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Fernando Ulloa.

Un rumor, el est
Fernando Ulloa. Un rumor, el estar
analista

Tuvieron que pasar muchos años y análisis de por medio, para que en un cierto
momento se me ocurriera llamarlo. En esa ocasión me pregunté por qué no podría
recurrir a quien yo quisiera, aunque aún no supiera bien para qué.
Podría decir muchas cosas sobre Fernando Ulloa, se ha escrito y se escribirá
mucho sobre las marcas que dejó. Su producción escrita no es tan extensa,
pero sí son vastas las huellas que ha dejado en el campo de la Salud Mental,
los Derechos Humanos y el Psicoanálisis.

Intentaré acotarme a una experiencia más personal, más íntima. El vínculo


que tuve la suerte de tener con él, ese “entre” al decir de Deleuze, que en un
sentido nos pertenece y en otro sentido nos excede, porque ya es otra cosa.

Conocí algo de sus ideas en la facultad, pero en esa época de la expansión del
Lacanismo, a fines de los 70, no estaba yo en condiciones de valorar su
originalidad y amplitud, leída por mi joven soberbia como eclecticismo. No
me daba la “seguridad” de matemas, fórmulas y aforismos que fortalecían la
fe de los creyentes en la iglesia.

Ya cómo psicólogo, con algunos amigos médicos, creamos un grupo de


asistencia psiquiátrica domiciliaria y allí conocí a Fernando personalmente,
pues nos derivó a varios pacientes que atendía. Era relajado y afable en el
trabajo conjunto. Tuvieron que pasar muchos años y análisis de por medio,
para que en un cierto momento se me ocurriera llamarlo. En esa ocasión, en
vez de buscar una derivación, me pregunté por qué no podría recurrir a
quien yo quisiera, aunque aún no supiera bien para qué.

Un padecimiento que me molestaba, era experimentar el análisis como un


sometimiento; por supuesto que no era el único, pero era desagradable que
se me volviera una “obligación”.
En este marco de situación lo llame a Ulloa, y le pedí una entrevista, me dijo
que podíamos tenerla pero que no sabía si podía tener un espacio para
comenzar un análisis, lo que me resultó muy estimulante. Le dije entonces
que incluso era mejor y que yo tampoco sabía si quería analizarme. Así que
en ese encuentro-desencuentro, comenzó nuestro vínculo.

Para empezar, el entrar en su consultorio, era introducirse en un espacio


personal, particular, alejado de una neutralidad aséptica, tampoco era un
templo del saber lleno de libros, aunque había muchos y disponibles, era un
espacio cálido, luminoso, en el que se destacaba un caballo de calesita con
espejitos de colores, había muchos objetos que despertaban mi curiosidad.

Recuerdo que en esas primeras entrevistas hablé de mis intereses en relación


al psicoanálisis y de mis dificultades para sostener una distancia que me
resultara adecuada para desarrollar mi análisis, le propuse ir cada dos
semanas, no era cuestión de mucho o de poco, sino de una medida de
frecuencia, que sintiera como propia y que hiciera ese espacio amigable. Me
dijo que era una posibilidad y que lo iríamos viendo, me comentó que con
Harry Guntrip un Psicoanalista escocés, que se analizó con Winnicott y
formó parte del “Middle Group” de la Sociedad Británica de Psicoanálisis, se
encontraban cada dos semanas por no residir en Londres. Al despedirnos me
dijo “ buen viaje a Edimburgo”. Recuerdo lo contento que regresé a mi casa.
Quizás se trataba de esa consideración humorística que puede permitir
sentirse digno, reconocido, alojado y al mismo tiempo entrando a un jugar en
donde el mundo es, transitoriamente, como uno lo necesita.

Durante mucho tiempo, él me decía que yo entraba al consultorio de una


manera digamos formal, almidonada, pero que después de un rato me iba
aflojando. A veces cuando salía, me volvía a almidonar.

Hablando de cuál era el origen de mi nombre, le conté con entusiasmo que


cuando nací se había puesto de moda el Príncipe Eduardo, Duque de
Windsor, que abdicó el imperio británico por amor a una plebeya. Ah… sí, me
respondió riendo, el príncipe nazi. Sentí como una grandiosidad pesada se
desinflaba, de un modo bastante poco solemne.

Me preguntó en otra ocasión si podía atender en el hospital a una mujer que


se encontraba en un episodio hipomaniaco. Cuando entrevisté a la joven, me
contó que conocía a Ulloa por su trabajo en Derechos Humanos y que una
noche, muy tarde, y sin ningún aviso previo, le tocó el timbre y le dijo que
necesitaba hablar con él. Ulloa, la hizo subir y tuvo una larga conversación
con ella, se excusó el mismo de atenderla pero le dijo que le buscaría un
espacio propicio. Él era de tomarse el trabajo personal de buscar el lugar
indicado para el tipo de padecimiento que estaba en juego. A mí entender era
consecuente con su decir, era abstinente pero también no indolente.

Otro día llevé un trabajo escrito a mi análisis y se lo leí. Era sobre un


encuentro casual con un ex paciente, que una vez me acompañó caminando
hasta la puerta del consultorio de Ulloa, el ex paciente me decía que quería
volver a analizarse pero que le resultaba pesado saber que tenía que volver a
sesión. Le dije que quizás tendría que tener siempre una “última sesión”. Lo
entusiasmó. Cuando finalicé la lectura del escrito, Ulloa me pidió suma
discreción y me preguntó si podía atender un familiar cercano de un muy
conocido psicoanalista de orientación lacaniana, que no quería lidiar con
nadie conocido por él. Le dije que me enorgullecía la derivación pero que no
sabía si iba a estar a la altura del pedido. Él me dijo que no sabía si yo podría
hacerlo bien, pero el que escribió el trabajo que le había leído, seguro que sí.
Fue otra muestra de confianza.

A fines del 2001, falleció repentinamente un amigo, Héctor Braun, con el que
compartí durante décadas cotidianas conversaciones muy animadas en el bar
del hospital. Estaba completamente devastado y recuerdo que Ulloa me contó
el momento de la muerte sorpresiva de un hermano, cuando él era un niño y
el estado de conmoción en que quedó junto a sus padres. Sentí que
compartíamos pérdidas dolorosas e inesperadas.

Héctor Braun, tenía un par de años más que yo pero me funcionaba como un
amigo, maestro y hermano mayor al que me gustaba  mucho molestar y él
aunque se molestaba, estaba ahí y lo toleraba.

Ulloa, después de la muerte de Héctor, también empezó a ser blanco de mi


gusto por molestar, Winnicott nombra eso como amor indolente,
desconsiderado, cruel.
Recuerdo haber fantaseado durante el análisis que en el momento de un
imaginado entierro de Ulloa, yo podría tomar la palabra, cobrando de algún
modo el lugar de un paciente especial.

Fue una fantasía bastante alejada de la realidad, porque tanto ante la muerte
de Héctor como ante la de Fernando no pude ni quise decir palabra alguna.

Una vez se enojó o molesto conmigo, no podría decir exactamente porqué,


pero creo que tuvo que ver con algo que dije, como que lo tenía que proteger
o cuidar de algo. Me pidió que me sentará en el diván y cara a cara me dijo
algo, bastante serio. No recuerdo exactamente qué, pero aludía a lo
inadecuado de que yo quisiera “cuidarlo” o quizás algo que pudo molestarlo
en relación a ese cuidado. Creo que en la sesión siguiente me preguntó qué
pensaba de lo sucedido. Le dije que me pareció que se le fue la mano, que
exageró un poco, pero que estaba bien. De algún modo, acordó conmigo.

Otra vez, le relaté un suceso bastante disparatado en tiempos de la dictadura,


era joven y caminaba después de la medianoche hacia mi casa. Tenía
pensamientos de odio hacia la policía, por todas las atrocidades que hacían y
quería tomar venganza. De repente veo una carterita sobre el baúl de un Ford
Falcón y pienso “seguro que allí hay un arma, me voy a quedar con ella”. La
noche estaba desierta, cuando me acerco y la abro efectivamente había un
arma y dudo si llevármela, miro a ambos lados y en ese momento aparece un
patrullero policial, dudo y paso de eventual guerrillero urbano a colaborador
de las fuerzas del orden. Paro al auto policial y le informo que hay un arma, al
rato la calle se llenó de policías y se  llevaron a un suboficial borracho que
estaba cerca. Unos días después me llamó un comisario para felicitarme por
haber recuperado el arma de un marino que la había olvidado. Pasé de
revolucionario imaginario a colaboracionista involuntario.

Mi primer analista, me amonestó y me dijo que si me hubiera quedado con el


arma no me atendía más.

Ulloa, me dijo que si no me conociera, pensaría que era un fabulador, pero


quedaron dudas en el aire sobre mi gusto por las fabulaciones.

Otras veces en que hablaba sobre cierta adicción al trabajo y dificultad para
compartir el tiempo con mi familia, me dijo “tenga un paciente menos y… un
hijo más”. Se quedó sorprendido de lo que había dicho: “Bueno, no es
necesario que tenga otro, puede ocuparse más de los hijos que ya tiene”.

Después de algunos años, no tantos, me dijo que íbamos a pensar en ir


terminando. “No nos vamos a quedar aquí dando vueltas toda la vida ”, me
dijo.

Se me mezclaba una sensación de alegría y tristeza. Alegría, por la


posibilidad de “terminar” algo, recibirse de analizante o de analista, algo
realmente gracioso. Tristeza, por sentir que algo tan vital no iba a seguir
estando. Muchas veces le dije que podría estudiar, supervisar o trabajar con
él, o sino que me adoptara de algún modo. Pero ese anhelo no evitaba que ese
etapa se fuera terminando.

Recuerdo que ese final vino llegando y que pensé mucho que le quería hacer
un regalo, pero no cualquier cosa, algo especial. Siempre me atrajo el mar, el
río, el navegar y las islas, así que encontré una réplica mediana de una
hermosa canoa isleña de madera a la que le pinté el nombre de Fernando
Ulloa.

La última sesión fue muy emotiva, le di con mucha alegría el regalo, que creo
que le gustó y nos dimos un fuerte abrazo.

Años después fui a una ceremonia de celebración de su cumpleaños 80 en el


Ministerio de Educación, me acerqué a saludarlo y le presenté a mi mujer. Él
fue muy cálido y le dijo a ella que había vencido la garantía y que ya no había
posibilidad de reclamos.

Unos años después, me enteré un día de su fallecimiento, bastante repentino,


había estado trabajando con un grupo y supe que se quejó de una cefalea y
que luego fue internado de urgencia.

Quería despedirme de un modo más cercano, así que fui al velatorio; era un
lugar agradable, no había mucha gente y había, además de la tristeza, algo
apacible, como si Fernando continuara estando ahí de algún modo. Al lado
del sobrio féretro cerrado había un atril con un retrato de campo de
Fernando, era una linda imagen de alguien que se había ido, pero que
continuaba estando, que incluso a través de otros se transmitía un cuidado
para dejarnos un recuerdo amable de lo compartido.
Alguna vez pensé que a lo largo de mi vida me analicé con diferentes
analistas y cada uno me ayudó como le fue posible; no fueron tantos. El
primero era kleiniano, la segunda lacaniana, y de Ulloa diría que se dedicaba
al psicoanálisis e intentaba estar analista. Él decía que la condición de
analista se transmitía como un rumor, como algo dicho a medias. Incluso
destaco que me permitió unos años después retomar mi análisis con otra
psicoanalista, más allá de su orientación teórica o de la mía.

Creo que es importante recalcar el cuidado que puede tener un analista; ese
cuidado puede apuntar no solo al progreso de un análisis sino también a no
hacer daño, a no agregar dolor o dificultades a los que ya trae un analizante.

En ese sentido, cuidar de los efectos de seducción o de idealización que


pueden recaer sobre el analista es básico para que alguien que por alguna
razón no pueda continuar un tratamiento, tenga abierta la posibilidad de
hacerlo en otro momento o con otro.

Pienso que el tiempo de mi análisis con Fernando constituyó una bisagra, un


umbral, entre dos momentos. De esperar algo que se va a recibir de un otro,
amor, reconocimiento, poder, a sentirme habilitado para ir por lo soñado.

Tal vez esa es una de las marcas que dejó en mí el tiempo compartido con
Fernando: no solo recuperar la capacidad de amar y trabajar sino también la
de soñar y jugar. De algún modo, eso es lo que se espera de un padre. Quizás
Fernando, así sencillamente, pudo ayudar con eso.

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