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VID EN TE D E FATIM A
Los niños her manos Franc isco y Jacinta Marto han s ido beatificados por
Juan Pablo II el 13-5- 2000 y se estableció su fiesta para el 20 de febrero.
APOSTOLADO MARIANO
Era la más pequeña de los tres niños que viero n a Nuestra Señora el año
1917. Contaba entonces siete años de edad.
Era de clara inte ligenc ia. Ligera y a legre co mo una avec illa, s ie mpre
estaba corriendo, saltando o bailando.
Los otros dos vide ntes eran s u pr ima Luc ía, de d iez años, y su her ma no
Francisco, dos años mayor que ella.
Cuando se cansaban de jugar, Lucía les contaba his torias y cuentos que
había oído a sus her manas.
- Eso sí; a Nuestro Señor le doy todos los besos y abrazos que quieras.
Le encantaba contemp lar las puestas del so l, y. soba lodo, ver salir las
estrellas.
Por más señas que le hizo su pr ima, no arrojó ni una sola flor en todo el
trayecto.
Al igua l que Luc ía, consiguió salir, con su her ma no, a pastorear el
pequeño rebaño de casa.
Sentía especia l predilecc ión por los corderitos, sobre todo, por los más
blancos y pequeños.
En c ierta ocasión, la vio su her mano en med io del rebaño, cargada con
uno de ellos.
- Para imitar a Nuestro Señor, pues así lo he vis to en una estampa que yo
tengo.
Jacinta ve al Ángel de Portugal
Con las tres aparicio nes del Ángel, pretendía Nuestro Señor preparar la
me nte y e l corazó n de los pastorcitos para los graves acontec imientos que
iban a suceder.
Era el verano de 1916. Los tres niños guardaban sus rebaños en una
finca de la fa milia de Lucía.
Habían ter minado el re zo del rosar io. Y vieron q ue, sobre el olivar,
venía hacia e llos un joven de extraordinar ia her mos ura, transparente como
el crista l.
Y, arrodillándose, inc linó la fre nte hasta e l s ue lo, repitie ndo por tres
veces;
- «¡Dios mío! Yo creo, adoro, espero y os amo. Os pido perdón por los
que no creen, ni. adoran, ni esperan, ni os ama n».
Estaban otro día, con las ovejas, rezando, rostro en tierra, la oración:
«Dios mío, yo creo», etc. cuando vie ron al Ángel con un cáliz en la ma no,
y, sobre él, una hostia, de la que ca ían, dentro de l cá liz, algunas gotas de
sangre.
Deja el cáliz e n e l aire, se arrodilla junto a ellos y les hace repetir por
tres veces:
«Santís ima Tr inidad, Padre, Hijo y Espír itu Santo: Yo os ofre zco el
preciosís imo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en
todos los tabernáculos del mundo, en reparación de los ultrajes, ind iferen-
cias y sacr ile gios con que es ofe ndido. Y por los mér itos infinitos de su
Sagrado. Corazón y por la interces ión del I nmaculado Corazón de María, os
pido la convers ión de los pobres pecadores».
Postrándose de nuevo, repitió por tres veces la ante dicha orac ión:
«Santís ima Tr inidad», etc., y desapareció.
Los niños per manec ieron largo rato en la mis ma actitud, repitie ndo
tamb ién esas palabras.
Bajaban la cuesta, cua ndo otro relá mpago, más fuerte a ún que e l
primero, los hizo detener.
Y, delante de e llos sobre una enc ina, conte mpla n a una jove nc ita, más
her mosa que el sol.
Luc ía, más confiada y va lerosa que los otros dos, entabló con e lla e l
siguie nte diá logo :
- Sí, tú irás.
- ¿Y Jacinta?
- Tambié n.
- ¿Y Francisco?
Los niños quedaron muy conte ntos, porque les había prometido que
ir ía n al c ie lo.
Luc ía prohib ió a sus pr imos ter minante me nte decir a nadie una sola
palabra dé lo que habían presenciado.
Pero era un secreto demasiado grande para niños tan pequeños. Jacinta
lo contó todo en casa y Francisco confir maba lo que su her ma na decía.
Enterada tamb ién la fa milia de Luc ía, qued aron todos consternados.
-Nosotros iremos contigo y, s i nos pegan, lo s ufr ire mos por amor a
Nuestro Señor y por los pecadores.
Lue go añadió :
-Cuando recéis e l rosar io, decid a l fina l de cada de cena: «¡Oh, Jesús
mío! Perdonad nuestros pecados; libradnos del fuego de l infier no; lle vad al
cie lo a todas las a lmas, especialme nte ? las más necesitadas de vuestra
miser icordia ».
El Alcalde aparentó que tenía preparada una caldera de aceite hir vie ndo.
- Ven tú la pr imera - le d ijo a Jac inta- . Vas a ser fr ita como una
pescadilla.
-No revelaré nada -advirtió a los otros, mie ntras se la lle vaban.
Y la encerró e n una hab itac ión, donde la e ncontra ron lue go Franc isco y
Luc ía.
Quinta y sexta aparición
- Haced dos andas. Una la lle varás tú con Jacinta y otras dos niñas,
vestidas de blanco. La otra la lle vará Francisco con otros tres niños,
vest idos tambié n con túnicas bla ncas. Todo para solemnizar la fiesta de
Nuestra Señora del Rosario.
En septie mbre ma ndó a los niños que moderaran sus penitenc ias.
Una de ellas era q ue se ceñían a la cintura una soga muy áspera, y les
dijo que se la quitase n de noche.
- Soy la Virge n del Rosario. Quiero que en este lugar se leva nte una
capilla en mi honor y que se rece el rosario todos los días... Que no ofendan
más a Nuestro Señor, que está ya demasiado ofend ido.
Lue go los setenta mil espectadores viero n e l mila gro d el sol, q ue daba
vue ltas, camb iando de color.
- ¡Mila gro! ¡Milagro! - excla man unos.
Los tres videntes come nzaron a ir a la escue la. Más no por eso se
olvidaban de hacer sacrific ios por los pecadores.
Jacinta no se cansaba de inve ntar penitenc ias. Daba la merie nda a otros
niños, comía bellotas amar gas y aceitunas verdes y ácidas.
- Di a las chic harras y a las ranas que se callen, pues me dan dolor de
cabeza.
Francisco le recordó:
Parecía que no sólo aceptaba los sufr imie ntos, s ino que los a maba.
Sentía verdaderas ansias de sufr ir. Y con e l ca lvar io que le quedaba todavía
por recorrer. Era ya una verdadera santita. Muchas personas que hab laban
con ella, se volvían más p iadosas. Y es que veían que actuaba por
convenc imie nto.
-No te preocupes. Si inte ntan matarte, diles que Franc isco y yo somos lo
mis mo que tú y q ueremos morir ta mb ién.
Enfermedad y muerte de Jacinta
En septie mbre de 1918, cayó enferma Jac inta, al igua l que su her ma no
Francisco.
Dos veces la vis itó Luc ía. Al preguntarle s i sufr ía muc ho, contestó:
Los forasteros continuaban vis itándo la. Esto le mo lestaba mucho, pero a
todos ponía buena cara.
«Hay que hacer penitenc ia. Si los ho mbres se con vierten, e l Señor nos
seguirá perdonando; pero, si no cambia n de vida, vendrá un castigo».
«La Santís ima Vir gen no puede detener más el brazo de su amado Hijo
sobre el mundo».
Le extrajeron dos costillas, y las curas que le hac ían diar ia me nte eran
muy do lorosas.
La consolaba muc ho que su «madr ina » la vis itara con frecuenc ia.