Está en la página 1de 31

TEOLOGÍA FUNDAMENTAL: REVELACIÓN

UNIDAD 0: La teología fundamental

De la apología a la Apologética
El término  (apología) en sentido general indica una relación fundamental con el decir (logos) y con la
causa (apo) por la cual se pronuncia la palabra. Atestiguado ya en el griego presocrático, se encuentra en dos
contextos: filosófico y forense. En este último puede tener valor técnico (acusación/defensa) o sentido más amplio,
indicando simplemente una respuesta explicativa.
En el AT (LXX) el término traduce el hebreo rîb (querella) en Jr 12,1 y 20,12, donde el uso forense se traslada al
religioso, indicando plena confianza en la justicia divina. En 2 Mac 13,26 tiene significado político, y en Sab 6,10 se
atribuye a la sabiduría una función apologética, en cuanto es capaz de defender a sus devotos.
En el NT lo usan casi exclusivamente Pablo y Lucas, en dos terrenos fundamentales: conflicto social y religioso
(confrontación con la sinagoga y con el paganismo) y contexto misionero (influencia de la propaganda judeo-
helenística).
El caso particular de 1 Pe 3,13- 16
“13 Y ¿quién podrá hacerles daño si se afanan por el bien? 14 Pero si sufren a causa de la justicia, dichosos ustedes.
“No les tengan ningún miedo ni se turben”. 15 Al contrario, “den culto al Señor”, Cristo, en sus corazones, siempre dispuestos
a dar respuesta (a)pologi/a) a todo el que les pida razón (lo/goj de su esperanza, 16 pero con mansedumbre y respeto y
con buena conciencia.”

La sección 1 Pe 3,13-17 (que podría titularse “esperanza en el sufrimiento”) incluye casi todos los temas
concretos de la carta: la descripción de la situación (los cristianos sufren por maldad humana, por calumnia); su vida
debe estimular al bien (buenas obras); su justicia es causa de “sufrimiento”; pese a ello y precisamente así, ellos son
“dichosos” (no en sentido psicológico sino soteriológico); uno de sus ingredientes es la liberación de la angustia; los
cristianos llevan la responsabilidad de la esperanza (el testimonio de la esperanza depende de su vida); su
“sufrimiento” debe alcanzarlos injustamente, es decir, no deben ser perseguidos por delitos. El autor devuelve la
confianza a comunidades cristianas agobiadas y oprimidas por el rechazo y las agresiones de los otros con el recuerdo
de Cristo doliente, mostrándoles la esperanza y el sentido en su difícil situación.
En este contexto, “siempre dispuestos a dar respuesta (apología) a todo el que os pida razón (logos) de vuestra
esperanza” (v. 15), parece que debe explicarse desde una terminología de diálogo explícita, y respuesta y razón
significarán entonces el entramado de un debate. Hay que imaginar que en la misión de la Iglesia antigua, los
cristianos en la convivencia con los no-cristianos son “cuestionados” sobre el fundamento de su conducta nueva y
singular y de su “buen obrar” (en lenguaje cristiano: la razón de su esperanza). Pero la situación podía empeorar: ante
la calumnia y la difamación, el sufrimiento y la renuncia a la revancha no son suficientes; se exige además la
confesión pública de la fe. El “estilo” de esta razón o respuesta está en la conducta cristiana que da testimonio por sí
misma e invalida las imputaciones. Y esta conducta tiene un único fundamento: Cristo, como lo desarrolla la carta (vv.
18ss)1.
Además de este caso particular, el NT conserva muchos ecos de la primitiva apologética cristiana; proporciona
materiales que posibilitan a los cristianos justificar su fe y defenderla contra sus adversarios; hasta cierto punto, está
pensado para confirmar a los cristianos en que su fe está sólidamente cimentada.
En el siglo II, con los llamados padres apologistas, la apologética se convierte en la expresión dominante de la
literatura cristiana, dirigida con distinta intención a las autoridades romanas, a los judíos y a los cristianos. Obras
típicas son las dos Apologías y el Diálogo con el judío Trifón de Justino, la anónima Carta a Diogneto y la Legatio
pro christianis de Atenágoras.
En el siglo III se señala la obra apologética de Tertuliano, de Clemente de Alejandría y de Orígenes, en
particular su famoso Contra Celso. La apologética alcanza refinamiento filosófico.
En el siglo IV se destacan en Occidente Arnobio y Lactancio, y en Oriente Eusebio de Cesarea (Preparación
evangélica y Demostración evangélica). Finalmente, en el siglo V se alcanza un nuevo brillo con Agustín (Sobre la
verdadera religión y Sobre la utilidad de creer, pero sobre todo La ciudad de Dios, verdadero cimiento de una
teología de la historia).
El Medioevo presenta una nueva tarea: la apologética debe responder a los musulmanes. Así lo hacen en
Oriente Juan Damasceno y en Occidente Isidoro de Sevilla, Pedro Damián, Pedro el Venerable. Tomás de Aquino
hace un aporte importante con su Summa contra gentiles (probablemente pensada para uso de los misioneros
cristianos en España), continuado por Raimundo Lulio. Durante el renacimiento merece señalarse la obra de Ficino y
Savonarola.

1
Resulta significativo el uso antiguo de este texto, que ya a finales del s. II, en las obras de Clemente de Alejandría , seguido por Orígenes, que
añade a la “esperanza” también la “fe”, continuado por Eusebio y más tarde por Crisóstomo y Cirilo de Alejandría. San Agustín lo tomará como
referente en su Carta a Consentio que es como la primera obra sistemática sobre las relaciones entre fe y razón [ Ep. 120]. La consagración
teológica del texto se dará ya en pleno s. XII, con el nacimiento de la escolástica. Continúa siendo un texto relevante para la TF
La Reforma muestra actitudes diversas frente a la apologética: Lutero rechaza la obra de la razón, pero
Melanchthon, Calvino y Hugo Grotius apelan a sus argumentos. Desde el siglo XVI el racionalismo y el deísmo
dominan la cultura y la reacción apologética.
El siglo XIX es uno de los más fructíferos en la historia de la Apologética cristiana (el término entra en uso
hacia 1830), cuando ésta se constituye como disciplina teológica autónoma, tras las huellas del protestante
Schleiermacher, el primero que habló de un prolegómeno apologético a toda la teología. Destacan en el campo
católico la escuela de Tubinga, fundada por J. S. Drey (1777-1853), y la escuela romana, con G. Perrone (1794-1876).
Se sistematiza el esquema de la triple demostración:
 Demonstratio religiosa: religión, Dios y posibilidad de la revelación.
 Demonstratio christiana: necesidad y posibilidad de la revelación positiva y sobrenatural culminante en
Cristo, por los signos: milagros, profecías, mensaje y resurrección.
 Demonstratio catholica: la Iglesia católica romana es la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo y
depositaria de la revelación, por las notas o las vías histórica o empírica.
El método es de pruebas con impecable rigor lógico: tesis sostenidas con citas de la Escritura, los Padres, el
Magisterio y Santo Tomás.

De la Apologética a la Teología Fundamental


Cambio de imagen (los problemas de fondo son los mismos: revelación-credibilidad) en 30 años. Con centro en el
Concilio Vaticano II, se señalan tres etapas:
a. Fase de reacción contra la apologética clásica (preconcilio). El esquema tripartito existe ya en el siglo XVI. Siglo
XX: Gardeil, Garrigou-Lagrange y Tromp. Para el tiempo de la guerra, múltiples avances y renovación teológica:
estudios bíblicos y patrísticos, ciencias del lenguaje, filosofías del hombre, ecumenismo. Críticas a la apologética
antigua:
 la revelación cristiana debe estudiarse en toda su riqueza y dimensiones: Dios en Jesucristo.
 no aislar la facticidad histórica del sentido de la revelación.
 no reducirse a tratar sólo la mesianidad de Jesús, legado divino (el resto, a la dogmática).
 descuido casi total del sujeto que debe acoger la revelación y sus signos.
 dureza contra los adversarios: protestantes, deístas y racionalistas.
Es una renovación desde dentro, una autocrítica, aún cuando no hubiera adversarios.
a. Fase de ampliación. (hacia 1960 con DV). Se extiende la tarea, enriquece sus temas, nuevos interlocutores. Surge
la teología fundamental. Preparada desde los ´40 con trabajos pioneros: Niebecker, Guardini, Rahner, Dewailly.
DV marca un hito: visión cristocéntrica; la revelación como una economía histórica, interpersonal, dialogal,
eclesial. Integra temas antes sueltos: inspiración, tradición. La presentación de la credibilidad anterior cae: los signos
separados de la persona, sin rigor crítico de los testimonios, no atención al sujeto... Se delinean tres orientaciones
primordiales: a) historia y hermenéutica; b) antropología (sentido para el hombre); c) los signos de la revelación:
Jesús, único mediador.
b. Fase de concentración. Gran desorientación. Urgencia: concentración, identidad y jerarquización de temas. No
hay dudas de que la Fides et Ratio (1998) ha señalado el final de una etapa. Hoy la TF se perfila como una
disciplina teológica distinta y específica, que florece con renovado vigor.

La teología fundamental en el Magisterio de la Iglesia


No sorprende, dadas las circunstancias históricas, que ni el Concilio Vaticano II (OT) ni las posteriores
normas para la enseñanza teológica Normae Quaedam (1968) mencionen la TF.
En el documento “La formación teológica de los futuros sacerdotes” (FTFS, 1975):
Todas las materias teológicas suponen como base del propio procedimiento racional la teología fundamental,
que tiene por objeto de estudio el hecho de la Revelación Cristiana y su transmisión en la Iglesia; temas, éstos, que
están en el centro de toda problemática sobre las relaciones entre razón y fe. (107) La teología fundamental ha de ser
estudiada como asignatura introductoria a la dogmática y más bien como preparación, reflexión y desarrollo del acto
de fe, en el contexto de las exigencias de la razón y de las relaciones entre la fe, las culturas y las grandes religiones .
Pero es también una dimensión permanente de toda la teología, que debe responder a los problemas actuales
presentados por los alumnos y por el ambiente en que éstos viven y en el cual mañana desempeñarán su ministerio.
(108) *
Tarea esencial de la teología fundamental es la reflexión racional que el teólogo, junto con la Iglesia,
partiendo de la fe, hace sobre la realidad del cristianismo como obra de Dios que se ha revelado y se ha hecho
presente en Cristo, y de la Iglesia misma como institución querida por Cristo para prolongar su acción en el mundo.
Se la viene a concebir como una teología de diálogo y de frontera, en la cual -además de la confrontación entre fe y
razón en términos abstractos- se entra en contacto con las religiones históricas, con las formas reflejas del ateísmo
moderno; con las formas vitales de la indiferencia religiosa en un mundo secularizado... y finalmente, con las
exigencias de los mismos creyentes que, en el mundo presente, llevan dentro de sí nuevas dudas y dificultades, y
plantean a la teología y a la catequesis cristiana cuestiones nuevas. (109)
En el Catecismo de la Iglesia Católica (CCE, 1992)
Como veremos en el curso, toda la Primera Sección “Creo”-“Creemos” (CCE 26-184) puede considerarse una
“pequeña teología fundamental”, estructurada en tres capítulos según el dinamismo propio del tema tratado.
En la encíclica Fides et Ratio
“La teología fundamental, por su carácter propio de disciplina que tiene la misión de dar razón de la fe (cf. 1
Pe 3,15), debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica. Ya el Concilio
Vaticano I, recordando la enseñanza paulina (cf. Rom 1,19-20), había llamado la atención sobre el hecho de que
existen verdades cognoscibles naturalmente y, por consiguiente, filosóficamente. Su conocimiento constituye un
presupuesto necesario para acoger la revelación de Dios. Al estudiar la Revelación y su credibilidad, junto con el
correspondiente acto de fe, la teología fundamental debe mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen
algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda. La Revelación les da pleno sentido,
orientándolas hacia la riqueza del misterio revelado, en el cual encuentran su fin último. Piénsese, por ejemplo, en el
conocimiento natural de Dios, en la posibilidad de discernir la revelación divina de otros fenómenos, en el
reconocimiento de su credibilidad, en la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa y verdadera
incluso de lo que supera toda experiencia humana. La razón es llevada por todas estas verdades a reconocer la
existencia de una vía realmente propedéutica a la fe, que puede desembocar en la acogida de la Revelación, sin
menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía.
Del mismo modo, la teología fundamental debe mostrar la íntima compatibilidad entre la fe y su exigencia
fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad. Así, la fe sabrá
mostrar “plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad. De este modo, la fe, don de Dios, a
pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita
fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podría llegar por sí misma”.” (FR 67)
Situación actual
Dos “escuelas” tipifican dos modelos complementarios:
I. La TF como “teología de la credibilidad” de la Revelación [Universidad Gregoriana de Roma]
Iniciada por R. Latourelle y continuada por R. Fisichella, el modelo epistemológico acentúa la Cristología y la
semiología; orienta hacia una visión sintética y personalista del acto de fe que integra la credibilidad como un
momento interno, ni previo ni irrelevante. Obra de referencia: DTF.
II. La TF como “teología de los fundamentos” de la Revelación [escuela alemana]
El modelo sistemático actualiza la triple división pero como Monstratio religiosa, christiana y catholica. Acentúa
las cuestiones propias de los tratados sobre la Religión y sobre la Iglesia y recoge la tradición alemana de la TF como
teoría de los principios teológicos. Presenta hoy dos formas relevantes:
. la escuela de Tübingen, “sobre la verdad”. (M. Seckler) y la escuela de Freiburg, “sobre el sentido”. (H. Verweyen)
Podemos concluir esta primera aproximación diciendo que “la Teología Fundamental tiene como identidad fundar y
justificar la pretensión de verdad de la Revelación cristiana como propuesta sensata de credibilidad, y poder así “dar
razón de la esperanza” (cf. 1 Pe 3,15).

Orientación bibliográfica:
Bosetti,E., “Apología”: DTF 118-121.
Dulles,A., “Apologética (historia)”: DTF 104-113.
Pié-Ninot,S., La teología fundamental, 25-85.
UNIDAD 1: El deseo de Dios en el corazón del hombre
El acceso del hombre a la Revelación se realiza por la fe, don de Dios y respuesta del hombre al mismo
tiempo. Pero el hombre está “preparado” para acoger esta donación gratuita, con una afinidad - no exigencia, pero sí
sintonía - con la Revelación de Dios. Siguiendo la expresión de Rom 10,17, el hombre es capaz de escuchar la Palabra
de Dios. La versión latina (fides ex auditu) ha hecho tradición en la teología para significar la capacidad radical del
hombre para la fe.
Los ejes básicos que se han utilizado en la TF más reciente se remontan en realidad a las síntesis medievales
sobre el hombre como capax Dei: son la capacidad receptiva (potentia oboedientialis) y el deseo de Dios (desiderium
naturale videndi Deum).

I.1“Conócete a ti mismo”
Dado que la pregunta por la finalidad de la vida humana en la actualidad no se plantea tan referida explícitamente
a Dios, la encíclica FR ha preferido introducir su invitación con el adagio délfico gnwqi seauto/n “conócete a ti mismo”.
Esta inscripción resume la memoria de Sócrates y es emblemática de toda la reflexión de Platón y su escuela. Era la
antropología la componente fundamental de la búsqueda de la sabiduría que fue la filosofía griega y, en cierto modo,
toda la reflexión sapiencial del Occidente y de muchas civilizaciones orientales tenía como finalidad que el sabio
conociese la naturaleza y dignidad del ser humano. En su origen (Heráclito, Esquilo, Heródoto y Píndaro) es una
invitación a reconocerse mortal y no Dios y situarse ante Él a partir de esa conciencia; con Sócrates y Platón adquiere
un sentido más filosófico. El significado clásico se resume en una invitación a la modestia, un “saber de no saber”,
inicio del filosofar.
La reflexión cristiana de los Padres parte de la convicción de la anterioridad de los escritores sagrados sobre los
paganos. Gracias a Orígenes y a san Agustín florecerá un “socratismo cristiano”. Los textos que lo fundamentan son
Cant 1,8 (“si tú no te conoces”) y Dt 15,9 (“estate atento a ti mismo”), y la síntesis de la interpretación dice “estate
atento a ti mismo, para poder estar atento a Dios”. (S. Basilio). El mayor desarrollo llega con san Agustín, el
“inventor” de la interioridad como fuente de conocimiento, ya que pone su centro en la interioridad de su mente para
encontrarse a sí mismo y, consigo, a Dios, interior intimo meo. En la primera fase del descenso hacia sí mismo se
descubre la conciencia de la propia debilidad; en la segunda se descubre la grandeza de estar creados a imagen de
Dios, gracias a la cual se va hacia Él. Hay concordancia entre los datos de la introspección y la Revelación ( De
Trinitate). Tras ellos, los grandes doctores medievales, atentos a las dimensiones más objetivas, nunca marginaron la
interioridad.
Como conclusión, recordamos el eco del adagio délfico en GS 10 (¿qué es el hombre?) y en Pablo VI: “la
sabiduría antigua del `conócete a ti mismo´, que quedó a nivel de interrogación, tiene hoy (la Navidad) una
espléndida aunque siempre misteriosa respuesta. Nuestra antropología conoce y afirma una superlativa genealogía
del hombre, (ya que) en su composición inicial es ´imagen y semejanza de Dios´ (Gn 1,26).”
El planteo de la FR cuando, a partir del célebre adagio se formulan “las preguntas de fondo que caracterizan el
recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo y a dónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay
después de esta vida?”, de las cuales se afirma que “son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de
sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre” (FR 1). Después de referirse a las diversas culturas antiguas
que comparten estas preguntas existenciales, concluye recordando que “lo más urgente hoy es llevar a los hombres a
descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia” (FR 102).

I.2 El hombre como capacidad de recibir


La fórmula homo capax Dei tiene una larga tradición: aparece por vez primera en Rufino (s. IV). Para san
Agustín, el hombre “es imagen de Dios en cuanto es capaz de Dios (capax Dei) y puede participar de Él; y este bien
tan excelso no podría conseguirlo si no fuera imagen de Dios” (De Trin. 14,18,11); y esta fórmula ya en paralelo con
la del hombre capax beatitudinis; capaz del Dios Trinidad, cuya imagen el alma es.
Se perciben así dos aspectos, uno protológico y uno escatológico. El primero se enraiza en el hombre como
“imagen de Dios” y el “nuevo hombre” creado en Cristo (citas bíblicas comunes). El segundo se relaciona con la
“visión de Dios” y la “bienaventuranza” (tres textos clásicos: 1 Cor 13,9-12; 1 Jn 3,2; Mt 5,8). El CCE retoma esta
fórmula para su teología fundamental “nuclear” (27-43).
Decir que el hombre es potencia obediencial o capacidad receptiva es afirmar su radical apertura hacia Dios,
horizonte infinito. Es una aptitud fundamental de disponibilidad y acogida de la Revelación de Dios. Si ésta no
existiera, la fe sería una superestructura extraña y sin interés para el hombre. Y tendría sentido aunque (hipótesis) Dios
no se hubiera revelado; no impone ninguna exigencia a Dios; indica que el hombre está “disponible” desde su libertad
para recibir su don.
Puede comprenderse humanamente a partir de la experiencia de amistad y amor entre dos personas: cada una
recibe el amor de la otra como plenitud de la propia existencia y, a pesar de todo, como don indebido que no puede
exigir. El planteo y concepto aparece en san Agustín y, desarrollado por santo Tomás, lleva a una gran discusión en el
siglo XX y hasta nuestros días.
I.3 El hombre como deseo de Dios
La potencia obediencial, más “estática”, se conecta con el deseo de Dios, una tendencia, apertura dinámica del
hombre hacia Dios. Sintetiza el motivo platónico del eros en la aspiración agustiniana de la felicidad, la aristotélica y
neo-platónica de saber y contemplación y la concepción antigua y medieval de naturaleza dirigida hacia un fin. [Cf.
San Agustín, Confesiones, 1,1,1; CEC 27; 30]
Sobre el deseo religioso
Apoyo antropológico de la espiritualidad tradicional: Agustín, Bernardo, Tomás de Kempis, Teresa, Ignacio...
Dios es el fin del hombre (está en su apetito natural); las criaturas son medio para la unión con Dios. Por ello, la
oración será el lugar donde se alimenta el deseo de Dios. La contemplación lleva luego al cumplimiento de la
voluntad de Dios.
El origen parece Platón reelaborado por el neplatonismo. Eros es el deseo del hombre atraído por lo superior:
la belleza, el bien. El hombre se eleva de lo sensible a lo espiritual, de lo mudable a lo eterno, de lo múltiple a lo uno,
de lo terreno a lo celestial... purifica los sentidos en la ascensión espiritual en que el alma vuelve a su origen, el mundo
de los espíritus inmortales.
Pero debe señalarse ante todo, para evitar equívocos que se trata del deseo natural, de una concepción
ontológica del deseo, es decir, referido a las cuestiones últimas del hombre, su esencia y su destino último. Influenció
mucho en la espiritualidad cristiana (ej. Itinerarium mentis in Deum de Buenaventura)

Valoración de lo positivo
a. esencia y deseo unidos revelan el dinamismo profundo del espíritu. No hay religión desde el pensamiento
abstracto, sino desde la experiencia concreta de la vida, el amor y la muerte. Dios ha de ser buscado.
b. Clave determinante de toda espiritualidad: el horizonte es el más. Cerrarse o asentarse es morir. No egoísmo.
c. El hombre se realiza “desde arriba”, desde lo que lo trasciende, no desde lo que se apropia; desde lo eterno en el
tiempo, no por maduración de lo inmanente temporal.
Crítica
d. hacer de Dios el objeto del deseo del hombre es ambiguo; debe mantenerse la distancia entre el deseo y la
alteridad. No es lo mismo experiencia religiosa y experiencia teologal.
e. Se ve bien cuando se mira en perspectiva psicodinámica (psicológica):
lleva necesidad de gratificación (principio de placer); se dirige a una realidad inaprensible (riesgo de “objeto
imaginario”); autotrascendencia reducida a proyección de fantasía de omnipotencia
f. espiritualismo desencarnado...
Replanteamiento:
g. el deseo es la plataforma antropológica de la experiencia cristiana teologal.
h. Desde lo platónico, el cristianismo tiene categorías propias: el deseo ha de ser dilatado por la Palabra de Dios y
purificado (aprender a recibir el don como don; a desear a Dios “según Dios”)
i. Realidad nueva introducida en la humanidad, más radical que el deseo y la racionalidad de la sospecha: el amor de
gracia. La palabra cristiana definitiva no es eros, sino agape.
UNIDAD 2: La búsqueda de las religiones

II.1 El hombre como ser religioso


El capítulo primero del Catecismo de la Iglesia Católica tiene como título: El hombre es “capaz” de Dios, y
luego de referirse en general al deseo de Dios (27), presenta la siguiente constatación:
“De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por
medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las
ambigüedades que puedan entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser
religioso.” (28 a)
Y cita el texto de Hech 17,26-28, que en este contexto ilumina desde la fe el dato anterior.
Deberemos considerar este texto bíblico en un horizonte más amplio. En este momento de nuestro tratado,
CCC 28 se presenta como un testimonio contemporáneo de una afirmación “establecida” de la antropología: la
dimensión religiosa del ser humano. Ésta no se reduce a una condición estructural que pertenecería a un sujeto
abstracto (un espíritu “finito” abierto a “lo infinito”), sino que incluye el fenómeno cultural de las religiones en
concreto. Si ha de considerarse una posible revelación que se dirija a personas en una situación concreta, se
plantea la relación entre religión y revelación. Quizá en otros términos, la cuestión es central en la historia bíblica
y se ha vuelto a plantear con fuerza, por múltiples factores, en Europa a partir del s. XVI. En la actualidad es
motivo de intensos debates en el ámbito del diálogo ecuménico y, sobre todo, interreligioso. El mundo pluralista
en que hoy se anuncia y vive el evangelio de Jesucristo reclama de los cristianos una atención seria a la realidad
de la(s) religión(es).

II.2 La religión desde la perspectiva filosófica


Este apartado es objeto de un curso completo (Filosofía de la Religión) que comprende las dimensiones
fenomenológica y hermenéutica de la realidad que nos ocupa. (cfr. fichas A, 4-8)

II.3 Hacia una teología de la religión


Recomendamos algunos párrafos significativos del documento “El cristianismo y las religiones” de la
Comisión Teológica Internacional (1997)2
2
Introducción “Para que este diálogo (interreligioso) pueda ser fructífero hace falta que el cristianismo y en concreto la
Iglesia católica procure aclarar cómo valora desde el punto de vista teológico las religiones ... Las reflexiones que siguen
tienen como objeto principal la elaboración de algunos principios teológicos que ayuden a esta valoración.” (3)
Teología de las religiones. Objeto, método y finalidad “Una teología cristiana de las religiones tiene ante sí diversas
tareas. En primer lugar el cristianismo deberá procurar comprenderse y evaluarse a sí mismo en el contexto de una pluralidad
de religiones; deberá reflexionar en concreto sobre la verdad y la universalidad reivindicadas por él. En segundo lugar deberá
buscar el sentido, la función y el valor propio de las religiones en la totalidad de la historia de la salvación . Finalmente la
teología cristiana deberá estudiar y examinar las religiones concretas, con sus contenidos bien definidos, que deberán ser
confrontados con los contenidos de la fe cristiana. Para ello es necesario establecer criterios que permitan una discusión
crítica de este material y una hermenéutica que lo interprete.” (7)
La cuestión de la salvación “La cuestión de fondo es la siguiente: ¿son las religiones mediaciones de salvación para
sus miembros? ... No se debe confundir esta cuestión con la de la salvación de los individuos, cristianos o no.” (8)
La cuestión de la verdad “... Se nota hoy una tendencia a relegarlo (el problema de la verdad de las religiones) a un
segundo plano, desligándolo de la reflexión sobre el valor salvífico... Se produce una cierta confusión entre “estar en la
salvación” y “estar en la verdad”... La omisión del discurso sobre la verdad lleva consigo la equiparación superficial de todas
las religiones, vaciándolas en el fondo de su potencial salvífico.” (13)... “La concepción epistemológica subyacente a la
posición pluralista utiliza la distinción de Kant entre noumenon y phaenomenon. Siendo Dios, o la Realidad última,
trascendente e inaccesible al hombre, sólo podrá ser experimentado como fenómeno, expresado por imágenes y nociones
condicionadas culturalmente.” (14)
La cuestión de Dios “[En la posición pluralista] Siendo el Misterio universalmente activo y presente, ninguna de sus
manifestaciones puede pretender ser la última y definitiva. De este modo la cuestión de Dios se halla en íntima conexión con
la de la revelación.” (16)
El debate cristológico “... La dificultad mayor del cristianismo se ha focalizado siempre en la “encarnación de Dios”, que
confiere a la persona y a la acción de Jesucristo las características de unicidad y universalidad en orden a la salvación de la
humanidad. ¿Cómo puede un acontecimiento particular e histórico tener una pretensión universal? ¿Cómo entrar en un
diálogo interreligioso, respetando todas las religiones sin considerarlas de antemano como imperfectas e inferiores, si
reconocemos en Jesucristo y sólo en él el Salvador único y universal de la humanidad? ¿No se podría concebir la persona y
la acción salvadora de Dios a partir de otros mediadores además de Jesucristo? (18)
“Dentro de esta posición (el teocentrismo salvífico, que acepta un pluralismo de mediaciones salvíficas legítimas y
verdaderas) un grupo de teólogos atribuye a Jesucristo un valor normativo, ya que su persona y su vida revela, del modo más
claro y decisivo, el amor de Dios a los hombres.” (19)
II.4 La marea silenciosa de la indiferencia
Parece inexcusable en el contexto de la religión, dedicar algunos párrafos al contexto actual de la indiferencia
religiosa y de la nueva religiosidad. La indiferencia religiosa, fenómeno difícil de precisar, se presenta como una
tendencia muy compleja, caracterizada, desde el punto de vista subjetivo, por la ausencia de inquietud religiosa y,
objetivamente, por la afirmación de la irrelevancia de Dios y de la dimensión religiosa en el plano de los valores:
aunque Dios existiera no sería un valor para el individuo indiferente.
La increencia de la Nueva Era (New Age): Sobresale en el magma confuso y sorprendente del resurgir de lo
religioso a fines del siglo XX. Frente a la fragmentación, dispersión y agresividad de nuestro tiempo, la Nueva Era
ofrece reconciliación y pacificación interiores, en una expansión de la conciencia más allá de sus límites aparentes,
una visión de la realidad que seduce y fascina: unidad y totalidad, superación del amor personal hacia una
trascendencia englobante y dinámica, inserción orgánica del microcosmos del ser humano en el macrocosmos del
universo, valoración de lo emotivo e intuitivo, elaboración de un sincretismo religioso hecho a la medida de los sueños
y deseos del hombre. Y todo ello propuesto en una atmósfera de acogida y calor humano. Los medios que conducen a
esa liberación y armonía interior son la meditación, la experiencia mística, la experiencia del propio cuerpo, el yoga, la
danza, el redescubrimiento de saberes esotéricos y mitológicos... Ésta es su oferta: Frente a la búsqueda de identidad
y armonía, una conciencia integral cósmica. Frente a la angustia que generan la fragmentación y la complejidad, una
mística monística. Frente al anhelo de absoluto, una espiritualidad sin trascendencia. (K. Wilber, La conciencia sin
límites..., Barcelona, 1985,65)

Orientación bibliográfica:
Gera, L., “La cuestión sobre el valor salvífico de las religiones en el Documento de la Comisión Teológica
Internacional”: Teología 71 (1998/1), 197-223.
Jiménez Ortiz, A., “La Teología Fundamental ante el desafío de la increencia”: Izquierdo,C. (ed.), Teología
Fundamental. Temas y propuestas para el nuevo milenio, Bilbao, 1999, 129-179.

“Otro grupo de teólogos defiende un teocentrismo salvífico con una cristología no normativa... La encarnación sería
una expresión no objetiva, sino metafórica, poética, mitológica. Pretende sólo significar el amor de Dios que se encarna en
hombres y mujeres cuyas vidas reflejan la acción de Dios.” (20)
“La consecuencia más importante de esta concepción es que Jesucristo no puede ser considerado el único y exclusivo
mediador. Sólo para los cristianos es la forma humana de Dios, que posibilita adecuadamente el encuentro del hombre con
Dios, aunque sin exclusividad... Siendo el Logos mayor que Jesús, puede encarnarse también en los fundadores de otras
religiones.” (21)
“Esta misma problemática vuelve cuando se afirma que Jesús es Cristo, pero Cristo es más que Jesús. Esto facilita
sobremanera la universalización de la acción del Logos en las otras religiones... Otro modo de argumentar en esta misma
línea consiste en atribuir al Espíritu Santo la acción salvífica universal de Dios, que no llevaría necesariamente a la fe en
Jesucristo.” (22)
Misión y diálogo “... Si las religiones son sin más caminos para la salvación (posición pluralista), entonces la conversión
deja de ser el objetivo primero de la misión, ya que lo importante es que cada uno, animado por el testimonio de los otros,
viva profundamente su propia fe.” (23)
UNIDAD 3: Los caminos de la razón

III.1 El hombre pregunta por Dios


La historia muestra la preocupación incesante del ser humano por el más allá de la realidad histórica. Dios
aparece como la realidad que es punto de referencia de toda teoría y horizonte de toda praxis: una comprensión de la
realidad global.
La cuestión de Dios, marginada en la modernidad, sigue planteándose, no ya desde el cosmos, sino desde el
hombre en relación con sus semejantes.

III.2 Las vías de acceso al conocimiento de Dios


El hombre progresa preguntando. No desde la ignorancia, sino por la insatisfacción de lo sabido parcial. La
pregunta por Dios se daba en el contexto tradicional a través de dos caminos, que pueden llamarse cosmológico y
antropológico. En este punto debería incluirse toda la reflexión desarrollada en la teología filosófica a lo largo de la
historia, tanto en lo referente al conocimiento natural de Dios como a los preámbulos de la fe.

III.3 La cuestión del sentido

Orientación bibliográfica:
De Sahagún Lucas, J., Dios, horizonte del hombre, Madrid, 2 1998, 3-16.
Fries, H., Teología fundamental, Barcelona, 1987, 36-48.
UNIDAD 4: La posibilidad de una revelación sobrenatural

IV.1 A partir del hombre


IV.1.1 La solución por la negativa: la crítica de la revelación
La crítica moderna: El caso del deísmo de los siglos XVII y XVIII. En esta doctrina, Dios creador es el ingeniero
universal que, tras la construcción de la máquina (el mundo), puede abandonarla a sí misma, a sus funciones, leyes y
mecanismos. Cualquier actividad posterior de Dios en la historia no haría sino estorbar el curso y la marcha del
mundo, perjudicaría y hasta desacreditaría la perfección de la creación. No hay espacio para una revelación particular
cuando todo es revelación (como ocurre en el idealismo y sobre todo en el de Hegel), porque el hombre es el lugar de
la presencia, la acción y la historia del espíritu divino-absoluto, y porque además la historia universal es el
movimiento del espíritu absoluto a través del y en el espíritu humano, es el camino de su “revelación”, el camino en la
forma dialéctica con tesis, antítesis y síntesis. No hay espacio para una tal revelación si ésta no es accesible al
hombre. En el caso del empirismo y el positivismo. La categoría de Ilustración suele subsumir la edad moderna; ella
es sobre todo una crítica de la revelación. Su real interés era reconciliar revelación y razón.
La discusión moderna fue un verdadero desafío teológico, y contribuyó a que se reconociera la idea de revelación
como el concepto clave de fe y teología, que la revelación constituye la definición trascendental de lo cristiano, y que
con ella ha de señalarse la dimensión originaria y esencial del cristianismo.
La crítica existencialista: Si la modernidad se caracteriza por la voluntad de inmanencia, también desde el campo
opuesto se elevan críticas a la idea de revelación, precisamente en nombre de la trascendencia. Merece atención la
postura de K. Jaspers3.

IV.1.2 La solución positiva: Estructuras antropológicas a la luz de la revelación


El ser humano en la comunidad y en la historia
El ser humano a través del lenguaje
¿En qué sentido puede pensarse en el lenguaje como condición de posibilidad de la revelación?
¿Por qué no una revelación inmediata y contemporánea para todos y cada uno de los hombres?
La experiencia del mal y las situaciones límite
Muerte y promesa de vida
Culpa y promesa de reconciliación

IV.2 A partir de Dios y su misterio


IV.2.1 Cognoscibilidad divina y posibilidad de la revelación
Corresponde recoger aquí algunas afirmaciones de la teología filosófica. La posibilidad de conocimiento es el
ser: omne ens est verum. El ser (entendido como esse, acto de ser) es inteligible. Más aún, ser y cognoscibilidad se
encuentran en igual grado: en la medida en que el no-ser (potencialidad, materialidad) está ausente del ente, éste se
torna más inteligible, menos oculto, más patente.
Dios, acto puro, Esse per se subsistens es, por ello mismo, el sumo grado de inteligibilidad. No sólo es
cognoscible, sino cognoscente; es el Intelligere subsistens. Dios conoce y se conoce en grado sumo; posee así el
mayor grado de interioridad, de profundidad, de carácter personal.
Es esta luminosidad conciente de Dios lo que hace que sea no sólo cognoscible sino también revelable: Él
tiene en sí el propio conocimiento de sí mismo y, en ese mismo conocimiento, el conocimiento de todas las cosas. Por
ello mismo, puede comunicar ese suyo único conocimiento. Así, Dios puede comunicar-se, es decir, revelar su
intimidad personal. Por ello Dios es el Misterio no sólo por la infinitud de su ser, que desborda nuestro entender, sino
que es Misterio también por la infinita capacidad de autocomprenderse. Este conocimiento lo hace revelable.
IV.2.2 Libertad divina y posibilidad de la revelación
Dios ha creado el mundo y es, en última instancia, el fundamento de toda la existencia humana. Pero no se
puede afirmar que con ello queden agotadas las infinitas posibilidades de su libertad, ya que Dios es infinito y suma
posesión de ser. Dios debe tener, por lo tanto, todavía un campo abierto a su acción libre frente a esa creatura puesta
por Él mismo. En concreto, la creatura finita puede esperar de Dios todavía más de lo que le es dado a conocer a partir
de la toma de conciencia de su propia contingencia. Siempre es posible la acción soberana del Absoluto que puede
manifestarse al hombre como y cuando quiere. Si esto es así, la libertad soberana de Dios puede abrirse a la
contingencia y finitud del hombre saliéndoles al encuentro para poner ante él su propia autocomprensión, su intimidad
3
La revelación es “la manifestación directa de Dios, localizada en el tiempo y en el espacio, por palabra, exigencia, actuación o acontecimiento.
Dios da sus órdenes, crea una comunidad, aparece entre los hombres y funda el culto.” El cristianismo pretende ser la única, absoluta y
precedente revelación; la revelación exclusiva. Pero esto contradice la existencia del hombre; significaría la fijación unilateral y precipitada del
hombre en un dato definitivo y sería, por tanto, una limitación de sus posibilidades. No se trata de la alternativa negación de Dios o fe en Dios,
sino de la cuestión de Dios oculto o revelado.
Una fe revelada implica una autoridad. Si bien la autoridad es una necesidad humana incuestionable, toda autoridad es histórica y, por tanto,
esencialmente relativa. No existe la autoridad; sólo hay autoridades.
La fe revelada pretende ser verdad para todos. Pero dentro de la existencia humana, dentro de la razón, la libertad y la historia, no hay verdad
alguna universalmente válida, ninguna verdad absoluta, eterna y que obligue a todos. En línea con Kierkegaard: “la subjetividad es la verdad”.
personal, de modo que el hombre experimente, de modo nuevo e inaudito, el ser querido o amado por Dios. Así la
revelación será el Misterio de la amistad de Dios que se le brinda, el amor de Dios como pura gracia.
Así, pues, la revelación de parte de Dios es posible. Pero puede pensarse más aún, a partir de la Suma Bondad
de Dios, ella es también “probable”. El bien es difusivo de sí mismo, y en el orden de la voluntad, “va incluido que, en
la medida de lo posible, comunique a otros el bien que alguien posee... Si, pues, los seres de la naturaleza comunican
su bien a otros, con mucha mayor razón todavía pertenece a la voluntad divina comunicar por semejanza su bien a los
demás en cuanto sea posible.” (S.Th. I,19,2)
La afirmación del ser creatural del hombre implica la afirmación de la libertad de Dios que lo pone en el ser,
lo cual a su vez implica y compromete su libertad a abrirse a otro gesto de amor de Dios que sería la revelación. Si esa
Palabra de revelación fuera pronunciada, el hombre vería que su realización humana, personal, estaría en creerla. Por
lo tanto, el hombre debe constituirse, como inteligente y libre, en oyente, amante de aquella posible Palabra de Dios.

Orientación bibliográfica
Fries, H., Teología fundamental, Barcelona, 1987, 269-278. 287-292.
Pié-Ninot, S., La teología fundamental, Salamanca, 2001, 161-173.
Kern, W.-Pottmeyer, H. J.- Seckler, M. (edd.), Corso di teologia fondamentale. 1. Trattato sulla religione, Brescia,
1990, 229-255.
UNIDAD 5: La revelación en la Sagrada Escritura

V.1 La revelación en el Antiguo Testamento


El AT no posee un término técnico para designar lo que llamamos “revelación”, sino que utiliza un lenguaje
variado. Ésta se presenta como la acción de una fuerza inesperada, pero soberana, que modifica el curso de la historia
de los pueblos y los individuos. De múltiples formas y con medios diversos establece un encuentro entre uno que
comunica y otro que recibe.

Etapas
La tradición cristiana ha distinguido siempre diversos períodos en la historia religiosa de la humanidad, cuya
unidad se encontraba afirmada por sí misma: edades, reinos, economías, dispensaciones, leyes, alianzas, etc. Una de
las más corrientes fue la de seis períodos, correspondientes a los seis días de la creación en Gn. Pero la más sólida,
menos artificial y más doctrinal es la inspirada en san Pablo en cuatro períodos: en la forma fijada por san Agustín:
ante legem-sub lege-sub gratia-in pace (o más simple: natura-lex-gratia-patria), es decir, de Adán a Abraham o
Moisés, luego a Jesús, luego el tiempo entre las dos venidas de Cristo y la eternidad. Dejando de lado la última (ya no
es historia), resultan las tres edades clásicas de la patrística: ley natural-ley escrita-ley de gracia. Otra división
(Ruperto de Deutz s. XII) propone un esquema ternario de base trinitaria: la edad del Padre (creación), la edad del
Hijo (redención) y la edad del Espíritu Santo (santificación). Ha de notarse en cada caso que la historia de salvación
continúa, pero en cuanto revelación ha alcanzado una plenitud en Cristo, que se desarrolla hasta el fin de los tiempos.
En los párrafos siguientes nos atenemos al AT.

Revelación patriarcal
Transmitidas como “relatos populares religiosos”, las tradiciones patriarcales configuran los primeros trazos
de la revelación. Quieren hacer compartir la experiencia de un Dios de tipo particular, que funda la experiencia de
Israel como pueblo creyente. La vida de Abraham es ejemplar. Gn 12,1-3 inicia la historia de la bendición. Un Dios
desconcertante pone en camino hacia lo desconocido con una única garantía: su promesa. Tras una larga espera, llega
el hijo y Dios lo pide en sacrificio (22). Abraham responde con una total disponibilidad: su fe es obediencia. Así se
convierte en “padre de los creyentes” (Rom 4,16).

Revelación mosaica
Segunda etapa decisiva es el acontecimiento de salvación, que libera a Israel de la esclavitud de los egipcios y
que va acompañado de la autopresentación de su autor. Dios revela su nombre a Moisés (Ex 3): YHWH está siempre
presente, activo, dispuesto a salvar y sólo Él. Elección, salvación, alianza y ley forman un todo indivisible. Por la
alianza, YHWH hace de Israel su propiedad exclusiva y le impone a través de las “palabras” (Ex 20,1-17; 34,28) un
estilo de vida que corresponde al pueblo santo del Dios Santo. Israel emprende una existencia dialogada, situada en un
contexto de llamada y de respuesta. La revelación posee ya su estructura de acontecimiento significante. Se incluyen
también los mediadores (Ex 20,18; Dt 18,15-18).

Revelación profética
El profetismo en Israel, del que se pueden reconocer contactos extranjeros y antecedentes propios, se delinea a
partir de Samuel (1 Sam 3) y tiene su época de oro en el siglo VIII (Amós y Oseas en el Norte, Isaías y Miqueas en el
Sur), extendiéndose hasta el siglo V. En su conjunto, los profetas preexílicos reclaman la fidelidad a la alianza y a la
ley a un Israel rebelde y obstinado, por lo cual la palabra de Dios se hace decreto de juicio, condena y castigo
irrevocable. Jeremías intenta determinar los criterios de la palabra auténtica de Dios: cumplimiento (28,9; 32,6-8),
fidelidad a YHWH y a la religión tradicional (23,13-32) y testimonio heroico personal (1,4-6; 26,12-15).
El Deuteronomio profundiza el tema de la alianza y la ley, que ahora abarca todo el cuerpo de leyes morales,
civiles, religiosas. Esta ley ha de ser interiorizada y cumplida hoy (30,11-14). La corriente deuteronomista elabora una
historia de la salvación que es una teología de la historia (Jue-Sam-Re). Es la palabra de Dios la que hace la historia y
la vuelve inteligible. A partir de 2 Sam 7 se establece el mesianismo real de la dinastía davídica.
Con el destierro se produce una crisis terrible: Israel lo ha perdido todo. Ezequiel personifica el cambio de
situación: antes de la caída anuncia el desastre inevitable, después es el centinela (33,1-21) que ha de custodiar la fe y
la esperanza del pueblo desterrado. La palabra que castigó ahora es fuente de confianza.
El DeuteroIsaias (40-55) considera el dabar divino en su dinamismo a la vez cósmico e histórico. YHWH es
el Señor de las naciones, lo mismo que de las fuerzas naturales, porque con su palabra lo ha suscitado todo de la nada.
Dios mantiene los polos extremos de la historia (41,4; 44,6; 48,12) y la interpreta (55,10-12).
Los profetas son quienes mantienen vivo el acontecimiento fundante de Israel y lo profundizan. Pero esto sólo
es posible si el profeta ha sido objeto de una experiencia privilegiada, su vocación: YHWH lo ha llamado y le ha
confiado su palabra, en una particular intimidad con Él para ser su intérprete ante los hombres. Es el hombre de la
palabra (Jr 18,18) que lo quema y consume (20,8-9). Esta palabra de Dios actúa en la historia con sus dimensiones de
acontecimiento e interpretación, conformando una historia significante.
Revelación sapiencial
Miembro original de una corriente de pensamiento internacional (Grecia, Egipto, Babilonia, Fenicia), la
tradición sapiencial se incorpora en Israel como instrumento de revelación. El mismo Dios que iluminó a los profetas
se sirvió de la experiencia humana para revelar al hombre a sí mismo (Pr 2,6; 20,27). Los sabios aplican su reflexión
también a temas de otras tradiciones, como la Ley, la historia y la profecía. El Salterio que se fue formando a lo largo
de la historia es sobre todo la respuesta a la revelación, pero es asimismo revelación. Los salmos hacen oración la
intimidad de Dios revelada por los profetas y sabios. Todo esto se actualiza cotidianamente en la liturgia del templo.

Objeto y carácter
El conjunto del AT permite concluir que la revelación es esencialmente interpersonal, procede de la iniciativa
de Dios, recibe su unidad de la palabra y tiene como finalidad la vida y la salvación del hombre.
“La revelación se nos presenta en el AT como la intervención gratuita y libre por la que el Dios santo y oculto
-en el terreno de la historia y en relación con los acontecimientos de la historia, interpretados auténticamente por la
palabra de YHWH dirigida a los profetas, según modos de comunicación muy diferentes- se va dando poco a poco a
conocer, a sí mismo y el designio de salvación que tiene que aliarse con Israel y, a través de él, con todas las naciones,
para cumplir en la persona de su ungido o mesías la promesa hecha antaño a Abrahám de bendecir en su posteridad a
todas las naciones de la tierra. Esta acción es concebida como palabra de Dios que invita al hombre a la fe y a la
obediencia: una palabra esencialmente dinámica, que realiza la salvación al mismo tiempo que la anuncia y la
promete.” (R. Latourelle, DTF, 1241).

V.2 La revelación en el Nuevo Testamento


La tradición sinóptica
Al narrar la historia de Jesús, los evangelistas no hacen más que contar la manifestación de Dios en Jesucristo, ya
que Cristo es el lugar más denso de esta epifanía de Dios. Mc en concreto narra la manifestación progresiva de Jesús,
Mesías e Hijo de Dios, que se revela y revela al Padre por sus palabras (sobre todo las parábolas), y por sus obras,
concretamente sus milagros, sus ejemplos, su pasión, su muerte, pero que choca con el rechazo de los suyos.
Los términos que describen la acción reveladora de Cristo son: predicar ( keryssein) y enseñar (didaskein). Jesús
predica la buena nueva (euaggelion) del reino de Dios y la conversión y la fe como medio de entrar en él (Mc 1,14-
15; Mt 4,17). Esta buena noticia está intrínsecamente vinculada a su persona, como si Él fuera la inauguración del
reino: es hoy el tiempo del cumplimiento de la antigua profecía (Lc 4,21); y su palabra con una autoridad única ( pero
yo os digo Mt 5,22 ss.), que interpreta la Palabra de Dios en la Ley, llamando a una justicia mayor, que es a la vez
gracia. La gente aclama a Jesúscomo profeta, pero Él es mucho más que eso (cf. Mc 9,2-10; Lc 7,18-23). Él predica y
enseña, pero como Hijo del Padre. Es fundamental el logion de Mt 11,25-27/Lc 10,21-22. Nadie puede participar del
misterio de conocimiento mutuo del Padre y el Hijo sin una revelación gratuita, que el Padre ha concedido a los
sencillos.
La oración de Jesús a Dios, su Abba (Mc 14,36) devela en alguna medida el abismo de esta comunión, [que luego
es ofrecida a los creyentes (Lc 11,1-2), por don del Espíritu Santo (v. 13; cf. Rom 8,15)]. Pero es necesario el
acontecimiento definitivo de la Pascua de Jesús para que su revelación sea consumada y creída, y luego anunciada en
la predicación apostólica (cf. Mt 28,18-20; Lc 24,44-47).

Los Hechos de los Apóstoles


En continuidad con la tradición sinóptica, presentan a los apóstoles como testigos de Jesús, que proclaman la
buena noticia y enseñan lo que han recibido de Él. Sólo ellos estuvieron asociados a Cristo durante su vida y después
de su resurrección y tienen de Él una experiencia directa, viva, de su persona, de su mensaje, de su obra. Son ante todo
testigos de su resurrección (1,22; 2,32; 3,13-16). Su testimonio se realiza con la fuerza del Espíritu (1,8) que les da
coraje y constancia, que les permite obrar signos y prodigios y que actúa en el corazón de sus oyentes para que reciban
la palabra por la fe (16,14).
El objeto de este testimonio y de esta predicación ya no es el reino sino Jesús, el Cristo, el Señor (4,12; 5,42;
8,5.35) o la palabra de Cristo o la palabra sobre Cristo. El kerygma fundamental, que se desarrolla en los grandes
discursos de Pedro y Pablo se centra en el acontecimiento pascual de Jesús y en sus efectos para la salvación de todos,
en especial de los gentiles. En el cumplimiento de la misión confiada por el Señor Resucitado, la Palabra crece con la
fuerza del Espíritu y la Iglesia ha de llegar hasta los confines de la tierra (final simbólico: Pablo en Roma, capital del
mundo, predica y enseña).

El “corpus” paulino
El binomio misterio-evangelio nos sitúa en el corazón del pensamiento paulino sobre la revelación. Respecto
del término misterio, el lenguaje cristiano tiene un uso técnico en dos ámbitos diversos: a nivel intelectual, indica la
inaccesibilidad de los contenidos fundamentales de la revelación divina por parte de la lógica humana natural; a nivel
cultual, cualifica la celebración litúrgica y sacramental en la densidad de su carga salvífica sobrenatural. En la
Escritura el segundo significado está ausente y el primero se presenta en medida muy reducida. En el Nuevo
Testamento el término aparece 28x, en general en singular. Sólo en algunos casos del corpus paulinum puede
percibirse un trasfondo de la terminología helenística, como polémica (Col 2,18) o en forma positiva (Flp 4,12; 1 Cor
2,6-7); pero no se asumen las connotaciones cultuales, sino la perspectiva apocalíptica y siempre al servicio de la
predicación del evangelio. Es de notar que las reflexiones paulinas sobre el bautismo (Rom 6) y la eucaristía (1 Cor
10-11) no usan el término.
El uso neotestamentario no es unívoco. En tres casos en 1 Cor Pablo lo usa en plural: en 4,1 remite a los
múltiples aspectos de la misteriosa sabiduría divina ya mencionada en el cap. 2; en 13,2 tiene el sentido profano de
realidades escondidas en conjunto; en 14,2 se trata de algo incomprensible. En tres ocasiones aparece con genitivo: 2
Tes 2,7 (el misterio de la iniquidad=la iniquidad misma es un misterio); 1 Tim 3,9 (los misterios de la fe) y 1 Tim 3,16
(el misterio de nuestra religión), donde debe entenderse en relación con el contenido objetivo de la fe, casi como un
símbolo. Finalmente, en Ap hay tres textos: 1,20; 17,5.7-8 donde se trata simplemente de enigma, significado oculto,
velado por símbolos.
En los escritos joánicos nunca aparece, y en los evangelios sinópticos sólo en Mc 4,11p (“A ustedes se les ha
dado el misterio del reino de Dios”). Este logion probablemente de origen pospascual indica que a quien dispone del
fértil terreno de la fe (que separa “los de afuera” de “ustedes”), Dios le concede comprender y vivir su señorío
salvífico como misterio revelado por Jesús [en línea con Mt 11,25-26]. En su contexto busca explicar la incredulidad
de los judíos (cita Is 6,9-10) y el fracaso de la misión.
El “misterio” aparece como tema propio y verdadero en Col-Ef (a las que se une Rom 16,25):
Etapas del misterio:
ocultamiento o silencio (Col 1,26; Ef 3,9): no sólo el origen divino y trascendente, sino un larguísimo periódo
histórico. La reflexión no es de carácter metafísico, sino histórico-salvífico y apocalíptico. El misterio participa de
la naturaleza de Dios, pero no se identifica con ella.
revelación con los verbos develar (apokalyptein), manifestar (phaneroun) y dar a conocer (gnorizein). En clara
contraposición con la etapa anterior, subraya mucho más el presente que el pasado: es el ahora, el hoy de estos
tiempos, del “acceso” global a Dios (Ef 2,18; 3,5.10). Los destinatarios de esta revelación son nosotros (Ef 1,9),
los creyentes (Col 1,26), sus santos apóstoles y profetas (Ef 3,5), a mí (Ef 3,3), para comprometer a toda la
humanidad como destinataria última.
difusión, propagación misionera, con los verbos hablar, anunciar, evangelizar, iluminar, enseñar. El misterio mismo
se llama ahora “palabra de Dios” (Col 1,25), “evangelio” (Ef 6,19) y pide lucha y valentía en el anunciador. El
cristianismo no es esotérico ni arcano; su anuncio es público y universal.
consumación escatológica. Aún revelado, el misterio no deja de ser misterio. Hay en el plan de Dios una dimensión
de inagotabilidad (que los textos expresan con el lenguaje de la sobreabundancia: riqueza, plenitud, todos los
tesoros, supereminente, incalculable, Ef 3,18-19: cuatro dimensiones. Y aunque el paso decisivo se haya dado con
la revelación, el misterio está destinado a una consumación escatológica. Ya en 1 Cor 15,51 y Rom 11,25 en
Pablo; aquí en Col 1,27; 3,4. La esperanza de la gloria no se reduce a la experiencia histórica.
Dimensiones del misterio:
teológica: aunque revelado, es “de Dios” en cuanto a su origen y a su consumación. Pertenece a la esfera de lo divino
y toda aproximación a él es también una aproximación a Dios mismo. Es el “misterio de su voluntad” (Ef 1,9), lo
que Él “destinó para nuestra gloria antes de crear el mundo” (1 Cor 2,7).
cristológica: Jesucristo pertenece al centro del misterio: 1) en cuanto la cruz, escándalo y locura, encarna el poder y la
sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1-2); 2) en cuanto en Él se recapitulan y reconcilian todas las cosas (cf. Ef 1); 3)
Cristo en persona (Col 2,2-3; 4,3; Ef 3,4)
eclesiológica: Ef 2,11-3,13. La Iglesia es el lugar donde la reconciliación obrada en el “hombre nuevo” se realiza en la
historia: judíos y gentiles unidos en Cristo y en la Iglesia. Cf. también Ef 5,25.
antropológica: El “hombre nuevo”; Cristo proclamado para el hombre y entre los hombres, también en el hombre,
para que pueda establecer relaciones nuevas (Col 3,11; Ef 4,23). Así, podrá además crecer en el conocimiento del
misterio, hasta su plena madurez en Cristo (Ef 3,18; 4,13).

Los escritos joánicos


El lenguaje sobre la revelación es distinto: no reino (sinópticos) ni misterio (paulino). El vocabulario se acerca
a los ambientes helenísticos: vida, palabra, luz, verdad, gloria, manifestación... y el estilo delata un carácter forense:
testimonio, atestiguar, juicio, reconocer, negar, profesar... La respuesta a la revelación: ir hacia, recibir, permanecer,
pero sobre todo escuchar (58x) y creer (98x: es la finalidad de todo Jn: cf. 20,31).
La novedad de san Juan radica en que Cristo, el Hijo (unigénito) del Padre, es el Logos, la Palabra eterna,
personal. La revelación se realiza porque esta palabra se hace carne para manifestarnos al Padre. Cristo es el Hijo que
manifiesta al Padre (3,32; 8,38). A su vez, el Padre da testimonio del Hijo por las obras que le concede realizar (5,36)
y por la atracción que ejerce sobre las personas para que reciban el testimonio de Jesús (6,44-45). El Prólogo (1,1-18)
se presenta como la gesta del Logos, como un resumen de toda la historia de la revelación. Tres elementos constituyen
a Cristo perfecto revelador del Padre: su preexistencia como Logos de Dios, su entrada en la carne y en la historia y su
intimidad permanente con el Padre, tanto antes como después de la encarnación. Así san Juan confiere a la revelación
su mayor grado de significado y de extensión. Tiene su origen en la Trinidad, pero en la historia aparece como un
escándalo: desconcierta todas las concepciones humanas, incluso las del AT. Lo trágico de la revelación es que los
hombres se cierran a la luz (9).

Orientación bibliográfica
Latourelle, R., Teología de la revelación, Salamanca, 1977, 15-86. “Revelación”: NDTF, 1232-1247.
Maggioni, B., “Revelación: NDTB, 1674-1692.
Ruiz Arenas, O., Jesús, Epifanía del amor del Padre, Bogotá, 1989, 107-159.
Varios artículos sobre “Palabra de Dios” en Communio (arg.) 1(2001) y Communio (esp.) 23 (abril-junio 2001).
UNIDAD 6: La revelación en la Tradición y en el Magisterio eclesial

VI.1 La revelación en los Santos Padres y en santo Tomás de Aquino


Resulta inútil buscar en los padres de los primeros siglos de la Iglesia el equivalente de un tratado sobre la
revelación. Para ellos la revelación es una realidad obvia, y su primer problema es el de la inculturación de la
revelación cristiana en el seno del mundo griego. No se propone aún una reflexión sistemática: la suya es
esencialmente una teología “contextual”, que remite a la revelación como único criterio de interpretación.
Su pensamiento evoluciona dentro de una visión de conjunto del misterio cristiano; bebe y se elabora en la
fuente, de la cual está muy cercano en el tiempo. Por otra parte, los Padres componen “grandes planos” para ilustrar
mejor los puntos de encuentro con las culturas y religiones, pero también la singularidad, la especificidad del
fenómeno cristiano. Se impone poco a poco un paisaje como imagen de la revelación cristiana en su totalidad.
Destacamos algunos ejes fundamentales de una reflexión extensa y profunda:
Los dos Testamentos: unidad y progreso: Los ambientes judíos tradicionales minimizan la novedad del evangelio
y los marcionitas subestiman el AT y rompen con él. Entre estas dos actitudes, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría
y Orígenes subrayan la continuidad y unidad profunda entre los dos Testamentos.
La teología del Logos: punto de encuentro de las culturas: El anuncio a los paganos llevó a la reflexión cristiana a
adoptar una filosofía elaborada por el platonismo y el estoicismo. Justino atiende a la función mediadora de Cristo: el
Jesús de la historia se identifica con el Logos, con el Verbo de Dios que se apareció primero a Moisés y a los profetas
y luego se hizo carne para la salvación de todos los hombres. La universalidad se expone con la doctrina de las
spermata tou Logou (semillas del Logos), conocimiento parcial del que sólo Cristo, Logos encarnado, dará la
perfección [así los pensadores paganos puedieron percibir rayos de verdad y merecen llamarse cristianos]. Clemente
de Alejandría propone la revelación como una “gnosis” cristiana, respondiendo así al deseo de conocimiento que
animaba su ambiente cultural. Para él, el conocimiento de Dios está en el primer plano de su reflexión, más aún que la
historia de la salvación. Nuestro único pedagogo es el Logos, y antes de Cristo, la filosofía se les dio a los griegos
como un tercer testamento para conducirlos a Cristo. Para Orígenes, a través de la encarnación el Verbo, por la carne
de su cuerpo y la carne de la Escritura, nos permite comprender al Padre invisible y espiritual. El Logos es mediador
de una revelación que va de la creación a la ley, a los profetas y al evangelio. La encarnación inaugura un
conocimiento progresivo según la tríada: sombras-imagen-verdad.
Economía y pedagogía de la revelación: El pensamiento patrístico evitó el peligro de la intelectualización
porque nunca dejó de reflexionar en la historia de la salvación. Ireneo frente a la gnosis constituye un punto de
referencia insoslayable. Con su concepto de “economía” o “disposición”; Ireneo insiste en la unidad orgánica de la
historia de salvación: la encarnación es la cima de la economía comenzada en el AT; el Hijo vino a este mundo y “nos
dio toda la novedad al darse a sí mismo” (Adv. Haer. IV,34,1). Casi todos los padres, especialmente Justino,
Clemente, Orígenes, Basilio, Gregorio de Nisa y Agustín, insisten también en este carácter de “economía” de la
revelación, y trazan la historia de los pasos que Dios ha dado para “acostumbrar” al hombre a su presencia. Así, por
ejemplo, los plazos de la venida de Cristo, en dos perspectivas: dramática (Carta a Diogneto) y pedagógica (Ireneo,
Clemente, Orígenes).
Centralidad de Cristo: Todos los padres ven en Cristo la cima, la consumación de la historia de la salvación.
Aunque el Hijo asume todos los caminos de la encarnación, es a la palabra humana de Cristo a la que se atribuye el
papel principal (palabra de Dios, buena nueva, enseñanza, doctrina de la fe, de la salvación, prescripciones, regla de la
verdad, regla de fe, etc.). Ignacio de Antioquía: “No hay más que un solo Dios que se manifestó por Jesucristo, su
Hijo, que es su Verbo, salido del silencio”; “Cristo es la puerta por la que entran Abraham, Isaac y Jacob y los profetas
y los apóstoles de la Iglesia; todo esto conduce a la unidad con Dios.” Ireneo ve la revelación como la epifanía del
Padre a través del Verbo encarnado. Cristo o el Verbo encarnado es el visible, el palpable, el que manifiesta al Padre,
mientras que el Padre es el invisible que manifiesta al Hijo encarnado y visible. Atanasio distingue dos aspectos en la
encarnación: la manifestación de Cristo como persona divina, imagen del Padre y la comunicación por medio de Él de
la doctrina de la salvación.
Inaccesibilidad y conocimiento de Dios: Los capadocios (Gregorio de Nacianzo, Basilio y Gregorio de Nisa)
confiesan que Dios sigue siendo el inefable, el inaccesible, incluso después de haberse revelado. Lo que sabemos de
los secretos de Dios nos viene de Cristo. Además, atienden particularmente a la apropiación subjetiva de la verdad y a
sus frutos en el alma por la fe y los dones del Espíritu.
Doble dimensión de la revelación: Tema especialmente desarrollado por Agustín: a la acción exterior de Cristo,
que habla, predica y enseña, corresponde una acción interior de la gracia, que los Padres designan como una
revelación, una atracción, una audición interior, una iluminación, una unción, un testimonio. Al mismo tiempo que la
Iglesia proclama la buena nueva de la salvación, el Espíritu actúa por dentro para hacer asimilable y fecunda la palabra
oída. El hombre recibe de Dios un doble don: el del evangelio y el de la gracia, para adherirse a él en la fe.

En santo Tomás de Aquino


La revelación como operación salvífica: Toda la teología, toda la vida de la fe, todo el dato revelado procede
de la revelación, pero este dato no se llama directamente revelación. La salvación del hombre es Dios mismo, en su
vida íntima, y por ello era necesario que Dios mismo se diera a conocer, y asegurara a todos además el conocimiento
de ciertas verdades de orden natural. Lo revelado (revelatum) son esencialmente esos conocimientos sobre Dios
inaccesibles a la razón, y que, por tanto, sólo pueden conocerse a través de la revelación. Lo revelable ( revelabile) se
entiende más bien de esos conocimientos que, de suyo, no superan la capacidad de la razón, pero que Dios ha revelado
porque son útiles a la obra de la salvación y porque la mayor parte de los hombres, dejados a ellos mismos, no
llegarían a conocerlos.
La revelación como acontecimiento histórico:
. operación jerárquica: la verdad de la salvación nos llega como las aguas de una gran fuente
. caracterizada por la sucesión, en tres épocas: Abraham/existencia de un Dios único/unas familias;
Moisés/nombre de Dios/un pueblo; Cristo/Trinidad/humanidad entera.
. con un dinamismo en progreso: se constituye un depósito y se acerca a la plenitud con Cristo
. polimorfa: extraordinaria riqueza y diversidad de los caminos de Dios; cima con Cristo y los apóstoles,
pero el espíritu de profecía no ha desaparecido.
La revelación profética como carisma de conocimiento:
Su De prophetia (S.Th. II-II 171-174) presenta un asombroso respeto a los datos complejos de la experiencia
profética. Se distingue el conocimiento profético de su uso, la proclamación. “El elemento formal en el conocimiento
profético es la luz divina; de la unidad de esa luz es de donde la profecía saca su unidad específica, a pesar de la
diversidad de objetos que esta luz manifiesta a los profetas.” Una vez agraciado con ella, el profeta reacciona
vitalmente. Pasivo en la inspiración que lo supereleva, percibe activamente en la revelación. “El profeta posee la
mayor certeza de las realidades que conocer por el don de profecía y tiene por cierto que esas verdades se le han
revelado divinamente”. La acción por la cual Dios se comunica con el hombre mediante signos creados es designada
por Tomás como palabra de Dios, debido a la analogía con la palabra humana, que es también comunicación del
pensamiento por medio de signos.
La revelación por Cristo y los apóstoles: La función reveladora de Cristo está menos desarrollada, aunque hay
indicaciones. Cristo nos ha mostrado el camino de la verdad, para que por él, vayamos al Padre (III, Prol.). Destaca el
resultado de la acción reveladora: la verdad de la fe. El conjunto de los conocimientos que Dios reveló a los profetas y
a los apóstoles recibe en él el nombre de “doctrina sagrada”, “enseñanza según la revelación” que contiene la
Escritura.
De la revelación a la Iglesia y a la fe: Dios propuso directamente su verdad a los profetas y a los apóstoles; a
nosotros nos la impone por la Iglesia, regla infalible en la proposición de la verdad revelada. Dios nos ayuda a creer
con una triple ayuda: la predicación exterior, los milagros que la acreditan y un atractivo interior, inspiración del
Espíritu Santo, testimonio de la verdad primera que ilumina e instruye al hombre interiormente.
La revelación como grado de conocimiento de Dios:La revelación y la fe no son para ellas mismas, sino para la
visión, porque el fin del hombre es entrar algún día en la contemplación de Dios. En el hombre se da un triple
conocimiento de Dios: en el primer grado, el hombre se eleva a Dios por medio de las cosas creadas; en el segundo,
Dios desciende a nosotros, se inclina hacia el hombre y se revela a él; en el tercero el hombre “será elevado a ver
perfectamente lo que se le ha revelado”. Por su palabra, Dios nos hace entrar poco a poco en el misterio de su vida
íntima.

VI.2 La enseñanza de los Concilios IV de Letrán y Trento


Durante los primeros siglos y durante toda la Edad Media jamás se discutió la existencia de la revelación, por
lo que el Magisterio no pronunció anatema o condenación sobre este tema. El IV Concilio de Letrán (año 1215) trae
la expresión más completa en la época medieval de la noción de revelación:
“Esta santa Trinidad..., dio al género humano la doctrina saludable, primero por Moisés y los santos profetas y por otros
siervos suyos, según la ordenadísima disposición de los tiempos. Y finalmente, Jesucristo, unigénito Hijo de Dios..., mostró
más claramente el camino de la vida.” (Dz 428-429; D(H) 800-801)
El Concilio de Trento (año 1546) afronta el problema del protestantismo. Éste afirma el principio de la
salvación por la gracia y la fe solamente y la autoridad soberana de la Escritura. La regla de fe es la Sola Scriptura,
con la asistencia individual del Espíritu, que permite captar lo revelado que hay que creer. Se suprime todo
intermediario entre la palabra de Dios y el hombre que la recibe (Tradición, Magisterio eclesial). El desafío y la
respuesta católica serán retomados al estudiar el tema Tradición y Escritura. Baste por ahora notar que no aparece el
término “revelación” y que lo que está en primer plano es el evangelio, el mensaje de salvación; la doctrina enseñada
por Cristo (cf. Decreto sobre la aceptación de los sagrados libros y tradiciones Dz 783; D(H) 1501).

VI.3 El Concilio Vaticano I y la Dei Filius


El Concilio Vaticano I (año 1870), en el contexto cultural de la “modernidad” (que es imprescindible
considerar para su recta comprensión) se ocupó de modo directo y prioritario de la revelación en una de sus dos
Constituciones dogmáticas, la “Dei Filius” sobre la fe católica. Debía proponer la doctrina católica amenazada por
dos extremos, el racionalismo y el fideísmo. Desde esta perspectiva corresponde leer con atención particular el
capítulo 2 (De revelatione; esp. Dz 1785-1786; D(H) 3004-3005) y el capítulo 3 (De fide; esp. Dz 1789; D(H) 3008),
con sus cánones. La contribución del Vaticano I a la doctrina de la revelación se reduce a los puntos siguientes:
afirmar la existencia de la revelación sobrenatural, su posibilidad, su necesidad, su finalidad
determinar su objeto material principal: Dios mismo y los decretos de su voluntad de salvación
adoptar el término “revelación” en sentido activo y en sentido objetivo, que pasa a ser desde entonces un término
oficial y técnico
recurrir a las analogías de la palabra y del testimonio (implícita) para describir esta realidad inédita
presentar la fe como adhesión libre a la predicación del evangelio, sostenida por una acción interior del Espíritu,
que fecunda la palabra escuchada.

VI .4 Los documentos antimodernistas


El modernismo fue un esfuerzo por armonizar los datos de la revelación con la historia, las ciencias y las culturas.
Y la Iglesia, mal preparada, se sentía desbordada en un mundo demasiado cambiante. Temía ver cómo la revelación
histórica se disolvía en un sentimiento religioso ciego, surgido de las profundidades del inconsciente, bajo la presión
del corazón y el impulso de la voluntad. Este reclamo a la experiencia tiene sus antecedentes inmediatos en autores
protestantes4.
El término modernismo se origina en los documentos del Magisterio (Encíclica Pascendi y Decreto Lamentabili de
Pío X). No fue una escuela, sino un movimiento intelectual que se desarrolló sobre todo en Francia, en Italia,
Alemania y el Reino Unido. Conecta con el protestantismo liberal. De autores como von Harnack y Sabatier, los
modernistas (Loisy, Tyrrel) recibieron un influjo a la vez intenso e impreciso de kantismo y del método histórico-
crítico, con los que se proponen dialogar. Por un lado, la fe deja de ser considerada en su carácter noético para ser
vista, sobre todo, como experiencia religiosa que no presupone o implica un conocimiento. Lleva a la disolución de la
fe: la experiencia vital pierde su contenido y cae en el subjetivismo; la Escritura queda sujeta a la manipulación de las
teorías científicas Los documentos antimodernistas5 muestran la gran preocupación y la fuerte reacción del
Magisterio.

Orientación bibliográfica (Unidades 6 y 7):


Latourelle, R., Teología de la Revelación, Salamanca, 1977, 87-164.176-199.289-332.349-355
Alonso Schökel, L.-Artola, A., La Palabra de Dios en la historia de los hombres, Bilbao, 1991, 45-76.167-176.
Sesboüé, B.-Theobald, C., La Palabra de la Salvación, Salamanca, 205-226.373-408.

4
El primer gran sistematizador de la experiencia religiosa y cristiana fue F. Schleiermacher (1768-1834). No es la razón la que debe acceder a
Dios, sino que el único modo de captar la realidad divina es la intuición encerrada en el sentimiento.
A. Sabatier relaciona religión, oración y revelación. La religión es esencialmente la oración del corazón, con un movimiento del alma que la
pone en relación con “la potencia misteriosa de la que depende ella y su destino”. El principio fundamental de la experiencia reveladora es la
emoción religiosa...
5
decreto Lamentabili, tesis 20,21,22 (Dz 2020-22; D(H) 3420-22), contra Loisy; encíclica Pascendi, (Dz 2077-2079; D(H) 3481-3483); motu
proprio Sacrorum antistitum y su adjunto juramento animodernista (Dz 2145; D(H) 3541)
UNIDAD 7: El Concilio Vaticano II y la Constitución dogmática Dei Verbum
Introducción general, contexto histórico y doctrinal
“No es arriesgado afirmar que la constitución dogmática Dei Verbum es el documento más característico del
Concilio Vaticano II, al menos en el sentido de que abarca todo el lapso de su preparación y celebración. Con este
documento el concilio ha tratado ampliamente los grandes temas de la fe cristiana, proponiendo de ellos una
lectura que representa al mismo tiempo un progreso en la enseñanza dogmática y una nueva presentación de la
misma a nuestros contemporáneos.” (R. Fisichella, “Dei Verbum” en DTF 272)
Resultará útil reseñar la historia del texto antes de analizar su forma final, promulgada en la sesión solemne
del 18 de noviembre de 1965. Juan XXIII manifestó su decisión de convocar el concilio el 25 de enero de 1959 y el 17
de mayo nombró una comisión antepreparatoria a la cual encomienda una consulta de carácter universal que nunca se
había realizado anteriormente. Entre los temas mayores se pedía una atención especial al problema de la “naturaleza
de la revelación”, de la “modalidad de transmisión de la revelación” y de la “relación entre el magisterio y la palabra
de Dios”. La comisión teológica preparatoria sistematizó en un esquema titulado Schema compendiosum
Constitutionis de fontibus revelationis. Este esquema fue desarrollado por una subcomisión (octubre 1960), revisado y
enmendado por las comisiones teológica (octubre 1961) y central (junio 1962), aprobado por el Papa (julio) y enviado
a los padres conciliares con el título Schema Constitutionis dogmaticae de fontibus revelationis.
El texto fue afrontado por el Concilio el 14 de noviembre de 1962, cuando los padres estaban entrando en el
clima de aggiornamento pedido por el Papa (habían comenzado con el tratamiento del documento sobre la renovación
litúrgica). Por otra parte, se habían presentado a los padres otros tres esquemas, de suyo competidores del documento
oficial: uno elaborado por el Secretariado para la unidad de los cristianos (Stakemeier, Feiner), otro redactado por K.
Rahner y patrocinado por las conferencias episcopales de Austria, Bélgica, Francia, Holanda y Alemania (De
revelatione Dei et hominis in Jesu Christo facta), y un tercero, breve, redactado por Y. Congar (De Traditione et
Scriptura).
La discusión, en un clima de gran libertad, se volvió muy polémica. Se atacaba el esquema en su orientación
general y en particular por el equívoco del lenguaje de la “doble fuente”, que llevaría a considerar la Escritura y la
Tradición como independientes la una de la otra. Se presentó entonces una petición de voto: “si hay que interrumpir la
discusión del esquema de la constitución dogmática sobre las fuentes de la revelación” (20 noviembre: 1368 placet,
822 non placet y 19 nulos). No alcanzando el quorum exigido, intervino el Papa Juan XXIII e hizo retirar el esquema
para su reelaboración total.
Se formó para ello una “Comisión mixta” con los miembros de la comisión doctrinal y del Secretariado para la
unidad de los cristianos, consultores y cardenales de designación pontificia (presidentes: Ottaviani y Bea; secretarios:
Tromp y Willebrands). Acordaron en principio: 1) cambio del título por De divina revelatione; 2) redacción de un
“proemio” para explicar la doctrina sobre la revelación; 3) cambio del título del capítulo primero: de De duplici fonte
revelationis a De Verbo Dei revelato. La discusión desplazó los acentos, pero el resultado fue un texto de compromiso
que no conformaba a nadie. Enviado a los padres, no pudo discutirse en el aula en el segundo período del Concilio (29
septiembre- 4 diciembre de 1963). Se presentaron por escrito numerosos juicios que presagiaban interminables
discusiones. Ante la solución de arrinconar definitivamente la constitución, se formó en marzo de 1964 una
subcomisión de 7 padres y 19 peritos para elaborar un texto nuevo.
El trabajo fue inmenso: se trataba de concordar las observaciones que llegaban desde los padres y las
conferencias episcopales en un texto que fuera expresión de todo el Concilio. El nuevo texto tenía un proemio que
daba el tono pastoral y 6 capítulos. Se discutió en el tercer período durante una semana entera (octubre de 1964):
aprobación general y múltiples observaciones. Una nueva redacción llegó al cuarto período, donde recibió 1498 placet
juxta modum. El texto final pasó el examen de la 155º Congregación general (29 de octubre de 1965) y en la
promulgación la votación final dio 2344 placet y 6 non placet.
La Dei Verbum se sitúa en el contexto del conjunto de los documentos del Concilio Vaticano II. El primer
párrafo de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium proclama su finalidad:
“Este Sacrosanto Concilio se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las
necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover todo aquello que pueda contribuir a la
unión de cuantos creen en Jesucristo y fortalecer lo que sirve para invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia.” (SC 1).
Este cuádruple propósito: renovación espiritual, acomodación estructural, orientación ecuménica y promoción
misionera orientó todo el Concilio y fructificó en sus 16 documentos promulgados

Características generales de la Dei Verbum


Ya una primera lectura no deja lugar a dudas: Cristo es el centro de la constitución, culmen y plenitud de la
revelación. Es revelación con su presencia y manifestación. La revelación es Él: una persona. Su manifestación se
desenvuelve en hechos y palabras reveladores. Cristo es, en fórmula medieval, “la palabra abreviada” o resumida:
funda y explica toda la Escritura en cuanto Palabra de Dios, y su vida se desarrolla en la Iglesia por su Espíritu. Se
puede añadir a este cristocentrismo fundamental una unidad de tono, un espíritu dominante patente en tres
características:
tendencia orgánica. A la diferenciación analítica, a la delimitación antitética, el Concilio ha preferido la visión
orgánica: relación, integración, unidad, superación de la oposición y de la polémica.
estilo histórico. Es un lenguaje nuevo en relación al Magisterio y a la teología anteriores. Sin caer en el
historicismo, se presenta la revelación que muestra su ser y su carácter en el desarrollo histórico.
lenguaje bíblico. Representa una vuelta al fecundo humus de la Escritura, que permite reencontrar puntos de
unidad y riquezas siempre nuevas. Las dos formas de referirse a la Escritura no funcionan como “prueba” de un
texto previo. El texto conciliar brota como una expansión de la palabra bíblica.
La estructura de este documento (proemio y 6 capítulos) de tan larga y compleja elaboración muestra el
siguiente desarrollo: Hecho y carácter de la revelación, sus etapas históricas, su culminación en Cristo; la respuesta
humana a la revelación (I). Por ser la revelación histórica y por haber tocado ya su culmen, ha de transmitirse a todas
las generaciones por una tradición continua, que contiene toda la revelación, la desarrolla, garantiza su vida; toda la
Iglesia es portadora de revelación (II). Además, la revelación, en cuanto palabra, cristaliza y se fija en unos escritos
que llamamos Sagrada Escritura por su carácter carismático; como escritura, pide una interpretación que corresponda
a su carácter divino y humano (III). La Escritura se compone de dos grupos de libros: el Antiguo Testamento, que
recoge la antigua economía, la hace presente, la incorpora en forma de palabra al NT (IV); y el Nuevo Testamento,
que comprende los evangelios en el puesto central y otra serie de escritos sobre el misterio de Cristo y la vida de la
Iglesia (V). La Escritura vivifica de muchos modos a la Iglesia, y el cristiano debe colaborar a su acción por la lectura,
el estudio, la predicación (VI).
El título explica el tipo de documento y su tema: Constitutio dogmatica de divina revelatione. El adjetivo
dogmática indica que promulga doctrina (cf. DV 1), aunque esto no excluye la intención pastoral de todo el Concilio y
deja sitio para numerosas consecuencias disciplinares y pastorales. La revelación es divina porque es Dios su origen y
objeto: Dios se revela a sí mismo, aunque esto no excluye su aspecto humano en la recepción, transmisión,
interpretación y vida.

Análisis del prólogo (DV 1) y visión de conjunto del capítulo 1 (DV 2-6)
DEI VERBUM, las palabras iniciales -colocadas allí para que den nombre al documento- resumen exactamente su
objeto: se trata de la Palabra de Dios. ¿A qué se refiere? El término verbum resulta un leitmotiv: a veces es término
personal de Cristo, a veces es el hablar de Dios, de Cristo, de profetas y hagiógrafos, unas va ligado a los hechos,
como medio de revelación, otras se refiere a la palabra de la Iglesia. El uso de un término común no es unívoco ni
equívoco, sino análogo.
El Concilio comienza presentándose en relación con la Palabra de Dios:
- religiose audiens escucha religiosa, atenta y humilde, con actitud de discípulo
- fidenter proclamans proclamación valiente y confiada, con la parresía de los primeros apóstoles, y toma un texto de
la 1 Jn para inaugurar su anuncio solemne. En un clima contemplativo, este párrafo contiene casi in nuce todo lo que
se dirá en el capítulo I.
En efecto, de la revelación nos indica: el objeto: la Vida eterna, el más radical de los atributos de Dios,
inseparable de la Luz y de la Palabra; el modo: la manifestación Y se remite a la experiencia del principio (excepto el
v. 1): han visto y oído a Jesucristo y en Él a Dios, su Padre. La sustancia de la revelación no ha consistido en la
enseñanza de una doctrina; ha sido la venida de una Presencia entre los hombres. Además, se invita a superar la
oposición entre revelación por la palabra y por la visión; la transmisión: se trata de un testimonio. Dios no ha
manifestado su gloria a algunos para goce privado o perfección individual. Lo recibido ha de transmitirse. Al recibir el
testimonio, entramos en comunión (societas). Es la Palabra de Dios la que crea el Pueblo de Dios, los creyentes; la
finalidad última: es la comunión con Dios. Pues la comunión con Dios y la comunión entre los fieles no son sino dos
aspectos de la misma realidad: la participación de la Vida eterna. Y esto es un puro don: Dando revelat, et revelando
dat (S. Bernardo, Sermón sobre el Cantar 8,5). No se puede disociar, ni al pensar, la manifestación que Dios hace de
sí mismo y el don que hace de sí mismo, la revelación y su fin.
A continuación de la cita de 1 Jn, el Concilio agrega una frase para mostrar la continuidad de su enseñanza con la
de los Concilios de Trento y Vaticano I (por el tema) y precisar el doble objeto de la Constitución: la revelación divina
y su transmisión. Y concluye con una frase tomada de San Agustín con cambio de sujeto de ille qui loqueris a mundus
universus y con el objeto expresado como salutis praeconio (mensaje de la salvación). Por un lado, de nuevo el
Magisterio se descentra respecto de la Palabra. Por otro, la fórmula (cf. Hech 13,26; Ef 1,13; Rom 1,16) recuerda que
el anuncio de salvación contiene la salvación que anuncia. La revelación no es la mera explicitación de una
realidad implícita, no tiene por norma ni el mundo en su conjunto ni el hombre en particular. Más bien lo opuesto es la
verdad: al abrirse a ella, el hombre recibe de Dios la medida de su miseria y la grandeza de su vocación.
La unidad del capítulo I (DV 2-6) es temática: la revelación. El tema se articula así: naturaleza de la revelación
(2), etapas de la revelación (3), culminación en Cristo (4), respuesta humana a la revelación (5), verdades reveladas
(6).
UNIDAD 8: La naturaleza de la revelación
VIII.1 Análisis de DV 2: Dios conversa con sus amigos
La descripción global de la revelación se expresa en una doble perspectiva: la comunicación y la
concentración cristológica.
La formulación de DV es más bíblica (inspirada en textos paulinos) y personalista. El segundo miembro de la
frase declara el designio de Dios, dar a los hombres acceso y participación en la vida trinitaria. Expresado en términos
interpersonales, incluye los tres principales “misterios” del cristianismo: la Trinidad, la encarnación, la gracia.
La segunda frase expone la naturaleza de esta revelación. El Concilio sostiene a la vez, como la Escritura (cf.
Jn 1,14.18), que Dios es “invisible” y que se da a conocer, afirmando su trascendencia y su libertad soberanas. En la
superabundancia de su amor, Dios rompe el silencio y se dirige a los hombres como amigos (palabra que se prefiere al
término de “hijo”). Esta expresión crea un clima: no se sitúa ya en la perspectiva de la apologética, sino que se vuelve
serenamente una exposición doctrinal. Adopta el lenguaje de la comunicación, del encuentro, de la relación y de la
invitación a la comunión. Por la revelación, Dios conversa con los hombres (Bar 3,38) como la Sabiduría. El esquema
dialogal sustituye al esquema de la autoridad y la obediencia. Ya san Bernardo decía que Dios había querido “in carne
videri et cum hominibus conversare” (In Cantica, sermo 20,6). Pero la inspiración más próxima parece ser la encíclica
programática de Pablo VI, Ecclesiam suam:
“La revelación, es decir la relación sobrenatural instaurada con la humanidad por iniciativa de Dios mismo,
puede ser representada en un diálogo en el cual el Verbo de Dios se expresa en la Encarnación y por tanto en el
Evangelio... La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo que nace de Dios y teje con
el hombre una admirable y múltiple conversación...El diálogo se hace pleno y confiado; el niño es invitado a él y el
místico en él se sacia.” (ES 18)
La tercera frase muestra la disposición concreta: la economía de la revelación pasa por obras y palabras, según
la solidaridad entre el ver y el oír que evocaba el prólogo. Pero aquí se trata del “sacramento” original de la
revelación. Los hechos confirman las palabras, y las palabras dicen el sentido de los hechos. Esta revelación de tipo
sacramental se produce en la historia y pasa por gestos y palabras humanas. En otros tiempos se oponía la revelación
natural realizada por actos a la revelación sobrenatural que se daba en palabras. Pero esta perspectiva mutila la
plenitud de la revelación. La insistencia corresponde al redescubrimiento de la teología de la historia de la salvación
en el momento del Concilio.
La última frase trae la “concentración cristológica”: Cristo en persona, “palabra sustancial de Dios” es la cima
de esta revelación. Es a la vez su mediador, su revelador, “el mensajero y el contenido del mensaje”. “Cristo es el
Autor, el Objeto, el Centro, la Cima, la Plenitud y el Signo. Cristo es la clave de bóveda de esta prodigiosa catedral
cuyos arcos son los dos Testamentos”. Definir la revelación identificándola con la persona de Cristo le da un
significado muy distinto del de una mera transmisión de verdades. Sin embargo, no es un puro cristocentrismo: Cristo
siempre remite al Padre.
En la revelación es Dios mismo quien se dirige al hombre como un tú en una relación interpersonal y vital. Su
palabra interpela al hombre y lo invita a la obediencia de la fe para vivir en comunión. La palabra de Dios no sólo dice
e informa, sino que obra lo que significa, cambia la situación de la humanidad. Es activa, eficaz, creadora. Al hablar,
Dios no tiene intención puramente utilitaria; su palabra es de amistad y amor.
En primer lugar, en el hecho mismo de la palabra, Dios franquea la distancia, se hace cercano, condesciende
para asociar al hombre a su vida (en Dios coinciden el hecho de la revelación y el hecho de nuestra vocación
sobrenatural). Luego en la economía, en que la criatura amada, interpelada y llamada es una criatura enemiga, rebelde.
Dios se solidariza hasta asumir esta condición creatural. En el objeto, la comunicación del secreto de su vida personal
(Trinidad), comienzo de una donación de Dios al hombre.
También la palabra de Dios en Cristo culmina sellándose en el gesto. Con la pasión realiza la caridad que
manifestó con su venida. La palabra articulada se hace palabra inmolada. La palabra de Dios se agota hasta el silencio.
La revelación como testimonio:
El testimonio es en su esencia, una palabra por la que una persona invita a otra a admitir algo como verdadero,
fiándose de su invitación como garantía próxima de verdad y en su autoridad como garantía remota. La invitación a
creer es el elemento específico del testimonio. El testigo apela a la confianza y se compromete a decir la verdad; más
que hecho mental, es un hecho moral. La palabra del testigo debe sustituir la experiencia para el que no ha visto. A
nivel humano, nunca puede ser la autoridad humana la garantía última. Debe ir acompañada de indicios y signos
objetivos que demuestren su valor. Se trata de la credibilidad del testigo: la fe humana jamás podrá ser una fe de pura
y simple autoridad. Apenas abandonamos el mundo de las cosas para entrar en el de las personas, dejamos el plano de
la evidencia para entrar en el del testimonio. Las personas sólo pueden ser conocidas por revelación; no tenemos
acceso a la intimidad personal a no ser por el libre testimonio de la persona. Y esto no ocurre sino bajo la inspiración
del amor.
Testimonio divino: La revelación es precisamente revelación del misterio personal de Dios. Dios es la
interioridad por excelencia, el ser personal y soberano cuyo misterio sólo puede ser conocido por testimonio, es decir,
por una confidencia espontánea que hemos de creer. El cristianismo es la religión del testimonio, y sólo el testimonio
asegura la comunicación interpersonal. El testimonio divino pertenece a una especie única, que lo distingue del
humano. No sólo afirma la verdad de lo que propone a creer, sino que, a la vez, afirma la infalibilidad absoluta de su
testimonio. Es su propia garantía. Además, la invitación a creer que Dios hace, se lleva a cabo por dos vías: exterior e
interior. Se dan, en efecto, el lenguaje y los signos de poder por una parte, y la invitación interior, la atracción por otra.
La fe sobrenatural es la única fe pura, de simple autoridad.
La revelación como encuentro
La palabra supone un yo y un tú, y se hace realidad en el encuentro con un tú. El encuentro puede tener
muchos grados de profundidad. Un ser puede estar ausente al otro, pero el deseo es que palabra y respuesta se hagan
diálogo auténtico, reciprocidad, comunión, compromiso mutuo. En la revelación y la fe encontramos en un nivel
infinitamente superior el diálogo en el amor. En la revelación, Dios se dirige al hombre, lo interpela y le comunica la
buena nueva de la salvación. Pero sólo en la fe se realiza verdadera y plenamente el encuentro de Dios con el hombre:
allí la palabra de Dios es aceptada y reconocida por el hombre. La revelación y la fe son, pues, esencialmente
interpersonales. La fe inicia en el diálogo un encuentro que culminará en la visión.
Pueden señalarse algunas características de este encuentro. En primer lugar, Dios tiene siempre la iniciativa.
Su infinita trascendencia es también infinita condescendencia. Dios imprime en el hombre el impulso que lo inclina
hacia Él, verdad primera, supremo bien, creando el fundamento ontológico por el que podemos hacer el acto teologal
de la fe, permaneciendo hombres y plenamente libres, siempre invitados. En segundo lugar, la opción que exige es
seria. Porque la palabra de Dios pone en juego todo el sentido de nuestra existencia personal y el de toda la existencia
humana. Se trata de optar por Dios o por el mundo, por la palabra de Dios o por la palabra del hombre. Se trata de
jugarse todo, vida y muerte, martirio sangriento o martirio humilde y paciente de toda la vida; se trata estrictamente de
ser o no ser. La muerte a sí mismo que esto supone no puede obtenerse por la simple contemplación del mensaje
revelado: es necesario que el amor nos seduzca. Por eso la palabra de Dios tiene en Cristo aspecto y corazón de
hombre para seducir el corazón del hombre. Sólo el amor transforma un corazón rebelde en un corazón filial.
Por último, la profundidad de comunión que establece entre el hombre y Dios. El que recibe la palabra de
Jesús pasa de siervo a amigo, participa del conocimiento y del amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu; en su corazón
habita ahora el amor con que el Padre ama al Hijo y el Hijo ama al Padre; está y permanece en Dios. Ningún
encuentro humano, por perfecto que sea, puede llegar a tal grado de intimidad.

La finalidad soteriológica y doxológica de la revelación


La vía de la finalidad es la tercera sugerida por el Vaticano I para llegar a la inteligencia de los misterios
cristianos (cf. Dz 1796; D(H) 3016). Buscamos la inteligibilidad del misterio en su causa final.
Podemos considerar la revelación desde el punto de vista del hombre o desde el punto de vista de Dios. En
perspectiva teocéntrica, decimos que la revelación está orientada a la gloria de Dios; en perspectiva antropocéntrica,
afirmamos que está ordenada a la salvación del hombre. Pero es sólo cuestión de perspectiva, porque el hombre
alcanza la salvación glorificando a Dios; y, salvándose, glorifica a Dios.
La revelación está ordenada a la fe, y la fe, a la salvación. Es una operación esencialmente salvífica. Dios no
se reveló para satisfacer nuestra curiosidad ni para aumentar nuestros conocimientos, sino para librar al hombre de la
muerte del pecado y para darle la vida eterna. La idea de salvación dirige y domina todo el AT. Israel es el pueblo que
Dios ha hecho suyo sacándolo de Egipto. La revelación del nombre de Dios está vinculada a esta liberación. Entendida
muy materialmente al principio (victoria sobre los enemigos, prosperidad, paz), por influjo de los profetas se llegará a
comprender como liberación del pecado y del mal en todas sus formas: el Señor por su Ungido salvará en la historia a
Israel, y mediante él, a toda la humanidad. En Cristo se realiza el acontecimiento anunciado, como lo testimonia todo
el NT.
La revelación está ordenada a la gloria de Dios en sí misma y reconocida por sus creaturas. Cristo es el
perfecto glorificador del Padre. Como María y Pablo, el cristiano glorifica a Dios por la fe y la caridad.
UNIDAD 9: La historicidad de la revelación

IX.1 Análisis de DV 3
La revelación se presenta en adelante dentro del marco de la historia de la salvación. Progresa como esta historia
y en solidaridad con ella: cuanto más se revela Dios, más da, más salva.
La primera etapa es el fundamento de las siguientes. Está expresada en la primera frase del texto que une el
testimonio en la creación a la revelación personal y gratuita de Dios. Las afirmaciones no son históricas, sino
teológicas: hacen remontarse al origen la inteligencia de la revelación que se da por la historia de la salvación. DV
recoge la idea de las dos formas de revelación del Vaticano I, pero no las distingue en abstracto, sino que las articula
en una unidad concreta, desde el origen de la historia y como cumplida en el Verbo. Se desplaza así la afirmación del
Vaticano I, que subrayaba la obra de la creación por un Dios único, reconocible por la razón, dentro de la perspectiva
de los “preámbulos de la fe”. El Concilio, por prudencia, no asocia a la cita de Jn 1,3 otros textos sobre la creación en
Cristo (Col 1,16-17; 1 Cor 8,6; Rom 11,36), pero la perspectiva cristológica es clara, destacando más aún la
solidaridad entre la creación y la salvación.
El hombre puede, entonces, recibir el testimonio perenne de Dios en las realidades creadas (referencia a Rom
1,19-20): a esto se ha denominado revelación natural o revelación cósmica. Pero DV evita este lenguaje, reservando el
término revelación a la comunicación personal de Dios quien, desde el principio quiso abrir el camino de la salvación
de lo alto. Sin prejuzgar la historicidad de los relatos bíblicos de los orígenes, el texto afirma que el proyecto de Dios
fue de antemano su comunicación personal a los hombres. No hubo un tiempo de “creación natural” seguido de un
tiempo de “elevación sobrenatural”. Por otra parte, se habla ya de salvación antes de la caída. La salvación cristiana
supera, por tanto, las necesidades salidas del pecado. El hombre no puede llegar a su fin “de lo alto” sin que Dios se lo
conceda. Por su misma creación está ya “necesitado de salvación”.
La segunda etapa va desde la caída original hasta Abrahám. La redención prometida se deja vislumbrar en el
“protoevangelio” de Gn 3,15 y es esperanza de salvación. Y el cuidado (curam) de Dios es continuo para dar la vida
eterna a todos los que buscan la salvación (cf. Rom 2,6-7; 2,15 conciencia). Esta afirmación no vale solamente para el
período largo y misterioso que se extiende desde la creación hasta la vocación de Abrahám, sino también para todos
los pueblos que hoy no tienen ningún vínculo con Abrahám. En la Biblia, es también el tiempo de la alianza con Noé.
La tercera etapa va desde Abrahám hasta el Evangelio. Se resume en la frase toda la economía del AT. Pasa por
los patriarcas, por Moisés y los Profetas, constituyendo un pueblo (Israel) de elección que va siendo instruido
(erudivit) por Dios en la secular preparación del camino del Evangelio.

Sobre la “historia de salvación”


Ya en DV 2 aparece la expresión historia salutis, muy poco utilizada en la teología católica anterior a la
segunda guerra mundial. En los medios protestantes se había difundido un siglo antes por influencia de J.C. von
Hofman (1810-1877) con su Profecía y cumplimiento que mostraba la unidad de la historia y la profecía, como
también de la profecía y su cumplimiento.
Esto es exacto en cuanto a la fórmula, pero la idea de una historia de salvación no es en absoluto reciente. Desde
siglos se enseñaba en la Iglesia “historia sagrada”, por ella comenzaba la instrucción religiosa de los niños. Fue
precisamente afirmando este carácter histórico de su fe que la Iglesia ha rechazado cada vez las pseudo-gnosis, que
resurgen siempre. San Agustín en su De civitate Dei, Ruperto de Deutz en su monumental De Trinitate et operibus
eius y el De sacramentis de Hugo de san Víctor reflejan en su composición el orden histórico. Los grandes
escolásticos afrontaron el problema de “transformar una historia santa en una ciencia organizada” (Chenu). Pero
luego, la teología de las escuelas terminó por descartar no sólo el modo histórico de la exposición, sino toda atención a
la historia, inclinándose hacia una suerte de abstracción intemporal. Cuando se desarrolló la exégesis más científica y
el estudio histórico de las doctrinas, quedaron en “teología positiva”, sin influir en el método de la dogmática.
Muchos deseaban remediar este mal. Aceptando el pedido de varios padres conciliares, Pablo VI en una
alocución a los Observadores (17-10-63) expresó el deseo de ver constituirse “una teología histórica y concreta,
centrada sobre la historia de la salvación”. Digna de estudio y profundización, esta idea dio origen al Instituto
Ecuménico de Jerusalén. El Concilio no sólo la recoge en DV, sino que la propone como clave para la formación
teológica de los futuros sacerdotes (OT 16). El alcance y sentido exactos de la expresión brota de un análisis
cuidadoso de los textos mismos.

El carácter histórico de la revelación


El adjetivo “histórico” aplicado a la revelación puede tener cuatro sentidos:
historia como escenario de la revelación. Ninguna discusión: las intervenciones de Dios son concretas y
localizadas. A la vez que sucede en la historia del pueblo elegido, la revelación lo va configurando como tal,
haciéndose parte de la misma.
El milagro como signo: implica una verdadera manifestación de Dios en el signo
Así como a las palabras corresponde escuchar, a las acciones ver. Mediante la actualización cultual, las
generaciones siguientes pueden participar hoy de esta experiencia (ej. Dt 5,24); ver las obras de Dios lleva a
reconocerlo a Él (Ex 7,5.7; 8,6.18; Is 41,20; 45,3.6; Ez); por el poder revelador de los hechos, su olvido es pecado (Sal
106,7.13.21); la polémica antiidolátrica del 2Is se basa en las obras de Dios como revelación; la culminación llegará
con la proclamación de Jesús en Jn como revelación definitiva del Padre.
En la discusión contemporánea, tanto en el campo protestante como en el católico, se tendía a acentuar
unilateralmente (a veces a contraponer) la revelación por la palabra y la revelación por los hechos.
La enseñanza del Concilio Vaticano II: hechos y palabras. La constitución Dei Verbum integra ambos elementos
en un uso coherente:
n. 2: obras y palabras intrínsecamente ligadas
n. 4: con sus palabras y obras [Cristo]
n. 7: las obras y palabras de Cristo,
con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones [apóstoles]
n. 8: su enseñanza, su vida, su culto [Iglesia]
n. 14: con obras y palabras [Dios]
n. 17: con obras y palabras [Cristo]
n. 18: vida y doctrina [Cristo]
Los hechos se presentan como medio de revelación, no sólo como objeto o garantía. El centro y culmen en
Cristo se proyecta a la modalidad de toda la revelación. La relación entre obras y palabras se expone en DV 2: “Las
obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las
palabras significan (res verbis significatas); a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio”. Aclara
el relator: “el término realidades se emplea aquí poco más o menos en el sentido que tiene en la expresión “realidad
del sacramento”, para significar la realidad profunda que las palabras significan y los hechos expresan... Por ser
tradicional la analogía entre las obras de la Escritura y los sacramentos cristianos, la comisión conserva el término.
Pero juzga que estará más clara su intención escribiendo “la doctrina y las realidades”.”
Entonces, según el texto promulgado, las obras de la historia salvífica encierran un misterio, que es el plan
salvífico y su realización: ésta es su realidad profunda y su sentido: la realidad profunda se realiza, y por ello se
manifiesta en una obra histórica. Así resulta que el hecho empírico tiene una capacidad significativa que se actualiza
para los que saben ver. El hecho con su sentido puede convertirse en enseñanza formal, por lo que puede decirse que
manifiesta una doctrina, enseña algo; y confirma una doctrina formal, porque es su objeto auténtico, real y no ficticio,
porque no deja a la doctrina en pura especulación o teoría. La enseñanza sobre el plan salvífico de Dios y su
realización se apoya necesariamente en el hecho.
Hay hechos que nos dirigen una llamada personal, que exigen una actitud o una respuesta en acción. La llamada
es parte integral de su sentido (ya sea que se la reciba o se la rechace). El caso ejemplar es el amor que toma la forma
de sacrificio: el amor no puede dejar de exigir amor. Surgen finalmente dos preguntas: ¿puede suceder un hecho con
sentido universal, válido para todos los hombres? ¿puede un hecho lanzar una llamada y una exigencia universales?...

La palabra con el hecho: De modo muy esquemático, se propone una relación:


Antes del hecho, la palabra puede ser:
anuncio o profecía. Al cumplirse se hace hecho de significado explícito.
mandato. Se transforma en ejecución, realizando un orden humano según la voluntad de Dios.
exhortación profética o sacerdotal, aduciendo promesas o amenazas.
Después del hecho, la palabra es
proclamación. Es actividad de la fe, que declara el hecho y su sentido (profesiones de fe).
narración. Es más propia con los hechos históricos. Narrar es ya interpretar; re-presentar.
explicación, con finalidad didáctica: una actividad teológica (la fe que se pregunta )
UNIDAD 10: Cristo, Mediador y Plenitud de la revelación
X.1 Análisis de DV 4
Este número recoge y desarrolla la afirmación final del n. 2, inscribiéndola a su vez en la historia de la revelación.
Es una nueva etapa, pero también la etapa última y definitiva, el cumplimiento de todo el proceso.
La primera frase se inicia con la cita de Heb 1,1-2 (recogida del Vaticano I) nos pone en el mismo clima espiritual
del comienzo (cita 1 Jn) expresa de forma solemne el vínculo con las etapas precedentes. Subraya a la vez la
continuidad y el contraste entre los dos Testamentos: continuidad del hablar de Dios; diferencia de tiempos, de
destinatarios y de modo. Después de lo diverso, parcial y múltiple, la unicidad del Revelador absoluto. Jesús, que trae
toda novedad al entregarse a sí mismo, es la “Palabra resumida” (verbum abbreviatum), el exegeta del Padre que nos
“cuenta” la intimidad de Dios (prólogo de Jn).
En las frases siguientes el mismo Cristo es el sujeto de las afirmaciones. El revelador es el Verbo hecho carne,
“hombre enviado a los hombres”. El tenor literal de esta cita de la Epístola a Diogneto se discute: “Él (Dios) lo ha
enviado como convenía que fuese para los hombres - para salvarlos, por la persuasión y no por la violencia-”. De
todos modos, el Concilio busca aquí referirse a la verdad íntegra del misterio de la encarnación, contra todo docetismo
o mitología. El Verbo es enviado en el seno de una misión trinitaria: viene del Padre, que le asigna la obra salvífica
que ha de realizar, y envía a su vez al Espíritu. Esta concentración cristológica aproxima la doctrina de la revelación a
la de la encarnación.
Presencia, palabras, obras: Jesús revela a Dios primero por su simple presencia (parusía) y por la manifestación
(epifanía) de sí mismo. Se ha preferido aquí el término de presencia al de persona, demasiado cargado en cristología.
Presencia es más concreto y más bíblico, ya que lo primero es el ser de Jesús. El cristianismo no es en primer lugar
una enseñanza o un programa: es Alguien, el mismo Cristo; es el peso concreto de la existencia y el comportamiento
de Jesús; es el acuerdo sin fisuras entre lo que Él dice, lo que hace y lo que es. Es su manera de vivir y de morir lo que
le da su autoridad y nos dice quién es Dios y qué significa ser Dios. En Él, Dios tiene ahora para nosotros un rostro. Él
es por tanto la figura en persona de la Revelación.
“No existe una doctrina, ni un sistema de valores morales, ni una actitud religiosa ni un programa de vida que
pudiera separarse de la persona de Cristo y del cual se pudiera decir: he aquí el cristianismo. El cristianismo es Él
mismo... Un contenido doctrinal es cristiano en la medida en que sale de sus labios. La existencia es cristiana en la
medida en que su ritmo está determinado por Él. Nada es cristiano si no lo contiene. La persona de Jesucristo es
la categoría que determina el ser, el obrar y la enseñanza del cristianismo.” (R: Guardini, La esencia del
cristianismo).
Esta presencia recoge en el texto lo que se enumera en las parejas siguientes. La primera es la de DV 2: palabras y
obras, pero en orden inverso. Las palabras de Jesús son esenciales para su revelación: las parábolas y discursos sobre
el Reino de Dios y la salvación. Sus obras son sus grandes iniciativas para con los pecadores, sus curaciones y sus
signos. Se dan en Jesús en una interioridad mutua.
Los signos y milagros son una explicación de las obras. La distinción apela a una comprensión amplia del signo
(no sólo milagros) y de milagro (no sólo apologético, sino revelador).
Sobre todo su muerte y su resurrección: a la manera de vivir de Jesús corresponde su manera de morir.
Finalmente, la resurrección es el signo por excelencia y, al mismo tiempo, el sello divino de todo su itinerario. Es
revelación del poder de Dios en Jesús para nuestra salvación. La muerte y la resurrección de Jesús están en el corazón
de la economía de la revelación, así como de la salvación; son el signo y el anuncio, al mismo tiempo que el primer
don de Dios que quiere “estar con nosotros”. Abren al envío del Espíritu y son para nosotros. La salvación se indica de
forma negativa y positiva: liberación del pecado y de la muerte, resurrección para la vida eterna. Considerado desde el
aspecto noético, el Concilio nos muestra una vez más que los dos aspectos, revelación y salvación son indisociables,
y que recibir la revelación es ser recibidos por Dios en Cristo.
La última frase de DV 4 expone la consecuencia de todo lo anterior. El Nuevo Testamento es el último
(novissimum); es la Alianza definitiva. No puede haber una tercera revelación pública hasta el retorno ( parusía) de
Cristo. El Concilio quiso quedarse en esta afirmación fundamental sobre el acontecimiento de Cristo y no emplear la
fórmula clásica: “la revelación se cerró con la muerte de los apóstoles”, que se presta a diversas interpretaciones y
pertenece ya a la transmisión de la revelación. Como lo dice san Juan de la Cruz:
“Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en parte en los
profetas, ya lo ha hablado en él todo, dándonos al Todo que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese
preguntar a Dios, a querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no
poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra cosa alguna o novedad. Porque le podría responder Dios de
esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra,
¿qué te puedo ya ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos en él, porque en él te lo tengo
dado todo y revelado, y hallarás en él aún más de lo que pides y deseas.” ( Subida II,22,4-5)
X.2 Revelación y “revelaciones”
Parece oportuno considerar por un momento la existencia y valoración teológica de las “revelaciones privadas”,
término común en la teología y sugerido por el mismo texto de DV 4 al hablar de revelación pública.

Revelación pública y revelaciones privadas - su lugar teológico


El Concilio Vaticano II señala tres maneras esenciales en que se realiza la guía del Espíritu Santo en la Iglesia y,
en consecuencia, el «crecimiento de la Palabra»: éste se lleva a cabo a través de la meditación y del estudio por parte
de los fieles, por medio del conocimiento profundo, que deriva de la experiencia espiritual y por medio de la
predicación de «los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad» (DV 8).
«A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales han sido reconocidas
por la autoridad de la Iglesia... Su función no es la de... “completar” la Revelación definitiva de Cristo, sino la de
ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia» (n. 67). Se deben aclarar dos cosas:
1. La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única revelación pública: ésta exige
nuestra fe; en efecto, en ella, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de la Iglesia,
Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra fe, confianza u opinión humana.
La certeza de que Dios habla me da la seguridad de que encuentro la verdad misma y, de ese modo, una certeza que no
puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la cual edifico mi vida y a la cual me
confío al morir.
2. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a la
única revelación pública. El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su orientación a Cristo
mismo. Cuando ella nos aleja de Él, cuando se hace autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor
designio de salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo, que nos
guía hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo. Esto no excluye que dicha revelación privada acentúe
nuevos aspectos, suscite nuevas formas de piedad o profundice y extienda las antiguas. Pero, en cualquier caso, en
todo esto debe tratarse de un apoyo para la fe, la esperanza y la caridad, que son el camino permanente de salvación
para todos. La religiosidad popular significa que la fe está arraigada en el corazón de todos los pueblos, de modo que
se introduce en la esfera de lo cotidiano. La religiosidad popular es la primera y fundamental forma de
«inculturación...».
Unidad 11: La fe como respuesta a la revelación
XI.1 Análisis de DV 5-6
La articulación entre la revelación y la fe recoge lo esencial de lo que decía sobre esto el Vaticano I, pero
selectivamente y en un clima muy diferente. Es verdad que la revelación exige “la obediencia de la fe”, expresada aquí
en términos paulinos. Pero la perspectiva sigue siendo la del encuentro interpersonal y el diálogo en un acto integral
del hombre, por el que él pone en la balanza su entendimiento, su voluntad y su “corazón”. El texto se inspira en la
encíclica Ecclesiam suam de Pablo VI (ya citada al comentar DV 2).Esta perspectiva no suprime la obediencia debida
a Dios en el acto de fe. El concilio lo afirma con claridad, aunque renunciando a la expresión del Vaticano I "debido a
la autoridad de Dios que revela". Pero lo integra en una perspectiva equilibrada, al mismo tiempo "bíblica y
personalista" (Card. Döpfner)
El gran debate del concilio sobre la fe había enfrentado a las dos concepciones clásicas. Una de ellas se fija ante
todo en la fe viva, en ese acto existencial por el que el hombre pone su confianza en Dios, abandonándose a él,
adhiriéndose a él. La fe es un acto personal que se dirige a Cristo como a Dios. Es la fe "por la que se cree" (fides
qua). Es el aspecto en que insistía Lutero y toda la tradición protestante. La otra concepción ve en la fe un
asentimiento intelectual a un conjunto de verdades reveladas. Insiste en la dimensión voluntaria y obediente de la fe y
en el contenido de la misma. Es la fe "que es creída" (fides quae), en la que tradicionalmente ha insistido la teología
católica, el aspecto recogido exclusivamente en el Vaticano I. El concilio Vaticano II quiso mencionar los dos
aspectos juntamente, empezando por el abandono total del hombre a Dios. Porque cada una de estas concepciones es
parcial y puede equivocarse: la fe-confianza no puede existir sin contenido; la fe-asentimiento a una doctrina no
puede convertirse en una fe despersonalizada.
Algunos teólogos quisieron oponer en este punto el Antiguo al Nuevo Testamento: el primero tendría una
concepción de la fe-confianza; el segundo el de la de fe-asentimiento. H.Urs von Balthasar ha intentado mostrar, sin
embargo, que esta oposición carece de fundamento, ya que los dos aspectos están presentes en cada uno de los dos
Testamentos y se puede hablar de una fe de Cristo en Dios su Padre. H. de Lubac, por su parte, encuentra que el
acento ha cambiado del Antiguo Testamento al Nuevo, sencillamente porque Cristo es el objeto mismo de la
revelación: el aspecto de asentimiento intelectual es mayor debido precisamente al "cristocentrismo". Pero subraya
que se trata allí de un conocimiento concreto, en el sentido bíblico de la palabra. Por consiguiente, no se pueden
oponer los dos aspectos, como demuestra E. Schillebeeckx:
En la sagrada Escritura, la "fides fiducialis" está siempre acompañada de una profesión de fe. En otras
palabras: el acto personal, existencial, de fe, como opción fundamental, no puede estar separado jamás de la "fe
dogmática", en la que la toma de postura personal está enteramente dominada por la realidad salvífica que se
presenta. Pero también resulta verdad lo contrario: la profesión de fe dogmática no puede estar aislada del acto
de fe existencial, como lo demuestran Mt 8,5-13 [...] y Heb 11,4-38 [...]. El "objeto" del símbolo no se refiere
solamente a las cosas y a los sucesos, aunque se trate del suceso de la salvación, sino que se refiere a alguien: a
Dios vivo, como Dios para nosotros y con nosotros, tal como se manifiesta claramente en el hombre-Jesús.
(Revelación y teología 209)
La reconciliación de los dos puntos de vista se deriva del hecho de que el acto de fe se dirige a la persona de
Cristo que habla, es decir, también "inmediatamente a Dios" que revela; y de manera secundaria, se adhiere uno
entonces a las verdades que afirma. Ésta es la ampliación significativa que aporta el Vaticano II a la concepción
"intelectualista" del Vaticano I. Por otra parte, queda aquí excluida toda expresión apologética. Está aquí ausente la
insistencia del Vaticano I en los argumentos sacados de los milagros y de las profecías. Se define simplemente el acto
de fe de manera doctrinal.
Es la unción del Espíritu la que permite convertirse al corazón (metanoia evangélica). Los dones del Espíritu
Santo que se mencionan para la profundización de la fe se remontan al texto de Is 11,2: "Sobre él reposará el espíritu
del Señor: espíritu de inteligencia y sabiduría, espíritu de consejo y valor, espíritu de conocimiento y temor del Señor"
DV 6: ¿Un retorno al Vaticano I?
El último párrafo del capítulo I de la Dei Verbum es una especie de apéndice, que desentona un poco del
conjunto del desarrollo anterior. Recoge, casi textualmente, tres afirmaciones del capítulo I de la Dei Filius, que no
pertenecían a la nueva lógica de esta exposición sobre la revelación. Sin embargo, la articulación se ha hecho con
prudencia. El concilio permanece fiel a su opción de evitar el vocabulario escolástico de la naturaleza y lo
sobrenatural. Por otra parte, las dos afirmaciones más importantes se expresan en sentido inverso: se habla primero del
alcance único de la revelación gratuita de Dios en la historia. Pero el término de "revelarse" se desdobla en esta
ocasión y se glosa como "manifestar" y "comunicarse", volviendo así con el segundo término a la idea directriz del
capítulo. A continuación se remonta el concilio a la afirmación de la posibilidad del conocimiento natural de Dios
mediante las fuerzas de la razón. Finalmente, se insiste en el papel subsidiario de la revelación propiamente histórica
para que el hombre pueda conocer con certeza lo que no es de suyo inaccesible a la razón. Pero no se conserva a este
propósito la fórmula "moralmente necesaria".
Este número tiene una finalidad "tranquilizante", recogiendo casi al pie de la letra la doctrina del Vaticano I.
Pero la diferencia misma del orden de las afirmaciones y la selección de las fórmulas empleadas acusan cierto
distanciamiento. Es una ilustración de la continuidad sustancial entre los concilios y de la corrección aportada a un
punto de vista todavía demasiado estrecho.

XI.2 Revelación, fe y experiencia


La experiencia cristiana es experiencia de la revelación de Dios en Cristo. Se da en tres niveles: la experiencia
de Jesús es única. Es la de quien ha visto y oído, la de quien es testigo porque preexistía en el seno de Dios y ha
venido a habitar entre los hombres. La suya es una experiencia inmediata de Dios, de su amor, de su paternidad, de su
vida. La experiencia de los Apóstoles y los profetas es de otro orden, porque aunque reciben una comunicación
inmediata de Dios necesitan la fe para acoger lo que les es revelado. Es también única en cuanto propia de los
mediadores de la revelación elegidos por Dios. La de los profetas es preparación, la de los Apóstoles es insuperable,
porque ellos son los receptores directos de la experiencia única de Jesús. Su experiencia de Cristo, su “comprensión”
del misterio de Jesús, ilustrada y guiada por el Espíritu Santo, forma parte de la misma revelación. La experiencia de
los creyentes, en la medida en que no solamente confiesan su fe, sino que la viven como la realidad definitiva que
compromete su existencia. Porque la revelación da lugar a una experiencia, se puede hablar de ella como de un
encuentro entre Dios y el hombre. La experiencia de la revelación depende de la fe, es vivida bajo el régimen de la fe,
como entrega a la palabra de Dios. A partir de la fe en Jesucristo se abre el campo inmenso de la experiencia de la
revelación o de la fe en cuanto vida nueva y en cuanto percepción existencial y práctica, sintética y concreta del
misterio cristiano. En resumen, la experiencia de la revelación consiste en vivir la revelación recibida en la fe.
La Iglesia y el Espíritu atestiguan: la Transmisión de la Revelación
Unidad 12: La Tradición como “transmisión”
XII.1 Historia del problema hasta Lutero
Para comprender la perspectiva con que el Vaticano II expone la doctrina sobre la “transmisión de la
revelación” (tal como lo anunció en el prólogo, DV 1) resulta útil revisar la historia de un problema que a partir de la
Reforma ha contribuido a la separación de las iglesias cristianas: la valoración de la Sagrada Escritura y de las
“tradiciones” y su mutua relación.
La tradición es otro nombre de ese proceso al que los sociólogos llaman socialización. Es ese proceso de
enseñanza y aprendizaje que nos permite asimilar los significados y valores que configuran una sociedad y que, por
consecuencia, nos permite formar parte de esa sociedad. Para apreciar la importancia de la socialización, basta
recordar que el organismo humano carece de los medios biológicos necesarios para un comportamiento ordenado y
estable y que este orden y estabilidad los recibe del orden social al que se incorpora con la socialización (primaria y
secundaria).
Si la tradición es importante para vivir en sociedad, no menos importante es la tradición cristiana para formar
parte de la comunidad cristiana. Para ser fieles a Cristo y para transmitir fielmente a otros las convicciones y actitudes
propias del discípulo de Cristo, es de vital importancia saber cuáles son los cauces que nos permiten acceder hasta
Jesús: sólo la tradición escrita o también la no escrita.
La pregunta por la norma de lo cristiano surge tan pronto como desaparecen los testigos oculares de la
resurrección de Jesús, pero se hace acuciante cuando, a mediados del s. II aparecen concepciones del cristianismo tan
distintas entre sí que no pueden coexistir en el seno de la misma comunidad.
Parece razonable comenzar con san Ireneo de Lyon (olvidado durante siglos, pero el más citado en el Vaticano
II después de S. Agustín) por ser quien da por primera vez al término parádosis el sentido técnico que tendrá después.
Contra los gnósticos escribe su monumental Desenmascaramiento y refutación de la falsa gnosis (Adversus haereses).
Lo que lo separa de los gnósticos no es el recurso a la tradición, sino el distinto concepto de tradición que manejan. La
de los gnósticos arranca de los cabezas de fila de cada escuela; Ireneo apela a “la tradición que proviene de los
Apóstoles y que se conserva en las iglesias por las sucesiones de los presbíteros” (3,2,2). Sus características son seis:
- Apostólica: procede de los Apóstoles
- Pública: se transmite y conserva en la predicación pública de las iglesias
- Ministerial: garantizada por la sucesión de los obispos
- Espiritual: en su génesis (Apóstoles) y transmisión (obispos) interviene el Espíritu Santo
- Portadora de la verdad: opuesta a la falsedad de la gnosis herética. Fides, traditio, veritas y regula denotan
la misma realidad desde distintos puntos de vista.
- Oral: a diferencia de la Escritura.
“Si los Apóstoles no nos hubieran dejado ninguna Escritura, ¿acaso no habría que seguir “el orden de la
tradición” que transmitieron a quienes confiaban las Iglesias? Precisamente a este orden han dado su asentimiento
muchos pueblos bárbaros que no creen en Cristo; poseen la salvación escrita “sin tinta ni papel”, por el Espíritu
Santo en los corazones (2 Cor 3,3) y conservan cuidadosamente la Tradición antigua, creyendo...”
El contenido de esta Tradición es difícil de precisar; se identificaría con la predicación apostólica en fórmulas
parecidas a las del Credo. Su función respecto de la Escritura es hermenéutica pero negativa: permite rechazar
interpretaciones de los textos bíblicos que desfiguren lo transmitido.
Tertuliano, católico hasta el 204 y luego montanista, tiene una producción enorme. Su De praescriptione
haereticorum (c. 198) es un intento de contrarrestar la seducción que ejercen las herejías sobre los fieles. Pero aquí no
refuta las doctrinas heréticas recurriendo directamente a la Escritura, sino a otros criterios que le parecen más
convincentes, pues los herejes alteran el texto o fuerzan su sentido para acomodarlo. Propone una cuestión previa:
¿quién tiene derecho a utilizar la Escritura, quién es su legítimo propietario? (15,4); es decir, ¿quiénes tienen la
doctrina que corresponde a la Escritura? (19,2). Sigue la pregunta decisiva: ¿de quién y a través de quiénes y cuándo y
a quiénes ha sido transmitida la disciplina por la cual se hacen cristianos? (Cristo, Apóstoles, iglesias fundadas por
ellos). Allí donde se encuentre la verdadera doctrina cristiana se encontrará también el texto auténtico de la Biblia y su
correcta interpretación. Para completar la demostración, se remite al criterio de la comunión: estar en comunión con
las iglesias apostólicas es una prueba de que la verdad está de nuestra parte.
Así, pues, “nosotros podemos demostrar sin la Escritura que ellos no tienen nada que ver con la Escritura”
(37,1).
Nos referiremos a Vicente de Lerins con ocasión de la comprensión del desarrollo del dogma.
Martín Lutero afirma el principio de la sola Scriptura como única norma del cristiano. Esto implica no sólo la
suficiencia material de la Escritura, sino también su suficiencia formal. Es decir, se afirma no solamente que en ella
está contenida toda la revelación de Dios, toda la Palabra de Dios, sino también que para conocer con certeza el
contenido de esa Palabra de Dios no hay necesidad de recurrir a textos extrabíblicos. Basta con estudiar el texto de la
Biblia para descubrir su contenido.
El sola Scriptura no niega la existencia de otras normas, sino que las subordina a la Escritura. La Escritura es
la única “norma normans”. Toda otra norma será “norma normata” (p.e. los cuatro primeros concilios ecuménicos).
La posibilidad de oponerse a la Iglesia atormentaba a Lutero, pero la Escritura lo consuela: no hay que creer ni
a Lutero, ni a la Iglesia ni a los Padres ni a los Apóstoles ni a los ángeles del cielo si enseñan algo contra la Palabra de
Dios. “A nadie le gusta decir que la Iglesia yerra, pero es necesario decir que la Iglesia yerra si enseña algo al margen
de la Palabra de Dios o en contra de ella.”

XII.2 El Decretum del Concilio de Trento y su interpretación


En la agenda del Concilio de Trento no entraba el tema de la tradición. Pero antes de entrar en materia (el
pecado original), los Padres tuvieron que considerar las bases sobre las que se pudiera edificar la respuesta a los
protestantes. Después de hacer suyo el Credo niceno-constantinopolitano, se decidió comenzar con el canon bíblico,
pero pronto se advirtió el olvido de las “tradiciones”. Un intenso debate por grupos fue gestando (a partir de un
discurso del Cardenal Cervini) un único Decretum de libris sacris et de traditionibus recipiendis (Dz 783-4; D(H)
1501-1505).
El sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo,...
poniéndose perpetuamente ante los ojos que, quitados los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del
Evangelio que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras santas, promulgó primero por su propia
boca nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios y mandó luego que fuera predicado por ministerio de sus Apóstoles a
toda criatura [cf. Mc 16,15] como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres; y viendo
perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que,
transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros desde los apóstoles, quienes las recibieron o
bien de labios del mismo Cristo, o bien por dictado del Espíritu Santo; siguiendo los ejemplos de los Padres
ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del
Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las tradiciones mismas que
pertenecen ora a la fe ora a las costumbres, como oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo dictadas y por
continua sucesión conservadas en la Iglesia católica...
Y si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros mismos íntegros con todas sus partes, tal
como se han acostumbrado a leer en la Iglesia católica y se contienen en la antigua edición Vulgata latina, y
despreciare a ciencia cierta las tradiciones predichas, sea anatema.

El capítulo entero no es más que una única oración, compuesta por dos subordinadas -proponens...y
perspiciensque...- y una principal: suscipit et veneratur... Hay que subrayar que, para el Concilio, lo central es el
Evangelio -los libros sagrados y las tradiciones son la expresión multiforme del único evangelio- y que en este
evangelio se encuentra la fuente de toda verdad y disciplina y no solo la regla, como decía el texto del anteproyecto.
Hay que subrayar igualmente la discreción que tienen los Padres conciliares con respecto a las tradiciones. Son
conscientes de los peligros inherentes al intento de catalogar las tradiciones apostólicas.
En la expresión “fides et mores”, “fides” incluiría todas las doctrinas que debe aceptar el cristiano para llevar
una vida coherente; mientras que “mores” se refiere fundamentalmente a las prácticas eclesiales, especialmente las
litúrgicas.
Aunque durante cuatro siglos se pensó que el Concilio de Trento había definido la insuficiencia material de la
Escritura, el reemplazo de la expresión partim-partim para la Escritura y las tradiciones por la votada et parece sugerir,
según estudios recientes de Ortigues y Geiselmann, que el Concilio ha dejado la pregunta sin respuesta,
yuxtaponiendo ambos elementos. Rahner sintetiza:
“El Concilio de Trento no dice otra cosa, en lo que dice obligatoriamente que ésta: hay Escritura y Tradición
como normas de la fe eclesiástica, y en este aspecto (no en cada aspecto) deben ser ambas aceptadas y
veneradas pari reverentia. Cómo se comportan una para con otra Escritura y Tradición, qué relación exacta tienen
respecto de su autoridad formal, de su delimitación material...: sobre todo esto el Concilio de Trento no dice nada y
nada quiere decir.” (“Sagrada Escritura y Tradición”: Escritos de teología, 6, Madrid, 1969,128).
XII.3 El Concilio Vaticano II y la Transmisión de la Revelación
El debate conciliar, como hemos visto, se refirió sobre todo a las relaciones entre la Escritura y la Tradición:
¿hay que reconocer en ellas "dos fuentes" de la revelación o, por el contrario, concebirlas según una
complementariedad cualitativa? La redacción del título de este capítulo, que destaca el término de transmisión, es ya
una manera de responder, que anuncia el eje principal de esta idea. Refleja la reconciliación que se dio entre los
diversos puntos de vista que se habían opuesto en la Comisión mixta. El viejo problema Escritura-Tradición se recoge
ahora de una forma concreta, no ya ante todo en la perspectiva de las cosas transmitidas, sino en la del acto de
transmisión. Se trata de la tradición activa. En este acto único de transmisión activa se distinguirán las diferentes
modalidades de la transmisión. Por eso el orden del capítulo no seguirá el movimiento clásico: Escritura, Tradición,
Magisterio, sino que partirá de la tradición activa, en cuanto que engloba todo lo demás. Por consiguiente, el Concilio
no retrocede al scriptura sola de la Reforma; reconoce el valor de la Tradición, volviendo a la perspectiva de san
Ireneo.
Análisis de DV 7: Cristo, los Apóstoles y sus sucesores
Este número trata de los agentes y de los portadores de la Tradición activa, en cuando que ésta se identifica en
su objeto con el Evangelio. En efecto, Jesús no escribió. El cristianismo no es en primer lugar una religión del libro.
Jesús confió su Evangelio a unos testigos, primero a sus apóstoles, luego a sus sucesores. Esto corresponde a los dos
párrafos de este número 7.
Para que la revelación sea y recibida y guardada, es preciso que sea transmitida. Lo será si respeta las leyes de
la comunicación entre los hombres, como ocurrió en su comunicación original. Cristo, en el que se consuma la
revelación de Dios, está también en el origen de su transmisión. El concilio recoge en este punto las fórmulas de
Trento, pero de manera muy distinta de como lo hizo el Vaticano I.
Porque vuelve a las primerísimas afirmaciones del decreto Sacrosancta, de las que se había olvidado su
predecesor, y utiliza la trilogía de los profetas, del Señor y de los apóstoles. Aquí el Señor está al frente de todo, ya
que toda la transmisión del Evangelio parte de la orden de anunciar, tal como se expresa en el final de los sinópticos.
Este Evangelio es la fuente, y no la Escritura ni la Tradición. Se vuelve así a lo mejor de Trento, que había caído en el
olvido de la interpretación corriente. Sin embargo, el Vaticano II sustituyó las "tradiciones" de Trento por la
"Tradición", concepto más abstracto sin duda; pero este singular era exigido por el paso de la idea de "cosas
transmitidas" al de "transmisión activa". Cabe entonces lamentarse de que el Concilio no haya dado una definición
mas precisa del término de Tradición. ¿Cómo transmiten los apóstoles el Evangelio? A esto se dedica la frase
siguiente.
Esta transmisión pasó primero por la predicación oral, que no comprende solamente palabras (verba), sino
también ejemplos e instituciones, lo mismo que las obras de Cristo tenían también un lugar propio al lado de sus
palabras. Por instituciones hemos de entender el terreno del culto, de los sacramentos y del comportamiento moral. Se
trata de una predicación concreta y viva. El objeto de esta predicación es lo que los apóstoles aprendieron de Cristo a
lo largo de su convivencia total con Jesús (palabras, vidas y obras) y lo que les recordó el Espíritu Santo (cf.Jn.15,26).
Así pues, la revelación es el hecho articulado de la acción visible de Jesús y de la acción interior del Espíritu.
Viene en segundo lugar -aunque el texto no habla de un "primero" y un "después"- la consignación por escrito
del mensaje de la salvación, bajo la inspiración del mismo Espíritu. La puesta por escrito queda englobada en el
movimiento general de la predicación original. No podemos menos de comparar las afirmaciones conciliares con un
texto de Ireneo, que les sirve de inspiración:
En efecto, el Señor de todas las cosas dio a sus apóstoles el poder de anunciar el Evangelio y por ellos es
como hemos conocido nosotros la verdad, es decir, la enseñanza del Hijo de Dios [...]. Este Evangelio primero lo
predicaron; luego, por la voluntad de Dios, nos lo transmitieron en las Escrituras [...].Efectivamente, después de
que nuestro Señor resucitó de entre los muertos y los apóstoles quedaron revestidos de la fuerza de lo alto por la
venida del Espíritu Santo [...], fueron hasta las extremidades de la tierra, proclamando la buena noticia de los
bienes que recibimos de Dios y anunciando a los hombres la paz celestial [...].Así Mateo publicó entre los hebreos,
en su propia lengua, una forma escrita de Evangelio, en la época en que Pedro y Pablo evangelizaban en Roma y
fundaban allí la Iglesia. Después de la muerte de estos últimos, Marcos, el discípulo e intérprete de Pedro, nos
transmitió también por escrito lo que predicaba Pedro. Por su parte Lucas, el compañero de Pablo, consignó en un
libro el Evangelio que éste predicaba. Luego Juan, el discípulo del Señor, el mismo que se había reclinado en su
pecho, publicó también el Evangelio [...]. (AH III, prol. y 1,1)

En el texto conciliar y en Ireneo se encuentran numerosas analogías: la misma referencia al final de los
sinópticos, la misma noción de un Evangelio vivo, la prioridad de la enseñanza oral sobre la redacción por escrito, que
Ireneo formaliza con el "primero" y el "después", la misma referencia al acontecimiento de Cristo y al don del
Espíritu. El Vaticano II habla de apóstoles y de "hombres apostólicos": Ireneo mostraba que los evangelios fueron
escritos bien por apóstoles (Mateo y Juan), bien por algunos de los colaboradores y discípulos de los apóstoles, fieles a
su enseñanza (Marcos, discípulo de Pedro; Lucas discípulo de Pablo). El esquema es el mismo en las dos partes: se
trata de un movimiento de transmisión que pasa por la predicación viva para fijarse luego en la Escrituras.
El segundo párrafo conciliar toca el segundo tiempo de la transmisión, aquél que pasa de los apóstoles a sus
sucesores obispos, para que el Evangelio se conserve intacto y vivo.
La transmisión de un Evangelio vivo y del cargo de enseñarlo recibido de Cristo pasa por el establecimiento de
unos sucesores de los apóstoles al frente de las Iglesias. Aquí la referencia a la misma sección del texto de Ireneo es
formal. El segundo tiempo de la transmisión funciona como el primero. La concreción mayor y fundamental de esta
Tradición es la Escritura, pero en cuanto que ésta es llevada por un testimonio vivo. Ireneo invocará a los sucesores de
los apóstoles como a los que ha recibido el "seguro carisma de la verdad" y son capaces de dar "una lectura exenta de
fraude" de las Escrituras.
La Tradición y la Escritura - mencionadas siempre según este orden - son como un "espejo" de la revelación
divina en el que la Iglesia contempla a Dios y lo recibe todo de él. Es esto lo que expresa el cara - a - cara
transcendente entre la Tradición y la Escritura por una parte y la Iglesia por otra. La Tradición y la Escritura, como
vehículos del Evangelio, están por encima de la Iglesia y constituyen su norma. Esta afirmación compromete también
el carácter normativo de la Tradición apostólica, respecto a la tradición postapostólica o eclesial.

Análisis de DV 8: la Tradición
Se desarrolla este mismo tema, empezando por la Tradición. Se la ve siempre en su origen apostólico, pero
extendiéndose a toda la vida de la Iglesia
La Tradición activa, que envuelve a la Escritura, pero que se expresa de manera privilegiada en los libros
inspirados, es un acto de transmisión continua. El término de transmitir aparece cuatro veces en este párrafo. La
Tradición se origina en la predicación de los apóstoles, que la invocan ellos mismos en sus cartas (cf. 2 Tes 2,15, al
que se puede añadir 1 Cor 11,2.3.23; 2 Tes 2,6). Esta idea puede referirse a la o a las tradiciones en el testimonio de la
Escritura. El objeto de "lo que los apóstoles trasmitieron" abarca no solamente la doctrina, sino también la vida y el
culto, es decir todo lo que permite el " crecimiento de la fe".
Después de los apóstoles, esta Tradición continúa en la vida de la Iglesia por una sucesión ininterrumpida. Es
entonces la Iglesia la que trasmite, por su doctrina, su vida y su culto, es decir, por una actividad viva en cuyo corazón
está la transmisión de los libros inspirados. Lo que el texto no dice bastante es que la Tradición eclesial esta sometida
a la Tradición apostólica, y lógicamente a su expresión esencial que es la Escritura. La división entre Tradición
apostólica y tradición eclesial, o post-apostólica, se subraya menos que la continuidad. El desarrollo pasa
insensiblemente de la una a la otra, como demuestra el siguiente párrafo, consagrado al "progreso" de la Tradición.
El progreso evocado es del orden de la recepción, de la comprensión y de la penetración, bajo la asistencia del
Espíritu, de la Tradición apostólica. Este progreso es obra de la Iglesia presidida: de toda la Iglesia, ya que es cuestión
de todos los creyentes en su meditación; pero bajo la garantía de la sucesión episcopal y en vinculación con los que
están encargados de predicar la palabra, por haber recibido el seguro "carisma de la verdad". El concilio ha preferido
hablar así del progreso de la Tradición, más bien que de la cuestión debatida desde el siglo XIX del "desarrollo del
dogma".
El siguiente párrafo habla de los testimonios de la Tradición, particularmente en los Padres de la Iglesia, y de
sus riquezas que marcan la vida práctica y cultual de la Iglesia. Igualmente, la determinación del canon de las
Escrituras es obra de la Tradición eclesial. El final del párrafo vuelve sobre algunos de los temas principales de la
Constitución: el diálogo, convertido aquí en "conversaciones" y el Evangelio que vive en la Iglesia.

También podría gustarte