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NT WRIGHT
Para la congregación de la
Catedral de Lichfield
Contenido
Prefacio
PRIMERA PARTE
FIJEMOS LA MIRADA EN JESÚS
1. El Sacrificio Final: Hebreos
2. La Batalla Ganada: Colosenses
3. El Reino del Hijo del Hombre: Mateo
4. La Gloria de Dios: Juan
5. El Rey Siervo: Marcos
6. Un Mundo Renacido: Apocalipsis
SEGUNDA PARTE
UN SACRIFICIO VIVO
7. El Dios que resucita a los muertos
8. La Mente Renovada
9. La Tentación
10. El Infierno
11. El Cielo y el Poder
12. La Vida Nueva – El Mundo Nuevo
Prefacio
Cuanto más te fijes en Jesús, más querrás servirle en su mundo. Eso es, por supuesto,
si te estás fijando en el verdadero Jesús. Muchas personas dentro de la iglesia y fuera
de ella han inventado su propio “Jesús” y han descubierto que ese personaje
inventado les exige muy poco. Se sienten felices de vez en cuando, pero su Jesús no
los desafía, no les invita a levantarse y hacer algo por la difícil situación del mundo.
Y eso es, precisamente, lo que el verdadero Jesús tenía la incómoda costumbre de
hacer. He escrito en otros lugares sobre la búsqueda de Jesús (en mi librito, Who was
Jesus? [SPCK, 1992], y en un libro más extenso que saldrá pronto, Jesus and the
Victory of God [SPCK, 1995]). El presente libro trata sobre el siguiente paso después
de dicha búsqueda, cuando enfrentamos la pregunta, “¿Y entonces…?”. Los
escritores del Nuevo Testamento estaban muy interesados en esa pregunta. De
hecho, los mismos Evangelios, que se propusieron hablar a sus lectores sobre Jesús,
abordan la tarea de manera tal que lo que les dicen a sus lectores es: “Ahora te toca
a ti. El verdadero Jesús te llama a seguirlo, a una vida de discipulado”. Me parece
que todavía no hemos sentido el impacto total del desafío que representan los
Evangelios.
Los capítulos de este libro comenzaron como intentos de explorar y exponer ese
desafío desde el púlpito. La primera mitad del libro consiste en una serie de sermones
que prediqué en la catedral de Lichfield durante la Cuaresma de 1994. El sexto y
último de ellos se predicó (como quedará claro por su tono y contenido) el Domingo
de Resurrección. Cada uno de estos sermones analiza un libro del Nuevo Testamento
en particular. Mi objetivo era proporcionar una especie de visión general o
pantallazo del libro en cuestión, para uno poder ver la configuración del terreno.
Cambiando de lenguaje figurado, he proporcionado una especie de nota para cada
libro, de modo que, al igual que en una sinfonía, se pueden escuchar los temas
principales. En cada caso, llamo especial atención a la forma en que el escritor
explica como Jesús debe ser la fuente de nuestra devoción e inspiración para el
discipulado. Cada escritor habla de la vida, muerte y resurrección de Jesús para
animar a sus lectores a seguir a ese Jesús dondequiera que los lleve. He tratado de
pensar en lo que esto podría significar para nosotros en la actualidad.
La segunda mitad del libro abarca más ampliamente varios temas que juntos
fundamentan y establecen el contexto del modelo bíblico del discipulado. Los
capítulos 7, 8 y 12 se predicaron en Worcester College, Oxford, durante los últimos
dos años de mi capellanía allí. El capítulo 9 se predicó en Pusey House, Oxford; el
capítulo 10 en la Catedral de Coventry; y el Capítulo 11 en la Catedral de San Pablo.
Estoy agradecido por las invitaciones que recibí para predicar en esos destacados
lugares y por la acogida y la hospitalidad de las que disfruté.
Todos los capítulos, no solo los de la primera mitad, deben tratarse como
invitaciones a emprender tareas. Surgieron de mi lectura de la Biblia y mi propósito
era alentar a los oyentes y lectores a leerla de nuevo por sí mismos. En la segunda
mitad del libro, sigo el método más convencional de exponer sobre un pasaje
bastante corto, generalmente uno que se leyó durante el culto. En la primera mitad
del libro, intento abordar cada libro bíblico en su totalidad. La gente tal vez no
siempre se da cuenta de lo natural y lo fácil que puede ser leer libros completos de
la Biblia. Colosenses se puede leer muy despacito en solo unos doce minutos;
Hebreos, en menos de una hora. La lectura de Juan puede tardar más, pero el tiempo
se convertirá rápidamente en una consideración secundaria. Estoy convencido de
que usar un leccionario ⎯leer la Biblia en pequeños fragmentos⎯ es una actividad
de segundo orden; la actividad principal debe ser leer la Biblia en grandes porciones,
para poder captar todo su sabor y sentido. Un consejo: intenta usar una buena
traducción moderna que no hayas usado antes, para que te impulse a ver las cosas de
nuevas maneras. En este libro a menudo he utilizado solo mi propia traducción, con
la misma intención. Donde he usado una traducción moderna, por lo general es la
New Revised Standard Version.
Muchos de los sermones, todos los de la Primera Parte y los capítulos 9 y 10 de
la Segunda Parte, fueron predicados en el contexto de la Eucaristía, y algunas de las
referencias eucarísticas permanecen. Para mí, esto puede ser algo positivo. La
palabra visible y la palabra escrita, o, si se prefiere, el pan comestible y el pan
audible, van de la mano, como sucedió con los dos en el camino de Emaús en Lucas
24. Después de todo, seguir a Jesús involucra el corazón, la mente, el alma y la
fuerza. Una iglesia sin sermones pronto tendrá una mente marchita, luego un corazón
descarriado, luego un alma inquieta y, finalmente, una fuerza mal dirigida. Una
iglesia sin sacramentos encontrará sus fuerzas cortadas, su alma desnutrida, su
corazón presa de emociones conflictivas y su mente ocupada en juegos intelectuales
cada vez más irrelevantes. Este libro es parte del intento de abordar el primero de
esos problemas. En ninguna parte intento exponer lo que creo que está pasando en
la Eucaristía misma. Hice un pequeño arranque en el capítulo 11 de The Crown and
the Fire (SPCK, 1992). Pero si estas piezas sugieren formas en las que la palabra y
el sacramento pueden mantenerse unidos, proporcionando juntos el contexto y la
energía para permitirnos seguir a Jesús, estaré muy contento.
Sólo me queda agradecer a quienes han ayudado a encaminar este libro. Estoy
profundamente agradecido con Keith Sutton, el obispo de Lichfield, por todo su
apoyo, amistad e inspiración; y a Tony Barnard, John Howe, Richard Ninis y John
Turner, mis colegas en el cabildo catedralicio, por su bienvenida, ayuda y aliento
durante mis primeros meses aquí. En SPCK, Philip Law ha sido un editor alegre y
sabio; David Mackinder ha aplicado su aguda mirada al texto con su habitual
eficiencia. En casa, mi querida esposa, como siempre, ha llevado una pesada carga
por mí; mis hijos han soportado más perturbaciones y dislocaciones en este último
año que nunca antes. Pero la última palabra debe ir para aquellos a quienes está
dedicado este libro, los primeros en escuchar los sermones de la Primera Parte. La
calidez de la acogida que brindaron a su nuevo decano fue verdaderamente
maravillosa; su disposición a pensar ideas nuevas ha sido ilimitada. Espero que
reciban esta humilde prueba de agradecimiento como una pequeña muestra de mi
más sincera gratitud.
TOM WRIGHT
Catedral de Lichfield
La Trinidad 1994
PRIMERA PARTE
Hebreos 12.1-3
1
El Sacrificio Final:
Hebreos
Para muchos cristianos, estas palabras son muy familiares. El antiguo Libro de
Oración anglicano usaba la frase “palabras cómodas” en inglés para describir
palabras llenas de consuelo; y estas palabras son, en ese sentido antiguo, algunas de
las más “cómodas” que hay. Pero pertenecen al libro que presenta más problemas y
enigmas para el lector moderno que casi ningún otro del Nuevo Testamento. La carta
a los Hebreos es sin duda obra de un escritor erudito y brillante, y de un cristiano de
profunda fe y devoción. Pero, ¿de qué demonios se trata?
Los cristianos contemporáneos a menudo sienten que Hebreos es un libro extraño
y difícil, y creo que esto pasa por dos razones.
Primero, parece divagar y analizar muchos temas que nunca han llegado a estar
entre el “Top Ten” de los temas cristianos más populares. Comienza con una
discusión compleja sobre los ángeles; continúa con un tratamiento de lo que
realmente significó el Salmo 95 al hablar de “entrar en el reposo de Dios”; toca el
tema de Melquisedec; enumera los muebles en el Tabernáculo; y termina con una
exhortación a “salir del campamento”. Bueno, ya ves lo que quiero decir; si yo fuera
un apostador, apostaría a que ninguno de mis lectores haya discutido estas cosas en
la mesa del desayuno en los últimos meses. No es de extrañar que la mayoría de las
personas no lleguen muy lejos con Hebreos, o dejen que llegue muy lejos con ellos.
Bueno, hay partes que se destacan como interesantes y relevantes. Está el pasaje
citado anteriormente, que dice que Jesús fue probado como nosotros y así puede
compadecerse de nosotros. Está el gran pasaje sobre la fe en el capítulo 11. Está la
maravillosa bendición al final, que usamos a menudo, la del “Dios de paz, que
resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, el gran Pastor de las ovejas”.
Pero la forma en que los cristianos usan estos pasajes es como meter el pulgar en el
pastel y sacar un par de las ciruelas más obvias. Llega el momento de ver también
de qué está hecho el resto del pastel.1
La segunda razón por la que el libro se siente difícil es que se centra en el
sacrificio de animales. La mayoría de nosotros nunca hemos visto a alguien matar a
un animal, y mucho menos sacrificarlo, y nos horrorizaríamos bastante si lo
hiciéramos. (Claro, para la mayoría de las culturas, en la mayoría de las épocas de la
historia, habría sido algo muy familiar). Entonces, cuando Hebreos habla del
sacrificio, sentimos que es de mal gusto. Pero los problemas no se detienen allí. La
palabra “sacrificio” se ha convertido entonces en una metáfora con un matiz
religioso, y se ha utilizado para respaldar todo tipo de llamados: a los jóvenes, para
que se vayan a pelear en las guerras declaradas por los viejos; a las mujeres, que
deben “sacrificarse” por el bien del marido o de los hijos; a los trabajadores
cristianos, a quienes se les pide que se “sacrifiquen”, es decir, que acepten un salario
ridículamente bajo, porque los feligreses no quieren dar el dinero que realmente
corresponde. En resumen, nos hemos vuelto quisquillosos con los sacrificios reales
y manipuladores con los metafóricos.
Entonces, ¿cómo debemos acercarnos a Hebreos? ¿Y cómo nos ayuda cuando
empezamos a pensar en seguir a Jesús? Quiero darles, al estilo de los mejores
1
Esta es una referencia a la rima infantil “Little Jack Horner”, traducida al español como “Jaimito
bocina”.
Jaimito bocina
Se sentó en la esquina
Comiendo pastel de Navidad.
Adentro el pulgar hundió
Y una ciruela salió
Y dijo “¡Qué niño tan bueno soy!”
predicadores, tres líneas de razonamiento que podrían abrir el libro para nosotros,
sobre todo a la hora de celebrar la Eucaristía.
Primero, Hebreos nos ofrece un retrato convincente de Jesús. El pasaje con el
que comenzamos, que habla de Jesús como el sumo sacerdote capaz de
compadecerse de nuestras debilidades, debe ubicarse dentro del alcance total de la
carta. A continuación, un pequeño resumen.
En el capítulo 1, Jesús es el Hijo de Dios, superior incluso a los ángeles. Había
algunos en la Iglesia primitiva que pensaban en Jesús como una clase especial de
ángel; no, dice el escritor, él es de un orden de ser completamente diferente. Pero de
inmediato, para que no te hagas una idea equivocada, el capítulo 2 enfatiza que Jesús
también es real y totalmente humano. Ojo: Jesús no solo fue real y totalmente
humano, sino que todavía lo es. Un escritor describió al Jesús de Hebreos como
“nuestro hombre en el cielo”. Esa es una de las ideas principales del libro: enfatizar
que aquel que se ha sentado donde nos sentamos nosotros, que ha vivido nuestra
vida y ha muerto nuestra muerte, ahora ha sido exaltado y glorificado precisamente
como ser humano. Él no ha “vuelto a ser solo Dios otra vez”, por así decirlo. El
capítulo 2 cierra con la primera declaración de nuestro tema de apertura: Él fue
puesto a prueba por sus sufrimientos, por lo que puede ayudar a los que están siendo
probados.
Luego, en los capítulos 3 y 4, Jesús es el verdadero Josué; sorprendentemente, en
hebreo y griego el nombre es el mismo. Él es quien conduce al pueblo de Dios a su
verdadera tierra prometida. Luego, en los capítulos 5, 6 y 7, él es el verdadero sumo
sacerdote. Ahí es donde entra Melquisedec. Para poder entender esto, permíteme
ofrecer una suerte de nota de pie de página.
Era un problema para la Iglesia primitiva que Jesús fuera de la casa de David.
Significaba que estaba calificado para ser el Mesías, es decir, el Rey de Israel. Pero
en ese caso no podría ser un sumo sacerdote, porque debían de ser de la casa de Leví,
una tribu completamente diferente. Hebreos señala que, en el Salmo 110, se dice que
el Rey es sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec, cuyo sacerdocio
no depende de la ascendencia sino únicamente del llamado de Dios.
Entonces, Jesús no es un sumo sacerdote transitorio que ha de ser reemplazado
por otro. Será sacerdote para siempre. En otras palabras, resumiendo hasta dónde
hemos llegado, Jesús, el Hijo de Dios, el ser verdaderamente humano, está
conduciendo a su pueblo a su tierra prometida, y está disponible para todas las
personas y para todas las épocas como el ser totalmente compasivo, el sacerdote a
través del cual pueden llegar a Dios. Seguir a Jesús es el único camino.
Luego pasamos a los capítulos 8-10, que hablan del sacrificio de Jesús y el nuevo
pacto, al cual regresaremos. Esto nos lleva a la gran lista de los héroes de la fe en el
capítulo 11. Hay listas como esta en varios escritos judíos; y lo más importante de
esta lista es, ¿quién aparece de último? En una de las listas más famosas, la del
Eclesiástico que comienza: “Alabemos ahora a los varones ilustres…”, la respuesta
es: el sumo sacerdote aarónico, en el Templo. La respuesta aquí, como era de esperar,
es: Jesús mismo. En el capítulo 12:1-3, el escritor hace un llamado que podría ser el
texto bíblico clave sobre todo el tema a “seguir a Jesús”:
Los temas que ya hemos visto llegan a su punto crítico en este pasaje.
Tomémoslos en orden inverso: Jesús, el sumo sacerdote, aparece al final de la gran
lista de héroes. Jesús, el que nos conduce a nuestra tierra prometida, el pionero, el
que se adelanta para abrir el camino. Jesús, el ser verdaderamente humano que se
nos ha adelantado en el camino del sufrimiento humano. Jesús, ahora entronizado
como el Hijo de Dios. Jesús, por lo tanto, como dice el capítulo final, el capítulo 13,
Jesucristo, el mismo, ayer, hoy y por los siglos; Jesús, el gran pastor de las ovejas,
el resucitado de entre los muertos. Esa es la imagen de Jesús que nos ofrece Hebreos;
es el Jesús que nos guiará a lo largo de la vida, el Jesús que se encuentra con nosotros
hoy mientras festejamos en su mesa, el Jesús que nos llama suave pero claramente a
seguirlo. Y en el centro de este cuadro encontramos la cruz: la cruz que Jesús soportó
por nosotros, que fue el clímax de su vida de sufrimiento y rechazo, que fue, como
veremos, el sacrificio final. Esta es, entonces, la primera parte de este pantallazo de
Hebreos: una descripción del sumo sacerdote humano ⎯Jesús⎯ y su cruz.
La segunda parte de esta visión de conjunto de Hebreos tiene que ver con una
nueva lectura del Antiguo Testamento. Una de las razones por las que a la gente le
cuesta entender Hebreos es que el Antiguo Testamento no es tan conocido hoy como
era antes. Pero aun donde ese no es el caso, lo que este escritor hace con el Antiguo
Testamento a menudo parece muy extraño. Sin embargo, una vez que
comprendamos lo que está pasando, el asunto es relativamente sencillo.
El punto es este: presenta el Antiguo Testamento continuamente como una
historia inconclusa, y muestra que pide, e incluso requiere, un capítulo final. Mi
familia y yo nos hemos familiarizado bastante con la autopista M-40 durante el
último año, por tener que manejar frecuentemente entre Oxford y Lichfield. Sin
embargo, hace solo tres o cuatro años, la M-40 era una carretera bastante larga que
se detenía a unas pocas millas al sur de Birmingham. Si hubieras tenido acceso a la
carretera, habrías ido en la dirección correcta; ya había rótulos indicando que la
carretera te llevaría a Birmingham y más allá; pero habrías llegado a cierto punto y
el camino se hubiera detenido. Habría hecho falta un tramo final para poder llegar a
tu destino.
Según Hebreos, el Antiguo Testamento es como la M-40 sin su sección final; y
la sección final, que te lleva a tu destino, es el mismo Jesús, específicamente, el
sacrificio mediante el cual Él creyó el nuevo pacto. El argumento de Hebreos es así:
las escrituras judías continuamente apuntan más allá de sí mismas hacia una realidad
adicional que ellas no contienen. Más particularmente, están apuntando a un gran
acto de salvación, de la victoria sobre el pecado, que ellas no ofrecen. Este gran acto
ahora ha sido realizado en Jesús; y por lo tanto debemos seguir a este Jesús.
Permíteme guiarte a través de este argumento, tal como aparece en los cinco pasos
de la carta.
Primero (el capítulo 1), el Antiguo Testamento nos habla de seres angélicos que
se sometieron a alguien más grande que ellos. ¿Quién puede ser este sino el Mesías,
el Hijo de Dios? Segundo (el capítulo 2), el Antiguo Testamento nos dice que el
mundo entero está sujeto al dominio de la raza humana; pero es evidente que esto no
es cierto en general; se ha hecho realidad con la entronización del hombre Jesús.
Tercero (los capítulos 3 y 4), el Antiguo Testamento nos habla de un tiempo de
“descanso”, de entrar en la tierra prometida, incluso en escritos que fueron escritos
mucho después de la entrada en Canaán. Debe haber un descanso diferente, más
permanente, aún por venir. Cuarto (los capítulos 5 a 7), el Antiguo Testamento habla
de un rey que también es sacerdote. ¿Cómo puede ser esto, dentro de las categorías
del sacerdocio judío? Respuesta: sólo puede ser así en la persona de Jesús. Quinto y
último (los capítulos 8, 9 y 10), el Antiguo Testamento habla de un nuevo pacto, en
el que la cuestión de los pecados finalmente será resuelta de una vez por todas. Esto
implica claramente que el antiguo pacto, el acuerdo entre Dios e Israel, fue una
medida temporal diseñada para conducir a la solución final. En cada etapa,
argumenta Hebreos, el Antiguo Testamento apunta más allá de sí mismo a Jesús y
su cruz como el cumplimiento del plan de larga data del único Dios verdadero. La
historia inconclusa ha llegado a su cumplimiento. Ahora puedes ver claramente a
quién tienes que seguir.
El propósito de este argumento en la carta en su contexto original es persuadir a
los cristianos judíos de que no pueden volver al judaísmo no cristiano, a pesar de
una posible amenaza de persecución. Ahora que se ha cumplido la promesa, no
deben volver a la etapa preparatoria. Para nosotros hoy en día eso probablemente no
sea un problema. Pero el argumento hace dos cosas para los cristianos del siglo XX
en el Occidente moderno. Primero, nos ofrece una perspectiva del Antiguo
Testamento, lo cual que no es nada malo. En segundo lugar, nos recuerda
poderosamente que lo que Dios hizo en Jesucristo no fue un incidente extraño y
aislado, una invasión única al mundo. Fue el clímax de su plan a largo plazo. Nuestra
fe y nuestro discipulado no se basan en un solo hecho singular, sino en el plan solido
del Señor de la historia. Cuando nos aferramos a la cruz, no nos estamos agarrando
a un clavo ardiendo, sino que estamos parados sobre una roca. Cuando celebramos
la Eucaristía, ocupamos nuestro lugar en la historia de Dios.
Una imagen convincente de Jesús; una nueva lectura del Antiguo Testamento. En
tercer y último lugar, Hebreos nos ofrece a Jesús como el Sacrificio Final. ¿Cómo
podemos llegar a entender este concepto, tan clave y a la vez (para nosotros) tan
opaca? Permíteme sugerir dos formas de hacerlo.
Primero, el sacrificio es parte de lo que significa ser verdaderamente humano.
Los humanos fueron hechos, como dice Hebreos, para estar por debajo de Dios y
por encima del mundo. La tentación que enfrentamos los humanos, que Jesús
enfrentó en el desierto, es aprovechar el mundo para nuestro propio placer o gloria.
Pero cuando ofrecemos un símbolo del mundo creado al Dios creador en
agradecimiento, simbólicamente estamos diciendo que él es el creador, y que no
tenemos derechos de control sobre la creación independientemente de él. En ese
sentido, el sacrificio es una actividad humana natural y apropiada.
En segundo lugar, el sacrificio (como los antropólogos y los psiquiatras nos han
estado diciendo durante algún tiempo) se encuentra en lo más profundo de la
conciencia humana: sabemos que las cosas que están mal deben corregirse y la forma
en que se corrigen involucra la conciencia y la vida entera de los involucrados. Aquí
tenemos una ironía. Hace una generación, el pensamiento liberal logró deshacerse
del pecado; y, junto con el pecado, la mayoría de las teorías de la expiación fueron
descartadas como extrañas e innecesarias. Pero en nuestra propia generación hemos
redescubierto el sentido de culpa; abunda la vergüenza y la violencia; existe la
alienación en todos los niveles. Y no sabemos qué hacer con la situación, ni a nivel
personal ni a nivel corporativo. Necesitamos limpiar nuestras conciencias; y la única
manera de hacerlo es ofreciendo toda nuestra vida humana a Dios.
Pero no podemos lograr esa ofrenda total por nosotros mismos. Si lo intentamos,
simplemente estamos tratando de lograr salir adelante por nuestros propios
esfuerzos. Por eso el Antiguo Testamento, apuntando hacia adelante, nos enseña que
Dios mismo provee el sacrificio necesario para limpiar la conciencia. Y es por eso
que la carta a los Hebreos sostiene que el sacrificio de Jesús es el único sacrificio
verdadero al que apuntan todos los demás. Afirma que la sangre de toros y machos
cabríos en realidad no puede quitar los pecados; apunta hacia el único sacrificio que
puede purificarnos, que limpia nuestras conciencias.
Míralo desde el punto de vista de una teología bíblica más amplia. Dios eligió a
la raza humana para ser los sacerdotes de toda la creación, ofreciéndole la adoración
de la creación y llevándole su sabio orden. Cuando los humanos pecaron, Dios eligió
a la nación de Israel para que fueran los sacerdotes de la raza humana, ofreciendo
alabanza humana y poniendo en práctica la solución de Dios al problema del pecado.
Israel mismo, sin embargo, era pecador; Dios escogió una familia de sacerdotes (los
hijos de Aarón) para ser sacerdotes para la nación de sacerdotes. Los mismos
sacerdotes fracasaron en su tarea; Dios envió a su propio Hijo para ser tanto el
sacerdote como el sacrificio. La pirámide invertida del sacerdocio se vuelve más y
más estrecha hasta que llega a un punto, y el punto es Jesús en la cruz. El sacrificio
de Jesús es el momento en que el género humano, en la persona de un solo hombre,
se ofrece plenamente al creador.
El resultado es que ahora por fin la verdadera vida humana es posible. Ahora, por
fin, las conciencias pueden limpiarse completamente. Es irónico que, dentro de lo
que a primera vista parece ser uno de los libros más arcanos del Nuevo Testamento,
encontremos la noticia que millones en nuestra sociedad están desesperados por
escuchar: la noticia de que las cosas que nos preocupan más profundamente pueden
ser lavadas por la sangre de Cristo. Seguir a Jesús parece difícil porque sentimos que
comenzamos con un déficit que debe eliminarse primero. Hebreos no solo nos llama
a seguir a Jesús; explica que el déficit moral ya está solucionado. Aunque el libro
sea viejo, esa noticia en particular está tan actualizada como el periódico de mañana
por la mañana.
Entonces, el libro de Hebreos nos ofrece, simplemente, a Jesús. Nos ofrece al
Jesús que está allí para ayudar, porque es uno de nosotros y ha recorrido el camino
antes que nosotros. Nos ofrece al Jesús que ha inaugurado el nuevo pacto, llevando
a su cumplimiento el plan milenario de Dios. Y nos ofrece, sobre todo, a Jesús, el
sacrificio final. Él que ha hecho por nosotros lo que nosotros no pudimos hacer por
nosotros mismos, que ha vivido nuestra vida y ha muerto nuestra muerte, y ahora
vive para interceder por nosotros siempre. Acudimos a la Eucaristía porque
queremos a este Jesús: “Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia
para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la
necesitemos”. Y salimos alegremente para seguir a este Jesús por donde sea que
lleve: “corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la
mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe”.
2
La Batalla Ganada:
Colosenses
El sol casi se había puesto cuando llegamos al lugar. No había letreros que nos
indicaran que habíamos llegado, pero el lugar era tal como nos lo habían descrito.
Al sur, se perfilaban las montañas que se elevaban abruptamente hasta dos mil
quinientos metros de altura y agua helada caía en cascada. Cerca de nosotros estaba
el río al que se unían aquellos torrentes. Frente a nosotros, había un montículo de
tierra de unos quince metros de altura, que se extendía sobre varias hectáreas. Lo
trepamos y nos paramos en la cima. Y allí, con la puesta del sol delante de nosotros
y la música del río en nuestros oídos, leímos en voz alta las palabras que se
escucharon por primera vez en ese lugar, palabras que declaran que la gran batalla
ha sido ganada:
Colosas se sitúa tierra adentro desde Éfeso; en el mapa se encuentra un poco hacia
el este de la costa egea de Turquía. Fue destruido por un terremoto alrededor del año
64 d.C.; se llenó de sedimentos y nunca ha sido reconstruido ni excavado, a
diferencia de los pueblos vecinos ⎯Laodicea, a unos 10 kilómetros de distancia, y
Hierápolis, siete kilómetros más adentro. (Hierápolis es la moderna Pamukkale,
donde se encuentran las aguas termales que se ven en los anuncios de televisión
hechos por la oficina de turismo turca. Cuando el agua fría de Colosas y el agua
caliente de Hierápolis llegan a Laodicea, ambas están tibias, lo cual explica
Apocalipsis 3:14-20; pero esa historia es para otro día.) Para el pequeño pueblo de
Colosas, y el pequeño grupo de cristianos dentro de él, Pablo escribió desde la
prisión una breve e impresionante carta, en la que la victoria de Cristo sobre los
poderes se convierte en un tema central y vital.
Pero, ¿cuáles son esos “poderes”? ¿Y en qué consiste la victoria? ¿Y cómo es
que saber algo al respecto nos puede ayudar a seguir a Jesús hoy?
Los lectores de Pablo ⎯o más bien los oyentes, ya que sus cartas se leían en voz
alta en la pequeña iglesia⎯ no habrían tenido dificultad en responder a la primera
de estas preguntas. Vivían en un mundo de “poderes”. El gran historiador Robin
Lane Fox, al escribir acerca de las creencias paganas de esa época (y basándose en
evidencia descubierta en Hierápolis, entre otros lugares), señala que cuando las cosas
iban mal, la gente no se echaba la culpa el uno al otro:
Los antiguos paganos, como algunos animistas hasta el día de hoy, pensaban que
el mundo estaba poblado por fuerzas hostiles o potencialmente hostiles. Si ibas a
emprender un viaje por mar, sería mejor que primero propiciaras al dios del mar. Si
estabas peleando una guerra, necesitabas a Marte de tu lado. Si estabas enamorado,
sería mejor que te aseguraras de contar con la ayuda de Afrodita. Etcétera, etcétera.
De hecho, había tantos “etcéteras” que la vida se volvió extremadamente complicada
y bastante amenazante. Y mucha gente común se ocupaba de sus asuntos diarios en
un clima de miedo e incertidumbre. Hacían todo lo posible para no meterse en
problemas; pero a menudo lo mejor no era lo suficientemente bueno, y los demonios
que acechaban detrás de cada arbusto te atrapaban de todos modos.
La mayoría de las veces, los dioses y los demonios actuarían a través de agentes
humanos. Si Roma obtenía una victoria sobre Britania, era porque la diosa Roma era
más fuerte que la diosa Britania. El campo de batalla terrenal y el campo de batalla
celestial no estaban separados por un gran abismo; lo celestial era la dimensión
oculta de lo terrenal, la característica adicional de la realidad ordinaria que explicaba
lo que estaba sucediendo “realmente”. Los principados y potestades no estaban lejos.
Eran la dimensión interior de los acontecimientos exteriores.
¿Nos reímos de estas cosas? Si lo hacemos, estamos riéndonos de nuestra propia
cara en el espejo. ¿Quiénes dirigen nuestro mundo? ¿Los políticos? Jamás. Se
declaran indefensos; son víctimas de “fuerzas” que escapan a su control. Intentan
llevarse el crédito cuando las cosas van bien, pero cuando las cosas van mal, la
verdad sale a la luz. Todo es cuestión de fuerzas económicas. ¿Fuerzas? Yo no veo
fuerzas. Pero deben ser bastante poderosas. Han provocado una recesión estos
últimos tres o cuatro años. Han creado olas de refugiados, y las personas más
poderosas del mundo son incapaces de resolver los problemas. Son responsables del
desempleo de millones de personas. Han impulsado miles de empresas hacia la
quiebra. Camina por nuestras grandes ciudades hoy, y verás a jóvenes sin techo
sentados en la acera, mendigando. ¿Quién los puso ahí? Pregúntale a cualquier
político, pregúntale a cualquier economista: “Fueron las fuerzas económicas”, dirán.
“Era el clima político”. “Era la situación económica mundial”.
Lo mismo sucede con muchas cosas. ¿Por qué no hemos resuelto el problema de
Bosnia, ni el de Ruanda, ni el de Irlanda del Norte? Tenemos satélites espías que nos
dicen todo lo que podríamos querer saber sobre el mundo. Tenemos departamentos
de política y economía en universidades en todas partes. Tenemos computadoras que
pueden decirnos cualquier cosa sobre cualquier cosa. Pero no podemos impedir que
la gente se bombardee unos a otros en la nieve, o que se expulsen unos a otros de
sus países de origen con machetes. ¿Por qué no? Por los poderes políticos. Por el
clima de la pos-Guerra Fría. Lealtades tribales. Y si preguntamos por qué este
planeta es perfectamente capaz de cultivar suficientes alimentos y distribuirlos a
todos los hombres, mujeres y niños y, sin embargo, millones se mueren de hambre,
la respuesta es la misma. Hay fuerzas que nos impiden hacerlo.
Ese es el lenguaje que nosotros usamos. No podemos ni tocar ni ver esas fuerzas.
Algunos de ellas pueden, por un tiempo, llegar a identificarse muy de cerca con
ciertos seres humanos; pero si se quita a esa persona, la fuerza aún permanecerá.
Como dice el dicho, el gerente general no dirige la Ford Motor Company, la Ford
Motor Company dirige al gerente general.
Fuerza; poder; clima; entidades más grandes que la suma total de los seres
humanos involucrados. Un conjunto de situaciones que nadie quiere, pero que nadie
puede resolver. La única diferencia significativa entre nosotros y nuestros
antepasados paganos parece ser que ellos reconocían la situación y daban nombres
vívidos a las fuerzas, mientras que nosotros las escondemos detrás de palabras vagas,
para seguir creyendo en lo que nos dice el anuncio de Mastercard: “Tienes el mundo
entero en tus manos”. Que es, por supuesto, lo que la serpiente le prometió a Eva:
serán como dioses, conocerán el crédito y el débito.
Así que tal vez necesitemos volver al pie del monte Cadmo, pararnos junto al río
Lico y escuchar lo que escucharon los colosenses. ¿Qué era lo que Pablo quería
hacerles entender primero que nada?
La carta a los colosenses se trata del agradecimiento, de dar gracias. Pablo
comienza agradeciendo a Dios que haya una iglesia en Colosas (1:3). Su oración por
ellos se enfoca en el hecho de que puedan dar gracias al Padre (1:12). Pablo
comienza la sección central de la carta dando gracias (2:7); y, cuando resume todo
el largo argumento, lo concluye de la misma forma: “Y todo lo que hagan, de palabra
o de obra, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por
medio de él” (3:17). El meollo del asunto es “dar gracias” (4:2).
¿Y qué deben agradecer antes que nada? El hecho de que Dios los ha rescatado
de la potestad de las tinieblas, y los ha trasladado al reino de su Hijo amado, en
quien tenemos redención, el perdón de los pecados (1:13-14). El lenguaje es del
Éxodo. Así como los hijos de Israel fueron sacados de la esclavitud bajo Faraón y
establecidos como el pueblo libre de Dios, ahora, mediante la predicación del
evangelio, la gente en todas partes puede ser transferida de las garras de los poderes
al reino de Jesús, porque Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda
la creación. Los acontecimientos en el mundo sociopolítico tienen un significado
interior y, a menudo, amenazante o perturbador; los acontecimientos relacionados
con Jesús de Nazaret, su vida, su muerte y su resurrección, tienen un significado
interior, poderoso y liberador. Él es la imagen del Dios invisible. Y este Dios hizo
el mundo, ama al mundo, se ocupa de rescatar al mundo, y nos llama a seguir a su
Hijo como rescatadores rescatados.
Entonces, ¿dónde entran los “poderes”? Pablo tiene tres cosas que decir acerca
de ellos en esta carta.
Primero, en el gran poema que ya cité (1:15-20), encontramos el punto de partida
vital. Todas las cosas fueron hechas en Cristo, por Cristo y para Cristo. Todas las
cosas, ¡incluso los “poderes”! El mundo en realidad no está dividido en partes
irreductiblemente buenas y otras irreductiblemente malas. Todo, tanto las cosas
invisibles como las visibles, fue hecho por el creador, por medio de su Hijo eterno,
a quien conocemos como el hombre Jesús. La intención de Dios era que su mundo
fuera ordenado, no aleatorio; estructurado, no caótico. Tenía la intención de que lo
que vino a llamarse los poderes, las fuerzas, fueran parte de la forma en que
funcionaba su mundo. Por ahí debemos empezar.
¿Qué salió mal, entonces? ¿Por qué los poderes son tan amenazantes? Lo que
salió mal fue que los seres humanos renunciaron a su responsabilidad por el mundo
de Dios y entregaron su poder a los poderes. Cuando los seres humanos se niegan a
usar responsablemente el regalo de Dios de la sexualidad, le están entregando su
poder a Afrodita, y ella tomará el control. Cuando los seres humanos se niegan a
usar responsablemente el regalo de Dios del dinero, le están entregando su poder y
él tomará el control. Y así sucesivamente. Y cuando los poderes toman el control,
los seres humanos son aplastados. (Y cuando ves a los seres humanos siendo
aplastados, generalmente es porque hay poderes trabajando que los humanos no
pueden detener).
Así que el segundo punto que hace Pablo en la secuencia lógica es el que viene a
la mitad del segundo capítulo. Durante la mayor parte del capítulo 2, insiste a los
colosenses que, dado que están en Cristo, ya no necesitan someterse a las “poderes”.
Tiene en mente especialmente los “poderes” o fuerzas que controlan las diferentes
naciones y razas del mundo, y que tratarán de encasillar a los miembros de la joven
Iglesia en sus propias categorías y filosofías. Ahora mira lo que hace Pablo. Vuelve
al acontecimiento de la cruz. ¿Por qué fue crucificado Jesús? ¿Cuál fue el
“significado”? ¿Cuáles fueron los entresijos de ese evento? Para cualquiera en el
mundo antiguo, la pregunta se respondía sola, como podría suceder hoy también.
¿Por qué murió tanta gente en Sarajevo? ¿Por qué la gente murió en la Plaza de
Tiananmén? ¿Por qué murieron tantos en Ruanda? La misma respuesta: eran un
estorbo en el camino de las fuerzas, de los poderes.
Jesús se enfrentó a los principados y potestades. Vivió, y enseñó, una forma de
ser Israel, una forma de ser humano, que desafiaba las potestades en todo momento.
Las potestades decían que había que vivir por el dinero. Jesús dijo que no se puede
servir a Dios y a las riquezas. Las potestades decían que el camino de Israel hacia la
liberación sería a través de la espada. Jesús dijo que los que toman la espada, a
espada perecerán. Las potestades decían que César era el Señor del mundo. Jesús
proclamó el reino de Dios.
¿Qué pasa con las personas que se enfrentan a las potestades? Todo anda bien
por un tiempo, y luego llegan los tanques. Cualquiera que mirara a Jesús crucificado
sacaría la conclusión de que eso es lo que había sucedido. Las potestades lo mataron;
eso es lo que le hacen a la gente que los desafía. Las potestades clavaron sobre su
cabeza el cargo del que era culpable: era un rebelde. Lo desnudaron y lo humillaron
públicamente. Celebraron su triunfo sobre él. Nadie nos planta cara así, decían, y se
sale con la suya. No se puede vencer al sistema. Ahora escuche Colosenses 2:13-15,
y vea cómo Pablo pone todo esto patas arriba:
Antes de recibir esa circuncisión, ustedes estaban muertos en sus
pecados. Sin embargo, Dios nos dio vida en unión con Cristo, al
perdonarnos todos los pecados y anular la deuda que teníamos
pendiente por los requisitos de la ley. Él anuló esa deuda que nos era
adversa, clavándola en la cruz. Desarmó a los poderes y a las
potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos
en su desfile triunfal.
Aquí está la gran ironía que se encuentra en el centro de Colosenses. Esta es la razón
por la cual la Iglesia tiene que aprender a dar gracias. La cruz no era la derrota de
Cristo a manos de los poderes; fue la derrota de los poderes a manos —sí, a las
manos sangrantes— de Cristo. Este es el gran tema de la culminación de la
Cuaresma: “los estandartes reales avanzan” como dice el himno.
¿Recuerdas la escena en Jesucristo Superestrella cuando Jesús y los discípulos
se acercan a Jerusalén? Simón el Zelote insta a Jesús a seguir adelante y convertirse
en rey en términos mundanos. Dice que Jesús obtendrá todo el poder y la gloria.
Jesús responde en voz baja y triste que ni él ni ninguno de los otros actores en el
juego tienen idea de lo que realmente es el poder y la gloria. Y sigue su camino, el
camino de la cruz, el camino que subvierte totalmente todos los poderes terrenales.
El poder del amor sangrante de Dios es más fuerte que el poder del César, de la ley,
de Marte, Mamón, Afrodita y demás. Ese es el punto que Pablo captó. Y esa es la
razón por la cual los colosenses han de dar gracias. La batalla ha sido ganada.
Y la tercera cosa importante que dice Pablo acerca de los poderes,
sorprendentemente, es que han sido reconciliados con Cristo. Al ser derrotados, no
son aniquilados. Dios está en Cristo haciendo un mundo nuevo; ahora, sin embargo,
con un nuevo orden establecido bajo la autoridad de Cristo. Colosenses 1:20 (en
paralelo con 1:16) dice que por medio de Él Dios reconcilió consigo todas las cosas,
las que están en la tierra y las que están en los cielos, haciendo la paz por su sangre
derramada en la cruz. Decir que no debes adorar a Afrodita no es decir que debes
convertirte en un ser sin sexo. Decir que no se puede servir a Dios y a las riquezas
no significa que debamos dejar de usar el dinero. Decir que el prejuicio racial está
mal no significa que no podamos celebrar las diferencias entre nosotros. Dios tiene
la intención de que los poderes le sirvan a él, y que sirvan y sostengan a sus criaturas
humanas.
Resumamos hasta donde hemos llegado. Cuando fueron creados, los poderes eran
buenos, pero se dieron aires porque los seres humanos se lo permitimos. En la cruz,
Cristo derrotó a estos poderes rebeldes y los despojó de su máximo poder. Ahora
busca reconciliarlos, crear un mundo nuevo, ordenado por el poder del amor de Dios.
Ese es el contexto en el que los colosenses ahora han sido liberados: liberados de los
poderes, libres para seguir a Jesús.
Por eso Pablo ahora los insta a dar gracias, y a vivir vidas de agradecimiento. Él
quiere que ellos entiendan lo que el verdadero Dios ha logrado para ellos en Cristo,
para que lo alaben de corazón (1:12-23). Quiere que entiendan que están en Cristo y
que, por lo tanto, ninguna otra filosofía o sistema tiene ningún derecho sobre ellos,
que celebren su muerte al mundo antiguo y su resurrección al nuevo (2:6-3:4).
Quiere que capten la verdad de esta nueva forma de ser humano de tal manera que
vivan sus vidas agradeciendo a Dios y así puedan eliminar todos los fragmentos de
la antigua forma de vida y descubrir la alegría del camino nuevo (3:5-17). En el
tercer capítulo de la carta, Pablo establece un vivificante programa ético para la vida
en Cristo, para seguir a Jesús: nada de inmoralidad sexual; nada de ira o violencia.
Pero ese programa no se sostiene por sí mismo. Si tratas de vivir de esa manera sin
reconocer la derrota de los poderes, fracasarás. El programa ético se basa
completamente en la victoria de la cruz. Los poderes de la lujuria, que te dicen que
no puedes resistirlos; los poderes del temor, la sospecha y la codicia, que te dicen
que debes enojarte y usar la violencia, esos poderes fueron derrotados en la cruz. No
tienen ningún derecho sobre ti. La batalla ha sido ganada.
De esa manera, la visión de Pablo de la vida cristiana (como se ha señalado a
menudo) es la de una vida vivida entre el Día D [el 6 de junio de 1944, cuando las
fuerzas aliadas desembarcaron en Normandía] y el Día VE [el 8 de mayo de 1945,
cuando se rindieron los nazis y se logró la victoria final en Europa]. La batalla
decisiva ha sido ganada; las batallas que enfrentamos hoy son parte de la operación
de limpieza para implementar esa victoria. Somos llamados al agradecimiento,
porque por fin estamos en una relación verdaderamente humana con el creador y el
mundo; y somos llamados a vivir una vida de agradecimiento en que nos
comportamos como súbditos libres del rey verdadero, y no debemos nada a los
poderes. Ahora hay un solo Poder al que debemos seguir, y ese Poder tiene un rostro
humano, un rostro que alguna vez estuvo coronado de espinas.
¿Cómo podemos celebrar y poner en práctica esa victoria hoy? ¿Cómo podemos
seguir a ese Jesús hacia la victoria genuina? Sorprendentemente, la respuesta es muy
sencilla. Cada vez que te arrodillas para orar, especialmente cuando oras la oración
del reino (la que llamamos el Padrenuestro), estás diciendo que Jesús es el Señor y
que los “poderes” no lo son. Cada vez que das gracias por la comida estás diciendo
que Jesús es el Señor, y que el mundo y todo lo que ofrece es suyo y no tiene ninguna
autoridad independiente. Y cada vez que celebramos la Eucaristía, celebramos la
victoria de Jesucristo de una manera que, por el poder de su acción simbólica,
resuena en la ciudad, en el campo, en el mundo, en nuestros hogares, en nuestros
matrimonios, en nuestras cuentas bancarias, resuena con el poderoso mensaje de que
Dios es Dios, que Jesús es su imagen visible y que este Dios ha vencido los poderes
del mal que siguen esclavizando y aplastando a los seres humanos en la actualidad.
La palabra “Eucaristía” significa “dar gracias”; dar gracias por la obra de Cristo es
lo más poderoso que podemos hacer. La tarea de la Iglesia es seguir implementando
la victoria de la cruz; y si captamos esa visión y vivimos de acuerdo con ella,
finalmente podremos abordar algunos de los problemas en la Iglesia y el mundo que
son tan grandes que parecen posibles de resolver. La batalla ha sido ganada; ahora
nos toca implementar esa victoria. Sigamos a nuestro Señor victorioso dondequiera
que vaya.
Me traje algunas piedrecitas como recuerdo de mi visita a Colosas. Espero que
excaven el sitio pronto, para que podamos ver si nos dice algo más sobre la iglesia
primitiva que escuchó por primera vez esta maravillosa carta. Pero, lo que es más
importante, espero que este capítulo estimule a la gente a excavar en la carta y
descubrir por sí misma algunos de sus tesoros escondidos. Solo hemos arañado la
superficie aquí; pero hemos visto lo suficiente para ayudarnos a continuar nuestro
camino con gratitud. La batalla ha sido ganada; celebremos ese hecho al seguir al
Señor que la ganó.
3
Si alguna vez te has preguntado por qué el Nuevo Testamento es el libro más
comprado y menos leído en nuestra cultura, la respuesta se encuentra en la primera
página:
El libro de Daniel nos brinda este increíble guión de video sobre la coronación
del “hijo del hombre”: su sufrimiento por el dolor del pueblo de Dios y su
subsiguiente reivindicación. Mateo ha tomado este guión y ha elegido a Jesús para
el papel principal. Ha escrito un evangelio, un Himno de Coronación, todo acerca
del reino del Hijo del Hombre. Y constantemente, a lo largo de su evangelio, invita
a sus lectores a seguir a este Rey, este Hijo del Hombre, este Jesús.
Ahora por fin podemos entender el pasaje fascinante que se encuentra en el centro
del evangelio (Mateo 16:13-28). “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”,
pregunta Jesús. “Oh, Juan el Bautista; Elías; Jeremías; uno de los profetas,”
responden los discípulos. Jesús fue percibido como un profeta, advirtiendo a Israel
de su muerte inminente a menos que se arrepintiera. Los monstruos se estaban
acercando al pueblo de Dios, listos para el golpe final. “Y ustedes”, dice Jesús,
“¿quién dicen que soy yo?” Y Pedro responde: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios
viviente” (16:16). Jesús acepta el título. Él es el verdadero Rey, todavía sin coronar.
Los discípulos ahora se han puesto al día con la primera parte del árbol genealógico.
Esta es la historia del hijo de Abraham, que es el verdadero hijo de David.
Pero Jesús los lleva de inmediato, apresuradamente, a la segunda parte del árbol
genealógico. Desde entonces comenzó a mostrarles que tenía que ir a Jerusalén,
sufrir a manos de los ancianos, ser muerto y resucitar al tercer día (16:21). Pedro no
pudo captar eso; pero Mateo espera que sus lectores comprendan el punto. El hijo
de Abraham, que es hijo de David, es el que salvará a su pueblo de sus pecados. Él
es quien acabará con el gran exilio, el gran cautiverio babilónico del pueblo de Dios.
Dado que, como hemos visto, una de las imágenes principales de ese gran acto de
liberación es la imagen del ‘hijo del hombre’ rodeado por los monstruos devoradores
de hombres que luego, sorprendentemente, es rescatado, reivindicado y entronizado.
Jesús de una vez pasa a dar la orden de seguirlo:
Si alguien quiere ser mi discípulo, tiene que negarse a sí mismo, tomar
su cruz y seguirme. Seguirme hasta el foso de los leones. Porque el
Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, y entonces
recompensará a cada persona según lo que haya hecho. Les aseguro
que algunos de los aquí presentes no sufrirán la muerte sin antes haber
visto al Hijo del hombre llegar en su reino. (Mateo 16:27-28,
ampliado)
Algunos de los oyentes de Jesús, en otras palabras, vivirán para cantar el Himno
de Coronación. El reino del Hijo del Hombre; el hijo de David que salvará a su
pueblo de sus pecados; el Emanuel que compartirá la gloria del Padre; todo debe ser
revelado dentro de una generación, y los oyentes de Jesús deben seguirlo y
descubrirlo todo por sí mismos. ¿De qué está hablando Mateo?
Claramente considera que esta profecía se ha cumplido cuando Jesús resucitado
se presenta ante los discípulos en Galilea. “Se me ha dado toda autoridad”, dice
Jesús. La profecía de Daniel se ha hecho realidad. ¿Qué ha sucedido entre Mateo 16
y Mateo 28? Jesús ha sido crucificado y resucitado de entre los muertos.
Esta, entonces, es la interpretación de Mateo de la Pasión de Jesús. Cuando
pensamos en la cruz, nuestras mentes están tan llenas de diferentes imágenes que
todo se vuelve borroso. Mateo nos da una serie de lentes a través de las cuales
podemos enfocarlo nítidamente. La cruz es el acto real decisivo; Jesús en la cruz es
Jesús el hijo de David, el Rey de los Judíos. Esa es la primera lente. La cruz es el
acto salvífico decisivo; así es como salva a su pueblo de sus pecados. Esa es la
segunda lente. La cruz es el momento en que los monstruos finalmente se acercan al
Hijo del Hombre; las fuerzas del mal descargarán su ira sobre él, derramarán todo
hasta que no quede nada. La cruz es la derrota del mal. Esa es la tercera lente. Pero
la cruz es también obra del Emanuel, Dios-con-nosotros; y por lo tanto es también
la victoria, la victoria en la que el Hijo del Hombre logra los propósitos salvadores
del Padre con su muerte expiatoria en la cruz y su resurrección. La cruz es el gran
acto divino; esa es la cuarta lente.
De esa manera, la cruz y la resurrección establecen el reino del Hijo del Hombre.
Es decir, logran el propósito para el cual Dios llamó a Abraham en primer lugar, el
propósito para el cual Dios llamó a David para que fuera el hombre conforme a su
corazón, el propósito que parecía frustrarse con el exilio, pero que siempre iba a
lograrse al llegar a su gran clímax así. Aquí Mateo está hombro con hombro con
Colosenses, que vimos en el capítulo anterior. Los poderes, los grandes monstruos,
parecían ganar la victoria; pero la cruz y la resurrección muestran que toda autoridad
ahora le ha sido dada a Jesús.
¿Dónde nos deja esto? Mateo, de todos los evangelios, nos lo dice muy
claramente. Si el Hijo del Hombre es el Rey del mundo, los que lo adoramos
debemos seguirlo y, por lo tanto, somos enviados al mundo con una gran comisión.
Debemos hacer discípulos, aprendices, seguidores; debemos bautizarlos y
enseñarles a observar todo lo que Jesús ordenó. No hay rincón del universo creado
sobre el cual Jesús no reclame soberanía legítima. Debemos ser sus agentes, sus
embajadores, al llevar la palabra de su reino a todos sus súbditos. El Himno de
Coronación contiene una línea de música para cada criatura, y la armonía no estará
completa mientras todos no se unan.
Pero, ¿qué son todas estas cosas que Jesús ordenó a sus seguidores que
observaran? Es posible que hayas notado que me las arreglé para escribir sobre
Mateo durante varias páginas sin mencionar el Sermón del Monte (Mateo 5-7); que
es como hablar de películas norteamericanas modernas sin mencionar a Woody
Allen. Pero el Sermón del Monte encaja como anillo al dedo en los temas que hemos
estado viendo. (Al igual que los otros cuatro discursos que juntos componen los
cinco libros grandes de Mateo, el nuevo Pentateuco, los libros del nuevo pacto:
capítulos 5-7; 10; 13; 18; 23-25.) Y la enseñanza de ese Sermón es, por supuesto, el
mensaje subversivo de que los mansos heredarán la tierra, y que los pacificadores
serán llamados hijos de Dios.
¿Y dónde aplica eso hoy? ¿Fui la única persona en Gran Bretaña a la que le
pareció muy irónico que en el mismo boletín de noticias, en la primavera de 1994,
se nos dijera que, aunque en varias ocasiones nuestro propio general solicitó más
tropas de pacificación y mantenimiento de la paz en Bosnia, pero no podíamos
proporcionarlos, los intereses financieros del país dictaban que debíamos suministrar
armas a gente en otras partes del mundo, con las que se volarían unos a otros, incluso
si eso significaba hacer negocios turbios en contra de las pautas establecidas por
nuestro propio gobierno? Era totalmente comprensible, por supuesto, en términos de
la compleja política contemporánea. Pero con el Himno de Coronación de Mateo
frente a nosotros, no podemos cerrar los oídos al llamado de Jesús. ¿De qué nos sirve
ganar el mundo entero y perder nuestra verdadera identidad? Incluso si ganáramos
todos los contratos de armas del mundo y consiguiéramos el pleno empleo y gran
prosperidad, ¿estaríamos orgullosos de pensar que dondequiera que la gente se
matara entre sí, lo haría con armas etiquetadas “Hechas en Gran Bretaña”. ¿De eso
se trata este país? ¿Cómo podemos condenar a Baruch Goldstein, que mató a
cincuenta árabes mientras rezaban en una mezquita, mientras manejamos una
economía que depende de que la gente haga eso cincuenta veces por semana? ¿Y a
cuál rey estamos siguiendo, en realidad?
En el reino del Hijo del Hombre, el poder que cuenta es el poder del amor. Es la
regla de Emanuel, Dios-con-nosotros. Y si celebramos ese hecho, como lo hacemos
de forma suprema en la Eucaristía, atendamos el llamado que lo acompaña: que
debemos ir por el mundo para seguir a este Emanuel, para trabajar y orar para que la
celebración sanadora del Himno de Coronación pueda lograr que este mundo viejo
y cansado vuelva al Dios que lo hizo y que todavía lo ama. “¡Que el Rey viva para
siempre! Aleluya, Amén.”
4
¿Qué significa cuando dice que el Hijo del Hombre debe ser “levantado”? En un
nivel, se refiere claramente a la cruz. En la cruz, Jesús es levantado sobre la tierra,
levantado en el lugar de la vergüenza, de la agonía dura y amarga, el lugar y la
postura que simbolizan un mundo que anda mal. Pero en otro nivel, este
“levantamiento” se refiere una vez más a la gloria; lleva el significado de
“exaltación” y “gloria”. En la cruz, Jesús es levantado como la verdadera revelación
de Dios, levantado en la obra suprema del amor, de la compasión tierna y sentida, el
lugar y la postura que ahora simbolizan el amor del creador por su mundo perdido y
autodestructivo.
¿Somos capaces de comprender el amor de Dios? Quizás podamos imaginar un
Dios creador si nos esforzamos lo suficiente. Sabemos cómo hacer cosas y podemos
imaginar a un ser que haya hecho este mundo. Y podemos imaginarnos a un Dios de
juicio sin demasiada dificultad. Sabemos cómo uno se enoja cuando las cosas van
mal y podemos imaginar a un ser cuyo mundo se rebeló contra él y quien decidió
simplemente castigarlo. Pero trata de imaginar a un Dios que ve a su mundo en
rebelión, y lo ama tanto que viene en persona para tomar su agonía sobre sí mismo,
y de ese modo revela su verdadero ser de la manera más completa y gloriosa; eso no
es tan fácil. La única forma en que uno puede hacerlo con una imagen clara es al
entender la cruz como el levantamiento de Jesús en ambos sentidos.
Y este “levantamiento” tiene también un eco adicional. “Como Moisés levantó
la serpiente en el desierto…” ¿De qué diablos se trata todo esto? En el capítulo 24
de Números, el pueblo de Israel peca al murmurar contra el Señor; les llega una plaga
de serpientes venenosas, y la gente muere a causa de sus mordeduras. Entonces Dios
le dice a Moisés que haga una serpiente de bronce y la ponga en un poste, y
cualquiera que venga y mire la serpiente de bronce será sanado. Es una vieja historia
extraña a la que Juan le da una vida nueva y vívida. Mientras Jesús es levantado,
revelación viva y moribunda del amor de Dios, cualquiera que lo mire tendrá vida:
Esta misma imagen se usa en Juan 12 para mostrar cómo la muerte de Jesús abrirá
las puertas al mundo entero para encontrar nueva vida en este amor vivo y
moribundo. Jesús ha llegado a Jerusalén, con la multitud gritando Hosanna. Algunos
griegos están allí para la fiesta de la Pascua y quieren ver a Jesús. Jesús responde:
“Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado”, les
contestó Jesús. “Ciertamente les aseguro que, si el grano de trigo no cae
en tierra y muere, se queda solo. Pero, si muere, produce mucho fruto”
...
“Ahora todo mi ser está angustiado, ¿y acaso voy a decir: ‘Padre,
sálvame de esta hora difícil’? ¡Si precisamente para afrontarla he
venido! ¡Padre, glorifica tu nombre!” Se oyó entonces, desde el cielo,
una voz que decía: “Ya lo he glorificado, y volveré a glorificarlo”. La
multitud que estaba allí, y que oyó la voz, decía que había sido un trueno
... “Esa voz no vino por mí, sino por ustedes”, dijo Jesús. El juicio de
este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser
expulsado. Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos
a mí mismo. (12: 23-32).
Empecemos con dos imágenes. La primera aparece en un libro popular del gran
psiquiatra Carl Jung. Es una fotografía de Adolf Hitler en pleno discurso retórico.
La leyenda de la foto dice: “Este hombre va a prender fuego a toda Europa a través
de sus sueños incendiarios de dominio mundial”. Está bien, ¿no? Luego en el texto
Jung señala que eso es lo que dijo Hitler acerca de Churchill. Te pone a pensar,
¿verdad?
La segunda imagen tiene que ver con la historia contada en el capítulo 10 del
Evangelio de Marcos. Jacobo y Juan se acercan a Jesús con una petición:
“Concédenos que en tu glorioso reino uno de nosotros se siente a tu derecha y el otro
a tu izquierda”. Jesús les explica que no le toca a él conceder tal cosa; esa decisión
le corresponde al Padre. Está bien, ¿no? Luego, a medida que leemos, nos damos
cuenta de lo que eso significa. Para Marcos, Jesús se convierte en rey cuando es
crucificado, proclamado públicamente como “Rey de los Judíos”. Y a su derecha y
a su izquierda cuelgan dos malhechores, dos rebeldes. Con razón Jesús les había
dicho a Jacobo y Juan que no sabían lo que estaban pidiendo.
¿Qué está pasando en estas dos imágenes? En ambos casos, nos encontramos ante
lo que los psiquiatras llaman “la proyección”. Uno no puede enfrentar el mal en uno
mismo, así que lo “proyecta” y lo ve en otra persona. Uno le acusa a otro de algo
que le preocupa porque está enterrado en lo más profundo de su propio corazón.
Esta, dicho sea de paso, es la razón por la que los hijos que reflejan más fielmente a
sus padres normalmente son los que éstos encuentran más irritantes; y esto quizás
funcione al revés también. Podemos ver muy claramente cómo funciona la
proyección en el caso de Hitler. Como confirmarán los historiadores de todos los
campos, fue el mismo Hitler quien había soñado durante mucho tiempo con el
dominio mundial y, como resultado, estaba prendiendo fuego a toda Europa. Pero,
¿qué pasa con Jacobo y Juan?
Jacobo y Juan, tal como lo muestra su comportamiento a lo largo de la historia
del evangelio, estaban ansiosos por que Jesús montara una revolución judía seria.
Como muchos otros santos revolucionarios de la época, querían un Mesías que
derrotara a los romanos, limpiara la tierra del paganismo y estableciera a Israel como
la nación más importante del mundo. El problema con ese sueño era que sus
imágenes siempre eran de blanco y negro, de buenos y malos, realzando el fuerte
contraste. Uno de los Rollos del Mar Muerto que refleja esto se llama “La Guerra de
los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas”.
Los judíos de la época de Jesús mantenían sus sueños revolucionarios, como
muchos revolucionarios antes y después, al pensar en sus opresores como totalmente
malvados y en ellos mismos como totalmente puros. El problema con eso era que
las cosas en la vida real no son tan simples. El problema era que pensar en términos
de revolución, de rebelión militar contra Roma, era en sí mismo una traición total de
los propósitos para los cuales Dios había llamado a Israel en primer lugar. Israel
había sido llamado a ser la luz del mundo; Jacobo y Juan estaban empeñados en
extender la oscuridad, en derrotar a un régimen malvado con la maldad de una
revolución violenta. Dios prometió a Abraham que en su simiente serían bendecidas
todas las familias de la tierra; Jacobo y Juan habrían estado muy contentos de haber
maldecido y sometido a las demás familias de la tierra.
Cuando Jesús los reprende, por lo tanto, no es por un malentendido menor. Es
porque han abrazado una visión completamente equivocada de Dios y de sus
propósitos. En lugar de compartir la visión de Jesús y convertirse en parte de la
solución, se habían convertido en parte del problema. Eran como bomberos
convertidos en pirómanos.
Y así, Jesús se dirige a los doce con palabras solemnes que señalan, para Marcos,
el significado de la cruz, y que señalan, para nosotros, el significado más amplio de
la cruz para nosotros hoy día, sobre todo sus claras implicaciones con respecto a lo
que significa seguir a Jesús. Él dice:
2
Grupo neofascista inglés.
Necesitamos, y es una idea que provoca temor, cristianos que harán por el mundo lo
que Jesús estaba haciendo.
La Iglesia debe estar preparada para interponerse entre las facciones en guerra y,
como un árbitro de boxeo, correr el riesgo de ser noqueada por ambos contrincantes
al mismo tiempo. La Iglesia debe estar preparada para actuar simbólicamente, como
Jesús, para mostrar que hay una forma diferente de vivir. La Iglesia debe estar
preparada para ser el instrumento de sanación incluso para las víctimas del SIDA,
que son los leprosos de la sociedad moderna. Tomar la cruz no es una acción
meramente pasiva. Se produce cuando la Iglesia intenta, en el poder del Espíritu, ser
para el mundo lo que Jesús fue para el mundo: anunciar el reino, sanar las heridas
del mundo, desafiar las estructuras de poder que hagan que la ira y el dolor sigan
dando vueltas. Necesitamos orar para que tengamos el coraje, como Iglesia y como
personas cristianas, de seguir al Rey Siervo dondequiera que él nos lleve. Después
de todo, es para eso que venimos a su mesa. Hemos visto en nuestro siglo lo que
sucede cuando la gente tiene sueños salvajes de dominio mundial y usa los métodos
normales de fuerza y poder para implementarlos. Todavía no hemos visto lo que
podría pasar si aquellos que adoran al Rey Siervo, ahora entronizado como Señor
del mundo, lo tomaran lo suficientemente en serio como para tomar nuestra cruz y
seguirlo. Pero eso, como nos recuerda Marcos, es precisamente lo que el Rey Siervo
nos llama a hacer.
6
María, llorando fuera del sepulcro, representa a todos nosotros. Ella está llorando
amargamente; llorando por sí misma, sí; llorando por su Señor, sí; pero también, en
sus lágrimas de llanto, llorando por la esperanza de Israel, cruelmente aplastado por
la tiranía; y, como parte de eso, por la esperanza del mundo, apagada por el poder
del mundo. Y María sigue llorando hoy, en Belfast y en Bosnia, en las marismas del
sur de Irak y los township de África del Sur, en las montañas del Tíbet y en los
desiertos del Sudán, en los campos de refugiados y junto a los ríos llenos de
cadáveres; y en los corazones y hogares de millones en Occidente que enfrentan
tragedias y tiranías día tras día y no tienen recursos para hacerles frente; y en los
corazones y vidas de los cristianos que sufren con su Señor aquí y ahora.
Y el Domingo de Resurrección Jesús llama a María por su nombre, y le pregunta:
“¿Por qué lloras?” Nos llama a todos por nuestro nombre, llama con una voz como
el estruendo de muchas aguas, una voz que traspasa las defensas que levantamos
para mantener a raya el terror y la alegría, llama con una voz que reconocemos, llama
con un amor que es más fuerte que la muerte. Y nos dice también a nosotros: “Yo
soy el Primero y el Último, y el que vive. Estuve muerto, pero ahora vivo por los
siglos de los siglos. Y tengo las llaves, las llaves de la Muerte y el Hades” (1:17-18).
Y así como la llorosa María se encontró con el Jesús vivo el Domingo de
Resurrección, así el lloroso Juan descubre que el León, que es el Cordero, ha
vencido; puede abrir el rollo. Y, a medida que se abre el rollo, así procede el Libro
de Apocalipsis, en su asombroso lenguaje de imágenes, para ir describiendo la
victoria cósmica del Cordero sobre todo lo que es malo, tiránico y mortal.
El Domingo de Resurrección tiene que ver con el secado de las lágrimas. Por
nuestro miedo al terror y la alegría, hemos olvidado el propósito de las lágrimas. Nos
hemos avergonzado de ellas, y con buenas razones, ya que Dios nos las dio para
recordarnos la verdad que nuestra cultura, al igual que la propaganda comunista, ha
hecho todo lo posible por hacernos olvidar: que no somos monos desnudos ni
ángeles en formación, sino seres humanos, hechos a imagen de Dios. ¿Cuál Dios?
El Dios que se paró y lloró ante la tumba de su amigo; el Dios que se postró y sollozó
en el jardín de Getsemaní. Pensamos que las lágrimas son childish (infantiles en
sentido negativo), cuando en realidad son childlike (infantiles en sentido positivo);
y Jesús nos dijo que fuéramos como niños. Hemos permitido que nuestra propia
aversión por el emocionalismo nos engañe y tratamos de ignorar nuestras emociones.
Pero si el Viernes Santo y el Domingo de Resurrección no despiertan nuestras
emociones, entonces el tirano sí ha logrado esclavizarnos. Nos hemos vuelto como
un jardín pavimentado de losas. Mucha gente vive así; que Dios nos ayude, porque
muchos de nosotros incluso lo elegimos, en lugar de enfrentar el terror y la alegría
de nuestros propios corazones, y mucho menos los del Calvario y el Domingo de
Resurrección.
Pero el Domingo de Resurrección tiene que ver con el jardín en el que las losas
se ven absurdas. Jesús llora ante la tumba de Lázaro; y luego lo llama a la vida. Jesús
llora de nuevo en Getsemaní; luego se va a enfrentar al tirano y derrotarlo. Pedro
llora amargamente después de haber negado a Jesús; y Jesús resucitado lo encuentra
y lo ama y le encarga una misión. María llora ante la tumba de Jesús; y Jesús la
encuentra, vivo. Juan llora porque el plan de salvación se ha frenado y el mundo no
puede ser rescatado de la tiranía; y sus lágrimas se convierten en adoración a causa
del Cordero que fue sacrificado. Podemos intentar pavimentar el jardín con losas si
queremos; pero cuando llegue la primavera, cuando llegue el Domingo de
Resurrección, habrá hierba abriéndose paso. Después de todo, no fue un error tan
tonto que María pensara que Jesús, el verdadero Adán, era el jardinero.
Pero, ¿cuál es entonces la plena esperanza que se anuncia el Domingo de
Resurrección? El tumulto y la batalla de los capítulos intermedios de Apocalipsis
conducen a la gran victoria del Cordero sobre Babilonia, la ciudad tiránica que se ha
opuesto a Dios y los propósitos de su amor. Luego, en los últimos dos capítulos,
encontramos la visión de la nueva ciudad que toma el lugar de la ciudad malvada y
tiránica. Es una visión que hace que la mayoría de las ideas sobre la esperanza futura
parezcan bastante aburridas en comparación. Es la visión pascual de un mundo
renacido:
UN SACRIFICIO VIVO
Érase una vez un molinero que vivía en un molino de viento y molía harina para el
panadero del pueblo. Día tras día, el molinero se preocupaba por la cantidad de
harina que estaba produciendo, por si era suficiente. Una noche, después de que no
había habido viento en todo el día, se le ocurrió un plan. Desconectaría los
engranajes del molino y trabajaría toda la noche haciendo girar la maquinaria él
mismo, a mano. Entonces estaría seguro de que habría suficiente harina. Cuando
llegó la mañana, había mucha harina, pero el molinero estaba dormido en el suelo y
la harina nunca llegó al panadero. Tan profundamente dormido estaba el molinero
que nunca escuchó el ruido de afuera, el ruido de una violenta ráfaga de viento.
[Hechos 2:2]
El que tenga oídos, que oiga.
¿Cuáles son las implicaciones del hecho de que Jesús resucitó de entre los
muertos al tercer día después de haber sido ejecutado? Vimos algunos de ellos en el
último capítulo de la Primera Parte, centrándonos finalmente en el llamado a seguir
al Cordero dondequiera que vaya. Ahora, al comenzar la Segunda Parte, vamos a
considerar una de las preguntas más grandes y difíciles de todas, que debe ser
abordada con firmeza si nuestro intento de seguir a Jesús ha de arraigarse tan
profundamente como se necesita. ¿Qué nos dice la resurrección de Jesús acerca del
Dios verdadero? Lo que quiero decir al respecto se puede dividir, a grandes rasgos,
en tres partes: la orden sorprendente, la crisis repentina y el Dios insuperable.
Primero, la orden sorprendente. Según la historia, Moisés baja de la montaña para
informar a los hijos de Israel de lo que Dios le dijo. “Hay noticias buenas y malas”,
les dice. “La buena noticia es que hemos reducido los mandamientos de cuarenta a
diez. La mala noticia es que el adulterio sigue en la lista”. Cuando pensamos en Dios
dando órdenes a su pueblo, ese es el tipo de imagen que naturalmente buscamos,
¿verdad? De un Dios que tiene todo tipo de reglas bastante arbitrarias, y que quiere
darnos cada vez más de ellas, principalmente, al parecer, para evitar que hagamos
cosas que de otro modo querríamos hacer. Como me dijo una vez el que servía las
bebidas en el bar de la universidad en mis días de estudiante: “El problema es que
todo lo que Jesús prohíbe a mí me gusta”.
Ahora, ¿por qué uno inventaría un Dios así? Tú podrías decir, “No es que lo
hayamos inventado, Dios parece ser así”. O, quizás estás de acuerdo con los críticos
del cristianismo que dicen que la Iglesia, o tal vez el estado, ha inventado un Dios
así para mantener a la gente bajo control. Eso podría cierto en parte; la gente sí
inventa cosas para mantener a los demás bajo control. Hace poco escuché la historia
de un niño pequeño en una escuela bastante estricta a quien se le pidió que escribiera
en orden las peores cosas que los seres humanos podrían hacer. Lo que escribió fue:
Número 1: cometer un asesinato; Número 2: correr por el pasillo de la escuela. Todos
sacamos las cosas de su justa medida.
Pero este concepto de Dios es, de hecho, una mentira. La resurrección de Jesús
prueba que es mentira. ¿Sabes cuál resulta ser la orden más frecuente en la Biblia?
¿Qué instrucción, qué orden dan, una y otra vez, Dios, los ángeles, Jesús, los profetas
y los apóstoles? ¿Cuál crees que es ⎯ “Sé bueno”? ¿“Sé santo, porque yo soy
santo”? ¿O, pensando negativamente, “No peques”? ¿“No te entregues a la
inmoralidad”? No, la orden más frecuente en la Biblia es: “No tengas miedo”. No
tengas miedo. No temas. No tengas miedo.
La ironía de esta sorprendente orden es que, aunque es lo que todos queremos
escuchar, tenemos tanta dificultad para obedecer esta orden como cualquier otra (si
no más). Todos valoramos tanto el miedo que no podemos deshacernos de él, incluso
cuando se nos dice que lo hagamos. La persona que ha estado preocupándose todo
el trimestre por los exámenes finalmente los termina, pero la mañana siguiente
vuelve a despertar llena de adrenalina, lista para salir corriendo al salón de los
exámenes una vez más. La persona que se ha preocupado durante años por el dinero
y luego, de repente, hereda más que lo suficiente, todavía siente escalofríos cuando
pasa por delante del banco. Se dice que una vez un bromista envió telegramas a todos
los miembros del gobierno del momento que decían simplemente “Todo se ha
descubierto, ¡huye inmediatamente!” y en 24 horas todos habían abandonado el país.
El antropólogo Nigel Barley escribió una vez que todos estamos sobregirados en el
banco de la moralidad. Cada uno de nosotros estamos tan preocupados por algo que
necesitamos urgentemente que alguien nos diga: “No tengas miedo. Todo va a estar
bien”. Como el Señor le dijo a Juliana de Norwich: “Todo irá bien, y toda clase de
cosas irán bien”. Te lo puedo asegurar: mientras no aprendas a vivir sin temor, no lo
encontrarás fácil seguir a Jesús.
Esta sorprendente orden irrumpe en un mundo en el que comemos, dormimos y
respiramos temor. Emergemos del calor del útero al frío del cosmos y tenemos miedo
de estar solos, de no ser amados o de ser abandonados. Interactuamos con otros
niños, otros adolescentes, otros adultos jóvenes, y tenemos miedo de parecer
estúpidos o de quedar rezagados en alguna carrera para la cual todos aparentemente
fuimos inscritos automáticamente. Consideramos diferentes trabajos, pero tenemos
miedo tanto de no conseguir el que realmente queremos como de no poder hacerlo
correctamente si es que lo conseguimos. Y ese temor doble perdura para muchas
personas a lo largo de su vida. Consideramos la posibilidad del matrimonio, pero
tememos que tal vez nunca encontremos a la persona adecuada o, si nos casamos,
que puede resultar ser un desastre. Pensamos en un cambio de carrera, pero tenemos
miedo de bajarnos de la escalera en que nos encontramos y también de perder la
oportunidad de oro. Anhelamos la jubilación, pero tenemos miedo de envejecer y
debilitarnos, y de morir repentinamente.
Y estos son sólo los temores grandes. Hay decenas de miedos menores que se
refuerzan y se alimentan entre sí. Es más, si reprimimos artificialmente estos miedos,
aparecerán en otras formas, como las fobias. Detrás de todos se asoma el temor a la
muerte; no, quizás, para los jóvenes, a menos que hayan tenido un encuentro cercano
con la muerte por alguna razón, pero ciertamente un poco más tarde.
Entonces, ves por qué esta orden, “No tengas miedo”, es uno de los más difíciles
de cumplir. Incluso la castidad es razonablemente sencilla en comparación. ¿Te
imaginas vivir sin miedo? No me refiero al tipo de “intrepidez” secular que uno
asocia con los héroes de las historias de suspenso o hazañas de guerra. Existe la
arrogancia, o la prepotencia, que es simplemente una forma de esconder lo que uno
siente. No estoy hablando de eso. Quiero decir, ¿te imaginas vivir una vida normal,
sabia y responsable sin la sensación persistente de que todo está a punto de salir
terriblemente mal, que es posible que hayas superado el último día o semana, pero
que eso ha sido simplemente una casualidad, ya que el universo es básicamente hostil
y la Ley de Murphy se cumplirá tarde o temprano (y probablemente temprano)? Así
es como vive la mayoría de la gente.
A esa condición llega el evangelio de Jesús con noticias buenas y malas. La buena
noticia: esta vez solo hay una orden, ni siquiera diez. La mala noticia: la única orden
es no tener miedo, y no tenemos ni idea de cómo obedecerla. No nos gusta el miedo,
pero es el aire que respiramos. No conocemos otra forma de vivir. Esta es, en
realidad, la razón por la cual la gente imagina a Dios como un Dios que siempre está
dando órdenes y enfadándose con la gente. Proyectamos nuestros temores y nuestro
odio hacia el creador del universo; llamamos a este objeto, a este ídolo, “Dios”; y
tenemos miedo, y estamos resentidos, con el Dios que hemos hecho en nuestra
propia imagen especular.
Y la resurrección de Jesús constituye una orden sorprendente: no tengas miedo,
porque el Dios que hizo el mundo es el Dios que resucitó a Jesús de entre los
muertos, y te llama ahora a seguirle. Creer en la resurrección de Jesús no es solo una
cuestión de creer que algunas cosas son ciertas con respecto al cuerpo físico de Jesús
que había sido crucificado. Estas verdades son vitales y no negociables, pero apuntan
más allá de sí mismas, al Dios que fue responsable de ellas. Creer en este Dios
significa creer que todo va a estar bien; y esta creencia es, en última instancia,
incompatible con el miedo. Como dice Juan en su carta, el amor perfecto echa fuera
el temor (1 Juan 4:18). Y la resurrección es la revelación del amor perfecto, el amor
perfecto de Dios por nosotros, sus criaturas humanas. Aunque en cualquier etapa de
nuestras vidas podemos captar la verdad de que Dios resucitó a Jesús de entre los
muertos, la verdad es que nos toma toda nuestra vida permitir que esa creencia
penetre e impregne el resto de nuestros pensamientos, sentimientos y
preocupaciones.
A veces, este proceso no es solo algo gradual; puede implicar crisis repentinas.
Hay un capítulo oculto en la vida de san Pablo, que suele ser ignorado por aquellos
que lo ven como el heroico misionero o el profundo teólogo, o posiblemente el
misógino equivocado. Hechos no menciona este capítulo oculto, pero en nuestra
segunda lección escuchamos al mismo Pablo hablar de él. En una etapa de su trabajo
en lo que él llamaba Asia, y nosotros llamamos Turquía, dice que pasó por una
experiencia horrenda y traumática que pareció destruirlo por completo. “Estaba tan
absoluta e insoportablemente aplastado”, escribe, “que desesperé de la vida misma;
de hecho, me sentí como si hubiera recibido la sentencia de muerte” (2 Corintios
1:8-9). Y una buena parte de la segunda carta a Corinto en realidad surge de esa
experiencia; la impetuosa y orgullosa iglesia de Corinto quería que Pablo fuera una
historia de éxito, y él tuvo que explicarles que ser apóstol y, en última instancia, ser
cristiano, no era una cuestión de tener éxito, sino de vivir con el fracaso humano, y
con el Dios que resucita a los muertos. Eso es lo que probablemente implique seguir
a Jesús.
El lenguaje que usa Pablo aquí es el lenguaje de la depresión. La depresión es lo
que sucede cuando un puñado de temores en particular se juntan alrededor de
nosotros, como en forma de círculo, y nos obliga a dar vueltas y vueltas al círculo,
preocupándonos por una cosa, lo que nos lleva a culparnos por la siguiente cosa, lo
que nos lleva a estar ansiosos por la tercera cosa, lo que nos lleva de vuelta al
comienzo del círculo para empezar a dar la vuelta de nuevo. Y una de las
características clave de la depresión es que nos sometemos a juicio, presentamos
muchas pruebas para la acusación y ninguna para la defensa, nos declaramos
culpables y dictamos sentencia. Pablo dice: “Me sentí como si hubiera recibido la
sentencia de muerte”. Así es exactamente como es la depresión.
Atando cabos, parece que la depresión de Pablo surgió de dos situaciones
específicas. Primero, se topó con una fuerte oposición en Éfeso por parte de la
población local a quienes no les gustaba la idea de esta nueva religión, y que hicieron
todo lo posible para hacerle la vida difícil. Eso quizás era soportable, pero cuando
estaba físicamente en su punto más bajo (y la depresión ataca regularmente cuando
estamos cansados, enfermos o físicamente incapacitados) escuchó que, en segundo
lugar, una de sus iglesias más grandes, la de Corinto, lo había apuñalado en la
espalda al aceptar maestros y enseñanzas que la estaba alejando de la verdad del
evangelio que él les había enseñado.
Entonces, ¿Pablo lo había hecho todo mal? ¿No les había enseñado
correctamente? ¿Les había fallado a ellos y le había fallado a Dios? ¿Iba a morir
perseguido, o en prisión, sabiendo que su obra estaba arruinada, que había sido
llamado a una misión única y la había echado a perder? Eso, creo, fue el círculo, la
cinta de correr de la depresión, que golpeó a Pablo a mediados de los años 50 d.C.
Y Pablo dice que como resultado de esa crisis repentina había llegado a depender
no de sí mismo, sino del Dios que resucita a los muertos. ¿Acaso Pablo no había
estado confiando en este Dios antes? ¿No había creído antes que su Dios era el Dios
que resucita a los muertos? Por supuesto que sí. Pero de alguna manera había un
punto más profundo, otra parte de su personalidad que el mensaje del evangelio no
había alcanzado anteriormente. Después de su experiencia en el camino a Damasco,
se dio cuenta rápidamente de que su vida se había basado en un error. La experiencia
había sido humillante. Pero incluso en el caso de Pablo, la humillación surgida del
evangelio duró años en atravesar las diferentes capas de su personalidad, y en Asia
finalmente llegó a un punto que no parece haber alcanzado antes. Llegó al límite
absoluto de sus propios recursos; escuchó y sintió la sentencia de muerte
pronunciada por la vocecita del miedo en su interior; y, dice, “esto fue para hacerme
confiar en el Dios que resucita a los muertos”. Había estado siguiendo a Jesús
durante años; ahora se dio cuenta de lo que significaba exactamente seguir al Señor
crucificado y resucitado. Como resultado, se le ordenó que dejara de preocuparse
por su propia productividad y que confiara en la violenta ráfaga de viento.
No quiero dar la impresión de que esta nueva dependencia es fácil, algo que
cualquiera puede lograr simplemente al chasquear los dedos y poner manos a la obra.
El punto central de lo que estoy diciendo es que no es así; que estamos tan hundidos
en nuestros hábitos de miedo, y a veces en las depresiones o cuasi-depresiones que
esos hábitos producen, que nos resulta enormemente difícil, y a menudo nos cuesta
años, y hasta décadas de trabajo, escuchar el evangelio de la resurrección con lo que
Sir Edward Elgar llamó “nuestro interior más interior”. Lo que estoy diciendo es que
el mensaje del evangelio, el mensaje de que el Dios verdadero es el Dios que resucita
a los muertos, puede llegar, y sí llega, a ese punto tan profundo; y que dondequiera
que estés, y cada vez que toques fondo, que sientas ese sentimiento de desesperación
total, el evangelio puede alcanzarte allí también. De hecho, ahí es donde se
especializa en llegar a la gente. Es cuando somos débiles que podemos ser fuertes.
Cuando nuestra fuerza llega a su fin, es cuando el viento vivificante de Dios
comienza a soplar con nueva fuerza.
Por lo tanto, no debemos sorprendernos si vivir como cristianos nos lleva al lugar
donde sentimos que hemos agotado todos nuestros propios recursos, y que somos
llamados a confiar en el Dios que resucita a los muertos. Vivir por fe y no por temor
es tan extraño para nosotros, tan aterrador para nosotros, que requiere mucho
aprendizaje. Poco a poco debemos abrirnos al poder de este Dios de la resurrección;
y a veces esto solo sucede cuando nos encontramos en una crisis repentina donde no
hay nada más que podamos hacer. No te sorprendas si esto sucede, sobre todo cuando
tu futuro es incierto. Aprovecha la oportunidad como el momento en que tu creencia
en la resurrección de Jesús, tu confianza en el Dios que resucita a los muertos, tu
determinación de seguir al Cordero dondequiera que vaya, alcance uno o dos niveles
más profundos en tu propio ser interior, el lugar donde aún viven todos esos temores.
Es alarmante incluso enfrentarse a algunos de esos temores. Pero mientras uno no
escuche la orden sorprendente, que puede ocurrir solo en una crisis repentina, es
posible que nunca pueda cambiar del temor a la fe.
Espero que ya esté claro que el verdadero Dios es un Dios radicalmente diferente
del monstruo hecho por el hombre que se sienta en una nube y da órdenes arbitrarias
a gritos. Hemos vuelto al principio del evangelio: o Jesús resucitó de entre los
muertos o no lo hizo. Si no lo hizo, entonces todo el asunto cristiano es una pérdida
de tiempo; como dice Pablo en otra parte, si Cristo no resucitó, comamos y bebamos,
porque mañana moriremos (1 Corintios 15:32). Pero si Jesús resucitó de entre los
muertos, básicamente no hay nada que temer; como dice el salmista, el Dios que ha
librado de la muerte a todo mi ser, enjugará también mis lágrimas y no me dejará
tropezar (Salmo 116:8). Es porque Jesús nos revela a este Dios que somos llamados,
en el nivel más profundo de nuestro ser, a seguirlo.
Todos los demás preceptos que nos permiten dar sentido a nuestra vida humana
se derivan de este. Cuando intentamos agarrar lo que no es nuestro, es porque
tememos que si no lo hacemos no tendremos suficiente. Cuando usamos el sexo
como un medio de auto gratificación en lugar de como la gloriosa afirmación de un
compromiso de por vida, no lo hacemos solo por lujuria; la lujuria misma se nutre
del temor, temor al rechazo, temor a la soledad. Cuando mentimos, lo hacemos
porque tememos que la verdad sea vergonzosa. Y así sucesivamente. Si creemos en
el Dios que resucitó a Jesús, entonces, a medida que nuestros temores sean tratados
en un nivel cada vez más profundo, a medida que sean enfrentados por el amor
asombroso del Dios insuperable, podremos dejar atrás la imagen de un Dios
autoritario e intimidante que quiere que guardemos sus leyes para él poder
controlarnos, para ponernos a punto, para aplastar o sofocar nuestra humanidad o
nuestra individualidad. Entonces seremos capaces de seguir al Dios verdadero, el
Dios que resucita a los muertos, con confianza en lugar de temor. El Dios verdadero
da vida nueva, vida más profunda, vida más rica, y nos ayuda a alcanzar una
humanidad plenamente madura, abriendo los puños cerrados de nuestros temores
para derramar su propia vida y amor en nuestras manos vacías y expectantes.
Entonces, si reconocemos la verdad sobre el Dios insuperable, el Dios que
resucita a los muertos, podemos confiarle cada tarea menor que se nos presente. Se
le puede confiar los exámenes; se le puede confiar trabajos, incluso cuando no
funcionan necesariamente de la manera que pensábamos que deberían. Se le puede
confiar el matrimonio, tanto cuando lo esperamos con entusiasmo y temor, como
cuando nos encontramos dentro de él y enfrentando las tensiones y presiones que
son de esperar en todos los matrimonios contemporáneos. Se le puede confiar el
dinero, incluso cuando parece que hay menos disponible de lo que habíamos
pensado. Se le puede confiar la vejez. Se le puede confiar la muerte misma. Por
supuesto que sí; él es el Dios que resucita a los muertos, que afirma la bondad de la
vida humana, que toma precisamente la situación en la que parece no haber
esperanza en términos humanos, y trae nueva vida exactamente allí.
Al seguir al Jesús que nos revela a este Dios, nos parecemos a Israel y su vocación
al final del exilio. Israel, en el exilio, se percibía a sí misma como una mujer sin
hijos, en una sociedad donde eso significaba una gran vergüenza; como una mujer
divorciada, sin familia y sin apoyo. Israel era una nación tomada por otros, limitada
al estatus de refugiado. El pueblo había enfrentado la repentina y suprema crisis de
toda su condición de nación. Y el Dios insuperable se reveló a ellos de nuevo, con
el sorprendente mandato que resuena a través de los oráculos proféticos. Esta es la
palabra del Dios que resucita a los muertos, y nos invita a seguir a su Hijo resucitado
en el nuevo camino de la vida:
El SEÑOR te llamará
como a esposa abandonada; como a mujer angustiada de espíritu,
como a esposa que se casó joven tan solo
para ser rechazada, dice tu Dios.
Te abandoné por un instante,
pero con profunda compasión volveré a unirme contigo.
Por un momento, en un arrebato de enojo,
escondí mi rostro de ti;
pero con amor eterno te tendré compasión,
dice el SEÑOR, tu Redentor—.
Para mí es como en los días de Noé,
cuando juré que las aguas del diluvio
no volverían a cubrir la tierra.
Así he jurado no enojarme más contigo,
ni volver a reprenderte.
Aunque cambien de lugar las montañas
y se tambaleen las colinas,
no cambiará mi fiel amor por ti
ni vacilará mi pacto de paz,
dice el SEÑOR, que de ti se compadece.
(Isaías 54:1-10)
8
La Mente Renovada
Si sucediera hoy día, sería noticia instantánea en el Jerusalem Post, y quizás también
en el Washington Post. “GENERAL SIRIO SANADO POR HOMBRE SANTO
ISRAELÍ”. ¿Impensable? Sí: y así se consideraba en aquel entonces también. Siria
e Israel habían estado peleando de forma intermitente durante tres mil años, y esta
historia trata sobre un general sirio muy perplejo, pero también muy agradecido, que
descubrió que había un Dios en Israel que podía hacer cosas que sus dioses locales
aparentemente no podían hacer. Lo que él descubrió es lo que hemos de descubrir
todos los que queremos seguir a Jesús: este viaje significará una renovación
completa de la mente.
Quizás te acuerdes de la historia, la cual ocurre en 2 Reyes 5. El gran general
Naamán tenía una enfermedad incurable de la piel, conocida como lepra. Le dijeron
que Eliseo, el profeta judío, lo sanaría. Esperaba un trato real: Eliseo seguramente
saldría y lo trataría como uno trata a un gran hombre. Lo que recibió fue un trato
(para él) descortés: Eliseo envió un mensaje diciéndole que fuera a lavarse siete
veces en el Jordán. Inicialmente perdió los estribos y se negó a hacerlo, hasta que
sus sirvientes le hicieron entrar en razón; dejó su orgullo a la orilla del Jordán, y se
lavó, y se sanó.
Fue en ese momento que Naamán se dio cuenta de que tenía un nuevo problema,
y ahí es donde realmente comienza la historia. Ahora tenemos una historia de dos
hombres confundidos, pero confundidos de maneras muy distintas.
El primero de ellos es este Naamán. Una nueva realidad ha llegado a su vida, y
lo vemos luchando por aceptarla, por armar las piezas de su vida anterior en un nuevo
patrón que tenga sentido, agrupadas todas alrededor de un nuevo punto fijo. Dicho
nuevo punto fijo es una nueva creencia acerca de Dios. Hasta ahora había adorado a
su dios sirio local, Rimón, como era de esperar. Pero Naamán ahora ha descubierto
algo acerca de Rimón: se ve muy bien sentado allí en su santuario, pero no es muy
bueno cuando se trata de la lepra. Y la mala noticia es que el enemigo, un poco más
al sur, sobre los Altos del Golán, adora a un dios que no tiene una estatua sentada en
un santuario, pero que supera a Rimón en el negocio de la sanación. Y Naamán
reconoce que este dios se le acercó y le tocó.
Vuelve donde Eliseo y declara: “Ahora reconozco que en toda la tierra no hay
más Dios que el de Israel” (5:15). Le ofrece a Eliseo un regalo, que es rechazado; y
luego hace dos cosas que muestran su determinación de adaptar su forma de pensar
a la nueva creencia que ha encontrado. Primero, encuentra una forma de adorar a
este Dios, aunque va a ser incómodo. Y segundo, se enfrenta a las transigencias que
sabe que le esperan cuando regrese a casa. Primero rectifica su visión de Dios;
segundo, su visión de sí mismo.
Para nosotros, lo primero es un poco cómico. Naamán todavía está obsesionado
con la idea de los dioses territoriales. Cada tierra tiene su dios. Ha descubierto que
el dios que vive en Israel es el realmente poderoso, así que lo que hace es pedir dos
mulas cargadas de tierra judía, para que incluso cuando regrese a casa pueda seguir
adorando a este dios en su propio territorio. Naamán aún no ha entendido el siguiente
paso en el argumento, que es que si el Dios de Israel es el único Dios verdadero, está
tan presente en Siria como en Israel; pero ahí va, aprendiendo poco a poco. Su verdad
a medias es como un vaso medio lleno, en lugar de uno medio vacío.
Su segunda acción es la que encuentro realmente fascinante. Le dice a Eliseo, en
efecto: “Mira, cuando regrese a casa, mi amo, el rey de Siria, esperará que yo vaya
con él como de costumbre a la casa de Rimón. Es un anciano; se apoya en mi brazo;
cuando él se inclina, yo me inclino. ¿Qué más puedo hacer? Sé que está mal, pero
tengo que hacerlo. Y lo siento”. Me recuerda el final del poema de TS Eliot, El viaje
de los magos: los tres reyes magos llegan a Belén y descubren que el nacimiento que
habían venido a ver significa la muerte de todo lo que habían sido y conocido hasta
ese momento. Como resultado,
La Tentación
El Infierno
Una música brillante murió y dejó sus dos posesiones más preciadas a sus dos nietos.
A una le regaló su violín; al otro, su piano. La nieta, que llevaba algunos años
aprendiendo a tocar el violín, fue pasando poco a poco de su propio instrumento al
otro más antiguo y querido. Con el paso del tiempo, llegó a tocarlo como lo había
hecho su abuela. El nieto, que también había recibido lecciones de piano durante
algún tiempo, siguió tocando su propio piano. Puso el espléndido piano antiguo en
la mejor habitación de la casa, donde se veía bien, pero se fue desafinando
paulatinamente. Nadie se dio cuenta cuando se le metió carcoma, y al final tuvieron
que despedazarlo y usarlo para leña.
El que tenga oídos, que oiga.
Seguir a Jesús no es simplemente una buena opción religiosa para aquellos que
quieren medírsela para ver si les gusta. Como quedó claro en el capítulo anterior,
puede exigir decisiones difíciles. Preferimos, naturalmente, hablar del lado
agradable del cristianismo. Pero toda la tradición cristiana tiene claro que entre las
razones para seguir a Jesús está la cuestión de qué sucederá si no lo hacemos. Si no
seguimos a Jesús, como individuos y como comunidades, ¿qué resultados podemos
esperar?
En última instancia, en términos cristianos solo tiene sentido hablar de sosiego si
también se habla de desasosiego. De lo contrario, diluiremos el mensaje cristiano,
convirtiéndolo en lugares comunes benignos, eliminando tanto las alturas como las
profundidades de una manera que tiene poco que ver con la rica literatura del
judaísmo y el cristianismo, y huele más bien al mundo frío y complaciente de la
Ilustración del siglo XVIII, de la que (por desgracia) todavía somos esclavos. ¿Cómo
podemos nosotros, como los hijos de Israel, salir de esa esclavitud intelectual y
captar de nuevo el mensaje completo? ¿Cómo podemos, en particular, comprender
hoy día el significado de lo que la Iglesia ha dicho a lo largo de los años sobre la
terrible posibilidad de la pérdida final, de que los seres humanos no alcancen la meta
para la que fueron creados?
Hay tres puntos iniciales que debemos considerar antes de abordar este tema tan
complicado.
Primero, debe decirse lo más claramente posible que cuando empezamos a sentir
la necesidad de creer en el infierno, estamos en un gran peligro. El deseo de ver a
otros castigados, incluido el deseo de castigarnos a nosotros mismos, no tiene cabida
en el esquema cristiano de las cosas. Hay, por supuesto, un deseo justo y propio de
la justicia, de la victoria de lo justo sobre lo fuerte; el deseo de castigar, sin embargo,
debe distinguirse claramente de eso. Y en este mundo, es muy posible que la justicia
implique algún tipo de acción retributiva contra los perpetradores de la injusticia.
Pero el castigo por sí mismo, por así decirlo, es otra cosa. Los filósofos y los
psicólogos, así como los teólogos, han debatido la naturaleza del castigo durante
muchos años sin llegar muy lejos, pero una cosa me queda clara: si tengo ganas de
ver a otra persona atormentada, estoy arrancando del árbol una fruta que es dulce
por un momento, pero amarga por una hora, y que me envenenará a menos que me
arrepienta. Con demasiada frecuencia, tal deseo proviene de los celos en lugar de la
justicia, del miedo en lugar de la ecuanimidad, de la culpa reprimida en lugar del
anhelo por el reino de Dios.
En segundo lugar, la mayoría de los pasajes del Nuevo Testamento que la Iglesia
ha interpretado como refiriéndose al castigo eterno después de la muerte para los
incrédulos, de hecho no se refieren a tal cosa. La gran mayoría de esos pasajes tienen
que ver con la forma en que Dios actúa dentro del mundo y de la historia. La mayoría
recuerdan el lenguaje y las ideas del Antiguo Testamento, que funcionan de una
manera muy diferente a la que normalmente se imagina. Permíteme darte un
ejemplo. Cuando Jesús habla, en Marcos 13, de que el sol y la luna se oscurecerán y
las estrellas no darán su brillo, imaginamos hoy que está hablando del fin de todo el
universo del espacio-tiempo, dando lugar a un juicio cósmico. Pero el lenguaje es el
de Isaías 13, que no trata del colapso del universo, sino que pronostica la caída
catastrófica de Babilonia, la gran ciudad que ha estado persiguiendo al pueblo de
Dios. Al reutilizar este lenguaje, Jesús está siendo fiel al género. No se refiere al
colapso del universo, sino a la caída de Jerusalén. Como historiador, puedo decir
categóricamente que el lenguaje de Jesús sobre el terrible castigo reservado para
aquellos que rechazaron su mensaje debe leerse como predicciones del terrible
futuro que le esperaba a la nación de Israel si rechazaba el camino de la paz que él
estaba proponiendo. Cuando habló de “Gehena”, se refería al vertedero de basura de
Jerusalén, un montón de deshechos inmundos y humeantes. Advirtió que aquellos
que persistían en seguir el camino de la rebelión nacionalista en lugar del camino de
la paz convertirían a Jerusalén en una enorme y asquerosa extensión de su propio
basurero. La advertencia se hizo realidad.
Entonces, con base en estos dos puntos ⎯el peligro de querer enviar a la gente
al infierno y el hecho de que la mayoría de las advertencias del Nuevo Testamento
no se refieren a eso de todos modos⎯, es evidente que hace falta un replanteamiento
serio, para lo cual es insuficiente un capítulo corto en un libro que en realidad trata
de otra cosa.
Mi tercer punto tiene que ver con dicho replanteamiento, dicha reconstrucción.
Cuando la Biblia habla de cómo los seres humanos ordenan o desordenan sus
vidas, se basa en el hecho de que todos estamos hechos a la imagen de Dios. Este
don, sin embargo, no es un derecho, algo que poseemos automáticamente, sino el
don de Dios. Es como un instrumento musical maravilloso que heredamos de un
padre o un abuelo que nos amaba. Y la forma de mantener afinado el maravilloso
instrumento es tocarlo, tocarlo al máximo; practicar ser el reflejo de la imagen de
Dios, lo cual se hace mediante la adoración, el amor y el servicio mutuo,
alegrándonos con los que están alegres y llorando con los que lloran. En otras
palabras, se hace siguiendo a Jesús.
Pero si adoramos a otros dioses ⎯y los otros dioses son muy poderosos y activos
en nuestro mundo en este momento⎯, la imagen se atrofiará. El instrumento se
desafinará. No nos daremos cuenta de que la carcoma se ha metido hasta que sea
demasiado tarde. Eso es lo que Jesús les estaba diciendo a los judíos de su época.
Vuelvan a afinar el instrumento ahora, o nunca podrán hacerlo. Un juicio terrible
⎯el juicio de este mundo, la devastación de ciudades y el desgarramiento de
naciones⎯ les espera si deciden seguir adorando a otros dioses. Para nosotros, la
advertencia debe ser igualmente clara. Después de todo, vivimos en un mundo donde
todos los días los periódicos nos informan de ciudades devastadas y tragedias
humanas a gran escala, y nadie parece poder hacer nada al respecto. Es posible
olvidar lo que realmente significa ser genuinamente humano. Es posible (y
peligroso) empezar a reflejar dioses distintos al verdadero Dios a cuya imagen
fuimos hechos. Pero los otros dioses no dan vida. Adorarles a ellos, y reflejar su
imagen, es buscar la muerte: la eventual destrucción total de todo lo que significa
ser verdaderamente humano. Si lo dudamos, solo hay que ver las noticias.
Ahí, entonces, están mis tres puntos iniciales. Primero, ten cuidado si tienes ganas
de castigar a otros. Segundo, lee las advertencias del Nuevo Testamento por lo que
son, no por lo que no son. Tercero, reconoce que es posible adorar a dioses distintos
al verdadero, y así dejar de ser verdaderamente humano. A medida que avancemos
desde allí, debemos considerar dos niveles de la vida humana, el personal y el social.
Primero, el personal. Creo que en nuestra propia generación nos estamos
volviendo más conscientes de lo delicado y lo sensible que es el ser humano. Nos
desafinamos muy fácilmente. Debemos proceder con cuidado. Sin embargo, la
mayoría del tiempo nos cuesta mucho hacer eso. Necesitamos aprender a respetar la
imagen de Dios en nosotros mismos y en los demás. Si no lo hacemos, como sucede
con mucha gente a nuestro alrededor, cada día y cada hora nos volvemos menos que
verdaderamente humanos. El instrumento necesita afinarse y tocarse regularmente
para que permanezca como debería ser. Sin eso, no hay nada en la Biblia o en la
tradición cristiana que niegue la posibilidad de que los humanos individuales puedan
elegir progresivamente ser cada vez menos genuinamente humanos, hasta que
eventualmente dejen de ser humanos en absoluto. Pero, ¿cuál será la mejor forma de
pensar en esto?
En el siglo XIX hubo un enconado debate entre quienes insistían en que había
que creer en el castigo eterno de los condenados y quienes creían en lo que se llama
“la inmortalidad condicional”, es decir, el otorgamiento de la inmortalidad sólo a los
que se salvan y (como la otra cara de la misma moneda) la aniquilación de los que
no se salvan, quienes quedan no sólo fuera del alcance de la esperanza, sino también
fuera del alcance de la piedad. La última propuesta fue un intento de hacer justicia a
la idea, que surgió repentinamente en el siglo XIX, de que ningún cristiano puede
sentir otra cosa que genuina piedad por un ser humano perdido que está consciente
de estar perdido; y que, con mayor razón, Dios debe sentir una piedad similar. Pero
si una criatura simplemente ha dejado de tener la imagen de Dios, ha dejado de ser
humana, entonces la piedad se vuelve inapropiada. Dolor por la pérdida, sí; pero no
lástima.
Mi manera de abordar esta cuestión es diferente. Me parece ⎯y debo enfatizar
que se trata de una opinión personal que ofrezco de manera tentativa⎯ que si es
posible, como he sugerido, que el ser humano opte por vivir cada vez más fuera de
sintonía con la intención divina, para reflejar la imagen de Dios cada vez menos, no
hay nada que les impida finalmente dejar de tener esa imagen y, por así decirlo,
convertirse en seres que una vez fueron humanos, pero ahora no lo son. Aquellos
que se niegan persistentemente a seguir a Jesús, la verdadera Imagen de Dios, por su
propia elección se volverán cada vez menos como él, es decir, cada vez menos
verdaderamente humanos. A veces decimos, incluso de las personas vivas, que se
han vuelto inhumanas o que se han convertido en monstruos. Las drogas pueden
hacerle eso a la gente; el licor también. También los celos. También el desempleo.
Lo mismo ocurre con la falta de vivienda o la falta de amor. Yo mismo no creo que
ningún ser humano viviente pierda completamente la imagen divina. Pero no queda
duda de que algunos parecen estar empeñados en lograrlo a toda costa.
No veo nada en el Nuevo Testamento que me haga rechazar la idea de que
algunas, quizás muchas, de las criaturas humanas de Dios eligen, y elegirán,
deshumanizarse por completo. Tampoco veo nada que me haga suponer que Dios,
que dio a sus criaturas humanas el peligroso don de la libertad y la elección, no
honrará esa elección, aunque sea a través del profundo dolor y el sentimiento de
pérdida que cualquier Dios que podamos imaginar debe llevar consigo en su
corazón, un dolor vivido plenamente en el Calvario. Esta, creo, es la forma en que
algo así como la doctrina tradicional del infierno puede reafirmarse en la actualidad.
Sin embargo, si queremos hacerle justicia al Nuevo Testamento no creo que
debamos poner el mayor énfasis en este pensamiento sombrío. Si existe una doctrina
bíblica adecuada, aunque difícil, del infierno en términos del destino final humano
individual, existe una doctrina bíblica del infierno igualmente adecuada y aún más
necesaria en términos de la vida social y corporativa humana en esta tierra. Y, de
hecho, si nos concentráramos en la primera, la cuestión del destino personal,
podríamos caer fácilmente en la peligrosa posición de ignorar la segunda. Aquellos
que hablan todo el tiempo del destino eterno pueden caer fácilmente en el uso de ese
lenguaje como una excusa para olvidar el primer gran clímax del Padrenuestro:
“Venga tu reino... en la tierra como en el cielo” (Mateo 6:10). Y si olvidamos eso,
hemos dejado de ser seguidores de Jesús. Como cristianos, buscamos la unión, no la
separación, del cielo y la tierra; y desde esa perspectiva, debemos mirar con realismo
cristiano la posibilidad de una unión diferente y desastrosa, que se ha convertido en
una posibilidad demasiado real en nuestros días: la unión del infierno y la tierra.
Jesús advirtió a la gente de eso mismo en su época. Nosotros estamos obligados a
hacer lo mismo en la nuestra.
¿Cómo es esa unión desastrosa y cómo se produce? Comienza con el “cortejo”
diabólico, cuando una sociedad silenciosamente empieza a dejar de adorar al Dios
verdadero y a adorar a otros dioses. Pasamos ese punto en la Gran Bretaña hace
algún tiempo. Su desarrollo se ve muy claramente cuando algunas partes de la
sociedad anteponen sus propios intereses a las necesidades de otros miembros de la
misma sociedad. Ahí es donde estamos en este momento: hemos reducido la tasa de
inflación a costa de inflar la tasa de deshumanización en nuestra sociedad. Por cada
punto que ha bajado la inflación, el desempleo y la falta de vivienda han aumentado
para miles de personas. Los dividendos ganados por los ricos son pagados, a menudo
de manera bastante directa, por los países del Tercer Mundo que luchan simplemente
por pagar los intereses, ni siquiera el capital, de las enormes deudas en las que han
incurrido, a menudo, sin culpa. Gastamos miles de millones en misiles inteligentes
y, al mismo tiempo, cerramos hospitales. Estas son las señales de un “cortejo” entre
la tierra y el infierno que ya está muy avanzado. Ya llegó a la etapa del compromiso,
un compromiso firme que resulta difícil romper, cuando los intereses creados,
confrontados con los resultados deshumanizantes de sus propias políticas, declaran
abiertamente, “¡qué lástima!”. Jesús advirtió a sus oyentes que deberían estar listos
para leer las señales de los tiempos. ¿Qué diría al ver nuestra época? ¿Qué deberían
decir sus seguidores?
Si se ha de cancelar la unión diabólica ⎯y si no se cancela lo único que nos
espera es el infierno en la tierra⎯, ahora es el momento de llamar las cosas por su
nombre, decirle “idolatría” a la idolatría, y oponerse a ella con todas las herramientas
a nuestra disposición. Si Jesús se opuso a ella, los que le siguen están obligados a
hacer lo mismo. Y si vamos a hacerlo, no se trata simplemente de hacer denuncias.
Debemos ofrecer, además de una crítica aguda, una verdadera palabra de consuelo.
El mensaje de Adviento, que leemos cada año en Isaías 40, dice lo que nosotros
necesitamos escuchar y decir:
El Cielo y el Poder
¿Adónde se ha ido el cielo? Hace unos años John Lennon, en una canción muy
famosa, nos invitó a imaginar que el cielo no existía. La invitación era muy atractiva,
sobre todo para una generación cansada de torpes certezas y lista para una
contracultura. La idea del “cielo” de Lennon y de muchos otros ingleses era la de
muchos de los himnos que se cantan en el periodo de Ascensiontide3:
3
Periodo entre el Día de la Ascensión y el Domingo de Pentecostés, conocido también como “el
pequeño Adviento”.
Entonces lo que dijo en realidad era, “el cielo no sirve para nada, vivamos al máximo
aquí y ahora”.
La protesta quizás era justificada, pero en realidad no entendía de lo que estaba
hablando. Los dos grandes temas de la época de la Ascensión, los días en que estos
problemas se hacen más visibles, son precisamente el cielo y el poder. Y lo que
afirmamos es que la ascensión de Jesús pone en tela de juicio todas las nociones
humanas normales acerca de ambas cosas. Nuestra sociedad todavía está tan
confundida con respecto a ellas como cuando Lennon cantó su canción.
Necesitamos, como dice Pablo en Efesios, una nueva sabiduría y revelación para
entender las cosas como realmente son, para que podamos captar la verdadera
naturaleza de la esperanza y la herencia cristianas, y del concepto cristiano genuino
del poder, que cuestiona todas las demás ideas humanas del poder. Además, al haber
analizado en el capítulo anterior la forma en que el no seguir a Jesús conduce al
infierno, tanto aquí como en el más allá, es bueno equilibrar las cosas con un análisis
serio del significado del cielo. Si él se ha ido para allá, para sus seguidores será mejor
entender de qué se trata.
“El cielo”, en realidad, es uno de los términos religiosos más mal empleados en
la actualidad, con la posible excepción de la palabra “Dios”. La noción bíblica del
cielo no es la de un lugar lejano “más allá del cielo azul”. Tampoco es simplemente,
como algunos han dicho en reacción a esa noción más antigua, un estado de la mente
o el corazón que algunas personas pueden alcanzar aquí y ahora. El cielo es el
espacio de Dios, que se cruza con nuestro espacio y lo trasciende. Para decirlo de
otra manera, es una dimensión más de nuestro mundo, no un lugar muy alejado de
nuestro mundo. Está a nuestro alrededor, vislumbrada en un misterio en cada
Eucaristía y en cada acto de generoso amor humano. La belleza del orden creado
también nos hace pensar en el cielo, porque su misma transitoriedad apunta más allá
de sí mismo a la belleza más plena que es la belleza de Dios mismo. Como decimos
con tanta frecuencia, algún día Él lo va a hacer realidad “en la tierra como en el
cielo”.
La idea se ha hecho tan popular, pero la esperanza cristiana no es simplemente
que “iremos al cielo cuando muramos”. Hasta cierto punto, la afirmación está bien;
después de la muerte los que aman a Dios estarán con él, estarán en la dimensión de
él. Pero la esperanza cristiana final es que las dos dimensiones, el cielo y la tierra,
actualmente separadas por un velo de invisibilidad causado por la rebelión humana,
se unirán, de modo que habrá nuevos cielos y una nueva tierra. El cielo no es, por lo
tanto, un sueño escapista que se ofrece como un incentivo para que la gente se
comporte mejor; así como Dios no es un propietario ausente que mira hacia abajo
desde una gran altura para ver lo que están haciendo sus inquilinos y decirles que no
deben hacerlo. El cielo es la dimensión de Dios, la dimensión adicional de toda
nuestra realidad presente; y el Dios que allí vive está presente para nosotros, presente
con nosotros, compartiendo nuestras alegrías y nuestras penas, anhelando, como
nosotros anhelamos, el día en que toda su creación, el cielo y la tierra juntos, refleje
perfectamente su amor, su sabiduría, su justicia y su paz.
Cuando Jesús ascendió al cielo no se fue para un lugar más allá de las estrellas,
sino hacia ese espacio, esa dimensión. Y si creemos eso, nuestro concepto del cielo
cambiará. El Jesús que se fue para allá es el Jesús humano. La gente a veces habla
como si Jesús era divino, luego dejó de ser divino y se hizo humano, para luego dejar
de ser humano y volver a ser divino. Eso es precisamente lo que se descarta con la
ascensión. El Jesús que ahora ha pasado a la dimensión de Dios ⎯hasta el momento
en que se levante el velo y la realidad multidimensional de Dios se junte en toda su
gloria⎯ es el Jesús humano. Tiene carne humana y las marcas de los clavos y la
lanza hechos por el hombre, hasta el día de hoy, aunque vive dentro de la dimensión
de Dios, no lejos de nosotros, sino tan como el aliento mismo.
Esto significa, contrariamente a lo que algunos puedan suponer, que una doctrina
del cielo centrada en la ascensión nunca puede ser utilizada como una manera de
oprimir a la gente, o de restarle valor a su humanidad. Todo lo contrario. Afirma el
valor verdadero y duradero del ser humano. El Jesús resucitado era más humano, no
menos, de lo que era antes: su humanidad resucitada es la afirmación de su
humanidad anterior, sólo que ahora sin la fragilidad y la muerte que antes compartía
con el resto de nosotros. Su resurrección es, por lo tanto, la forma en que Dios dice
que existe una humanidad genuina, que la vida humana no es una broma sartreana
que nos promete todo, pero no nos da nada.
Pero, si esto es cierto, la ascensión es la afirmación de que Dios ha tomado a ese
Jesús plenamente humano, profunda y ricamente humano, y lo ha acogido a sí mismo
dentro de su propia dimensión, su propio espacio, haciéndolo verdaderamente el
Señor del mundo. La intención de Dios siempre era que sus criaturas humanas
heredaran el mundo, el orden creado, para gobernarlo con sabiduría y mansedumbre,
para traer orden y realzar su belleza. En el Jesús humano ascendido esa visión se
realiza en principio. Siempre existe el riesgo de que, al decir que Jesús “fue al cielo”,
permitimos que una imagen falsa del cielo influya en nuestra imagen de Jesús. Lo
que estoy sugiriendo es que, más bien, la verdadera imagen del Jesús humano, el
mismo Jesús al que estamos llamados a seguir, debería subvertir nuestras falsas
imágenes del cielo y convertirse en el centro de la verdadera imagen.
Si tenemos claro este punto, nuestras ideas acerca del poder también serán
radicalmente diferentes. Gran parte de nuestra vida contemporánea, y de la de cada
generación humana, está relacionada con el poder. Quién está en el poder, quién está
fuera del poder, quién tiene el poder para hacer esto o aquello; estas son las preguntas
que parecen importar. Luchamos por el poder, estamos enojados con las personas
que nos manipulan porque ellos tienen poder y nosotros no. El dinero es importante
principalmente porque tenerlo te da poder. Incluso el sexo se valora, al menos en
parte, porque parece darte poder sobre otra persona. Nietzsche nos enseñó a no
confiar en lo que dice la gente porque una y otra vez intentan ejercer poder sobre
uno. Hemos aprendido esta lección y nos hemos convertido en una generación de
cínicos que vemos trucos de poder detrás de cada acción aparentemente inocente. E
incluso el cinismo mismo puede verse como otro intento de arrebatar el poder a
quienes parecen tenerlo. Vivimos en una era que la gente se muere por tener el poder,
y que de hecho se muere por causa del poder. Los matrimonios se convierten en
juegos de poder, y ambos cónyuges acaban perdiendo, por no hablar de los hijos.
Las naciones se apoderan de su libertad y, de inmediato, como hemos visto, se
fragmentan en facciones hambrientas de poder. El tan cacareado sistema económico
occidental moderno insiste en que todo anda demasiado bien, pero en el fondo se
parece bastante a la lucha por el poder descrita en El señor de las moscas de Golding.
¿Qué debe hacer el seguidor de Jesús en un mundo como este?
La ascensión de Jesús contrasta el amor al poder con el poder del amor. La gran
escena en el capítulo 7 de Daniel en el juzgado de Dios (para más detalle, véase el
capítulo 3) tiene que ver con el poder. En la visión de Daniel, el último gran
monstruo que sale del mar se pone de pie y pronuncia grandes insolencias, se jacta
de su poder. Como todos los imperios humanos antes y después, el monstruo, que
representa el colmo de la maldad humana, hace alarde de todas las cosas que puede
hacer. Como todos los imperios humanos, lo que más puede hacer es matar.
Pero Dios, presidiendo la escena en el juzgado, calla la arrogancia del monstruo.
Exalta a su propia mano derecha, a uno como un hijo de hombre, una figura humana,
y le da dominio, autoridad y poder real. Pero este no es el mismo tipo de poder que
ejerció el monstruo. La Iglesia a menudo se siente tentada a pensar que simplemente
puede vencer a los poderes del mundo usando los mismos métodos que ellos, con la
cruz como símbolo de la victoria terrenal. Los seguidores de Jesús a veces imaginan
que la victoria de su causa es lo único que importa, independientemente de los
medios que se utilicen para lograr ese fin. Pero eso es una parodia de todo el
significado de la ascensión, y de la cruz y la resurrección que dan a la ascensión su
profundidad y resonancia. La exaltación de Jesús por parte de Dios le reivindica no
solo a él y su causa, sino también su camino; y ese camino es el camino que sus
seguidores también deben pisar.
El escritor original de Daniel, y aquellos que estudiaron el libro en la época de
Jesús, pensaban que la figura de uno como “hijo de hombre” se refería a los pocos
fieles que sufrían por causa de Dios a manos de los tiranos, y que serían
reivindicados al final. Jesús aplicó esta imagen a sí mismo, y murió creyendo que
así se rompería el poder de los monstruos. El peso de la arrogancia humana habría
hecho todo lo posible contra él y entonces el Dios creador, el Dios del amor y de la
vida nueva, le reivindicaría y así comenzaría el proceso de establecer su propio reino,
en el que el poder se habría puesto de cabeza. Lo principal que pueden hacer los
monstruos, entonces y ahora, es matar. Jesús creía en un Dios capaz de resucitar a
los muertos.
El poder de Dios, dice san Pablo en 1 Corintios 1, se revela en la debilidad
humana, sobre todo en la debilidad de Jesús. En el corazón del evangelio cristiano
se encuentra la ridícula paradoja de que el verdadero poder se encuentra en el
aparente fracaso y la vergonzosa muerte de un joven judío a manos de un imperio
despiadado. ¿Por qué? Porque la realidad consiste en más dimensiones de las que
vemos y conocemos en nuestro propio espacio y tiempo. El cielo, el espacio de Dios,
es la realidad presente pero invisible. Y, en esa dimensión tan importante, la
crucifixión no fue una derrota sino una victoria; en la muerte de Jesús, como vimos
en el capítulo 2, los mismos poderes del mal estaban siendo juzgados, estaban siendo
avergonzados, estaban siendo reprendidos decisivamente por su arrogancia. En
cambio, el amor generoso y abnegado de Jesús, que se sacrificó por los pecados del
mundo, ha sido reivindicado y exaltado como principio supremo del universo. Lo
que es más, Jesús mismo, no un principio abstracto, sino una persona humana, ahora
ha sido exaltado como el Señor que aún ama, aún da, aún es generoso, ante quien un
día toda rodilla se doblará, y a quien hoy estamos llamados a seguir.
¿Un bonito sueño? No, es más que eso. ¿Una buena idea ya refutada porque la
maldad humana persiste? No, ese no es el punto. El giro al final de la historia viene
cuando san Pablo escribe (Efesios 1:20-3) que el poder que resucitó a Jesús
crucificado de entre los muertos, y que lo exaltó triunfalmente en el espacio propio
de Dios, con dominio sobre toda otra autoridad y todo poder humano, ese mismo
poder es el que Dios quiere ejercer ahora a través de su pueblo. La victoria de Jesús
sobre el mal en el mundo no es simplemente un hecho consumado que se puede
refutar dada la persistencia del mal hasta el día de hoy. Es una victoria que debe ser
implementada a través de sus seguidores.
Un momento de reflexión nos muestra que no podría ser de otra manera.
Precisamente porque el poder de Dios no es manipulador, no aplasta ni destroza al
ser humano, sino que lo ennoblece y lo realiza, Dios anhela ahora que nosotros, sus
hijos, tomemos nuestra parte en la implementación de su victoria, la victoria del
poder del amor sobre el amor al poder, a lo largo de su creación. Quienes se
comprometen a seguir al Señor Jesús ascendido, se apuntan así a esta tarea.
Las áreas en que somos llamados a hacer esto son tantas como las áreas de interés
humano. Debemos trabajar y orar para que el poder del amor, el gobierno sabio,
gentil y sanador de la humanidad genuina, se ejerza sobre el orden creado. Las
alternativas no son atractivas: el arrogante y codicioso amor al poder, por un lado, y
por el otro, el feo panteísmo que quiere adorar a la tierra misma en lugar de a su
creador. Hace falta hablar de grandes temas como estos. Es igual de importante que
aprendamos a aplicar el poder del amor en nuestras propias relaciones, renunciando
a toda manipulación y dominio, y entregándonos a los demás en un amor arriesgado,
pero generoso.
Los grandes imperios del mundo, como dijo Napoleón en un momento de
franqueza, dependen de la fuerza. Han surgido y han desaparecido, y lo mismo les
pasará a los imperios actuales. Sus armas son el temor y la muerte, y ellos también
mueren cuando el miedo que han generado se convierte en rebelión violenta. En el
momento de su ascensión, Jesús recibió del Dios creador un imperio edificado sobre
el amor. A medida que abrimos nuestras vidas al calor de ese amor, empezamos a
dejar de sentir temor; y a medida que ya no sentimos temor, comenzamos a
convertirnos en personas a través de las cuales el poder de ese amor puede fluir hacia
el mundo que tanto lo necesita. Esa es una parte esencial de lo que significa seguir a
Jesús. Y a medida que el poder de ese amor reemplaza el amor al poder, vemos un
anticipo del gran día final. El reino de Dios se manifiesta en parte y se hace la
voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. No veremos la obra cumplida en toda
su plenitud hasta el día final. Pero, al seguir a Jesús, estaremos implementando su
obra y apurando la llegada de ese día.
12
Entonces, ¿qué pasa con la gente después de la muerte? ¿En dónde terminan los
seguidores de Jesús, por así decirlo? Un pasaje de un antiguo escrito judío que ha
sido muy popular e influyente a lo largo de la historia cristiana se encuentra en la
Sabiduría de Salomón, que habla de las almas de los justos en manos de Dios:
Iustorum animae in manu Dei sunt. Es un pasaje muy conocido, a menudo
acompañado de música:
Este pasaje a veces se usa para afirmar que el escritor no tenía idea de que iba a
haber una resurrección futura; lo único que le interesaba era la inmortalidad del alma.
Muchos cristianos, si se les pidiera su concepto de la vida después de la muerte,
probablemente estarían de acuerdo. Pero, ¿puede uno realmente ser un seguidor serio
de Jesús si piensa así?
Ha habido, por supuesto, un gran debate sobre la resurrección y la inmortalidad.
La gente a menudo ha tratado de disminuir la esperanza cristiana y crear una doctrina
más vaga, menos específica, ciertamente menos encarnada, de mera inmortalidad,
de “supervivencia”. La corriente principal del cristianismo ortodoxo siempre ha
respondido que creemos en algo más que la mera inmortalidad. Aunque nos cueste
entenderlo, habrá un nuevo tipo de fisicalidad, una nueva encarnación, para la cual
el único lenguaje apropiado es el de la resurrección, la resucitación de los cuerpos a
una nueva vida.
¿Por qué creemos eso? ¿Y qué importa lo que dice la Sabiduría de Salomón,
cuando ni siquiera está en el canon oficial del Antiguo Testamento? Bueno, la
Sabiduría de Salomón fue un libro muy influyente en la época de Jesús. Leerlo nos
ayuda a ver lo que algunas personas estaban pensando en ese momento.
Sin embargo, la verdad es que el pasaje de la Sabiduría ha sido muy
malinterpretado. Si lees solo los dos o tres primeros versículos, los fragmentos
famosos que a veces se citan, tienes la clara impresión de que solo se trata de la
inmortalidad: las almas justas están en paz en una existencia incorpórea, con Dios
de alguna manera cuidándolos allí. Pero, de hecho, eso es solo una parte de la
historia. Los justos han muerto, y los malvados piensan que ese es el final. “No”,
dice el autor, “Dios los tiene a salvo, en paz”; pero luego, sigue con los versículo 7
y 8: “El día en que el Señor venga a juzgarlos, resplandecerán como antorchas, como
chispas que prenden entre el rastrojo. Juzgarán a las naciones y gobernarán a los
pueblos, y el Señor reinará sobre ellos para siempre”. Esa no es una descripción de
la inmortalidad: está describiendo la resurrección. Es un mundo renovado lleno de
gente renovada.
Lo que el escritor está diciendo es que los justos muertos están, por el momento,
a salvo bajo la protección de Dios, en paz, fuera de vista. Pero su historia no termina
ahí. Es un descanso temporal, seguido de una nueva vida en el reino de Dios. Y el
reino, o reinado, futuro de Dios no es solo una idea etérea. Se trata de una
restauración terrenal en la que la justicia y la paz se establecerán para siempre. Los
justos descansan en paz, para resucitar en gloria. Este es el futuro que les espera a
los verdaderos seguidores de Jesús.
Ahora bien, el propósito de todo esto, además de ayudarnos a entender un pasaje
muy citado y muy mal entendido, es llevarnos directamente a la primera cosa
importante que quiero decir en este capítulo: que la palabra “resurrección”
significa exactamente lo que dice. Los primeros seguidores de Jesús lo usaron más
enfáticamente para describir algo que le había sucedido a Jesús, cuyo efecto había
sido convertirlos en sus seguidores de una manera completamente nueva. Hasta
entonces lo habían seguido con la esperanza de la renovación nacional, del
cumplimiento de las grandes esperanzas de Israel. Ahora siguieron a Aquel a quien
creían que era el Señor resucitado de todo, de todo el mundo. Sin la resurrección, no
podemos entender la verdadera razón por la que alguien hubiera continuado
siguiendo a Jesús después de su muerte.
Dentro del judaísmo del primer siglo, la gran mayoría de los judíos estaba
plenamente convencida que iba a haber una restauración nacional. Dios visitaría a
su pueblo y a este le esperaba el destino prometido. Pero no lo iba a llevar a un
mundo de dicha incorpórea, sino a un especie de vida completamente terrenal. Por
lo tanto, se daban cuenta que los hombres y mujeres justos de antaño, muertos hacía
mucho tiempo, resucitarían de nuevo para compartir esa gloriosa nueva realidad. No
se trataba de que los que ahora estaban vivos iban a unirse a los que ya estaban en
un cielo sin cuerpo; más bien, aquellos que habían muerto hacía mucho tiempo
regresarían para unirse a los que todavía estaban vivos cuando amaneciera el gran
día. Si lo que esperas es la renovación y no el abandono de este mundo, la
resurrección es el corolario natural.
En pocas palabras, lo que los judíos pensaban que iba a pasar era que su Dios, el
creador, realizaría un gran triple acto de renovación: la renovación de la nación, la
renovación del mundo y la renovación de los justos muertos. “La resurrección” era
parte de una “oferta con todo incluido”, una gran renovación total. Sólo podía
significar que las personas que habían estado categóricamente muertas volverían a
estar categóricamente vivas.
Y la cuestión del Domingo de Resurrección ⎯la cuestión que creo que
simplemente esquivan aquellos que declaran que no podemos creer en la
resurrección física de Jesús ahora que tenemos la ciencia moderna y la luz eléctrica⎯
es, por lo tanto, esta: ¿qué tipo de evento debe haber tenido lugar para causar que un
puñado de judíos del primer siglo comenzaran a hablar con entusiasmo acerca de la
“resurrección”, y afirmar que realmente había sucedido? ¿Qué tipo de evento debe
haber ocurrido para que esos primeros discípulos declararan que la gran renovación,
la gran inversión, había comenzado a tener lugar; que el reino de Dios se había
establecido en principio; que Dios estaba derramando su Espíritu sobre toda carne,
renovando toda su creación? ¿Qué debe haber pasado para que hablaran así?
Mi análisis es que algo debe haber sucedido que obligó a esos discípulos, a pesar
de que sus esperanzas se habían desvanecido cuando crucificaron a Jesús, a declarar
que la esperanza de Israel, la resurrección, ya había sucedido, porque le había
sucedido a él. La mayor parte de lo que habían esperado, obviamente, no había
sucedido en absoluto. Israel no había sido liberado; los romanos, en la persona de
Poncio Pilato, todavía gobernaban Judea; la injusticia y la opresión aún andaban
sueltas. ¿Cómo podían decir que el gran día nuevo había amanecido? Algo debe
haber pasado. Y debe haber tenido algo que ver con que Jesús estaba vivo de nuevo,
en un sentido lo suficientemente cercano al sentido ordinario como para que se
sorprendieran al hacer esta estupenda afirmación.
Históricamente, nuestra posición es la siguiente. Imagina que estás de pie a la par
de un río. Un camino llega hasta una orilla del río y ahí se detiene. Cuando miramos
al otro lado del río, vemos que hay otro camino que comienza en la orilla opuesta.
Luego vemos un carro estacionado en el otro lado que hace media hora estaba de
este lado. No se ve ningún puente. La hipótesis que tiene más sentido es que hay una
especie de ferry que transportó el carro de este lado al otro.
En el caso del Domingo de Resurrección, la expectativa de los judíos del primer
siglo es como el camino de este lado del río; la existencia de la Iglesia primitiva es
como el camino del otro lado. Los judíos del primer siglo hablaban de la
resurrección: la Iglesia primitiva afirmaba que había sucedido. ¿Por qué? La única
solución que realmente encaja con la evidencia que tenemos es que lo que dijeron
era cierto. Jesús sí resucitó corporalmente de entre los muertos en la mañana del
Domingo de Resurrección.
Por supuesto, se han probado otras soluciones. Tuvieron un sentimiento fuerte y
repentino de que Dios los amaba incluso después de que se escaparon y abandonaron
a Jesús. Ellos pensaron que la misión y el trabajo de Jesús deberían continuar a pesar
de que él estaba muerto y se había ido. Jesús les había enseñado acerca de un reino
de Dios sobrenatural, no físico, y después de su muerte llegaron a la conclusión de
que él se había adelantado a ese otro reino. Eran campesinos ignorantes del primer
siglo y no conocían las leyes de la naturaleza que dicen que los muertos no resucitan,
etcétera…
Francamente, ninguna de esas soluciones alcanza para “lograr pasar el carro al
otro lado del río”. La palabra “resurrección” y todos los demás conceptos
relacionados simplemente no significan ninguna de esas cosas. La idea tiene que ver
con la creencia contundente de que alguien que estaba físicamente muerto ahora está
físicamente vivo. Los judíos tenían lenguaje para el perdón, para la gran experiencia
de conocer el amor y el perdón de Dios, para continuar la obra de un gran profeta, e
incluso para creer en un mundo sobrenatural después de la muerte. Los seguidores
de Jesús no usaron ese lenguaje. Hablaron de la resurrección. Sabían tan bien como
nosotros que los muertos no vuelven a levantarse. Los asombró tanto a ellos como a
nosotros.
La resurrección, entonces, es en serio: no se trata de la supervivencia, la
inmortalidad del alma o la felicidad eterna e incorpórea, sino de la resurrección
corporal. A los escritores del Nuevo Testamento les cuesta tanto explicarlo con
palabras como nos cuesta a nosotros. Jesús parece haber atravesado la muerte y
salido al otro lado. Su nueva vida seguía siendo física; pero parece haber tenido
también una nueva dimensión, una especie de transfisicalidad, una humanidad con
otras dimensiones agregadas.
Eso es lo primero y lo más importante que quiero decir. La resurrección significa
lo que dice, y tenemos razón al afirmar, en el sentido literal de las palabras, que Dios
resucitó a Jesús de entre los muertos. Si no lo hubiera hecho, nadie habría seguido a
Jesús desde ese día en adelante. Como ya hemos visto, un Mesías crucificado es un
Mesías fracasado. ¿Por qué alguien querría seguirlo?
De lo anterior, se deducen dos cosas más.
Para empezar, debemos incorporar la realidad de la resurrección a nuestra
percepción de lo que nos va a suceder a todos. Con demasiada frecuencia hoy en
día, los cristianos vuelven a las ideas que se manejaban antes de la resurrección de
Jesús relacionadas con el destino final del pueblo de Dios: la inmortalidad del alma
y la mera supervivencia en una existencia sombría o en un cielo sin cuerpo. Los
cristianos tradicionalmente han tomado la resurrección corporal tan en serio que se
han hecho la pregunta imposible: ¿los que mueren entran en una secuencia de tiempo
diferente y van directamente al destino final de inmediato? ¿O “descansan” o
“duermen”, esperando que a lleguemos todos juntos al final?
Hablar de que “uno va al cielo cuando muere”, o está “en el paraíso”, es en
realidad una forma de responder a esa pregunta: primero vamos a descansar, a
esperar. “Las almas de los buenos están en las manos de Dios, están en paz”. Pero
esperamos algo más: el mundo nuevo, la unión del cielo y la tierra y la renovación
de ambos. Independientemente de lo que uno crea acerca de la cronología de la vida
después de la muerte, “el cielo” en sí mismo no es el destino final del cristiano. El
cielo, o como lo llamaban algunos judíos, “el paraíso”, es un lugar de descanso
temporal, entre la muerte corporal y la resurrección corporal.
Entonces, la gente que pregunta, “¿Cómo será el cielo?” no ha entendido. El
destino final de los seguidores de Jesús es la tierra renovada, que se unirá con el cielo
renovado para formar parte de un mundo con dimensiones adicionales, tal como el
nuevo cuerpo de Jesús parece haber tenido dimensiones adicionales. Por lo tanto,
cuando hablamos de la vida después de la muerte (y naturalmente lo hacemos porque
nos da consuelo y esperanza), debemos aprender a hablar de ella en términos
cristianos, y no volver a la penumbra de la mera “inmortalidad”. Ese es mi segundo
punto: el futuro que Dios tiene preparado para su pueblo es una nueva vida encarnada
en una tierra renovada fusionada con un cielo renovado. Esta es la esperanza que los
seguidores de Jesús deben tener siempre en mente.
Pero, finalmente, la resurrección da una visión no sólo de una vida nueva, sino
de un mundo nuevo. Pablo, en 2 Corintios 5:17, habló de ello de esta manera: “si
alguno está en Cristo, nueva criatura es: las cosas viejas pasaron; todas son hechas
nuevas.” Como ha enfatizado el arzobispo de Canterbury en declaraciones recientes,
la resurrección no es un anexo, una doctrina que se puede adherir a un cristianismo
que existe de forma independiente. La resurrección de Jesús es el cristianismo. Y
esto significa que se convierte en el punto de partida de todo pensamiento y de toda
vida cristiana; desafía todos los demás posibles puntos de partida. Este es el punto
que los seguidores de Jesús deben tener muy claro si pretenden seguirlo de verdad.
Primero, tenemos una nueva razón para hacer un aporte a la construcción del
reino. No podemos construir el reino por nuestros propios esfuerzos; se necesitará
otro acto poderoso de nuestro Dios para llevarlo a cabo al final. Pero podemos hacer
un aporte. Cada acto de justicia, cada palabra de verdad, cada creación de genuina
belleza, cada acto de amor abnegado, será reafirmado en el último día, en el nuevo
mundo. El poema que vislumbra la verdad de una manera nueva; la taza de té que se
le sirve a la gente de la calle en el centro de acogida; el dejar de lado mis propios
deseos para apoyar y apreciar a alguien que depende de mí; el trabajo realizado con
honestidad y minuciosidad; la oración que surge del corazón y la mente a la vez;
todas estas cosas y muchas otras son piezas fundamentales del reino. Es posible que
aún no veamos cómo encajarán en la estructura final de Dios; pero la realidad de la
resurrección, de la gozosa reafirmación de Dios de la verdadera humanidad, nos
asegura que lo harán. Para los necios, acciones como esas parecen esfumarse,
perderse sin dejar rastro; mucho mejor vivir para uno mismo, cuidar del número uno.
Pero podemos estar en paz, y esperar el reino que algún día incorporará nuestros
pequeños esfuerzos actuales. De eso se trata seguir a Jesús.
Segundo, los seguidores de Jesús tienen una poderosa razón para elegir la
santidad. Se habla mucho ahora de la plenitud y la realización personal. Muchos
cristianos hablan de eso como si fuera una autojustificación total; como si la
autorrealización fuera lo más importante. Por supuesto, Dios desea reafirmar todo lo
que es verdaderamente humano dentro de nosotros, incluidos nuestros cuerpos,
nuestras relaciones, nuestro trabajo, nuestra creatividad. Pero el mensaje que
escuchamos en Jesús es que esta reafirmación de la humanidad sigue a la crucifixión;
esa plenitud se encuentra en el camino de la santidad. “Toma tu cruz”, dijo Jesús;
nos invita a un gran acto de fe y de confianza, a mirar con ojos claros las opciones
morales a las que nos enfrentamos y a estar preparados para decir “no”, aunque duela
de verdad, a las tentaciones sutiles y poderosas. Para los necios, tal comportamiento
parece ser la muerte; pero estaremos en paz. Debemos vivir en el presente como
personas resucitadas: “Ya que han resucitado con Cristo”, dice Pablo, “busquen las
cosas de arriba . . . [y] Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la
tierra, pues ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios”
(Colosenses 3:1-5).
Eso nunca es fácil. De hecho, siempre es muy doloroso. Pero la resurrección les
da a los seguidores de Jesús una poderosa razón para seguir ese camino: porque la
resurrección es la promesa de que nuestra humanidad corporal será renovada y
restaurada. Nuestros cuerpos no son sólo juguetes que dejaremos botados al morir,
y con los que podemos hacer lo que queramos ahora. Tampoco son harapos
miserables, sin valor y, por lo tanto, moralmente insignificantes. Nuestras
emociones, y las de los demás, no son meros destellos fortuitos de una corriente
eléctrica que un día se apagará y resultará irrelevante. Nuestra humanidad es
preciosa; Dios lo toma tan en serio que ha prometido publicarlo, por así decirlo, en
una nueva edición. A pesar de lo que algunos puedan decir, el verdadero incentivo
hacia la genuina santidad, hacia tomar nuestra cruz y seguir a Jesús, no proviene del
miedo al castigo sino de una clara comprensión de lo que significa ser humano. Y
solo obtenemos ese entendimiento claro cuando captamos la verdad de la
resurrección.
Finalmente, la resurrección nos da una poderosa razón para adorar, y así seguir,
al Jesús resucitado. Si es cierto que Jesús resucitó de entre los muertos, no es solo
una figura de culto privado, no es solo alguien que los cristianos conocen de alguna
manera privada. Él es el Señor del mundo. Pablo se metió en líos en Tesalónica por
declarar que había “otro rey llamado Jesús” (Hechos 17:7). En el mundo de su época,
un lenguaje como ese era traición. Significaba que Jesús puso en tela de juicio el
poder absoluto que César afirmaba que le correspondía, la absoluta lealtad
indiscutible que exigía. Eso era lo que significaba el reino de Dios; eso era lo que
implicaba seguir a Jesús. En nuestro mundo, tendríamos que hacer la misma
afirmación de varias maneras: hay otro primer ministro; otro vicecanciller; otro
alcalde. Pero el asunto va más allá de eso: hay otro punto de partida para pensar y
vivir, que ni la economía de mercado, ni la psicología freudiana, ni las relaciones de
poder internacionales, ni nada más en nuestra actual jerarquía de ideologías pueden
tocar. Y tenemos el privilegio de adorar y seguir a este Jesús, este Rey. La
resurrección abre ante los que desean seguir a Jesús una vida nueva, un mundo
nuevo. Y esa vida y mundo nuevos, aunque se cumplirán completamente en la vida
venidera, comienzan aquí y ahora.