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De la apología a la Apologética
El término (apología) en sentido general indica una relación fundamental con el decir (logos) y con la
causa (apo) por la cual se pronuncia la palabra. Atestiguado ya en el griego presocrático, se encuentra en dos
contextos: filosófico y forense. En este último puede tener valor técnico (acusación/defensa) o sentido más amplio,
indicando simplemente una respuesta explicativa.
En el AT (LXX) el término traduce el hebreo rîb (querella) en Jr 12,1 y 20,12, donde el uso forense se traslada al
religioso, indicando plena confianza en la justicia divina. En 2 Mac 13,26 tiene significado político, y en Sab 6,10 se
atribuye a la sabiduría una función apologética, en cuanto es capaz de defender a sus devotos.
En el NT lo usan casi exclusivamente Pablo y Lucas, en dos terrenos fundamentales: conflicto social y religioso
(confrontación con la sinagoga y con el paganismo) y contexto misionero (influencia de la propaganda judeo-
helenística).
El caso particular de 1 Pe 3,13- 16
“13 Y ¿quién podrá hacerles daño si se afanan por el bien? 14 Pero si sufren a causa de la justicia, dichosos ustedes.
“No les tengan ningún miedo ni se turben”. 15 Al contrario, “den culto al Señor”, Cristo, en sus corazones, siempre dispuestos
a dar respuesta (a)pologi/a) a todo el que les pida razón (lo/goj de su esperanza, 16 pero con mansedumbre y respeto y
con buena conciencia.”
La sección 1 Pe 3,13-17 (que podría titularse “esperanza en el sufrimiento”) incluye casi todos los temas
concretos de la carta: la descripción de la situación (los cristianos sufren por maldad humana, por calumnia); su vida
debe estimular al bien (buenas obras); su justicia es causa de “sufrimiento”; pese a ello y precisamente así, ellos son
“dichosos” (no en sentido psicológico sino soteriológico); uno de sus ingredientes es la liberación de la angustia; los
cristianos llevan la responsabilidad de la esperanza (el testimonio de la esperanza depende de su vida); su
“sufrimiento” debe alcanzarlos injustamente, es decir, no deben ser perseguidos por delitos. El autor devuelve la
confianza a comunidades cristianas agobiadas y oprimidas por el rechazo y las agresiones de los otros con el recuerdo
de Cristo doliente, mostrándoles la esperanza y el sentido en su difícil situación.
En este contexto, “siempre dispuestos a dar respuesta (apología) a todo el que os pida razón (logos) de vuestra
esperanza” (v. 15), parece que debe explicarse desde una terminología de diálogo explícita, y respuesta y razón
significarán entonces el entramado de un debate. Hay que imaginar que en la misión de la Iglesia antigua, los
cristianos en la convivencia con los no-cristianos son “cuestionados” sobre el fundamento de su conducta nueva y
singular y de su “buen obrar” (en lenguaje cristiano: la razón de su esperanza). Pero la situación podía empeorar: ante
la calumnia y la difamación, el sufrimiento y la renuncia a la revancha no son suficientes; se exige además la
confesión pública de la fe. El “estilo” de esta razón o respuesta está en la conducta cristiana que da testimonio por sí
misma e invalida las imputaciones. Y esta conducta tiene un único fundamento: Cristo, como lo desarrolla la carta (vv.
18ss)1.
Además de este caso particular, el NT conserva muchos ecos de la primitiva apologética cristiana; proporciona
materiales que posibilitan a los cristianos justificar su fe y defenderla contra sus adversarios; hasta cierto punto, está
pensado para confirmar a los cristianos en que su fe está sólidamente cimentada.
En el siglo II, con los llamados padres apologistas, la apologética se convierte en la expresión dominante de la
literatura cristiana, dirigida con distinta intención a las autoridades romanas, a los judíos y a los cristianos. Obras
típicas son las dos Apologías y el Diálogo con el judío Trifón de Justino, la anónima Carta a Diogneto y la Legatio
pro christianis de Atenágoras.
En el siglo III se señala la obra apologética de Tertuliano, de Clemente de Alejandría y de Orígenes, en
particular su famoso Contra Celso. La apologética alcanza refinamiento filosófico.
En el siglo IV se destacan en Occidente Arnobio y Lactancio, y en Oriente Eusebio de Cesarea (Preparación
evangélica y Demostración evangélica). Finalmente, en el siglo V se alcanza un nuevo brillo con Agustín (Sobre la
verdadera religión y Sobre la utilidad de creer, pero sobre todo La ciudad de Dios, verdadero cimiento de una
teología de la historia).
El Medioevo presenta una nueva tarea: la apologética debe responder a los musulmanes. Así lo hacen en
Oriente Juan Damasceno y en Occidente Isidoro de Sevilla, Pedro Damián, Pedro el Venerable. Tomás de Aquino
hace un aporte importante con su Summa contra gentiles (probablemente pensada para uso de los misioneros
cristianos en España), continuado por Raimundo Lulio. Durante el renacimiento merece señalarse la obra de Ficino y
Savonarola.
1
Resulta significativo el uso antiguo de este texto, que ya a finales del s. II, en las obras de Clemente de Alejandría , seguido por Orígenes, que
añade a la “esperanza” también la “fe”, continuado por Eusebio y más tarde por Crisóstomo y Cirilo de Alejandría. San Agustín lo tomará como
referente en su Carta a Consentio que es como la primera obra sistemática sobre las relaciones entre fe y razón [ Ep. 120]. La consagración
teológica del texto se dará ya en pleno s. XII, con el nacimiento de la escolástica. Continúa siendo un texto relevante para la TF
La Reforma muestra actitudes diversas frente a la apologética: Lutero rechaza la obra de la razón, pero
Melanchthon, Calvino y Hugo Grotius apelan a sus argumentos. Desde el siglo XVI el racionalismo y el deísmo
dominan la cultura y la reacción apologética.
El siglo XIX es uno de los más fructíferos en la historia de la Apologética cristiana (el término entra en uso
hacia 1830), cuando ésta se constituye como disciplina teológica autónoma, tras las huellas del protestante
Schleiermacher, el primero que habló de un prolegómeno apologético a toda la teología. Destacan en el campo
católico la escuela de Tubinga, fundada por J. S. Drey (1777-1853), y la escuela romana, con G. Perrone (1794-1876).
Se sistematiza el esquema de la triple demostración:
Demonstratio religiosa: religión, Dios y posibilidad de la revelación.
Demonstratio christiana: necesidad y posibilidad de la revelación positiva y sobrenatural culminante en
Cristo, por los signos: milagros, profecías, mensaje y resurrección.
Demonstratio catholica: la Iglesia católica romana es la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo y
depositaria de la revelación, por las notas o las vías histórica o empírica.
El método es de pruebas con impecable rigor lógico: tesis sostenidas con citas de la Escritura, los Padres, el
Magisterio y Santo Tomás.
Orientación bibliográfica:
Bosetti,E., “Apología”: DTF 118-121.
Dulles,A., “Apologética (historia)”: DTF 104-113.
Pié-Ninot,S., La teología fundamental, 25-85.
UNIDAD 1: El deseo de Dios en el corazón del hombre
El acceso del hombre a la Revelación se realiza por la fe, don de Dios y respuesta del hombre al mismo
tiempo. Pero el hombre está “preparado” para acoger esta donación gratuita, con una afinidad - no exigencia, pero sí
sintonía - con la Revelación de Dios. Siguiendo la expresión de Rom 10,17, el hombre es capaz de escuchar la Palabra
de Dios. La versión latina (fides ex auditu) ha hecho tradición en la teología para significar la capacidad radical del
hombre para la fe.
Los ejes básicos que se han utilizado en la TF más reciente se remontan en realidad a las síntesis medievales
sobre el hombre como capax Dei: son la capacidad receptiva (potentia oboedientialis) y el deseo de Dios (desiderium
naturale videndi Deum).
I.1“Conócete a ti mismo”
Dado que la pregunta por la finalidad de la vida humana en la actualidad no se plantea tan referida explícitamente
a Dios, la encíclica FR ha preferido introducir su invitación con el adagio délfico gnwqi seauto/n “conócete a ti mismo”.
Esta inscripción resume la memoria de Sócrates y es emblemática de toda la reflexión de Platón y su escuela. Era la
antropología la componente fundamental de la búsqueda de la sabiduría que fue la filosofía griega y, en cierto modo,
toda la reflexión sapiencial del Occidente y de muchas civilizaciones orientales tenía como finalidad que el sabio
conociese la naturaleza y dignidad del ser humano. En su origen (Heráclito, Esquilo, Heródoto y Píndaro) es una
invitación a reconocerse mortal y no Dios y situarse ante Él a partir de esa conciencia; con Sócrates y Platón adquiere
un sentido más filosófico. El significado clásico se resume en una invitación a la modestia, un “saber de no saber”,
inicio del filosofar.
La reflexión cristiana de los Padres parte de la convicción de la anterioridad de los escritores sagrados sobre los
paganos. Gracias a Orígenes y a san Agustín florecerá un “socratismo cristiano”. Los textos que lo fundamentan son
Cant 1,8 (“si tú no te conoces”) y Dt 15,9 (“estate atento a ti mismo”), y la síntesis de la interpretación dice “estate
atento a ti mismo, para poder estar atento a Dios”. (S. Basilio). El mayor desarrollo llega con san Agustín, el
“inventor” de la interioridad como fuente de conocimiento, ya que pone su centro en la interioridad de su mente para
encontrarse a sí mismo y, consigo, a Dios, interior intimo meo. En la primera fase del descenso hacia sí mismo se
descubre la conciencia de la propia debilidad; en la segunda se descubre la grandeza de estar creados a imagen de
Dios, gracias a la cual se va hacia Él. Hay concordancia entre los datos de la introspección y la Revelación ( De
Trinitate). Tras ellos, los grandes doctores medievales, atentos a las dimensiones más objetivas, nunca marginaron la
interioridad.
Como conclusión, recordamos el eco del adagio délfico en GS 10 (¿qué es el hombre?) y en Pablo VI: “la
sabiduría antigua del `conócete a ti mismo´, que quedó a nivel de interrogación, tiene hoy (la Navidad) una
espléndida aunque siempre misteriosa respuesta. Nuestra antropología conoce y afirma una superlativa genealogía
del hombre, (ya que) en su composición inicial es ´imagen y semejanza de Dios´ (Gn 1,26).”
El planteo de la FR cuando, a partir del célebre adagio se formulan “las preguntas de fondo que caracterizan el
recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay
después de esta vida?”, de las cuales se afirma que “son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de
sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre” (FR 1). Después de referirse a las diversas culturas antiguas
que comparten estas preguntas existenciales, concluye recordando que “lo más urgente hoy es llevar a los hombres a
descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia” (FR 102).
Valoración de lo positivo
a. esencia y deseo unidos revelan el dinamismo profundo del espíritu. No hay religión desde el pensamiento
abstracto, sino desde la experiencia concreta de la vida, el amor y la muerte. Dios ha de ser buscado.
b. Clave determinante de toda espiritualidad: el horizonte es el más. Cerrarse o asentarse es morir. No egoísmo.
c. El hombre se realiza “desde arriba”, desde lo que lo trasciende, no desde lo que se apropia; desde lo eterno en el
tiempo, no por maduración de lo inmanente temporal.
Crítica
d. hacer de Dios el objeto del deseo del hombre es ambiguo; debe mantenerse la distancia entre el deseo y la
alteridad. No es lo mismo experiencia religiosa y experiencia teologal.
e. Se ve bien cuando se mira en perspectiva psicodinámica (psicológica):
lleva necesidad de gratificación (principio de placer); se dirige a una realidad inaprensible (riesgo de “objeto
imaginario”); autotrascendencia reducida a proyección de fantasía de omnipotencia
f. espiritualismo desencarnado...
Replanteamiento:
g. el deseo es la plataforma antropológica de la experiencia cristiana teologal.
h. Desde lo platónico, el cristianismo tiene categorías propias: el deseo ha de ser dilatado por la Palabra de Dios y
purificado (aprender a recibir el don como don; a desear a Dios “según Dios”)
i. Realidad nueva introducida en la humanidad, más radical que el deseo y la racionalidad de la sospecha: el amor de
gracia. La palabra cristiana definitiva no es eros, sino agape.
UNIDAD 2: La búsqueda de las religiones
Orientación bibliográfica:
Gera, L., “La cuestión sobre el valor salvífico de las religiones en el Documento de la Comisión Teológica
Internacional”: Teología 71 (1998/1), 197-223.
Jiménez Ortiz, A., “La Teología Fundamental ante el desafío de la increencia”: Izquierdo,C. (ed.), Teología
Fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Bilbao, 1999, 129-179.
“Otro grupo de teólogos defiende un teocentrismo salvífico con una cristología no normativa... La encarnación sería
una expresión no objetiva, sino metafórica, poética, mitológica. Pretende sólo significar el amor de Dios que se encarna en
hombres y mujeres cuyas vidas reflejan la acción de Dios.” (20)
“La consecuencia más importante de esta concepción es que Jesucristo no puede ser considerado el único y exclusivo
mediador. Sólo para los cristianos es la forma humana de Dios, que posibilita adecuadamente el encuentro del hombre con
Dios, aunque sin exclusividad... Siendo el Logos mayor que Jesús, puede encarnarse también en los fundadores de otras
religiones.” (21)
“Esta misma problemática vuelve cuando se afirma que Jesús es Cristo, pero Cristo es más que Jesús. Esto facilita
sobremanera la universalización de la acción del Logos en las otras religiones... Otro modo de argumentar en esta misma
línea consiste en atribuir al Espíritu Santo la acción salvífica universal de Dios, que no llevaría necesariamente a la fe en
Jesucristo.” (22)
Misión y diálogo “... Si las religiones son sin más caminos para la salvación (posición pluralista), entonces la conversión
deja de ser el objetivo primero de la misión, ya que lo importante es que cada uno, animado por el testimonio de los otros,
viva profundamente su propia fe.” (23)
UNIDAD 3: Los caminos de la razón
Orientación bibliográfica:
De Sahagún Lucas, J., Dios, horizonte del hombre, Madrid, 2 1998, 3-16.
Fries, H., Teología fundamental, Barcelona, 1987, 36-48.
UNIDAD 4: La posibilidad de una revelación sobrenatural
Orientación bibliográfica
Fries, H., Teología fundamental, Barcelona, 1987, 269-278. 287-292.
Pié-Ninot, S., La teología fundamental, Salamanca, 2001, 161-173.
Kern, W.-Pottmeyer, H. J.- Seckler, M. (edd.), Corso di teologia fondamentale. 1. Trattato sulla religione, Brescia,
1990, 229-255.
UNIDAD 5: La revelación en la Sagrada Escritura
Etapas
La tradición cristiana ha distinguido siempre diversos períodos en la historia religiosa de la humanidad, cuya
unidad se encontraba afirmada por sí misma: edades, reinos, economías, dispensaciones, leyes, alianzas, etc. Una de
las más corrientes fue la de seis períodos, correspondientes a los seis días de la creación en Gn. Pero la más sólida,
menos artificial y más doctrinal es la inspirada en san Pablo en cuatro períodos: en la forma fijada por san Agustín:
ante legem-sub lege-sub gratia-in pace (o más simple: natura-lex-gratia-patria), es decir, de Adán a Abraham o
Moisés, luego a Jesús, luego el tiempo entre las dos venidas de Cristo y la eternidad. Dejando de lado la última (ya no
es historia), resultan las tres edades clásicas de la patrística: ley natural-ley escrita-ley de gracia. Otra división
(Ruperto de Deutz s. XII) propone un esquema ternario de base trinitaria: la edad del Padre (creación), la edad del
Hijo (redención) y la edad del Espíritu Santo (santificación). Ha de notarse en cada caso que la historia de salvación
continúa, pero en cuanto revelación ha alcanzado una plenitud en Cristo, que se desarrolla hasta el fin de los tiempos.
En los párrafos siguientes nos atenemos al AT.
Revelación patriarcal
Transmitidas como “relatos populares religiosos”, las tradiciones patriarcales configuran los primeros trazos
de la revelación. Quieren hacer compartir la experiencia de un Dios de tipo particular, que funda la experiencia de
Israel como pueblo creyente. La vida de Abraham es ejemplar. Gn 12,1-3 inicia la historia de la bendición. Un Dios
desconcertante pone en camino hacia lo desconocido con una única garantía: su promesa. Tras una larga espera, llega
el hijo y Dios lo pide en sacrificio (22). Abraham responde con una total disponibilidad: su fe es obediencia. Así se
convierte en “padre de los creyentes” (Rom 4,16).
Revelación mosaica
Segunda etapa decisiva es el acontecimiento de salvación, que libera a Israel de la esclavitud de los egipcios y
que va acompañado de la autopresentación de su autor. Dios revela su nombre a Moisés (Ex 3): YHWH está siempre
presente, activo, dispuesto a salvar y sólo Él. Elección, salvación, alianza y ley forman un todo indivisible. Por la
alianza, YHWH hace de Israel su propiedad exclusiva y le impone a través de las “palabras” (Ex 20,1-17; 34,28) un
estilo de vida que corresponde al pueblo santo del Dios Santo. Israel emprende una existencia dialogada, situada en un
contexto de llamada y de respuesta. La revelación posee ya su estructura de acontecimiento significante. Se incluyen
también los mediadores (Ex 20,18; Dt 18,15-18).
Revelación profética
El profetismo en Israel, del que se pueden reconocer contactos extranjeros y antecedentes propios, se delinea a
partir de Samuel (1 Sam 3) y tiene su época de oro en el siglo VIII (Amós y Oseas en el Norte, Isaías y Miqueas en el
Sur), extendiéndose hasta el siglo V. En su conjunto, los profetas preexílicos reclaman la fidelidad a la alianza y a la
ley a un Israel rebelde y obstinado, por lo cual la palabra de Dios se hace decreto de juicio, condena y castigo
irrevocable. Jeremías intenta determinar los criterios de la palabra auténtica de Dios: cumplimiento (28,9; 32,6-8),
fidelidad a YHWH y a la religión tradicional (23,13-32) y testimonio heroico personal (1,4-6; 26,12-15).
El Deuteronomio profundiza el tema de la alianza y la ley, que ahora abarca todo el cuerpo de leyes morales,
civiles, religiosas. Esta ley ha de ser interiorizada y cumplida hoy (30,11-14). La corriente deuteronomista elabora una
historia de la salvación que es una teología de la historia (Jue-Sam-Re). Es la palabra de Dios la que hace la historia y
la vuelve inteligible. A partir de 2 Sam 7 se establece el mesianismo real de la dinastía davídica.
Con el destierro se produce una crisis terrible: Israel lo ha perdido todo. Ezequiel personifica el cambio de
situación: antes de la caída anuncia el desastre inevitable, después es el centinela (33,1-21) que ha de custodiar la fe y
la esperanza del pueblo desterrado. La palabra que castigó ahora es fuente de confianza.
El DeuteroIsaias (40-55) considera el dabar divino en su dinamismo a la vez cósmico e histórico. YHWH es
el Señor de las naciones, lo mismo que de las fuerzas naturales, porque con su palabra lo ha suscitado todo de la nada.
Dios mantiene los polos extremos de la historia (41,4; 44,6; 48,12) y la interpreta (55,10-12).
Los profetas son quienes mantienen vivo el acontecimiento fundante de Israel y lo profundizan. Pero esto sólo
es posible si el profeta ha sido objeto de una experiencia privilegiada, su vocación: YHWH lo ha llamado y le ha
confiado su palabra, en una particular intimidad con Él para ser su intérprete ante los hombres. Es el hombre de la
palabra (Jr 18,18) que lo quema y consume (20,8-9). Esta palabra de Dios actúa en la historia con sus dimensiones de
acontecimiento e interpretación, conformando una historia significante.
Revelación sapiencial
Miembro original de una corriente de pensamiento internacional (Grecia, Egipto, Babilonia, Fenicia), la
tradición sapiencial se incorpora en Israel como instrumento de revelación. El mismo Dios que iluminó a los profetas
se sirvió de la experiencia humana para revelar al hombre a sí mismo (Pr 2,6; 20,27). Los sabios aplican su reflexión
también a temas de otras tradiciones, como la Ley, la historia y la profecía. El Salterio que se fue formando a lo largo
de la historia es sobre todo la respuesta a la revelación, pero es asimismo revelación. Los salmos hacen oración la
intimidad de Dios revelada por los profetas y sabios. Todo esto se actualiza cotidianamente en la liturgia del templo.
Objeto y carácter
El conjunto del AT permite concluir que la revelación es esencialmente interpersonal, procede de la iniciativa
de Dios, recibe su unidad de la palabra y tiene como finalidad la vida y la salvación del hombre.
“La revelación se nos presenta en el AT como la intervención gratuita y libre por la que el Dios santo y oculto
-en el terreno de la historia y en relación con los acontecimientos de la historia, interpretados auténticamente por la
palabra de YHWH dirigida a los profetas, según modos de comunicación muy diferentes- se va dando poco a poco a
conocer, a sí mismo y el designio de salvación que tiene que aliarse con Israel y, a través de él, con todas las naciones,
para cumplir en la persona de su ungido o mesías la promesa hecha antaño a Abrahám de bendecir en su posteridad a
todas las naciones de la tierra. Esta acción es concebida como palabra de Dios que invita al hombre a la fe y a la
obediencia: una palabra esencialmente dinámica, que realiza la salvación al mismo tiempo que la anuncia y la
promete.” (R. Latourelle, DTF, 1241).
El “corpus” paulino
El binomio misterio-evangelio nos sitúa en el corazón del pensamiento paulino sobre la revelación. Respecto
del término misterio, el lenguaje cristiano tiene un uso técnico en dos ámbitos diversos: a nivel intelectual, indica la
inaccesibilidad de los contenidos fundamentales de la revelación divina por parte de la lógica humana natural; a nivel
cultual, cualifica la celebración litúrgica y sacramental en la densidad de su carga salvífica sobrenatural. En la
Escritura el segundo significado está ausente y el primero se presenta en medida muy reducida. En el Nuevo
Testamento el término aparece 28x, en general en singular. Sólo en algunos casos del corpus paulinum puede
percibirse un trasfondo de la terminología helenística, como polémica (Col 2,18) o en forma positiva (Flp 4,12; 1 Cor
2,6-7); pero no se asumen las connotaciones cultuales, sino la perspectiva apocalíptica y siempre al servicio de la
predicación del evangelio. Es de notar que las reflexiones paulinas sobre el bautismo (Rom 6) y la eucaristía (1 Cor
10-11) no usan el término.
El uso neotestamentario no es unívoco. En tres casos en 1 Cor Pablo lo usa en plural: en 4,1 remite a los
múltiples aspectos de la misteriosa sabiduría divina ya mencionada en el cap. 2; en 13,2 tiene el sentido profano de
realidades escondidas en conjunto; en 14,2 se trata de algo incomprensible. En tres ocasiones aparece con genitivo: 2
Tes 2,7 (el misterio de la iniquidad=la iniquidad misma es un misterio); 1 Tim 3,9 (los misterios de la fe) y 1 Tim 3,16
(el misterio de nuestra religión), donde debe entenderse en relación con el contenido objetivo de la fe, casi como un
símbolo. Finalmente, en Ap hay tres textos: 1,20; 17,5.7-8 donde se trata simplemente de enigma, significado oculto,
velado por símbolos.
En los escritos joánicos nunca aparece, y en los evangelios sinópticos sólo en Mc 4,11p (“A ustedes se les ha
dado el misterio del reino de Dios”). Este logion probablemente de origen pospascual indica que a quien dispone del
fértil terreno de la fe (que separa “los de afuera” de “ustedes”), Dios le concede comprender y vivir su señorío
salvífico como misterio revelado por Jesús [en línea con Mt 11,25-26]. En su contexto busca explicar la incredulidad
de los judíos (cita Is 6,9-10) y el fracaso de la misión.
El “misterio” aparece como tema propio y verdadero en Col-Ef (a las que se une Rom 16,25):
Etapas del misterio:
ocultamiento o silencio (Col 1,26; Ef 3,9): no sólo el origen divino y trascendente, sino un larguísimo periódo
histórico. La reflexión no es de carácter metafísico, sino histórico-salvífico y apocalíptico. El misterio participa de
la naturaleza de Dios, pero no se identifica con ella.
revelación con los verbos develar (apokalyptein), manifestar (phaneroun) y dar a conocer (gnorizein). En clara
contraposición con la etapa anterior, subraya mucho más el presente que el pasado: es el ahora, el hoy de estos
tiempos, del “acceso” global a Dios (Ef 2,18; 3,5.10). Los destinatarios de esta revelación son nosotros (Ef 1,9),
los creyentes (Col 1,26), sus santos apóstoles y profetas (Ef 3,5), a mí (Ef 3,3), para comprometer a toda la
humanidad como destinataria última.
difusión, propagación misionera, con los verbos hablar, anunciar, evangelizar, iluminar, enseñar. El misterio mismo
se llama ahora “palabra de Dios” (Col 1,25), “evangelio” (Ef 6,19) y pide lucha y valentía en el anunciador. El
cristianismo no es esotérico ni arcano; su anuncio es público y universal.
consumación escatológica. Aún revelado, el misterio no deja de ser misterio. Hay en el plan de Dios una dimensión
de inagotabilidad (que los textos expresan con el lenguaje de la sobreabundancia: riqueza, plenitud, todos los
tesoros, supereminente, incalculable, Ef 3,18-19: cuatro dimensiones. Y aunque el paso decisivo se haya dado con
la revelación, el misterio está destinado a una consumación escatológica. Ya en 1 Cor 15,51 y Rom 11,25 en
Pablo; aquí en Col 1,27; 3,4. La esperanza de la gloria no se reduce a la experiencia histórica.
Dimensiones del misterio:
teológica: aunque revelado, es “de Dios” en cuanto a su origen y a su consumación. Pertenece a la esfera de lo divino
y toda aproximación a él es también una aproximación a Dios mismo. Es el “misterio de su voluntad” (Ef 1,9), lo
que Él “destinó para nuestra gloria antes de crear el mundo” (1 Cor 2,7).
cristológica: Jesucristo pertenece al centro del misterio: 1) en cuanto la cruz, escándalo y locura, encarna el poder y la
sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1-2); 2) en cuanto en Él se recapitulan y reconcilian todas las cosas (cf. Ef 1); 3)
Cristo en persona (Col 2,2-3; 4,3; Ef 3,4)
eclesiológica: Ef 2,11-3,13. La Iglesia es el lugar donde la reconciliación obrada en el “hombre nuevo” se realiza en la
historia: judíos y gentiles unidos en Cristo y en la Iglesia. Cf. también Ef 5,25.
antropológica: El “hombre nuevo”; Cristo proclamado para el hombre y entre los hombres, también en el hombre,
para que pueda establecer relaciones nuevas (Col 3,11; Ef 4,23). Así, podrá además crecer en el conocimiento del
misterio, hasta su plena madurez en Cristo (Ef 3,18; 4,13).
Orientación bibliográfica
Latourelle, R., Teología de la revelación, Salamanca, 1977, 15-86. “Revelación”: NDTF, 1232-1247.
Maggioni, B., “Revelación: NDTB, 1674-1692.
Ruiz Arenas, O., Jesús, Epifanía del amor del Padre, Bogotá, 1989, 107-159.
Varios artículos sobre “Palabra de Dios” en Communio (arg.) 1(2001) y Communio (esp.) 23 (abril-junio 2001).
UNIDAD 6: La revelación en la Tradición y en el Magisterio eclesial
4
El primer gran sistematizador de la experiencia religiosa y cristiana fue F. Schleiermacher (1768-1834). No es la razón la que debe acceder a
Dios, sino que el único modo de captar la realidad divina es la intuición encerrada en el sentimiento.
A. Sabatier relaciona religión, oración y revelación. La religión es esencialmente la oración del corazón, con un movimiento del alma que la
pone en relación con “la potencia misteriosa de la que depende ella y su destino”. El principio fundamental de la experiencia reveladora es la
emoción religiosa...
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decreto Lamentabili, tesis 20,21,22 (Dz 2020-22; D(H) 3420-22), contra Loisy; encíclica Pascendi, (Dz 2077-2079; D(H) 3481-3483); motu
proprio Sacrorum antistitum y su adjunto juramento animodernista (Dz 2145; D(H) 3541)
UNIDAD 7: El Concilio Vaticano II y la Constitución dogmática Dei Verbum
Introducción general, contexto histórico y doctrinal
“No es arriesgado afirmar que la constitución dogmática Dei Verbum es el documento más característico del
Concilio Vaticano II, al menos en el sentido de que abarca todo el lapso de su preparación y celebración. Con este
documento el concilio ha tratado ampliamente los grandes temas de la fe cristiana, proponiendo de ellos una
lectura que representa al mismo tiempo un progreso en la enseñanza dogmática y una nueva presentación de la
misma a nuestros contemporáneos.” (R. Fisichella, “Dei Verbum” en DTF 272)
Resultará útil reseñar la historia del texto antes de analizar su forma final, promulgada en la sesión solemne
del 18 de noviembre de 1965. Juan XXIII manifestó su decisión de convocar el concilio el 25 de enero de 1959 y el 17
de mayo nombró una comisión antepreparatoria a la cual encomienda una consulta de carácter universal que nunca se
había realizado anteriormente. Entre los temas mayores se pedía una atención especial al problema de la “naturaleza
de la revelación”, de la “modalidad de transmisión de la revelación” y de la “relación entre el magisterio y la palabra
de Dios”. La comisión teológica preparatoria sistematizó en un esquema titulado Schema compendiosum
Constitutionis de fontibus revelationis. Este esquema fue desarrollado por una subcomisión (octubre 1960), revisado y
enmendado por las comisiones teológica (octubre 1961) y central (junio 1962), aprobado por el Papa (julio) y enviado
a los padres conciliares con el título Schema Constitutionis dogmaticae de fontibus revelationis.
El texto fue afrontado por el Concilio el 14 de noviembre de 1962, cuando los padres estaban entrando en el
clima de aggiornamento pedido por el Papa (habían comenzado con el tratamiento del documento sobre la renovación
litúrgica). Por otra parte, se habían presentado a los padres otros tres esquemas, de suyo competidores del documento
oficial: uno elaborado por el Secretariado para la unidad de los cristianos (Stakemeier, Feiner), otro redactado por K.
Rahner y patrocinado por las conferencias episcopales de Austria, Bélgica, Francia, Holanda y Alemania (De
revelatione Dei et hominis in Jesu Christo facta), y un tercero, breve, redactado por Y. Congar (De Traditione et
Scriptura).
La discusión, en un clima de gran libertad, se volvió muy polémica. Se atacaba el esquema en su orientación
general y en particular por el equívoco del lenguaje de la “doble fuente”, que llevaría a considerar la Escritura y la
Tradición como independientes la una de la otra. Se presentó entonces una petición de voto: “si hay que interrumpir la
discusión del esquema de la constitución dogmática sobre las fuentes de la revelación” (20 noviembre: 1368 placet,
822 non placet y 19 nulos). No alcanzando el quorum exigido, intervino el Papa Juan XXIII e hizo retirar el esquema
para su reelaboración total.
Se formó para ello una “Comisión mixta” con los miembros de la comisión doctrinal y del Secretariado para la
unidad de los cristianos, consultores y cardenales de designación pontificia (presidentes: Ottaviani y Bea; secretarios:
Tromp y Willebrands). Acordaron en principio: 1) cambio del título por De divina revelatione; 2) redacción de un
“proemio” para explicar la doctrina sobre la revelación; 3) cambio del título del capítulo primero: de De duplici fonte
revelationis a De Verbo Dei revelato. La discusión desplazó los acentos, pero el resultado fue un texto de compromiso
que no conformaba a nadie. Enviado a los padres, no pudo discutirse en el aula en el segundo período del Concilio (29
septiembre- 4 diciembre de 1963). Se presentaron por escrito numerosos juicios que presagiaban interminables
discusiones. Ante la solución de arrinconar definitivamente la constitución, se formó en marzo de 1964 una
subcomisión de 7 padres y 19 peritos para elaborar un texto nuevo.
El trabajo fue inmenso: se trataba de concordar las observaciones que llegaban desde los padres y las
conferencias episcopales en un texto que fuera expresión de todo el Concilio. El nuevo texto tenía un proemio que
daba el tono pastoral y 6 capítulos. Se discutió en el tercer período durante una semana entera (octubre de 1964):
aprobación general y múltiples observaciones. Una nueva redacción llegó al cuarto período, donde recibió 1498 placet
juxta modum. El texto final pasó el examen de la 155º Congregación general (29 de octubre de 1965) y en la
promulgación la votación final dio 2344 placet y 6 non placet.
La Dei Verbum se sitúa en el contexto del conjunto de los documentos del Concilio Vaticano II. El primer
párrafo de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium proclama su finalidad:
“Este Sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las
necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la
unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia.” (SC 1).
Este cuádruple propósito: renovación espiritual, acomodación estructural, orientación ecuménica y promoción
misionera orientó todo el Concilio y fructificó en sus 16 documentos promulgados
Análisis del prólogo (DV 1) y visión de conjunto del capítulo 1 (DV 2-6)
DEI VERBUM, las palabras iniciales -colocadas allí para que den nombre al documento- resumen exactamente su
objeto: se trata de la Palabra de Dios. ¿A qué se refiere? El término verbum resulta un leitmotiv: a veces es término
personal de Cristo, a veces es el hablar de Dios, de Cristo, de profetas y hagiógrafos, unas va ligado a los hechos,
como medio de revelación, otras se refiere a la palabra de la Iglesia. El uso de un término común no es unívoco ni
equívoco, sino análogo.
El Concilio comienza presentándose en relación con la Palabra de Dios:
- religiose audiens escucha religiosa, atenta y humilde, con actitud de discípulo
- fidenter proclamans proclamación valiente y confiada, con la parresía de los primeros apóstoles, y toma un texto de
la 1 Jn para inaugurar su anuncio solemne. En un clima contemplativo, este párrafo contiene casi in nuce todo lo que
se dirá en el capítulo I.
En efecto, de la revelación nos indica: el objeto: la Vida eterna, el más radical de los atributos de Dios,
inseparable de la Luz y de la Palabra; el modo: la manifestación Y se remite a la experiencia del principio (excepto el
v. 1): han visto y oído a Jesucristo y en Él a Dios, su Padre. La sustancia de la revelación no ha consistido en la
enseñanza de una doctrina; ha sido la venida de una Presencia entre los hombres. Además, se invita a superar la
oposición entre revelación por la palabra y por la visión; la transmisión: se trata de un testimonio. Dios no ha
manifestado su gloria a algunos para goce privado o perfección individual. Lo recibido ha de transmitirse. Al recibir el
testimonio, entramos en comunión (societas). Es la Palabra de Dios la que crea el Pueblo de Dios, los creyentes; la
finalidad última: es la comunión con Dios. Pues la comunión con Dios y la comunión entre los fieles no son sino dos
aspectos de la misma realidad: la participación de la Vida eterna. Y esto es un puro don: Dando revelat, et revelando
dat (S. Bernardo, Sermón sobre el Cantar 8,5). No se puede disociar, ni al pensar, la manifestación que Dios hace de
sí mismo y el don que hace de sí mismo, la revelación y su fin.
A continuación de la cita de 1 Jn, el Concilio agrega una frase para mostrar la continuidad de su enseñanza con la
de los Concilios de Trento y Vaticano I (por el tema) y precisar el doble objeto de la Constitución: la revelación divina
y su transmisión. Y concluye con una frase tomada de San Agustín con cambio de sujeto de ille qui loqueris a mundus
universus y con el objeto expresado como salutis praeconio (mensaje de la salvación). Por un lado, de nuevo el
Magisterio se descentra respecto de la Palabra. Por otro, la fórmula (cf. Hech 13,26; Ef 1,13; Rom 1,16) recuerda que
el anuncio de salvación contiene la salvación que anuncia. La revelación no es la mera explicitación de una
realidad implícita, no tiene por norma ni el mundo en su conjunto ni el hombre en particular. Más bien lo opuesto es la
verdad: al abrirse a ella, el hombre recibe de Dios la medida de su miseria y la grandeza de su vocación.
La unidad del capítulo I (DV 2-6) es temática: la revelación. El tema se articula así: naturaleza de la revelación
(2), etapas de la revelación (3), culminación en Cristo (4), respuesta humana a la revelación (5), verdades reveladas
(6).
UNIDAD 8: La naturaleza de la revelación
VIII.1 Análisis de DV 2: Dios conversa con sus amigos
La descripción global de la revelación se expresa en una doble perspectiva: la comunicación y la
concentración cristológica.
La formulación de DV es más bíblica (inspirada en textos paulinos) y personalista. El segundo miembro de la
frase declara el designio de Dios, dar a los hombres acceso y participación en la vida trinitaria. Expresado en términos
interpersonales, incluye los tres principales “misterios” del cristianismo: la Trinidad, la encarnación, la gracia.
La segunda frase expone la naturaleza de esta revelación. El Concilio sostiene a la vez, como la Escritura (cf.
Jn 1,14.18), que Dios es “invisible” y que se da a conocer, afirmando su trascendencia y su libertad soberanas. En la
superabundancia de su amor, Dios rompe el silencio y se dirige a los hombres como amigos (palabra que se prefiere al
término de “hijo”). Esta expresión crea un clima: no se sitúa ya en la perspectiva de la apologética, sino que se vuelve
serenamente una exposición doctrinal. Adopta el lenguaje de la comunicación, del encuentro, de la relación y de la
invitación a la comunión. Por la revelación, Dios conversa con los hombres (Bar 3,38) como la Sabiduría. El esquema
dialogal sustituye al esquema de la autoridad y la obediencia. Ya san Bernardo decía que Dios había querido “in carne
videri et cum hominibus conversare” (In Cantica, sermo 20,6). Pero la inspiración más próxima parece ser la encíclica
programática de Pablo VI, Ecclesiam suam:
“La revelación, es decir la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo,
puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y por tanto en el
Evangelio... La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con
el hombre una admirable y múltiple conversación...El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y el
místico en él se sacia.” (ES 18)
La tercera frase muestra la disposición concreta: la economía de la revelación pasa por obras y palabras, según
la solidaridad entre el ver y el oír que evocaba el prólogo. Pero aquí se trata del “sacramento” original de la
revelación. Los hechos confirman las palabras, y las palabras dicen el sentido de los hechos. Esta revelación de tipo
sacramental se produce en la historia y pasa por gestos y palabras humanas. En otros tiempos se oponía la revelación
natural realizada por actos a la revelación sobrenatural que se daba en palabras. Pero esta perspectiva mutila la
plenitud de la revelación. La insistencia corresponde al redescubrimiento de la teología de la historia de la salvación
en el momento del Concilio.
La última frase trae la “concentración cristológica”: Cristo en persona, “palabra sustancial de Dios” es la cima
de esta revelación. Es a la vez su mediador, su revelador, “el mensajero y el contenido del mensaje”. “Cristo es el
Autor, el Objeto, el Centro, la Cima, la Plenitud y el Signo. Cristo es la clave de bóveda de esta prodigiosa catedral
cuyos arcos son los dos Testamentos”. Definir la revelación identificándola con la persona de Cristo le da un
significado muy distinto del de una mera transmisión de verdades. Sin embargo, no es un puro cristocentrismo: Cristo
siempre remite al Padre.
En la revelación es Dios mismo quien se dirige al hombre como un tú en una relación interpersonal y vital. Su
palabra interpela al hombre y lo invita a la obediencia de la fe para vivir en comunión. La palabra de Dios no sólo dice
e informa, sino que obra lo que significa, cambia la situación de la humanidad. Es activa, eficaz, creadora. Al hablar,
Dios no tiene intención puramente utilitaria; su palabra es de amistad y amor.
En primer lugar, en el hecho mismo de la palabra, Dios franquea la distancia, se hace cercano, condesciende
para asociar al hombre a su vida (en Dios coinciden el hecho de la revelación y el hecho de nuestra vocación
sobrenatural). Luego en la economía, en que la criatura amada, interpelada y llamada es una criatura enemiga, rebelde.
Dios se solidariza hasta asumir esta condición creatural. En el objeto, la comunicación del secreto de su vida personal
(Trinidad), comienzo de una donación de Dios al hombre.
También la palabra de Dios en Cristo culmina sellándose en el gesto. Con la pasión realiza la caridad que
manifestó con su venida. La palabra articulada se hace palabra inmolada. La palabra de Dios se agota hasta el silencio.
La revelación como testimonio:
El testimonio es en su esencia, una palabra por la que una persona invita a otra a admitir algo como verdadero,
fiándose de su invitación como garantía próxima de verdad y en su autoridad como garantía remota. La invitación a
creer es el elemento específico del testimonio. El testigo apela a la confianza y se compromete a decir la verdad; más
que hecho mental, es un hecho moral. La palabra del testigo debe sustituir la experiencia para el que no ha visto. A
nivel humano, nunca puede ser la autoridad humana la garantía última. Debe ir acompañada de indicios y signos
objetivos que demuestren su valor. Se trata de la credibilidad del testigo: la fe humana jamás podrá ser una fe de pura
y simple autoridad. Apenas abandonamos el mundo de las cosas para entrar en el de las personas, dejamos el plano de
la evidencia para entrar en el del testimonio. Las personas sólo pueden ser conocidas por revelación; no tenemos
acceso a la intimidad personal a no ser por el libre testimonio de la persona. Y esto no ocurre sino bajo la inspiración
del amor.
Testimonio divino: La revelación es precisamente revelación del misterio personal de Dios. Dios es la
interioridad por excelencia, el ser personal y soberano cuyo misterio sólo puede ser conocido por testimonio, es decir,
por una confidencia espontánea que hemos de creer. El cristianismo es la religión del testimonio, y sólo el testimonio
asegura la comunicación interpersonal. El testimonio divino pertenece a una especie única, que lo distingue del
humano. No sólo afirma la verdad de lo que propone a creer, sino que, a la vez, afirma la infalibilidad absoluta de su
testimonio. Es su propia garantía. Además, la invitación a creer que Dios hace, se lleva a cabo por dos vías: exterior e
interior. Se dan, en efecto, el lenguaje y los signos de poder por una parte, y la invitación interior, la atracción por otra.
La fe sobrenatural es la única fe pura, de simple autoridad.
La revelación como encuentro
La palabra supone un yo y un tú, y se hace realidad en el encuentro con un tú. El encuentro puede tener
muchos grados de profundidad. Un ser puede estar ausente al otro, pero el deseo es que palabra y respuesta se hagan
diálogo auténtico, reciprocidad, comunión, compromiso mutuo. En la revelación y la fe encontramos en un nivel
infinitamente superior el diálogo en el amor. En la revelación, Dios se dirige al hombre, lo interpela y le comunica la
buena nueva de la salvación. Pero sólo en la fe se realiza verdadera y plenamente el encuentro de Dios con el hombre:
allí la palabra de Dios es aceptada y reconocida por el hombre. La revelación y la fe son, pues, esencialmente
interpersonales. La fe inicia en el diálogo un encuentro que culminará en la visión.
Pueden señalarse algunas características de este encuentro. En primer lugar, Dios tiene siempre la iniciativa.
Su infinita trascendencia es también infinita condescendencia. Dios imprime en el hombre el impulso que lo inclina
hacia Él, verdad primera, supremo bien, creando el fundamento ontológico por el que podemos hacer el acto teologal
de la fe, permaneciendo hombres y plenamente libres, siempre invitados. En segundo lugar, la opción que exige es
seria. Porque la palabra de Dios pone en juego todo el sentido de nuestra existencia personal y el de toda la existencia
humana. Se trata de optar por Dios o por el mundo, por la palabra de Dios o por la palabra del hombre. Se trata de
jugarse todo, vida y muerte, martirio sangriento o martirio humilde y paciente de toda la vida; se trata estrictamente de
ser o no ser. La muerte a sí mismo que esto supone no puede obtenerse por la simple contemplación del mensaje
revelado: es necesario que el amor nos seduzca. Por eso la palabra de Dios tiene en Cristo aspecto y corazón de
hombre para seducir el corazón del hombre. Sólo el amor transforma un corazón rebelde en un corazón filial.
Por último, la profundidad de comunión que establece entre el hombre y Dios. El que recibe la palabra de
Jesús pasa de siervo a amigo, participa del conocimiento y del amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu; en su corazón
habita ahora el amor con que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre; está y permanece en Dios. Ningún
encuentro humano, por perfecto que sea, puede llegar a tal grado de intimidad.
IX.1 Análisis de DV 3
La revelación se presenta en adelante dentro del marco de la historia de la salvación. Progresa como esta historia
y en solidaridad con ella: cuanto más se revela Dios, más da, más salva.
La primera etapa es el fundamento de las siguientes. Está expresada en la primera frase del texto que une el
testimonio en la creación a la revelación personal y gratuita de Dios. Las afirmaciones no son históricas, sino
teológicas: hacen remontarse al origen la inteligencia de la revelación que se da por la historia de la salvación. DV
recoge la idea de las dos formas de revelación del Vaticano I, pero no las distingue en abstracto, sino que las articula
en una unidad concreta, desde el origen de la historia y como cumplida en el Verbo. Se desplaza así la afirmación del
Vaticano I, que subrayaba la obra de la creación por un Dios único, reconocible por la razón, dentro de la perspectiva
de los “preámbulos de la fe”. El Concilio, por prudencia, no asocia a la cita de Jn 1,3 otros textos sobre la creación en
Cristo (Col 1,16-17; 1 Cor 8,6; Rom 11,36), pero la perspectiva cristológica es clara, destacando más aún la
solidaridad entre la creación y la salvación.
El hombre puede, entonces, recibir el testimonio perenne de Dios en las realidades creadas (referencia a Rom
1,19-20): a esto se ha denominado revelación natural o revelación cósmica. Pero DV evita este lenguaje, reservando el
término revelación a la comunicación personal de Dios quien, desde el principio quiso abrir el camino de la salvación
de lo alto. Sin prejuzgar la historicidad de los relatos bíblicos de los orígenes, el texto afirma que el proyecto de Dios
fue de antemano su comunicación personal a los hombres. No hubo un tiempo de “creación natural” seguido de un
tiempo de “elevación sobrenatural”. Por otra parte, se habla ya de salvación antes de la caída. La salvación cristiana
supera, por tanto, las necesidades salidas del pecado. El hombre no puede llegar a su fin “de lo alto” sin que Dios se lo
conceda. Por su misma creación está ya “necesitado de salvación”.
La segunda etapa va desde la caída original hasta Abrahám. La redención prometida se deja vislumbrar en el
“protoevangelio” de Gn 3,15 y es esperanza de salvación. Y el cuidado (curam) de Dios es continuo para dar la vida
eterna a todos los que buscan la salvación (cf. Rom 2,6-7; 2,15 conciencia). Esta afirmación no vale solamente para el
período largo y misterioso que se extiende desde la creación hasta la vocación de Abrahám, sino también para todos
los pueblos que hoy no tienen ningún vínculo con Abrahám. En la Biblia, es también el tiempo de la alianza con Noé.
La tercera etapa va desde Abrahám hasta el Evangelio. Se resume en la frase toda la economía del AT. Pasa por
los patriarcas, por Moisés y los Profetas, constituyendo un pueblo (Israel) de elección que va siendo instruido
(erudivit) por Dios en la secular preparación del camino del Evangelio.
El capítulo entero no es más que una única oración, compuesta por dos subordinadas -proponens...y
perspiciensque...- y una principal: suscipit et veneratur... Hay que subrayar que, para el Concilio, lo central es el
Evangelio -los libros sagrados y las tradiciones son la expresión multiforme del único evangelio- y que en este
evangelio se encuentra la fuente de toda verdad y disciplina y no solo la regla, como decía el texto del anteproyecto.
Hay que subrayar igualmente la discreción que tienen los Padres conciliares con respecto a las tradiciones. Son
conscientes de los peligros inherentes al intento de catalogar las tradiciones apostólicas.
En la expresión “fides et mores”, “fides” incluiría todas las doctrinas que debe aceptar el cristiano para llevar
una vida coherente; mientras que “mores” se refiere fundamentalmente a las prácticas eclesiales, especialmente las
litúrgicas.
Aunque durante cuatro siglos se pensó que el Concilio de Trento había definido la insuficiencia material de la
Escritura, el reemplazo de la expresión partim-partim para la Escritura y las tradiciones por la votada et parece sugerir,
según estudios recientes de Ortigues y Geiselmann, que el Concilio ha dejado la pregunta sin respuesta,
yuxtaponiendo ambos elementos. Rahner sintetiza:
“El Concilio de Trento no dice otra cosa, en lo que dice obligatoriamente que ésta: hay Escritura y Tradición
como normas de la fe eclesiástica, y en este aspecto (no en cada aspecto) deben ser ambas aceptadas y
veneradas pari reverentia. Cómo se comportan una para con otra Escritura y Tradición, qué relación exacta tienen
respecto de su autoridad formal, de su delimitación material...: sobre todo esto el Concilio de Trento no dice nada y
nada quiere decir.” (“Sagrada Escritura y Tradición”: Escritos de teología, 6, Madrid, 1969,128).
XII.3 El Concilio Vaticano II y la Transmisión de la Revelación
El debate conciliar, como hemos visto, se refirió sobre todo a las relaciones entre la Escritura y la Tradición:
¿hay que reconocer en ellas "dos fuentes" de la revelación o, por el contrario, concebirlas según una
complementariedad cualitativa? La redacción del título de este capítulo, que destaca el término de transmisión, es ya
una manera de responder, que anuncia el eje principal de esta idea. Refleja la reconciliación que se dio entre los
diversos puntos de vista que se habían opuesto en la Comisión mixta. El viejo problema Escritura-Tradición se recoge
ahora de una forma concreta, no ya ante todo en la perspectiva de las cosas transmitidas, sino en la del acto de
transmisión. Se trata de la tradición activa. En este acto único de transmisión activa se distinguirán las diferentes
modalidades de la transmisión. Por eso el orden del capítulo no seguirá el movimiento clásico: Escritura, Tradición,
Magisterio, sino que partirá de la tradición activa, en cuanto que engloba todo lo demás. Por consiguiente, el Concilio
no retrocede al scriptura sola de la Reforma; reconoce el valor de la Tradición, volviendo a la perspectiva de san
Ireneo.
Análisis de DV 7: Cristo, los Apóstoles y sus sucesores
Este número trata de los agentes y de los portadores de la Tradición activa, en cuando que ésta se identifica en
su objeto con el Evangelio. En efecto, Jesús no escribió. El cristianismo no es en primer lugar una religión del libro.
Jesús confió su Evangelio a unos testigos, primero a sus apóstoles, luego a sus sucesores. Esto corresponde a los dos
párrafos de este número 7.
Para que la revelación sea y recibida y guardada, es preciso que sea transmitida. Lo será si respeta las leyes de
la comunicación entre los hombres, como ocurrió en su comunicación original. Cristo, en el que se consuma la
revelación de Dios, está también en el origen de su transmisión. El concilio recoge en este punto las fórmulas de
Trento, pero de manera muy distinta de como lo hizo el Vaticano I.
Porque vuelve a las primerísimas afirmaciones del decreto Sacrosancta, de las que se había olvidado su
predecesor, y utiliza la trilogía de los profetas, del Señor y de los apóstoles. Aquí el Señor está al frente de todo, ya
que toda la transmisión del Evangelio parte de la orden de anunciar, tal como se expresa en el final de los sinópticos.
Este Evangelio es la fuente, y no la Escritura ni la Tradición. Se vuelve así a lo mejor de Trento, que había caído en el
olvido de la interpretación corriente. Sin embargo, el Vaticano II sustituyó las "tradiciones" de Trento por la
"Tradición", concepto más abstracto sin duda; pero este singular era exigido por el paso de la idea de "cosas
transmitidas" al de "transmisión activa". Cabe entonces lamentarse de que el Concilio no haya dado una definición
mas precisa del término de Tradición. ¿Cómo transmiten los apóstoles el Evangelio? A esto se dedica la frase
siguiente.
Esta transmisión pasó primero por la predicación oral, que no comprende solamente palabras (verba), sino
también ejemplos e instituciones, lo mismo que las obras de Cristo tenían también un lugar propio al lado de sus
palabras. Por instituciones hemos de entender el terreno del culto, de los sacramentos y del comportamiento moral. Se
trata de una predicación concreta y viva. El objeto de esta predicación es lo que los apóstoles aprendieron de Cristo a
lo largo de su convivencia total con Jesús (palabras, vidas y obras) y lo que les recordó el Espíritu Santo (cf.Jn.15,26).
Así pues, la revelación es el hecho articulado de la acción visible de Jesús y de la acción interior del Espíritu.
Viene en segundo lugar -aunque el texto no habla de un "primero" y un "después"- la consignación por escrito
del mensaje de la salvación, bajo la inspiración del mismo Espíritu. La puesta por escrito queda englobada en el
movimiento general de la predicación original. No podemos menos de comparar las afirmaciones conciliares con un
texto de Ireneo, que les sirve de inspiración:
En efecto, el Señor de todas las cosas dio a sus apóstoles el poder de anunciar el Evangelio y por ellos es
como hemos conocido nosotros la verdad, es decir, la enseñanza del Hijo de Dios [...]. Este Evangelio primero lo
predicaron; luego, por la voluntad de Dios, nos lo transmitieron en las Escrituras [...].Efectivamente, después de
que nuestro Señor resucitó de entre los muertos y los apóstoles quedaron revestidos de la fuerza de lo alto por la
venida del Espíritu Santo [...], fueron hasta las extremidades de la tierra, proclamando la buena noticia de los
bienes que recibimos de Dios y anunciando a los hombres la paz celestial [...].Así Mateo publicó entre los hebreos,
en su propia lengua, una forma escrita de Evangelio, en la época en que Pedro y Pablo evangelizaban en Roma y
fundaban allí la Iglesia. Después de la muerte de estos últimos, Marcos, el discípulo e intérprete de Pedro, nos
transmitió también por escrito lo que predicaba Pedro. Por su parte Lucas, el compañero de Pablo, consignó en un
libro el Evangelio que éste predicaba. Luego Juan, el discípulo del Señor, el mismo que se había reclinado en su
pecho, publicó también el Evangelio [...]. (AH III, prol. y 1,1)
En el texto conciliar y en Ireneo se encuentran numerosas analogías: la misma referencia al final de los
sinópticos, la misma noción de un Evangelio vivo, la prioridad de la enseñanza oral sobre la redacción por escrito, que
Ireneo formaliza con el "primero" y el "después", la misma referencia al acontecimiento de Cristo y al don del
Espíritu. El Vaticano II habla de apóstoles y de "hombres apostólicos": Ireneo mostraba que los evangelios fueron
escritos bien por apóstoles (Mateo y Juan), bien por algunos de los colaboradores y discípulos de los apóstoles, fieles a
su enseñanza (Marcos, discípulo de Pedro; Lucas discípulo de Pablo). El esquema es el mismo en las dos partes: se
trata de un movimiento de transmisión que pasa por la predicación viva para fijarse luego en la Escrituras.
El segundo párrafo conciliar toca el segundo tiempo de la transmisión, aquél que pasa de los apóstoles a sus
sucesores obispos, para que el Evangelio se conserve intacto y vivo.
La transmisión de un Evangelio vivo y del cargo de enseñarlo recibido de Cristo pasa por el establecimiento de
unos sucesores de los apóstoles al frente de las Iglesias. Aquí la referencia a la misma sección del texto de Ireneo es
formal. El segundo tiempo de la transmisión funciona como el primero. La concreción mayor y fundamental de esta
Tradición es la Escritura, pero en cuanto que ésta es llevada por un testimonio vivo. Ireneo invocará a los sucesores de
los apóstoles como a los que ha recibido el "seguro carisma de la verdad" y son capaces de dar "una lectura exenta de
fraude" de las Escrituras.
La Tradición y la Escritura - mencionadas siempre según este orden - son como un "espejo" de la revelación
divina en el que la Iglesia contempla a Dios y lo recibe todo de él. Es esto lo que expresa el cara - a - cara
transcendente entre la Tradición y la Escritura por una parte y la Iglesia por otra. La Tradición y la Escritura, como
vehículos del Evangelio, están por encima de la Iglesia y constituyen su norma. Esta afirmación compromete también
el carácter normativo de la Tradición apostólica, respecto a la tradición postapostólica o eclesial.
Análisis de DV 8: la Tradición
Se desarrolla este mismo tema, empezando por la Tradición. Se la ve siempre en su origen apostólico, pero
extendiéndose a toda la vida de la Iglesia
La Tradición activa, que envuelve a la Escritura, pero que se expresa de manera privilegiada en los libros
inspirados, es un acto de transmisión continua. El término de transmitir aparece cuatro veces en este párrafo. La
Tradición se origina en la predicación de los apóstoles, que la invocan ellos mismos en sus cartas (cf. 2 Tes 2,15, al
que se puede añadir 1 Cor 11,2.3.23; 2 Tes 2,6). Esta idea puede referirse a la o a las tradiciones en el testimonio de la
Escritura. El objeto de "lo que los apóstoles trasmitieron" abarca no solamente la doctrina, sino también la vida y el
culto, es decir todo lo que permite el " crecimiento de la fe".
Después de los apóstoles, esta Tradición continúa en la vida de la Iglesia por una sucesión ininterrumpida. Es
entonces la Iglesia la que trasmite, por su doctrina, su vida y su culto, es decir, por una actividad viva en cuyo corazón
está la transmisión de los libros inspirados. Lo que el texto no dice bastante es que la Tradición eclesial esta sometida
a la Tradición apostólica, y lógicamente a su expresión esencial que es la Escritura. La división entre Tradición
apostólica y tradición eclesial, o post-apostólica, se subraya menos que la continuidad. El desarrollo pasa
insensiblemente de la una a la otra, como demuestra el siguiente párrafo, consagrado al "progreso" de la Tradición.
El progreso evocado es del orden de la recepción, de la comprensión y de la penetración, bajo la asistencia del
Espíritu, de la Tradición apostólica. Este progreso es obra de la Iglesia presidida: de toda la Iglesia, ya que es cuestión
de todos los creyentes en su meditación; pero bajo la garantía de la sucesión episcopal y en vinculación con los que
están encargados de predicar la palabra, por haber recibido el seguro "carisma de la verdad". El concilio ha preferido
hablar así del progreso de la Tradición, más bien que de la cuestión debatida desde el siglo XIX del "desarrollo del
dogma".
El siguiente párrafo habla de los testimonios de la Tradición, particularmente en los Padres de la Iglesia, y de
sus riquezas que marcan la vida práctica y cultual de la Iglesia. Igualmente, la determinación del canon de las
Escrituras es obra de la Tradición eclesial. El final del párrafo vuelve sobre algunos de los temas principales de la
Constitución: el diálogo, convertido aquí en "conversaciones" y el Evangelio que vive en la Iglesia.