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Fue el primer “Grafiti” del que tomé conciencia, en letras enormes en la pared
de una fábrica en la entrada de la ciudad donde vivían mis abuelos. No logré
entenderlo, tendría diez años, más tarde, mi padre me lo explicó: “Un esclavo
feliz no se da ni cuenta de que le falta la libertad, y por eso no hará nada para
alcanzarla. Si todos fuésemos esclavos felices, la libertad dejaría de existir, ya
nadie sabría lo que es.”
Aquello me impresionó, a pesar de que con mis escasos diez años no era
capaz de comprender el alcance de lo que acaba de aprender. Desde entonces
me he ido encontrando con muchas ilustraciones de esta frase, sobre todo en
mi consulta, donde por lógica se supondría que la mayoría de la gente que
acude justamente pretendería alcanzar esa libertad, quizás por su condición de
“esclavos infelices”.
Trabajando con jóvenes, no cuesta mucho imaginar donde mis pacientes creen
perder su libertad: la autoridad de sus padres, de sus profesores o de sus jefes
no les deja ser ellos mismos ni desarrollarse como ellos quisieran o hacer lo
que les apeteciera. La sociedad en su conjunto, “el sistema”, sus obligaciones,
“amigos”, compañeros, incluso parejas, les impiden ser libres, eso lo sufren y
buscan ayuda. Es bonito ver como poco a poco van tomando conciencia de
todo lo que pueden hacer para ir conquistando o recobrando sus parcelas de
libertad y mucho más bonito todavía ver como lo van haciendo.
Este artículo lo publiqué a finales del siglo pasado, antes de la aparición de los
teléfonos “listos” (Smart pones) de los que en el año 2023 en el que estoy
revisando este escrito, tenemos todos como poco un ejemplar, posiblemente en
la mano en este momento.
Creo que sin mucha exageración podemos aplicar la función de creador de
Esclavos Felices a este nuevo símbolo de estatus por el que se cometen
crímenes y actos de violencia.
Basta con mirar a nuestro alrededor en cualquier lugar público y hacer un breve
estudio comparativo: El otro día íbamos un total de 28 personas en el vagón de
tranvía que me llevaba a trabajar, conté 25 personas con el teléfono en la
mano, una con un libro y otra durmiendo, era un niño pequeño. La persona
número 28 se dedicaba a observar a los demás viajeros. Por la noche, al
regresar a casa, paso por los ventanales de un restaurante de moda, en la gran
mayoría de las mesas los comensales están con el teléfono en la mano, unos
pocos comen o conversan. No me he quedado delante del ventanal para
contarles, hubiera quedado un poco preocupante, pero a primera vista era
bastante más de la mitad los que se estaban dedicando a sus teléfonos listos.
Por fortuna, entre porro y teléfono no nos vamos a dar cuenta de nuestra falta
de libertad ni de grave deterioro que estamos padeciendo.
Algo de positivo tenía que haber.