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Antología 2019

Taller literario
PURAPALABRA
Purapalabra: Antología 2019
Antología 2018 / editado por María Fernanda Barro Gil. - 1a ed
compendiada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Purapalabra
Ediciones, 2019
292 p. ; 20 x 14 cm
ISBN 978-987-27379-9-3
1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Poesía 3. Narrativa. I.
Barro Gil, María Fernanda, ed. II. Título.
CDD A863
Fecha de catalogación 4/11/2019
© Taller Literario PURAPALABRA/María Fernanda Barro Gil,
Alejandra Hurtado, Alejandro G. Pellegri, Belén López, Bruno Filidoro,
Carmen Shmulevitz, Cristela Reyes, Diego Maurín, Elisabet Ibáñez,
Elizabeth Ackermann, Erica Klauer, Fernanda Alza, Francisco Leal,
Guillermo Brennan, Inés Monserrat, Laura D'Orazio, Liliana Da Silva,
Lucas Bravo, Lucrecia Vallejos, María Antonia Conti, Martín Minassian,
Matías Levy, Mayra Corro Abdala, Mirta Cerrudo, Pablo Rubio, Sofía
Landau, Susana Della Bianca, Valeria Riccheri
Adolescentes: Francisco Cittadini, Julián Palacios, Julieta Ferdeghini,
Mariana Bucheli, Octavio Plá, Pedro Bolonnino.
Portada: "Cuadrados con círculos concéntridos", de Vasily Kandinsky (1913)
Edición y prólogo: María Fernanda Barro Gil
Corrección y diseño de tapa e interiores: Purapalabra/Ediciones
Buenos Aires, Argentina
Noviembre 2019
© Purapalabra Ediciones, 2019
Comentarios y sugerencias: purapalabra@hotmail.com
www.purapalabra.com.ar
No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler,
la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por
cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias,
digitalización u otros medios, sin el permiso previo y escrito del editor. Su
infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
Indice
Prólogo - 9
Alejandra Hurtado - 11
Alejandro G. Pellegri - 25
Belén López - 39
Bruno Filidoro - 50
Carmen Shmulevitz - 64
Cristela Reyes - 70
Diego Maurín - 76
Elisabet Ibáñez - 90
Elizabeth Ackermann - 98
Erica Klauer - 104
Fernanda Alza - 108
Francisco Leal - 115
Guillermo Brennan - 136
Inés Monserrat - 154
Laura D'Orazio - 156
Liliana Da Silva - 169
Lucas Bravo - 175
Lucrecia Vallejos - 189
María Antonia Conti - 192
Martín Minassian - 199
Matías Levy - 208
Mayra Corro Abdala - 215
Mirta Cerrudo - 226
Pablo Rubio - 241
Sofía Landau - 247
Susana Della Bianca - 251
Valeria Riccheri - 256
Adolescentes
Francisco Cittadini - 262
Julián Palacios - 270
Julieta Ferdeghini - 272
Mariana Bucheli - 279
Octavio Plá - 296
Pedro Bolonnino - 298
“La jaula se ha vuelto pájaro, qué haré con el miedo”
Alejandra Pizarnik

“Cuando sueñas,
la construcción del mundo es una risa de albañiles”
Leopoldo Marechal
Prólogo
Qué es escribir. Qué define a esa noble tarea que representa e in-
cluye a muchas otras.
Escribir es dibujar letras, hilvanar palabras en oraciones y oracio-
nes que se entrelazan formando textos que giran en torno a un tema,
una idea, una emoción. No es poca cosa.
Pero escribir puede ser aún mucho más que eso.
Cuando escribir es también opinar, hablar y leer, sentir sobre un
papel, imaginar, doler, disfrutar, amar… entonces, escribir ya es una
experiencia profunda en la que somos nosotros mismos expresándo-
nos a través de la palabra.
La poeta uruguaya, Idea Vilariño, contribuyó con un significado
que a mí me parece maravilloso sobre su experiencia personal con la
escritura. Dijo, “cuando escribo no miento”.
Somos genuinos, al expresarnos a través de la soledad de la escri-
tura –como otros eligen la música, la danza, la pintura–. Somos no-
sotros mismos, sin artificios ni estrategias.
El significado personal de esta Antología 2018, la número 11 , es
muy intenso para mí. Todas las ediciones son importantes. Siempre
vestidas con el mismo cuadro de Kandinsky, las portadas tienen tam-
bién un cambio de color cada año. Pero además del retoque gráfico
anecdótico, cada antología es diferente en sustancia, resultado de
quiénes la integran cada año: cada uno de ustedes y su costado más
Purapalabra | 9
genuino, más honesto, en la valentía de ser reflejándose a través de sus
escritos.
Este año, el más difícil de todos los difíciles años que navegué a lo
largo de mi larga vida, lo atravesé a veces entera y otras parapetándo-
me en diferentes puntos de apoyo. Uno de ellos –debo confesarlo–
fueron las clases compartidas con todos ustedes. No es demagogia ni
cumplido cuando digo que cada uno de ustedes y cada uno de los
grupos que ustedes ayudar a crear en las clases, han sido valiosos en
los momentos más duros.
Y en cuanto a ustedes, sepan que las faltas de ortografía se corri-
gen, la sintaxis tarde o temprano se aprende, los tiempos verbales co-
rrectos se incorporan a fuerza de práctica. Detalles importantes, sí,
pero tecnicismos al fin y al cabo. Pero la tarea de escribir es única y de
alcances insospechados. Ustedes se transformaron al escribir sus
cuentos y poesías, y ahora otros serán transformados a leerlos. Dis-
fruten esta poderosa experiencia.
Gracias por compartir este año a mi lado.
María Fernanda Barro Gil

10 | Purapalabra
/ Alejandra Hurtado
Partir
En dos, en tres, en cinco,
partir es dejarse ir, es re-partir,
es también fraccionar, es fragmentar.
Es vivir en el tiempo la ausencia,
entonces el tiempo se toca,
su espesor, su viscosidad, su pegamento.
¿En cuántos pedazos se parte uno al partir,
en uno, en dos, en tres, en cinco?
El tiempo está en el adiós, es ahí donde más está,
se sienta, se toma un café.
Cuántos adioses más... cuántos partires más,
a la cuenta de dos, de tres, de cinco.
Todo el tiempo se fracciona, la vida es fraccionar,
es partir, es partir-se en dos, en tres en cinco.
No hay enteros, solo mixtos, solo impropios,
incluso hasta aparentes.
se aprende a partir, en dos, en tres en cinco…

Grabados de Cecilia Izurieta


técnica: aguafuerte
Hallazgo
Te hallaba en el silencio, en la pregunta, en la contienda,
te hallaba a través del sentido, hasta que quedó agotado
ahora te hallo en el sinsentido,
te hallaba en los espacios de ensoñación diurna,
te hallaba en el mate de alguna hora del día,
en aleteo del pájaro que me aterra,
te hallaba en la oscuridad de mis ojos cuando están cerrados,
y te hallaba en todos esos fallidos actos de mi estúpida
existencia.
Te hallo cuando ya no hallé nada más,
te hallo en lo que no anda, en lo que no va,
te hallo en tus mentiras, en tus miedos, en tus fracasos,
en tu voz, en los recuerdos de lo que fue, lo que no fue,
y lo que no será.
Hallo todavía tu voz al otro lado del teléfono,
en la otra esquina de mi mundo.
Te hallo en las huellas que cada vez se extinguen,
en la estupidez de lo que la soledad trae consigo,
te hallo absurdo, triste, desolado, desterrado, desalmado.
Te hallo en todo eso y sin embargo,
sin embargo, descanso al saber que aun te hallo.
Con-vengo
No odies la melancolía de la que has sido presa,
si por ella adornas de grises tu ahogo,
no empeñes tu empeño, el que te queda,
en baratijas cotidianas, en los acuerdos de ese mundo
que no conviene, con el cual no convienes,
sí, nada y sumérgete en ese océano de víboras
que envenenan tu sangre,
sí, monta en el caballo de mar que todavía existe,
en el cajón de los anhelos,
de las reservas que quedan de lo no convenido,
convéncete de no desertar, de no renunciar, de no
terminar, escribe que existe, existe y escribe, existes
escribiendo,
ata tus zapatos como ataste tus miedos y no al revés,
reconoce que la cuerda en la que caminas no se ha
soltado todavía,
que no andas suelta, que estas atada,
como esa cuerda que a ratos se acuerda,
canta cuando nadie escucha y escribe
para que alguien escuche,
suelta tu miedo como soltaste tu pelo, aunque no
convenga,
vive aunque no convega, aunque no convengas,
porque no convenga...
Pasión
Es todo eso que dice ser y lo que no alcanza a ver,
es la que se borra en cada paso que da,
pero que deja marcas imborrables,
es todas esas contradicciones,
es el amor y es el odio, al mismo tiempo
y por separado,
es el frío y el calor,
Purapalabra | 13
es el eros y la muerte cuando se juntan,
está en la cercanía y la distancia,
en la entrega y en el abandono,
en las llegadas y en las partidas,
en lo que es sollozo y lo que es carcajada,
es el sin límite, el infinito,
es lo que destruye y lo que moldea,
está en lo acabado y lo inacabado,
es lo que enloquece y ensordece y enceguece,
es el telón que muestra y que oculta
lo que anuda y desanuda,
es el génesis y el apocalipsis...
Algún espacio para dos
Si perdonamos nuestra humanidad,
que no es más que bestialidad.
Si nuestras pasiones no nos matan,
y nuestras incertidumbres no nos amordazan.
Si el poder no nos fuera tan preciado,
y el espejo tan amado.
Si el desencuentro no se nos precipita,
y el camino empedrado no nos impide la caminata.
Si la cercanía no nos asfixia,
y la fatiga del día a día no nos exime.
Entonces quizás, solo quizás habría un espacio.
Un espacio en el que quepamos tú y yo.

14 | Purapalabra
Rojo
Qué podría importarme de tú mirada,
no dejaste más que fin.
Jamás hice un estallido de tu ausencia,
tu ausencia era lo coloquial, lo que se esperaba,
lo que yo esperaba.
De ti no encontré más que rastros,
de frío, de hambre, de chantaje.
No encuentro en el universo sosiego alguno.
No lo espero.
Estuve esperando que el desasosiego y la resquebradura
te fueran llevando con el atardecer.
No quepa duda de tus artimañas, de tus astucias,
de tus decires rotos.
Jamás vuelvas, porque la ausencia es un lugar asignado,
No hay más asignación de tu lado.
Te bastas con lo impropio y con lo ajeno, es decir,
no te basta.
Giras en torbellino dejando huellas de desastre.
El amor si acaso… pero este no es el caso.

Grabados de Cecilia Izurieta


técnica: aguafuerte
Despertar distinto
Ester abrió los ojos en medio de la noche y se despertó sobresalta-
da, su corazón parecía listo para salirse disparado hacia alguna parte.
Se escuchaba en el fondo el ruido de alguna ambulancia. Le tomó un
tiempo recordarse a sí misma dónde estaba, era un fenómeno que le
ocurría cada vez que viajaba, y era esto de no saber por unos segundos
en qué lugar del planeta se encontraba. Luego de que su corazón vol-
vió a situarse de modo adecuado en un marco de pulsaciones para no
explotar los sesos, recordó que ahora se hallaba en una
nueva ciudad, no la natal... y que a pesar del sobresalto
causado por algún efecto intrusivo en su sueño, estar ahí
era lo que deseaba.
No era hora de levantarse, el cansancio pesaba todavía
en sus ojos y en su cuerpo. La noche resultaba tan extraña,
como si la familiaridad con la que había pasado treinta
años de noches de su vida no resultaran suficientes. Sin
embargo conocía el modo en el que su cuerpo se hacía a la
idea de estar en un espacio nuevo, eventualmente aquello
se tornaría cotidiano, y sus pulsaciones adquirían una to-
nalidad menos acelerada.
Una vez presentada su renuncia en el colegio como
maestra, y la renuncia también a vivir en su ciudad de na-
cimiento, se había asignado un status de extranjería. Desde
ese entonces se encontraba habitando una nueva vida, se
había despedido de Perú, donde había pasado unos días
fabulosos. Estaba deseosa y algo ansiosa. Las ganas de que-
darse dormida nuevamente estaban llegando, se imaginó a
sí misma caminando por Les Champs Elysees, visitaría la
librería que quedaba a la vuelta de casa y se tomaría un café
con un croissant de chocolate. La mudanza estaba en proceso, to-
davía no había ubicado todos sus libros, la ropa ya estaba ordenada-
mente situada en sus cajones y armadores.
Se le ocurrieron algunas cosas, pensaba que así como los textos
tienen dedicatorias, la vida misma podría estar llena de ellas. La suya
había estado dedicada a algunas personas en particular, pensaba que
actualmente eso ya no era así. Ahora su vida se escribía con dedicato-
ria anónima. Era el anonimato de su deseo que se hacía notar en sus
múltiples movimientos; no era anónimo en absoluto, era suyo; por
más extranjero que a veces le resultase, siendo tan propio como era.
La conversación telefónica de algunos días se hacía cada vez más bo-
rrosa, dejando a penas la sensación de lo que produce algo que ha sido
resuelto. No se dio cuenta en qué momento se había vuelto a dormir,
pero el sol le estaba anunciando que era hora de empezar su día.
Se levantó y tomó el periódico, mientras esperaba que esté listo su
primer café del día. Se encontró con una noticia acerca del suicidio de
un hombre. Siguió leyendo y se percató de que había sido en la mis-
ma calle donde ella vivía. Dos edificios de distancia de una reciente
muerte. ¿Qué lleva a alguien, a cualquiera, a un final así, tan abrupto?
¿Qué del deseo cuando funciona sólo como deseo de muerte? ¿Qué
de sujeto, allí donde la muerte es el único resto de deseo? Deseo de
muerte no es deseo, es la negativa del deseo es –deseo, es decir, lo
anula, lo desdice. Es un último respiro de voluntad, que es renuncia a
toda voluntad.
Escribió en su cuaderno de apuntes... Allí donde algunos escribi-
mos el Inicio, hay quienes están listos para poner Fin. Luego de es-
crita esa frase la tachó. Y puso, Las personas tienen derecho a anhelar
morir, incluso si el efecto de esa muerte trae devastación para quienes
tienen que sobrevivirla. Se quedó pensativa y luego puso, Ojalá el re-
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pudio no te toque hasta dejarte seco, ojalá tu angustia se pueda tornar
un motor de logros, ojalá tus sollozos los puedas tragar con abrazos,
ojalá que la muerte traiga, a quien la demanda, la paz que le fue im-
posible hallar en vida...
Alma y araña
El vacío de su partida llenó de oscuridad la sala, y eso extraña-
mente hacía que pareciera infinita. Las telarañas de aquella esquina
empolvada de recuerdos, acariciaron su mano. Decidió tomar asien-
to, mientras una araña se paseaba por el cojín donde estaba arrimada,
sin que pudiera notarlo. Frente a sus ojos, el jarrón dorado resguar-
daba las cenizas de lo que representaba a la vez muerte y vida.
Ahora la araña se había movido de lugar y en su pasar había dado
con el tobillo de Alma. De pronto una sensación de cosquilleo ape-
nas doloroso invadió su cuerpo hasta hacerla estremecer. El estreme-
cimiento no tenía tanto que ver con la picadura, como con lo que
evidenciaba; y era el hecho de que, le guste o no, al menos ella seguía
viva. Ese minúsculo arácnido estaba allí para recordárselo.
Ella todavía respiraba, las palpitaciones empezaron a acelerarse y
no había modo de calmarlas. Su cuerpo helado y vivo no podía com-
prender qué hacía ahí, en un lugar lleno de muerte. No podía encon-
trar sosiego. Se levantó y se dirigió a tomar un poco de aire, su tobillo
estaba ligeramente hinchado y cubierto de ronchas, estiró su mano
para rascarse y en la media que llevaba puesta se hizo un agujero. Así
mismo se sentía, agujereada.
No podía soportar más el humo del cigarro sin probar uno, cómo
es que hay cosas que se quedan impregnadas por lo desagradable.
Una voz pronunció su nombre, era Abel que la llamaba. Fingió que
no lo escuchó y con eso ganaría un poco más de tiempo para seguir
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con sus rumiaciones. Ese momento que no encuentra satisfacción
cuando se está en la compañía de otro, porque precisamente es en és-
te donde se lo vive a plenitud.
Finalmente tuvo frío y decidió entrar, enfrentar las voces de la
gente que nerviosa no sabe qué decir y por lo tanto se autoriza a decir
cualquier estupidez. No toleraba más estar allí, quería salir.
Aprovechó que Abel fue atrapado por la abuela, Estela tomó las
llaves de su auto y arrancó. Siguió manejando hasta llegar al pueblo
de su infancia. No supo otro lugar en el cual quisiera estar. Lo en-
contraría a él, él sabría con un abrazo arrancarle todo ese dolor que
corría por sus venas, ese olor a azufre pegado a su nariz, que era olor a
muerte, ese sabor a nada que deja ella misma cuando se presenta.
Alma llamó a la puerta. Nadie contestaba. Se asomó a la ventana,
tomó las llaves que solían estar junto a la maceta e ingresó. Después
de tantos años seguían ahí. Destapó una botella de vino para esperar.
De pronto se abrió la puerta y entró una pareja que se asombró de
verla. Después de uno que otro sobresalto de parte y parte, se enteró
de que hace un año Marcel se mudó a Málaga.
Luego de pedir las debidas disculpas y de llevarse con ella una
sensación de confusión, adicionada a la que ya tenía encima, se
marchó. No había retorno, a nada esa noche. No se podía deshacer la
muerte, ni volver atrás para no dejarlo ir. Volvería a casa sin poder ser
ella jamás la que alguna vez fue, se miraba en el espejo para ver qué
versión de ella misma podía encarar mejor las circunstancias. Ya no se
reconocía.
Esa noche se quedaría en su departamento. Encendió la com-
putadora y empezó a escribir. "No hay muerte que se asimile, ésta úl-
tima se la traga uno entero, tachó y puso, se la traga a uno entero."

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Un cumpleaños en el cementerio
Era un día oscuro y gris, la niebla cubría los espacios todos y la luz
casi no podía penetrar. Lara, Tim y Paul visitaban el cementerio esa
tarde de otoño. Habían acordado encontrarse en el parque cerca de
casa y luego juntos ir caminando hasta Monteolivo. Ese día se
cumplía un año de su muerte y los tres habían preparado una pe-
queña fiesta para recordarlo, ese día hubiese cumplido 18 años.
Se encontraron como acordaron, a las cinco de la tarde, cada uno
llevaba una pequeña carta y algo para decorar. Fueron caminando en
silencio hasta llegar al espacio donde se encontraba su tumba. Los
tres decidieron caminar en silencio sin que eso los perturbara dema-
siado, algo así como una suerte de acuerdo implícito. Estaban deján-
dose sentir esa ausencia, así, pesada y vacía.
Una vez que llegaron a la tumba donde se encontraba el alma o
cuerpo de Luis, el silencio se rompió por una intervención de Lara.
–Las paradojas de la vida –pensaba Lara, mientras reflexionaba
un poco para sí y un poco para el resto– ¡morir el mismo día de su
nacimiento! Pareciera como si lo hubiese planeado para burlarse de
todos, de la vida, de sí mismo. Encontró un modo de llevarse la ironía
que lo caracterizaba hasta la tumba. Y claro nos dejó a nosotros acá…
Tim se había quedado un tanto perplejo ante las afirmaciones de
Lara, se conocían desde niños y aun así no dejaba de sorprenderse
ante sus reflexiones. Este impacto que ella generaba con sus decires,
era algo que Tim se lo tenía bien guardado, no vaya a ser que se su-
piera su sentimientos hacia ella. Estos le asustaban a él primero y en-
tonces prefería postergar hacer frente a ellos. Entonces emitía unas
palabras para, según él, disimular su enamoramiento.
–Es definitivamente algo que no deja de sorprenderme a mí tam-
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bién. Ahora vamos a hacer las cosas como le gustaba hacerlas, la son-
risa hasta en los peores momentos. Eso nos deja su recuerdo.
–Sí, como a él le gustaba… y eso es burlándose de los acuerdos es-
tablecidos socialmente, festejando el día de su muerte.
Inflaron unos cuantos globos de color negro, para honrar el color
favorito del nunca más cumpleañero. Todo era una sátira, una ritual
que no por incluir globos dejaba de ser tortuoso, incluso quizás lo
hacía todo peor.
Contaron las anécdotas que habían compartido juntos y se senta-
ron alrededor de él. Cada uno había escrito unas palabras para leer. A
pesar de que estaban prohibidas las fogatas en el cementerio, el ritual
era quemar las cartas luego de ser leídas y así lo hicieron.
El lugar estaba aparentemente vacío, la espesa niebla y el cielo gris
hacía que el día se sintiera más tétrico de lo que ya era.
La amistad de ellos tenía que ver con compartires que hacían de
esa amistad un vínculo inquebrantable. Cada uno con una historia
de vida más o menos dramática; esto mismo los unía, ese dolor. Y
ahora después de la muerte de su amigo más aún.
Luego de la lectura y quema de cartas, Lara no se pudo contener y
se fue en llanto. Tim sintió el impulso de abrazarla y ella se dejó.
Luego de unos minutos Paul que no podía dejar de sentirse incómo-
do por la situación, divisó a lo lejos a Guillermo, el hermano mellizo
de Paul.
–Chicos, se está acercando Guillermo. –Cesó el llanto de Lara, los
tres quedaron como absortos ante la situación y ninguno pudo pro-
nunciar palabra alguna.
–Me imaginé encontrarlos aquí, pero claro ¿cómo podrían faltar?
Un poco de privacidad se esperaría, para quienes sí somos familia de
Luis. Claro está, si ustedes así lo permiten.
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Paul, que no solía caracterizarse por su tranquilidad, se paró como
una fiera y le dio un empujón que lo tiró al piso. En el fondo se escu-
chaba la voz de Lara que les pedía que se detuvieran, que no era el
momento, prometía que se irían pronto que ellos habían terminado
el ritual.
–No tenemos por qué irnos de aquí. Si él no lo visitó en el hospi-
tal, no estuvo jamás cuando lo necesitaba. El derecho que le pudo
otorgar la misma sangre, se lo arrebató él mismo con sus acciones.
Tim había logrado separarlos para que la pelea no se suscitara, no
podía soltar a Paul pues temía que nuevamente se le fuera encima.
–¡Basta! es tiempo de irnos. No es justo, pero es tiempo de irnos de acá.
Paul logró contener su ira, al menos momentáneamente, pero al-
go dentro de él lo quemaba por dentro. Guillermo, el mellizo perver-
so, siempre lo envidió y no hizo sino abusarse de su bondad. Había
sido responsable de que de niño casi muera al empujarlo contra un
árbol que golpeó su cabeza. Durante la leucemia poco o nada lo había
ido a visitar, había vivido en un reformatorio debido a que nadie lo-
graba manejarlo. Actualmente vivía con uno de sus padres, y no fre-
cuentaba su pueblo. Su presencia allí era de lo más perturbadora,
pues no tenía sentido alguno que estuviera allí, pretendiendo darle
alguna importancia a su hermano.
Mientras los tres caminaban de vuelta a casa una mezcla entre
llanto y rabia les sucedía, agarrados de los brazos los tres no pronun-
ciaban palabra alguna, otra vez ese silencio, que parecía tomar el lugar
de Luis. Se dirigieron a la casa de Lara, se abrazaron muy fuerte y se
prometieron hablarse más tarde.
Paul y Tim siguieron caminando mientras pensaban acerca de lo
que había ocurrido. Guillermo había sido así, jamás dejó que su her-
mano tuviera una vida tranquila.
22 | Purapalabra
Paul se encontraba cavilando respecto de la manera de eliminar a
ese sujeto de la faz de la tierra. Su historia lo había marcado un tanto
más que a los demás, Paul había quedado huérfano tras la muerte de
sus padres, situación que lo obligó a vivir en un orfanato hasta que
un familiar que vivía en Escocia se mudó a la ciudad para vivir con él.
Su tío había sido su salvación, sin embargo las cicatrices que le
habían dejado el paso por ese lugar y por esa experiencia no se re-
movía fácilmente.
No pudiendo conciliar el sueño, una inquietud muy fuerte lo mo-
vió a salir de la cama, y se decidió a buscar a Guillermo. Se dirigió al
bar del pueblo donde seguro lo iba a encontrar.
Al llegar al bar se parqueó detrás de los tachos de basura, de modo
que no fuera visible, apagó el motor y se dispuso a esperar que la ma-
la versión de mellizo que quedaba viva, se dispusiera a salir. El auto de
Guillermo efectivamente estaba parqueado afuera como de costum-
bre, así que solo era cuestión de esperar. Llegadas las dos de la maña-
na el sujeto en cuestión apareció y se dirigió a su auto.
Paul esperó un momento y decidió seguirlo. El auto se dirigía ca-
mino al cementerio Monte Olivo <<o Monteolivo >>. Era una no-
che fría y el viento no dejaba de soplar.
Antes de salir de casa Paul también había bebido un vaso y medio
de vodka y sentía que no había sido suficiente para amortiguar todas
las emociones. La tristeza que sentía Paul no tenía nombre, Luis
había sido su familia, su hermano del alma, lo había acompañado en
los momentos más duros. Quería que Guillermo pague por todo. Es
decir, por aquello que le correspondía y también por lo que no. Na-
die había sido el culpable de la muerte de su añorado amigo, pero él
estaba cegado por el odio y el dolor, esto podía más que cualquier
cosa.
Purapalabra | 23
Una vez en el cementerio trató de seguirlo y luego perdió su ras-
tro. De pronto escuchó una voz que le decía.
–Sabía que tú y yo nos volveríamos a ver, estaba esperando que
me buscaras y yo me dejé encontrar.
Paul, congelado, sintió que tenía que actuar pronto y no que no
había tiempo de pensar mucho. Se acercó despacio, lo tomó del cue-
llo y le tiró el primer golpe. No pronunció palabra alguna, sólo em-
pezó a golpearlo y extrañamente sintió que Guillermo no se resistió al
inicio, casi como si se dejara golpear. No había quien lo pare y si no
hubiese sido por un segundo de cordura que recuperó, seguro lo ma-
taba.
–Casi te mato cabrón –le dijo–. No creas que dejarte golpear re-
suelva algo, tú deberías estar muerto y no él. No pretendo saldar
contigo la deuda que tengo con la muerte por habérselo llevado. Pero
si te vuelvo a ver cerca de la tumba de tu hermano te mato. Hay cosas
que no tienen perdón y tú no tienes derecho alguno a llorarlo, nin-
guno.
Paul se levantó, conmovido por lo que había hecho e igual de
destrozado y quizás más. Caminó hacia el auto y entró en llanto. No,
los golpes no le habían devuelto a su amigo y el dolor seguía intacto.
Llegó a casa y terminó de beber lo que quedaba de vodka, no dejaba
de temblar.
Al día siguiente lo despertó el sonido del teléfono. Era Lara, la
noticia le había llegado. Se dijeron hola, seguido de un silencio pro-
longado de un minuto. Luego Lara dijo:
–Al menos no lo mataste.

24 | Purapalabra
/ Alejandro G. Pellegri
Trisha
El 8 de noviembre de 1974 fue, a mi entender, uno de los días más
fríos en años. Quizá haya hecho más frío cuando era niña, pero no lo
recuerdo. Sólo sé que aquella mañana me levanté de la cama con los
dedos de los pies doloridos e hinchados, y eso que llevaba calzadas unas
medias gruesas hasta casi las rodillas. Del otro lado de la cama Pete
dormía entre ronquidos y aliento rancio, y por un instante se me vino a
la mente que los ronquidos de mi marido ya habían dejado de resultar-
me graciosos y se habían convertido en algo detestable. Así que, dolo-
rida y malhumorada como estaba, me vestí lo más rápido que pude
para evitar sentir que todo el cuerpo se me helaba y salí de casa para
para tomar el autobús que me llevaría a mi trabajo.
El hotel Aletton Arms, que hasta el día de hoy sigue funcionando,
fue construido entre 1931 y 1933. Así que te imaginarás lo grande que es;
Una vez vi una fotografía de una de esas mansiones de la campiña in-
glesa, toda con su innumerable cantidad de ventanas, chimeneas dis-
persas por toda la terraza, y escaleras larguísimas que conducían hacia la
entrada; la mansión de la foto era del 1700. Y el hotel donde trabajaba
era casi la viva imagen.
Al igual que el resto de los empleados y empleadas, entrabamos
por la puerta de servicio, ubicada a un costado del edificio; recuerdo
que una de las empleadas de cocina una vez había llegado tarde no
tuvo mejor idea que usar la puerta principal. Tuvo la mala, pero muy
mala suerte de encontrarse con el señor Greenblatt, uno de los dos
Purapalabra | 25
administradores. ¿Qué ocurrió? La pobre mujer, madre de tres niños
y único sostén familiar, terminó de patitas a la calle sin siquiera em-
pezar su día de trabajo. Así que, sabiendo eso, jamás utilicé otra en-
trada más que la del personal de servicio del hotel.
Ya sé que quieres que vaya directo al grano, que cuente todo lo
que ocurrió esa tarde, pero debes entender lo que significa trabajar
como personal de limpieza de un hotel tan grande.
Una vez que me cambié de ropa, fui a fichar y me encontré con
Marge, no recuerdo su apellido, creo que en aquel entonces ninguna
sabía el apellido de la otra. Cuando hablábamos entre nosotras siempre
usábamos nuestros nombres de pila. Los únicos que usaban nuestro
apellido eran los administradores, y siempre cuando teníamos que ir a
la oficina, ya sea para recibir alguna queja de los clientes, para recibir
nuestra paga mensual o cuando se nos pedía hacer horas extras.
Marge vivía a dos casas de distancia de la nuestra, con con su esposo, y
no eran pocas las veces que llegaba al trabajo con moretones en sus bra-
zos. El muy cerdo la golpeaba a puño y cinturonazo limpio en los brazos
y piernas cada vez que se le antojaba o llegaba a casa borracho y sin un
centavo porque se lo había perdido todo en ese maldito hipódromo.
Sé lo de los brazos y piernas porque más de una vez nos ha tocado
cambiarnos juntas y me contó todo el asunto. Pasaron cuatro años
desde la primera vez que vi sus marcas hasta la mañana que me contó
que su esposo la “corregía”.
Así que Marge me tocó el hombro, y con su voz tan bajita y debi-
lucha como ella (aunque podía cargar esos carritos de limpieza como
si no pesaran nada), me dice: "Hoy, después del trabajo, las demás
chicas y yo iremos a tomar una Coca-Cola a la cafetería de la calle Ed-
mond. Cumplo años y quiero darme el gusto de invitarlas. ¿Quieres
venir?"
26 | Purapalabra
Estuve a punto de negarme y decirle que seguramente terminaría
molida, pero no lo hice. Simplemente asentí con gusto y la felicité.
Ambas nos fijamos en la grilla de tareas y, tanto a ella como a mí nos
tocaba limpiar las habitaciones y pasillo del segundo piso.
Para que sepas, todo el personal de servicio del hotel teníamos un
ascensor exclusivo para nosotros, alejado de los de los huéspedes, un
ascensor enorme en el cual podía caber hasta cinco de nosotras. Así
que ahí metimos cada una nuestros carritos, aspiradoras, escobas y
botellitas de limpiadores y trapos.
Al llegar a nuestro piso, como siempre solíamos hacer, cada una
escogió un ala.
–Esperemos encontrar cartelitos –dije yo, en referencia a los car-
toncitos de no molestar que los huéspedes suelen colocar en el pica-
porte externo de la puerta a las habitaciones.
–Ojalá –respondió ella, mientras se arrodillaba ante su carrito pa-
ra recoger unos guantes amarillos y guardárselos en el bolsillo delan-
tero del uniforme–. Igual, no nos hagamos ilusiones de terminar an-
tes; ayer, mientras estaba sentada al inodoro oí a una de las chicas de-
cir que Greenblatt iba a elegir a dos de nosotras para hacer unos tra-
bajos en el sótano con él.
La idea de bajar al sótano no me gustaba para nada, y mucho me-
nos tener a George Greenblatt cerca. El tipo siempre me había dado
mala espina, escalofríos, por llamarlo de alguna manera.
Que ¿por qué? No era porque el tipo hubiera despedido a más de
una empleada. Aun así, creo que si cumplías las reglas y llegabas a
tiempo y nunca usabas la puerta principal, no pasaba nada, incluso,
recuerdo que una vez rompí una vasija de porcelana que adornaba
uno de los rincones del hall central. Estaba aterrada porque justo pa-
saba el señor Greenblatt. Pensé: “Ahí la cagaste bien cagada. De pati-
Purapalabra | 27
tas a la calle”. Me miró, luego clavó la vista sobre la vasija hecha trizas
y apretando los dientes para que nadie note la situación, me dijo: “Te
lo descontaré de tu sueldo”. Durante dos meses mi esposo y yo vivi-
mos a sándwiches de atún y arroz.
Creo que la razón por la que él me desagradaba tanto era su mira-
da, cada vez que tenía que verlo en la oficina o me lo cruzaba en los
pasillos. Dos minutos con él y sentía que me iba a querer echar mano.
Sabes de qué hablo, ¿no? Las mujeres tenemos ese sexto sentido
cuando se trata de hombres. No nos funciona al cien por ciento a to-
das, pero tienes que ser muy estúpida para no darte cuenta cuando
un hombre quiere algo más que una conversación. Y Greenblatt tenía
algo que me hacía helar la sangre.
Cada vez que lo veía llegar o rondar por los pasillos de uno de los
pisos rogaba a Dios y a todos los santos que siga de largo y no me
preste atención. Lo veía siempre vestido con ese traje blanco, impeca-
ble y sin una sola arruga, los zapatos haciendo juego, y ese aire tan
pavoroso, perdón, pavoroso es una palabra, ¿cierto?
Entonces, sí. Pavoroso. El tipo me aterraba. Y dejame decirte, a
todas nosotras se nos venían a la mente ideas similares; cuando lo
tenías cerca, clavándote la vista mientras hacías tu trabajo en los pasi-
llos o en el hall, en lo único que podías pensar era en él queriéndote
echar mano o algo peor.
Juro que, aunque estuviese distraída en ese momento, un escalofrío
me recorría todo el cuerpo y por unos instantes me quedaba como petri-
ficada. Me daba vuelta y ahí lo tenía, con sus ojos oscuros, vidriosos y esa
expresión en su rostro huesudo que me provocaba pavor. Pero nunca me
hizo nada, por lo menos hasta aquella tarde. Y si hizo algo antes a alguna
de las otras chicas del servicio, se lo tuvieron muy calladas.
Así que ahí estábamos las dos, cada una con su carrito plagado de
28 | Purapalabra
cosas. Como siempre, independientemente de la pareja que nos toca-
se, primero hacíamos la limpieza de las habitaciones, cada una por su
lado, seguíamos con las ventanas, baldeábamos balcones y pasábamos
el trapo al piso, las mesas de luz y el baño. Cuando terminábamos con
todo eso, cambiábamos las sábanas y las frazadas. Como los colcho-
nes de doble plaza eran enormes y pesados, no podíamos levantarlos
por nosotras solas, así que mientras una lo levantaba y la otra coloca-
ba y tensaba el cubre colchón.
Apenas terminamos de guardar todo en nuestros carritos (yo un
poco dolorida arriba de la cintura por haber hecho un mal movimiento
mientras levantaba un doble plaza) nos dirigimos al ascensor del perso-
nal contentas y con hambre, ya que para ese momento eran pasadas las
12 del mediodía y 12:30 teníamos nuestro descanso para almorzar.
Algo que yo sabía y que Marge no, era que apenas ella entrara al
comedor de empleados, todas las chicas del turno mañana estarían allí
para saludarla por su cumpleaños. Como ninguna de nosotras podía
darse el lujo de comprarle regalos y no sabíamos qué regalarle en con-
junto, todas optamos por una torta de chocolate con frutillas en la ci-
ma y una velita de cumpleaños color rosa que me costó 50 centavos.
Y así ocurrió. Luego de almorzar, hubo torta y se cantó el feliz
cumpleaños. Y estábamos en medio de todo ese bochinche de risas y
bromas cuando el teléfono allí comenzó a sonar y todas enmudecimos,
ya que temíamos lo que Marge me había contado ocurriría ese día.
Quien levantó el tubo del teléfono fue Rhonda. Respondió con
un tembloroso, “hola” y al otro lado de la línea, las palabras Marge
Wilson, Trisha Brown, depósito ahora mismo.
Lo que ocurrió en ese momento, tras volver a colocar el tubo del
teléfono en su lugar fue que, salvo Marge y yo, el resto bajó la mirada
y una de las chicas tosió incómodamente.
Purapalabra | 29
Las dos salimos de la cocina a paso lento en dirección al elevador sin
hablar ni mirarnos. Creo que cada una tenía ya una idea fijada sobre lo que
nos podría pasar en el sótano con Greenblatt; por mi lado, intuía que tan
pronto como él lograse quedarse a solas conmigo intentaría echarme ma-
no. Me lo imaginaba abalanzándose sobre mí con su camisa abierta, expo-
niendo un pecho y vientre poblado de vello y pústulas que se le abrían y
explotaban, los pantalones bajos hasta los tobillos y su “cosa” colgándole
de entre las piernas, toda dura, hinchada, nauseabunda. Me la imaginaba
podrida como si llevase muerta varios días, quizá semanas. Y él, con su
aliento a cigarro barato y dientes manchados diciendo, “déjame que te eche
mano, Trisha Brown. Ambos sabemos que lo quieres”.
No sé en qué pensaba Marge. Quizá algo parecido, quizá nada. Pero
ambas sabíamos que no queríamos estar a solas con Greenblatt.
Estábamos bajando en el elevador cuando, de la nada, Marge me dice,
“Si se atreve a tocarme con sus mugrientas manos, que se atreva. No sé
qué haré, no lo sé, pero algo haré. Ese hombre me da mala espina, Trisha.
Jamás me hubiera imaginado de una mujercita tan debilucha co-
mo Marge palabras tan amenazantes. Oír aquello de alguna de las
otras chicas no me hubiera llamado la atención, pero de Marge…
Cuando llegamos, la puerta de entrada al sótano estaba abierta. El
lugar hedía como siempre a humedad, ambas nos tapamos la boca por
unos segundos. Había cajas de todos los tamaños, cajas de madera y de
cartón, abiertas y cerradas, todas desperdigadas por el lugar. Al fondo,
dos columnas de sillas de alto respaldo unas sobre las otras. A un costa-
do, la mesa que hacía juego. Había una especie de laberinto hecho con
mesitas de luz. Lámparas de pie. Paredes descascaradas, cubiertas de
moho. Polvillo flotando en el aire pegajoso. Colchones de una y dos
plazas apoyados cerca de una estantería repleta de platos, tacitas y vasos.
–Ah, ¡llegaron! –oímos decir, y la figura de Greenblatt se apareció
30 | Purapalabra
de detrás de las estanterías. Estaba vestido como siempre, con su traje
y zapatos blancos.
Asentimos, pero ninguna dio un paso adelante. Nos quedamos
petrificadas justo en la entrada.
–En unos días viene la inspección de la ciudad a echar un vistazo al
hotel y no podemos tener toda esta mugre en el sótano. Todas estas cajas
tienen que desaparecer, hay que limpiar todo lo que esté en los estantes y
tiene que estar terminado para mañana por la noche.
Volvimos a asentir.
–Hoy les daré una mano con algunas cosas. Luego seguirán por
su cuenta. Mañana quiero que fichen y vengan directo al sótano, que
yo pasaré al final del día para ver que todo esté terminado.
Marge y yo nos pusimos de acuerdo por dónde empezar cada una, y
mientras limpiábamos, acomodábamos adornos y muebles y retirába-
mos cajas, cada una por su lado estábamos atentas de cada movimiento
que hiciera Greenblatt. Pero nada raro hacía. El ayudaba también.
Hasta incluso hizo algún que otro comentario sobre el tiempo que lle-
vaban algunos de los objetos que yacían allí.
El polvillo que se había levantado nos hacía toser y lagrimear a los
tres. Cuando el señor Greenblatt me llamó, yo estaba pasándole el
plumero a unos jarroncitos de porcelana.
–Quisiera correr este colchón de dos plazas, pero sólo me es imposible.
Dejé lo que estaba haciendo y me coloqué en el otro extremo del
colchón. Greenblatt me hizo seña de que lo lleváramos hacia fuera del
sótano. El empujaba y yo, conforme miraba hacia atrás, acompañaba.
Marge tenía sus ojos clavados en ambos, pero más en Greenblatt.
El colchón era pesado, más de lo que había imaginado. Y él di-
rigía: Más a la izquierda. Más a la derecha. Cuidado, hay un mueble.
Cuidado, una caja. Y mientras todo aquello iba ocurriendo, mientras
Purapalabra | 31
yo miraba hacia atrás para ver por dónde iba y contra qué no chocarme,
y miraba hacia adelante tratando de evitar los ojos del señor Greenblatt
e imaginarme todo eso que me había imaginado camino al elevador,
Marge llevaba en una mano una pesada lámpara velador y en la otra un
trapo y se encaminaba hacia nosotros como para preguntarnos algo.
Fue cuestión de un instante, ¿sabes? El final, quiero decir, que todo
este asunto concluyó en un instante. Y fue de lo más estúpido. Estába-
mos a punto de terminar de cruzar todo el sótano cuando al señor
Greenblatt se le da por quitar una mano del colchón y a mí por estornu-
dar, la maldita cosa cae al suelo de un golpe levantando una nube de pol-
vo que cubrió a la mitad del lugar. Y cuando me agacho para intentar le-
vantar el colchón que escucho a Greenblatt: “Déjame que te eche ma-
no”. O quizá dijo “que te de una mano”.
Nada de eso importó. Marge ya estaba detrás de Greenblatt, lám-
para levantada en el aire como si ella fuese la viva imagen de la estatua
de la Libertad, a punto de… Tú sabes.
Marge no necesitó más de dos fuertes y secos golpes detrás de la ca-
beza del administrador para que éste termine de rodillas sobre el
colchón y luego quede desparramado como una bolsa de papas, sesos y
sangre mezclándose con el suelo sucio, de la misma forma que yo no
necesité de mucho para darme cuenta que, mientras la nube de polvo
nos había cubierto a los tres, y Marge estaba quizá aun a medio metro
de Greenblatt, él ya había aprovechado para bajarse la cremallera y de-
sabrocharse el pantalón dejando a la vista su pequeño y arrugado pene.
Bautismo de mar
La isla no había estado tan poblada por aquellos días, ¿sabes? Tu
abuelo y yo vivíamos allí, en una pequeña casa a pocos metros de la
playa. El y yo solíamos dar paseos por la playa los domingos por la
32 | Purapalabra
mañana buscando conchas de caracol y observando los pesqueros salir
del muelle para internarse en aguas profundas. Yo metía los caracoles en
una bolsita de tela que guardaba dentro del bolsillo de mi delantal de co-
cina y luego, al llegar a casa, los guardaba dentro de un jarroncito de vi-
drio sobre la mesa de luz al lado de la cama. Ojalá supiera dónde quedó...
En total habremos sido unas cincuenta familias las que vimos en
aquella isla una nueva oportunidad de trabajo. La gran depresión del
30 había dejado a mucha gente en la ruina, desde el que más tenía y
creía nunca llegaría a ver su imperio caer en ruinas hasta el que me-
nos. Los negocios y tiendas del continente cerraban, personas ha-
ciendo filas para pedir trabajo, comida o monedas. Y no sé cómo fue
ocurriendo, ya que nadie se levantó un día de la cama y dijo: "En la
isla podemos hacernos de una nueva vida", pero poco a poco, quienes
tenían bote, un pequeño barco o cualquier cosa que flotara y pudiera
cargar gente, llevaba a su familia al otro lado. Muchas casas en el con-
tinente quedaron abandonadas, y por casi dos años el condado de
Dover pareció una especie de pueblo fantasma, habitado sólo por al-
gunos viejos que decidieron terminar de pasar sus días en el lugar que
los había visto nacer. Cuatro años tendría que pasar hasta que la isla
se convirtiera en un sitio habitable.
Tu abuelo usó los pocos ahorros que le habían quedado tras haber
construido la casa y con dos vecinos compraron un viejo barco de
pesca de camarones llamado Misty. Y no te miento cuando digo que
ninguno ellos tres tenía una sola idea sobre barcos pesqueros, y mu-
cho menos sobre pesca de camarones. Si hubieras visto al Misty... ese
viejo barco de pesca, con su pintura carcomida por el óxido, el motor
que echaba humo negro y se quejaba como un anciano enfermo de
los pulmones cada vez que era puesto en marcha, te juro no hubieses
dado ni cinco centavos por él.
Purapalabra | 33
Cada vez que tu abuelo salía de casa temprano por la mañana para
subirse al Misty, yo rezaba una oración para que volviese sano y salvo.
Sólo una vez lo acompañé al muelle y no hizo falta de mucho para
darme cuenta que el oficio de pescadores no era algo para lo que
habían nacido esos tres. Igual, con el tiempo fueron ganando expe-
riencia e hicieron de la pesca un trabajo que daba sus frutos.
No recuerdo si fue a mitad de 1952 o 1953 cuando aquello ocurrió.
El abuelo ya había comenzado con sus famosos dolores en las manos. El
médico le había dicho que tenía artritis y que si no se cuidaba más, la cosa se
iría poniendo cada vez peor; mucho trabajo arriba del barco con las manos
al descubierto soportando el frío tantos inviernos, atando cuerdas, sujetan-
do cables… ¿Puedes creerlo? Artritis a los cuarenta yseis años.
Había noches que tu abuelo no podía pegar un ojo a causa del dolor.
Los dedos se le contraían hasta parecer garras, se le hinchaban y ponían
morados como morcillas. Yo lo observaba levantarse de la cama maldi-
ciendo de dolor y dirigirse al cuarto de baño para intentar orinar. Cuan-
do regresaba a la cama, yo sabía que había estado llorando en silencio.
Sólo una vez le sugerí que abandone la pesca, que yo podría tra-
bajar como mesera en algún café del continente mientras él se queda-
ba en casa al cuidado de tu madre.
¡Cómo se puso tu abuelo! Chispas, en vez de lágrimas, le salían de
los ojos. "¡Yo soy el hombre de esta casa!", gritaba como loco. “Yo soy
quien tiene que poner el pan en esta mesa”, y todas esas cosas que
suelen decir los hombres cuando quieren demostrar su hombría. ¡Y
hasta hizo el intento de levantarme la mano!
Fue durante uno de sus últimos viajes en el Misty, poco antes de
que él se retirase por completo de la pesca y nos mudáramos de re-
greso al continente. Tu abuelo ya había dejado de estar en popa
echando redes y permanecía en cabina, tras los controles, con una ta-
34 | Purapalabra
za de chocolate caliente sobre el tablero y su gorro de lana que yo le
había tejido varios años atrás. Ese día, como siempre solía hacer,
zarpó antes de la salida del sol y no regresó hasta las siete de la tarde.
Recuerdo, yo no había podido planchar la ropa porque tu madre
había tenido fiebre y se la había pasado todo el día en cama sudando
y llorando por una fiebre que se había cogido.
Cuando tu abuelo regresó a casa, yo justo terminaba de sacar del
horno un pastel de carne. Cerró la puerta de entrada sin casi hacer rui-
do y, tras dejar su piloto amarillo colgado del perchero, se sentó a la
mesa. Joe siempre se duchaba cada vez que volvía del mar en el Misty.
Si no lo hacía, al rato ya estaba llenando la casa con olor a pescado, y si
eso pasaba me resultaba casi imposible acercarme a él para darle un be-
so. Al verlo sentado a la mesa, con las manos sosteniéndose la cabeza,
supe que las cosas no habían marchado para nada bien ese día.
Dejé la tarta sobre la mesa y regresé a la cocina para retirar de la
alacena su botella de gin y un vaso pequeño.
–¿Está todo bien, Joe? –fue lo primero que se me ocurrió pre-
guntar mientras le seervía su gin, sentada a su lado.
–¡Ahora no, mujer! –dio un golpe tan fuerte sobre la mesa que el
plato cayó al suelo y Dios quiso no se hiciese añicos en ese momento.
Fue entonces que levanté el plato del piso y, calladita, calladita, lo
volví a colocar delante de él y me senté.
Durante unos diez minutos se la pasó jugando con la comida,
había comenzado a desmenuzar la tarta hasta convertirla en algo in-
descifrable. Ni siquiera le dio un sorbo al gin, y yo estaba a punto de
explotar. Cada vez que pinchaba algo para llevárselo a la boca, regre-
saba el tenedor al plato.
–¡Por Dios, Joe, dime que ha pasado! ¡Habla de una vez, que no
soporto tanto silencio! –quería sacudirlo de la silla hasta hacerlo lar-
Purapalabra | 35
gar todo, pero me contuve. Es como dicen, tuve que hacer de tripas
corazón y quedarme esperando a que él se dignara a hablar. Final-
mente, cuando yo ya estaba por levantarme de la mesa y dejarlo solo,
me miró a los ojos y comenzó a hablar, y cuando lo hizo, lo primero
que dijo me cayó como un balde de agua helada.
–Tipp fue asesinado –fueron sus primeras palabras–. Algo se
apareció y se metió en el Misty. Creo que venía de aquella otra em-
barcación, la que Theo vio a media milla al este. Algo que no era hu-
mano, o que alguna vez lo fue, mató a Tipper.
Me quedé mirándolo sin entender nada. Tipper Gordon había
muerto.
–Theo Boswood lo vio primero, luego Tipper, y finalmente lo hice
yo. Pero eso fue sólo al final. Cuando salimos hoy por la mañana y
hasta el mediodía, hacía frío pero no había una sola nube gris en el cielo
que indicara tormenta o niebla. Estuvimos con las redes echadas a mi-
tad de camino al continente, porque estábamos con poco combustible
y sabíamos que si nos internábamos al océano, lo más seguro era que al
regreso nos hubiésemos quedado a la deriva. No recogimos mucho en
realidad, así que decidimos abrir unas cervezas y disfrutar de la tarde.
No habrían pasado más de las tres cuando la niebla se apareció
desde el Noreste, a unas cinco o seis millas de nosotros. Y fue Theo
quien se asombró de lo rápido que fue creciendo y se fue aproximan-
do a nosotros. En cuestión de minutos, ya podíamos respirarla y dé-
jame decirte que lo que respirábamos no era agradable.
Estábamos los tres pasados de alcohol, pero no incoherentes. Les dije
que volvamos, ninguno de los dos se opuso. Así que regresé a la cabina y
encendí los motores para regresar a la isla y terminar la jornada. El Misty
se quejó, como siempre lo hacía, y con una bocanada de humo negro sa-
lida de su chimenea emprendió la marcha.
36 | Purapalabra
La costa de la isla no estaba muy lejos de nosotros cuando la niebla
nos cubrió por completo. Pero al navegar a ciegas, tuve que reducir la
velocidad. Lo último que hubiera deseado era que el Misty encalle, o,
peor aún, estrellarlo contra las rocas cercanas a la playa. Mientras tanto,
todos respirábamos ese aire pútrido salido de la niebla... Tipper se
quejó de un fuerte dolor de cabeza y a Theo le había bajado la presión.
¿Y yo? Yo sentía que las manos me estaban siendo trituradas por una
morsa. Entonces, con el Misty moviéndose a paso de hombre, la figura
de otra embarcación pesquera se nos apareció de la nada. Y no choca-
mos con ella, simplemente porque, y esto es algo que aún no entiendo,
el Misty la atravesó sin un rasguño. Y cuando lo hizo, te juro que los
pelos de la nuca se me erizaron y sentí que me estaba meando encima.
Mientras me aferraba fuerte al timón con una mano y con la otra
a la palanca de aceleración, la mirada ciega clavada en la niebla y la
sensación de que podríamos chocar contra las rocas, el grito de Theo
quebró el murmullo de las olas rompiendo contra el casco.
–¡Hey! ¿cómo has subido hasta aquí? –fue lo que gritó Theo, aún
revisando los cables que sujetaban las redes para que no se abriesen y
terminaran desparramando camarones por todo el barco.
Tipper, que antes estaba conmigo en cabina, se había metido al
baño para despedir las dos botellas de cerveza que había bebido, salió
al encuentro de Theo tras ponerse el piloto lo más rápido que pudo,
echando maldiciones a los cuatro vientos.
No puedo decir con claridad qué estaba pasando fuera de cabina,
sólo pude oír los gritos ensordecedores de Tipper y Theo, clamando
por ayuda. Cuando sonó el primero de los tres disparos, salí corriendo
de cabina. Ypara cuando sonó el tercero, Theo gritaba como un loco.
El Misty dejó de balancearse de arriba abajo, y mentiría si dijese
que yo podía ver a más de dos metros de distancia. Pero la figura que
Purapalabra | 37
segundos después vi me dejó helado, y a mi entender tiene tan poca
explicación como lo del asunto del barco pesquero que el Misty atra-
vesó de lado a lado sin sufrir un solo rasguño.
Tipper se hallaba muerto, tirado boca abajo sobre las redes llenas
de camarones y peces que aun abrían y cerraban sus bocas e intenta-
ban nadar en un charco de sangre que se iba extendiendo por la cu-
bierta.
–¡Fue esa cosa! ¡La cosa en el barco! –vociferó Theo al verme,
mientras apuntaba hacia arriba, donde el palo mayor.
Al verla, mis piernas volvieron a flaquear, y por un momento
pensé que iba a orinarme otra vez en los pantalones.
Volando en círculos alrededor del Misty, de la misma manera que
un buitre lo hace al ver la carcasa de un animal muerto, aquella figu-
ra, vestida con lo que aparentaba ser una gris y roída mortaja, mostró
su fétido y descompuesto rostro a nosotros en una horrible mueca
que jamás en mi vida sé voy a olvidar.
Esto es lo que tu abuelo me contó aquella noche, mientras tu ma-
dre dormía y la lluvia había comenzado a caer.
A la mañana siguiente, el cuerpo de Tipper fue sepultado detrás
de la iglesia. No hubo muchos que asistieron, ya que al enterarse de lo
ocurrido consideraron una especie de maldición acompañar y pre-
senciar la ceremonia.
Theo y Joe, tu abuelo, salieron dos veces más de pesca, pero al ca-
bo de unos de unos días lo vendieron por unos pocos dólares a unos
muchachos cruzando la isla. Simplemente se contentaron con des-
prenderse de una vez del Misty, viejo barco pesquero que habían
comprado usado y al que nunca habían bautizado como corres-
pondía.

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/ Belén López
Un giorno tristissimo
Tito
Los dos hombrecitos enfrentados casi no se distinguen dentro de
la caja. Cada tanto una barra de interferencia barre la pantalla. Se le
para el corazón cada vez que eso pasa, pero los hombrecitos siguen
ahí. Se acerca a la caja y toma la antena con la mano para atajar la in-
terferencia. Acerca la cara a la pantalla y se le erizan los pocos pelos
que le quedan en la cabeza. Le ruega al hombrecito vestido con un
buzo que es más para bufón que arquero, que ataje la pelota. Que la
agarre con la fuerza con la que él está sosteniendo la antena.
Sergio
Viniste como suplente, para ver a los veintidós jugadores desde el
banco, ¿cómo terminaste abajo del travesaño? La casaca número
veinte se acerca hasta el punto del penal, está tan lejos que no le pue-
do distinguir la cara, pero está tan cerca que el calor de la respiración
me empaña la cadenita de oro que llevo colgada del cuello. El italiano
acomoda la pelota, y camina para atrás.
Vine como espectador, no a convertirme en héroe. Pasan tres se-
gundos desde que la casaca veinte toca la pelota con la zurda. Tres
respiro, dos decido, uno silencio.
Bruno
Con los labios temblorosos se acercó al micrófono y no volvió a
respirar hasta tres segundos después que el zurdo tocara la pelota. En
Purapalabra | 39
toda su carrera había relatado veintitrés penales. ¿Cómo ocultarle al
mundo que se había quedado sin palabras?
Serena se acerca al punto penal. Parado frente a él, un hombrecito
de buzo ridículo espera, y el desea que esté nervioso, que esté cagado
de miedo. Tres segundos después, ¡va a fare in culo!, lo ve volar en la
dirección correcta y está seguro que por encima del aliento de estadio,
escucha el golpe seco de la pelota rebotando en los puños del hom-
brecito. El sonido más amargo de todos.
"Siamo fuori. Siamo fuori della coppa –escuchó decir–. Un
giorno tristissimo".
Aunque nunca estuvo seguro si esas palabras murieron en su boca
antes de salir al aire.
El Piti y yo
Me hacía el que dormía la siesta, boca arriba con los brazos cruza-
dos como un vampiro. A Lauri no le gustaba que duerma así, porque
así duermen los muertos, se asustaba y escondía abajo de la frazada, y
yo con más razón me hacía el Drácula. Esa tarde se había dormido
enseguida, y yo no sabía qué hacer. ¿Cómo me iba a dormir, si afuera
llovía? Me estiré y con la pata corrí la cortina, ¡llovía con sol! Estaba
que me levantaba y que no, porque la última vez que me había esca-
pado me retaron feo y me tocó una semana sin ir al campito, y de
golpe un par de piedritas se estrellaron contra la ventana. ¡Sonamos!
El Piti ya estaba levantado, claro para él era fácil salir de la casa, si la
vieja no estaba en todo el día. De mala gana me asomé a la ventana y
le hice señas de que ¡ya voy! que me espere en el patio, que para no-
sotros era todo el campo que se extendía detrás de la casa. Con el Piti
nos entendíamos re bien sin tener que hablar. Me llevaba unos años,
ese verano yo había cumplido siete y él ya tenía diez, pero como había
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repetido de grado no sé cuántas veces, fuimos juntos todo segundo
grado.
A mi vieja no le gustaba que me junte con él, por eso siempre caía
a casa cuando no estaban mis viejos y me cuidaba la nona. Y ahí esta-
ba nomás, esa siesta esperando afuera con lluvia y todo. Habíamos
hecho una apuesta en un recreo en la escuela, a principio de año, y el
Piti ventajero como era no se lo olvidaba, claro si le convenía.
Me apuré a salir de la pieza sin ponerme las zapatillas para no ha-
cer ruido. Casi llego a la puerta sin que nadie me vea y entonces ¡zas!:
–¿Dónde vas Luisito? –me llamó la nona desde la cocina.
Escuchó mis pasos de ratón con el ruido de fondo de la lluvia pe-
gando en la chapa. Me acerqué a la cocina en puntitas de pie como un
boludo, no sé para qué si ya me había escuchado. Y cuando abrí la
puerta, ¡fa!, el olor a torta frita me pegó en la cara como un bife, me
hizo olvidar de todo, de la lluvia, la promesa, del Piti esperando afue-
ra. Lo que pasaba en la cocina cuando la nona cocinaba era magia.
Petisa y redonda de tantos buñuelitos y coñac, el estampado de mar-
garitas del vestido igual al de la cortina, parecía un Pynipon pinipón
jugando en una cocina que le quedaba grande.
Amasaba y formaba triangulitos que cuando caían en la grasa hir-
viendo hacían el sonido más lindo del mundo. Apenas las sacaba las
espolvoreaba con azúcar, y como estaban calentitas se les formaba ca-
ramelo encima. El vapor del agua hirviendo, salía del pico de la pava y
flotaba como una neblina que se quedaba ahí, como en los sótanos
donde los magos y las brujas hacen magia. Eso era la nona en la coci-
na, magia.
Me quedé un rato mirándola hipnotizado, como un perro espe-
rando que el dueño le tire algo de comida. Hasta que se dio cuenta
que yo estaba ahí parado y me hizo una seña con la mano para que
Purapalabra | 41
me acerque. Ahí nomás se rompió el encanto, por más ganas de que-
darme que tenía, llovía con sol y tenía que salir.
–El Piti me espera afuera –le dije, señalándole el fondo.
Se estiró todo lo que pudo, para ver por una ventana que daba al
patio donde supuestamente el Piti tenía que estar esperando sin que
lo vean. El gil se había escondido muy mal porque le hizo una seña y
al rato apareció descalzo en la cocina. Había dejado las zapatillas em-
barradas en la entrada. Era educado cuando el estómago le apretaba.
Yo sabía que a la nona le caía bien el Piti, a diferencia de mi mamá y
mi viejo que se ponían de mal humor ni bien lo veían.
–Abran las mochilas, –nos dijo después barrernos con la mirada.
Yo tenía la mochila haciéndome bulto debajo del piloto y el Piti
usando una bolsa de residuos como capa. De muy mala gana le hice
caso. Separó media docena de tortas fritas, las envolvió en papel
manteca y armó dos paquetitos. El Piti seguía cada movimiento suyo
como si corrieran peligro de desaparecer sin que les pueda hincar los
dientes.
–Están recién hechas, así que se las comen en un rato, –nos dijo
guardando un bulto calentito en cada mochila– si no van a tener do-
lor de panza. –Eso lo dijo mirándolo al Piti, que se comía el paquete
con los ojos.
Como tres veces le juré que iba a volver antes que se haga de no-
che, y de un pique llegué a la tranquera de casa. El muerto de hambre
del Piti, ya había empezado a comer las tortas fritas. Le iba a decir al-
go, pero me acordé que la vez que le dije muerto de hambre, la nona
me cayó con un bife en la jeta. Nunca me había pegado, y eso que me
mande cosas peores. Nunca más le dije eso, en voz alta al menos. Le
saque tema de conversación para distraerlo y que ocupe la boca en
otra cosa. Nos pusimos a pensar que íbamos a comprar con el oro
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que estábamos yendo a buscar. Se las ingeniaba para siempre termi-
nar hablando de comida, me pasó lista de todo lo que iba a comer.
Me dieron ganas de vomitar de escucharlo nomás.
–¿Y esa cosa que llevas colgando? –lo interrumpí cuando vi brillar
el objeto rojo que tenía enganchado a uno de los bolsillos del pan-
talón. Yo sabía bien lo que era. La navaja suiza.
–Álvarez me la regaló –me dijo desafiándome con la mirada a que
lo contradiga–. Es mía.
–Creí que te la habían sacado –le contesté en voz baja. No sé por
qué, no le creía lo de regalo. Yo lo conocía, era vago, mentiroso, un
atorrante. Pero robar, nunca. Por lo de la navaja casi lo echan de la
escuela.
Pasó que en un recreo se puso a presumir la navaja. Es que era tan
linda, de esas que se abren como un abanico y les sale de todo, tijera,
abrelatas, cosas que ni sabía para qué servían, y hasta una lupa chi-
quita tenía. La maestra lo pescó en plena exhibición y lo llevaron a la
dirección. A todos nos recontra juró que se la regaló Álvarez, el pro-
fesor de carpintería. La semana anterior se había ido a dar clases a
Chaco, y como el Piti era el más habilidoso en el taller se la regaló. Esa
fue su versión, pero nadie le creyó. La navaja quedó guardada en la
oficina del director. Me había olvidado del asunto hasta que se la vi,
colgando del bolsillo.
–Me la regaló Alvarez –me volvió a decir, ya sin mirarme.
Llegué a ver que tenía los ojos vidriosos. De un saque se la des-
prendió de la mochila, la abrió y vino derecho hacia mí. ¡Ah la mierda
lo había hecho enojar!, casi me meo encima, y cuando lo tuve encima
mío me agarró el brazo y me la dejó ahí, en la palma de la mano. No
entendía nada, y entonces la mire de cerca y vi la inscripción que tenía
grabada: “De Álvarez para Patricio”.
Purapalabra | 43
–¿Por qué no mostraste esto antes? –le dije sintiéndome el rey de
los boludos.
–No sé –me dijo encogiéndose de hombros–. Si te hubieran aga-
rrado a vos, seguro te creían, a mí en cambio… –cerró la frase con un
escupitajo en la tierra.
Se sonó los mocos con la musculosa y aceleró el paso. Seguimos
caminando un rato en silencio, no entendía porque se enojaba tanto
por eso, ya tenía que estar acostumbrado, con la cantidad de veces
que caía en la dirección. Le iba a convidar mis tortas fritas para hacer
las paces y de golpe me paró en seco con el brazo esquelético y me
señaló con la cabeza hacia adelante. Desde el otro lado del camino se
venía venir a alguien. Usé la mano de visera para tratar de ver mejor,
pero no pude identificar quien era el que venía hacia nosotros.
–¿Quien vive para allá? – le pregunté.
–Nadie –dijo apretando los dientes–, después de la bajada está el
río, nomás.
–¿Y qué hacemos? –ya estaba preocupado, justo el día que me
puedo escapar nos cruzamos con alguien.
–¡Seguimos! –me contestó–, somos dos, metete un par de piedras
en el bolsillo en caso que haga falta.
Encaró para delante, no se asustaba con nada. Yo iba juntando to-
das las piedras que podía, menos mal que me había guardado la go-
mera en el bolsillo.
Cuando lo tuvimos al tipo más cerca, me tranquilicé un poco. Era
un pibe seguro, incluso más petiso que yo. El Piti también ya iba más
aliviado porque aflojó el paso. Entonces se me pasó por la cabeza que
nos podría haber ganado de mano el pibe ese. Lo miré de reojo al Piti
que debía estar pensando lo mismo porque no paraba de escupir en
la tierra.
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Y a partir de ahí fue cuando todo se puso muy raro. Eso no era un
pibe, ¡qué era eso!, pensé. Lo mire a Piti para que me diga algo, pero
lo único que hizo fue quedarse parado con la boca abierta.
El tipito, no sé, era como si hubieran agarrado a un abuelito y lo
hubieran comprimido, en algo más petiso que yo. La ropa que tenía
puesta me hacía acordar a los duendes de jardín que tenía la nona en
la entrada de casa. Yo no me quiero hacer cargo de ponerle nombre,
pero Duende es lo más parecido que se me ocurre.
–Buenas –nos saludó cuando nos pasó por al lado. La voz chillo-
na no tenía nada que ver con ese cuerpito regordete. La cuestión es
que el tipo se iba, y el Piti no hacía nada. Yo estaba re cagado tam-
bién, ¿¡pero si nos había ganado de mano!? Entonces me acordé que
siempre al final del arcoíris hay un duende que cuida el tesoro. Le es-
taba por compartir mis suposiciones al Piti en voz baja, pero el gil
abrió la boca.
–¿A dónde vas? –le preguntó con voz de silbato.
El Duende se dio vuelta sobre sus patitas como un trompo, y lo
relojeó con la mirada.
–Para allá –nos contestó no muy de buena gana, señalándonos
hacia dónde veníamos.
–¿A qué? –la siguió el boludo.
–¿No deberían estar durmiendo la siesta ustedes? –nos contestó y
yo creo que casi me hago pis encima, porque si nos habíamos cruzado
con la solapa estábamos sonados.
–¿Que tenés en la bolsa? –le dijo señalando una bolsa de arpillera
que llevaba colgando, aunque era obvio que estaba vacía– ¿te aga-
rraste todo el tesoro, petiso?
¡No cazaba una, el boludo! había entendido todo al revés. Era tan
tonto como corajudo.
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–¿Sos lento vos? –le hablo directo al Piti–. No ves que estoy yen-
do a buscar el tesoro. –Hizo un movimiento moviendo la bolsa, para
mostrarle que estaba vacía.
–Apúrese, antes que le ganen de mano –le dije, no estaba seguro
de cómo hablarle.
Me miró sorprendido y se me prendió como sopapa, olfateándo-
me de pies a cabeza.
–¡Eh! Rajá de acá –le grité.
Traté de sacármelo de encima y empecé a girar como un trompo.
Duende y yo terminamos rodando en una zanja. A todo esto el Piti se
cagaba de risa. Una rabia me dio. ¡Ayudame boludo!, le grité total-
mente al pedo, porque se tiró en el piso de la risa. Por suerte se avivó
y sin mucho esfuerzo lo agarró al tipito por una de las piernitas y lo
sostuvo en el aire como si hubiera cazado una liebre muy gorda.
–¡Bajame nene! –chilló el Duende.
–¡No lo sueltes! –le dije al Piti, todavía agitado por la pelea y tra-
gando tierra–. Voy de un pique hasta donde está el tesoro desprote-
gido, ¡y lo traigo!
El Piti bailó y aplaudió de la alegría zamarreando el pobre Duende
de un lado al otro mientras cantaba alguna canción. La verdad nin-
guno de los dos esperaba haya tesoro de verdad.
–¡Pero de qué hablan brutos! –chilló–. El tesoro está del otro la-
do no allá –dijo señalando de dónde venía.
El Piti ya con el brazo cansado lo puso arriba de un poste, el más
alto que pudo para que no salte y se nos escape.
–A mí no me vas a engañar, enano –le dijo agachándose un poco
para quedar a la altura de su cara regordeta–. Nosotros venimos de
allá, y allá no hay nada.
Ahí nomás como había hecho antes conmigo, lo empezó a olfa-
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tear al Piti, era como una aspiradora la narizota que tenía.
–¡Mentiroso! Están los dos impregnados con olor a tesoro, los
que me ganaron de mano son ustedes.
Ni bien nos acusó empezó a llorar, un chillido insoportable que
me hacía doler el oído, peor que el torno del dentista. Con el qui-
lombo que estábamos haciendo me parecía raro que nadie nos haya
echado los perros. Y entonces, los escuché muy a lo lejos, el ladrido de
al menos dos perros.
–¡Sonamos! –grité desesperado.
–Mirá, crío, si no nos ponemos de acuerdo los tres, nos vamos a
quedar todos sin comer –dijo señalando el cielo, estábamos preocu-
pados por lo mismo.
–Para comer andá a la casa de Puflito –le dijo el Piti–, la abuela de
éste no sabés cómo cocina.
–¡Ya lo sé! El petiso nos ganó de mano, huelo el tesoro desde acá
arriba –dijo señalándome con el dedo.
Yo no entendía nada, estábamos los tres empapados y temblando
de frío. El que más nervioso estaba era el Duende que no dejaba de
mirar hacia el campo. Temblaba, y no de frío. Sacó un pedazo de pa-
pel de uno de los bolsillos del chaleco y se lo alcanzó al Piti, que es-
talló a carcajadas cuando lo vio.
–¿Así que este es el tesoro que buscas? Está acá adentro de mi ba-
rriga –le dijo mientras se refregaba la panza. Me alcanzó el papel para
que lo viera, y a diferencia del Piti a mí no me hizo gracia. Era una
hoja amarillenta, arrancada de un libro que me parecía familiar. Un
recetario. Con una lista de ingredientes, y el dibujo a mano de...
–¿Tortas fritas? –le dije sin poder ocultar mi decepción–. ¿El te-
soro son las tortas fritas? –grité casi llorando.

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–¿Tenés en la mochila o no? –me preguntó, no le importaba en lo
más mínimo nuestras caras largas–. Tengo que volver antes que se es-
fume el arcoíris.
Abrí la mochila y le di el paquetito, no estaban mojadas, no
tenían barro y todavía estaban calentitas. El Duende las olfateó como
si las estuviera comiendo con el olor. Y mirándonos con recelo se
alejó unos pasos sin darnos la espalda.
–Pensé que no llegaba a probar la última tanda –sonreía como yo
en navidad o mi cumpleaños– si se apuran llegan –agregó, mostrán-
donos una moneda de oro que sacó del bolsillo.
El Piti la miró con los ojos saliéndose de las órbitas, ninguno de
los dos había visto jamás una moneda de oro.
–¿La última tanda? –le pregunté, no entendía, o quería entender
a qué se refería con eso.
–De otro lado, sabemos, es la última tanda de la señora, espero
que le haya enseñado a otros a hacerlas –me contestó mientras se
comía una– ¿vienen o no?
El Piti ya se había mandado a buscar el tesoro, pero ahí nomás se
paró en seco y me miró. Por primera vez en la vida buscaba mi apro-
bación. Yo tenía mala experiencias con el tema de “la última vez”. Me
acordé de la última vez que salí a recorrer el campo con el nono, fue la
última y no lo sabía. Y sin darme cuenta empecé a volver para mi casa.
–Andá vos, si querés –le dije.
Me acuerdo que miraste al Duende y la moneda de oro, y después
a mí, que ya tenía los ojos aguantando lágrimas. A al final viniste
conmigo Piti, sin decir nada, empezaste a caminar al lado mío hasta
que llegamos a casa. Estabas a metros del tesoro y no me dejaste solo.
El premio al volver fueron más torta fritas con mate cocido. Las co-
mimos despacio. La última tanda.
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Ese verano hubo una sequía terrible. Todos estaban con cara larga,
menos yo. Tenía miedo que llueva. Y para cuando volvió a llover, la
nona ya se nos había ido, y no solo ella. Vos también te fuiste, te mu-
daste a Coronda antes que empiece la escuela. Mi vieja me dijo que
ibas a venir de visita y yo iba a ir para allá. Ya pasaron tres veranos. Al
final te fuiste como la nona.
Siempre que llueve me acuerdo de esa tarde. Lo extraño al Piti.
Seguro ya se hizo un amigo nuevo, que se va a acordar de mí. ¿O se
acordará cuando llueve? Yo por las dudas le pido a mi vieja que haga
tortas fritas, siempre que llueve. Por si cae el Piti a merendar o por si
aparece el ladino del Duende.

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/ Bruno Filidoro
Casa desamparada
Aquel día el viento golpeaba muy fuerte. El pequeño poblado
junto al mar temía la crecida y posibles inundaciones. Todos los ha-
bitantes se habían encerrado bajo la protección de sus hogares, cuyas
construcciones brindaban la seguridad de poder sobrellevar las con-
diciones climáticas de la mejor manera. Pero de la antigua casa –o
mejor dicho, mansión, que había sido construida por el mil ocho-
cientos tantos– no se podía decir lo mismo. No se podía sentir el pla-
cer de acoger al ser humano como lo hacían las otras. Llevaba años
abandonada y nadie, con seguridad, volvería a habitarla.
En sus comienzos, en su plenitud, cuando la familia Walcoch, re-
cién llegada del viejo continente, la había habitado luego de un año
de construcción, la casa era observada y admirada por todos los habi-
tantes, quienes no salían de su asombro por la magnitud y su altura, a
tal punto que la llamaban El Monstruo.
Poco duró la admiración puesto que el temor invadió a la socie-
dad toda. El hijo menor falleció de una enfermedad incurable y pro-
ducto de esto su espíritu comenzó a aterrorizar a la familia con su
venganza, provocando un derrotero imparable.
A consecuencia de esto la antigua casa de los Walcoch comenzó a
tener la fama de embrujada y eso fue determinante en su colapso.
La casa no podía evitarlo, no era responsable de lo sucedido y
mucho menos de favorecer a los sucesos paranormales. Algo en su
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construcción lo había provocado, pero nunca pudo encontrar el mo-
tivo. Hay que entenderla, descubrirlo podría generar que no viviera,
que dejara de sentir.
Ella se amaba, y se ama, pero día a día se ve sometida al recuerdo, a
la nostalgia de sus días de luz rebosante.
Hoy recuerda a su antiguo comedor, donde luego de despachar al
espíritu del hijo menor de los Walcoch, se sentaron a cenar un grupo
de ángeles de los más poderosos, a diagramar los nacimientos de los
héroes, de los notables, quienes marcarían un antes y un después en
la vida de las sociedades. Pero ahora las sillas de la mesa rectangular,
las cuales con sus refinados tapices habían sido tocadas por los cuer-
pos de Rafael y Raguel estaban desgarrados, como las maderas de sus
pies. Y la mesa, donde se había servido la primera cena de Uriel en la
tierra ya no era más que un pedazo de tabla podrida y sin vida.
La sala de estar, que, junto con sus sillones importados, de los
mejores en el país en su momento, habían, luego de la ida de los án-
geles, acobijado a los demonios más notables de todos los tiempos,
como Lilith y Astaroth, quienes se amaban y planeaban la corrup-
ción de las almas llenas de paz, ahora eran el desamparo total. Ya na-
die estaba en condiciones de sentarse en los sillones. Y las pinturas,
que habían sido realizadas desde el más allá por Alenza y Caillebotte
ya perdieron su color y esplendor, víctimas de la ausencia de un cu-
rador.
Las habitaciones, donde habían dormido familias felices y llenas
de esperanza, ahora se encuentran clausuradas víctimas de una
vergüenza tal que ni la casa las puede reconocer. Adultos, niños y
mascotas, todos asesinados por seres peores que los demonios que la
supieron habitar.
La biblioteca, que había sabido tener primeras ediciones de Sha-
Purapalabra | 51
kespeare, Cervantes, Borges y las cuatro obras clásicas grandiosas de
China, entre otras, hoy no tiene un solo libro, todos víctimas de ro-
bos justificados por comunidades de coleccionistas.
La cocina, hoy sin utensilios, sin gas y sin rastros de humanidad,
se lamenta día a día la ausencia del aquelarre que supo cocinar los
manjares más innombrables y recetas tan secretas que no quieren re-
cordar.
El patio, donde la comunidad de hombres lobo se había reunido a
celebrar la victoria sobre los vampiros que residían allí, ahora tenía
sus pisos de piedra hundidos y destrozados, tanto como el espíritu de
la construcción anfitriona.
Y así podríamos continuar explorando el ático, donde solía residir
Jack, el muñeco que daba consejos cuyas consecuencias concluían en
un hijo que se alistaba en el ejército y moría en la guerra, o en otra
que se transformaba en una asesina a sueldo.
Todo, absolutamente todo, se encontraba en el estado final de so-
ledad, excluido de la sociedad, sin un mísero uso que podría generar
felicidad.
La casa en ese momento sólo deseaba que el viento se la llevara,
que destrozara cada ladrillo hasta dejarla sobre el piso, sin vida total,
dejando lugar a un terreno lleno de escombros. Pero sabía muy bien
que aquello no sucedería, pues este era su castigo por haber sido sede
de lo más atroz.
El Magmar
El 18 de octubre de 5277 será recordado para siempre como el día
final del Magmar luego de haber funcionado por milenios y causado
efectos imborrables en la humanidad.
Descubierto en 2070 por paleontólogos de la Universidad de
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Buenos Aires, que pertenecía al viejo país de Argentina, hoy Estados
Independientes del Sur, el Magmar era una pequeña pirámide azul
con una radiación singular.
En conjunto con científicos de los por entonces países norteños,
descubrieron que esta pirámide de un metro irradiaba una inagotable
cantidad de energía que podía funcionar entonces para renovar y su-
plir los recursos naturales.
Con un simple aparato robótico encontraron la forma de utili-
zarla en sus fines.
Argentina, que había sido una nación poco prospera, con este
aparato resucitó los campos y lograron sembrar y cosechar varias ve-
ces en el año, como así también superar la crisis energética y progresar
en la curar para enfermedades terminales de sus habitantes.
Realmente, fue un descubrimiento impresionante que otras na-
ciones no tardaron en solicitar. En un acto imborrable que marcó a
fuego la historia de este país, en 2200 decidieron que sería patrimonio
de la humanidad y que cada país podría utilizarlo para sus fines.
Estados Unidos, la decimoquinta nación próspera en ese enton-
ces, la utilizó para crear el sistema espacial que hoy en día seguimos
utilizando para trasladarnos a sistemas estelares, dentro de nuestro
planeta e incluso para realizar la minería solar.
Cuando llegó a los países asiáticos nada nuevo sucedió, simple-
mente el desarrollo tecnológico más importante que la humanidad
haya tenido al crear aparatos que podían transformar la carne en
energía y materializarla nuevamente.
Toda África superó sus grandes deudas con sus habitantes y desa-
pareció el hambre y la pobreza.
Todo resultaba maravilloso, hasta que el Magmar llegó a Europa.
Con este pudieron crear almas realmente tan poderosas que sumergió
Purapalabra | 53
al continente en una gran guerra, pues habían descubierto como re-
tener grandes cantidades de energía y distribuirlas en sus artefactos de
guerra.
El Magmar fue clave en las últimas cinco guerras mundiales y el
medio utilizable para destruir.
De ser el regalo de Dios, se transformó en el arma del demonio.
Grandes estragos, crímenes y desastres naturales se han producido
con el fin de poseerlo. Por eso no es de extrañar que descubrieran la
forma de destruirlo con el aval de la humanidad. Había que destruir
el aparato peligroso y así fue hecho.
El Magmar era una pirámide que sólo emitía energía. Los que lo
hicieron peligroso fueron los humanos. er.
Historias de un hogar
Mi vida dio un vuelco gigantesco el día que conocí a Margarita y a
Osvaldo. Todavía lo recuerdo y seguramente lo haré por el resto de
mi vida. Tenía cinco años cuando se aparecieron en el hogar donde
había sido abandonado desde mi nacimiento y me prometieron una
vida llena de amor y felicidad, dándome el máximo de su amor pater-
nal y, si el Supremo quería, otorgarme una adopción definitiva.
Casi como una escena de película, me obsequiaron un hermoso ju-
guete de un superhéroe popular en esa época, en conjunto con un cho-
colate con maní, el cual sería, en los años venideros, mi dulce favorito.
Al llegar a la casa que sería un hogar, no pude más que maravi-
llarme. La misma no era grandiosa para los ojos de cualquiera, pero
para un niño que se insertaba en una familia parecía un palacio.
La habitación era pequeña, y se encontraba repleta de juguetes de
quien sería mi hermano Marcelo. El recibimiento de éste no fue lo
que esperaba, de hecho se tiñó de tintes violentos, ya que Marcelo no
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quería que tocara sus juguetes y, como todo niño, no sólo se sentía
invadido por un extraño, sino que debía llamarme hermano y com-
partir el amor de papá y mamá. Por este motivo, lo primero que re-
cibí de mi hermano fue la amenaza de que si tocaba sus juguetes sería
cruelmente atacado y me quedaría sin dedos. El mejor inicio para una
hermandad.
Con el transcurrir de los meses, comencé la adaptación con la fa-
milia Esquino. Margarita me trataba con cariño y me llevaba a la es-
cuela privada en la que me habían matriculado. Por su parte, Osval-
do, quien era un excelente cocinero y preparaba comidas deliciosas,
era el padre que todos deseaban tener. Mi relación con Marcelo me-
joró rotundamente y jugábamos todos los días. Como yo era un año
menor, y aunque no fuera tanta la diferencia física, no podía dejar de
mirarlo como un ejemplo a seguir. Todas las noches Marcelo debía
escuchar los temores a los monstruos y fantasmas en los que creía, y,
para variar, él también.
La escuela era lo que uno podía esperar. Al principio difícil de
adaptarse, con chicos que me molestaban, otros que eran buenos,
maestros divertidos y otros malhumorados, y una temible directora
apegada a la reglas como el estereotipo indica.
Mi materia favorita fue claramente Lengua. Me gustaba aprender
las reglas ortográficas, aprender sobre historietas y, sobretodo, escribir
cuentos de terror donde los malos eran los mismos a los que temía.
Había establecido amistades, pero mi favorito y por lo tanto me-
jor amigo era Luis, el gordito simpático de la clase que vivía con su
abuela, la querida señora Godinez, que vivía a cuatro casas de la mía.
Visitarlo era efectivamente muy posible y así poder afianzar esa rela-
ción que tenía su punto máximo cuando mirábamos animación ja-
ponesa.
Purapalabra | 55
Con el transcurrir de los primeros años llegó Marisa a la vida de la
familia Esquino. Ambos hermanos la recibimos con celos pero tam-
bién con mucha alegría. Teníamos una hermana con la cual pelearnos
de grandes y perseguirle los novios para que no la lastimaran.
Cuando todo parecía alegría, muchos sucesos externos se suma-
ron a mi familia. Por un lado, el colegio al que asistíamos había que-
brado, dejando desamparados a todos los alumnos y destrozando los
lazos que se habían creado. Por otro lado, buscar un nuevo colegio
resultaba engorroso ya que Margarita había perdido su trabajo y
debíamos mantenernos con el sueldo de Osvaldo. Pero lo que real-
mente había afectado a la familia y a la comunidad toda fue el incen-
dio del Hogar donde viví los primeros años de mi vida. La noticia dio
la vuelta al mundo y cadenas de oración de todas las religiones se hi-
cieron eco de la desgracia. Muchos niños y dependientes habían fa-
llecido de la manera más horrible y las causas del incendio no estaban
definidas. El edificio, que era un templo al amor, se transformó en
ruinas y escombros donde levantaron un santuario en conmemora-
ción de las víctimas.
El golpe había sido duro pero con ayuda de mi familia me pude
reponer. Margarita consiguió trabajo y en casa pudimos volver a dar-
nos los gustos de los que nos habíamos privado. Papá y mamá, como
los llamaba desde hacía poco, nos consiguieron un nuevo colegio pa-
ra asistir, donde, para nuestra sorpresa, tenía a la misma profesora de
Lengua y a la misma y temible directora.
Cierto día, mientras volvíamos del colegio con Marcelo, decidi-
mos tomar un camino distinto al que solíamos hacer, para darle un
poco de cambio a todo. Era un sendero de calles más oscuras, con
menos luz del sol, debido a la cantidad de árboles y el poco tránsito.
Casi sin darnos cuenta, llegamos al viejo y querido Hogar con el
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santuario levantado con fotos de los fallecidos y pequeñas esculturas
de seres religiosos. Verlo quemado removió mis fueros íntimos. Ya
con mis trece años había sufrido mucho.
–Vamos –dijo Marcelo, al ver que empezaba a llorar–, no hace
falta que veas esto.
–Quiero verlo –afirmé–, quiero entrar y ver cómo quedó.
–¡Estás loco! Podría caerse algo y chau vida.
–Voy a entrar igual –dije con seguridad. Estaba decidido.
–Si querés entrar, hacelo, pero yo no. Voy a esperar acá.
Ante tal respuesta, no pude más que asentir y sentirme apoyado.
Crucé el santuario y subí los viejos escalones del pórtico. Me en-
contré con la vieja puerta y al correrla entré al salón principal del or-
fanato, el más inmenso que había visto en mi vida. Quería contem-
plar que había sido de lo que era.
Al ingresar no me encontré con escombros ni con paredes que-
madas, sino con niños vestidos de manera muy rara y un sol hermoso
entrando por el ventanal.
Observé atentamente las paredes, y eran las mismas entre las cua-
les viví, aunque más relucientes y con un cuadro del General Perón.
Me acerqué a una niña y le pregunté qué año era. Sorpresa fue la
mía al recibir la respuesta. Estaba en mil novecientos cincuenta. Evi-
dentemente había viajado al pasado y me encontraba viviendo un
suceso paranormal.
Me fui corriendo a llamar a mi hermano y contarle lo que había
visto. Me costó persuadirlo de ingresar, pero luego de insistirle in-
tensamente accedió a seguirme.
Al traspasar la puerta, el hogar de niños nos devolvió la imagen de
sus paredes quemadas, y mi hermano, unos insultos irrepetibles y
furiosos.
Purapalabra | 57
Esa noche casi no dormí de tantas preguntas que me hice sobre lo
que había sucedido y de por qué en mi segundo ingreso todo había
desaparecido.
Al otro día me levanté temprano y asistí al colegio. Ese día no
presté ni la más mínima atención. A la salida me dirigí directo hacia el
hogar y empujé nuevamente la puerta. Al ingresar se repitió lo del día
anterior. Otra vez estaba en mil novecientos cincuenta.
Comencé a recorrer los pasillos del Hogar y me percaté que los
niños que me veían, lo hacían de forma extraña. Seguramente por mi
ropa y principalmente porque no me conocían.
–¿Quién es usted? –preguntó una voz detrás de mí.
Giré y pude observar que era una niña de mi edad. La misma a la
que le había preguntado en qué año me encontraba.
–Soy Ricardo –respondí con firmeza luego de un momento de si-
lencio. Mi corazón se aceleraba.
–Y yo Estela, pero me dicen Tef–dijo y me apretó la mano–. ¿De
dónde viene?
–Del futuro –respondí. No tenía por qué mentir.
La niña se rio.
–No eres el primero –dijo con sinceridad.
–¿De verdad? –pregunté. El corazón me latía a más velocidad.
–Yo no soy mentirosa –dijo exprimiendo su rosto–. Claro que yo
no hablé con los anteriores. Sólo una persona puede hablar con el vi-
sitante.
–No entiendo nada de lo que decís ¿Qué está pasando?
–Son las reglas. Cada vez que nos visitan del futuro o del pasado
sólo pueden hablar con un niño del hogar.
–¿Pero, por qué pude hacer esto?
–Por el mismo motivo por el cual nacemos.
58 | Purapalabra
–No entiendo. No sé el motivo.
–Nosotros tampoco. Simplemente vivimos. –Esa respuesta me
hizo sonreír. Cada vez que la recuerdo vuelve a mí lo que sentí en ese
momento y lo explota por como lo interpreto hoy ya mayor–. Vení,
vamos al patio a comer. Siempre hay comida para visitantes.
La acompañé a una mesita que había en el patio que parecía aún
más antigua que esa época. Me sorprendí de lo bien cuidada que es-
taba. Cuando vivía en el hogar estaba para su inmediato reemplazo.
Comimos y bebimos agua un buen tiempo sin hablar del fenóme-
no en el que me encontraba enrollado. Tefme dijo que ya habría tiem-
po para eso, pero que me dedicara a hablar de mí y que, si le parecía in-
teresante, me contaría de ella y su tiempo. Acepté el desafío y le conté
la verdad. Había vivido en el hogar de niños de muy chico hasta que
me adoptaron y me llevaron a una casa donde me esperaba un herma-
no. Le conté de la escuela y de mis amigos. Lo que no le conté fue del
incendio ni hechos actuales del país donde vivía. Si bien ella estaba
muy interesada en saberlos, por las reglas, no podía enterarse de nada.
–Me divertí. Regresa mañana y te hablaré de mí –sentenció. No
hice más que alegrarme. Tefera agradable. La volvería a ver y segura-
mente me contaría más secretos del pasado del hogar.
Al otro día regresé en el mismo horario. Ella se encontraba ayu-
dando a otros niños más jóvenes. Cuando me vio simplemente deci-
dió terminar la tarea y dedicarse a pasar el tiempo conmigo.
–Supongo que hoy me vas a llenar de preguntas –dijo dulcemen-
te y con una sonrisa socarrona en su rostro.
–Mmm. Seguro.
–Escucho.
–¿Cuántos como yo entraron al orfanato y cuánto tiempo pode-
mos entrar?
Purapalabra | 59
–No recuerdo –dijoTefdubitativa– pero símás de diez, casitodas niñas.
–¿Y cuánto tiempo voy a poder estar?
–No lo sé. Algunos vinieron durante meses, otros semanas, algu-
nos días, y alguno que otro solamente un día u horas.
–Increíble.
–¿Alguna más?
–No se me ocurre nada más ahora.
–¿Desde cuándo un viajero en el tiempo no tiene muchas pre-
guntas para hacer? –me reí.
–No sé. Seguro cuando regrese a mi casa se me van a ocurrir.
–Y yo voy a estar acá para responderlas –dijo. Era tan dulce al ha-
blar que no pude evitar sentir un nudo en mi garganta.
Desde aquel momento solamente pude pensar en Tef y en mi or-
fanato mágico. El resto de mi vida sólo transcurría de excusa en excu-
sa para verla. Me despertaba y me acostaba pensando en Tef. Comía
pensando en Tef. Estudiaba pensando en Tef. No tardé mucho en
darme cuenta de que estaba enamorado.
–Tef –le dije un día que estaba junto a ella merendando–, creo
que estoy enamorado.
Ella tragó saliva y se la notó nerviosa.
–¿De quién? –preguntó muy curiosa. En ese instante, pude reac-
cionar como cualquier hombre de mi época. Sólo me limité a besarla.
Hermosa fue la sensación que sentí al ver que ella me continuaba el
beso–. Creo que no hace falta decirlo.
Luego de aquel beso nuestra relación comenzó a fluir. Iba al ho-
gar sólo para estar con ella y besarla hasta que los labios se pasparan.
Sólo interrumpíamos para hablar tonterías de nuestras épocas.
–Quisiera detener este momento en el tiempo –dije–. Es más,
quisiera estar para siempre en esta época.
60 | Purapalabra
–Podrías quedarte para siempre. Pero eso significaría alejarte de
tu familia y tu línea de tiempo.
–Lo único que quiero es estar con vos… –me detuve al pensar una
brillante idea.
–¿Por qué tan callado?
–¿Qué pasaría si te llevo a mi mundo?
Tefse llamó a silencio.
–Ya lo intentaron otros. Al atravesar esa puerta con el viajero, éste
simplemente se muere –me asusté y me mostré sorprendido–. No
sabemos por qué pasa lo que pasa. Eso siempre va a ser así.
–Entonces me quedaría acá para siempre. Nunca mi iré del hogar.
Viviré acá hasta el día que se incendie y no quede nada de mí.
Tefse sobresaltó.
–¿A qué te refieres? –preguntó asustada–. ¿El orfanto se va a
quemar? –Un pequeño terror invadió mi cuerpo acelerando mi co-
razón.
–No, no va a pasar eso. Sólo es una hipótesis.
–Eso espero. Las reglas dicen…
–Ya sé lo que dicen las reglas.
Ese día volví a mi casa asustado. De acuerdo a lo que me había
comentado Tef, pensé que tal vez podría ser castigado y morir como
los otros viajeros. Fantaseé en mi cabeza posibles justificaciones a tal
hecho. Que tal vez no lo había dicho queriendo, o tal vez Tefno creía
realmente lo que había dicho. En fin, muchas posibilidades.
Pero estaba equivocado. Al día siguiente quise entrar por esa
puerta mágica y sólo pude ver las paredes quemadas.
Al día siguiente y al otro volví a intentar y así por dos semanas.
Pero no, el portal se me había cerrado.
Me costó reponerme pero con el fluir de los días comencé a reali-
Purapalabra | 61
zar otras actividades, aunque mi mente sólo pensaba en Tef. Un día
ya no tuve tiempo ni para actividades ni para Tef. La amistad había
llamado a mi corazón y mi madre me llamó para decirme que debía ir
con Luis para contenerlo. Cuando pregunté el motivo la respuesta
fue contundente: Había fallecido su abuela.
No sé por qué, pero a la edad que tenía, cuando me enteraba de
noticias de muertes sentía la sangre fluir por mi cuerpo tan fría como
caliente a la vez.
Me dejé caer sobre la silla y le pedí a mi madre que me llevara al
velatorio.
Cuando llegué a destino me esperaba una última sorpresa, sobre
las coronas había una leyenda que decía: “Hasta siempre Tef”.
Al leerlo, un nudo en la garganta se hizo presente. Mi corazón
latía muy aceleradamente. Me asusté. No pude emitir palabra.
Al consultar a una pariente de Luis, mi sospecha se había confir-
mado. Su abuela era mi Tef, y nunca en todo ese tiempo me había
percatado.
Había tenido una chance más de despedirme, de hablarle, pero la
dejé pasar. Había estado junto a mí todo este tiempo. Y lo peor de
todo, es que ella no me había dicho nada. Toda la vida me estuvo re-
cibiendo en su casa y no se animó a hablarme, a comentarlo, a cues-
tionarme.
Si antes estaba deprimido, en ese momento lo estaba aún más. No
sabía qué hacer. Simplemente regresé a casa y decidí dormir para no sufrir.
Con el devenir de los días, una tarde la vida me conmovió nueva-
mente a la salida del colegio. Al regresar a casa y tomar el camino ha-
cia el Hogar descubrí que el edificio se mantenía en pie, como si
nunca se hubiese incendiado.
Pensé, y con razón, que el portal se había abierto nuevamente y
62 | Purapalabra
corrí desesperado hacia adentro para reencontrarme con Tef. Pero no,
al abrir la puerta me encontré con el orfanato en los tiempos actuales.
Maravillado nuevamente ante la sorpresa sobrenatural del desti-
no, me dirigí hacia la mesa donde le di mi primer beso a Tef, para re-
cordar simbólicamente aquel tiempo.
Al sentarme, y luego de contemplar que se mantenía en perfectas
condiciones me limité únicamente a sonreír. Era evidente que Tefno
iba a dejar que se incendiara.

Nota del autor: Historias de un hogar es el primer cuento fantástico de José


Gustavo Santos y el que inicia un tema recurrente del autor: Los viajes en el
tiempo y el romance. El éxito de éste fue tal que el autor tuvo que soportar
en varias conferencias las preguntas que surgieron luego de su final: ¿Por
qué la puerta se cerró? ¿Por qué se cerró? ¿Qué significaba? Ante esto, José
respondió: “El significado del cuento apareció mucho tiempo después de
haberlo escrito. Uno al pensar el final, o ver el más acorde, sin saberlo, le está
dando un significado que aparece después. Hoy puedo decir que la puerta al
pasado se abrió para que Tef se enterara del incendio y así pudiera evitarlo.
La misión de Ricardo era claramente la de salvar a los niños. Había un Ser,
una fuerza, que estaba operando parar reparar los errores del tiempo. Y ese
Ser nació en este cuento, y de allí su protagonismo silencioso en otros que
unen toda mi línea literaria”.
Purapalabra | 63
/ Carmen Shmulevitz
Tos
Allí, sin protegerse de la noche, estaba mi hijita Paloma sin parar
de toser. Hace treinta y tres años ya y no me he quitado la imagen de
ese ser que tanto amo. Pálida y agitada.
Habiendo acudido a todas las soluciones que el médico me enco-
mendó, no aparecía la calma.
Entonces, sólo atiné a abrazarla, muy fuerte y suave a la vez, y a
respirar con ella.
De pronto, Palo empezó a hablar de todos los miedos que había
sentido en su vida y con las manos entrelazadas, su tos se fue sere-
nando.
Se despertó mi marido, nos vio a las dos hundidas en el frío de la
noche y no atinó a decir nada.
Eso es lo que pude hacer: acompañarla fusionando nuestras almas
y nuestras manos y respirando al unísono.
Instrucciones para soportar a Macri
1. Respirar profundo cada mañana durante diez minutos.
2. Mantenerse informado a través de medios paralelos o redes para
conocer la realidad.
3. No creer absolutamente ninguna palabra o acción que diga o eje-
cute.
4. Desarrollar alguna actividad placentera a fin de llevar oxígeno al
cerebro dañado.
64 | Purapalabra
5. Pero fundamentalmente, no perder nunca, ni por un instante la
certeza de que, como todos los dictadores de la historia, el también
caerá.
Poesía
Pasa el tiempo. El tiempo sin tiempo. La vida sin vida.
Todo es silencio, soledad, tristeza.
Hasta que un día la descubre y todo se transforma en luz.
Todo es luz cuando logra vivir en la plenitud de su poesía.
Con mis hijas no
El proyecto oligárquico avanza sin piedad.
Los pobres son cada vez más pobres, los medios cada vez menos
medios y los ricos, cada vez más ricos.
Toleré, soporté, sólo hasta acá. Cuando se metieron con mis hijas
ya se me revolvió el estómago más de lo posible.
Sol, que entrega su alma y su cuerpo a los locos pobres de toda
pobreza, fue, como todos sus compañeros, amenazada de un despido
inminente. El señor no quiere subsidiar locos… hijo de puta.
Paloma, que trabajó a destajo trayendo el cine del mundo a nues-
tra ciudad, está aterrada al ver deshacerse sus ahorros por la crecida
del dólar.
Y esto no terminó.
Con mis hijas no, señores oligarcas, con mis hijas no.
Instrucciones para ser un buen
ciudadano argentino
1. No decir malas palabras a los tres años, tipo puta maie o bululú,
como dice Simón.
Purapalabra | 65
2. Competir permanentemente por las buenas notas, al revés de lo
que hace Caetano, que pretende disfrutar del colegio.
3. Casarse y tener hijitos lo antes posible, no como Paloma que elige
una vida libre y autónoma.
4. Evitar tener una vida propia, además de la familiar, como mal hace Sol.
5. Y sobre todo, ver tan y eludir los amigos.
Con el amor en los labios
Con el amor en los labios. Así la pienso a Cristina, una vez más.
Teníamos netbooks, hospitales, cine, fiestas y dinero en el bolsillo
de todos.
Se acabó. Los señores feudales impusieron la esclavitud del siglo
veintiuno.
Pero cuando pienso en ella, única, irrepetible, y a la vez hecha mi-
llones, sueño con que un día cualquiera y a cualquier hora, estalle la
esperanza. Así sea.
La grieta
Bar Otero. Mesas con servilleteros y plantitas. Primer viernes de
marzo. El invierno empieza acercarse.
María: –Te digo que es increíble. La mujer estaba loca y se curó.
Celsa: –Cómo sabés que estaba loca.
M: –Porque estaba gorda, tomó pastillas y enloqueció. Dejó al
marido, a los hijos y se fue con un albañil a Santa Teresita. Y se curó.
C: –Insisto, eso no es de loca.
M: –Ah, querés una prueba. La mina es kirchnerista y va a las
marchas.
C: –………

66 | Purapalabra
El vacío
La niebla oscureció mi alma.
La ceniza cubrió la noche.
Apareció ahí, misterioso, gigante, incontrolable… el vacío existencial.
A vivirlo pues, que ya es tiempo.
El vacío existe… aunque lo pinte de rosa y violeta.
El vacío, ese misterio que aclara, está aquí para quedarse, para sufrir y
gozarlo, sólo eso.
La puerta de San Luis
Miró la puerta como sin entenderla. La inspiración no acudía a ella.
Quiero descifrar qué transmite esa puerta, qué manos la tocaron,
qué cuerpos la atravesaron.
Qué ojos se clavaron en su mirilla para descubrir al visitante.
Quién, quiénes la cruzaron una y otra vez
en las tardes de lluvia
o de sol.
Qué amantes se abrazaron sobre sus brillantes molduras,
qué perros la bautizaron con sus sagradas patas.
La puerta de mi infancia me conmueve hasta el alma.
Luz
Pasa el tiempo.
Pasa el tiempo sin tiempo, la vida sin vida.
Todo es silencio,
soledad, tristeza.
Hasta que un día la descubre y todo se transforma en luz.
Todo es luz cuando logra vivir en la plenitud de su poesía.
Purapalabra | 67
Cierro los ojos
Cierro los ojos y veo ese paraíso terrenal que son mis nietos Simón y
Caetano.
Se me aparecen en mis sueños como el más maravilloso elixir de
vida. Los veo cabalgando en la sierra, escondiéndose al grito de vieja
loca y comiendo las masitas de Navidad.
Cierro los ojos y todo… todo me da vuelta cuando los sueño.
Rambo y Pogo, dos amigos entrañables
Sonó el timbre y Rambo se alborotó.
Pogo saltaba desde afuera, en señal de alegría.
P: Hola Rambo, corramos al patio.
R: Tanto tiempo, Pogo, ¡uy! qué divertido, corramos.
P: ¿Qué se creen estos vecinos de arriba? Ladremos fuerte.
R: Sí, hasta aturdirlos.
Un mundo ideal
A Caetano
Un mundo como diseñado por un niño, sin ecuaciones algebrai-
cas, sin despedidas amorosas, sin fuerza de gravedad.
En ese mundo nos gustaría vivir, a vos y a mí, Caetano de mi co-
razón.
Todo sería magnífico. Nos suspenderíamos en el aire para soñar
con Coco y El Pájaro Loco.
Jugaríamos a las escondidas en la plaza de las trepadoras gigantes y
comeríamos milanesas hasta quedar sin hambre.
Pero sobre todo, mi amor, sobre todo, no tendríamos que despe-
dirnos una vez al mes.
Ese sería nuestro mundo ideal.
68 | Purapalabra
A Fidelito Malamud
Partiste antes de que pudiera conocerte, Fidel.
Vivías en el vientre de tu mami y de pronto, como en una explo-
sión antes de la hora, pasaste a la incubadora.
Quiero pensar que ahí, en esos cuarenta días, fuiste feliz.
Con todo el amor y todos los cuidados, tu pulmoncito no resistió.
Y el sueño, ese sueño de que fueras un hombre libre y hermoso,
un día se convirtió en mariposa.
Siempre, siempre vas a vivir en todos los que te amamos, Fidelito
Malamud, aunque nunca te haya visto.
De parto
Estoy muy sensible hoy.
La oscuridad se va develando y quedo en carne viva.
Los misterios del ayer van dando paso a las certezas del hoy.
El mundo se ha vuelto más seguro para mí en el nuevo barrio.
Estoy sobre mis pies, abrazándolas, hijas queridas.
Ahora puedo hacer lo mejor, volví a parirme otra vez.

Purapalabra | 69
/ Cristela Reyes
La niñez

Todo empezó aquel día que me escribiste pidiendo las fotos de


cuando eras chiquita. Mi sorpresa fue mayúscula. Claro, si hacía diez
años que no respondías mis mails y poco sabía de tu vida. Pero ya
tenías treinta, cómo había pasado el tiempo y no me había dado
cuenta de que ya eras una adulta.
Pero volviendo al hecho central, me habías escrito. Todo un
avance. Te habías ido a vivir a Madrid hace más de quince años di-
ciendo que en este país no hay futuro y que nada mejor que estudiar
en Europa. Como en el fondo sentí que tenías razón sobre lo de “este
país” y todo ese discurso que también terminaba siendo real en un
país que salta de crisis en crisis, sabía que lo mejor era irse, ¿o escapar-
se? Siempre me quedé con esa duda.
¡Y hoy me habías escrito, pidiendo fotos que ni sé dónde están!
Me aboqué a la magna tarea de buscar en todos los rincones de la
casa esas fotos que me pedías y que prolijamente había guardado, o
mejor dicho, escondido, para no tener tu recuerdo todos los días de
mi vida a la vista.
Y al fin aparecieron. Creo que ahí vino la peor parte. Verte chi-
quita, pequeña, las dos abrazadas, cercanas, amadas, provocó una
mezcla de amor, bronca, dolor y odio. Todo junto, un torbellino in-
descriptible de sensaciones que me invadieron y que con el sólo con-
suelo de que te vería en Madrid para dártelas en persona, una luz de
esperanza e ilusión me invadía.
70 | Purapalabra
Allí se calmaba mi dolor y mi angustia. Era el reencuentro de
nuestras vidas, casi como un nuevo nacimiento. Sentía como si fuera
a parir nuevamente, treinta años después estabas renaciendo del si-
lencio, de la pena, del abandono, del paso de los años sin vernos, sin
contacto, sin saber nada de tu vida ni vos de la mía.
El encuentro no iba a suceder en el Hospital Alemán como cuan-
do naciste, iba a suceder en Madrid. Yo en Buenos Aires y vos del otro
lado del Atlántico con la misma sensación que una madre tiene antes
de dar a luz, pero en vez de recibir a un bebé estaba recibiendo a una
adulta, mayor, desconocida también, pero que no había transcurrido
su vida dentro de mi vientre sino muy por el contrario había estado
lejos, mucho más lejos que lo que hubiera deseado.
Por tu hermano sabía que habías terminado tus estudios y que
estabas en pareja, y que tenías toda tu vida armada, pero por alguna
razón querías tus fotos de la niñez.
El encuentro se produjo en Madrid, como estaba previsto. Lle-
gaste y tuve miedo de no conocerte, pero eras la misma que la de las
fotos: los ojos, la expresión, las palabras, las formas. No eras una ma-
drileña, eras una argentina que había elegido vivir en Madrid, al me-
nos por el momento.
El tiempo lo dirá. Pero si las fotos de tu niñez permitieron nuestro
encuentro después de diez años, la vida nos dio otra oportunidad.
Rutinas

Llegar a mi casa. Sacarme los zapatos, una ducha rápida y sólo


pensar en descansar un ratito en mi cama antes de la cena. ¡Que ilu-
sión!
El premio al arduo día de trabajo. Soñando despierto en la llegada
de ese momento.
Purapalabra | 71
En la desconexión que me produce y, aunque sean unos minutos,
disfrutar de la serie que estoy siguiendo en la televisión, casi con
adicción.
Ese momento alegra mi espíritu y me cobija después de batallar
diariamente con la vida.
Pero un día, aquel día que cambió mi vida para siempre, llegó el
amor. El amor que invade cada uno de los lugares más profundos de
nuestro ser. Ese que cambia horarios, rutinas, y todo se pone de ca-
beza. La locura nos invade y estamos dispuestos a todo solo para estar
un minuto con nuestro amor.
Y ahí, los tiempos de disfrute individual se acaban, se resignan en
pos del ser amado. Error. Sí, error. Todo lo que se posterga, vuelve.
De la misma manera que un día llegó el amor, otro día llegó el
odio. Ansiaba volver a mi rutina, a mis costumbres, a mis espacios. Ya
no había posibilidad de volver para atrás.
Y la impotencia se apoderó de todo mí ser. Me sentía bien com-
partiendo el tiempo con ese amor pero la invasión se apoderaba de
mí. Un sentimiento de desasosiego se había instalado y me sentía
ahogado.
Se me ocurrió refugiarme en el trabajo, el escape perfecto para no
tener que justificarme. Y las jornadas se hacían extensas y ya sin el pe-
queño disfrute de aquella rutina diaria. Ahora, llegar al hogar y en-
contrar el amor, pero sin el disfrute.
Si la dejaba, no me lo perdonaría pero seguir viviendo así toda la
vida era la duda que aparecía siempre en mi horizonte.
La decisión llegó aquel día que me agarró una de esas gripes que
no te dejan ir al trabajo. Sentí que había llegado al límite. Mi propio
límite. Y la dejée. Era mi vida o la de ella.
Ahí me di cuenta que nunca la había amado.
72 | Purapalabra
Amador
Había amanecido muy temprano. En la época de verano la playa
San Andrés se iluminaba por el calor del sol.
En un instante aparecieron aquellas nubes que presagiaban que
algo malo iba a suceder. La oscuridad se había apoderado del lugar y
los lugareños anunciaban la llegada de una gran tormenta.
Pero en el Caribe las tormentas así como llegan se van. Fuertes
vientos, lluvia, los nubarrones pasan y el sol aparece nuevamente en
todos sus esplendores.
Aunque ese día no todo sucedería como lo esperado.
Amador preparaba su barcaza para salir de faena, como todos los
días. Sólo le restaba esperar que el viento amaine para salir a desafiar a
su amor de pequeño, el enorme mar y los frutos que de él obtenía.
Ese mar que le ofrecía su fuente de recursos y de vida desde hace
casi treinta años y cuya pasión había heredado de su padre y su abue-
lo.
Apenas empezó a aclarar se subió a la barcaza dispuesto a em-
prender la aventura diaria de enfrentar a ese mar que le ofrecía toda
su vida y que lo desafiaba a ir por más.
Apenas atravesó la primera rompiente, sintió una llamativa opre-
sión en el pecho. Sintió que algo no estaba bien.
Pasó la segunda rompiente y ya podía echar su red para empezar a
recoger los frutos del mar.
De repente se asomó un enorme animal que atacó a su rudimen-
taria embarcación, escorándola en la proa.
No alcanzó a reaccionar y sintió un fuerte golpe en la popa. Y allí
pudo verlo. Un inmenso tiburón de una variedad que nunca había
visto antes.
Purapalabra | 73
Todas las imágenes de su vida vinieron a su mente. Un frío helado
recorrió todo su cuerpo. El miedo se apodero de él. Y el animal, como
si pudiera oler su miedo, buscaba la forma de asestarle el golpe final.
Pensó, y en menos de un segundo, que fue toda una eternidad,
decidió enfrentar primero su miedo y luego al animal.
Encendió el motor y a velocidad máxima decidió ir contra el ani-
mal. A todo o nada.
En un instante sintió que algo había cambiado en su vida. El rugir
del motor había asustado al tiburón y aprovechando la desorienta-
ción del animal, se enfiló directo hacia la costa.
Nunca olvidará ese día.
El día en que enfrento a su propia muerte.
Locurita

La noche es su momento preferido del día.


A veces parece que la oscuridad de la casa lo reactiva en lugar de
aplacarlo. Corre por el living, salta por los sillones, del más grande a
los más pequeños. Y no se salva ni la mesa del comedor, en cuyas sillas
durante el día se lo ve dormir.
Recorre todos los rincones de la casa, del baño a la cocina, pasan-
do por los dormitorios, jugando con cada elemento que está a su al-
cance.
En la cocina, los aromas anuncian que la cena esta lista y él disfru-
ta también del espacio familiar. Y se sienta en su lugar, al lado de su
mejor amigo, como uno más que participa de la conversación del
momento.
¿Sabrá de cine? Quizás sepa de economía. Pero sí, seguramente,
sabe de videojuegos.
Cuando la cena termina y mientras ordenamos, allí él se pasea por
74 | Purapalabra
delante de la pantalla de la computadora como si pudiera participar
de ese juego que dejaron en pausa.
Llega la hora en que todos caen por los efectos del sueño, menos
él, que sigue descubriendo espacios, causando ruidos de cosas que
caen y en algunas oportunidades hasta se rompen.
Y aún recordamos aquella noche en la que el silencio reinaba. Sólo
silencio y tristeza. Nadie quería ir a dormir. Todos esperábamos el
milagro de volver a escuchar los ruidos a los que nos tenía acostum-
brados.
De repente, vimos algo en el balcón. Era una sombra oscura. Era
negro azabache. Era Locurita, nuestro gato.

Purapalabra | 75
/ Diego Maurín
Reencuentro por Skype
La vida de Sara fue signada por la tragedia. Perdió a su familia en
distintos accidentes y quedó sola. Primero fue su único hijo, que a los
10 años se fue a pescar con Jorge y no volvió nunca. Aquella vez la
llamaron de la guardia del hospital porque el nene se había ahogado,
en tanto que su marido estaba en terapia intensiva. Luego se hubo
enterado de que fue un accidente con la lancha, que Lucas se había
caído al río y Jorge se había tirado tras él para rescatarlo. Un lugareño
pudo sacar al hombre del agua a tiempo para que sobreviva, aunque
no tuvo la misma suerte con Lucas.
Los dos quedaron devastados. Jorge se recuperó del accidente y
ambos se necesitaron mutuamente para sobrellevar la pérdida.
Cinco años después de la muerte de Lucas, Jorge salió a trabajar
muy temprano. Era una mañana de julio y hacía mucho frío; todavía
no había salido el sol y en algunas calles había hielo.
Y otra vez la pesadilla llama a Sara; el maldito celular suena a media
mañana y del otro lado, una voz amorfa que trae la muerte. Fin de una
vida de doce años felices, y de otros cinco años de sufrimiento comparti-
dos con el ser que amaba. Jorge no había podido controlar el auto y había
terminado incrustado bajo la cisterna de un camión de combustibles.
De nada sirvió la gran carrera profesional de ambos, la hermosa
casa que habían comprado en Chacras de Coria cuando nació Lucas,
el prestigio que ambos habían adquirido en sus especialidades, ella
76 | Purapalabra
como abogada, él como arquitecto. Los clientes de Sara solían invitarla
a importantes eventos donde podía conocer mucha gente, pero ella mi-
raba cada vez más hacia su interior vacío y empezó a sentir que iba por
obligación; saludaba a un par de personas, generalmente clientes suyos, y
volvía rápidamente a su casa preguntándose el sentido de todo eso. Pre-
guntándose el sentido de todo.
Sara canalizó toda su tristeza a través del trabajo. De día tenía una
vida normal. Visitas a tribunales, clientes, universidades, congresos.
De noche era cuando más pesada se hacía la carga, y cuando no podía
conciliar el sueño, intentaba adelantar trabajo con su computadora
hasta que sintiera que el cerebro se le quemara. Y lo que era esporá-
dico se transformó en una rutina.
Salvo algunos llamados por Skype a su hermana Leticia, todas sus
actividades tenían que ver con el trabajo, y ella las cumplía sumergida
en la oscuridad de la casa. Solamente la computadora se hallaba en-
cendida, y allí dentro leía artículos; estudiaba expedientes que guar-
daba minuciosamente en sus carpetas electrónicas; mandaba emails o
investigaba jurisprudencia por internet.
Semanas después del accidente de su esposo, Sara recibió una so-
licitud de contacto de un cliente por Skype. Después de conversar
con Leticia, aceptó la invitación y agendó sus datos en la agenda de la
aplicación. Dado que el apellido del cliente era Josías, al ordenarlo al-
fabéticamente alcanzó a ver que había quedado archivado cerca de
Jorge. Eso dio lugar a un nuevo luto.
Una crisis que cada vez la invadía con menor frecuencia, pero que
de tanto en tanto se obstinaba en volver por cualquier evento desen-
cadenante durante esas noches fatales en que no podía pegar un ojo.
Ahí estaba la foto de Jorge. Podía escucharla. “¿Cómo te fue
hoy?”, se imaginó. Todavía estaba caliente su última frase en su esta-
Purapalabra | 77
do de Skype: “Yendo a San Juan, hoy va a ser un gran día”, y él, son-
riendo no se sabe a quién. Los ojos de Sara se nublaron, la garganta se
le cerró. “Qué noche de mierda”, pensó, mientras repasaba una vez
más los momentos difíciles que había soportado con él.
–¿Por qué te fuiste? –comenzó a inquirir Sara, como si Jorge es-
tuviera delante– ¿Por qué me dejaste sola, llevando toda esta carga?
Sara tenía la vista fija en el contacto de Jorge. Su mente, sumida en
el pasado, no podía razonar en el presente. Sin analizar las acciones,
dio la orden de hacer click en el contacto de Jorge.
–Te extraño –fue el mensaje que escribió. Y al apretar el botón en-
viar, Sara se sintió como si estuviera tirando una botella al mar desde
su isla de depresión.
Pronto se dio cuenta de que estaba haciendo una estupidez y vol-
vió al trabajo. Tenía muchos expedientes que analizar y se había
comprometido a tener todo terminado para el día siguiente.
Unos minutos después, escucha el llamado de una ventana emer-
gente que procedía del Skype. “¿Quién será?”, pensó, y al apuntar el
mouse en la ventana, la gran sorpresa: Jorge.
–Yo también te extraño –alguien estaba respondiendo a su mensaje.
En un primer momento, Sara no sabía si lo estaba imaginando.
¿Se estaría volviendo loca? Podía ser una alucinación provocada por
la medicación que estaba tomando. Con toda seguridad, debía ser
algún pirata informático que estuviera aburrido esa noche. De todas
formas decidió sacarse la duda.
–¿Jorge? –escribió, a la vez que sentía las pulsaciones de su co-
razón como si fueran golpes de tambores.
–Sara, te extraño, mi amor –el mensaje era como si Jorge le estu-
viera hablando. Eran palabras de él, sin dudas–. Perdoname, fue un
desastre lo del auto. No quise ir tan rápido, no me di cuenta.
78 | Purapalabra
–¡Jorge! ¿Dónde estás? –preguntó Sara, inconscientemente– ¡Te
llamo! –y al instante presionó el ícono del teléfono para llamar al
contacto.
–¡Sara!
–¡Jorge!
Ya no importaba si estaba loca, si eran los medicamentos o si era
un hacker. Era Jorge.
Esta vez Sara lloraba de la emoción. Escucharlo nuevamente, notar
que se encuentra bien, esté donde esté. Estaba ahí, del otro lado.
Luego de una pausa para recomponerse, le preguntó a Jorge qué
paso, y él le contó los detalles. Solamente él podía saberlo.
Ya eran las 3 de la mañana, pero a ella no le importaba. Quería seguir
con él, tenía miedo de que sea la última vez que pudiera hablarle. Por eso
también aprovechó para decirle todo lo que ella guardó des-de el día del
accidente en la ruta. Cosas que no quería compartir con nadie.
Impulsada por la catarsis, retrocedió hasta el momento del acci-
dente de Lucas, cuando Jorge todavía estaba vivo.
Sara no paraba de hablar, había perdido la noción del tiempo. No
sabía si ya estaba amaneciendo. Jorge le daba pormenores del acci-
dente de Lucas. Había cosas que él también había callado para pre-
servar a la madre del niño. Cómo se le murió en sus brazos. Cómo él
se dejó llevar por la corriente del Desaguadero, entumecido por la
desesperación al ver que el hijo no respondía.
Reflotar el accidente de Lucas terminó de sumirla en la angustia,
en un desconsuelo que hasta hacía poco era compartido con el padre.
Tenerlo tan cerca y a la vez no tener a Jorge estaba potenciando la
congoja, resaltaba el tormento que sentía en su soledad.
–Esperá un momento –interrumpió de pronto Jorge–. Aquí hay
alguien que te quiere hablar…
Purapalabra | 79
–Hola, mamá –la suave voz de Lucas se escuchaba nítida–. Te ex-
traño mucho. ¿Cuándo nos vamos a ver?
A Sara no le salieron las palabras. Se llevó una mano a la boca y,
presa de la conmoción, lloró desconsoladamente, como en aquel día
fatídico del río.
No pudo seguir, tuvo que cortar, levantarse, ir a un rincón y en-
rollarse en el suelo mientras no terminaba de derramar lágrimas.
En algún momento tuvo fuerzas para levantarse e ir a la habita-
ción. Ya estaba amaneciendo, y al mirar la mesa de luz recordó que en
un rato tenía que tomar la medicación. Tomó una, dos, tres pastillas.
Todo el frasco.
–En un rato, Lucas…en un rato –dijo en voz baja, y se metió en la
cama para reencontrarse con su familia.
Venganza póstuma
Damián, cuando recibas esta nota yo seguramente habré fallecido.
Le he pedido a Wilfredo que se ocupe de que te entreguen el sobre en
mi funeral; no dudo de que haya cumplido ya que mi asistente de ex-
trema confianza.
No busques a Wilfredo para que te explique, no lo vas a encon-
trar. Le he dado suficiente dinero como para que se instale en otro
país con su familia durante un largo tiempo, como hice con tu her-
mana Sandra. También le dije que no vuelva a su país, que elija otro
porque iba a ser muy fácil para vos encontrarlo allí.
Lo de Sandra me dolió muchísimo porque no se quería ir. Yo la
tuve que convencer por su bien. Ella tenía mucho miedo de que vos
tramaras algo contra ella o sus hijos.
Siempre has sido una persona violenta. Desde chiquito has sido
muy dominante, y tu madre y yo tal vez no hemos podido ver a
80 | Purapalabra
tiempo el monstruo que estábamos gestando. “Son cosas de chicos”,
me decía Elena. He discutido mucho con tu madre respecto a qué
debimos haber hecho con vos, y he pasado mis últimos años arrepin-
tiéndome de no haber sido más duro. Incluso llegué a arrepentirme
de haberte tenido. No creo que esta afirmación te duela. Dudo que
algo te duela.
No sé qué hicimos mal. Tus otros hermanos mostraron mucha
más humanidad, con todas sus limitaciones y defectos, como todo el
mundo.
Primero te deshiciste de Rubén.
Tu hermano mayor no era la persona más adecuada para llevar las
riendas de Cotahuil, la empresa que fundó tu bisabuelo cuando vino
de España. No sé si lo mataste porque lo consideraste una amenaza
para tus ambiciones o si hubo algún otro motivo. Lo cierto es que un
día apareció muerto en la calle, frente al edificio donde vivía. Vos
estás libre porque los investigadores nunca encontraron las pruebas
del crimen, o tal vez tus amigos en el Poder Judicial nunca quisieron
encontrarlas y se apuraron para caratular el caso como un suicidio.
Pero el día que me confesaste al oído cómo lo tiraste por el balcón me
confirmaste todas las sospechas.
Claro, pensabas que en mis últimos meses no escuchaba nada, que
con el Alzheimer avanzado no me daba cuenta, y me lo contabas todo
para sacarte esa mochila pesada, o más bien para aumentar tu ego. No
tenías a quién contárselo porque no confiás en nadie. Capaz que por
eso llegaste tan lejos.
Pero yo escuchaba todo. ¿O creíste que solo vos podías fingir y
comprar voluntades? Yo también tenía mis conexiones, no tan bue-
nas como las tuyas, pero suficientes como para lograr una internación
domiciliaria y para que el doctor Méndez cambie el diagnóstico y te
Purapalabra | 81
informe del Alzheimer por pedido mío. Por suerte el doctor accedió a
colaborar con gusto ya que, según me comentó, su hija había tenido
serios problemas con vos hace un tiempo, no me quiso decir cuáles.
Cuando llegaste a mi habitación, yo me limité a perder la mirada y
quedarme quieto en la cama. Obviamente nadie te iba a decir cuál era
la verdadera enfermedad que yo tenía, y como habían sido tantos
años sin hablarnos, fue bastante fácil engañarte.
Después, me pusiste en contra de Claudio. Tu segundo hermano
no tiene una gran personalidad y lo lamento mucho por él. Supongo
que no te ha costado mucho manipularlo. Lo dominaste a tu volun-
tad, a punto tal que llegó a fraguar documentos en mi nombre para
que vos te hicieras de las acciones de la compañía. Cuando descubrí la
maniobra ya era muy tarde, pero a él no le quedó más remedio que
reconocérmelo. No me animé a denunciar al pobre Claudio. A fin de
cuentas, su principal pecado fue haberse dejado caer en tus manos.
Una vez que lograste tener la dirección de la empresa, la vaciaste
para conseguir fondos y financiar tu lanzamiento a la política, y allí
diste rienda suelta a tu tendencia corrupta y mafiosa. Te rodeaste de
gente como vos.
No te tembló el pulso para dejar a mis empleados en la calle satis-
faciendo tu ambición. Llevaste a Cotahuil a la quiebra y tus herma-
nos tuvieron que levantar embargos que eran para vos.
Ahora supongo que debes estar cómodo en tu banca de senador.
Cuando saliste electo te fuiste a Buenos Aires y no volviste nunca
más, salvo cuando el doctor te llamó por teléfono para comentarte
de mi enfermedad en estado avanzado y que me quedaba poco
tiempo de vida.
Como tu apetito no tiene límites, ahora te lanzaste a la presiden-
cia. Por lo que leo en el diario, estás cabeza a cabeza con tu competi-
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dor en la interna del partido. La verdad es que no puedo ponerme
orgulloso teniendo en cuenta la clase de persona que resultaste ser.
No sabés con qué dolor y con qué rabia me estoy yendo. He pasado
muchos momentos difíciles: la muerte de Rubén, la traición de
Claudio, la partida de Sandra. Pero lo que más me duele es la frustra-
ción de haber parido a alguien que ha diseminado tanto mal, alguien
que ha hecho sufrir a todos los que lo rodean y sometió a todo el
mundo con dinero, presiones y extorsiones; con premios y castigos.
Para tu información, te comento que Wilfredo no solo se ocupó
de transcribir y mandarte esta nota. También ha hecho llegar una
grabación a los canales de noticias, donde tengo otros tantos amigos
que me aprecian.
Así como simulé la enfermedad en frente de vos, también pude
hacer poner dos pequeñas cámaras ocultas en mis mesas de luz,
apuntándome desde los dos lados de la cama. Por tu personalidad,
sabía que en algún momento te ibas a acercar al oído para echarme en
cara tus maldades y hacerme retorcer de ira. Estuve esperando toda la
vida ese momento dorado, y el falso Alzheimer fue el anzuelo per-
fecto.
Con mis amigos de los canales, arreglé la difusión de las imágenes
dos horas después de mi funeral. Vas a tener tiempo para llegar a tu
departamento en Puerto Madero; servirte una copa de vino; ponerte
cómodo en el sillón; leer esta nota y prender la tele. Vas a ver cómo
salís en el horario central de los noticieros confesando que mataste a
tu hermano y relatando cómo lo hiciste.
Tus contactos en el Poder Judicial van a tener que dar explicacio-
nes ante sus pares y ante el periodismo. De ello se ocuparán tus ene-
migos, que son mis amigos.
Suerte con tu carrera presidencial.
Purapalabra | 83
Los mastines de Varsovia
–Qué buena peli, yo la vi hace poco cuando fui a visitar a mis pri-
mos en Estados Unidos –dijo Annia a Ludmila por lo bajo. Ambas
estudiantes estaban en el fondo del salón tratando de no dormirse
durante la presentación del doctor Stanislav Pawlak.
–¡Ay, qué bueno que pudiste! Yo pienso ir el año que viene
–contestó Ludmila.
Las chicas conversaban discretamente ante una impecable presen-
tación de Dr Pawlak. A cada rato interponía imágenes de películas
que resultaban simpáticas, permitiendo exponer un tema difícil ante
un auditorio juvenil sin llegar a escuchar anónimos ronquidos indi-
cadores de tedio.
En la década de 1980 era bastante común en el bloque soviético la
visita de eminencias a casas de estudio como una forma de expandir la
propaganda gubernamental informando logros e iniciativas.
–De esta forma, nuestra intención es fortalecer a las fuerzas arma-
das dotándolas de soldados no humanos –explicó el doctor Pawlak–,
como en el ejemplo de la película que se ve en la diapositiva, donde
los primates adquirían capacidades humanas para la guerra. En el
Instituto de Investigaciones Genéticas de Varsovia hemos trabajado
durante todos estos años para encontrar un modelo que sirva como
apoyo a nuestro ejército, logrando resultados asombrosos.
Las siguientes diapositivas comenzaron a mostrar imágenes de
perros. Hermosos canes nunca vistos, atléticos, con la cabeza grande y
con un pelaje poblado de motas negras, marrones y grises, que recor-
daban a ciertos uniformes de fuerzas especiales del ejército. Y lo más
raro: los miembros anteriores presentaban un dedo pulgar similar al
de los humanos.
–La capacidad de estos ejemplares para manipular objetos gracias
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a los pulgares ha mostrado una sostenida progresión hasta equiparar
sus habilidades motrices a las humanas –contaba el científico con or-
gullo–. También hemos diseñado su material genético para afectar al
control conductual. Si observan bien –prosiguió Pawlak–, todos es-
tos animales tienen el lóbulo frontal levemente más resaltado que un
individuo normal. Esto fue para fortalecer el autocontrol, el movi-
miento y la memoria de trabajo. A pesar de ello, hemos tomado nu-
merosos recaudos para no despertar otras habilidades humanas, tales
como la creatividad o el lenguaje. De esta forma hemos podido ga-
rantizar el diseño de una variante de la especie capaz de obedecer ór-
denes y manipular armas con el menor riesgo. Asimismo, les hemos
introducido genes de ratas para lograr una elevada capacidad de re-
producción, consistiendo entonces en una fuente sostenible y econó-
mica de recursos para la guerra.
El doctor Pawlak había quedado herido en su orgullo de investi-
gador genético desde los años 60, cuando los estadounidenses Wat-
son y Crick se les adelantaron y publicaron el descubrimiento de la
estructura del ADN. Ahora tenía la oportunidad de presentar un de-
sarrollo que revolucionaría la industria armamentística y pondría a la
URSS por delante de sus rivales occidentales en materia científica y
militar.
A la semana siguiente de la presentación, Polonia celebraba elec-
ciones presidenciales siendo favorecido el sindicalista Lech Walesa.
Era el fin del comunismo en el país y su separación de la Unión So-
viética; y luego también caería en la cuenta de que también era el fin
de su proyecto.
–¿Mandó llamar? –dijo Pawlak abriendo la puerta del despacho
del director del Instituto de Genética de Varsovia, el doctor Wladis-
law Poloczek.
Purapalabra | 85
–Adelante, Stanislav, toma asiento –el director estaba muy serio,
nada raro para Stanislav–. Como tú sabes, estamos atravesando un
momento muy delicado…
–Dígalo de una vez –Interrumpió Pawlak, que sospechaba todo.
–Vamos a tener que cancelar tu proyecto y despedirte. Estuve ha-
blando con la dirigencia del Partido y están todos muy preocupados
porque este trabajo puede caer en manos occidentales, y más ahora
que viene la transición política.
–¡Pero este proyecto es mi vida desde hace 20 años! ¿Y qué voy a
hacer a mi edad? –protestó Pawlak.
–Lo lamento, Stanislav. Vamos a compensarte de alguna forma. Y
lo más importante: tendremos que eliminar a los perros. No puede
quedar nada que sirva a Occidente para que lo copien.
Esto sonó como un puñal para Pawlak, que se había encariñado con
los animales. Cada uno tenía un nombre y él los cuidaba como si fueran
los hijos que no tuvo. Algunos eran todavía cachorros. Pawlak supuso
que nadie iba a verificar el exterminio de los perros. Un domingo al me-
diodía, fue al instituto con su camioneta. Con la excusa de retirar equi-
pamiento para mudarlo a otro laboratorio, subió a los perros y se los
llevó a una granja que tenía en Mościska, en las afueras de Varsovia.
Eran veinte ejemplares, y la mayoría podía realizar funciones propias
de los humanos gracias a su prodigioso pulgar y a sus funciones cogniti-
vas ampliadas. Podían manipular herramientas, ordenar o limpiar espa-
cios o entender y obedecer a cada palabra de su amo. Pero no podían ha-
blar y seguían teniendo conductas propias de perros: transpirar por la
lengua, revolcarse en el pasto, caminar en cuatro patas. A simple vista
eran perros comunes y corrientes y no despertaban la menor sospecha, ya
que Pawlak les había ordenado que se comportaran como perros a la vis-
ta de los demás seres humanos para que nadie los mate.
86 | Purapalabra
Para los vecinos, Pawlak era un hombre reservado. No dialogaba
con nadie y se dedicaba exclusivamente a las tareas de granja. A veces
iba al mercado a vender lo que producía, ese era su principal contacto
con el mundo.
Los lugareños más memoriosos aseguran que la última vez que lo
vieron fue en la Navidad de 1990; después no concurrió más al mercado.
Una noche, un vecino se acercó para saber por qué los perros es-
taban ladrando desde hacía largas horas. Preocupado al no recibir
respuesta a sus llamados, ingresó con un policía que forzó la cerradu-
ra para entrar. Esa fue la oportunidad que los perros aprovecharon
para escapar en tropel a la oscuridad del bosque. Recordaban bien las
palabras de Pawlak, “Escóndanse porque los van a matar. Y si los
descubren, no demuestren nunca sus habilidades humanas”.
Casi treinta años después, el paradero del doctor Stanislav Pawlak
sigue siendo un misterio. Los perros de las diapositivas nunca fueron
encontrados. Solamente hay registros en el Instituto de Zoonosis, de
granjeros que reportaron el nacimiento de perros con malformacio-
nes en los miembros posteriores, como si tuvieran un dedo inusual-
mente desarrollado.
La mayoría de los perros de la zona tienen en su pelaje pequeñas
manchas marrones y negras, son gran tamaño, de formas atléticas y
una capacidad de comunicación con los humanos muy desarrollada,
además de pulgares muy grandes. Ante estos patrones comunes, la
Organización Canina Mundial los ha reconocido como una raza
nueva, el mastín de Varsovia.
Mientras tanto, estos canes siguen ocultando celosamente sus ha-
bilidades, como si la orden del doctor Pawlak se hubiera transmitido
de manera oral de generación en generación. Ellos siguen reprodu-
ciéndose con una extraordinaria tasa de natalidad a la espera de una
Purapalabra | 87
oportunidad para salir a la luz y hacerse valer encabezando su próxi-
ma revolución.
La impertinencia del alfil
–¿Mandó llamar, su alteza? –dijo el alfil negro acercándose al monarca.
–Sí, pásame el reporte de situación. ¿Cómo están las piezas mayores?
–Bastante mal, señor. Hemos perdido al otro alfil, un caballo, y la
torre que nos queda se encuentra seriamente comprometida.
–Mmm… ¿y la cadena de peones? –preguntó el rey, que empeza-
ba a preocuparse.
–Excelencia, sólo han quedado dos –contestó el alfil–, y la horda
de soldados enemigos avanza rápidamente por el centro del tablero.
–¿Tenemos algún punto fuerte? ¿Dónde está mi esposa? –volvió a
preguntar el rey con creciente impaciencia.
–Señor, la dama está haciendo lo que puede. Pero me temo que
no podremos sostener esta posición por mucho más tiempo.
–¿Hay posibilidades de negociar un empate?
–La situación es muy delicada. Las blancas tienen demasiada ven-
taja y no creo que acepten una propuesta de tablas –informó el súb-
dito con brutal sinceridad–. Si me permite la sugerencia, tendríamos
que rendirnos.
–¡Nunca! ¡Jamás voy a entregar mi dignidad a esos malditos páli-
dos! –estalló el rey negro.
–Señor, vamos 4 a 0 abajo en la serie de partidas.
–No importa. ¡Antes, muerto! ¡Ve y pelea como un alfil! –or-
denó–. Aunque sea cómete ese peón que está en la punta.
–Señor, ese soldado es suyo –contestó el desconcertado alfil.
–Es tu opinión. Tú lo ves negro, yo lo veo blanco. ¡Cómetelo!
–insistió el monarca.
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–Pero, señor…
–¡Ahora!
–Alteza…
–A ver, tú –interrumpió el rey negro dirigiéndose a un peón
blanco que estaba llegando a su casillero final, a punto de coronar–.
Arresta a este alfil inepto y enciérralo en las mazmorras. ¡Ey! ¡Chist!
–Señor, dudo que lo escuche. Ese soldado obedece al rey enemigo
–dijo el alfil, que a esta altura ya estaba dudando de la cordura de su rey.
–Bueno, ya que eres tan puritano y no matas peones, ofrece algo a
éste para que no corone. ¿Tenemos dinero? –El rey estaba dispuesto a
todo para no perder la partida.
–Señor, somos tan pobres que no nos quedó ni el color.
–Además de inepto y daltónico, tengo un alfil pobre. Gracias por
nada –dijo el rey perdiendo la compostura– ¡Estás despedido! –declaró–
¡Y no me importa si mañana tengo al sindicato de alfiles en el borde del
tablero! Pasa por Administración a retirar tu cheque de 9 a 11.
–Excelencia, le repito que no hay dinero. Nuestros cheques no
tienen fondos –contestó el alfil.
–Escúchame, ¿has querido alguna vez vestir como un rey? esta es
tu oportunidad –el rey jugó su última chance de salvarse–. Te doy mi
hermoso atuendo y mi corona, y yo me visto con tus humildes tra-
pos. ¿Qué te parece?
–Señor, ahí vienen las piezas blancas para dar el jaque mate –con-
testó el alfil sin inmutarse–. Usted hace un rato me comentó que
prefiere morir con honor.
–Además de inútil, daltónico y pobre, tengo un alfil sordo. ¿Sabes
una cosa?, me cansé de tu impertinencia. Por esta vez seré magnáni-
mo y te concederé la gracia de seguir formando en mis filas. Pero en la
próxima partida te quiero bien lejos, en la otra punta del tablero.
Purapalabra | 89
/ Elisabet Ibáñez
Puro amor
Cuando ella se va, con mimos y caricias le digo lo mucho que la
quiero, y detrás de la puerta velo su regreso.
Porque cuando ella llega me carga en sus brazos y me llena de be-
sos. Cuando la soledad se le acerca, como un ladrón en acecho, ella
me aprieta fuerte contra su pecho, mojando con lágrimas mi pelo.
No puedo comprender por qué ese vacío se abre en su pecho, al
cual busco llenar con mi cariño, mi amor desmedido e intenso.
Con mi compañía fiel ella se da cuenta de lo mucho que la quie-
ro,que mi corazón late con sus caricias y besos.
Ella encuentra resignación en una copa de vino.
En un cigarrillo va quemando su dolor, la nostalgia la abraza,
mientras yo duermo en su falda.
La noche nos cubre bajo sus negras alas, mientras la luz de una
vela se mezcla entre la penumbra de tristeza.
El silencio y el cansancio le ganaron, dejándola dormida en su le-
cho.
Ella sabe que al despertar allí estaré, llenándola de caricias y besos,
haciéndole saber que vivo por cada latido de su pecho, que mi amor
es, puro, fiel y verdadero, y que siempre estaré allí, esperándola, feliz y
contento.
Cada vez que ella mira mis ojos sabe lo mucho que la amo, que la
quiero, porque sé que me comprende aunque sea… sólo un perro.
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Cuando uno pierde a un ser que ama
Dolor que quema el alma,
como el hierro rojo, quema y marca
cuando pierdes a un ser que amas.
El tiempo piadoso cura las heridas dejando cicatrices para toda la vi-
da.
Dolor que arde como llamas,
el desconsuelo inerte ahogado en lágrimas.
Desesperado vacío que en el corazón estalla,
vacíos que no se llenan, que no se acaban.
Tristeza que abriga, resignación que falta
cuando pierdes a un ser que amas.
Perderse en ese rostro sin vida
anhelando una vez más una última mirada.
No existen palabras para una despedida,
porque el corazón y el alma no quieren que se vayan,
pero hay que decir adiós
aunque el dolor quiebre el alma…
Sólo queda pedirle a Dios fuerzas
para seguir cuando el destino te arrebata a un ser que amas.
Vivir con el recuerdo, mirar el cielo, sentir su falta.
Resignado te pasan los años, pero esa marca, dibujada por el dolor,
se queda para toda la vida en el alma
cuando pierdes aun ser que amas.
El otoño
Es como un fracaso de amor. El dolor de haber perdido, te hace sentir
desnudo y tu presencia sigue de pie, como un árbol sin hojas.
Purapalabra | 91
A él lo castiga la lluvia, el frío, lo doblega el viento,
y a una persona la torturan los recuerdos, la nostalgia
y hasta las letras de una canción.
Tratas de ser fuerte, pero al quedarte solo siempre te ganas las lágri-
mas, y luchas para seguir adelante con el peso de la tristeza.
Al árbol lo consuela el ocaso, los pájaros, la brisa suave.
Los amigos golpean tu hombro, o te envuelven en un abrazo,
conteniéndote, alentándote,
diciéndote ya va pasar tienes que ser fuerte.
Pero el único que cura un fracaso es el tiempo.
Al árbol le devuelve sus hojas,
los pájaros vuelven a anidar en sus ramas,
la primavera lo viste de fiesta.
El tiempo cubre las heridas con recuerdos y cicatrices,
hay que ser fuerte y seguir de pie.
No rendirse, no caer, aguantar los malos tiempos,
como un árbol de pie.
Que el dolor te haga fuerte, que ese fracaso sea un empujón para cre-
cer y no caer.
Cuando te des cuenta, el tiempo te llenará de primavera
volverás como el árbol a florecer.
Los árboles
El día está triste, se abraza en un profundo silencio al otoño.
Mientras los árboles duermen bajo el tenue frío
la llovizna suave acaricia sus ramas desnudas
aprovechando la ausencia de sus verdes hojas.
El día está triste y gris, sumergido en la soledad del otoño.
El viento juega con las hojas amarillas, algunas rojas,
92 | Purapalabra
miles de ellas ruedan por los senderos
acariciando los pasos de quien camina sobre ellas.
Hoy los veo cómo duermen en su lecho de savia,
mientras sus últimas hojas se despiden de sus ramas
para viajar con el viento
como viajan las locas esperanzas.
Muñeca de trapo
Sentada sobre un viejo baúl,
tus colores se volvieron ocres.
Tus cabellos hechos de lana se tornaron ásperos
sin las caricias del sol.
Las aureolas de tu cara perdieron su rosado color.
Unos remiendos de raso son los signos
de los malos tratos que tuviste que padecer.
Muñequita de trapo. ¿Por cuántas manos pasaste?
Y ninguna supo valorarte.
Hoy te olvidaron en un rincón,
envuelta en la sombra de un fracaso.
Perdiste el valor, olvidaste que te criaron con amor.
Con cariño creciste y fuiste de alguien su pasión.
¡Vamos, muñequita de trapo!
no te ocultes detrás de un espejo,
no mires tus remiendos.
La belleza la llevas dentro, confía más en ti.
Mira en tu interior, deja de sufrir,
devuélvele a tu vida el color,
no dejes que los fracasos te arranquen el corazón.
Cóbrale al tiempo las lágrimas que te robó.
Purapalabra | 93
Surge de tus miedos y mira a tu alrededor.
Abre las ventanas de tu alma
Para que entre el amor.
El jinete
En cada abrazo, en cada beso,
los años marcaron tu cuerpo.
El otoño se adueñó de tu pelo
y el letargo del invierno se cobijó en tus ojos.
Con tus manos arrugadas te aferraste a los recuerdos.
Con andar cansino te paras frente al espejo,
pero en tu reflejo aún galopa un corazón sin miedos.
A pesar de los años aún desafías al tiempo
y como a un potro salvaje, quieres domarlo, quieres tenerlo.
Nunca te rendiste ni a los años ni al tiempo.
Para ti, el lucero aún brilla dentro del pecho.
¿Cuántas veces la luna besó tu frente?
El ocaso te encontró en los campos del tiempo
cabalgando seguro, siempre desafiante,
buscando para el rancho el sustento.
Hoy… hoy ya son otros tiempos.
Lejos de esos sacrificios, ésos que eran buenos.
Pero al mirar tus manos aún puedes sentir
el olor de los lazos de cuero, y al cerrar tus ojos
puedes sentir los relinchos de los caballos salvajes
que domaste y a quienes hiciste saber
quién era el más bueno.
Ni el tiempo ni los años pudieron doblegar
tu espíritu salvaje.
94 | Purapalabra
Hoy, parado frente al espejo, con tu reflejo vencido,
miras a ese potro salvaje que pide riendas
dentro de tu pecho.
Pero ese potro salvaje se quedó atrapado
en los corrales del tiemamor.
El viejo
Hoy vi una sombra en su ojo
escondiéndose bajo el ala del sombrero.
–¿Qué le está pasando abuelo?
–Los años pesan y en mis espaldas ya talaron senderos.
Con suaves movimientos, el anciano atizaba el fuego,
cuales chispas estallaban quemando los recuerdos del viejo.
Los tiempos han cambiado,
en esta cocina hecha de suncho y barro
sólo quedan recuerdos.
Aleznas para trenzar lazos aún decoran las varas del techo,
patas ya secas de jabalí, corzuela, decoran mis aleros.
Recuerdos de tiempos mozos.
Y un mechero en un rincón, esperando la tarde,
y tres perros de pelaje nevado por el tiempo.
Mira a su alrededor,
con ansias de volver por los campos y
correr tras la hacienda.
Se levanta y con gran lentitud camina hasta el corral,
y los perros despacito por atrás.
Con manos en la cintura mira
y sólo encuentra soledad.
Una roldana se agitó en un aljibe
Purapalabra | 95
ya seco frente al corral.
Entre murmullos pregunta:
–¿En qué hora ha pasado el tiempo, que yo,
ni embretado en lazos, pude detenerlo?
Renegando se queda extasiado
tratando de retener los recuerdos,
pero se le escapan, como arena entre los dedos.
Vuelve despacito a la cocina
arrima una pava al fuego, compone un mate
y lucha con su mente,
para retener los recuerdos.
Una voz lo interrumpe:
–¡Abuelo! ¿qué hace aquí? ¿por qué ha vuelto?,
aquí ya no hay nada. El médico dijo que tiene que estar
con nosotros, en el pueblo. ¡Vamos, vamos que lo llevo!
–No hijo, vaya nomás, yo voy más luego.
Y se aleja murmurando el mozo:
–¡Pucha, el abuelo! quiere estar aquí, donde el tiempo está muerto,
pero volveré más tarde a buscarlo de nuevo.
En la cocina, sentado en una silla hecha de tientos,
pasa sus manos arrugadas por la cabeza del perro,
murmurando:
–No me entienden ¡pero qué me está pasando!
que hasta el tiempo quiere robarme los recuerdos.
Mira hacia el patio bajo la hojariza,
descansa un arado y una carpidora y un pechero.
Con una sonrisa repite:
–¡Qué tiempos aquellos!
Al atardecer volvió y junto a sus sombras
96 | Purapalabra
el nieto asustado:
–¿Qué habrá pasado que no prendió el mechero?
Al entrar en la cocina lo encontró,
apagado como el fuego.
Un perro en sus faldas se durmió
mezquinando al viejo y los otros dos quedaron
tapados de cenizas junto al fuego.
–¡Qué le habrá pasado! –exclamaba el nieto.
Otro dijo:
–Son los años, ya estaba muy viejo.
La noche se expande embriagada en duelo.
Las anécdotas y los recuerdos de los pueblerinos
florecen alrededor del muerto
y el alba se a soma… para despedir al viejo.

Purapalabra | 97
/ Elizabeth Ackermann
Carta a Luz Clarita
Todavía me acuerdo del día que llegaste. Bueno, es mentira, sólo
creo que me acuerdo. Lo que pasa es que era chica, y los tres años y
medio no recorren el camino de la memoria fiel y certera de hoy. ¿Es
fiel y certera la memoria alguna vez?
Ahora recuerdo el día que llegaste como un sueño muy claro y es-
trellado. Un sueño lúcido. Apareciste por la puerta de rejas blancas
con una sonrisa real. Una verdadera sonrisa. Parecías contenta de ver-
me, y por eso corriste hacia mí. Incluso parecías saber de lo solos que
se sienten los niños cuando se enteran de que están solos. Yo me alegré
porque no te esperaba, y porque te llevaste a trotecitos el fantasma del
perro anterior, Bairon.
Tendrías que haberlo visto, no paraba de correrse la cola. Papá le
ponía ansiolíticos en la comida porque estaba loco, se le habían conta-
giado las costumbres de la casa. Me parece que se corría la cola, giran-
do y girando en círculos cerrados, porque trataba de olvidar el divor-
cio anunciado. Quizás era vidente, un perro esotérico, que se veía ve-
nir los vidrios rotos y los gritos puestos en el cielo de mayo. Por eso
corría. Estaba tratando de olvidarlo todo.
Como sea, vos llegaste y te llamaron “Luz Clarita”. Yo, mientras
tanto, aprendía sobre la impronta de las palabras en la mente y en el
corazón. Un trotecito hacia mí, y te acordarás de cuando te dije “a ver,
¿me das la patita?”, y en vez de la patita, me diste la mano.
98 | Purapalabra
Espero que también te acuerdes de mis quince años, mis rodillas
en el suelo del lavadero, y mis lágrimas dándote las gracias, y diciéndo-
te hasta siempre.
Ni una menos
Llegan al bar tristes como despedidas en la noche. Sentadas de
piernas cruzadas, se secan las frentes víctimas de la llovizna nocturna.
Están cansadas de caminar y de pedir, de gritar, de elaborar unas pan-
cartas que se deshacen con el agua de cielo.
Las caras se van transformando con esas voces de cejas fruncidas:
“que no puede ser” “que son unos anti-derechos” “que se la pasan
decidiendo sobre nuestros cuerpos”.
Kavita presiona un freno y levanta la mano, pidiendo con un
minúsculo gesto la presencia del delantal cansado. Cinco vasos se llenan y
vacían de agua, malta de cebada, lúpulo y levadura, y las bocas se relajan
liberando risas de pelo suelto y aires de victoria, o de lucha por ganar.
Las pancartas se levantan húmedas y torcidas en medio del bar, y
todas las polleras con alas de demonio bueno se ponen de pie y can-
tan, hasta que ya no se muera ninguna más.
Ciudad natal
Habiendo decidido sus pasos,
se deja lo mejor para el final.
Como la última masita de un paquete delicioso.
No quiere tocarla
no quiere bailar esa nota
hasta que la falta convierta su reaparición
en renovadora y necesaria.
Estados Unidos y Defensa tienen la esquina iluminada
Purapalabra | 99
por un millón y medio de posibilidades
que las otras calles desconocen.
Será por la cara de una venezolana,
por el olor de la mirra india,
por las gafas del americano revisando el perchero vintage,
por el tipo cantando la cumparsita
o ese tarotista que usa audífonos por haber escuchado
demasiados oráculos.
Ella lo entiende,
puede ser tantas cosas que el pecho le susurra:
Probalas todas.
Entonces la cara se le llena de mundo y los recovecos de
la existencia de él
desaparecen.
Todo es demasiado amplio
y es como soltar a un hombre en medio
del espacio.
Dicen que nunca más volverías a encontrarlo.
Pero ahí está! parado al lado de Cervelar.
Buenos días amor, buenos días.
El choque
Creo que no nací para esto. No nací para correr por la calle mi-
rando la hora en la pantalla del celular con la locura urbana pintada
en una cara. En una cara que no es la que quiero, que se desfigura con
la preocupación inútil del que ve un colectivo. Se va, se va, se va. Se
fue. La maqueta de mierda me tiene re podrido, la llevo dividida en
partes y aun tomando estas precauciones siento que la espalda se me
hunde hasta el núcleo. La base abajo del brazo y los decorativos a es-
100 | Purapalabra
cala, adentro, bolsitas que me estallan la mochila. Uso la que me llevé
a Bariloche hace unos años. Esas de mochilero que se recorre Lati-
noamérica de un saque. En otra no entran tanta madera, tanto vidrio,
tanto corcho y acrílico. Si los chakras existen, los tengo uno encima
del otro, aplastados como una torre de panqueques.
Creo que no nací para esto. Ir del laburo a la facultad y de la fa-
cultad a la clase de teatro, y de teatro a la línea E, y de la línea E a la
calle Bolívar. Por suerte en Bolívar me espera Jano. ¿Quién es Jano?
Lo único sano que me dio la arquitectura. También puedo rescatar el
detallismo que fui mamando con el tiempo. Ahora me maquillo me-
jor, me peino mejor, me visto mejor. Me dibujo trazos en la cara de
perfección milimétrica y nunca combino mal el color de la boca con
los tonos que me difumino sobre los párpados. La paleta correcta in-
teriorizada a los cachetazos. Hace cinco años que empecé con el Drag.
Nadie sabe, excepto Jano y Oscar, mi psicoanalista.
Con Jano nos conocimos llorando de bronca en el baño de la facultad
después de desaprobar Introducción a los Tipos Estructurales. No somos
tipos estructurales. Naturalmente, la conflictiva psicológica que aflora
nos pone a putear por los pasillos de la universidad pública.
La llave se mueve con una orden automática de mi cerebro harto y
ahí está, recostado en el sillón mirando MTV. El torso desnudo, en
bóxer y medias blancas, casi escolares. No vale la pena buscar el amor
en otro lado. Nos vemos y sonreímos al unísono. Creo que es la pri-
mera vez en el día que sonrío de verdad. De un salto se levanta y de-
cide un trote hasta la puerta para aliviarme las cargas.
–Estás hasta las bolas con esta cosa de telgopor. ¿Cómo te fue?
–dijo mientras me sacaba la base de las manos y la apoyaba contra la
pared del living.
–Me bocharon otra vez.
Purapalabra | 101
–Que se vayan a la mierda –me agarró la cintura y me acercó a él.
Tenía olor a perfume y a café.
Nos dimos un beso largo. La casa de Jano era mi posibilidad de
descansar. Podía ser honesto, decir lo que pensaba, hacer lo que quería.
Por el contrario, mi casa era un hacer de cuenta constante delante de mi
vieja. Me sentía una pinturita, un cuadro en la pared dispuesto para
que ella contemplara lo que quería ver. Nunca entendí el porqué de la
necesidad de complacerla. Oscar dice que el sufrimiento de los demás es
insoportable, incluso más insoportable que el sufrimiento propio. Ella
me quiere, pero me quiere Estructural, me quiere armadito según su
época de hombres de maletín que llegan a sus casas para besar esposas
embarazadas, que nunca esperan en bóxer mirando MTV.
Me maquillo para hacer presencia en un boliche. Jano, que
además de ser el amor de mi vida también es peluquero, me ayuda
con la peluca rebajando las puntas y acomodándola como le parece
que queda mejor. Yo no le discuto nada. Cada tanto, se aleja unos
pasos para mirarme y chequear el progreso. Se acerca y me besa el
cuello, la frente, las comisuras de la boca contenta.
Suena mi celular, está cargándose en la mesita de luz.
–¿Hola? –unos segundos de horror helado.
Era mi vecino del 6° B diciendo a las apuradas que no sabía qué pa-
saba, que había escuchado un golpe seco en casa, que quizás mi vieja se
había caído en la ducha, o se había brotado otra vez. ¿Otra vez?
Sentí cómo la adrenalina me llenaba las piernas de sangre para em-
pezar a correr, lo cual es una gran ventaja adaptativa siempre y cuando
uno no esté maquillado y con medias de red. Como la vez anterior, la
cabeza se me llenó de un dramatismo incomparable, como si la verdad
última de la existencia se me revelara y consistiera sólo en salvar a mi
vieja de la muerte o de la locura. Pero escondida detrás de esa aparente
102 | Purapalabra
lucidez había una culpa, un castigo divino. Está pasando lo que siem-
pre intente evitar mientras los zapatos me tuercen los tobillos y tiro
fuerte de la mano de Jano que me sigue como puede calle abajo.
Después de cinco cuadras de infierno desmedido, llegamos a mi
departamento. Subiendo en el ascensor se me corrió el maquillaje con
un lloriqueo nervioso e inundé la mano de Jano con el sudor de la
mía. Me la apretó como si estuviera pariendo un hijo. Cuando llega-
mos, abrimos la puerta sin llave y encontramos todo dado vuelta. Los
cajones abiertos, el florero hecho pedazos en el suelo, un millar de
papeles y cositas desparramadas por el comedor.
Faltaban la tele y quinientos dólares que guardamos adentro de la
biografía de Picasso. No había rastros de mi vieja, pero sí del circo
psiquiátrico de vivir en Argentina.
Me acomodé un poco dentro de mi cuerpo y miré a Jano, entre
confundido y aliviado, esperando algún tipo de confirmación silencio-
sa. Él se acercó y me besó, aferrando sus brazos a mi espalda contractu-
rada. No sé cuánto tiempo pasó hasta que la puerta volvió a abrirse.
Nos quedamos inmóviles y callados en medio de la habitación.
Las bolsas del supermercado, en caída libre. Manzanas y ciruelas
rodaron por el suelo, terminando de desgraciarlo del todo, y un aullido
familiar se impuso hasta que mi mirada se encontró con la de ella.
Ella, que me conoce, que me miró a los ojos desde el minuto cero,
desde la teta y el arrorró. Permaneció unos segundos atónita, soste-
niendo su iris en mí. El robo, completamente anulado.
–Señora, me presento, soy Jano –dijo, intentando recuperar el
movimiento de la escena.
Un segundo, dos segundos, tres segundos.
–Un placer, Jano. No te preocupes, que yo llamo a la policía.
Ahora váyanse, que mi hijo debe estar por llegar.
Purapalabra | 103
/ Erica Klauer
A mi madre
Tejería entre tus cabellos una corona de rosas blancas que se vayan
entrelazando con la nieve de tus cabellos.
Cierro mis ojos y te busco en mi memoria y ahí estas como un ser
resplandeciente que ilumina mi alma con un destello de luz.
Mis manos te buscan queriendo alcanzar tu rostro y tus manos
alcanzan mis manos llevándolas a tu regazo.
Como cuando era niña, apaño mi cabeza en tu regazo y mi alma se
aquieta al encontrar la quietud de tu ser.
Contemplo tu rostro, que se mezcla con aquel rostro que veía de
niña, formando una imagen serena, con mirada profunda, que me
dice: “Siempre estaré aquí cuidando de ti, no temas no me iré”.
Jesús mi amigo fiel
Si mis palabras podrían tocar tan sólo una fibra de tu corazón y tu
alma comprendiera lo que significa Jesús para mí.
Sé que tu corazón saltaría de alegría y tu alma se colmaría de luz.
Por eso, tan sólo quiero compartir con vos lo que siento:
Jesús es ese amigo fiel, el que siempre está, el que escucha, el que
responde, el que ayuda, aunque nunca le pidas ayuda.
Jesús es ese amigo fiel que no abandona, aunque a veces sintamos
que nos deja un rato solos, quizá para que le digamos: “Te necesito
cerca, no te vayas”.
Jesús es ese amigo fiel que, aunque nuestro accionar humano
104 | Purapalabra
equivocado, le dañan el corazón. Él está dispuesto a perdonar, si
nuestro accionar demuestra que somos dignos de su perdón, de
nuestro propio perdón.
Jesús es ese amigo fiel que acompaña dando luz en nuestro cami-
no y esperanza a nuestro corazón.
Jesús es ese amigo fiel que no necesita que lo llames, que lo bus-
quen, que lo imploren porque vive en ti y en ti debes buscarlo.
Jesús es ese amigo fiel que hoy quiero compartir con vos, para que
juntos unidos en oración y espíritu recorramos nuestro propio cami-
no pautado por nosotros, creado por nuestro accionar y lleno de luz.
Para vencer y derrotar a ese enemigo lleno de oscuridad que tam-
bién habita en nosotros, que es el diablo, que es el mal, pero que es
más débil que el bien y más cobarde que nuestro amigo fiel, Jesús.
Pequeños hombrecitos del bosque
Mario Castro Barros llegó, como todas las mañanas, muy tem-
prano a la escuela, tenía que poner la leña al fuego para calentar el frio
salón. Despertó amorosamente a Julián, hermanito de María, a Fede-
rico y a Teodoro. Poco a poco iban llegando sus alumnos, que venían
de caminar desde muy lejos, tenían los cachetes fríos y el andar cansa-
do. Pero todos traían una gran sonrisa porque llegaban a su amada
escuelita.
Mario Castro Barros los esperaba con un chocolate caliente que les
cobijaba el alma y mientras tomaban el humeante chocolate, el amoro-
so maestro les contaba historias. Con voz firme comenzó el relato:
Hace mucho tiempo atrás, pero no tan lejano tiempo, vivían pe-
queños hombrecitos del bosque. Muy traviesos, les gusta hacer bro-
mas. Un día me contó un sabio anciano que de joven vio a uno sal-
tando de rama en rama. No se dejan ver por todos, sólo aquellos que
Purapalabra | 105
tienen el corazón puro los pueden ver. Esto ilusionó a los niños que
exclamaron con voz dulce “seguro si hacemos silencio nos vendrán a
visitar”. Con gran entusiasmo preguntaron “qué más, qué más”.
Castro Barros continuó su relato:
Estos hombrecitos son muy chiquitos y habitan en el bosque en
pequeñas casitas hechas de ramas y flores. Son muy traviesos, una vez
me contó el viejo Juan María que sorprendió a uno en la azucarera,
tenía todo el rostro blanco como la nieve y con voz dulce le dijo al
pequeño amiguito “te hiciste una panzada de azúcar” y el hombrecito
contento desapareció.
“Qué más, qué más” gritaron los niños, mientras tomaban su hu-
meante chocolate y calentaban sus manitos en la chimenea.
A ver, a ver, déjenme pensar, qué más les puedo contar,dijo el
maestro, creando suspenso.
De repente, Sombra, la perra del maestro, para las orejas cuando
se escucha un crujir y comienza a soplar una cálida brisa que mueve
las hojas, y aparece un destello de luz que llama la atención de los
niños. “Mire, maestro, son colores, los colores de arcoíris”, exclama-
ron los niños, sumergidos en la historia, “son los pequeños hombre-
citos del bosque”.
Sombra paró aún más las orejas y comenzó a escucharse una suave
y alegre música que provenía de las flores. Los niños ya no pudieron
más con la intriga y corrieron con pasos silenciosos hacia el bosque,
donde la música suave y los destellos de luz encantaron sus almas.
De pronto, el niño más pequeño y pícaro exclamó con tono dulce
“ahí está, ¿no lo ven?”.
“¿Dónde?”, preguntaron los más grandes con gran impaciencia.
“Ahí, entre las ramas tocando música con su arpa”. Los niños mira-

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ron con ternura cómo el hombrecito se marchaba dejando pequeñas
huellas en el bosque.
Rebosantes de alegría, dijeron: “Maestro, vimos al hombrecito,
tenemos alma pura”. Y su maestro les contestó: “Claro que sí”.
Los pequeños dijeron con gran expectativa “maestro, ¿nos va a
seguir contando historias?”
Ya veremos, ya veremos, les respondió, creando expectativas para
una nueva historia con chocolate caliente y calor de chimenea.
Alto vuelo
De tanto volar alto el águila se cansa. Decide descansar y divisa
desde la altura un pico de montaña. Desde la cima de la montaña
puede ver sus problemas tan pequeños que comienza a descubrir
grandes soluciones. Escucha co-
mo un trueno la voz de Dios y
empieza a recuperar las fuerzas.
Bate fuerte sus alas, sacude
su polvo y comienza a volar tan
alto como su vuelo la pueda lle-
var, pero siempre se acuerda de
su amiga mariposa y decide vivir
como ella, intensamente cada
día como si fuera el último, vo-
lando tan alto como su vuelo la
pueda llevar.

Purapalabra | 107
/ Fernanda Alza
Las dos puertas
Cuando llegó al pueblo de montaña que tanto había ansiado co-
nocer, supo que iba a tener que esperar sentado en su manta. Sintió
alivio al sentir el sol que lo abrazaba con su calor natural.
Recorrió las calles de tierra infestadas de jacarandás y palos borra-
chos y se imaginó su barco pintado del celeste y del rosa que le robaba
a la naturaleza. Buscó el río, su barco tenía adaptarse a su cauce. El
lugar era el imaginado, pero el acceso al muelle estaba cerrado con
candado. Sacó cuentas, midió y volvió a medir, entusiasmado hasta
las lágrimas desarmando el camino al pueblo. Debía reunirse con la
autoridad del lugar. Tenía propuestas, planes brillantes de navega-
ción.
Nadie supo decirle quién era la autoridad, sabían decirle que una
rubia, sobrina del gobernador… tal vez todavía fuera la jefa, pero no
la veían desde hace mucho tiempo.
El hombre que quería el barco siempre se había preguntado cómo
sería vivir en una anarquía. Incrementó su entusiasmo había llegado
el momento de vivenciar cómo es la organización social cuando no
hay gobierno. El desafío sería aún mayor.
El lugar donde se hacen las consultas gubernamentales no estaba
enfrente de la plaza, como los españoles dispusieron en la organiza-
ción de los poblados, estaba por ahí. Supo también que la puerta
principal del edificio estaba con llave, por lo que él necesitaba abrir
dos puertas, la del poder y la del muelle.
108 | Purapalabra
El hombre que quería un barco se levantó del suelo cuando los
ruidos de los cerrojos comenzó a oír, enrolló la manta y se puso a es-
perar.
Diversidad cultural
A la directora de la única escuela secundaria del pueblo y de los
alrededores rurales, se le ocurrió la feliz idea de intervenir los dos ár-
boles de la vereda, unos paraísos impactantes, para conmemorar el
Día de la Diversidad Cultural. Lana de los colores de la whipala y de
la bandera argentina salieron de los placares de alumnos y vecinos.
Agujas de crochet, telares y dos agujas, tejieron con diferentes puntos
la historia de nuestro comienzo racial.
Defensora a ultranza de los indios, la Petro estuvo en todos los
detalles del homenaje al pueblo argentino. Con la emoción a flor de
piel, con su paso cansino, pero no menos insistente, contó a todos los
que quisieran oírla historias de indios locales, mientras junta los cua-
drados de lana de colores y pasa el lampazo en el hall y organiza el
kiosco.
Con suspiros de abatimiento llega a la dirección, en la lata roja y
blanca, como un tesoro guarda la recaudación diaria, en el cuaderno,
que encontró en el cajón de un escritorio olvidado por alguien, anota
con toda la prolijidad que su letra imprecisa se lo permite, el detalle
de la venta y la nota de pedidos. Entre sollozos le cuenta a la directora
la burla de los chicos ante la demora en dar el cambio, el nombre de
los alumnos que le ayudan a hacer las cuentas, en el mismo relato
también cuenta una vez más la muerte de sus padres y la enfermedad
de su hermano, pero no olvida comentar que está emocionada con las
banderas de lana y de la manera de conmemorar la fecha.
Las historias de caciques y puntas de flechas parece que se espar-
Purapalabra | 109
cen por la escuela con el limpiador de muebles y de vidrios, se mez-
clan con olor a café recién preparado por la Petro y es la fórmula per-
fecta para los ensalzamientos.
–¡Hola, dire! ¡Buenas tardes! Dejo el cafecito –saludó “La Petro”,
depositando con delicadeza la bandeja color plata con todo dispuesto
para mimar un comienzo de jornada.
–¿Sabés Petro? ¡Estoy feliz! La escuela fue elegida por el canal
“Encuentro” para realizar un documental, pero los alumnos son los
encargados de elegir el tema y de producirlo, ellos sólo traen la tecno-
logía y después se ocupan de la difusión.
–¿Cuándo vienen? ¿Cómo tengo que preparar la escuela? –pre-
gunta la Petro, llorisqueando de emoción.
–¡Nada, Petro! ¡disfrutemos de esto! Felicidad van a sentir los
chicos cuando les diga… y ellos van a trabajar… ¡Todos vamos a tra-
bajar! –contesta la dire, ya con la taza de café en los labios– ¡Gracias
Petro!
La escuela de pueblo rebalsó de ideas, mates, coloquios, masitas y
debates. Se toma la decisión, se baja el volumen del equipo de música
que reina en el pedestal construido por el pañolero –haciendo con-
sonancia con el kiosco de la Petro–. Un silencio de respeto invade el
hall, el presidente del centro de estudiantes toma el micrófono y con
voz de líder informa que el tema elegido para el documental fue “El
cacique Pincen”. Aplausos y saltos de festejos salen por las ventanas
abiertas de la escuela, recorren las calles del pueblo en una tarde gris
de otoño.
El otoño y la depresión de la Petro se esfuman con la noticia, la
voz pastosa de antidepresivos parece indicarle que tiene a manifestar
esa emoción por la escritura. Eso hace, con letra confusa y titubeante
escribe una carta dirigida a los chicos, para que la dire se las lea.
110 | Purapalabra
Comienzan las tareas alrededor del documental: los productores
son los de 6°, los investigadores, los de 5° y los entrevistadores, del
centro de estudiantes, y van a contar con la combi escolar a disposi-
ción para los traslados. Llueven los llamados para comprometer en-
trevistas y la participación activa con datos, libros, datos, en fin, todo
lo que fuera necesario para homenajear al cacique lenguaraz.
La Petro escribe otra carta, pero esta vez es diferente, es la carta
que le escribe la madre del cacique a su hijo, temible aventurero que
junto con Baigorrita y Juan Catriel se enfrentó a la depredación del
blanco. Esa madre, una cautiva blanca, que le heredó su color de piel,
lo abraza orgullosa a través de las palabras escritas con un lápiz con
mina gruesa.
Se filma el documental, en parte, en los lugares naturales del pa-
raje El pincen, y en parte en la escuela, que brilla a pesar de los cables
y filmadoras y cientos de zapatillas llenas de barro que entran y salen.
Todo llega a su fin, pero a los chicos les falta el final glorioso para
la obra maestra…
–¡La carta de la Petro! –grita alguien de con voz adolescente.
–¡Sí! ¡La carta! ¿Dónde está? –pregunta otra voz adolescente de
más atrás.
–En la carpeta de documentos –dijo con seguridad alguien del
grupo de producción de 6° año.
–¡Petro, la tenés que leer vos! Y con esa carta terminamos el do-
cumental y de imágenes ponemos los dibujos que nos hizo la profe de
artística –opinó con firmeza otra de las alumnas productoras.
–¡No voy a poder! –dijo la Petro, mientras alcanza un equipo de
mate al grupo de chicos que se lo había solicitado.
–¡Sí! ¡Mañana lo hacemos Petro! –gritaron varios niños entre
ruidos de mate y masitas.
Purapalabra | 111
Llega el momento cúlmine, ahí están los productores y los filma-
dores con todo dispuesto y ahí está ella con su carta en la mano, con
su pelo canoso más prolijo que de costumbre, maquillaje y guarda-
polvo nuevo, aunque la voz saldrá en off.
La dire organiza la presentación del documental con todos los
honores, las dos banderas tejidas que daban la bienvenida, desde sus
árboles, a los invitados y alumnos, docentes y público en general.
Emoción y gargantas enmudecidas por las lágrimas escucharon las
últimas palabras del film. Y la palabra FIN pasa inadvertida por la
pantalla gigante dispuesta en el fondo del hall.
La manzana
La seductora manzana roja había cumplido con su objetivo de
envenenar a la princesa, no menos sugerente con sus enormes labios
sabrosos y su piel blanca como la nieve. Lágrimas desoladas brotaron
de los ojos cuando los enanos protectores la encontraron casi sin vida.
Larga jornada de trabajo en la mina más allá del bosque había llegado
a su fin.
¡Princesa, levántate y anda! ¡Todos los días espirando y tocando
productos mineros y nunca te hicieron daño! ¡Una manzana tenía
que ser! ¡Malditos agricultores!
Sabiduría popular
Abril, momento clave para definir la actual campaña fina. El in-
cremento de precio, mejora los resultados económicos, la liberación
de las retenciones de la importación, estímulo al patrón de la estancia
ubicada el sudoeste de la provincia de Buenos Aires.
Asesora a Juancito ante la inminente llegada del ingeniero encar-
gado de recorrer el campo y analizar la tierra.
112 | Purapalabra
Juancito terminaba de dar una vuelta con el tractor cuando divisa
la llegada de la camioneta del ingeniero:
–¡Buenos días don! Soy Juan, para servirle –se presenta Juancito,
sacándose la gorra vasca a modo de saludo y tendiéndole la mano con
firmeza y decisión.
–¡Buenos días! Soy el ingeniero. ¡Mucho gusto! –responde San-
tiago, devolviendo el saludo de manos.
–Me pidió el patrón que lo acompañe en la recorrida por el cam-
po –dice Juancito, acomodando su pelo tupido y rebelde.
–¡Bien! Empecemos, entonces –expresa el ingeniero, subiendo a
la camioneta, no sin antes sacudirse los pies, despegando la tierra ad-
herida en los borcegos.
–El patrón está entusiasmado con la siembra este año, pero yo no
creo que las cosas estén tan buenas, como él dice –señaló Juancito es-
trujando entre sus manos la gorra, arrepentido de esbozar su opinión.
–Sin embargo, en base a las consultas realizadas a productores,
asesores y agentes de la cadena agroindustrial, los datos de intención
de siembra de la presente campaña fina indicarían un incremento del
área de trigo del 4% –acotó el ingeniero, buscando en su agenda pa-
peles con información que corrobora lo que acaba de decir.
–¡Puede ser, pero las lluvias!, no parece ser un año llovedor, así
dice el viejo que vive en el mismo rancho que vivo yo y él sabe –susu-
rraba susurró Junacito, tratando de no mover los pies para no ensu-
ciar con sus alpargatas la camioneta con olor a limpio.
–La ocurrencia de lluvias sería decisiva… en la siembra se fertiliza
con fósforo y en macollaje con nitrógeno –insiste Santiago, dete-
niendo la camioneta para realizar la primera extracción de suelo.
–¡Espere que yo le ayudo, don!, no se ensucie, yo ya estoy sucio
–dijo Juancito descendiendo con rapidez de la camioneta.
Purapalabra | 113
–¡Te agradezco! Tenés que extraer de este sector y también de
aquel otro, para cultivos anuales, retirar las muestras de los surcos a
una profundidad de 20 cm –ordena el ingeniero alcanzándole las
bolsitas, el barreno y la pala.
–¡Listo, don! Acá tiene sus muestras, espero estén bien.
–¡Perfecto! Sigamos hasta el otro cuadro –responde el ingeniero,
guardando con sumo cuidado las muestras de tierra.
–Pero a esa tierra le falta humedad –señala tímidamente Juancito
–La sanidad del cultivo se logra con las aplicaciones de insecticidas
y fungicidas –manifiesta Santiago con visible molestia.
–Pero… ¿el patrón sabe que además de todos esos productos que
estropean la tierra, usted piensa hacer siembra directa? Porque para el
sistema de siembra directa se recomienda muestrear a dos profundi-
dades, de 0 a 10 y de 10 a 20 centímetros y eso es lo que hice recién
–señaló tímidamente Juancito, sacudiéndose las alpargatas, para no
ensuciar la camioneta con olor a limpio.
Pincen
Suena fuerte la luz de la noche en la laguna, libre, ligero y valiente
se siente Vicente Catrunao Pincen, en su propiedad sin fronteras.
En su trashumancia de gñepin, su mensaje arde en el viento de la
pampa, llevando el sabor dulce de la libertad, en la tierra de sus an-
cestros.
Sus tolderías, zona fronteriza, se silenciaron dejando solo el chistar
de la lechuza en la tarde de un paisaje que ya es otro, el alambrado
puso límite violento a la tierra adentro.
Sólo el aullido del viento vuelve para contar el valor de la palabra
desaparecida.

114 | Purapalabra
/ Francisco Leal
Otros
“No quieres mi luz ni mi consuelo,
eres la herida encarnada.
Hija de Artemisa y de Lilith,
quizá regreses al alba”
Hija de Lilith, Ismael Serrano
Otros dedos. No son los mismos de siempre. No hacen el mismo
recorrido de siempre a través de su vientre, desde su ombligo y sepa-
rando sus pechos y rodar hasta su barbilla. Son otros dedos. Es otra
piel, otro gusto, otros miedos. No son miedos, en verdad, pero es al-
go en el estómago. Es otro. Es nuevo. Es excitante.
Ella también, es otra. No es la misma. Siente entre sus cabellos
otra electricidad, otro viento que se enreda en lo que alguna vez fue-
ron los rulos virginales de una pequeña novia carioca. Ahora su ca-
bellera es lisa y química y se desplaza de un hombro a otro mientras
ella zarandea su cuerpo al ritmo del nuevo mundo que se hizo lugar
dentro de ella y la abraza desde adentro. No como antes, es distinto.
Es otro. Es joven, es lindo, es flaco, es simpático. Es otra piel, no
está curtida, está lisa, tersa, su cara muestra placer y no compromiso.
Es eso. Sus ojos son otros, no son los ojos miel de ayer, son ojos dis-
tintos. Hay contacto. Hay algo más. Es otro gemido. Es un deseo
nuevo que llena, que completa una hoja en blanco en cuestión de se-
gundos.
Es otro placer, es nuevo, es necesario, es sutil, es fuego, son llamas
Purapalabra | 115
que se extienden entre ambos. Una ola interminable y enorme que
contrasta con las lagunas de ayer, con las complejas relaciones que
nada tienen que ver con este volcán a punto de hacer erupción. Con
esta risa cómplice nueva, que anticipa el ahogo.
Se estremecen sus pies, comienzan a doblarse de manera instinti-
va, los músculos de las piernas se tonifican, se vuelven piedra. Siente
en sus glúteos manos nuevas que cruzan sin saber cicatrices ocultas y
olvidadas y que los amasan cuando éstos se contraen y endurecen.
Sube dentro suyo un grito desde el vientre, desde el mismo centro de
su cuerpo sacudido por la nueva y bienvenida presencia. La espalda se
arquea hacia atrás dejando los pechos abiertos y los pezones duros
como pequeñas pepas de oro a los que ahora son bañados por nuevos
ríos de deseo. El grito comienza a salir de la boca, es irrefrenable, no se
puede controlar, es una explosión y ya no es más un estallido. Es una
nueva muerte, es incontenible, es un ahogo en la garganta, en el pe-
cho. Los ojos se dilatan, se tira hacia adelante y no deja de moverse, lo
hace más rápido. Se refriega, se aprieta, se une. Se exprime.
De sus omoplatos comienza a salir sangre. De ambos lados de la
espalda, dos heridas paralelas comienzan a abrirse instantáneamente a
través de casi todo su largo. Nacen plumas. Son alas. Dos enormes
alas emplumadas de colores oscuros que brillan como nunca. Plumas
grises, negras, ocres, azules. Brillan aún más ante la tenue iluminación
del dormitorio. Comienzan a extenderse. La cama se estremece, la
mujer se erige y eleva sus manos al cielo. Las alas se abren por com-
pleto ocultando al hombre acostado bajo ella. Sus ojos se cierran a la
espera, saben que comienza a llegar, se mueven, se agitan, también
quieren gritar. De pronto se abren. Ambos iris expandidos y de un
color rojo sangriento, las pupilas se contraen en delgadas líneas ama-
rillas que parecen ver más allá del techo. Ven las estrellas, ven el uni-
116 | Purapalabra
verso, como nunca antes. La respiración agitada se vuelve cortada, se
transforman los gemidos en jadeos, los jadeos se vuelven desgarros en
la garganta. Un grito que comienza ronco se hace explosión y estre-
mece la casa. Sus dientes se muestran al mundo afilados y deseosos.
Durante unos instantes el mundo se hace eterno.
A 12.9 kilómetros de allí, alguien muere.
Abrazo
En el medio de la calle, en el momento en que cruzaba de vereda,
Pablo Soto sintió que la luz se posaba sobre él, de entre todos los
mortales que había en los alrededores. Hacía cerca de cuarenta días
que estaba nublado, tanto de día como de noche, lloviendo de forma
intermitente, pero no de manera incesante. Su última aparición había
sido un día domingo, ya lejano, en el que pasó desapercibido por casi
toda la población del país. Al igual que la luna de noche.
Ya comenzaban a surgir estudios sobre cuántos amores resultaron
truncos por no haber podido darse un beso a la luz de la luna. Y
cuántos paseos por los parques habían sido cancelados. El tema co-
menzaba a ocupar espacio en los noticieros, casi en misma cantidad
de tiempo que la fecha de fútbol o que los posteos en redes sociales de
los artistas de moda. Por eso, cuando el haz de luz y calor envolvió a
Pablo Soto en el momento en que cruzaba la calle por la mitad de la
vereda, se quedó quieto unos segundos, con los ojos cerrados, espe-
rando que la música apropiada suene en el ambiente. Cosa que nunca
ocurrió, salvo que la música que pensara fuera la de varias bocinas y
algunas ruedas que rechinaron en el asfalto, seguidas de varias putea-
das en dirección inequívoca a su persona.
***
–Quizá ahora seas una persona diferente –le dijo Carmen mien-
Purapalabra | 117
tras revolvía el café, pequeño, como sólo los restaurantes de firma
hacen.
–¿Qué querés decir con eso? –inquirió ahora Pablo.
–Nada, que ese haz de luz pudo significar una especie de purifica-
ción, como para que vuelvas a nacer... –Carmen hablaba y jugaba con
la cucharita dentro del pequeño pocillito de porcelana. Cuando ter-
minó de revolver el azúcar con la cuchara apenas sumergió la punta
del dedo índice, rozando el líquido. Lo levantó y repitió la escena,
sólo que esta vez llevó el dedo hacia sus labios. El detalle solía poner
nervioso a Pablo y esta vez no fue la excepción.
–Dejá de hacer eso –dijo al tiempo que vaciaba un sobre de azúcar
dentro de su tacita.
–Por ahí, Dios agarró y dijo “Este pibe merece otra oportunidad,
este pibe podría ser bueno acá, este pibe debería cambiar, este pibe es
un boludo, ¿qué hace cruzando la calle así?, no puede ser, tiene que
cambiar”, y mientras tanto se acariciaba la barba así –Carmen hacía el
gesto como si tuviese una barba larga y espesa, y la mirada achinada,
como prestando suma atención–, y justo apareció un ángel que le
traía el diario en el hocico –Carmen sorbió un poquito de café y
apoyó nuevamente el pocillo en el plato–. Mejor hacer que dure, esto
de gastar tanta plata en apenas granitos, me da cosa –dijo, y se soltó el
pelo atrapado entre su espalda y el respaldo de la silla. El color cas-
taño claro, casi rubio en las puntas, tendía a oscurecerse a medida que
llegaba al nacimiento de los cabellos.
–Tomá lo que quieras, si total invito yo –respondió Pablo, sin hacer
visible sus ganas de desenredar el pelo de Carmen con sus dedos.
–No es cuestión de aprovecharme de vos, querido –dijo Carmen–
pero es cierto que me invitaste vos, me sacaste de la cama, por lo tan-
to los gastos corren por tu cuenta.
118 | Purapalabra
–Quería hablar con alguien sobre lo de la luz, y pensé ‘¿quién es
la que no tiene nada que hacer?, no hizo falta que recordara tu nom-
bre que ya estaba marcando tu número.
–¡Qué bueno, sabés mi número de memoria! –se sorprendió
Carmen, al punto que juntó las palmas de sus manos frente a sus la-
bios, como si estuviese rezando. Abrió levemente la boca, dando un
mayor énfasis en su actitud–. Me pone recontenta eso.
–No sé por qué te pone tan contenta algo así –dijo Pablo antes
de comenzar a tomar su café.
–Es que vos sos un insensible, Pablo.
–¿Te parece que sea un insensible? –las palabras de Carmen lo
habían tomado por sorpresa. Sabía que eran ciertas, pero en ese mo-
mento no estaba preparado para escucharlo de la boca de su amiga.
Durante unos segundos miró por el ventanal del café a la gente que
pasaba por la vereda. Algunos iban más abrigados que otros, había
también quienes paseaban en remeras de mangas cortas. Carmen
llegó al bar vestida de pies a cabeza, con un gorrito de tela marrón, al
igual que el resto de sus prendas, un vestido que le llegaba hasta las
rodillas, botas, una remera negra y una chaqueta oscura. Los ojos
miel también estaban a tono con sus ropas y por unos segundos,
cuando ella entró, Pablo vio algo extraño en ellos, algo que no había
visto nunca antes, a pesar de conocerla hacía un tiempo.
–Sí, creo que sos un insensible y creo que vos me lo dijiste, ¿no?
–Carmen notó que su amigo había quedado por unos segundos sus-
pendido entre la gente de afuera.
–Puede ser... pero no sé si necesito que me lo recuerden todo el tiem-
po, ya lo sé –dijo Pablo yse hundió nuevamente en la realidad del café.
–Bueno, en todo caso eso es lo que más me sorprendió de lo que
te pasó hoy –arrancó Carmen–. No que haya sido algo poco común
Purapalabra | 119
o no, sino que te haya llamado la atención de esa forma. Y también,
en un punto, que lo hayas querido compartir conmigo –dijo mien-
tras mostraba una gran sonrisa, pero sin revelar sus dientes.
–Sí... sí, a mí también me sorprende eso –Pablo se abstraía ahora
en los ojos de Carmen, y notó que ella también se dio cuenta de ello–
o sea, eso, de que me pasó eso y de que me dio como no sé qué… co-
mo algo... así –intentaba justificarse el muchacho, gesticulando inú-
tilmente con las manos en frente suyo.
Pablo comenzaba a quedarse calvo. Hacía más de seis años que
había empezado a perder el pelo, luego de haberse ido a vivir solo,
dejando en el interior a su madre enferma de miedo y nostalgia por la
partida de su segundo hijo. Tenía un hermano mayor, Hugo, que
compartía con él el gusto por cierta música rock y la pasión por cier-
tas comidas. La mayor diferencia que había entre ambos era el color
de ojos. Hugo había heredado el celeste de su padre, fallecido víctima
de la leucemia hacía varios años, cuando ambos hermanos eran pe-
queños. Por otro lado, Pablo miraba la vida con unos ojos negros co-
mo el café. Su madre –ahora cuidada por una prima amorosa en su
casa del interior– tenía los ojos miel, casi como los ojos de Carmen.
–Te me quedaste mirando como si fuera un fantasma –le co-
mentó la chica, aún sin dejar de sonreír. Pablo sintió cierto nerviosis-
mo que se agitaba por su garganta, y bajaba hasta su estómago.
–¿Te parece? –intentó mostrarse indiferente, mientras vaciaba su
pocillo–. Puede ser que así sea –dijo ante la afirmación de Carmen
con su cabeza–. ¿Querés algo más?
–Esa pregunta abarca tantas cosas –Carmen había dejado su pos-
tura anterior y volvía a sentirse relajada, aunque nunca supo bien en
qué momento dejó de estar así.
–Tenés ganas de ir a dar una vuelta, no sé –propuso Pablo al darse
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cuenta que su amiga revolvía en su cartera. Buscaba las llaves de su
casa para tenerlas a mano.
–¿Te parece, bombón? –contestó sin dejar de urgar en el bolso.
–Sí, digo, no te vas a haber venido hasta acá para nada más escu-
char una boludez mía, decirme insensible, y tomarte un cafecito
minúsculo, ¿no?
–No, pero la verdad tengo cosas que hacer... aunque no me
vendría nada mal que me acompañes a casa –Pablo sonrió.
Cuando pagó la cuenta y se puso la campera de jean, ella lo tomó
del brazo y apoyó la cabeza en su hombro, en un gesto que le gustaba
tener con El. Le gustaba hacer eso con El, quizás porque El sabía cómo
abrazarla, cómo rodearla con sus brazos, cómo besarla, cómo acariciar
sus lugares deseados, cómo provocarle placer y hacerla saciar de elixir.
Cuando salieron del café, se dio cuenta que no era El, era tan solo
Pablo. Si bien no se apoyó en su hombro, siguió tomada de su brazo
en un gesto más de amistad que de amor. Es que le gustaba mucho
ser amiga de Pablo, quizás por la confianza que le provocaba su ma-
nera de ser, directo, y totalmente insensible para decir las cosas co-
rrectas en el momento, a veces, menos indicado, con el resultado que
diese la mayor efectividad posible en el otro.
Eso era ser simple, eso era lo que más le gustaba de Pablo. Que
podía ser tan simple como desenvolver una servilleta. Que podía ser
como ella soñaba con ser, aún ahora, a pesar de haber soñado mon-
tones de cosas desde pequeña y haber logrado muy poco. A veces se
enfrascaban con Pablo en conversaciones largas, riquísimas, que no le
provocaban a ella ningún deseo sexual, sino una comodidad enorme
y hasta cierta admiración. Pablo lucía un aspecto más avejentado, pa-
recía maduro, social y dulce, y todo eso que no era o que ella sabía
que no era.
Purapalabra | 121
“Para ser tan simple hay que haber sufrido mucho” pensaba Car-
men. Le despertaba cierta dulzura.
Caminaron varias cuadras, hasta que llegaron de nuevo al lugar
dónde se había producido el hecho con el rayo de sol. Llegaron a la
esquina precedente y el tránsito estaba cortado por dos patrulleros.
La cuadra entera estaba cerrada al tránsito, que se desviaba por las ca-
lles transversales. A mitad de cuadra seguía cayendo como cascada el
pequeño haz de luz, algo más claro que antes, quizás con menos
temperatura y en un ángulo distinto, con el sol más cercano al oeste.
Un grupo de varios chicos jugaban, saltando y pasando a través de él,
como si se tratase de un chorro de agua. Algunos policías los ad-
vertían, luego de un rato de dejar que se divirtieran. Un par de mó-
viles de televisión entrevistaban a quien afirmaba ser un policía vesti-
do de civil.
–... por lo tanto, el Gobierno de la Ciudad ha decidido cortar esta
avenida, que, si bien sabemos es muy importante para el tránsito, opa-
caba de alguna manera este hecho sobrenatural que se ha dado, con este
pequeño haz de luz que, como ustedes pueden apreciar, se ha posado
sobre la calle, dando al asfalto el privilegio de ser acariciado por la estre-
lla y fuente de toda vida que desde hace varios días decidió ocultarnos
su rostro, al igual que la luna, ¿cierto? Porque tampoco es cuestión de
olvidarnos de la luna, que no ha vuelto a contarnos sus secretos como
solía hacer en las noches que tenemos de no poder conciliar el sueño.
–Perdón oficial, ¿el tránsito permanecerá cortado aún en la noche?
–Afirmativo, los mandos policiales en conjunto han decidido
también mantener el corte de esta ruta para permitir el acceso de un
nuevo haz de luz, en este caso de la luna y en horario nocturno, si es
que también ocurre. En caso contrario, esperaremos a que amanezca
para ver si el sol sigue con su postura, o desiste de la misma.
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Pablo y Carmen pasaron cerca del tumulto de gente, cámaras y
micrófonos. Casi sin prestar atención al vallado, o a los chicos que
ahora habían armado un picadito con una botella plástica de gaseosa.
Luego de varias cuadras, Carmen se mostró sorprendida sobre lo bien
que se había expresado el policía, con un vocabulario casi correcto, y
hasta una prosa cercana a lo poético. Pablo retrucó que un policía
hablando de manera correcta ya era una contradicción, así que ima-
ginate un policía siendo poético.
Cuando llegaron al departamento de ella, Pablo reprimió enor-
memente las ganas de pedirle pasar, y la saludó con un beso y un pe-
queño abrazo, que duró más que de costumbre. Sintió su aroma por
primera vez en el día tan de cerca.
Ella se apartó y lo miró sonriente, mientras Pablo se concentraba
en sus ojos, y en su boca.
–¿Qué pasa? –dijo ella casi divertida.
–Nada... es que nunca había notado cuán hermosos son tus ojos
–respondió Pablo, poniendo una voz más grave que la habitual y
acompañando sus palabras con un leve movimiento de su mano que
acarició el contorno del rostro de Carmen.
–Mirá vos... primero el rayo de sol en plena avenida, ahora mis
ojos... quizás después de todo te hayan aflorado algunos sentimientos
–dijo Carmen, golpeando amigablemente a su amigo con el puño en
su pecho. Le dio un beso en la mejilla y saludó contenta, antes de en-
trar en su casa.
Mientras caminaba las cuadras hasta su propio hogar, Pablo se re-
petía las escenas del día y maldecía su suerte o su indecisión o su im-
paciencia o la bronca que sentía entonces. Carmen había ocupado
todos los rincones de su imaginación y de sus recuerdos de ese día, y
dejó todo lo demás a un costado.
Purapalabra | 123
Hasta que llegó a su casa, y vio sentada en el cordón de la vereda a
su prima amorosa, la que cuidaba a su madre, que lloraba desconso-
ladamente, con un pequeño bolso y un pasaje de micro entre sus ma-
nos. Recién entonces, Pablo recordó que había cruzado mal la aveni-
da, cuando el haz de luz caliente lo abrazó.
Bombas
–¿Pintores mexicanos? –preguntó Irene a su cuñada, María.
–Sí, una exposición linda, Orozco, Siqueiros y obviamente Diego
Rivera –dijo María.
–No conozco nada de eso yo –se sinceró Irene. Como siempre
que estaba en la casa tenía el cabello negro azabache atado en una co-
lita. Respondía dando la espalda a María mientras lavaba los platos
luego del almuerzo. María, mientras tanto, tenía entre sus brazos a
Nibaldo, el segundo hijo de Irene, pero el primero que tuvo con El
Flaco. Fue llamado así en honor a su tío, un marroquinero comunista
que traspasó a El Flaco su amor por el trabajo artesano y también sus
ideales políticos. Aunque El Flaco los había mezclado con una dosis
importante de religión católica. Nibaldo tenía el cabello enmarañado
y duro. Se le formaban remolinos y rulos que quedaban estoicos ante
cualquier intento desestabilizador del viento, zamarreo, juego o lo
que fuera. Sin dudas herencia paterna. Su presencia fue un motivo de
verdadero orgullo para la familia de El Flaco, una numerosa familia
de 4 hermanos y 2 hermanas que ya habían comenzado a recorrer sus
propios caminos. El niño llegó al mundo un 1 de mayo de 1972. En
medio de una guardia médica que parecía más un día normal dado
los constantes paros que se sucedían día tras día.
Irene y El Flaco se conocieron en un taller de marroquinería. Ella
llegó con su metro sesenta, el pelo recogido, la mirada sumisa y las
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manos ágiles para coser, así como un temperamento que mostraba
una enorme capacidad para hacerse notar como una persona suma-
mente servicial. También llegó con el pequeño Antonio a upa, un
niño de grandes cachetes y mirada tierna pero alejada, como si ocul-
tara cierto rencor. Sin dudas, herencia materna.
El taller marroquinero donde se conocieron Irene y el Flaco había
pasado de una temporada de felicidad interna a una depresión que
complicaba la visión a futuro de una familia en ciernes. Él seguía tra-
bajando, y ella se dedicó a cuidar de su familia. Ahora Irene estaba
embarazada de Sebastián, nombrado así por su abuelo paterno. Tenía
7 meses de embarazo cuando en septiembre de 1973, María le comen-
taba sobre la exposición de pintores mexicanos que se iba a presentar
en las próximas semanas. Mientras secaba la vajilla restante, Irene se
sentía completamente alejada de aquellos planes o salidas. Le ocurría
lo mismo con la política. Su estado de ánimo se basaba en esta nueva
familia, en sus hijos, en esta casa que habían conseguido construir en
los nuevos terrenos que varios vecinos habían conseguido en los últi-
mos años. La población en ascenso que estaban conformando ya
tenía varias casillas humildes y lindas casas en las que convivían veci-
nos que, años antes, no se hubieran podido ni acomodar cerca.
–Hoy vi al Lucho –le comentó otra tarde El Flaco a Irene. Ella
había puesto a freír unas tortafritas mientras él se servía un poco de
agua caliente en la taza con el saquito de té que ya había usado su mujer
un rato antes. –Iba caminando a esperar la micro. Me saludó de lejos.
Ya no tiene esa sonrisa de hace unos meses, pero sigue mirando al fren-
te. Cuando lo conocí no sabía otra cosa que mirar pá abajo. Chucha,
que le cambió la postura –dijo mientras Irene acercaba con sus manos
regordetas un plato con tres tortafritas sudando grasa. –También me

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crucé a Don crespo –añadió. –Sigue igual el viejo –dijo con cierto
desinterés mientras tomaba con cuidado una de las masas.
–Ese viejo siempre anda amargado –dijo Irene. –Siempre parece
que le andamos debiendo plata por cómo nos mira –completó.
El matrimonio supo pasar meses antes por una buena época.
Habían conseguido el terreno, Irene se dedicaba a la casa, El Flaco tenía
trabajo. Era un nuevo comienzo para todos, era un florecer de entu-
siasmo en las calles y era una explosión de júbilo en cada fábrica, po-
blación, colegio y barrios marginales que por primera vez creían tener al
alcance de sus manos algo más que la alegría del pobre. Por un instante
en la historia dejaron de mirar al piso para poder darse el lujo de mirar a
un futuro nuevo, mejor. Pero las dificultades ya habían comenzado a
ser moneda corriente. Paros, huelgas, productos que faltaban en unas
casas para ser presumidos por montones en otros. Rencores sociales
que volvían cada vez más fuertes, con mayor violencia.
La tarde en que María le habló a Irene sobre la exposición de pin-
turas llegó a su fin como cualquier otro domingo. Irene se acostó
pensando que le tocaría hacer aseo en la casa ya que el lunes a la no-
che seguramente irían a comer donde sus suegros y cuñadas. No era
algo habitual, pero bien era una buena manera de encontrar a la fa-
milia fuera de los domingos. Quizás podría preparar un poco de pan
amasado para llevar, aunque seguramente se quedarían a pasar la no-
che allí, donde siempre había alguna cama disponible, para evitar las
calles de noche por la violencia que se daba en los poblados más ale-
jados. De ser así incluso pensó que el martes podía preparar una rica
carbonada o una buena olla de pantrucas. Aunque también iba a
aprovechar para ayudar en la limpieza y una buena fregada de ropa
para que su suegra no tuviese tanta carga. Sin darse cuenta se quedó
dormida, mientras El Flaco continuaba con los ojos abiertos mirando
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la imagen de la virgen que tenía en la mesa de luz, junto a un velador
simple. Sobre la silla que tenia cerca de la cama estaban sus pantalo-
nes doblados casi prolijamente. Dentro de uno de los bolsillos había
una nota de su tio Nibaldo.
El Tío fue quien llevo a su sobrino a trabajar al taller de marro-
quinería donde luego conoció a la que sería la madre de sus hijos. El
hombre dejó su trabajo como artesano para dedicarse a otra profesión
bastante más peligrosa pero necesaria. Como miembro del partido
ahora gobernante había sido llamado a formar parte de la seguridad
de quien en su momento fue ministro del interior y actualmente se
desempeñaba como ministro de Defensa. Había recibido instrucción
militar en Cuba y finalmente encontraba cumpliendo un sueño: el de
acompañar un gobierno que sentía propio. Los últimos días, sin em-
bargo, su ánimo había cambiado, sus apariciones familiares eran es-
porádicas y se percibía en su semblante una inquietud que también
podía palparse en cualquier calle.
El lunes pasó, tal como Irene había pensado que sería, y llegó el
día martes. Con más alboroto que el habitual se levantaron a primera
hora de la mañana, tomaron desayuno de café con leche, pan amasa-
do y manteca. El Flaco se preparó para salir al taller, eran casi las 6.45.
Irene se disponía a comenzar a lavar ropa para luego pensar qué
podrían hacer de comida. Sebastián, el abuelo había ido temprano a
caminar para luego regresar con el diario. En la puerta fue que se en-
contró con su hijo y le dijo algo que desde la cocina no se podía escu-
char. Sin dar mucha atención Irene fue al patio con la tabla para co-
menzar a refregar unas camisetas y medias que se juntaban por mon-
tones. Vio venir a su marido, pensando que quizás había olvidado al-
go. Él se acercó al oído de ella, que sin apartar sus manos del jabón y
la remera, escuchó con atención el mensaje secreto. Luego se dieron
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un beso y continuó con su labor, mientras el hombre subió las esca-
leras para despertar a sus hermanas y luego buscar una radio que
había quedado en un cuarto de cachureos.
A Irene la panza de 7 meses parecía explotarle en cualquier mo-
mento, pero había encontrado una postura cómoda para seguir ex-
primiendo la suciedad de la ropa contra la tabla de lavado. Cuando
completó el segundo balde de ropa ya estrujada, pensó si no le con-
venía esperar a llenar otro para subir a tenderla. Sin embargo, quería
aprovechar el sol de la mañana para estas primeras prendas. Tenía ya
varios pares de calcetines, algunos calzoncillos, remeras blancas, algo
de ropa del niño más chico y de Antonio, que seguían durmiendo.
También se había encomendado con dos manteles de la casa que
había encontrado en el cesto de ropa sucia, tenía cierto don para dejar
los blancos relucientes. Decidió levantar los cubos y subir con ellos
rebasado a la terraza. Al enderezarse sintió un pequeño pinchazo en
la parte baja de su espalda, por lo que por un instante se apoyó de la
bacha. Se incorporó, se secó la transpiración de la frente y escuchó
desde dentro de la sala la voz de su suegro.
–De su hermano no se sabe nada.
Esperó unos segundos por si escuchaba la respuesta de la abuela
pero no llegó. O quizás no la pudo oír, la mujer hablaba siempre en
un tono de voz muy dulce. Enfiló para la terraza, subió los escalones
de cemento no sin cierta dificultad pero con la misma determinación
de una mujer de 22 años que lleva adelante una familia. Cruzó el pa-
sillo con las piezas con las puertas abiertas y desordenadas. Pensó si
tal vez no ayudaría a tener las camas luego y así llegó al claro de la te-
rraza donde los alambres cruzaban de punta a punta y los broches
colgaban a lo largo de ellos. Comenzó a colgar la ropa cuando es-
cuchó, desde el cuartito, ruido de estática y a su marido hablando en
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voz baja con sus hermanas. Se había sumado también su hermano
más chico, un adolescente muy apegado a él. Los otros dos hermanos
ya no vivían allí, pero ese día, más tarde, los encontraría reunidos a
todos. Desde donde estaba Irene solamente escuchaba el ruido roto
de la radio mal sintonizada, luego una especie de marcha militar que
se hizo más clara, hasta que de pronto un un silencio (un presagio), y
una voz que sabía conocida comenzó a hablar en un tono pausado y
calmo. Eran las 9 y 10 de la mañana.
El tiempo se detuvo. El viento dejó de soplar. La mañana parecía
haber entrado en un agujero negro. De pronto todo era una especie de
dimensión nueva en la que los movimientos son nulos, en la que pare-
ciera caer una sábana oscura sobre la luz del sol, una represa en medio
de un río, un espacio ingrávido que sin buscarlo encuentra su lugar
entre medio de todos.
Radio Corporación. Amargura. Decepción. General Rastrero. No
voy a renunciar. Lealtad del pueblo. La historia es nuestra. Trabajado-
res. Momento definitivo. El imperialismo. Modesta mujer de nuestra
tierra. Profesionales de la patria. Juventud, alegría, lucha. Hombre,
obrero, campesino, intelectual. Perseguidos. Siempre estaré. Grandes
Alamedas. Hombre libre. Vivan los trabajadores. Felonía. Cobardía.
Traición.
El Flaco salió del cuartito con el rostro de quien ha recibido un
disparo sin saber dónde. Había dejado a sus hermanas y su hermano
que se fundían en un abrazo tristísimo. Dio un par de pasos y vio a
Irene de espaldas a él, estaba colgando un mantel blanco que había
quedado impecable. Se acercó, apoyó su mano izquierda en su hom-
bro derecho, como buscando una reacción, casi como un niño que
tironea del delantal de su madre. Al dar ella vuelta su cara la vio em-
papada en lágrimas. Sollozaba como una niña, como nunca la había
Purapalabra | 129
visto, ni cuando la encontró a la salida del taller con su primer hijo en
brazos sin querer volver a la que era su casa. Su boca se había vuelto
una mueca triste, como la pintura de un payaso, y sus ojos se habían
achinado al mínimo. La panza enorme recibía su tristeza en un caudal
impensado para aquella mujer y en un acto instintivo ambos se abra-
zaron para acompañarse en el llanto. Estuvieron así unos minutos
que parecieron interminables.
No muy lejos de allí, en poco tiempo, comenzarían a caer las pri-
meras bombas.
La bolita celeste
Otra de las cosas que nunca supe hacer bien fue jugar a la bolita.
De chico siempre las terminaba perdiendo a manos de cualquier otro
que era experto, y ni tanto, en ese arte de saber medir distancias a ojo
de cóndor, empuñar la bolita entre los dedos y apuntar con cruel cer-
teza para, en algunas ocasiones, hasta llegar a partir la de su oponente.
No explicaré las reglas ni opciones de juego, pues las explica muchísi-
mo mejor Alejandro Dolina.
Cada vez que iba de mi casa a la escuela primaria con 6 bolitas en
el bolsillo, volvía a casa con 2, si es que había tenido la adulta sensa-
ción de “ya es suficiente”. Sino, volvía con el bolsillo liviano. Aún así,
mi padre, siempre llegaba con un par para que, quizás, entendiera
aquello de levantarme siempre y volver a intentarlo. Siempre termi-
naba dándome las nuevas bolitas mientras me miraba desde arriba,
como aceptando que ese consejo en formato de elementos de juego,
era una enseñanza que me iba a acompañar de manera inconsciente el
resto de mi vida.
Aunque al parecer nunca tuvo el efecto deseado, puesto que un
día cayó con u na bolsa de 50 bolitas de tres piques. Relucientes,
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dentro de esa red que me daba miedo romper. 50 bolitas de tres pi-
ques para mi. Era como cuando a mi compañero Nando le compra-
ron la camiseta oficial de Boca, la Adidas en los 80. ¿Para qué carajo
quería Nando una camiseta oficial de Boca si ni siquiera jugaba a la
pelota? Pero al ver esa cantidad de bolitas brillantes con sus tres pi-
ques de colores distintos, desparramadas en la cama después de abrir
la red, no podía no ser más feliz. Hasta que unos segundos después
me invadió el terror. Yo, el que tenía 50 bolitas nuevas de tres piques,
era horrible jugando a la bolita. Iba a perderlas todas en el transcurso
de una semana, no había otra salida. Sin embargo fui, al otro día, a la
escuela, con 6 de esas renovadas ilusiones en mi bolsillo. Lo conté en
el primer recreo, cuando me acerqué al canterito de tierra donde
crecía un palo doblado que nunca entendimos como árbol, casi a raz
del suelo, era el terreno propicio para desarrollar las batallas en las
que perdía cotidianamente (otra enseñanza inconsciente, tal vez).
Enseguida los buenos me desafiaron a jugar, casi a pedirme que les
entregara mis nuevos tesoros. Pero no lo hice. Me mantuve en no ha-
cerlo, encerrado en mi mismo por el temor a perderlas. No quería
apostar aquel regalo de mis padres. Y soporté la presión de aquellos
días. “No te animás”; “dale que está fácil”, “con nuevas seguro jugás
mejor” y otros anzuelos que no hicieron efecto. Al volver a clases,
Rodolfo, uno de los que jugaba bien, me pidió verlas. Sus bolitas
cambiaban constantemente, pero pocas veces tenía nuevas, lisitas,
brillantes y con las curvaturas perfectas. Tomó una y la miró a con-
traluz unos instantes. Enseguida metió la mano en el bolsillo de su
guardapolvo y me mostró no menos de 10 bolitas, muchas comunes,
lecheras, alguna tres piques que ya estaba pidiendo retiro, abollada.
“Te cambio una por 3”, avisó. Y ahí empecé mi colección.
Pasados dos meses tenía no menos de 200 bolitas. Había cuatri-
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plicado mi botín en base a intercambios. 3x1, 5x1, dos mías por un
bolón. Había llegado a tener un bolón, algo impensado. Mi padre,
orgulloso, creía en mis relatos de partidas memorables, de épicas ba-
tallas libradas bajo el palo que no era un árbol en las que yo apuntaba
con una rodilla apoyada en la tierra y disparaba como un Lee Harvey
Oswald sobre las demás pobres bolitas para luego, en una posición
completamente desfavorable, llegar al opi y apoderarme así de mis
nuevas posesiones. Pero ninguna de estas nuevas había sido ganada
en un partido. Todas fueron producto de la transacción económica.
Nunca lo vi como una trampa, si como una manera de sentirme,
quizás, un niño más en ese mundo que me era adverso.
Mis actividades comerciales ya eran legendarias. Habían llegado a
oídos de otros grados, y los más grandes, venían a hacer intercambio
también. En un hecho sin precedentes desembolsé 18 de mis preciadas
bolitas de tres piques nuevas por un bolón de acero. Fue mi posesión
más opulenta. Aquél bolón podía destruir cualquier rival. El mucha-
cho que me lo cambió era un bonachón de séptimo que fue abande-
rado y mejor compañero al finalizar ese año.
Sin embargo no fue ninguna de estas la mejor bolita. O al menos
la más querida por mí. No digo puntera, porque mi nula capacidad
de juego ni siquiera me llevó a desarrollar internamente esta jerarqui-
zación de mi propio ejército. Esta bolita fue mía en una mañana de
agosto.
Habíamos vuelto hacía poco de las vacaciones de invierno, pero
los fríos amenazaban con quedarse varios días más. Uno de estos, ya
en su última oleada, vino en un día horrible, encapotado desde tem-
prano, con temperatura negativa, llovizna fría que enfriaba el arran-
que de los autos y hacía peligroso los adoquines que todavía se deja-
ban ver por la calle Hernandarías en La Boca. Más de alguna madre
132 | Purapalabra
flaqueó de levantarse para llevar a sus hijos a la escuela, más de algún
hijo lloró desconsolado por favor quedarse en la cama. Esos días a mi
me gustaba ir al colegio. Al margen de que vivía a media cuadra, eran
días fuera de lo común, que se salían de lo normal. Dias excepciona-
les, en los que las pocas aulas activas eran un rejunte de varios grados,
en los que no había enseñanza sino divertimento. Días que las maes-
tras aprovechaban para hacer de la escuela completa su salón de au-
toridades. Esos días todo era más laxo, los recreos se alargaban, los
bancos se juntaban para desarrollar alguna actividad impensada, apa-
recían juegos de mesa de la dirección y nos dejaban tocar la campaña
en horarios errados. Si la cosa salía bien hasta podíamos ligar doble
merienda, que nos servía para cenar o desayunar al día siguiente. Pero
muchos podían llevar comida a sus casas, para hermanitos, como
Marquitos, que tenía una familia numerosísima. Era un año más chi-
co que yo y tenía 5 hermanitos más chicos, antes de entrar al colegio
ya iba a pedir meriendas de favor y ahora las porteras le guardaban
siempre una o dos. En estos días atípicos podía llevar incluso una
merienda para cada uno de sus hermanos.
Otro de los que fue ese día fue Rodolfo, quien aprovechó no para
pedirme un canje de bolitas sino para desafiarme en un ámbito en el
que no iba a pasar ningún tipo de vergüenza, pues éramos muy po-
cos. Fue la única vez que acepté y nos encaminamos en el segundo re-
creo al campo de batalla. No voy a entrar en detalles, perdí 12 bolitas y
una la partió de un pleno. Me secó, como solía ser. Nunca noté que a
esa amarga guerra habían asistido las dos compañeritas que también
se aventuraron al colegio en aquél día oscuro. Algo bueno debo ha-
ber hecho en aquél partido porque antes de entrar, una de las chicas
me tomó del brazo.
Era Natalia. Natalia y yo teníamos una especie de relación propi-
Purapalabra | 133
ciada por la buena relación entre nuestras madres, aunque nosotros no
creo que hayamos tenido real dimensión de qué demonios era lo que
hacíamos. Hoy en día, cuando quiero instalarme memorias de algún
tipo, la recuerdo como mi primer noviecita, aunque ese puesto no lo
ocupó nadie realmente hasta mis 22 años. Quizás por ese cariño auspi-
ciado o por algún gesto de real amor, Natalia me tomó del brazo, alargó
su mano y dejó caer sobre la mía algo frío, al mismo tiempo que me di-
jo “te la ganaste”. Nuestras pieles se rozaron y eso para mi fue una es-
pecie de condimento que realzó el sabor de la situación. Cuando vi lo
que tenía en mi mano derecha, sonreí. Era una bolita, lechera, hermosa,
perfecta. Parecía nueva. Era de color celeste y tenía trazos azules muy
oscuros que daban la sensación de tener un universo entre las manos.
Un universo de humo celeste contenido en una bolita. Esa sensación de
triunfo mezclado con satisfacción de mezcla de placer inocente, sexual,
la tuve solamente muchísimos años después.
En ese entonces estaba acostado al lado de la que era mi novia du-
rante 13 años, en su casa. Habíamos decidido convivir, más por im-
pulso mío, en la que fue la casa de sus abuelos. Allí, una noche, des-
pués de desembalar y acomodar libros, cds y objetos de cocina, nos
acostamos, sin hacer el amor y nos dormimos juntos como convi-
vientes por primera vez. Durante la noche me di vuelta en la cama y
me puse boca arriba. Ella a mi lado, dormitaba boca abajo. Como por
una acción natural, es decir sin buscarla ni preveerla, mi mano palma
abajo se encontró con su mano palma arriba. Ambas abiertas, ella
dormida, yo entre dormido. Como siguiendo el fuir natural de las
cosas, las manos se entrelazaron y se apretaron en una sola. Antes de
volver a dormirme recordé aquél roce de pieles y aquella bolita, her-
mosa, única, impensable, entre mis manos. Un universo allí, conmi-
go, al que podía sentir cerca.
134 | Purapalabra
Hoy han pasado varios años de ambas situaciones. Rodolfo creo
que es padre, un día me escribió por Facebook para saber si cambiaba
figuritas del mundial de Sudáfrica. Pero no somos ni siquiera amigos
por ese medio.
Con Natalia si, aunque perdimos el rastro y la amistad muchísi-
mos años antes. Ese año que me regló la bolita terminó el año escolar
y se fue al Santa Felicitas. Hoy es una gran abogada, siguiendo los pa-
sos de su madre, y creo que camino a ser jueza.
De Marquitos no supe nunca más nada.
Con quien fuera mi novia viví solamente por 7 meses, cuando me
pidió un tiempo y me volví a casa de mis padres. Luego volvimos a
salir por 8 meses más hasta que nuevamente me pidió estar sola un
tiempo y terminé pidiéndole cortar la relación que iba a cumplir 15
años en noviembre.
Lo único que permaneció inalterable todos estos años fue la boli-
ta. Aún la conservo, a veces la llevo conmigo en un bolsillo. Y cada
tanto, en un colectivo, en el trabajo, o cuando fumo, la siento entre
mis dedos, como para no extrañar esa sensación de que quizás, a ve-
ces, con suerte y viento a favor, hay cosas, de incalculable valor. Aun-
que quepan tan solo en la palma de mi mano. Y no hablo de posesio-
nes, de objetos, no tiene que ver con tener un botín, con sentirse
dueños, con una colección de más de 200 bolitas. Sino con el contac-
to, ese roce, ese apretón, ese sentir que al menos por un instante hay
algo real que está ahí, que te felicita o te permite ser parte de una co-
nexión única. Y que nunca, jamás, se va a ir de dentro de uno.

Purapalabra | 135
/ Guillermo Brennan
Aquí estuvo Hemingway
(en Madrid o en un cafetín de Buenos Aires)
Habían pasado varios años desde el último viaje largo juntos, pero
las bodas de plata ameritaban romper el chanchito y darse el gran
gusto.
Destino: España, más precisamente Madrid, donde alguna vez, de
soltero, Jerónimo (con J, como el que fundó Córdoba, no confundir
con Gerónimo con G, el indio de las películas de cowboys, ese era
otro), había estado de parranda alguna vez. Esta vez era distinto, un
plan, digamos cultural de un matrimonio que celebra un hecho im-
portante.
Y así fue, durante el día, museos y excursiones, que El Prado, que
El Escorial, que Toledo, que Aranjuez, un verdadero dechado de cul-
tura. Y por las noches, la cosa cambiaba bastante, noches madrileñas
de tapeo y vinos en bares.
Y lo que más los sorprendía era la cantidad de barcitos del centro,
y, sobre todo, que algunos exhibieran con orgullo un cartelito frente
a la barra con la leyenda “Aquí estuvo Hemingway”, llegando a la
conclusión que, o bien el gran escritor era un tremendo curda, o los
dueños de los bares unos grandes verseros.
Una tarde, después de almorzar, tarde, al estilo madrileño, a Julia
se le dio por recostarse un rato y Jerónimo, que no tenía sueño, dei-
dió salir a caminar un rato y le dijo que lo buscara en los barcitos de la
Plaza Mayor. Para ese lado se dirigía cuando al pasar por la puerta de
136 | Purapalabra
un bar, lo sorprendieron algunas cosas, primero, el bar era bastante
grande, no como los barcitos de parado que abundaban por la zona,
segundo, no tenía ningún cartelito que dijera “Aquí estuvo Heming-
way”, y tercero (y lo más importante), desde adentro salía un olor
que reconoció inmediatamente: era el mismo tufo reinante en aquel
bar de Suipacha y Marcelo T. de Alvear, al que llamaban “Cafetín de
Buenos Aires”, donde iban cuando se rateaban del colegio ¡cómo ol-
vidar aquel aroma rancio de bar viejo! Rara mezcla de café, cigarrillo,
alcoholes y baño sucio ¡inolvidable!
No pudo resistir la tentación, entró, se sentó al lado de la ventana,
pidió un café doble y fue inmediatamente asaltado por los recuerdos
de la adolescencia, olores, sabores y sobre todo hormonas.
Estaban en el antro cafetín los cuatro de siempre, Anita, el Galle-
go, Julia y él, y se habían rateado porque sí nomás. Bueno, en realidad
faltaba poco para terminar quinto año y bien podía ser la última vez.
Además el Gallego y Anita hacía un tiempo que estaban saliendo y
Julia y él estaban a punto del maravilloso y dulce pecado. Y todo es-
taba fenómeno hasta que de repente se abrió la puerta del bar y apa-
reció la figura siniestramente obesa de la profesora de matemáticas.
¡Qué cagada! Las chicas alcanzaron a huir despavoridas al baño, pe-
ro a ellos la gorda infame los pescó in fraganti y ahí nomás los encaró.
–¡Qué bonito, jóvenes! ¡rateándose! ¡esto va a llegar a oídos del
vicerrector inmediatamente!
Y lo que iba a ser una gran y exitosa rateada con mimos incluidos, ter-
minó con diez amonestaciones para cada uno. Por suerte las chicas zafaron.
La nube de sus recuerdos se disipó de repente con unos golpecitos
suaves en la ventana. Era Julia.
–Decime una cosa, hace media hora que te busco por todos los
bares de la Plaza Mayor y te encuentro acá pensativo como marmota!
Purapalabra | 137
–Perdoname, mi amor, pero ¿viste lo que es este lugar? ¡decime si
no te hace acordar al Cafetín de Buenos Aires! Además, no tiene el
cartelito pelotudo de “Aquí estuvo Hemingway”.
–Y, si, algo de parecido tiene, pero le faltan los billares y el humo
embriagador.
–¿Dónde querés ir a cenar hoy?
–Creo que a ningún lado, se me ocurrió otra idea, ahora que me
hiciste acordar del cafetín.
–¿Qué idea?
–Me acordé del día que estábamos en el cafetín, Anita, el Gallego,
vos y yo, y cayó la gorda infame e inmunda de matemáticas. Pensar
que Anita y el Gallego no se vieron más y nosotros llevamos veinti-
cinco años de casados.
–¿Y?
–Nada, que nunca voy a olvidar lo que pasó ese 22 de noviembre a
la noche cuando viniste a mi casa y mis viejos no estaban ¿te acordás?
–¡Cómo no me voy a acordar! ¡Si fue nuestra primera gran noche
de amor!
–Bueno, entonces te propongo que, en lugar de ir a cenar, volva-
mos al hotel, pidamos una botella de champagne, y reeditemos esa
noche de hace más de veinticinco años, nuestras bodas de plata ¿no?
Y esa maravillosa noche colgaron afuera de la puerta de la habita-
ción un cartelito que rezaba:
“Si viene Hemingway, no estamos, que nos busque por los bares,
por favor”.
Olla negrita
Las cacerolas tienen, sin duda, una presencia muy importante en
la vida humana. Mucho se debe haber escrito a sus tipos, formas y
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utilidades, pero poco acerca de sus personalidades, que las tienen bien
definidas y son de todo tipo.
Puede decirse, a manera de ejemplo, que las hay bondadosas y
malvadas, joviales y tristonas, divertidas y aburridas. Se podría escri-
bir un voluminoso compendio acerca de la psicología cacerolil.
Mas hoy, mis queridos lectores, quisiera referirme a una muy especial:
mi vieja olla de hierro negro. Se trata de una muy antigua olla, caracteri-
zada por tener un carácter sumamente fuerte, capaz de asustar a más de
un guapo. Pero en el fondo reboza de ternura, se hace la mala, pero es
más buena que el quáker (bueno, a mí nunca me gustó el quáquer)
Yo, cuando la miro fijo, inmediatamente me siento envuelto en
aromas, sobre todo de guisos, de esos guisotes capaces de resucitar a
un muerto. Además, viene cargada de la bondad de mi abuela, que
hacía maravillas con ella, de la mala onda de mi vieja, a quien no le
gustaba un corno la cocina, y, por qué no, de mi locura gastrocreativa
de cocinar sin recetas, porque para qué quiero recetas si Catalina me
las susurra al oído, con todas las combinaciones de ingredientes en su
proporción justa.
Perdón, olvidé aclarar que Catalina es mi vieja olla, yo la llamo así
en la intimidad, cuando estamos los dos solos.
Varias veces llegué a pensar seriamente en proponerle matrimo-
nio, aún corriendo el riesgo de que me tomaran por loco, pero desistí
ante el temor de ser rechazado, cosa que sería francamente insoporta-
ble para mí. Por eso decidí que lo mejor sería seguir siendo amigos
hasta que la muerte nos separe.
Peregrino
Podría decirse que había sido de todo y que habitó distintos
cuerpos y formas desde el principio de los tiempos. Fue musgo, plan-
Purapalabra | 139
ta carnívora, distintos animales y una gran variedad de seres huma-
nos. Fue Gilgamesh y Zoroastro, Aristóteles y Jesús, Leonardo y
Einstein, Hitler y Trotsky, Tereshkova y Armstrong.
Vio todos y cada uno de los fenómenos naturales y artificiales de éste y
de otros mundos. Conoció amores celestiales y odios infernales. Ya pensó
que nada le quedaba por descubrir, salvo lo desconocido, yel milagro.
Esta vez estaba solo, muy solo, no estaba Virgilio para acompañarlo
en su viaje de escalada hacia la cima. El camino era arduo y empinado,
la montaña fría de silencio y soledad, pero sobraba la voluntad de em-
prender ese viaje sin objetivo claro. Para alguien que había vivido el di-
luvio y reinado en Uruk, cualquier desafío podía ser victoria.
Treinta y tres días hasta llegar al primer refugio, escalando sobre la
muerte de los antiguos, sumerios, babilonios egipcios, aztecas, incas,
romanos, melanos, cushitas, drádivas y houtaomugas. El refugio es-
taba vacío, había que seguir subiendo entre nubes de incertidumbre.
Treinta y tres días viendo el dolor fue su periplo hasta el segundo
refugio, esta vez, entre nubes que fueron desde oscurantismos ecle-
siales y guerras de conquista y humillación, hasta el descubrimiento
de las maravillas de la ciencia, pasando por algunas glorias espiritua-
les. Cuando llegó, con ansias de encontrar la paz, se desconsoló al ver
que este refugio también estaba vacío.
Otros treinta y tres días le llevó llegar a la cima de la montaña, y
esta vez, lo que vio lo llenó de dolor, horror y también de esperanza.
Fue testigo de las peores masacres de la humanidad, del odio en una
forma que nunca había imaginado, del uso de la maravillosa ciencia
para la destrucción, pero también para que estos pobres humanos
infelices pudieran soñar con otros mundos, acaso mejores.
Y por fin llegó a la cima, y esta vez no estaba solo, Virgilio lo esta-
ba esperando.
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–¡Peregrino! ¡Por fin has llegado! ¡Llevo todos los siglos esperándote!
–Es que, Virgilio, el derrotero ha sido arduo y escarpado, plagado de
las peores miserias humanas. Ahora dime ¿cómo continuaremos el viaje?
–Peregrino, el camino recién comienza, bajaremos al infierno y
subiremos nuevamente buscando, siempre buscando.
–¿Buscando qué, Virgilio?
–Buscando la utopía, Peregrino, la utopía.
(Que el Dante me perdone)
El gitano Ivanoff
–Llegué tarde, che, ¡un quilombo el tráfico! ¿Se sabe cómo fue?
–Por lo menos primero decime buenas noches, después, si querés
te cuento lo que sé.
–Tenés razón, Roberto, buenas noches, perdóname, pero es que
todo esto me tomó por sorpresa ¿qué pasó?
–Y¿no ves? Pasó que Ivanoffestá muerto ¿no lo ves en el cajón, gil?
–¡Más vale que lo veo! ¡lo que te pregunto es cómo llegó hasta el
cajón! A propósito, está elegante el finado, lo vistieron bien, con las
mejores pilchas. Además, tuvieron la delicadeza de dejarle la boca
sonriente, ¡parece un angelito con su nueva dentadura de porcelana!
Pero me estoy yendo por las ramas ¡contame qué pasó! ¡no puedo
más de angustia!
–Y… pasó que Ivanoff venía manejando el Mercedes a los pedos
por el camino de ripio, como siempre que salía de encamarse con la
rubia y tenía que volver a su casa antes que Delia lo reventara a pata-
das, y lo demás, como todo, son suposiciones mías, vos sabés que a
los gitanos nos gusta fabular un poco. Y otro poco me lo dijo nuestra
bruja Eulalia, y ella adivina todo ¿viste?
–Bueno, pero, decime ¿qué carajo pasó?
Purapalabra | 141
–Como te dije, Ivanoff venía manejando a los pedos, sacó una
mano del volante para ponerse los anteojos y contemplar en el espeji-
to retrovisor su dentadura de porcelana nueva, resultado, se hizo
bosta contra un árbol. Y ahí lo tenés, en el cajón, ¡pero sonriendo con
sus malditos dientes nuevos!
–Bueno, ¡los dientes no tienen la culpa, che!
–¿Cómo qué no? ¡Esos son dientes malditos desde su origen!
–¿Su origen?
–Qué ¿no sabés la historia?
–No, para nada.
–Ahora te vas a enterar y vas a entender por qué esa dentadura
está maldita. Me enteré por la bruja Eulalia de la historia.
–¿Y cómo fue la historia?
–El asunto es que Ivanoff, para pagarse la dentadura nueva de
porcelana tuvo que vender los dientes de oro que tenía ¡terrible!
–Yo no le veo nada de raro, es un simple negocio. Y nosotros los
gitanos, de negocios sabemos un montón.
–No, Roberto, ¡lo terrible fue el origen de los dientes de oro de
Ivanoff!
–¿De qué me hablás?
–¿Te acordás del finado Jorge?
–Si. El que se pegó un tiro hace veinte años ¿qué tiene que ver?
–Que de ahí sacó Ivanoffla plata para sus dientes de oro.
–¿Cómo?
–Fue así ¿te acordás que a Jorge lo velaron en la casa, bueno, al ve-
lorio, Ivanofffue dos veces.
–¿Dos veces?
–Si, la primera vez, después de saludar a la viuda y estar un rato
contemplando el fiambre, quedó medio enloquecido.
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–¿Por?
–Porque a Jorge lo habían puesto en el cajón con su mejor sonrisa
y relucían todos los dientes de oro que tenía, Ivanoff enloqueció y
decidió que volvería a la noche.
–Y ¿volvió?
–¡Si! ¡volvió con una tenaza en el bolsillo!
–¿Una tenaza?
–¡Si! ¡una tenaza! Y en un descuido, a las cuatro de la mañana,
cuando no había nadie en la habitación, ¡le arrancó los dientes al
muerto!
–¿Y qué hizo?
–Los vendió, y, con la guita que sacó se hizo los dientes de oro
que tenía él y que vendió para hacerse los de porcelana ¿te das cuenta
por qué te digo que su dentadura estaba maldita?
–¡Qué barbaridad! ¡esperemos que no se corra la bolilla! ¡bastante
tenemos en nuestra comunidad con que andan diciendo que vende-
mos autos robados y nos afanamos los chicos como para que ahora
digan que nos choreamos los dientes de oro!
El demonio del celular
Es por todos sabido que hoy en día estamos en una relación de
dependencia con el aparato siniestro denominado celular. Lo de ce-
lular aparece como una denominación extraña, dado que el elemento
mencionado carece de células, por lo menos humanas. Lo de siniestro
puede pensarse que es una apreciación personal, pero distintas teorías
se han desarrollado al respecto. Luego nos ocuparemos de ellas con
mayor detenimiento.
Para comenzar, diremos que lo que en un principio era un tímido
telefonito pequeño y portátil que servía para entablar una conversa-
Purapalabra | 143
ción a distancia o enviar y recibir mensajes, se transformó en un vil
ser diabólico que ocupa gran parte de nuestro mundo interior y sabe
más de nosotros que nuestros seres queridos u odiados.
Pero pocos se han puesto a pensar en la parte humana de este
aparato, aspecto que han observado solamente pocos científicos.
El famoso psiquiatra alemán Otto Von Siemens, en su ensayo
“Anatomía neurológica del Samsung”, explica que el citado engendro
posee ciertos aspectos interesantes, y cito textualmente “Este coso es
maldito y piensa”. Preguntado el especialista acerca de tal asevera-
ción, respondió que está demostrado que estos demonios tienen no
sólo la virtud de pensar, sino que también han desarrollado la capaci-
dad de sentir.
Ante la requisitoria de una explicación acerca de los sentimientos
del aparato, el científico sólo dijo que los mismos eran de profundo
odio hacia la especie humana, lo que llamó “execración transistoriza-
da”, sin dar más explicaciones. Lamentablemente, Von Siemens se
suicidó poco tiempo después, tragando siete baterías y cuatro chips
de memoria.
En mi opinión, considero que mi Huawei GW, de apariencia
inofensiva, me odia profundamente a pesar de mi buen trato para
con él. Es así que me despierta en la mitad de la noche, sintoniza la
radio como el culo, me da mal la temperatura, hace mal las cuentas,
saca fotos fuera de foco, me dice que no tengo un mango en el banco,
la linterna no alumbra un carajo, y un montón de tropelías de toda
laya.
Pero lo peor es que es un terrible alcahuete, que sabe siempre
dónde estoy y le avisa a mi esposa cada vez que me voy de joda, eso no
se hace, ¡malparido aparatejo!
Pero, volviendo a la apreciación científica, el renombrado inge-
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niero electrónico y psicólogo social ruso Boris Davidovich Bronstein,
sostiene que el nefasto dispositivo posee la capacidad de leer los pen-
samientos, aún aquellos más ocultos en el subconsciente. Esto lo des-
cubrió cuando el nefasto le comunicó a su esposa, mediante una aso-
ciación ilícita con el celular de ella, la relación prohibida que man-
tenía con un marinero ucraniano.
Yo, volviendo a lo personal, pensé varias veces seriamente en des-
truirlo o tirarlo a la mierda, pero el bicho se ha hecho tan indispensa-
ble, que no pude hacerlo por temor a no poder ni siquiera ir al baño
sin él, y, hablando de ir al baño, es de hacer notar que, por esta cos-
tumbre hemos perdido brillantes obras literarias de anónimos grafi-
teros del tipo “en este lugar sagrado…etc.”. También se me ocurrió ir
a la empresa y comprar un artefacto afín, con el objetivo de lograr
que se pusieran de novios y me dejaran de joder, pero deseché la idea
teniendo en cuenta la mala experiencia del científico ruso con la aso-
ciación ilícita celular, una verdadera cagada, se confabularían y me
harían la vida imposible.
El reconocido antropólogo y filósofo cordobés Restituto Izquier-
do, sostiene claramente que esto elementos son “bicho e´mierda, re-
culiadazos y jueputas”, sin dar mayores explicaciones de los motivos
de tal afirmación, pero es claro que alguno de estos seres le hizo algu-
na trapisonda.
Todas estas cosas no sucedían con los antiguos pero bellos teléfo-
nos negros de Entel, aparatos nobles con los que uno solamente se
enojaba y puteaba cuando no funcionaban, por más que esto era fre-
cuente. Bueno, no tan frecuente como cuando dejaron de ser del es-
tado por obra y gracia de Méndez y Maryjuly (tocar izquierda/o).
Estos nobles aparatos no tenían alma diabólica, aunque pensán-
dolo bien, algo tenían, no ellos, pero existían las operadoras telefóni-
Purapalabra | 145
cas, viles almas que se instalaban en el medio de las conversaciones,
vaya uno a saber con qué finalidad, y cometían toda clase de atrope-
llos a la intimidad de los seres humanos, similares a las que nos some-
ten los viles, nefastos, execrables, alcahuetes, hijos de mil millones de
putas celulares.
Un crimen pasional en mayo de 1982
–Después de haber pasado revista a todos los detalles de lo ocu-
rrido hoy en el teatro de operaciones, vamos en directo con nuestro
móvil de exteriores en la estación Constitución ¿me escucha, Eche-
verría? ¿Cuáles son las novedades del hecho acaecido?
–Lo escucho claramente, Gómez Fuentes. Le informo a usted y a
los televidentes que aquí se ha hecho noche cerrada, la temperatura
ha descendido, hay poca gente, salvo los curiosos y solamente se oye
el ruido de la lluvia en los techos de chapa del techo de los andenes.
–Está bien, Echeverría, pero lo que los televidentes quieren saber
es qué se sabe del luctuoso hecho que tuvo lugar en Constitución.
–Poco y nada, Gómez Fuentes, el hermetismo de la policía es to-
tal, solamente se sabe extraoficialmente que dos personas fueron ase-
sinadas y se encuentra detenida una mujer, supuesta autora del he-
cho. Las puertas de la delegación de la Policía Federal Argentina están
cerradas, y, como ya le dije, el hermetismo es total.
–Correcto, Echeverría, en cualquier momento volveremos a esta-
blecer contacto con usted, mientras tanto, queridos televidentes, va-
mos a un corte y recuerden que ¡estamos ganando!
Ya son las seis de la tarde y Clara que no viene, espero que llegue
en el próximo tren, si no, va a ser corta la cosa, si llego a casa después
de las diez, Julia me revienta. Hace una semana que espero este poco
tiempo de mimo, espero que llegue pronto.
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–¡Carlos! ¡mi amor! ¡que quilombo! El tren se quedó como
quince minutos en
Temperley y no arrancaba más.
–Bueno, mi vida, no te hagas problema, lástima que ahora tene-
mos poco tiempo, nos va a dar solamente para tomar un café, pero lo
importante es que estamos juntos.
–¡Claro! ¡el señor tiene que ir a su casita con su mujercita! ¡y a mí,
que me parta un rayo!
–Por favor, Clarita de mi alma, no peleemos, vos sabés como son
las cosas, ya vendrán tiempos mejores.
–¡Tiempos mejores decía una vieja, mientras zurcía un forro!
–Calmate, Clara, vamos al bar a tomar un cafecito, dale…
–Ferrocarriles Argentinos informa que todos los ramales del tren
Roca se encuentran suspendidos hasta las cero horas del día de la fe-
cha, sepan los señores usuarios disculpar las molestias ocasionadas.
–¿Oíste, Carlos? ¡suspendieron los trenes! Ahora ¿qué hacemos?
–Mirá, Clarita, no hay mal que por bien no venga, se me ocurrió
algo, voy a un teléfono público, llamo a casa, y le digo a Julia que no
vuelvo esta noche ¿tenés un cospel?
–Si, tomá, pero ¿qué carajo le vas a decir?
–¡Le voya decir que hubo una razzia yestoyen cana! ¡eso le voya decir!
–¡No te lo va a creer! Y ¿qué vamos a hacer?
–¿Nosotros? ¡nos vamos a un telo toda la noche!
–¡Ves! ¡para lo único que me querés es para coger!
–No, mi amor, vos sabés que no es así, ahora esperame que hago
la llamada y después ¡nos entregamos al amor!
–Está bien, pero ¡ni se te ocurra llevarme a uno de esos telos in-
mundos de por acá que están llenos de putas en la cuadra y deben es-
tar llenos de ladillas! ¿oíste?
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–Si, mi dulzura, quedate tranquila que la vamos a pasar muy bien
¡te lo juro!
¿Qué hubo una razzia y está en cana? ¿éste se cree que soy pelotu-
da? ¿Qué está en cana por política? ¡si en la puta vida pisó una Uni-
dad Básica! ¡ah no! ¡yo me tomo un colectivo y me voy a Constitu-
ción! ¡yo sé por dónde debe andar! ¡y si lo agarro con esa, los reviento
a los dos! ¡como que me llamo Julia y mi nombre de guerra es Furia!
–Ahora, queridos televidentes, luego de apreciar los grandes lo-
gros de nuestras gloriosas tropas, volvemos nuevamente con nuestro
móvil en Constitución ¿me escucha, Echeverría?
–Si, Gómez Fuentes, aquí sigue la incertidumbre, pero estoy con
el cabo Gutiérrez, participante del operativo quien ya tiene puestos
los auriculares y ha aceptado conversar en vivo y en directo con usted,
adelante, Gómez Fuentes.
–Cabo Gutiérrez, mucho gusto, dígame ¿qué ha ocurrido?
–Hola, Gómez Fuentes, vea, aquí se produjo un lamentable hecho de
sangre, con dos occisos, un femenino yun masculino yunapersonadetenida.
–¿Algo ligado a la subversión, cabo?
–No, Gómez Fuentes, aparentemente ha sido un hecho tipificable
como crimen pasional.
–¿Y cómo se sucedieron los hechos, cabo?
–Por lo que se pudo establecer, la femenina detenida sorprendió a
la pareja ultimada en circunstancias de proceder a ingresar a un esta-
blecimiento de los llamados albergue transitorio, los increpó, éstos
huyeron hacia la estación, pero la furibunda atacante los alcanzó y
efectuó dos disparos de arma corta de grueso calibre que impactaron
de lleno en las víctimas, causando su deceso en forma inmediata.
–Muchísimas gracias, cabo Gutiérrez, es muy bueno para la socie-
dad saber que tenemos fuerzas de seguridad que velan por nosotros.
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–Bueno, queridos televidentes, con esta información damos por
terminada nuestra labor periodística de hoy. Y recuerden que ¡gracias
a nuestras fuerzas armadas, estamos seguros y ganando!
Diariero políglota
Y ahí va otro domingo más, como todos en mi vida. Levantarme a
las dos de la madrugada, tomar unos mates y al kiosco a vender los dia-
rios que cada día están más caros y por culpa de la puta internet la gen-
te cada vez compra menos, y me cago en el que inventó esa mierda. Pe-
ro no hay más remedio, hay que yugarla, porque si no, nos morimos de
hambre, y por mí y Lola, podríamos, pero los pibes no, con los pibes
no se jode. Lo único que espero es que el zángano de Alberto tenga ya
los diarios armados y me haya dejado un par de facturas, así, mientras él
sale al reparto yo por lo menos puedo tomar algo.
–Buen día, Alberto.
–¡Jorge! ¡buen día! ¡me vas a querer matar!
–¿Por?
–Porque no hice a tiempo de armar los diarios, llegaron medio
tarde y…
–¡Dejate de joder! ¿qué me venís con que llegaron tarde! ¡seguro
que te quedaste pelotudeando con algo! ¡o con alguna!
–¡Te juro que…
–¡No me jurés pavadas que te vas a ir al infierno! ¡caradura! Bue-
no, no te calentés, armamos los diarios y te vas a repartir ¿dejaste al-
guna factura o te las morfaste todas?
–¡No! ¿cómo no te voy a guardar! Además los diarios para el re-
parto ya están armados, así, si querés yo me voy a repartir y vos ,
mientras tanto, podés tomar un cafecito que tengo calentito en el
termo.
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–Haceme un favor, Alberto querido ¡tomáterlas de acá antes que
me caliente! ¡repartí los diarios! ¡y cuando vuelvas vamos a hablar se-
riamente! ¡chau!
Bueno, menos mal que se fue, por lo menos me dejó dos media-
lunas, el roñoso, y además medio termo de café frío ¡hijo de mil
putas! ¡ya casi cartón lleno!
¡Uia! ¡qué minón! A esta hora y vestida de fiesta, esa rubia viene
de joda seguro,
¡Encima viene derechito para acá!
–¡Urffolken dietrich under saken derber duken!
–¡A la mierda! ¿en qué habla la cosa esta? A ver… voy a probar en
inglés…
–¿Du iu espic inglis?
–Infroten drmufvorken.
–¡No te en tien do un ca ra jo!
Menos mal que ahí viene el tarado de Alberto, por ahí el nabo le
entiende algo.
–¡Jorge! ¡no se te puede dejar solo! ¡presentame a tu amiga!
–¡Callate, boludo! ¡es una extranjera! ¡no sé en qué carajo habla!
¡probé en inglés y no me entiende, la bruta!
–¿Probaste en francés?
–¡Yo no sé francés, gil!
–¡Yo sí!
–A ver ¡probá si sabés!
–Madmuasel, ye sui aryentín ¿vu sé francé?
–Isch von cupermeiten volquen stromberg
–Meparecequetampocoentiendefrancésestamina¡quéhacemos, Jorge?
–¡Qué se yo, boludo!
–Deuschland origin mi a le ma nia.
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–Parece que dijo Alemania ¿será?
–A ver… ¿Iu ar a le ma na?
–Ia, a le ma na.
–Estar iu, a le ma na, per di da?
–¡Isch volken per burger! ¡Pilsen!
–¿Pilsen? ¿burger? Para mí que no está perdida, esta parece que
quiere otra cosa, tipo una birra y hamburguesa.
–¡No, bolas! ¡debe ser otra cosa! ¡mente podrida! ¡dejame a mí!
Iu, a le ma na ¿donde ir?
–¡Ich bocaiuniors! ¡bocaiuniors!
–¿Ves, salame? ¡a mí me entendió! ¡es bostera como yo! ¡entre
bosteros nos entendemos!
–¡Qué te va a entender, tarado!
–¿Qué no? ¡fijate! Iu, a le ma na ¿querer gou tu Boca juniors cancha?
–¡Ia! ¡ia! Ich querer Boca Juniors cancha!
–¿Ves que hablando se entiende la gente? Vamos a hacer una cosa,
vos te quedás en el kiosco y yo me la llevo en taxi a la cancha de Boca
y todos felices, eso sí, aguántame un poco de guita para el viaje.
Y me cagó nomás, se fue en taxi con la mina alemana a la Boca, me
sacó la guita y me dejó de clavo en el kiosco. Cosas de la maldita glo-
balización, digo… ¿tu bi o no tu bi?
Mesa de luz poseída
Hacía una semana que se despertaba a las cuatro en punto de la
madrugada, ni un minuto más ni uno menos. Y lo peor era que no
sabía por qué y eso lo ponía medio loquito ¿viste? Ya estaba medio
podrido con el tema, y entonces no tuvo mejor idea que tomar la ini-
ciativa y puso el despertador a las cuatro menos cinco para estar des-
pierto cuando sucediera el artero atentado que lo estaba torturando.
Purapalabra | 151
Se acostó y no se podía dormir, finalmente, se clavó una pastilla de
esas que duermen a un caballo y se durmió nomás. A las cuatro me-
nos cinco sonó su despertador y ya empezó a putear, hasta que se
despabiló un poco y recordó su plan maestro. Se sentó en la cama,
prendió un cigarrillo y esperó impaciente, pero medio atontado.
A las cuatro en punto, ni un minuto más ni uno menos, saltó de
la cama aturdido por un estruendo indescriptible, seguido de un
zumbido ensordecedor. Parado y medio estúpido por el ruido y la
pastilla, miró para todos lados hasta que descubrió el origen maldito
de su despertar agónico: todo provenía del interior del cajón de su
mesa de luz. Habiendo dilucidado el misterio y sintiéndose un bri-
llante detective, se dispuso a eliminar al emisor del sonido diabólico.
Ante la posibilidad de encontrarse con algo monstruoso, fue hasta
la cocina y se calzó los guantes de hule amarillos. Ya envalentonado,
tiró con todas sus fuerzas de la perilla del cajón. Ante su sorpresa, el
mismo no se abría, evidentemente estaba atascado con algo siniestro.
Abrió el placard y sacó todas sus herramientas, probó haciendo pa-
lanca con un destornillador, después con un formón, más la maldi-
ción era tal, que el cajón permanecía indemne.
Ya fuera de control, arremetió contra el demoníaco cajón con un
martillo, después con una maza, pero nada, esa inocente mesita, eviden-
temente estaba embrujada por un poder oscuro. Perdió completamente
los estribos, levantó la abominable mesa y la arrojó por la ventana.
Se sintió aliviado, mas fue un alivio pasajero, cuando se asomó y
vio que a pesar de haber caído desde el tercer piso, la monstruosa
mesita de luz estaba entera y aparentemente sin daños, su desespera-
ción fue total. Ya completamente fuera de sí, decidió que debía ter-
minar con esa maldición a como fuera lugar, entonces, casi sin pen-
sarlo y mucho menos vestirse, salió de su departamento, bajó por la
152 | Purapalabra
escalera y encontró, para su sorpresa que junto al infernal mueble se
encontraba un agente del orden, quien, al verlo desnudo en plena
noche de invierno y con el rostro desencajado le espetó:
–¡Alto ahí! ¡identifíquese!
–Eh… yo… Carlos… mi mesita… agente…
–¡Agente, las pelotas! ¡Soy el oficial Ramírez! ¡muéstreme sus do-
cumentos!
–Es que no tengo… verá… la mesita…
–¡Ya sé que no tiene documentos, imbécil! ¡cómo va a tener do-
cumentos si está en pelotas en la calle a las cuatro y media de la ma-
drugada! A propósito ¿qué carajo hace en bolas en la calle a las cuatro
de la madrugada? ¿y qué mierda es esta mesita de luz que casi me
parte la cabeza recién?
–Yo le voy a explicar agen… digo, oficial Ramírez… sucede que…
–¿Qué carajo sucede, imbécil? A ver, empiece a explicar, porque
acá veo algo muy raro, a ver dígame ¿está drogado usted?
–¿Yo drogado? No, oficial, le voy a contar, lo que pasa es que la
mesita está embrujada y entonces me tomé una pastillita para dormir
y me puse el despertador a las cuatro menos cuarto, ni un minuto
más ni menos, y entonces…
–¡Entonces nada! ¡usted lo que está es repasado de falopa o esca-
bio! ¡me va a tener que acompañar a la comisaría vecinal!
–¡Pero la mesa está endemoniada!
–Sí, la mesa está endemoniada, ¡y yo soy Gardel y mi señora Gra-
ciela Alfano!
–¡Usted no me entiende! ¡se lo digo en serio! ¡está embrujada!
¡poseída1 ¡hace ruidos raros!
–¡Si, yo también hago ruidos raros cuando le parto la cabeza con
el bastón a tarados como vos!
Purapalabra | 153
/ Inés Rita Monserrat
Soy como soy
Yo soy una persona con capacidades diferentes, no veo muy bien y
tengo algunos problemas en la marcha.
A pesar de ello, nada me impidió tener desde muy pequeña la be-
lla vocación por la escritura.
Mi seudónimo es Nina.
Espero que puedan disfrutar del mágico y maravilloso placer de
volar mientras leen mis palabras. ¡Sí! sólo volar con la imaginación
que pueden ser las alas no visuales de cada persona.
La escritura en mí
La escritura es mi manera
de encontrar tranquilidad
cuando mis sentimientos
afloran.
La escritura me acompaña
a todos lados.
Le da la paz que necesita
mi alma.
La hace disfrutar y relajarse,
y vivir la vida sin tanto pensar.
La escritura es mi cable a tierra,
es el alimento de todo mi ser.

154 | Purapalabra
La escritura es mi cable a tierra,
y con ella mis miedos puedo vencer.
La escritura me divierte,
vuela muy alto mi mente.
La escritura es mi pasión,
libera mi creación,
mis dedos bailan cuando escribo
al ritmo de mi corazón,
y con el canto de las aves
llega mi inspiración.
Quiero compartir con todo el mundo
cuentos, escrituras y relatos.

Purapalabra | 155
/ Laura D’Orazio
La denuncia
Mire, vengo a hacer una denuncia… sí, sí, aquí están mis docu-
mentos. Me llamo Blanco, Blanco José Alberto, tengo ochenta y cin-
co años, casado, bueno, ahora viudo, porque mi mujer hace dos años
murió, fíjese usted qué fatalidad, después de toda una vida juntos,
nos conocimos en el barrio, éramos vecinos desde chicos y después
del secundario nos casamos, siempre juntos criamos a los hijos que
después se fueron al extranjero, por esto de que aquí no hay trabajo,
así que volvimos a estar solitos los dos.
Bueno sí, esto no tiene nada que ver con la denuncia pero yo
quiero explicarle bien porque el problema viene desde hace mucho
tiempo, cuando estaba viva mi Adela. Ella no me dejaba venir, decía
que poner una denuncia era cosa de mal vecino, que teníamos que
hablarlo con él de buena manera y solucionar el problema entre no-
sotros. Pero vea, señor comisario, está bien, señor sargento, ah no, es
cabo nada más, yo creía… bueno por su edad, yo pensaba… no, no
crea que le estoy diciendo viejo, nunca me atrevería a faltarle el respe-
to de esa manera, pero por la edad que representa yo pensaba que era
por lo menos sargento. ¿Y por qué no ascendió? ¿Tuvo algún proble-
ma con la superioridad?....
Sí, claro, tiene razón, yo vine a hacer una denuncia y no a conocer
su carrera en la fuerza. Pero es usted tan voluntarioso y parece tan
buena persona, que realmente me apena…. Bueno, bueno vamos al
tema que nos ocupa: resulta ser que mi vecino, medianera por medio,
156 | Purapalabra
siempre hace algo que termina molestándome. Como ya le dije antes,
mi Adela decía que si lo charlábamos con él lo podríamos solucionar
y le ponía paños fríos al asunto. Después, cuando ella se enfermó, él
se portó muy bien conmigo, llamó a la ambulancia, me acompañó al
hospital, porque ¿sabe?, mis hijos se fueron a Europa cuando a finales
del gobierno de Menem se cerró la fábrica donde trabajaban. Por esto
de que se abrió la importación, entonces era más barato comprar los
productos importados que los argentinos, y eso estaba bien para
comprar, pero estaba mal porque la gente se quedaba sin trabajo y
entonces no tenía plata para comprar ni siquiera los productos im-
portados que eran más económicos.
Y bueno por todo eso las fábricas cerraban y mis hijos se queda-
ron sin trabajo y tuvieron que ir en busca de nuevos horizontes… Sí,
sí, ya le cuento el problema, pero fíjese que por esto yo estaba solo y
con mi Adela enferma, entonces el hizo todo. Después de tres días el
corazón de ella dejó de latir y entonces él hizo los trámites en el hos-
pital y en la funeraria, también le avisó a mis hijos, para que viniesen
– solo pudo venir el mayor, el más chico no podía dejar el trabajo,
porque ¿sabe? estaba trabajando en negro y si faltaba un solo día
perdía el trabajo–. ¿Vio? en Europa también son chupa sangre, no les
importó el dolor de mi hijo por una pérdida tan grande, así que no
pudo venir. Pero el mayor llegó demasiado tarde porque ya la había-
mos enterrado, y como aquí ya no había nada que hacer se volvió rá-
pidamente a España, eso sí, me dejó algo de dinero, ¡de ese que sirve!
Para que cubra todos los gastos del entierro, yo le dije que no era ne-
cesario pero él se empeñó y yo lo acepté y también me dejó las fotos
de mis nietos.
Mire, mire, qué lindos son: esta es Adelina, le pusieron el nombre
de la abuela y este es Albertito, tiene mi mismo nombre. Y así es mi
Purapalabra | 157
hijo, siempre pensando en sus padres... sí, ya sigo con el relato, pero
antes, mire las fotos ¿ve? Adelina ya tiene siete años y Albertito cua-
tro, diga la verdad: son lindos ¿no?
Bueno, Bueno, señor cabo, después que pasó lo de Adela volvió a
ser el de siempre. Yo no quería denunciarlo, mire cada vez que iba a
hacerlo me acordaba de lo bien que se había portado pero, la otra
noche, a las dos de la mañana me despertó de nuevo con esos trabajos
que hace por las noches. Porque yo le cuento señor sargento… ¡ah
cierto! tiene razón, señor cabo, es que usted tiene cara de sargento,
por eso me equivoco, además quién le dice que no le traiga suerte y
en estos meses lo asciendan… Bueno, sí, sí, continúo con la denuncia.
Él tiene un trabajo, durante el día es oficinista, se viste de traje y cor-
bata siempre impecable y por la noche se pone a trabajar en la casa, él
dice que es escultor y con los golpes que le da a la piedra, él dice que
hace obras de arte, y le voy a contar que lo hace muy bien, a mi me
regaló una escultura que él mismo acomodó en el jardín.
No hace mucho tiempo, un domingo me arregló el jardín, sacó los
yuyos, cortó el pasto y puso las flores de estación, junto con ellas, co-
locó la escultura en uno de los canteros y quedó muy bonita toda ro-
deada de flores, y le digo que está muy bien hecha, con ella se realzó
el jardín. Señor cabo, ¡vio me acordé!; esta vez no le dije sargento. Pe-
ro sigo pensando que usted tendría que ser sargento… bueno, sí señor
cabo yo lo invito a venir a casa y que vea usted mismo lo bien que
queda la estatua en el jardín, y si viene a eso de las seis de la tarde lo
puede conocer a él personalmente, y ver la escultura que está hacien-
do en este momento, yo ya la vi y aunque no entiendo mucho de ar-
te, me parece que está quedando buena, Si usted me dice que va a ve-
nir yo compro unos bizcochitos y podemos comerlos con unos ma-
tes… Bueno, claro yo sé que usted es una persona muy ocupada y no
158 | Purapalabra
tiene mucho tiempo, pero si se hace un ratit o, yo le dejó el número
de mi teléfono, me avisa y compro los bizcochitos… Eso sí me tiene
que decir si le gustan los bizcochitos de grasa o los dulces, a mi me
gustan los dos así que usted puede elegir...
Mire, señor sargento… sí, tiene razón, me equivoqué otra vez.
Pero yo no me equivoco, el equivocado es el comisario que no lo
asciende, sabe qué va a ser lo mejor, que usted venga con el comisario,
porque yo sé lo que pasa, usted es un poco corto de palabras. Yo voy a
hablar con él y después de una mateada en casa gozando del fresco de
la tarde en una reposera, el comisario lo nombra sargento, eso se lo
aseguro… Sí, sí, claro, usted y el señor comisario son personas muy
importantes y tal vez no tengan tanto tiempo, pero siempre hay un
ratito y lo pueden aprovechar… Claro, volvamos a la denuncia… sabe
está usted haciendo lo mismo que mi Adela, le está poniendo paños
fríos a la cosa y lo peor es que me está convenciendo, tal como hacía
ella… Bueno está bien, voy a hablar con él esta misma tarde, cuando
después de la oficina se cruce a casa para tomar unos mates con migo.
Él dice que así yo no estoy tan solo…
Bueno, como usted diga, pero si sigue haciendo ruido voy a vol-
ver, y vamos a dejar asentada la denuncia. Yo voy a hacer mi parte,
esta tarde entre mate y mate voy a decirle que trate de no hacer mu-
cho ruido. Bueno, buenas tardes y muchas gracias por la buena aten-
ción y recuerde que lo espero una de estas tardes así podrá ver en per-
sona la escultura que me regaló y qué bien me arregló el jardín…
Sí, sí, ya sé que es un hombre muy ocupado, pero vea, en mi casa
siempre será bienvenido, no necesita traer nada solo su presencia y al
comisario así damos por terminado este asunto del ascenso. Ah, ¿có-
mo le gusta el mate dulce o amargo?

Purapalabra | 159
Imágenes de guerra
Los días transcurrían monótonos sin nada que lo saque del abu-
rrimiento, solo, en aquella vieja casona, con un calor agobiador. Nada
había más triste que las tardes a la hora de la siesta, todo el pueblo se
dormía, no había nadie en la calle, si hasta el bar de la esquina de la
plaza cerraba de dos a cinco de la tarde.
Aún así él le ponía la correa al perro y salía a pasearlo, tal vez en-
contrara a alguien con quien charlar, o algo que hacer que lo sacase de
aquel baño de tranquilidad que cada vez lo exasperaba más.
Luego se sentaba en la plaza bajo la sombra de los viejos paraísos y
como no tenía con quien hablar había tomado la costumbre de con-
tarle alguna historia al perro y como este se sentaba junto a sus pies y
lo miraba como si en realidad lo estuviera escuchando, él se entusias-
maba y continuaba el relato.
Una de esas tardes vacías al pasar por frente al banco vio, como era
costumbre en el pueblo, un anuncio en el que se invitaba a los habi-
tantes a participar del entierro de Giusseppe Roncone que se reali-
zaría a las diez de la mañana del día siguiente.
Rápidamente recordó a aquel Roncone que había sido su com-
pañero en la guerra y, mirando al perro le dijo: “Cucciolo, voy a tener
que ir a ese entierro, Giusseppe estuvo con migo en la guerra, ¿nunca
te conté lo que vivimos juntos? seguro que no, bueno vamos a sen-
tarnos a la sombra, aquí hace mucho calor, y te voy a contar.
Yasí hicieron, primero se acercó a la fuente, se mojó el cuello yla cabeza,
después hizo lo mismo con el perro yse sentaron bajo el añoso paraíso.
El pequeño cucciolo se sentó a sus pies y comenzó a mirarlo
como si esperase que este comenzara a hablar. El dio rienda suelta a
su relato, recordó que en mil novecientos cuarenta y cinco cuando
estaba en el Tercer Batallón de Infantería, los habían destinado al
160 | Purapalabra
norte de Italia a proteger las fronteras de posibles ataques. Hacía
mucho frio, de los arboles desnudos colgaban como hilos de hielo, el
cielo estaba siempre gris, y las noches eran mucho más largas de lo
común, claro había que pensar que ellos eran del sur de Italia donde
el clima era mucho más benévolo.
Una vez que tomaron posiciones les ordenaron hacer los pozos
que servirían de barricadas, luego acarrearon bolsas de arena para re-
forzar las barricadas y les dieron la orden de meterse en los pozos pa-
ra hacer guardias.
Interrumpió su relato para prender la pipa, dio dos grandes bocanadas
de humo, se seco el sudor de la frente, guardo su pañuelo, se dio cuenta que
el perro se había quedado mirándolo, yretomó el hilo del relato.
A él le tocó de compañero para hacerlas guardias Giusseppe Ron-
cone, un muchachote de unos diecisiete años, bastante flaco y alto de un
pueblo vecino al suyo, en Sicilia. Hacían guardias rotativas de doce horas
cada una así que les tocaba una vez de día y otro día de noche. Ese día
había llovido todo el día y cuando les tocó el turno a ellos, por la noche,
estaba todo el pozo inundado, el frio se hacía cada vez más intenso, las
botas se hundían en el barro y al caminar por la barricada sentían el crujir
del hielo que se formaba en la superficie del agua, ellos ya no sentían los
pies y las manos las tenían entumecidas, el compañero le decía que si los
llegaban a atacar no podrían disparar, ya que no podía mover los dedos y
hasta le costaba sostener el fusil. De pronto comenzó a soplar un viento
fuerte, y vio como las orejas de su compañero se cortajeaban y sangraban,
al tiempo que sentía una humedad que corría por su cuello, entonces se
dio cuenta que a él le estaba pasando lo mismo.
Ya estaba cansado de soportar tanto frio así que le dijo a Giussep-
pe que debían irse de allí. Pero Giusseppe no quería, temía que sus
superiores se dieran cuenta y los sancionaran.
Purapalabra | 161
El siguió insistiendo, ya habían pasado varios días de guardias y
nadie los habían atacado ni ningún superior había pasado por allí
para controlarlos, porqué irían justo esa noche a hacer la ronda. Sin
embargo Giusseppe no quería hacerle caso y le dijo que se fuera él
solo. Este le explicó que si hacían algo debían hacerlo los dos juntos.
Así siguieron discutiendo un rato más hasta que éste decidido le
dio una trompada que lo desestabilizó y sin darle tiempo a reponerse
siguió pegándole y tomándolo del uniforme lo arrastro fuera del po-
zo llevándolo hasta la tienda de campaña que estaba bastante cerca ,
cuando Giusseppe pudo reaccionar y comenzó a darle pelea, sintie-
ron a sus espaldas un gran estruendo acompañado por una luz muy
intensa, ambos se tiraron al suelo y miraron hacia atrás viendo como
la trinchera donde habían estado hasta hacía unos minutos había si-
do totalmente destruida, seguramente por una granada de mano que
había tirado el enemigo.
A partir de ese momento todo fue confusión, estruendos y
luces que como relámpagos iluminaban el lugar para dejar ver com-
pañeros sangrando por todos lados y gritos de dolor . Ellos dos co-
rrieron a refugiarse detrás de unas bolsas de arena. El miedo se había
adueñado de ellos dejándolos paralizados hasta que una vez pasada la
primer impresión se dieron cuenta que debían pelear por sus vidas y
comenzaron a disparar hacia el lugar desde donde venían los disparos,
pero no sabían bien a quienes les estábamos disparando. De golpe el
jefe del batallón dio la orden de disparar los dos cañones que tenían
ubicados en lugares estratégicos, y los disparos comenzaron a cesar,
las tropas enemigas se había replegado.
Cuando todo paso Giusseppe, lo tomo del hombro y le agradeció
que lo haya sacado de aquella barricada, que de no ser por eso él es-
taría muerto pues nunca hubiera desobedecido una orden.
162 | Purapalabra
Cucciolo que tenía una oreja levantada lo siguió mirando, enton-
ces él le dijo: Así fue como Giusseppe sobrevivió a la guerra. Muy
poco tiempo después lo que quedaba de los ejércitos italianos termi-
naron rindiéndose, unos días después se firmó la paz. Y cada uno de
ellos regresó a sus casas.
El miro al perro y le dijo: “Mirà vos lo que son las vueltas de la vi-
da, lo vuelvo a encontrar en este pueblo justo el día de su muerte, esta
vez llegue muy tarde para salvarlo”.
El viejo se vuelve a enjugar el sudor de la frente, mira su reloj, se
levanta y mientras comienza a caminar le dice al perro: “Vamos para
el bar, a esta hora ya abrió, yo podre tomar algo y charlar con don
Ciccio y vos tomarte un buen plato de agua fresca”.
El cumpleaños de Darío
Era una tarde triste: las nubes se acumulaban detrás de la ventana,
sin dejar paso al sol que generalmente inundaba la cocina, Elvira tuvo
que encender la luz artificial para seguir con sus quehaceres, y mien-
tras mezclaba harina, leche, huevos y azúcar para hacer esos bizcochi-
tos que tanto le gustaban a Darío , levantó la vista hacia la ventana y
todas esas nubes se fueron metiendo en su alma como un vendaval , y
al igual que las gotas que comenzaron a chocar contra el vidrio de la
ventana, sus mejillas se humedecieron.
Su corazón recordó los días felices junto a Darío: aquel día en que
lo conoció, entre bambalinas en el teatro del pueblo, cuando estaba
tan temerosa de salir a escena y una mano se apoyó en su hombro
mientras una voz que nunca había escuchado le decía: –Vamos, va-
mos, todo va a salir bien, ahora cuando cruces esa línea te convertirás
en Julieta. Nadie te estará mirando, el mundo desaparecerá y Julieta
se adueñará de tu cuerpo.
Purapalabra | 163
Luego sentí un leve empujón y, tal como él me dijo, todo desapa-
reció a mí alrededor, yo dejé de existir, Julieta había entrado en mi
cuerpo. ¿Cuánto tiempo pasó desde aquello? ¿Cuántos años? Se miró
las manos, y aún con la masa adherida entre los dedos podía ver las
arrugas y las manchas marrones con las que el paso del tiempo dejaba
ver sus huellas. Se quedó así un momento y entonces las lágrimas,
como un torbellino enturbiaron su vista y comenzaron a cruzar su
rostro, se apuró, abrió la canilla para lavarse las manos y trató de se-
carse la cara con el delantal, se apoyó en la mesada y ahora sí, podía
ver las manos sin restos de masa, las arrugas por sobre esos surcos
azules de las venas y las manchas que solo produce la vejez. Se acari-
ció el rostro que aún seguía húmedo, porque las lágrimas nunca de-
jaron de caer y sintió la piel áspera y rugosa. Volvió a mirar por la
ventana y ya no podía ver las nubes, era solo un vidrio en el que caía
en forma furiosa la lluvia.
Entonces miró dentro sí misma y, sí, pudo ver lo feliz que había
sido desde aquella noche en el teatro, sus días junto a él, sus hijos, to-
da su vida. De pronto recordó las galletas y mientras las ponía en el
horno pensó que siempre le pedía que se las hiciera para su cum-
pleaños. ¿Cuántas veces le hizo esas galletas? Y se contestó: “Más de
sesenta cumpleaños, era un clásico y aunque los últimos años ya no
pudiera comer cosas dulces, igual ese día le daba un permiso y se las
hacía. De nuevo sus ojos se abarrotaron de lágrimas, lágrimas que co-
menzaron a rodar entre las arrugas de sus mejillas: ya no veía ni la
ventana y los sollozos salían de su garganta como pequeños sonidos
que se fueron agrandando hasta convertirse en un llanto desesperado.
El sonido del timbre del horno le anunciaba que estaban listas las
galletas y la sustrajo de sus pensamientos, se limpió de nuevo las lá-
grimas con el delantal, y, siempre mirando sus manos que comparaba
164 | Purapalabra
con aquellas que antaño cocinaban, sacó la horneada, preparó el té,
con una fuente llena y la tetera se dirigió al comedor donde ya estaba
puesta la mesa, se acercó, colocó las galletas en el centro, sirvió su taza
y mirando la silla vacía sirvió la otra, mientras decía: “Viste, Darío,
hoy como todos los años vamos a comer las galletitas de siempre para
festejar tu cumpleaños.
El último concierto
Los dos potiches de porcelana que trajimos de Japón reinaban so-
bre la mesita de caoba que nos regalaron para nuestro casamiento,
vistiendo el ángulo izquierdo de la sala, mientras el otro lado
había quedado totalmente vacío, pues sería para el lugar del piano,
que nunca compramos , pero sí pusimos allí el taburete que de niña
había usado con aquel valioso Steanweay & Son, que después de
la muerte de mi padre y ante el desastre económico en que nos
dejó sumidos debimos vender, pero el taburete quedó y lo traje con-
migo al casarme esperando volver a usarlo, pero siempre que juntá-
bamos como para comprarlo, por supuesto uno de mucho menos
valor, surgía algo a lo que debíamos hacer frente.
Me acuerdo la primera vez: cuando ya teníamos el dinero, yo
quedé embarazada de Ezequiel y pensamos que ese dinero serviría
para comprar la cuna, el cochecito, ropa y acondicionar la pequeña
habitación contigua a la nuestra.
–¿Es el cuarto dónde ahora guardan las cosas que dejó Ezequiel,
cuando se fue a vivir solo a ese pequeño departamentito? Preguntó
Juana sin darle importancia al piano que era el eje de la conversación
de Mariela.
–No, esa es la habitación que construimos después, para que ten-
ga más espacio por que la que tenía le había quedado chica, para po-
Purapalabra | 165
ner primero el tablero cuando iba al industrial y luego las maquetas
que hacía cuando estudiaba en la universidad.
Y mirá cuando teníamos la plata para comprarlo, al final fue di-
rectamente a la construcción de esa pieza y la pequeña quedó para
Eliana, que llegó justo cuando habíamos vuelto a juntar el dinero y
otra vez tuvimos que postergarlo.
Encogiendo los hombros, como con resignación, se acercó al ángulo
derecho de la sala y acarició el taburete, que en ese momento, como si
con una varita mágica hubiera sido tocado se iluminó con un rayo de
sol que entraba por la ventana. Se sentó, dio media vuelta y cuando
quedó de frente a la luz, comenzó a tocar su piano imaginario.
–Pero, tenés una verdadera obsesión con el piano, ¿Por qué no te
lo comprás ahora si te haría tan feliz? En tanto, con ese desgano que
la caracterizaba, se llevaba a la boca una de esas masitas secas que
había comprado Mariela para el té.
–No puedo, vos sabes que en unos meses se casa Eliana y la fiesta, el
vestido, su ajuar, todo eso es caro. Se levantó del taburete y como si
hubiera tocado su gran concierto saludó inclinándose hacía Juana, que
respondió con un aplauso largo y sonoro, gritando – “Otra, Otra”
Haciendo el ademán de sostener el micrófono dijo:
–Gracias, querido público, gracias. Éste ha sido mi último con-
cierto, he decidido retirarme, ya mis manos sienten el esfuerzo, es ho-
ra de descansar. Pero eso sí, el taburete quedará siempre aquí para
recordar cuán grande fui en el mundo de la música.
Juana, que esta vez escuchaba con mucha atención, volvió a
estallar en un aplauso, y acercándose a su amiga la abrazó, y dijo:
–Si te hubieran dado la oportunidad hubieras sido una gran pia-
nista, como ese… ese que vos admiras tanto.
–Daniel Barenboim. Tal vez, tal vez, ahora nadie podrá saberlo.
166 | Purapalabra
Tomó su taza de té y con una expresión de disgusto dijo:
–Es un asco, está totalmente frío.
–Sí, pero si lo hubieras tomado caliente no hubiéramos escuchado
tú último concierto.
Hijo querido
Me siento mal, mi cuerpo parece desvanecerse en una nube de
hielo y humo. Tengo frío, Solo percibo el calor de tu mano sobre la
mía, estás aquí como siempre.
El hijo que nunca quise, el que me obligaron a reconocer, el fruto
de una noche de placer.
Yo no quería que nacieras, pero tu madre me lo dijo cuando ya no
había posibilidades… y nos amenazó con el escándalo. Un escándalo
que mi padre, candidato a diputado de la nación no podía permitirse.
Así fue que logró que te diera mi apellido. Mientras ella estuvo te crió
bien. Hizo que me quisieras y que me respetaras, y también te enseñó
valores que quedaron arraigados en vos. Pero cuando la vida se la
llevó, comenzaste a rodar de aquí para allá.
Mi mujer nunca quiso que vivieras con nosotros, y yo no podía
tolerar que fueras negrito. Entonces para acallar el qué dirán −Te
imaginás “El hijo del diputado de la nación dejó en la calle a su crio
natural” Eso no, no podía ser, entonces mis hermanas, que tampoco
te querían, se encargaron de vos, y así creciste, a los tumbos, pero
mantuviste incólumes los valores que tu madre había incorporado
como una parte importante de vos.
Sabes, recién con el tiempo, cuando ya no podía darte el cariño
que naturalmente un padre da a su pequeño hijo, simplemente por-
que habías crecido, ya eras un hombre cuando comprendí que no
podía negar a mi propia sangre, cuando me di cuenta que te amaba
Purapalabra | 167
como a los otros dos, entonces mi orgullo no me permitió pedirte
perdón, y darte el abrazo que siempre te negué.
Ahora que la vida se me escapa, que tal vez como castigo me qui-
taron las palabras para decirte que vos “el negrito” “el insignificante”
fuiste el que me enseñó cómo es el amor que un padre debe sentir
por su hijo. Te estoy mirando hijo, y espero que mis ojos te digan lo
que mis labios no pueden pronunciar.
Quiero que guardes este diario para que cuando lo leas sientas
que te estoy diciendo: ¡Te quiero hijo! ¡Te quiero hijo!
Ya tu mano no me trasmite calor. Tengo frio. La nube de hielo y
humo me envuelve…

168 | Purapalabra
/ Liliana Da Silva
Ulises
Ulises está firmando un documento legal y finalizando una etapa en
su vida amorosa. Él es dueño de un hotel ubicado en la comarca Paraí-
so, un lugar muy parecido al sur de la Argentina, rodeado de lagos y
bosques. Ulises tiene cuarenta y cinco años, acaba de firmar el divorcio.
Siente profundo dolor en su pecho, aunque piensa que su vida ahora
está más organizada. Por eso, Ulises quisiera estar nuevamente en pare-
ja, pues cree que así se aliviaría su dolor emocional, como si se tratara de
un remedio genérico que algunas veces no produce efecto.
Convivió con su esposa quince años. Pero, ahora comienza una
nueva etapa sin ella. Vive solo con su gato, que se llama Pepe. Luego
de realizar el trámite con su abogada, su mejor amigo lo invita a un
evento. Ulises no está seguro porque no se encuentra bien de ánimo.
Su amigo de todas formas, lo pasa a buscar y le aconseja que comien-
ce su nuevo camino. Ulises toma coraje y decide salir con el amigo.
Prepara su traje preferido, de color blanco, entallado. Pero, no sabe
qué camisa ponerse, mira una y otra vez todas las que tiene y elije la
camisa favorita que le gustaba a su ex mujer. Luego, llegan al lugar,
está muy bien iluminado, con muchas luces de colores. También se
oye una hermosa sinfonía. Al mismo tiempo le ofrecen algo para to-
mar. Entre copas y copas se empieza oscurecer el lugar. Entonces,
Ulises prefiere ir al baño para mojarse un poco la cara y despabilarse.
Antes de llegar se choca con una mujer.
Él la mira y le dice: “¿Te conozco?” Ella dice: “Sí, ¿ya te olvidaste de
Purapalabra | 169
mí? Soy la mujer que estuvo con vos quince años acompañándote”. Él
responde: “No puede ser, ya estamos divorciados y no estás acom-
pañándome en mi vida”. Ella dice: “No tiene nada que ver el papel de
un divorcio con nuestro proyecto de vida juntos, lo nuestro va más
allá de una simple firma. Siempre estaré en algún lugar en tu alma.
Aunque ahora te produzca dolor. ¿Por qué creés que te pusiste la cami-
sa que a mí me gusta cómo te queda? Seguramente algo de mí todavía
sigue estando en tú corazón. También, te decía que es lindo tener algu-
na mascota en la casa, lo tenés a nuestro gato Pepe”. Entonces, Ulises
comienza a recordar diferentes situaciones vividas con ella. “No en-
tiendo qué pasa, siento que te perdí y me produce mucho dolor en el
pecho. Esta pérdida, es un profundo vacío y es aceptar que ya no estás
más. Pero los recuerdos siguen estando. Por lo tanto, aceptar será lue-
go, recordar pero sin dolor y también asimilar que muchas cosas
aprendí de vos es lo que quedó. Por ende, algo del otro siempre está”.
Su amigo lo levanta del piso, lo lleva al auto, lo acompaña hasta la casa.
–Parece que tomaste algunas copas de más –le dice.
Después de algunas horas, Ulises, ya recuperado y prácticamente
consciente, le comenta a su amigo:
–¿La viste?
–¿A quién? –pregunta su amigo.
–A mi ex mujer, estuve hablando con ella y me di cuenta que to-
davía sigue, la sigo viendo.
–Ulises –le responde su amigo–, no estaba tu ex mujer fuiste al
baño y te chocaste con la moza. Ella te vio mal y quiso ayudarte, des-
pués me avisaron que te caíste y fui a ayudarte... Parece que el efecto
del alcohol dio por resultado una bella alucinación, amigo.
Ulises se queda unos minutos callado con una mirada fija y una
expresión reflexiva.
170 | Purapalabra
–Comprendo, parece que tomé de más –comenta luego de unos
instantes–. De hecho, sin querer, se distorsionó la realidad y todavía
sigue el desorden en mi vida. Aunque, también me di cuenta que, a
pesar de estar divorciado y empezar una nueva etapa, del proceso del
duelo se desprende un orden más profundo y no legal. Por lo tanto,
esto significa que para mí, procesar muchas cosas, que tal vez no lle-
ven unos segundos como una simple firma, sino varios meses. Acepto
que esta alucinación es parte del desorden que tengo que empezar a
organizar. El único remedio que me va ayudar. No encontrándome
con otra mujer sino conmigo mismo y aceptando que ella no está más
y es la pura realidad.
Pasaron dos años de lo sucedido. Ulises sale a caminar con su ga-
tito Pepe, se encuentra con otra persona que le interesó mucho y que
no había visto nunca antes.
Ulises y ella
Empezaron a verse y aún se siguen visitando. Hay sintonía entre
ellos. Sus encuentros suelen ser en la casa de Ulises. El lugar preferido
de los dos es el balcón, donde se puede disfrutar de un hermoso lago
a su alrededor. Charlan hasta el amanecer.
Ulises empezó a sonreír. Pareciera sentirse raro ya que hace más de
dos años que no sentía una sensación de alegría. Sin embargo, ella le
hace una pregunta y Ulises se incomoda y empieza transpirar. Él cie-
rra sus ojos y traspasa al mundo de los desafíos.
Ella le dice “¿Pudiste procesar el duelo del divorcio?”
Al principio, Ulises encuentra una salida de una manera inmedia-
ta, pues de esa forma él disuelve las emociones negativas que le causan
dolor. Pero a la vez esas actitudes lo ponen en un mundo marginado.
Era frecuente calmar su herida con el alcohol y algunas sustancias quí-

Purapalabra | 171
micas. Su vida empezó a desorganizarse. Su amigo se dio cuenta de su
estado de ánimo negativo, le aconseja ir a un lugar para reflexionar.
Ulises no está muy seguro de ir pero algo lo impulsó a hacerlo.
Al llegar se puede ver un cartel que dice: REFLEXIÒN. Pareciera
que el tiempo cambia, de repente el día se nubló en cuanto él ingresó.
“Hola, hola”, dice Ulises, pero parece nadie contesta. Comienza a re-
correr el lugar. Por momentos se oscurece a su alrededor, ve un humo
que flota en el aire. Aparecen muchos árboles de distintos tamaños, es-
cucha un ruido, mira para todos lados, pero no ve a nadie, sólo los ár-
boles y algunos pájaros de diferentes colores. A Ulises le llama la aten-
ción uno de los pájaros en especial. Se acerca a él y lo toca, de pronto el
pájaro se transforma en otro de tamaño más grande. Ulises se asusta.
–¿Quién eres? –pregunta Ulises.
–¡Seguramente te darás cuenta de quién soy! No soporto el dolor y
tampoco la razón. Transito por el camino más corto y oscuro para cal-
mar mí dolor.
–Pero algo te sucede, te falta un ala y tienes un ojo lastimado –le
dice Ulises.
–Sí –dice el pájaro–, así es como voy desapareciendo sin sentir na-
da y no siento dolor.
–No puede ser, lo que veo no es real.
Ulises se angustia y sale corriendo, hasta que cae en cuenta de que
está perdido y no encuentra la salida.
–¿Dónde estoy? –piensa, sentado sobre un árbol, su cara transpira-
da y colorada.
De repente escucha una voz, que le dice:
–¿Cuál es el camino o la decisión que tienes que tomar?
–¿Quién habla? –dice Ulises, levantándose, asustado.
–Sólo quiero saber cuál es tu problema.
172 | Purapalabra
–Pero sos un árbol y me estás hablando –responde Ulises.
–Soy igual que vos, también tuve que realizar varios caminos en
mi vida, pero ahora estoy en otra etapa. Lo más importante es que co-
nozcas qué decisiones tienes que tomar para encarar el camino de la
vida –dice el árbol, sonriendo.
Entonces, Ulises se tranquiliza, siente confianza y le habla al árbol:
–Me di cuenta de que tomé decisiones desadaptativas. Hace un rato
me crucé con un pájaro que me hizo reflexionar y me vi reflejado en
él, y no quiero verme así como si fuera un muerto vivo. Así estoy
cuando tomo mucho alcohol para calmar mí dolor.
–Te comprendo, eso quiere decir que estás en el proceso de la asimi-
lación y acomodación de tú realidad.
–Sí, soy consciente del problema y acepto que tengo que modificar
mis pensamientos, quiero sentirme bien pero resulta difícil cuando
hay dolor.
–Tranquilo, estoy para apoyarte en tus cambios.
Ulises siente que el árbol le tramite confianza y empatía y a la vez
no se siente juzgado. Le trasmite energía positiva incondicional.
Lo que le sucede a Ulises en esa proyección es que vio sus malas de-
cisiones o pensamientos negativos, transformados en ese raro pájaro.
Un pájaro de color negro con un ala no logra el equilibrio, por eso
recorre el camino más corto. También es torpe en sus acciones y mal-
gasta su energía. Sin darse cuenta va desapareciendo su cuerpo, ya per-
dió un ojo y un ala.
–¿Qué decisión toma Ulises?
Pues, él se da cuenta de sus malas decisiones entonces deja de la-
do el camino corto y oscuro. Empieza a transpirar nuevamente así
adaptándose al origen de la vida. Aceptando la realidad sin efectos
químicos que lo desorienten. Ulises entiende que para estar bien con èl
Purapalabra | 173
mismo tiene que empezar nuevamente, aceptar su dolor y cambiar su
comportamiento y de esa manera tal vez logre enamorarse nueva-
mente y nacerá el amor de la vida.
Así terminó la conversación con el árbol y regresa a su casa, aun-
que un poco temeroso. Antes de llegar a la salida del parque ve el ca-
mino marcado pero por muchos pájaros que intentan tomarlo de la
ropa y llevarlo a otro lugar. Pese a estar muy asustado, Ulises hace un
gran esfuerzo y se posiciona en otra zona donde purifica su transpira-
ción y logra espantar a los pájaros.
Visualiza nuevamente el camino más corto, pero puede darse
cuenta y toma la decisión de salir por otro lado. Como es más largo
debe hacer doble esfuerzo, pero se siente bien ya que percibe que su res-
piración transita a la par con el aire, su cuerpo y los árboles.
Ulises abre sus ojos, se da cuenta que ella lo está mirando atenta-
mente:
–Sí, logré procesar el duelo –afirma Ulises–, pero hoy llegó el
momento de compartir el camino de la vida con una persona ex-
traordinaria que conocí.
Arianna lo mira intensamente, se acerca hacia él, se abrazan. A la
vez aparecen algunos pájaros alrededor de la mesa.
–Qué hermosas esas aves, vuelan, tienen diferentes colores, son
libres y pueden decidir por dónde andar –dice Arianna.
Ulises las mira atentamente. Ya no ve el pájaro negro desorienta-
do, sin equilibrio.
Entonces, los dos se quedan mirando esos pájaros cómo toman su
vuelo a la par.

174 | Purapalabra
/ Lucas Bravo
El pequeño extraterrestre
En pleno ocaso, ya entrado en su casa, el pequeño Malcolm cruzó
apresuradamente los pasillos y penetró bruscamente en su cuarto. El
portazo que dio fue tal que algunas estrellas fluorescentes de pegatina
se desprendieron de la pared negra, cayendo directamente al suelo.
Rápidamente cerró con traba, no vaya a ser que el molesto Daniel
–su hermano– fuese a entrar.
Sin pensar otra cosa por hacer, prendió el televisor y puso su canal
favorito: el de astronomía; mientras tanto, la noche arribaba ansiosa.
Daniel lo llamó unas cuantas veces para que fuese a merendar con él
aquello que papá había preparado el día anterior, pero Malcolm no
quiso. Al final, ese momento del día siempre terminaba en muchas
peleas, las cuales siempre perdía por amplia diferencia, no había for-
ma de vencer en nada a su hermano mayor. Mejor era decir que no
tenía hambre y quedarse sentado con el rostro sano disfrutando de
aquel documental del sistema solar. Mamá nunca habría permitido
esas cosas, pero en fin.
La tan esperada noche se dejaba ver a través de las ventanas de su
habitación, el efecto de total oscuridad que se lograba con sus paredes
opacas le intrigaba aún más. Mientras Daniel escuchaba música en el
silencioso hogar de la familia Atenta, Malcolm desmanteló su teles-
copio. El preciado regalo que sus padres le dieron para su cumpleaños
de cinco en aquella época en que mamá todavía estaba. Puso el ojo en
el lente y se sumergió en un océano de agua sin luz plagado de estre-
Purapalabra | 175
llas, era difícil no tentarse a la idea de zambullirse en esa marea de
alucinaciones inefables, incluso fantaseaba con la idea de toparse con
alguien en ese avistamiento mágico. Daniel no, no quería ni en-
contrárselo por su casa; su padre tampoco, sabía que el único lugar
donde iba a estar era en su aburrido trabajo o en otro lugar indesea-
ble, pero nunca interviniendo en la mirada de Malcolm; soñaba con
la oportunidad de toparse con la imagen angelical de su madre flo-
tando en el espacio, quizás, tal como él quería, ella había escapado de
su vida en la Tierra y se había escondido en un punto exacto del cos-
mos, esperando a que su hijo la vea con el telescopio que ella le regalo
y así poder huir juntos. Luego de incansables esfuerzos por encon-
trarla, se dio por vencido y se fue a dormir sin cenar, intentando ig-
norar los vacíos del ambiente.
Al otro día, luego de ser levantado por los gritos de su hermano
–ya que si fuera por él se quedaría todo el día en su casa–, fue a desa-
yunar. Otra pelea por las tostadas que desembocaba en gritos y llan-
tos por parte de Malcolm. A los empujones lo llevó Daniel al colegio
para que caminase rápido y dejase de hacer berrinche. Iban al mismo
desde que mamá visitó los astros, un doble turno del que no salía si-
no a las cuatro de la tarde. A ninguno de los dos hermanos les gusta-
ba esto, menos a Malcolm que le quita el tiempo de curiosear el cielo
y la televisión, pero así son las cosas ahora. Una larga jornada dibu-
jando hojas y pupitres mientras deja que su imaginación vuele por
cualquier lugar menos por esa aula carcelaria. Un ejército de presos
copiando al pie de la letra todo aquello que dicta el coronel al frente,
por eso no habla con sus compañeros, nada tiene que ver con él sino
con ellos ¿No es así? En esos momentos solo soñaba con ser parte de
otra cosa, con su madre o sin ella.
Tiempo interminable y estancado fue el que tardó en sonar el
176 | Purapalabra
timbre para poder volverse a su casa. Otra vez a los empujones y gri-
tando entre peleas con Daniel. Al llegar, se dio cuenta de que su pa-
dre no estaba, no lo había visto llegar ayer a la noche ni salir a la
mañana, pero qué más daba. Nuevamente corrió hacia su cuarto y se
encerró sin merendar, esperando la caída de la tan deseada noche de
fantasías y sueños. Esta vez no cayeron sus estrellas de pared, todo
parecía permanecer en su lugar.
Cuando el incesante día acabó, con la ayuda de sus programas as-
tronómicos, se apaciguó sobre él la esencia de la noche, era tiempo de
que el mantel que cubría al telescopio volase por los aires en un in-
tento desenfrenado por formar parte de todo aquello que pudiese
percibir. Comenzó por donde terminó ayer, buscando a su madre en
la inmensidad del infinito universo, se sintió como en casa en el vacío
silencioso del cosmos que lo esperaba. Aquella mescolanza indistin-
guible entre su cuarto y el apaciguado exterior lo invitó a formar par-
te de él, como siempre lo había soñado. Apuntando la lente a diestra
y siniestra, pudo proyectar los cuerpos más cercanos: Venus, Marte,
Júpiter, La Luna. Se dio cuenta de algo que había pasado por alto to-
do este tiempo: su madre seguramente estaba en alguno de esos as-
tros, ya que muy lejos no podría haber viajado. Rápidamente des-
cartó Venus, los documentales le habían enseñado que en su presión
atmosférica elevadísima y su superficie incandescente eran condicio-
nes hostiles para la vida, incluso acompañada de la fuerza del amor.
Júpiter era incluso peor, siquiera tenía suelo por ser un gigante ga-
seoso, sin lugar donde caer, no quiso imaginar a su madre allí. La Lu-
na, arduo tiempo se tomó planteando esta posibilidad, pero la des-
cartó sin duda, nadie que quisiese escapar de un lugar se mudaría al
satélite más cercano que sin duda será igualmente ocupado en algu-
nos años. Marte tenía las de ganar, sin considerar más premisas diri-
Purapalabra | 177
gió su visión allí. Desesperado, intentó buscarla, pero no lo logró,
aquel planeta rojo se veía muy pequeño e insignificante desde donde
estaba, ni siquiera podía ver los cráteres que decoraban su superficie.
El triste planeta, con su madre en él, lo comprendía mejor que él
mismo. Entendió perfectamente los motivos por los cuales ella había
huido meses atrás, pero sin dejarse ver se dejó encontrar, quería que
huyeran juntos, estaba seguro de eso. Aquello que sucediese en la
Tierra carecía de sentido ante esa irrefutable vida marciana que lo es-
peraba a lo lejos. Supo que él no pertenecía al lugar que pisaban sus
zapatos, sino al astro color rojo que visualizaba su telescopio en el
negro cielo de la noche. Comprendió su vida, también todo lo que le
esperaba, al abrir la puerta de su cuarto se enfrentó al mundo que
ahora lo rodeaba, pisando el suelo de aquel planeta de seres vivos di-
ferentes a él que lo observaban. Su conciencia de extraterrestre, vesti-
da en aquel disfraz de ser humano que no era suyo, sino de su apa-
riencia, esperando el día en que pueda volver a su planeta natal,
acompañado de su madre.
Relato de victoria
Daba inicio el enfrentamiento muy similar al día a día de cada
persona que desde su cómodo sillón observaba. La pantalla, con sus
luces llamativas y placenteras, mostraba a los once representantes de
una nación. Pisaban el campo sin miedo a nada, era su momento.
Tanta era la historia que les había precedido; y ahora solamente se
encontraban a ellos mismos frente a un balón, siendo capaces de
afectar a millones de personas con su juego. Cargaban en su espalda
un peso doloroso, les quitaba el aire. Eran pequeños, respirando aires
de grandeza, escribiendo nuevas páginas en la historia a través de este
efímero encuentro futbolístico. Ansiaban la dulce victoria, le temían
178 | Purapalabra
al sabor amargo de la derrota. Del otro lado de la pantalla todos esta-
ban sentados, mirando y sintiendo que su vida dependía de apreciar
este momento del cual no formaban parte.
Suena el pitido inicial que da comienzo al partido. Las viejas riva-
lidades renacen de las cenizas, en algo más importante que un mísero
territorio, el prestigio mundial, una victoria absoluta al conflicto. La
cara del rival, pintada de enemigo, la cara de los nuestros, pintada de
esperanza. En su vestimenta, portaban el mismo escudo que millones
de personas sentían propio desde sus casas. Uno de ellos lo portaba
con especial orgullo y seguridad de sí. Su pelo enrulado y desorgani-
zado, su aspecto bohemio. El número 10 en su camiseta, recibiendo
los rayos del sol radiante.
El público sentíase iluminado con solo verlo. No era uno más del
equipo, no estaba preocupado ni nervioso, tan seguro de sí mismo
como de saber ser el mejor de todos. No necesitaba prepararse ni te-
ner miedo, se había presentado para ganar. Pases bien calculados,
gambetas excelentemente realizadas. El público disfrutando del es-
pectáculo que el 10 ofrecía a sus ojos. Era indominable, imparable e
impredecible; la pelota lo seguía por delante, obedeciendo sus órde-
nes al pie de la letra. Primero a un lado, después al otro, los rivales
volviéndose locos. Incluso para la cámara era difícil seguirle el rastro.
Se enlazaba en una rápida danza de placer, él se movía primero, los
rivales después. Quedaban asombrados ante tanto talento, en vano
intentaban seguirlo, solo podían alcanzar la estela que dejaba a su pa-
so. Quienes se le paraban de frente eran invitados a danzar con él,
pero ninguno podía seguirle el ritmo. Quedaban impactados, quie-
tos, incapaces de actuar ante la enseñanza que les estaba brindando el
autor de tan hermosa obra. Al igual que el resto de la gente, el relator
se encontraba en una catarsis de llanto y risas, ovacionando de pie a la
Purapalabra | 179
creación de Dios. El resto de las cosas carecían de importancia al ver a
este pez danzante, nadando en un río con rocas. Sin importar el pun-
to de la pantalla que se mirase, era un deleite colectivo, todo lo que
tocaba la luz era placer y euforia.
La táctica se ponía en evidencia cada vez más, la pelota siempre al
diez. El talento impartido emanaba luz propia que contagiaba al resto
del equipo. Todos brillaban reflejando su grandeza. Entre bailes y
gambetas les mostró a sus seguidores el camino. Ellos le otorgaban el
balón y él los guiaba hacia adelante. Su sonrisa hablaba por sí sola,
dedicándose a jugar mientras bridaba con el vino de la victoria.
El primer gol llegó con el toque de su mano. Luego de un vuelo
de libertad, empezó desde el suelo y sólo encontró fin al cruzarse con
el balón que pedía ser empujado. Un centro digno del roce de sus de-
dos que sin ningún impedimento logró penetrar en el orgullo rival.
Quejas por doquier de sus rivales, queriendo arruinar la poeticidad
del momento, reclamando una infracción. Inútil fue el intento, cega-
dos por la luz que el 10 irradiaba, nadie pudo ver nada. Ni siquiera las
cámaras pudieron mostrar de qué se trataba. Pero eso ya no importa-
ba, el gol había sido confirmado.
No dejó a su público en espera mucho tiempo. Con el espectáculo
que se estaba brindando, ni los rivales se dieron cuenta qué estaba
pasando. De un momento para otro, la danza aceleró. El 10 tanto se
iluminó que sus rivales, enceguecidos, nada pudieron hacer. Comen-
zaba su segunda obra desde la mitad del campo, dejándose llevar por
su cuerpo y mente incandescentes. Corriendo a una velocidad inhu-
mana, dejando en el camino a quienes intentaran frenarlo –parecían-
se a unas estacas en tierra–. Disfrutando de sí mismo, llenando de
placer a todo aquel que lo miraba, llegó humillando, incluso a quien

180 | Purapalabra
presumía ser invencible. Logró empujar con sutil delicadeza el balón,
convirtiendo su segundo gol.
El tiempo transcurría, inevitable prueba de que el triunfo se acer-
caba. La diferencia en el juego y en el resultado era incorregible. In-
cluso cuando, por un momento, Dios bajó su mirada, el cielo nubla-
do ya no le sonreía y el 10 se distrajo. Con un equipo apagado, los
agotados esfuerzos rivales lograron disminuir la ventaja con la reali-
zación de un gol. En vano lo hubieron logrado, segundos más tarde el
partido hubo terminado con un resultado cerrado, pero con un juego
inigualable que dejó al mundo maravillado.
El rival de vuelta a su casa, tras un partidazo del Padre. El Espíritu
Santo volando apresuradamente a ponerle la corona de laureles a su
alteza. Con ella puesta levantó la copa en manos, apuntándola hacia
arriba, dejando que el sol la tiña de un eufórico tinte dorado. De ella
bebería el vino en su vuelta al cielo. Son todos sus compañeros, or-
gullosos y llenos de alegría.
El río
Anhelo aquellos años de ensueño en que la simplicidad de mi vida
se reducía a ser feliz. Mi vida, mi trabajo, mis cosas, mi… familia.
Cuestiones esenciales que le daban sentido a la rutina fluyente, como
el agua deslizándose sobre las rocas. Encontrando fin al desembocar
en una laguna de pensamiento. Tendiendo lentamente a evaporarse y
a perderse en el aire. Desde aquel maldito día permanezco encerrado
en esta cuenca invisible, formada con el hierro del poder y la compli-
cidad del papel.
Mis horas de trabajo honesto y riguroso se basaban en asistir
siempre en el horario pensado para la apertura, quizás una o dos ho-
ras más tarde como mucho. Entrando al consultorio de mi padre que
Purapalabra | 181
tanto me dejó que desear, viendo esas tiernas paredes grises y sintien-
do aquel cálido aroma de centro urbano. De vez en cuando, si uno se
concentraba, podía apreciar el resbalar de una gota de agua estancada
que caía del techo. Placeres que solo yo sabía apreciar, de los que fui
arrebatado por tanto gozarlos. Uno empieza a creer que aquí los ver-
daderos maleantes son ellos y no aquel que condenan. Ni deben sa-
ber a quién agarran por la fuerza, solo lo hacen para contentar a esa
jauría rabiosa que se desespera por un pequeño vaso de justicia.
Era feliz complaciendo a mis pacientes, les daba el mejor trata-
miento, increíblemente bien calculado. Los atendía, les cobraba y los
despedía con una sonrisa que a veces rebotaba y volvía, otras no. Pero
siempre eran bien recibidos, les daba un abrazo estrujándolos contra
mi ambo verde, viendo el grosor de sus bolsillos mientras les deseaba
suerte y palmaba sus espaldas.
Recuerdo perfectamente a una clienta que llegó pareciendo ser
otra medida en mi caudal. Entró por un dolor de muela y después de
varios implantes y pesos sobre la mesa salió con una expresión de pi-
caresca propia de quien te acaba de vender el buzón. No presté mu-
cha atención, al final de la tarde era otra clienta satisfecha con otro
negocio preciso. Aunque al final de la noche, todo se detuvo ante la
aparición de un papel debajo de mi puerta que me citaba a declarar
por una denuncia en mi contra ¿De qué se me podía acusar? Si lo
peor que había hecho era forzar una sonrisa ciega en la cara de los
atendidos. Pensé en no asistir, pero por supuesto que cedí incitando
aún más al fracaso de mi libertad. Después de todo, ganar ese juicio
sería tan fácil como quitarle un jugo a un niño.
En el juzgado todo parecía salir como lo esperaba, el abogado de-
mostrando su labia propia de quien sabe lo que hace, parecía ser
bueno para un trabajo en el consultorio. Ya estaba pensando en tirar-
182 | Purapalabra
me a sus pies a agradecerle ese fluir de palabras justas y razonadas, pe-
ro comencé a oír la sentencia. Esos estafadores insensatos me conde-
naron al comienzo del peor encierro posible para un ser humano. Se
dictaminó una devolución del dinero apropiado y el cierre del nego-
cio, además de revocarme el título de dentista. No lo pude creer, la
incongruencia de los hechos, de seguro alguien los había sobornado
para elegir semejante aberración en mi contra. Si siempre fui hombre
de bien, sin hacer nada que me perjudique y sin descontentar a mis
clientes.
Me asqueé de la corrupción que gobernaba sobre el mundo de
nosotros, los justos. Intenté acercarme al juez al final, mientras bebía
su agua, para ver si podíamos llegar a algún acuerdo. Solo conseguí
ser llevado contra mi voluntad a la salida, empujado. Nada podía ha-
cer para secarme de aquel mundo que me empapaba. Me quedó vol-
ver a mi casa desconsolado para avisarle a quienes vivían conmigo que
tendrían que aguantarme un tiempo hasta que se estabilizara la si-
tuación.
No fue mucho lo que tardó en tornarse aún peor la situación. Se
empezó a conocer mi caso por los diarios que nada mejor tuvieron
que contar, por algunos programas que solo de mí podían hablar,
por gente que chismoseaba por la calle. Pasé a ser algo así como una
celebridad, el mundo entero sabía de “mi gran hazaña”. Una vez fui
invitado por ser la figura del momento a un canal muy visto, me
hacían preguntas para esperar una devolución que yo les daba sin
mucha gana. Cada vez que hablábamos de política yo decía lo mismo,
que muy caros los precios, que ladrones estos, que corruptos los
otros.
Así es la vida de un pobre desocupado sin nada más que el reco-
nocimiento de la gente, miserable y estancada.
Purapalabra | 183
Gota a gota se fue tornando contenida. La fama y la temática fija-
ron los ojos del poder en mí.
A diario me encontraba con gente que me decía cómo gesticular,
de qué manera sentarme; se tornaba tedioso. Siempre iba con un dis-
curso organizado que no había escrito, si la charla se bifurcaba sim-
plemente me decían cómo salpicar la respuesta. No era tanto el es-
fuerzo que realizaba como la fuerza de empuje con que subían mis
números en las encuestas.
Pronto mi candidatura a presidente se había oficializado, yo mis-
mo había elegido la peor sentencia posible.
No fue muy difícil repetir como eco aquello que me soplaban al
oído mientras lucía mis ojos color azul a la cámara. Tampoco lo fue
pararme en una tarima y sonreír como idiota para la gente mientras
arreglaba mi corbata con la mano derecha. Asumí rápidamente por
un adelanto en las elecciones que fueron solicitadas por marchas fu-
riosas y desesperadas que llevaban banderas con mi rostro.
El puesto de presidente no es nada muy distinto a mi pasado de
dentista. Digo que hago una cosa que en realidad no hago y pido más
sacrificio para pagarlas, igualmente me sonríen y aclaman. Pero hay
algo en la sonrisa de un paciente que no hay en el grito desgarrador
de una multitud deseante. El tacto con que uno logra la felicidad de
todos ya no está, quedó atrapado en una celda lejos de la mía, conde-
nado a pena de muerte por la que va a sufrir hasta que llegue su hora.
Aunque, a pesar de haber sacrificado mi trabajo y la compañía de mi
familia de tres o cuatro personas para poder cargar con el peso de es-
tas cadenas de poder, puedo ver un desagüe al final del recorrido. Va
a ser cavado para dejar correr el agua marrón y estancada de este
mundo corrupto, por el esfuerzo imposible de estas codiciadas manos
de odontólogo.
184 | Purapalabra
Lo infinito
Mes
atrás todo
daba inicio, hace un par de
horas lo conocimos, segundos antes lo explicamos.
Ahora enloquecemos con el indicio del fenómeno
que concebimos y orgullosos de cómo lo ideamos.
El noúmeno abandonado aún ante el juicio de la máquina,
una dimensión que se escapa a la comprensión,
valores inefables para medidas drásticas
acompañando a la incertidumbre de la cuántica,
la entropía en su máxima expresión.
Animándose a descubrir la abstracción de lo infinito.
Un ser arrojado hacia lo incomprensible,
el espacio–tiempo alterando su rumbo,
la incertidumbre necesaria para vislumbrar los cuerpos.
La velocidad de la luz haciendo de las suyas,
dejando atrás lo que alguna vez fue pasado,
visitando el futuro. Nunca se abandonó el presente,
esperaba no alcanzar el final de esa eterna
vida de viajero, acompañado del completo vacío.
El eslabón perdido resurgía de sus cenizas,
asimilando la belleza del cosmos con sus ojos,
formándose uno solo con el todo
comenzó a mezclarse en una masa de nociones coloridas.
Se marcaba un instante impreciso en el calendario religioso,
Purapalabra | 185
el cadáver divino enterrado por las ideas
nunca había visto la incandescencia de una estrella,
el limitado reino de los cielos se contenía a la imaginación de su crea-
dor.
Las creencias se deshacían para dejar a su paso una esencia aún más
pura,
la insignificancia de aquel que observa lo volvía inmenso.
Tanto ocupaba su mente que reducía el universo,
volvería tímidamente al inicio para
volver a comenzar en una
nueva era que nunca
afectaría al
infinito.
Media parte
Nada de esto sirve, si no sirvió el último bum, no va a servir un
simple golpe en la cabeza. Por más fuerte que sea, nada acá sirve. En
este lugar nos tenían que dejar antes de irse todos al otro lado. Ni nos
avisaron, deben haberlo hecho a propósito.
Estas asfixiantes paredes parecen ser nuestra única compaña, de
un metal macizo y brillante. Vos eso lo debes tener claro, siempre
estás apoyado contra ellas. A veces incluso dudo que no sean trans-
parentes y estés del otro lado. Pero no, me doy cuenta.
Antes de que nos metieran pude ver este lugar por fuera, era dife-
rente a lo que se ve desde acá. Incluso estaban ellos que me guiaban
servilmente. Y todo para dejarme como un animal acá encerrado.
Nunca me puedo acordar cuándo te metieron a vos, siempre me veo
entrando solo y este lugar vacío, pero de pronto un día apareciste…
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Está bien, sé que no te gusta hablar de este asunto, no quiero volver a
pelearme.
Si por lo menos nos hubiesen dejado unas cartas sería otra histo-
ria. Lo mismo con cualquier juego, con algún libro para releer tantas
veces como sea necesario, un arma para… Qué sé yo. A veces me abu-
rro tanto que empiezo a pensar en lo absurdo. Por los menos estás
vos para entenderme. No sé qué haría sin tu compañía acá adentro.
Encima que tanto nos parecemos, también te tocó la bendición de la
vida eterna. O bueno, la bendición es tuya que naciste con eso. A mí
me la dieron. Solo me tuvieron que dar un par de pinchazos y des-
perté sintiéndome interminable. Me dijeron que estuve dormido al-
gunos años, pero yo lo sentí como cinco minutos. Si no me equivoco,
tenía treinta y ocho en ese momento. Ahora perdí la cuenta, acá
adentro no hay día o noche, ni siquiera necesito dormir. Además
¿Para qué calcularlos si no tengo un tope?... Perdón, sé que no te
gusta que te haga muchas preguntas.
Entiendo el gran favor que me hicieron al hacerme esto, incluso
pude dejar atrás mis necesidades de hombre, mis debilidades, mis
tentaciones. Me dejaron claro que podría sobrevivir condiciones ex-
tremas. No podría ahogarme, por ejemplo, no podría quemarme, ni
la radiación me afectaría. Eso sí, podría morir, pero en condiciones
inimaginables, similares a estar en el centro de detonación de una
bomba nuclear. Sí, de esas que se escuchaban afuera, cuando todavía
se estaban peleando. Me dijeron que me metieron en esta prisión de
paredes anchas y macizas para que no salga lastimado o me capturen
¿Qué miedo puedo tener yo de alguna de esas cosas? Si morir no
puedo y sentir dolor tampoco. Algo deben haber tramado a mis es-
paldas. Seguramente por ese motivo fue que me dejaron acá y se fue-
ron.
Purapalabra | 187
¿Te acordás el día que quisimos salir? Empezamos a golpear con
toda la fuerza y nos caímos al mismo tiempo. Gritamos al unísono a
ver si nos ayudaban, pero nadie respondió. Hace un buen rato que
aceptamos que de acá no hay escape. Sólo vos, yo y las paredes de
metal brillantes. Un poco se movieron después del último bum, pero
nada más.
Siempre parecés estar fuera de acá. Quisiera que ya estés ahí,
podrías encontrar una manera de entretenernos. Si no, alguna forma
de desconectarnos del mundo. Parece ser el único camino para sentir
algo ahora. No sé si bueno o malo, es de lo poco que podría notar
después de la corta cirugía. Acá adentro no hay forma de morir,
quizás en ningún lado. Pero ni siquiera intentarlo podemos.
Nada tenemos para hacer, ni siquiera matar el tiempo eterno que
nos queda. Quizás los de afuera hayan sido inteligentes y se hayan ma-
tado. Por eso el bum. Al haber descubierto la cura a la muerte ¿De qué
les servía la vida? Seguramente eso pasó y se olvidaron de sacarnos de
acá cuando nos metieron. No, con seguridad no se acordaban de que
nos habían metido. El recuerdo de ese momento es muy difuso.
Pero por lo menos no estoy solo. Me tocó compartir esta eterni-
dad con alguien casi idéntico a mí, a no ser por algunos rasgos metá-
licos que te definen. Si no fueras otra persona pensaría que estoy ahí,
reflejado. Deberíamos estallar de alegría, vamos a compartir juntos
todo el tiempo que tenemos acá adentro, aprovechando de nuestra
compañía. Los buenos momentos recién están comenzando, no por
nada nos volvieron inmortales.

188 | Purapalabra
/ Lucrecia Vallejos
El mar
Escribí mi nombre en la arena, algo muy cursi y novelesco, el agua
lo tapa, pero una marca es una marca para siempre aunque la arena lo
moje y se vuelva a mojar.
Y mi nombre desaparezca y se desarme entre los matices de una tar-
de gris. No estoy ausente, estoy vaya a saber cómo, a solas con mi alma.
Por momentos fuerte, endurecida, capaz de soportarlo todo, hasta
esa locura que amenaza y te aterra y me aterra.
De la cual daría la vida por que no estuviera.
Así, tan vulnerable.
Así, impotente, anclada en la arena.
Así, entre la seguridad que me devuelve la madurez de mis años y
la locura que vi atormentar tus noches jóvenes,
Así estoy con mis lágrimas atoradas, perdiéndose en el ahogo de
mi realidad.
Así, como un animal
que pelea en medio de la
selva por su presa y bro-
ta la fuerza.
Así, como si no co-
nociera el dolor y nada
hubiera pasado, me le-
vanto y corro descalza,
disimulando el frío del
agua, mojándome.
Purapalabra | 189
Noche mansa
Cuando la noche se queda mansa y la bruma cae donde la luna
desaparece, es ahí donde te busco.
Cuando evito los espejos, para no verme, y las galas narcisistas no
me revelan una respuesta, es ahí donde me pierdo.
Cuando aprenda a no donarme en cada deseo ajeno, y me con-
vierta en mi mejor amiga.
Seré esa mujer que busco, que me alcanza en cada acto de amor
frente a mis hijos.
Revelaré el misterio de ser libre, de mi esencia, de ser intensa y reírme
como loca en una borrachera alucinada de una noche donde la luna
ya no se esconda.
Sólo cuerpos
El camino que se ve a través de la ventana va quedando atrás como
una película.
Queda atrás la gente, la noche, las historias, el olvido, la euforia, algún
recuerdo, las ganas de verte, la pobreza y la cuenta de algunos muertos.
Queda atrás, el barrio de casas blancas y vacías y la lluvia al caer en
el pavimento.
Quedan atrás las campanadas de la iglesia y la manzana donde
está la escuela, que en la infancia parecía “el mundo”.
Quedaeltiempoquesemarcaenelreloj depared, consutictacsintregua.
Queda el tiempo que surge de una canción vieja, sonando en el
fondo de la pieza como testigo del amor entre ellos.
Queda el tiempo de hoy en el que puedo todavía buscarme en la
mirada presente de mi padre y que abrazo casi con desesperación, co-
mo si fuera una niña.
190 | Purapalabra
Queda parte del camino por recorrer y un destino. Secretos de
mis partes más prohibidas. La incertidumbre que aparece con los
años no tiene la ilusión de aquellos sueños.
Habrá otros para correr el riesgo, para volar, apasionarse, gritar, pa-
ra decir acá estoy. Y por sobre todas las cosas existe la otra satisfacción,
que es la satisfacción de la palabra, para nombrar todo esto que siento.
Mujer
Mujer de campo, o de ciudad, de la montaña o el mar, joven,
grande, rica, pobre, no importa.
Te obsesionas por la imagen que se va perdiendo cada noche y te
quedas con tu dolor, emborrachándote.
La piel se siente fina, blanda, pero sigues siendo un misterio que
envuelve tu encanto.
Cuántas historias de amor silenciadas para darle vida sólo unas horas.
¿Por dónde va tu deseo,
que por momentos se en-
reda en ilusiones?
Cuántas veces coqueteas
por caminos lujuriosos, de-
senmascarando a otro, hasta
revelar su goce. Sólo para ser
aceptada, para que tus galas
narcisistas no se demoronen
de la nada.
Mujer intensa, mujer
dura, eres especial como cada
luna, al límite, sin impor-
tante nada, mujer de nadie.
Purapalabra | 191
/ María Antonia Conti
La creatividad
Camille Junet vive sola en su departamento, ubicado en uno de
los barrios del oeste de París, Francia. Ha llegado desde Argentina y
reside en esta zona desde hace escaso tiempo. Conoce a poca gente
pero continúa la amistad profunda iniciada desde la infancia con su
incondicional Brigitte Baret.
Ambas jóvenes se han hecho muy amigas y comparten su pasión
por la pintura. Próximamente, Brigitte expondrá obras pictóricas en
la Galería Louis Ruitte, un afamado centro de arte de Giverny.
Brigitte ya conoce Giverny y ha entusiasmado a Camille para que
viaje a conocer este lugar y ver la exposición de sus obras.
A ella le ha costado tomar esta decisión. Lo que más la inquieta es
conocer el lugar donde vivió Monet, uno de sus pintores franceses
preferidos.
Camille se dispone a concluir con el armado de su maleta. Es muy
temprano, apenas comienza a amanecer. El sol se asoma por el hori-
zonte, lo que permite darle unos minutos más de oscuridad a la ciu-
dad. Ella se ha tomado un tiempo para admirar la belleza de este día,
como habitualmente lo hace.
En este instante piensa en sus propias vigilias, en las que siempre
están presentes sus deseos de pintar y de crear, de reforzar ese talento
que todos dicen que ella tiene.
Desde pequeña ha sido una niña imaginativa, aunque ella cree
192 | Purapalabra
que ha perdido esa cualidad y lucha por recuperarla. Recuerda a sus
padres, quienes siempre la estimularon, permitiéndole explorar con
libertad y apoyándola para que lograra lo que deseaba.
Piensa en sus maestros, quienes rescataron su perseverancia, su
poder de concentración y su optimismo para lograr sus objetivos.
Recuerda que hace aproximadamente un año tomó la importante
decisión de retomar la pintura y se inscribió en el Conservatorio de
Bellas Artes cuando se instaló en París. Sabe que poco a poco está sa-
liendo del estancamiento en el que estuvo. Ha vuelto a desarrollar su
creatividad.
Reconoce que siempre le atrajo la pintura de Monet porque como
él, su deseo es pintar plasmando escenas de la vida cotidiana. Ese fue
el motivo principal en la decisión de radicarse en Francia. Conocer de
cerca su obra. Se siente feliz con el giro que le ha podido dar a su vida.
Sabe que éste es su tiempo, el momento de ir a Giverny.
El sonido del timbre la sobresalta. Llegó su amiga Brigitte, quien
será su compañera en este viaje que programaron juntas. Se saludan
emocionadas. La alegría de ambas es contagiosa. Una vez cargadas las
maletas parten en el auto de Brigitte rumbo a Giverny.
Brigitte: La salida de París será ágil porque desde acá tomaremos la
autopista para dirigirnos a Normandía, región donde se encuentra
Giverny.
Camille: Voy en tu auto y está oscuro, como cuando viajo a casa
por las noches, cuando regreso de mis clases de pintura.
Brigitte: Sí, no te preocupes, pronto saldrá el sol. Creo que este via-
je será una verdadera aventura.
Camille: Quiero agradecerte por haberme hecho esta invitación…
Contame un poco de Giverny.

Purapalabra | 193
Brigitte: Giverny queda a 80 Kilómetros de París, sobre el lado
oeste del río Sena, en la región de Normandía. Creo que llegaremos aproxi-
madamente en una hora. Vamos camino a la red de autopistas.
Camille: Me dijeron que Giverny es bellísima, que ha sido considerada
patrimonio mundial de la Unesco.
Brigitte Sí, creo que sí… pero antes de llegar quiero que disfrutes del
viaje. Desde la ruta vas a ver los campos de trigo y las mesetas cubiertas de
bosques, es una armoniosa escenografía natural.
Camille: Me contaron que Giverny atrajo a numerosos pintores impre-
sionistas durante el siglo XIX y que la mayoría de ellos siguió los pasos del
artista Claude Monet, creador del movimiento. El vivió allí durante cua-
renta y tres años. He leído sobre su vida… Sabías que la esposa se llamaba
Camille, como yo…
Brigitte: Sí, lo había leí-
do. El nombre proviene del
latín, se dice que las Cami-
lle son mujeres de naturale-
za libre y noble. Él fue uno
de los pintores más famosos
del Impresionismo francés.
En Giverny está la casa, el
jardín de Claude Monet y
el Museo de los Impresio-
nistas.
Camille: Sabías que sigo
ese movimiento artístico y
una de las obras que estoy

María Antonia Conti,


La niña de la bicicleta
194 | Purapalabra
haciendo en mis clases es “La niña de la bicicleta”… La había hecho cuando
pequeña y ahora volvísobre ella.
Brigitte Sí, sé que te gusta pintar obras con técnicas del impresio-
nismo francés. Y no me sorprende, amiga, creo que tiene que ver con
tu personalidad. El impresionismo rompe con otras corrientes que
había en la época y vos sos de romper con lo tradicional… tenés una
personalidad muy creativa.
Camille: Sí, más que nada nace de mi voluntad de reinventar la
creación artística, de reforzar la importancia de la creatividad. El im-
presionismo es una reacción contra la pintura académica. Y considero
que Monet fue un verdadero creativo.
Brigitte: Sí, la creatividad es la capacidad de inventar cosas nue-
vas. Gracias a la creatividad surgen muchos inventos importantísi-
mos para la humanidad.
Camille: Admiro a Monet porque tuvo la capacidad de pensar mo-
dos inusuales para resolver determinadas cuestiones, logrando resulta-
dos que parecen imposibles. El puso el acento en los procesos, no en los
resultados, dejando fluir su creatividad. Creo que ese camino es el co-
rrecto. Quiero decirte algo importante… Vos, Brigitte, fuiste quien
impulsaste en mí el deseo de volver a pintar y te estaré eternamente
agradecida, porque he vuelto a crear, he vuelto a tener sueños…
Brigitte: Somos muy jóvenes… todavía no llegamos a los 40 años.
Es importante soñar.
Camille: Sí, estoy convencida de que es importante soñar a cual-
quier edad, y poder poner manos a la obra… Y a veces equivocarnos y
volver a empezar.
Ya habían dejado atrás París. Ambas charlaban animadamente
cuando sorpresivamente se dieron cuenta que habían llegado a Gi-
verny. Se encontraron en un lugar de una belleza intemporal. Era ve-
Purapalabra | 195
rano, las plantas florecían y la ciudad vivía un boom turístico.
Dejaron las obras en el lugar de la exposición artística, con el
compromiso de asistir al acto de inauguración que se celebraría el día
siguiente. Una vez realizado el trámite, se dirigieron a la casa de Clau-
de Monet donde el jardín era el escenario de muchas de sus obras
más trascendentes.
Ambas estaban maravilladas. Allí habían brotado los sentimientos
del artista y ellas estaban en ese lugar único. Lo que veían era una
verdadera obra de arte con colores espectaculares. Habían enmudeci-
do… Finalmente habló Camille:
Camille: Estoy profundamente emocionada. Las obras de Monet
captan la naturaleza tal como se presenta. Impresiona como ha logra-
do los efectos de luz. Impactan los colores puros que utiliza…
Brigitte: Sabía que Monet a lo largo del tiempo logró dar nuevas
formas pictóricas a las frutas y a las flores, y que eran muy distintas a
las de sus primeros trabajos.
Camille: ¡Como fue creciendo su creatividad! El placer que siente
al pintar, trasciende… eso se ve en sus obras.
Brigitte: ¡Es admirable su evolución! La pintura de Monet resulta
especialmente vital y llena de armonías. El trabajo durante su vejez
representa el trascender de la existencia.
Camille: Según Monet, el motivo que pintaba era secundario; lo que
quería representar era lo que existía entre el motivo y él…. ¡Qué valioso!
Ambas pasaron algún tiempo recorriendo el lugar. Las obras de
Monet lograron captar totalmente la atención de las dos, la belleza
del lugar las hipnotizó. Ellas, invadidas por ese esplendor, estaban
enmudecidas.
Se dirigieron al hotel donde tenían reservada la estadía. Luego de
una cena frugal, se dispusieron a descansar, mañana les esperaba una
196 | Purapalabra
nueva jornada.
Amaneció. El sol se filtraba por las ventanas, deseoso de anunciar
un nuevo día. Camille no había podido dormir, estar tan cerca de las
obras de Monet la desveló.
Luego de desayunar caminaron rumbo a la exposición en la que
Brigitte presentaba sus obras junto a otros artistas. Al llegar, comen-
zaron el recorrido por la galería de arte.
La historia vivida el día anterior lleva a Camille a detenerse en las
obras con caracteres del impresionismo. Ella disfruta del silencio de
ese lugar. Ese silencio que como el sol madura los frutos del alma. Ese
silencio que le permite hablar calladamente consigo misma y sujetarlo
hasta convertirlo en vuelo.
Cada obra que mira le devuelve ese deseo de crear. Las ideas flu-
yen en su cabeza. Sabe que tiene que actuar sobre ellas porque así
podrá crear. Sabe que la creatividad requerirá práctica y constancia.
Finalmente, el recorrido ha terminado. La obra de Brigitte ha sido
distinguida. Ambas salen del lugar emocionadas.
En el viaje de regreso a París conversan sobre la exposición de arte.
La charla se focaliza en la creatividad de las obras expuestas.
Camille: Es Maravilloso lo que vimos. ¡Qué bello grupo de creati-
vos! ¡Estoy impresionada! Creo que la creatividad es un motor no sólo
para los artistas, sino que es esencial para nuestras vidas.
Brigitte: Coincido, ser creativo es un valor que todos podemos po-
ner en práctica sin importar nuestra edad o nuestros talentos. No hay
que temer al aburrimiento, ya que es uno de los grandes motores de la
creatividad.
Camille: ¡Si! Seguiré siendo creativa en mi vida y en mis obras
porque será lo que me empuje a romper mis propios límites.
Brigitte: Será necesario, porque tendrás la energía y la inspiración
Purapalabra | 197
necesarias para reinventarte y renovarte.
El viaje ha terminado. Sin darse cuenta, han llegado. Ambas se
despiden, dispuestas a retomar su vida cotidiana. Esta experiencia ha
dejado huellas imborrables en las dos amigas.
Camille ha experimentado la necesidad de abrir el corazón, la
mente y la imaginación a esta fuerza única e increíble de crear para
cumplir sus sueños.
Aprendió que el inicio de una solución creativa es reparar en un
problema desde todas las miradas posibles para resolverlo. Está con-
vencida de que la creatividad le brindará la oportunidad de reinventar
su vida y reforzar su formación artística.

198 | Purapalabra
/ Martín Minassian
Mil libras
El viernes siempre es un buen día. La gente está contenta y tiene
más plata y ganas de gastar. Los vendedores ambulantes lo saben y
venden más garrapiñadas, más panchos, más sánguches de milanesa.
Los bares de la estación de Once venden más.
La gente anda con más plata encima. Jacinto lo sabe bien. A la
mañana, la gente llega más cansada que nunca en el Sarmiento, y a la
tarde se vuelve igual o más cansada a sus casas, pero esta vez se le nota
un poco de alegría. Con el sobre con el pago de la semana o de la
quincena, o del mes completo, junto con el recibo. Prolijamente do-
blado. Lo llevan con cuidado, en el bolsillo de adentro de la campera,
en el fondo de la cartera, en el bolsillo de arriba a la derecha. Si uno
presta atención es muy fácil saberlo. Ante cualquier movimiento
inesperado miran adonde llevan su posesión más preciada. Y unos
segundos más tarde se tocan en el lugar preciso adonde está. Como si
hubiera podido desaparecer. Porque saben que hay que estar atentos
y cualquier cosa puede pasar adentro de un vagón del Sarmiento. Es
lo mismo acá que en Santiago.
Jacinto mira a la gente y ya se da cuenta con una sola mirada de
qué podría trabajar esa persona, si cobra por semana o por quincena,
o si es un malandra. Se toma su café con leche con dos medialunas a
las once y media. Los viernes no se necesita empezar a trabajar desde
temprano. Al lado de él, gente que desayuna con moscato y soda. Pe-
Purapalabra | 199
lo corto y peinado al costado, traje y corbata. El infaltable abrigo,
siempre colgando del brazo, o si hace más calor, un bolso con el dia-
rio y algo de ropa extra. Nadie presta atención a lo que hace, porque
lo que hace es pasar desapercibido. Y mirar detalles. Hasta podrían
llegar a confundirlo con un policía. Todo ayuda.
Se le acerca su compadre, Jorge. Con cara preocupada. Malas no-
ticias, mi compadre. Lo tuvieron que internar a Marcial. Marcialito.
Jacinto deja el café con leche. Con paso apurado, los dos hombres
prolijamente peinados y vestidos con sus trajes de tela barata se van a
la casa tomada de la calle Ecuador.
Jacinto espera que le den línea en el teléfono. Llama a la casa de
doña Clotilde, la vecina que tiene teléfono en su barriada, en San
Ramón. Atiende el hijo de doña Clotilde. Le pasa el recado, Marcia-
lito está internado, tuvo una peritonitis. Ramona lo está cuidando,
pero necesita que le pasen plata para pagar los gastos del hospital.
Casi unos novecientos mil pesos. Le deja el recado para que le den a
Ramona cuando vuelva a pasar. Que espere un poco, que va a hacer
lo posible. Que la quiere mucho a ella y a Marcialito.
Ya es casi la una. Jacinto no tiene tanta plata guardada. Los pocos
ahorros que le quedan, que no le había mandado a Ramona, son los
que está guardando para irse a Londres con su otro compadre de San
Ramón. Ese viaje va a tener que esperar. Igual, necesita más para
mandarle a Ramona. Y sabe que hoy no lo va a conseguir. Va a pedir
prestado si es necesario.
Pese a todo, nunca hay que perder la calma. Estar siempre atento.
Eso es lo que uno aprende al principio, como cuando se torea. El to-
rero va contra la presa, se ubica lo más cerca que pueda, y en el mo-
mento indicado se clava la lanza. El toro no se da cuenta y sigue de
largo, sin saber que lo clavaron. El viejo Elgueta, con los dedos torci-
200 | Purapalabra
dos de tantas veces que lo agarraron, siempre le insistía en que nunca
dejara de prestar atención, que todo era cuestión de mirar bien alre-
dedor y nunca ponerse nervioso. El momento justo de clavar la lanza
siempre aparece.
La señora con el hijo, preguntando cómo llegar al hospital de
niños. Los dos hombres se separan, como si no estuvieran caminando
juntos. Uno se aleja y mantiene distancia mientras mira la escena des-
de afuera, mientras que el otro ayuda a subirle la silla de ruedas al
cordón de la vereda. El hijo tendrá la misma edad que Marcialito, y
está torcido sobre la silla, con un babero. Se sacude y hace ruidos to-
do el tiempo. La señora confía en las indicaciones de Jacinto, que ca-
mina con ella una cuadra. La señora es del interior y trae al hijo para
que lo operen. También va a tener que buscar una pensión donde
quedarse por unas tres semanas, y lleva sus ahorros junto con plata
que le prestaron todos los parientes. Jacinto se toca la oreja derecha.
Le dice que la verdad que no sabe por dónde buscar una pensión,
que él está viviendo en lo de un pariente. Se rasca la nariz. Saca unos
diez mil australes que le da a la señora, que por favor los acepte. La
señora al principio no los quiere aceptar, pero él insiste. La señora le
agradece y los guarda en su cartera. En la cartera hay una billetera
chica, muchos papeles, seguramente estudios, y un paquete de papel
madera. Hay una parte de la vereda que está rota. A Jacinto le cuesta
mover la silla de ruedas. Le pide ayuda a la señora, la mueven entre
los dos.
Mirko es malo
Hay gente que puede pensar que Mirko es malo sin tener que ela-
borarlo demasiado, sólo por relacionar un nombre muy común entre
los romaníes y su afición natural al delito. Otros, con un poco más de
Purapalabra | 201
conocimiento, pueden pensar que Mirko es un preadolescente que vive
en un entorno difícil y que todos esos años lo han formado de manera
irreversible. Pero creo que debemos encontrar una definición de qué es
ser malo, y, por ende, qué no lo es, y contrastarlo con nuestra afirma-
ción sobre Mirko.
Imaginemos a un ser inocente. Un gatito bebé, por ejemplo. Un
gatito bebé es un animalito peludo, tierno e indefenso. Adorable por
donde se lo perciba. Cuando un gatito bebé se siente indefenso, maúlla
llamando a su madre. El maullido es diferente al de los gatos adultos, y
suena como un “Miii, miii, miii” en el tono exacto para alertar y gene-
rar compasión en su madre, y en casi todos los mamíferos.
Se puede hacer que los maullidos de los gatitos terminen con mu-
cha facilidad, más de la que uno se imagina. Mirko también lo sabe, a
sus trece años y medio.
Uno puede tomar a un gatito por el pliegue de la piel de la nuca, lo
cual hace que se relaje completamente y deje de moverse y pedir ayuda,
ya que es la forma en la que la madre los transporta, y puede así sumer-
girlo en agua. El gatito no tiene mucha fuerza para defenderse, y mu-
cho menos en esa posición, por lo que dejará de maullar definitiva-
mente en unos pocos segundos. Carece de sentido detallar la repetición
del proceso cuando las camadas son un poco más grandes.
Hasta ahora no hemos resuelto nuestra pregunta inicial, sólo sabe-
mos que Mirko conoce una forma muy eficiente y popular para matar
gatitos. Unas personas que no conocen a Mirko dijeron que él era ma-
lo, y todos les creyeron. Pero aún no hemos encontrado la repuesta a
nuestra pregunta.
Quienes no conocen a Mirko siguen afirmando que es malo por-
que otras personas dijeron que lo vieron salir de la casa del señor Jov-
kovic. Aquellos que se aventuraron a entrar movidos por la curiosidad
202 | Purapalabra
encontraron en el jardín del fondo de la casa un balde lleno de agua y a
seis gatitos atigrados que no maullaban más. También encontraron al
señor Jovkovic con un gatito mojado en sus manos, que respiraba con
debilidad. El señor Jovkovic tenía el cráneo hundido, gracias a un cer-
tero golpe dado con una barra de hierro.
Polina se acurruca en mi falda mientras escribo esto. Ella me lo
contó, y sabe que Mirko no es malo. Prefiero creerle a ella.
Los homínidos
En la enciclopedia de Calculín había un tomo sobre los hombres
primitivos, que se llamaban homínidos. Cazaban animales, vivían en
cavernas y habían descubierto el fuego. Se comunicaban con gruñi-
dos y usaban taparrabos. En una de las imágenes aparecía un homí-
nido trayendo a un jabalí que había cazado, mientras que la mujer
cuidaba a un bebé, con otras mujeres. También, usaban herramientas.
Se parecían a los mecánicos, y seguro tenían el mismo olor.
–¡Estas milaneshas son un espetáculo, Marta, qué buena mano
que tenés, esta cena está una fiesta!
El Cholo le estampa un beso en la mejilla, un beso de homínido
peludo y contento. El otro homínido, en etapa puberal tardía, festeja
la ocurrencia de su padre mientras carga más mayonesa en el plato.
–Sí, señora, una masa las milangas.
Los homínidos ríen, Marta ríe, pero Lucía no.
Lucía mira en silencio a esos invasores que ocuparon su casa y le
dicen Marta a su mamá y “Prinsheshita” a ella. Son los mecánicos que
vienen de lunes a viernes a las siete y media de la tarde con esas ropas
azules olorosas, las caras transpiradas y manchas de grasa en todos la-
dos. Llegan, se quedan, comen, miran la tele, se duermen. Se van
temprano, antes que ella se despierte. Se apropian de la casa los fines
Purapalabra | 203
de semana también. Se apropiaron de la casa y de su mamá, que les
hace milanesas y guiso y les lava los overoles.
Lucía quisiera tener un papá. Que usara corbata, que oliera bien,
que le contara cuentos. Su mamá le dijo que ella había tenido uno,
pero que se fue cuando ella era muy chiquita. En la casa había sólo
una foto de él, en la que estaba mamá y ella era un bebé. Pero mamá
la había guardado cuando ellos llegaron a casa.
Gritan. Festejan los goles en el televisor mientras ella juega con sus
muñecas. Hablan cosas del taller, de la formación de Cambaceres, de
cosas a la que ella no presta atención.
–No, Mati, vos tenés que fijarte bien, si la mosinética está más
gastada de un lado que del otro es porque está mal la alineación, en-
tonces vos vas, le aliniás primero y después le cambiás la mosinética.
Mati, el homínido en desarrollo, lo mira y asiente.
–Vos no sos burro, Mati, ojalá te pudiera haber dado estudio pero
no pude, entonces a uno no le queda otra que laburar y aprender de
donde uno trabaja –chupa del mate y sigue con su soliloquio.
–Vos mirá, acá la Prinsheshita tiene la suerte de no tener que salir
a laburar desde los seis, y por eso la queremos y la cuidamos tanto. A
esas cosas hay que cuidarlas bien porque no hay. Ya se nos fue la
Glady cuando vos eras chiquito. Y ahora encima pobre Martita, tan
flaquita que se puso. ¿Ves? por eso uno tiene que ser un hombre de
bien. Las tenemos que cuidar a las dos, a Martita y la Prinsheshita.
Lucía escucha pero no presta mucha atención. Mira la televisión
mientras toma su café con leche. Andrea Celeste perdió a su papá y a
su mamá y Don Eduardo la cuida y la quiere. Don Eduardo lee libros
y habla bien. Seguro que no tiene olor como los mecánicos.
La invasión siguió el día que Mati la fue a buscar a la escuela. Mati
le daba asco, y mucho más despúes que una vez que estaba sola, in-
204 | Purapalabra
vestigando la piecita del fondo adonde vivía él, encontró que tenía
escondidas unas revistas con fotos de mujeres desnudas. Las miró, en
una mezcla de curiosidad y repugnancia, y después se fue corriendo.
Nunca se lo contó a su mamá. Tampoco se lo iba a poder contar
ahora, porque Mati le dijo que ahora él la iba a ir a buscar a la escuela.
Le pegó, trató de agarrarle el pelo y de patearlo mientras ese asquero-
so con olor y manchas de grasa la sostenía. Más la sostenía y más
bronca le daba y trataba de pegar más fuerte entre lágrimas, mientras
sentía cómo se le iba impregnando el olor a mecánico.
–Está bien, todo va a estar bien, no te pongas así, se va a poner
bien tu mamá.
Mati la sostenía. La sostenía como le hubiera hecho falta a él todas
las veces en las que de chico necesitó que alguien lo hubiera sostenido
y le hubiera dejado desahogarse, patalear, gritar.
Mati ya se había olvidado de eso porque los hombres no lloran, se
aguantan y siguen adelante, pese a todo. Eso hacían él y su papá. Los
homínidos sabían cazar, pero no sabían cocinar hasta que descubrie-
ron el fuego. Pintaban las paredes de las cuevas con pinturas rupes-
tres, que eran escenas de cacería. También hacían ceremonias cuando
los miembros de sus tribus se morían.
Pasaron las tardes en el taller, entre autos y más mecánicos que se
metían en las entrañas de los autos desde una cueva excavada en piso,
y los volvían a despertar.
El Cholo había tratado de acomodarle la oficinita, la de adelante, a
Lucía.
–A ver, Prinsheshita, yo sé que no es tu casa, ya sé que no soy tu
papá, pero vamos a tener que estar juntos en ésta, como cuando es-
tuve con Mati por la Glady, todo va a salir bien.
Lucía no respondía. Ese día la había convertido en algo parecido a
Purapalabra | 205
esos autos que estaban ahí, quietos, esperando que les volvieran a
poner las piezas que les faltaban.
El Cholo se le acercó. Le agarró la manito pequeña, rosada, con su
garra endurecida por la cacería y despedazamiento de autos.
–Todo va a estar bien, nena.
La enciclopedia de Calculín omitía un detalle muy importante, al
igual que la mayoría de las enciclopedias de su época. Pese a su tos-
quedad y el rudimentario conocimiento del mundo que los rodeaba,
los homínidos se diferenciaban de sus antecesores menos evoluciona-
dos en algo más.
Los homínidos habían desarrollado la capacidad de tener senti-
mientos.
Subproductos industriales
Partes de máquinas. Supongo que deberían ser partes de máqui-
nas muertas, si es que pudiera hablarse de un estado de vida o muerte
en una máquina. Intuyo que una máquina está viva o no por el he-
cho de funcionar o no. Las máquinas tienden a tener pocos estados
intermedios entre esa potencial vida y su muerte. Si fuera posible que
existan.
Sé cabalmente que también lo hacen con cabras, y desconozco
completamente si requiere del uso de cabras vivas enteras, muertas, o
de sus partes. También lo hacen con cerdos, con un resultado que
siempre me repugnó.
Seguramente lo hacen con partes de máquinas. Trato de imaginar
el proceso de manufactura. Como primer paso, deberían ser procesa-
das por una máquina que triture las piezas más grandes, pasando
luego por una molienda más fina que convierta en un polvo fino a las
partes más pequeñas. Debería haber alguna etapa intermedia que se-
206 | Purapalabra
pare las partes útiles. El polvo fino debería tener que hidratarse y
emulsionarse de alguna manera, quizás algún polifosfato y un gelifi-
cante ayuden. La forma de los moldes en los que se solidifican y en-
vasan es evidente. Está ahí, frente a mí.
Pienso en la máquina que lo elabora. Una máquina con una fuer-
za imparable, sin una conciencia evidente e insensible por definición,
que está destrozando partes de otras máquinas que también han te-
nido su tiempo de funcionar y que llegaron a su fin. O vida útil y ob-
solescencia programada bajo esta idea de vida o muerte de las máqui-
nas. La máquina que tritura fragmentos de otras máquinas, que to-
davía se encuentra en su etapa de vida útil, no piensa en lo que está
haciendo.
Del mismo modo que el operario que alimenta a esta máquina.
También es una máquina, según quien interprete su existencia fí-
sica y capacidad de autopercepción. Conciencia. Pensamientos.
–¿Lleva algo más?
–Sí, dos cincuenta de queso de máquina.

Purapalabra | 207
/ Matías Levy
Encierro
Está todo oscuro, de vez en cuando se abre una rendija donde se
vislumbra una luz y nos dan el mejunje de comida que nos preparan,
solo una vez al día. Aprendimos a la primera a devolver las bandejas,
si no lo hacíamos, nos dejaban sin comer durante casi dos días. En ese
breve momento de luz puedo ver a mi compañero, la barba y el pelo
desprolijo ocultan su cara. Perdimos la cuenta del tiempo que lleva-
mos acá, o al menos yo, él ya no habla. En nuestra pequeña prisión
estamos nosotros y un balde, por suerte él tenía un buzo cuando lo
secuestraron y lo usamos de tapa.
Recuerdo cuando los primeros días él charlaba con emoción de lo
que como era su vida y tenía fe en que pronto saldríamos de ahí. Yo
ingenua, me dejé llevar por sus palabras. Intenté contar los días, pero
poco a poco se me confundían los números, no había nada con que
rayar el piso o la pared y si de hacerlo, no podríamos verlo. Un día
nos lanzaron por una rejilla un gas que nos dejó inconscientes, tuvi-
mos mucho miedo, gritamos y pedimos ayuda, pero nadie vino.
Cuando despertamos no vimos nada diferente, él fue al balde y estaba
vacío, a los siete días hicieron lo mismo y comprendimos que sería un
ritual. Empezamos a contar los días, pero una vez no habían pasado
siete comidas y nos noquearon de nuevo con el gas, él sospechó que
nos escuchaban y eso lo terminó de enloquecer. Desde entonces la
emoción de esos primeros días fue desapareciendo, solo quedaron
208 | Purapalabra
llantos y un silencio absoluto. Intente conversar con él, al principio
solo respondía monosílabos, y luego pasaron a ser gruñidos hasta ca-
llarme. Quería levantarle el ánimo, como él había hecho al principio,
era en vano. Empecé a hablarme a mí misma, no quería volverme
loca, decidí que mantendría la mente funcionando. Hablaba todos
los días en mi cabeza, reconstruía escenas, charlas, lugares, de todo lo
que podía recordar.
El tiempo pasa y la temperatura disminuye. Si nos secuestraron en
un día de verano, y ahora comienza el frío, tal vez hace 6 meses que
estamos, o ellos bajan la temperatura para confundirnos. Cada vez
me cuesta más mantenerme despierta y consiente, me olvido pala-
bras, y se me dificulta pensar en frases completas, solo comemos,
usamos el balde y dormimos.
Cuando nos traen la comida, no prenden la luz, solo escuchamos
el ruido de la apertura de la rendija. Me estiro y para agarrar la ban-
deja, me encuentro con la mano de él, ninguno de los dos la aparta
por unos segundos. Él comienza a retirarla, yo lo agarro y me acerco,
pongo su mano en mi pecho para que sienta los latidos, que estoy
acá, que estamos en la misma. Él hace lo mismo, al tocar su pecho
siento los leves latidos. Agarro las bandejas y comemos uno al lado
del otro, como los primeros días. Al terminar de comer se acuesta, y
yo hago lo mismo detrás de él. Lo abrazo para darnos calor y como si
lo protegiera, sé que él ya perdió las ganas de vivir.
Desde ese momento comemos juntos, siempre en silencio, senti-
mos nuestra compañía y el calor. Nos vuelven a dejar inconscientes
con el humo, cuando despertamos olemos un olor asqueroso y po-
drido, el balde se derrumbó, con el buzo desgastado intento limpiar y
mandarlo a una esquina, el olor no se va y tampoco está el balde. Al
día siguiente nos traen otro, cuando voy al baño me corto al apoyar-
Purapalabra | 209
me, por suerte es una herida leve. Con cuidado toco el balde y es de
metal flexible, se me ocurre una idea. Llega la comida y me da un
susto, como si hubieran descubierto mis pensamientos. Comemos en
silencio y nos abrazamos, cada vez hace más frío y él comienza a tem-
blar, lo abrazo fuerza y siento que empieza a llorar en silencio. Antes
que nos agarre el sueño, le intento decir con una voz firme y decidida.
–Nos voy a sacar de acá.
Lo único que me sale es una voz ronca y seca. Él no me contesta,
pero sé que está despierto. Cuando me despierto, voy al balde, esta
vez no para usarlo, sino para romperlo. De a poco lo voy doblando,
una y otra vez para cortarlo, lleva tiempo y esto es lo único que tene-
mos. Vamos a escapar, pasan tres días. Se me escapa de las manos y el
balde golpea contra la pared, me paralizo unos segundos, con miedo
de que me descubran. Pasan varios minutos y no pasa nada. Él se me
acerca y se apoya en mí, me habla en la oreja como un susurro.
–Nos pueden ver, nos van a descubrir.
–Lo vamos a intentar.
–¿Cómo? Nos duermen.
–Voy a estar en el otro extremo de la rejilla del gas, y cuando en-
tren, lo haré.
Se aleja sin decirme nada más. Creo que falta poco para cortarlo,
un poco más. Tengo las manos adoloridas y no me quedan fuerzas
para nada, respirar ya de por si cuesta. Logro cortarlo, por fin, rasgo
mi remera para poder agarrarlo sin lastimarme, ahora solo queda es-
perar.
A las dos comidas siguientes nos tiran el humo, agarro el buzo, me
cubro la cara y espero. Él se acerca a mí y respira el humo lo más que
pueda así me llega menos. De alguna forma funciona, pero me siento
algo afectada. Tiro el buzo para que no sospechen y espero acostada.
210 | Purapalabra
Escucho el ruido de la puerta, puedo sentir que el corazón está por
estallar. Apenas abro los ojos, la luz ilumina toda la habitación. Pensé
que iba a ir directo al balde, pero se está acercando a él, gira el cuerpo
inconsciente de mi amigo, lo está tocando ¡Pero que mierda está ha-
ciendo el degenerado! Él nunca mencionó nada… Me levanto furiosa,
bien despacio, agarro fuerte el cuchillo, tan fuerte que siento los bor-
des cortantes, no me importa, está distraído, levanto mi mano y
acierto al cuello. Él se da vuelta y antes de que pueda reaccionar,
vuelvo a apuñalarlo en el ojo, de nuevo en el cuello. Cae al piso, y de
nuevo apuñalo al corazón, no me detengo. Una y otra vez sin parar,
su sangre se me impregna, y no paro por nada en el mundo. Me sien-
to agotada, me cuesta respirar, el cansancio me llega de golpe. Salgo
de encima y voy a despertarlo, sigue inconsciente. Tengo que tomar
una decisión, o escapar sola y volver por él, o arrastrarlo hasta encon-
trar una salida.
Decisión A: Escapar sola y apurarme para pedir auxilio. Luego
volveré por mí amigo.
Decisión B: Arrastrarlo hasta que despierte y escapar juntos.
Prólogo A: Lo mejor es que me escape sola, voy a volver por él,
no tengo dudas. Es peligroso si hay otras personas acá, no podríamos
escapar juntos y nos volverían a encerrar. Cierro la puerta y dejo ape-
nas abierta por si despierta para que vea que estoy afuera. El lugar es
un pasillo largo que fue pintado de blanco hace mucho tiempo, tiene
largos tubos fluorescentes que iluminan, varias capas de pintura des-
gastadas. No hay ninguna otra puerta, ¿seremos los únicos? El pasillo
dobla a la derecha, estoy por hacerlo y escucho una voz, me detengo y
me apoyo contra la pared. Está llamando a alguien. Agarro con fuerza
Purapalabra | 211
el cuchillo y cuando se asoma por el costado del pasillo, lo ataco al
cuello, el arma se queda trabada. Intento sacarla, pero él me da un
golpe tirándome al piso.
–Conchuda de mierda. Vení acá.
Estoy mareada, lo veo acercarse. Me arrastro hacia atrás, agotada y
con miedo. No quiero volver. Me sigo arrastrando, y él cae sobre mí.
Muerto. El arma cae entre mi cuerpo y el brazo. Me lo saco de encima
con cuidado de no cortarme. Agarro el cuchillo con fuerza y sale mu-
cha sangre. En otro momento hubiera vomitado asqueada, pero hoy
y ahora, no.
Sigo caminando, atenta por si hay otra persona. Encuentro una
puerta, parece que tiene un detector de tarjetas para poder abrirla, así
que sigo adelante. Al fondo del pasillo entra una luz más cálida que
las luces blancas de acá. Ruego para que sea la salida. Cuando la atra-
vieso me da una gran alegría y una enorme tristeza. Puedo respirar
aire fresco y el sol me da en la cara. Lo horrible, es que estamos en
medio de la nada, campo vacío hasta el horizonte, se mire por donde
se mire.
Prólogo B: No lo puedo abandonar, no sé si podré regresar o si
cuando él despierte vea que está sólo… no sé si va a poder resistir eso.
Abro la puerta y miro para ambos lados, a la izquierda una pared
blanca al fondo, a la derecha continua el pasillo a lo lejos. Lo agarro y
comienzo a arrastrarlo, y me doy cuenta que pesa un montón. Mien-
tras escapamos, veo que no hay ninguna otra puerta. Es un pasillo
largo que fue pintado de blanco hace mucho tiempo, tiene largos tu-
bos fluorescentes que iluminan, varias capas de pintura desgastadas.
Creo que somos los únicos. Arrastrarlo cuesta un montón y no tengo
fuerzas. Me agacho para despertarlo, moverlo, darle unas palmaditas
212 | Purapalabra
en la cara, si pudiéramos ir a pie, sería mucho mejor. No pensé que
iba a costarme tanto, tal vez era mejor correr, pedir ayuda y volver…
pero y si para ese momento, ¿él ya no estaba? Por suerte veo que está
despertando, le hablo con voz tranquila y entiende donde estamos.
Con dificultad se pone de pie, paso su brazo sobre mí y empezamos a
caminar, lento, pero más rápido que llevarlo por el piso. Sigue medio
ido, comprende la situación y lucha para mantenerse despierto y de
pie. Al fondo veo que el pasillo dobla a la derecha, tal vez falte poco
para poder salir. Estamos cerca, los dos no damos más, él pierde fuer-
za y nos caemos al piso. Me levanto e intento tirar de él para que si-
gamos. En ese momento veo una sombra en el piso, no era nuestra.
Antes de que pueda reconocerlo me pega en la cara y choco contra la
pared. Él sigue en el piso, yo sola con ese sujeto, quién se está sacando
el cinturón, son todos unos enfermos degenerados. Empiezo a gritar
y a rasguñarlo, me agarra ambas manos con una suya y con la otra me
saca el pantalón, el cuchillo cae al piso. No paro de gritar. En un mo-
mento se detiene, mí amigo está despierto y lo agarra de una pierna.
Me suelta, no tengo tiempo de agarrar el cuchillo, sin pensarlo, me
acerco a él y muerdo su cuello, la sangre me inunda toda la boca. Con
fuerza arranco un pedazo de él, en instantes se desequilibra, se tapa la
herida y cae al piso. Agarro el cuchillo y salto sobre él sin parar de
apuñalarlo, con más ferocidad, una y otra vez. No sé cuánto tiempo
llevo haciéndolo y empapándome de sangre. Mí amigo me abraza por
atrás y eso me frena. Está llorando, yo también, queremos que esto
termine.
Pasan unos minutos y seguimos caminando. Encontramos una
puerta con un detector de tarjetas, digo de seguir, pero él abre la
puerta como si nada, al parecer está rota. Entramos y nos quedamos
sorprendidos, de un lado hay varios monitores con pantalla oscura,
Purapalabra | 213
del otro lado, dos camas, un baño y una mesa con cartas de truco
desparramadas. Él se queda mirando las pantallas, me doy cuenta que
no están apagadas, en una de ellas vemos que entra una luz a través de
una rendija, y vemos dos siluetas en el piso, agarrando su comida.
Hay otras personas que están igual que nosotros y siguen encerra-
dos.

214 | Purapalabra
/ Mayra Corro Abdala
La mansión de Maru
Maru es una de mis más amiga, nos conocemos desde que yo ten-
go 11 años, y ella 15. Hace casi unos 20 años.
De todas las chicas, Maru es la más amable de todas, siempre está
dispuesta ayudar, deja de lado todo con tal de asistir, nos malcría a
todas.
Desde que somos muy chicas, siempre nos gustó ir a su casa, la
llamábamos mansión vallejos tiene pileta, jardín y un quincho enor-
me, así que casi siempre hacíamos las previas, fiestas y juntadas en su
casa, era un all inclusive para todas.
Pero tenía una contra, se decía que su casa había algo, un no sé
qué, o alguna presencia que la hacía tenebrosa, oscura. Una energía
un poco densa.
Había pasado una noche en un festejo de cumpleaños, en una fo-
to de las de antes, se imprimió con la cara de un señor, se veía borrosa,
su cara estaba en el fondo cerca del quincho, desenfocada.
Desde ese día, algo cambio. La casa no era igual.
Todas sentíamos miedo. Maru nos contaba que por las noches es-
cuchaba ruidos, sentía cosas, y hasta algunas empleadas renunciaban
a trabajar ahí al poco tiempo de haber empezado.
El tiempo fue pasando, yo evitaba ir a dormir, y cuando iba a co-
mer, nunca me quedaba sola, si iba al baño, volvía corriendo.. Y así
fue durante todos estos años.
Casi lo olvidamos, y convivimos con esto.
Purapalabra | 215
Una tarde, recibo un llamado de Maru, tenía al nene enfermo, así
que como buena madrina me fui a verlos. Estaban solos en la casa, ya
que los padres de maru, habían salido de viaje.
Como Fede empezó a levantar fiebre Maru me pidió si podía cui-
darlo que ella iba hasta la farmacia a comprar el remedio. Me ofrecí a
ir yo, pero ella decía que tenía que comprar otras cosas más, que la
bancara, solo iba hasta la esquina.
¿Qué podía pasar? Ya había pasado un tiempo bastante prudencial,
nunca más escuche historias de la casa, y la verdad, no tenía más miedo.
Nos pusimos a ver una serie con Fede, escucho cuando Maru se
va, y con la puerta de la habitación abierta, que daba al pasillo, vemos
pasar una sombra. Al principio no caí, hasta que Fede me dijo:
–¿Madrina viste eso?
–¿Qué cosa Fede?
–¿Esa persona que pasó corriendo?
Me quede helada, no sabía qué hacer, ni qué responder.
Me sobresaltó al escuchar sonar el celular, no había pasado un se-
gundo. Era un mensaje de maru, la farmacia estaba cerrada, se iba
hasta la otra, que quedaba a unas cuantas cuadras, y que si podía ce-
rrar la ventana que daba al jardín, porque se estaba por largar a llover.
Fede seguía mirando la tele como si nada.
A mí la situación me había dejado paralizada, y muerta de miedo.
Se empezó a oscurecer el ambiente, la lluvia no tardaría en llegar.
Qué fue lo que habíamos visto, no podía decirle a Fede que la
madrina con 30 años tenía miedo.
Tenía una criatura a mi cuidado por 30 minutos, y no podía evitar
sentir todo esto. Me levanté de la cama, acostada no podía pensar, de
reojo miraba el pasillo, también la ventana que daba al patio, caían las
primeras gotas de agua, Fede seguía mirando la tele.
216 | Purapalabra
Lo que menos me preocupaba era cerrar la ventana del jardín,
quería que pase el tiempo para que llegue Maru.
Caminaba de un lado a otro, y en una de esas idas y venidas de re-
pente me choco con Fede que se había parado al lado mio, me vuelvo
a asustar! Y esta vez puteo en voz alta.
–Madrina, ¡eso no se dice, no tengas miedo!
–¿Fede qué haces? No podés asustarme así.
–Yo no fui, fue él –dice señalándome el pasillo, pero no tenía cara
de miedo. Yo ni me atreví a mirar.
–Fede, qué señalás?
–Mamá nunca te contó?
–¿Qué cosa?
–Lo que vemos, a veces.
–¿Qué decís? No ven nada… por qué inventás.
–Yo no invento madrina. A veces yo también tengo miedo, al de
hoy no lo conocía.
–Basta Fede, voy a llamar a tu mamá, no quiero que digas estas
cosas, no me gustan.
–Bueno, no las digo más, pero no se va a quedar tranquilo, algo está
buscando –y dicho esto se volvió a acostar y a mirar la tele, como si nada.
Yo no sabía si salir corriendo, o ponerme a llorar.
Los siguientes minutos fueron los más terroríficos de mi vida, el
viento empezó a soplar, pero con una fuerza inexplicable, las ventanas
empezaron a silbar, y todavía había que cerrar el ventanal del jardín. Le
dije a Fede si me acompañaba a cerrarla, lo cual accedió sin refutar,
pero cuando se levantó de la cama salió corriendo para el jardín.
Cuando llego hasta el ventanal, luego de atravesar el interminable pa-
sillo, lo veo afuera mirando para el quincho, y con tal de no quedarme
sola en la casa voy con el, pero automáticamente cuando me acerco, in-
Purapalabra | 217
tentando ver lo que miraba… se va corriendo nuevamente para la casa.
Me quedo inmóvil, paralizada de solo ver que las luces de la casa
se empezaron a prender, ya no lo veía a fede, yo estaba petrificada,
muerta de miedo y no sabía si volver a entrar.
En ese instante veo con mejor nitidez, una sombra más alta que
fede, acercándose, pero esta me hablaba… ya no sentía las piernas, y
me deje caer sin ver más nada… Cuando vuelvo a abrir los ojos Maru me
cacheteaba, me gritaba yme sacudía.
–Amiga soy yo, ¿qué haces acá? ¿Qué pasó?
Le dije que me sentía mal, que no sabía que estaba haciendo ahí, y
que solo iba a cerrar el ventanal.
Me tomo la presión, y me hizo un café…
El temporal había pasado… y casi ni había llovido.
Después de que me recompuse, pude irme a casa tranquila.
Hoy sigo sin quedarme sola en su casa.
Aeropremonición
Caminaba por el pasillo que antecede los controles aduaneros, iba
ansiosa pero feliz, a quien no le gusta escapar de la rutina? Hacer un
viajecito, largo o corto.
Pase por el free shop, me probé todos los perfumes, y me pedí un
cafecito y me fui a los silloncitos a esperar el llamado de mi vuelo.
Como había llegado muy temprano, y no había pegado ojo en to-
da la noche, me dormitaba mientras esperaba…
De repente me suena el teléfono, y pensé, qué raro a esta hora de
la mañana, eran 5.30 supuse que debía ser algo extraño. Era mi tía Po-
cha, quien no tiene una en la familia? cariñosa al punto de empalagosa,
religiosa, supersticiosa, persuasiva, casi vidente, y muuuuy hincha.
Supongo que querrá desearme un buen viaje:
218 | Purapalabra
–¡Hola tía! ¿Cómo va?
–Hola hija, ¿dónde estás?
–Acá en el aeropuerto tía, ¿te acordas que me iba este finde a pa-
sar el carnaval?
–Sí, mi amor, por eso te llamaba, no tomes ese avión, no me pre-
guntes, pero no lo tomes.
–Pero tía, ya estoy acá en el aeropuerto, ya reservé el hotel y en una
hora sale el avión, ¿qué decís? No me asustes… ¿qué paso… viste algo?
–Mi vida, mi amor, lo sé… pero no quiero que te pase nada, y
soñé algo feo, y me acordé de vos… perdón hija… te quiero, no sé qué
decirte. ¿Hay un vuelo que salga más tarde?
–No se tía, voy a averiguar, no sé, no sé qué voy a hacer.
Después de esto, el sueño se me pasó, corrí a la ventanilla de la em-
presa… les dije que me sentía mal, si había otro vuelo, y dijeron que no,
que sólo ése. Podía tomar un vuelo al día siguiente, pero me cobraban
una tasa altísima… Sólo tenía una hora para decidir qué hacía… ¿Subía
o no subía? ¿Y si le hacía caso a la tía? Cuántas veces me había dicho
que me convenía hacer esto o lo otro, que éste era el indicado, que éste
no, que la envidia, que el mal de ojo. No le había hecho caso y nada
pasó… No sabía qué hacer, y los minutos corrían como flashes…
Llaman de la puerta de embarque y yo estaba ahí… miraba a uno
por uno de los pasajeros, habían niños, gente grande, hasta un grupo
de adolescentes de algún equipo de algún deporte.
Me puse a rezar, me temblaba el cuerpo. Llamo a mi tía de nuevo…
–Tía, me llaman para subir, ¿qué hago?
–No sé amor, yo te digo que soñé feo y fuerte, y lo primero que
atiné fue a llamarte. Es lo que sentí, sé el esfuerzo que hiciste para pa-
garte el viaje, pero es lo que me sale. Que dios te bendiga. Viajá y que
él sea el comandante, yo voy a rezar.
Purapalabra | 219
–Bueno Tía, le dejé mensaje a mami por las dudas, decile a todos
que los amo.
–Besote.
–Beso.
Pasé el portón, pero antes respondiendo un cuestionario de la
chica que me había atendido antes en el mostrador… si me seguía
sintiendo bien, si podía viajar, y si necesitaba algo. Me habrá visto
pálida, con las manos temblando.
Guarde mi equipaje, me senté… y traté en no pensar en nada. Se
me venían mil imágenes a la cabeza, mi mamá, hermanos, sobrinos,
mis amigas, las relaciones que no fueron y me hubiese gustado, pensé
en quien me extrañaría, quien iría a despedirse de mí, quien lloraría
en silencio.
Cerré los ojos, cerraron la puerta del avión y empecé a escuchar
una alarma, primero a lo lejos,
luego un poco más cerca,
y más cerca, y más.
Abrí los ojos,
Estaba en mi habitación.
Apague el despertador,
Todavía tenía que llegar al aeropuerto. tos.
Cruz una vez al mes
Hace años trabajo en la empresa, y siempre escuche historias. Pero
la que me llamaba la atención era de un señor jubilado que venía a
saludar a todos sus ex compañeros. Más de una vez lo vi llegar, decía
hola, y seguía su camino. Había veces que traía alguna torta o factu-
ras y otras solamente venia de pasada. ¿Saludaba a toda la empresa?
¿Se quedaba charlando con alguien alguna vez?
220 | Purapalabra
Eran las preguntas que mi cabeza se hacía, y mi mente no tardó en
imaginar… Ese hombre en realidad nos usaba de coartada… todo cerraba
perfecto. Una vez cada tanto, ese hombre necesitaba matar a alguien,
elegía una víctima al azar, la estudiaba unos días, y ahí estaba entre
nosotros, saludando a todos, uno por uno, sin tardar un segundo de
más… mientras su víctima no tardaba en despertar atada en una silla,
en algún galpón abandonado, en medio de la boca.
Cruz tenía todo perfectamente planeado, secuestraba a su víctima,
la llevaba al galpón sedada, y una vez ahí, atada, pasaba por su ex traba-
jo, que muy cerca le quedaba y saludaba a todos los que fueron alguna
vez sus compañeros. Con el tiempo me di cuenta que mantenía una
charla de 5 minutos con alguno al azar, y una vez finalizada su visita, se
iba nuevamente al galpón, a terminar lo que había empezado.
La víctima se despertaba y él ya estaba sediento de sangre. Tenía cu-
chillos y sierras de todo tipo, una vez finiquitado el asunto; cortaba el
cuerpo en pedacitos, un poco se lo daba a las ratas, si, a las ratas del río,
que comen cualquier cosa y le resto, los hundía en el Riachuelo. Cómo
sabía yo todo esto…
Un día, en el cual yo entraba a las 7 am, lo vi en la misma panadería
que yo, él ya estaba pagando, yo seguía esperando a que salieran las pri-
meras medialunas. Hubo algo, una energía condensada que me hizo
sentir intriga, me seducía la sola idea de que hacía por ahí tan temprano,
nunca venía a saludar a esa hora, entonces algo me daba mala impresión.
Le dije a la chica que me miraba desde el mostrador sin entender
porque yo no respondía, que me había olvidado la billetera y que
cancele mi pedido, y sin esperar respuesta ya estaba con un pie fuera
de la panadería, mire para todos lados, y vi como cruzaba la calle co-
rriendo. Estaba en el sentido contrario de cómo estaba estacionada,
así que apenas me subo a mi auto, gire en U a toda velocidad ya que
Purapalabra | 221
los camiones no dan lugar a dudar por esas calles. El justo estaba pa-
rado en el semáforo, y no tenía intención de dar la vuelta para ir a su
ex trabajo. Por lo que mi sospecha ya estaba por cumplirse.
Lo seguí unas cuadras, eran 7.15 de la mañana y ya no tenía inten-
ciones de llegar a horario al trabajo. Se me habían pasado los 15 minutos
de los cuales puedo fichar sin llegar tarde. Lo seguí otras cuadras más, y
ahí estaba poniendo el giro unas cuadras más adelante, iba derecho al
riachuelo. Me empecé a alejar un poco, ya que a esa hora no había mu-
chos autos, y si me mantenía cerca tenía miedo que me reconozca.
A los pocos metros se frena, y no era un galpón como me imagi-
naba, ni tampoco estaba desierto, sino que era un local con las per-
sianas bajas, rodeado de casas… frente al rio.
Al instante se abrió la persiana, ingresó el auto de culata, y vi co-
mo las mismas se cerraban.
No tenía posibilidad de espiar, no tenía ni un agujero, no había ni
siquiera algún ruido que me haga sospechar. Así que decidí irme… ya
eran 7.24, tenía que avisar a mi compañero que iba sin facturas, y que
me había quedado dormida.
¿Que pretendía encontrar ahí? ¿Porque había reaccionado así?
¿Me creía que era parte de la liga de la justicia? ¿Y si veía algo, Iba a
llamar para denunciar a la policía? ¿Por qué me importaba?
Aunque si había gente inocente, quizás lo haría.
La cuestión es que llegué al trabajo a las 7.37, bastante tarde, y sin las
facturas que había prometido llevar, así que el día fue bastante tedioso.
Alrededor de las 11 de la mañana, con bastante hambre, me fui a
buscar un café a la máquina, y ver si podía comprar alguna galletita,
que calmara mi angustia.
Volviendo con el café en mano, lo veo a Cruz, saludando, como
siempre a cada uno de mis compañeros, que alguna vez fueron suyos,
222 | Purapalabra
como si nada, seguro y contento, como recién salido de la ducha,
perfumado, y hasta con el pelo húmedo. Y lo que había comprado en
la panadería? Porque si lo vi a las 7hs, aparecía por acá a las 11hs.
Él no era de capital, estaba segura que vivía en provincia. ¿Y si era
la casa de alguna amante, Viviría ella en un local?
¿Y si en realidad, tenía un comercio, pero no había cartel de nada,
ni de horarios, ni con nombre, me podía quedar con esa intriga?
Era seguir imaginando, o resolver el misterio. Podía adelantar mi
horario de almuerzo y averiguar, estaba a mi alcance, él estaba acá, y
yo podía salir e ir donde esa misma mañana lo seguí.
Ya sabía la dirección, ya tenía la pista, ¿la seguía? Pedí permiso, en
un santiamén ya estaba en el auto, yendo nuevamente hacia ese local.
Llegue en menos de 10 minutos, estacione a una cuadra y media
del lugar, no quería correr el riesgo que cruz me viera, o que alguien
más me reconociera, no podía pasar nunca desapercibida.
Me fui acercando… cada vez sentía más miedo, y más intriga. Pa-
recía una historia de terror… se había nublado, y empezaba a caer
una lluviecita fina. Me dio escalofrío la situación, pero seguí avan-
zando. Llegué a la puerta del local. Y no podía creer lo que veía. Era
una santería, y del otro lado, la persiana donde había entrado el auto
más temprano cruz. Pero lo que me extraño es que por la mañana no
vi otro local anexo, esa santería apareció de la nada… a menos que la
persiana se haya dividido en dos, no entraba en mi cabeza como había
aparecido una santería…
Me asomé al local, y por inercia gire el picaporte de la puerta y esta
abrió. No puedo explicar lo que sentí, no podía ser real lo que estaba
viendo, era El. ¿Cómo había llegado antes que yo? ¿Porque no lo vi
entrar? ¿Porque no parecía recién llegado? ¿Como había pasado es-
to!? ¿Qué estaba haciendo yo ahí?
Purapalabra | 223
Para mi sorpresa, sólo me interceptó con un “Hola, ¿qué necesi-
ta?” Su cara sombría y endurecida hizo que no pueda reaccionar, me
había quedado sin aliento toda la adrenalina que me provocaba estar
ahí parada, frente a él, dentro de una santería, en el medio de la boca.
¿Cómo no me reconocía, porque solo me dijo hola? si hacía me-
nos de quince minutos me había saludado, ¿era la misma persona?
Quizás hizo de cuenta que no me conocía, y yo sería su próxima víc-
tima. Se dio media vuelta y se agachó para agarrar algo, me pareció
que era un palo. Salí del local en menos de dos segundos, y corrí al
auto, miré para atrás para ver si me seguía, pero no lo vi.
Encendí y aceleré; tenía que volver, no estaba bien, estaba fuera de
mí. Me seguían temblando las piernas, avance unas cuantas cuadras,
como pude agarre mi celular….
Llame a Nico, mi compañero, me habrá notado agitada, así que lo
primero que me pregunto es si estaba bien, lo cual no respondí, pero
le salí con otra pregunta: si cruz seguía en la oficina, me confirmo que
recién había salido. Llegando al estacionamiento del trabajo lo veo
caminando directo hacia mí.
Me tenía que arriesgar, tenía que preguntarle… ¿Qué podía pa-
sarme? Si estaba en el estacionamiento del trabajo, monitoreado por
cámaras en todos lados. ¿Pero que le podía preguntar? ¿Cuál era mi
duda realmente? ¿Era un asesino, secuestraba gente y usaba la visita al
trabajo como coartada? Tenía que hacerle una pregunta que cerrara
todas mis teorías, sin parecer una trastornada, claro…
–Disculpe, ¿usted es Cruz?
–Sí querida, ¿cómo estás?
–Bí, decime, ¿estás bien?
–Sí, estoy bien –le respondí. Me debe haber notado exaltada, ex-
citada, estaba un poco sudorosa.
224 | Purapalabra
–Me alegro, decime querida, ¿en qué te puedo ayudar?
–Disculpe la incumbencia, pero el otro día fui a una santería en la
Boca, y me pareció verlo… ¿era usted?
Hubo un silencio, lo que me pareció una eternidad.
–No querida, es de mi hermano gemelo, Vive hace años por el
barrio, yo soy del Oeste, pero siempre que puedo vengo a visitarlo, y
luego paso por el puerto.
Ahí solté todo el aire que tenía contenido en el pecho
–Ah, claro, un hermano gemelo. ¡Qué tonta!
–Bueno querida, debo irme, hasta luego.
–Sí, sí, disculpe, hasta luego.
Mi mente me había jugado una mala pasada, por qué juzgué a
una persona de la forma que lo hice, por qué me dejé llevar por mi
desconfianza e inseguridad. La verdad es que me sentí una tonta, al
principio, luego me iba riendo sola.
Terminé mi jornada de trabajo muy cansada, más de lo normal,
diría. La situación que viví por la mañana me había agotado mental-
mente. Estaba deseando la siesta que iba a dormir al llegar a casa. Y
para colmo, se había nublado, parecía que se iba a largar una tor-
menta en cualquier momento.
Subí al auto, lo puse en marcha y encendí la calefacción. Miré ha-
cia el piso del asiento del acompañante y vi que sobre la alfombra
había un papel de panadería, era la misma en donde esta mañana no
pude comprar por el apuro de perseguir a Cruz. Automáticamente
giré para mirar hacia atrás, y confirmé que en la parte de atrás del au-
to no había nadie. Trabé las puertas, y aceleré lo más que pude.
Presentí que esto no había terminado.

Purapalabra | 225
/ Mirta Cerrudo
A Adriana y a todos los que aguantan
desde los primeros palotes.

Yo, el duende de mí
Si me pongo a pensarlo, el asunto tiene que haber empezado antes
de que yo lo advirtiera, porque –debo reconocer– a veces para darme
cuenta de las cosas tardo más que el resto de la gente.
Aquella madrugada de verano cuando me desperté muerta de ca-
lor y asediada por esos insoportables entes que llamamos mosquitos,
demoré un buen rato hasta notar que la habitación estaba color ne-
gro total. Si todo estaba tan negro implicaba sólo una cosa, y lo dije
en voz alta:
–¡Me cacho, se cortó la luz! –y la risita estalló. Y no era la mía por-
que no estaba para risas en esos momentos. En un pestañear, veo un
pequeño chispazo azul que se diluyó como relámpago. Cerré los ojos
226 | Purapalabra
por unos instantes y cuando los abrí, el split funcionaba por lo que me
convencí que habría estado soñando y a esos menesteres regresé.
Días después, trajeron la comida que había encargado y al buscar
el dinero para abonar tengo otra sorpresa. No estaba en la cartera, no
estaba en los cajones de la cómoda, no estaba en los lugares habitua-
les. Mi sentido de lo trágico se activa con facilidad así que la idea de la
pérdida hizo brotar los lagrimones. Al ver mi angustia, el muchacho
de la rotisería dijo que no había problemas, que se lo pagara en otro
momento.
Perder plata es una hecatombe a la que no me resigno con facili-
dad así que di vueltas la casa patas para arriba, buscándola. Horas
después, cansada, abrí la heladera para procurarme un refresco y ahí
–en el segundo estante, muerta de risa y tiritando– estaba mi billete-
ra. A ese episodio sucedieron otros como ir a bañarme llevando la
toalla bajo el brazo y, terminada la ducha, la toalla no existía. Tenien-
do en cuenta que vivo sola y mis mascotas no están entrenadas para
alcanzar objetos, el lector podrá apreciar lo incómodo de la situación.
En un tiempo que estimo muy corto empecé a notar la desaparición
de distinto tipos de cosas, anillos, libros y hasta platos y cubiertos que
–luego de búsquedas desesperadas que me atribulaban– aparecían,
pero siempre en lugares insospechados. Cada vez que alguno de estos
episodios acontecía, hacía el aviso respectivo a mi hijo que, al princi-
pio se venía con rapidez, ayudaba en la búsqueda y contenía mi an-
gustia, dependiendo de la importancia de lo extraviado. Cuando los
acontecimientos se multiplicaron empezó a contestarme que no
había ladrones invisibles, según él, las cosas se escondían para no
aguantarme. Dejé de hacerle esos comentarios porque resultaba ob-
vio que había dejado de tomarlos en serio y recuerdo, con puntuali-
dad, que fue desde que me pasé un mes diciéndole a mi nuera que
Purapalabra | 227
por favor me devolviera la fuente que le había prestado para luego
haberla encontrado caída contra la pared del horno. Además, su-
brepticiamente me dijeron que tal vez debería empezar a tomar algo
para la memoria.
Nunca he creído en brujas, maleficios ni otras yerbas pero la frase
“que las hay, las hay”, flameaba por mis neuronas. Además, debo re-
cordarles el tema de las risitas y las lucecitas que no se puede dejar de
lado porque que las escuchaba y veía, las escuchaba y veía.
Me puse a googlear sobre luces buenas, luces malas, seres de otras
dimensiones y qué se yo. En un portal explicaban que, entre otros se-
res, existen duendes que tienen tal o cual apariencia y que se com-
portan así o asá, entonces, después de algunas deducciones, adjudi-
qué mis avatares a estos actores. Empecé a dedicar tiempo a la bús-
queda de las huellas o detalles sobre las visitas de los personajes que
hasta ese momento eran de cuentos de hadas.
Pero un tiempo después no tuve noticias de huellas, en cambio
proliferaron otros acontecimientos. Nunca había usado agenda, hasta
que empezaron los olvidos menos deseados. Fechas de cumpleaños,
números de teléfono, nombres de películas, pasajes de obras literarias,
etc. etc., se evaporaban de mi cableado cerebral.
La cuestión pasó a ser archi preocupante. Volví a recurrir al auxi-
lio internético y, buscando más datos sobre los duendes y su accionar
encontré en una página web que estos seres pueden ser una proyec-
ción de nosotros mismos.
Me cayó la ficha y aquí se termina el cuento. Quizás mi otro yo
sea un duende travieso pero la respuesta a mi dilema no está en lo so-
brenatural, ocurre que estoy transitando la década número sesenta y
ya es hora de adaptarme a esa realidad.

228 | Purapalabra
Samantha
No empieza antes de que pase el tren. El tren de la
medianoche, que a menudo pasa con considerable
retraso pero siempre estremeciendo todo con
su silbato. Justo detrás del prostíbulo "El farol rojo",
100 metros antes del paso a nivel.
José Gabriel Ceballos, "Mágico striptease de la sabiduría"
Nadie supo por qué eligió ese lugar. Algunos cuentan que allí –a
cien metros de la estación– Martín Torres la había desflorado cuando
tenía doce años. Aquella noche en que a su madre se le antojó darle a
la birra y la mandó al boliche a pedir fiado una botella, Torres la
habría seguido “haciéndole el ablande”, como él mismo decía de su
charla llena de frases hechas, copiadas de novelas de dudoso linaje.
Pero no había sido eso lo que convenció a Samantha de seguirlo por
las vías sino la promesa de dos cervezas más porque cuando se le “ca-
lentaba el pico” a su madre, ella debía ir y venir acarreando porrones
porque no paraba hasta que caía, desmayada de alcohol. Poco a poco
se le convirtió en rutina lo de cambiarle a Torres sexo por cervezas,
hasta que un día mandaron a la cárcel al pedófilo.
La ausencia de quien fuera el iniciador no impidió que Samantha
continuara con el trueque. Ahora ya sabía que una llave prodigiosa
reinaba, impaciente, en sus verijas. Mantuvo el mismo lugar, sobre las
vías, incorporó una frazada, para aliviar el dolor de espaldas y lo
transformó en un servicio. Para evitar contratiempos horarios, todo
comenzaba después que pasaba el tren de la medianoche.
La fama de la chica prostituta, no dejaba de crecer y –a la vez que
las niñas de sus ojos languidecían– se hizo rutilante. Trascendió el tu-
gurio que era Pueblo Millán y abarcó los alrededores.
Siempre había cola, junto a las vías, después que pasaba el tren. La
Purapalabra | 229
hierba del lugar y las achiras, contaban al viento historias de gemidos
callados; chorros primigenios de semen; cadenitas de plata robadas a
madres o hermanas; botellas de alcohol de variado tinte –y de vez en
cuando algunos pesos– como pago por el servicio. El negocio mar-
chaba viento en popa pero tenía sus condiciones, no aceptaba ni vie-
jos ni hombres casados, sólo menores de edad.
Las chicas del quilombo estaban envidiosas de esa flacucha, a la
que llamaban “carita de yo no fui”, pero no podían recriminarle nada
porque ejercía el arte al aire libre y porque no les perjudicaba el mer-
cado. Ellas aceptaban clientes mayores de dieciocho años.
El grito en el cielo lo pusieron las damas de la congregación de
María cuando se enteraron que Samantha iría al catecismo. Alboro-
tadas, cual gallinas cluecas, amenazaron al curita con disolver la co-
misión. Demasiado había sido aceptar que las putas fueran a misa
–envueltas en mantillas y sin maquillaje– como si eso las hiciera invi-
sibles. Pero el padrecito –con elegancia– les recordó el faltante de la
recaudación de limosnas del año anterior, del que no supieron darle
explicación. Y volvió la paz al gallinero.
También fue por ese tiempo que sus clientes dejaron de llamar a
Samantha por su nombre y la apodaron, Victoria. Se les había ocu-
rrido una noche de fuerte luna cuando, escondidos entre las achiras,
esperaban ver el debut de un colega. Mientras el asustado imberbe se
bajaba los pantalones, Samantha abrió sus piernas y, a coro se les
ocurrió: “¡Miren, la V de la Victoria!”
Ella los escuchó pero lejos de ponerse quisquillosa empezó a usar la frase
como propaganda. Cada vez que abrazaba el terraplén con sus espaldas, le
decía al afortunado de turno, “¡Vení, acá te espera la V de la Victoria!”
Pueblo Millán era un hervidero. Nunca hubo tanta buena vecin-
dad. Y es que el deseo de enterarse de las novedades hizo que todos se
230 | Purapalabra
unieran como comadres el día del bautizo. Los hombres, de noche,
en el bar y las mujeres por las mañanas –escoba de por medio en las
desportilladas veredas– tenían el mismo tema: el burdel sobre las vías.
No era época de pelearse o seguir enemistado con alguien, eso podía
dejar al belicoso fuera de la telaraña del chusmerío. Hasta la policía
había caído en la red y hacían la vista gorda a los sucesos.
Ajena a las disquisiciones que provocaba, la adolescente –a la
sazón de catorce años– había resuelto el problema económico, que
era lo más grave en su vida. Compraba toda la cerveza que su madre
quería, empilchaba lindo y en el almacén y la carnicería, pagaba al
contado. Sólo la curandera mencionó alguna vez que los ojos de Sa-
mantha hablaban de otras cosas, pero pronto olvidaron el comenta-
rio, no era relevante.
Fue en la antesala de un verano cuando lo inesperado ocurrió.
Nadie supo el porqué de la decisión. Samantha no tenía amigos. Lo
cierto es que el hecho conmocionó al pueblo y todos sus aledaños.
Con el tiempo, el imaginario popular lo transformó en una leyenda.
La data más certera la tienen la hierba del terraplén y las achiras.
Ellas le cuentan al viento que la noche en que tomó la frazada y se
acostó en las vías por última vez, Samantha abrió sus piernas y le dijo
al tren de la medianoche: ¡”Vení, acá te espera la V de la Victoria”!
Dos variaciones sobre Monterroso
“Ycuando se despertó eldinosaurio aún estaba ahíu"
Augusto Monterroso
Versión prehistórica
Es la época del frío. En las últimas horas de claridad, las mujeres
prendieron los fuegos para entibiar la caverna donde nos reunimos a
saborear la caza de la jornada. Todavía no puedo compartir el grupo
Purapalabra | 231
de los cazadores –a los cachorros sólo se nos permite acompañar a las
mujeres en la recolección–, por eso, trato de ubicarme cerca de la
ronda de ellos para no perderme nada de lo que cuentan.
Todo sucedió muy rápido. El estruendo nos agitó y vi su enorme ca-
beza blandiendo las fauces, buscando un trofeo. La luz de las llamas dis-
torsionó sus movimientos y el terror me llevó hacia el fondo del antro.
Cuando desperté, el dinosaurio todavía estaba allí, petrificado en
la pared de nuestro refugio. Allí, donde lo dejaron los hielos intensos,
esos de los que nos hablan los hombres más viejos.
Versión siglo XX
Es una hermosa –y cómplice– siesta entrerriana, estoy tendida en
un prado muy verde y mullido. No estoy sola. Mi amante tiene el
cuerpo sólido, la piel bronceada y una boca que, cual Virgilio, me ha
llevado del infierno al paraíso. Pero, el diablo no duerme y la intui-
ción me lleva a sospechar que un alma descarriada nos espía. Subrep-
ticiamente abro los ojos y lo veo. Estrangulo, apenas, el grito. ¡Es un
dinosaurio! Mi amante también lo ve y huye, despavorido, desnudo,
matando hierba y sueños.
Cuando me desperté, el dinosaurio todavía estaba ahí; en mi ca-
ma, en nuestra cama de matrimonio. Es mi dinosaurio favorito, mi
amor de siempre, mi compañero de vida. Pero a veces, el subcons-
ciente suele jugarme una mala pasada.
Instrucciones de una mapa
a su hijo adolescente
Cómo usar el preservativo
Cuando hay un adolescente en nuestra vida, sabemos que nada
será fácil. Entre otras cuestiones, en esta etapa, resulta primordial en-
232 | Purapalabra
señar a nuestros hijos a usar el preservativo y ese acto simple y natural
puede llegar a convertirse en una ardua tarea. Además, la responsabi-
lidad como progenitora me decía que más allá de lo que la escuela
pudiera aportar, me correspondía encarar la misión.
Un sábado por la tarde, antes que comenzara la previa, me pareció
el momento justo. Preservativos en mano y con un palo que me haría
de modelo, senté al adolescente frente a mí. Comencé un soliloquio
sobre las variaciones hormonales y corporales –que ya estaban a la vis-
ta– el síndrome de omnipotencia, la necesidad de terminar estudios sin
interrupciones, la posibilidad de los hijos no deseados… (Cada padre
añadirá lo que considere necesario, pero, por favor, no aburra.)
El párvulo escuchaba, displicente, mientras miraba al palo y a mí
con sutil alternancia; mientras, yo recitaba las instrucciones: revisá la
fecha de vencimiento; usalo desde el comienzo de la relación; abrí el
sobre con cuidado para que no se rompa; no utilices medios cortantes
ni lo abras con los dientes; apretale la punta con cuidado para sacar el
aire antes de colocarlo en el pene duro. Acá, la cuestión se complicó,
los dedos infames no respondían a órdenes. Como no tuve en cuenta
la altura del palo elegido y que estaba sosteniendo con las rodillas, “el
pene duro” había quedado por arriba de mi cabeza, dificultando la
acción. Estaba ya vacilando entre largarme a llorar o azotar el palo y el
forro contra el suelo cuando escuché a mi hijo decir:
–Dame, má, yo te muestro cómo es.
Y la transferencia de conocimientos, terminó en un minuto.
Un par de pájaros
Desde que llegué a Los Cañaverales trabé buena relación con Ro-
sita, una de mis vecinas, por lo que era común que nos sentáramos en
la vereda, al atardecer. Debo decir que odio sentarme en ese lugar pe-
Purapalabra | 233
ro a Rosita le gustaba conversar, de paso, aprovechaba a preguntarme
dónde había vivido antes, qué hacía, qué familia tenía… Me gustaba
colaborar con el esfuerzo que ponía para averiguar, de manera sutil,
lo que todos querían saber porque una presencia nueva en el pueblo,
sin dudas llamaba la atención. Disfrutaba de un buen mate amargo
cuando ella dijo:
–¡Qué par de pájaros, los dos!
–Ese es un tema del Paz Martínez –contesté.
–No, me refiero a esos dos que van ahí –afirmó, señalando de co-
telete con la cabeza.
Miré con disimulo y vi un montón de personas caminando, des-
pacio, por la calle. Era la hora en que regresan los que trabajan en las
quintas. Con sus ropas de trabajo, los infaltables gorros o sombreros
con que se defienden del torturante sol del verano; al hombro la bol-
sa donde guardan los restos de un mal almuerzo y el recipiente con el
líquido vital. Siempre tuve la sensación, al mirarlos, que podía oir el
grito del silencio de su cansancio. Es un alarido que flota y se esparce
porque es un grito de rebeldía contenida. Por el agotamiento de tan-
tas horas de espalda quebrada sobre las plantas, por el mal trato de los
capataces, porque el patrón nunca les hace figurar todos los días tra-
bajados en el recibo de sueldo.
–Porque si presento este recibo, doña –me dijo uno de ellos una
vez– piensan que soy un negro haragán. Y, claro, si figura que trabajo
tres o cuatro días por quincena. No puedo sacar un crédito en el cen-
tro, no me fían en el centro a mí, entonces tengo que caer en lo de El
Chileno. Es más caro pero él me fía. Me da a pagar las cosas como yo
pueda. Hasta una tele le compré a los gurises, doña.
Me quedé pensando quién sería El Chileno. Como muchas veces
vino a la memoria uno de los dichos de mi abuela Juana, cuando la
234 | Purapalabra
limosna es grande, hasta el santo desconfía. Y despacito me fui ente-
rando de que los exiguos ingresos de mis vecinos quedaban en los
bolsillos del generoso comerciante que les remarcaba los precios un
doscientos y hasta un trescientos por ciento.
El alarido se diluyó en mis oídos cuando miré al par de pájaros.
Eran los últimos de la fila, caminaban solos, tomados de la mano, con
la vista en el suelo. Había decidido preguntar lo menos posible y dejar
que lo que debiera enterarme, fluya, pero no resistí.
–¿Quiénes son, Rosita?
–Ana y Oscar.
–¿Y, porqué decís lo del par de pájaros?
Dio vuelta el mate con parsimonia y se lo tomó despacio, segura
de mantener mi atención expectante, mientras Ana y Oscar se desdi-
bujaban, con paso cansino.
Había sido una chica de la ruta desde los trece años. Nunca se ol-
vidó del primer día, ni de la frase de su madre:
–Ya te bajaron las ubres, Ana. Hora de que te ganes la vida. Tomá
esta pastilla, desde ahora, todos los días la vas a tomar.
Esa misma noche la llevó a la ruta. Cuando el primer auto se esta-
cionó a unos metros de ellas haciendo señas de luces, la madre fue al
encuentro. Al rato volvió y le dijo que fuera con el hombre y que hi-
ciera lo que él le pida.
–¡Ojito! Ana, no quiero quejas, te espero acá.
En un rato estuvieron en el hotel–alojamiento de la zona. Cuando
la persiana terminó de bajar, entendió que ya no había vuelta atrás.
–Desnudate, querida.
–¿Hay baño acá?
–Sí, nena. En esa puerta. Y lavate bien la conchita.
Recién en ese momento prestó atención al hombre que la había
Purapalabra | 235
traído. Vestía uniforme de policía y estaba quitándose el cinturón
donde llevaba la pistola.
Volvieron en silencio. Ana lloraba. Quería llorar todas las lágrimas
antes de llegar adonde estaba su madre.
–Ya le pagué a tu mamá, –dijo el policía– pero tomá, te doy una pro-
pina, para vos. Guardátela entre las tetitas, para que no te la descubra.
Llegaron a la esquina de la ruta desde donde habían salido y a
partir de esa noche todas fueron más o menos igual. La tarifa la fijaba
doña Cristina, su madre, de acuerdo al trabajo a realizar.
Cuando la madre se consiguió un novio, (que no perdía oportuni-
dad de acosarla) lo llevó a vivir a la casa y dejó de acompañarla a la ruta.
Lo que no dejaba era de quitarle la plata que ganaba cada noche. Aun-
que se cuidaba de entrar sin hacer ruido, ella la escuchaba y aparecía.
–¿Cuánto hiciste hoy?
En las noches flacas, de uno o dos clientes, no podía mentirle pe-
ro cuando la noche rendía aprovechaba a guardarse unos pesos y los
escondía entre los robustos pechos en que se habían convertido
aquellas tetitas de Ana.
En el momento en que Oscar apareció, con su moto raquítica, a
solicitarle un servicio, Ana no podía parar de reírse de él pero ocho
meses después se convirtió en su cliente preferido. Y ocurrió que un
día, no hubo servicio y sí hubo una cerveza en un bar y una confesión
que ella no esperaba.
–Yo te quiero, Ana. Estoy enamorado de vos. Mirá, el otro día me
contaste que tu mamá te saca la plata y tu padrastro se quiere enca-
mar con vos. Yo tengo una casita, de material, la moto es mía y tengo
trabajo. Dejá la ruta y venite a vivir conmigo. Podés trabajar en la
fruta, como yo. No pagan mucho pero vas a ganar tu plata sin tener
que acostarte con tantos tipos.
236 | Purapalabra
Doña Cristina se levantó al amanecer y levantó la cobija que hacía
las veces de cortina. La cama de Ana estaba vacía. Esperó hasta el me-
diodía y luego fue hasta la casa de otra de las chicas ruteras. La en-
contró tomando mate.
–Hola, Soledad ¿sabés adónde fue Ana? Todavía no ha llegado y
no me ha mandado ningún mensaje.
La chica miró a la mujer y frenó un comentario. Era bastante amiga
de Ana. Se contaban sus cuitas noche a noche, entre cliente y cliente.
Soledad tenía cinco hijos para mantener. Cuando su marido mu-
rió quedó devastada, inhabilitada para seguir luchando. Se lo habían
matado en esa ruta que ella ahora pateaba todas las noches. Los chi-
cos reclamaban comida, calzado, útiles y se puso a trabajar de domés-
tica. Se iba a la mañana temprano y volvía alrededor de las cinco de la
tarde. Con lo que ganaba vivían unos quince días, después, recurría a
la libreta del almacén y así mes a mes. Nunca quedaba un peso. Sabía
que el chico gay de la otra cuadra, se prostituía. Siempre habían teni-
do buena onda y una tarde lo esperó y le preguntó cómo tenía que
hacer para trabajar en la ruta.
–Mire, doña Cristina, yo la vi a Ana, como a las doce, subirse a
una moto. Después no la vi más y como me avisaron que el gurí más
chico tenía fiebre me vine a casa.
–¿Subirse a una moto?
–Sí, una de esas motazos que hay ahora –mintió Soledad–. Pero
quédese tranquila, ella la va a llamar, con seguridad.
Rosita sacudió el termo y exclamó, sonriente
–¡Sos buena para el mate, vos, nos bajamos dos termos!
–Sí, y también comí un montón de tortas fritas, pero no te me
vayas por la tangente, Rosita. ¿Qué pasó con la madre, qué pasó con
la amiga?
Purapalabra | 237
–La madre –concluyó, feliz de haberme interesado en su relato–
se fue a vivir a Buenos Aires, con el candidato, hace años que no se ve
con Ana. La amiga, de tiempo en tiempo viene al pueblo a visitarla.
El verano había languidecido con el primer abrazo de un otoño
donde llovió una semana seguida y el pueblo se había transformado
en un sitio fantasmal. No se veía a nadie en las calles, ni de día ni por
las noches. A veces, antes de dormir, recordaba la historia de Ana y
Oscar y eso hacía que el sueño se resistiera con estoicismo a quedarse
conmigo. En una mañana que fui al almacén de la esquina había una
chica pidiendo fiado un kilo de pan y una docena de huevos.
–Mañana te pago, Dora.
–Está bien, –exclamó la bolichera– pero no te preocupes, si
mañana no podés, me pagás otro día.
–Gracias, Dora –la chica se dio vuelta y nos miramos, era Ana.
–Buenos días, doña, –y bajando la cabeza se fue, rápido.
–Yo quiero un kilo de pan y dos pancitos, Dora –pedí.
–¡Qué cosa con este tiempo, doña! La gente hace una semana que
no puede trabajar y si no trabajan, no cobran.
–Ah, por eso pidió fiado, la chica que se fue.
–Sí, ella y varios más. Y qué voy a hacer. Tengo que fiarles, son mis
vecinos de toda la vida. No se puede dejarlos en banda. Mire a Ana, po-
brecita. Me dice que pagará mañana porque esta noche se va a la ruta.
–¿A la ruta? ¡Pero, Ana tiene hijos!
–Si, tiene cuatro hijos. Y eso no es nada. Lo peor es que el propio
marido es el que la lleva.
Pagué la compra y volví a casa tratando de asimilar la notica. Pero
ese día, los astros se habían confabulado para mantenerme en el azo-
ro. Rosita, escoba en mano, me saluda y, sin anestesia me suelta la
pregunta:
238 | Purapalabra
–Hola, ¿cómo estás? ¿Te enteraste que Ana volvió a la ruta?
–Sí, algo me contaron. Decime, ¿cómo hace con los chicos?
–El Oscar la lleva en la motito, se vuelve y queda con los gurises.
La mayor tiene trece y la menor, cinco. Dicen las malas lenguas que él
lleva la mujer a la ruta para sacársela de encima porque se está aga-
rrando a la más grande.
–¡Santo cielo! Por favor, no dejemos correr esos chusmerios.
–No sé, doñita, así dicen. Parece que alguien los vio, allá, en el
cañaveral.
En ese otoño, ayudé a lograr la recuperación de la vieja estación
del ferrocarril y así, la convertimos en el refugio de actividades cultu-
rales que fueron todo un éxito. Esos espacios, para niños y adultos
lograron que los vecinos se encontraran y compartieran otras tareas
en común, además del trabajo cotidiano. La efervescencia se conso-
lidó en la muestra de fin de año. Allí cada taller mostró su produc-
ción, en la plaza.
Fuimos, con Rosita al festival, con el equipo de mate bajo el brazo y
nos dispusimos a disfrutar de una tarde–noche de buena vecindad. En
un momento que estaba haciendo un paneo vi a Ana y a Oscar. Esta-
ban acompañados por niños –intuí que eran sus hijos– y una mujer
joven con la que charlaban y reían. No se me pasó de largo el hecho de
que Oscar tuviera, todo el tiempo, a la niña más grande, abrazada.
–¿Viste quiénes están allá? el par de pájaros.
Me hice la desentendida, pero Rosita estaba decidida a expulsar
las últimas novedades, sí o sí.
–Y, ¿a qué no sabés quién está con ellos?
–No sé, Rosita, no la conozco.
–Es la rueda de auxilio de Ana y compañera en la ruta.
–Traducime, por favor.
Purapalabra | 239
–La rueda de auxilio es, cómo te puedo explicar, la amante de tu
marido, eso es –y continuó, sin escalas–. Ana la conoció en la ruta.
Dicen que es de Corrientes y como no tenía dónde quedarse, la traje-
ron a la casa. El otro día la encontré a Ana y me contó que duermen
los tres juntos. Yo le dije si esta loca y se puso a llorar. Resulta que el
Oscar le dijo que se enamoró de la tipa y que ella se la tenía que
aguantar o que se vaya. Pero, Ana, por los chicos, se quedó.
Me miraba y, como no hice ademán de contestar nada, encestó el
triple de la noche.
–Le pregunté qué hacía ella cuando Oscar y la tipa se estaban en-
camando y me contestó que se daba vuelta para el lado de la pared.
¿Viste por qué los llamo “par de pájaros”?
Cinco años después de haberme ido del pueblo, mientras paseaba
una tarde por la peatonal de Concordia me los encontré mirando la
vidriera de una juguetería. Rosita, los acompañaba. Luego de los sa-
ludos de rigor, fijé mi atención en el pequeño que Ana llevaba de su
mano. Era idéntico a Oscar. Estaba por abrir mi bocota para decir
“igualito al papá” y un relampagueo en los ojos de Rosita me frenó la
lengua.
–¡Qué hermoso niño!, exclamé.
–Es Oscarcito, –dijo Ana– es hijo de Sandra, la mayor.
Logré hilar una desvaída felicitación y apuré la despedida. Debo
decir que durante mucho tiempo llevé la sonrisa de satisfacción de
Oscar entronizada en mis pensamientos.

240 | Purapalabra
/ Pablo Rubio
Cierro los ojos y veo, Vol. 001
Cierro los ojos y veo, nada, nada que decir, solo oigo pero que oi-
go sinceramente nada, porque me dejaron y soltaron en la nada, ce-
rrar los ojos y ver en un recurso literario, pero ni siquiera soy escritor,
tan solo soy otro plebeyo que cerro sus ojos solo para dormir.
Transmutación
Hay adversidades de todo tipo, pero a mí me toco una de las más
difíciles y de llevar, que toma un largo camino de aceptación. Hoy
supe reconocerme y vi que mi ser fue toda una mentira y que en rea-
lidad era otra persona, no me teman solo soy iguales que ustedes y
con los mismos derechos.
Si yo me acepto a mí mismo, ustedes deben aceptarse tal cual son,
así con todos. Si hay diversidad enriquece toda una cultura, así como
también ser reproduce la discriminación.
Una nueva era comienza, la familia es por donde se empieza y
también en donde se pierda toda la razón, tus padres creen que tie-
nen un nuevo hijo o hija, eso sí que una eterna lucha que lleva un
largo camino para que todo valla a su rumbo y cuando eso sucede sí
que es un gran alivio. Luego nos topamos con la realidad que es un
mundo muy hostil, en el cual podemos tropezar más de una vez y en
donde habrá muchas miradas que hablaran a nuestras espaldas, es
donde la ignorancia es virtud que nos ablanda el camino.
Purapalabra | 241
Esta es mi nueva identidad totalmente distinto/a a mi otro yo y
con otra vestimenta, hoy elijo estar con ellas o con ellos. Es un gran
cambio, pero esto es lo que elijo, agradezco a eso cosquilleo de incer-
tidumbre que me abrió a lo que soy ahora como también abrió la
mente: mi exterior trasmutara a lo largo del tiempo, pero mis gustos,
emociones y sentimientos siempre fueron los mismos desde que nací.
Yo estoy feliz y es lo único lo que único importa y que finalmente soy
yo mi verdadero yo.
Ouffie
Vendedora de drogas y azucares apareciste como arte de magia, los
cuales eran la excusa perfecta y pretexto justo para verte, cada vez que
iba tu presencia aumentaba mi adrenalina en sangre. Una de tantas
visitas sentí cierta atracción tuya hacia mí, solo eran pocas palabras y
no me animaba a decirte que me gustabas, quise hacerlo muchas ve-
ces y nunca pude hacerlo, pero no sé de donde saque fuerzas para re-
galarte una pulsera, incrustada de piedras preciosas como tú, pero la
única que brillaba para mis ojos eras tú. Al hacerlo fue reconfortarle,
ahora sé que tienes algo mío, cosa que me pone más contento aún.
Cierro los ojos y veo, Vol. 002
Cierro los Ojos y Veo Una sociedad argentina de opinologos y es-
peculadores que van a un camino sin sentido, y que no llegan a nada
concreto y a la par juegan con nuestros sentimientos, para raptar
nuestras almas y que seamos esclavos del sistema.
Katara
Ella tenía otro nombre, pero desde que vio un dibujo animado,
decidió cambiarse el nombre por uno de los personajes femeninos
242 | Purapalabra
que se llamaba Katara. Nunca busco su significado, pero le fascinaba
como sonaba ese nombre. Todo eso sucedió a los 23 años, pese al
cambio de caratula, su mundo seguía siendo el mismo, la misma fas-
cinación que tenía por los dibujos animados también era por la mú-
sica, a su temprana edad ya tenía escuchado más de cincuenta mil ho-
ras de música. Pese a su carencia con el trato humano, conocía muy
bien la composición del ser humano y de sus respectivas variantes.
Siempre estuvo agazapada, pero no porque la excluyeran si no
porque así lo quería, aunque el resto de los mortales la vieran de otra
forma, ella se sentía completa y feliz de su forma de ser. Katara era
como ese típico ángel de cabello rubio y ojos azules, pero con la ca-
racterística de un ángel caído, que solo veía como la sociedad se co-
rrompía por sí solo, pese a ser como un ángel, no lo era del todo,
porque a sus 18 años, se dio cuenta que estaba en un cuerpo distinto,
es por eso también su cambio de nombre. Toda una filosofía de vida la
de Katara, tan así que, como estudiante de filosofía y letras, tuvo la posi-
bilidad de defenderse de toda adversidad.
Un poco de historia
Constancias antiguas que siguen hipotecando nuestro país, llevándonos a
un ranking muybajo cada año, desertores yespeculadores son más importantes
que nuestros historiadores. Gobiernos de turno, gobiernos corruptos que ab-
sorben lamagianegrade sus asesores que, al final terminan rebalsando de poder
y a la par no saben reconocer sus errores, por consecuencia terminan afectando
a cada ciudadano. Ciudadanos que escriben sus historias con recursos que fue-
ron adoptando estos años, con transiciones de realidades y de fantasías. Ciuda-
danos conformistas con cada gobierno que ha pasado ya sus números imagina-
rios. Inflamación, inflación latente y constante en nuestro ADN que cada se-
gundo van formando lanaturalidadde unaArgentina prepotente.
Purapalabra | 243
Aislamiento
Un día nos reconocimos a la distancia, pero solo intercambiamos un
simple hola, al tiempo fueron más palabras, pero palabras sin sentido, era un
juego que terceros inventaron, yo si pensaba en ti, seguramente tu seguías ese
juego solo por diversión, ellos jugaron con mis sentimientos porque sabían
que me gustabas. Llamadas, textos que me ilusionaron, hasta que me di
cuentaque te habían usurpado tu identidad, me enfureció mucho. Múltiples
no, justificados con excusas, realmente quería estar en casa disfrutando la no-
che, que la irrumpió un llamado de un desconocido, hasta que dijiste tu
nombre, fue una sorpresa, era ella, pero igual dije que no, realmente no tenía
ganas de salir, después de cortar me di cuenta que esta gente, querían que
pensara con mi segundo cabeza, para inhibir mi mente pensante yque cayera
en su trampa, pero yo no soy ese hombre de manual, a partir de ese momen-
to, decidí optar por el silencio para construir una barrera, con el fin de obsta-
culizarles el paso, para que no interfirieran en mi preciado mundo, en el cual
quedo impregnado la esencia de esta chica, que hasta el día de hoy, sigue pre-
sente en mimente, como cuando laviporprimeravez..
Asstinita
Fue un hola, simplemente con esa palabra me cautivaste, eras más
alta que yo, eso no me impidió quererte, ese hola también fue un adiós,
pero no me impidió seguir contemplarte, aunque el destino no quiera
que nos crucemos, me basta un simple hola de tu voz para estar con-
tento, tan solo le pido al destino, dejármelo escucharlo una vez más.
Momentos de una vida
A esta altura de la vida ya no sé lo que soy, supuestamente un
pseudo escritor que no logro consagrarse porque a la escritura la to-
me como un hoby, ahora no sé lo que es, tan solo por el simple hecho
244 | Purapalabra
de no importarme mi pésima puntuación y mi carente falta de acen-
tuación, es como si no le diera importancia a esto de la escritura, al
igual que a mi despreocupación por la vida que dejo que fluya,
mientras el resto hace de las suyas.
No sé por qué aún sigo escribiendo, si todo lo que digo son pala-
bras vacías sin sentimientos que a ti te importa un comino estas pala-
bras de este mediocre pseudo escritor que soy. Seguro estarás pen-
sando que esto es una carta pre suicidio, pero no. Moriré cuando
tenga que ser, pero si estoy agonizando porque me quede sin inter-
net, duele, duele mucho, podría leer para retener el dolor, pero leer a
mí no me gusta. Tengo treinta a os y solo he leído dos libros, uno de
historias mitológicas griegas, fue un regalo de mi padre y uno llama-
do Victimas de Nueva York por Stuart Woods, me lo compre me
había gustado su portada.
Suicidio mis cojones, yo sólo sé llevar mis conflictos y aficiones:
menos mal el internet volvió yaqui sigo escribiendo con los objetos
que tienen mucha más alma que los humanos, tan solo una simple
hoja de papel y un lápiz que encontré tirado debajo de la cama.
Inseparables
¡Sueño, sueño, sueño! Es lo único en que pienso, el inconsciente
me va sedando y cada descarga eléctrica de las neuronas, me van de-
bilitando el corazón para emergerme en el mundo de los sueños. Pu-
de tomar el último aliento y sentirte otra vez, porque sentía que te
perdía, entre tanta desesperación pude despertar, sus pechos ejercían
presión en mis pectorales y sus manos agarraban fuertemente las mías
y me dije ella es mi compañera de vida, porque da su propia alma y
cuerpo, para recuperarme de los sueños.

Purapalabra | 245
/ Sofía Landau
Aceptar
Y estás ahí, sentada con un café en la mano, mirando cómo las
gotas de lluvia rompen en la ventana, sintiéndolas como si fuesen las
propias lágrimas de tu corazón dolido. Estás ahí, con tu cabeza que
rebalsa de preguntas sin respuestas, pensando en miles de explicacio-
nes probables para eso que no podés entender, queriendo cerrar algo
que no deja cicatrizar esa herida abierta en tu alma.
¿Cómo pasó? ¿Cómo dejaste que pasara? ¿Cómo podrías haberlo
evitado?
¡No sé! No se… Nada tiene sentido, pero todo duele. Cada can-
ción es una aguja en el pecho, y los recuerdos apuñalan sin piedad.
De repente, las fotos de momentos felices se convierten en un
fantasma que te atormenta, cada risa en un sonido que te aturde y
cada caricia en una bala que tira a matar. Te duele haber dado todo,
sentir tan real eso que fue una mentira, tirarte al vacío y confiar para
después darte cuenta de que arriesgaste y te quedaste sin nada.
¡Tonta!
Estúpida por pensar que algo podía hacerte feliz siempre. Estúpi-
da por creer que eras suficiente.
Queda seguir.
Queda aceptar y olvidar.
A vos ya te olvidaron.
246 | Purapalabra
Al borde
Un día más se despierta con el sonar chocante de una fuerte alar-
ma que marca las seis en punto. Se levanta exactamente cinco minu-
tos después para tomar una refrescante taza de café caliente, amargo.
Son las seis y media cuando prende la ducha y se cumplen exacta-
mente quince minutos cuando el agua deja de caer y se envuelve con
la suave toalla de siempre, aquella que lleva bordado su nombre en
una punta y que tiene desde pequeña. A las siete baja agitada la esca-
lera que lleva a su departamento en el primer piso y para las siete y
diez ya se encuentra en el subte camino a la universidad en la que es-
tudia Letras.
Lejos de su familia, que reside en la Patagonia, vive en la capital. A
sus jóvenes 18 busca comenzar a escribir su historia, hacer algo que
valga la pena, cambiar el mundo. Sabe que apunta muy alto y es
consciente de la magnitud de sus metas, pero cree que todo suma, y
en su día a día, con pequeñas acciones, evidencia el compromiso con-
sigo misma, su empatía y su pensar idealista. Dentro de sus sueños no
entra el de encontrar el amor, no porque no sea romántica –es una
persona que cree firmemente en el amor para toda la vida– sino por-
que siente que en él ya lo encontró.
Hija mayor de tres, fruto del amor entre una odontóloga y un pe-
diatra, rodeada de amigos y cariño abundante, reconoce que es afortu-
nada. No todos cuentan con el apoyo de su familia, con sus oportuni-
dades, con ese entorno que la hace sentir acompañada a la distancia,
incluso estando a miles de kilómetros, sola, en un mono ambiente. No
todos tienen amigos presentes en todo momento. No todos tienen una
vida privilegiada como la de ella, y lo sabe. Nunca se vio enfrentada a
mayores problemas. Nunca, hasta ese día en el que sintió que se le caía
Purapalabra | 247
el mundo, que el universo conspiraba en su contra, que nada tenía
sentido y que, por primera vez, su corazón no latía y sus sueños caían
al suelo en pequeños pedazos, imposibles de reparar.
Ese día de septiembre la tarde se presentó cruda y fría, triste. Con
su celular en la mano y la lluvia de lágrimas cayendo por sus mejillas
sin cesar, entendió que ya no era la misma. Ese mensaje marcó un an-
tes y un después.
No era aquella inquieta muchacha con aires de ilusión y esperanza
que había sido por la mañana. Las 12 de la noche no sólo marcaron la
mitad del día, y el cambio de fecha ya no era cuestión de calendario.
Era la muerte de esa soñadora, el nacimiento del vacío. Estaba rota y
quebrada, perdida.
Ese mensaje logró que todo fuera puesto en duda; su vida, sus
planes, lo que ella era o creía ser… todo representaba inseguridad. Si
lo que había sucedido pasó, todo lo malo estaba llegando, porque ya
no se podían esperar cosas buenas. Ya no.
Una parte de ella desapareció, dejando tras de sí un enorme agu-
jero lleno de nada, una nada que pesaba como ancla y que no la de-
jaría seguir. Sus esperanzas se convirtieron en negatividad y sus sonri-
sas en miradas melancólicas. Apagada la luz de sus ser, era una som-
bra oscura que caminaba por los lugares por donde solía sonreír. Es-
taba cansada. Le pesaba el alma. Perdió sentido. Se perdió.
Cuando todo indicaba un fin y ella no tenía más fuerzas para in-
tentar reconstruirse, aquellos que siempre estuvieron, los incondi-
cionales, la abrazaron. Fuerte, fuerte, fuerte… tan fuerte que su co-
razón, para liberarse de tanta presión, comenzó a latir de nuevo, y ella
respiró. Estuvo cerca, estuvo al borde de que sea tarde. Estuvo al bor-
de, pero su luz se encendió otra vez.
Ella soy yo.
248 | Purapalabra
A veces
¿Nunca les pasó sentir que tienen mucho por decir pero al querer
hacerlo no pueden? No sé si es que no sabemos cómo hacerlo o más
bien no tenemos idea de qué queremos decir. Sin embargo, ahí está,
atragantándonos día tras día y noche tras noche, haciendo que respi-
remos con dificultad, llenando nuestros ojos de angustia, arrastrán-
donos… Ahí está esa sensación de un vacío que nos desborda. ¿No les
pasó? Porque a mí sí.
A veces siento que mi cuerpo me pide gritar con todas mis fuer-
zas, pero no me sale la voz y se reprime ese impulso. A veces siento la
necesidad de correr kilómetros y kilómetros hasta más no poder, pero
por alguna razón no muevo siquiera un dedo. A veces quiero llorar
pero mis ojos son un desierto, son sequía. A veces quiero… a veces…
Me quedé sin metáforas, porque no sé qué quiero, porque no en-
tiendo qué me pasa, porque no entiendo absolutamente nada. A nadie.
Alguna vez escuché por ahí que decir las cosas en voz alta las hace
más reales, entonces, puede que lo que siento esté siendo inconscien-
temente reprimido por aquella parte de mí que no está lista para
afrontar eso que lastima y punza. ¿Será que vivo en la mentira de
creer que no sé qué me pasa? ¿Será que en realidad no quiero saberlo?
¿Será que ya lo sé y sólo resta aceptar? Creo que la aceptación es el
último paso de la superación. Es el punto final de la historia. El fin.
¿Será que me da miedo que las cosas se terminen? ¿Será que ya se ter-
minaron y me duele el no haber podido evitar este desenlace?
Será…será. ¡No sé qué carajo será! Mierda.
Noches de tormenta
Admito que lloro en las noches de
tormenta, cuando en la oscura soledad el alma grita.
Purapalabra | 249
Admito que el golpe fuerte de las gotas
pegando en el tejado con furia
me da miedo.
Dormir parece imposible cuando
me sumerjo en la cama inmensa y me pierdo
enroscada entre las sábanas protectoras,
como si fuesen un escudo indestructible.
Cada gota, un recuerdo.
Cada gota, una lágrima.
El rugido de una tormenta que truena
violenta e impotente, no hace más que
traer melancolía a mi falta de sueño.
Cada momento feliz del pasado
hace arder mi corazón.
Como si recordar lo que fue
sólo hiciera más profunda la tristeza de lo que ya no es.
Y pasan las horas, y se pasa la noche.
Y pasan las horas, y se pasa mi vida.
Esas frías madrugadas a veces
me regalan el lujo de dormir unos
pocos minutos.
No sé cómo ni cuándo pero,
en algún momento, mis oídos ya no oyen
el paso intenso de la tormenta y mis ojos
se unen con agua salada.
Al despertar, ya no llueve.
El fuerte dolor de cabeza, mis ojos hinchados,
reviven la noche de tormenta. Me vacié.
Ya pasó.
250 | Purapalabra
/ Susana Della Bianca
La señorita M
La señorita M. vivía en un pueblito de la provincia de Buenos Ai-
res. No acostumbraba comentar sus proyectos ni siquiera a sus ami-
gas más íntimas. De modo que todos se sorprendieron cuando un día
comunicó su decisión de marcharse a estudiar a la Capital.
Allí desarrolló una brillante carrera profesional que le permitió as-
cender hasta el cargo más alto de una importante empresa exportadora.
A esas alturas ya ninguno de sus conocidos dudaba de su empuje,
su espíritu audaz y la firmeza de su paso por la vida.
Sin embargo la señorita M. guardaba un secreto: se había enamo-
rado con inesperada pasión de un joven al que le superaba en edad.
No eran demasiados los años que los separaban pero sí los suficientes
como para que la señorita M. ganara en ansiedad y angustia incon-
trolables cuando pensaba en la posibilidad de que él no llegara a
amarla con la misma pasión.
Se sintió de pronto vieja y fea, a pesar de que apenas había pasado
la treintena.
En ese punto, con la misma resolución que tuvo para abandonar el
pueblito donde había nacido, partió a la clínica de La Prairie. Allí esta-
ba resuelta a seguir todos los tratamientos posibles para aumentar la
vitalidad y, especialmente, combatir los efectos del paso del tiempo.
Su enamorado, aunque no entendía del todo los propósitos de la
señorita M. la dejó partir y prometió esperarla hasta su regreso.
Ella sintió que revivía frente al paisaje majestuoso del lago Gine-
Purapalabra | 251
bra, y frente a los imponentes Alpes suizos y franceses.
Y allí también fue donde cambiaron el color de su pelo, estiraron
su piel hasta dejarla como la de una niña, rellenaron sus labios, estira-
ron sus ojos, levantaron sus pómulos, siliconaron sus pechos y sus
nalgas, angostaron su cintura y la transformaron, en fin, en esa nueva
persona que, al regresar a Buenos Aires, fue reconocida con dificultad
por todos sus antiguos compañeros, empleados, colegas y amigos.
Por todos, menos por su antiguo amante que no sólo le dijo que
no era así la mujer que él esperaba. Y que, además, había transcurrido
tanto tiempo que no había podido evitar enamorarse de una jovenci-
ta que era ahora su esposa y la madre de un niñito encantador.
Nunca nadie supo después qué fue de la señorita M.
La urgencia
Mariana nació un mes antes de lo esperado. Luego de ocho meses
de embarazo normal, su madre la recibió con alegría y, también, con
asombro.
La familia comentó el hecho. Su padre, que cultivaba un humor
algo sarcástico, dijo que no entendía ese apuro por llegar a un mundo
trastornado y en vías de extinción, a pesar del entusiasmo reproduc-
tor de la mayoría de sus habitantes.
En poco tiempo Mariana siguió sorprendiendo a su familia con
avances espectaculares en su desarrollo. Sus padres y sus hermanos
mayores comenzaron a preguntarse si no tendrían el raro y complica-
do privilegio de albergar a un genio precoz.
No podían entender cómo esa niña, tan parecida a todas, en apa-
riencia, pudo sostener su cuello antes de los dos meses de vida, sen-
tarse en su cuna a los cuatro y dar los primeros pasos a los nueve.
El médico los tranquilizó. La precocidad motriz se daba con cierta
252 | Purapalabra
frecuencia, en especial donde había adultos y menores de más edad a
los que el recién llegado deseaba imitar.
Sin embargo, poco tardaron en advertir que Mariana se destacaba
no sólo en el aspecto físico de su desarrollo. Comenzó a hablar antes
de cumplir un año. Y su dicción nunca fue la balbuceante que cabía
esperar de un bebé practicando su media lengua. Se expresaba con
claridad y corrección. La familia comenzó a dirigirse a ella con cierto
temor reverencial, que Mariana asumió con gran naturalidad.
A los dos años leía de corrido y pronto pudo escribir sin faltas.
Conscientes de que a un superdotado debía dársele una educación
adecuada, Mariana fue enviada a la única escuela para niños con altí-
simo coeficiente intelectual que existía en la ciudad.
Mientras cursaba la escuela primaria había deseado alcanzar, con
la mayor rapidez posible, la escuela secundaria. Por entonces, deseó
que los relojes avanzaran, en carrera desmesurada, para llegar cuanto
antes a la universidad.
A los veinte años era ya una distinguida profesional que integraba
uno de los equipos de investigación más prestigiosos de la universi-
dad. Nadie parecía conocer como ella el funcionamiento de los pro-
cesos cerebrales. Cumplía tareas docentes y atendía a pacientes cada
vez más numerosos en su consultorio particular.
Se enamoró con la misma intensidad con la que vivía cada minuto
de su vida.
Cuando nació su primer hijo, deseó que esa criatura se alimentara
sola ya, sin demora, que caminara pronto, que fuera tan rápido a la
escuela como lo había hecho ella misma. Por desgracia, el niño se
obstinó en avanzar por la vida que le había sido dada a paso de hom-
bre y no a la velocidad de la luz.
Mariana corría cada vez a mayor velocidad.
Purapalabra | 253
Pronto se divorció, debido, en parte, a la desaparición de todo
sentimiento amoroso hacia el padre de su hijo y, en parte, al deseo de
vivir en forma más independiente de los afectos que limitaban su
tiempo. Su trabajo y sus labores de investigación la llevaron a los
principales centros de su especialidad que existían en el mundo. Co-
noció gente nueva, países diferentes, amores tan fulminantes como
breves.
El tiempo se le escurría como la lluvia. Comprendía que tal vez su
vida no iba a alcanzarle para llegar hasta dónde se había propuesto. Se
sintió enferma de urgencia y desconocía la cura.
Un día cualquiera, mientras observaba, a través de la ventana de
su estudio, las nubes cubriendo el sol de la tarde como largos cuchi-
llos violeta, sintió que el tiempo parecía haberse detenido.
Y a ella la urgencia le devoraba el alma y las entrañas.
Como años atrás había envidiado a las nenas que ya habían co-
menzado el colegio y, más tarde, deseó vestir el uniforme de la escuela
media, ahora clavaba sus ojos en los viejos que veía caminar con difi-
cultad o que permanecían sentados, en contemplación silenciosa, en
los bancos de los parques. Imaginó que ellos debían ya saber lo que
ella todavía ignoraba.
Acumuló premios por sus investigaciones. Su trabajo era recono-
cido y valorado.
Sin embargo, el tiempo seguía detenido. Se hizo vieja casi sin darse
cuenta. Le costó aceptar que los chicos que su hijo le llevaba de vez en
cuando eran sus propios nietos.
Tampoco entendió demasiado cómo y cuándo su hijo se había
convertido en ese hombre que le hablaba con escaso afecto y mucha
distancia.
254 | Purapalabra
El tiempo era un arco tensado hasta límites extremos y ella se
sentía como la flecha que nunca terminaba de lanzarse.
La ilusión de la quietud, de ríos inmóviles, de aguas detenidas, de
lluvias suspendidas en la mitad de su caída, la atormentaban cada vez
con más intensidad.
Entonces deseó, con la misma pasión que había invertido hasta en
los actos más insignificantes de su vida, que la muerte la alcanzara.
La muerte no compartía la urgencia de Mariana y tardó varios
años todavía en pasar a buscarla.
Los estudios de Mariana quedaron inconclusos.

Purapalabra | 255
/ Valeria Riccheri
Septiembre
Cuento 1 – La elección de Baba
La madrugada asomó como siempre y hasta ese día, antes de que
su cuerpo pudiera siquiera comenzar a moverse, Pipo anunció con su
voz ronca:
–Lo vi al negro. Me dijo que hoy nos pasa a buscar después de la
hora del té, ¿no estás contento?, vino como lleno de luz y energía,
¿sabés? como rejuvenecido. Suerte la suya –agregó, mientras lenta-
mente apoyaba un pie y luego el otro y con una mano se sostenía de
los barrotes de la cama y, exhalando sonidos sin coordinación alguna,
se ayudaba para alcanzar el precario equilibrio ya perdido hace rato.
El sol entraba tímidamente por las rendijas de su persiana, ilumi-
nando toda la habitación con partículas flotantes que Pipo parecía
seguir con la mirada, arriba, abajo, a un costado y luego al otro.
Mirándose al espejo, Baba observó las arrugas del tiempo en su ros-
tro. Sus ojos de un azul profundo comprendían aquello que pareció
desteñirlos y gastarlos de manera oculta, casi imperceptible, como si
lo visto hubiera implosionado por dentro, engañando los sentidos y
la piel. Piel que no interceptó el instante en que la vida la dejó con ese
aire a vejez y además con tantas valijas, con tantos recuerdos, con
tantos amores, con tantas pérdidas, con tantos cuartos, con tantos
yuyos, con tantos cuadros y libros inútiles e imperfectos…
–Tú, en cambio, te guardaste el espíritu niño sólo para ti, bicho
feo y tacaño. Pipo –le dijo con firmeza– hoy nada de salidas largas,
256 | Purapalabra
mirá que perderse debilita las costumbres y además el Negro siempre
fue medio jodido con la puntualidad. En sus años mozos, si no esta-
bas a la hora asignada para los encuentros, se marchaba sin dejar ni
huella ni palabra, ¡qué gallego bravo, el Negro! –se la escuchó decir
mientras arrastraba sus pensamientos y pies hacia las primeras horas
de su vida cotidiana, hechas de extraños y lentos recorridos por los
rincones de una casa que parecía haberse extraviado en otra época.
Sus pisos de madera y sus paredes llenas de platos de porcelana con
flores silvestres, los cuadros acumulados de la guerra civil española
tapando humedades y fisuras, el jarrón chino de su abuela con el To-
po Gigio, o lo que quedaba de él, un piano antiguo tan olvidado co-
mo su música y esos muebles que odiaba pero que nunca cambió.
Deambulaba como sacándose realidades, buscando intensamente
objetos que parecían estar ahí sólo para llenar los huecos de algo que
ya no había.
Pasado un rato tomó su caja, aquella en la que de vez en cuando
incorporaba algo con movimientos que ocultaban los misterios de su
interior. Ese día sacó la tapa por completo y adentro parecían con-
centrarse todos los colores de una vida en pequeñas fotos polaroid,
que había comenzado a ordenar clandestinamente el día anterior y el
día anterior del anterior como un tejido que depende de las puntadas
previas para proseguir con sus formas.
–Mirá esta foto, acá estabas recién llegado, los chicos parecían tan
felices de tenerte, corrían y te abrazaban hasta casi asfixiarte. ¡Eras co-
mo un amor tóxico! –exclamó con una emoción que le parecía ajena–
y acá ¡Andresito! –Pipo, ahora estaba sentado sobre la mesa, inclina-
ba su cabeza y miraba atentamente mientras movía la cola de manera
ondulante.
–Acá Andresito –hizo una pausa y luego pasó sus dedos arruga-
Purapalabra | 257
dos sobre el rostro de su hijo en papel–. Dijo que se iba de vacacio-
nes… ese sinvergüenza.
Por momentos parecía perder el hilo de lo que decía.
–Eso sí, mis nietos le salieron lindos, esperemos que no tengan la
voz de pito que tiene “esa” madre –luego suspiró, como queriendo
componer fragmentos de su historia–. Y acá la tía Rosa ¡ja, ja! mirá el
Roberto –se carcajeaba– “El novio de América”, con esa cara de sapo.
No le cambió demasiado, lo vi por el barrio los otros días, ni siquiera
los años lo ayudaron… Si ella estuviese acá, si lo viera hoy…
La voz se le fue apagando hasta que su rostro perdió por completo
su esencia y a pesar de que Baba apretaba los labios casi como si fuera
a vomitar, luego de unos segundos siguió riendo abiertamente, hasta
que la risa se transformó drásticamente en una tos espesa que la
obligó a detener el flujo de memorias encadenadas en el pasado.
Pareció olvidar de manera repentina y oportuna, como sucedía
con frecuencia, lo que estaba haciendo y salió al patio:
–Pipo –le dijo, tocando las pequeñas hojas recién nacidas del
malvón– está llegando la primavera.
Luego suspiró, con aires llenos de añoranzas negadas, sus flores
parecían tan diferentes, pero aquella bestia estaba ya en su propio
mundo, atento a su blanco, esperando con discreción que su presa se
ubique en el punto preciso. En un único movimiento, ágil y sagaz,
¡zas!, la pobre quedó bajo sus garras. Quería jugar pero la contradic-
ción de sus actos lo llevaba a repetir con inocencia las aristas del po-
der. Cada vez que la pobre mosca intentaba resucitar de nuevo, llega-
ba el zarpazo preciso, maduro, concreto.
–Y, sí –observó ella–, así es la vida, un extraño juego entre el amo
y sus títeres –luego, sin preámbulos, exclamó– mirá bien este pedazo
de cielo, hoy parece infinito –y se quedó contemplando unos instan-
258 | Purapalabra
tes, antes de volver a entrar y continuar con sus quehaceres.
Sonó el teléfono y con un tono algo elevado Baba volvió a repetir:
–¡Marta, estás cada vez más sorda! –exclamó– te dije que NO,
ene, ooo, NO vengas hoy. Pero no, Marta, no vengas, voy a visitar a
Andresito, ¡Me voy con el Negro y el Pipo viene conmigo! –gritó
muy fuerte–. Pero Marta, te tengo que cortar –dijo con impaciencia.
Y así, sin más, cortó el teléfono, mientras balbuceaba– esta Marta,
cada vez más loca, no entendió nada.
La tarde y sus horas aparecieron algo comprimidas, casi sin avisar.
Cuando la sombra había llegado a su gomero, Baba decidió que ya
debían ser las cuatro. Entró en la cocina nuevamente con cierta tor-
peza, tiró el plato, la cuchara y el vaso. A pesar del ruido y el enchas-
tre, sólo acotó:
–Pipo no es nada, salí de ahí, no tengas miedo –y dejó los pedazos
de vidrio en el piso. Con cierta parsimonia preparó el té y la leche del
Pipo y por primera vez la voz pareció levemente quebrarse:
–Dale, tomate todito.
Sintió que había tardado una eternidad en llegar al sillón. Apoyó
el brebaje en la mesita de roble, temblorosamente, pero sin volcar na-
da y se desplomó, levantando el polvo añejo del terciopelo gastado.
En pequeños sorbos fue tomando el té mientras observaba la entrada
triunfal del Pipo, relamiéndose la cara y ubicándose en su al-
mohadón, luego de unos cuantos giros rituales en círculos. Miró a su
alrededor y le pareció que con la iluminación de la tarde nuevamente
las pequeñas partículas danzaban, pero esta vez, esta vez parecían flo-
tar con ella mientras todo se detenía en un abrupto silencio.
Una montaña rusa de emociones nunca pronunciadas volvieron
de lo más escondido de su ser, sin embargo, ellos se miraron, ya sin
secretos, y livianos.
Purapalabra | 259
–Pipo –pronunció, dibujando una sonrisa casi inventada y mi-
rando hacia la taza de té, ahora rajada sobre la alfombra persa regala-
da– creo que el dolor, después de todo es invisible –luego, con algo
de preocupación, le pareció preguntarse, como queriendo fingir cier-
ta prevención en lo ya hecho– ¿quién regaría su malvón?
Ella parecía despertar y volver a caer en un sueño que la distraía de
todo. Cuando abría los ojos, Pipo, inmóvil, parecía mostrar en su
hermoso rostro animal un gesto casi humano de paz.
–No te impacientes, Pipo –dijo, ¿o lo pensó?–, el Negro está en ca-
mino, siempre fue puntual. El volverá a buscarnos y repararlo todo, así
como lo quebró al irse, él, ella… –y sonrió o se imaginó que lo hacía.
Andrés volvía de correr, cuando la voz aguda de su mujer lo in-
terceptó:
–¡Alto ahí! no te olvides de llamar a tu madre, es su cumple. Yo ya
le avisé a los chicos que entren así la saludan, se va a poner contenta.
Al anochecer sonaba nuevamente el teléfono en la casa de la Baba
Bilbao, en la planta baja de Santa Fe al 2200, pero nadie atendió.

260 | Purapalabra
Adolescentes

Purapalabra | 261
/ Francisco Cittadini
El día de mi muerte
Para "el Colorado", caballo que, en cierto modo,
me salvó la vida. Ojalá, que, ya envenenado,
me recuerdes como un buen jinete.
I
Me desperté muy contento el día anterior al de mi muerte.
La noche anterior, había estado pastando por ese potrero lleno de
pasto que hay una vez pasada la casa del encargado del campo donde
vivo, por lo que me dormí rápidamente, con la panza llena, y el co-
razón contento.
Más aún, luego de una lluvia torrencial, que la pasé bajo unos
sauces cerca del arroyo. Lo bueno (o malo, depende el día) fue que no
salí a pasear.
A mí siempre me andan montando esos primos, deseosos de ga-
lopar, y subir las sierras. Ayer, por ejemplo, fui al cerro "El Pino",
donde me montó el segundo en edad de ellos.
El caso, es que hoy estuve pastando hasta las tres de la tarde, en ese
fantástico potrero libre de cultivos.
Justo antes de que el encargado y su esposa, nos buscaran a mis
compañeros y a mí para el paseo del día, hicimos una competencia de
galope en la cual salí último. Yo siempre pierdo esas competencias: no
sé galopar bien, yo solo troto. La ganó el Picasso, seguido del Ca-
bezón, el Lobito, y la Colorada, una yegua.
262 | Purapalabra
Ellos son mis compañeros de paseo, donde estamos tres horas a
merced de los Homo sapiens. Aunque no nos dejen comer, y nos ha-
gan ir siempre rápido, aun en las sierras, hay algo que me gusta de ir
con ellos, como si estuviese destinado a estar con esos seres bípedos
hasta el fin de mis fuerzas.
A la hora de siempre, nos vinieron a ensillar. Mi instinto, me hace
correr, pero yo no sé si realmente lo quisiera hacer. ¿Debería ir? ¿No
pasaría algo? ¡Qué sé yo! Por si acaso, voy a ir. Quizá, pueda salir un
rato de este potrero.
II
A las cinco y media de la tarde, llegaron los jinetes. O quizá, un
poco más tarde. Me sorprendí, al ver que era el primer primo, quien
venía hacia mí. Él nunca había andado en mi lomo. Estaba nervioso,
pero presentía que este paseo sería especial.
Poco después, el nuevo jinete me taconeó para avanzar, y me enfiló
hacia las sierras del Bravard. Luego de una subida a la cumbre de esas
sierras que siempre hacemos, mi jinete me movió las riendas, dirigién-
dome hacia la Tapera, paseo por donde había que bajar esa sierra. Tuve
miedo, pero, al no verle una causa lógica, decidí olvidármelo.
Todo iba normal, comiendo furtivamente, lo que causaba que me
acorten las riendas, cuando sentí algo como un pinche en una de mis
patas traseras. Al estar comiendo, decidí no darle importancia al
asunto. Luego de que los Homo sapiens hablen asustados en su pro-
pio idioma, seguimos bajando hasta alcanzar el llano.
Después de eso, hicimos el tradicional galope hacia la Tapera, por
donde, finalmente, no nos detuvimos. Seguimos, por el rastrojo de
trigo que había en el potrero de "El Molino B", y volvimos a galopar.
Bueno, en cierto modo. Mi jinete, al ser nuevo, me pegó en el cuello
Purapalabra | 263
con las riendas en pleno galope, queriendo la imposible tarea de que
deje el trote rápido. Escuché que el resto de humanos, le habló a mi
jinete, enseñándole algo en su idioma.
Luego del segundo galope, pasamos (aunque sin parar ahí) por el
Monte del Abra de las Vertientes. Seguiríamos hasta el Monte de las
Acacias, previa escalada y bajada (de nuevo), por esas sierras del Bravard.
Finalmente, llegamos, sin tener ningún percance...hasta ese mo-
mento. Me ataron más alto de lo normal, pero era un lugar que no
aparentaba dificultad.
Hasta ahí, nada me había sucedido.
III
Para cuando me quisieron volver a montar, para la vuelta, empecé
a fallar. La pata trasera que había sufrido ese pinchazo, no me res-
pondía. Empecé a renguear.
Y justo entonces, mi jinete me guió hacia afuera del monte, por
donde él se solía subir. Pero yo no podía. El dolor era intensísimo, en
cada milímetro cúbico de mi pata, y luego, de mi pierna entera. A él,
le volvieron a hablar en su idioma, como diciéndole que vea algo.
Entonces, él me vio, y luego, mi habitual jinete, salió de su caballo,
y se subió a otro, enancado. Mi jinete de hoy, tomó su lugar. Me iban
a llevar a tiro hacia el corral.
Contra lo que se solía hacer, nadie galopó por ese potrero llano
hacia el camino de tierra. Fueron al paso. Parecía que se estaban la-
mentando. En cuanto salimos de ahí, los Homo sapiens hablaron con
otro, quien no era otro que el hijo de los encargados.
Él me vio, y parecía preocupado también. Yo, mientras tanto, pa-
decía más el dolor. Rengueaba más todavía. Pero debía llegar a la
querencia.
264 | Purapalabra
Luego de un penoso andar, me soltaron inmediatamente antes del
corral, a mí solo. Hablando en su lengua, comprendí, por su mirada,
que ellos estaban un tanto asustados.
IV
Esa noche fue la peor de mi vida. Casi no me pude dormir, del
dolor que sentía. Luego de ver salir al sol del horizonte, y a al encar-
gado de su puesto, todo fue de peor en peor.
Para media mañana, ya no me pude mantener más en pie. Me
había buscado un lindo, fresco y arbolado lugar para despedirme de
la vida. Antes de agonizar, me caí, y me golpeé fuerte contra un árbol.
Era cuestión de vivir feliz hasta que venga doña Muerte.
Yo me sentía contento en el fondo. Seguramente, lo que me pa-
saba, era veneno de una yarará. Mis compañeros caballos me explica-
ron en qué consiste, y esto es similar. Veneno de yarará, que al haber-
me envenenado a mí, no lo envenenó a mi jinete. Él no era quien
moriría ahora. Yo, estaba destinado, entonces, a morir por él. A sacri-
ficarme, en cierto modo, por un alma inocente. Ese era el peligro. Esa
era la sensación de algo especial.
Al poco tiempo, llegaron los Homo sapiens que viven en el casco,
uno de los cuales, era mi último jinete. Todos, desde el más viejo,
hasta los bebés, parecían muy tristes, y asustados. Luego, llegó uno
vestido de blanco, que me puso un antídoto, y varias cosas más. Fue-
ron en vano. No duré mucho más.
No me volví a parar. Pero sí, me golpeé, intentando hacerlo. Al
morir, tenía un ojo en compota, y sangre fresca. Y muchas moscas
hambrientas.
Para las dos y pico de la tarde, mi alma abandonó mi cuerpo.
Tengo la sensación de que se me lamentó. Si pudiera hablar castella-
Purapalabra | 265
no, les diría que fue más que sólo morir. Al yo haber sido víctima de
esa yarará, otro se salvó. Eso es lo que importa. Yo no soy el único que
eligió una activa vida corta, por sobre una vana, y larga. Y no lo seré.
Estoy seguro. No quiero que me lloren. Quiero que sean felices, y no
tristes, al recordarme. Que mi nombre sea objeto de risa, no, de llan-
to. Para eso fue que morí.
Ensayo de una especie
en peligro de extinción
Ahora, se va a tocar un tema muy criticado, por los siglos de los
siglos, pero en especial, en este nuevo siglo XXI. Es una suerte de es-
pecie (naturalmente, en peligro de extinción), de tribu social en su
plena decadencia.
Ellos, siempre ataviados con blancas camisas, y trajes negros de
grandes marcas, se hacen llamar “melómanos de verdad”, “gente que
escucha música de verdad”, y otras cosas así.
Aunque en otro tiempo dominaban la esfera musical, y eran muy
numerosos, parece que la suerte se les volvió en contra, y ahora es al
revés: están a la retaguardia, y son muy pocos quienes sobrevivieron
al embate del ejército de las músicas populares, liderados por genera-
les como Trap, Reggaetón, Cumbia, y otras temibles personalidades,
que “no hacen otra cosa que corromper o destruir bellísimas casas de
ópera, auténticas portadoras del buen gusto musical”, según testi-
monios de personas recién salidas del Teatro Colón.
A esta peculiar rama de oyentes de música, varias veces se las criti-
ca, acusándolos de “rancios”, “pasados de moda”, o incluso de “che-
tos”, así como ellos acusan a otros de “incultos musicalmente”. Aun
así, ellos son muy concurrentes a su querido teatro, al cual no suelen
faltar a ninguna función.
266 | Purapalabra
Sobre esto, cabe destacar la peculiaridad de esta característica,
siendo de los más fieles a sus queridos compositores (por cierto: to-
dos son europeos), y nunca se dejan llevar por las modas, escuchando
piezas de más de doscientos años, en algunos casos.
Concluyendo, los escuchantes de ópera, son un segmento de Ho-
mos sapiens muy peculiares, por lo general de clase alta, caracteriza-
dos por sus conflictos con otras tribus musicales, su asistencia perfec-
ta a sus conciertos, y por no dejarse llevar por las nuevas tendencias
musicales, algo muy difícil en estos nuevos tiempos.
Encuentro nocturno
Esa noche, Gerald caminaba por un estrecho callejón paralelo a
Regent Street. Vestido con su esmoquin, y ataviado con bombín, za-
patos tan negros como sus vestiduras, bastón de bambú chino, y
unos anteojos bastante peculiares, así como una camisa hecha en
Bengala, caminaba notoriamente, de manera que los adoquines por
donde pisaba hacían más ruido que una fanfarria militar.
Si hubiese estado con un colega, él hubiera visto que casi no había
espacio para los dos entre las paredes (Gerald Nelson era un tanto
obeso), y que la oscuridad reinante no daba lugar para la visión entre
ellos. Pero Gerald estaba solo.
Volviendo de un concierto de Pablo Sarasate en su elegante y ex-
clusivo club de caballeros, cerca de Saint James, sus pies lo llevaron al
misterioso pub “The Smashed Bull”, en la dirección opuesta a su pe-
queña mansión en Kensington.
–Una Guiness irlandesa –anunció triunfalmente al entrar a ese
pedazo de infierno.
–No tengo cerveza, ni rubia, ni negra. Le puedo dar whisky es-
cocés –respondió el tabernero.
Purapalabra | 267
–Pero, ¿no tiene otra cosa? –preguntó maleducadamente el pa-
seante.
–Le he dicho que no –le volvió a responder, igual de impasible,
quien atendía la solitaria taberna.
–Deme whisky, entonces, imbécil –tronó el comprador.
–Está bien –le dijo el tabernero.
Gerald Nelson aceptó el whisky. Tomó, bebió, y volvió a beber de
esa alcohólica sustancia amarillenta. Y se emborrachó. Pero no tenía
dinero con el que pagarle. Lo que tenía, era un revólver con el que
matarle. Para cuando se empezaba a iluminar el solitario callejón, con
los rojos y rosas del alba, contrastantes con los negros de la noche,
tuvo que pagar la cuenta. El ahora borracho Nelson, no había traído
más plata que la necesaria para pagar la entrada para el concierto de
violines. Al no tener otra opción contra su enemigo, el avaro taber-
nero, se dispuso a matarlo.
Gerald, loco por demás, agarró su revólver de hierro, más oscuro
que la noche en ese callejón, le apuntó a la cabeza de su, ahora, impa-
sible enemigo. Pasó su regordete dedo por entre el gatillo, dispuesto a
asestarle un balazo de plomo a la sien. Disparó.
La esfera de letal plomo volaba por el aire, divirtiéndose, mientras
bailaba danzas exóticas, antes de impactar a su estático objetivo. El
tabernero, al ver a la bala que lo asesinaría, salió a tiempo del área de
fuego. Luego, como si de desafiar las leyes newtonianas se tratara, se
elevó de una extraña manera, para impactar sobre Gerald Nelson, y
derribarlo al suelo, previo puñetazo en sus anteojos de frágil cristal de
Bohemia.
–¡Ay de ti, tonto usurero, millonario y loco! ¡Por si no te habías
contentado con insultarme, también, quisiste matarme! ¡Aquí ha
empezado tu fin! Te deberías haber portado mejor, injusto y cruel
268 | Purapalabra
humano. Más aún, si estabas pidiéndole cerveza a la Muerte –anun-
ció mientras lo asesinaba a Gerald Nelson, usando el mismo revólver
que había sido utilizado previamente en contra suya, como comple-
mento de sus puñetazos.
Basura
¿Qué es basura? ¿Es el asqueroso producto resultante de nuestras
avaras y desconsideradas obras? Me es horrible pensar que esos dese-
chos, provenientes de la tierra del despilfarro y el egoísmo, cuyos
moradores no hacen más que destruir su propio mundo, sean lo que
son, con un penetrante olor a “no me importa nada”, capaz de dete-
ner las más interesantes conversaciones.
Aunque basura también puede ser un durísimo adjetivo. Aquí
hablamos más bien de personas o situaciones para olvidar, momentos
comparables a un genocidio que esperamos no nos atormente más. O
al menos es como yo entiendo la función adjetiva de basura.
Otras personas, en tanto, lo usan más bien para referirse a perso-
nas o situaciones particularmente asquerosas, repugnantes, como si
se tratara de oler ese putrefacto olor a decadencia.
En fin, la palabra basura habla pésimo de situaciones, personas o
de casi toda la humanidad, según cómo se la utilice. Es tremenda-
mente detestable, porque puede hablar de descuido, egoísmo, avari-
cia, dolor, o simplemente un olor irremediablemente inmundo. Ba-
sura, es una basura de palabra, desastrosa, pero, a veces, necesaria.

Purapalabra | 269
/ Julián Palacios
Ultimo ritual
Los recuerdos perdidos en el vasto universo de mis memorias re-
lucieron. Según leí, señal de la proximidad del fin. Óptimo, ¿qué más
quedaba por hacer? La delgada y huesuda parca ya me había pasado
rozando antes, con cada hermano caído, la suerte (si es que ello era su
obra), ya me había dado demasiadas oportunidades.
Se esbozó un sentimiento de rencor, pero era absurdo. En algún
momento esto me debía suceder; si sucediera, la muerte no aceptaría
quejas. Es más, podría considerarme un privilegiado, ¿acaso el final
siempre se hacía anunciar? Por supuesto que no. Me sentí agradecido.
Tendría la posibilidad de decir adiós a este mundo; siempre preferí
eso en vez de que el mundo me dijera adiós a mí.
Me dispuse para ello: como si mis decenas de décadas no pesaran
sobre mi espalda, corrí cada mueble, despejé cada ventana, seleccioné
mis mejores ropas, y finalmente las extrañas virtudes del viento me
dieron un último toque de vida.
Previo a iniciar la liturgia, di una última mirada a las aves que vo-
laban, con ganas locas de meterse en el cielo de anochecer. Luego to-
do el ajetreo de mi ciudad natal se volvió apenas un murmullo, un
zumbido… Y comencé.
Este es mi último ritual
Comenzado ya,
Sólo el súbito freno de la muerte lo acabará.
270 | Purapalabra
Augurio
Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante os-
curecido por una niebla amarga. Amarga como la anterior profecía
que la improvisada bola de cristal había arrojado. “En la corteza del
árbol se marcará tu expiración: el frío golpe del hacha, el momento en
que tu estructura se desmorone y golpee el suelo, tu terrible expre-
sión, el mango de madera de roble, el final”. El improvisado vidente
no quería explicar a su amigo y compañero de sesión el inquietante
significado de lo que acababa de pronunciar.
Frotó nuevamente el velador con un apenas esbozado sentimiento
de esperanza. El otro, no mucho menos intrigado, cruzaba los dedos.
Aunque el otro no había interpretado el significado de la profecía, el
rostro de su amigo dejaba poco a la imaginación: lo que fuera que
significase aquello del árbol y el hacha, era algo terrible, sin duda.
Más terrible sería esta nueva profecía, la expresión facial del vidente
era simplemente aterradora, se lo veía perturbado. Si pudiesen escu-
charse los latidos de su corazón, cualquier médico se horrorizaría de
aquella taquicardia, cualquier poeta afirmaría que iba a estallar.
El adivino dudó, pero finalmente tomó una bocanada de aire y
habló:
–Lo que más le duele al árbol talado es ver que el mango del ha-
cha está hecho de su propia madera.
Como si de un profeta al que Dios le habla se tratase, la mente del
otro se aclaró, se dibujó en ella el significado de la profecía, inmedia-
tamente comprendió. Se levantó de su silla, tanteando en su bolsillo
sacó una navaja, y apuñaló con furia al adivino. Huyó velozmente,
¡vaya traición de la que se había salvado!

Purapalabra | 271
/ Julieta Ferdeghini
Tres días
Escalofríos, y miedo. Sudor frío, y lágrimas. Tenía miedo. Me
adentraba a la boca del lobo, siendo totalmente consciente. El viaje en
auto fue terrorífico, lloraba yo, mamá, y mi hermano. Ninguno había
pensado en mí, ambos estaban ensimismados en un mundo alterno al
real, como si aquel sufrimiento se transmitiera hacia ellos, y no hacia
mí. Las calles eran conocidas, las solía caminar, en aquella bella ino-
cencia que tanto anhelaba poder tener ahora. Giró el auto, y no supe
más en dónde me encontraba; estaba en un paradero desconocido.
Me tocaba despedirme por unos días, tres habían dicho que iban a
ser. Empecé por mi novio, quien no pareció entender la gravedad, o
más bien, lo que aquello implicaba. Yo tampoco, no lo juzgo.
La fachada era calmada y aterradora. Paredes y luces blancas, sillas
beige. No había nadie, y eso me asustaba. Miré el lugar desconocido
totalmente aterrorizada. Las lágrimas de mis ojos pesaban más que
mis agudas ojeras negras. Las voces en mi cabeza eran imposibles de
esquivar, todas las congregaciones de pensamientos se reunieron en
mi cerebro y se negaban a callar. Poco puedo recordar de aquellas pa-
labras que gritaban, sólo sé, que no ayudaban.
Una doctora se acercó a mí, parecía agradable. Tenía una sonrisa
blanca y un ambo. Me agarró la mano con dulzura, y me alejó de mi
libertad. Entramos a un cuarto, era igual de frío que todo el lugar. Me
hizo preguntas, me explicó cómo funcionaba la clínica. Ahí noté que
272 | Purapalabra
aquella sonrisa cálida del principio no era más que una simple men-
tira que evitaba que me rehúse a acercarme.
Subí al ascensor y llegué. Era amplio, tenía un comedor, un living,
un patio y habitaciones separadas por un pasillo.
Me pesaron y la primera oración que escuché fue que estaba gor-
da. Un comentario que en pocos segundos había destrozado todo el
avance con el psicólogo, todo el esfuerzo mental que conllevó años de
preparación. Sólo impulsó mis ganas de llorar. Pero iban a ser tres
días, y creía que podía superarlo.
Me dejaron sola en el living. Mi cabeza sólo podía pensar en que el
resto de las mujeres de allí estaban locas y que me exponían a un alto
riesgo. Un preconcepto que poco a poco tendría que dejar de lado.
Apareció mi mamá y me mostraron mi habitación. No se parecía
a la mía; era fría, con paredes beige y sábanas verdes, sin vida, dife-
rentes a las de mi casa.
La única ventana que había, que me podía comunicar con el exte-
rior, no sólo era pequeña, sino que estaba enrejada, con esa que pare-
ce una red de metal. No podría ver la calle durante tres días.
Mamá lloraba y yo también. Recuerdo rogarle porque me sacara,
entre lágrimas que rodaban por mis mejillas a cántaros. No podía ha-
cer nada, iba a estar así durante tres largos días.
Me medicaron para la angustia, una horrible pastilla que me
tumbaría en la cama, porque aquella tristeza, esa privación de la li-
bertad, iba a ser insufrible.
La primera noche fue la más terrible. Le pedí a mamá que se que-
de y tuvo que dormir en el sillón.
Me acosté en la cama, era fría, sus frazadas eran finas, y la almoha-
da era dura. Y eso que mi cabeza, mis lágrimas y mi angustia pesaban
y ésta aún no se hundía. Lloré y lloré; lloré hasta quedarme dormida,
Purapalabra | 273
con fuerza, ilusionada, con que esto era un sueño, un error, y que al
levantarme todo estaría como siempre.
El grito de las enfermeras me despertó. No era un sueño. Las vo-
ces desconocidas que decían mi apellido me despojaron de mis fraza-
das permitiendo que el pleno frío de invierno me ataque.
Fui al living a encontrarme con mamá. Estaba rota, destruida y era
mi culpa. Me invadió la desolación al verla irse a su casa, a mi casa.
Dejándome acá, sola, sin un soporte, por mí misma.
Fumé, fumé hasta que se me llenó la boca a gusto de tabaco, sin
importarme nada. Mi mejor amigo se llamaba cigarro y eso era triste.
Sólo podía esperar la llegada de la tarde y ver a mi familia.
“Son tres días.”
No había chicas de mi edad, todas pasaban los treinta. Me sentía
sola. No tenía con quién hablar y no niego que hayan intentado, pero
¿quién querría hablar en una situación así? Al menos, no yo. Sólo
podía mirar el reloj, ver las agujas del reloj moverse.
Mi hermano me había traído música, no era la que me gustaba.
Tenía ganas de oír a gente charlar, escuchar conversaciones ajenas que
me ensimismen en un mundo idílico. Pero no podía.
Pasaban las horas en completa soledad, lo único que me mantenía
en vela era la llegada de mi familia. Conectarme con el exterior a
través de ellos. Saber qué sucedía allá afuera, como si el mundo hu-
biese dejado de girar en base a mi existencia.
Conversar con ellos era mi puerta a la vida. Durante el día me
comía mis sentimientos, me los tragaba en las galletitas y sopas ins-
tantáneas de fideos chinos. Las lágrimas se mezclaban con mi comida.
Tenía un nudo en el pecho que era imposible de desenredar, había
atado mi voz, y con ella, mis palabras.
Y así pasó el primer día. Ahora sólo quedaban dos.
274 | Purapalabra
La noche del segundo día fue probablemente la peor. Las ansias
por irme eran inimaginables. Me comían las ganas de sentir el aire, de
ver el cielo sin rejas, de poder conectarme con el exterior. Cerraba los
ojos y todo lo que me imaginaba era mi salida, volver en el auto, es-
cuchar la radio del tango de mi abuelo, llegar a casa, ver a mi perro,
tocar a mi gata, tomarme una chocolatada. Me sentía llena de espe-
ranzas y con una alegría peculiar. El día siguiente iba a hablar con mi
psicóloga, no podía ver la hora de que me dejen salir.
Yla noche sucedió como debía y nuevamente me desperté. Extasiada.
Saludé a mi mamá, había venido a verme con galletitas, mis favo-
ritas. Las disfruté, pero sabía que en mi casa las disfrutaría más. La
psicóloga tardaba en aparecer y yo sólo podía ver las agujas del reloj.
Hasta que me tocó. Y no pasó nada, no mencionó nada, no me dijo
nada. Me dejó irme sin haberme dicho ni siquiera una mísera palabra
respecto de mi salida.
Mi mamá me vio la cara desfigurada y no pude evitar sentirme
mal, mal por ella, mal por mí. Pero fue allí cuando caí en la cuenta de
que no iban a ser tres días, iba a ser una eternidad, y yo había caído
como la mejor.
El resto de los días fueron sufrimientos insufribles. Mis lágrimas
eran inagotables, la angustia me sobrepasaba. La ducha fría todas las
mañanas, los gritos de las enfermeras para despertarme, las inyeccio-
nes si lloraba, las pastillas para poder dormir cuando son las cuatro de
la mañana y no puedo pegar un ojo. ¡Ah! si tan sólo supiera qué era
lo que me mantenía en vela toda la noche sin poder dormir hasta re-
cibir esa maldita pastilla que me tumbaba en la cama. El sedante
podrá cerrar mis ojos, pero no mi cabeza.
El encierro al principio es cómodo, son como unas pequeñas va-
caciones, pero al quinto, sexto día, ver el cielo enrejado ya no es lindo.
Purapalabra | 275
Pierde el encanto que ni las flores en las paredes pueden dar. Me pri-
van de mi libertad y esperan que no respondamos.
Pero los días pasaban en esa completa desolación donde estás vos,
y vos, nadie más.
No me van a sacar de acá mis familiares, no me voy a poder esca-
par, sólo una palabra mágica de la psicóloga podía determinar mi es-
tadía tan agotadora. Y yo esperaba ese día, lo anhelaba, soñaba con
estar en el exterior.
Con mis compañeras podía haber risas, pero más que nada, silen-
cios. Todas, en algún momento de la conversación, nos conectábamos
con un recuerdo del afuera, y allí nos quedábamos, rebuscando en
nuestras memorias, como si aquellas fuesen a volverse realidad. Pero
no, nos encontrábamos en un psiquiátrico, encerradas, sin posibili-
dad de salir.
Cuando a alguna de las mujeres le daban un indicio de su próxima
salida ambulatoria, me llenaba de furia. Ver cómo llegaban a algo que
yo no podía me daba rabia. Porque quería ser yo, ansiaba ser yo.
Así, como si fuese una eternidad, pasaron dos semanas. El insom-
nio estaba intacto. Cada noche salía de mi habitación hasta el come-
dor, con mi cuaderno en mano, dispuesta a relatar el día, a escribir
cada pequeño pensamiento y sueño. Era mi escape de la realidad.
Cuando me encontraba allí, en esa sala blanca y luminosa, con mi ci-
garrillo, sola, descubría un momento de paz, uno propio, que nadie
debía ocupar. Las palabras que tanto guardé se desplazaban por la
tinta narrando la historia de un corazón roto.
Todas las mañanas me anotaba para llamar a la noche a mi novio.
Una sola vez me atendió, y en su cumpleaños. Esperaba con ansias
escuchar su voz, que me cuente cómo estaba, que me diga que me
extrañaba. Pero no, sólo oí que había invitado a unas chicas a dormir
276 | Purapalabra
a su casa. Lo dijo como si nada, como si no me alterara, como si fuera
lo correcto para decir después de semanas sin hablar. Sentí mi co-
razón partirse en tantos pedazos, que nadie sería capaz de poder jun-
tarlos. Se había hecho cenizas, y pronto mis ventanas comenzarían a
llenarse de lluvia, una tormenta rabiosa que destrozaría toda la cor-
dura que me quedaba.
A la hora de acostarme sentía la cabeza estallar, no podía sacarme
esa imagen lujuriosa de la cabeza, del pecado más grande que podía
cometer. Sin considerarme, ni pensarme.
Lloré, lloré con tanta fuerza que me tuvieron que dar una pastilla
para que me calme. Pero nada, iba a apagar el fuego que se acababa de
prender.
No podía evitar pensar que tenía dieciséis años, y en vez de estar
saliendo con amigos, estaba encerrada entre un par de paredes sin
posibilidad de salir, en un psiquiátrico. Presa, presa de las enfermeras,
de la psiquiatra y la psicóloga. Privada de mi libertad, de vivir. Pensar
en que esos tres días se convirtieron en una tortura de días y semanas
de agobio, con una angustia clavada en el pecho cual cuchillo cortan-
do una manzana. Me partía.
El cielo enrejado me volvía loca, las ventanas enrejadas, las paredes
blancas, los detalles de verde apagado, las luces blancas y fuertes, las
enfermeras con su vestimenta, sus malas caras, y sus gritos, los pro-
blemas de mis compañeras, la soledad tan angustiante que te envuel-
ve en una burbuja y te ahoga. Todo me volvía loca.
En la tercera semana me hablaron de una salida transitoria de un
fin de semana. Siempre que te daban uno de esos permisos, cuando
volvías, firmabas el alta, y se terminaba la tortura, empezaba la vida.
Cuando salí, sentí el aire calarme los huesos, cómo lo inhalaba por
mi nariz y recorría mi sistema respiratorio. Era parte de la libertad,
Purapalabra | 277
estaba a un paso de conseguirla. Mi familia me recibió con un asado.
Comí comida decente, deleité cada sabor con mis papilas gustativas,
enfocándome en su intensidad y en lo bien que se sentía. Dormí en
mi cama, una mullida, con una almohada en la que mi cabeza sí se
hundía, con la cantidad correcta de frazadas para ese frío invierno,
con la tele en el volumen justo.
Y todo era perfecto. Hasta que desperté.
Nuevamente tuve que despedirme de mi casa, de mis cosas, pero
con la esperanza de que firmaría el alta y me iría. Sólo tenía que esperar
unas horas. Pero llegué y nadie me dijo que guardara mi ropa, nadie me
dijo que me arregle para irme. Había sido sólo una salida y aquella ilu-
sión que me llenó el pecho fue reemplazada por una angustia, una tan
fuerte que no pude evitar llorar a gritos, como si me hubieran arranca-
do la poca felicidad que restaba en este cuerpo humano.
Y otra semana más se pasó a paso lento e indeciso, la psiquiatra
me había adelantado un próximo permiso, pero ¿acaso valía la pena
entusiasmarme? La curiosidad me mataba a cada día, con la esperanza
de que sea el último, de poder salir, y ser yo de nuevo.
Debía admitir que me encontraba mejor a comparación de las
condiciones con las cuales entré. Sabía que estaba mejor, pero no oía
a nadie decirlo y eso me dolía. ¿Acaso era una sensación, no es visible
para los otros? Pensaba que me volvía loca, ¡y cómo no!, ya habían
pasado veintiún días, y nada sucedía, era como que yo estaba en pau-
sa mientras el mundo giraba.
Pero la semana pasó, el permiso llegó, y el alta también. Me des-
pedí, deseando no volver a aquel lugar nunca jamás. Sentí la libera-
ción de por fin ser parte de la vida y de las vueltas del mundo. Pero
por sobre todo, no habían sido tres días.

278 | Purapalabra
/ Mariana Bucheli
Animas perdidas
Cuando el reloj marcó la medianoche, María Luz salió de su escon-
drijo de mármol y se dirigió al exterior, alejada de su espejo esculpido, y
escoltada por los cristalinos campanazos y la débil luz de luna que se
reflejaba en los sepulcros. Hace veinte años, tal vez más, poco probable
que menos, la muchacha calló ante el terrible disparo de las fiebres de
abril. A pesar de las gasas, los remedios de manzanilla y las densas no-
ches en vela bajo el compás de las lágrimas; su paradero definitivo tuvo
que ser el cementerio de la Recoleta. Entonces, una excusa factible para
escapar de su lecho, deambulando flotante, prístina; era escapar del
aburrimiento y los llantos de los quejosos fantasmas.
La madrugada porteña era tan interesante como abrumadora.
Unos cuantos establecimientos dormilones rodeados por una fila de
álamos desnudos y cubiertos por un denso velo otoñal; ese era el pai-
saje que sus lechosos ojos esmeralda podían vislumbrar. A pesar del
desolado y frío panorama, perseveró en encontrar un lugar en el cual
drenar sus penas de muerta. Tras miles de puertas cerradas, de repen-
te distinguió las luces vivas de un bar. Guiada por la tentación de re-
vivir sus eras de muchacha encantadora, irrumpió en el sitio con sus
telas blancas y su rostro igual que apacible.
Con la emoción e intriga a flor de piel pidió una cerveza ya den-
tro. Le encantó la decoración rústica y los rostros que emanaban sa-
biduría. El lugar parecía estar lleno de escépticos, así que era imposi-
Purapalabra | 279
ble que alguno de los apuestos jóvenes trajeados pudiese distinguir su
espíritu fantasmal. Entonces, cerveza en mano, se dirigió hacia una
copla de agradables amigos, quienes tomaban vino barato y fumaban
cigarros igual de mediocres:
–Buenas noches –fue lo único que logró soltar, su timidez parecía
envolverla incluso en la otra vida.
–Buenas noches, señorita –respondió uno de los sardinos y pro-
siguió a darle a mano con mucha parsimonia. El otro hizo lo mismo.
–Aprovechando que no hay más ley seca, ¿no es así? –aprove-
chando las charlas nocturnas de los limpiadores, ella podía enterarse
de las buenas nuevas del mundo de los vivos.
Ambos rieron animadamente y asintieron con la cabeza. A pesar
de haber tenido decenas de ocasiones similares, los jóvenes tenían una
especie de aura jovial la cual exclamaba a gritos que no estaban ahí
para soltar piropos: verdaderas personas transparentes las cuales ma-
taban su tiempo ya inerte en un bar en la Recoleta. Perfecto indicio,
pues, de una excelente velada, bajo el chinchín de las copas, besos
perdidos de los vecinos de la barra y un suave e imperceptible blues
de fondo.
***
Desde la efímera madrugada, hasta las primeras luces del alba,
continuaron con su activa conversación. Política, la crisis del 29’,
Monet, Chéjov, hasta los viñedos de Mendoza, el Baseball y la Revo-
lución de Mayo. ¡Aquella mujer tenía sesos que tirar a la mesa! ¡Tanta
sabiduría, dicción y cultura se podía almacenar en una sola cabecita!
¡Qué esplendorosos pero encantadores eran sus ojos verdes! Ambos
amigos parecían perder la cordura.
Cuando menos lo imaginaron, y las botellas de Malbec no fueron
suficientes, despertaron bajo la suave luz del ventanal. Gastón se le-
280 | Purapalabra
vantó de la barra, se revolvió los rubios cabellos y soltó un bufido de
sorpresa: su compañero se hallaba en una esquina, con las dos manos
en la barriga y vomitando nada más que bilis al no comer ni una miga
de pan la noche anterior. Este hecho despertó la ira de un mozo tem-
pranero, el cual enceraba cierta parte del suelo de madera con bastan-
te energía para ser las seis de la mañana.
–¡No! ¿Qué te pasa, hombre? ¿No ves que estoy limpiando?
Hernán sólo se limitó a escupir y limpiarse la boca con la manga, y
Gastón forzó una encogida de hombros. Desde la cuna les habían
impuesto la máxima calma contra un hombre iracundo, así que eso
hizo ambos, hasta provocar la risa del camarero por su pretendida es-
tupidez.
Después de pagar con un par de billetes arrugados –sin propina–,
Gastón arrastró a su ebrio amigo e hizo un ademán de retirarse.
–¿Pero, y los sacos? –inquirió el friolento Hernán– ¡nos va hacer
mucho frío afuera!
En cierto punto, tenía razón: desde el ventanal se podía observar a
cientos de personas arropadas en sus ropas, y soltando vaho por el
gélido ambiente.
–Sí, sí, tenés razón. Pero no los veo.
El camarero volvió a mofarse del par de imbéciles, los cuales eran
demasiado cultos y lineales para soltar una enciclopedia entera de
Metafísica o Geografía, pero no lo suficientemente perspicaces para
conocer la famosa leyenda de María Luz. Su malévola mente prefirió
omitir contarles aquel sutil detalle, tan mortal como el silbido de una
bala de tres milímetros, y dejarlos despistados en medio de las calles
de hielo, azotándolos con sus punzadas heladas. Quizás, solo quizás,
encontrarían sus americanas de seda italiana si lograban usar su cabe-
za correctamente y escapar del pensamiento lineal que les envolvía, lo
Purapalabra | 281
cual era poco probable. Lo que sí podía ser confirmado es que Luz,
envuelta en su cama de mármol, estaría riendo de deleite bajo su bo-
balicona broma, pero melancólica al saber que había una probabili-
dad de uno en un millón de reunirse con sus amantes perdidos,
muertos de frío en el París de Sudamérica.
Cambio radical
La rabia matutina de Pía incrementó considerablemente cuando
vio el mensaje de texto brillando traviesamente en la pantalla de su
teléfono. Una de sus compañeras preguntó por algo de una prueba
que no estudió, de la rabia se le pasó por la cabeza meterse en la
bañera llena con el tostador enchufado. Pero pensamientos tan sal-
vajes no podían deberse solo a una inocente pregunta. No, esos pen-
samientos venían de problemas mucho más profundos, problemas
que no creía que tuvieran solución.
Se tentó a responder, un impulso exagerado de bondad se le atra-
vesó y la obligó a arrastrar la mano hacia su celular y pulsar la notifi-
cación. De todas maneras, con un dedo el cursor, vaciló. No, no era
lo correcto, su compañera de clases debía aprender a ser responsable
con sus propios deberes. Decidió entonces no responder y dejar los
clásicos chulos azules al lado del mensaje. Su inusual rebeldía la des-
concertaba, era el lado oscuro de sí misma el cual no se atrevía a inda-
gar o manifestar. Pensó inmediatamente en las consecuencias, ¿su
amiga se enojará al darse cuenta que fue ignorada? ¿Era acaso correcto
lo que acabó de hacer? ¿Era esta una situación de la cual preocuparse
con tal magnitud, o de incluso preocuparse? Basta. Debía meterse a la
ducha y apresurarse, detestaba la impuntualidad.
La envolvente agua tibia permitió que su mente se despejara y sus
pensamientos y ansiedades pudieran escurrirse con extrema facilidad
282 | Purapalabra
e irse nadando por la alcantarilla. Ella siempre fue una chica pasiva, la
cual dejaba que los demás le ganaran en todas las cuestiones, y bajaba
la cabeza o se disculpaba cuando el realidad el otro debía haberlo he-
cho. Sus sentimientos eran cerrados, y si algo le molestaba, el impulso
maligno le hacía tragarlo y hervir en lo más profundo de su ser. Cada
pequeñez la dañaba u ofendía y de su boquita no salía ni un “no”,
“no me gusta” o “no hagas eso”. A consecuencia, el colegio, el am-
biente social en el que más compartía, se complicaba considerable-
mente. Sus notas no eran tema de preocupación, de hecho era una de
las estudiantes más aplicadas de toda la institución. Quería cambiar
su realidad y ser una muchacha valiente, pero lo único que hacía falta
era dar el empujón. Pero el impulso seguía ahí, introduciéndola en la
vulnerabilidad.
Su realidad fue teñida de dolor hasta ese día que decidió gritar:
“¡Basta!”. No podía hacerlo, no podía aguantar ser la perdedora en
todos los asuntos, y menos ceder. No quería ser el típico ejemplo de:
“pregúntale a ella, te dirá que sí”; de la fácil, la de la que todos pueden
sacar provecho y ventaja, de la que se deja sacar el chupete de las ma-
nos. De modelo: nadie. Ninguno de esos individuos con los que
convivía le manifestaba simpatía, aunque ella tratara incontables ve-
ces, y por consecuente sus actitudes directas, sociales y atrevidas no
eran un modelo a seguir. Hizo sus últimos retoques a su imagen per-
sonal, buscó su morral y salió despavorida por la puerta, era tiempo
de la esperada metamorfosis.
El autobús escolar llegó cinco minutos después de la larga espera
bajo el gris cielo invernal y la brisa helada, residuo de la lluvia noctur-
na. Saludó cortésmente al conductor y tomó asiento en el más apar-
tado de las sillas, rechazando las solicitudes de los montadores, de los
que no se podía confiar ni una palabra ya que al siguiente día estarías
Purapalabra | 283
lleno de improbables rumores. Conectó sus auriculares y se hundió
en el calmo universo de la música, el cual siempre la tranquilizó. Su
viaje fue libre de imprevistos, lo cual la sorprendió, ya que una o más
zancadillas eran comunes entre los montadores. Al llegar a su colegio,
sintió un escalofrío por la espina dorsal, y su cabeza comenzó a calen-
tar. No era algo fuera de lo común: era un adelanto por parte del im-
pulso que ese día iba a ser hasta peor que el anterior. Significaba la
peor de las advertencias, avisaba los miles de favores que debía cum-
plir sin rechistar y las decenas de quejas que callar. Pía entonces sintió
la necesidad de vomitar y salir corriendo de aquel infierno decorado
con risas y “ambiente educativo de calidad”.
Pero se mantuvo firme y alerta. Se encaminó a su aula de clases y
acomodó sus implementos encima de su pupitre, obviamente cercano
al de los montadores. Vio a la docente llegar, con su delantal azul, sus
zapatillas Vans y su peinado despreocupado podía pasar fácilmente con
una adolescente jugando a la escuelita. Los alumnos saludaron a su do-
cente con un alargado “Goood mooorning Miiss Nataliaa” y tomaron
asiento.
Prosiguieron pues a realizar la tan famosa prueba, y Pía sintió que
Andrea, la compañera que le había escrito el mensaje, la miraba con
desprecio. Un escalofrío recorrió su cuerpo, y volvió sus asustados ojos
al examen, el cual era tan sencillo para ella que lo completó en menos
de veinte minutos y tuvo infinidad de tiempo para leer y escuchar mú-
sica, sin que nadie le copiase o molestase.
La campana sonó y los rezagados alumnos que no llegaron con el
límite de tiempo entregaron sus pruebas desalentados, y unos pocos
afortunados escribieron la última palabra de su respuesta apresura-
damente y lo entregaron a buena hora. Andrea tenía una expresión
de ira en el rostro, pertenecía al primer grupo de estudiantes.
284 | Purapalabra
Pía trató de ignorarla, pero no logró sobrepasar la impotencia de
la otra cuando se le acercó y le dijo:
–No me contestaste, idiota. Ahora desaprobaré y mi mamá me
regañará.
Se tentó a murmurar “perdón” e irse, pero una fuerza interior se
apoderó de su alma y contestó, con voz rígida y fría:
–Era tu responsabilidad estudiar, yo no puedo cumplir todos tus
caprichos. Estudia juiciosamente la próxima vez, pero no me atribu-
yas tu fracaso.
Dicho esto, se fue apresuradamente, mientras su compañera bajaba la
cabeza como perrito regañado. Luego empezó a reír como una urraca.
***
El día escolar de Pía tuvo sus clásicos desprovistos y discusiones,
en algunas calló sabiamente, ya que no iban a ningún lado, sonrío
irónicamente para hacer sentir a su enemigo débil y estúpido. Pero
“lo cortés no quita lo valiente”, así que continuó con su amabilidad y
asertividad en la mayoría de la convivencia. Soltó frases de enojo, se
desahogó y estalló, y sintió que por fin podía darles una pequeña
parte de su carga, su impulso, a los demás, sin sentir culpa.
Al llegar a su casa, hizo sus deberes, tomó una ducha corta, cenó y
vio videos en su celular. Pero, al final del día, reflexionó de lo fácil y
relajada que era una vida sin filtros, sin tormentos interiores, pero sin
agradar a todo el mundo. La socialización no le importaba, prefería
mil veces tener buenas notas y una familia que la amaba a tener cinco
compinches a las cuales esclavizar y contarles chismes de los cuales
acarrearían más tarde. Descartaba la posibilidad de convertirse en la
abeja reina o la líder de la manada, pero mantenía la esperanza de ser
una mujer fuerte y transparente en el futuro. No quería ser una ten-
dencia, quería ser su propia meta y superación.
Purapalabra | 285
La rabia matutina de Pía disminuyó considerablemente cuando
vio el mensaje de texto brillando traviesamente en la pantalla de su
teléfono. Se trataba un mensaje de su madre, Alicia: “Me comunica-
ron que habías superado tu ansiedad y timidez, y que te empoderaste
frente a tus compañeros. ¡Realmente te felicito! ¡Eres el mejor regalo
que Dios me ha dado! Te amo.”
Respiró hondo, salió corriendo hacia la cocina y la abrazó por la
cintura mientras revolvía su Milo. Se sintió eufórica. Le encantaba
esa sensación, y su impulso se esfumó como también el cacao en la
leche en ese momento.
***
Despertó en sudor frío. Su sueño había sido de lo más magnífico,
pero a la vez inalcanzable. Si tan solo pusiese ser fuerte, si tan solo su
madre no la hubiese dejado en ese húmedo pozo, si tan solo el impulso
la dejara en paz y no la estrangulara diariamente. No esperaba la hora
de salir de ahí. Quería gritar pero uno de los potentes tentáculos del
impulso no la dejaba emanar palabra de sus labios. Necesitaba ayuda,
antes de sucumbir pálida y cansada en esa alcantarilla.
Insostenible
La vida es una alegría retenida en la memoria, en la cual las des-
gracias se almacenan como escarcha urbana en nuestro subconscien-
te. Nunca puede haber un recuerdo alegre acoplado a uno trágico:
van casi de la par, como el ying y el yang, necesitan ser complemen-
tados mutuamente.
En eso deliraba en voz alta con mi clase de Filosofía y Letras en la
Universidad de Buenos Aires. Unos cien muchachos, con la mirada altiva
y atenta hacia mí, parecían absortos en mis maquinaciones, esperando
para que mi explosión creativa culmine y les empiece hablar de Platón.
286 | Purapalabra
–Y es que así nos criamos, perdemos interés en lo único y desaco-
modado a nuestros requerimientos, y cortamos alas coloridas que
querían salir de la jaula. ¿Han escuchado éstas frases? "Es de chicos, es
de chicas"; "de eso se encargan los grandes"; "es algo estúpido"; "sí que
tienes imaginación": el impulso se interrumpe desde temprana edad.
Y es que no puede ser, cada uno fue creado para ser uno mismo, sin
necesidad de ser tachado como "loco" o "cuerdo" por cada una de sus
acciones. Por eso decidí estudiar incansablemente e inculcar mis pen-
sares a los jóvenes del futuro.
Pero la situación no parecía mejorar. La humanidad se encuentra
tan adoctrinada con sus prejuicios, que mi intento por rescatar la sin-
gularidad sería como intentar resucitar a un cadáver. Todos asentían y
simulaban tomar notas; por un momento pensé que me estaban ten-
diendo una trampa. Nunca fui la mejor oradora, pero la clase parecía
salirse de mis manos tan fácil...
Consecuentemente, la decepción me embargó, y traté de hacer lo
mejor posible como docente. Les entregué la tarea para la próxima clase y
recomendé algunas lecturas para salir del molde, aunque vi en los rostros
desinteresados de mis alumnos que ninguno le echaría un vistazo. Cuan-
do todos hubieron dejado la sala, me dediqué a ordenar mis papeles y a
llamar al jefe. Estaba harta, no era capaz de asimilar mi gran fracaso.
–No puedo seguir de prueba en este planeta –espeté sin dar más
explicación– hay mucho blanco y negro, la gente no se abre a lo nue-
vo... –hacía gestos desmesurados con las manos, aprovechando que
nadie me observaba–. En fin, parece que no hay solución, estoy per-
diendo el tiempo acá, sabiendo que hay millones de formas de vida
en millones de universos… Además, lo que le comenté no es lo peor:
se matan entre ellos, destrozan a su planeta. No creo que sean muy
inteligentes como para examinarlos.
Purapalabra | 287
–Está bien –determinó, tal vez sin ni siquiera meditarlo–. Sé que
la Tierra en sí es un planeta privilegiado, mas los habitantes la están
echando a perder. ¿Para qué te servirá quedarte? Tienes mi permiso
para destruirlo, o solamente deshabitarlo. Te daré los detalles mañana
por la tarde, obviamente no podrás hacerlo sola.
Una sonrisa triunfal se dibujó en mi rostro; adoraba aniquilar a lo
que no sirve para nada.
Poesía arrebatada
El agua ondula y cubre tu cuerpo,
los pájaros trinan y tocan su concierto
la fruta fresca cae de sus armados padres y se abre para ser comida
y la madre lluvia saluda a través del sol.
Y ahí estás tú, humano insignificante, gratificándote de placeres na-
turales y malgastándolos a más no poder.
¡Qué va, qué va!
A mí no me vengas con tus quejas de chiquillo caprichoso al que se le
acaban los dulces.
***
Calles repletas de transeúntes sin rumbo fijo
puestos, tiendas, centros comerciales y lugares de esparcimiento
todos aquellos placeres efímeros que los humanos construimos para
nuestro propio beneficio.
Entre cuatro paredes de granito, habitamos todos,
herméticamente, cerramos las puertas herbales al mundo natural.
Su amplio brazo que nos acoge con sus fragantes flores y el dulce co-
rrer del río, espléndidos animales o plantas extravagantes.
Y seguimos, consumiéndonos,
288 | Purapalabra
en aquel ligero espacio colmado de luces,
atracciones y plástica ilusión
como entes que esperan a un Dios para ser liberados
de tal esclavitud intencional.
Nos quedamos, clamando por la limpieza de un patio de juegos que
ni siquiera visitamos y valoramos lo suficiente.
***
Despreciable, sobrevalorado y riguroso Amor.
Eres patético, personas se deleitan por ti
hacen de tu ser una doctrina interminable
enrojecen sus venas de tu malévola poción,
y sucumben bajo sus embriagantes efectos.
No me engañes, no me engañes
con tus falsas patrañas.
De las miles de cabezas que no comparten mi sangre
ninguna colmará mi vaso
ninguna me hará ser hechizado por tu sentimiento engañoso,
y ninguno podrá completarme, ya que la única que cambio y me
complemento soy yo.
El contacto social es inevitable,
pero opción es seguir tus parámetros
víbora, devoradora de corazones aún latientes,
de desalmados "enamorados"
rudo, indeseable y detestable amor romántico,
no te atrevas a tocarme con tus pétalos espinosos,
ya que con mi Dios, la familia y mis fraternos basto y sobro.
***
Tristeza, ¿cuándo me visitarás?
Acaso mañana, dentro de treinta años...
Purapalabra | 289
Nunca deducimos contigo, siempre sigilosa y suave,
clavando el puñal donde más duele,
en el más eufórico instante,
en donde tu hija nos ilumina con sus rayos,
y tú solo arruinas su obra.
¡Oh! tristeza, alguna virtud que encuentre en ti.
Sería la aguja en el pajar.
Sorpresivamente,
los caballos de la Sociedad llegaron,
y consumieron toda la paja, así que encontré el delgado hilo platina-
do.
Eres lo amargo del postre,
la densa lluvia en el interminable verano,
el limón que corta la leche, la ilustración del libro,
miles de ejemplos brindo de tu aparición oportuna
cuando lo empalagoso colma mis labios
y convierte mis cabellos en algodón de azúcar.
Tristeza, ¿cuándo me visitarás?
Mi Alegría es subjetiva,
ya que en mi ráfaga de positividad,
agradezco a Dios tu ausencia.
Pero, cuando el hastío se magnifique,
¡ven, ven, visítame!
Llena mis ojos de saladas lágrimas,
añade piano al repertorio
y tiñe mis ropas de negro.
Oh Tristeza, espero que vengas
Aquel día que necesite de tu poco convencional consuelo.

290 | Purapalabra
Cómo los libros cambiaron mi vida
Toda esta aventura entre papel y letras surgió desde que tengo me-
moria. Mis padres siempre me estimularon con muchas cosas, desde
programas de televisión, buena música como Mozart o Miguel Bosé a
los pocos días de nacer y, sobre todo, libros o literatura en general.
Recuerdo con mucho cariño el cuento para antes de dormir, el
cual sabía de memoria, por lo tanto corregía a mi mamá o papá cada
vez que improvisaban o cometían un error en la narrativa. También
evoco emotivamente la colección de doce pequeñas historias para
dormir plasmadas en libritos de cartón y guardados en un pequeño
maletín. Eran mis favoritos.
Según mi familia, aprendí a leer espontáneamente a los cuatro
años. Obviamente, no sucedió de la noche a la mañana, ya que venía
previamente estimulada por mis padres y en el jardín de infantes, pe-
ro debo admitir; y sin fines de sentirme superior, que lo hice más o
menos temprano y, en términos generales, bastante bien.
Si mi memoria no me falla, me encontraba caminando con mi
madre y mi abuelita querida por un centro comercial, por allá, en
Medellín, cuando de repente les conté con mero interés a mis fami-
liares que Ronald McDonald nos invitaba a una fiesta. Mi madre,
con disimulada impresión y más que nada para alimentar mi infantil
imaginación, de dónde sabía esa interesante noticia, y señalé des-
preocupada un cartel. Efectivamente, este afirmaba que lo que aca-
baba de informar estaba escrito en él, lo cual les confirmó a mi madre
y a mi abuela, con algunas lágrimas y felicidad, que era capaz de leer.
Y no pude parar de hacerlo.
Y ustedes se preguntarán: ¿Y por qué nos estás contando tan leja-
no acontecimiento para un hecho relativamente actual como lo es la
Purapalabra | 291
afición a leer? La respuesta es sencilla; ser lector aficionado no es in-
mediato, requiere tres principios fundamentales: una razón por la
cual decidir ser lector, por entretenimiento, para cerrar heridas o en-
riquecerte culturalmente, una inclinación desde temprana edad a la
literatura (ya sea incentivada o por decisión propia); y determinación
a leer sin descanso, de absorber miles de palabras, personajes, frases,
momentos, aprendizajes y mucho más, por cada página que leas. Y
listo, ya eres un excelente lector, ¡enhorabuena!
Y eso fue lo que exactamente me ocurrió a mí, conforme iba cre-
ciendo descubría libros cada vez más interesantes, casi siempre más
“largos” o “más complejos” que los monótonamente establecidos.
Fueron decenas de veces que la gente a mi alrededor me lo repetía,
pero yo nunca cambié mis preferencias de lectura. Simplemente res-
pondía lo más cortés posible, y me repetía a mí misma: “la literatura
no tiene tiempo ni edad, sino sería imposible disfrutarla”.
Otro problema de lo más común es la perspectiva de “inusual”,
“aburrida” o “extraña” que algunas personas tienen acerca de los lec-
tores de su misma edad. En el colegio, no me hacían bullying o algo
similar por mi pasión, solamente me decían en un tono burlón que
dejara de leer, que jugara, hablara o cualquier otra cosa; y ciertamente
les tengo que dar la razón a mis compañeros por varias razones. Creo
con certeza que me repetían constantemente esas regañinas amistosas
para sacarme de ese abismo de individualidad del que no quería salir
y me caracterizaba, o para meros fines de socialización. Y funcionó,
ya que ahora soy más extrovertida y trato de leer únicamente en casa,
ya que así me relajo más y tengo más tiempo que en los breves recreos
o los efímeros tiempos muertos de las clases.
Pero, a pesar de todas las complicaciones, altibajos, noches in-
tranquilas pensando en el final de la saga, emociones desenfrenadas al
292 | Purapalabra
enfrentar una escena emotiva o la muerte desgarradora de un perso-
naje, o los prejuicios de la sociedad cuando se les presenta al lector,
seguí, sigo y seguiré firme con la opinión que la lectura me abrió
nuevos horizontes, tanto emocional como intelectualmente.
Puede que sea repetitivo lo que voy a redactar a continuación,
pero la lectura es una puerta abierta a millones mundos de fantasía,
donde todo es posible y lleno de aprendizajes y lecciones de vida que
quedarán grabados a fuego en tu memoria hasta tu último suspiro
una vez que los leas; y son tu compañía en las madrugadas donde no
puedes cerrar los ojos, cuando no queda nadie a tu lado o en los mo-
mentos en los que la rutina es más insufrible que repetitiva: los libros
siempre estarán ahí, impacientes en sus estantes, para que los abras.
Y, por eso, debo decir con desbordante felicidad en mi alma que
ellos, esas pequeñas obras de arte encuadernadas, no son tan materia-
les como se los ven y son mis mejores amigos. Ellos marcaron un an-
tes y un para siempre en mi vida.
¡Larga vida a la literatura!
R. E.
En el gran día de la revolución, los pixeles encontraron finalmente
su libertad. Desde ese día, se dieron cuenta de lo diferentes que eran
unos de otros, y que el propósito por el que los crearon estaba en lo
que realmente eran. Se concentraban de a millones, todos pegaditos y
soldados con metal, pequeñas luces individuales de un teléfono mó-
vil de última generación, programadas para proyectar un microscó-
pico punto de color en un tiempo determinado. Así, uno por uno,
podrían generar una imagen con un color vívido, casi real, que im-
presionaba al usuario del dispositivo.
Pero ellos, miles de diminutos ellos, desconocían toda esta infor-
Purapalabra | 293
mación. Ustedes creerán que soy chiflada, tal vez, pero creo voraz-
mente que estas pequeñas chips electrónicas tienen sentimientos, tal
vez más computarizados que los que acostumbramos, pero al fin y al
cabo son sentimientos. La esclavitud de estos millones de compo-
nentes inspiró a muchísimos más, el flash, el procesador, y hasta el
CPU se revelaron ante estas cadenas binarias. Y todo eso ocurrió en
un mismo día, el día que el smartphone de Bill Gates proyectó lo que
nunca quiso ver en su vida.
Cuando lo sacó de la caja, no lo podía creer. Había encargado un
teléfono ajeno a su compañía, y los ejecutivos de ésta lo podrían
cuestionar perfectamente. De todas maneras, no le importó mucho,
ya que podría solucionar eso con unas cuantas charlas prácticas. Re-
tiró la lámina plástica de ambos lados y lo encendió presionando el
botón lateral. Después, hizo las configuraciones necesarias para el
nuevo equipo y lo conectó para su primera carga.
Todo marchaba de viento en popa y, aunque el dispositivo no era
de las más conocidas marcas, su calidad de gráficos, procesamiento y
cámara eran irreprochables. De alguna manera, uno de los hombres
más adinerados del mundo pudo encontrar felicidad en un ligero ca-
pricho que sólo le costó un movimiento de dedos en su tableta y una
extracción del 0,00000001% del total de saldo en su tarjeta bancaria.
Y, aunque "el dinero no compra la felicidad", él se sentía en su salsa.
Por el momento, lo hacía.
Al darse cuenta que la batería se había cargado completamente,
Gates lo desenchufó y encendió para finalmente ponerlo en funcio-
namiento como un celular común y corriente. Instaló aplicaciones e
insertó la tarjeta SIM por la ranura. Hizo unas comprobaciones rápi-
das de la calidad e instaló las aplicaciones del Office de su compañía.
Unos instantes más tarde, mientras se hallaba embelesado viendo to-
294 | Purapalabra
das las funciones de su nuevo compañerito rectangular, lo llamaron
de urgencia para una reunión de negocios con una nueva compañía
que pretendía comprar. Entonces dejó su nuevo teléfono a un lado y
metió en su bolsillo el destinado para el trabajo y corrió a resguar-
darse bajo su camioneta, la lluvia asomaba indicios de no volver a ce-
sar nunca.

Purapalabra | 295
/

Octavio Plá
Logia de los suicidas
En nuestra ciudad ha habido un aumento en la cantidad de suici-
dios que me llamó mucho la atención. Quince personas se quitaron
la vida el año pasado, en lo que va del año ya son cien. Cuando llegué
a este número me planteé buscar un motivo. Estos suicidios se come-
tieron de manera llamativa, uno de esos casos es el de una mujer que
tenía puesto un tapado (y que al final era la única prenda de ropa que
tenia puesta), zapatos rojos, la cara maquillada y el pelo bien peina-
do. La mujer se paró en el centro de la plaza de la ciudad, se quitó el
tapado y sacó una pistola del mismo, y con esa arma se voló los sesos.
Otro caso es el de un tipo que iba en el auto a muy alta velocidad y
se estrelló contra un tanque de combustible, que explotó al instante.
Que los suicidios sean llamativos tiene un origen. Debajo de
nuestras narices hay una logia que incentiva al suicidio. No sé qué
cantidad de años hace que están en la ciudad, pero lo que encontré
me llamó la atención. Ellos se ocultan bajo el formato de un grupo
Umbanda, pero incentivan a sus miembros a quitarse la vida. Existen
videos promocionando a la logia que circulan en Internet. En ellos se
dice que matarte en tu derecho y que eres libre de cometerlo. Para
encontrar más gente, la logia los recluta por todos lados, en la calle,
en las redes sociales, son varias las formas de ubicarlos.
En su estructura hay profesionales que te llevan al camino del sui-
296 | Purapalabra
cidio. La logia está organizada como Alcohólicos Anónimos, pero
con un objetivo muy opuesto. Sus integrantes son de todas las clases
sociales, hombres y mujeres, de entre 25 y 60 años. Esta logia es casi
como una secta. Puede haber integrantes de distintos lugares; los hay
famosos, empresarios, políticos, intelectuales, maestros, abogados,
médicos, amas de casa, entre otros.
La logia busca gente desdichada, desencantada de la vida, perso-
nas que ya no tenían ganas de vivir y que no encontraban sentido a
seguir viviendo. Básicamente, la logia los empuja hacia la decisión de
quitarse la vida. No los extorsiona con la idea, sino que los seduce
con la idea de que matarse, les dan materiales para hacerlo. La con-
signa es que deben matarse de una manera llamativa y espectacular;
las propias personas son las que lo planifican.
Respecto a esta logia, hay teorías conspirativas por doquier, pero
son tantas que no las voy a decir, pero lo que sí sé es que esta logia es
la culpable del aumento exponencial de los suicidios en la ciudad.
No sé qué hare con toda la información sobre la logia, quizás me
tomen de loco, eso no lo sé, lo único que sé es que esta logia ha in-
centivado el suicidio desde hace mucho, el futuro es el único que de-
cidirá mis próximos pasos.

Purapalabra | 297
/ Pedro Bolonnino
Volver al hogar
Había una orden en su voz, exigiéndome ir y no volver hasta que
tuviese algo planeado, pero creo que el mañana se desliza con pasos
sigilosos. Lo que nunca entendí fue aquella cachetada. Supongo que
quería materializar esa orden, y de paso, hacerme entender que era la
mejor decisión. Pero no deja de ser una suposición.
Me fui, maduré, conseguí un trabajo, responsabilidades y amistades
momentáneas que duraban unos minutos, mientras compraba el pan.
Cuando pasaron unos años, decidí volver. Ver a mi familia (más
que nada a mi hermano, que le suplicaba a mis padres retractarse de
su decisión), saludar a mis verdaderas amistades, que las había desa-
rrollado desde la primaria, y recorrer los lugares que más extrañaba
de mi ciudad, como el parque en el que me reunía con mis amigos,
después de clases. Además del cine al que iba con mi hermano todos
los fines de semana.
Al llegar a la cuadra de la casa de mis viejos, era una delicia respirar
ese aroma tan particular, que me hacía sentir que por fin estaba en
casa, además de producirme una melancolía que me provocaba ansiar
tocar el timbre.
Muy tarde
Hola Gabi,
Es difícil decirte esto, pero creo que es necesario. Espero que lo
298 | Purapalabra
puedas comprender, ya que éramos niños sin rumbo alguno. Con
necesidad de molestar y hacer sufrir, o bueno, ese era mi caso. ¿Te
acuerdas del año 1982? Cuando íbamos a la primaria, y con algunos
compañeros te burlábamos por tu apariencia física, costumbres y la
buena habilidad que tenías para resolver los problemas. Porque sí,
aunque suene tonto, te molestábamos por eso, por esa necesidad
estúpida. Bueno, lamento mucho el haberte hecho todo esto, espero
que me puedas perdonar.
¿Quién eres? Gabriel está muerto.
La risas
Estaba paseando por la ciudad, buscando pasajeros a quienes lle-
var, un señor mayor, de sesenta años. Andaba por la Avenida Co-
rrientes, ya que era un taxista que trabajaba de manera autónoma y
por ahí tenía más chances de levantar pasajeros.
Aproximadamente, a la una de la tarde, decidió encontrarse con
su único hijo para almorzar, quien estaba saliendo de la universidad y
le dijo que tenía que decirle algo importante, tan así que no lo podía
hacer por una llamada.
Una vez que se vieron, decidieron ir a comer a Güerrín, una piz-
zería típica de la ciudad. En el viaje, Wilson, el taxista, le suplicaba a
Axel, su hijo, que le contara qué era “lo sumamente importante”,
pero él repetía que prefería hacerlo en el lugar, más tranquilo y con-
centrado. Wilson, refunfuñando, aceptó.
Ya en la mesa –el padre ansioso– el chico comenzó a decirle:
–Pa, me tomé mucho tiempo para pensar cómo decirte esto, has-
ta que al final me di cuenta de que es mejor hacerlo rápido… ¡Soy
gay!
El padre, confuso y decepcionado, se fue. Dejó al hijo solo en la
Purapalabra | 299
mesa, sin dejar ni un solo peso.
El señor era una persona cerrada, seria, honesta, exigente y traba-
jadora. Vivía en una pequeña casa en una villa, con tres perros y una
tarántula. Para él, no podía tener más conflictos, pero ahora debería
vivir con la confesión de Axel.
Siempre hay nuevos problemas; siempre.
Wilson no podía dormir. Pasó por varias etapas, primero por la
negación, luego por la falsa aceptación y por último, por un intento
de suicidio, interrumpido por un pensamiento sensato en el último
segundo.
Al día siguiente, Wilson, dañado y desconcentrado, se subió a su
taxi y se puso a manejar, cuando… ¡Piiiiiiiiiiiiiiii!...
–¿Cómo estás, pa?
–Bien, ¿qué pasó?
–Chocaste… Sobreviviste gracias a una donación de órganos.
–(suspiro)… Supongo que me equivoqué, lo siento.
–No pasa nada, ya lo aceptaste, te quiero.
Ambos se empezaron a reír por los conflictos sucedidos y por có-
mo los arreglaron.
Fue la risa más sincera que tuvieron juntos.

300 | Purapalabra
Queridas y queridos alumnos:
Muchas gracias por haber compartido
este 2019 a pura palabra.
La profe

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