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Los trece ranchos

Los trece ranchos


Las provincias, Buenos Aires, y la
formación de la Nación Argentina
(1840-1880)

Eduardo José Míguez

Rosario, 2021
Míguez, Eduardo
Los trece ranchos. Las provincias, Buenos Aires, y la formación de la Nación Argentina
1840-1880 / Eduardo Miguez. - 1a ed. - Rosario : Prohistoria Ediciones, 2021.
300 p. ; 23 x 16 cm. - (Historia argentina / 50)

ISBN 978-987-4963-88-8

1. Historia. 2. Historia Argentina. I. Título.


CDD 982.04

Maquetación de interiores: Lorena Blanco


Edición: Prohistoria Ediciones
Maquetación de tapa: Estudio XXII

Este libro recibió evaluación académica y su publicación ha sido recomendada por recono-
cidos especialistas que asesoran a esta editorial en la selección de los materiales.

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HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY 11.723

© Eduardo José Míguez


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autorización del editor.

Este libro se terminó de imprimir en Talleres Gráficos FERVIL SRL, Rosario, Argentina
en el mes de agosto de 2021.

Impreso en la Argentina
ÍNDICE

SIGLAS Y ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS ....................... 9

AGRADECIMIENTOS ...................................................................... 11

PRESENTACIÓN ................................................................................. 13

INTRODUCCIÓN ................................................................................ 15

CAPÍTULO I
Preámbulo: hegemonía porteña (1840-1852)....................................... 41

CAPÍTULO II
La construcción del orden federal (1852-1854) ................................... 69

CAPÍTULO III
La Organización nacional sin Buenos Aires (1854-1859) .................... 97

CAPÍTULO IV
La imposible subordinación porteña (1859-1861) ............................... 129

CAPÍTULO V
La unificación política del país (1861-1862) ........................................ 153

CAPÍTULO VI
Provincias y nación. Un nuevo orden político (1862-1867) ................. 197

CAPÍTULO VII
La declinación porteña (1867-1868) .................................................... 223
8 Los trece ranchos

CAPÍTULO VIII
Epílogo. El imperio de la Nación (1868-1880) .................................... 245

CONCLUSIONES .............................................................................. 265

BIBLIOGRAFÍA ................................................................................. 279


SIGLAS Y ABREVIATURAS MÁS UTILIZADAS

AE Archivo Elizalde, on line en Instituto de Estudios Históricos Dr. Emi-


lio Ravignani, Documentos del Dr. Rufino de Elizalde (1770–1885).
AGN Archivo General de la Nación.
AM Archivo Mitre, Buenos Aires, Imprenta La Nación, 1911-1913, 28
tomos.
AMP Archivo del Coronel Doctor Marcos Paz, La Plata, Universidad
Nacional de La Plata, 1959, 5 Tomos.
AP Archivo Paunero, Museo Mitre.
AR Archivo Roca, en AGN, sala VII.
AT Archivo Taboada, en Museo Mitre.
AU Archivo Urquiza, en AGN, Sala VII.
AV Archivo Victorica, AGN, Sala VII.
BIHAAER Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio
Ravignani
CME Correspondencia Mitre-Elizalde, Universidad de Buenos Aires,
Departamento editorial, 1960.
ESP Epistolario Sarmiento-Posse, Buenos Aires: Museo Histórico
Sarmiento, 1947, 2 tomos.
HNA Ricardo Levene (Comp), 1963, Historia de la Nación Argentina, Bue-
nos Aires, El Ateneo - Academia Nacional de la Historia, 12 tomos.
LT Taboada, Gaspar, Los Taboada. Luchas por la organización nacio-
nal, Buenos Aires, Imprenta López, 1929, 5 tomos.
MHS Museo Histórico Sarmiento.
MM Museo Mitre.
RO Registro Oficial.
SM Sarmiento Mitre. Correspondencia 1846-1868, Museo Mitre, 1911.
AGRADECIMIENTOS

A
nte todo, quiero subrayar mi deuda con Juan Suriano, que fue quien sugirió
desgajar de Bartolomé Mitre: entre la nación y la historia las secciones que
formaron el punto de partida de este libro. Creo que aquella obra se benefició
con su sugerencia, y me permitió desarrollar en esta de manera más acabada un ar-
gumento específico. Una vez escrito el libro, Darío Barriera mostró gran entusiasmo
para que fuera publicado por Prohistoria ediciones.
Es redundante señalar la enorme deuda de este libro con una densa historiografía,
que se refleja en las referencias y en el largo listado bibliográfico. Destaco especial-
mente la historiografía sobre las provincias, no siempre suficientemente considerada,
y en ocasiones –la década de 1840 es un buen ejemplo– más consistente que la que
abarca el plano “nacional”. Debo señalar además mi deuda con el lector y con los au-
tores por las limitaciones en la cobertura de esta amplia producción, que simplemen-
te, es inabarcable. En este proceso colectivo que es la producción de conocimientos
siempre quedará lugar para ir perfeccionando los argumentos con ideas e información
que provengan de viejas y nuevas investigaciones.
Los avatares de la vida institucional argentina vuelven azarosa la tarea del histo-
riador, nunca seguro de poder acceder a sus fuentes y bibliografía. En ese panorama,
las bibliotecas de la Academia Nacional de la Historia y de la Universidad Nacional
del Centro de la Provincia de Buenos Aires, y el Archivo del Museo Mitre, han sido
inestimables y confiables lugares de trabajo, y siempre me ha sido posible encontrar
en el Archivo General de la Nación, en la Biblioteca Nacional o en la del Congreso
algún empleado amable que alivie el rigor burocrático.
A lo largo de la producción de este trabajo han sido muchos los colegas que me han
brindado su generosa colaboración. Santiago Prieto en La Plata, Pablo Fernández Seffi-
no en Córdoba, y Agustina Rayes en Buenos Aires llevaron a cabo un eficaz trabajo de
relevamiento de fuentes. Guillermo Banzato, Beatriz Bragoni, Lucas Codesido, Laura
Cucchi, Mario Etchechury, Ana Inés Ferreyra, Raúl Fradkin, Pablo Gerchunoff, y Gus-
tavo Paz respondieron gentilmente a mis consultas. Facundo Nanni y Juan Quintián,
además, leyeron partes del manuscrito y me hicieron llegar sus valiosos comentarios.
Los integrantes del equipo que estudió las dirigencias políticas entre 1860 y 1890 que
dirigimos con B. Bragoni y G. Paz (en prensa), enriquecieron mi conocimiento de la
política provincial. Muchos otros historiadores crearon el clima que alentó mi trabajo y
me enriqueció en nuestras conversaciones; aunque no pueda nombrarlos a todos, va a
ellos mi agradecimiento.
PRESENTACIÓN

E
l presente libro retoma problemas tratados en dos anteriores (Míguez y Brago-
ni, 2010; Míguez, 2018). En el primero, con la Dra. Bragoni y con un rico con-
junto de autores, buscamos repensar el proceso de formación de la nación. Esa
inquietud fue retomada en la biografía de Mitre, pero razones de extensión me obliga-
ron a circunscribir el tema. Aquí intento presentar el argumento de manera completa
bajo la forma de un clásico libro de historia política, que busca relatar (de manera
sintética, dada la amplitud del tema y período), analizar e interpretar una historia. O
más bien, 15 historias entrelazadas. Las de trece provincias interiores, Buenos Aires,
y el Estado nacional que va surgiendo a lo largo del período. En su trasfondo hay un
diálogo permanente con otras formas de historia, como la historia política institucio-
nal, la historia conceptual, la historia social y económica. Y un clásico uso heurístico
de la teoría social, que sin aparecer en primer plano, sugiere líneas de búsqueda e
interpretación que deben ser puestas a prueba con la evidencia fáctica.
La historia que relata es el surgimiento de la República Argentina como nación or-
ganizada. La intención de crearla (no necesariamente con ese nombre) estaba posible-
mente presente, en algunos actores al menos, desde antes de mayo de 1810. Y resulta
notoria poco después de esa fecha. Pero chocó con fuertes dificultades. Una de ellas,
la que constituye el tema central de la obra, fue la organización territorial del poder. El
objetivo de constituir la nación estaba presente en buena parte de las dirigencias polí-
ticas del país, pero condicionado por los rasgos que esa nación debía tener. Dejando
atrás la fragmentación política de 1820, el intento organizativo unitario de 1826 y el
principio unificador del pacto federal de 1831, el relato que sigue busca mostrar como
se fueron conjugando esa voluntad y esos condicionamientos a partir de la década de
1840 para ir dando forma a lo que para 1880 sería ya un Estado nacional sentado en
sólidas bases.
INTRODUCCIÓN

¿Mitre o Vélez? Cómo se formó la República Argentina


Batalla ganada, general perdido”. La frase causó impacto, y pasó a dar el so-
brenombre por el que sería conocido un artículo publicado en El Nacional de
Buenos Aires el 22 de noviembre de 1861 bajo el título “La Revolución en Cór-
doba”. Estaba destinado a tener una modesta fama entre los historiadores. Aunque no
llevaba firma, poco sorprende que todo el mundo supiera quien lo había escrito, en
primer lugar, porque en aquella gran aldea todo se sabía, y en segundo lugar, porque
bastaba mirarlo por arriba, y conocer un poco el paño de aquella sociedad, para saber
que su autor no podía ser otro que el cordobés residente en Buenos Aires Dalmacio
Vélez Sarsfield, redactor del periódico. Su repercusión historiográfica ha derivado
sobre todo de su significado en relación al aludido general, nada menos que Bartolomé
Mitre. La recordada frase del jurista mediterráneo golpeaba fuerte por varias razones:
se publicaba en el diario más afín al gobernador en licencia y General en Jefe de los
ejércitos provinciales en actividad, provenía de uno de sus amigos políticos y daba luz
al desconcierto que reinaba en la ciudad después del triunfo porteño, un par de meses
antes (17 de setiembre), en la batalla de Pavón.1 El artículo cargaba contra Mitre, acu-
sándolo de no haber sabido que hacer después de la victoria.
Casi cinco años antes (9 de diciembre de 1856) el propio Mitre había publicado un
artículo en el mismo medio que alcanzaría una trascendencia historiográfica solo un poco
mayor. Bajo el título “La República del Río de la Plata” exploraba allí la alternativa opues-
ta a la que venía hasta ese momento propiciando: si hasta entonces había luchado por
mantener a Buenos Aires como parte de la Argentina en formación, desconociendo sin
embargo la Constitución de 1853 y las autoridades nacionales hasta que Buenos Aires
lograra imponer su dominio, la opción con la que allí especulaba consistía en declarar la
independencia de la provincia con la expectativa de que más tarde se le unieran las demás.
En la polémica posterior varios medios apoyaron la idea, en tanto en el mismo El Nacional
Sarmiento combatió aquel pensamiento, argumentando que en nada contribuiría a avanzar
en la conformación de la Nación Argentina (Aramburu, 2018).

1 Desde el mismo momento de la conflagración se viene discutiendo quién salió triunfante. En la prácti-
ca, eso es irrelevante, ya que el ejército de la Confederación se diluyó (terminaría de ser disuelto un par
de meses más tarde en la batalla de Cañada de Gómez), y el porteño quedó en control de la situación.
16 Los trece ranchos

Recordemos de manera por ahora muy sucinta el contexto general de estas notas
periodísticas. En setiembre de 1852, meses después de la caída de Rosas (3 de febrero
de 1852), Buenos Aires se había separado del resto de las provincias que marchaban
hacia su unificación bajo la Constitución de mayo de 1853. Entre conflictos y nego-
ciaciones, así se mantuvo hasta que Urquiza, quien luego de derrotar a Rosas, había
comandado la reunificación de trece provincias, todas salvo Buenos Aires (en ocasio-
nes referidas en Buenos Aires como “los trece ranchos”) derrotara al ejército porteño
en Cepeda, el 23 octubre de 1859. Buenos Aires juró la Constitución en junio de 1860,
pero nuevas negociaciones y conflictos llevaron a una nueva batalla: Pavón.
Podemos ahora regresar al artículo de Vélez. Su modesta repercusión en la historia
deviene de su ataque al general. Es notable, en cambio, que la sustancia del escrito (el
papel de las provincias en la conformación de la nueva nación) no haya recibido gran
atención. Esto puede atribuirse a que los hechos posteriores se encargarían de hacerlo
intrascendente. Pero en realidad, hay una razón más de fondo. La historia argentina,
como la de otros Estado-nación, ha sido escrita como cemento de la existencia de la
propia nación. Según sus historiadores, esas unidades políticas que se conformaron
en los siglos XVIII y XIX estaban predestinadas a existir por su tradición, su historia,
su cultura, su sociabilidad. Mitre, precisamente, fue el principal agente de esa tradi-
ción historiográfica en el caso argentino. Lo que Vélez y Mitre discutían en aquellos
artículos era algo que no merecía tomarse muy seriamente en cuenta, ya que la nación
era algo preexistente a ellos. “La República del Río de la Plata” serviría más bien
como chicana usada por sus circunstanciales rivales y enemigos póstumos (Gómez,
1906; Victorica, 1906); que como testimonio de las alternativas que podrían haber
extraviado ese curso por definición predeterminado que llevaba al nacimiento de la
República Argentina.
En realidad, desde 1820 quizás nunca como en la década de 1850 y comienzos
de la siguiente esas alternativas fueran tan reales. Pocos años después, sin embargo,
se habían desvanecido. El relato mitrista que finalmente se impondría daría a Buenos
Aires el papel dominante, casi excluyente, en ese proceso. En esta visión, el triunfo en
Pavón de la vieja capital virreinal abrió la puerta para sujetar a las demás provincias a
un proyecto que Mitre identificaría con el que, incubado en la naturaleza de la socie-
dad, fue pergeñado por la élite dirigente porteña y que llevó a cabo en los luminosos
sucesos de mayo y su prolongada secuela.
Vélez, en cambio, buscaba destacar el protagonismo de las dirigencias del interior.
El sentido más amplio de su nota se revela pocos años más tarde en una polémica his-
toriográfica entre los mismos personajes, en la que, de manera significativa, en tanto
Vélez continuó apelando a El Nacional como su medio de publicación, Mitre dio a
conocer su opinión en el diario más porteñista, dominado por sus rivales políticos, La
Tribuna.2 En la opinión del cordobés, la Historia de Belgrano de Mitre (cuya segunda
versión acababa de aparecer) exaltaba en exceso el rol de las elites dirigentes porte-

2 Se publicarían como libro con el título de Rectificaciones históricas, y posteriormente como Estudios
Históricos: Belgrano y Güemes. La edición en las obras completas de Mitre incluye la crítica de Vélez.
Eduardo José Míguez 17

ñas en la revolución, despreciando el papel fundamental que los hombres del interior
habían tenido en sostener a la patria naciente. Güemes servía como ejemplo de su ar-
gumento. El fondo del problema era si la Argentina era una creación de Buenos Aires
o si había sido conformada con el compromiso y la participación de las ciudades del
interior, que terminarían conformando las otras trece provincias.
La idea dominante en Buenos Aires, y que Mitre expresaba de la manera más lú-
cida y lucida, era que por ser expresión de la cultura, de la sociabilidad democrática,
de la pujanza innovadora, y eventualmente de los principios liberales, sobre todo, de
los principios políticos liberales, Buenos Aires estaba destinada a ser la nodriza de la
República Argentina. Verdad o no (y como veremos, esta visión es muy discutible,
sobre todo, después de 1827) la razón que Mitre ofrecía para sostener la separación
de Buenos Aires de la Confederación liderada por Urquiza era que aquella era una
continuación del poder primitivo de los caudillos provinciales, en tanto Buenos Aires
representaba la verdadera república; el respeto a las instituciones, las libertades y los
derechos de los ciudadanos.3 Por tanto, solo bajo la dirección de la ciudad del Plata era
posible formar la Argentina moderna. En la concepción de Mitre, que distinguía entre
la nacionalidad como identidad histórica y la nación como organización política, con
sus formas institucionales, esos caudillos eran custodios de la primera, pero incapaces
de crear el orden jurídico que la organización del país requería.
Este argumento tuvo un éxito notable. La identificación de la Confederación con el
caudillismo dominó las vertientes predominantes de la historiografía liberal e incluso,
algunas de las primeras expresiones de la renovación académica de los años 1960
(Gorostegui, 1972). En su reacción adversa, la matriz revisionista antiliberal (sea en
su vertiente reaccionaria como en sus variantes más de izquierda, y en los otros múl-
tiples matices), partió del hecho de que la Confederación había sido un proyecto de
nación alternativo al liberalismo porteño, y que Pavón abrió la puerta para que Buenos
Aires hegemonizara una nación tallada a su medida. Desde luego, como puede verse
fácilmente –y ha mostrado holgadamente la historiografía académica más rigurosa– el
proyecto de la Confederación, tal como fue enunciado de manera brillante por Alber-
di, no solo en Bases..., si no sobre todo en Sistema económico y rentístico de la Confe-
deración Argentina según su constitución de 1853 (publicado un año después de dic-
tada la Constitución, donde expone los fundamentos doctrinarios de la nueva nación)
deja pocas dudas sobre la naturaleza del proyecto Confederal.4 Más tarde, Alberdi
argumentaría que las reformas de 1860 desnaturalizarían la constitución. Pero en ver-

3 En el texto utilizo el habitual término Confederación para referirme a la nación organizada por la Cons-
titución de 1853 hasta la reunificación con Buenos Aires en 1860. En verdad, en esa etapa se trataba
ya de un Estado federal y no de una confederación. Sin embargo, aquella nación federal adoptó para sí
misma el nombre de Confederación Argentina, y en virtud de ello, así se la ha llamado, y lo haremos
en el texto. Utilizo el término “confederal” para referirme a lo perteneciente a ella, pero el “federal” al
referirme a su gobierno.
4 Deben hacerse dos calificaciones a esta reflexión. En primer lugar, como bien ha mostrado Halperin
Donghi (2007), no faltaron matices y discrepancias dentro de estos proyectos genéricamente liberales.
La otra es que en la perspectiva política el realismo alberdiano de la república posible no era fácil de
18 Los trece ranchos

dad, parece solo la queja de un padre despechado. En poco o casi nada cambiaron esas
reformas su esencia doctrinaria, y la idea de nación que continuó su marcha después
de Pavón muestra firme continuidad con la que postulaba Alberdi en Bases... y con la
que se puso en movimiento en 1853, salvo, claro, por el papel de Buenos Aires en ella.
Este recuperado protagonismo porteño permitió establecer la idea de que la nación
se había finalmente conformado después de 1862 bajo la dominación excluyente de
Buenos Aires, lo que pocas veces ha sido puesto en duda hasta años recientes.
El propio Alberdi es en parte responsable de esta visión. En un trabajo fundacional
de la historiografía académica profesional en la Argentina, Oscar Cornblit, Ezequiel
Gallo y Arturo O’Connell (1965) afirmaban:
“Tenemos, entonces para el período que corre de 1862 a 1880 global-
mente, el siguiente cuadro: a) un poder provincial fuerte donde se to-
man las decisiones nacionales; b) poderes regionales débiles, con esca-
sa participación en el gobierno central, y c) un gobierno nacional que
carece de los elementos necesarios para imponer su soberanía.”
Para avalar su argumento apelan a una cita del texto que escribiera Alberdi para jus-
tificar la federalización de Buenos Aires, y a la vez impugnar a sus viejos rivales po-
líticos porteños (incluyendo a Sarmiento). Más que una de sus tan lúcidas reflexiones
sobre la realidad, aquel texto, como varios otros del tucumano, era sobre todo una
respuesta a situaciones del momento. Por lo demás, los jóvenes autores de aquel tra-
bajo tendrían más adelante oportunidad para repensar aquella interpretación. Pero lo
cierto es que ella da cuenta de una visión de la historia argentina que prevaleció por
mucho tiempo, y que en cierta forma, solo ha sido desafiada seriamente en los años
más recientes.
El presente libro busca mostrar que si no totalmente falsa, esa visión es demasiado
parcial. En los últimos años la investigación histórica ha sugerido que el proceso fue
mucho más rico, y que junto al papel de Buenos Aires las provincias contribuyeron de
forma decisiva a gestar la Argentina moderna. Para introducirnos en este argumento,
nuestro primer capítulo, tras vislumbrar brevemente el punto de arribo del período que
estudiamos en 1880, se aboca a la situación política del país en el cierre del rosismo
como punto de arranque del proceso de organización de la nación posterior a Caseros.
Como prolegómeno a nuestro tema, este capítulo aborda de forma suscita la etapa
final de Rosas; su exitosa supresión del movimiento en pro de la organización de la
nación de los años 1840-41 y las formas de poder que en consecuencia se instalan en
las provincias.
La historiografía reciente ha reevaluado el papel institucional y el funcionamiento
estatal en la etapa constitucional de 1853 a 1861 (de manera precursora Pavoni, 1993;
Bosch, 1998; más recientemente, Lanteri, 2015 y Garavaglia, 2015). Aquí, dedicare-
mos tres capítulos a analizar los desarrollos políticos de esta etapa como parte del ci-

compatibilizar con el principismo de Mitre en su concepción republicano-democrática, como he trata-


do de mostrar en mi biografía de Mitre (Míguez, 2018).
Eduardo José Míguez 19

clo de organización nacional, y no como un mero intento destinado al fracaso. Una de


las tesis centrales de este libro consiste en que el auge y la caída de la Confederación
se explica en buena medida por la actitud de las dirigencias del interior, coincidiendo
en este punto con un estudio para el caso cordobés: “...entenderemos también que la
conformación del Estado Argentino obtenida en 1853 fue la aspiración de la mayoría
de las provincias, así como su posterior fracaso fue obra, también, del convencimiento
mayoritario sobre las ventajas del programa porteño” (Riquelme, 2007: 3). Nuestros
capítulos dos, tres y cuatro mostrarán como, con matices y variantes, se fue desarro-
llando en las diferentes provincias el alineamiento con la Confederación, y los cre-
cientes descontentos posteriores, más notorios después de Cepeda (1859).
Otros trabajos han argumentado que el protagonismo de las dirigencias provincia-
les tras la reunificación de 1862 fue decisivo, hasta el punto que la derrota porteña en
1880 expresa la confirmación de que la vieja y nueva capital no podía ya aspirar a un
privilegio hegemónico (Bragoni y Míguez, 2010). Sin embargo, aún no se ha llevado
a cabo un estudio más sistemático de la forma en la cual las dirigencias provinciales
fueron definiendo su lugar en el marco de la nación emergente. Nuestros últimos
cuatro capítulos buscan abrir brecha en esa dirección. Partiendo del triunfo de Buenos
Aires en 1861 estudiaremos en ellos como se fueron reconfigurando las opciones po-
líticas hasta desembocar en la derrota porteña en 1880. En las conclusiones intentare-
mos una mirada sintética sobre todo el proceso.

Las provincias desunidas


La que podríamos llamar “prehistoria” de este proceso hunde sus raíces por lo menos
hasta el Pacto Federal de 1831. Se preveía allí la creación de una “Comisión Repre-
sentativa de los Gobiernos de las Provincias Litorales de la República Argentina”
(artículo 15), una de cuyas atribuciones (apartado 5º del artículo 16), era: “Invitar á
todas las demás provincias de la República [...a...] un Congreso General Federativo
[que] arregle la administración general del país bajo el sistema federal...”. Rosas, sin
embargo, logró desarticular la Comisión Representativa y heredar sus funciones. Y
como es sabido, una y otra vez se resistió a la convocatoria al congreso federativo.
Como muestra el título completo de aquella Comisión, y tanta otra documentación
desde al menos la Constitución de 1826, ya para 1831 la idea de una “República
Argentina”, que reuniría a las trece provincias (serían 14 cuando Jujuy se separara de
Salta en 1834) tenía fuerza. Pero implementarla requería definiciones concretas sobre
la articulación espacial del poder que, como veremos, llevaría aún 50 años establecer.
Entre finales del siglo XVIII y la primer mitad del siguiente los estados nacionales
se fueron transformando en Europa occidental y sus antiguas colonias en la forma
natural de organización política, y más allá de las variantes dentro de ese modelo –mo-
nárquico o republicano, centralizado o federal– y de la definición de los territorios que
abarcaría, la secuela de Mayo demandaba la emergencia de esa forma de organización
política en el Plata. Pero dar vida al Estado nacional exigía definir su forma concreta, y
por lo tanto, precisar aquellas opciones. La lógica política anuló la alternativa monár-
20 Los trece ranchos

quica en América, lo que quedó claro en el Río de la Plata después de la primera década
revolucionaria (Botana, 2016). La caída del gobierno central en 1820 y la conforma-
ción de un gobierno provincial bonaerense hasta 1826, que no en vano es conocida
como la “feliz experiencia”, mostrarían que el parcial aislamiento político de Buenos
Aires podía ser, después de todo, la alternativa más conveniente para su población en
general y en especial para sus élites económicas. El intento unificador de 1824 puso
en entredicho esa posibilidad, y resulta significativo que la ruptura de Rosas con el
régimen rivadaviano en 1826 se debiera precisamente a la necesidad de este último de
poner a la ahora Gran Provincia al servicio de la organización de la nación. La federa-
lización de Buenos Aires en aquel año fue la causa inmediata de la enemistad.
Entre tanto, la resistencia de sectores económicos y políticos porteños a la orga-
nización nacional tuvo su contracara en la reticencia provinciana a someterse a una
nación comandada desde Buenos Aires. Reticencia que se transformaría en abierta
rebelión cuando esa hegemonía se tradujera en un imperio avasallante, exigiendo tro-
pas y recursos para hacer frente a la guerra con Brasil (1825-28). Se expresaba así la
repulsa del interior a un mando concentrado en Buenos Aires, que ya fuera tangible
desde la década previa en expresiones como el Artiguismo en el litoral, el lideraz-
go de Güemes en Salta, y otras manifestaciones menos conocidas, pero no menos
significativas. En Buenos Aires, desde luego, la faccionalidad política sazonaba la
confrontación. Y todo ello terminó por desembocar en la caída del proyecto nacional
de los “unitarios” en 1827.5
La guerra con Brasil fue el último hito en la desmembración del viejo Virreinato
del Río de la Plata, ya que resultó en la definitiva alienación de la Banda Oriental, en
tanto Bolivia y Paraguay (y también Chile, que no fue parte del Virreinato) avanzaban
en sus propios procesos de formación nacional, definiendo espacios ajenos a la futura
Nación Argentina (más allá de que en el caso Paraguayo el reconocimiento formal de
esta realidad solo sobrevendría en 1857).6 Faltaba sin embargo definir la forma en que
las provincias que emergieron en aquel espacio se iban a coordinar en un, o eventual-
mente más de un, Estado-nación.
En los años posteriores a aquella guerra las propuestas de unificación partieron
más bien de las provincias del interior. La inició el cordobés Juan Bautista Bustos,
retomando tibiamente un proyecto que fracasara a comienzos de los años 1820. La
variante “unitaria”, sin embargo, tendría más fuerza, cuando resurgiera ya no con
centro en Buenos Aires, si no en la propia Córdoba. Cuando los oficiales rivadavianos

5 Cabe aquí una aclaración sobre el uso de los términos unitario y federal, que refieren a una forma de
organización institucional. Ellos fueron asignados a partidos políticos en el Plata, en principio, porque
esos partidos tendieron a identificarse con esas formas institucionales, aunque no de manera estricta
(Barba, 1982; Chiaramonte, 2016). Más tarde, las designaciones partidarias seguirían siendo usadas ya
sin referencia efectiva a las formas institucionales. Para evitar confusiones, cuando creo que se pueden
generar dudas, uso mayúsculas al referirme a las identidades partidarias, y minúsculas cuando lo hago
a las formas institucionales. Lo mismo haré con el término liberal, y otras palabras que también fueron
utilizadas como denominación partidaria.
6 Desde luego, los límites territoriales de las nuevas naciones seguirían en conflicto por largo tiempo.
Eduardo José Míguez 21

volvieron de la guerra con Brasil, Juan Lavalle concentró su fracasado intento en la


lucha facciosa porteña, en tanto José María Paz articuló en 1830 un poder bastante
más exitoso en el interior, con miras a establecer una nueva organización nacional.
Su Liga Militar del Interior, sin embargo, sucumbió ante la fuerza de Buenos Aires,
aliada entonces a las provincias del Litoral y a caudillos federales del interior, encabe-
zados por Juan Facundo Quiroga.
Ya vimos como Rosas coartó la posibilidad de organización contenida en la Comi-
sión Representativa, y en 1833 sus partidarios abortaron el proyecto de organización
federal que propiciaban sus sucesores en el gobierno porteño. A partir de su vuelta al
mando en 1835 Rosas fue encontrando una solución práctica al problema de la articu-
lación territorial, retomando en parte la situación de la “Feliz Experiencia”. Mediante
el poder económico de Buenos Aires fue estableciendo su influencia en las otras trece
provincias y en la Banda Oriental. Ese poder económico le permitía alianzas políticas,
que aseguraran la supremacía militar sin que el peso humano de la guerra recayera
exclusivamente sobre Buenos Aires (Szuchman, 1986). Sus alianzas en el litoral, con
Entre Ríos, con Santa Fe, con los orientales de Oribe, hicieron que estas regiones
aportaran una parte importante de las tropas federales, con el apoyo económico por-
teño. A su vez, esta hegemonía política aseguraba controlar la riqueza del emporio
comercial porteño y los recursos aduaneros, en tanto la campaña bonaerense, menos
afectada por las guerras civiles que sus pares de la Banda Oriental, Entre Ríos y Santa
Fe, y con gran potencial de expansión y riqueza, se convertiría a un ritmo veloz y
creciente en el gran centro productivo pampeano.
Esta estrategia se mostró muy exitosa cuando varias provincias presionaron para
avanzar en la organización nacional en 1840, formando la Liga del Norte y descono-
ciendo las atribuciones asumidas por el gobernador de Buenos Aires. Se desencadenó
entonces una guerra en la que Rosas, como era habitual, caracterizaba a sus enemigos
como “unitarios”. De hecho, con el advenimiento de la generación Romántica en la
década de 1830, la idea de una institucionalidad federal según el modelo norteameri-
cano (pensado en buena medida a partir del influyente texto La democracia en Amé-
rica, de Alexis de Tocqueville) se había abierto una amplia brecha en los cuadros
antirrosistas. Más allá de formas institucionales, la ambición de algunas dirigencias
provinciales por organizar al país chocaba con la resistencia del gobernador de Bue-
nos Aires. Tal como estaban las cosas, la ciudad puerto mantenía su hegemonía y el
control de los recursos generados por la principal aduana del país, la única abierta al
Atlántico, ya que Rosas resistía la navegación de los grandes ríos que podrían abrir
el litoral al comercio internacional. La dura derrota de las provincias interiores en
1841 relegó esa aspiración a Corrientes, aliada a los exilados antirrosistas residentes
en Montevideo y a sectores santafecinos, sin que tuvieran mejor suerte. Incluso antes
de su derrota definitiva (1847) un actor crucial en la alianza rosista, el gobernador
de Entre Ríos Justo José de Urquiza, estaba siendo cortejado para que asumiera la
conducción del proceso de organizar la nación, y de paso, abriera los puertos de su
provincia al comercio exterior (Varela, 1846).
22 Los trece ranchos

Visto así, lo que Rosas presentaba como la lucha de dos partidos aparece como
la resistencia porteña a organizar la nación. Sin duda, es esta una perspectiva parcial;
valga sin embargo para compensar el peso que la tradición asigna a la confrontación
entre unitarios y federales como explicación de las luchas civiles argentinas de la
etapa. Porque si la resistencia de Rosas a organizar la nación no es, sin duda, la clave
única de la etapa previa a 1852, sí es un indicador importante de un problema central
del proceso de formación de la Nación Argentina.
Esta escueta recapitulación de los trabajosos antecedentes de los intentos de cons-
tituir una nación antes de 1852, que retomaremos en el primer capítulo, tiene por pro-
pósito resaltar el hecho de que ya antes de que Urquiza pusiera en marcha con Caseros
el que a la postre terminaría siendo el proceso finalmente exitoso de conformación
de la República Argentina, las provincias habían mostrado al menos tanta vocación
como Buenos Aires (seguramente, más) por consolidar el país. Si después de la caída
del poder central en 1820, Buenos Aires había liderado la reunificación de 1825 (el
único de estos procesos que logró cierto avance sustantivo antes de sucumbir), desde
Córdoba Bustos había intentado reunir un congreso organizativo en los años previos,
finalmente obstruido por Buenos Aires. Nuevamente en los años que van de 1827 a
1830 había buscado poner en marcha un proceso de conformación nacional. Luego de
desplazarlo, Paz comandó la Liga Militar del Interior (llamada a veces Liga Unitaria)
que buscaba organizar la nación bajo un signo político distinto. Mencionamos ya el
intento de la Comisión Representativa de 1831. Una década después la Liga del Norte
levantó el mismo estandarte contra Rosas. Cuando finalmente Urquiza lo hizo suyo en
1850, solo reiteraba esa vocación de unificación con impulso exterior a Buenos Aires.
En esta luz, la confrontación de los “unitarios” del interior con Rosas y sus aliados del
litoral en 1830 y en 1840 puede ser vista como un antecedente de las luchas entre la
Confederación y Buenos Aires (ya sin sus aliadas) de la década de 1850, que analiza-
remos con más detenimiento en este libro.7
Aunque la tradición historiográfica ha tendido a resaltar el rol de Buenos Aires en
la organización de la nación, nada hay de sorprendente en el resuelto papel de las diri-
gencias del interior en este proceso. Si desde la misma revolución de mayo someterse
al poder porteño nunca fue para ellas una perspectiva atractiva, la conveniencia de
formar parte de un espacio de poder y económico más amplio eran bastante evidentes.
Las mismas razones que hacían que para Rosas la laxa organización confederal que
emergió luego de la derrota de la Liga Unitaria, y que tenía como referencia el Pacto
Federal de 1831, fuera un cómodo arreglo, hacían que lo fuera mucho menos para las
otras provincias.
Por su parte, los propios enemigos de Rosas especulaban en los años finales de la
Confederación que comandaba que el poder de hecho que Rosas había ido concen-
trando podía constituirse en la base que facilitara la construcción de la nación unifica-
da. Sin duda, esto fue en parte cierto. Pero también lo fue que en buena medida aque-

7 No deja de ser sugerente que la constitución de 1853 fuera más “unitaria” (otorgaba menos autonomía
a las provincias) que la que resultó de las reformas propuestas por Buenos Aires en 1860.
Eduardo José Míguez 23

llo se debía a que de una forma u otra, los débiles estados provinciales necesitaban del
respaldo de la vieja capital. Tras la dura derrota de 1841 la única forma de obtenerlo
fue someterse a su hegemonía. Y esa tensión seguiría vigente después de 1852.
No es improbable que Vélez tuviera en mente este legado cuando escribió su ar-
tículo sobre la revolución en Córdoba. Lo que allí argumentaba era que aquel movi-
miento mostraba que ante la incertidumbre y confusión en Buenos Aires sobre la or-
ganización de la Nación después de Pavón, las dirigencias provinciales, encabezadas
por su provincia natal, mostrarían el camino. La acusación a Mitre, que después del
triunfo no había sabido que hacer con él, se extendía de alguna forma a toda la pro-
vincia. En una carta a su amigo y oficial subordinado Wenceslao Paunero, de allí se
tomaba el general despechado para asumir la falta de repercusión del artículo de Vélez
en su ciudad natal. Si el daño que causara no fue mayor se debía en buena medida a
los sucesos militares (el triunfo de las fuerzas porteñas comandadas por el oriental Ve-
nancio Flores en Cañada de Gómez) y a que el artículo insultaba al pueblo de Buenos
Aires al suponerlo ajeno a la construcción de la nación.
Sin embargo, en la medida en que fuera cierta la indiferencia de Buenos Aires por
la nacionalidad, tal como señalaban en sus intercambios epistolares en aquellos días
tanto Sarmiento como por el propio Mitre, el argumento del último en la carta a Pau-
nero (30/11/1861, en AP) era más bien la expresión de un deseo. O en todo caso, la
esperanza de que lo que hoy llamaríamos la “corrección política” del sentido nacional
argentino se sobrepusiera a los sentimientos localistas porteños. De hecho, en la mis-
ma carta, Mitre señalaba que actitudes como la de Vélez no hacían más que favorecer
a sus adversarios, los vergonzantes sectores autonomistas o separatistas e independen-
tistas. Vergonzantes, más no totalmente silenciosos. Elocuente al respecto resulta la
postura de José Mármol; para él había dos políticas posibles: o la unificación nacional
liderada por Buenos Aires sin recurrir a los elementos derrotados en Pavón (lo que
descarta), o la separación sine die de esta provincia: “la primera es la mejor, pero la
segunda es la posible, y por consiguiente, la aceptable” (El Nacional, 19/10/1861),
argumento que repite con variantes en el Senado porteño (Sommariva, 1931: 170).
En las antípodas, contra la opinión de Vélez, Mitre sabía como continuar su cam-
paña. La correspondencia del general días después de la batalla, en especial con el Go-
bierno Delegado (sus ministros y el presidente del senado que ejercía interinamente
la gobernación) y la que comunicó nada menos que a su oponente, deja en claro que
Mitre tenía un preciso plan desde antes de Pavón.8 Luego de la batalla hizo partíci-
pe a Urquiza de sus intenciones en buena medida para sugerirle que era innecesario
continuar la guerra, calmando la preocupación por una inmediata intervención en su
provincia, y enunciando cierta moderación en las demás. Ya tendremos oportunidad
de analizarlo, y discutir hasta que punto se cumplió. Aquí simplemente deseo resaltar
el problema en el momento mismo en que se inició una senda que llevaría a su final

8 Vélez, por lo demás, sabía que así era, ya que junto con Sarmiento y otras figuras de prestigio, había
integrado una comisión con la que consultó el Gobierno Delegado sobre la comunicación con Urquiza,
en la que Mitre exponía su plan.
24 Los trece ranchos

solución en 1880 (con una secuela que solo se cerraría en 1890, Gerchunoff, Rocchi
y Rossi, 2008). Ni el triunfo del Litoral en 1852 en Caseros, ni el del conjunto de las
provincias sobre Buenos Aires en 1859 en Cepeda, ni el de Buenos Aires en Pavón
en 1861 definirían de manera decisiva el camino a la conformación de la nación. Este
se fue perfilando con la participación de múltiples actores de distintos trasfondos, que
según hemos sugerido, venían intentando lograr una formula viable desde tiempo
atrás, y que finalmente la irían encontrando en el complejo período que con razón se
ha denominado “de la organización nacional”.9

Bases de poder
¿Quiénes eran esos actores? Más allá de sus expresiones concretas y características
particulares, pueden señalarse ciertos rasgos generales que muestran diferentes bases
de poder. Vale aclarar que lo que aquí se presenta es una caracterización simple, solo
útil para destacar aspectos generales, y que en los capítulos se encontrarán los perfiles
concretos de cada caso. Una figura referida una y otra vez en la época y en la historio-
grafía es la del caudillo, cuyo nota típica es su capacidad de apelar a la movilización
militar, con frecuencia, de sectores populares rurales, para imponerse en la disputa
por el poder, que tiende a ejercer de manera permanente, monopólica y paternalista.10
El caudillismo operaba en escalas diferentes articuladas entre sí; liderazgos locales o
regionales vinculados con jefes provinciales, que a veces buscaban tener influencia
en las provincias vecinas, y en contados casos (Urquiza, antes que él José Gervasio
de Artigas, Juan Bautista Bustos, Estanislao López, Facundo Quiroga, Juan Manuel
de Rosas), tenían un reconocimiento generalizado en el Plata. La trama menuda del
caudillismo consistía en relaciones clientelares y simbólicas, que hacían del caudillo
protector material y emblemático de sus clientes, así como expresión de su identidad.
Los caudillos locales eran a su vez clientes de los más encumbrados, cuyo vínculo
simbólico, sin embargo, solía llegar directamente hasta los sectores populares, espe-
cialmente los rurales, de su provincia y en ocasiones a territorios vecinos. Es central al
fenómeno del caudillismo una limitación del estado deliberativo de las élites urbanas
y la fuerte concentración del poder en una figura. Esto, sin embargo, no implicó la
inexistencia de un sistema institucional, como se verá más adelante, pero si su subor-
dinación al poder efectivo del gobernador-caudillo.11 Los caudillos provinciales eran
naturales expresiones de la autonomía provincial, porque esta permitía preservar me-
jor su trama clientelar y alegórica, y por ello se los identifica como federales. Pero no

9 Elocuente es el intento por historiarlo de León Rebollo Paz (1951), que lamentablemente no pasó más
allá del primer tomo (1850-1852). Otra referencia clásica es Halperin (1980).
10 Una referencia relativamente reciente es Goldman y Salvatore (1998), Halperin (1999) ilustra las va-
riaciones que el término tiene en el tiempo; nuestro argumento se desarrolla con mayor precisión en
Ayrolo y Míguez (2012). Ver también Agüero (2016).
11 La posible vigencia de una “antigua constitución” (Chiaramonte, 2010), no invalida, en mi opinión,
el valor del concepto de caudillismo, si se lo entiende como expresivo de la trama de construcción del
poder y no de las formas institucionales o su ausencia.
Eduardo José Míguez 25

faltaron en absoluto caudillos que se volcaran al bando unitario-liberal, y tampoco fue


infrecuente que líderes caudillescos oscilaran entre los diferentes sectores políticos.
Los rivales más notorios de los caudillos en las provincias eran las élites urbanas.12
Dirigencias que aspiraban a representar a los sectores sociales tradicionales encum-
brados, respetables, prestigiosos, cultos, y sus tramas de relaciones –lo que Weber
definiría como dominación tradicional, y Bourdieu llamaría capital social, simbólico
y cultural–. Estaban integrados en general por comerciantes, letrados, terratenientes;13
algunos eran ricos, pero muchos distaban de serlo aunque debían al menos ser capaces
de mantener la apariencia de una dignidad económica. Con frecuencia las dirigencias
urbanas lograban la subordinación de caudillos menores, muchas veces, ocupando
puestos como comandantes militares rurales, jueces de paz o subdelegados, “jefes
políticos” (Pavoni, 2000), lo que les permitía extender su influencia en la campaña.
Vale decir, sin eliminar el caudillismo local rural, lograban subordinarlo a ellas. Por
lo común, estas dirigencias urbanas tenían una fuerte propensión a formar bandos
facciosos que disputaban el poder entre sí. Estos bandos podían definirse en relación
a identidades políticas amplias –Federales, Unitarios, Liberales; más tarde el Partido
Nacionalista, el Autonomista y el Nacional14– o solo en cuanto a sus conflictos loca-
les, agrupándose en clubes opuestos, que típicamente recibían nombres como Club
de la Libertad, Club del Pueblo, Club Constitucional, etc. Aunque en ocasiones es
posible discernir diferencias programáticas o identitarias entre estas configuraciones,
muchas veces traducían rivalidades personales o de grupo en confrontaciones por el
poder. Y en ocasiones se vislumbran por detrás viejas afinidades y conflictos de cla-
nes, que se remontan a la colonia.15
Caudillismo y “gobierno oligárquico”, como ha sido con frecuencia llamado el po-
der de las élites provinciales, son dos formas alternativas de poder, aunque no siempre
antagónicas, como se verá. En la etapa que nos ocupa, el primero se halla en retirada y
el segundo en ascenso, hasta tal punto que seguramente ya para fines de los años 1860
y en la década siguiente los viejos jefes locales o caudillejos de base rural pasaron a

12 La contraposición entre caudillismo y dirigencias urbanas es un clásico de la bibliografía sobre Améri-


ca Latina en el siglo XIX; solo como ejemplo, para el caso de Corrientes, en Argentina: (Chiaramonte,
1986b: 184), en tanto Murilo de Carvalho (1990: 31) destaca la excepcionalidad de Brasil y Chile,
donde las últimas habrían evitado el surgimiento de caudillos militares.
13 Propietarios fundiários, en general de residencia urbana, si bien visitaban ocasionalmente sus estable-
cimientos rurales, no pocas veces poseían además niveles de instrucción relativamente altos.
14 El Partido Nacional fue la configuración que apoyó a Avellaneda en 1874 y a Roca en 1880, que los
mitristas llamaban para desprestigiarlo “liga de gobernadores”. Confluiría con un sector del autono-
mismo, un partido esencialmente porteño, en la formación del Partido Autonomista Nacional en 1880.
El Partido Nacionalista es el nombre que se daba a sí mismo el mitrismo, que sobre todo en el interior,
era a veces llamado “liberal”, aunque en sus orígenes, esta denominación incluía también a los que más
tarde serían llamados autonomistas. El tema de partidos y facciones es retomado con referencias más
concretas en otros pasajes del libro.
15 Una deliciosa expresión de ello, sin duda intencional, es cuando el historiador riojano Félix Luna, al
prologar el libro de su colega catamarqueño Armando Bazán (1986), declara que son amigos hace...
siglos, refiriéndose a clanes familiares afines de las dos provincias vecinas.
26 Los trece ranchos

ocupar un rol diferente y subordinado en la estructura política.16 Como contracara,


comienza muy lentamente a surgir la expresión política de los sectores urbanos ajenos
a las viejas élites, que adquirirá volumen en las décadas siguientes, y que abrirá nue-
vos rumbos hacia fines del siglo XIX y en el siguiente (para su temprana emergencia
en Buenos Aires, Sabato 1998). Así, el eclipse del protagonismo de las poblaciones
rurales en la política, y el carácter embrionario de la inclusión de los trabajadores y
sectores medios urbanos, dejó de manera creciente entre 1852 (con antecedentes en la
década de 1840, como se verá) y 1890 el campo abierto al protagonismo dominante,
si no excluyente, de dirigencias urbanas de raíz tradicional, abiertas a quienes poseye-
ran o adquieran los adecuados capitales culturales y/o económicos, en especial en el
litoral (Bragoni, Míguez y Paz, en prensa).

Federalismo, política y partidos


Para facilitar la comprensión de argumentos que se desarrollan en los capítulos que
siguen puede ser útil efectuar una reflexión sobre la lógica política que se desarrolla
en un sistema de gobierno federal. Algunos factores tienden a actuar como una suerte
de fuerza centrífuga, impulsando a que en cada provincia los actores y las configura-
ciones políticas actúen con una lógica meramente local. Otros incitan a converger en
un centro de poder, ya sea una suerte de fuerza centrípeta, que impulsa a los actores
locales a agruparse en fuerzas nacionales, ya las que permiten a los centros de poder
alinear a los políticos locales en concentraciones nacionales, vale decir, una suerte de
fuerza gravitacional, con tendencia de atracción originadas en el propio centro. Así,
la propensión a la formación de configuraciones políticas nacionales responde tanto a
la voluntad de actores provinciales que buscan agruparse en el orden nacional, como
a la capacidad de esas mismas configuraciones nacionales de atraer a los actores pro-
vinciales a su influencia. Desde luego, los integrantes de las fuerzas nacionales son
algunos de los mismos que los de las provinciales. Solo que en la medida en la que
disputan el poder en las instituciones nacionales centran su interés en sumar a las
fracciones provinciales en un polo unificador.
En la estructura habitual de los sistemas federales la amplia mayoría de los cargos
políticos se definen en el interior de las provincias u estados. Las legislaturas y los
ejecutivos provinciales emergen de elecciones locales, y estas autoridades pesan en
la designación de otras autoridades provinciales. Incluso, en la etapa que nos ocupa,
cuando no existían regímenes municipales autónomos, también los poderes territoria-
les se definían en el plano provincial. Más aún, los cargos legislativos nacionales tam-
bién se definen en la política local. Para quien aspira, entonces, a ocupar posiciones
de poder, la prioridad es el entramado político en su provincia. Sin duda, este es un
elemento fuertemente centrífugo, y bien puede considerárselo dominante en muchos

16 El término caudillo se aplicaría entonces a líderes políticos con algunos rasgos comunes con sus ante-
cesores (popularidad, clientelismo, paternalismo) pero con grandes diferencias y en contextos muy dis-
tinto. Fundamentalmente, la capacidad de movilización electoral reemplaza a la militar o tumultuaria.
Eduardo José Míguez 27

sistemas políticos federales, incluyendo la Argentina de la segunda mitad del siglo


XIX (y posiblemente, también en las primeras décadas del siglo XXI).
El régimen electoral decimonónico reforzó esta tendencia. Existía baja participa-
ción electoral, asidua presencia de sistemas clientelares que favorecían el tutelaje de
los votantes y manipulación del proceso electoral y los resultados por las autoridades
de turno. Así, la capacidad de estas, en particular de los gobernadores, de influir mar-
cadamente en las elecciones en general, y sobre todo en las del ejecutivo nacional,
reforzaban su poder. Sin embargo, esto generaba una tendencia contraria. Al depender
de los gobiernos locales para obtener resultados electorales y un parlamento favorable
(aunque este no siempre era controlable) los poderes centrales encontraban una fuerte
motivación para intentar intervenir en la política provincial.
Por su parte, sensibilidades políticas compartidas, acuerdos ideológicos o progra-
máticos, liderazgos nacionales fuertes incitaban a los políticos de las provincias a
buscar acuerdos supra-provinciales. Cuando los líderes locales se reconocían en iden-
tidades, proyectos o figuras nacionales, tendían a cohesionarse estructuras políticas
más extensas. Más aún si esas identidades o liderazgos atraían también a actores po-
líticos más amplios, ya fuere “la opinión” (la opinión pública de las minorías ilustra-
das), cuadros, bases electorales o contingentes movilizables. Líderes como Urquiza o
Mitre, que alcanzaron prestigio social en las provincias,17 lograron que las dirigencias
locales buscasen asociarse a ellos para legitimarse en el propio plano local además de
buscar un buen posicionamiento nacional.
Desde luego, los más típicos instrumentos que contribuyen a la convergencia en
asociaciones políticas nacionales son los recursos del Estado. En general, por lo que
este podía favorecer a provincias aliadas, obedientes, con apoyos presupuestarios o
militares, financiando obras, etc. Esta posibilidad variaba según la capacidad efectiva
del Estado nacional en las diferentes etapas. Los sectores de oposición podían buscar
la solidaridad en sus demandas, en especial en el parlamento. En las coyunturas elec-
torales, era importante el apoyo económico para las campañas, ya fuere con recursos
fiscales o eventualmente, el apoyo de particulares ligados a los centros de poder. En
concreto, quienes contaban con apoyo en Buenos Aires, mucho más rica que las otras
provincias, podían utilizar recursos económicos obtenidos allí para activar sus sos-
tenes electorales en sus provincias. Como se verá, sin embargo, esto no definió las
elecciones presidenciales. El otro gran instrumento gravitatorio fueron las dependen-
cias nacionales, sobre todo las fuerzas armadas y en menor medida, jueces federales,
autoridades de los colegios y más tarde del Banco Nacional, etc. Desde luego, también
el poder militar o económico de intervención en provincias desafectas actuó como una
tendencia a sujetar a las fuerzas políticas locales al plano nacional.
La combinación de estas tendencias variaron en el tiempo y en el espacio, y lo que
es igualmente importante, variaron entre las diferentes asociaciones políticas. Convie-
ne, entonces, discutir el concepto de “partido” en el contexto de la Argentina del tercer

17 El segundo, en sectores de las élites, el primero seguramente con bases sociales más amplias.
28 Los trece ranchos

tercio del siglo XIX. No es una tarea sencilla, porque era un concepto polémico y
polisémico, que refería a configuraciones igualmente polémicas y ambivalentes (entre
la amplia bibliografía, ver por ejemplo Bonaudo, 2015 o Nanni, 2017). Dos problemas
se entrecruzan en este análisis. Por un lado, la legitimidad misma de la existencia de
partidos, frente a la idea de unidad del pueblo de la nación, que fue cambiando a lo lar-
go del siglo (Sabato, 2020; Hirsch, 2018). Pero más allá de esta problemática concep-
tual, y entrecruzándose con ella, estaban las divisiones concretas de las dirigencias,
fuere por disidencias en el plano de ideas y proyectos, de sensibilidades e identidades,
de tramas personales, o, como es previsible, por el entrecruzamiento de estos factores.
Partido podía referirse a una agrupación amplia, unida por ciertas ideas, proyectos,
sensibilidades comunes, aunque sin un programa o una estructura organizativa defini-
dos. Ya desde la revolución de Mayo el término se empleaba en este sentido (Aram-
buro y Macchi, 2012), que daba cierta legitimidad a los partidos de ideas y principios.
Por otro lado, se lo solía usar de manera despectiva, para referirse simplemente a una
“facción”, es decir, una parte, una fracción de la sociedad que se asociaba para obte-
ner beneficios para sus integrantes. Podríamos describirlas como lo que la teoría de
redes sociales llama una “coalición” (Boissevain, 1974), una asociación de personas
en busca de objetivos determinados, y en general, eran consideradas manifestaciones
ilegítimas que sobreponían el interés particular por sobre el general de la nación.
El uso que hizo Rosas de la idea de partido entremezclaba ambos componentes.
La ley, el orden y la religión se identificaban con el Partido Federal, único legítimo,
que de esa forma, más que un partido, era la expresión del pueblo todo. Sus enemigos
unitarios eran anarquistas, impíos, salvajes que debían ser excluidos de la sociedad.
Sus rivales invertían los términos, asumiendo la representación de los valores de la
civilización y los principios, excluyendo de la legitimidad a sus bárbaros enemigos,
que se oponían a establecer las instituciones que garantizaran las libertades de los
ciudadanos. Así, la identidad del Partido Federal y la que se fue asumiendo como
liberal se legitimaban no en la aceptación de la diversidad, si no en la presunción de
que el partido propio era la legítima expresión del “pueblo”, y sus rivales una facción
opresora.18 Este esquema se prolongaría, con matices, incluso cuando los partidos
perdieran el tenor irreconciliable de la era rosista.
Frente a esta tradición, Urquiza llamó a una fusión de partidos que reconstruyera
la unidad del pueblo virtuoso. Los hombres de valía y de bien debían renunciar a los
partidos sectarios, excluyentes y personales, fundiéndose en la causa del bien de la
nación. Frente a esta postura, los Liberales siguieron apelando a la legitimidad exclu-
yente de su partido, como se observa en la polémica epistolar con Mitre sostenida en

18 Es interesante que ambos bandos se acusaban mutuamente de anarquistas. Para el rosismo, los uni-
tarios lo eran, porque socavaban los cimientos del orden social establecido (religión, paternalismo,
autoridad). Para los liberales, lo eran los federales que no respetaban las instituciones republicanas (in-
dependencia de los poderes, derechos y garantías individuales, libertad de ideas, prensa, sufragio) que
ellos intentaban establecer. Después de 1852, si bien los Liberales continuaban caracterizando como
anarquistas a los Federales, los valores republicanos modernos estaban presentes en ambos bandos, y
sancionados tanto por la constitución de 1853 como por la reformada de 1860.
Eduardo José Míguez 29

1861 en vísperas de la batalla de Cepeda (Míguez, 2018: 171 y ss.). Lo mismo harían
en esos años, como veremos, los Federales extremos de tradición rosista, que rechaza-
ban la fusión y seguían apelando a la confrontación de los partidos.
Así, la legitimidad de un “partido” excluía la legitimidad de la confrontación de
diversos partidos, y mantenía la concepción de la unidad del pueblo. Pero a la vez, iba
creciendo la idea de la democracia plural, inspirada en buena medida en los ejemplos
de países con mayor estabilidad en su sistema político. Ya en 1868 La Nación Argen-
tina, impugnando la manifestación de Sarmiento de no ser hombre de partido, decía
“...en una república tal vez no es mérito no pertenecer a un partido, porque los partidos
son inherentes a la naturaleza de las democracias, a todo gobierno que tenga por base
el sufragio popular, más o menos limitado”. Donde hay democracias, hay partidos,
todas las naciones del mundo los tienen, incluso Estados Unidos (16/4/1868).
La constitución de la provincia de Buenos Aires de 1873 establecía en su artículo
49: “La proporcionalidad de la representación, será la regla en todas las elecciones
populares, a fin de dar a cada opinión un número de representantes proporcional al
número de sus adherentes, según el sistema que para la aplicación de este principio
determine la ley”, dando cuenta de una concepción pluralista de la política. Y la ex-
presión “partido orgánico” comenzó a usarse para referirse a instituciones con bases
programáticas y estructuras organizativas que avanzaban en el sentido de lo que hoy
llamamos partido político.19 Así, aunque los partidos en el sentido moderno no exis-
tieron hasta el siglo XX, había una cierta idea de que era necesario construirlos, idea
que iría progresando lentamente en la segunda mitad del siglo XIX (Hirsch, 2016).
Más allá de su significado preciso, la política de la época se hallaba en efecto
partidizada. Una intrincada trama de afinidad de ideas, de programas, de intereses
sectoriales o locales, de sensibilidades, identidades, rasgos culturales, rituales, emble-
mas, construcciones simbólicas, en fin, de lo que Williams (1981) llama “estructuras
de sentimientos”; y también de redes personales, se expresaban en las configuracio-
nes políticas. Un mismo partido podía reunir personas que adherían a él sobre bases
programáticas con otras que lo hacían en defensa de intereses, por tradiciones iden-
titarias, por la apelación a sensibilidades o “estructuras de sentimientos”, etc. Los
liderazgos personales podían jugar un papel fuerte, pero no son distinguibles de las
identidades, los valores, las ideas, los programas, que esos líderes representaban para
quienes los seguían. Hubo agrupaciones fuertemente personales –los seguidores de
Urquiza (a partir de 1852) o Mitre (desde 1860 en adelante) a nivel nacional, los de
Adolfo Alsina (también a partir de los años sesenta) en la provincia de Buenos Aires,
por citar solo los ejemplos más notables– que no por serlo dejaban de apelar a otras
dimensiones en la convocatoria a sus seguidores. Otras agrupaciones, como el Partido
Nacional que apoyó a Nicolás Avellaneda, y su antecedente, la reunión de grupos
provinciales que llevaron a Sarmiento a la presidencia (ambos mal llamados “Liga de

19 “Hagamos de los partidos personales verdaderos partidos orgánicos y todo se habrá conseguido”, escri-
bió Lucio V. López en El Nacional, “Reconciliación bien entendida” 24/7/1877, citado por José Carlos
Chiaramonte, 2012: 153.
30 Los trece ranchos

Gobernadores”, utilizando el mote que le aplicaban sus enemigos mitristas), más que
responder a la conducción de individuos (ni Sarmiento ni Avellaneda fueron jefes de
partido), lo hacían a la confluencia de ideas, sensibilidades e intereses coyunturales.
Más tarde, Roca agregaría un liderazgo personal a esas tradiciones.
En la época era frecuente descalificar como “facciones” a algunas (o a todas) las
agrupaciones políticas, al considerar que más que expresar “principios”, ideas y pro-
gramas, eran solo camarillas que respondían a la caprichosa y mezquina pretensión de
monopolizar el poder en un grupo reducido de individuos. A veces, con fuertes bases
familiares, en los denominados “gobiernos de familia”. En ocasiones los historiadores
hemos tomado ambos términos, facciones y gobiernos de familia, para caracterizar
fenómenos de la época. No sin cierto fundamento, otros historiadores han cuestionado
este uso, argumentando que contribuye a desconocer las complejidad y especificidad
de las tramas políticas (por ejemplo Bragoni, 2004; Sabato, 2014).
No vale la pena enfrascarse en una discusión terminológica, que seguramente
aclarará poco. Sin duda, algunas agrupaciones políticas (especialmente en algunas
provincias, dado el limitado número de actores que tenían acceso en ellas al poder, y
la pervivencia de rasgos sociales diferenciales) tienen la forma de lucha de facciones
personales, con bases en entramados familiares, amicales, o de otra naturaleza,20 o
simplemente en alianzas circunstanciales, y recuerdan a las viejas luchas por prestigio
y poder –no sin implicaciones económicas– de los cabildos y más en general, de la
sociedad colonial.21 Pero sería inadecuado reducir la dinámica política solo a ese tipo
de expresiones, que coexistían con la idea de agrupaciones con principios, y eventual-
mente con programas y estructuras organizativas, que como vimos, formaba parte del
imaginario de la época. Así, la calificación de “facción” o “partido personal” servía
para establecer la distancia entre las aspiraciones y las realidades políticas que los ac-
tores atribuían a sus rivales, y en ocasiones, reconocían en ellos mismos (recordemos
la frase de V. F. López ya citada en nota al pie). En síntesis, más allá de sus aspiracio-
nes a constituir partidos de “principios” u “orgánicos”, o de la descalificación como
facciosos o personalistas, las agrupaciones políticas expresaban tramas basadas en la
compleja conjunción de elementos racionales e identitarios.
Por lo demás, la pertenencia a un partido no era un dato fijo. Una tendencia his-
toriográfica que se puede vincular a la tradición liberal dio a las identidades políticas
gran peso en sus explicaciones históricas, simplificándolas. La filiación unitaria, fede-
ral, liberal, autonomista, nacionalista, bastaba para explicar las conductas de los acto-
res. Esa visión resultó cómoda al revisionismo histórico, embanderándose en posicio-
nes opuestas. Como los propios contemporáneos solían apelar a estas identidades, la
historiografía académica moderna con frecuencia recurrió de manera poco crítica a la
utilización de estas categorías como claves explicativas determinantes, si no únicas.
Más aún, hay una tendencia a caer en anacronismos, dando permanencia a identidades

20 Herrera, 2007 a y b; Justiniano, 2010; Quintián, 2010; Paz, 2003.


21 Un brillante estudio de estos fenómenos en aquel contexto, con referencia especialmente al entramado
religioso, en Peire, 2000. Ver también Halperin, 2012, entre una amplia bibliografía.
Eduardo José Míguez 31

políticas y redes de afinidades, cuando en verdad muchas veces tuvieron significados


limitados y temporalmente circunscriptos. Una persona es identificada permanente-
mente con una facción o con un círculo de personas con los que estuvo vinculado en
algún momento, pero que no da cuenta de su trayectoria anterior o posterior.
Traigo a colación dos ejemplos que ilustran el problema extraídos de serias his-
torias de provincias. Una de ellas señala que Valentín Alsina llegó a la gobernación
de Buenos Aires a fines de 1852, recalcando que era autonomista.22 El autonomismo
fue una fracción del Partido Liberal porteño dirigida por el hijo de Valentín, Adolfo
Alsina, que surgió recién diez años más tarde, en 1862, en oposición a otro sector
liderado por Mitre, el Nacionalista. Puede argumentarse que ya en los tempranos años
1850 ambas tendencias se iban delineando, y que Valentín estaría próximo a su hijo.
Pero en su gobernación en 1852 el ministro clave de Alsina fue precisamente Mitre,
y la política que adoptaron tuvo un marcado tinte nacionalista, al intentar extender
la revolución del 11 de setiembre, como veremos. Cabe acotar que en otro pasaje la
autora señala refiriéndose a otros contexto “Como hoy, los hombres que prestaron su
apoyo a estas tres agrupaciones, fueron proclives al cambio según lo indicaron sus
propios intereses, los de partido o los del país” (125); y más tarde: “Los aliados de
ayer se convertirían en enemigos de hoy, a veces por cuestiones personales más que
de fondo” (132).
Otro útil trabajo, al referirse a Marcos Paz como comisionado del gobierno nacio-
nal al Norte en 1853 (ver capítulo dos de este libro), explica su conducta por su íntima
amistad con Mitre.23 Pero en 1853 es posible que ambos ni siquiera se conocieran
personalmente. Hasta 1852 Mitre había vivido en Montevideo, Bolivia, Perú y Chile
y no hay evidencia que Paz hubiera visitado ninguno de esos lugares. Pueden haber
coincidido en Buenos Aires después de Caseros, aunque seguramente estaban en pos-
turas muy distantes entre sí, ya que luego del levantamiento de diciembre de 1852 Paz
se sumó y fue secretario de Hilario Lagos, jefe de los rebeldes favorables a Urquiza, y
Mitre líder del gobierno porteño antiurquicista. Por fortuna, conservamos los archivos
de Mitre y Paz y ninguno de los dos tiene evidencia de contacto entre ellos antes de
fines de la década de 1850. El 22 de junio de 1855 Paz escribía a Benjamín Victorica,
“Los dos ministerios del sabio Mitre dejarán profundas impresiones
de dolor a todo porteño que se detenga un instante a meditar las con-
secuencias de sus doctrinas. En la revolución de setiembre pretendió
conquistar toda la república, con lo que obligó a todas la Prova. a
abrazar un arma para mantener la paz. Hoy que entra por segunda

22 “El 30 de setiembre, Valentín Alsina había sido nombrado gobernador de Buenos Aires. Triunfaba allí
la facción autonomista, sin duda la menos favorable para ganar el apoyo del interior...” Riquelme 2007,
74. Pero en una nota de pg. 162 da una versión más acorde al período en cuestión: “En Buenos Aires
existió el Club Libertad, que era el partido donde se nucleaban los seguidores de Alsina y Mitre y, con
el tiempo, pasó a estar presidido por este último.”
23 “Siendo Paz intimo amigo de Mitre...”, Páez de la Torre 1987, p. 513. Agrega Páez de la Torre que el
otro comisionado, Lavaysse, era muy cercano a Taboada, lo que sin duda es exacto en ese momento.
32 Los trece ranchos

vez, obliga a los salvajes amigos a declarar la guerra aliándose a los


enemigos” (AV).
Más tarde, mucho después de la misión a la que hacía referencia el texto citado, sí
habría un período de estrecha colaboración entre ambos, en el que Paz llegó a ser
vicepresidente de Mitre. Sin embargo, poco antes de su muerte en enero de 1868
Paz se aproximó a los autonomistas enfrentándose con los correligionarios de Mitre,
si bien las relaciones personales entre ellos se mantuvieron razonablemente buenas.
Estos ejemplos se deben posiblemente a descuidos de los autores, que según tratamos
de mostrar, en otros pasajes fueron más precisos. Pero ilustran una tendencia que en
trabajos menos serios se generaliza, y que ofrece una visión simplista de los procesos
históricos. Al explicar las conductas es necesario evitar identidades invariables que
no se ajustan a los hechos, y cuestionarse más allá de clasificaciones superficiales para
tratar de entender por qué los actores actuaron en cada circunstancia como lo hicieron.
Sin duda, las identidades son un posible factor, pero es necesario tener en cuenta su
dinámica y sopesarla críticamente junto a otros posibles elementos.24
El peso de cada uno de estos elementos en las diferentes agrupaciones y en mo-
mentos distintos sin duda es desigual. Y eso nos remite nuevamente al problema de
la dinámica del federalismo. Como señalábamos páginas atrás, los factores que dan
cohesión a los partidos en el plano nacional actúan como tendencias centrípetas.
Cuando existe un líder que crea adhesiones fuertes, o una sensibilidad e identidad
muy arraigada, ya sea en las dirigencias o en sectores más amplios de la población,
es más probable que las agrupaciones políticas en las provincias respondan a criterios
nacionales. El mitrismo y el federalismo urquicista expresan estos fenómenos. En el
período, sin embargo, es más frecuente que la lógica de la política sea centrífuga. Y
aún agrupaciones provinciales que se identificaban con el mitrismo o el urquicismo,
fuera de coyunturas que apelan a sus identidades más amplias (como las elecciones
presidenciales) actuaban con lógicas locales. Con más razón los líderes y las agrupa-
ciones que carecen de referencias de peso equivalente en el plano nacional estaban
más abiertas a redefinir sus alineamientos nacionales según las coyunturas y las que
estiman sus conveniencias. Es importante tener esto presente para comprender la evo-
lución política de la época.25

24 Pareciera más exacto decir que Valentín Alsina, de pasado unitario, tenía una fuerte tendencia cen-
tralista que despertaba resquemor en las provincias, y que Paz, aún siendo federal en 1853, no tenía
simpatías por caudillos del estilo de Celedonio Gutiérrez. Ambos puntos se analizan más adelante en
este texto.
25 Por ejemplo, parece razonable la hipótesis de que la muerte de Urquiza en 1870 facilitó que los diri-
gentes y las agrupaciones que lo apoyaban en las provincias fueran derivando hacia el Partido Nacional
primero, y más tarde hacia el Partido Autonomista Nacional. En cambio, que el peso de Mitre en su
partido tendiera a mantener un cierto grado de cohesión nacional en sus adhesiones provinciales, lo que
después de su presidencia tendiera a hacerlas menos atractivas en cada una de las provincias.
Eduardo José Míguez 33

Construir un Estado-nación
Uno de los temas más clásicos de las ciencias sociales ha sido el proceso de formación
estatal, y en particular, de la organización del Estado nacional. En Argentina, luego de
un considerable atraso, el tema ha concitado mucha atención en las últimas décadas, y
en particular, una línea de avance en este siglo ha ido deshilvanando los fundamentos
de la formación del Estado.26 En cambio, el estudio de los procesos políticos de la or-
ganización de la nación es casi tan viejo como el proceso mismo, y hombres que fue-
ron muy próximos a los actores de la unificación de la nación contribuyeron a escribir
su historia.27 Si así fue, es porque tenían claro que para poder construir un Estado na-
cional hacía falta ante todo un centro de poder. Vale decir, adquirir la capacidad para
“imponer la propia voluntad” (diría Weber), o mejor aún, para conducir un proceso
de convergencia de voluntades –convergencia por las buenas o por las malas– que lo
fuera construyendo. Fue por eso que, como señalábamos páginas atrás, la generación
de 1837, y sobre todo Alberdi, especulaban con que la hegemonía rosista podía ser la
base de la formación de la república. Y esa misma necesidad de un centro de poder,
además de los recursos económicos, explica la preocupación de las dirigencias del
interior por la continuidad de la separación de Buenos Aires, y su búsqueda de una
solución a ella. Es esto lo que intentamos explorar en estas páginas.
Como ha mostrado una extensa bibliografía, a partir de mediados del siglo XVII
las monarquías absolutas fueron estableciendo reformas, fundadas en parte en los
cambios ideológicos de la época y en parte en las necesidades financieras espoleadas
por los conflictos militares. Ellas fueron dando forma a las administraciones centra-
lizadas a la vez que a las estructuras políticas, ideológicas e institucionales de los
modernos Estados nacionales. A partir de fines del siglo XVIII esas nuevas formas
políticas se fueron generalizando lentamente en el mundo occidental, y las revolucio-
nes hispanoamericanas deben ser comprendidas en su secuela.
Sus fundamentos ideológicos abrevaban en diferentes tradiciones, que debieron
hacer frente a las dificultades para legitimar un nuevo poder. En el Río de la Plata –al
igual que en otras latitudes americanas– una parte del problema, como ya se mencio-
nó, fue la articulación espacial del poder, lo que llevó a la fragmentación política del
territorio en 1820. En esa coyuntura se impuso en Buenos Aires un grupo reformista
de inspiración liberal-iluminista (Benthamiana), que comenzó a sentar las bases para
una reorganización del Estado, que en diversas medidas fue imitada en las provincias.
La derrota de ese sector (los unitarios), dio lugar al predominio de un sector federal,
que dentro del marco republicano, propició formas de poder más eclécticas.
El momento romántico, potenciado en el Río de la Plata por la presencia mazzi-
niana, buscó aunar en la filosofía política y en la práctica ideológica los fundamentos

26 Una versión clásica en Oszlack, 1982. Más recientemente, Garavaglia (2007, 2015, et al 2012) y otros
trabajos por él inspirados. Ver también Zimmermann, 1998, 2007/8, Ben Plotkin y Zimmermann,
2012; Bohoslavsky y Soprano 2010, Lanteri 2015, dentro de una amplia bibliografía; más allá de la
Argentina, esta es abrumadora. Un texto muy influyente para América Latina Joseph y Nugent, 2002.
27 Cárcano, 1921, 1933; Victorica, 1906; Ruiz Moreno, 1905-8.
34 Los trece ranchos

liberales con el sentido de pertenencia, como se ve en las obras de Echeverría, Sar-


miento, Alberdi, Mitre, Mármol. Identificar patria con nación.28 El correlato institu-
cional de la fórmula identitaria demandaba reconocer la tradición y la idiosincrasia
en la construcción jurídica. La estructura centralista napoleónica, de influencia pre-
ponderante hasta los años 1820 en la tradición revolucionaria, iría dando lugar con
los románticos al republicanismo federal, que era visto, por ejemplo, por Mitre, como
emergente de la idiosincrasia local. Así, la dicotomía federales-unitarios se vació de
contenido doctrinario, representando en cambio un instrumento político identitario,
usufructuado especialmente por Rosas.
En tanto, se fueron consolidado los factores identitarios de la nación, al menos, en
las clases políticas y los sectores intelectuales. Si el nombre de República Argentina
no se terminó de afianzar en lo institucional hasta los años posteriores a 1860 (Chiara-
monte, en Chiaramonte et al, 2008), como vimos, ya desde la fracasada Constitución
de 1826 se comenzó a hacer de uso habitual. Y junto con el nombre, la idea de que las
14 provincias desmembradas del virreinato rioplatense que mantuvieron su cohesión
a través del pacto federal de 1831 estaban llamadas a constituirla. Aunque política-
mente ajenos a aquel pacto, los enemigos de Rosas se reconocieron igualmente en él.
Es notable, por ejemplo, que cuando en 1852 la provincia de Buenos Aires se rebeló
contra el acuerdo de San Nicolás, entre las varias justificaciones a las que apeló no
aparezcan cuestionamientos a los “pactos pre-existentes” (especialmente, el de 1831)
que se invocaban como fundamento de la reunificación. Un proyecto de nación, en-
tonces, que había ido cobrando forma lentamente, pero que ya para la década de 1830
había definido su núcleo territorial, algunos de sus rasgos básicos y comenzaba a
perfilar su identidad. Desde luego, nada estaba definido, y el proceso de organización
generaría dudas sobre el proyecto mismo, como se verá. Lo que existía en la década
de 1830 era tan solo la borrosa imagen de una posible nación en gestación, difundida
de manera generalizada en las dirigencias, y quizás, en medida mucho menor, en la
sociedad en su conjunto. Por décadas el vocablo “patria” seguiría refiriendo por lo
común al terruño de origen entre los sectores sociales mayoritarios, y no pocas veces,
también entre los más encumbrados. Por ejemplo, aún en 1861, polemizando con
Urquiza, Mitre, un eminente nacionalista, se referiría a emigrados porteños cobijados
en las provincias como “hombres sin patria”; Urquiza no perdería la oportunidad de
recordarle que eran argentinos.
De esa nación faltaba construir todo. Se han definido algunos rasgos básicos de los
estados nacionales. El reconocimiento externo, el aparato administrativo, el coercitivo
y el monopolio de la legitimidad en su uso, los recursos fiscales que los sostienen, el
sentido de pertenencia que le otorga cohesión, vale decir, la identidad. Concluidas la
guerra con el Imperio Español, logrado el reconocimiento de la independencia por
Inglaterra y Estados Unidos y la paz con Brasil en 1828, se habían dado pasos im-

28 “...la patria no se vincula a la tierra natal si no en el libre ejercicio y pleno goce de los derechos ciuda-
danos.” Esteban Echeverría, A la Juventud Argentina y a todos los dignos hijos de la Patria, Buenos
Aires, 1837 en Obras Escogidas, p. 215.
Eduardo José Míguez 35

portantes en el primero de esos puntos. Todo lo demás estaba pendiente.29 Buenos


Aires había buscado organizar una administración renovada en la “Feliz Experiencia”
de 1821-25, y otras provincias avanzaron algo en ese sentido, pero nada existía en
el plano nacional. De hecho, ese fue seguramente el principal motivo por el que la
fugaz presidencia rivadaviana debió federalizar la provincia de Buenos Aires para
contar con administración y rentas nacionales. En 1853 Urquiza recurriría al mismo
expediente, federalizando de manera transitoria a Entre Ríos (que había dado también
algunos pasos en la construcción institucional burocrática), para tener una base efecti-
va para su presidencia hasta que pudiera establecer la administración nacional.30 Mitre
intentaría lo mismo, nuevamente en Buenos Aires, en 1862, y su fracaso lo obligaría a
acelerar la construcción de una administración nacional que complementara la escueta
herencia legada por la Confederación.31
En el uso de la violencia la situación era paradójica. Si algo no faltaba en el Río de
la Plata desde la revolución de 1810 eran fuerzas armadas, con los más variados gra-
dos de profesionalismo. Desde 1820 las más de las veces respondían a las provincias,
y en no pocas ocasiones, a líderes rebeldes. Buena parte de la población masculina
tenía una extensa experiencia militar. En semejante contexto formar fuerzas milita-
res no era difícil, pero sí lo era lograr el monopolio de la legitimidad del uso de la
violencia para un aspirante a constructor del Estado-Nación. Algo, sin embargo, se
había avanzado. Si bien las fuerzas provinciales en general eran milicianas (no pro-
fesionales), creaban el principio del monopolio de la coerción. Había, sin embargo,
dos límites. Por un lado, el variable grado de autonomía de los comandantes locales,
que si bien en principio formaban parte de la pirámide de comando, podían actuar con
independencia en ciertas coyunturas. Por otro, la movilización de base de la región de
Los Llanos, en La Rioja, y las circunvecinas, que sería un duro escollo para la esta-
bilidad política de esa provincia, de las colindantes, y eventualmente, como veremos,
afectaría a la organización nacional. Discutiremos, entonces, a lo largo del libro, la
evolución del control de la violencia.
Precisamente por su predominio en este plano, como ya señalamos, los enemigos de
Rosas entrevieron que su hegemonía en el territorio después de 1841 podía ser la base
de una unificación del poder, si asumía la responsabilidad de la organización e institu-
cionalización nacional (Alberdi [1847]). Era, sin embargo, un exceso de optimismo,

29 Garavaglia 2007 reúne una serie de trabajos que buscan ver las tempranas manifestaciones del creci-
miento estatal en el Río de La Plata.
30 La gran desigualdad entre las provincias del Plata dificultaba seguir el modelo norteamericano, que
demandaba un aporte efectivo de todos los estados.
31 Los informes que recibiera desde las provincias de su enviado, Regulo Martínez, muchos de ellos
publicados en el Archivo Mitre, dan cuenta de una muy tenue presencia del Estado Nacional en las pro-
vincias en esa fecha. Sobre la herencia, Lanteri 2015. Unas pocas instituciones, como la Universidad de
Córdoba y sobre todo el sistema de aduanas fueron el escueto legado de la Confederación urquicista.
Ver sobre esto Garavaglia, 2015. Naturalmente, el ejército nacional fue desconocido después de Pavón
y reemplazado por el porteño, que se transformó en base del ejército nacional, incorporando elementos
del viejo ejército Confederado.
36 Los trece ranchos

ya que Rosas no tenía interés alguno en enfrentar ese desafío, y la iniciativa tuvo que
venir de otras provincias. Corrientes resistió la hegemonía porteña hasta 1847, y cuan-
do fracasó su último intento por encauzar una institucionalización excéntrica a Buenos
Aires, su vencedor, Urquiza, tomó la posta. Podría afirmarse que las guerras relativas
a la estructuración de la nación continuaron hasta 1880. Ya tendremos oportunidad de
analizar este proceso. Lo que él hace evidente es que, en un contexto de fuerte militari-
zación de la sociedad, solo el acuerdo (voluntario o impuesto) sobre los rasgos centrales
de la nación podía evitar que las diferencias se transformaran en conflictos armados.32
Y esto pone en el centro de la escena el tema nodal de este libro: la conformación po-
lítica de la nación y su articulación territorial. Cómo se construyeron los consensos,
las hegemonías, la imposiciones, que permitieron hacer posible su surgimiento. Como
hemos sugerido, el argumento que proponemos es que los relatos en general aceptados
sobre este proceso subestiman la variedad de actores y la complejidad de recorridos que
fueron llevando a que se fuera cohesionando un cuerpo nacional.
Antes de adentrarnos en el relato y análisis de ese proceso, sin embargo, cabe una
breve reflexión sobre la evolución de los otros factores que Oszlak (1982) denomina
“atributos de la estatidad”, las finanzas públicas y la construcción identitaria. Res-
pecto del primero, en los últimos años se ha agregado una extensa y rica producción
historiográfica, que sin embargo, no discrepa en sus líneas básicas con las pioneras
observaciones de Juan Álvarez (1963, 1966). Esta bibliografía marca la enorme des-
igualdad de las economías en las diferentes provincias (Gelman, 2011), que se hace
aún más pronunciada en el aspecto fiscal.33 Señala Jorge Gelman (p. 21) “...en térmi-
nos per cápita entre fines de los años 1850 y de 1860 Buenos Aires tiene una riqueza
que duplica o triplica a las provincias más exitosas del litoral ... multiplica por 4 a la
de Mendoza, y hasta por 8 o 9 veces a las de Tucumán, Salta o Jujuy.” Podría agre-
garse que la diferencia debe ser aún mayor con provincias como La Rioja, Santiago
del Estero y Catamarca.
En cuanto a las finanzas provinciales, para 1850 Buenos Aires maneja una recauda-
ción del orden de 3,5 millones de pesos fuertes ($F) (Halperin, 1982: 277), Córdoba no
alcanzaba los $F200.000, Mendoza los $F60.000; Tucumán $F30.000 (aunque treparía
a poco más del doble en los años inmediatamente posteriores); para Corrientes, tene-
mos datos hasta 1841 que muestran ingresos por unos $F100.000, y Entre Ríos, en esas

32 Otro tanto ocurre con el conflicto más estrictamente político, el que involucra la disputa por el poder
sin cuestionar el marco institucional. Aunque a veces estas manifestaciones se superponen, creo que
pueden distinguirse luchas en las que el marco institucional general no está en disputa, como la revo-
lución de 1874, y algunas rebeliones en las que se ponía en discusión la forma misma de la nación (La
Rioja en 1862-3, el Oeste en 1866-7, Entre Ríos en 1870-73). La distinción, sin embargo, no está en
manera alguna libre de ambigüedades, lo que se discutirá específicamente para cada una de ellas en los
respectivos capítulos.
33 La bibliografía sobre finanzas provinciales en la primer mitad del XIX es muy extensa; para Buenos
Aires, Halperin 1982, sigue siendo el texto de referencia. Una síntesis útil, aunque algo desactualizada,
para las provincias, Cortes Conde et al, 2000. Si bien hay varios trabajos posteriores, los datos básicos
de estas obras dan una adecuada idea de los rasgos centrales.
Eduardo José Míguez 37

fechas, también estaría en el orden de los $F100.000 anuales. Santa Fe, por su parte,
alcanzaría unos $F60.000.- hacia 1848.34 Sin duda, las provincias para las que tenemos
información son las que mejor situación fiscal tenían, por lo que no parece aventurado
suponer que en vísperas de la formación de la Confederación el total de recursos fiscales
sumando las trece provincias, todas menos Buenos Aires, rondaría, con suerte, el mi-
llón de pesos fuertes, es decir, una tercera parte del de esta última. En 1869 en la Gran
Provincia habitaba el 28,5% de la población de 1,8 millones del país, engrosada ya por
las migraciones externas e internas de las últimas décadas. Para 1850 esa proporción
estaría entre el 20 y el 25% como máximo. Tomando la cifra más alta, podría estimarse
que los ingresos fiscales per cápita estaban en la provincia atlántica en el orden de los
$F12.-, en tanto en el interior promediarían la décima parte de esa cifra. Es innecesario
resaltar lo que esto implica en cuanto a diferencias en el desarrollo estatal, y en cuanto a
las ventajas para las provincias de la construcción de un poder central.
En efecto, cuando se creó la Confederación las cosas cambiaron mucho. Buena
parte de los ingresos porteños provenían de su aduana oceánica, en tanto que las pro-
vincias debían conformarse con los magros ingresos de las aduanas con los vecinos
–tanto los que más tarde integrarían la Argentina, “aduanas internas”, como con los
países limítrofes– y otros impuestos diversos, casi siempre indirectos, por montos
menores. La Confederación eliminaría las aduanas internas y unificaría el sistema
aduanero como recurso nacional, por lo que las provincias debieron ingeniárselas para
suplir sus rentas del “comercio exterior”. En parte, un apoyo federal ayudó a ello, y
una economía en expansión, menos dinámica que la de Buenos Aires, pero igualmente
en crecimiento, también hizo su contribución. Las transferencias federales, limitadas
por la escasez que sufría el propio erario central, suplían seguramente con creces los
préstamos y subsidios que Rosas había otorgado a algunas provincias de manera dis-
crecional. Lo cierto es que hasta donde sabemos los ingresos públicos provinciales en
los años 1850 no cambiaron sustantivamente respecto de la etapa previa.
En cambio, al eliminarse la restricción al comercio de ultramar para las aduanas
litorales, la Confederación pudo hacerse de una parte significativa de los ingresos del
comercio exterior a la nación en ciernes; Garavaglia estima que del 40%. La Confe-
deración pudo así disponer de unos recursos fiscales sustantivos, aunque menores que
los de Buenos Aires. Más que afectar a las provincias integrantes de la Confederación,
solo algunas de las cuales habían recibido ingresos magros en sus aduanas externas
que ahora pasaban a la nación, las rentas confederadas restaban a Buenos Aires una
parte de los ingresos anteriores a 1852.35 Una parte que bien podría tildarse de espuria,
ya que la “Reina del Plata” se quedaba entonces con el tributo por las importaciones

34 Cortes Conde et al. 2000, Herrera 2010, Chiaramonte 1986, 1991, 1993; Garavaglia 2015, da cifras
similares para fechas cercanas a 1850.
35 Salvo quizás para Mendoza, cuyo comercio con Chile era bastante intenso, y en menor medida San
Juan, Salta, Jujuy, Entre Ríos y Corrientes, la pérdida más significativa fue la de las aduanas “internas”.
Su ausencia, sin embargo, no benefició al naciente Estado nacional, si no que sirvió para tonificar el
comercio interregional y las ganancias de los comerciantes, a costa de los erarios provinciales.
38 Los trece ranchos

atlánticas con destino a las otras provincias. Pese a esta pérdida, dado que el comercio
exterior porteño estaba en plena expansión en esta etapa de explosivo crecimiento de
la exportación de lanas, los montos de recaudación aduanera se recuperaron rápida-
mente y tendieron a crecer a lo largo de la década. Según Halperin, la aduana generaba
unos $F3.3 millones hacia 1850,36 y Garavaglia estima en $F2,3 millones el producto
de 1854. La Confederación recibía ese mismo año cerca de un millón y medio, lo que
sugiere un incremento en el agregado de medio millón respecto de 1850 (un poco me-
nos si consideramos las aduanas limítrofes, que se suman a lo de la Confederación).
Para 1860 el total había crecido a 6.4 millones, manteniéndose la proporción entre
Buenos Aires y la Confederación (Halperin, 1982: 277, Garavaglia, 2015: 60).
En ocasiones se comparan los recursos fiscales de la Confederación con Buenos
Aires. Si esto es útil para darnos una idea de las posibilidades materiales de los conten-
dientes, descuida el hecho de que en el Estado de Buenos Aires esos ingresos debían
atender todos los gastos, en tanto en la Confederación cada provincia tenía además
sus propios ingresos (salvo, claro, Entre Ríos, que hasta 1859 era territorio federal).
Se ha observado que Buenos Aires tuvo entre 1854 y 1860 ingresos promedio de
unos 3.3 millones, y la Confederación (dejando de lado las rentas provinciales, que en
total, sumarían algo más de un millón de pesos) poco más de 2 millones. Supremacía
financiera de Buenos Aires que refleja de manera bastante fiel la prevalencia expor-
tadora de la provincia, y más en general, su superioridad productiva.37 Si tenemos en
cuenta la población de uno y otro lado, es evidente que la presión fiscal per cápita es
mucho mayor en Buenos Aires. Pero si tomamos en contrapartida el diferencial de
ingresos de esas poblaciones, las cosas vuelven a equilibrarse. Esto es muy lógico,
porque la contribución tributaria estaba ligada principalmente a la capacidad de con-
sumo de importaciones, y por lo tanto, al volumen de exportaciones. La estructura
tarifaria difiere un poco entre ambos espacios, pero los niveles generales tienden a ser
similares (Garavaglia, 2015: 64 y ss.). Hay una consideración más de importancia. La
separación entre Buenos Aires y la Confederación tenía consecuencias fiscales crucia-
les. La más obvia, que la tensión de guerra inflaba los gastos militares. Pero también
la necesidad de duplicar reparticiones estatales. La reunificación de 1862 simplificaría
un poco los gastos.
Más allá del papel de la Confederación y del Estado porteño en la construcción de
la Nación Argentina, el análisis de las finanzas muestra las dificultades de ambos, y
en especial de las provincias federadas, en construir Estados Nacionales por separa-

36 Casi el 95% de los 3.5 millones ya mencionados.


37 Los datos de Rosal (1995), Schmit y Rosal, 1995 y Schmit (1998: 135) muestran igual tendencia
para el comercio exterior. En cuanto a la producción, cualquier estimación de producto seguramente
subestima lo que cabría llamar producción de subsistencia local (ya sea autoconsumo como pequeños
mercados regionales poco monetizados); discuto esto en Míguez, 2008 passim, ver especialmente, p.
53 y 95. Si pudiéramos contabilizar adecuadamente este segmento en general oculto de la producción,
las distancias en ese plano seguramente se abreviarían un poco, sin cambiar la tendencia general.
Eduardo José Míguez 39

do; peor aún, inevitablemente enfrentados.38 Este es un dato particularmente relevante


para el argumento de este libro, porque ese problema no solo lo percibimos desde la
historia: también lo veían muy claramente los contemporáneos, y fue un factor crucial
en el desarrollo de los acontecimientos que hemos de estudiar.
Finalmente, debemos considerar el sentimiento de pertenencia, la construcción de
la identidad. Mucho ha reflexionado sobre este tema la historiografía sobre Argentina
y, sin embargo, no creo posible señalar un texto que dé adecuada cuenta de él en su
conjunto. Hemos hecho ya alguna alusión, y a lo largo de los capítulos que siguen apor-
taremos algunos elementos más. Lo que aquí quiero destacar es que hacia 1852 la idea
de que el destino de las 14 provincias desunidas del Plata era conformar la República
Argentina hacía ya tiempo que estaba sólidamente instalada. Y aunque este proceso no
era seguramente inevitable, era muy difícil para un político o un intelectual de aquellas
provincias proponer abiertamente un rumbo diferente. Algunos lo hicieron en alguna
ocasión –mencionamos ya el caso de Mitre y el de Mármol– y seguramente muchos
más lo pensaron y lo conversaron en voz baja. Para mencionar solo dos ejemplos más,
después de Pavón fue una alternativa con la que especuló de forma apenas tácita el gabi-
nete de Buenos Aires, y varias versiones señalan a Urquiza considerando la posibilidad
de formar una nación con los territorios de la Mesopotamia. La marginalidad y carácter
vergonzante de estas expresiones, sin embargo, y su propio fracaso, dejan ver que entre
las dirigencias política el sentimiento de nación tenía fuerte arraigo. Y ese es otro ele-
mento importante para definir el argumento de este libro.39

38 Los crónicos problemas de Buenos Aires en la frontera sur con las poblaciones nativas autónomas
muestran otra cara del problema, ya fuera que se vincularan a la estrategia confrontativa de la Confe-
deración, como sospechaban, de manera no totalmente infundada, en la vieja capital, ya fuera simple-
mente porque la confrontación en el norte provincial impedía volcar el esfuerzo militar hacia el sur.
39 Recuerdo al lector que, propiciando la separación, Mármol se veía igualmente obligado a declarar que
la unión era preferible. Muy distinto es el tema de la generalización del sentimiento de pertenencia e
identidad en el conjunto de la población, sobre el que los consensos historiográficos son mucho mayo-
res. Su etapa crucial se inicia justamente donde termina nuestro estudio, y una nutrida historiografía lo
ha abordado, lo que me exime de referirme a él.

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