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La dolorosa situación del hombre atrapado por sí mismo es el contenido que

el comediógrafo quiere transmitir con el simbolismo del carrusel (II, VII). Sus
luces nos trasladan a «un mundo encantado», pero a veces se apagan, la feria se
detiene y, en la oscuridad, un hombre pide ayuda. En esta «obra de conciencias»
(José Montero Alonso) cuyo propósito es ofrecer un ejemplo para la meditación
(Nicolás González Ruiz), tal vez sobre la figura del Comisario: «Ese comisario,
inspector, conciencia o como quiera denominársele, nada añade con su discurso
final» (Francisco García Pavón). Su inclusión es una probable consecuencia de la
influencia ejercida por la célebre obra de J. B. Priestley, An inspector
calls (1944), pero apenas toma cuerpo frente al suicidio de Mónica y la
destrucción de una familia. Nadie en casa de los Sandoval se libra de la
desgracia. La doncella se suicida. Daniel arrastrará el remordimiento de haber
iniciado el trágico juego. Rita, Ramonín, Maribel y Tomy no podrán liberarse de
su vergonzosa cobardía. Lolín algún día será consciente del daño que ha
provocado involuntariamente. La culpa carece de nombre y apellidos, pero
abarca la totalidad de los protagonistas como en la citada obra de J. B. Priestley.
El antídoto de Víctor Ruiz Iriarte para combatir esta desoladora conclusión es
amor y esperanza. El público agradeció el asidero moral sin preguntarse por su
viabilidad y premió con aplausos una comedia que nos habla de una crisis de
conciencia nada atemporal. Sus rasgos nos remiten a la imagen de sí misma que
daba una burguesía española abocada al final de una época.

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