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El jardín de los colores secretos

En una fría mañana de septiembre de 2014, un grupo de unas ** personas atravesó el campus
de la universidad EAFIT y se dirigió hacia **, contiguo a **. Allí, bebieron un exótico
compuesto, entrelazaron sus brazos por encima de sus hombros e iniciaron una inusual danza
frente a un pequeño kiosco de **, atravesado por un corredor central que albergaba unas
plantas que nada tenían que ver con nuestras tradicionales bifloras, anturios o bromelias. La
larga fila desfiló con movimientos acompasados alrededor del kiosco, atravesó el corredor
central, se devolvió sobre sus pasos y repitió este recorrido una y otra vez. Algunos
transeúntes les dirigieron rápidas miradas de soslayo y siguieron su camino, llevando su
respeto hasta extremos casi neoyorquinos. Finalmente hubo quien, picado por la curiosidad, se
acercó a preguntar de qué se trataba aquello. Pues bien, aquel grupo estaba compuesto por
estudiantes y profesores de antropología de la Universidad de Antioquia, convocados por el
llamado de la exposición Colores de la Amazonia, quienes acababan de recrear la danza de la
serpiente, un ritual indígena de la región, completamente apropiado para saludar al achiote, el
palo brasil, el cudi, el chokonary, el bure, el amacizo, el llorón, el chontaduro, la cúrcuma, el
huitillo y el huito, plantas todas ellas de la Amazonía. Este apretado jardín del Edén, apostado
como avanzada de la exposición, portaba en su interior todo el despliegue de color que se
abría en el interior de la Sala ** de la Biblioteca. Allí, como estandartes de un territorio que
para muchos bordea lo fantástico, se desplegaron hojas de papel, descomunales madejas de
cabuya que colgaban como pitones y tejidos insólitos reptaban por el suelo, impregnados
todos de colores inverosímiles que nada tenían que ver con el pantone al que está
acostumbrado cualquier estudiante de diseño. En otra sala, en un herbario indisciplinado pero
amistoso, las hojas de estas plantas dialogaban de cajón a cajón con los colores que producían
y de una manera indirecta, pero contundente, hablaban de los tesoros que estamos a punto de
perder. Y como el director de teatro que luego de montar la obra se desliza tras bambalinas,
un largo trabajo presidía desde la ausencia.

Durante ocho años, Susana Mejía, con la paciencia de un taxonomista rebelde, la recursividad
de un explorador, el respeto de un antropólogo y la astucia de un comerciante de carros de
segunda, se entregó a la tarea de rescatar un intangible: la paleta de colores inédita que
esconde la selva amazónica, explorando primero los conocimientos ancestrales de las
comunidades y luego la misma selva. El resultado ha sido esta colección de once plantas que
tienen la capacidad de producir colores que se apartan del clásico pantone occidental, de sus
círculos cromáticos, de sus leyes de armonía. También de su simbolismo, pues se interrumpe
aquí la cadena aceptada de asociaciones occidentales: del blanco con la pureza, el negro con el
mal, el púrpura de los reyes, el rojo infernal.

Tomando un extremo del hilo que conduce este recorrido, encontramos que partió de una
larga tradición familiar de tejidos. “En mi familia siempre había alguien haciendo punto de
cadeneta”, recuerda. Luego de realizar con su mamá un taller de tejido con las reclusas del
Buen Pastor se encontró con unos diez kilos de hilo crudo. “Entonces, dije ‘lo que voy a hacer
es buscar tintes orgánicos, porque quiero entrar al mundo del color’ y ahí es cuando me fui
para el Amazonas”. Pero este viaje, contrario al de los naturalistas europeos del siglo XIX, o al
de los investigadores a sueldo de las farmacéuticas contemporáneas, no se limitó a la
recolección mercenaria de muestras. Mejía, acompasada con el sonido de la vegetación al
crecer, fue tejiendo un rizoma con los saberes huitotos y tikunas, sus técnicas, sus tradiciones,
sus leyendas y su concepción del universo. “Fue un aprendizaje incluso para ellos. Porque en
el camino nos encontramos con otras comunidades que conocían especies que ellos no tenían,
por ejemplo.”

El primer paso fue sembrar el jardín, porque éste no existía como tal. Todas estas plantas están
diseminadas por el territorio amazónico y hubo que ubicarlas, reunirlas y reproducirlas. Sólo
gracias a la búsqueda liderada por Mejía están hoy juntas por primera vez en su sede de
Leticia. Pero no bastaba con tenerlas allí creciendo cada día, una junto a la otra, con su
misterio y su inmenso potencial interno. Siguiendo las directrices de las expediciones
científicas, se ha investigado la taxonomía de las plantas, su distribución geográfica, sus usos,
pero también se han recogido sus nombres populares, los cuales las entroncan con los usos
locales y el saber tradicional. Así, por ejemplo del bejuco rastrero o trepador que es el cudi, se
explica que pertenece a la familia de las Bignoniaceae, y al orden Lamiales, pero a
continuación nos cuentan que la llaman también “hojita de teñir” o “bejuco de hierro”. De esta
manera se registran dos concepciones de la naturaleza que atraviesan la misma planta y que
nos permiten entenderla desde distintas perspectivas.

Las plantas además han sido catalogadas en herbarios, los cuales además de ser documentos
científicos se convierten gracias a su sofisticada elaboración en objetos estéticos, pues cada
hoja de las plantas está bordada sobre un delicado papel de arroz. Para este proceso, ha
recurrido una vez más a la tradición familiar. “Mi mamá borda como las diosas” explica. Y es
este bordado el que ha sujetado estas muestras a su soporte en papel. También, haciéndole
eco a un axioma de la Expedición Botánica del siglo XVIII, estos nuevos expedicionarios han
entendido que “dibujar una planta es aprender a verla”. Mejía, junto a Ángela Restrepo, no las
han dibujado propiamente, sino que las han grabado en once monotipos, donde a partir de la
impresión por contacto de cada planta, se muestra su estructura formal. Así, logran un
producto que no es imagen pero tampoco es realidad, sino una huella viva.

Pero la única manera de preservar todos estos saberes era insertarlos dentro de un proceso
productivo, ante la avalancha de colorantes sintéticos que empezaban a llegar a la amazonia,
amenazando reemplazar los colorantes orgánicos tradicionales de las comunidades. “Al
principio era muy difícil porque ellos no manejaban las cantidades. Eran cantidades muy
grandes por temas de escultura, de instalación”. Por dos años se dedicaron al proceso de
creación del primer jardín, en Leticia. Y ahora se empiezan a ver los frutos. “Ahora estamos
trabajando con un taller de 15 personas pertenecientes a una misma familia de huitotos.
Estamos en capacidad de teñir en siete días por ahí doscientos kilos de cualquier material”.
Finalmente, Mejía ha hecho contactos con los eslabones finales de la cadena productiva para
lograr que estos colores ocultos salgan a la luz de Occidente. “En el último viaje a Bogotá
hablamos con Jorge Lizarazo un gran artista tiene un taller de tejidos. Yo invito a jorge para
que utilice estos colores en su trabajo y estamos en eso”.

Sin embargo, a pesar de la capacidad para generar productos tan sofisticados como las
planchas de colores, los herbarios bordados, los elegantes monotipos o las esculturas
expandidas, el color sustraído de las entrañas del Amazonas no es un objeto en sí. Es un
proceso que lleva implícitas las acciones de viajar, explorar, reunirse, conversar, indagar,
recordar, sembrar, calentar, revolver, sumergir, teñir, pintar, trazar, grabar, tejer. Un proceso
que nunca termina y siempre vuelve a empezar y donde los soportes son sólo un momento
efímero de la cadena de una alquimia infinita.

El color quizás pueda ser atrapado por momentos, semanas o años sobre la superficie de un
tejido, una trama, un hilo, un papel, pero éste no es su fin. En el 2010, en una bodega de barrio
Antioquia donde la artista atesoraba 200 kilos de fique teñido, el fuego consumió en apenas
unos segundos el trabajo realizado durante años. Sin embargo, Mejía consideró esta pérdida
una epifanía. Los soportes no eran la obra. La obra era la investigación, la memoria y el jardín:
esa fábrica de colores que le ha traído del Amazonas. Y que ahora quisiera diseminar por varios
lugares de Colombia. Ha logrado reproducir su jardín en Leticia, en Medellín, en Bolombolo. Y
quisiera llevarlo como memorias de la selva a muchos lugares más.

Frente a las quejas panfletarias y apocalípticas (aunque no por ellos menos ciertas) sobre la
devastación de un de los ecosistemas más extensos y vitales del mundo, la propuesta de
Susana Mejía apela a la belleza como arma de seducción, al delicado colirio de la estética para
abrir nuestras pupilas, ciegas a los colores secretos de lo que podría ser el último jardín del
Edén. En sus propias palabras “nosotros queremos a través de la belleza llevar al espectador a
recordar que el Amazonas existe y que lo tenemos que cuidar”.

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