego
la misma vida se los llevará a la muerte. Pero ¿qué sucede cuando
son palabras las que deben ser juzgadas? Para ablandar su relación
brutal con la lengua, el hombre recibe –todavía no sabemos desde
dónde llega– la poesía y también sus derivados, verbigracia, todos los
géneros literarios. Cuando la poesía entra en la lengua, la lengua se
transforma en cosa. Y entonces el crítico puede juzgarla. Cosificado,
el poeta, que no puede separarse de sus palabras, se llena así de odio.
¿Cómo mis sentimientos, mi magnífico talento, esta entrega y mi
sacrificio sufren la evaluación de otro? Por supuesto, la pregunta
llega cuando el veredicto es negativo. Ningún poeta presenta queja o
batalla si se lo celebra. La fantasía última, entonces, se constituye en
una sociedad feliz donde todos sus individuos gozan sin necesidad
de intermediarios, donde nadie explica ni complejiza nada porque
ya todo es percibido en sus rasgos sublimes. Esta fantasía social
intenta borrar la incómoda voz del crítico, ese personaje que, insisto,
acompaña desde siempre a la modernidad.
¿El último avatar en la ilusión del destierro final y definitivo
del incordio de la crítica es Goodreads.com? No tanto. Veamos.
En un primer acercamiento, Goodreads.com se presenta como
algo muy simple. Wikipedia dice que “se trata de una comunidad
de catalogación de lecturas lanzada como el proyecto privado del
programador independiente y emprendedor Otis Chandler en 2006.”
El sitio ayuda a “seleccionar libros del catálogo de la propia página
para crear sus propias estanterías digitales y listas de lecturas.” Con
la lógica de una red social especializada, Goodreads.com alienta la
creación de grupos de debate, foros de intercambio, largo etcétera.
En diciembre del 2007, y siempre según Wikipedia, había superado
los 650.000 miembros y los diez millones de libros. En julio de 2012,
declaró tener diez millones de usuarios. Hace muy poco se supo que
lo compró Amazon. Esta compra, desde luego, cruza arte y comercio.

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La situación ideal se esbozaría de la siguiente manera: mientras el
lector lee y comparte, clasifica y le otorga un puntaje a lo que está
leyendo en su Kindle u otro dispositivo similar, Amazon toma esa
información y la aprovecha para ofrecerle obras que podrían ser de
su interés. Las opciones llegarán por género, por autores, por idioma,
u otras afinidades. Nos hallamos una vez más frente al viejo juego
aproximativo de las estadísticas. Extremando el mecanismo aparece
la utopía mencionada. “Ya no necesitamos que nos digan qué leer, el
acto mismo de la lectura informado a un algoritmo nos abastecerá
con precisión” podrían decir los fundamentalistas de Goodreads.
Pero ¿cuántas veces prometieron los números medirnos más allá de
nuestros desvelos filosóficos? ¿Y cuántas veces nos decepcionaron?
La burbuja digital –tomo el término de un artículo de Nicolás
Mavrakis– da la idea de autonomía. Pero si el círculo se estrecha
demasiado, la sociedad utópica se licúa. ¿O será Goodreads como
quería Oscar Wilde una nación de críticos? La idea de comunidad,
digital o analógica, parece inherente a la rutina de la lectura. Desde el
monasterio medieval en adelante leemos en soledad pero rodeados
de otros lectores que condicionan nuestra forma de leer, nuestros
libros, nuestras manías. La pregunta, formulada de manera más
tendenciosa, sería: ¿hay alguna posibilidad de que un robot digital
reemplace al lector especializado que da su juicio como parte de
un trabajo remunerado? Esta fantasía –la ciencia ficción exploró
a conciencia sus reflejos– implicaría el fin de la modernidad. Pero
más allá de eso, ningún robot ni programa ni algoritmo va a poder
reemplazar la artesanía dispendiosa del crítico. En esa comunidad
ideal, agresiva o complaciente, estará el que lea más rápido, el que lea
con más precisión, el que marque un ritmo, una tendencia, y si esas
lecturas se escriben y exhiben con la suficiente asiduidad, el crítico
terminará por emerger. Mientras esta etapa de la modernidad siga
adelante, nosotros, los críticos, siempre estaremos ahí.
Pasemos ahora a la pornografía generando un discutible y pringoso
salto de la letra a lo visual. ¿Quiénes son los críticos del porno? Hasta
hace muy poco tiempo, la pornografía era una actividad secreta, privada,
demasiado íntima. Desde las postales eróticas del siglo XIX hasta los
sexshops de fines del siglo XX, los hombres conseguían sus materiales
masturbatorios con sigilo. La socialización de estos productos, en
sus más diversos soportes, era discreta. Todo ocurría entre sombras.
(“Tout ce qui est intéressant se passe dans l’ombre. On ne sait rien
de la véritable histoire des hommes” decía Celine y Carlo Guinzburg
lo citaba para abrir El queso y los gusanos.) ¿Internet trajo la luz? Al

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menos abrió una persiana que nos obliga –subrayo el verbo– a espiar.
En ella, en la web, el paisaje de la democratización global de la
pornografía hiperconectada arrecia de tal forma que hace quedar al
atentado contra el World Trade Center como un incidente libidinal
doméstico.
La otra democratización masiva, la de la lectura vía las mejoras
en los procesos de impresión y la invención del lector de novelas a
fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, terminó de definir
la figura del crítico como la conocemos hoy, con toda su histriónica
gestualidad, y lo transformaron en un actor imprescindible del
recorrido del libro. Recién hace quince años el porno comenzó su
expansión abrasiva volviendo nuestra percepción más exigente
y confusa. Ahora mismo penetra nuestra vida diaria digital con
publicidades de Enlarge your penis, ofreciéndonos sexo con
mujeres maduras, instalando categorías amatorias o regularizando
una pedagogía que incorpora los gadgets del exhibicionismo
contemporáneo. Siempre lo hizo. Siempre hubo gente que se filmó
teniendo relaciones sexuales, incluso antes de que se inventaran las
cámaras y el cine. Hoy simplemente la máquina trabaja a otra escala.
Por eso vale preguntarse: ¿La democratización de la pornografía
nos traerá también sus críticos? ¿Los necesitamos? ¿O seguiremos
los consejos de nuestras computadoras, sus relaciones y propuestas,
ese método de asociaciones paradigmáticas que esperamos de
artefactos como Goodreads? Atracción, saturación, sofocación,
¿cuándo llegará el período de sofisticación? ¿O ese crítico, ese lugar
de la pornocrítica, existe y no lo estamos viendo? ¿Es demasiado
ingenuo decir que la pornografía como arte no avanzó porque carece
de críticos que la contrasten y confronten?
Mi sensación con la pornografía ahora es que necesito conocer
más. Y para conocer más lo que necesito es conocer más críticos,
y críticos que entiendan la crítica como un arte. ¿Espero que me
cuenten qué es la pornografía, cómo funciona, qué extrañas sinapsis
concurren en mí cuando mis fantasías son atendidas o desatendidas?
Creo que no. Y los porno-estudies de las universidades progres
de los Estados Unidos, que responden estas preguntas, o intentan
responderlas, no llenan el vacío de la crítica. Al contrario, lo
amplifican. Ya cansa un poco la academia con sus chiclosas cargas de
conciencia, sus bibliografías obligatorias, sus manuales de género, y
esos papers donde se cita a Hegel para hablar de Rocco Siffredi. La
taxonomización utilitaria del periodismo se acerca un poco más a
mi demanda. Pero cuando termino de leer el muy completo informe

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comparativo de Pornohubs sobre qué prefieren los norteamericanos
y qué eligen los rusos sigo en el mismo lugar, sin enriquecer mi acervo
personal de nombres, películas, fotos o libros. (Aunque ahora sé que
America runs on anal.) ¿Es The Porno Critic el estado de la crítica
sobre porno? Un hombre joven, pálido, con la camisa abrochada
hasta arriba y lentes, opina de forma chistosa sobre películas XXX
en YouTube... Más bien se trata de una parodia del crítico. Pero al
menos cita una buena cantidad de films, jerarquizando y armando
un corpus. Quizás la crítica del cine porno, que parodia historias
y personajes del cine mainstream, deba ser necesariamente
paródica. Luego hay sitios especializados, como orgasmatrix.com,
que se animan a recomendar pero muy pocas veces a desestimar.
Y en la Argentina, entre el periodismo especializado y la teoría
filosófica, tenemos a Luis Diego Fernández, cuya expertise
desperdiciamos porque no se le abre un espacio rentado con el fin
de que comunique su saber y su trabajada filmoteca. Por eso sigo
pensando que la pornocrítica es una disciplina perdida y vivimos
más cerca del modelo de comunidad horizontal que plantea en
abstracto Goodreads. Los sitios que proveen material gratuito,
como TubeEight, Pornotube, Redtube, ofrecen un entramado
frondoso pero demasiado homogéneo. Encontrar un plus depende
de las horas invertidas –o minutos– y la curiosidad y la ansiedad del
cibernauta.
Pese a esto, hubo movimientos recientes. A la grilla de base que
clasificaba según sus prácticas –oral, anal, threesome, gangbang–
se le fue oponiendo otra sintaxis narrativa con innovaciones que la
pornocrítica podría describir y señalar como aciertos. Desde luego,
la escuela que domina todavía es el realismo-documental; domina y
se perfecciona pero también se estanca. El grueso de la producción
hace hincapié en la variedad de actrices y una acotada y previsible, ya
casi estandarizada, selección de posiciones. La película arquetípica
de hoy –que ya nadie ve completa, si esto alguna vez sucedió– es
la parodia del film exitoso o de moda –desde El planeta de los
simios hasta Titanic– que en determinados momentos se detiene
para dar paso al coito, tomado en planos y secuencias que abren
con una felación y cierran con una eyaculación. Otras innovaciones
proponen el cruce entre el monstruo y la ternura. En una habitación
cerrada un panda gigante juega con una chica joven. La inocencia
torpe contrasta con el panda, que es macho. La refriega sexual se da
entonces entre ella y la bestia de peluche. Aunque el juguete para
niños erotizado quiebra un margen, la escena es primitiva y rústica.

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Bastante más sofisticada se me antoja la mujer flexible, donde el
cuerpo elástico torsiona la relación con el partenaire desde el mismo
cuerpo pornográfico.
Sin terminar de romper la cronología sexual, pero descartando
el humor, encontramos las estilizaciones seudo-experimentales de
Andrew Blake. Lo de Blake es porno de alta gama, donde las mujeres
son siempre bellas y los encuadres y la iluminación aparecen ligados
a la idea de “calidad.” Podría decirse que para Blake la trama sería
un residuo burgués de mal gusto, una convención innecesaria, que
fondearía el arte de filmar cuerpos. ¿Por eso la música que utiliza es
atonal? Su cine avanza sobre fetiches más delicados, relativizando las
funciones genitales: pies, sedas, vouyeurismo, bondage con cadenas
de plata, cuero, sonrisas, suspenso. En diálogo con la pornografía
estandarizada, Blake le da un toque europeo al pragmatismo
estadounidense. Sus escenarios son lugares lujosos, sus modelos
miran mucho a cámara. Algunas de sus películas resultan tan
sofisticadas que los trailers atraviesan la censura y podemos verlos
en YouTube.
Ahora bien, supongamos que existiera un Goodreads
gastronómico. ¿Lo aceptaríamos? ¿Cómo sería? ¿Siempre los
mismos productos, combinados de maneras ligeramente diferentes?
¿Sorpresas suavizadas, picantes que no sorprenden? Sabiendo que
nadie es compulsivamente vanguardista con la comida –más bien
todo lo contrario– se comprende muy rápido que la misma carne, la
misma salsa y el mismo pan que hoy nos satisfacen, en repetición,
terminarán por hartarnos. En nosotros queda, entonces, conocer
algo más, saltar sobre el cerco de un paladar que vuelve sobre sí
mismo. La forma de socialización de mercancías de Goodreads
tiene ventajas, esto es indudable, pero ¿cómo evitar el aburrimiento,
la pobreza, el aislamiento? ¿Cómo no caer en los gestos siempre
ingenuos del socialismo utópico? Y sobre todo, ¿por qué aceptamos
el Funcionamiento Goodreads en nuestra pornografía, la situación
de repetición de una escena, la baja modulación de propuestas?
La trampa de todo esto se ve cuando comprendemos que comida,
pornografía y libros, aunque estén íntimamente ligados, se
encuentran muy lejos de ser y funcionar de la misma manera. En todo
caso, más allá de fantasías y perversiones, satisfacen necesidades
diferentes.
Hoy la pornografía audiovisual avanza de manera lenta en sus
tramas y muy rápido en su producción y soportes. ¿Cuánto falta para
que la masividad pornográfica encuentre a su Jean-Luc Godard, a

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su Werner Herzog, a su Leonardo Favio? Si existen –y es probable
que existan, de hecho Bruce LaBruce se parece un poco a los tres–,
es el crítico el que debería ayudarnos a conocerlos. ¿O lo que debería
llegar es un Cervantes?
En esta diversificada y arborescente zona de la modernidad que
nos toca, refinar nuestro amor y nuestro odio parece ser el único
proyecto posible. La frase suena bien, épica, noble. Luego está
el día a día, la subsistencia, el roce cotidiano con el mundo. Por
eso nunca dejemos de dedicarle un pensamiento a esos héroes
mundanos que navegan entre la hipocresía y las pasiones, como
el protagonista del suelto que publicó el Beaver County Times,
un modesto periódico de Pensilvania, el 13 de junio de 1974, hace
poco más de cuarenta años. El titular decía: “Porno soviet critic
caught.” Y en media columna se contaba la historia de Alexander
Nikolukin, profesor moscovita que mientras mantenía un rígido
juicio sobre la literatura de Norman Mailer –condenándola por
viciosa– distribuía, atrás de la Cortina de Hierro, películas triple
X que había conseguido en un viaje a los Estados Unidos. Con un
mercado cautivo y una firme demanda, el profesor Nikolukin pasó
de intermediario a rodar producciones propias. ¿O no tuvo acaso la
nouvelle vague sus orígenes en un grupo de críticos? Me imagino
filtros azules y celestes, mujeres rubias sonriendo, interiores
decorados con el estricto y austero gusto soviético. ¿Dónde estarán
ahora esas películas? Según el Beaver County Times, el profesor
Nikolukin había conseguido la ayuda de su mujer y dos amigas.
“His interest obviously became more than academic” señala la nota.
El paso de la dirección a la actuación estaba asegurado y Nikolukin
llegó a protagonizar algunas escenas. Después de todo se trata de
un desplazamiento clásico, la tentación comprensible: dejar de
juzgar y contemplar el arte para comenzar vivirlo. Un corrimiento
que, en algún momento de su carrera, todo buen crítico contempla.

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Teorías, caducidad
y agenda

¿Qué fue la posmodernidad? ¿Una moda académica que


desbordó? Antes que un proceso histórico, la posmodernidad puede
ser vista desde la actualidad como un concepto que avanzó desde
la agenda universitaria hacia un más allá de reconocimiento casi
masivo. Pero, ¿no participó del discurso de las ciencias sociales y
de las humanidades? ¿No atravesó los requerimientos científicos
que imponen esas instituciones que son legión aquí y en el
mundo? Sea cual sea su recorrido en el pasado, ya nadie recuerda
a la posmodernidad. Nadie utiliza el adjetivo “posmo”, cumbre de
la vulgarización del concepto. Vive, eso sí, en la memoria de los
docentes y los estudiantes, en las inconsultas actas de congresos
centrales o laterales, en los viejos apuntes que todavía se demoran
en las redes, muchas veces en formato PDF.
Pero, ¿de qué estaba hecha esta posmodernidad? Había ingenio
en ella, y no poca sensualidad. Así lo atestigua Posmodernism, or,
The cultural Logic of Late Capitalism, el libro de Fredric Jameson,
cenit de la escritura elegante y la pose canchera de superación que el
tema demandaba. (Paidós lo tradujo en 1991. El año siguiente salía
por Planeta el megabestseller El fin de la historia y el último hombre
de Francis Fukuyama.)
Y sí, nos magnetizaba el atractivo romántico y tánico de decir que
algo ocurría, aunque eso que ocurría era la entrada en la inmovilidad,
el fin de lo mayor y el comienzo de lo menor, y la tergiversación y
mezcla de todo. ¿O no se excitaban el docente y el panelista de TV
al decretar el fin de los grandes relatos, un gran relato en sí mismo?

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La URSS había caído y Andy Warhol seguía más vigente que nunca.
¿Era eso que nos rodeaba parte de la modernidad que tan bien habían
descripto Marx, Freud y Nietzsche? ¿O ellos habían anticipado esta
era de posteridad? El gran ganador de esa pelea espuria parecía ser
Saussure, padre del giro lingüístico que no paraba de girar.
Algunos se resistieron. Nicolás Rosa para no quedarse afuera,
pero con cierto pudor, decía que no había sucedido un corte, que
esa etapa posterior era dependiente de esa etapa anterior, dado que
en la posmodernidad podía leerse la modernidad, y la llamaba, por
eso, transmodernidad. La opción sonaba interesante pero ya en ese
momento, pese a la ebriedad discursiva, resultaba insuficiente.
Lo más notable es que las “teorías posmodernas serias” sufrían,
gracias al entorno que ellas mismas creaban, una fuerte vulgarización
que las deformaba hasta el absurdo. Si eran flojas y frívolas, sus
divulgadores banales las llevaban a un extremo de parálisis festiva.
El arma defensiva consistía en acusar de “viejo”, “reaccionario” o
“anacrónico” al que insistía en politizarse de forma partidaria o
retomaba el concepto de clase. No había necesidad de esto último.
Con la posmodernidad todos podían gozar. Las excentricidades
eran no solo toleradas sino celebradas. ¿O no lograba un docente,
un psicoanalista, un militante, todavía joven, llegar tarde pero con
entusiasmo a la cocaína, la sodomía o la música tecno? Se combatían
así viejos entusiasmos revolucionarios y culpas nunca del todo bien
compartidas.
La subjetividad, entonces, tenía un valor y primaba sobre
la estructura. Y así apuntaladas, con poco sigilo, las teorías
posmodernas generaron pequeños guetos universitarios donde el
dinero y las rentas se repartían con la prolijidad y el nepotismo a
que nos tiene acostumbrados la academia, pero al mismo tiempo
ellas mismas inauguraban un marco conceptual donde ninguna
acusación valía mucho y todo lo personal era político y por eso nada
era político.
Luego de un tiempo prudencial, y millones de papers más
tarde, la posmodernidad simplemente desapareció. El debate
modernidad/posmordernidad se terminó de cerrar en Europa
después de la caída televisada de las Twins Towers y, en la
Argentina, cuando Fernando De La Rúa partió en helicóptero
rumbo al infinito. En el 2011, Andreas Huyssen dijo “hoy nadie
habla seriamente de posmodernismo.” Internet y un mundo que
ya no se percibía tan unificado abrieron nuevos horizontes para
otros maniqueísmos y otras escrituras. Pero como no podía zafar

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de su kiosco, Huyssen sacó un libro que se llama Modernismo
después de la postmodernidad. Es perdonable, porque todo pasa y
todo vuelve.
Creo que hay que leer libros malos. Si alguien me pidiera un consejo
sobre qué leer para escribir daría ese: lean libros malos. Desde luego,
hay que leerlos sin abusar, con cuidado, encontrando los defectos y
también, si las hay, y siempre se puede rescatar alguna, las virtudes
o los aciertos. Los escritores buenos son buenos porque en algún
momento leyeron malos libros y entendieron por qué eran malos.
Los escritores malos por lo general solo leen buenos libros, no los
entienden del todo y no tienen forma de contrastar con nadie ni
nada y quieren ser leídos con la devoción, comprensible, con la que
ellos leen a Joyce, a Beckett, a Rimbaud o a Foucault.
Lo mismo pasa con las teorías. Podemos sacar mucho provecho de
toda la bibliografía, ahora polvorienta y un poco jocosa, que trabajó
la postmodernidad. Sus pretensiones, su afectación, su impostura
y su falta de nobleza, hoy evidentes, conviven con un swing muy
especial. La primera línea de este catálogo perdido será mejor, la
segunda ya demostrará fisuras y luego el enorme receptáculo de
publicaciones académicas y monografías nos terminará por mostrar
la verdad de una época que ya pasó.
Al mismo tiempo, escarbar en teorías vencidas puede darnos un
poco de perspectiva sobre lo que pasa hoy. ¿Cuáles de las teorías
o los conceptos que manejamos en este momento serán cerrados,
con justicia, en el futuro próximo? ¿Qué parte de las ideas que
en la actualidad se esparcen por nuestros canales de diálogo que
nos llegan muchas veces con despiadado entusiasmo y adhesión
incuestionable, sobrevivirán a la inclemencia del olvido? No es
difícil ver que las redes sociales toman conceptos y los convierten en
causas y en herramientas de autoafirmación más allá de toda crítica.
De fondo a esta performance suena la música del narcisismo, la
sinfonía ansiosa de la presión social y el ruido de la desorientación.
Para el que no puede elaborar, paciente, un sentido que siempre es
frágil, el destino le confirma su atolondramiento.
Hace unos días Crónica publicó el siguiente titular: “El samba la
volteó y la desnudó.” La nota que sigue es apenas el copete de un
video: “Ocurrió en un parque de diversiones aunque no se tienen
precisiones del lugar. La chica y su novio disfrutaban de la atracción
hasta que ésta se movió tan fuerte que la tiró al piso y la despojó
de sus ropas. ¿El detalle? No tenía bombacha.” En el video se ve el
conocido juego en funcionamiento y, sin mucha definición, a una

45
mujer cuyo pantalón, al ser sarandeada, comienza a deslizarse
hacia abajo. La filmación no es nada del otro mundo. No alcanza ni
la categoría de softporno amateur ni llegará jamás a viralizarse. El
mundo puede espiar en otras zonas digitales accidentes y las partes
bajas de una mujer. Sin embargo, al publicitar la nota en las redes
sociales, los CM de Crónica eligieron esta frase: “¿Moraleja? No hay
que ir sin ropa interior al Parque de diversiones.”
Menos por Esopo que por la modernidad que finalmente sigue ahí,
hoy sabemos que la moraleja puede ser tanto o más interesante que
la moral. ¿Es una analogía demasiado extrema pensar que la agenda
política del día nos somete a los peligros de la vibración continua y
que eso puede dejarnos desnudos en público? Como fuere, me animo
a parafrasear la anécdota y a señalar que nunca hay que ir sin ropa
interior al parque de diversiones de las teorías. Necesitamos poner
algo más entre el pantalón social y las carnes pudendas. Entusiasta
o ingenuo, el precio del desafío a esa convención puede ser el
ridículo, que, por efímero, no deja de comportar una irremontable
incomodidad frente a los que tienen memoria.

6 de abril del 2016

46
Sobre la autonomía
literaria

El mayor dilema que enfrenta la escritura con pretensiones de


arte en la actualidad es la autonomía. ¿La autonomía, un dilema? No
es algo nuevo. Sin embargo, en sus extensiones, sus contradicciones
y sus raíces hoy se registran cambios. ¿Habría que pensar antes qué
significa la palabra “arte” ligada a la manualidad de escribir y, sobre
todo, qué se entiende por “pretensiones”? ¿Por qué no limitarnos
a “literatura”, ese corpus de centro consolidado y bordes siempre
resbaladizos? Intentemos bajar a la taxonomía y los casos. (Esa
es nuestra métier.) De tener que elegir un género de ficción para
comenzar a desenredar el tema, me quedo con el género moderno
por antonomasia, la novela. Históricamente la novela nació y
evolucionó tensada por lo social. Se consolidó como artefacto
narrativo con el surgimiento de la modernidad y fue su cámara de
resonancia. Tuvo una edad de oro en el siglo XIX, y una segunda
edad de oro en el siglo XX. La primera fue imperial, napoleónica,
folletinesca, apasionada y apasionante, vital, de merengue, adulterio
y balazo; Dickens, Balzac, Flaubert. La segunda fue todo eso y
también experimental, ácida, melancólica y abrasiva, demasiadas
veces mortuoria; Roussel, Hemingway, Joyce. ¿Alguna vez los
teóricos le perdonaron al género ser pariente menor de la épica
comunera o nacional? Los grandes narradores del siglo XIX todavía
rozaban, en escritura o en vida, el mito fundador. (¡Incluso en
España y Latinoamérica!) Luego, la forma reventó. Pero en ningún
momento dejó de ser autónoma, universo cerrado sobre sí mismo,
administradora de sus propias reglas. Nunca renunció a su calidad

47
de “obra” indivisible, acotada, destructora de todo, incluso de la
lengua, pero nunca de sí misma. Pese a su realización serializada vía
Gutenberg, la novela está forjada de una única pieza, como puede
y suele serlo un cuadro de caballete, una sinfonía, un soneto. El
género vive así su plenitud hasta la llegada de la electricidad. Fue
entonces cuando un grupo de autores sincronizados con su época
comenzaron a matarla básicamente por una cuestión comercial.
Se escuchó mucho, y todavía se escucha, la simple frase dramática
y sus variaciones: la muerte de la novela, la novela ha muerto, la
novela está muerta. Cada uno de estos pequeños ritos funerarios,
esgrimidos en el momento justo, no hicieron más que registrar que,
por un lado, la modernidad nace sufriente, violentada por y en sí
misma, inestable, “en crisis”, por el otro, que la novela sigue vigente
como género de búsquedas formales y ontológicas. Es el mutante
que se come todo. Bien. Lo señaló Tinianov. A veces, desde luego,
se indigesta. (Eso lo señalo yo.) Pero básicamente todo puede ser
novela y novela es todo. Con su acta de defunción en la mano, el
género continuará avanzando por mucho tiempo más. En otro canal,
hoy, y hete aquí la novedad de esta glosa, a la novela no la desafía el
cine o la televisión, sino la web. (Y quizás el desafío no sea a la novela
sino a sus lectores, o incluso a sus lectores privilegiados y solitarios,
los críticos, y a la institución literaria que ellos encarnan y ayudan
a forjar.)
Los mejores autores de novelas entendieron rápidamente que la
autonomía del género les podía servir como herramienta para decir
aquello que no se podía decir. Aún lo entienden. Idas y vueltas con
responsabilidades de orden político y moral, adhesiones partidarias,
búsquedas en la forma para lograr más y mejor mimesis, máscaras
lúdicas o siniestras, discusiones sobre el valor de la ficción, se
dieron y se dan en todas partes. Sin embargo, las novelas pueden,
como artefactos, compilar todo esto para ser llevado en el bolsillo.
Por otra parte, el héroe de la novela 1 puede reaparecer en la
novela 2, pero eso no afectará la lectura autónoma de la novela 1.
El héroe de la novela 1 puede ser un espía, o un político, o ambos.
El héroe de la novela 2, su autor y, al mismo tiempo, otra persona.
Ahora bien, no es lo mismo leer un poema de un viejo recorte de
diario que de un libro encuadernado y forrado con piel humana.
Todos los géneros y soportes pueden sufrir fragmentaciones y
condicionar la lectura. Sin embargo, en los géneros y soportes de
la web, la fragmentación, la variación y la yuxtaposición resultan
intrínsecas y continuas. La web abolla el tótem de la autonomía

48
de la literatura, lo cuestiona en silencio, sin darle importancia,
digamos que lo avasalla, lo transgrede, y a la vez no lo reconoce.
Como alguien que rompe algo y jamás se da cuenta hasta que un
testigo viene y se lo señala: “Señor, está parado sobre mi capa.”
Las redes sociales y otras extensiones digitales de la web atravesadas
por la escritura proponen un continuo, poco o nada autonomizable
si se lo lee en ese mismo formato o soporte. Facebook es puro
instante, Twitter surfea un poco más la coyuntura (como versos
que vuelven siempre a la memoria, algunos tuits quedan y se
recuerdan, y la curadoría de los favs ayuda bastante a fijar una
preferencia estática). Sin embargo, hay diálogos, lentos o veloces,
una coralidad que es imposible repetir o recuperar en toda su
dimensión. Y así. Lo que pasa en la pantalla se volvió un working
progress. La superposición y la disrupción son constantes. Algo se
lee y pasa. Algo no se lee y se va. Lo enunciado puede ser modificado,
subvertido, cambiado, parodiado, manipulado, comentado, editado.
En las redes sociales la cosa, nosotros, el mundo, se fuga, se escapa
al futuro. Por todo esto nos cuesta identificar una cuenta de Twitter
como parte de la obra de un autor. Y sin embargo, creo que hay
cuentas de Twitter donde la voz autoral es fuerte, nítida, lírica. Se
impone. No se trata apenas de información o pérdida. Hace unos
años nos costaba reconocer un blog como parte de la obra de un
autor, pero ahora que los blogs sufrieron un importante reflujo,
casi llegando al anacronismo, no es tan complejo ver que ahí hay
algo recortable y analizable. (Todo finalmente parece ser una
cuestión de marco, una lección que ya la enseñó tempranamente
Duchamp, y bastante antes, el romanticismo alemán.)
Estirando la idea, la gran novela del kirchnerismo es la novela
coral, el fluir de la conciencia, inaprensible en su totalidad, que
propone Twitter. Y su folletín, su semanario ilustrado, su revista
de variedades, puede verse en Facebook. Seguir jugando con este
tipo de trucos retóricos y construcciones analógicas no parece
difícil. Prefiero hacer otras preguntas: ¿cómo leer, cómo trabajar
críticamente con un texto que aún no se cerró, que no tiene final?
¿Cómo separar coyuntura de un discurso que no parece ser otra cosa
que coyuntura? ¿Cómo lidiar con la marcada incisión autobiográfica?
¿Cómo desmenuzar esa mezcla de autores, ese rejunte caótico de
voces, que hay en las redes sociales? ¿Cómo enfrentar ese caudal
imparable, ese continuo de logos asistemático pero rítmico? No son
preguntas raras ni difíciles. Ni siquiera son nuevas. Muchos de los
textos que hoy estudiamos como “literatura” en otro tiempo fueron

49
“periodismo.” El Facundo se publicó por entregas en un periódico.
Las aguafuertes de Arlt, como artículos sueltos en los diarios. Borges
mostró sus primeras prosas, las de Historia universal de la infamia,
en la Revista Multicolor del diario Crítica. La hybris narrativa es
más importante que cualquier título o soporte. El que sabe narrar,
el que cuenta de forma magnética, el que cautiva nuestro interés, se
distancia de los rótulos. El miedo de muchos autores consagrados
–pertenecientes al ciclo evolutivo anterior–, ese miedo a que sus
textos sean “tergiversados” –Franzen, Auster, Roth– es una paranoia
residual de aquellos que veían en el papel la única vía posible de
trascendencia y legalidad. También un síntoma: su voz autoral no
es lo suficientemente fuerte como para sobreponerse, para abrirse
paso. ¿Necesitan estos grandes maestros un editor, una institución,
un garante que los sostenga? Definitivamente no. Sin embargo, al
desconocer, temen. Y proyectan un reflejo de insuperable autoestima:
el mal es la modificación de lo que escriben porque siempre será
una mala modificación. El problema reside, como siempre, en la
lectura mucho más que en la circulación, y hoy la lectura diluye, o
al menos descascara, las ideas de autor y autonomía del siglo XX.
“Tampoco es que el papel fuera garantía de nada” se les podría
agregar como adenda a estos viejos amurallados. (Es curioso que
justo estos autores hayan jugado a los dobles y las reproducciones y
hayan incorporado los malentendidos y los equívocos como parte de
sus ficciones pero no puedan lidiar de forma más o menos coherente
con el mundo digital y sus gestos barrocos.)
Más allá de este debate, en el terreno de la vitalidad, el botón
de descarga total que Twitter ofreció hace poco a sus usuarios se
transforma hoy en un dispositivo de encapsulamiento autónomo.
(Otra vez señalo que todo es cuestión de un marco, y ahora agrego
que hay marcos que los legos no logramos imaginar.) Las famosas
frases de 140 caracteres dejarán de volar sueltas y se independizarán
del empastado flujo cibernético. ¿El PDF resultante admite una
lectura lineal, pausada, sin interrupciones? ¿Se hace presente una
voz compacta y no indecisa? Dictaminar eso quedará en manos de
los críticos. Para los lectores resta el placer de leer. Y una cosa más:
el que logre doblegar literariamente las redes sociales dentro de las
redes sociales será simplemente nuestro Cervantes y su narración,
nada menos que el Quijote del siglo XXI. Aunque quizás exagere
influido por la arrebatadora luz de la pantalla.

50
El derecho a la miseria

El lunes 3 de noviembre, el diario francés Libération publicó un


artículo titulado “Vexé par une mauvaise critique, un pianiste réclame
le droit à l’oubli.” Podríamos traducir este titular como “Herido por
una mala crítica, un pianista reclama el derecho al olvido.” Aunque
la palabra “vexé” tenga otras resonancias en nuestra lengua, el
caso parece simple. El 30 de octubre pasado, el Washington Post
recibió un mail del pianista croata Dejan Lazic pidiendo la supresión
de una crítica publicada en diciembre del 2010 sobre su primera
performance en la ciudad capital. Argumentando que lo escrito
sobre él era negativo y arbitrario, el pianista señalaba que encima
aparecía rankeado en las principales búsquedas de Google ligadas a
su nombre. No se trataba, se atajaba Lazic, de un pedido de censura o
de reducir el acceso a la información, sino del control de “son image
personnelle.” Sofía Phanen, la perspicaz columnista del Libération,
señala enseguida que el “derecho al olvido” solo se reconoce en la
Unión Europea desde que la Corte de Justicia lo decidió en mayo del
2014. Agrega también que, en esos casos, los pedidos son dirigidos a
Google, y eventualmente a otros motores de búsqueda, no a medios
particulares.
Phanen deja en claro que Lazic lee mal. Eventualmente el pianista
podría pedir un derecho a réplica o incluso hacer una denuncia por
injurias pero en este caso no hay derecho al olvido que valga. ¿La
cuestión se cierra ahí? Nicolás Mavrakis tocó el tema su artículo
“Olvido, memoria y censura según Google”, publicado hace unos
meses en Revista Paco, demostrando que no, que el tema de la
hiperconectividad y la circulación de la información web está muy
lejos de tener una respuesta definitiva porque, justamente, sus
contradicciones forman el núcleo duro de la comunicación. Sin

51
embargo, antes del derecho al olvido y las malas lecturas legales de
un pianista eslavo, emerge aquí otro problema, un poco más viejo,
casi tan viejo, podríamos decir, como la necesidad de actuar de cara
a la res publica. Se trata del sujeto, en este caso el artista, frente a la
crítica. Si la novedad es que Google pone un formulario a disposición
de los internautas para garantizarles que serán removidos los
contenidos que los perjudican, el tema de la imagen, de cómo somos
percibidos y cómo son percibidas nuestras acciones, constituye un
asunto espinoso que acompaña al hombre desde el principio de la
civilización occidental.
Así lo entendió el Washington Post que respondió que el artículo
era moderado, documentado y justificado y rechazó la petición de
modificarlo o suprimirlo. La periodista Caitlin Dewey, en un gesto
bien estadounidense, incluso contraatacó: “Lazic (y en cierta medida
también la Corte Europea) parecen pensar que un individuo tiene el
poder de determinar cuál es la verdad sobre él mismo.” Finalmente
en un ribete sí algo más novedoso, Phanen cierra su artículo citando
el Efecto Streisand, irónica situación en la cual nuestro esfuerzo por
ocultar algo lo hace más llamativo. De hecho, la crítica a Lazic, dice
el Libération, nunca fue tan leída como en estos días.
Con la demanda del pianista vejado en mente, leo las declaraciones
que Alejandro Soifer hizo sobre la crítica de libros en una charla que
tuvo lugar hace poco en la librería Eterna Cadencia. Cito in extenso:
“Yo quiero hacer una intervención acá, porque estuve
reflexionando mucho sobre la crítica. Está muy de moda que gente
que escribe ficción y quiere insertarse en el mercado haga crítica de
sus contemporáneos. Es algo nunca visto. Cómo yo voy a criticar a
alguien que conozco. Es una estupidez, porque es obvio que no va a
ser imparcial.”
“(…) una crítica puede servirte para progresar o para tener cierta
posibilidad de crecer, pero he visto en muchos casos que el libro fue
seleccionado especialmente por la persona que escribió esa crítica
negativa.”
“Dentro de lo posible trato de no hacer críticas o reseñas de libros
de gente que tenga a dos cuadras de mi casa.”
“(…) me parece hasta injusto hacer crítica o reseña de
contemporáneos tuyos. Tus elecciones, lo que reseñás o no
reseñás, en el 99% de los casos se basa en tu relación profesional
con el autor. Qué ética profesional puede tener un tipo profesional
si va a basar su aparato crítico o teórico en base a la relación
personal que tiene con el autor.”

52
“Mi compromiso está con el lector. Si me quieren hacer una reseña
negativa, que me la hagan. No me interesa. De vuelta, si tiene que
ver con una animosidad o lo que fuere, sé que hay gente a la que le
caigo mal, no tengo drama. Pero no sé si todos los libros necesitan
una reseña.”
El proselitismo comercialoide de Soifer resulta evidente y de
amplio calado en discusiones ya superadas. Prefiero detenerme aquí
en la pobre mirada que mantiene sobre la función de la crítica, otro
viejo tópico que vuelve una y otra vez. Si no entiendo mal, Soifer
condena la actividad crítica sobre autores contemporáneos con el
argumento de que, al compartir un momento temporal y un espacio
geográfico, habría intereses personales –otra vez “lo personal”–
que interferirían con la lectura. Luego esta relación se despliega
condimentada con algunos malentendidos propios del “creador
puro” que enfrenta al “crítico innoble.” Enumero: la actividad crítica
no sería algo productivo, sino destructivo; la crítica empobrecería
al lector y al autor; el crítico no sería un lector, porque el lector es
el que no escribe sus lecturas sino el que las disfruta y agradece en
silencio; la crítica debería seguir una lógica que no dañe la venta
de los libros; la crítica es sádica; la crítica es manipulada con fines
espurios. Insisto, ninguna de estas denuncias es nueva, por eso se
equivoca –groseramente– Soifer cuando dice “es algo nunca visto.”
Estas quejas se escuchan desde que existe la crítica como institución.
Y algunas de esas críticas a la crítica tienen fundamento pero
justamente esa es la esencia, no ya de la crítica como disciplina, sino
de las tensiones de la lectura en sociedad, del gusto y del consumo.
Si no escriben sobre sus contemporáneos, ¿sobre qué deben
escribir los críticos? ¿Confunde Soifer al crítico con el académico o
el investigador, o incluso con el historiador? ¿Habla con la voz del
creador histérico que no quiere ser molestado o con la del vendedor
ventajista?
Aunque no da nombres, Soifer menosprecia sin pudor la
actividad que llevan adelante críticos como, entre otros y por
solo citar a los más jóvenes, Hernán Vanoli, Nicolás Mavrakis,
Maximiliano Crespi, Flora Vronsky, Patricio Pron, Gonzalo
Garcés, Leticia Martin y Flavio Lo Presti. (De este último, en su
momento, recibí fuertes acusaciones que nos llevó a mantener
una breve polémica que finalmente terminó por hacernos amigos.
No digo que sea lo usual pero ya esa situación demuestra que las
relaciones en el campo literario son menos predecibles de lo que
la cortedad de miras de Soifer pretende.)

53
La crítica siempre es parcial y siempre es interesada. Pliegue
subjetivo sobre el objeto, importa una escritura que va firmada, que
implica un juicio que se emite sobre un autor y su libro. ¿Repetiremos
una vez más que la crítica también es un arte? Abunda la bibliografía
sobre el tema.
Así las cosas, veo una relación entre el pianista Lazic y el novelista
Soifer. Un temor y una reacción equivocada. Pero sobre todo,
infantilismo y un desconocimiento muy grande de los mecanismos
del arte y sobre todo de sí mismos, de sus propias limitaciones y
posibilidades. ¿Recuerda el caso de ambos al hombre feo y medieval
que evita los espejos y odia los estanques porque cuando pasa cerca
de uno no puede dejar de asomarse a ver su rostro deforme? Quizás
ni siquiera es feo, sino que le dicen que es feo y él se lo cree porque es
ingenuo. No resulta difícil imaginarse el dulce masoquismo de Lazic,
entrando una y otra vez a leer la reseña negativa de su concierto en el
2010, ni tampoco el feliz autismo amenazado de Soifer que pretende
escapar a la autoridad de la mirada del otro porque sabe que esa
mirada puede herirlo.
No me extraña, al final, esta definición burra que da Soifer de la
crítica. Él también pide un derecho al olvido. En el sitio web de Suma
de Letras, se presenta Rituales de sangre como su primera novela.
Esto es falso. Soifer publicó en el 2011 por la conocida editorial
Milena Caserola una novela titulada El último elemento peronista.
Lo sé porque, como en ese momento a Soifer sí le interesaba la
crítica, me pasó el manuscrito para que le diera mi opinión. Se la di.
No era una opinión del todo positiva pero él me pidió permiso para
agregarla a la contratapa donde salió publicada con la aclaración de
que yo soy un “escritor y crítico.”
El último elemento peronista es, casi sin matices, bastante
horripilante. La novela cuenta la historia de Christopher Perón
(sic), un telemarketer que, como dice en la contratapa, es
“llevado contra su voluntad a una serie de acontecimientos que
se irán encadenando de modo aparentemente absurdo pero que
esconden la mayor conspiración en la historia política moderna.”
El estilo en que se desarrolla la historia se apelmaza muy rápido.
Pese a la imaginación absurda y los chistes y guiños exasperados,
la narración se ve embrutecida por todo tipo de efectismos. El
último elemento peronista confunde ritmo con precipitación,
contundencia con desprolijidad. Pero pese a todo esto, Soifer es
injusto consigo mismo al ocultar y negar ese libro. ¿Lo oculta y
lo niega? Él mismo lo dice en la charla de Eterna Cadencia: “Mi

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primera novela es sobre un amor despechado y es una basura, no
quiero que vea la luz del día.”
Sin embargo, la basura emerge y llama la atención, no siempre
de forma negativa. Rodolfo Edwards cita El último elemento
peronista en su reciente libro Con el bombo y la palabra: El
peronismo en las letras argentinas. Una historia de odios y
lealtades. Se trata de un ensayo contemporáneo donde un autor
contemporáneo pondera, al pasar, una novela extraviada por su
mismo autor. Como queda claro, los caminos de la crítica no son
domesticables.
Por su parte, Rituales de sangre, la segunda novela de Soifer, empieza
con una oración ripiosa que tiene coma entre sujeto y predicado.
Valéry decía que un libro se corrige con otro libro. La frase resulta
más rica y compleja de lo que parece. Tiene una cuota de resignación
de la que es posible aprender mucho. Quizás sin comprender del todo
la idea de Valéry, Soifer escriba en el futuro otro libro y, avergonzado,
esconda Rituales de sangre y eso lo lleve a siempre estar publicando
su pretendida primera novela, como Aquiles corriendo atrás de la
tortuga. Mejor sería que con honestidad comprendiera que los errores
existen –siempre– y lo mejor es sobreponerse y continuar. Efecto
Streisand mediante, al negarlos e insistir en que los demás los olviden
no se hace otra cosa que evidenciarlos.
Luego, si tocamos mal, si escribimos con errores, eso también es
parte nuestra. El que no puede olvidar es el que pide el olvido de los
otros. El que no soporta compartir y ser compartido, niquelado en
su ego, es el que demanda que no exista la crítica. Pero ningún olvido
ajeno va a poder hacernos olvidar quienes somos. Y ya sabemos que
el olvido y el recuerdo son maleables, pero nunca toman la forma
que nosotros deseamos.
Sísifos diferentes, si el artista narciso no puede dejar de
exponer su torpeza, el crítico está condenado a repetir una y otra
vez los mismos argumentos. Así que, como canta Coverdale con
WhiteSnake, here I go again: en la crítica intransigente, activa
y lectora está la riqueza de nuestra literatura contemporánea.
La violencia de la lectura, su dimensión social, el intercambio y
la discusión, compartir lo que leemos y nuestras parcialidades,
nos enriquecen. Por contraste, en un mundo liso donde todo
gusta, todo se olvida y nada se critica seríamos peor que pobres,
seríamos inefable y sobradamente miserables.

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56
El crítico como personaje

1.
Dentro la modernidad, uno de los deberes del crítico es hacer de
su trabajo una pequeña épica, una épica modesta. El adjetivo aquí
es clave. La épica grande quedará para el guerrero, para el poeta,
incluso para el novelista, el deportista o el político.

2.
En la década del ´80 se contaba este chiste en el ámbito de las
revistas especializadas. “¿Qué es lo primero que le dice un crítico
de rock a una chica cuando la conoce? Soy crítico de rock.” La
ocurrencia llegó hasta nuestros días porque el rock y la crítica de
rock siguen vigentes. De hecho, la gran épica de la segunda mitad
del siglo XX tiene, a menudo, música radial, de FM. Incluso en
muchos momentos esa música es el rock, que también, aparte, deja
entrever matices de tragedia. En la anécdota que cito, el crítico
aparecería como el que lleva la conversación. Está en un bar,
conoce a una chica y necesita decirle lo que es, porque lo que es no
resulta evidente. Su identidad debe ser presentada. Esto es un poco
patético, porque no se está entregando al arte como el guitar hero o
como el vocalista que pone su cuerpo en el escenario, o el baterista
que aporta el ritmo. El crítico también es héroe, tiene voz y ritmo,
pero para poder ocupar su lugar debe enunciarlo: yo soy crítico. Esas
solas palabras lo posicionan, lo autorizan. “¿Quién es usted, qué hizo
para juzgar mi trabajo?” Yo soy crítico. Suena casi como un mantra.
Luego, debe venir su obra que se construirá de la misma manera que
se construye cualquier otra obra. Jimmy Hendrix no se presentaba
como héroe de la guitarra. Más bien al contrario, agarraba la
guitarra y tocaba hasta prenderla fuego. A diferencia del rocker,

57
el crítico se autoriza, con pudor o arrogancia, en esa enunciación
primaria de confesarse. Existen semejanzas con el peronismo.
Para ser peronista lo único que hay que hacer es presentarse como
peronista. Luego vendrá todo lo demás. Los errores, los aciertos, la
elegancia, la crueldad, el ridículo. El crítico también se presenta, y
en esa presentación sella su pacto con el destino de un accionar, que
luego, llegado el momento, a su vez será juzgado.

3.
Otro deber del crítico es saber que su pequeña épica tiene una
larga tradición que se remonta hasta el principio de la modernidad.
Nada de lo que haga o diga el crítico va a ser algo sin raíces en la
historia. El crítico debe conocer estas tradiciones y aprovecharlas. Si
las ignora se va a sentir en una gran épica: él solo contra el mundo,
haciendo algo incomprendido y nuevo. Y no, el crítico nunca está
solo. A veces lo dejan solo por insoportable, lo cual no es lo mismo.
Pero la historia lo avala. Aunque parezca un exceso decirlo así, la
historia siempre le da la razón al crítico. De hecho, para seguir
con el ejemplo, la crítica como institución es mucho más vieja que
el rock. Si bien su figura resulta patética, la necesaria posición
de segundidad frente al objeto le garantiza escucha y lectores. El
arte sin crítica es un arte pobre, un arte efímero, que golpea y se
va. Podemos gozarlo en ese momento, gesto romántico mediante,
pero al no existir el comentario se vuelve muy pronto pobre y
muchas veces desaparece.

4.
¿Cuándo nace la crítica moderna? Resulta difícil no situar ese
comienzo en la revista Atheneum que funcionó entre 1798 y 1800.
Como toda revista literaria duró muy poco, entre muchas otras
cosas, inauguró, podríamos decir, esa falta de continuidad de
las publicaciones grupales. Y ya en ella encontramos los mismos
problemas que tenemos nosotros ahora. De alguna forma son los
románticos alemanes de Jena los que al nombrar e identificar esos
problemas, los crean: “Los escritores malos se quejan mucho de la
tiranía de los reseñadores” dice Friedrich Schlegel en los fragmentos
que publica en el Atheneum. En un ensayo posterior titulado Sobre la
esencia de la crítica, Schlegel señala que “ninguna literatura puede
subsistir a la larga sin crítica” y “la crítica es el soporte común sobre
el cual descansa todo el edificio del conocimiento y de la lengua.”

58
5.
Roland Barthes describe lo que trae el romanticismo en El
grado cero de la escritura. Barthes piensa en Flaubert, porque
para él la literatura universal era la literatura francesa. Y también
porque Flaubert es un escritor mucho más denso y acabado que los
primeros románticos alemanes. Pero nosotros podemos aplicar con
bastante provecho esta descripción al comienzo de la modernidad
en la historia de la literatura. Barthes escribe:
“En ese mismo momento la Literatura (el término había nacido
poco antes) se consagró definitivamente como un objeto. El
arte clásico no podía sentirse como un lenguaje, era lenguaje, es
decir transparencia, circulación sin resabios, encuentro ideal de
un espíritu universal y de un signo decorativo sin espesor y sin
responsabilidad; el cerco de ese lenguaje era social y no inherente a
su naturaleza. Se sabe que a fines del siglo XVIII, esa transparencia
empezó a enturbiarse; la forma literaria desarrolla un poder
segundo, independiente de su economía y de su eufemia; fascina,
desarraiga, encanta, tiene peso; ya no se siente a la literatura como
un modo de circulación socialmente privilegiado sino como un
lenguaje consistente, profundo, lleno de secretos, dado a la vez como
sueño y como amenaza.”
Y luego agrega: “Esto es lo importante: en adelante la forma
literaria puede provocar sentimientos existenciales que están unidos
al hueco de todo objeto: sentido de lo insólito, familiaridad, asco,
complacencia, uso, destrucción.”
Me detengo antes de copiar el ensayo completo. De esta larga cita,
que condensa de forma increíblemente inspirada y precisa un cambio
fundamental para la historia de la lectura, me gustaría resaltar el
uso que hace Barthes del recurso de las listas. También esta línea:
“esa transparencia empezó a enturbiarse.” Con esa transformación
puntual se inicia entonces la paranoia del crítico. “Acá hay algo más”
piensa el crítico al leer. Se está diciendo algo más.

6.
La fenomenología del espíritu, que aparece poco tiempo después
de la revista Atheneum, en 1807, viene a marcar también una
inflexión importante. ¿Qué aporta Hegel a la tarea del crítico?
Primero, la idea de la negatividad como motor, como fertilidad.
Tesis, antítesis, síntesis. Pero también una gestualidad de lo opaco,
de lo que hay que leer con esfuerzo.

59
No se trata de la mera angulosidad marmórea de Kant, de esos
rudos mecanismos sin pulir. Hay en Hegel un estilo y una intención
del estilo. “No entiendo si le gustó el libro o no” dice el lector cuando
encuentra una reseña arborescente, donde el reseñador fue un poco
más allá de la valoración y los argumentos. En esa reacción también
se ve el algo más.

7.
La crítica literaria implica volver a contar la historia. De hecho,
los géneros de la crítica ofrecen tantas posibilidades de contar como
cualquier otro género narrativo. Volvemos a contar la historia que
vimos en el cine. Volvemos a contar las escenas que pone frente a
nosotros el teatro. Recreamos lo que pasa en esa foto, en esa sinfonía,
en ese libro. Lo hacemos con humildad porque estamos tomando
lo que hizo otro. Pero el tabú de la originalidad nos castiga igual:
no somos originales. Y por eso nosotros, los críticos, nos vengamos
diciendo si eso que volvimos a contar nos gustó o no. Ahora bien,
pese a todo esto, el recurso principal del crítico es la argumentación.
Recurso y también deber. Si la nota en la que señalamos el valor de
un objeto artístico no se explaya o se queda en el “me gustó / no me
gustó” difícilmente pueda ser considerada dentro de la crítica. La
argumentación le da al crítico su especificidad.

8.
Una película que nos puede contar algunas cosas interesantes
sobre la crítica como institución es Ratatouille. ¿Qué nos enseña
Ratatouille? Antes que nada: el artista es un atolondrado que
siempre tiene una rata en la cabeza, una rata que lo domina, y
también que al final todo se reduce a quedarse con la chica. Pero
más allá de eso, Ratatouille nos recuerda cómo se percibe al crítico
hoy. Mientras la aventura sucede en la cocina, el crítico se mantiene
aparte. Está siempre en el salón. Al crítico no le tiene que importar
lo que pasa en la cocina. Como mucho se puede asomar. (Y cuando
se asoma debe ser por algo importante y tiene que estar preparado
para descubrir cosas que, aunque no sean necesariamente malas, lo
pueden perturbar.) Como fuere, más allá del incidente central de
la película, Anton Ego, el crítico, siempre aparece como un hombre
adusto, de edad avanzada, pálido, sin sangre, imperturbable,
exigente. Por momentos parece un vampiro. ¿Qué vampiriza ese
crítico? Anton Ego no llega a ser una parodia del crítico, más bien
es un crítico acelerado, extremo. Pero incluso él, ese vampiro, se

60
emociona, se deja tocar por el artista en una hermosa escena de claro
corte proustiano. Lo que escribe sobre el desenlace, pese al tono
general de la película y a cómo se lo describe, es una reivindicación
de la tarea del crítico y, sobre todo, un momento de anagnórisis. Ahí
la crítica reconoce sus limitaciones pero también expone su función.
Anton Ego escribe:
“En muchos sentidos, el trabajo de un crítico es fácil. Arriesgamos
muy poco y aun así gozamos de una supuesta superioridad sobre
aquellos que someten a nuestro juicio su obra e incluso a su propia vida.
Disfrutamos con las críticas negativas, que son divertidas de escribir
y de leer. Sin embargo, la amarga verdad que los críticos debemos
enfrentar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier vulgar pieza
de basura tiene más significado que la crítica que escribimos para
descalificarla. Pero hay ocasiones en las cuales un crítico se arriesga
de verdad en el descubrimiento y la defensa de lo nuevo. El mundo es
a menudo hostil al talento nuevo. Y lo nuevo necesita amigos.”
Los críticos deberíamos reflexionar sobre la imagen que tiene Ego.
Su nombre ya dice muchas cosas. Es “Ego” de apellido pero el nombre
de pila parece negarlo. Es Ego y es antagonista de Ego. Aunque
también podríamos decir que Anton Ego primero niega y luego se
propone a sí mismo como solución. Como fuere, el pensamiento
crítico tiene que ver con esta contradicción fundamental de llevar
en el nombre el yo y su negación. Y una vez que describe el quehacer
crítico, y Ego admite la fragilidad de su función, aparece el tema de lo
nuevo. Es ahí, no en otra parte, donde habla de amistad y de talento.

9.
A Sir Alex Regueiro le debo esta descripción que Nietzsche hace
de Sainte-Beuve en El crepúsculo de los ídolos. La cito entera porque
lo vale:
“Nada viril en él; lleno de una rabia pequeña contra todos los
espíritus viriles. Vaga de un lado para otro, sutil, curioso, aburrido,
sorprendiendo secretos ajenos, en el fondo una hembra, con un ansia
femenina de venganza y una sensualidad de hembra. Como psicólogo,
un genio de la médisance [maledicencia]; inagotablemente rico en
medios para ello; nadie entiende mejor que él de mezclar veneno
en la alabanza. Plebeyo en los instintos más básicos, y emparentado
con el ressentiment de Rousseau; por consiguiente, un romántico,
pues por debajo de todo romantisme [romanticismo] gruñe y
codicia el instinto rousseauniano de venganza. Un revolucionario,
pero refrenado por el miedo. Sin libertad frente a todo lo que tiene

61
fortaleza (opinión pública, academia, corte, incluso Port-Royal).
Irritado contra todo lo grande que hay en los hombres y en las cosas,
contra todo lo que tiene fe en sí mismo. Bastante poeta y semihembra
para sentir todavía lo grande como poder; constantemente retorcido,
como aquel famoso gusano, porque se siente constantemente pisado.
Como crítico, sin criterio, apoyo ni espina dorsal, con la lengua del
libertin cosmopolita para hablar de muchas cosas distintas, pero
sin el valor de hacer confesión de libertinage. Como historiador, sin
filosofía, sin el poder de la mirada filosófica, por ello, rechazando
en los asuntos principales la tarea de juzgar, cubriéndose con la
“objetividad” como con una máscara. De modo distinto se comporta
con todas aquellas cosas en que la instancia suprema es un gusto
sutil, experimentando: aquí tiene realmente el valor de ser él mismo,
aquí él es maestro. En algunos aspectos, una forma anticipada de
Baudelaire.”
Esos rasgos femeninos, pequeños, poco nobles, ¿no fijan un
estereotipo? La negatividad es intrínseca a la valoración y a la
actividad del crítico. Y por momentos parece que esa negatividad va a
redundar, para la mirada del filósofo, en una situación irremontable
de esterilidad. Lejos de eso, el crítico siempre procrea, siempre
engendra, incluso cuando se equivoca. Mejor aún, más prolífico
es cuando se equivoca, más llamativo resulta cuando se equivoca
con énfasis. Y sin embargo, sacando la sensualidad de su prosa y
su buen oficio para ametrallarnos con conceptos arborescentes,
la gran lección que nos da Nietzsche en esta viñeta es que “nadie
entiende mejor que él de mezclar veneno en la alabanza.” No sé si
Sainte-Beuve era tan bueno pero estoy seguro de que saber mezclar
desconfianza y elogios, esa suspicacia que empuja a leer mejor,
es virtud en un texto analítico. El mismo Nietzsche lo logra con
mucha prolijidad y maestría en este fragmento cuya ambigüedad
y pregnancia me parecen evidentes. (A Nicolás Mavrakis le llamó
la atención lo de “semi-hembra.” Supongo que lo entiende como un
insulto, y es probable que lo sea, pero viniendo de Nietzsche hay algo
más ahí, un poder oculto, latente, esa fertilidad viperina de la que
hablo, aunque quizás el “semi” merezca una lectura más ajustada.
Ni macho ni hembra, un híbrido.)
Como fuere, en toda descripción posible, el crítico está limitado.
Y sus límites son claros y definidos. De él, de su talento para leer
y escribir, depende si esos límites son estrechos o favorecen su
curiosidad y la de sus lectores.

62
10.
Algo más. Se suele acusar a los críticos de impotencia y envidia,
cuando no de cinismo y resentimiento. Muchas veces esas
acusaciones son defensivas. La prueba: se ve muy poco chillar
a un novelista o a un poeta porque su libro fue bien reseñado.
En general, las críticas al crítico vienen después de una reseña
agresiva. Pero esto importa menos que entender la envidia, el
cinismo y el resentimiento como potencias creadoras. El asunto
tiene su antigüedad, remontándose a los comienzos mismos de
la modernidad. Hacia 1833, Mariano José de Larra publicó un
artículo titulado De la sátira y de los satíricos. El artículo empieza
así:
“Tiempo hacía que deseábamos una ocasión de decir algo acerca
de la mala interpretación que se da generalmente al carácter y a la
condición de los escritores satíricos. Créese vulgarmente que sólo
un principio de envidia, y la impotencia de crear, o un germen de
mal humor y de misantropía, hijo de circunstancias personales o
de un defecto de organización, pueden prestar a un escritor aquella
acrimonia y picante mordacidad que suelen ser el distintivo de
los escritos satíricos. Confesamos ingenuamente que estamos
demasiado interesados por la tendencia general de los nuestros
en desvanecer semejante prevención; no diremos que no hayan
abusado muchas veces hombres de talento del don de ver el lado
ridículo de las cosas, y que no le hayan hecho servir algunas para sus
fines particulares. Esto es demasiado cierto por desgracia; ¿pero de
qué don de la Naturaleza no ha abusado el hombre, y quién será el
que se atreva a sacar deducciones generales de meras excepciones?”
Larra se refiere a los escritores satíricos pero la reflexión –
atención– le calza también al crítico que hace bien su trabajo y
no retrocede frente a sus propias conclusiones ni niega ni oculta
sus pareceres. De su artículo, cuya clarividencia y capacidad de
predicción resultan mágicas, nos queda un testimonio oportuno y
válido de la lucha contra el equívoco.

63
Parte 2. La voz del crítico
Psicoanálisis,
literatura y amor

Buenas noches. Voy a ser muy breve en mi exposición para que


podamos conversar. Marcos Apolo Benítez me invitó hoy a este
lugar para que les presentara algunas ideas sobre psicoanálisis y
literatura. Así que aparte de intentar ser breve, voy a ser indiscreto
y les voy a leer una de mis respuestas a su invitación: “Para mí el
cruce psicoanálisis y literatura siempre es convocante. Pero al
mismo tiempo resulta un poco trillado. Creo que, para interesar
a los posibles asistentes, habría que agregarle algo más. Sería una
forma de usar la especulación por la convocatoria como un desafío
para la charla. Si tuviera que cortar la relación entre psicoanálisis y
literatura a mí hoy me gustaría agregarle el agente catalizador del
amor. Creo que ahí, desde mis ganas, mi visita a la ciudad, y desde
un posible auditorio, al que no pienso muy grande, ya se produce
un interés. Literatura, psicoanálisis y amor. Queda raro pero si me
preguntás a mí, eso me interesa.”
Después agregué: “Si pusiéramos Eros, literatura y psicoanálisis
creo que estaríamos arrugando un poco. Vamos derecho al punto. A
los bifes, y ya.”
Marcos Apolo entendió perfectamente, aceptó el cruce tripartito
que le ofrecía y agregó: “muchos psicoanalistas se la pasan hablando
de Eros con tal de no tocar el amor...”
El amor, no el Eros, entonces, el tema de esta noche. Amor
y Eros son diferentes. Cuando hablamos de amor no existe ese
velo del vocabulario erudito, no existe esa distancia. El peligro
resulta así evidente: elegir la palabra “amor” nos podría llevar a

67
la pasión o directo a la cursilería, pero también a ambas. Allí vamos.
Tenemos estas palabras, entonces, que parecen decir todo
y nada. Y tenemos esos dos esqueletos conceptuales, esos dos
cuerpos bibliográficos –a veces solidarios, a veces ajenos– que son
el psicoanálisis y la literatura. ¿Qué pasa cuando un narrador, un
poeta, un crítico, un psicoanalista tiene que escribir o decir la palabra
“amor”? Lo que hace, perspicaz, es poner un adjetivo. El consejo en
modo imperativo con sonido publicitario, casi proselitista, sería:
“Póngale un adjetivo a la palabra amor.” Y eso ya cambia la situación
de lectura. Siento amor. Experimento amor. ¿Pero qué tipo de amor?
¿Cómo es ese amor? No es lo mismo un amor sospechoso, un amor
cruel, un amor masoquista, un amor infantil, un amor húmedo o
uno seco.
Si se dice “siento un amor total” o “un amor completo”, no
se avanza, se genera un efecto redundante, de repetición, pero
si se arriesga con el adjetivo, el amor se complejiza, y lo que está
entumecido –nuestra idea romántica del amor– se ablanda, se
vuelve más próximo, más tangible. Siento un amor incompleto, un
amor inconstante, un amor opaco, un amor vulnerable, siento un
amor inútil. Siento un amor útil. Y si se agrega el objeto de ese amor
creo que avanzamos incluso un poco más:
“Siento un amor irregular hacia la obra de Jorge Luis Borges.”
“Experimento un amor inexplicable a la ciudad de Córdoba.”
En esas dos sentencias estoy siendo autobiográfico y honesto.
No son meros ejemplos.
La idea de adjetivar, de encuadrar y rodear la palabra “amor”
me surgió hablando con un psicoanalista. Yo venía contando,
entusiasmado, y él me cortó y me preguntó: “¿de qué tipo es ese
amor?” Respondí y a mi vez le pregunté si le hacía esa pregunta
a sus pacientes y él me explicó que sí, que la pregunta intentaba
desautomatizar la proliferación del significante. Una pregunta
simple: ¿de qué tipo es ese amor?
Pensemos en el significante arreciando, el tipo hablando,
hablando, y cuando aparece la palabra “amor”, mi amigo, el
analista, pregunta “¿de qué tipo es ese amor?”
¿Qué resonancias tiene la palabra “desautomatizar” para
mí, que no soy analista sino un brumoso crítico literario de
los arrabales de Buenos Aires? “Desautomatizar” suena a la
ostranenie de los formalistas rusos, al extrañamiento, a la
desfamiliarización, a ese rasgo que hace literatura a la literatura.
El adjetivo desautomatiza en relación al amor, lo carga de

68
ideología, lo desplaza, lo extraña, lo objetiviza y podríamos
decir lo complejiza y refina.
Con el amor aparece un desafío al crítico literario: cómo contar,
cómo argumentar, cómo narrar, su amor a los libros. No a los libros
en general sino a cada uno de los libros que lee en particular. Es
el difícil desafío, podríamos decir, del elogio. Si tener una mejor
relación con el amor implica saber encontrarle buenos adjetivos,
adjetivos que cumplan su función descriptiva, con la lectura pasa
algo similar. Los libros por los que sentimos amor nos demandan
una lectura sofisticada, una adjetivación precisa, imaginativa,
productiva.
Hoy atravesamos un momento en que el amor apasionado está
mal visto. O digamos, más bien, todas las pasiones están mal vistas.
Y creo que refinar un poco esas pasiones es un acto de amor a uno
mismo y a los otros. Si no hay pasión, si no hay amor, bueno, creo
que ahí lo que asoma son las pulsiones. Las pulsiones, lo sabemos,
esa parte reptil de nuestro cerebro, no pueden triunfar. Si triunfa
la pulsión, lo que triunfa es la iguana comiéndose a sus hijos, es la
Skynet de Terminator. Así que necesitamos el amor y necesitamos
el amor pasional. Y eso implica un grado de violencia, un grado de
desorden, un grado de caos. ¿O alguien puede negar que amar con
intensidad, con pasión, implica violencia? Violencia primero contra
los que nos dicen que no debemos apasionarnos. Violencia contra el
que amamos, porque nuestro amor lo modifica. Y violencia también
contra nosotros mismos.
Se dice que el reverso del amor no es el odio sino la indiferencia.
Hay mucho en este saber popular. Heidegger, por ejemplo, situaba
lo malo en la Ira. Pero al mismo tiempo ponía a la Ira en el Ser.
Decía algo así como que la Ira y la Gracia descansaban juntas,
apoyándose en el Ser. Pido disculpas por mi Heidegger banal y mis
instrumentales y deslucidas simplificaciones. Pero me gustó lo de la
Ira y la Gracia viviendo juntas.
Insisto: El refinamiento del amor me parece una de las misiones
más importantes del crítico. Y quizás también del analista. ¿Vamos al
psicoanalista para que nos enseñe a amar? ¿Leemos libros buscando
esa enseñanza? ¿También deberíamos, siguiendo a Heidegger,
encontrar en estos espacios de lectura y de oralidad, de encuentro
con la palabra, la enseñanza del odio?
Lo que digo suena mal pero si el amor es ecuménico, ¿no lo es
también el odio? Y retomando lo dicho, es la indiferencia, esa
estática y vacua indiferencia, la que nos aleja del amor. Toda pasión

69
de amor esconde una pasión de odio. Y también es posible que
aceptar nuestro odio, nos ayude a conocer mejor nuestro amor.
Aunque, no me olvido, una vez César Aira escribió que al terminar
Ema, la cautiva se dio cuenta, dijo, que “había creado para mí una
pasión nueva, la pasión por la que pueden cambiarse todas las otras
como el dinero se cambia por todas las cosas: la indiferencia.”
Pero no nos desviemos. Sigamos con el odio y el amor. Creo,
estoy convencido, de que el crítico está en la obligación de odiar, a
sabiendas de que esa práctica puede darse vuelta como una serpiente
y morderlo en la cara. Todo esto suena muy mal –hay un pudor que
nos impide hablar con libertad– pero mi voluntad es sincerarme
y si no le decimos eros al amor, no veo por qué no podemos, no
sin cuidado desde ya, hablar de odio y de su función, su energía, su
potencial.
El poeta Ogden Nash escribió que “cualquier muchacho de escuela
puede amar como un loco. Pero odiar, amigo mío, odiar es un arte.”
Mucho antes, en 1826, el crítico inglés William Hazlitt publicaba
un breve pero contundente ensayo titulado The Pleasure of Hating.
Odiar como un arte. Odiar como un placer. Quizás en ese placer se
oculte la culpa y sea esa culpa lo que nos separa del odio. ¿No hay
algo de Hazlitt en El malestar en la cultura? Les leo un párrafo de
The Pleasure of Hating:
“¿Qué posibilidades de triunfo tiene la pasión auténtica? ¿Qué
certeza hay de su duración? Viendo todo eso como yo lo veo, y
desenredando la maraña de la vida humana en sus diferentes hilos de
mezquindad, rencor, cobardía, insensibilidad, falta de comprensión,
indiferencia hacia los demás y desconocimiento sobre uno mismo,
viendo que la costumbre prevalece sobre toda excelencia, y que esta
sucumbe ante la infamia, habiéndome equivocado tanto en mis
esperanzas públicas y privadas, juzgando a los otros a tenor de mí
mismo y juzgando mal, decepcionado siempre por aquello en lo que
más confiaba, incauto en la amistad y burlado en el amor, ¿acaso no
tengo motivos para odiarme y despreciarme? Sí, con toda certeza;
sobre todo por no haber odiado y despreciado al mundo tanto como
debía.”
Otra cita: “La naturaleza parece (cuanto más la observamos)
hecha de aversiones: sin nada qué odiar, perderíamos el auténtico
resorte del pensamiento y de la acción. La vida se convertiría en una
charca de agua estancada si no la agitaran los intereses opuestos y
las pasiones irrefrenables de los hombres.”
Refinar nuestro amor y refinar nuestro odio implica saltar por

70
arriba de las convenciones judeocristianas que dicen que amar
está bien y que odiar está mal y que estos dos conceptos, estos dos
sentimientos, se oponen. La Iglesia Católica, que sabe de odios, cayó
desde hace algunos años en la práctica, sosa y oscura, de celebrar
el amor sin más que citarlo. Los grandes teólogos, que sabían de
amor, fueron quedando olvidados. Y hoy resulta ingrato constatar
que muchos sermones parroquiales suenan a la insípida prosa
institucional de la autoayuda, ese registro editorial donde el odio
aparece prohibido.
Hace unos días me comentaron que Virginia Woolf dijo que
las mejores frases de amor son las que expresan odio al objeto
amado. Lo mejor del amor expresa odio al objeto y en el medio, la
lengua, las frases, la lírica. No puedo encontrar la fuente de la cita
y posiblemente no exista como tal y quizás Virginia Woolf nunca
haya dicho ni escrito eso. Sin embargo, hay algo en esa idea, algo
incómodo, que tiene una tibia luz de verdad. La repito:
“Las mejores frases de amor son las que expresan odio al objeto
amado.”
¿Cómo vamos a hacer consciente lo inconsciente si no aceptamos
y adjetivamos nuestro odio? “El odio es una complacencia de las
personas rudimentarias” escribió Borges para tratar de convencernos
de que no odiaba a Rosas ni a Perón. Pero los odiaba. Y odiaba
eso en lo que lo convertía el odio, un odio que era antiguo, que lo
superaba, que lo transformaba. Y nosotros, hoy, aquí, odiamos ser
rudimentarios o ser tratados de rudimentarios o ser sospechados de
rudimentarios. Aceptarlo, aceptarnos odiadores, hace que lo seamos
menos, hace que relativicemos ese odio que de otra forma nos
arrasaría. ¿Qué cosas nos desagradan, nos irritan, nos descomponen,
nos manipulan? ¿Qué cosas finalmente nos movilizan, nos importan?
¿Es muy disruptivo sincerarse y decir que tenemos necesidad
de odio y que el odio llega y a veces es útil, un fetiche necesario,
calmador de ansiedades, incluso consuelo liberador, restablecedor
del sentido, herramienta para posicionarnos en el mundo? El amor
no puede ser siempre tótem, y el odio no puede ser siempre tabú. Si
nos quedamos en eso, vivimos en la hipocresía y el encierro, en el
espiral neurótico del que da vueltas y vueltas y nunca concreta nada.
Comentando la antología de Joerg Drews, titulada Los poetas
insultan a los poetas, Claudio Magris dice “a veces se justifica con
la necesidad, para un artista, de afirmar su visión y representación
del mundo negando aquellas, diversas o antitéticas, que podrían
contraponerse a la suya” pero enseguida aclara que “es más frecuente

71
que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación,
revelen un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una
pretensión celosa por ser el único dios creador que se pueda adorar,
y una penosa inseguridad, que advierte todo homenaje que se le
rinde a otro como un hurto y un atentado a la propia necesidad de
ser amado y aceptado.”
Otra vez, la necesidad de ser amado, la intrínseca relación entre
odio y amor, esta vez cruzada con la envidia, un sentimiento, que
parece unir ambas pasiones. Sin envidia, sin narcisismo exasperado,
sin pretensiones celosas, sin penosas inseguridades, sin imperativo
de ser amado y ser aceptado, probablemente no tendríamos la
necesidad de escribir y, lo que es más lastimoso aun, tampoco de
leer.
Me gustaría, para terminar, citar una escena de análisis, con un
conocido chiste. La única variación que propongo es que se trata de
un crítico literario el que entra, esta vez, al consultorio. Empieza la
sesión y una vez más, ¡cuántas veces lo hizo ya!, el crítico empieza a
describir la relación tensa que mantiene con sus colegas, con otros
lectores, con los que escriben, con los que leen, con los que publican,
con los que lo ironizan por mail, con los que los insultan por
Facebook, con sus alumnos, con sus maestros, con otros escritores,
con editores, con amigos poderosos y enemigos astutos, finalmente,
con otros críticos.
Y entonces el analista lo para y le pregunta:
– ¿Pero alguno de sus colegas sufre algún tipo de enfermedad
mental?
– ¿Sufrir? ¿Sufrir? –piensa el crítico y enseguida responde–.
Sufrir creo que no, más bien todos parecen disfrutarlas.

72
Encuesta sobre el
estado de la crítica

Publicada en Perfil.com por Malena Sánchez el 25 de abril del


2014.

¿Para qué pensás que sirve la crítica literaria hoy en día? ¿Cuál
creés que debería ser su función? ¿Qué pensás de la definición de
crítica como un servicio al lector?

La crítica de libros, la crítica literaria o artística, la crítica como


institución, tuvo siempre problemas para transmitir su función.
Siempre, siempre está en falta con eso. Es una pregunta clásica:
¿cuál es la función de la crítica? La función de la crítica y del crítico,
por supuesto, es criticar. Pero la modernidad nació y se desarrolló
poniendo en tela de juicio todo esto, o sea, criticando al crítico. El
lugar de la crítica nunca fue ni será cómodo o estable. Su función,
como la del psicoanalista, resulta siempre sospechosa. ¿Por qué hace
lo que hace? ¿Para qué sirve lo que hace? Al mismo tiempo, cuestionar
la existencia de la crítica como institución es cuestionar la literatura
misma. Sin crítica, sin esa escritura, no habría discusión, no existiría
la parte social del intercambio estético o político. Todo se limitaría a
darle “me gusta” o estar en silencio como sucede a menudo hoy con
Facebook. Digamos entonces que la crítica existe porque el Logos
no se conforma con aceptar o callar. Insisto: uno de los grandes
problemas de la crítica es que no supo y no sabe comunicar esta
simple cuestión. Respondiendo tu tercera pregunta, la construcción
“servicio al lector” me remite a servil, y a mí mismo cuando pago
Internet y la luz. Necesito Internet y necesito electricidad, pero ir

73
al Rapipago es una experiencia siniestra. El trato con la gente servil
también.

Hay críticos que si no rescatan nada positivo, prefieren no


escribir la crítica para no “destrozar” la obra o se limitan a una
reseña descriptiva. ¿Cuál es tu opinión sobre este comportamiento?
¿Cómo debería proceder el crítico?

La palabra “destrozar” no pertenece al repertorio de la crítica.


Sí podría ser “trozar”, cortar por el nervio, por la costura. Pero en
definitiva, el crítico debe leer y escribir sus lecturas. Si prefiere
no hacerlo es un problema personal, de su moral privada, quizás
de su vida política. ¿Puedo opinar sobre eso? Sería como opinar
sobre sus prácticas y preferencias sexuales. ¿Quién soy yo para
decir qué y cómo debe leer y escribir un crítico? No creo en la
responsabilidad institucional de la crítica literaria. No veo un
compromiso inalienable ahí, y no me gusta cuando viene alguien
y me dice: “¿Por qué no escribís sobre mujeres? ¿Por qué no hay
negros en tus reseñas? ¿Cómo puede ser que no hayas escrito un
ensayo sobre ese escritor?” Más pesado es aun cuando viene el
autor a pedirte que escribas algo sobre él... Me llegan muchos
libros, se me ofrece para realizar mi trabajo mucho material, elijo
según parámetros no del todo controlados, pero, por lo general,
tomo obras que me permitan decir algo, o sobre las que tengo
algo para decir, o sobre las que pienso que tengo algo para decir.
A veces leo y me equivoco. Al revés de lo que planteás hay libros
que me gustaron mucho, me conmovieron, y sobre los que no fui
capaz de escribir, por ejemplo, El comienzo de la primavera de
Patricio Pron, una novela intensa y hermosa sobre la que empecé
a escribir varias veces sin poder avanzar. Dicho esto, desde luego,
la crítica debería usar las armas de la crítica, que son el análisis y la
argumentación, si eso no se da no es crítica, es gacetilla o propaganda,
o mal periodismo, o residuos del Logos.

En comentarios en los blogs, en las redes sociales, el lector,


el crítico y el autor suelen estar más conectados que antes de la
llegada de Internet. ¿De qué manera creés que este panorama
influyó en la crítica literaria?

Influyó mucho, agilizó los contactos, amplió la base de opiniones


y medios. Como escritor nato de la era digital, pero al mismo tiempo

74
teniendo recuerdos del siglo XX, creo que Internet favoreció el
campo de las lecturas y multiplicó y dio acceso a más voces. Volver
atrás sería regresar a un momento donde se rompían piedras con las
manos.

Más allá de las nuevas tecnologías, el mundo editorial en


Argentina suele ser muy pequeño. Por ejemplo: Muchas veces los
mismos periodistas que escriben críticas están en contacto con
las editoriales para publicar sus propias obras. Otro ejemplo:
los periodistas suelen conocer o incluso ser amigos de los autores
cuyas obras luego analizan en la crítica. ¿Cómo creés que influye
esto en la crítica? ¿Cuál sería la manera ideal de comportarse
como crítico con este panorama?

Los tongos del periodismo no deberían forma parte de la rosca


de la crítica. Por otra parte, das por hecho cosas que son falsas.
Por ejemplo, decís que los periodistas tienen amigos, cuando todos
sabemos que eso es imposible. Los periodistas no tienen amigos.
Pero entiendo a dónde vas. Y no, el problema no es el amiguismo,
los pedidos y devoluciones de favores, el nepotismo, la autonomía
de la lectura vulnerada, el comercio y el arribismo. El problema es
que hay gente escribiendo que no sabe ni leer ni escribir. Yo tengo
mucho respeto por mi lector, por los escritores con que trabajo, con
los libros que elijo para trabajar, y siempre intento entregar algo que
conlleve, al menos, un poco de verdad.

¿Qué cualidades pensás que debe tener un crítico literario para


ser un buen crítico?
Tiene que saber leer y luego tiene que saber escribir esas lecturas.
Y tiene que saber narrar y argumentar. Y todo eso lleva una vida
de durísimo aprendizaje. También tiene que resignarse a ser
medianamente pobre.

75
76
Yo, crítico

Por Martín Felipe Castagnet, publicada en RevistaPaco.com el


14 de abril del 2013.

El sello Milena Caserola acaba de publicar Los gauchos


irónicos, un libro de ensayos de Juan Terranova (Buenos Aires,
1975) donde se analizan los libros y la obra de Luciano Lamberti,
Carlos Busqued, Federico Falco, Mariano Dorr, Pola Oloixarac,
Iván Moiseeff, Félix Bruzzone, Carlos Godoy, entre otros autores
contemporáneos. También se detiene en temas como Internet, las
antologías y la juventud. Aquí, Juan Terranova respondió estas
preguntas para Revista Paco.

¿Reparaste en que los ensayos de Los gauchos irónicos son


laudatorios? Tenés fama de ser más agresivo o disolvente.

Cuando Maxi Tomas leyó la primera versión del libro, hizo una
lista de los, digamos, “descalificados” en los ensayos, y eran todos de
generaciones anteriores. Abelardo Castillo, por ejemplo. Me señaló
con tino que faltaba chispa, palo a los contemporáneos que no me
gustaban. Pero sí, Los gauchos irónicos es un libro afirmativo. Así que
quise incluir una página que ya había publicado en contra de Andrés
Neuman, un escritor para infras, el personaje idiota, complaciente
y exitoso que nunca falta en ningún lado, pero los editores, Matías
Reck y Sofía Balbu, se opusieron. Me dijeron que querían que fuera
un libro responsable. Y bueno, no conviene discutir con los editores,
a los cuales desde ya les estoy muy agradecido. Aparte, creo, esa idea
estaba en mí. Hacer un libro “constructivo.” Al menos por esta vez,
parafraseando ese cuento breve recopilado por Borges y Bioy, quiero
leer y escribir estando puro frente a los ojos de Dios. Hay un desafío

77
crítico importante ahí, argumentar por qué nos gusta lo que nos
gusta. Argumentos negativos sobre lo que no nos gusta producimos
todos. Igualmente no descarto publicar el lado B de mis lecturas y
hacer un libro menos exploratorio y proselitista.

¿Cómo elegiste los autores de Los gauchos irónicos?

Terminé de recopilar los ensayos a fines del 2011. Algunos se


escribieron incluso un par de años antes. Digamos que no elegí
un corpus, sino que fui tomando las reseñas que había hecho y las
amplié. Con Lamberti y Busqued, por ejemplo, intenté llevar mi
lectura crítica lo más lejos posible porque sentía que podía hacerlo.
Son libros y autores que me dieron ganas de escribir, de ensayar
sobre ellos. Hay otros autores que leo, y que me gustan, que me
interesan y que sigo pero que no me produjeron ese entusiasmo
crítico. Al menos no en ese momento.

¿Qué autores te interesan y no están en el libro?

Son muchos. Patricio Pron. Leonardo Oyola. Ariel Idez. Hernán


Vanoli. Sebastián Robles. Mariana Enríquez. Me gusta mucho como
escribe y lo que narra la tucumana María Lobo. Releo mucho el libro
de Diego Vecino, Flema es una mierda, sobre la interacción de rock
y menemismo. Sí, son muchos. ¿Tengo que darle una respuesta
crítica a cada uno? La verdad es que no lo sé. Sobre la novela de
Idez, La última de César Aira, escribí una reseña que se podría haber
convertido en un ensayo. Quizás lo haga en el futuro. Y me gustaría
escribir sobre Patricio Pron. Y alguien debería señalar el trabajo de
Flavio Lo Presti como articulista y lector. Y finalmente tendría que
intentar escribir sobre la afiebrada y contundente prosa de Nicolás
Mavrakis, cuya voz ensayística resalta por su calidad.

De La masa y la lengua, un libro anterior, incluiste en Los gauchos


irónicos un ensayo largo titulado “Internet y literatura”. ¿Por qué?

Creo que ese, no otro, es el tema epocal que me toca como crítico.

¿Por qué pensás que no hay crítica de textos contemporáneos,


a excepción de las reseñas individuales de fin de semana?

El periodismo cultural argentino está dirigido por analfabetos,

78
genuflexos y turistas. Esa sería mi primera respuesta en seco. Oh,
Terranova, qué polémico, l’enfant terrible. Dios mío. En realidad
creo que hay crítica contemporánea. No está en los deprimidos
Ñ y ADN, pero Maximiliano Tomas trabajó mucho para abrir un
espacio, del cual participé, y trabajó mucho para que, por ejemplo,
Beatriz Sarlo reseñara en Perfil. También hay muy buena crítica en
revistas digitales y blogs. Tu afirmación se centra, creo, en Ñ y
ADN, que ya no son parámetro de nada que no sea inmovilidad
y fracaso. Y esto ya lo digo como lector. ¿Cuál es la próxima
tapa? ¿Andrés Rivera? ¿Marcos Aguinis? ¿La nota de las industrias
culturales? ¿El negocio del arte? Luego está la academia, que es
lenta pero se acerca, muy de a poco, confundiendo obsesión y
responsabilidad con fobia. Si me preguntan a mí, creo que en la
facultad habría que leer solamente el Quijote, porque cada vez que
el claustro docente y sus investigadores rentados del CONICET
intentan acercarse a “lo que pasa ahora” confunden demasiadas
cosas. ¿Hay excepciones? Las hay, desde ya. Finalmente, después
de decir todas estas generalidades estúpidas, entiendo que lo
contemporáneo siempre está velado, ausente, hay que construirlo,
se fuga, paradójicamente, hacia atrás, hacia el pasado, y hacia
adelante, hacia el futuro. “Lo contemporáneo” es un enigma inútil,
un pantano gaseoso, lo imposible, lo que no existe, está existiendo,
y ya se perdió. Se necesita talento y convicción para enfrentarlo.

¿Qué es lo más difícil de escribir sobre ese “pantano”?

Hay muchos equívocos que son parte orgánica de la lectura


pero que no por eso dejan de sorprender. Incluso entre los que se
dedican a leer de forma profesional, la literatura y los libros parecen
estar cimentados en el pasado, hay un apoyo fuerte, conservador,
en el pasado. Para mí el gran desafío es leer el presente, lo que
está ocurriendo ahora. Internet es una herramienta increíble en
este sentido. Pero más allá de esa aceleración a la que nos somete
la web, insisto, el capital de un crítico es su presente. Y ya hablar
de “presente” es raro. Hablar de “jóvenes escritores.” Nunca falta
el marmota que pregunta “¿hasta cuándo es joven un escritor?” Y
después si decís que estás escribiendo sobre escritores “nuevos”
siempre hay alguien que te responde “a mí de los nuevos me gusta
César Aira”. Y Aira tiene ¡sesenta y cuatro años! (risas) Una vez
una chica me preguntó en el Centro Cultural Pachamama “¿vos te
referencias con la literatura joven?” Le dije “no, yo siempre fui un

79
viejo choto” (risas). Esas palabras, “joven”, “nuevo”, no sirven, no
tienen grosor crítico, son convenciones del lenguaje institucional,
forman parte de los discursos alicaídos, están en el repertorio de
la gente que dice que piensa pero en realidad no piensa. Es difícil
prescindir de ellas porque parece que dan soluciones, porque las
convenciones son muy grandes, y porque a veces uno necesita
comunicar una idea general en poco espacio, pero en realidad son
como un salvavidas de plomo. Vos usaste “contemporáneo” que está
bastante mejor. Para mí, como crítico, lo que importa es el presente,
mi presente, nuestro presente, que, por supuesto, se degrada y se
escurre a cada segundo.

¿Qué críticos formaron tu educación sentimental?

Ricardo Piglia. Julio Schvartzman. Beatriz Sarlo. Daniel Link.


Carlos Correas. Victor Shklovsky. Kurt Cobain. Terry Eagleton.

El vampiro argentino se publicó por primera vez inmediatamente


al Bicentenario. ¿Por qué te obsesionaba? ¿Qué otras obsesiones
tuyas aparecen en la novela?

Lo de siempre. Los nazis ganan la Segunda Guerra, dominan


el mundo, Buenos Aires es la capital nacionalsocialista de
Latinoamérica. Una especie de vampiro comienza a matar militares
y funcionarios succionándoles la sangre de forma bestial. Y claro,
están los festejos del Bicentenario de la revolución, todos esos
equívocos, mis obsesiones por los sistemas políticos totalitarios, por
la fuerza, por las armas, por las literaturas nacionales. Es también
la historia de un tipo que piensa mucho en un mundo donde todo
indica que lo mejor es no pensar. Me rompí la cabeza para escribir
esta novela, es larga, farragosa, compleja. Y me habría gustado –
Dios lo sabe–, que fuera todavía más compleja. Pero, como dice
Ellroy, escribir novelas largas, joder, es demasiado tiempo solo.

¿Se puede escribir ensayo y ficción? ¿Pueden convivir estas


maneras de ver el mundo en un solo autor?

Mi respuesta es no. Contra mí mismo, contra mis prácticas debo


decir que no, no conviven. O conviven mal. No se puede pensar
como narrador y como ensayista. Es uno o lo otro. Que yo practique
ambos “géneros” es un error de mi parte, reflejo de mi desprolijidad

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y mi ansiedad. Pero la verdad es que me la paso eligiendo cosas que
conviven mal, que no convienen, que me hacen perder dinero, que
me escinden como sujeto intelectual. Como dice uno de mis tíos,
cada cual se jode como más le gusta.

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82
Narrar y argumentar

Por Mariano Vespa, publicada el 1 de julio del 2013 en el


suplemento Ni a palos del diario Tiempo Argentino con motivo de
la aparición de Los gauchos irónicos.

Piglia dice que al escribir un ensayo, estás escribiendo tu


biografía. ¿Cómo fue tu experiencia trabajando con el “centauro
de los géneros”? ¿Qué desafío tiene o que contrato de lectura se
establece en relación u oposición a lo que hacés en ficción?

Pese a todo, pese a que la novela y el ensayo parecen haber perdido


su forma y haberse transformado en géneros definitivamente
mutantes, la división entre argumentar y narrar subsiste. Y esa
división implica reglas que pueden ser honradas o transgredidas. El
desafío es encontrar nuevas combinaciones para esas reglas.

Una de tus biografías que circulan en la web dice que tu gran


fantasía perversa es dejar los “géneros sutiles” atrás y dedicarte
a escribir sobre política. ¿Hasta qué punto es cierto? ¿Estás de
acuerdo con Martin Amis que dice que “escribir sobre política es
como entrar en un río lleno de pirañas”?

Para contar una historia solamente hace falta contar una historia.
Para escribir sobre política hay que tener una biblioteca, un Kindle,
conexión a banda ancha, un grupo de amigos y colegas con los cuales
intercambiar ideas y sobre todo una posición política en el mundo.
Son desafíos diferentes. Con respecto a la frase de Martin Amis, soy
porteño y el aire mismo de esta ciudad es un río lleno de pirañas.
Maximiliano Tomas una vez definió Buenos Aires como la capital
internacional de la mala leche. No se equivocaba. (De paso, una vez

83
nadando en un codo del río Uruguay me señalaron un cardumen
de pirañas, y experimenté cierta paranoia. Luego, ya en tierra, un
entendido me dijo que era imposible que hubiera pirañas ahí. Las
únicas pirañas reales son las de los dibujitos animados.)

En uno de tus ensayos hablás del crítico como autista. ¿Por


qué creés que “el crítico tiene la última palabra”? ¿El periodismo
cultural emerge frente a una crisis de la crítica literaria?

Hoy la crítica no tiene ni la primera ni la última palabra, es el


verdadero género maldito, y el periodismo cultural emerge porque
es más barato y trae menos complicaciones pagarle a un analfabeto
salido de TEA que a un crítico que realmente ejerza la crítica.

El ensayo, en la tradición argentina, es un género fundamental.


Si tenés que elegir algunos libros esenciales, ¿cuáles nombrarías?

Arlt literato de Carlos Correas. Gombrowicz: El estilo y la


heráldica de Germán García. La era del peronismo de Jorge Abelardo
Ramos. Nietzsche contra la democracia de Nicolás González Varela.
Muerte y transfiguración de Martín Fierro de Martínez Estrada.

¿Qué rescatas de tu experiencia como director de la revista


cultural Tónica y como participante de la Revista Paco?

Tónica y Paco son experiencias muy lindas y diferentes. En


Tónica dirijo una orquesta de músicos esmerados, hay un trabajo en
conjunto, avanzamos con mucho cuidado, buscando la comunión y
la precisión. Paco es otra cosa, es como una banda de trash metal. Si
paro de tocar, los demás me dan una patada y me pasan por arriba.

¿Los gauchos irónicos puede leerse como un libro sobre el


kirchnerismo?

Sí, desde luego.

Hay una hipótesis que atraviesa los ensayos que componen Los
gauchos irónicos: son escritores que arriesgan, tanto en la forma de
abordar determinados temas, como Bruzzone, o en lo estilístico, como
Katchadjian. En oposición has criticado a varios escritores nacidos
en los sesenta como los nuevos conservadores. Decís que la antología

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La joven guardia fertiliza y abre canales. ¿A qué se debe la diferencia
entre las “generaciones”? ¿Tiene que ver con la concepción que tienen
respecto de la política, tiene que ver con las redes sociales o algún otro
motivo?

Los que nacieron en los años ´60 tuvieron padres idealistas,


dictadura militar y después arriba de eso alfonsinismo entusiasta.
Nadie, nadie, puede resistir ese combo sin salir estropeado. Los que
llegamos a la conciencia con el menemismo somos más astutos y
desconfiados. Después, ya en el siglo XXI, Internet, desde luego,
cambia todo.

¿Imaginas una mejor literatura de los nativos digitales?

No la imagino, está ahí, viva, en la web, comiéndonos la cabeza


todos los días y riéndose de nuestros pudores.

Dedicás un capítulo a la práctica literaria en Internet. ¿Por qué


creés que la legitimación se discute a partir de los soportes (ebook vs.
papel) y no de las prácticas?

Buena pregunta. Internet es una revolución industrial completa.


Trajo cambios inesperados que se fundieron con muchísima violencia
y velocidad a nuestra vida cotidiana. Soportes milenarios cambiaron
de manera radical. Por eso creo que hoy discutir soportes es también
discutir todo lo demás. Sin embargo, la nota lenta de la sorpresa
mil veces escrita en los medios grandes es más fácil de hacer que
ponerse a leer y elaborar hipótesis de lectura. Escribir también es
arriesgar, un mecanismo de ensayo y error. Hay que aceptar eso para
decir algo. El tiempo nos demuele. Nos deja anacrónicos, estériles.
Nos seca. La mala literatura en diarios y revistas aplica un viejo
truco: está seca y muerta desde el principio. Es un truco mezquino y
aburrido, por supuesto.

¿El mayor pecado de escribir en internet es el refrito? ¿Cómo


construir originalidad?

También hay belleza y dignidad en el refrito. Si tenés hambre


y no hay otra cosa, un buen refrito, hecho con mano cariñosa, te
puede salvar el día. Por otra parte, al mandato idiota y público de
la originalidad prefiero oponerle la fiesta privada de la autenticidad.

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En ese sentido, y más allá de las diferencias que los separan, ¿el
troll y el fake son artificios literarios?

Sí, lo son. No están autonomizados y eso confunde, pero te diría


que son perfiles reconocibles como el cronista, el escritor atribulado,
el poeta maldito, el crítico malaleche. Son artificios literarios,
posiciones en el campo, conjuntos de marcas autorales, antes que
personajes. Aunque también funcionan como personajes, desde ya.

Harold Bloom, retomando a Freud, habla de la ansiedad como


inquietud del porvenir. Siempre decís que sos un tipo ansioso, ¿qué
creés que viene después de las redes sociales? ¿Es una obsesión
para vos?

El gran salto se va a dar cuando nos podamos enchufar a la


compu, tipo Matrix. Recién ahí se va a terminar la modernidad y
va a empezar otra cosa. ¿Falta mucho para eso? ¿Falta poco? No
lo sé. Pero no me obsesiona. Sí me obsesionan las construcciones
paradójicas de la modernidad, sus mitos y sus trampas, sus zonas
parasitarias y adocenadas, sus zonas móviles. Siento que discutir
la modernidad al mejor estilo sociólogo cabeza hueca todavía vale
la pena y nos va a preparar mejor para ese salto. Ahora, cuando
nos podamos enchufar a la compu, ahí la cosa cambia. Cambia la
percepción y cambia el sujeto. Mientras tanto seguimos siendo parte
de una dialéctica muy parecida a la que se instauró con la técnica
cuando apareció la máquina de vapor.

¿Creés que es posible aplicar la idea de open source a la praxis


política?

Ni idea.

¿Cómo ves la figura del intelectual –sea de Carta Abierta o no–


en el período kirchnerista?

La figura del intelectual me suena a la figura en el tapiz. Está y no


está, hay que verla y construirla mientras se la ve, es difícil describirla,
asirla, definirla pero también indispensable al funcionamiento de
la sociedad. Y al final siempre viene alguien que especula menos y
acciona más y se limpia el culo con ese tapiz.

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El lector contemporáneo

Por Virginia Ruano para Revista Tónica, publicada el 18 de


diciembre del 2013

Así como se construyen conceptos como la NNA y la nueva NNA


para clasificar a jóvenes escritores (o en verdad, diez años después
no ya tan jóvenes), ¿pensás que tienen un correlato en una nueva
crítica argentina? ¿Acaso existe algo así como una NCA? Si fuera
así, ¿quiénes la conformarían?

NNA, NNNA, NBA, NCA, CNBA, todas esas siglas geniales


demuestran nuestro piadoso hambre de taxonomización. Y, al
mismo tiempo, nuestra desconfianza ilustra el rechazo inmediato
a esas grillas. La NNNA era un partido político, casi una célula
autoterrorista, creada por Elsa Drucaroff. ¿Sigue funcionando? Creo
que implotó. Yo aprendí mucho con Elsa, le tengo un especial cariño
y sigo muy de cerca su obra. Le juega en contra la menopausia, que
le cayó como una bomba, y la empujó a hacer el ridículo, cantando
recientemente con un grupo de pop low fi y publicando novelas
policiales con personajes de la farándula local. Así y todo, ahí donde
la ven, Elsa es el elemento trosko-narcisista del que siempre se puede
aprender por sus aciertos y sus errores. Sus libros sobre Bajtin y
Arlt son buenos, muy recomendables. Su análisis del Nunca más
me resulta imprescindible. Siempre estoy muy atento a todo lo que
publica. Habría que preguntarle a ella si existe la NCA.

Si pensamos en una diferenciación clara entre una mera reseña


descriptiva y una crítica argumentada, ¿en qué medios, masivos y
alternativos, creés que hay espacio para una crítica argumentada,

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para un debate necesario que supere el simple comentario friendly?

Es una pregunta difícil. Creo que en Internet hay espacio para todo
y para todos. Luego es muy fácil quejarse. A mí me encantaría que me
pagaran 3000 pesos por cada una de mis reseñas pero publicando
en la web, y en sus revistas y otras dependencias digitales, encuentro
más libertad.

¿Hay lugar para nuevos críticos en la academia? ¿En el mercado


editorial se publica nueva crítica?

Un país sin crítica es un país pobre, poco atractivo, sin


movimiento. El problema, de nuevo, no son los espacios sino
que las editoriales pudientes no los auspicien. Planeta y RHM-
Sudamericana ponen mucho dinero en marketing, en carteles en
la calle, en suntuosas recepciones y desayunos con libreros, y poco
o nada en formar espacios de recepción para sus publicaciones.
¡RHM-Sudamericana saca cuarenta novedades por mes! Tenemos
una altísima productividad de libros y una muy baja cantidad de
reseñas y reseñistas para abordarlos, comunicarlos, difundirlos,
evaluarlos. Las editoriales pobres tampoco trabajan con la crítica,
la ven como algo accesorio. ¿Por qué? Porque los editores hoy,
por lo general, son analfabetos y no comprenden que el poder de
la crítica beneficiaría sus negocios. Ellos, los editores y publicistas,
ven el libro como algo acabado, como el final de una transacción,
como un producto que se compra y listo, no como el principio de
un diálogo o una discusión. Desde ahí difícilmente puedan entender
el significado último y enriquecedor de la crítica. Victor Shklovski
marcó el rumbo de la crítica literaria del siglo XX con un estilo
desmadejado, lúcido y fragmentario. Con él aprendí a ser un crítico
irónico, aprendí que hay que publicar donde te dejan, que hay que
“arreglárselas”, y discutir y tematizar la época que te tocó. Si soy
un crítico, lo soy en tensión con lo académico y con el mercado.
En mi caso particular no soy un investigador, no tengo becas, no
escribo papers, escribo artículos, reseñas, diarios de lecturas,
columnas disgresivas, todos géneros bastante menores, lejos de la
autonomía y lo sublime. Al mismo tiempo, trabajo como docente,
un docente muy lateral de un centro de estudios sin recursos, o
sea, un escritor de los arrabales de los arrabales del mundo, un
ensayista pulsional. La verdad es que cuando fui a venderle mi
alma creativa a la academia no la quisieron comprar, no porque

90
fuera cara –yo estaba regalado– sino porque atravesábamos el
desastre del 2001. Ahora me dicen que siempre hay tiempo para
venderse. Yo espero ofertas. Pero sé que soy un crítico irónico y
que eso, bueno, puede resultar un poco complicado. Ahora bien,
si me pagan, me disciplino.

¿Te parece necesario que el crítico literario dedique parte de su


tiempo al análisis de primeras obras? ¿Puede una buena reseña,
ya sea positiva o negativa, despertar tu interés por un libro que
habías decidido no leer?

El gran desafío es llegar primero y decir algo interesante. Pienso al


crítico como el lector que intenta ser contemporáneo de sí mismo. Lo
demás queda para la nobleza del investigador, que en algún punto se
le opone en sus funciones. Uno revuelve el presente, que es Internet,
el otro revuelve bibliotecas ajenas. Si se cruzan, y sí a veces se cruzan,
el diálogo puede ser productivo. Pero en general, el académico está
demasiado apurado, y el crítico es demasiado histérico.

¿Podés armar una lista de nuevos escritores a los que recomendás


leer? ¿Qué valorás en estos libros?

La primera pregunta se responde con mi libro Los gauchos


irónicos pero me animo improvisar una respuesta para la
segunda. En Luciano Lamberti valoro su potencia, su síntesis, su
imaginación en los detalles. En Carlos Godoy su entereza, su humor
distante y algo frío, su ternura sin sensiblerías. En Busqued valoro
su gusto por la historia bélica, su obsesión por la erudición lumpen
y heterodoxa, sus descripciones del cuerpo. En Pola Oloixarac, que
se ría del status quo, que denuncie la esquizofrenia del saber desde
el saber, y su concepción general del estado del conocimiento. De
Mavrakis, la calidad incuestionable de su prosa y sus lecturas, su
talento para odiar y hacerse odiar, su estilo, su convicción. De Martín
Felipe Castagnet, su imaginación, su sensibilidad con los personajes y
su dominio de la ansiedad. De Flavio Lo Presti, su humor sincero, su
ritmo, su sentido de la ironía.

91
Por una crítica alzada

1. El crítico es un lector que escribe sus lecturas. A él se le oponen


el narrador, que escribe sus experiencias y construye mundos
cerrados; el poeta, que aspira a generar epifanías; el académico que,
financiado por universidades y fundaciones, realiza investigaciones;
y el periodista cultural que por lo general es un periodista straight
que piensa que sabe leer, pero, desde ya, no lee.

2. Estar “alzado” significa estar excitado, erecto, listo para copular,


para procrear.

3. Los géneros del narrador son el cuento y la novela; los del poeta,
las elegías y los sonetos; los del académico, la tesis y la monografía.
El crítico utiliza el ensayo, la reseña y el artículo. El periodista
cultural hace lo que le dicen sus dueños y empleadores.

4. El crítico, con su escritura, penetra al novelista y al poeta. El


novelista y el poeta no quieren ser penetrados, ni quieren ser leídos,
más bien quieren ser elogiados, festejados, confirmados. Preferirían,
en todo caso, ser divulgados antes que examinados. Por eso la
auscultación del crítico siempre les resulta incómoda. Sin embargo,
por definición, el novelista y el poeta son anales y se ofrecen con
esperanza. El periodista cultural no penetra. Muchas veces es
penetrado. Pero su funcionalidad al ámbito de la comunicación
complaciente lo hacen insípido de penetrar. El académico, por su
parte, es un ser asexuado.

93
5. La categoría escritor es una categoría vacía que se aplica
vagamente para todos los que escriben y hoy todos escribimos.
El adjetivo “gran” usado antes del sustantivo –verbigracia, “gran
invento”, “gran amigo”– es una intensión de énfasis convencional y
poco eficiente. La construcción “gran escritor” resulta así denigrante:
la negación última de cualquier acción crítica

94
Indice

Nota 11

Parte 1. El crítico como personaje 13

La enciclopedia negra 15
Las marcas de la lectura 19
Brenda zombie 25
La mujer pintada 31
Apuntes sobre la pornocrítica 35
Teoría, caducidad y agenda 43
Sobre la autonomía literaria 47
El derecho a la miseria 51
El crítico como personaje 57

Parte 2. La voz del crítico 65

Psicoanálisis, literatura y amor 67


Encuesta sobre el estado de la crítica 73
Yo, crítico 77
Narrar y argumentar 83
El lector contemporáneo 89
Por una crítica alzada 93
Este libro se terminó de imprimir en el mes de
noviembre en la imprenta XX
XXX
Ciudad Autónoma de Buenos Aires

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