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I. Antecedentes
c) Que en texto del art. 36 de la Constitución, cuando señala que la Ley regulará el
ejercicio de las profesiones tituladas, antes que contradecir la posible inconstitucionalidad del
bloque normativo antes aludido, parece confirmarla, cuando habla de regulación, no de
impedimento o restricción de ejercicio, pues éste se supone para poder ser regulado en sus
distintos aspectos, y no puede desprenderse de ese texto que se pueda negar el ejercicio de una
profesión titulada a quien posee el correspondiente título.
d) Que el bloque normativo de referencia pudiera estar en contradicción con el
principio de igualdad y de no discriminación de los españoles ante la Ley, que proclama el art.
14 de la Constitución, en cuanto el sistema actual lleva no sólo a una imposibilidad de hecho
de acceder todos los titulados a las oficinas de farmacia posibles, sino a que se acceda
normalmente a las mismas, no por sistemas selectivos o de antigüedad, sino en base a las
posibilidades económicas que permitan satisfacer el correspondiente traspaso de la oficina.
e) Que igualmente pudiera estar en contradicción la normativa vigente con el principio
de libertad de empresa, que establece el art. 38 de la Constitución, dado que nos encontramos
ante una profesión liberal, y que los argumentos utilizados en pro del sistema restrictivo de
apertura de oficinas de farmacia pudieran ser también utilizados en el ejercicio de otras
profesiones liberales, y ello aun cuando se trate de un sistema de precios controlados, pues en
definitiva los costos, entre los que hay que mencionar los traspasos -presumiblemente
elevados por la imposibilidad de libre apertura- repercuten sobre el precio de los
medicamentos, y ello, en definitiva, en perjuicio del consumidor.
f) Que el recurso contencioso-administrativo del que conocía la Audiencia tenía por
objeto la impugnación de resoluciones por las que se denegó autorización para la apertura de
una oficina de farmacia en base a que no guardaba los limites de distancia a otras oficinas y
de población que establece la normativa vigente antes citada, de donde la constitucionalidad o
no de tales límites había de ser decisiva en la resolución del recurso.
actividad para la que el titulado se encuentra plenamente habilitado. Sin embargo, aun bajo
esta perspectiva, no parece atinada al Abogado del Estado la distinción que introduce la Sala
promotora de la cuestión entre «regulación» y «restricción» como si ambos conceptos fueran
excluyentes. El art. 36 de la C.E. establece una reserva legal para una regulación cuyo
contenido se deja indeterminado en el propio precepto y que corresponde precisar al
legislador. Y toda la previsión de regulación lleva implícita la habilitación de límites, puesto
que el mayor grado de libertad se produce obviamente por la ausencia de regulaciones.
Partiendo, pues, de que las limitaciones inciden en el ámbito del derecho a la libre
empresa, y sólo indirectamente en el derecho al trabajo, una consideración conjunta de ambos
permite afirmar que, en principio, la limitación en el establecimiento de farmacia por razón de
distancia y por núcleos de población puede responder a exigencias adecuadas a los intereses
generales de carácter sanitario de ordenación farmacéutica.
En efecto, por una parte, limitar la ubicación de oficinas de farmacia condicionada a
distancias y número de habitantes, puede cumplir una función equivalente a una planificación
global, aunque menos intensa, tendente a lograr una distribución equilibrada de aquellos
establecimientos. Y es que la prohibición de instalar farmacias en un lugar próximo a otro
establecimiento con la misma dedicación, puede facilitar un efecto «diseminador» de la
localización de farmacias, y con ello ofrecer un mejor servicio a la población, evitando una
concentración excesiva de locales de farmacia en determinadas zonas, en perjuicio de otras
que podían verse privadas de este servicio. Y otro tanto cabría decir respecto de los límites
derivados por censo de población, pues cuando existe una población ya cubierta el impulso
empresarial o profesional se ve orientado hacia otros núcleos peor servidos.
La cuestión se situaría entonces, en determinar si estos límites son compatibles con el
derecho de libre empresa. A juicio del Abogado del Estado, tales límites quedan
suficientemente legitimados en el art. 43 de la Constitución, cuyo apartado 2 atribuye a los
Poderes Públicos una competencia general para organizar y tutelar la salud pública a través de
medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios. El último párrafo de este
apartado, al decir que «la Ley establecerá los derechos y deberes de todos al respecto», parece
someter toda esta variada gama de medidas limitadoras al principio de reserva de Ley. En
consecuencia, habrá de ser la Ley la que, ponderando las circunstancias de hecho que
concurren en el problema, habrá de concretar y precisar aquellos límites. Y en tanto ello no se
produzca, hay razones suficientes para estimar que las limitaciones reglamentarias vigentes
tienen suficiente cobertura constitucional.
6. El Fiscal General del Estado comienza en sus alegaciones por examinar el proceso
contencioso-administrativo en que la cuestión de inconstitucionalidad se suscita, para afirmar
que, posiblemente, la cuestión propuesta entraña antes una duda de interpretación y
consiguiente aplicación de normas administrativas que una duda constitucional.
Tal afirmación resulta de considerar la normativa en torno a la cual surgió el debate en
el proceso ordinario. Así, el Real Decreto 909/1978, de 14 de abril, en su art. 3, después de
reiterar principios contenidos en la referida Ley de Bases, establece que el número total de
oficinas de farmacia no podrá exceder de una por cada 4.000 habitantes, «salvo cuanto
concurra alguna de las circunstancias siguientes: ... b) cuando la que se pretenda instalar vaya
a atender un núcleo de población de, al menos, 2.000 habitantes».
Desde el momento en que el actor en el proceso acreditaba la atención posible a una
población superior a 2.000 habitantes, parece que su solicitud se ajustaba a la norma. No
obstante, la Orden ministerial de 21 de noviembre de 1979 vino a establecer que: «El núcleo
de población deberá hallarse separado del resto del conjunto urbano por un accidente natural o
artificial (río, barranco, canal, vía de ferrocarril, autopista o similares) o por una zona no
urbanizada sin todos los servicios exigidos legalmente (art. 3.2).
De esta manera, con la Orden ministerial, vino a imponerse una restricción más a las
ya existentes en la materia. Pero es que, por otra parte, esa Orden entró en vigor dos días
después de la fecha en que el actor formuló la petición de apertura de farmacia. Y así las
cosas, el problema que se presenta ante el órgano judicial era tan sólo de interpretación; ¿se
aplica o no tal restricción: a) por el rango de la norma que la establece; b) por la fecha, en
relación con el caso concreto, de entrada en vigor?
En cuanto al fondo de la cuestión planteada, señala el Fiscal General del Estado, junto
a ciertas referencias de derecho comparado, que el problema, en esencia, se resume, en sus
diversas vertientes doctrinales, jurisprudenciales y legislativas, en una tensión de interés
privado-interés público. Aquél lleva a adoptar un sistema de libertad de establecimiento -sin
perjuicio de la actividad de policía sanitaria- mientras que éste propugna un condicionamiento
a la apertura de la farmacia, a fin de tomar en consideración primaria el interés público que es
necesario atender y cuyo cuidado compete a la Administración. Y la tensión deriva de que
estamos ante una actividad privada con proyección pública, puesto que se encamina a
satisfacer necesidades generales de carácter asistencial, y la atención de tales necesidades está
reclamando un equilibrio entre el interés de quien ejerce o pretenda ejercer la profesión y el
de aquellos hacia los que la profesión se ejerce.
7. Por providencia del Pleno de 12 de julio corriente, se señaló el 19 del mismo mes de
julio para la deliberación y votación de esta Sentencia.
2. La cuestión que nos ocupa se refiere a una norma legal preconstitucional, cuya
posible contradicción con el ordenamiento constitucional posterior pudo ser examinada y
resuelta por el Tribunal ordinario proponente, aunque éste ha optado por deferir la cuestión a
esta jurisdicción constitucional.
Las dudas que el Tribunal proponente alberga nacen de la cuestionable compatibilidad
que, a su entender, se da entre lo que se dispone en los artículos 14, 35.1 y 38 de la
Constitución (en uno de los considerandos del Auto de 28 de diciembre de 1982 se hace
referencia también al art. 36 de la C.E.), de una parte, y de la otra, la Base XVI, párrafo 9.° de
la Ley de 25 de noviembre de 1944. Como la lectura del citado Auto permite colegir sin lugar
a dudas y se hace explícito en el mismo considerando a que antes nos referíamos (que alude,
no a la norma cuestionada, sino al «bloque normativo») las dudas que conducen al
planteamiento de la cuestión no surgen sin embargo del simple contraste entre las normas
constitucionales y la norma legal cuestionada, sino más bien de la comparación entre aquéllas
y las normas reglamentarias dictadas en desarrollo de ésta, normas cuyo rango infralegal
expresamente se reconoce en el primer considerando del mencionado Auto.
Aceptando, desde luego, esta última valoración, cuya consecuencia ineluctable es la de
considerar fuera de nuestra competencia en esta vía el examen de constitucionalidad de dichas
disposiciones infralegales que deben ser controladas por la jurisdicción contencioso-
administrativa, y ciñéndonos en exclusiva al estudio del precepto legal impugnado, la decisión
sobre la cuestión que se nos propone exige, en primer término, el análisis de los siguientes
extremos:
a) Si la limitación al establecimiento de farmacias, en general, implica una violación
del art. 14 de la C.E.
b) Si los derechos proclamados en los arts. 35.1 y 38 de la Constitución son
susceptibles de ser limitados o regulados y, en caso afirmativo, cuál debe ser el rango de la
norma que opera la limitación o regulación.
c) Si la regulación legal a que se refiere el art. 36 de la C.E. puede entrañar una
limitación al ejercicio de las profesiones tituladas.
Sólo una vez dilucidadas estas cuestiones, que tratamos en el siguiente fundamento,
será posible avanzar en el razonamiento.
entenderse así, aunque, como es evidente, tampoco es ello necesario, pues si bien los
principios rectores que contiene el capítulo tercero del Título II de la Constitución se imponen
necesariamente a todos los Poderes Públicos, nada impide que éstos se propongan otras
finalidades u objetivos no enunciados allí, aunque tampoco prohibidos.
Respuesta menos fácil tiene, en apariencia, el segundo de los mencionados
interrogantes, pues si bien el tenor literal del art. 53.1 de la C. E., que se refiere a todos los
derechos y libertades reconocidos en el capítulo segundo del Título I, impone la reserva de
Ley y al legislador la obligación de respetar el contenido esencial de tales derechos y
libertades, es evidente, de una parte, que no hay un «contenido esencial» constitucionalmente
garantizado de cada profesión, oficio o actividad empresarial concreta y, de la otra, que las
limitaciones que a la libertad de elección de profesión u oficio o a la libertad de empresa
puedan existir no resultan de ningún precepto específico, sino de una frondosa normativa,
integrada en la mayor parte de los casos por preceptos de rango infralegal, para cuya
emanación no puede aducir la Administración otra habilitación que la que se encuentra en
cláusulas generales, sólo indirectamente atinentes a la materia regulada y, desde luego, no
garantes de contenido esencial alguno. La dificultad, como decimos, es sin embargo sólo
aparente, pues el derecho constitucionalmente garantizado en el art. 35.1 no es el derecho a
desarrollar cualquier actividad, sino el de elegir libremente profesión u oficio, ni en el art. 38
se reconoce el derecho a acometer cualquier empresa, sino sólo el de iniciar y sostener en
libertad la actividad empresarial, cuyo ejercicio está disciplinado por normas de muy distinto
orden. La regulación de las distintas profesiones, oficios o actividades empresariales en
concreto, no es por tanto una regulación del ejercicio de los derechos constitucionalmente
garantizados en los arts. 35.1 ó 38. No significa ello, en modo alguno, que las regulaciones
limitativas queden entregadas al arbitrio de los reglamentos, pues el principio general de
libertad que la Constitución (artículo 1.1) consagra autoriza a los ciudadanos a llevar a cabo
todas aquellas actividades que la Ley no prohíba, o cuyo ejercicio no subordine a requisitos o
condiciones determinadas y el principio de legalidad (arts. 9.3 y 103.1) impide que la
Administración dicte normas sin la suficiente habilitación legal. En unos casos, bastarán para
ello las cláusulas generales; en otros, en cambio, las normas reguladoras o limitativas deberán
tener, en cuanto tales, rango legal, pero ello no por exigencia de los arts. 35.1 y 38 de la
Constitución, sino en razón de otros artículos de la Constitución, que configuran reservas
específicas de Ley.
Este es el caso, y con ello pasamos al último de los puntos antes señalados, del
ejercicio de las profesiones tituladas, a las que se refiere el art. 36 de la C.E., y cuya simple
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5. En razón de lo ya dicho, cabe afirmar, sin lugar a dudas, que una norma de
habilitación como la cuestionada, en cuanto tiene de habilitación genérica, equivale a una
deslegalización, y por tanto viola la reserva de Ley constitucionalmente establecida y es
contraria a la Constitución.
Se produce así una situación compleja en la que el precepto, constitucionalmente
legítimo en cuanto afirma el principio de limitación y regulación para el establecimiento de
oficinas de farmacia, es sin embargo constitucionalmente inválido en cuanto tiene de
habilitación genérica al Gobierno para dictar, sin restricción alguna, una normativa reservada
en principio a la Ley. La complejidad, que es mayor en la medida en la que estas dos
funciones son dos derivaciones del mismo precepto, no de palabras o frases distintas dentro de
él, no acaba, sin embargo, aquí, pues en el caso que estudiamos la norma en cuestión es una
norma preconstitucional que, en consecuencia, sufre los efectos de su colisión con la
Constitución sólo desde la entrada en vigor de ésta, de tal modo que tales efectos no son los
propios de la nulidad a radice, sino sólo los de la derogación. De ello se sigue, naturalmente,
como consecuencia obligada, que su pérdida de vigencia no arrastra en modo alguno la de las
disposiciones producidas a su amparo mientras estuvo vigente [así, por ejemplo, los Decretos
de 31 de mayo de 1957, 1 de diciembre de 1960 (número 2.322) y 14 de abril de 1978 (núm.
909), ni a fortiori, la de las que, a su vez, son desarrollo o complemento de éstas (así, por
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FALLO
Ha decidido