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Después de que saliera para Oslo el grupo de veinticinco turistas japoneses de Cook, sólo
quedaron cuatro personas en la sala de espera del aeropuerto de Helsinki: una joven pareja
francesa llamada Perrigny, que no hacía mucho que se habían casado, y una pareja de ancia-
nos que podían ser identificados como norteamericanos. Cuando estos estuvieron seguros de
que los jóvenes que había dos bancos atrás no podían entenderles, continuaron con una quere-
lla permanente y fluctuante. El hombre tenía la costumbre de leer las señales en voz alta, aun-
que tal vez sólo lo hiciera para volver loca a su mujer. Leyó los carteles que había sobre las tres
puertas que llevaban a la pista de aterrizaje:
—Oslo, Amsterdam, Copenhague. No veo Estocolmo.
—Lo que me pregunto es qué he significado para ti durante todos estos años —dijo ella.
Philippe Perrigny, que entendía inglés, se volvió, haciendo ver que miraba unas piezas de ce-
rámica finlandesa que estaban en las vitrinas que tenían a la derecha. Vio que el hombre exami-
naba horarios y billetes, mascullando todo el tiempo: «Estocolmo, Estocolmo», mientras su es-
posa miraba hacia otro lado. La mujer se había quitado las gafas y estaba secándose los ojos.
¿Cómo había llegado a plantearse esto aquí, en el aeropuerto de Helsinki, y cómo podía él res-
ponder a ello? La cuestión tenía que contestarse en una sola palabra: todo o nada. Fue como si
estuviera en una iglesia de pueblo y escuchara de improviso a un sacerdote paleto que hace
una pregunta que no interesa a nadie, sobre la culpa, la responsabilidad o la presencia de Dios,
y respirar aliviado cuando ha decidido pasarlo por alto y seguir con sus plegarias.
—En el otro mundo nuestra elección será diferente —dijo el hombre—. Al menos la tuya lo
será.
Estos fueron los pensamientos desenfrenados del joven: Están encadenados para el resto de
sus vidas. ¿Demasiado viejos para cambiar? ¿Sólo un bruto la abandonaría ahora? Caminan