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Perdición

Perdición

Carlos Vásquez
Solo la perdición actúa.

Kafka
Un aire propicio a los ecos

Carlos Ciro

El trasegar intelectual pocas veces suma a la alegría


inquieta de las páginas leídas el sustento y la confianza
de la amistad, la plenitud del diálogo, la tibieza acoge-
dora de conocer la voz que viene en su decir escrito y
el hálito que la impulsa. Leo la obra de Carlos Vásquez
con la doble atención del entendimiento y la fraterni-
dad, conociendo –de algún modo– las fuentes intelec-
tuales en que han abrevado las palabras que pastorea
y el palpitar que se dispersa en ellas y las anima. Estas
otras palabras con las que hoy acompaño el nuevo li-
bro de poemas de Carlos son, salvo ajustes mínimos,
las mismas que le compartí tras la lectura de un segun-
do borrador del libro y tienen por ello la marca dialogal
de la primera persona, el conato de la interpelación que
se agota en la transparencia. Son breves apuntes que
intentan un presente y reúnen algunos de los sentidos
que en el libro llaman, se ofrecen, preguntan y respon-
den.
Aquí está la versión final de Perdición. Una concen-
tración. Un zumo. La concreción de las ideas (de la
idea) y la limpieza de las imágenes son un verdadero

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deleite para un lector de poesía. Sentí el doble movi-
miento de quien mira la escritura y se sabe mirado por
ella, de quien escribe palabras a sabiendas de que refle-
jan su rostro. El régimen de los verbos da cuenta de la
intensidad de la sensación, de su autenticidad íntima y
de la precisión con que expresan lo que buscan: guar-
dar, decir, ser, escribir... todos llegan con tu voz, graves
y a la vez serenos, coordinan las frases sin imponerse
y los sustantivos los orbitan a su justa distancia. Solo
una miopía calculada –como la de aquel comentario–
podría ver allí un uso intencional del desgarramiento,
un simple constructo literario, el producto estético de
un espíritu formado.
Lo íntimo del poema comunica y conmueve, com-
parte y acompaña; abre o señala la abertura para que
uno busque también la suya propia, su tajo, su espa-
cio... La respiración, página a página, llega clara y de-
cidida. Se sienten de inmediato los momentos en que
se agita y aquellos en los que pide quietud. La puntua-
ción es precisa, la presencia de tantos artículos, nece-
saria, las preposiciones están en su punto. La segunda
y la tercera persona dan sentido y sostienen, tienden
su mano, dan forma a los tiempos. Son la pérdida, pero
también la ofrenda y el gozo, completan las imágenes
incluso en su ausencia. Lo impersonal es la llama y la
marca, una firma discreta de tu voz en el viento del
poema. El libro me habla y me llama, me acoge. Su
aire, propicio a los ecos, me colma limpio y fresco. Es
mi privilegio y mi alegría poder leerlo y soñarlo libro.

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I
Me arrastran, me sueltan, hermanas palabras en la
desaparición. Me quedo quieto, el viento eriza la cu-
neta. Me ahueco en ella, me anido. Era una hermana
para mí. Velaba mis páginas, la tinta teñía su lengua.
Las palabras azogan el nudo ciego.

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Se arquea al aire. Dice que no halla dónde caer. Ya no
me muevo, el lápiz apenas respira. La cama inclinada
expulsa su peso. Viene hacia mí, oscurece su mano en
mi pecho.

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Escribo en vertical, riego las palabras en lenta picada.
Si fuera piedra la desesperación. Ennegrecería la luz del
cuaderno. Me pego a la pared. El rincón yace hueco.
Escribir no sabe morir, escribir es morir. Es ella, la reconoz-
co, la que implora al morir y yace ante el muro. La arena
aplasta su triste cabello.

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Es una niña. La pequeña del destino, la apenas mucha-
cha. Tropiezo mientras busco, la mano la deja caer. Ella
enrojece su arena, se aleja de mí por sus dedos.

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No volveré a verla, tocarla sería mi última mano. Ten-
go algo que escribir, rodar en la convulsión y la rabia.
Alzo y detengo todos mis remos. Alguien podría reco-
ger, guardar mis restos en su hueca madera. La letra
quema mis vanos enojos. Digo lo que digo por miedo
a decir.

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Mis pies se congelan, el hielo hostiga el zaguán. Cada
paso que doy la mano lo borra. Acaso pueda resistirlo
en la lisa pared. Alguien me lee con letras perdidas, me
ruega deshacer y ya no insistir.

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Marcar una orilla que la deje salir. Guiarme por el hilo
de agua. Remansar el cansancio, despejarle sus rasgos
en angustia o pesar. El viento demacrado se acuerde de
ella. Yo le inclinaría la negra montaña. Que los pies del
agua no la devuelvan. El arroyo da vueltas, se interna
en la enramada y la suelta.

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El viento hierve sus cabellos, las frutas encienden sus
blancas hileras. Se apiade de ella el sereno. Las ramas
se entrelazan, los troncos gimen oscuras mesetas. Ella
mastica la tierra con dientes ciegos. El aliento abando-
na el corazón donde callan los besos.

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El agua impide su perdón, la boca escupe su cara. Se
desnuda la orilla, se deja traspasar por su hierba reseca.
Rugen los juncos a su paso y no halla quietud.

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Las pequeñas piedras resbalan. Avanza y va perdiendo
su peso. La cara demacrada se apaga. Si pudiera escri-
birlo, ponerlo en el agua con letras ciegas. El aguacero
barre las preguntas.

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El agua se despeña, la balsa no logra prenderse. Lleva a
la que se fue, la que dejó de ser entre cañas.

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Eres el agua, la soledad en las pisadas, el fuego abrasa-
dor que verdea la acequia. Si no puedes escribir no la
venzas.

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Da vueltas en la piedra, la toca con sus labios de ara-
ña. Intenta levantarla, la roca hunde sus locas plantas.
Llora un agua maternal, el charco de la última vez, la
llovizna hueca y perdida.

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La arboleda se llena de un vidrio gris. Una escarcha
puntiaguda se pega a las ramas. El cielo resbala, una
llovizna descolorida despeina el campo. El sol se hunde
en un agua quebrada.

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Los niños rodean el círculo, el agua envuelve los pies
con su oro despierto. Pasan por el alambre, se acuestan
en el pasto quemado. Rodean un árbol casi enano, in-
tentan doblegar sus ramas revueltas. Un niño cae y se
abren los pies. Los otros intentan recogerlo, el agua lo
lleva. Rauda de pronto, con una rabia que no se con-
tenta.

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Cierro el cuaderno y estoy en otra parte. Vivimos horas
angostas. Choca el miedo en las ventanas, la noche se
demora en temblores. Dónde estás, de qué país lejano
y callado. De nuevo me siento en otra parte. Los niños
ya no están, los árboles se han vuelto negros. Escribo
un agua demorada, amarro mis manos.

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Sus miembros se arquean, ella se vuelve azul y peque-
ña. Tiene forma de cavidad y no pesa. El presagio del
que nací, la inquietud de la que nunca me libro.

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Las vigas se tuercen, el techo se sostiene en duras bra-
zadas. El lodo borra los marcos. Hay una ciénaga ro-
dando la casa, el agua entra por las rendijas y cubre el
alero. La hiedra crece en los rincones, un yerbal obsti-
nado escarba los vanos. Los fuegos se han ido, la casa
abandona cimientos. Ella busca un rincón, un círculo
pequeño que la deje tumbarse. La lluvia barre las hojas.
Los ojos deshilachan la niebla. No queda aire para vivir,
la casa se acuesta en recio desvelo.

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Hablo de mí con el viento. Vuelvo mi cara, me dice lue-
go, la angustia desdibuja su mano. La rabia que siento,
el miedo de seguir o quedarme, el monte se empina y
yo me deshago.

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Su aire distraído, su talante de rostro compuesto. El
bullicio de los autos, las vitrinas ceñidas en trajes es-
trechos. La segura distracción de un alma discreta. La
quietud, la altivez que a nada le teme. No había som-
bra ni amenaza. La persona con la que nos cruzamos.
La mirada pesarosa que talla el destino. La calle limpia,
la cara de la ciudad abierta y pequeña.

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Flotaba mi mente en su delgadez. Me hablaba con des-
tellos, si la hubiera tenido ceñiría mis manos. La luz se
vuelve pequeña, cuán débil y silenciosa es al alba.

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Hay cierta imperfección que no quiere apartarse. Esa
esencia que es ella, su dulce manera de irse borrando.
Si me pongo a pensar me pierdo con ella. Luego ya no
podemos distinguir y lo que sale es un ripio, las pala-
bras se van por dormidos senderos. Me desordeno, me
hundo en la prontitud. Las frases se enfilan, me obede-
cen y se tuercen calladas. Eso ocurre cuando nada me
distrae y no temo la muerte.

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Paso mi mano y me siento seco. Cada vez que nos en-
contramos, hace tiempos ya nunca sucede. Yo la llevo,
como si cuidara a mi madre. De esas noches se levan-
ta un aire tibio, reverbera a mi lado, me escucha con
distracción y sosiego. Nos preparamos para dormir, es
nuestra íntima seguridad, la luz intacta de ese momen-
to. Las estrellas deben estar ahí.

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Dulce hora de las apariciones, la estancia rebosa. Hora
de extrema solicitud, podría desprenderme la muerte.
Pero ella qué trae, la ansiedad me confunde, el misterio
de estar con vida me colma. No admito que se haya
ido, no hay un solo lugar, la casa no retiene ninguna la-
dera. Hay que custodiar la esencia de ambos, una sola
alma es casi vacío. La mía es una existencia desnuda y
si no fuera por esta calma creería que muero.

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Yo conmigo, yo escribiendo de mí. La otra persona
yace velada. La soledad se acolcha y ella, misericordia,
nunca se va. Las presencias me ciñen con su estela de
manos. Una extraña serenidad se rompe en mis manos.
Eso duele, como hiere la mañana cuando no escribo.
No quiero irme, quien ha perdido a alguien no piensa
en ello. Son palabras menores, ilusiones descarnadas
y vanas. Pido la verdad, vivo y duermo con ella. Abro
los ojos en la oscuridad y viene del agua. Un arroyo sin
orillas, pesaroso y delgado.

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Como de su mano, me da el agua que adormece la
pena. Me siento flotar, podría recibirla el día completo.
Pero se cansa, es como entrar en la devastación. Voy
a contarte mi vida, ambos se extienden en la hierba.
El día se entrega y va deshilando. Ellos se tocan y se
prometen.

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Los caminos son interminables y arden. Puede ser darle
vueltas con una cuerda. El prado se cierra, la figura se
vuelve pequeña. No quieres entrar, la vas dejando y te
quedas afuera. Desenrollo esa cuerda, la claridad des-
anuda ese momento.

39
Me da vergüenza. Al fin no lo has dicho, define el sen-
timiento y el modo. Lo que has visto te permite, no
tienes ya que dudar. Olvida el amor despejado, que sea
el vuelo, el deseo discreto. Lo he tenido en tantos ros-
tros, en cuerpos figurados y cálidos. Tu poesía apenas
empieza. Mientras no lo entiendas tendrás que buscar.

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Un libro no alcanza a ser el destino. Me llaman y la pá-
gina se vuelve líquida. Estoy buscando, nadie está con-
centrado, ninguna persona puede tenerlo. Cómo leer
a alguien. Pido otra cosa, hasta sentir que está bien, la
perfección no es una corona.

41
En demorados espejos las palabras opacan. Piedra de
la última claridad, ahora las arenas se vuelven raudas.
Varios oídos juntos y una música ciega. Ahora quiero
pisar lo que dije y volver a creer. Estoy solo y es más
allá. Dejar que las palabras salgan felices. El agua de
las preguntas, el goteo de una sola que sabe. Entre un
muro y yo, esa separación que paciente levanto.

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II
En un momento frágil pude escucharme, sonaba des-
encajado y preciso. Me acuné en lo que estaba dicien-
do, las voces flotaban en la ventana. Pasaba del calor a
la humedad, del fuego pequeño a la sombra. Me recogí
con devoción, me fui llevando hasta un punto de triste
hermandad. Las heridas no ardían, era parte de mí, sin
temor y sin pena. Me fui cubriendo, me dediqué días y
noches sin reclamar. Tuve esperanza en que podía sal-
varme. Fueron días de blanca zozobra. Me fui dejando,
que las partes se juntaran, las vértebras abrieron mi
amarga sustancia. Me asistí sin reclamos, llevado por
la mano que no insiste ni alaba. Fui el cuaderno desa-
tado y tranquilo.

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Frías gasas me envuelven, infinita tristeza del día en
su goteo. La inmensidad se fue abriendo, se acuesta a
mi lado la noche febril. Alegría de ojos abiertos, espe-
ranza de soledades queridas y predispuestas. Camino
en mi delgadez por los pasillos. Me salvo de caer, me
abandono, retiro lejos mi arduo cansancio. Aprendo a
hablarle con palabras estrechas. Serenidad y pasmo en
las ranuras, certeza que florece en mi corazón y no me
desborda.

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Qué caña suelta su música leve. Como si fuera mi ca-
dencia, el hilo de mi voz en el aire más lleno. Maderas
de años juveniles, estribillo de mis días que la respira-
ción reconoce y alaba. Me duelo de mi ánimo, la músi-
ca va siempre más lenta. Llamo a los vientos, les pido
me lleven y alarguen. Melodía de mi ser sin punteo,
nudos que no dejo zafar. Desplazo mis sonidos, el can-
to breve, la voz imperturbable, la consonancia de mi
ronca persona.

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Ella cuenta las veces que me lamento. Basta una leve
alteración. Las hierbas se apoderan de ella y la aclaran.
Le digo que no tenía a quién seguir. Le ruego hasta casi
quemarla. No comprende mi angustia y pronto tengo
miedo. La barranca se planta delante de mí. Raspo la
arena de mis meses y años. Cómo no lamentarse, me
resulta cruel e injusto. No estoy listo, el mes angosta
mis años. Me aterra que no esté, la duda impone su
vanidad y niega certeza.

48
Escribir una frase dulcemente breve. Guardarla, tem-
plarla en la armonía, serenar lo que llega. Las palabras
agitan sus agrestes pisadas. Queda el vacío de cada res-
piración, un mar de dudas sin promesa, la desemboca-
dura de todas las cosas.

49
Llego a escribir dos cartas por día, es mi forma de
contenerme. No pienso en ella, en lo que sentiría, los
temores con esa oleada. Quedo fijo en lo que digo y
pronto, a pesar mío, comprendo que es una crueldad,
que no puede suceder de otra manera. Hierve la rabia,
el reproche que me hacen, su hartazgo y demencia. El
silencio se va haciendo grave. Las cartas tropiezan con-
tra mí, mientras más me desbordo más me duele. Me
voy desmoronando, eran partes las que viajaban, sin
saber yo de qué manos. Empiezo por cerrar, tapiar mi
voz, cerrar el camino a mi sangre. Ella podría sorpren-
derse, lo cuenta ahora con breves palabras. También
allí el género se interpone y ella debe olvidar, hasta que
se desvanece su interés y me escribe una única carta.
Esa hoja me devastó, me enrollé por completo, no vol-
ví a repetir ni saber dónde lleva.

50
Fue cuando desvariamos que lo fui comprendiendo.
Quería saberlo, sacaba conjeturas de augurios. Cada
detalle, lo que ella no veía, lo que alguien decide cuan-
do no se da cuenta. Estaba mordiendo lo que pensaba.
Era el duelo anticipado, un adiós como una pared, er-
guido como el árbol más necio. Caí por la pendiente,
en una tristeza de días y meses.

51
Desde entonces las palabras son débiles, vano el inten-
to, cuando supe, para no olvidar, que no hay esperanza
que el amor no seque, y que al yerto la raíz se le apaga
en las ramas.

52
Nunca dijiste lo que iba a pasarme, nunca te pedí si
estaba pasando. Eso se corresponde con la naturaleza
que da a ver el deslave, mientras debajo, en la oscura
ladera, hay una desolación de existir que comunica el
abandono y la falta de fuerza. Pero la letra no se per-
fuma, la página se abre como una fruta no madura y
se da a probar en su agria plegaria. Hubiera querido
hablarle como si fuera algo mío, una ranura por la que
ella rodara, que tuviera mi forma, que empujara desde
su propio interior, pero nada decía, no podía imaginar
que de lo peor era yo quien iba a encargarse.

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Voy soltando los hilos y me voy demacrando. La idea
ata un nudo de aguas amargas. Me desbordo sin fre-
no. Qué me gano con esconder en la soberbia mi vana
proeza. Es una trampa. Me quedo quieto y evito ser
arrastrado. Me guardo el corazón para no darme cuen-
ta. Crece la distancia, el tiempo se queda. El amor em-
puja la soledad y las vanas promesas.

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En otra época yacía débil. Me balanceaba en mi tron-
co delgado. Nada sabía, mi cabeza era mi fuego en mi
pobre altivez. La tristeza me sacudió. Yo no me daba
cuenta, bajaba por un túnel que no podía cavar. Cons-
truí mi enfermedad, levanté un muro por el que inten-
taba sanarme. Cuando lo vi ya era tarde, la contienda
se había apagado, en algún bosque me tupí de ramas
siniestras.

55
Empezaron a decirme que era huérfano. No se trataba
de mi madre. La conocí suficiente, una vara amoratada
e inquieta. El amor se conduele y se cierra en el anillo
filial. La madre es un peso y hay que salir, al nacer es-
carbamos. Borrar en el rubor el signo de las vanas cria-
turas. Habría que liberarse con toda persona, aunque
lo que quede sea caer y mudarse.

56
Dejo la pequeñez para el muerto pequeño. Uno se cae
de su propio asidero. Suena el golpe y termina. El mo-
mento no llega, es imposible detenerse en lo que no
puede quedar. El único camino es la interrupción. Lo
valedero son los huesos, su aquietarse discreto.

57
Me quedo dormido tan pronto me acuesto. No tengo
ensueños, me apago sin darme sosiego. Sueño con fre-
cuencia lo mismo. El único espacio en el que me veo,
un ángulo suspendido que varía muy poco. Un rumbo
de giro, nunca el sitio que se busca, solo la vía de no
llegar. Fangoso espacio que se cierra y hace sufrir. Un
fondo maltratado y sinuoso. Tiene calles y formas de
llegar hasta el centro. Pero salta, se interrumpe y se
vuelve hueco. Es todos los lugares, el único sitio en que
una vez me sentí.

58
Cuando estoy cerca, cuando el aire se aprieta y agita
el oído, cuando me dejo llevar y me suelto, cuando me
apura, se apodera de mí y de eso me habla, cuando roza
mi vida y creo que viajo, cuando el aliento se apaga y
las palabras se niegan, cuando toda mi atención la dejo
al desapego, entonces me dedico a mi día y finjo estar
vivo.

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Rodeo las falsas paredes, las prendo a que el humo las
alce. Las personas son cosas, me decido a granjear sim-
patías, alargo la comedia si quiero. Perdí las ataduras,
los hombres me duelen, los animales me hacen llorar.
Oscurezco mis manos, me pongo el traje y no voy a
negarme. Estoy frío, me deshojo en el río pequeño.

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Volver a ella me hace dudar. Las palabras la recogen, las
olas se descargan y la orilla se llena de algas. No ten-
go su acento, el dolor minucioso me hace temblar. Las
piedras rojas, la dulzura que el agua bebe y la espuma
se lleva. Voy a buscarla al mar, pisarla con mi desola-
ción y mi rabia. Arrumarla, caerme dentro de ella. No
pude socorrerla, prestarle mi piel para que se cubriera.
Quedan los granos de una harina hueca, el suplicio que
el agua no lava.

61
La apartaron. Se ensañaron en ella como maleza. Su
brillo los atrajo, su desamparo plantó su desgracia.
Lanzaron los perros sobre su flaca silueta. La desgarra-
ron dejándola al frío y el suelo. La dejaron arrastrarse
entre el fango y las piedras.

62
Dejé mi casa, solté al hambre animales y plantas. Apa-
go el fuego, el pestañeo de mis noches se aquieta. No
sé si sea mi último invierno. Ella decía que iba a durar
siempre. Cuando se fue, los años se juntaron, queda-
ron arracimados días y meses.

63
Riego las horas. Desaparezco goteando. Sentí tristeza,
pude ver y lo que toqué me dejó sin consuelo. Era esto,
la terminación y el lodazal, me quedé despistado y le
arrojé entero mi cuerpo.

64
Rozo su cara, el pie estruja y molesta. Me siento in-
finitamente turbado. Querría apartarlo, alejarle mi
espalda. El cuerpo resbala, me muevo y se aterra, in-
tento apartarme y se arrastra. Como si fuera yo, pero
muerto.

65
La llanura se arquea. El cielo se pone negro. El viento
no se vuelve a mirar. Las ramas resbalan y se desbocan.
Peinan sus aguas cabellos secos. Áridos se desplazan
los cerros. Las fieras acechan, la noche grazna y raspa.
Hay una puerta, el cielo cae y cierra los pasos.

66
Hice esta travesía. Volví a ver por tus ojos los días fijos.
Estabas en la estaca que aúlla en el cerro. Fue solo mi-
rarte. Caminé hacia ti y no pude tocar. Siento en mis
pulmones el aire pequeño.

67
Habíamos bajado por ese camino y, de pronto, una lla-
ma se apareció, su temblor nos atrajo hasta casi abra-
sarnos. No esperábamos esa mínima cerca.

68
Nuestras sombras se inclinan. Nos estrujamos, en el
viento nos mostramos siniestros. Éramos seis entre
diez, quince de seis y ocho. Quedaba uno, tenía que
haber alguien afuera. Desnudos hasta la embriaguez,
mareados de agonía y de sueño.

69
El viento araña la cara. El sol escarba su tibia ceniza. La
tierra se abre, la hierba quema las plantas. Hay niebla
y hace frío, no puedo más, pero me obligan. Escarban
en la ranura mis dedos.

70
Se para distraído, hunde su raíz en la helada mañana.
Nudos secos, pequeña silueta vacía. Queda un hom-
bre, la ignorancia perfecta, extranjero para olvidarnos
y no volver a pasar.

71
Varado en la inmensidad, el barro se seca, el polvo se
hunde en la hierba. La fila se reduce, otros cuerpos me
cercan y arañan el aire.

72
Me dejo ir, desaparezco en la corriente hechizada. Los
ojos hundidos, la boca sin poder apagar. Los cien mie-
dos del pasado se lavan conmigo. Un torbellino me en-
vuelve, una membrana abierta y callada. Me lleva una
hoja por la edad y las penas.

73
No alcanzo a preguntar. La gravedad es la sola certeza.
Flota el gozo su peso final. Se va volviendo piedra, el
silencio no responde y eso me salva.

74
Mi pensamiento reposa en la oscuridad. La imagen no
se me aparta. Las pequeñas ideas vuelven al corazón.
Es un apagamiento, resulta vano seguir insistiendo.

75
COLOFON

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