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Conflictos de Interés 2.

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Las etiquetas son importantes y existen por una buena razón: nos aclaran la identidad de las
cosas cuando esa identidad no es inmediatamente evidente en la superficie. Una lata sin
etiqueta es un objeto misterioso. Puede contener desde un alimento suculento hasta una
sustancia venenosa y mortal. En oposición a aquella tendencia ideológica contemporánea y
suicida que ha desatado una guerra fanática contra las «etiquetas» y los «estereotipos»,
confirmemos que muchas etiquetas son útiles y necesarias. Tal es el caso de la utilísima
etiqueta «conflictos de interés» que nos advierte sobre la baja confiabilidad de las
opiniones de ciertas personas sobre ciertos temas. Al no saber siquiera que existen los
«conflictos de interés» muchos universitarios no saben qué actitud tener frente a ellos. En la
mayoría de los casos la actitud debería ser clara: si alguien tiene conflictos de interés
deberíamos desconfiar de sus palabras, tomarlas por lo que son: las palabras de alguien que
no puede, o no quiere, no sabe, o no se le antoja hablarnos con sinceridad sobre el tema
objeto de su desagraciado conflicto de interés. Tenemos derecho a tratar a esa persona con
desconfianza, y en algunos casos, dependiendo de la trascendencia o sensibilidad del tema,
derecho incluso a tratarla como una persona fraudulenta y timadora, candidata a sujeto de
denuncia. Si una persona detesta a las focas, tiene derecho a la libre expresión de sus
opiniones contra las focas. Pero, en cuanto a nosotros ¿por qué hemos de tomar en serio sus
despotriques contra las dulces foquitas? Si una persona odia a un cierto sector de la
comunidad humana -a la gente nacida en Wyoming, o a los chinos, a los tepitenses, o a los
hombres en general para el caso (sólo hay que oír a las sirvientas del odio Rita Segato o la
señora Federici en sus giras universitarias por México)- ¿debemos omitir estas
consideraciones cuando escuchemos los discursos de violencia verbal que pronuncian, o
debemos mejor quizás considerar a estas personas psicópatas con conflictos de interés a las
que no deberiamos prestar demasiada atención con espacio para «conferencias magistrales»
universitarias? Esta es una pregunta que estamos obligados a hacernos si no queremos
seguir pagando las consecuencias materiales de nuestras equivocaciones.
La semana pasada citaba yo el grave conflicto de interés de «gobernantes empresarios» que
utilizan criterios privados para tomar decisiones cuyo efecto devastador y criminal se
manifiesta años después en la pérdida de bienes nacionales públicos. Citemos ahora lo que
yo considero un ejemplo de conflicto de interés grave al interior de prácticamente todas las
universidades: el surgimiento inexplicado y misterioso durante los últimos años, de una
numerosa red de académicos universitarios activistas que, difícilmente dejando en claro
cuál es su metodología científica de investigación, utilizan su nueva plaza académica -
estatutariamente promovida- para organizar «cursos de actualización docente» sobre cómo
deben conducir y qué valores deben gobernar las relaciones entre hombres y mujeres. Hasta
ahí todo parece ir bien. El conflicto de interés comienza cuando, dichos cursos son de
pronto obligatorios, y los académicos activistas que los imparten proceden a escribir
folletines, libros, y manuales de comportamiento universitario. Auto percibiéndose como
personas «no binarias», dan ahora conferencias «en representación de los hombres» sobre
cosas como «nuevas masculinidades» ¿Conflicto de interés en estado puro?
Tengo aún fresca en la mente la mirada de una alumna con bellos ojos color verde baño
reclamándome casi a gritos en medio de la clase que «no tomar más en cuenta la
perspectiva de [un autor «no-binario»] sobre las “nuevas masculinidades” era
discriminatorio e ilegal», a lo cual tuve que responderle que el reconocer niveles
diferenciados de credibilidad según los conflictos de interés de los autores revisados en
clase, no es discriminatorio, sino perfectamente válido y correcto, y para el caso de un
profesor con ética profesional y que aprecia a sus alumnos, obligatorio. Expliqué a la
alumna que no era mi trabajo el enseñarle a ella «qué pensar» sino «cómo pensar». Le
expliqué también que no era mi trabajo mentir a mis alumnos y alumnas, y menos el
hacerlo de una manera programática, irracional y descarada con tal de mantener mi empleo.
Le expliqué que todos tenemos derecho a expresarnos pero que nadie tiene «derecho a tener
la razón», y menos -como en este caso- si el autor que produce los contenidos revisados
tiene claros conflictos de interés con un tema que alude directamente a la sexualidad de los
alumnos y de los profesores universitarios. La respuesta descorazonada y colérica de la
alumna fue que «no entendía como podía yo dar clases pensando de aquella manera».
Cuando algunos profesores hacemos referencia a que la irracionalidad posmoderna,
deconstruccionista, ilógica, anti-científica tiene secuestrada a la universidad y la salud
mental de los universitarios, es en episodios como el anterior en los que pensamos. En
perjuicio suyo, la alumna nunca entendió -o nunca estuvo en sus planes el hacerlo- el
significado del importante concepto conocido como «conflicto de interés».
Resumiendo: parece ser que hay al menos tres tipos de conflictos de interés:
Primer tipo: aquellas situaciones en las que de manera deliberada alguien se coloca en
un conflicto de interés para sacar alguna ventaja del mismo. Por ejemplo, el servidor
público que privatiza la empresa de la cual luego él es accionista una vez dejado el cargo
(Zedillo y los ferrocarriles, Calderón e Iberdrola), o como el caso previamente citado de los
académicos «no-binarios» queriendo imponer sus criterios en un ámbito «binario».
Segundo tipo: conflictos de interés generados por preguntas insensibles y necias (los
ejemplos mencionados la semana pasada: nunca preguntes a un peluquero si necesitas un
corte de pelo, ni al dueño del zoológico si le gustaría ver a sus animales en la selva, etc.
Tercer tipo, llamémosles «conflictos de interés 2.0» son los inherentes a la condición de
la persona cuando está desea cosas que chocan frontalmente con esa condición: el señor
que quiere ser cura católico y al mismo tiempo quiere ser promotor de ideologías y
teologías absolutamente contrarias al catolicismo y a los católicos (como ya ocurre al
interior de ciertas universidades católicas). La madre edípica comunista que al mismo
tiempo quiere hijos empresarios capitalistas autorrealizados y económicamente prósperos.
El joven empresario ecologista que al mismo tiempo quiere hacerse millonario y vivir en la
opulencia material vendiendo productos ecológicos. La novia feminista del joven
empresario ecologista, emperrada en estudiar en una universidad católica para promover
desde ahí el aborto (junto con el cura). El economista neoliberal «ciudadano del mundo»
que al mismo tiempo quiere dar lecciones sobre cómo debe funcionar una economía
nacional soberana -ej. Gabriel Cuadro-. El profesor «no binario» que quiere gobernar las
relaciones entre gente declaradamente «binaria». Y para no ir más lejos, aspirantes a dirigir
naciones (ej. Hillary Clinton) que quieren ver un «futuro de la humanidad femenino» y al
mismo tiempo mantenerse en una variante ideológica de feminismo radical destructiva de
familias, tejido social y posiblemente causal importante de feminicidios en el planeta.
Los conflictos de interés 2.0 comenzaron allá a mediados de los años 90, con lo que
podríamos llamar el «el síndrome Vicente» fenómeno visible en aquellas cabezas de
institución que quieren todos los provilegios y status de ser «la autoridad» pero ninguna de
las «responsabilidades» que esa autoridad conlleva.  Identifica uno fácilmente a estos
ejemplares,  cuando, pretendiendo dirigirse a ellos con respeto y de acuerdo a la investidura
y autoridad que detentan, estos contestan «sí, pero primero… háblame de tú».
andresbucio.com
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