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Hay un balcón, en una ciudad que no llueve pero casi, entre esos ladrillos me encuentro, Mi

paisaje, más allá del filo donde termina el balcón está compuesto por colores tímidos, refinados; y
trazos geométricos, revocados de algo extraño llamado látex. Me sé pensante, me pienso
sapiencial y así inauguro un bucle eterno de interacción entre lo interno y lo externo; el cielo por
detrás de los ocho sofisticados edificios, se promulga blanco total. Acaba de finalizar un pequeño
shock emocional en el que entré mientras me dejaba leudar la luz aurea de mi alma gracias a los
instrumentos que acompañan la voz de Pugliese en bailemos. Juro que si encuadro mi vista al
alzar la cabeza de mi máquina, podría tratarse de un dibujo perspectivesco con fondo blanco de
hoja A4. Cada tanto una criaturita negra surca el manto blanco, y aparece otro por detrás
silbándole un tango, quizás. Para darte una idea de la situación de esta realidad que habito -donde
no me dan ganas de gritar pero si de cantar y puede que ahí si sea a los gritos- acudiré a
describirte primero un par de sonidos: además del bandoneón que toca Piazzola están los autos
del piso primero porque yo estoy flotando en un segundo piso. Además, allí abajo, en la calle sobre
la que me suspendo, junto a unas plantas, un cuaderno y una caja de lápices acuarelables, están
las personas que caminan y se miran y se besan se cobijan se putean se tranquilizan se menean las
sonrisas se cambian las pilas se trepan a las veredas para luego arrojarse de ellas; se juntan se
ruborizan se estrujan las manos y las billeteras, se estiran las correas de los pichichos, se sueltan
los papeles hacia el piso, se miran los bolsillos, se entienden los conductores, se ríen los niños, se
lloran los niños, se sienten más niños.

Esto último a la vívida etapa de mi existencia de niña, en donde se derramó mi inocencia y


al recogerla algo de ella inevitablemente quedó en el piso de lo sabido, cual mancha de tinta azul,
en la remera de la escuela. Resulta que conocí buenos aires, a los 9 años aproximadamente. Allí
sentí por primera vez el olor de la marihuana, mientras caminaba de la mano de mi viejo a la
noche. Conocí que hay gente viviendo en las calles, durmiendo en los cartones, comiendo de los
enormes contenedores de comida chatarra podrida. Recuerdo que justo en esa semana el gremio
de recolectores de basura estaba de paro y la gran ciudad capital era un gran zorrino monumental.

En aquel viaje, al entrar a la ciudad observé durante varios kilómetros al costado de la


autopista, containers enormes, zocotrocos gigantescos y que mis ojos nunca jamás habían visto.
Mi madre tuvo que explicarme que todo lo que consume la gente del país y que se compra en el
exterior llegaba por un puerto. Procedí a imaginarme cuantas gomas de borrar cabían en tan solo
uno de ello y allí sucedió mi primer micro explosión mental. Salta tiene una escala mil veces más
pequeña en todas sus cosas, y aún así todo mi mundo previo me había resultado gigantezco; aún
recuerdo el pasmo ante lo monstruoso y alucinante que me rodeaba en el gran buenos aires

Otro día de aquella semana impactante, entré por primera vez a un bar de paredes negras
que estaba en una estación de tren, era de día y durante la luz en ese lugar limpiaban y se
preparaban para la fiesta nocturna, entré conpermiso de una chica, a hacer la pis, tuve que subir
unas escaleras caracol negras dentro de ese bolichón punk, y en el baño todo tipo de escritos de
un mundo desconocido, la expresión de los adultos ebrios en las noches cementerio. Así sentí una
gran anguatia al recordar que crecería, ciertamente me asusté, aunque debo decir, que me
hipnotizaba la curiosidad por recorrer esos escenarios como una parte de ellos. Hoy viviendo en
cba capital lo he hecho, los he visitado ,

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