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Umbrales

Nelson A. Flores N.
“Umbrales porque las almas también lloran”
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2da. Edición: Yrian A. de Flores.


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Diseño de cubierta: Juan Astudillo


jjastudillopgmail.com

DR ®Yrian Aparicio de Flores


Segunda edición digital: 2019
Tinaquillo, Venezuela.
A mi esposa
“En suma, desde pequeño, mi relación con las
palabras, con la escritura, no se diferencia de mi
relación con el mundo en general. Yo parezco haber
nacido para no aceptar las cosas tal como me son
dadas”.

Julio Cortázar
Umbrales Nelson A. Flores N.

Índice

Presentación: Eritza Liendo M. vii

Mi hermano 14

Las tres cruces 37

¡Mátalo, mátalo! 53

Río peligroso 72

El indio Tacataca 103

Otras fantasías 131

Amor de locos 132

Despedida del mal padre 133

A la madre ausente 134

¿Quién es ella? 136

Mis semillitas 138

Homenaje al cacao venezolano 139

vi
Presentación

La religión, la mitología, la filosofía, la ciencia


en general y la medicina en particular han tratado de
responder las preguntas asociadas con el tránsito
entre la vida y la muerte. Cada una con sus métodos
y con las herramientas a su alcance han tratado de
definir cuál es y cómo es ese espacio –límbico tal
vez– en el que, muerto el cuerpo, permanecen la
razón, la memoria y el alma antes de asentarse en su
destino final, sea éste cual sea.
Todas las respuestas –profundas o ligeras;
convincentes o descabelladas– permanecen en el
terreno de la especulación porque nadie ha vuelto de
la muerte para echar el cuento. Lo que ocurre en el
más allá se queda en el más allá, sin una evidencia,
sin una sola prueba de su existencia. Sólo la fuerza
de la fe les permite a los vivos la esperanza de otra
vida para los seres que han perdido arrebatados por
La Parca.
Son los espacios del Arte –junto con los
ámbitos de la religión– los que más han permitido, a
lo largo de la historia de la Humanidad, alimentar la
creencia –en muchos casos sanadora y alentadora–
en otro plano: un plano de rectificación, de perdón,
de arrepentimiento salvador, de eterno descanso o
de castigo infinito. El Arte, desde siempre, le ha
ofrecido al hombre la posibilidad de creer en un
espacio intermedio e intermediante para el acomodo
de todo lo resuelto.
Pintura, cine, teatro, música y literatura han
sido la mejor interfaz para amalgamar lo mejor de
dos mundos: el de los vivos y el de muertos. En ese
espacio inefable y de arenas movedizas transcurren
las historias narradas por Nelson Flores, quien –
honrando los parámetros estéticos del realismo
mágico– les da voz y existencia a unos personales
desencarnados que narran su tránsito hacia la no
vida.
“Umbrales. Porque las almas también lloran”
es la compilación de cuatro relatos y un sainete: Río
peligroso, Las tres cruces, Mi hermano, ¡Mátalo,
mátalo! y El indio Tacataca. En cada pieza, Flores
relata historias de vida (o de muerte) con el recurso
de un narrador en primera persona protagonista, y
fundamentalmente se plantea el establecimiento de
la causalidad.
Aunque llega un momento en el que el lector
se da cuenta de que todos narran desde la muerte,
Flores logra establecer un cautivador horizonte de
expectativas en razón del cual quien lee lo único que
desea es saber en qué momento y cómo llega la
muerte. Y con eso el escritor ya cumple con uno de
los requisitos que, según Cortázar, hacen que un
relato sea bueno: la tensión. Ese dosificar la
información por cuentagotas para mantener vivo el
interés, la curiosidad y la avidez.
En ese mismo orden de ideas –y seguramente
por tratar los dos temas más relevantes de la
existencia humana, como lo son la vida y la muerte–
Flores logra el efecto quizás más relevante de toda
narración de carácter ficcional: la significación. ¿Qué
puede ser más significativo para alguien que la
reflexión sobre la perentoriedad de la condición
humana? ¿Qué puede conllevar más relevancia que
las preguntas sobre la muerte como espacio de
transición? ¿Qué pasa con la razón? ¿Qué pasa con
la memoria? ¿Qué pasa con el amor o con el odio
que se albergan? ¿Y el alma? ¿También muere?
En sí mismas, esas preguntas son cuestiones
espinosas. Y, por si eso fuera poco, Flores también
denuncia. En sus relatos, hay dos estructuras que
claramente se superponen: una estructura superficial,
que descansa en el plano del manejo formal de la
anécdota (con sus personajes, sus circunstancias y
sus interacciones) y una estructura profunda, que
subyace en el plano de los contenidos y que se
encuentra anclada en un eficaz manejo de la
intertextualidad.
Los relatos de Flores, en efecto, remiten a una
serie de referentes que forman parte de la memoria
del lector. Flores cuenta con eso: con que el guiño de
la elipsis, con que la contraseña basada en la Ley del
cierre, van a funcionar porque los cuadros (frames)
que utiliza enmarcan el contexto socio-político de sus
tramas y de la vida misma del lector.
En palabras del mismo escritor, “no debe haber
testimonio más auténtico de los sentimientos de un
pueblo que el que recibimos a través de las
narraciones. Narraciones que, aunque ficticias,
siempre tienen base en vivencias reales. Es en este
campo en el que la novela ha ocupado, desde
siempre, un puesto sobresaliente al cumplir con el
sublime compromiso de dejar constancia de las
angustias y serenidades, de las tristezas y alegrías,
de los miedos y de las libertades de las sociedades y
sus gentes”. Pasa con las novelas; pasa con los
relatos breves.
El indio tacataca, por su parte, es el sainete que
Flores incorpora a su compilación de cuentos. Con el
carácter jocoso propio del género, esta pieza viene a
actuar como una especie de atenuante, como una
suerte de moralizador ante el espíritu trágico de los
relatos. Y funciona. Funciona porque a veces el
humor es el recurso más serio para declarar qué tan
mal está aquello que no anda bien.

De resto, sólo queda leer hasta el final para


indagar cuál será la respuesta que, como leitmotiv,
deja el autor al terminar cada relato.

Eritza Liendo M.
Caracas, julio de 2019
Mi hermano

Así lo conocí porque así se presentó: “Santiago


Fenta”. Aunque nadie supo jamás que lo conocí y
nadie supo jamás que Clara también lo conoció. Fue
el día en que mi madre me hizo ir con Clara, mi
esposa, a recibir mi regalo prometido: El Valle de Los
Caobos.
Mi madre siempre me decía que yo era idéntico
a mi padre, “casi un clon”, decía. Que todo mi físico y
mi personalidad los heredé de él, porque de ella…
nada. Su frase preferida, cuando me acurrucaba, era:
“eres puro papá, nada de mamá, nada”. Así era yo.
Aunque Clara opinaba distinto. Clara me decía que
sí, que si me parecía físicamente a mi padre y que
también tenía gestos de él.
–Pero no eres “un clon”, como asegura tu
mamá.
En cuanto a personalidad, Clara afirmaba que
mi papá y yo éramos agua y aceite que yo era tierno,
comprensivo y cosas así, mientras que mi padre era
todo lo contrario.
–En lo que sí tiene razón tu madre es que no
tienes nada de ella. Nada –decía Clara y se reía.
Conocí a Clara en la universidad. Tuvimos un
largo noviazgo en medio de libros y estudio. Quedé
hechizado con sus grandes y expresivos ojos negros.
Desde el principio nos compenetramos
perfectamente dado que coincidíamos en nuestra
forma de ser, en nuestros sentimientos y hasta en
nuestros respectivos planes de vida. Nos cautivaba la
ciudad, su dinámica veloz, su complejidad, y para
esa vida metropolitana nos habíamos preparado
durante años. Así que ya teníamos excelentes
puestos de trabajo, apartamento propio y nuestros
propios carros. Puedo decirte que aun siendo muy
jóvenes habíamos logrado una firme solvencia
económica y excelentes perspectivas de crecimiento.
Mi regalo, El Valle de Los Caobos, no había
sido nunca un asunto de gran significado para mí, ni
para Clara. La vida y la producción agrícola en el
campo, enfrentando a la naturaleza y sus singulares
retos, no eran parte de nuestro mundo ni sentíamos
interés alguno en hacerlas parte. En cambio, para mi
padre ese valle siempre ha sido el centro del
universo y para mi madre un motivo muy, muy
especial. Tan especial para ella que su obsesiva
insistencia siempre me produjo intriga. Un ejemplo
claro de su obsesión fue exigir a mi papá que todos
los lunes, entre las 9:00 de la mañana y las 12:00 del
mediodía, retirara de la casita de la finca a todos los
cuidadores y me esperara allí con el notario porque
sería un lunes cuando yo debía ir con Clara a firmar
los documentos y recibir mi regalo.
–Santiago, retíralos a todos. Ningún cuidador,
ninguna de esas gentes tiene por qué estar en la
casucha. Armando irá un lunes, con toda seguridad.
Hazlo como te digo. Te pones a jugar cartas con el
notario y lo esperas; entre las 9 y las 12, todos los
lunes. Y recuerda: más nadie debe estar allí –repetía
mi madre en su afán controlador.
Puedo asegurarte que mi madre era un
sargento empeñado en tres misiones: supervisarme
para que lograra la culminación de mi carrera
universitaria, machacarme lo de El Valle de Los
Caobos e inculcar en mí el sagrado deber de lealtad
y compromiso para con mi familia. O sea, con mi
padre y con ella.
–Tu padre ha sido para nosotros un hombre
cabal, y yo, Armando, lo he sido todo para ti, todo.
Es la forma de ser de mi madre, lo da todo y lo
exige todo. Mi padre es más bien un hombre callado,
recio y de decisiones firmes que vive para ella y, por
su dedicación incondicional refuerza su carácter
controlador. Así que todos sabían que tarde o
temprano dejaría mi rebeldía pasiva, obedecería a mi
madre e iría a recibir mi regalo, tal como ella lo
imponía, un lunes. También iría a dilucidar, de una
vez por todas, el misterio sutil que la obsesión de mi
madre fue forjando poco a poco en mi mente en torno
a El Valle de Los caobos.
Fue el día de mi matrimonio cuando me
acorraló y me hizo prometer que iría a recibir mi
regalo. Ese día utilizó como arma secreta un
argumento muy convincente: el importante valor en
dólares de la madera de cada árbol de caoba. Hizo
cálculos matemáticos en una servilleta para dejarme
bien en claro que se trataba de cientos de miles,
quizá hasta uno o dos millones de dólares y que, de
continuar con mi terquedad y no hacer lo que debía
hacer, estaría poniendo todo en riesgo de irse a la
basura. Ni Clara ni yo tuvimos nunca semejante
expectativa sobre El Valle de Los Caobos, pero a
partir de ese día las cosas pasaron de lo que parecía
un capricho obsesivo y misterioso de mi madre a un
negocio realmente relevante que debíamos atender.
Clara fue la primera en expresar su compromiso, yo
le seguí:
–Madre, te lo prometo, iremos en la primera
ocasión. Con toda seguridad. Será cuestión de pasar
la luna de miel, de desocuparnos un día, digo, un
lunes… en la mañana, y entonces iremos, le dije a mi
madre para tranquilizarla.
Ella me escuchó atentamente, luego yo
proseguí en mi alegato.
–El cómo llegar, ya de tanto que me lo has
dicho, lo tengo grabado. Dejaremos los carros y
tomaremos un taxi que nos deje en El Jabillo, en la
entrada de San Carlos. Allí encontraremos el único
camino de tierra, caminaremos un par de kilómetros
disfrutando del paisaje hasta llegar a El Barrancón y
descenderemos por el mismo camino que nos llevará
directo a la entrada de la finca y, de ahí, derechito a
la casucha. Ya sé que no existe posibilidad de
extravío porque hay un solo camino de tierra, no hay
más. También sé que debemos llevar ropa ligera y
agua para beber. ¿Contenta? También sé que será
un lunes… y que será pasaditas las nueve de la
mañana. ¡Dalo por hecho!
Cinco semanas después, un lunes a principios
del verano, llegamos a El Barrancón. Serían las siete
de la mañana cuando tomamos el primer taxi que
pasó por la avenida, frente a nuestro edificio, y un par
de horas más tarde nos dejó bajo la sombra del
jabillo, un frondoso árbol que le da identidad al
sector. Caminamos aproximadamente kilómetro y
medio entre boscajes y trinos para llegar a ese
barrancón. Nos disponíamos a comenzar el
descenso por el estrecho sendero cuando apareció
un campesino de piel quemada, semblante rudo,
algo enjuto, pero de porte resuelto. Sólo apareció. No
le vimos venir por lo distraídos que nos traían el
paisaje, las mariposas, los pájaros, lo novedoso de
ese ambiente natural y el aire ligero con el que Clara
y yo jugábamos porque al suspirarlo nos embriagaba.
El hombre llegó directo hacia nosotros, se
detuvo justo al frente de mí, hizo que su mano
izquierda descansara en su cintura, al lado de su
gran puñal de cacha de madera, y que su pierna
derecha adelantara medio paso. Entonces alzó su
brazo y extendió los dedos largos hasta que la
sombra ocultó sus uñas y la luz descubrió las
callosidades en la palma de su mano. Estuvo algunos
segundos en esa posición y dijo, con toda
solemnidad: “Santiago Fenta”. De inmediato,
comenzaron a rebotar dos preguntas en mi cabeza:
“¿Otro Fenta?” y “¿Cuántos Fenta hay?” Sin
embargo, también alcé mi brazo, estreché la mano
ofrecida y respondí: “Armando Fenta”.
Sentí que ni mi nombre, Armando, ni mi
apellido, Fenta, le hubieran impresionado para nada.
Hasta me pareció arrogante el desdén con que aflojó
mi mano para terminar el saludo. Todo lo contrario de
la aprensión que en mí causaron su nombre,
Santiago, porque Santiago es el nombre de mi padre,
y su apellido, Fenta. Entonces decidí no dejarlo ir así
no más. Retuve su mano hasta asegurarme de que
escuchara bien mi nombre y mi apellido. Busqué sus
ojos con los míos y, al encontrarlos, zarandeé la
mano estrechada y, recalcando cada sílaba, le repetí:
Ar-man-do Fen-ta. Por un par de segundos el hombre
se quedó mirándome. Lo que me convenció de
haberlo impresionado, pero entonces dijo: “Ajá”, y se
apartó.
Al soltar la mano, pensé “¿Ajá? ¿Sólo ajá?”
Con mucha decepción, eché el torso hacia atrás
para verlo darme la espalda y con paso confiado
alejarse unos metros del camino e ir hacia el
desfiladero. Sonreí satisfecho al descubrir que por mi
énfasis en el silabeo había logrado causarle
impresión, pero mi orgullo se desvaneció al intuir que
quizá había exagerado en el énfasis de mis palabras
y que, por tanta impresión, el hombre pretendía
arrojarse por ese barranco ¡Se iba a suicidar! Así que
dirigí una mirada de expectación a Clara y de
inmediato me propuse lanzarme sobre él para
detenerlo, pero me paralicé por completo y no pude
mover un solo músculo. Me quedé irresoluto. Fue
cuando vi a Santiago Fenta detenerse en la orilla del
barranco, pararse allí, al filo de semejante peligro,
con una confianza impresionante, mirando hacia el
fondo del precipicio como buscando algo con su vista
o decidiendo el punto exacto de ese fondo donde
debía caer su cuerpo.
Juzgué increíble que estuviera tan cerca de esa
orilla escabrosa por lo que mis ojos buscaron sus
pies para comprobar que se afincaran en la tierra y
no en el aire, como parecía. Entonces me tranquilicé
cuando observé cómo, por segunda vez, Santiago
Fenta hizo que su mano izquierda descansara en su
cintura, al lado del gran puñal de cacha de madera,
que su pierna derecha adelantara medio paso, que
su brazo derecho se alzara y que su mano extendiera
los dedos y nuevamente mostrara las callosidades en
la palma para luego decir, con voz ronca y con la
misma solemnidad con que se presentó: “Ahí están
los caobos. Desde aquí los puede ver. Acérquese.
Son dos mil y cada uno vale varios miles de dólares.
¿Lo sabía usted?”.
Sonreí y me despreocupé al quedar claro que el
hombre no se acercó al desfiladero para suicidarse
impresionado por mi silabeo, sino que fue hasta esa
orilla a mostrarme el valle que, viéndolo hacia acá, se
confundía con la falda de la montaña y viéndolo hacia
lo lejos se expandía por hectáreas sobre el horizonte.
Era una hermosísima vista aérea de El Valle de Los
Caobos. ¡Mi regalo!
Luego, con el mismo paso confiado con que se
alejó, regresó cerca de nosotros y entrecerrando los
ojos me preguntó: “¿Ve usted las copas verdes, lo
alto y lo saludable de los caobos?”. Entonces volteé
hacia el valle, avancé cuidándome de no acercarme
mucho al borde del precipicio, expandí mi
observación por sobre las copas de los árboles y los
examiné con gran atención para poder dar mi
veredicto ante la pregunta recién hecha. Mi mujer,
Clara, dejó escapar un par de tosecitas y una sonrisa
que, aunque leves, percibí enseguida y sospeché en
ellas la intención de hacerme una broma.
Clara sabía de la condición daltónica de mis
ojos y siempre bromeaba con ello.
–Tu papá no es daltónico, así que la portadora
de esa herencia debe ser tu madre; esa sería la
excepción para confirmar su regla: “Nada de mamá.
Nada”, excepto el daltonismo.
Así que Clara sabía muy bien que por esa
condición yo no tendría la respuesta exigida. Por
eso, cuando la miré, ella, con sus expresivos ojos
negros, me confirmó la broma. Sonreí de nuevo,
encogí mis hombros y cejas y enfoqué mi mirada en
su rostro para auscultar en mi mujer la complicidad
necesaria y obtener una pista que me ayudara a
responderle al Santiago Fenta que, mientras
esperaba mi respuesta, no me quitó la mirada de
encima ni un segundo, ni medio segundo, ni siquiera
las cincuenta milésimas necesarias para parpadear.
Actitud que me recordó al profesor más severo de
mis años en la secundaria.
Mi mujer, esforzándose en disimular; pero sin
lograrlo, me hizo gestos presurosos de aprobación.
Al comprender la seña me tomé unos segundos
adicionales para responder, eché otro vistazo al valle,
regresé al lado de Clara, le dirigí a Santiago Fenta
una mirada vanidosa y procurando mi propio aire de
solemnidad, por fin, respondí: “¡parece que sí!”.
Mi respuesta no debió ser la más acertada
porque el hombre dejó caer sus brazos y frunció el
entrecejo para avanzar lentamente hacia nosotros
acortando centímetro a centímetro la distancia
mientras nos sermoneaba con reproches e ironías
que parecían no salir de su boca sino de sus
entrañas, de su alma, de lo más profundo de su ser.
Lo hizo con la exactitud de un actor de teatro que ha
estudiado, memorizado y ensayado absolutamente
todas las palabras, puntos y comas de un libreto de
terror.
“¿Parece que sí? ¿Parece que sí?”, ripostó
airado, con voz agriada. De inmediato vislumbré que
algo no andaba bien y que habernos detenido ante
ese desconocido no había sido una buena idea, pero
un nosequé me retenía ahí, me anclaba y me
obligaba a permanecer parado. Quizá la sospecha de
que estaba por encontrar las respuestas para las dos
preguntas que minutos antes habían rebotado en mi
cabeza… ese nombre, ese apellido ¿Santiago
Fenta? O quizá la certeza de que estaba por
descubrir la fuente del tenue misterio que poco a
poco se había alojado en mi subconsciente por la
obsesión de mi madre con El Valle de Los Caobos.
Durante esas cavilaciones, encerrado en mis
pensamientos, ensimismado en mis dudas, perdí la
percepción de la voz de aquel hombre, de su tono
amenazante, de todos los sonidos del ambiente, de
los pájaros y hasta del viento. Varios segundos
transcurrieron mientras mil fragmentos de distintas
escenas volaban en mi mente sin lograr articular
nada hasta que sus inflexiones belicosas, como el
bramar de un animal salvaje, dispararon todas las
alarmas y me trajeron de nuevo al momento y volví a
estar allí, oyendo, viendo y enfrentando el inesperado
alud de develaciones de todas las verdades y todas
las falsedades de mi propia vida en un solo acto…
–¿Sabe usted que nuestro padre hizo todo esto
para que un día como hoy, cuando su mamá de la
ciudad lo mandara a recibir su regalo, usted viniera
flamantemente graduado de la universidad, con su
esposa, viera y comprobara ser millonario?
Esta pregunta la soltó Santiago sin miramientos
y atenuantes. Luego siguió con el interrogatorio. Un
interrogatorio que se hizo interminable con una
andanada de preguntas a las que no me dio tiempo
ni de responder.
_ ¿Y sabe usted que nuestro padre compró estas
tierras cuando supo que a usted lo habían aceptado
en la universidad esa donde se graduó? ¿Y sabe
usted que para comprar la tierra vendió nuestra casa
y nuestros muebles, todo, y nos metió a nuestra
madre y a mí allá abajo, entre cuatro palos y un techo
de zinc sin paredes, ni luz, ni agua a merced de
plagas y serpientes? ¿Y sabe usted que para fundar
hectárea por hectárea, cortar los montes, arrancar los
chaparros, espantar los animales salvajes, sembrar y
cuidar los caobos mi padre nos usó, a mi madre y a
mí, día y noche de obreros y guachimanes, de mulas,
de escardilla, de machete y hasta de guáimaros?¿Y
sabe usted que cada vez que nuestro padre
compraba las semillas de caobos, nos volvía a dejar
sin techo porque las malditas semillas necesitan
techo para germinar y él las hacía germinar, una a
una, bajo zinc de nuestra desvencijada choza?
Sin apenas respirar, Santiago siguió
haciéndome preguntas para las cuales solo él
parecía tener todas las respuestas. Más que
preguntas, eran reproches. Más que reproches, eran
acusaciones.
¿Y sabe usted que tarda tres meses comprobar
si a los pedazos de plantones se les puede quitar el
techo para ponerlos al sol y que entonces eran tres
meses para nuestra madre y para mí a sol y lluvia; yo
en el regazo de ella y ella en el regazo de la tierra?
¿Y sabe usted que los dos mil caobos se sembraron
de a cuatrocientos por año, durante cinco años, y que
cada vez que traía las malignas semillas nos quitaba
el techo? ¿Y sabe usted que mientras esos cinco
años pasaron nadie más existió para nuestro padre si
no los caobos y usted y que por eso están ellos así
como están; saludables, altos y frondosos, igualito
así, como se ve usted? ¿Y sabe usted que por
quitarnos y quitarnos y volvernos a quitar el techo y
dejarnos una y otra vez a riesgo de los elementos,
nuestra madre agarró la pulmonía que poco a poco le
pudrió los pulmones y al final la arrastró como bojote
hasta la tumba?¿Y sabe usted que cuando digo
“nuestra madre” es porque ella era su madrecita
verdadera de usted, la que lo parió, y que a usted no
lo parió la María del Rosario esa con que nuestro
padre se revuelca allá en la ciudad, a la que usted le
dice madre, porque ésa no puede parir? ¿Y
comprende usted ahora que esa María del Rosario ni
lo parió ni lo amamantó y que no más lo crió por la
maldad de quitárselo a nuestra madre para hundirle
un puñal en el corazón y que, valiéndose de sus
mañas, le dio y le dio hasta convencer a Don
Santiago de que allá usted sería un universitario y
que entonces vino nuestro padre y lo arrebató a
usted de los brazos de nuestra madre, sembrándole
en el alma la tristeza eterna con la que la enterré?
.Con apenas un resuello entre pregunta y
pregunta, aquel hombre siguió interrogándome.
–¿Y sabrá usted que a partir de ese minuto que
la María del Rosario y nuestro padre se lo robaron a
usted, nuestra madre quedó arrodillada en esa
misma tierra, llorando hasta que se le acabaron todas
las lágrimas de sus ojos, se cuartearon sus rodillas y
las carnes del cuerpo se le volvieron pellejo? ¿Y
sabe usted que antes de morir nuestra madre pasó
una semana agonizando y que durante toda esa
semana, día y noche, sólo pronunció una y otra vez
el nombre suyo de usted: Armando, Armando, Ar-
man-do? Así, igualito como usted me lo pronunció
hace ratititico… y que ni una sola vez dijo mi
nombre?¿Y sabe usted que aun sin saber rezar me
tocó serle de rezandero, de llorona, de cargador y de
sepulturero para dejarla ahí, en medio de ese valle
de caobos, sin cajón, sólo envuelta en una hamaca,
enterrada en todo el centro del regalo que usted vino
a recibir?¿Y sabrá usted que nuestro padre les está
esperando allá abajo, en mi casucha, con el notario,
como todos los lunes, para entregarles legalmente a
usted y a su mujer, Doña Clara, su regalo? ¿Y
habrán comprendido que yo he venido todos los
lunes a esperarlos aquí, en este desfiladero, para
hablar con ustedes antes de que nuestro padre los
viera para decirles lo que ya les he dicho y que
considero que era muy necesario que supieran?¿Y
sabrán ustedes que, como ya no tengo nada más
que decirles, voy a matarlos aquí mismo y enterrarlos
allá abajo en el valle, entre los caobos, donde sólo
ustedes y yo sabremos que están, para que nadie los
moleste y para que se disfruten su regalo por la
eternidad?
Clara y yo estuvimos oyendo todo aquello,
como hipnotizados y, tras su amenaza mortal,
quedamos sin tiempo alguno para reaccionar, para
huir. Yo, otra vez, me quedé paralizado, sin poder
mover un músculo, irresoluto. A duras penas, pude
voltear para ver el rostro de Clara y traerme como un
último retrato sus grandes y expresivos ojos negros,
aterrorizados. Cuando volví la vista hacia Santiago
Fenta, ya los centímetros que nos separaban se
habían agotado. El tenía su rostro tan cerca del mío
que todo su aliento entró en mi boca. Entonces oí un
chasquido y sentí un dolor en mi costado.
Aun incrédulo, bajé la mirada hacia mi axila y
ahí estaba la cacha de madera del puñal, encharcada
por mi sangre; supe que el chasquido y el dolor
fueron provocados por la punta fría del acero
abriéndose camino entre mis costillas, buscando mi
corazón. En mi parálisis, un centellazo pasó por mi
mente; fue la idea fugaz de que nadie iba a saber
jamás que conocí a mi hermano, Santiago Fenta, y
nadie iba a saber jamás que Clara también lo
conoció.
Así, así fue como morí ¿Y tú? ¿Cómo moriste?
Las tres cruces

Que cómo fue. Sí lo sé, aunque antes de ese


primer día no lo tenía claro. Pero cuánto tiempo
transcurrió desde que mi mamá, mi hermana y yo
salimos con mi papá en su camioneta hasta el
momento en que nos encontramos en la casa de ese
señor que mi papá decidió visitar, eso, eso no lo
recuerdo.
Lo que entendía era que esa casa estaba en la
ruta por la que veníamos o íbamos. Una casa grande
de esas del tipo colonial, con paredes altas pintadas
con cal verde y grandes ventanas, con su techo de
tejas rojas, su zaguán, su piso de cemento pulido, su
jardín interior y, por supuesto, como toda casa
colonial, con ese gran solar. Un solar de esos a los
que se llega cuando terminas de traspasar el pasillo
lateral y se han dejado atrás las dos salas, las ocho
habitaciones, el jardín interior, el comedor, el piso de
cemento pulido y la cocina principal. Una casa de
esas en las que dicen que deambulan las ánimas.
Hasta ese primer día entendía que al solar de
esa casa habíamos llegado caminando delante de
una señora que nos había recibido en el zaguán y
acompañado hasta ahí, hasta el borde del solar,
donde está la cocina de fogón con budare para
cocinar a la leña arepas y cachapas. También
suponía que había sido esa misma señora quien nos
indicó con una seña el sitio, en el centro del solar,
bajo la sombra de un taparo, donde esperaba
sentado en una silla de hierro y mimbre el tal amigo
de mi papá. Como de fondo de esta escena, una
pared con muchos agujeros y un montón de hojas,
ramas secas, tizones y tierra negra, todo arrinconado
y apilado contra ella.
Fue ese primer día cuando me quedó claro que
lo de la señora fue idea mía, que ella no existe, que
sólo la imaginé; que lo que no imaginé fue el taparo,
que sí existe, y la pared llena de agujeros del lindero
final y la montaña de hojas y ramas secas, de tizones
y de tierra negra arrinconados en ella, que también
existen porque por esa montaña de basura subí mi
mirada hasta encontrar la huella del tizne dejada en
la pared por la rutina del quemar y porque por seguir
la huella del tizne llegué hasta la última línea de
bloques de arriba y así es como encontré que, del
otro lado, está el más gigantesco de los samanes
que hubiera visto en toda mi vida. ¡Un gran samán!
Un samán con una copa tan grande, pero tan
grande, que al verlo pensé, recordé y comparé…
Este samán quiere convertirse en techo del pobre
taparo para un mal día sorprenderlo largándosele
encima desde lo más alto y aplastarlo. Así como casi
nos aplastó ese inmenso árbol al que la candela de la
sabana le fue comiendo el pie hasta derribarlo sobre
la carretera y que, de no haber sido por las hábiles
maniobras que hizo mi papá con los frenos y el
volante, allá nos hubiera dejado aplastados debajo
de la camioneta. Muertos y desparramados unos;
aporreados y lloriqueando los que quedaran para
atestiguar cómo la candela carcajea mientras quema
viva a la sabana, cómo crepitan por el dolor los
matorrales mientras arden y cómo se lamenta en su
angustia la tierra cuando es atizonada por el fuego.
Ahí nos hubiera dejado, tragando el humo gris que
más que humo parecía el revoltijo espeso de las
ánimas de todas las brujas quemadas en la hoguera.
Ahí nos hubiera dejado, obligados a vivir el terror de
saber que la candela iba a descubrir que el charco
que nos mojaba las espaldas era la fuente del olor a
gasolina.
¡Pero, qué va! Mientras el gran árbol se nos
venía encima mi papá viró el volante rápidamente,
frenó, zigzagueó, maldijo y logró detener la
camioneta justo a medio metro de la rama más
gruesa de aquel monstruo. Mi papá lo hizo, pero este
taparo no podrá defenderse, ni zigzaguear, ni virar, ni
frenar ni maldecir, ni aferrarse como yo me aferré con
todas mis fuerzas a mi mamá mientras imaginaba a
las brujas arrancándome, estrujando sus manos de
brasas en mi cara y cubriendo mis ojos brotados para
que no vieran la victoria de mi padre, ni vieran cómo
flotaban azarosas las hojitas chamuscadas mientras
huían del humo que jugaba a alcanzarlas para
volverlas polvo negro, ni vieran los enormes brazos
del árbol que yacía derrotado, cual Aquiles caído en
batalla, herido en su talón, ni vieran cómo aplasta la
grandeza cuando cae. Para que mis ojos no vieran lo
que vieron: ese árbol derribado con sus formidables
ramas extendidas sobre el pavimento, a menos de
medio segundo de aplastarnos como cucarachas y a
menos de medio metro de nuestra camioneta azul
cuyo techo centelleaba en la noche por un nimbo,
como el tuyo, que lo abolló.
Todo eso lo pensé, lo recordé y lo comparé
cuando vi el gran samán por primera vez, pero
retomando lo que te estoy relatando te digo que
hasta ese primer día no comprendía con claridad
nuestra llegada a la cocina de fogón de esa casa.
Comencé a entender cuando vi a mi papá parado al
lado nuestro extendiendo sus brazos como ventilador
para saludar a su amigo y vi al amigo de mi papá,
allá, debajo del taparo, extendiendo los suyos
mientras se levantaba de su silla de hierro y mimbre
para recibirlo. Me sentía entusiasmado al mirar a los
dos hombres acercarse, estrechar sus manos y
hablar de algo que no podía oír porque me quedé en
la cocina de fogón, al lado de mi mamá y de mi
hermana, recostado del segundo de los palos que
sirven para sostener el techo de zinc.
Antes de comprender qué hacía ahí, asumí que
mi mamá, mi hermana y yo estábamos esperando
que mi papá nos invitara a acercarnos a él y a su
amigo allá, debajo del taparo. El asunto es que,
estando ahí, vi una batea ubicada a mi derecha y vi
cómo su desaguadero va a dar a una zanja en la
tierra. Seguí la ruta de esa zanja que, bordeando la
cerca de la derecha escurría el agua jabonosa
alejándola de nosotros, hasta sembrarla en una
alfombra de musgo verdoso en el fondo del solar. Al
volver la vista a mi cercanía, me percaté de las
cuatro gallinas que reñían por media lombriz y de tres
cruces recostadas del mismo palo del que yo estaba
recostado; luego vi la jaula de los pericos, los
pericos, el tambor de reserva de agua, las cuerdas
para colgar la ropa recién lavada y la mala actitud del
pastor alemán negro que encadenado a menos de
cuatro metros nos vigilaba simulando no notarnos.
Por lo amenazante del perro, decidí abandonar
mi recostadero bajo el techo de zinc de la cocina de
fogón sin esperar más a que mi papá nos llamara y,
para alejarme lo más posible de los colmillos del
animal, volé como una pluma, con una ligereza que
me era desconocida, encaramándome por sobre los
terceos de leña, para salir ileso hacia el taparo.
Durante ese pequeño recorrido pensé en el
asombroso desprecio del perro que ni siquiera me
ladró y en mi maravillosa condición atlética.
Cuando llegué al taparo ya mi papá había
ocupado una de las sillas de hierro y mimbre.
Entonces demuestro la educación que hemos
recibido respetando el hecho de que dos adultos
están conversando. Me ubico detrás de mi papá y me
quedo quieto, sin emitir sonido alguno, inmóvil, como
estatua. Ya sé que vas a preguntar su nombre, el
nombre del tal amigo de mi papá, pero no lo
recuerdo, ni su apellido. Debes comprender que si no
hubiera sido por esas dos palabras que te voy a
decir, “godos” y “chulo”, tampoco recordaría nada de
ese primer día. Fueron esas dos palabras, “godos” y
“chulo”, las que, cuando se fijaron en mi cabeza
como dos clavos que hubieran clavado a martillazos,
se trajeron guindados los recuerdos de la carretera,
la camioneta azul con su nimbo centelleante, el
incendio de la sabana, el frenazo, el zigzagueo, el
inmenso árbol que cayó sobre la carretera, el susto,
los lloriqueos, el asma por el humo, el olor a gasolina.
Todos esos recuerdos vienen guindados de esas dos
palabras, de esos dos clavos: “godos” y “chulo”.
Bueno, ahí parado debajo del taparo, sin
articular palabra, viendo los cabellos rizos, cortos,
escasos y grises en la cabeza de mi papá, es cuando
oigo a su amigo decir: “Es que los del partido son
unos godos y ese cubano es un chulo”. Yo entendí lo
de “los del partido” y lo de “el cubano”. Claro, tú
sabes, ya con mis ocho años era un hombrecito,
pues. “Los del partido” son gente del partido político
que están gobernando y “el cubano” es un señor que
vino de un país llamado Cuba y se quedó a vivir en
Venezuela. Lo que no entendí fue lo de que los del
partido eran godos y tampoco lo de que el cubano
era chulo, y no podía despejar mis dudas porque
estaba claro que, por mi educación, no debía
interrumpir y preguntarles a ese par de hombres qué
era qué o por qué.
Cavilando mis dudas, volteo y me veo a mí
mismo allá recostado en el segundo de los palos que
sirven para sostener el techo de zinc de la cocina de
fogón, al lado de mi mamá y mi hermana. Por tener el
rostro borroso tuve que enfocar mejor la mirada de
mis ojos brotados y observar evaluando algunos
detalles hasta que pude concluir que si era yo,
aunque, quizá por la distancia, o quizá por la sombra,
no podía reconocer con seguridad mi propio rostro.
Entonces siento mucha curiosidad por verme allá, en
la cocina de fogón, mientras estoy aquí, debajo del
taparo viendo las canas de mi papá. A la sazón me
pregunté ¿Si desde aquí me veo allá y me veo como
me estoy viendo, cómo me vería aquí si me pudiera
ver desde allá? Y ¡zas!, sucedió.
En un instante estaba allá, en la cocina de
fogón, junto a mi madre, recostado del segundo palo,
otra vez a corta distancia de los colmillos del pastor
alemán, viéndome debajo del taparo, parado como
estatua, detrás de mi papá. Así fue como supe que
de alguna manera podía estar al lado de mi mamá y
mi hermana e instantáneamente allá, con mi papá y
verme desde aquí, allá y desde allá, aquí. Cosa que
me intrigó tanto como me alegró. Volví, cual saeta,
de un sitio al otro y lo disfruté hasta que estando otra
vez como estatua detrás de mi papá, pendiente de un
chancecito para decirle lo que podía hacer,
comprendí lo difícil que sería encontrar una forma
creíble de explicarle el fenómeno. Claro, debía
esperar a que terminara de hablar con su amigo que,
en ese momento, le revelaba:
_He ido varias veces a hablar con ellos, con los
del partido, a denunciar al cubano pero no me paran
bolas, debe ser por lo chancletudo. Usted sabe que
godo no le para bolas a bolsa. Entonces pongo las
cruces y el cubano las quita. Las vuelvo a poner y el
cubano las vuelve a quitar y las tira al otro lado de la
carretera y que porque ése es el frente de su finca.
Lo peor es que cuando me ve en el pueblo, esté
donde esté y ande con quien ande, me grita que si
vuelvo a poner las crucecitas él las volverá a quitar a
menos que usted le pague arrendamiento por el
pedacito de tierra donde las debemos clavar. Ah, y
también me dice a gritos que usted y que le debe
plata porque fue él el que tuvo que botar la
camioneta aplastada y quemada y porque él y que no
es culpable de que ese día la sabana se prendiera en
candela, ni de que la candela hubiera quemado la
pata y las raíces del samán hasta largarlo al
pavimento, ni de que en ese preciso momento,
cuando al samán le tocó caer, viniera usted pasando
por ahí con su familia en su camioneta y el samán los
aplastara en todo el frente de su finca.
Después de decir todo eso con mucha
serenidad el amigo de mi papá hizo una pausa, bajó
la mirada hacia donde tenía los pies, tomo la silla por
los posa brazos y la arrimó un poco hacia atrás.
Luego, con tono fraterno, continuó diciendo…
_Yo no creo que usted deba pagarle
arrendamiento a ese chulo por tres huequitos para
tres cruces, ni seguir jalándoles bolas a los godos.
Ahí están las cruces. Hoy se las puse ahí, recostadas
del segundo palo del techo de zinc del fogón. La más
grande tiene el nombre de su mujer, la mediana el de
su hija y la pequeña el nombre del muchacho. Todas
con fechas de nacimiento y la fecha del día del
accidente, como usted me lo escribió en el papelito.
Enseguida volteé hacia donde estaban mi
mamá y mi hermana, allá, en la cocina de fogón. Me
quedé impresionado por la ternura en los ojos de mi
madre y la indiferencia en el rostro de mi hermana.
Con algo de miedo bajé la vista para comprobar que
al lado de ellas estuvieran las tres cruces. Volé como
saeta hasta allá y leí el nombre de mi madre, el de mi
hermana y el mío. Mi madre me puso su mano sobre
el hombro, cerré mis ojos y dejé pasar unos
segundos. Luego los abrí de nuevo y volé hasta
donde estaba mi padre, busqué su rostro y vi muchas
lágrimas en sus mejillas ¡Nunca había visto a mi
padre llorar!
Ese primer día, en cuanto mi cabeza pudo
entender lo que mis oídos escucharon que ese señor
dijo y comprender por qué mis ojos brotados
pudieron leer nuestros nombres en las cruces, pude
entender las tantas lágrimas en toda la cara de mi
papá; entonces supe que nunca podría deshacer la
incertidumbre de aquellas dos palabras, godos y
chulo, ni sacarme estos dos clavos de mi cabeza.
Igual supe que aquella noche en la carretera mi papá
no salió victorioso, que la candela de la sabana mató
a Aquiles y que Aquiles, antes de morir, en su furia,
mató a mi mamá y a mi hermana y humilló a mi papá
perdonándole la vida para obligarlo a vivir con
lágrimas en sus ojos y supe que las ánimas de las
brujas que andaban con Aquiles me arrancaron de
los brazos de mi madre para matarme de la misma
forma como las mataron a ellas.
Ese primer día fue cuando entendí que a la
señora la había imaginado, que no me reconocía a
mí mismo porque mi rostro está muy quemado y que
el pastor alemán no me ladró porque no me vio ni me
oyó porque no puede ver ni oír a los ángeles y que,
por ser ángel es por lo que podía estar allá y aquí,
cual saeta. Ese primer día comprendí que mi mamá,
mi hermana y yo somos ánimas que estamos en esa
casa colonial, en ese segundo palo del techo de zinc
de la cocina de fogón, porque ahí es donde el tal
amigo de mi papá recostó nuestras tres cruces, ese
mismo primer día.

Así, así fue como morí ¿Y tú? ¿Cómo moriste?


¡Mátalo, mátalo!

Ya estaba habituado a escucharle, a que cada


vez que el santo me daba la espalda, él, mi amigo,
estuviera ahí. Unas veces en una oreja y otras en la
otra, pero siempre ahí, diciéndome que lo matara,
que disparara, que era mi deber. No tuvo tiempo para
oírme explicarle que no lo veía ¡que no lo veía!, pero
él creía que sí, que lo tenía en la mira. “¡Mátalo,
mátalo!”, me insistió aquella noche y “¡Mátalo,
mátalo!” me ha seguido insistiendo toda la vida.
Yo sabía que mi amigo estaba muerto, pero
muerto y todo seguía viviendo aquí, aquí dentro de
mi cabeza, y siempre era lo mismo, las mismas
palabras, la misma angustia, el mismo momento una
y otra vez, cada vez que algo me salía mal. Como te
dije, cada vez que el santo me daba la espalda, ahí
se venía a gritarme “¡Mátalo, mátalo!”. Entonces
comenzaba yo a temblar, como temblé aquella
madrugada cuando él, tirado en la acera, resoplando
las palabras con sangre y saliva balbuceaba “Mátalo.
No seas cobarde. Dispara. Aprieta el maldito gatillo.
¡Mátalo, mátalo! Nos engañó. Mata a esa rata antes
que te mate a ti también ¡Mátalo, mátalo!”.
Era mi amigo, mi mejor amigo, mi único amigo,
y lo vi morir sin poder hacer nada. Solo temblando,
asustado. Ahí, cubriéndome y tratando de cubrirle de
la lluvia de balas, acurrucados al pie de dos postes
morochos, con mi rodilla derecha afincada en el
concreto de la acera. Hice el esfuerzo para
obedecerle. Acomodé mi rodilla entre su axila y, con
mi codo izquierdo afincado sobre mi otra rodilla,
levanté el fusil y apunté a mi comandante; pero no lo
veía a través de la mira porque la oscuridad de la
madrugada y mis lágrimas no lo permitían. Él, mi
amigo, mi único amigo, creía que sí, que sí lo veía,
que lo tenía en la mira; pero no lo veía. Entonces me
insistía resoplando y muriendo: “¡Mátalo, mátalo!”.
Fui un cobarde, lo sé. No lo maté. Debí matarlo,
pero no disparé. No disparé porque no lo veía y por
cobarde. Entonces, bajé el fusil, enjugué mis
lágrimas y me quedé viendo en el rostro de mi amigo
cómo se va la vida, cómo los ojos dejan de moverse
y cómo las pupilas dejan de mirar y se quedan fijas,
buscando nada en la nada, hasta que sentí sus
manos aflojarse, soltarme, resbalar lentamente y caer
en el charco de su propia sangre. Luego seguí
temblando como idiota, batiendo mi cabeza en
negación y repitiendo en mi mente la imagen de
cómo mi amigo fue dejando de resoplar y cómo su
aliento se fue perdiendo entre los silbidos de las
balas, los gritos amenazantes de la rata que
teníamos por comandante y los lamentos de los otros
soldados heridos.
Minutos después pude matarlo, aunque mi
amigo ya muerto, no lo viera. Porque yo volví a alzar
el fusil, yo volví a apuntarle a mi comandante y ahora
sí le veía. Ahí estaba la rata esa, poniendo su
espalda para mi mira. Pero seguía temblando y
llorando. Algo en mi cabeza me decía que no
disparara. Aun así, quería hacerlo, y estaba tan
dispuesto que mi cerebro no esperó más y dio la
orden a mi mano de disparar y apreté el gatillo.
Sentí la resistencia que oponía el fusil para
obedecerme y sentí la humedad resbalosa de la
sangre de mi amigo entre mi índice y el rígido gatillo.
Iba a resonar el disparo, faltaba menos de un
segundo para que saliera el proyectil cuando una de
las miles de balas que nos disparaban silbó mucho
más cerca de mí y se estrelló en uno de los dos
postes que nos cubrían. El golpe me ensordeció. Olí
el humo del hierro quemado. Entonces quité mi dedo
del gatillo y tanteé el poste buscando el impacto y
hallé el gran agujero y comprobé que no podía meter
mis dedos en él porque toda mi mano temblaba y no
podía controlarla.
Imaginé enseguida que así sería el agujero en
el cuerpo de mi amigo y que así sería el agujero que
me mataría a mí. Me percaté tarde de que el poste
estaba quemando mis dedos. Por eso lo solté y
comencé a buscar hacia dónde huir. No había hacia
dónde. No había refugio, no había salida. Si hubieras
estado allí sabrías que sólo podías disparar, herir o
matar y esperar que no te hirieran o mataran. Solté el
fusil en la acera, me agaché cuanto pude, alcé el
cuerpo de mi amigo, lo abracé y me lo eché encima.
Ya no derramaba sangre. Toda su sangre estaba en
la acera, en su uniforme, en mis pantalones y en mis
manos.
Ahí me quedé, temblando y llorando bajo el
cuerpo de mi amigo hasta que los disparos cesaron.
No se oyeron más disparos. Ahora eran los lamentos
de dolor que inundaban la madrugada. Los sargentos
comenzaron a gritar para reordenarnos. Moví el
cuerpo de mi amigo a un lado, lo acomodé
recostándolo de los dos postes y me puse de rodillas
a su lado. Tapé mis orejas con mis manos porque no
quería oír los gritos y los lamentos pero igual las
traspasaban y penetraban mis oídos hasta resonar
dentro de mi cabeza. Así que desistí. Recogí mi fusil
y alcé la vista, vi a la tropa reuniéndose. Miré de
nuevo a mi amigo muerto. Toqué el charco de su
sangre que ya estaba espesa. Lo sé porque la froté
en la yema de mis dedos y volví a llorar. El sargento
de mi pelotón llegó, me tomó por el brazo y me
levantó. “¿Está muerto?”, preguntó.
-Sí, mi sargento, está muerto. Es Francisco y
está muerto. Lo vi morir; pero no pude hacer nada.
Levantamos su cuerpo y lo llevamos entre los
dos hasta donde estaban los otros cadáveres. Al
verlos, y ver todos los agujeros que tenían y todos
sus uniformes bañados en sangre espesa, vomité y
volví a temblar. Soy un cobarde. Ningún otro tembló
como yo, ningún otro vomitó. Todos los que
quedaron vivos y sin heridas, sin agujeros, coreaban
con cánticos el nombre de la rata, el nombre de mi
comandante, y a ninguno le importó que él nos
hubiera traído engañados a Caracas para que nos
mataran y para matar a otros compañeros. Los
cánticos me provocaron volver a vomitar; pero ya no
lo hice. Comencé a pensar que nuestros planes, los
planes de mi amigo y los míos, ya no se podrían
cumplir; que ya no podríamos montar la fábrica de
ropa ni seríamos padrinos de nuestros respectivos
hijos. Aseguré mi fusil, me lo colgué a la bandolera y
caminé detrás de los otros sin decir nada, ni una
palabra, sin saber a dónde iban. No vi más a la rata.
Todo terminó y volvimos a nuestro cuartel en
Maracay.
Para regresar, nos quitaron los fusiles y nos
trasladaron de regreso en otros autobuses, no en los
mismos en que habíamos salido aquella media noche
con el convencimiento de ir a unas prácticas. Al
llegar, hicimos formación y nos mandaron a
bañarnos, a cambiarnos y luego ir a comer. Yo no
comí. Del comedor nos mandaron a las cuadras con
la orden de no salir de allí. Estábamos como presos
en nuestro propio dormitorio. Me acosté y dormí largo
rato y allí, dormido, fue la primera vez que le oí
dentro de mi cabeza gritándome “¡Mátalo, mátalo!”.
Los días siguientes, las noches siguientes, en
el cuartel, estuve perdido en mí mismo. Callado. Los
ojos de Francisco, de mi amigo, de mi único amigo,
dejando de moverse y sus pupilas apagándose y
viendo la nada, estuvieron todos esos días dentro de
mí. Me escondía en los baños para llorar y para
temblar. Ni siquiera fui a su entierro. No supe más
nada de él. Sólo eso, que seguía aquí, en mi cabeza,
vivo dentro de mí, gritándome “¡Mátalo, mátalo!”.
Tampoco volví a ver a la rata, porque se lo llevaron
preso. A los meses terminé mi servicio militar y volví
a mi pueblo, pero no iba alegre. La alegría se perdió
de mí. Sólo tenía un profundo rencor en mi corazón y
la certeza de saber lo fácil que les resulta a algunos
engañar a los demás y llevarlos a conocer el infierno
tan sólo para ellos encontrar sus glorias.
Ese rencor me consumía y no tenía con quién
compartirlo. A quién podría explicárselo. A quién se
lo iba a explicar. Nadie lo entendería. Así que lo dejé
en mí, no lo ahuyenté, o se quedó solo sin que yo
pudiera hacer nada para echarlo, tal como se quedó
Francisco en mi cabeza. Durante los años siguientes
no pude recuperar mi vida. De todos desconfiaba: de
los jefes para los que trabajé, de los compañeros de
trabajo, de los nuevos amigos, de las mujeres, de los
niños, de todos los conocidos y de todos los
desconocidos. Me fui alejando poco a poco hasta que
decidí cumplirle a mi amigo: buscar a la rata donde
estuviera y matarla. Sería la única manera de
recuperar las ganas de vivir. Estaba claro que me
resultaría una tarea difícil, muy difícil, porque ahora
no lo tenía cerca. Ni siquiera sabía dónde estaba ni
tenía mi fusil para dispararle ni tenía dinero para
comprar un arma. Lo único que tenía era el
convencimiento de mi deber, el rencor quemándome
el corazón y la voz de mi amigo atormentando la
cabeza… “¡Mátalo, mátalo!”.
Comencé a preguntarme si en el momento de
hacerlo volvería a temblar y a llorar, si esta vez
tendría la resolución para oprimir el gatillo, si podría
encontrarlo, si podría acercármele, si podría
encontrar el dinero suficiente para comprar el arma,
si podría dejar de pensar en todo eso y olvidarlo y
volver a confiar en las personas y vivir una vida
normal como todos los demás, sin rencor, sin dolor,
sin Francisco. Para ninguna de las preguntas
encontré respuesta, pero para eso, para lo de
encontrar el dinero para comprar el arma, supe que
podía hacer un plan y el plan era sencillo: robar el
maldito dinero.
Compré un cuchillo barato y, sinceramente, no
sé para qué. Era un cuchillo pequeño y endeble, muy
filoso pero tan endeble que no hubiera servido para
matar ni a un conejo. Sin embargo, me acostumbré a
cargarlo conmigo, a la vista de todos, como si sirviera
para verme amenazante. Sé que a partir de esos
días fue cuando comencé a apartarme de la realidad.
Lo sé porque aun sin tener motivo les decía a todos
que iba a robar para comprar un arma y lo repetía sin
pudor y sin control de mí mismo. Cada vez que lo
decía me arrepentía, pero lo volvía a hacer, lo volvía
a decir; entonces me escondía en cualquier rincón y
sentado en el piso me ponía a llorar, hasta ese último
día en que, sentado en un escondite, hablé con
Francisco…
_ Así como él me mató a mí, engáñalo y
mátalo. A ti también casi te mata. De no haber sido
por el poste también te hubiera matado con un
agujero igual al mío.
_ Él no me disparó.
_ No, él no te disparó, ni me disparó a mí; pero
nos engañó a ti y a mí y a todos para llevarnos allá a
matar a los otros pendejos y para que los otros
pendejos nos mataran a nosotros, también como
pendejos
_ Sí, yo sé que me salvó el poste
_ Pero a mí no. Para mí no hubo poste y me
prometiste que lo matarías. Ese mismo día, cuando
le apuntaste, debiste haberle disparado y matado.
Ese mismo día debiste cumplir tu promesa y no lo
hiciste.
_ Tú no viste
_ Sí vi. Lo vi todo y bien sabes que sí lo vi y que
lo sigo viendo, y que te vi a ti cuando le apuntaste por
segunda vez y te vi temblando, asustado y te vi
llorando porque me habían matado. Sabías que él
era el culpable y no le disparaste, no lo mataste y
sabes que tenías que haberlo matado. En cambio
bajaste el fusil y lo acomodaste entre tus piernas
para desocuparte una mano y poder meterle los
dedos al gran hoyo que dejó la bala en el poste. La
bala que te tocaba a ti. ¿Acaso buscabas tu bala?
No sé qué buscabas.
_ Pero tampoco le disparé más a los nuestros.
_ Eso no te debe consolar. Sabes que ya les
habías vaciado tres cargadores. Quién sabe a
cuántos pendejos como yo mataste. Quién sabe si el
comprender que habías matado sin motivo y sin
razón a otro pendejo como tu fue lo que te metió el
miedo en los huesos y te volvió cobarde. Yo, en
cambio, no disparé ni una vez. Apenas llegué a
cubrirte al pie de aquellos dos postes, me arrodillé,
alcé el fusil, apunté no sé a quién ni a qué ni por qué
y enseguida me mataron, en cambio tú si no seguiste
disparando fue porque el hoyo del poste te quemó los
dedos y la cobardía te quemó la hombría y bien lo
sabes.
_ Cada vez echas un cuento distinto. Yo no me
puse el fusil en las piernas.
_ Yo no, eres tú. Eres tú mismo que te echas tu
cuento y vuelves y vuelves y cada vez que la rata te
mata algún ser querido recuerdas cosas nuevas y se
las agregas a esa noche. Entonces tratas de
convencerte de que es un cuento distinto, pero sabes
que no lo es, que no es distinto, que es el mismo
cuento, siempre el mismo cuento, la misma noche y
la misma madrugada y los mismos pendejos
muriendo y matando, y todo por esa rata. Sabes que
igual lloras por tus nuevos muertos como lloraste por
mí y que igual tiemblas, asustado, como temblaste
viéndome morir e igual le apuntas a la rata como le
apuntaste aquella madrugada; pero igual no haces lo
que sabes que debes hacer y no disparas.
_ Aquella vez le apunté porque lo tenía cerca;
pero ahora no, ahora está muy lejos y ni siquiera lo
veo ni sé dónde está.
_ Cada vez vuelves con lo mismo, lloriqueando
y quejándote de que se te volteó el santo. Cada vez
que te toca enterrar a los que esa rata te mata
vuelves con lo mismo y cada vez tengo que insistirte
en lo mismo: “¡Mátalo, mátalo!”. Sabes lo que debes
hacer y no lo haces. Hoy fue tu mamá, ahí está
muerta, como otra pendeja, traída con engaños de él
mismo para que lo apoyara y le gritara cánticos, así
como me llevó a mí y así como te llevó a ti; pero a ti
te salvó el poste y a ella no, ni a mí. Para nosotros no
hubo poste, ni para tu esposa, que murió de tristeza
viendo a tu hijo recién nacido morir por falta de una
maldita medicina. Tampoco para ella hubo poste ni
para tu hijo. Igual los enterraste llorando, uno tras
otro. Para eso ha sido tu vida, para llorar, para
temblar y enterrar los muertos que esa rata te mata
cada vez que le da la gana y así te va a perseguir
hasta alcanzarte, matándote a todos los tuyos hasta
que llegue a ti y también te mate, a menos que te
decidas y lo mates tu primero. Hazme caso. “¡Mátalo,
mátalo!” Sabes que para ti no va a amanecer jamás.
Sabes que no has tenido un día de paz. Sabes que
esa madrugada se te seguirá haciendo infinita hasta
que lo mates. Sabes que de nada sirvió que te
casaras y tuvieras un hijo. Igual seguiste con la
cabeza llena de toda esa basura. Y con esa basura
enterraste a tu hijo y a tu esposa y con esa basura
enterraste hoy a tu mamá y con esa basura seguirás
enterrando a todos los tuyos, uno a uno, hasta que la
rata te alcance, te mate y algún desconocido te
entierre a ti.
No recordaba a mi esposa ni a mi hijo. A todos
los había olvidado, pero Francisco me los recordó.
Tampoco recordaba que ese mismo día venía del
cementerio, de enterrar a mi madre. Todos los
recuerdos se me vinieron encima de un solo golpe,
todos entraron en tropel revolviendo mi mente y fue
por culpa de Francisco, así que por primera vez le
grité con todas mis fuerzas “¡Cállate, cállate! ¡Vete!
¡Lárgate de mi vida! ¡LÁRGATE!
_ Vuelves a llorar; cobarde; pues, no me iré. Si
quieres vente tú…
Entonces ahí mismo, sentado como estaba,
llorando, temblando, asustado, saqué el pequeño y
endeble cuchillo y lo obligué a rasgar una a una mis
muñecas hasta cortar mis venas y rayar mis huesos.
Luego, sintiendo cómo poco a poco un sosiego
profundo entraba en mí, me fui calmando. Puse el
pequeño cuchillo a un lado y recosté mi espalda de la
pared. No resoplé, no escupí sangre, no percibí el
momento cuando mis ojos dejaron de moverse ni
cuando mis pupilas quedaron fijas, buscando nada
en la nada. Tampoco sentí mis manos resbalar
lentamente hasta caer sobre el charco de mi propia
sangre, sobre el piso de cemento. Tampoco oí mi
último aliento ni escuché más la voz de Francisco
diciéndome “¡Mátalo, mátalo!”.

Así, así fue como morí ¿Y tú? ¿Cómo moriste?


Río peligroso

Decirte con palabras que yo conozca lo tan


bonito que es el río Tirgua cuando va pasando por
nuestro caserío, Las Mercedes. Ahí, más arriba de La
Toma, y lo bonito que me resultó ver el compartir de
nuestras tres familias en su ribera, me es muy difícil.
Imagínate: una playa amplia de arena de río,
encerrada entre muchos arbustos que se doblan para
beber del agua cristalina que corre rebotando entre
las rocas blancas. Desde arriba, desde donde están
las hermanas mayores de las rocas pequeñas,
vienen los raudales de agua lanzando chorros y
gotas al aire; para mí que el río hace eso celebrando
y saludando a las familias que llegan de visita.
¿Quién se podía imaginar que a ese paraíso, tan
cerca de nuestra escuela y de nuestras casas,
llegaran demonios? Pero llegaban. Demonios
malvados, muy malvados, y nosotros no lo sabíamos.
Hacia abajo, mirando desde la misma playa, se
puede divisar un recodo a partir del cual se pierde el
río. Allí, en ese recodo, el agua choca con una pared
escarpada, una pared de greda amarillenta, lisa y
babosa, desgastada por la corriente. Es la pared de
un cerro pequeño al que parece que un gigante le
hubiera arrancado un gran pedazo. Es el único cerro
que se puede ver desde esa playa, aunque hay
muchos alrededor del Tirgua. La pared de greda
obliga al río a cruzar a la izquierda dejando una gran
piscina donde el agua no es clara, lo que supone un
pozo hondo al que los padres de las tres familias,
apenas llegando, nos prohibieron acercarnos
argumentando que allí el río tiene remolinos que jalan
hacia el fondo del pozo. Pero río arriba, no muy lejos,
a vista desde la playa, donde están las rocas más
grandes provocando chorros y toboganes, sí nos
autorizaron ir, y fuimos.
Llegamos muy pero muy temprano porque los
padres estuvieron pendientes de eso.
_Si no llegamos de primeros nos ocupan La
playa del Pajarito. Así que en la mañanita, saliendo el
sol y saliendo nosotros.
En efecto, cuando llegamos no encontramos a
ningún otro bañista, ninguna otra familia, y ahí estaba
La playa del Pajarito, despejada para nosotros. Los
adultos bajaron las cavas, la parrillera, la gran olla,
las sillas y todo el corotero que las madres metieron
en la camioneta. Mientras lo hacían, a nosotros, los
niños varones, nos encargaron buscar yesca y a las
niñas, llenar la olla grande con agua limpia del río.
Nuestra búsqueda de ramas secas fue a la
carrera. Todos queríamos ir a los toboganes cuanto
antes; así que íbamos buscando las ramas y, al
mismo tiempo, quitándonos los zapatos, las camisas
y pantalones para ponernos los chores. Algunos
tenían traje de baño, yo tenía chor. Las niñas sí
hacían lo que hacían con más calma, pero igual
echaban ojo a los toboganes mientras iban con las
jarritas, recogían agua del río, la llevaban y la
echaban en la olla grande que las madres habían
dejado en la arena, al lado de donde dispusieron
hacer el fogón.
En un santiamén acumulamos las ramas secas
al lado de un tronco que, tirado en la orilla, parecía
estar en posición de reposo, prestando la mitad de su
lomo para que vivieran en él los helechos y el musgo
verde. Ahí nos paramos, al lado de las chamizas que
trajimos, a medio lado de ese tronco, con caritas de
¿esto alcanzará? Y obtuvimos respuesta enseguida.
Mi madrina vio las ramas y se echó a reír.
_No, señoritos, eso no es ni la mitad. Busquen
más y cuando cumplan lo que les toca se podrán ir a
bañar.
Dejamos los brazos colgados, como en huelga
de brazos caídos, y continuamos ahí parados en
señal de protesta. Entonces Rafael rompió la huelga,
empujó a Víctor y tras ellos salimos todos corriendo
hasta dividirnos en distintas direcciones a buscar
más yesca para cumplir nuestra misión.
Completamos satisfactoriamente el encargo.
Rafael, como siempre, exageró y junto con otros de
los muchachos acarreó un gran trozo de leña, un
gran tronco seco que encontró río arriba, a unos
treinta metros _según dijo_ de La Playa del Pajarito
donde se estaba armando el campamento. Las niñas
y las madres rieron a carcajadas viéndolos llegar
cargando a hombros la gran pieza de madera, así
como se cargan las urnas cuando llevan a los
muertos al cementerio. Luego, mi mamá nos dijo: “Ya
pueden ir a bañarse”.
Todo el apuro se terminó de repente. Ahora que
teníamos permiso de meternos al río íbamos con la
misma paciencia de las niñas, amuñuñados para oír
lo que con murmullos decían Carlos y Rafael.
_Hay gente allá arriba, más allá de donde
estaba el tronco y no están de campamento. Parece
que están trabajando, se ven pero no se oyen. Son
muchos, pero no están cerca y hay unos que tienen
pistolas.
Yo pregunté: “¿Qué hacen, cómo que son
muchos?”. Ninguno supo decir ni qué hacían ni
cuántos eran. Insistieron en que eran varios y que no
estaban muy lejos.
Los que no vimos nada de eso no pusimos en
duda lo dicho por Carlos y Rafael, pero igual nos
burlamos acusándolos de mentirosos. Entre chanzas
y remedos dejamos pasar el asunto y no dijimos
nada a nuestros padres, presumiendo que si les
decíamos podrían prohibirnos ir a los toboganes, tal
como nos prohibieron acercarnos al pozo del recodo.
Tampoco nos acercamos más al sitio desde donde
los muchachos vieron a los hombres, hasta que
Rafael propuso que fuéramos todos a verlos para
que le creyéramos.
Ya estábamos en el agua, que se sentía fría
pero agradable. Comenzábamos a experimentar
lanzándonos de los distintos toboganes que el río
había formado en las grandes rocas, unos más
estrechos y chicos que otros; unos más largos que
recorrían cerca de seis metros antes de desembocar
y otros que formaban la letra ye. Rafael no se
lanzaba, estaba impresionado con lo que vio. Carlos
no estuvo de acuerdo con él en ir a ver a los
hombres, dijo que no era buena idea. “Ya es
divertido aquí, allá no hay toboganes y tampoco hay
sendero. Sólo matorrales y ringuiringui”. Lo de los
matorrales sin sendero no era obstáculo; pero el
ringuiringui sí lo era. Lo espinoso de esa matica nos
hubiera destrozado las piernas porque andábamos
en chores y trajes de baño. Así que ganó Carlos, no
fuimos. O, mejor dicho, no fuimos todos porque
Rafael sí convenció a Daniel y a Ángel y,
sigilosamente, se los llevó.
Los tres se escabulleron de nosotros, se
pusieron los pantalones y subieron por el mismo
costado por donde encontraron el gran trozo de leña.
Mientras tanto, las niñas se nos unieron en los
toboganes y los varones que quedábamos nos
distribuimos para ayudarlas a subir y lanzarse.
Algunos las tomaban de las manos para facilitarles la
escalada, otros las sujetaban mientras se sentaban
para lanzarse. Carlos y yo, las esperábamos abajo,
donde desembocaban los chorros de agua. Así
estuvimos un tiempo hasta que Carlos extrañó a
Rafael. En ese momento fue cuando nos percatamos
de que tampoco estaban Ángel ni Daniel. Dejamos
de lanzarnos y nos sentamos arriba. Yo mismo
comencé a explicar a las niñas lo que Rafael y Carlos
dijeron que vieron, hasta que Carlos habló, dijo lo
que vio y todos callamos.
Las niñas no dijeron nada, quizá no nos
creyeron o quizá querían seguir la diversión detenida,
pero Carlos hizo un gesto inconfundible y se quedó
mirando hacia donde estaban los adultos. Entonces
todos lo imitamos y vimos, en el improvisado
campamento, a mi papá y mi hermano mayor
armando una carpa mientras las madres limpiaban
verduras y los otros adultos se repartían las sillas y el
tronco caído para sentarse a tomar cerveza y
burlarse de los que armaban la carpa. Ya habían
colgado las dos hamacas, pero ninguno estaba en
ellas. También habían prendido el fogón cuya llama
amarilla y azul crecía hasta casi un metro largando
chispas y chasqueando. Aun no habían montado la
olla; pero se notaba que estaban por hacerlo.
“Nuestra yesca funcionó”, pensé.
Al momento comprendí que, aun sin decirlo,
todos estábamos de acuerdo en advertir a los padres
sobre los hombres que vieron Carlos y Rafael y de la
escabullida de Rafael, Daniel y Ángel. Era un buen
momento para hacer lo correcto, pero no lo hicimos.
Las niñas dijeron que no, que eso era mentira de
Carlos y Rafael y que siguiéramos lanzándonos por
los toboganes. Así lo hicimos. Sin embargo, sé que
estábamos preocupados. Sabíamos que si algo le
pasaba a alguno de los tres amigos no tendríamos
cómo defendernos ni cómo evitar el castigo. Ahí
estábamos jugando, saltando, bañándonos y
vigilando la orilla por la que sospechábamos que
habían subido, río arriba, porque por ahí tenían que
regresar pero no regresaban y ya era mucho el
tiempo.
Le pregunté a Carlos si donde fueron los tres
era muy lejos porque estaban tardando mucho.
Carlos dijo que no; que no era lejos. “¿Qué te parece,
les decimos a los padres?”. Estoy seguro de que
Carlos iba a decirme que sí cuando vimos a los tres
reaparecer de entre los matorrales. Fueron directo al
campamento. Nosotros nos levantamos ahí mismo,
con los pies entre el río, entre los toboganes, las
niñas también se pusieron de pie. Era de suponer
que irían a poner a nuestros padres al tanto de la
situación, pero no fue lo que hicieron. Sólo se
quitaron los pantalones que se veían mojados en los
traseros y fundillos, los lanzaron sobre las hamacas y
escalaron las rocas para llegar hasta donde
estábamos nosotros
_ ¿Qué vieron? -preguntó uno; no supe quién.
Mientras todos rodeamos a Rafael, Carlos dejó
el grupo y se lanzó por el tobogán más largo. Las
niñas le siguieron sin necesitar ayuda. Los demás
dejamos de rodear a Rafael y, sin esperar la
respuesta, dejamos lo que vieron en el misterio.
Seguimos a las niñas que habían seguido a Carlos. A
ninguno le interesó la información que traía Rafael,
así que todo quedó allí, sin palabras, hasta que
vimos a Daniel hablando con su papá. Entonces
todos nos pusimos nuevamente de pie, de nuevo
entre el río, entre los toboganes. Caminamos dentro
del agua para acercarnos a Rafael y varios hicimos la
misma pregunta. “¿Qué vieron?”
Entonces Rafael comenzó a contar: “Hay un
helicóptero allá, en una partecita plana. También hay
varias camionetas negras nuevecitas. Varias carpas;
pero no de las nuevas. Son carpas como de lona de
tapar los camiones. Hay muchos hombres armados
que tienen a otros hombres y mujeres presos,
apuntándolos, o sea, parados en fila, como en la
escuela, pero con las manos arriba. Una mujer es la
que manda a los que están apuntando y ella está
rodeada de otros hombres con armas que caminan
detrás de ella para allá y para acá. En el suelo hay
tiradas bandejas y herramientas. Algunos de los
presos están de rodillas; pero igual, con las manos
arriba. También hay varios perros que están
ladrándole a los que tienen armas; pero ellos no se
asustan, no les tienen miedo a los perros”. En ese
momento, venían mi papá y el señor Domingo
subiendo por las grandes piedras, pasaron al lado de
nosotros. El señor Domingo nos mandó que
bajáramos a la playa. Obedecimos de inmediato. Las
madres llamaron a las niñas por sus nombres y ellas
nos siguieron. Yo iba asustado.
Al llegar a la playa, vimos que las madres y los
hermanos mayores rodearon a Rafael, a Ángel y a
Daniel mientras los interrogaban. Nosotros nos
metimos entre las piernas de los adultos para
escuchar lo que ellos decían, pero no nos dieron
tiempo de escuchar nada. Sin esperar más, las
madres voltearon la olla que ya estaba en el fuego y
dejaron las costillas de res y el caldo en la arena.
También botaron todas las verduras que ya estaban
limpias en las cacerolas de plástico. Lanzaron dentro
de la olla todos los corotos sin ningún orden. Mi
hermano mayor descolgó las hamacas. Mi madre
ordenó a las niñas que trajeran agua del río y
apagaran el fuego del fogón. Los varones corrimos a
ayudar a las niñas. Recuerdo, como si lo estuviera
viendo ahorita mismo, la mancha que el aceite
onotado hizo en la arena cuando el onotero cayó. Se
le abrió la tapa y se derramó. Parecía una mancha de
sangre, pero sangre aguada, sangre revuelta con
agua del río y greda del recodo. Sé que me quedé
viendo la mancha, su forma deforme, con la extraña
sensación de saber que la arena, el polvo, el aire, las
plantas, el agua y todos los otros elementos del rio la
harían desaparecer y cualquier otro día, en el futuro,
cuando otras familias vinieran y sus niños saltaran
aquí, ninguno sabría que ahí estuvo esa mancha,
que existió y que el río la desapareció.
Distraído estuve hasta que el señor Rogelio, un
señor que trabajaba con mi papá, pasó por mi lado
alzando una de las cavas para llevarla a la
camioneta. Iba a paso muy rápido subiendo el
sendero, como si la cava no pesara nada. Eso me
extrañó, porque esa cava la bajaron entre dos
adultos y lo hicieron con esfuerzo. El señor Rogelio
dejó la cava allá arriba y volvió por la otra. Apagamos
el fuego y las madres nos mandaron a la camioneta
corriendo: “No se vistan, suban así mismo, llévense
las ropas en las manos”. Los niños nos pusimos las
camisas y pantalones cubriendo las espaldas, como
capas, y subimos con las niñas hasta arriba, a orilla
de la carretera de tierra, donde estaba la camioneta.
Todos llevábamos los zapatos y chancletas en
las manos. El señor Rogelio y los adultos seguían
trayendo sillas y las otras cosas. Traían y lanzaban al
cajón de la camioneta con el mismo descuido con
que las madres metieron los corotos en la gran olla y
volvían por más. Desde donde estábamos, parados
al lado de la camioneta, ya no se veían ni el río ni La
Playa del Pajarito. Sólo se veía la apertura del
matorral por la que se iniciaba el sendero para bajar
al río. Por ahí aparecieron las madres cargando la
gran olla.
Cuando las madres llegaron a la camioneta nos
gritaron “¡Suban, suban a la camioneta y siéntense
como puedan! ¡Sentados, sentados todos!”. Subimos
y nos sentamos. Al cabo de un par de minutos,
Rafael se levantó y encaramándose en la baranda
del cajón de la camioneta oteó por encima de los
matorrales. Entonces su mamá le gritó. “¡Siéntate,
Rafael!”, y el hermano mayor le pegó un manotazo
por la espalda. Rafael se sentó. Los adultos estaban
muy nerviosos y nosotros, los niños, muy asustados.
Sabíamos que algo malo estaba pasando; pero no
comprendíamos qué. Creo que fui el único con la
sospecha de que los demonios habían llegado al río
primero que nosotros.
Los minutos se hicieron eternos esperando a
mi papá y al señor Domingo. Mi madre le preguntó al
señor Rogelio si habían traído todo y el señor Rogelio
le respondió que sí, que no había quedado nada.
Seguíamos esperando. Mi papá no llegaba. Mi mamá
entraba unos metros en el sendero, vigilándolo,
buscando a mi papá; pero él no llegaba. Al regresar
de una de tantas entradas y salidas que hizo en la
boca del sendero, le dijo al señor Rogelio “Prende la
camioneta”. El señor Rogelio subió al puesto del
chofer, prendió la camioneta y bajó de nuevo.
Entonces fue él quien se adentró en el sendero para
buscar a mi papá y al señor Domingo.
El señor Rogelio fue más abajo que mi mamá y
lo perdimos de vista. Siguieron transcurriendo los
minutos. Los niños comenzamos a titiritar de frío y de
susto. Las madres nos ordenaron vestirnos ahí
donde estábamos, en el cajón de la camioneta, sin
hablar. Yo me estaba poniendo los zapatos cuando
escuché el primer disparo. Alcé la cabeza y vi a las
madres viéndose a las caras. Entonces mi mamá se
enfiló hacia el sendero para bajar al río cuando se
comenzó a oír una lluvia de disparos y ella se detuvo
y regresó y nos gritó “¡Acuéstense!, acuéstense ahí
en la camioneta, rápido”. Como un rayo nos
lanzamos al piso del camión, removimos los corotos
que estaban ahí tirados y nos acomodamos como
pudimos. Mi mamá volvió a meterse por el sendero y
regresó de nuevo. Seguido de los disparos, se
oyeron a lo lejos muchos gritos, lamentos muy feos y
chillidos de los perros.
Entre nosotros nadie gritó, nadie se movió; sólo
Rafael saltó, abrazó a su mamá y la jaló hacia la
camioneta. En ese preciso momento salió el señor
Rogelio de la boca del sendero y tras él venían mi
papá y el señor Domingo. Los tres venían corriendo.
Las madres los abrazaron; pero ellos las despegaron
y las tres subieron sin ayuda al cajón de la
camioneta. Entonces nosotros nos abrazamos a
ellas. Nos ordenaron sentarnos. El señor Domingo
tomó el volante, mi papá se sentó en el puesto del
copiloto, el señor Rogelio se colgó del cajón, con los
pies en el parachoques trasero, sin terminar de
montarse, y arrancamos.
Salimos a la carretera y tres kilómetros después
el señor Domingo detuvo la camioneta en la estación
de servicio de la entrada del pueblo, frente a la
escuela. Mi papá bajó, se asomó por un lado del
cajón, metió las manos en una de las cavas, sacó
una botella plástica de refresco y se la dio a mi mamá
para que la repartiera. Los cuatro hombres se
recostaron de la compuerta del cajón de la camioneta
y comenzaron a hablar. Los niños nos amuñuñamos
otra vez, ahora en el extremo de la baranda trasera.
Rafael aún llevaba la camisa como capa. A todos se
nos veían los fundillos de los pantalones mojados.
El señor Domingo dijo: “Los presos son gente
de los pueblos cercanos que buscan oro sin permiso,
ilegalmente. Los de las armas no sé quiénes son. La
mujer sí es conocida, pero no te diré quién es. La
mujer y sus escoltas deben haber llegado en el
helicóptero y los de las camionetas deben haber
llegado antes y esperado para actuar y robarle el oro
a los ilegales. Seguramente llegaron poco antes que
nosotros. Los tipos tienen cara de matones, de
presos. No son guardias, ni soldados, ni policías,
pero actúan como tales. Las armas que portan son
fusiles militares y llevan granadas colgando en las
pecheras. Les dispararon a matar a todos los perros.
A los parados y a los arrodillados les dispararon a los
pies, para que corrieran y corrieron ¡Válgame Dios!
Rafael le grito a su papá: “Papá, yo los vi
primero”, pero ninguno de los adultos le atendió. La
mamá de Rafael le dijo al señor Domingo que nos
fuéramos para nuestras casas “Vámonos, Domingo,
es mejor que terminemos de llegar a la casa: no está
bien que estemos aquí. Vámonos ya. Los niños están
mojados y asustados. No han comido ni hay nada
cocinado en la casa”. El señor Domingo sólo dijo:
“Ya nos vamos”.
Mi mamá repartió el refresco en los vasos
desechables que había traído para el río. Mi papá, el
señor Domingo, el señor Henry y el señor Rogelio
continuaron hablando. Cuando mi mamá le dio el
refresco a mi papá, este la tomó de un brazo con
mucha gentileza y se apartó con ella a un lado,
Rafael y yo nos quedamos viéndolos. Entonces vi los
ojos tristes de mi padre y oí cuando dijo: “Fue muy
feo, les dispararon a esos animalitos ¡Pobres perros!
Les dispararon a todos. Varios disparos a cada uno.
Yo los vi. Son unos demonios malvados. Y a aquella
gente también les dispararon para correrlas, como si
fueran otros perros. Todo para quitarles el oro que
habían sacado del río”.
Más tarde mi madre dijo que nunca más
iríamos al río. Lo dijo porque los adultos les temían a
los hombres armados que se vestían de militares;
pero que no lo eran, y comentaban que esos tipos se
podían encontrar en cualquier parte. Yo, que desde
antes de ese día le temía a los demonios, aun
cuando dudaba que existieran, después de ese día,
con la certeza de que sí existen y de que son más
malvados de lo que suponía, les temía más.
Semanas después de aquel suceso, Rafael me
dijo “Daniel y yo vamos a volver allá, al río, pero no a
bañarnos. Vamos a buscar oro ¿quieres ir?”. No
dudé en pensar que Rafael estaba mintiéndome o
que se había vuelto loco y no le hice el menor caso,
pero el jueves siguiente, antes de entrar a clases, me
atajó a media cuadra de la escuela. Venía con Daniel
“Vamos”, me dijo. Fue una situación extraña porque
pude haber dicho simplemente no, o vayan ustedes,
o ustedes lo que están es locos; pero no, la excusa
que puse fue otra: “es que no cargo chor”. Era una
excusa tonta. Fue la excusa más tonta que me pude
haber inventado, pero fue lo que dije: “es que no
cargo chor”.
_Nosotros tampoco _Respondió Rafael_
¡Vamos chico!_Insistió.
Y me fui con ellos. Caminamos por la orilla de
la carretera y a cada paso me reclamaba a mí mismo
lo que estaba haciendo y a cada paso me decía a mí
mismo, dentro de mi cabeza: “Regresa, te van a
castigar, regresa”. Pero no regresé. Seguí caminando
con mis dos amigos por la orilla de la carretera hasta
llegar a la entrada de tierra, donde se termina el
asfalto. A partir de ahí estaba mucho más cerca del
río que de la escuela y ya no me planteé más el
asunto de regresar. Avanzamos hasta llegar a la
entrada del sendero y bajamos a La Playa del
Pajarito que encontramos sola.
Rafael y Daniel se quedaron de inmediato en
interiores y comenzaron a buscar oro en la orilla del
río. Yo me senté en el tronco que estaba en reposo
sobre la arena, el de los helechos y musgo verde,
sin quitarme la ropa. Calculé que debían ser cerca de
las ocho o las ocho y media de la mañana. Con
seguridad, dentro de poco, la maestra Yelitza
comenzaría a extrañarnos. Entonces recordé la
mancha de onoto e intenté buscar su huella; pero no
había nada. Sonreí al verificar mi premonición: los
elementos del río la desaparecieron, sin dejar rastro.
Me pregunté ¿existió o no existió la mancha de
aceite onotado?
Fue una pregunta extraña porque el que yo la
haya visto significa que existió. Entonces pensé
¡existió para mí! Luego se vino a mi imaginación que
la existencia debía estar relacionada con la cantidad
de personas que pueden verificarla y con la cantidad
de tiempo que los elementos conceden a las
personas para que la vean y la verifiquen. Así como
los elementos conceden a las montañas cientos y
cientos y miles de años para que nosotros
verifiquemos su existencia, a veces, se vuelven
egoístas y apenas conceden pocos días o pocas
horas a la existencia.
De pronto pensé de nuevo en mi maestra
Yelitza y su clase de biología. “Las moscas viven
hasta treinta días. Sí, un mes es la expectativa de
vida de las fastidiosas moscas, pero hay otro animal
que vive menos, a ver, Daniel ¿cuál es el animal que
vive menos?”. Daniel no respondió. Todos sabíamos
que el animal que vive menos es la cachipolla, pero
cuando nos daba por llevarle la contraria a la maestra
¡Ay, nosotros!, todos callados. Entonces examiné
alrededor del río a ver si encontraba alguna
cachipolla; pero no había ¡Qué va a haber, si los
elementos le conceden sólo un día de existencia!
Entonces me pregunté cuántos días le habría
concedido el río a la mancha de aceite onotado y
cuántos días me concedería a mí.
Mientras jugaba mentalmente con lo de la
mancha y lo efímero de la existencia, Rafael y Daniel
sacaban piedras redondas de distintos tamaños y
colores, las celebraban, las devolvían al río y seguían
buscando oro. Me dije a mí mismo: “Ya estoy aquí,
ya lo hice ¡qué más da!”. Me quité la ropa y subí a los
toboganes; pero de inmediato me aburrí. Decidí
buscar oro con los muchachos y me aburrí más
rápido aun. Regresé al tronco y me senté decidido a
matar el tiempo.
Ahí, sentado, comencé a temblar de frío y
resolví regresar al agua. Me acosté dentro del río, en
la misma orilla en la que los muchachos buscaban
oro y se me pasó el frío. Ahí estuvimos hasta que
Rafael dijo que ahí no había nada de oro y que
tendríamos que subir río arriba. De inmediato le dije
que no, que si iban río arriba yo me iría solo para la
casa. Lo dije con tanta determinación que no dejé
espacio para la duda. Los dos se vieron a las caras y
desistieron de la idea de ir río arriba. Entonces Rafael
dijo: “Bueno, vayamos río abajo”. Otra vez me pasó
lo mismo que cuando nos encontramos, llegando a la
escuela, cuando les di la excusa de no tener chor.
Me volví a quedar sin argumentos. Me levanté y yo
mismo fui el primero en comenzar a caminar río
abajo sin salir del agua, mientras ellos caminaban río
abajo; pero por la arena.
En la medida que daba pasos bajando por el
río, este se iba haciendo, poco a poco, más profundo
y, de alguna manera, no sé cómo ni por qué, la
corriente se hacía, poco a poco, más fuerte.
Entonces sentí que la corriente me doblaba las
piernas y me hacía perder el control de los pasos.
Rafael y Daniel comenzaron a correr por la arena
para llegar al recodo y, cuando quise llamarlos, me
caí.
No comprendí por qué se puso tan hondo de
repente ni por qué la corriente me llevaba. No
entendía lo que pasaba. Comencé a tragar agua y a
intentar nadar; pero no podía con la fuerza del río. Di
vueltas dentro del agua mientras algo me jalaba
hacia el fondo. Por segundos lograba sacar la
cabeza; pero no podía hablar. Vi a los muchachos
jugando en la arena, de espaldas a mí, y no podía
creer lo que me estaba pasando. Entonces recordé la
pared de greda y me impulsé con toda mi fuerza,
aferrado a la esperanza de llegar hasta ella y asirme
para salir del agua. Rápidamente comprendí que no
lo lograría nadando por arriba porque lo que me
jalaba no me dejaba emerger así que, aunque no
tenía aire, me zambullí y pataleé y pataleé y pataleé
y extendí lo más que pude mis brazos y extendí
hasta el límite mis dedos, buscando la greda; pero no
la alcancé.
Me sentí desfallecer. Trataba de escupir el
agua dentro del agua; pero no podía. Me propuse un
último esfuerzo y moví mis piernas y estiré mis
brazos y apliqué la poca fuerza que me quedaba.
Fue un último instante que duró mucho, mucho
tiempo. Vinieron a mi mente mis hermanas, mi
mamá, mi maestra y mi papá. Vinieron a mi mente
los demonios y el señor Rogelio desapareciendo por
el sendero y luego prendiendo la camioneta. Pensé:
“Rafael y Daniel deben estar buscándome; pero no
creo que puedan verme, estoy bajo el agua, seguro
no me ven”. Por unos segundos mi cuerpo hizo un
movimiento extraño, un gran temblor que no fue
como los temblores de frío. Fue una sacudida, un
estremecimiento. Entonces sentí que los dedos de
mis manos tocaron la greda. Desesperadamente
traté de asirme de ella, pero no pude porque estaba
muy resbalosa. Comprendí enseguida lo que me
estaba pasando y hasta creo que sonreí pensando
“tanto esfuerzo para llegar a la greda y no puedo
agarrarme de ella, por lo resbalosa. Yo sabía que la
greda era resbalosa.
Debí hacer el esfuerzo en sentido contrario ¡No
debí haber venido!”. Todo eso lo imaginé mientras mi
cuerpo daba vueltas y vueltas en un remolino bajo el
agua hasta que la corriente me apretó contra el fondo
del pozo del recodo. Supe, entonces, que el río me
concedió sólo nueve años de existencia y luego me
dejó allí, así como dejó al tronco de los helechos y el
musgo verde que está en la playa; tendido, en
reposo.
Así, así fue como morí ¿Y tú? ¿Cómo moriste?
El indio Tacataca

Esto me sucedió hace mucho, mucho tiempo.


Tenía yo catorce años cuando me tocó estudiar
apresurada e intensivamente para un examen de
reparación de Historia de Venezuela. Esta asignatura
me encantaba, pero por alguna razón me había
empeñado todo el año escolar en llevar la contraria a
la profesora que, ajustada al programa educativo que
dispuso el gobierno, impartía sus clases ensalzando
la conducta indígena y mancillando la visión que yo
tenía de la forma como actuaron los colonizadores
españoles a quienes, en general, yo justificaba.
Así las cosas, me vi en la obligación de ir a
reparación y, para ello, dedicar bastante tiempo a
memorizar los conceptos que se correspondían con
la visión de mi profesora. No es agradable repasar y
repasar hasta fijar en la mente ideas que tu cerebro
rechaza, pero me tocó hacerlo y lo hice con denuedo.
Fue tanta mi dedicación que mi madre se sintió
extrañada y llegó a interrogarme y yo, sin reparo, le
expliqué la situación. Mi madre sonrió mientras yo
ahondaba hablándole de mis temas de estudio, así
que tratando de concluir le dije:
-Básicamente se trata de las formas en que se
desarrollaron las encomiendas. Mi profesora me
obliga a concentrarme en los abusos que se
cometieron; cosa que a mí me cuesta bastante
porque me parece que si pudiéramos poner en la
balanza la colonización y la conquista, creo que la
primera nos dio mucho más que lo que la segunda
nos quitó.
Mi madre me aconsejó no preocuparme tanto
dado que esas dos visiones son objeto de profundo
debate para los historiadores y que yo era apenas un
adolescente, que el sólo hecho que yo entendiera
que existían las dos visiones era, de por sí, un gran
adelanto. Luego me recordó la hora. Eran más de las
doce de la noche y me dijo: “A esta hora ya debías
estar dormido; por lo que, para que concilies tu
sueño, te contaré una historia sobre eso de las
encomiendas, los encomenderos y los indios. Lo haré
como cuando eras mi bebe y te contaba historias de
caballeros y castillos”. Enseguida cerré los libros, me
cobijé y me dispuse a escucharla…
Esto ocurrió durante la colonia, en los tiempos
cuando indios nativos, esclavos africanos y
españoles, tres naciones muy distintas en rasgos y
cultura, comenzaban a integrarse en una sola nación
llamada Venezuela…
Sucedió que un indio intentó rebelarse contra
su encomendero exigiendo salario, es decir, un pago
justo por su trabajo. De alguna manera, un abogado
tan inteligente como ambicioso y pícaro, logró que un
tribunal se instalara para resolver el conflicto.
Ni la comunidad de blancos peninsulares, ni los
blancos criollos, ni los esclavos, ni los indios
autóctonos creyeron nunca posible que algo así
sucediera, por lo que el anuncio del juicio causó gran
revuelo y expectativa.
El día llegó y, desde la salida del sol, la plaza
central se convirtió en un revoltijo de rumores. Hubo
españoles e indios a las puertas del tribunal, que
querían entrar y estar presentes, pero -como era
obvio- a la sala del juzgado sólo tuvieron acceso los
blancos, mientras que, en los alrededores, se
concentraron indios de varias aldeas cercanas y
algunos indios encomendados.
Los indios encomendados eran nativos de la
tierra conquistada a quienes el Rey de España había
entregado a algún encomendero para que les
protegiera y, a cambio de esa “protección”, los indios
debían trabajar para el encomendero.
Como podrás imaginar, casi toda la ciudad
estaba alborotada, cuchucheando en la plaza y en
los alrededores de la sede del tribunal. A las nueve
de la mañana exactas se abrieron las puertas. Los
ciudadanos entraron, se acomodaron como pudieron
y quedaron en silencio, en total silencio, esperando la
entrada del señor juez.
La mudez se extendió por varios minutos hasta
que el señor secretario salió, se paró frente a la
audiencia y, con gran autoridad, dijo en voz alta:

_Secretario:
¡Levántense, socarrones!
Que está amaneciendo el día.
Ahí viene su señoría
Y muy pronto o veréis

El juicio comenzará
¡Viva el juez y viva el Rey!

_El Juez:
Aquí vengo yo, el juez,
a imponer la Real Justicia
aunque decida al revés
como dicen las noticias.

¿En dónde está el acusado


y dónde el acusador?

Fiscal, explique lo reclamado


y usted, defiéndase, Defensor.
_La Fiscal:
Como fiscal vengo hoy
en nombre de Don Perolo
pa´que a aquel indio le den rolo
por rebeldía y traición

_El Juez:
¡Oh!, qué grave acusación,
esta que hace el demandante.

_La Fiscal:
Sí, señor y voy pa´lante
a demostrar mi moción

Mi cliente es encomendero
por prestar buenos servicios,
seiscientos indios le dieron
y un terrenal muy bonito.

Él no puede transferir
la encomienda recibida
que es de apenas cuaaaatro viiidas
Muy poco pa´ ser feliz!

Y tiene la obligación
de dar al Rey un tributo
“La demora” o “Media anata”
de todo lo que es producto
También llevan cuota aparte
el cura que evangeliza,
el Capitán General,
el cabildo y… la justicia.

_Carraspeó el juez enseguida


y cinco, o seis, del jurado,
posiblemente afectados
por una gripe oportuna
o al recordar las fortunas
que habían atesorado.

_La Fiscal:
Por eso es mi parecer,
y a las costumbres me apego,
que el juez debe prescindir
la fórmula de este juicio
y aplicar sanción sin fuero.

Porque es harto conocido


que el indio se come el brazo
si se le acercan los dedos.

Si ustedes dan la patica


pa´ complacer al bribón,
quedará todo español
a merced de la injusticia.

¡Pues demos una lección!


Y así aprenderán;

Primero:
¿Encomenderos boludos?
¡Los indios se harán los mudos!

Segundo:
¿Boludos y pendencieros?
¡Los indios se harán los ciegos!

Pero si su señoría
da este juicio por sentado
yo demostraré al jurado,
al pueblo y al santo Dios,
que el juicio era innecesario,
que todo es por chantajear,
¡Porque el indio es un traidor
y el defensor un rufián!

Y siendo el indio culpable


por hereje y por traidor;
todo aquel que lo apoyare
es sujeto de traición…

_Volvieron a carraspear
el juez y los del jurado
posiblemente asustados
al recordar “Las Partidas”
o quizá fue la amenaza
por la fiscal proferida.

_El Juez:
Fiscal, concéntrese en lo del juicio
Y deje la amenazadera,
¿no ha llegado el veredicto
y ya chasquea carabineras?

El Fiscal:
Prosigo su señoría,
solo fue una acotación.
por si acaso una sardina
quiera saltar del perol…

El indio fue encomendado


por el Rey a Don Perolo
le dan comida, vestido,
le dan amor, casa… ¡Todo!

Le enseñan la religión
y le dan las medicinas
¡Bien gordo que está el bribón
a fuerza de vitaminas!

Habla perfecto español


¡Casi un Cervantes, les digo!
Don Perolo le enseñó
como si fuera su hijo
A cambio nada le pide
¡Que trabaje… nada más!
Pero el indio se ha creído
que se le debe pagar

Así que hágase justicia


por traicionar la corona
que le den una paliza
y lo guinden por las… manos

_Volvieron a carraspear
el juez y los del jurado
posiblemente asustados
al recordar la amenaza
comenzaron a aplaudir
y gritar mil alabanzas…

Entonces se oyó una voz


chillona y muy repelente
que puso fin al ambiente
de elogios y aprobación;
fue el grito fuerte y resuelto
del jurista defensor.

_El Defensor:
¡PROTESTO, SU SEÑORÍA,
LA MOCIÓN DE ESTA FISCAL!
Yo les voy a demostrar
que cuanto ha dicho es mentira

¿Medicinas? No tenía
¿Y la ropa? Ya lo vio el juez,
de la cabeza a los pies,
sólo guayuco vestía.

¿De comer?, Su Señoría,


¡Ese indio está muerto de hambre!
Miren, parece un alambre
porque no le dan comida.

¿Y casa? ¡Ay, Don Perolo!


Confiese usted la verdad
en una churuata están
los indios metidos todos

Y en cuanto a no exigir nada


por el amor que le han dado
eso es una canallada…
¡EL INDIO ESTÁ ESCLAVIZADO!

_Junto al grito “¡ESCLAVIZADO!”


del valiente defensor
explotó en la sala un ¡Oooooh!
como coro gregoriano…

Pero todo se calmó


con las palabras siguientes
que alegraron a la gente;
pero a Don Perolo n
Y el Defensor prosiguió…

_El Defensor:
El culpable no es el Rey, no señor,
ni el juez, ni el cabildo… ¡honrados!
Tampoco lo es nuestra iglesia
que esclavismo ha denunciado

¡Es Don Perolo, no más!


El que no honra su palabra
porque el indio sí cumplió;
de sol a sol le trabaja .

Fue al catecismo y si hoy


no ha aprendido el español
no es por él, es Don Perolo,
que nunca se lo enseñó

Por eso pido al jurado


de honorables caballeros
y damas de sociedad
liberar al acusado,
olvidar lo que aquí oyeron
de parte de esta fiscal
y obligar a Don Perolo
a que tenga que pagar .
_El miedo inundó la sala
corretearon mil murmullos.
Cada quien pensó en lo suyo
¡Las dos salidas son malas!

Si dan la razón al indio


obligando a Don Perolo
a pagar por trabajar,
seguro que un gran barullo
les podía reventar.

Pero si emiten sentencia


protegiendo a Don Perolo
y al indio le daban rolo,

les podría suceder


que por el ruido ya hecho
le cayera el burgo al techo
porque el indio… no anda solo.

Después de varios minutos


que a la sazón convenían,
dijo el juez con gallardía.
tras golpear con su Gavel:

_El Juez:
La demanda aquí interpuesta
es delito de traición
buscaremos la evidencia
con acucioso tesón

Muy buenos los alegatos


del defensa y la fiscal,
pero creo que es mejor
que suban aquí al estrado
acusador y acusado
y cada uno por su lado
explique su explicación…

¡He dicho!

_El juez a golpear volvió,


con su gavel en la mesa,
demostrando inteligencia
pa´ sortear la situación.
Y dijo…

_El Juez:
Que pase El Encomendero,
Don Perolo, amigo mío,
usted pasará primero
porque soy yo quien lo digo.
Cuente su cuento completo
y diga ¿qué hizo el indio?

_Don Perolo:
Yo soy El Encomendero
de su majestad El Rey
tengo una hacienda, sabéis,
que cuido con gran esmero.

La encomienda recibida,
seiscientos indios… no más
que los pongo a trabajar
para ganarme la vida.

Y sostengo que encomiendas


de la que soy buen ejemplo
han mejorado los tiempos
para el indio de estas tierras.

En mi encomienda lo educo
y no le he esclavizado
tiene su propio conuco
con agua que le he mandado.

Y ninguna ley me obliga,


como explicó la fiscal,
que le tenga que pagar
si le estoy dando la vida.

Y ahora ni trabajar
este indio traidor quiere,
es un mal agradecido,
exigiendo “ñere-ñere”.
_El juez:
Según la Ley de Encomienda
esto es alta traición.
Que pase el indio traidor
y, si puede, se defienda

_Defensor:
¡No puede, Su Señoría!
El indio no habla español

_Volviose a escuchar el ¡Oooooh!


Como coro gregoriano.
Todos los ojos giraron
buscando al indio traidor.

_El Juez:
¡Deje la alcahuetería
y sírvale de traductor!

¿Él entiende lo que digo?

_Defensor:
Él entiende, señor Juez

El juez:
Vamos, indio delincuente,
mal ejemplo de un nativo,
explíquele aquí a la gente
cuál ha sido su motivo.
_El indio pasó al estrado
despertando gran suspenso
lo esperaban asustado;
pero estaba muy contento.

_Indio:
Tatataca Tacataca
Tacataca taca ticia

Defensor:
Yo soy el indio Tataca
y vengo a implorar justicia

_Indio:
Taca taca tararaca
Taca tin titán titaca

_Defensor:
Este gordo me maltrata
con saña, odio y malicia

_Indio:
Taca taca taca ticia
Taca taca taca tuco

_Defensor:
Por eso busco justicia,
porque este gordo es maluco

_Indio:
Tataca tatica tan

_Defensor:
Que me pone a trabajar

_Indio:
Teratén telón telón

_Defensor:
Sin parar, de sol a sol

_Indio:
Papita hu hu papuco

_Defensor:
Por dos papas y un guayuco

_Indio:
Taca teque tiqui toco

_Defensor:
¿No les parece muy poco?

_Indio:
Tacatán tataca tere
_Defensor:
¡Yo quiero mi ñere-ñere!

_Indio:
Titi taca tere tere

_Defensor:
Y ese gordo, si es que quiere

_Indio:
Tatatán tatán tatando

_Defensor:
Que yo siga trabajando

_Indio:
Pin pin pa mi pere pere

_Defensor:
Que me pague como debe

_Indio:
Tiqui tiqui titi tando

_Defensor:
O que se vaya olvidando

_El juez:
Oídas las partes ya,
el jurado que proceda.,
que vaya a deliberar.

En justicia que decida.


Ya hemos escuchado todo.
O el indio pierde la vida
o que pague Don Perolo

_La angustia invadió al jurado,


no encontraban solución
que diera compensación
a un lado y al otro lado…

Condenar al indio a muerte


a ninguno le conviene;
pues seguro después viene
la venganza de sus huestes.

Condenar a Don Perolo


a ninguno le interesa
por firmar tal protocolo
perderían sus cabezas.

Por lo que el Juez, hombre astuto,


corrido ya en siete plazas,
se sacudió del asunto
huyendo para su casa.

_El Juez:
No me tardo, vengo pronto,
espérenme todos aquí
que aprovecharé el tilín
pa´ ir al baño de al lado
que un cólico me ha atravesado
desde la nuez hasta el fondo
porque anoche me comí
una lata de mondongo.

_Y así fue como el bribón,


sin dar tiempo a reaccionar,
dejó al jurado afrontar
solitos la situación.

La incertidumbre invadió
la sala con su misterio
ya no había autoridad
que impusiera buen criterio.

El suspenso arremetió
La tensión rompió el acero
Don Perolo no aguantó
¡Y se le cayó el sombrero!_

_Don Perolo:
Yo quiero decirle a usted,
Defensor de pacotilla,
que recuerde mi linaje.
Por esta yo haré que pague
¡La vida le haré papilla!
¿Quién se ha creído que es?

Y al indio ese cuando llegue


a la casa yo lo agarro
y en una estaca lo amarro
pa´ que el caporal le pegue.

Y allí estará doce días,


por esta infame traición,
sin comida ni bebida
¡A dar escarmiento voy!

_Fiscal:
Don Perolo, no se exceda,
reserve sus intenciones
mire que hay muchos mirones
y pueden ponerle la piedra.

_Defensor:
Dejadle que se sincere
que el jurado está escuchando
que amenace si es que quiere
que la broma es dando y dando

_Don Perolo:
Si este jurado traidor
me echa a mí una lavativa
¡Arcabuz y carabina!
Pongan oído al tambor.

_Indio:
Tiqui tiqui tiqui tiqui
tiquitán titiqui talo

Defensor:
Ahí está, yo se los dije
que este gordito es remalo

_En la sala el desespero


se apoderó del ambiente
entre gritos y amenazas
se ha distraído la gente.

El jurado no decide,
el juez ya dejó el pelero,
Don Perolo está altanero,
¡La calma no se consigue!

Aprovechando el estado
una india se desliza,
ni la guardia la divisa,
y llega hasta el acusado.

Puso rodilla en el suelo


y entre alaridos y llanto
lanzó a todos un encanto
para dejarlos… perplejos

_India:
¡Huaaaa jajajaja!
¡HUUUAAA JAJAJAJAJA!

¡Ayayay! Por él yo lloro,


este indio es hijo mío.
Es flaco, feo y torcío
pero así y todo lo adoro.

Al jurado ¡ay! les pido,


les ruego de corazón,
¡No lo declaren traidor,
que es por bruto lo que dijo!

No es esclavo ¡No, señor!


Don Perolo bien lo sabe
de eso fe yo les doy
que del indio soy la madre

No me lo amarre en la estaca.
No me lo mande a matar…

Don Perolo, él es su… ¿Digo?


¡Si lo mata pecará…!

_Volvióse a escuchar el ¡Oooooh!


Como coro gregoriano
Porque todos entendieron
que el padre del indio alzado
era el mismo encomendero
y se lo tenía guardado…

El jurado se reunió
en torno al más destacado
El secreto revelado
les trajo la solución.

Pero antes de que el jurado


viniera a poner la torta
Don Perolo pegó un grito
y todos en el recinto
atendieron su reclamo
y se callaron la boca.

_Don Perolo:
¡VAMOS A PARARLO AQUÍ!
Interrumpió presuroso
No quiero que los chismosos
ante el Rey hagan festín.

Ya este juicio me dio hastío


enrollando más el rollo
resolveremos el brollo
sin que llegue sangre al río.

Yo lo puedo perdonar;
pero pongo condición
que se vaya a trabajar
sin pedir compensación

Por eso preguntaré


al público presente aquí
¿Quieren que le dé el perdón?
Y el público contestó… ¡Siiiiiii!

_India:
Vámonos, faramallero,
me la pagarás mañana.

_Indio:
¡La estaca yo la prefiero!
¡Líbrenme de esta caimana!

_India:
¿No que no hablas español?

_Indio:
¿Taca taca taca taca
taca taca taca tol?

_India:
¡Ande pa´ allá!
Y así fue, hijo mío, como se resolvió aquél
conflicto entre el encomendero y el indio. Un juicio
que nos da una idea de cómo fueron las relaciones
entre “indios encomendados” y “españoles
encomenderos”.
Cuenta la leyenda que el juicio fue muy
importante pues se cree que por él, los reyes
católicos comprendieron que las encomiendas
debían eliminarse y que los matrimonios entre
españoles e indios no se podían detener con leyes
porque no hay ley con la fuerza suficiente para
gobernar a la naturaleza, y menos la naturaleza de la
nación venezolana. Una nación que es mezcla de
razas y culturas. Una nación que cree en la
diversidad, que no discrimina y que va labrando poco
a poco su propio destino llevando siempre izadas las
banderas de la libertad y la confraternidad. Hombres
y mujeres que no nos rendimos cuando el
despotismo logra romper nuestro mástil, porque
siempre volvemos a alzarlo ¡siempre! Por todo eso,
hijo mío, no te angusties por lo que hace tu
profesora, recuerda siempre esto que te voy a decir:
los que no creen en Dios no pueden ver nuestra
historia tal como en realidad es, porque ellos la
buscan viendo hacia abajo, letras en papel, y la
verdadera historia venezolana no está escrita en
papel; nuestra verdadera historia está escrita en el
cielo y es un “coruscante renglón de luceros”
dibujados “con buril de diamante y de luz”.
Otras fantasías…

Amor de locos, locos

Un día como todos,


en un sanatorio
vino al mundo un niño,
hijo de dos locos.

¿Cómo vino a ser?


¿Es que a esa mujer
ninguno le vio crecer la barriga?

¿Y es que esos dos locos se han enamorado?


¡Si se enamoraron es que están curados!

No doctor, ellos no están sanos


ni están enamorados.
Son cosas de locos
o cosas de Dios
y ya no son dos.

Despedida del mal padre

Hagan silencio, por favor,


hagan silencio.
¡Nuestro padre ha muerto!

Saben que no lloraré.


Nadie creería sincero nuestro llanto.
Y si lloro, perdónenme.

Ha pedido encarecidamente,
cuando comprendió que la muerte era inminente,
que hablara con ustedes
y por eso vengo a hablarles.
Pidió perdón por darnos la vida.
Pidió perdón por quitarnos la vida.
Pidió que aceptemos nuestra vida nuevamente
… y la vivamos.

Pidió que al enterrarlo


echemos sobre su urna,
bajo la tierra sepulcral,
su soberbia, su ira y su maldad
para que no se queden con nosotros.

Luego advirtió:
“El que no me obedezca sentirá
que desde la misma tumba
sigo arrebatándole la vida”.

A la madre ausente

Yo he tenido, madre, día a día,


la ternura y el calor de tu presencia.
Siempre contigo sin distancias, sin ausencias.
He buscado tus brazos y los he hallado,
he buscado tu mirada y la he encontrado.
Por eso, madre,
sé que puedo decirte las palabras más hermosas
porque te siento, te veo, te tengo.
Porque conozco lo suave de tu piel.
Porque conozco las pupilas de tus ojos.
Porque conozco el olor maternal de tu regazo,
la tristeza de tu llanto, la valentía de tus pasos,
las curvas de tu talle, los vuelos de tus manos,
la armonía de tu voz y hasta el significado
de tu pensamiento más callado.

Por eso, madre,


puedo halagar tu encanto
dibujar tu rostro,
esculpir tus rasgos
¡Porque te conozco!
Pero ¡ay! de aquellos
que no tienen madre a quien amar.
¡Ay! de aquellos
que no tienen madre que les ame.
¡Ay! de los huérfanos.
¡Ay! de los abandonados.
Le cantan a la madre ausente cuando llega mayo,
imaginando el rostro, las manos, el olor y el talle
de cualquier mujer a quien decirle ¡madre!

¿Quién es ella?

¿Quién es ella?
La de pasos cortos y andar inseguro
cuyo vientre grita que ha parido un mundo
desgarrando el suyo
cuyo pecho grita
que ha dado vida y ha amado sin pausas
¿Quién es ella?
La de ojos que esconden
que a pesar de todo espera y espera
el beso de un hombre,
la mano de un hijo
y ninguno llega.

¿Quién es ella? ¡Dime!


¿A dónde ha ido?
Que al rozar mi cuerpo
con su magia esfuma
el dolor que aqueja
mi cuerpo canijo.

Es que estoy tan viejo,


me traiciona el juicio y todo lo olvido.

Abuelo, aquí estoy.


¿Me has reconocido?
Sí, te reconozco, pero ¿quién es ella?
¡Tú esposa, mi abuela!
¡Oh!, dile que venga,
¡Que venga!
dile que me roce…
y que la sigo amando en contra del olvido.

Mis semillitas
Para mis nietas

Se han llevado muy lejos mis semillitas.


Son semillitas que parecen luceros.
Ahora las veo crecer y echar tres hojitas,
que reflejan la luz de un lejano cielo

¡Ay!, semillitas mías, cuando sus flores


despeguen de sus tallos y alcen el vuelo
díganles que si quieren cruzar los mares,
díganles que si quieren pasar montañas,
díganles que se atrevan… ¡Vuelen sin miedo!
Sólo tendrán que ir flotando en los vientos.
Mientras, aquí estaré contando los días
apartando memorias que me entristecen
y acercando recuerdos que son alegres
como cuando en mis brazos les arrullaba
cantándoles el “Gloria al Bravo Pueblo”

Homenaje al cacao venezolano.

Por el camino real de un paraíso


entre boscajes, trinos y agua blanca
la Inmaculada y Chuao nos encantan
con el mejor cacao que el mundo ha visto

¡Un gran cacao!


de color aguarapao
bondadosa su semilla
va regalando su aroma,
pero en su tristeza asoma
una magia que a escondidas
dice al mundo que la herida
sigue abierta en nuestra historia

Colosales guardianes le reciben


guardando su linaje con gran celo
la cordillera, Dios, ¡Un bravo pueblo!
y la inmensidad del Mar Caribe
Umbrales

Nelson A. Flores N.

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