Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
ISSN: 1870-0365
rcontribucionesc@uaemex.mx
Universidad Autónoma del Estado de México
México
Lenguaje y dialéctica
en los escritos fundacionales
de Alberdi y Sarmiento
ARTURO ANDRÉS ROIG
Universidad de Mendoza, Argentina
E
s nuestra intención ocuparnos de la filosofía latinoamericana en uno de sus mo-
mentos iniciales, con el objeto de señalar algunos de sus rasgos definitorios. La
lectura que vamos a hacer se enmarca en la tesis nuestra según la cual aquella
filosofía ha tenido comienzos y recomienzos, más allá de las escuelas o de las herra-
mientas teóricas con las que se haya expresado. Los autores y textos que vamos a ver,
casi todos de las primeras décadas del siglo XIX, nos muestran las relaciones tempra-
nas que la filosofía latinoamericana ha tenido con el lenguaje, así como un declarado
interés por la dialéctica.
Los textos de los que principalmente nos vamos a ocupar forman parte de los
escritos alberdianos anteriores a su libro Bases y puntos de partida para la constitu-
ción de la Confederación Argentina (1852) y son, en particular, el Fragmento preli-
minar al estudio del derecho (1837) y las Ideas para un curso de filosofía contempo-
ránea (1840); y respecto de Sarmiento, los artículos periodísticos anteriores al Fa-
cundo (1845) entre los que se destacan los que constituyen la Polémica del romanti-
cismo (1842). Digamos, desde ya, que tanto las Bases como el Facundo marcan el
paso hacia otra época en la que es visible un significativo cambio en lo que se refiere
al lenguaje, a la dialéctica y a los sujetos sociales.
Nos ocuparemos, pues, de textos fundadores que expresaron por primera vez y
de modo explícito, siempre dentro de sus límites, la necesidad de realizar una filoso-
fía que partiera desde la categoría de lo “americano” que, hasta entonces, no había
sido relacionada de modo manifiesto con el quehacer filosófico.1
Bautista Alberdi”, en el libro Proceso civilizatorio y ejercicio utópico en nuestra América, de Eduar-
do Peñafort y otros, San Juan, Universidad Nacional de San Juan (Argentina), 1996, pp. 49-102;
véase asimismo el trabajo de Raúl Fornet Betancourt “Juan Bautista Alberdi y la cuestión de la
filosofía latinoamericana”, Cuadernos Salmantinos de Filosofía, Salamanca, XII, 1985.
2 José Martí. “Carta a Miguel Viondi”, fechada en Nueva York el 24 de abril de 1880, en Obras Com-
pletas, Editora de Ciencias Sociales, La Habana, tomo 20 (Epistolario), pp. 284-285. A propósito de
la “Filosofía de la vida” en Martí, véase Liliana Giorgis, José Martí: humanismo y filosofía de la
dignidad. De las Canteras de San Lázaro al Manifiesto de Montecristi, Mendoza, Universidad Na-
cional de Cuyo, Facultad de Filosofía y Letras, tesis de doctorado, 1996; cfr., asimismo nuestro
trabajo “Etica y liberación: José Martí y el hombre natural”, en Homenaje a José Martí a Ios 100
años de Nuestra América y de Versos Sencillos, FacuItad de Filosofía y Humanidades, La Plata,
1991, p. 31-38.
3 Juan Bautista Alberdi. Fragmento preliminar al estudio del derecho, Hachette, Buenos Aires, 1955,
p. 56 y Domingo Faustino Sarmiento, Polémica literaria, Buenos Aires, Cartago, 1955, pp. 112 y
119 (en adelante citaremos al uno como Fragmento y al otro como Polémica, simplemente).
4 Cfr. nuestros trabajos Andrés Bello y los orígenes de la semiótica en América Latina, Editorial de la
P. Católica del Ecuador, Quito, 1982; “El Facundo como anticipo de una teoría del discurso”, en
Revista Argentina de Lingüística, núm. 4, 1-2, vol. 4, Mendoza, 1988 y “Semiótica y utopía en
Simón Rodríguez”, en Revista Interamericana de Bibliografía, núm. 3, vol. XLIV, Washington,
1994. La expresión “filosofía del lenguaje” apareció en un artículo publicado en El Mercurio, Santia-
go, 29 de julio de 1842 (Cfr. Polémica, pp. 120-121).
5 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p.80; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp. 58 y 82.
más vitales”. Lógicamente que esta problemática venía de más atrás, tal como lo
podemos ver en un escritor del siglo XVIII, Eugenio de Santa Cruz y Espejo y en
otros de nuestros ilustrados primeros de los que son herederos Alberdi y Sarmiento.
Estas dos filosofías de las que estamos hablando comparten con el universo
discursivo americano ciertos a-priori constantes, si bien con variantes epocales. El
primero y más antiguo es el que hemos denominado de la Destrucción de las Indias,
nombre que hemos tomado de la Brevísima relación del Padre Las Casas. Existe, en
efecto, jugando con diversa intensidad y sentido, según los grupos humanos america-
nos la conciencia de un pasado destruido y perdido, sentimiento que cuando los crio-
llos comiencen a construir de modo conflictivo su identidad, enfrentados al poder
colonial, habrá de ser asumido e incorporado a su ideología y jugará como presu-
puesto de su discurso. No está por demás que aclaremos que la categoría enunciada
con el nombre de Destrucción de las Indias, no es sólo un hecho histórico inicial a
partir del que surgió nuestra cultura actual, sino que es más que nada un símbolo y en
tal sentido juega como a-priori.
A partir de 1810 otro a-priori pasará a ser constitutivo del universo discursivo
hispanoamericano: el de la Revolución. Por cierto que no surgió de golpe. Tiene ya
sus primeras manifestaciones en el discurso de los ilustrados americanos de fines del
siglo XVIII como consecuencia de los grandes hechos históricos que conmovieron el
final de siglo: el alzamiento indígena liderado por Túpac-Amaru, la revolución de las
colonias inglesas en el Norte de América y, en fin, la Revolución Francesa. Alberdi
ya desde otra etapa, en la que este a-priori comenzaría a ser vivido con una intensi-
dad y fuerza muy particular, decía: “...al fenecer el siglo pasado y comenzar el nues-
tro hemos visto cien revoluciones estallar casi a un tiempo y cien pueblos nuevos ver
la luz del mundo”.6
La Revolución, vivida ahora como un hecho histórico propio cuyas consecuen-
cias afectaban el desarrollo de la vida cotidiana, pasó a ser un polo referencial que
daba sentido a la estructura total del universo discursivo. El fenómeno puede seguír-
selo con claridad entre fechas que pueden ser consideradas simbólicas, la indepen-
dencia de Haití, en 1808 y el fin de la Guerra de Cuba en 1898. Este siglo que fenece,
a pesar de la llamada “caída de los referentes”, no muestra un panorama distinto. No
se debe olvidar que la modernidad, aún no cumplida en todo lo que tiene de positivo,
ha sido caracterizada, antes y ahora, como movimiento.
6 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p. 69; Ideas para un curso de fiIosofía contemporánea (1840),
UNAM, México, 1978, p.14; cfr. nuestro libro El Humanismo ecuatoriano de la segunda mitad del
siglo XVIII, Quito, Banco Central del Ecuador y Corporación Editora Nacional, 1984, tomo II, cap.
XIII “La filosofía del lenguaje”.
que nos dice Mármol, con motivo de la pintura que nos hace de dos de las heroínas de
su novela las que eran mujeres “del tipo perfecto de 1820, que podemos hacer llegar,
si se quiere, hasta 1830. Porque la generación que se desenvolvió durante la revolu-
ción —termina diciendo— tanto en hombres como en mujeres, en lo moral como en
lo físico, han tenido un sello muy especial que ha desaparecido con la época”.8
El otro sujeto social que apareció con la Revolución, como ya lo dijimos fue
más inquietante, si bien en aquellos años iniciales no dejó de ser percibido en su
grandeza. Nos referimos al levantamiento del campesinado y de las plebes ciudada-
nas. Su aparición en la historia llevó a Juan Bautista Alberdi a declarar en Buenos
Aires, en 1837, que “el porvenir es el de la plebe” y que “todo conduce a creer que el
siglo XIX acabará plebeyo y nosotros —concluía diciendo— le saludamos por este
título glorioso”. Simón Rodríguez, en Valparaíso, en 1840, afirmaba que “los pueblos
no pueden dejar de haber aprendido, ni dejar de sentir que son fuertes” y llegaba a
afirmar, con un entusiasmo parecido al de Alberdi, que “el poder de las masas es de
ley natural”. Sarmiento, desde Santiago, en 1842, comentando el Ruy Blas de Víctor
Hugo que había sido puesto sobre tablas, decía que “la guerra de la independencia
americana nos había familiarizado, con estos Ruy Blas, que han aprovechado la oca-
sión de un sacudimiento social para manifestarse... no hay república en América
—decía luego— que no tenga hoy generales y diplomáticos que han sido en su origen
verdaderos lacayos”, como lo era precisamente Ruy Blas. El “lacayo”, nos aclara
luego, es “el peón, el artesano, el marinero, el bodegonero, el roto, el hombre, en fin,
que se halla mal colocado en la sociedad pero que puede ser un hombre extraordina-
rio”. José Mármol, desde Montevideo, en 1850, nos hablaba de “... ese potro salvaje
de América, a quien llamamos pueblo libre, Porque había abierto a patadas, no el
cetro sino la cadena del rey de España, no la tradición de la Metrópoli, sino las impo-
siciones inmediatas de sus opresores...” En fin, Juan Montalvo, desde Panamá, en
1880, nos hablaba de uno “de esos palurdos que llamamos chagras, disfrazado de
jefe” y después nos explicaba la palabra diciendo que ella quería decir, un guajiro, un
sabanero, en fin, con otros nombres, un lépero, un roto, un montuvio, un gaucho,
personajes cuyo ascenso fue posible tan sólo después de quebrada la dura sociedad de
castas del siglo XVIII y que en el Ecuador alcanzaron un reconocimiento con el
gobierno de Urbina (1852-1856), en los mismos años en que sucedía otro tanto en el
Río de la Plata con Juan Manuel de Rosas (1835-1852) a quien los ultramontanos
llegaron a acusar de “socialista”.9
8 José Mármol. Amalia, Ediciones de Capítulo, Buenos Aires, 1967, tomo II, p. 191.
9 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p.74-75; Simón Rodríguez. Sociedades americanas de 1828,
Valparaíso, 1840, II, 3 y 34 y el art. “Partidos”, en Obras Completas, Universidad Simón Rodríguez,
Caracas, tomo II, 1967, p. 386; Domingo Faustino Sarmiento, Polémica, p.114; José Mármol, Amalia,
ed. cit., I, 72; Juan Montalvo, Catilinarias, Garnier, París, s/f, tomo I, pp, 27-28.
11 Juan Bautista Alberdi. Ideas, ed. cit., p. 6 y 10; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp. 121 y
152. Cfr. nuestro trabajo “Semiótica y utopía en Simón Rodríguez”, citado, páragrafo titulado “El
reordenamiento de los saberes y de las prácticas”, p. 393-395.
casticismo. Frente a esto Alberdi dirá que quien siga lo castizo “se quedará, conforme
a Cervantes, pero no conforme al genio de nuestra patria” y Sarmiento, por su parte,
afirmará que es “imposible hablar en el día el lenguaje de Cervantes”. Demás está
que aclaremos que la grandeza del Quijote no estaba en cuestión en esta lucha contra
un cervantismo convertido en una ideología basta, montada sobre el desprecio de los
sectores populares y sus hablas.
“Los gramáticos —decía Sarmiento— son como el senado conservador, creado
para resistir a los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones, son, a
nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario de
la sociedad de habladores...” Como consecuencia de este rechazo, declarará que su
lenguaje no es “castizo”, sino “mestizo” y, recurriendo a una expresión popular de
origen quichua, expresará eso mismo recurriendo a una paradoja, diciendo que él es
“hombre de cancha”. Eva Giberti ha mostrado, en efecto, que la paradoja nos abre “a
lo omitido en lo dicho del decir, inaugurando una nueva inteligibilidad” que es, justa-
mente, lo que pretendía Sarmiento.
Esta polémica tal vez pueda ser medida en sus correctos alcances si se piensa,
además, que en la época, tanto nuestros dos escritores como para otros que como
ellos se oponían a todo lo que fuera rancio, había sin embargo, una correlación entre
gramática y política. Ambas debían mostrar un orden y ese orden era asimismo el que
debía regir tanto el habla como la conducta de los ciudadanos, no sólo en sus aspectos
útiles, sino en su conducta como tales. Simón Rodríguez a quien de ninguna manera
se le podría acusar de “godismo” ni de “casticismo” en aquel sentido reaccionario,
sentía la necesidad de un acuerdo entre lenguaje y vida —el mismo que exigían Alberdi
y Sarmiento— y lo expresaba como una compatibilidad de estructuras y de códigos,
entre gramática y política. Se trataba de la búsqueda de un “estilo americano”, tal
como nos lo dice Alberdi a propósito de estas mismas cuestiones, con lo que no se
quería decir otra cosa que una humanidad, enraizada en un tiempo y en un lugar,
había de alcanzar modos propios de objetivación. No lejos de estos planteos se en-
cuentra la categoría de habitus rescatada en nuestros días por Bourdieu.12
Ocupémonos ahora de la cuestión de la discursividad. Tal vez resulte extraño si
decimos que desde estos lejanos orígenes la filosofía latinoamericana ha tenido como
ámbito la discursividad y que ni en su seno se han generado posiciones, nunca lo
fueron en el sentido de romper con sus límites, sino en el de encontrar las formas
12 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p. 80 y 83; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp. 46; 61;
82; Cfr. nuestro trabajo: “Educación para la integración y utopía en el pensamiento de Simón
Rodríguez”, en Araisa, Anuario del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Cara-
cas, núm. 1, años 1976-1982, pp. 161-187; Cfr. Malcolm Deas. Del poder y de Ia gramática y otros
ensayos sobre la historia, política y literatura en Colombia, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1993;
Eva Giberti. Tiempos de mujer, Sudamericana, Buenos Aires, 1990, p. 29.
discursivas apropiadas para su ejercicio. La cuestión tiene que ver con la distinción
entre lengua y hablas, y la actitud, presente en más de uno de los grandes clásicos de
la filosofía, de perforar el nivel de las segundas y radicarse en la primera. Por otra
parte, la fuerte instalación en lo discursivo pone de manifiesto la vocación dialéctica
que muestran todos nuestros grandes pensadores aun cuando esto no surja de modo
explícito. Demás está que aclaremos aquí que discursividad implica necesariamente
dialecticidad y que hablar desde la filosofía latinoamericana es, sin más y simple-
mente, ejercer un habla, aun cuando la misma inevitablemente aparezca revestida
con formas de un metalenguaje. Este hecho, defendido respecto de la “filosofía de la
vida” en Sarmiento y de la “filosofía americana” en Alberdi nos explica, en parte, así
lo vemos nosotros, el condicionamiento desde el cual hemos recibido el “giro lin-
güístico”. Es únicamente en el nivel de las hablas en donde es posible captar el hecho
de que todo lenguaje lo es acabadamente cuando se nos presenta en “posición de
comunicación”.13
Ahora bien, cabe preguntarse si es posible filosofar fuera del ámbito de la
discursividad. La respuesta no puede ser sino negativa en cuanto que todo lenguaje
ha de llegar a expresarse en ese pIano. Sin embargo, paradojalmente, se ha pretendi-
do más de una vez colocarse en el nivel profundo de la “lengua”, desplazando las
“hablas”, lo que pareciera ser posible en la medida en que la lengua ha dejado de ser
un hecho lingüístico y se la ve como una puerta hacia lo ontológico. Para llevar a
cabo el intento no queda otra vía que la de desplazarnos desde la frase hacia la pala-
bra, quebrar en lo posible el lugar que ésta tiene en el sintagma y abrirnos al juego,
muchas veces caprichoso, de los universos paradigmáticos. Lógicamente el filósofo
busca términos cargados de riqueza semántica y trata de eludir, además, el peso del
significante para quedarse en un mundo de significado, con todo lo cual concluye
escindiendo el lenguaje en dos niveles inconmensurables, el del habIa cotidiana y el
de la lengua, a la que habría llegado y que le abre al misterio y a lo sublime. Y aquí
viene la paradoja que para poder transmitir esta experiencia inefable ha de poner todo
en norma discursiva, ha de realizar lo que podríamos llamar una sintagmatización de
aquellas palabras sublimes y ha de negar con su propio acto la pretendida incon-
mensurabilidad. Éste es uno de los aspectos que podemos ver en el análisis morfológico
—hay otro intento equivalente llevado a cabo desde lo fraseológico, que no comenta-
remos aquí— sobre el que organiza su texto Martín Heidegger en su libro ¿Qué es
pensar? Un análisis de este escrito atendiendo a la paradoja señalada nos permitiría,
a pesar de Heidegger mismo, leer su escritura como “habla” y descubrir el interno
movimiento dialéctico que intenta suprimir, mediante el recurso del refugiarse en esa
13 “Filosofar e historiar en nuestra América”, ponencia leída en el VIII Congreso Nacional de Filosofía
de la Asociación Filosófica de México, Aguascalientes, noviembre de 1995.
“lengua” mítica. En el fondo estamos ante una pretendida desocialización del lengua-
je que cae, inevitablemente, en otra paradoja: la de socializarlo, pero apuntando a un
determinado “mercado lingüístico”, tal como le ha llamado Bourdieu a este hecho.14
La filosofía latinoamericana, al no ontologizar planos del lenguaje y al no esta-
blecer inconmensurabilidades en el seno del mismo, no se sale del ámbito de la
discursividad, no pretende abandonar el discurso, no elude la dialecticidad que acom-
paña normalmente al movimiento de las hablas. Y éste es el principal alcance de la
filosofía del lenguaje de la que habló Sarmiento, más allá de que haya o no captado
una problemática sólo visible en nuestros días.
José Martí, por su parte y de modo conciso, señaló también este hecho con
palabras que nos permiten desnudar la ideología de intentos de análisis morfológico
como el que hemos comentado: “Las frases quedan flojas —dice— cuando no son
completas”, en pocas palabras, en un lenguaje cabal, la frase exige la discursividad.
Resulta pues claro que el sujeto de que se trata en estos fundadores es simplemente
un sujeto en posición de discurso, vale decir, de comunicación, con un sentido social.
El concepto con el que se trabaja es aquel Weltbegrif del que habla Kant, aquel “con-
cepto mundial” opuesto al Schulbegrif, el de los académicos limitados al vocabulario
vigente en la escuela. Acto comunicativo y discursividad se suponen e implican mu-
tuamente y hacen que frases o palabras no queden “sueltas” como si pudieran estar a
disposición del mismo modo que lo está un clavo, según lo que nos decía Simón
Rodríguez en su defensa de los valores sintagmáticos. Se trata de un filosofar que
pregunta por las voces que nos hablan, las que son siempre voces humanas y no un
mítico lenguaje que tiene la capacidad de hablarnos. Así, pues, sin pretender ignorar
la función lingüística que cumple ese horizonte de la lengua o de la competencia en
tanto lenguaje, la filosofía latinoamericana es un decir de hablas y la filosofía del
lenguaje a la que se refirió Sarmiento es, como ya lo hemos dicho, básicamente una
pragmática; y es por eso mismo que aquel filosofar de hablas goza de la movilidad de
lo dialéctico, así como es factible en su seno la narratividad, expresada, por lo general
en ella, como filosofía de la historia.
Conjuntamente con todo esto aquella discursividad supone, además, de prefe-
rencia, ciertas formas discursivas, así como una inquietud permanente por la cuestión
de los signos y, con ellos, de los símbolos. Por último, esta discursividad juega con lo
sintagmático y lo paradigmático, pero se apoya en lo primero en cuanto parte del
14 Martín Heidegger. ¿Qué es pensar? (¿Was heisst Denken?), Nova, Buenos Aires, 1964 (Vorträge
und Aufsätze, Tubingen, Neske Verlag, 1954); Yuri Lotman y la Escuela de Tartu. Semiótica de la
cultura, Cátedra, Madrid, 1979, p. 61; Pierre Bordieu. Sociología y cultura, Grijalbo, México, 1990,
cap. "El mercado lingüístico".
15 Manuel Kant. Crítica de la razón pura, “Metodología trascendental”, cap. III “Arquitectura de Ia
razón pura” (Kritik der reinen Vernunft, Wiesbaden, Insel Verlag, II, 1974, p.700), cfr. nuestro traba-
jo “Semiótica y utopía en Simón Rodríguez”, citado, cap. 2 “El ideal de la parquedad y de la propie-
dad de la lengua”, pp. 395-398; José Martí. Obras Completas, La Habana, Editora de Ciencias Socia-
les, 1975, tomo 18, p. 291.
antes ha dicho confirmando la idea de transitoriedad que vimos expresada por Sar-
miento, que los libros filosóficos “van siendo como esos insectos que nacen y enve-
jecen en un día”. El movimiento, al que Sarmiento expresará más tarde en el Facundo
mediante una multitud de metáforas, se enmarca —y no podía ser de otro modo—
dentro de la revolución como categoría referencial constante: “Nosotros vivimos —
decía Alberdi— en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política
que cuenta veintisiete años —vale decir, la de 1810— otra, humana y social que
principia donde muere la edad media y cuenta trescientos años”.
Pues bien, si toda discursividad supone de por sí movimiento, cuánto más no lo
supondrá una escritura realizada desde ese principio enarbolado como símbolo mis-
mo del progreso y de la civilización, como un hecho universal. El proceso de
descontextualización, que no se reduce a una cuestión institucional sino que es más
que eso una apertura eficaz al conocimiento de la realidad, deberá ser concretamente
impulsado mediante formas discursivas aptas. A esta exigencia responderán nuestros
luchadores sociales mediante el diarismo y el ensayo, formas discursivas que nos
muestran, además, una particular manera de comprender y de poner en ejercicio la
dialéctica. Estamos de este modo ante otro de los aspectos salientes de aquellas filo-
sofías de la vida y de lo americano.
Diarismo y ensayo se confunden, son dos canales expresivos que se dan la mano.
El libro escrito con espíritu ensayístico tiene la movilidad de la publicación periódi-
ca: “... hoy los libros —declaraba Alberdi— se hacen en el momento y se publican
sobre la marcha”. Por otra parte, no sin razón los papeles públicos de la época han
sido considerados como “periodismo de ensayo”. Pues bien, en una sociedad “orde-
nada” en donde los escritos “provisorios” pierden todo sentido, lo que impera es el
tratado, fiel reflejo de un universo de códigos establecidos y no discutibles. Se trata
de un saber que se pretende “científico” no opinable, en el que los juicios de valor no
se arriesgan a ser cuestionados o no se siente esa necesidad y, por eso, se ocultan
entre líneas. Pues bien, en los escritos que aquí nos interesan, los papeles periódicos
que responden al espíritu del “diarismo” y los ensayos, aquella pretendida objetivi-
dad que sólo requiere ser informada, no rige. En los textos fundacionales de la filoso-
fía latinoamericana no es la información lo que se busca, sino la opinión y la puesta
de los juicios de valor en la parte legible de la escritura. Por eso Sarmiento dirá de
Larra —ejemplar en esto— que él es “el modelo de todos los escritores públicos de
América Latina”. El tratado, en una sociedad verticalista, se impone por medios co-
activos externos a la escritura, mientras que el diarismo y el ensayo de que hablamos
pretenden imponerse desde la escritura misma, es decir, ejercer vigorosamente la
performatividad, apoyarse en ella. El tratado no es un acto de habla, es un acto
institucional, diarismo y ensayo intentan ser pura y simplemente actos de habla. Más
tarde, la consolidación del proceso capitalista desplazará la importancia y el interés
NUEVA ÉPOCA • AÑO I NÚMERO 1 17
ARTURO ANDRÉS ROIG
hacia los contenidos informativos de la hoja periódica, así como los textos serán
expresión del espíritu de “codificación”, según la palabra puesta de moda por Jere-
mías Bentham. Será entonces la época del abandono de las posiciones iniciales tanto
de Sarmiento como de Alberdi. Una etapa de contextualización se habrá iniciado
entonces.
Por otro lado, ese diarismo saturado de espíritu de ensayo y ese ensayo sujeto
fuertemente como lo otro al “interés del momento” al “valor de la circunstancia”, se
nos presentan como canales apropiados que responden a la exigencia básica de cam-
bio cuyo referente es siempre la revolución. No se trata de una escritura vespertina,
sino auroral. Si José Luis Gómez Martínez ha dicho en su Teoría del ensayo que “el
ensayista es el último en aparecer en la historia literaria de un país”, aquí es, justa-
mente lo contrario, es primero. Otro tanto sucede en Cuba, en donde se da idéntica
relación entre revolución y escritura no-textualizada, tal como podemos verlo de modo
exponencial en los escritos de José Martí. Ante un proceso en el que lo primero y
fundamental se encuentra en el rechazo de las formas opresivas y en el que la catego-
ría de movimiento adquiere aquella fuerza que ya hemos señalado, el escritor no va
más allá, según nos lo dice el héroe cubano, de “tentativas de estudios” y, más aun,
“modestas tentativas”, modestas pero no por eso débiles ni menos aun equivocadas.
La filosofía latinoamericana es deudora de todo eso.16
Y ahora concluiremos hablando de la dialéctica. La fuerza que tiene el desarro-
llo discursivo en estos textos originarios de nuestra filosofía —fuerza ausente en
escritos contemporáneos como el que comentamos al hablar del caso en Heidegger—
se corresponde con la presencia en ellos de lo dialéctico. Curiosamente, así como
Sarmiento fue uno de los primeros, si no el primero, en hablar de una “filosofía del
lenguaje” entre nosotros, Alberdi, según parece, utilizó por primera vez el término
“dialéctica” en textos que no dejan lugar a dudas de su parentesco con el pensamiento
de Hegel, filósofo que según él mismo nos informaba “había muerto hace poco”. Ese
hecho llevó a Arturo Ardao, que percibió ese aire de familia, a hablar de Alberdi
como “un miembro supernumerario del grupo de los jóvenes hegelianos”. De todos
modos, se ha de tener cuidado en la valoración y uso de lo dialéctico en los textos que
16 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p. 84; 86; 89; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, art.
“Diarismo” (1841), pp. 12-13; 81; 90-92; cfr. nuestro estudio “El siglo XIX latinoamericano y las
nuevas formas discursivas”, en la obra conjunta El pensamiento latinoamericano del siglo XIX, IPGH,
México, 1986; asimismo nuestro estudio “Barbarie y feudalismo en las páginas del Facundo”, Puerto
San Martín (Santa Fe, Argentina), Cuadernos de la Comuna, núm. 16, 1989; Yuri Lotman. Semiótica
de la cultura, ed. cit., p. 77; José Luis Gómez Martínez. Teoría del ensayo, Universidad de Salamanca,
SaIamanca, 1991, p. 37; nuestro estudio: “Tras las huellas dispersas de una Filosofía latinoamerica-
na”, en el libro ya citado El pensamiento latinoamericano y su aventura, t. II, pp. 119-123; José
Martí. Obras Completas, Editora de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, tomo 23, pp. 137 y 301.
a nuestro modo de ver —dice Alberdi— es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir,
era inevitable, debía llegar más o menos tarde, pues no era más que la consecuencia
de premisas que habían sido establecidas de antemano”. ¿En qué consiste aquella
estrategia que mencionamos? Pues, en dejar sin discurso a las “reliquias aristocráti-
cas” que entendían que esa presencia de las masas americanas eran un hecho casual,
y obligar a aquellas a aceptarla como necesaria; pero, por otra parte, hacer una lectura
desde una dialéctica que se desplaza sobre el móvil terreno de lo histórico, con lo que
a su vez nos ponemos de alguna manera por encima de la necesidad. Por eso mismo,
el paso a dar ahora desde una democracia instintiva hacia una democracia racional, la
síntesis que ha de coronar al proceso, ya no depende de lo inexorable, pues, es obra
de nuestras manos; pero también es obra de ese “otro”, esa “alteridad” hasta entonces
ignorada que Alberdi obliga a reconocer y de la que habrá de surgir, a su vez, la
movilidad de la síntesis misma por obra de su poder emergente. “El futuro de la
humanidad será plebeyo”. El papel que las masas campesinas juegan en esta dialécti-
ca es indudable, ellas marcan el nivel y “pretender nivelar el progreso americano —
dice Alberdi— al progreso europeo, es desconocer la fecundidad de la naturaleza en
el desarrollo de todas sus creaciones”. Estábamos ante un Alberdi americanista.
El punto de partida de la dialéctica de Sarmiento es la misma: la revolución y la
emergencia de las plebes. Hemos vivido ya la etapa “destructiva”, la de las armas y
ahora se trata de “construir”, de constituir la filosofía que rige a ambos momentos es
la misma: la filosofía de la vida. El objetivo que ha de alcanzar este proceso es la
conciliación que en la antigua sociedad de castas era impensable. Del súbdito esta-
mos pasando al ciudadano y ello gracias a que el hombre de pueblo, el roto chileno, el
guaso, oculta bajo su rusticidad al ser humano y, en ocasiones, es de una nobleza que
no encontramos en quienes detentan el poder. Los excesos a los que se entregó el
esclavo —dice aproximándose a la célebre figura hegeliana— constituyeron un mo-
mento inevitable de la Revolución. Ahora, gracias a las virtudes intrínsecas de ese
hombre estamos en la etapa constructiva que es, a la vez, de integración social, sin
olvidar que las sucesivas síntesis no ponen fin al movimiento, categoría símbolo de la
modernidad que en estos escritores y luchadores sociales se nos muestra claramente
con planteos que siguen aún vivos.17
En otros ensayos nuestros hemos tratado de probar que la filosofía latinoameri-
cana se desarrolla en una serie de comienzos y recomienzos. Aquí hemos intentado
esbozar uno de ellos, no el primero, pero sí uno de los primeros y más ricamente
significativos.
17 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, 58; 73-74; 79; 95; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp.
8; 19; 98-99; 117; 119; Arturo Ardao. Hoy es historia, núm. 63, Montevideo, 1994, pp. 19-20; Jacques
D’hondt. Hegel, filósofo de la historia viviente, Amorrortu, Buenos Aires, 1966, p. 350; Arturo An-
drés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, Fondo de Cultura Económica, México,
1981, p. 113.