Stevenson

Me encontré con el viejo Stevenson en una plaza. Estaba entado en un banco leyendo, y le pedí
permiso para ocupar la otra punta del mismo banco donde él estaba tan tranquilo.

Tenía mi almuerzo y estaba hambriento, y los demás bancos de la plaza estaban ocupados. Pero
quizás fue otra la razón de sentarme ahí. Lo que se llama intuición.

Saqué mi sanguche y mientras lo comía, veía que el viejo seguía leyendo, y quise saber qué. Me
gusta leer. Y saber qué leen los otros. Sobre todo qué leen a cierta altura de la vida, donde les
queda poco tiempo ya. Con eso me hago una composición del carácter de alguien. O al menos, eso
creía, hasta que encontré a Stevenson, que me dijo que lo que estaba leyendo (cuando le
pregunté) era su sanguchito del mediodía, como el mío.

Sonreí. No esperaba esa respuesta. ¿Pero qué libro es? Insistí. Y nuevamente, Stevenson, esta vez
mirándome con más atención, me dijo: Es un entremés. Quizás solo algún pasaje este bien. Pero
para eso son algunos libros, para que haya alguna línea que tuerza un poco el rumbo de nuestro
pensamiento, y que ensanche la mirada.

Si sucede ese poco, es una gloria.

Me quedé mirándolo. Sí, claro.

Ahí arrancó una charla diferente a las que estoy acostumbrado a tener. Stevenson tenía un
pensamiento vigoroso, Las cosas que decía provenían de una cosecha propia, de su propio modo
de ver las cosas. Es bueno, sobre todo, poder leerse a uno mismo, me dijo, en un momento.

Me sorprendió con muchas de sus apreciaciones. Con muchas coincidía plenamente. O quería
coincidir, sería mejor decir, porque cuando uno escucha a un Maestro, siente que está frente a un
estado mental a alcanzar. Lo escuchaba y disfrutaba.

Dijo en un momento algo sobre las travesuras, algo tan lindo, que se rio como quien descubre un
tesoro. Es una pena que no lo haya retenido y que no lo pueda repetir. Solo me queda la impresión
de ese momento. Lo que sí recuerdo es que había en la metáfora la idea de un salto, una cabriola.
Se desvaneció en mi memoria la forma, pero no el sentido en el que me llegó aquello.

Agregó algo sobre este tiempo en el que pareciese que las travesuras en un hombre son su única
posibilidad de aventura. Algo así, aunque en realidad no estoy seguro que haya querido decir eso,
o solo eso. Es como yo lo entendí. Porque lo que sentía era que el viejo era un caudal, y lo que
decía tenía una profundidad a la cual solo podía atisbar una superficie. Stevenson tenía un
pensamiento audaz. Tenía plenitud en su pensar.

Hablaba como un poeta, pero no todo el tiempo, sino en algunos momentos: como el brillo que da
el sol en las olas del agua de río, y que de vez en cuando, resplandece.

Hablaba y escuchaba claro. Y percibía, podría decirlo, hasta qué punto lo estaba entendiendo, y
hasta qué punto no. Esto no debería ser raro, cualquiera que escuche podría llegar a esto, pero
Stevenson escuchaba y luego ampliaba a unos horizontes que excedían el paisaje habitual, el
modo habitual de pensar, el que yo conocía. Me sorprendí admitiendo, secretamente, mi
ignorancia sobre mi propia vida. Sólo la había vivido recorriendo mis hábitos mentales. Mi
pequeño mundo.

No lo había visto nunca, y sin embargo, estaba ahí con ese fascinante fucking sabio del cual
disfrutaba tanto su compañía, que cuando me dijo que se tenía que ir, y yo le pregunté si, por
casualidad volvería a esa plaza en estos días, y si podríamos encontrarnos otra vez, me volvió a
asombrar diciéndome: ¿te parece que es necesario que hagamos este tipo de planes?

Entendí que de verlo nuevamente lo evitaría. Tenía para atesorar esa charla, era suficiente.

Ya había logrado que sucediese algo que hacía años que no me pasaba: me aguijoneó para que
quisiese saber, que necesitase saber, que tuviese hambre de conocer lo que me era posible: todo
lo que no sabía de mí, pero que ahí estaba. Si lo sabía buscar, ahí estaba.

Y eso era un sacudón muy hermoso a mí letargo, que me adormilaba, como a todos, con el correr
de los años.

Y si con eso lograba cambiar un poco, diría Stevenson, ya ese poco era una gloria.

Alejandro Arias

Abril de 2021