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VIVIR COMO CHARTIER

Eduardo López Jaramillo es una de las figuras destacadas dentro de la producción literaria
risaraldense de las décadas recientes, además de tener un papel protagónico como gestor cultural
en otros campos (arte, música, teatro, en fin). Este texto, nunca antes publicado, fue leído el 24 de
abril de 2003, apenas unas semanas luego de la muerte de este notable intelectual.

Escribe / Abelardo Gómez Molina – Ilustra / Stella Maris


A Humberto Bustamante, Benjamín Saldarriaga, Jaime Ochoa,
Mauricio Ramírez y Giovanny Gómez por su paciencia
y desprendimiento al permitirme conocer sus pensamientos
y archivos para recopilar material para esta charla.

Iniciar un texto en homenaje a Emile Chartier a muchos les parecerá extraño. Pero creo apenas
justo elegir este día y este sitio para hacerlo. Nadie mejor que él para comprender los menoscabos
del tiempo y modos de vivir en una ciudad y un país marcadamente “provincianos”, en el sentido
peyorativo de la palabra.

A Chartier se le encomia su enorme capacidad de trabajo, la misma que lo llevó a realizar una obra
diligente, prolija, rica en investigaciones de todo tipo —desde lo semántico hasta lo histórico —.
Una producción que, de manera poco habitual en nuestro medio, cumple con las más ínfimas
exigencias del rigor académico que tanto se pregona, más pocos cumplen.

Fruto de su gusto clasicista, para algunos incluso escolástico, nos quedan bellos retratos del
hombre y sus anhelos. Todos ellos de carácter universal y tan comprensibles en su añorada Europa
como en cualquier ciudad de la agreste topografía de este “tercer mundo” que, por arbitrariedad
de algunos, nos tocó apropiarnos.

Cabe aquí un momento de reflexión. Una mirada alrededor. Aunque todo autor tiene sus
querencias, y Chartier las tenía, sus escritos trascienden lo espacial, entendido como lo geográfico.
De este modo sus palabras alcanzaron un notorio carácter de universalidad. No negó su
ascendencia, pero haciendo caso omiso de ella, un deseo íntimo lo llevó a reflejar al hombre como
ser único/diverso, comprensible/incomprendido, pleno de dicotomías, objeto de cualquier clase
de abordajes y, al fin, un completo desconocido.

Tanto su prosa como su poesía se concentraron en lo humano como maravilloso reflejo de lo


divino. Esta nueva divinidad del hombre, herencia de Grecia, enriqueció todos los vericuetos de
una obra polifacética que todavía estamos en mora de asimilar en su plenitud.

A estas alturas se preguntarán: ¿Quién es Emile Chartier? Algunos, tal vez ya han intuido la
respuesta: otros, la saben con certeza. Tras ese nombre de reminiscencias francófilas se escondió
el autor pereirano Eduardo López Jaramillo para poner a consideración de un jurado su última
obra publicada en vida: Memorias de la casa de Sade.

No faltará en este punto el reato de unos cuantos frente a los alcances extranjerizantes de su
obra. Esos mismos que claman por lo vernáculo mientras compran Chanel y Cartier. Pensando tal
vez en ellos, el autor escribía en el libro antes mencionado, al defender el carácter universal de la
obra del gran Voltaire, de la siguiente manera. “Educados en un provincianismo estrecho, nos
hemos acostumbrado a considerar nuestros gobernantes como bondadosos, nuestras leyes como
justas, nuestra religión como la única verdadera, nuestras artes como paradigmas de belleza y
nuestras maneras de ser como las más civilizadas del mundo. Insinuar lo contrario es alertar las
serpientes de la envidia y dar pie a una acusación por traición a la patria, que nuestros
magistrados castigan con una muerte de infamia o con el internamiento sin límite en alguna
prisión tenebrosa”, como apunta en uno de los apartados de Memorias de la casa de Sade.

Sabido esto por boca del mismo escritor, sobran nuestras palabras. Cabe mejor recordar en este
momento —en un rápido esbozo biográfico—, algunos puntos sustanciales de su vida que, como
es posible intuir, se confunde de manera estrecha con su obra. Tal vez, como en pocos de nuestros
intelectuales, en él hombre y obra fueron uno.

Eduardo, apenas con 17 años de edad, ingresó a la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá.
Este primer rompimiento con los lazos familiares y el posterior viaje al exterior, en ese mismo año,
marcaron de manera indeleble su personalidad. Ya en 1965 estaba residenciado en Bélgica, donde
adelantó estudios en Ciencias sociales y Filosofía en la universidad de Lovaina. Este sitio lo incitó al
descubrimiento de ignotos autores para un joven venido de una pequeña ciudad tropical. Además,
le permitió acercarse a figuras estelares del pensamiento en boga en esos momentos, tales como
Alain Touraine y Roland Barthes, a través de seminarios dirigidos por ellos en l’Ecole Practique
instaurada en La Sorbona. Como si fuera poca la preparación lograda, sus inquietudes lo llevaron a
Estados Unidos, donde, entre otros, asistió a seminarios dictados por Octavio Paz.

A principios de la década de los 70 regresa a su ciudad natal. Un aterrizaje que imagino traumático
por las estrechas posibilidades de proyección intelectual que permitía un escenario que, aún hoy,
sigue siendo pequeño. Esto no fue obstáculo para que hiciera despliegue de iniciativa o capacidad
creadora. Paralelo al ejercicio docente en colegios y universidades, fue primordial su presencia en
la época dorada de la Sociedad de Amigos del Arte, de la que fue secretario y presidente entre
1975 y 1990; además, fundador y director de la revista Pereira Cultural (entre 1981-1990 y,
durante la actual segunda época, en 1996). Como si fuera poco, también creó el Salón de Agosto,
evento primordial para el fomento de las artes. Dirigió, en dos momentos diferentes, el Magazín
Dominical y A pleno sol, del desaparecido periódico La Tarde.

La enumeración de sus colaboraciones en prensa escrita, revistas literarias, programas radiales,


conferencias, antologías y todo tipo de manifestaciones culturales se haría en extremo ardua para
anotarlas en estas breves páginas. Sirva de ejemplo para ello un listado que Eduardo realizó en
1996 y que cubre con suficiencia casi 20 cuartillas. Eso sin contar producción intelectual de los
últimos siete años.

Para la gente del común, de su vasto quehacer permanece en la memoria el programa radial Solo
a dos voces transmitido con frecuencia semanal entre 1990 y 1993 por la emisora cultural Remigio
Antonio Cañarte. Ese programa es ya un hito por la manera seria en que abordó temas y autores
diversos de la cultura universal. Valga para ello una salteada muestra antológica: Marguerite
Yourcenar, Octavio Paz, Grandes maestros de la música, Narrativa universal, Walt Whitman, Franz
Kafka, Luis Cernuda, Marqués de Sade, Federico García Lorca y José Asunción Silva, ocupando cada
título varias horas de difusión.
En este programa, la sonoridad de su voz se hizo familiar para una amplia audiencia no solo
regional sino nacional que escuchó y coleccionó con fruición varias de las emisiones. Así, Eduardo,
libretista y locutor, llegó a personas que, de otra manera, habrían perdido la posibilidad de ser
receptores de su erudita formación.

Su obra bibliográfica, de ascendente calidad en la medida que la madurez llegaba a su vida, no


corrió, quizá, con igual suerte. Las limitaciones para publicar —con tirajes mínimos e idéntica
difusión— solo permitieron que sus obras fueran conocidas por unos pocos, salvo la enorme
publicidad que mereció el lanzamiento de la traducción de Poemas canónicos, de Constantin
Cavafy, ello en buena parte por el respaldo que recibió de Belisario Betancur, en ese entonces
presidente de la República. A pesar de las limitaciones, sus obras fueron reseñadas por diversos
críticos y conocedores en diferentes partes del mundo.

La producción impresa de largo aliento, iniciada cuando tenía 31 años, se inauguró con Lógicas y
otros poemas (marzo de 1979). En ese pequeño libro, de escasas 50 páginas, se inicia también un
hecho particular: su notoria ligazón a Gráficas Olímpica, más aún, a Hernán Sierra Suescún, quien
personalmente coordinó la edición de sus obras. En esos talleres imprimió toda su obra, excepto
los Poemas canónicos y la segunda edición de El ojo y la clepsidra.

Aparte de este hecho anecdótico vale la pena adentrarnos en los vericuetos de este primer
poemario que, para muchos, ya estaba muy avanzado desde su permanencia en Europa, al igual
que su siguiente libro, Los papeles de Dédalo. En Lógicas… hallamos los derroteros de lo que
habría de ser la posterior producción literaria. El autor transita aquí senderos y posibilidades que
son retomados en otros títulos suyos.

La belleza y su canto, tan revisitados en sus textos, adquieren aquí, en palabras de Giovanny
Gómez, una “búsqueda desde la indagación por un vacío cósmico, que revela la soledad con que
está constituida el alma, en un mundo solo transferible a otro en la confesión de la escritura”.

La realidad y los sueños forman, a su vez, otro eje direccionador de este primer libro. Lo
inaprehensible de lo deseado, se trastoca aquí en la imposibilidad de completarse a través del
otro, inalcanzable, imposible. La desazón se traduce en una consciente derrota temprana, una
derrota que por momentos adquiere connotaciones de agonía, visionada tal vez con el prisma que
supo darle a esa palabra don Miguel de Unamuno: lucha, que no entrega. Así se deja traslucir en
los siguientes versos:

En lisos músculos al borde del vértigo


haciendo el amor con sus recuerdos
Con sus sueños, más bien
“Con los recuerdos que siempre son sueños”
dirías tú
A quien no alcancé a conocer

Aún más, se encuentran en este sentido claves en otros versos de Lógicas…, señales que nos llevan
a conocer un mundo interior diverso. Continúa, eso sí, la negación de lo real en aras de una
irrealidad soñada. El sueño es una invocación de lo deseado, una concreción interior de lo inasible.
Eso se vislumbra en otro de los poemas allí contenidos:
Ah! La realidad
Ahogada en sueños

Incómoda
en la placenta del sueño ilustre
accesible a lo feérico

Lo real hecho trizas

A raíz de la publicación de este libro, Héctor Escobar Gutiérrez, amigo suyo por muchos años,
escribió un sensitivo soneto que en su introducción dice:

Imagino su nostalgia viendo apenas


estas callejuelas de burdos edificios
estas gentuzas adictas a mil vicios
con sus casuchas de trebejos llenas.

Lógicas…, como tantos otros logros de Eduardo, contó con el amparo incondicional del historiador
Hugo Ángel Jaramillo, quien lo presentó en la Sociedad de Amigos del Arte con unas palabras que
dejan descubrir la admiración por aquella primogénita obra.

Quedó así expedido el sendero para su segundo libro, esta vez de narraciones, titulado Los
papeles de Dédalo. Fue el número 2 de la Colección de Escritores Pereiranos, en el año 1983.

Allí estaban reunidos diez cuentos, algunos ya publicados en medios y ganadores de premios
locales. En esta nueva faceta el escritor se muestra seguro, metódico y con reiteradas resonancias
clásicas, las mismas que se intuyen desde el título global y se acentúan en sus contenidos.

Hallamos en esta colección un cuento muy particular. “El círculo”, que a mí manera de ver —y la
de Jaime Ochoa, lo sé— deja traslucir un dolor tan intenso que es imposible de contener, incluso
de explicar. A él pertenece el siguiente fragmento “¿Y cuando tu recuerdo me agobie? Ayúdame
en esta soledad de ti, en todas estas ciudades que alguien llamó Venecias, y que recorreré
nostálgico porque eres real y yo no te he soñado”. En ese eterno discurrir de quien es coherente
en su vida y en su obra, Eduardo confronta la realidad y el sueño, sueño que se traduce en deseo,
tal vez imitando de manera laberíntica a Luis Cernuda, uno de sus autores favoritos.

En “Los retóricos”, otro de los relatos allí contenidos, los malabares verbales de dos eruditos
sacerdotes son presenciados por un personaje neutral, Michel, quien como narrador omnisciente
es por un momento interpelado sobre lo que entendía por vida. Michel —reflejo quizá de Eduardo
— responde: “Para mí no es cuestión de entenderla. Sé que me agito y fluyo, nada más. No me
resigno a momificarme en este colegio, hundido en la provincia, lejos de todo. Siento que me
rebelo, dentro de mí hay potencias oscuras, grandes árboles en combustión, fuegos fatuos que me
hacen levantar en la madrugada”. No se puede olvidar el trasegar de Eduardo por colegios de la
ciudad en su labor docente.

Ese fluir anestésico que propone en las líneas precedentes se convirtió, de manera dramática en
constante de su existencia durante casi toda la última década de vida. Aunque publicado en 1983,
hay mucho de premonitorio en los contenidos de Los papeles de Dédalo. Se avizora en su
narración una suerte de destino final ineludible. El deseo y la espera, de nuevo, hacen su
presencia, aunque acá lo anhelado parece por fin un logro real, un logro que no colma las
expectativas y se convierte en un escaño más en el descenso fatal por el abismo de la oscuridad.

Para mediados de la década de los 80 el reconocimiento público —y las envidias, rémoras de la


fama— parecen tocar en la puerta de Eduardo. Es aquí cuando salen a relucir sus dotes de eximio
traductor.

Primero, en 1985, Poemas canónicos, de Constantin Cavafy, del cual realizó una versión integral
dotada de prólogo y profusión de notas. Está de más cualquier comentario sobre este libro, con
dos ediciones ya, y que goza aún de la mejor crítica.

Luego se dará a conocer su versión de Poemas de amor del Antiguo Egipto, de Ezra Pound, lanzada
durante la III Feria internacional del libro en Bogotá, en abril de 1990. Sobre este libro Fernando
Charry Lara afirmó con justeza: “…la versión de Eduardo López Jaramillo es sobria, directa, sin
adornos. Cualidades sobresalientes en quien se propone tarea artístico rigurosa”.

En el interregno entre estas dos tareas de traducción, con mayor precisión en octubre de 1987,
Eduardo, como poeta, confirma su valía con la publicación de Hay en tus ojos realidad. Antes que
escritor era un poeta, y no un poeta cualquiera, sino uno de peso. Eso se hace patente en las
páginas cuidadosas, pero plagadas de sentimiento, de este libro.

Esa destacada labor en la construcción de versos magníficos parece hoy en día opacada ante sus
funciones de traductor y prosista, algo que —por lo visto— es injusto. Aunque en lo artístico la
herencia no parece ser prueba fidedigna de calidad, no podemos dejar pasar por alto la enorme
influencia que ejerció su pariente, el escritor Lino Gil Jaramillo, en cuya casa de Cali pudo
compartir con grandes figuras de la poesía nacional.

En ese poemario, en la “Carta en prosa” dedicada a Liliana Herrera, la naturalidad hace juego con
la erudición para rematar con unos versos rotundos y memorables:

Aquí, en la aldea, juega un maduro sol


con el cemento. En la plaza hay mangos
y en el zoológico nació ayer un oso gris.

La ciudad, su ciudad, se ve así retratada de una manera universal. Al lado de Tracia, de Dionisios,
de rememoraciones clásicas, surge espontáneo el sitio objeto del eterno retorno.

Mas no es solo la ciudad quien aparece. Sade, ese fantasma que lo persiguió desde la
adolescencia, tiene también acá un espacio en un poema titulado con el noble apellido:

Asciendes en soledad
pero la sabes breve.
Trémulo glosa el garzón
sus recios músculos
y como arena ciñes
su candor en tus brazos.

Y es el Divino Marqués quien también protagonizó uno de los cuatro ensayos contenidos en El ojo
y la clepsidra (1995). Al lado de sendos documentados textos dedicados a Akhenatón, José
Asunción Silva y García Lorca, el ensayo sobre Sade es de lejos el mejor logrado.
A esta altura se destaca lo notorio que es el seguimiento, por parte de Eduardo, del discurrir de
personajes que en vida e, incluso, en muerte, fueron abominados. Los heterodoxos. El sino trágico
que los abruma parece tentar de manera constante a nuestro escritor. Sus vidas parecen reflejarse
en la propia.

Esta presentación se hace más delatora al momento de mostrarnos la figura de Sade. Siempre que
se afirma algo sobre él nos queda el palpito de estar ejerciendo una labor de ventrílocuo. De esta
forma aseveraciones como “En vida Sade siempre fue un vencido”, “…se podría hablar de una
conspiración voluntariamente llevada contra él”, “Sade era demasiado humano para ser héroe”,
“No hay ninguna divinidad en Sade”, suenan a autorreproches o, mejor todavía, a recriminaciones
dirigidas a un “ellos” no especificado.

La saga de Sade se hace más patente en la que considero la obra más acabada, Memorias de la
casa de Sade. Ahí Donatien Alphonse Françoise, a través de la recreación de la historia de sus
ascendientes y de su infancia misma, parece reflejarnos dolores de un ser externo, actual. Un
hombre de hoy que desde una prisión —al igual que él—, masculla su rabia e impotencia ante el
destino impuesto; pero no es un odio ciego, peor, es una rabia dirigida con claras
intencionalidades.

Propuesta como una novela de costumbres, a través de Emile Chartier —el seudónimo del que
hablábamos al inicio—, Eduardo obtuvo el primer premio del XIX Concurso de novela Ciudad de
Pereira y por consiguiente la publicación de la obra en diciembre del 2002. En ese mes, al
indagarle sobre el porqué de revivir a Sade en nuestra época, respondió así:

“Hay algo muy sintomático, es que Sade ha estado preso desde siempre. En vida estuvo 30
años en prisión, durante tres regímenes diferentes: durante los reinados de Luis XV y XVI;
proscrito durante la Revolución, aunque pudo publicar dos libros cuando salió de La
Bastilla; y proscrito también durante el Consulado, porque Napoleón decidió meterlo al
manicomio, a Charenton.

En vida no hizo parte del mundo y después las obras de él hicieron que todos los poderes
reunidos lo consideraran un enemigo. Es decir, el político, la iglesia, la moral, las llamadas
buenas costumbres y, por supuesto, la justicia. Eso no ha cambiado en 250 años

Una persona que tiene esas características, indudablemente es un hombre importante e


interesante”.

La percepción de universalidad de la que Eduardo hace despliegue en su legado literario tiene


mayor énfasis en Memorias de la casa de Sade. Pero esa característica de representación global
sobrepasa al orden temático, al personaje elegido, y se convierte en un todo que envuelve las
palabras y trasciende hasta el estilo mismo. Una novela que, en fin, puede ser leída en cualquier
lugar y en cualquier época.

Memorias… es, como se dijo antes, la más directa vindicación de un hombre que ha sido
menospreciado y puesto a un lado de la sociedad a la que pertenece debido a su actitud crítica y
heterodoxa. Todos los grandes poderes: Iglesia, Estado, Justicia, y los valores sociales impositivos,
son finalmente desmenuzados y desenmascarados de manera consistente, hasta llegar a la médula
de las imposturas.
La escritura se hace por momentos biliosa, cargada de sarcasmos e ironías. Pero esto, más que un
defecto, se convierte en un principio detonador, un artilugio para confrontar a un sistema
impuesto por Famas avasalladores de esporádicos Cronopios. El ser dual formado por
Sade/Eduardo enfila en sus más pesadas baterías contra el yermo campo de las convenciones
tradicionales. Un auténtico festín orgiástico contra lo establecido que, para nuestro desencanto,
nos deja la resaca de saber que las páginas terminarán y deberemos entrar a engrosar esas
mismas masas inermes y absurdas que son el telón de fondo del libro.

Es esta la obra en la que puso su más firme ahínco. Se convirtió ella no sólo en la concreción de
decenas de años de paciente elaboración —la obra toda una vida—, además apareció como la
esperanza redentora de un hombre sumergido en el oscuro túnel de la fatalidad. Apenas cuando
empezaba a ser divulgada en diferentes ámbitos, tánatos supo cobrar su deuda de manera poco
oportuna. El azar, ese veleidoso cortesano que pocas veces sirvió en los altares de Eduardo, esta
vez también le negó sus favores.

*Versión corregida para esta publicación.

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