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Mavis Gallant - En tránsito (1965)

Después de que saliera para Oslo el grupo de veinticinco turistas japoneses de Cook, sólo
quedaron cuatro personas en la sala de espera del aeropuerto de Helsinki: una joven pareja
francesa llamada Perrigny, que no hacía mucho que se habían casado, y una pareja de ancia-
nos que podían ser identificados como norteamericanos. Cuando estos estuvieron seguros de
que los jóvenes que había dos bancos atrás no podían entenderles, continuaron con una quere-
lla permanente y fluctuante. El hombre tenía la costumbre de leer las señales en voz alta, aun-
que tal vez sólo lo hiciera para volver loca a su mujer. Leyó los carteles que había sobre las tres
puertas que llevaban a la pista de aterrizaje:
—Oslo, Amsterdam, Copenhague. No veo Estocolmo.
—Lo que me pregunto es qué he significado para ti durante todos estos años —dijo ella.
Philippe Perrigny, que entendía inglés, se volvió, haciendo ver que miraba unas piezas de ce-
rámica finlandesa que estaban en las vitrinas que tenían a la derecha. Vio que el hombre exami-
naba horarios y billetes, mascullando todo el tiempo: «Estocolmo, Estocolmo», mientras su es-
posa miraba hacia otro lado. La mujer se había quitado las gafas y estaba secándose los ojos.
¿Cómo había llegado a plantearse esto aquí, en el aeropuerto de Helsinki, y cómo podía él res-
ponder a ello? La cuestión tenía que contestarse en una sola palabra: todo o nada. Fue como si
estuviera en una iglesia de pueblo y escuchara de improviso a un sacerdote paleto que hace
una pregunta que no interesa a nadie, sobre la culpa, la responsabilidad o la presencia de Dios,
y respirar aliviado cuando ha decidido pasarlo por alto y seguir con sus plegarias.
—En el otro mundo nuestra elección será diferente —dijo el hombre—. Al menos la tuya lo
será.
Estos fueron los pensamientos desenfrenados del joven: Están encadenados para el resto de
sus vidas. ¿Demasiado viejos para cambiar? ¿Sólo un bruto la abandonaría ahora? Caminan

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hacia la puerta que dice «Amsterdam», y ella cojea. Por eso no se pueden separar. Ella está in-
válida. Ha estado cuidando de ella todos estos años. Pasan por la puerta de Amsterdam, diga lo
que diga en sus billetes. Cualquiera que sea la puerta por la que pasen verán las rondas que ro-
dean los suburbios, y los coches familiares aparcados a la puerta de cada casa y una piscina
azul en el jardín de atrás. Por todo el norte de Europa ponen a las calles nombres de acacias,
pero tal vez ellos no lo sepan.
Los Perrigny estaban de viaje de bodas, pero aparte de esto él tenía un encargo para el pe-
riódico en el que trabajaba en París, y estaba recopilando una serie sobre Escandinavia en su
cabeza. Hacía cuatro años que venía repitiendo un artículo llamado «El llanto silencioso», y ni
su periódico ni él mismo se habían dado cuenta aún de que era repetitivo. Empezó a crearlo una
vez más al estilo de los semanales parisinos: «Era un angustioso llanto de silencio que se des-
garraba desde los corazones y gargantas…». No. «Era una canción silenciosa, estrangulada…»
«Era un silencioso himno apasionado a…» Esta vez el comienzo iría ligado a ese norte puritano
de ojos azules. Había sido aplicado ya a granjeros británicos incapaces de conseguir un buen
precio por sus alcachofas, a la muchedumbre navideña ante el muro de Berlín, a la Grecia pro-
fanada por los turistas, a los músicos negros que actuaban en el Olympia, a pescadores portu-
gueses desgraciados que entraban ilegalmente en Francia y criticaban el mercado laboral, a
poetas que escribían bajo la influencia de las drogas.
El viejo tomó la mano de su esposa. Ella aún le volvía la espalda, pero ahora tenía los ojos
secos y protegidos con las gafas. Para distraerla mientras inspeccionaban sus billetes le dijo
prestamente: «Mira ese bonito restaurante, el que tiene encanto. Tiene una parte dentro y otra
fuera ¿ves? Una dentro y otra fuera».
La nueva esposa de Perrigny le soltó delicadamente la mano y dijo:
—¿Por qué la dejaste?
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Él, que había estado esperando que ella dijera esto, le contestó:
—Porque no era capaz de concentrarse en una sola persona. Era agradable con todo el mun-
do, pero no podía concentrarse lo suficiente en su matrimonio.
—¿Te era infiel?
—Eso también. Provenía de esa misma falta de concentración. Ya había estado casada an-
tes.
—Ah, ¿era mayor?
—Ahora tiene veintisiete años. Tenía miedo de llegar a los veintisiete. Solía citar algo de Jane
Austen, una escritora inglesa —dijo al ver que Claire fruncía el entrecejo—. Algo así como que
una mujer de esa edad ya no podía esperar nada de la vida. Yo me pregunto qué es lo que es-
peraba ella.
—¿Su primer marido también la dejó?
—No, murió. No estuvieron mucho tiempo casados.
—Y tú, ¿tú sí la dejaste? —preguntó la chica temiendo una posible humillación, temiendo ha-
berse casado con un hombre que había sido desechado por otra mujer.
—Efectivamente, eso hice. Sin explicaciones. Un domingo por la mañana me levanté, me
vestí y me fui. Volví cuando ella no estaba en casa y me llevé mis cosas, mi grabadora, mis dis-
cos. Regresé un par de veces a por mis libros. La siguiente vez que la vi fue para hablar del di-
vorcio.
—¿No te hizo infeliz marcharte así de ese modo? Tal como lo dices parece que no te costó
nada.
—A mí no me entusiasma el sufrimiento —dijo él dándose cuenta de que estaba repitiendo
las palabras de su primera esposa. A ella sufrir le parecía desagradable. El símbolo de la sucie-
dad para ella era alguien como Kafka, solo en una habitación, destilando horrores y adversida-
des.

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—A nadie le entusiasma el sufrimiento —dijo la chica pensando en dolores y calambres—.
Tenía un nombre curioso.
—Sí, horrible: Shirley. Siempre tenía que deletrearlo por teléfono: Suzanne Henri Irma Robert
Louis Émile Yvonne. No se pronuncia como se deletrea.
—¿Estabas realmente enamorado de ella?
—Lo estuve la primera vez que la vi. El error fue casarme con ella. El misterio es por qué tuve
que casarme con ella.
—¿Era guapa?
—Tenía un cabello precioso, como todas las chicas norteamericanas, pero siempre se lo es-
taba cortando y afeándoselo. Tenía unas buenas piernas, pero llevaba zapatos planos. Como
todas las norteamericanas llevaba la ropa sólo un poco más larga de lo debido y claro, con los
zapatos planos…, nunca parecía que estuviera bien vestida. Estaba más cegata que un topo y
llevaba gafas oscuras porque había perdido las otras. A veces, cuando se quitaba las gafas
mostraba un aspecto despiadado. Pero lo cierto es que era una chica inquieta e impulsiva, y
pensaba que los hombres siempre la habían utilizado.
—¿Cómo sé yo que tú no vas a dejarme? —preguntó Claire. Pero él apreció por el tono de su
voz que ella no esperaba una respuesta para eso.
Llamaron a su vuelo. Se desplazaron hasta ponerse bajo el cartel de Copenhague con sus
cámaras y sus impermeables. Él estaba contento de que esta primera parte del viaje hubiera lle-
gado a su fin. Claire y él estaban juntos las veinticuatro horas del día. Ella estaba bien si él le
decía que estaba trabajando, pero le asombraba que se pusiera a leer y se sentía ofendida. Él
descuidó las atenciones que debía procurarle. En Helsinki habían ido a comprar ropa juntos.
Veía sus piernas y sus pies desnudos bajo los percheros. Ella salió sonriendo, con un vestido
esplendoroso cubierto de soles, sostenido frente a ella. Le dijo: «Eso no te lo puedes poner en
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París», y vio cómo le cambiaba la cara, como si hubiera oscurecido alguna idea que ella misma
tenía sobre la persona que podía llegar a ser. El día anterior, en un parque junto a una fuente
que lanzaba un chorro de agua al cielo, se encontró a sí mismo mirando a otra chica que le es-
taba dando de comer a las ardillas. Se quedó admirando su cuello por detrás, la cuidada raya de
sus cabellos, sus hombros y brazos bronceados. Ensimismamientos como éste jamás ocurrían
en lo que él había elegido llamar vida real, como si el amor y viajar fueran lo opuesto a la vida,
como si fueran un sueño. Se acercó más a su nueva esposa, ese rubio ángel de verano, pen-
sando en la luna de miel de invierno que pasó con su primera mujer. Había estado leyéndole la
palma de la mano para distraerla del frío y de la lluvia, sosteniendo esa hoja de palma, reco-
rriendo su línea principal apenas marcada —no prejuzgaba, según le había informado él— y su
vida agitada —una vida norteamericana, le había dicho él, cerrando la hoja—. Puso sus ojos en
Claire porque había admirado algo de otra chica en ella y le había recordado algo alegre de su
primera mujer, todo ello en un instante. Qué le parecería a Claire ayudarle con su trabajo, le ha-
bía dicho él. Juntos se fijaban en lo que costaban las cosas de los escaparates y ella anotaba
por él lo que les había costado una comida a base de pescado frito y cerveza sin alcohol. Era
necesario llenar todos los días, al contrario que en casa. Un hueco de dos horas en una ciudad
extraña, en tránsito, era como estar encerrado en un ascensor sin nada que leer.
Claire lo habría dado todo por ser la chica del parque, por tener ese cuello y ese cabello y po-
der distanciarse y verse al mismo tiempo. Ella se dio cuenta de que él rendía tributo a esas pe-
queñas orejas, a sus lóbulos unidos. Más tarde, en el puerto, pudo tomarse la revancha cuando
un grupo grande de turistas la tomó por alguna famosa, por una actriz, supuso ella. Le habían
dicho que se parecía a Catherine Deneuve. Sacaron tarjetas y papeles y ella las firmó con su
nuevo nombre: Claire Perrigny. Puso Claire Perrigny una y otra vez, volviéndose hacia él con
ojos triunfantes y felices. Todo chirriaba y volaba a su alrededor: las gaviotas, el viento, los ex-
tranjeros que clamaban en una lengua desconocida algo que ella tomó por: «¡Su nombre! ¡Su

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nombre!».
«Creen que soy alguien famoso», exclamó a través de su espesa mata de cabello al viento. Y
sonrió, y se aguantó la risa en connivencia, porque ella no era famosa en absoluto, tan solo una
chica bonita que llevaba ocho días casada. Tenía la lengua negra de las moras que había comi-
do en el mercado, unas moras que no conocía hasta que Philippe le dijo cuáles eran. Sonrió con
los dientes manchados, mientras intentaba agarrarse entre las rodillas la falda que se le levanta-
ba. Una mezcla de compasión, orgullo, ternura, celos y una aguda sensación de pena y asco
fue lo que él sintió como contrapartida. Vio el aspecto que había tenido su primera mujer antes
de que él la hubiera conocido, cuando ella aún era joven y estaba enamorada.

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