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Clemente era también el chico más vivales en todo lo conocido del orbe
akulurakeño. Los casé como Dios manda. Los que pronosticaban que no iba a vivir en
paz y se separarían, se engañaron.
Vivieron felicísimos, es decir, al principio hubo mucho movimiento de tropas y
emplazamientos de cañones en lugares estratégicos; pero, después de varias batallas
campales, hallaron que las fuerzas eran iguales, que habían llegado a un punto muerto y
era inútil continuar la campaña.
Es decir, que cada uno de los dos había hallado la horma de su zapato; o si se
quiere en otros términos, el encuentro fue el choque de una fuerza irresistible contra un
objeto inamovible. Y el resultado fue paz.
Tuvieron tres hijos. Taciana empezó a toser y ponerse pálida. En la iglesia,
aunque tosiesen veinte personas a la vez, distinguía yo perfectamente la tos de Taciana.
Últimos días
Dos años de esta tos la dejaron en el estado de postración en que se hallaba al
presente. El 20 de diciembre tuvo unas hemorragias espantosas. El 21 se puso mucho
mejor. El 22 ya no quiso que la dejara yo sola. Tomé, pues, mi puesto a la cabecera. El 3
recibió el viático como de costumbre. Yo tenía una infinidad de cosas que hacer; pero
Taciana se ponía peor si me veía salir y me llamaba con angustia. Clemente estaba más
muerto que vivo de tanto vigilar, y encima tenía que proveer la estufa de leña y acarrear
agua del río helado; tanto que llegué a temer por su salud y le dije que yo me encargaría
de velar a la moribunda.
Esta ya no era más que un esqueleto vivo. Abría de vez en cuando aquellos ojos
de azabache, y si me veía, los cerraba luego tranquila; si no me veía, se alborotaba hasta
que me volvía yo a presentar derrochando una amabilidad que no sé de dónde me salía,
porque no me tenía de cansancio.
Todo el día 23 lo pasamos con jaculatorias, fervorines y absoluciones. Durante
la noche cabeceaba yo en la silla sin poderlo remediar. Como ella no tenía noción de la
hora porque entonces las noches duran 18 horas y hay luz artificial todo el día, se
extrañaba de que durmiese.
-No se duerma, padre –me repetía-, no se duerma; rece otro rosario y dígame algo, que
me voy a morir.
Puse en la pared una estatuita de María Inmaculada para que la tuviese siempre a
la vista. Taciana se dirigía a la Virgen y la rogaba que la llevara consigo al cielo ahora
mismo, repitiendo sin cesar:
Vigilia de Navidad
El ultimátum al cielo
A las cuatro de la tarde todo seguía lo mismo. Quedaban pocas horas para la
Nochebuena y yo tenía que preparar el altar y oír muchas confesiones. No había
comido. Entonces me reconcentré y le dije a Jesucristo que si para las cinco en punto no
había fallecido Taciana, la tendría que dejar, pasara lo que pasara.
Fue una especie de ultimátum al cielo para justificarme de la conducta que me
imponía el cumplimiento apremiante de dos deberes encontrados que me ponían entre la
espada y la pared.
Apenas terminé el ultimátum, se recrudecieron sobre Taciana los dolores con tal
intensidad que quedamos espantados. Nunca había visto yo a nadie padecer así.
Previendo que llegaba el fin, me acerqué mucho a la almohada para animarla a un
último esfuerzo.
Fueron los quince minutos más horribles que había yo presenciado en mi vida.
Yo la animaba mucho a ofrecérselo todo a Dios para purificarse y volar derecha al cielo,
etc, etc.
Al inclinarme de nuevo para confortarla, como la viese en aquella agonía tan
dolorosa, se me representó de repente toda la miseria humana y el estado a que nos ha
reducido el pecado, y sin poderme contener comencé a sollozar.
Mi llanto contagió a los presentes y en un minuto estaban llorando todos. Al
serenarme y volverme a inclinar sobre la enferma, vi que comenzaba a dar las últimas
boqueadas.
Hubo conatos de un pequeño revuelo entre los presentes, pero yo agarré el timón
con mano segura y despedimos a Taciana para la eternidad con jaculatorias y frases
cristianas de aliento y amor de Dios; que en esos últimos momentos de lucidez
crepuscular es muy probable que los moribundos oigan lo que se dice a su lado y
conviene que oigan lo que les ayude a dar la última batalla a Satanás.
Taciana quedó con una expresión muy apacible. Yo di por terminada mi tarea.
Allá en el fondo del alma me pareció oír a Jesucristo que me decía:
-Con que a las cinco en punto, ¿eh? No son más que las cuatro y media; así que te queda
media hora de más.
(…)
Durante las tres misas no pude echar de mí el recuerdo de Taciana. En los «mementos»
de los difuntos la nombraba expresamente y hasta le envié recados como este:
-¿Dónde estás, hija mía, y cómo ves ahora las cosas? ¿Verdad que si te fuera dado
volver al mundo, sufrirías con gozo mucho más por amor de Jesucristo? Ya se te acabó
el tiempo y estás en la eternidad. Acuérdate de nosotros que te ayudamos en tu agonía.