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ESTUDIOS SOBRE LA HISTERIA

Señorita Elisabeth von R.


(1893-1895)
Sigmund Freud
(Historiales clínicos)

DIAGNÓSTICO PRELIMINAR

En el otoño de 1892, un colega de mi amistad me pidió que examinase a una joven dama que
desde hacía más de dos años padecía de dolores en las piernas y caminaba mal. Agregó a su
solicitud que consideraba el caso como una histeria, aunque no se hallara en él nada de los signos
habituales de la neurosis. Conocía un poco a la familia y sabía que en los últimos años se habían
abatido sobre ella muchas desdichas y muy pocas cosas alegres le pasaban. Primero había muerto el
padre de la paciente; luego su madre debió someterse a una seria operación de los ojos, y poco
después una hermana casada sucumbió, tras un parto, a una vieja dolencia cardíaca. En todas esas
penas y todo ese cuidar enfermos nuestra paciente había tenido la mayor participación.
No avancé mucho más en el entendimiento del caso después que hube visto por primera vez
a esta señorita de veinticuatro años. Parecía inteligente y psíquicamente normal, y sobrellevaba con
espíritu alegre su padecer, que le enervaba todo trato y todo goce; lo sobrellevaba' con la «belle
indifférence» de los histéricos, no pude menos que pensar yo. Caminaba con la parte superior del
cuerpo inclinada hacia adelante, pero sin apoyo; su andar no respondía a ninguna de las maneras de
hacerlo conocidas por la patología, y por otra parte ni siquiera era llamativamente torpe. Sólo que
ella se quejaba de grandes dolores al caminar [Gehen], y de una fatiga que le sobrevenía muy
rápido al hacerlo y al estar de pie [Stehen]; al poco rato buscaba una postura de reposo en que los
dolores eran menores, pero en modo alguno estaban ausentes. El dolor era de naturaleza imprecisa;
uno podía sacar tal vez en limpio: era una fatiga dolorosa. Una zona bastante grande, mal
deslindada, de la cara anterior del muslo derecho era indicada como el foco de los dolores, de donde
ellos partían con la mayor frecuencia y alcanzaban su máxima intensidad. Empero, la piel y la
musculatura eran ahí particularmente sensibles a la presión y el pellizco; la punción con agujas se
recibía de manera más bien indiferente. Esta misma hiperalgesia de la piel y de los músculos no se
registraba sólo en ese lugar, sino en casi todo el ámbito de ambas piernas. Quizá los músculos eran
más sensibles que la piel al dolor; inequívocamente, las dos clases de sensibilidad dolorosa se
encontraban más acusadas en los muslos. No podía decirse que la fuerza motriz de las piernas fuera
escasa; los reflejos eran de mediana intensidad, y faltaba cualquier otro síntoma, de suerte que no se
ofrecía ningún asidero para suponer una afección orgánica más seria. La dolencia se había
desarrollado poco a poco desde hacía dos años, y era de intensidad variable.
No me resultaba fácil llegar a un diagnóstico, pero fui del mismo parecer que mi colega, por
dos razones. En primer lugar, era llamativo cuán imprecisas sonaban todas las indicaciones de la
enferma, de gran inteligencia sin embargo, acerca de los caracteres de sus dolores. Un enfermo que
padezca de dolores orgánicos, si no sufre de los nervios {nervós} además de esos dolores, los
describirá con precisión y tranquilidad: por ejemplo, dirá que son lacerantes, le sobrevienen con
ciertos intervalos, se extienden de esta a estotra parte, y que, en su opinión, los, provoca tal o cual
influjo. El neurasténico que describe sus dolores impresiona como si estuviera ocupado con un
difícil trabajo intelectual, muy superior a sus fuerzas. La expresión de su rostro es tensa y como
deformada por el imperio de un afecto penoso; su voz se vuelve chillona, lucha para encontrar las
palabras, rechaza cada definición que el médico le propone para sus dolores, aunque más tarde ella
resulte indudablemente la adecuada; es evidente, opina que el lenguaje es demasiado pobre para
prestarle palabras a sus sensaciones, y estas mismas son algo único, algo novedoso que uno no
podría describir de manera exhaustiva, y por eso no cesa de ir añadiendo nuevos y nuevos detalles;
cuando se ve precisado a interrumpirlos, seguramente lo domina la impresión de no haber logrado
hacerse entender por el médico. Esto se debe a que sus dolores han atraído su atención íntegra. En la
señorita Von R. se tenía la conducta contrapuesta, y, dado que atribuía empero bastante valor a los
dolores, era preciso inferir que su atención estaba demorada en algo otro -probablemente en
pensamientos y sensaciones que se entramaban con los dolores-.
Pero más determinante todavía para la concepción de esos dolores era por fuerza un segundo
aspecto. Cuando en un enfermo orgánico o en un neurasténico se estimula un lugar doloroso, su
fisonomía muestra la expresión, inconfundible, del desasosiego o el dolor físico; además el enfermo
se sobresalta, se sustrae del examen, se defiende. Pero cuando en la señorita Von R. se pellizcaba u
oprimía la piel y la musculatura hiperálgicas de la pierna, su rostro cobraba una peculiar expresión,
más de placer que de dolor; lanzaba unos chillidos -yo no podía menos que pensar: como a raíz de
unas voluptuosas cosquillas-, su rostro enrojecía, echaba la cabeza hacia atrás, cerraba los ojos, su
tronco se arqueaba hacia atrás. Nada de esto era demasiado grueso, pero sí lo bastante nítido, y
compatible sólo con la concepción de que esa dolencia era una histeria y la estimulación afectaba
una zona histerógena.
El gesto no armonizaba con el dolor que supuestamente era excitado por el pellizco de los
músculos y la piel; probablemente concordaba mejor con el contenido de los pensamientos
escondidos tras ese dolor y que uno despertaba en la enferma mediante la estimulación de las partes
del cuerpo asociadas con ellos. Yo había observado repetidas veces parecidos gestos significativos a
raíz de la estimulación de zonas hiperálgicas en casos seguros de histeria; los otros ademanes
correspondían evidentemente a la insinuación levísima de un ataque histérico.
En cuanto a la desacostumbrada localización de las zonas histerógenas, no se obtuvo al
comienzo esclarecimiento alguno. Además, daba que pensar que la hiperalgesia recayera
principalmente sobre la musculatura. La dolencia más frecuente culpable de la sensibilidad difusa y
local de los músculos a la presión es la infiltración reumática de ellos, el reumatismo muscular
crónico común, cuya aptitud para crear el espejismo de unas afecciones nerviosas ya mencioné. La
consistencia de los músculos doloridos en la señorita Von R. no contradecía este supuesto; se
encontraban muchos tendones duros en las masas musculares, y además parecían particularmente
sensibles. Lo probable, entonces, era que hubiera sobrevenido una alteración orgánica de los
músculos en el sentido indicado, en la cual la neurosis se apuntaló haciendo aparecer
exageradamente grande su valor.
También la terapia partió de la premisa de que se trataba de una enfermedad mixta.
Recomendamos que continuaran los masajes y faradización sistemáticos de los músculos sensibles,
a pesar del dolor que ello producía, y yo me reservé el tratamiento de las piernas con intensas
descargas eléctricas, a fin de poder mantenerme en relación con la paciente. A su pregunta sobre si
debía obligarse a caminar, respondimos con un «Sí» terminante.

Así obtuvimos una mejoría leve. Muy en particular, parecían entusiasmarle los dolorosos golpes de
la máquina inductora, y cuanto más intensos eran, más parecían refrenar sus propios dolores.
Entretanto, mi colega preparaba el terreno para un tratamiento psíquico; cuando, tras cuatro
semanas de seudoterapia, yo lo propuse y di a la enferma alguna información sobre el
procedimiento y su modo de acción, hallé rápido entendimiento y mínima resistencia.

TRAMO PRELIMINAR DEL TRATAMIENTO

Ahora bien, el trabajo que inicié a partir de ese momento resultó uno de los más difíciles que
me tocaran en suerte, y la dificultad que hallo para informar sobre él es digna heredera de las
dificultades entonces superadas. Por largo tiempo no atiné a descubrir el nexo entre la historia de
padecimientos y la dolencia misma, que empero debía de haber sido causada y determinada por
aquella serie de vivencias.
Al emprender un tratamiento catártico de esta índole, lo primero será plantearse esta
pregunta: ¿Es para la enferma consabido el origen y la ocasión {Anlass) de su padecer? En caso
afirmativo, no hace falta de ninguna técnica especial para ocasionar {veranlassen} que reproduzca
su historia de padecimientos; el interés que se le testimonia, la comprensión que se le deja
vislumbrar, la esperanza de sanar que se le instila, moverán a la enferma a revelar su secreto. En el
caso de la señorita Elisabeth, desde el comienzo me pareció verosímil que fuera conciente de las
razones de su padecer; que, por tanto, tuviera sólo un secreto, y no un cuerpo extraño en la
conciencia. Cuando uno la contemplaba, no podía menos que rememorar las palabras del poeta: «La
máscara presagia un sentido oculto».
Al comienzo podía, pues, renunciar a la hipnosis, con la salvedad de servirme de ella más
tarde si en el curso de la confesión hubieran de surgir unas tramas para cuya aclaración no alcanzara
su recuerdo. Así, en este, el primer análisis completo de una histeria que yo emprendiera, arribé a un
procedimiento que luego elevé a la condición de método e introduje con conciencia de mi meta: la
remoción del material patógeno estrato por estrato, que de buen grado solíamos comparar con la
técnica de exhumación de una ciudad enterrada. Primero me hacía contar lo que a la enferma le era
consabido, poniendo cuidado en notar dónde un nexo permanecía enigmático, dónde parecía faltar
un eslabón en la cadena de las causaciones, e iba penetrando en estratos cada vez más profundos del
recuerdo a medida que en esos lugares aplicaba la exploración hipnótica o una técnica parecida a
ella. La premisa de todo el trabajo era, desde luego, la expectativa de que se demostraría un
determinismo {Determinierung} suficiente y completo; enseguida habremos de considerar los
medios para esa investigación de lo profundo.
La historia de padecimiento referida por la señorita Elisabeth era larga, urdida por múltiples
vivencias dolorosas. Mientras la relataba no se encontraba en hipnosis, pero yo le indicaba acostarse
y le ordenaba cerrar los ojos, aunque no impedía que de tiempo en tiempo los abriera, cambiara de
posición, se incorporara, etc. Cuando ella atrapaba una pieza del relato a mayor profundidad, me
parecía que caía espontáneamente en un estado más semejante a la hipnosis. Yacía entonces
inmóvil, y mantenía sus ojos cerrados con firmeza.

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