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Contribuciones desde Coatepec

ISSN: 1870-0365
rcontribucionesc@uaemex.mx
Universidad Autónoma del Estado de México
México

Roig, Arturo Andrés


La filosofía latinoamericana en sus orígenes
Contribuciones desde Coatepec, núm. 1, julio-diciembre, 2001, pp. 5-20
Universidad Autónoma del Estado de México
Toluca, México

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=28100102

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LENGUAJE Y DIALÉCTICA EN LOS ESCRITOS FUNDACIONALES DE ALBERDI Y SARMIENTO

LA FILOSOFÍA LATINOAMERICANA EN SUS ORÍGENES

Lenguaje y dialéctica
en los escritos fundacionales
de Alberdi y Sarmiento
ARTURO ANDRÉS ROIG
Universidad de Mendoza, Argentina

“Es ya tiempo de que la filosofía mueva sus labios”.


Juan Bautista Alberdi, Fragmento Preliminar (1837)

E
s nuestra intención ocuparnos de la filosofía latinoamericana en uno de sus mo-
mentos iniciales, con el objeto de señalar algunos de sus rasgos definitorios. La
lectura que vamos a hacer se enmarca en la tesis nuestra según la cual aquella
filosofía ha tenido comienzos y recomienzos, más allá de las escuelas o de las herra-
mientas teóricas con las que se haya expresado. Los autores y textos que vamos a ver,
casi todos de las primeras décadas del siglo XIX, nos muestran las relaciones tempra-
nas que la filosofía latinoamericana ha tenido con el lenguaje, así como un declarado
interés por la dialéctica.
Los textos de los que principalmente nos vamos a ocupar forman parte de los
escritos alberdianos anteriores a su libro Bases y puntos de partida para la constitu-
ción de la Confederación Argentina (1852) y son, en particular, el Fragmento preli-
minar al estudio del derecho (1837) y las Ideas para un curso de filosofía contempo-
ránea (1840); y respecto de Sarmiento, los artículos periodísticos anteriores al Fa-
cundo (1845) entre los que se destacan los que constituyen la Polémica del romanti-
cismo (1842). Digamos, desde ya, que tanto las Bases como el Facundo marcan el
paso hacia otra época en la que es visible un significativo cambio en lo que se refiere
al lenguaje, a la dialéctica y a los sujetos sociales.
Nos ocuparemos, pues, de textos fundadores que expresaron por primera vez y
de modo explícito, siempre dentro de sus límites, la necesidad de realizar una filoso-
fía que partiera desde la categoría de lo “americano” que, hasta entonces, no había
sido relacionada de modo manifiesto con el quehacer filosófico.1

1 Véase a propósito de la problemática de europeísmo/americanismo en los escritos de Juan Bautista


Alberdi nuestro trabajo: “Tres momentos en las categorías de ‘civilización’ y ‘barbarie’ en Juan

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Mas hubo otros modos de referirse a lo “americano” en fórmulas que lo impli-


can, como veremos. En efecto, si Alberdi reclamaba en 1840 una “filosofía america-
na”, Sarmiento, en 1842, hacía otro tanto hablándonos de una filosofía como “ciencia
de la vida”. Ambas fórmulas, como podremos verlo, expresaban un mismo afán de
filosofar ateniéndose a las circunstancias nativas que vivían apasionadamente. Alberdi
pedía una filosofía que, según nos lo dice, se “localizara” orientándose hacia “el
carácter instantáneo y local de los problemas que importaban especialmente a la na-
ción, a los cuales presta la fórmula de sus soluciones”; Sarmiento, por su parte, exigía
que aqueIla “filosofía de Ia vida” no faltara en los estudios y que sirviera de orienta-
ción “a la historia, a la humanidad, a la marcha de la civilización”.
Esta “filosofía de la vida” que proponía Sarmiento con un espíritu semejante al
de la “filosofía americana” de Alberdi, la encontramos 38 años más tarde propuesta
por José Martí, en quien la relación entre “vida” y “americanidad” es evidente. En
efecto, en su carta del 24 de abril de 1880, escrita desde Nueva York a su amigo
Miguel Viondi, confesaba que entre sus planes tenía el de escribir un libro que versa-
ría sobre “El concepto de la vida”. Y uno de los temas que tal filosofía habría de
incluir resulta ser cuestión central en el célebre manifiesto Nuestra América (1891).2
Siguiendo la inspiración de esa “filosofía americana”, según uno, o “filosofía
de la vida” según el otro, Alberdi dirá que uno de “los mundos que debíamos conquis-
tar” es “la sociabilidad americana” y Sarmiento embarcado en los mismos intereses
sociales decía: “hemos sido siempre y seremos eternamente socialistas”. “El socialis-
mo —aclaraba luego—perdónesenos la palabra, es decir la necesidad de hacer con-
currir la ciencia, el arte y la política al único fin de mejorar la suerte de los pueblos, de
favorecer las tendencias liberales, de combatir las preocupaciones retrógradas, de
rehabilitar al pueblo, al mulato y a todos los que sufren”.3

Bautista Alberdi”, en el libro Proceso civilizatorio y ejercicio utópico en nuestra América, de Eduar-
do Peñafort y otros, San Juan, Universidad Nacional de San Juan (Argentina), 1996, pp. 49-102;
véase asimismo el trabajo de Raúl Fornet Betancourt “Juan Bautista Alberdi y la cuestión de la
filosofía latinoamericana”, Cuadernos Salmantinos de Filosofía, Salamanca, XII, 1985.
2 José Martí. “Carta a Miguel Viondi”, fechada en Nueva York el 24 de abril de 1880, en Obras Com-
pletas, Editora de Ciencias Sociales, La Habana, tomo 20 (Epistolario), pp. 284-285. A propósito de
la “Filosofía de la vida” en Martí, véase Liliana Giorgis, José Martí: humanismo y filosofía de la
dignidad. De las Canteras de San Lázaro al Manifiesto de Montecristi, Mendoza, Universidad Na-
cional de Cuyo, Facultad de Filosofía y Letras, tesis de doctorado, 1996; cfr., asimismo nuestro
trabajo “Etica y liberación: José Martí y el hombre natural”, en Homenaje a José Martí a Ios 100
años de Nuestra América y de Versos Sencillos, FacuItad de Filosofía y Humanidades, La Plata,
1991, p. 31-38.
3 Juan Bautista Alberdi. Fragmento preliminar al estudio del derecho, Hachette, Buenos Aires, 1955,
p. 56 y Domingo Faustino Sarmiento, Polémica literaria, Buenos Aires, Cartago, 1955, pp. 112 y
119 (en adelante citaremos al uno como Fragmento y al otro como Polémica, simplemente).

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Otro punto en común entre estas dos filosofías se encuentra en la importancia y


sentido que se da a la comunicación y, en relación directa con eso mismo, el interés
por el problema de los signos. Hemos tratado de probar, precisamente, que la semió-
tica nació entre nosotros con Andrés Bello, con Simón Rodríguez y con Domingo
Faustino Sarmiento. Este último es tal vez el primero en usar, en un texto de 1842, la
expresión y el concepto de “filosofía del lenguaje” a la que debemos entender, como
trataremos de mostrarlo luego, como una de las líneas de desarrollo de su “filosofía
de la vida”.4
Pero también es posible hablar de una filosofía del lenguaje en Alberdi, aun
cuando no la mencione como tal. Veamos ahora algunos aspectos de esta problemáti-
ca en ambos. Para Alberdi debemos ocuparnos de la lengua, pero hemos de hacerlo
desde “nuestra realidad americana”. “Si la lengua no es otra cosa que una faz del
pensamiento —dice— la nuestra pide una armonía con nuestro pensamiento ameri-
cano”. Para Sarmiento, por su parte, el lenguaje encierra toda la cultura. “El idioma
de un pueblo —decía— es el más completo monumento histórico de sus diversas
épocas y de las ideas que le han ido alimentando”; por otra parte, esa cultura no es
ajena al movimiento y nadie nos puede negar la necesaria adecuación de nuestro
lenguaje a los cambios. De ahí la fuerza con la que en defensa de ese derecho enuncia
Sarmiento el principio de la arbitrariedad de los signos: “En ninguna parte hemos
encontrado todavía —dice— el pacto que ha hecho el hombre con la divinidad ni con
la naturaleza, de usar tal o cual combinación de sílabas para entenderse; desde el
momento en que por mutuo acuerdo una palabra se entiende, es buena”. De ambos
surge además la idea del mutuo condicionamiento entre pensamiento y lenguaje.
Alberdi afirmaba “que la lengua es una faz del pensamiento” y Sarmiento, “que el
pensamiento está fuertemente atado al idioma en que se vierte”.5
Así, pues, no sólo estamos ante lo que consideramos como una de las actas
fundacionales de la filosofía americana, sino también y en una relación íntima y
anticipadora, estamos ante lo que podríamos denominar acta fundacional de Ia filo-
sofía del lenguaje.
Otro punto de encuentro entre ambas filosofías tiene que ver con las necesida-
des. Para la filosofía americana tal como la formula Alberdi, una de sus preocupacio-
nes básicas respecto de la “vida social” son, según sus palabras, “sus necesidades

4 Cfr. nuestros trabajos Andrés Bello y los orígenes de la semiótica en América Latina, Editorial de la
P. Católica del Ecuador, Quito, 1982; “El Facundo como anticipo de una teoría del discurso”, en
Revista Argentina de Lingüística, núm. 4, 1-2, vol. 4, Mendoza, 1988 y “Semiótica y utopía en
Simón Rodríguez”, en Revista Interamericana de Bibliografía, núm. 3, vol. XLIV, Washington,
1994. La expresión “filosofía del lenguaje” apareció en un artículo publicado en El Mercurio, Santia-
go, 29 de julio de 1842 (Cfr. Polémica, pp. 120-121).
5 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p.80; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp. 58 y 82.

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más vitales”. Lógicamente que esta problemática venía de más atrás, tal como lo
podemos ver en un escritor del siglo XVIII, Eugenio de Santa Cruz y Espejo y en
otros de nuestros ilustrados primeros de los que son herederos Alberdi y Sarmiento.
Estas dos filosofías de las que estamos hablando comparten con el universo
discursivo americano ciertos a-priori constantes, si bien con variantes epocales. El
primero y más antiguo es el que hemos denominado de la Destrucción de las Indias,
nombre que hemos tomado de la Brevísima relación del Padre Las Casas. Existe, en
efecto, jugando con diversa intensidad y sentido, según los grupos humanos america-
nos la conciencia de un pasado destruido y perdido, sentimiento que cuando los crio-
llos comiencen a construir de modo conflictivo su identidad, enfrentados al poder
colonial, habrá de ser asumido e incorporado a su ideología y jugará como presu-
puesto de su discurso. No está por demás que aclaremos que la categoría enunciada
con el nombre de Destrucción de las Indias, no es sólo un hecho histórico inicial a
partir del que surgió nuestra cultura actual, sino que es más que nada un símbolo y en
tal sentido juega como a-priori.
A partir de 1810 otro a-priori pasará a ser constitutivo del universo discursivo
hispanoamericano: el de la Revolución. Por cierto que no surgió de golpe. Tiene ya
sus primeras manifestaciones en el discurso de los ilustrados americanos de fines del
siglo XVIII como consecuencia de los grandes hechos históricos que conmovieron el
final de siglo: el alzamiento indígena liderado por Túpac-Amaru, la revolución de las
colonias inglesas en el Norte de América y, en fin, la Revolución Francesa. Alberdi
ya desde otra etapa, en la que este a-priori comenzaría a ser vivido con una intensi-
dad y fuerza muy particular, decía: “...al fenecer el siglo pasado y comenzar el nues-
tro hemos visto cien revoluciones estallar casi a un tiempo y cien pueblos nuevos ver
la luz del mundo”.6
La Revolución, vivida ahora como un hecho histórico propio cuyas consecuen-
cias afectaban el desarrollo de la vida cotidiana, pasó a ser un polo referencial que
daba sentido a la estructura total del universo discursivo. El fenómeno puede seguír-
selo con claridad entre fechas que pueden ser consideradas simbólicas, la indepen-
dencia de Haití, en 1808 y el fin de la Guerra de Cuba en 1898. Este siglo que fenece,
a pesar de la llamada “caída de los referentes”, no muestra un panorama distinto. No
se debe olvidar que la modernidad, aún no cumplida en todo lo que tiene de positivo,
ha sido caracterizada, antes y ahora, como movimiento.

6 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p. 69; Ideas para un curso de fiIosofía contemporánea (1840),
UNAM, México, 1978, p.14; cfr. nuestro libro El Humanismo ecuatoriano de la segunda mitad del
siglo XVIII, Quito, Banco Central del Ecuador y Corporación Editora Nacional, 1984, tomo II, cap.
XIII “La filosofía del lenguaje”.

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El hecho histórico de la Revolución trajo entre sus consecuencias inmediatas


una redefinición de sectores y clases. Nuevos rostros y voces poblaron los salones y
los campos. Seres humanos ignorados y recluidos en la trastienda social construida
para ellos desde siglos, tomaron presencia, se presentaron como sujetos sociales. De
dos hablaremos, por su particular significación aun para nuestros días, uno de ellos,
efímero y pronto reencauzado dentro de pautas heredadas, la mujer; el otro, amena-
zante por su fuerza y persistencia y que llevó un siglo largo y sangriento aplacarlo, el
levantamiento de las masas campesinas y de las plebes urbanas. Los nuevos sujetos
sociales eran, los unos, ágrafos, los campesinos; los otros, sin acceso a la escritura
como instrumento social, las mujeres, por cierto nos referimos en este caso a las
mujeres de los sectores de poder. Frente a ellas: las masas campesinas, las plebes
urbanas y las mujeres, estaban los intelectuales del grupo criollo, la pre-burguesía
que pretendía ser la heredera natural de los beneficios de la Revolución. El discurso
de éstos jugará un doble papel: expresará a un sujeto de discurso fuerte y plenamente
poseído del ejercicio de la sujetividad, tal como fueron los casos paradigmáticos de
nuestros dos pensadores, Sarmiento y Alberdi; y expresará de modo mediatizado, ya
sea mediante el silencio o mediante las propuestas y exigencias de ordenamiento, a
todos aquellos otros sujetos. Con esto el discurso de la época, en manos de estos
intelectuales, se nos presenta como un proceso constante y hasta obsesivo de
deconstrucción y construcción de sujetos sociales. Este hecho atravesó el siglo y aun
más allá en cuanto aún lo vivimos.7
Por cierto que no todos los escritores ejercieron aquel papel de mediatizadores
del mismo modo. Las variantes de esa función se relacionan, como podremos verlo
más adelante con las modalidades que muestra el ejercicio dialéctico. Un documento
ciertamente notable que puede leerse en las páginas de la conocida novela de José
Mármol, Amalia (1850), señala agudamente aquel despertar de la mujer en la etapa
revolucionaria, así como su desaparición posterior de la escena política. Otros textos,
que veremos luego, nos permitirán medir la fuerza del levantamiento campesino, uno
de los hechos que reavivó permanentemente aquel referente discursivo.
La emergencia de la mujer, favorecida por el impacto ablandador de estructuras
que supone toda revolución, coincidió temporalmente con el desarrollo de ésta. Tal
como ya lo anticipamos, su brillo disminuyó a partir de la etapa de reordenamiento
posrevolucionario a medida que la vida privada recuperó su función de control so-
cial. El ejemplo más notable fue sin dudas, el de Manuelita Sáenz. Pero veamos lo

7 Cfr. “Eugenio Espejo y los comienzos y recomienzos de un filosofar latinoamericano”, en nuestro


libro Rostro y filosofía de América Latina, Mendoza, Editorial de la Universidad Nacional de Cuyo,
1993, pp. 164-181; y “Preliminar sobre la aventura”, en nuestro libro El pensamiento latinoamerica-
no y su aventura, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1994, tomo I.

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que nos dice Mármol, con motivo de la pintura que nos hace de dos de las heroínas de
su novela las que eran mujeres “del tipo perfecto de 1820, que podemos hacer llegar,
si se quiere, hasta 1830. Porque la generación que se desenvolvió durante la revolu-
ción —termina diciendo— tanto en hombres como en mujeres, en lo moral como en
lo físico, han tenido un sello muy especial que ha desaparecido con la época”.8
El otro sujeto social que apareció con la Revolución, como ya lo dijimos fue
más inquietante, si bien en aquellos años iniciales no dejó de ser percibido en su
grandeza. Nos referimos al levantamiento del campesinado y de las plebes ciudada-
nas. Su aparición en la historia llevó a Juan Bautista Alberdi a declarar en Buenos
Aires, en 1837, que “el porvenir es el de la plebe” y que “todo conduce a creer que el
siglo XIX acabará plebeyo y nosotros —concluía diciendo— le saludamos por este
título glorioso”. Simón Rodríguez, en Valparaíso, en 1840, afirmaba que “los pueblos
no pueden dejar de haber aprendido, ni dejar de sentir que son fuertes” y llegaba a
afirmar, con un entusiasmo parecido al de Alberdi, que “el poder de las masas es de
ley natural”. Sarmiento, desde Santiago, en 1842, comentando el Ruy Blas de Víctor
Hugo que había sido puesto sobre tablas, decía que “la guerra de la independencia
americana nos había familiarizado, con estos Ruy Blas, que han aprovechado la oca-
sión de un sacudimiento social para manifestarse... no hay república en América
—decía luego— que no tenga hoy generales y diplomáticos que han sido en su origen
verdaderos lacayos”, como lo era precisamente Ruy Blas. El “lacayo”, nos aclara
luego, es “el peón, el artesano, el marinero, el bodegonero, el roto, el hombre, en fin,
que se halla mal colocado en la sociedad pero que puede ser un hombre extraordina-
rio”. José Mármol, desde Montevideo, en 1850, nos hablaba de “... ese potro salvaje
de América, a quien llamamos pueblo libre, Porque había abierto a patadas, no el
cetro sino la cadena del rey de España, no la tradición de la Metrópoli, sino las impo-
siciones inmediatas de sus opresores...” En fin, Juan Montalvo, desde Panamá, en
1880, nos hablaba de uno “de esos palurdos que llamamos chagras, disfrazado de
jefe” y después nos explicaba la palabra diciendo que ella quería decir, un guajiro, un
sabanero, en fin, con otros nombres, un lépero, un roto, un montuvio, un gaucho,
personajes cuyo ascenso fue posible tan sólo después de quebrada la dura sociedad de
castas del siglo XVIII y que en el Ecuador alcanzaron un reconocimiento con el
gobierno de Urbina (1852-1856), en los mismos años en que sucedía otro tanto en el
Río de la Plata con Juan Manuel de Rosas (1835-1852) a quien los ultramontanos
llegaron a acusar de “socialista”.9

8 José Mármol. Amalia, Ediciones de Capítulo, Buenos Aires, 1967, tomo II, p. 191.
9 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p.74-75; Simón Rodríguez. Sociedades americanas de 1828,
Valparaíso, 1840, II, 3 y 34 y el art. “Partidos”, en Obras Completas, Universidad Simón Rodríguez,
Caracas, tomo II, 1967, p. 386; Domingo Faustino Sarmiento, Polémica, p.114; José Mármol, Amalia,
ed. cit., I, 72; Juan Montalvo, Catilinarias, Garnier, París, s/f, tomo I, pp, 27-28.

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Volvamos ahora a la cuestión del lenguaje. Frente a aquella situación de emer-


gencia social generalizada, no nos cabe duda de que aquella filosofía del lenguaje,
explícita en Sarmiento y supuesta claramente en Alberdi, era básica. Se trataba de un
saber lingüístico que preguntaba por las hablas en un mundo ajeno a los oídos
neoclásicos, enfrentado con quienes no habían percibido todavía con claridad, o no
querían hacerlo, las consecuencias de la Revolución y su inevitable función referencial
de todo discurso. “... como si en una época de regeneración social —exclamaba Sar-
miento— el idioma legado por el pasado había de escapar a la innovación y a la
revolución”. Aquel saber preguntaba, además, dentro de los marcos de una pragmáti-
ca y en íntima relación con el valor comunicativo del lenguaje, con la pretensión de
alcanzar niveles fuertes de performatividad. Por lo demás, aquella “filosofía ameri-
cana”, en tanto filosofía cuyo punto de partida se encontraba, como lo decía el mismo
Alberdi, en “probIemas vitales” y era por tanto, como ya lo hemos dicho también una
“filosofía de la vida” y, principalmente, de la vida social, no podía sino ocuparse deI
lenguaje en cuanto habIa. De ahí, pues, la afirmación de Alberdi para quien “la legi-
timidad de un idioma no puede venir sino del pleno desempeño de su misión”, enun-
ciado de claro y preciso sentido pragmático-lingüístico.10
La conjunción de filosofía americana y filosofía de la vida en los orígenes de la
filosofía latinoamericana ofrece, además, otros aspectos de no menor interés que los
ya señalados y en relación con la problemática del discurso. Uno nos lo muestra la
exigencia de un ordenamiento o reordenamiento de los saberes y de las prácticas,
cuestión que tiene mucho que ver con los procesos de codificación que se acentuarán
fuertemente en la segunda mitad del siglo XIX; otro, asimismo conectado con lo que
acabamos de decir: la polémica con el casticismo y el gramaticalismo y, en fin, el de
la discursividad como ámbito propio de la razón filosófica. Junto con este problema
que, como veremos, es definitorio respecto de un tipo de filosofar que es el que se
prolonga con la filosofía latinoamericana, deberemos ocuparnos de las formas
discursivas para el ejercicio de aquella discursividad o racionalidad discursiva. To-
dos estos problemas, en bloque, nos han de llevar a la cuestión de la dialéctica.
Comencemos por la cuestión del reordenamiento de los saberes y de las prácti-
cas. Ha sido frecuente entre quienes estudian el desarrollo histórico del pensamiento
en América Latina afirmar la originalidad que suponen tanto la elección como el
rechazo de ciertas corrientes de la filosofía europea o algunos de sus filosofemas en
atención a nuestras circunstancias. Aquellos hechos probarían por lo menos que no
somos servilmente imitativos. La cuestión podría ser replanteada en otros términos
más ricos si pensamos en lo que hemos denominado reordenamiento de los saberes y
de las prácticas, cuestión que supone elecciones y rechazos, pero desde una masa de

10 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p. 82.

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pensamiento preexistente, sometida a un proceso constante de cambio en su estructu-


ra. Pues bien, este reordenamiento depende de un conjunto de principios, algunos de
los cuales lo son explícitamente, como es el caso de la “vida” en Sarmiento y de lo
“americano” en Alberdi. Este último tenía cIara conciencia de lo que estamos seña-
lando. “La filosofía de cada época —afirmaba en sus Ideas para un programa de
filosofía contemporánea— y de cada país ha sido por lo común la razón, el principio,
o el sentimiento más dominante y más general que ha gobernado todos los actos de su
vida y de su conducta. Y esa razón ha emanado de las necesidades más imperiosas de
ese período y de cada país...” Este hecho es el que, precisamente, hace necesario, a
juicio de Alberdi “que exista una filosofía americana”. El célebre escrito alberdiano
de 1840 (no de 1842 como tantas veces se ha dicho de modo equivocado), las Ideas
que acabamos de nombrar, consiste, justamente, en una propuesta de reordenamiento de
saberes y de prácticas, desde una determinada racionalidad que nos sirve de principio
ordenador tanto de nuestros saberes como de aquellos que puedan enriquecernos.
Sarmiento, por su parte, señalaba que la falta de un principio ordenador, la ca-
rencia de una filosofía, influía negativamente en las opiniones y se reflejaba en las
tendencias y en la dirección de la política. Conocimientos y prácticas se le presenta-
ban, pues, renuentes a aquel ordenamiento que tal como ya lo hemos dicho debía derivar
de una filosofía entendida como “ciencia de la vida”. En función de esto, el siglo XIX,
frente al anterior, se le aparecía como “la construcción de un orden nuevo”.11
Veamos ahora la polémica con el casticismo y el gramaticalismo. Se trataba del
enfrentamiento de una generación plenamente consciente de que el punto de partida
histórico había sido revolucionario y que había todavía, a pesar del triunfo de las
armas, reductos no dominados. En este caso la “Segunda independencia” trataba de
ser alcanzada mediante la quiebra del horizonte de decibilidad imperante, en otras
palabras, del régimen de códigos de lo dicho y lo no dicho. El enemigo era, en este
caso, un saber lingüístico fuertemente gramaticalizado y regido por un marcado tra-
dicionalismo. Alberdi hablará de un “godismo” en el idioma y ambos, Alberdi y Sar-
miento, denunciarán el casticismo como ideología reaccionaria cuyos alcances iban
mucho más allá de la gramática y su pretensión de pureza. Precisamente de los que
militaban en ese “clasicismo” dirá Sarmiento “que no conocen de la misa la media en
filosofía del lenguaje”. En fuerte contradicción con el conservatismo en materia de
idioma adoptarán ambos una posición que contrasta con el vigoroso movimiento co-
lombiano y ecuatoriano que hizo de la lengua española un escudo social y político, a
la vez que levantaba la lengua de Cervantes como el símbolo más acabado de su

11 Juan Bautista Alberdi. Ideas, ed. cit., p. 6 y 10; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp. 121 y
152. Cfr. nuestro trabajo “Semiótica y utopía en Simón Rodríguez”, citado, páragrafo titulado “El
reordenamiento de los saberes y de las prácticas”, p. 393-395.

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casticismo. Frente a esto Alberdi dirá que quien siga lo castizo “se quedará, conforme
a Cervantes, pero no conforme al genio de nuestra patria” y Sarmiento, por su parte,
afirmará que es “imposible hablar en el día el lenguaje de Cervantes”. Demás está
que aclaremos que la grandeza del Quijote no estaba en cuestión en esta lucha contra
un cervantismo convertido en una ideología basta, montada sobre el desprecio de los
sectores populares y sus hablas.
“Los gramáticos —decía Sarmiento— son como el senado conservador, creado
para resistir a los embates populares, para conservar la rutina y las tradiciones, son, a
nuestro juicio, si nos perdonan la mala palabra, el partido retrógrado, estacionario de
la sociedad de habladores...” Como consecuencia de este rechazo, declarará que su
lenguaje no es “castizo”, sino “mestizo” y, recurriendo a una expresión popular de
origen quichua, expresará eso mismo recurriendo a una paradoja, diciendo que él es
“hombre de cancha”. Eva Giberti ha mostrado, en efecto, que la paradoja nos abre “a
lo omitido en lo dicho del decir, inaugurando una nueva inteligibilidad” que es, justa-
mente, lo que pretendía Sarmiento.
Esta polémica tal vez pueda ser medida en sus correctos alcances si se piensa,
además, que en la época, tanto nuestros dos escritores como para otros que como
ellos se oponían a todo lo que fuera rancio, había sin embargo, una correlación entre
gramática y política. Ambas debían mostrar un orden y ese orden era asimismo el que
debía regir tanto el habla como la conducta de los ciudadanos, no sólo en sus aspectos
útiles, sino en su conducta como tales. Simón Rodríguez a quien de ninguna manera
se le podría acusar de “godismo” ni de “casticismo” en aquel sentido reaccionario,
sentía la necesidad de un acuerdo entre lenguaje y vida —el mismo que exigían Alberdi
y Sarmiento— y lo expresaba como una compatibilidad de estructuras y de códigos,
entre gramática y política. Se trataba de la búsqueda de un “estilo americano”, tal
como nos lo dice Alberdi a propósito de estas mismas cuestiones, con lo que no se
quería decir otra cosa que una humanidad, enraizada en un tiempo y en un lugar,
había de alcanzar modos propios de objetivación. No lejos de estos planteos se en-
cuentra la categoría de habitus rescatada en nuestros días por Bourdieu.12
Ocupémonos ahora de la cuestión de la discursividad. Tal vez resulte extraño si
decimos que desde estos lejanos orígenes la filosofía latinoamericana ha tenido como
ámbito la discursividad y que ni en su seno se han generado posiciones, nunca lo
fueron en el sentido de romper con sus límites, sino en el de encontrar las formas

12 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p. 80 y 83; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp. 46; 61;
82; Cfr. nuestro trabajo: “Educación para la integración y utopía en el pensamiento de Simón
Rodríguez”, en Araisa, Anuario del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, Cara-
cas, núm. 1, años 1976-1982, pp. 161-187; Cfr. Malcolm Deas. Del poder y de Ia gramática y otros
ensayos sobre la historia, política y literatura en Colombia, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1993;
Eva Giberti. Tiempos de mujer, Sudamericana, Buenos Aires, 1990, p. 29.

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discursivas apropiadas para su ejercicio. La cuestión tiene que ver con la distinción
entre lengua y hablas, y la actitud, presente en más de uno de los grandes clásicos de
la filosofía, de perforar el nivel de las segundas y radicarse en la primera. Por otra
parte, la fuerte instalación en lo discursivo pone de manifiesto la vocación dialéctica
que muestran todos nuestros grandes pensadores aun cuando esto no surja de modo
explícito. Demás está que aclaremos aquí que discursividad implica necesariamente
dialecticidad y que hablar desde la filosofía latinoamericana es, sin más y simple-
mente, ejercer un habla, aun cuando la misma inevitablemente aparezca revestida
con formas de un metalenguaje. Este hecho, defendido respecto de la “filosofía de la
vida” en Sarmiento y de la “filosofía americana” en Alberdi nos explica, en parte, así
lo vemos nosotros, el condicionamiento desde el cual hemos recibido el “giro lin-
güístico”. Es únicamente en el nivel de las hablas en donde es posible captar el hecho
de que todo lenguaje lo es acabadamente cuando se nos presenta en “posición de
comunicación”.13
Ahora bien, cabe preguntarse si es posible filosofar fuera del ámbito de la
discursividad. La respuesta no puede ser sino negativa en cuanto que todo lenguaje
ha de llegar a expresarse en ese pIano. Sin embargo, paradojalmente, se ha pretendi-
do más de una vez colocarse en el nivel profundo de la “lengua”, desplazando las
“hablas”, lo que pareciera ser posible en la medida en que la lengua ha dejado de ser
un hecho lingüístico y se la ve como una puerta hacia lo ontológico. Para llevar a
cabo el intento no queda otra vía que la de desplazarnos desde la frase hacia la pala-
bra, quebrar en lo posible el lugar que ésta tiene en el sintagma y abrirnos al juego,
muchas veces caprichoso, de los universos paradigmáticos. Lógicamente el filósofo
busca términos cargados de riqueza semántica y trata de eludir, además, el peso del
significante para quedarse en un mundo de significado, con todo lo cual concluye
escindiendo el lenguaje en dos niveles inconmensurables, el del habIa cotidiana y el
de la lengua, a la que habría llegado y que le abre al misterio y a lo sublime. Y aquí
viene la paradoja que para poder transmitir esta experiencia inefable ha de poner todo
en norma discursiva, ha de realizar lo que podríamos llamar una sintagmatización de
aquellas palabras sublimes y ha de negar con su propio acto la pretendida incon-
mensurabilidad. Éste es uno de los aspectos que podemos ver en el análisis morfológico
—hay otro intento equivalente llevado a cabo desde lo fraseológico, que no comenta-
remos aquí— sobre el que organiza su texto Martín Heidegger en su libro ¿Qué es
pensar? Un análisis de este escrito atendiendo a la paradoja señalada nos permitiría,
a pesar de Heidegger mismo, leer su escritura como “habla” y descubrir el interno
movimiento dialéctico que intenta suprimir, mediante el recurso del refugiarse en esa

13 “Filosofar e historiar en nuestra América”, ponencia leída en el VIII Congreso Nacional de Filosofía
de la Asociación Filosófica de México, Aguascalientes, noviembre de 1995.

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“lengua” mítica. En el fondo estamos ante una pretendida desocialización del lengua-
je que cae, inevitablemente, en otra paradoja: la de socializarlo, pero apuntando a un
determinado “mercado lingüístico”, tal como le ha llamado Bourdieu a este hecho.14
La filosofía latinoamericana, al no ontologizar planos del lenguaje y al no esta-
blecer inconmensurabilidades en el seno del mismo, no se sale del ámbito de la
discursividad, no pretende abandonar el discurso, no elude la dialecticidad que acom-
paña normalmente al movimiento de las hablas. Y éste es el principal alcance de la
filosofía del lenguaje de la que habló Sarmiento, más allá de que haya o no captado
una problemática sólo visible en nuestros días.
José Martí, por su parte y de modo conciso, señaló también este hecho con
palabras que nos permiten desnudar la ideología de intentos de análisis morfológico
como el que hemos comentado: “Las frases quedan flojas —dice— cuando no son
completas”, en pocas palabras, en un lenguaje cabal, la frase exige la discursividad.
Resulta pues claro que el sujeto de que se trata en estos fundadores es simplemente
un sujeto en posición de discurso, vale decir, de comunicación, con un sentido social.
El concepto con el que se trabaja es aquel Weltbegrif del que habla Kant, aquel “con-
cepto mundial” opuesto al Schulbegrif, el de los académicos limitados al vocabulario
vigente en la escuela. Acto comunicativo y discursividad se suponen e implican mu-
tuamente y hacen que frases o palabras no queden “sueltas” como si pudieran estar a
disposición del mismo modo que lo está un clavo, según lo que nos decía Simón
Rodríguez en su defensa de los valores sintagmáticos. Se trata de un filosofar que
pregunta por las voces que nos hablan, las que son siempre voces humanas y no un
mítico lenguaje que tiene la capacidad de hablarnos. Así, pues, sin pretender ignorar
la función lingüística que cumple ese horizonte de la lengua o de la competencia en
tanto lenguaje, la filosofía latinoamericana es un decir de hablas y la filosofía del
lenguaje a la que se refirió Sarmiento es, como ya lo hemos dicho, básicamente una
pragmática; y es por eso mismo que aquel filosofar de hablas goza de la movilidad de
lo dialéctico, así como es factible en su seno la narratividad, expresada, por lo general
en ella, como filosofía de la historia.
Conjuntamente con todo esto aquella discursividad supone, además, de prefe-
rencia, ciertas formas discursivas, así como una inquietud permanente por la cuestión
de los signos y, con ellos, de los símbolos. Por último, esta discursividad juega con lo
sintagmático y lo paradigmático, pero se apoya en lo primero en cuanto parte del

14 Martín Heidegger. ¿Qué es pensar? (¿Was heisst Denken?), Nova, Buenos Aires, 1964 (Vorträge
und Aufsätze, Tubingen, Neske Verlag, 1954); Yuri Lotman y la Escuela de Tartu. Semiótica de la
cultura, Cátedra, Madrid, 1979, p. 61; Pierre Bordieu. Sociología y cultura, Grijalbo, México, 1990,
cap. "El mercado lingüístico".

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ARTURO ANDRÉS ROIG

presupuesto de que el sintagma excede no sólo a la frase, sino al propio discurso, no


sólo es lexical, es la diacronía histórica dentro de la cual están la palabra y el sintagma.15
Veamos pues ya cuáles son aquellas formas discursivas. Todo lo dicho hasta
aquí nos permite responder por qué aquellos textos aurorales a los que hemos bauti-
zado como el acta de fundación de la filosofía latinoamericana, contienen como mo-
mento significativo, una teoría del ensayo, desarrollada por Alberdi y una teoría del
diarismo explicada por Sarmiento.
La Revolución de 1810 significó la quiebra de una sociedad fuertemente
textualizada. Un complejo régimen de códigos, organizado sobre una semeiosis que
abarcaba la cultura en todas sus manifestaciones y sectores humanos, imperaba en
una sociedad estamentada y marcadamente estacionaria. El proceso de
descontextualización tuvo dos etapas: las armas cumplieron con la primera; la si-
guiente fue asumida por la generación posterior a las guerras contra España —se
trataba de completar la primera, pero no ya contra la Metrópoli, sino contra los hábi-
tos y costumbres que nos había dejado, propia de una sociedad que no había aún
conocido los aires del siglo. Surgió de este modo el plan de una “segunda indepen-
dencia” o “emancipación mental”. No se trataba, sin embargo, de retextualizar desde
otros sectores de poder. Pretenderlo hubiera sido una utopía, tal como lo habían pro-
bado los sucesivos fracasos de nuestros jacobinos. Lo que hacía falta era abrirse a un
juego dinámico, atento al cambio, pero consciente también de que no todo había de
ser trastornado. A esto el mismo Alberdi le llamó también “desarrollo inteligente”.
En pocas palabras, había que impulsar a una sociedad hacia un movimiento, el que si
bien entrevisto por los miembros más ilustres de la colonia, no había adquirido el
impulso que marcaban los focos de la civilización mundial. La revolución seguía
siendo el referente absoluto, pero ahora se trataba de introducirle una racionalidad,
así como de crear las herramientas que nos permitieran constituirla dentro de los
marcos del progreso, especie de dios del siglo.
Esa divinidad tenía como categoría primaria y simbólica, el “movimiento”. “Todo
es móvil y transitorio”, dice Sarmiento con palabras que nos hacen recordar inevita-
blemente aquellas tomadas de Carlos Marx por Marshall Berman. “Nosotros —nos
dice más adelante—ansiosos de sacudir las cadenas políticas y literarias, nos pusi-
mos prestamente a la cabeza de todo lo que se presentó marchando bajo la enseña del
movimiento”. Por su parte, Alberdi, filósofo, dirá de su estudio sobre la filosofía del
derecho que lo que lo caracteriza “es el movimiento libre e independiente”, pero

15 Manuel Kant. Crítica de la razón pura, “Metodología trascendental”, cap. III “Arquitectura de Ia
razón pura” (Kritik der reinen Vernunft, Wiesbaden, Insel Verlag, II, 1974, p.700), cfr. nuestro traba-
jo “Semiótica y utopía en Simón Rodríguez”, citado, cap. 2 “El ideal de la parquedad y de la propie-
dad de la lengua”, pp. 395-398; José Martí. Obras Completas, La Habana, Editora de Ciencias Socia-
les, 1975, tomo 18, p. 291.

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antes ha dicho confirmando la idea de transitoriedad que vimos expresada por Sar-
miento, que los libros filosóficos “van siendo como esos insectos que nacen y enve-
jecen en un día”. El movimiento, al que Sarmiento expresará más tarde en el Facundo
mediante una multitud de metáforas, se enmarca —y no podía ser de otro modo—
dentro de la revolución como categoría referencial constante: “Nosotros vivimos —
decía Alberdi— en medio de dos revoluciones inacabadas. Una nacional y política
que cuenta veintisiete años —vale decir, la de 1810— otra, humana y social que
principia donde muere la edad media y cuenta trescientos años”.
Pues bien, si toda discursividad supone de por sí movimiento, cuánto más no lo
supondrá una escritura realizada desde ese principio enarbolado como símbolo mis-
mo del progreso y de la civilización, como un hecho universal. El proceso de
descontextualización, que no se reduce a una cuestión institucional sino que es más
que eso una apertura eficaz al conocimiento de la realidad, deberá ser concretamente
impulsado mediante formas discursivas aptas. A esta exigencia responderán nuestros
luchadores sociales mediante el diarismo y el ensayo, formas discursivas que nos
muestran, además, una particular manera de comprender y de poner en ejercicio la
dialéctica. Estamos de este modo ante otro de los aspectos salientes de aquellas filo-
sofías de la vida y de lo americano.
Diarismo y ensayo se confunden, son dos canales expresivos que se dan la mano.
El libro escrito con espíritu ensayístico tiene la movilidad de la publicación periódi-
ca: “... hoy los libros —declaraba Alberdi— se hacen en el momento y se publican
sobre la marcha”. Por otra parte, no sin razón los papeles públicos de la época han
sido considerados como “periodismo de ensayo”. Pues bien, en una sociedad “orde-
nada” en donde los escritos “provisorios” pierden todo sentido, lo que impera es el
tratado, fiel reflejo de un universo de códigos establecidos y no discutibles. Se trata
de un saber que se pretende “científico” no opinable, en el que los juicios de valor no
se arriesgan a ser cuestionados o no se siente esa necesidad y, por eso, se ocultan
entre líneas. Pues bien, en los escritos que aquí nos interesan, los papeles periódicos
que responden al espíritu del “diarismo” y los ensayos, aquella pretendida objetivi-
dad que sólo requiere ser informada, no rige. En los textos fundacionales de la filoso-
fía latinoamericana no es la información lo que se busca, sino la opinión y la puesta
de los juicios de valor en la parte legible de la escritura. Por eso Sarmiento dirá de
Larra —ejemplar en esto— que él es “el modelo de todos los escritores públicos de
América Latina”. El tratado, en una sociedad verticalista, se impone por medios co-
activos externos a la escritura, mientras que el diarismo y el ensayo de que hablamos
pretenden imponerse desde la escritura misma, es decir, ejercer vigorosamente la
performatividad, apoyarse en ella. El tratado no es un acto de habla, es un acto
institucional, diarismo y ensayo intentan ser pura y simplemente actos de habla. Más
tarde, la consolidación del proceso capitalista desplazará la importancia y el interés
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ARTURO ANDRÉS ROIG

hacia los contenidos informativos de la hoja periódica, así como los textos serán
expresión del espíritu de “codificación”, según la palabra puesta de moda por Jere-
mías Bentham. Será entonces la época del abandono de las posiciones iniciales tanto
de Sarmiento como de Alberdi. Una etapa de contextualización se habrá iniciado
entonces.
Por otro lado, ese diarismo saturado de espíritu de ensayo y ese ensayo sujeto
fuertemente como lo otro al “interés del momento” al “valor de la circunstancia”, se
nos presentan como canales apropiados que responden a la exigencia básica de cam-
bio cuyo referente es siempre la revolución. No se trata de una escritura vespertina,
sino auroral. Si José Luis Gómez Martínez ha dicho en su Teoría del ensayo que “el
ensayista es el último en aparecer en la historia literaria de un país”, aquí es, justa-
mente lo contrario, es primero. Otro tanto sucede en Cuba, en donde se da idéntica
relación entre revolución y escritura no-textualizada, tal como podemos verlo de modo
exponencial en los escritos de José Martí. Ante un proceso en el que lo primero y
fundamental se encuentra en el rechazo de las formas opresivas y en el que la catego-
ría de movimiento adquiere aquella fuerza que ya hemos señalado, el escritor no va
más allá, según nos lo dice el héroe cubano, de “tentativas de estudios” y, más aun,
“modestas tentativas”, modestas pero no por eso débiles ni menos aun equivocadas.
La filosofía latinoamericana es deudora de todo eso.16
Y ahora concluiremos hablando de la dialéctica. La fuerza que tiene el desarro-
llo discursivo en estos textos originarios de nuestra filosofía —fuerza ausente en
escritos contemporáneos como el que comentamos al hablar del caso en Heidegger—
se corresponde con la presencia en ellos de lo dialéctico. Curiosamente, así como
Sarmiento fue uno de los primeros, si no el primero, en hablar de una “filosofía del
lenguaje” entre nosotros, Alberdi, según parece, utilizó por primera vez el término
“dialéctica” en textos que no dejan lugar a dudas de su parentesco con el pensamiento
de Hegel, filósofo que según él mismo nos informaba “había muerto hace poco”. Ese
hecho llevó a Arturo Ardao, que percibió ese aire de familia, a hablar de Alberdi
como “un miembro supernumerario del grupo de los jóvenes hegelianos”. De todos
modos, se ha de tener cuidado en la valoración y uso de lo dialéctico en los textos que

16 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, p. 84; 86; 89; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, art.
“Diarismo” (1841), pp. 12-13; 81; 90-92; cfr. nuestro estudio “El siglo XIX latinoamericano y las
nuevas formas discursivas”, en la obra conjunta El pensamiento latinoamericano del siglo XIX, IPGH,
México, 1986; asimismo nuestro estudio “Barbarie y feudalismo en las páginas del Facundo”, Puerto
San Martín (Santa Fe, Argentina), Cuadernos de la Comuna, núm. 16, 1989; Yuri Lotman. Semiótica
de la cultura, ed. cit., p. 77; José Luis Gómez Martínez. Teoría del ensayo, Universidad de Salamanca,
SaIamanca, 1991, p. 37; nuestro estudio: “Tras las huellas dispersas de una Filosofía latinoamerica-
na”, en el libro ya citado El pensamiento latinoamericano y su aventura, t. II, pp. 119-123; José
Martí. Obras Completas, Editora de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, tomo 23, pp. 137 y 301.

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LENGUAJE Y DIALÉCTICA EN LOS ESCRITOS FUNDACIONALES DE ALBERDI Y SARMIENTO

estamos comentando en cuanto que el término “dialéctica” no es unívoco. Jacques


D'Hondt ha señalado acertadamente “la infinita variedad de Aufhebungen que hay en
Hegel” y otro tanto debemos decir de lo dialéctico entre nosotros. Las variaciones,
aun dentro de la misma Fenomenología del Espíritu, se relacionan, entre otros moti-
vos, con aquel polo referencial absoluto que rige a esta obra célebre: la Revolución y,
en particular, la RevoIución Francesa, a tal punto que es posible hablar de formas
dialécticas prerevolucionarias, revolucionarias, y pos-revolucionarias. Y esto que es-
tamos diciendo se muestra con claridad asimismo entre nosotros, a tal extremo que
podría servir como criterio de periodización.
Ahora bien, si lo dialéctico tiene tanta presencia en las páginas del Fragmento
preliminar al estudio del derecho (1837), no menos lo tiene en los escritos periodísti-
cos sarmientinos de los años 1841-1842. La dialéctica que ambos ponen en ejercicio,
por lo demás, difiere violentamente de lo que ambos hacen en escritos posteriores. En
particular nos referimos al libro Bases y puntos de partida para la constitución de la
Confederación Argentina (1852) de Alberdi y al Facundo (1845) de Sarmiento. Para
hablar de la más conocida de esas dos obran, diremos, en pocas palabras, que los
documentos fundacionales de la filosofía latinoamericana no juegan con la dialéctica
del Facundo. Menos aun, por cierto, con la que podría surgir de una lectura del libro,
también de Sarmiento, Conflicto y armonías de las razas en América (1883).
En el Alberdi del año 1837-1840 y en el Sarmiento de los años 1841-1842, se
trabaja con la categoría de Aufheben organizada sobre términos contrarios conciliables:
campesinado y plebe urbana, por un lado, pre-burguesía con sus intelectuales, por el
otro. Esta dialéctica se quiebra más adelante, como hemos dicho en obras en las que
el término propiamente americano (campesinado, plebes urbanas) resulta impugnado
radicalmente, de modo brutal en Alberdi y de un modo no tan duro en Sarmiento
debido, tal vez, a la cercanía de los escritos juveniles anteriores al Facundo. De todos
modos, una violenta ideología europeísta desplaza sus primeras posiciones.
La dialéctica alberdiana se nos aparece construida como un intento de lectura,
pero también como una estrategia política. Nos dice que los pueblos siguen una mar-
cha “inexorable” que va siguiendo sucesivas formas sociales y de gobierno hasta
llegar a la democracia, pero sucede que tal proceso “indestructible” ha sido
paradojalmente violado entre nosotros, hemos saltado por encima de todas las etapas
y aquí estamos en plena democracia intentando iniciar el cambio por el fin ¿Ha sido
negada por esto la marcha “necesaria” e “inexorable” de lo dialéctico? Pues Alberdi
entiende que no, porque los procesos dialécticos, con su necesidad, se desencadenan
a partir de premisas históricas “que han sido establecidas de antemano”. Entre esas
premisas, que podrían no haberse dado, se encuentra la Revolución y ella es la que ha
invertido lo que debería ser lo “normal”, estableciendo otra normalidad, la revolucio-
naria. Y aquí no podemos menos que transcribir el célebre texto: “Nuestra situación,
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a nuestro modo de ver —dice Alberdi— es normal, dialéctica, lógica. Se veía venir,
era inevitable, debía llegar más o menos tarde, pues no era más que la consecuencia
de premisas que habían sido establecidas de antemano”. ¿En qué consiste aquella
estrategia que mencionamos? Pues, en dejar sin discurso a las “reliquias aristocráti-
cas” que entendían que esa presencia de las masas americanas eran un hecho casual,
y obligar a aquellas a aceptarla como necesaria; pero, por otra parte, hacer una lectura
desde una dialéctica que se desplaza sobre el móvil terreno de lo histórico, con lo que
a su vez nos ponemos de alguna manera por encima de la necesidad. Por eso mismo,
el paso a dar ahora desde una democracia instintiva hacia una democracia racional, la
síntesis que ha de coronar al proceso, ya no depende de lo inexorable, pues, es obra
de nuestras manos; pero también es obra de ese “otro”, esa “alteridad” hasta entonces
ignorada que Alberdi obliga a reconocer y de la que habrá de surgir, a su vez, la
movilidad de la síntesis misma por obra de su poder emergente. “El futuro de la
humanidad será plebeyo”. El papel que las masas campesinas juegan en esta dialécti-
ca es indudable, ellas marcan el nivel y “pretender nivelar el progreso americano —
dice Alberdi— al progreso europeo, es desconocer la fecundidad de la naturaleza en
el desarrollo de todas sus creaciones”. Estábamos ante un Alberdi americanista.
El punto de partida de la dialéctica de Sarmiento es la misma: la revolución y la
emergencia de las plebes. Hemos vivido ya la etapa “destructiva”, la de las armas y
ahora se trata de “construir”, de constituir la filosofía que rige a ambos momentos es
la misma: la filosofía de la vida. El objetivo que ha de alcanzar este proceso es la
conciliación que en la antigua sociedad de castas era impensable. Del súbdito esta-
mos pasando al ciudadano y ello gracias a que el hombre de pueblo, el roto chileno, el
guaso, oculta bajo su rusticidad al ser humano y, en ocasiones, es de una nobleza que
no encontramos en quienes detentan el poder. Los excesos a los que se entregó el
esclavo —dice aproximándose a la célebre figura hegeliana— constituyeron un mo-
mento inevitable de la Revolución. Ahora, gracias a las virtudes intrínsecas de ese
hombre estamos en la etapa constructiva que es, a la vez, de integración social, sin
olvidar que las sucesivas síntesis no ponen fin al movimiento, categoría símbolo de la
modernidad que en estos escritores y luchadores sociales se nos muestra claramente
con planteos que siguen aún vivos.17
En otros ensayos nuestros hemos tratado de probar que la filosofía latinoameri-
cana se desarrolla en una serie de comienzos y recomienzos. Aquí hemos intentado
esbozar uno de ellos, no el primero, pero sí uno de los primeros y más ricamente
significativos.

17 Juan Bautista Alberdi. Fragmento, 58; 73-74; 79; 95; Domingo Faustino Sarmiento. Polémica, pp.
8; 19; 98-99; 117; 119; Arturo Ardao. Hoy es historia, núm. 63, Montevideo, 1994, pp. 19-20; Jacques
D’hondt. Hegel, filósofo de la historia viviente, Amorrortu, Buenos Aires, 1966, p. 350; Arturo An-
drés Roig. Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano, Fondo de Cultura Económica, México,
1981, p. 113.

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