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Fernando Callero

Una destrucción muy fina


¡Dios, qué fiesta tan hermosa!
Enrique Banchs
"La Carola", en El cascabel del halcón.
Bora Bora 

Empieza que estoy fuera de la toma


porque lo entrevistan a Planells,
el dueño de la isla,
con su vestimenta color tierra, grasa,
ad lib. Yo aparezco después arriba
del bafle bailando tecno.
Me dieron un vaso con droga.
Tomé de arriba
alcohol, keta, bicho, falopa,
cristal, hiunday, porro, tabaco,
tocaron love is in the air
para que nos fuéramos,
respiré popper de un frasquito con arena,
después
me tiraron al agua
y cerraron.

El catsuit mojado me paspa el cuerpo,


ando tiritando por Vara del Rey re triste, lo veo a Chento pasar con su bici,
me pregunta por Valeria,
paseamos por el puerto,
hay muchas máquinas calientes
que tosen portones de chapa,
marineros que acomodan las planchas
usando todo el brazo, los turistas se
fueron a bañar,
me ataca un repelús de coca, me
acomodo el cuero.

Chento me ofrece un mordisco de rula


¡ahhh! fresca como el mentol, dinámica.
Nos sentamos en la única terraza abierta
en la explanada negra y podrida frente
a los ferrys
a tomar cerveza.
Me dice, cuándo volvéis a casa Fernando,
le digo no sé, llevame a la tuya en el caño,
me muero por probar
la cama de palo con doseles de paja
que tenés en el patio de tierra
abajo de las estrellas.
Llegó y se instaló la gran calor

Llegó y se instaló la gran calor


y estoy feliz por eso.
El cielo, las radios, los chicos en cuero
yendo en bici a la pileta del club suboficiales,
yo también voy.
Todo el panorama reseteado.
Las mortajas del invierno sepultadas
hasta junio en el armario.
Descarga, viejos archivos comprimidos.
Otros recién abiertos, flamantes:
mi vida.
Voy a poner un mar de fondo de pantalla.
O mejor, le voy a sacar una foto al cielo,
que es una losa celeste, sin motas
y la voy a cargar en la compu
para poder verlo todo el tiempo.
Incluso de noche.
Incluso desde un interior.
Aventura

Cuando estaciona una camioneta frente a casa


y un hombre joven y hermoso se impacienta en su interior
baja, abre el capó, simula revisar las mangueras y hace arcadas
en el hueco del motor.
Al rato ya no puede esperar más y se hace humo.

Cuando al otro día vuelve yo amago a salir, ¿necesitás ayuda?


Pero enseguida llega fresca, ella, con la ropa del trabajo,
sube, y una vez en la cabina, ellos se besan.
Necesito tener sexo

Necesito tener sexo. Mejor dicho, cojer.


Que alguien me coja, por dios,
este pedido es enserio.
Voy a escribir una novela laaaaaaaaaaarga
que me acompañe este invierno,
los pensamientos se pudren sino
y no tengo paz:
impotencia, soledad, vejez.
Hoy creo que es el día. Hay indicios
de que puedo empezar a reunir
varias puntas de mi estrella crispada.
Pienso, al menos, en tejer algo divertido con ellas:
La punta cojer, la principal.
La punta escribir, a ver si despego del romance.
La punta ganarme la plata.
Después de los treinta y cinco mis parejas
pasaron a ser historias que me escriben,
como si hubiera, un destino,
en el tiempo extenso que me deja
el no cojer y el estar solo.

II

Y como una maldición prodigiosa


vino un hombre y me cogió rápido.
Ese mismo día, caído del cielo,
llegó un varón petiso en moto
y lo hice entrar.
Antes de abrirle lo espié por la mirilla,
estaba mandándome un mensaje, ¡jua!
Montado en su nave como un miembro
de la brigada blanca.
Me llamó la atención que no pidiera
entrar su moto.
Se lo dije yo
y aproveché esa maniobra
para echarle un vistazo completo
¡Qué bombón!
Una gestión sensible

Oh, por favor señor policía,


estoy perdida en el bosque.
Tengo las encías ardidas
de tanto masticar hierba y corteza.
Y de pronto, conmovida de la mente
por el ayuno y la ingesta de setas,
caí en un emplasto de agujas de pino
y me dormí.
“Hágase la ley” soñé en voz alta
y recordada vi la luz en el aceite
tirante de sus botas.
Lléveme montada y dolorida
donde sea que usted sepa
que hay un estanque, deme
mate y deme también de comer.
A usted se le debe ir bien la caza,
cédame su Bremer escote V.
Deme, deme, deme un atracón
de leche, policía estoy hambrienta
como una nena, escuche
cómo me cimbra el abandono.
Si estuve al filo de la muerte
y su filo me abrió el gollete,
perdóneme la sangre en el nailon
de mi vestido, perdóneme
las muelas secas y podridas
como castillos, perdóneme
y me bese, ¿es que no ve
que estoy al comando
de una gestión sensible?
¡Gracias Doctor!

Callero, Fernando.
¡Yo, Doctor!
Tome, usted está físicamente 0 km.
Lo único que necesita es que le peguen
una buena clavada. Que le abran
la cadera, es por lo de la espina bífida.
Yo con gusto le haría el favor,
pero ahora no puedo.
Después de las 6 paro en “El parque”
a tomarme unos lisos.
Si quiere vaya. Yo le doy.
¡Gracias doctor!
Biblioteca

Yo aprendí a escribir poemas


para no hacerme tantas pajas
pero no aprendí.

A los 14 había leído todos los libros


que la biblioteca de la escuela destinaba
a los alumnos, muchos bodrios
de corte católico, Ediciones Paulinas, etc.
Igual me los devoraba porque, aunque sabía
bastante bien lo que me gustaba, le daba duro
a todo lo que tuviera dos tapas y hojas escritas
en el medio. La mujer que atendía, la bibliotecaria,
se llamaba Marina. Tenía cáncer y fumaba en su escritorio
como una chimenea. Todos los alumnos la odiaban
porque era mala y encima se iba a morir.
A mí no me caía mal, y creo que ella me tenía cierto cariño.
Y una clara manifestación fue un día en que me dejó
revisar la biblioteca prohibida, la que sólo podían usar
los adultos que de noche cursaban el profesorado.
Y este punto es especial, no tanto porque habilitaba
un mundo para mí infinito de nuevas lecturas,
sino por la particular estructura de ese mueble inmenso
y, en cierta manera, monstruoso. Se trataba, de una pieza
enorme de chapa dividida en módulos corredizos.
Cada parte se desplazaba hacia un costado y abría
una galería con ambos lados colmados de libros:
científicos, gramáticas y de la doctrina cristiana.

Yo quería ser feliz


y ese no es un buen comienzo
para nada que vaya a durar.

Me cebaba el afán de ser hermoso.


Tenía una mala imagen de mi mismo, un pobre paria
en esa escuela cheta donde mis compañeros traían
de las vacaciones las marcas del sol de la costa.
La lectura me llevaba a pasear gratis, lejos de la sed
de Concordia consumida
en su propia churrasquera de piedra.

Empecé, creo que como todos


los pendejos de mi época,
a escribir poesía leyendo novelas,
o sea, nada que ver,
porque (salvo Benedetti, que me lo devoré,
¡Inventario! y otros hermosos libros suyos
de poesía que después desestimé
más por seguir la corriente pankeke de los 80's
que por haber aprendido algo,
los 20 poemas de amor…, las Odas
Elementales (ese libro me voló) de Pablo,
Neruda, El Romancero Gitano y uno de J.L.B.
Los conjurados, que nunca lo volví a leer),
no había en mi ciudad, y creo que en general
en la circulación masiva, más que novelas,
del boom, casi todas buenas entonces para mí,
y los best sellers mediocres, traducidos para el orto,
por ejemplo Cuando comen los leones,
de un nabo que firmaba Wilbur Smith.
Y estaban mis favoritas, primer puesto: Papillon.
A mí me parecía genial ese tal Henri Charriere.
Y las de droga (¡la gloria!) Flash, y la increíble
Los caminos a Katmandú, de René Barjabel,
Que la debo haber leído por lo menos 15 veces.
Esas mierdas editaba en ese entonces Emecé.

Empecé a ensayar historias,


la cosa se complicó.
No es lo mismo falsear poesía
que inventar unas personas
con mundo y todo.

Y aquí viene el gran secreto


de los pibes que en mi época
empezaban a rascar
el vértigo musical
de los versos:
las reediciones que hizo Talent
en 1985
de todos los grandes álbumes
del rock nacional.
La máquina de escribir

Este es el poema de la máquina de escribir.


Tiene un bit particular y es lo que se viene.
Montado en el carro, traquetea como los viejos rocks
y tiene la elegancia de las formas únicas.
Da tanto trabajo subirlo a la red que queda varios días
durmiendo en el rodillo, con esa distancia que guarda
la dignidad de los trabajos.

Este es un poema cincelado con varillas de metal


que en un extremo tienen grabada una tipo.
Con un golpe de dedo la palanca hiere la pasta,
y así la palabra se aviene mejor a su potencia
testaruda, inscripta en un rigor de piedra.

Este es el verdadero poema a máquina.


Hay que robárselo a la muerte haciendo fuerza.
Pasa de la cínica virtualidad de la pantalla
y los alardes de erudición fraguada en google, acá
se nota todo, como tiene que ser cuando un hombre
o una mujer se pronuncia en un poema.

II

Hay una mente inquieta que se copia y se transforma.


Los objetos que la expresan se confían ciegamente a ella.
Hay máquinas descerebradas en el tercer orden.
El segundo lo constituyen obreros informados de rutinas
que controlan su rendimiento y tipean
los mensajes de acuerdo con un protocolo.
Para escribir lo nuevo hay que operar sobre la mente.
Muy pocas chances tiene el obrero que no conoce las máquinas.
O las quema, como se ha dado un caso reciente en Paraná,
o les toca la gramática con módulos de imán inteligente.
III

En el mostrador de una comisaría había una máquina.


La trajeron de la central con las tipos vencidas
y terrones con raíces de una planta que un oficial
le había enchufado encima como si fuera una maceta.
Podrida la margarita, tosía el sistema
que era del género “legales”, otra onda,
con el que se toman declaraciones.
Aprovechando toda esa larga siesta al pedo
había un poema jodido que la mente quería colar.
Un recluso que era puto y flirteaba a la sazón,
con el comisario, mate va mate viene, la cuestión
que el tipo peló un aerosol de esos de aire comprimido
y más o menos la dejó limpita.
Le corrigió las tipos con un buril,
pero sin querer, de bruto, le trastocó el alfabeto.
La mente comenzó a soñar delirios.
Se volvió sobre sí.
Y esto que, en principio, vino de un error inocente,
cambió del día a la noche la mentalidad de la mente.
Quiero decir que mutó.

Todos los estigmas desaparecen con el tiempo.


Toda la mala leche se licua finalmente con la lluvia.

La máquina de escribir a la que estábamos sujetos


es una mente vieja que pretende todavía conducir.

Yo voy a escribir de nuevo.


La máquina no me va a decir que no.
Hay un pelo en el palo en el balde

Hay un agujero
en el elástico del calzoncillo,
una sombra de alguien
que se empina atrás de un jogging.
¿Es un partido de ketamateur?
No sé.
Yo lavo los platos del 31
y acarreo las sidras semillenas
del sol al quincho.
Hay una caja para las botellas
y unas cuantas bolsas grises.
Echo un vistazo a la carroña.
Encuentro un canuto de cien
entre las latas.
La pirotecnia quemada.
Muchas otras cosas boyan
o giran hundidas en la piscina:
corchos, cigarrillos
que arrastró la lluvia
y servilletas en el fondo.
Es un lugar agradable.
No sé qué hacer con la pata
de cordero roída y seca
con forma de tomahawk.
La voy a tirar a los teros
que son carnívoros
creo que como los loros.
Pero primero
voy a sacar con la red
los bichos,
las etiquetas,
los vasos,
para tirarme a nadar
en breves tramos,
y unos cuantos submarinos.
Abro los ojos,
el cloro mezclado con el ácido
de los bichos
me confunde las formas.
Duermo un rato en el fresquito
del fondo podrido,
toco el filtro,
me despierto:
los pichones de los bichos
se me clavan en la mano,
la recubren
como a un remo viejo.
Desde las primeras horas a los pájaros

Este es un poema dedicado a esos seres nerviosos y discretos


que llevan su vida en las alturas, una dimensión que el hombre
casi no utiliza.

Hablan un lenguaje extraño.


Su velocidad de estar es otra.
Los anima una energía
que hace saltar los fotogramas.

Qué vértigo convertirme en uno,


sentirme sedoso,
redondo,
picarme un piojo y salir volando.

Dije que este era un poema para los pájaros,


pero es mentira porque ellos jamás van a leerlo.
Sigue habiendo pájaros más allá de estos versos;
cantan en mi ventana cuando me voy a dormir.
19:30

Una guarda de nubes tenues


en el cielo todavía brillante.
Marcas como de huellas de agua
que dejara el sol al salir de la ducha.
Ahora se borraron
y en el marco que limita
la caja de ladrillos del patio
el azul retrocedió a un lavanda limpio.
Al ras del pasto empiezan
a ser visibles
las arañas que trabajan
sus hileras silenciosas.
Proteína 

Una telaraña fina y blanca


suelda los racimos en un haz
de moléculas.

Uvas apretadas de sustancia


contra el aire celeste
y el parral.

Su memoria
sin calor,
un orden fresco.

Tape ras que se repite


hasta formar el hall del fondo
de la casa de mi abuela.

Poliedro enclenque,
tetillas dulces
y semillas que bostezan escondidas.

Una telaraña fina y blanca


suelda los racimos en un haz.

Uvas apretadas de sustancia


contra el aire, y su memoria:
un hall celeste.

Tape ras
de las cabezas
se repite hasta formar
tinglados de oro.

Semillas
escondidas
en el centro
de la pulpa
de una fruta
inteligente.
Una telaraña fina y blanca
suelda los racimos.

Fibra nueva seca


inteligente,
repetición de ese orden
hasta formar un grumo
tape, donde ya
no entra mi abuela,
ras inútil,

secuela de un mundo
perfecto.

Tomo un mate dulce de parado


semblanteando el patio.
Mi viejo se deshace atrás de un pucho.

De la churrasquera
sube un humo nuevo,
carga su promesa
hasta dios.

El cielo de los hombres


debe ser una campana
de grasa vieja firme y otra,
menos densa, su
perfume.
Tapers con agua cada día

Tapers con agua cada día


para los mastines.

Las cuatro manzanas


del Luz y Fuerza.

Dengue en bolas grises


sobre el bebedero.

Científicos prueban
una destrucción muy fina.
En la villa agrícola Adelina

Dos volquetes, una quema.


Humo negro que hiede a pasto y a plástico.
Un camino de tierra zanjado
que bordea el lado sur de los cuarteles
en la villa agrícola Adelina.
Las tipas armaron un candelabro
para afirmar la barranca
y ya a esta altura del año, con el primer calor
empiezan a escupir sus gallos fríos.
Asoman entre las copas
las cabinas blancas de una barcaza naval.
Torrecitas almenadas de un castillo
que trajeron los milicos remontando el Coronda.
Hace unos días que llegó, con la cubierta cargada
de lanchas anfibias y oficiales
de quién sabe dónde y para qué.
Ayer, más o menos a esta hora
y bajo el mismo rayo duro de las dos
levanté del camino una foto
de una chica hermosa en ropa interior
en una escena romántica de cortinados y muebles de estilo
bajo una inscripción:
pantimedias Berkshire, Santa Fe de Bogotá.
Yo pensaba que a esta altura
los marineros se manejaban con las compus
pero este tiempo junta todo en un haz
y el espacio destruido
suelta sus cosmos pesados
en un vacío por fin real.
Entradas gratis 

Tiraron papelitos de un avión.


Eran entradas gratis para el circo.
Pero cayeron lejos, en otro barrio,
y no pudimos agarrarlas.
Al final parece que lo clausuraron.
Alcohol

Soledad.
Vigilancia.
Ganas de correr al río a nadar.
Ganas de escribir una novela hermosa:
“el tren que quema los pastos”
que habla de cuando el tío Francisco
servía en el coche comedor
y encontró esas joyas:
dos perlitas engarzadas en oro
envueltas de forma prolija
en una servilleta.
Después las vendió
para operarse los cálculos.
Después murió borracho
y a la tía le quedaron
de recuerdo
dos piedritas
en un frasco con alcohol.
Así habló el zorro astro

El viejo que atiende el quiosco


donde me siento a tomar
hoy tiene una camisa a cuadros
y un pantalón gris de tela fina.
La destrucción de los años
no alcanzó a borrar lo hermoso.
Lo despierto de una siesta, “Señor”.
Disculpe, es que tomo unas gotas
que me recetó el médico
y me dejan mosca.
Deben ser Clonazepam, aprovecho
a despuntar mi farmacopea.
No sé, estas son unas verdes.
Y usa dos dedos para indicar
el tamaño del envase.
Mientras se zambulle en el freezer,
veo en el jardín de tierra
brillar el ámbar de un frasquito.
Lo junto, tiene pegada
una etiqueta verde:
Farmacia Cirelli
Clonazepam
Perfeito

Mi viejo decía perfeito, no perfecto,


y a mí me agarraba un sopor nervioso
y me quería morir. O que se muera.
Después de todo era preferible ser muerto
o huérfano
antes que tener un padre que diga “perfeito”.
Encima lo decía a cada rato
porque el término había ingresado
a la jerga comercial de la época.
Si lo acompañaba a vender bombachas
a Basavilbaso, prefería quedarme en el auto
escuchando casets, leyendo un Emecé sin tapas
de Niko Kazanzakis
antes que pasar calor en los negocios
escuchando a mi viejo cada dos por tres
decir “perfeito”.
Me sonaba brasilero y algo porno,
además de la descalificación que le acarreaba
ese error de dicción
a un hablante correcto de su lengua.
Él no había terminado el sexto grado.
A mí me apretaba el cuello una corbata
de bachiller
y a los 12 era un neurótico de la gramática
y de las oraciones.
Entiendo que mi viejo también soportaba
andar con Fray Mamerto Esquiú de acompañante,
pero así son las cosas. Mi historia.
Un viaje en break con el mate estrellándose
contra los vidrios del Renó.
Mamá que saca cuentas, papá en su paraíso
de lycra y notas de pedido.
Los hermanitos atrás
rogando que los dejen juntar de ese campito
un cachorro con sarna.
¿Cuánto suman las facturas, Ssana?
257.000 pesos.
Perfeito.
Albardón

Vive un hombre solo con sus perros


en aquella casa.
Se llama Chiche Ortiz
y siempre se lo ve apoyado en un rastrillo.
Los jardines a su cargo son discretos.
Parece como si se hubieran hecho solos,
y él también.
Estará llegando al tope, calculo, de los 60,
la mitad derecha rígida, rescatada a un acv.
Con un arte mentiroso y elegante
el viejo sostiene su virilidad.
Yo le indicaba esa tarde a un amigo, con jactancia,
el nombre exacto del terreno.
Él venía de Irlanda,
de andar con sus perros por la costa de un estuario.
Y cuando dije bañado
desde atrás llegó el rebote de una corrección.
Son albardones.
¿Y eso?
Se llaman albardones los terrenos.
No podría más que mentir la forma o el momento
en que con Gustavo
subimos y nos quedamos pegados
a su palabra, autorizada y libre,
destreza propia de los viejos.
Hablan y lo que dicen es una intensión pura.

Fui a wikipedia.
Albardón: en Argentina, Bolivia y Uruguay,
una loma o elevación situada en
terrenos bajos
y anegadizos, que se convierte en islote
con la subida de las aguas.

La historia que nos contó Chiche esa tarde


es un relato largo,
por eso estos apuntes ligeros en verso.
Resulta que hace unos años
el viejo levantó un rancho
al costado del caño madre de una draga,
con consentimiento anticipado
del patrón.
Armaron el negocio, con un barco ya inservible
comprado en Buenos Aires,
hicieron explotar el motor
y en cinco meses robaron
más de un millón de metros cúbicos
de arena del lecho del Coronda,
todo terreno fiscal, sin reportarse en la AFIP.
Mientras transcurría la estafa
Chiche levantó un chalet tremendo,
y cuando el oro del negocio se podría
se hizo visible al patrón
el valor
que el peón
se había venido procurando.
¡Entonces le sale a Chiche con que el boleto
de compraventa que le extendió era trucho
y que tenía que entregarle todo!
El viejo lo dejó ir a la barranca,
sacó de abajo de unas chapas recostadas en un tronco
una itaca, que tenía, y disparó, sesgado al puto.
La bala le entró por el codo, recorrió la manga
de la campera de cuero
y le voló una oreja.
Todo esto en el aire hasta que el tipo
cayó al agua.
Lo sacaron
unos que escucharon los gritos.
Próximo acto: dos años en la alcaidía.
Fin del mundo.
La mujer lo abandonó.
Los hijos desaparecieron.
Se juntó con una jueza que lo consiguió sacar,
y volvieron enseguida los quilombos:
otros negocios que el viejo no especifica.
Es un viejo hermoso, la verdad,
y tiene un solo ojo porque el otro lo perdió
con la hemiplejia.
Yo no me había percatado porque los tiene
muy chiquitos y siempre sonríe,
con su gran boca parlanchina
medio con la forma ya borrada,
y lo que brilla no son sólo los ojos,
brilla todo,
por eso me tengo que ir.
Fernando Callero nació en Concordia en 1971. Publicó Ramufo Di Bihorp
(Editorial Diatriba), El espíritu del joven Borja (Bajo la luna), y Al rayo del soy y Joya
(Chapita), entre otros libros. También puede leérselo en varias antologías
prestigiosas. Pone voz, guitarra y letras a la banda de rock-pop Salvador Bachiller.
Otros títulos

Telepatía
Paula Peyseré

Cuatro paredes
Noelía Vera

Tres islas
Mercedes Halfon

El pekinés
Mario Arteca

Pistas
Cecilia Eraso

No existís
Mariano Blatt

After Sangre
Diego Carballar

Elegías
Horacio Fiebelkorn

Descargalos en www.determinadorumor.com.ar
Una destrucción muy fina
Fernando Callero
ISBN 978-987-27311-6-8
Diseño y edición: Sebastián Morfes [bombo(a)determinadorumor.com.ar]
Callero, Fernando
Una destrucción muy fina. - 1a ed. - Buenos Aires : DR>, 2012.
EBook.
ISBN 978-987-27311-6-8
1. Poesía Argentina. I. Título.
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