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La bella durmiente del bosque y el príncipe

Marco Denevi

La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse,
simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe
pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.

Silencio de sirenas
Marco Denevi

Cuando las Sirenas vieron pasar el barco de Ulises y advirtieron que aquellos hombres se habían tapado las
orejas para no oírlas cantar (¡a ellas, las mujeres más hermosas y seductoras!) sonrieron desdeñosamente y
se dijeron: ¿Qué clase de hombres son estos que se resisten voluntariamente a las Sirenas? Permanecieron,
pues, calladas, y los dejaron ir en medio de un silencio que era el peor de los insultos.
La mujer ideal no existe

Marco Denevi

Sancho Panza repitió, palabra por palabra, la descripción que el difunto don Quijote le había hecho de
Dulcinea.
Verde de envidia, Dulcinea masculló:
-Conozco a todas las mujeres del Toboso. Y le puede asegurar que no hay ninguna que se parezca ni
remotamente a esa que usted dice

Si Eva hubiera escrito el Génesis

Eduardo Galeano

Si Eva hubiera escrito el Génesis, ¿cómo sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera
empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció
manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominará. Que todas esas
historias son puras mentiras que Adán contó a la prensa.

¡Arriad el foque!

Ana María Shua

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán.
¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el
segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros
corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario nos
vamos a pique sin remedio.

Patio de tarde
Julio Cortázar

A Toby le gusta ver pasar a la muchacha rubia por el patio. Levanta la cabeza y remueve un poco la cola,
pero después se queda muy quieto, siguiendo con los ojos la fina sombra que a su vez va siguiendo a la
muchacha rubia por las baldosas del patio. En la habitación hace fresco, y Toby detesta el sol de la siesta; ni
siquiera le gusta que la gente ande levantada a esa hora, y la única excepción es la muchacha rubia. Para
Toby la muchacha rubia puede hacer lo que se le antoje. Remueve otra vez la cola, satisfecho de haberla
visto, y suspira. Es simplemente feliz, la muchacha rubia ha pasado por el patio, él la ha visto un instante, ha
seguido con sus grandes ojos avellana la sombra en las baldosas. Tal vez la muchacha rubia vuelva a pasar.
Toby suspira de nuevo, sacude un momento la cabeza como para espantar una mosca, mete el pincel en el
tarro, y sigue aplicando la cola a la madera terciada.

LOTrO dÍA
Luis María Pescetti
(del libro Nadie te creería)

Lotro día pensando que siuno escriviera noimportacómo ycadauno komo sele antojara, o antogase,
másmerefiero en un poregemplo iñorar lortografía, yque, enúnporegemplo, ponerse un asento donde no ba, o
faltarle hotro dondesí ba… sería 1 berbadero desastres.
¡Poreso combiene lortografía, ninios! ¡porke si cadauno escribiece como se le antogase leeríésemos más
despasio hi más lentamente que 1 vurro! Higual i nos dán un pedaszcito para
léer y noz demoráríamoz 1 montón… o 2 montón.
¡NINIOS AGANMÉN CASO! ¡RESPETEN LORTOGRAFÍA PORKE SINO NADIEN NOZ VA KERER
LEER LO QUE ESZCRIVAMOZ! ¡¡¡NIN SIQUIERAS NOZOTROS MISMOS!!!
Higual i 1 dia nosencontramoz un papelitos cualkiera i nos daria flogera lerlo y rezulta ke desia: “¡ganaste la
loteria!” o “¡te kiero, cuchi cuchi” o “te kiero, cuchi
cuchi, porke ganazte la lotería” ¡ I NI NOSENTERAMOZ POR KULPA NUEZTRA! Eso hera loquestava
pensado lotro dia.

Unidos
Luis María Pescetti
(Del libro Nadie te creería)

Enmifamiliasomosmuyunidos
yesoesmuylindoporquevamosjuntosato
daspartesynuncaestamossolosporejempl
osiemprenosponemosdeacuerdoparaloq
uequierehacercadaunoyaseaquélegustac
omerosiamihermanalegustaunchicooyo
conocíaalgunachicaquemegustatodoloc
harlamosalahoradelacomidaydecidimos
entretodosloquenosparecemejorparacad
aunoynoshacemoscasoporqueoochosojosv
enmásquedosynadanossepararánunca.
EL ECLIPSE

AUGUSTO MONTERROSO

Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de
Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en
la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una
vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a
sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus
temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo
algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo
conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo
más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

—Si me matáis —les dijo— puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo
un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de
los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin
ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y
lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa
ayuda de Aristóteles.

LA CASA DE ASTERIÓN
(El Aleph (1949)

Jorge Luis Borges

      Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.


                  APOLODORO: Biblioteca, III, I.

SÉ QUE ME acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones
(que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también
es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están abiertas día y noche a los hombres y
también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro
aparato de los palacios pero si la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra
en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en egipto hay una parecida). Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridicula es que yo, Asterión,
soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, anadiré que no hay una cerradura? Por lo
demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había
puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me
habían reconocido. La gente oraba, huía, se posternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo
de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. no en vano fue una reina mi
madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
          El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres;
como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales
minucias no tienen cabida en mi espiritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la
diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a
leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías
de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un
corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A
cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces
me duremo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de
tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la
casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora
desembocaremos en otro patio o bien decía yo que te gustaría la canalta o Ahora verás una cisterna
que se llenó de arena o Ya verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reimos
buenamente los dos.
          No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. todas las partes de la
casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un
pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño
del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y
polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar.
Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos]
los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que
parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, asterión. quizá yo he creado las estrellas y
el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
          Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus
pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La cremonia
dura pocos minutos. uno tras otro caen sin que yo me ensangrinte las manos. Donde cayeron, quedan,
y los cadaveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de
ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llgaría mi redentor. desde entonces no me
duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mo oído
alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos
galerías y menos puertas. ¿Como será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será
tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
          El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
          —¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.
A Marta Mosquera Eastman

[1] El original dice catorce, pero sobran motivos para creer inferir que, en boca de asterión, el número catorce vale
por infinitos.

Civilización y barbarie
Daniel Moyano

Sarmiento, escritor y político argentino del siglo XIX, queriendo salvar a su país de un destino
hispanoamericano que preveía fatal, decidió poblar esas pampas desoladas llenándolas de alemanes y
austríacos industriosos, franceses cartesianos e ingleses de sangre azul, desterrando de paso todo resabio
árabe o hispano, elementos étnicos que él vinculaba con la barbarie. El hecho de que consiguiera
exactamente lo contrario de lo que se proponía no se debe a su falta de capacidad o previsión, sino a un
grupo de españoles aguerridos y a la indudable congruencia de la Historia, que para entonces -y ahora
mismo- no podía concebir una réplica de Europa allá en el desolado Cono Sur.
En sus tranquilas siestas provincianas veía, en sueños, puentes de Londres en cualquier río que bajase
de la cordillera, teatros vieneses en cualquier guitarra y arcos de triunfo en todas las esquinas, mientras unos
indios trilingües, vestidos a la inglesa, recitaban de corrido, gracias a la educación obligatoria, tanto la «Ode
to a Nightingale» como a «Bateau Ivre» o las rimas melosas de Walter von der Vogelweide.
Cuando lo eligieron presidente de la república, la idea de instalar una Europa en el Río de la Plata pasó
de la potencia al acto.
Entonces fletó un barco, que íntimamente veía como el May Flower sudamericano, viajó a esa Europa
que en sueños lo visitaba desde niño, y llenó su nave de alemanes, suecos y holandeses (los ingleses se le
echaron atrás en el último momento). También puso en el arca parejas de gorriones, mirtos, ruiseñores y
conejos de angora.
Felicísimo, partió de algún puerto alemán una madrugada clara, con esa preciosa carga que coincidía en
todo con sus sueños. El capitán del barco, un prusiano paradigmático, mientras pilotaba, como el capitán
pirata de Espronceda, disipaba ciertos temores del presidente diciéndole que pasarían muy lejos de las costas
españolas, y también de las árabes, ya que las provisiones estaban perfectamente calculadas para un viaje
largo y no sería necesario hacer escala en ningún puerto.
Pero, como sucede casi siempre en los relatos de navegación a vela, llegan los vientos caprichosos
(verdaderos agentes del Destino) y la nao, perdida, navegando a palo seco, arriba donde puede, y esta vez es
a Cádiz, en cuya bahía Sarmiento y los suyos se ven obligados a pedir abrigo y pernoctar. Mientras lo hacen,
un grupo de andaluces famélicos, con mujeres e hijos, asociados para la aventura americana con unos
italianos acaso más indigentes que ellos, y entre los que no faltan judíos, claro, miran codiciosos el barco del
ilustre estadista.
Actuando como agentes de la Historia, que rechaza por principio la idea de una Europa sudamericana,
esa noche, en un operativo comando, se dirigen hacia el barco aprovechando la falta de luna y el tranquilo
ruido de las olas en la caleta. En el camino aparecen unos beduinos, que les ofrecen cien dinares si les
permiten sumarse a la aventura. Los demás aceptan.
Sarmiento, que reposa en su camarote presidencial, oye ruidos de cuerpos que caen al agua, y considera
sueño la realidad de aquellos desdichados nórdicos, que adormecidos descienden a dormir al fondo de la
bahía, mientras beduinos del desierto, andaluces de Jaén e italianos de la camorra ocupan sus puestos en el
barco.
El ilustre argentino, que ni siquiera conoce el rostro de los viajeros anteriores, no advierte el cambio y
los confunde, no sin sorprenderse del conocimiento que sus teutones tienen de la dulce lengua castellana.
Y tras un viaje tan esperanzador como divertido (como ambas partes), arriban por fin al puerto de
Buenos Aires, donde los inmigrantes se desbandan y desparramándose por todos los rumbos pueblan las
pampas con generosa descendencia bárbara, sin contar los curiosos cruces que tienen alegremente con los
indios y las indias del lugar.
Sarmiento, al advertir la maniobra, para expresar su descontento frunce el ceño y saca el labio inferior
hacia afuera. Un gesto que después se reproduce en todas sus estatuas.

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