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Taciana se quiere morir (P.

Segundo Llorente, sj)

Un día de diciembre de 1951, me avisan que Taciana está muy grave.


-¡Ah, sí, Taciana! ¿Pero vive todavía Taciana?
-Sí, padre, todavía vive y pregunta por Usted.
¡Pobre Taciana! Tísica rematada había recibido los últimos sacramentos en abril.
En vez de morirse, dio a luz a un hijo en mayo. En junio se puso algo mejor. En julio
salía a tomar sol ala puerta cuando le hacía. En agosto volvió a guardar cama. En
septiembre empeoró de suerte que cada viático que le llevaba juraría uno ser el último.
Como tuve que partir entonces de Nunajak con Walker, dejé a Taciana encomendada a
Dios. Y henos aquí a las puertas de navidad y Taciana viva todavía.
Taciana es la hermana mayor de aquel Benito que no llegué a bautizar en el
verano de 1936. Quedó huérfana de padre y madre, y con sus tres hermanas menores fue
admitida en nuestra escuela de Akulurak. Era lindísima. Aprendió inglés en seguida y
sabía de memoria todo el catecismo cuando sus compañeras no habían llegado aún a la
mitad.
Pero las monjas se quejaban de que Taciana era una egoísta sin precedente. La
priora creyó que si la cogía por su cuenta, lograría meterla en vereda. Poco a poco se
entabló entre las dos una guerra sorda y sin cuartel.
Taciana, muy sagaz, vio que llevaba las de perder; pero como no estaba
dispuesta a perder, con el ingenio de un mariscal prusiano, concibió un plan que
empezaba con una retirada estratégica y terminaba con una paz honrosa.
Su tía Teresa, viuda, tenía hijos, pero no hijas. Sin duda que la recibiría con los
brazos abiertos para ayudarla en los quehaceres domésticos. Dicho y hecho. Teresa
recibió a Taciana, y ésta se despidió de la priora con una sonrisa hasta las orejas por lo
menos. Pero Teresa resultó ser diez veces peor que la priora. Taciana tenía entonces 15
años.
Al año siguiente me espetó que se quería casar.
-¿Tan joven?
-Sí, padre.
-¿No sería mejor aguardar un poco?
-No, padre.
-¿Y quién es el novio?
-Clemente Poturan.
-¿Clemente? ¡Santos cielos!

Clemente era también el chico más vivales en todo lo conocido del orbe
akulurakeño. Los casé como Dios manda. Los que pronosticaban que no iba a vivir en
paz y se separarían, se engañaron.
Vivieron felicísimos, es decir, al principio hubo mucho movimiento de tropas y
emplazamientos de cañones en lugares estratégicos; pero, después de varias batallas
campales, hallaron que las fuerzas eran iguales, que habían llegado a un punto muerto y
era inútil continuar la campaña.
Es decir, que cada uno de los dos había hallado la horma de su zapato; o si se
quiere en otros términos, el encuentro fue el choque de una fuerza irresistible contra un
objeto inamovible. Y el resultado fue paz.
Tuvieron tres hijos. Taciana empezó a toser y ponerse pálida. En la iglesia,
aunque tosiesen veinte personas a la vez, distinguía yo perfectamente la tos de Taciana.

Últimos días
Dos años de esta tos la dejaron en el estado de postración en que se hallaba al
presente. El 20 de diciembre tuvo unas hemorragias espantosas. El 21 se puso mucho
mejor. El 22 ya no quiso que la dejara yo sola. Tomé, pues, mi puesto a la cabecera. El 3
recibió el viático como de costumbre. Yo tenía una infinidad de cosas que hacer; pero
Taciana se ponía peor si me veía salir y me llamaba con angustia. Clemente estaba más
muerto que vivo de tanto vigilar, y encima tenía que proveer la estufa de leña y acarrear
agua del río helado; tanto que llegué a temer por su salud y le dije que yo me encargaría
de velar a la moribunda.
Esta ya no era más que un esqueleto vivo. Abría de vez en cuando aquellos ojos
de azabache, y si me veía, los cerraba luego tranquila; si no me veía, se alborotaba hasta
que me volvía yo a presentar derrochando una amabilidad que no sé de dónde me salía,
porque no me tenía de cansancio.
Todo el día 23 lo pasamos con jaculatorias, fervorines y absoluciones. Durante
la noche cabeceaba yo en la silla sin poderlo remediar. Como ella no tenía noción de la
hora porque entonces las noches duran 18 horas y hay luz artificial todo el día, se
extrañaba de que durmiese.

-No se duerma, padre –me repetía-, no se duerma; rece otro rosario y dígame algo, que
me voy a morir.
Puse en la pared una estatuita de María Inmaculada para que la tuviese siempre a
la vista. Taciana se dirigía a la Virgen y la rogaba que la llevara consigo al cielo ahora
mismo, repitiendo sin cesar:

-Tegunga juatoa, o sea «llévame ahora mismo».


A intervalos con ritmo matemático se sucedían una ataque de dolor violentísimo,
una copia de sudor que la bañaba toda, y un estado de quietud que parecía de muerte,
pero que no lo era. Santa Teresa del niño Jesús que murió así, decía a las hermanas que
la asistían que, si no fuera por la fe en Dios, era como para suicidarse, y añadía que no
dejasen nunca instrumentos cortantes al alcance de estos moribundos, porque sin duda
corrían mucho peligro de suicidarse con ellos.

Vigilia de Navidad

Taciana pudo recibir el viático el día 24 ya de Navidad. Tuvo que dejarme ir a


decir misa; pero, como al terminarla me acostase vestido para descabezar el sueño,
llamaron a la puerta al poco rato para decirme que Taciana me mandaba llamar.
Si yo me hubiese excusado que estaba ocupado, y hubiese ella muerto en el
entretanto, se hubiera corrido la voz de que la moribunda había llamado al padre y éste
se había disculpado con que tenía que dormir. El daño y el escándalo hubieran sido
irreparables. Vuelta, pues, a la cabecera con ojos hinchados y barbas hirsutas.
Empezaban a llegar trineos de las aldeas vecinas para las fiestas de Navidad.
La enferma ofrecía los dolores unidos a los de Cristo en la cruz por la conversión
de los pecadores. A veces me decía con una angustia que partía el corazón:
-¡Ay, padre, ya no puedo más; yo ya no puedo más; ya no tengo fuerza para sufrir más;
pida a Jesús que me lleve ahora mismo!
Yo respondía que Jesús vendría pronto; que unas horas más o menos no eran
nada comparadas con la eternidad de gloria que la esperaba; que por cada respiración
penosa ofrecida a Dios recibiría aumento de gracia y de gloria; que sin duda se estarían
convirtiendo pecadores por esos mundos; que fuese valiente otro poquitico; que luego
en el cielo se alegraría de haber sufrido esto poco más, etc. Ella respondía entrecortada:
-No me deje sola, padre; dígame esas cosas buenas muchas veces, que, si no, me vuelvo
loca.
En la cuna de la cocina lloraba el niño de medio año y Taciana le oía.

El ultimátum al cielo

A las cuatro de la tarde todo seguía lo mismo. Quedaban pocas horas para la
Nochebuena y yo tenía que preparar el altar y oír muchas confesiones. No había
comido. Entonces me reconcentré y le dije a Jesucristo que si para las cinco en punto no
había fallecido Taciana, la tendría que dejar, pasara lo que pasara.
Fue una especie de ultimátum al cielo para justificarme de la conducta que me
imponía el cumplimiento apremiante de dos deberes encontrados que me ponían entre la
espada y la pared.
Apenas terminé el ultimátum, se recrudecieron sobre Taciana los dolores con tal
intensidad que quedamos espantados. Nunca había visto yo a nadie padecer así.
Previendo que llegaba el fin, me acerqué mucho a la almohada para animarla a un
último esfuerzo.
Fueron los quince minutos más horribles que había yo presenciado en mi vida.
Yo la animaba mucho a ofrecérselo todo a Dios para purificarse y volar derecha al cielo,
etc, etc.
Al inclinarme de nuevo para confortarla, como la viese en aquella agonía tan
dolorosa, se me representó de repente toda la miseria humana y el estado a que nos ha
reducido el pecado, y sin poderme contener comencé a sollozar.
Mi llanto contagió a los presentes y en un minuto estaban llorando todos. Al
serenarme y volverme a inclinar sobre la enferma, vi que comenzaba a dar las últimas
boqueadas.
Hubo conatos de un pequeño revuelo entre los presentes, pero yo agarré el timón
con mano segura y despedimos a Taciana para la eternidad con jaculatorias y frases
cristianas de aliento y amor de Dios; que en esos últimos momentos de lucidez
crepuscular es muy probable que los moribundos oigan lo que se dice a su lado y
conviene que oigan lo que les ayude a dar la última batalla a Satanás.
Taciana quedó con una expresión muy apacible. Yo di por terminada mi tarea.
Allá en el fondo del alma me pareció oír a Jesucristo que me decía:
-Con que a las cinco en punto, ¿eh? No son más que las cuatro y media; así que te queda
media hora de más.

Las misas de Nochebuena

(…)
Durante las tres misas no pude echar de mí el recuerdo de Taciana. En los «mementos»
de los difuntos la nombraba expresamente y hasta le envié recados como este:

-¿Dónde estás, hija mía, y cómo ves ahora las cosas? ¿Verdad que si te fuera dado
volver al mundo, sufrirías con gozo mucho más por amor de Jesucristo? Ya se te acabó
el tiempo y estás en la eternidad. Acuérdate de nosotros que te ayudamos en tu agonía.

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