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CURSO 2013-2014
(27271215T)
Resumen.
En el año 2001, la filmoteca de Munich acabó de reconstruir la película olvidada de Manfred Noa, Helena
de Troya, estrenada en el año 1924, en plena república de Weimar. En los inicios del cine, asentado ya como
séptimo arte y fuente de investigación de recursos estéticos, esta película recupera un Ideal de la Grecia Clásica
que tuvo su origen en una mirada estética al arte de los griegos como la encarnación de la belleza a la que
todo arte debe imitar. Se trataba de la mirada de J. J. Winckelmann, cuyas reflexiones sobre el arte griego y
luego su historización marcaron el inicio del neoclasicismo como movimiento estético y crítico que habría de
tener una enorme trascendencia en la constitución de la idea de Grecia Clásica que Alemania y Europa con
ella fue construyendo al lo largo de los dos siglos siguientes. En este trabajo, trataremos de delimitar hasta
qué punto y bajo qué parámetros la película de Noa representa una de las cumbres, al menos, de ese ideal, aun
cuando el momento elegido para su realización, en plena crisis económica, política y de identidad del pueblo
alemán, pudo provocar su relativo fracaso. En cualquier caso, su restauración ochenta años después, recurriendo
a distintas copias, a veces, fragmentadas, e incluso con montajes diferentes, parece proponer una alegoría del
trabajo filológico de reconstrucción que supone una edición de los mismos poemas homéricos, que son la base
argumental del film.
Índice.
En el año 1924, el cine ha dejado de ser un entretenimiento de feria sin futuro, como le
pronosticaban algunos agoreros y se ha convertido en una potente industria en países como
Estados Unidos, Francia o Inglaterra, además de pugnar por convertirse en la séptima de
las artes. Para ese año, había producido ya un puñado de obras maestras y, sobre todo,
había perfilado un lenguaje propio, el lenguaje de la imagen a través del montaje, en sus
cuatro principales variantes, según nacionalidad, interés, finalidad y, por qué no, tradición
de pensamiento en la que éste se insertaba1.
Sin embargo, el cine alemán había sido el último en entrar en la carrera artística e industrial
del séptimo arte. La derrota en la Gran Guerra le había supuesto mucho más que una
derrota económica o política: se había roto una parte de su propia construcción ideal como
pueblo, que venía forjándose desde los albores de aquel concepto de lo clásico que se creó
en el siglo XVIII, cuando los alemanes “decidieron volverse griegos”2, al descubrir en los
griegos, aquellos griegos del siglo V a.C., en sus costumbres, en su ideal de vida, en la
libertad democrática reflejada en la armonía de su arte, el modelo perfecto que los haría
reinventarse como nación. El modelo griego, a falta de modelos más cercanos, dado que
el germano parecía aún bárbaro y el francés demasiado aristocrático e inaceptable, parecía
el ideal para una burguesía subyugada por una aristocracia mediocre, que, a través de
una educación de fuerte raigambre helenizante, crearía una nueva élite no aristocrática e
ilustrada, a través de la Bildung o la instrucción característica3 que implicaría un idealismo
educativo frente al pragmatismo burgués del modelo funcionalista francés4. Parece haber
una tiranía de Grecia sobre Alemania que incluirá también a sus grandes críticos, como
1 En la tipología de Deleuze (1984: 52ss) distinguimos: la tendencia orgánica inaugurada por Griffith (la
imagen en movimiento concebida como un organismo vivo y en proceso, que se inicia, crece, florece y termina,
a la manera de las unidades clásicas del teatro), la tendencia dialéctica desarrollada por Einsenstein (que corrige
el organismo griffithiano de la imagen advirtiendo su índole dialéctica, es decir, la relación entre los elementos
sueltos de un organismo empírico que Griffith mostraba en sus montajes paralelos como eslabones sueltos,
como si los ricos y los pobres, los negros y los blancos, que mostraba en sus filmes surgieran de divisiones de
la naturaleza y el destino, que luego se reflejaban en sociedad), la tendencia cuantitativa del cine francés de
preguerra que rompe con el principio de composición orgánica para elaborar una vasta composición mecánica
(Gance, Epstein, Vigo, en la mejor tradición matemático-cartesiana), y, finalmente, la tendencia intensiva del
expresionismo alemán que rompe igualmente con el principio de composición orgánica (el film como cuerpo)
para, en el combate entre la luz y las tinieblas como fuerzas infinitas, invocar la vida no orgánica de las cosas
(Deleuze, 1984: 79). Buena parte de la película de Manfred Noa utiliza recursos del expresionismo, aunque en
realidad, como veremos, se trata de otra cosa.
2 Parafraseando uno de los apartados del libro de Sala Rose (2007: 233).
3 Gadamer (2007: 39): “La formación pasa a ser algo muy estrechamente vinculado al concepto de
cultura, y designa en primer lugar el modo específicamente humano de da forma a las disposiciones y capacidades
de hombre. Entre Kant y Hegel se lleva a término esta acuñación herderiana de nuestro concepto”.
4 Sala Rose (2007:236).
Nietzsche o Heine5, que, si bien escudriñan en la parte más oscura, mágica y dionisíaca 3
de lo helénico, no negarán su admiración, absolutamente incondicional en el caso del
primero, no muy diferente de la del iniciador de esta identificación, J.J. Winckelmann.
Pero si los griegos, y por tanto, Homero y sus poemas, se convertirán en un referente
épico del pueblo alemán, con el desarrollo del idealismo y el avance político e ideológico
del siglo XIX, la unificación de los pueblos germanos mirará sin pudor también hacia
sus propios mitos, otrora considerados bárbaros. Quién mejor que Wagner desde el teatro
musical contribuirá a difundir otra parte de su pasado épico, de una forma tal que hará a
Nietzsche renegar de su origen y afirmar ser un príncipe polaco6. Si estos componentes
los superponemos sobre una base de luteranismo protestante, podrán explicarse muchas
de las contradicciones en las que Alemania se había construido su pasado mítico.
Como decíamos más arriba, la entrada de Alemania en la industria del cine se produce
tardíamente, pues hasta 1911 carece de industria propia cuando Paul Davidson, gran
promotor del primitivo cine alemán, entra en contacto con el principal productor teatral de
Berlin, Max Reinhardt y crean una entidad que regularía las relaciones entre dramaturgos
y cineastas (Kracauer, 1985: 23). La influencia de Reinhardt también en el cine alemán
sería indudable hasta mucho después de la Guerra y en la configuración de su estilo más
definitorio, el expresionismo. A pesar de ciertos grandes preliminares de este periodo
todavía arcaico7, sería en 1916, cuando el gobierno en guerra, al hacerse consciente del
poder de propaganda antigermana que difunde el cine extranjero y de la baja calidad de la
producción propia frente a los filmes foráneos, decide tomar cartas en el asunto y fundar
primero la Deulig, para realización de documentales de propaganda y al año siguiente la
UFA, que fundió las principales empresas cinematográficas del momento con el apoyo de
un grupo de bancos (Kracauer, 1985: 42). Tras la derrota, la UFA se privatiza y cambiará
propaganda por razones comerciales, a pesar del boicot al cine alemán por parte de los
aliados, que hará que la UFA se asegure derechos en salas de proyección de los países que
habían sido neutrales durante el conflicto. Pero la derrota también provocó cambios de
mentalidad y movimientos intelectuales de honda raíz psicológica que acercaría al público
al significado de las pinturas de vanguardia, al verse reflejados “en dramas visionarios que
anunciaban a una humanidad suicida el evangelio de una nueva hermandad” (Kracauer,
5 Como afirma Sala Rose (op.cit, 238).
6 “Yo soy un aristócrata polaco pur sang, al que ni una sola gota de salgre mala se le ha mezclado, y
menos que ninguna, alemana”, confiesa irónicamente en Ecce homo [trad. de André Sánchez Pascual, Alianza
Editorial, Madrid, 2006, 29].
7 De los que cabe destacar algunas películas que pusieron las semillas de la tendencia intensiva del
montaje que supondría el expresionismo, llevado al cine desde el campo de las artes plásticas, como Der Student
von Prag o Der Golem, de Paul Wegener, actor fetiche de Reinhardt, que introduce temas fantásticos con
tratamiento psicológico perturbador, el primero, una versión de Fausto y el segundo una leyenda judía sobre un
Golem, estatua de arcilla a la que un rabino insufla vida (v. Kracauer, 1985: 34ss).
1985: 44). En 1918, se proclama la República, el Kaiser se ve obligado a abdicar. Una 4
especie de revolución se extiende por Alemania pero es frenada por el SPD, el partido
obrero más importante, apoyándose en el ejército y reprimiendo su ala izquierdista. En
1919 se aprueba la Constitución de Weimar, golpes y contragolpes, violencia política,
de las oligarquías y de las izquierdas, jalonan los dos años siguientes, a lo que se une
la devaluación del marco, la gran crisis y el cerco territorial que ha dejado a Alemania
reducida en sus fronteras a un pequeño territorio en el centro de Europa. Pero también
será el momento de ebullición intelectual en el teatro y las artes, con la continuación
del magisterio de Reinhardt y la entrada de nuevos autores en la escena de un teatro
revolucionario: Toller, Piscator, Brecht. En el cine, se abole la censura y, junto con la
proliferación de un cine de contenido sexual y evasivo, de gran beneficio económico,
comienzan a producirse películas de contenido histórico, no sólo desde la UFA, sino
desde otras productoras que, sin duda, tratarán de recuperar la dignidad perdida. Si genios
del cine como Lubitsch, comenzaban con las historias de Madame Dubarry (1919), Anna
Bolena (1920) o La mujer del faraón (1920), también el cine histórico retomará los
cánones del ideal de los orígenes con la finalidad de recuperar la identidad nacional.
Curiosamente, el año que nos ocupa, el año del inicio de un corto periodo de paz y
estabilidad para la joven República de la ciudad de Weimar, la “patria”, recordemos,
de Goethe o Schiller, que tanto papel tendrán en nuestra historia de helenización de
Alemania, el año de gracia de 1924, se producen dos grandes epopeyas cinematográficas.
Cada una de ellas parece querer cubrir una parte de la mitología de los orígenes que este
pueblo, vapuleado por los imperios y la guerra, se había forjado en el camino a su unidad
e identidad desde el siglo XVIII. Sin embargo, la una consiguió una merecida fama y un
peligroso destino hacia la otra gran tragedia del pueblo alemán, la que le costó el exilio
a su creador, pero también el reconocimiento por su magnífica obra posterior. Se trata
de Los Nibelungos de Fritz Lang, de la que el mismo director confiesa que pretendió
“ofrecer algo estrictamente nacional, algo que, como la propia Canción de los Nibelungos,
pudiera considerarse una verdadera manifestación del espíritu alemán”. Kracauer (1985:
92) añade que, en una palabra, “Lang definió esa película como un documento nacional
adecuado para difundir la cultura alemana por todo el mundo. En alguna forma, toda
su declaración anticipa la propaganda de Goebbels”. Los elementos wagnerianos en la
película serán evidentes. La intención de Lang no era que Los Nibelungos se convirtiera
en un símbolo del nazismo (sin duda El testamento del Dr Mabuse de 1933, su última
película en la Alemania de preguerra y calificada de manifiesto anarquista por el propio
Goebbels, así lo demuestra), pero su guionista y esposa en aquellos tiempos, Thea von
Harbou, se quedaría colaborando con el régimen nazi.
La otra, sin embargo, fue prácticamente olvidada. Reconstruida en 2001 a partir de copias 5
recuperadas por la filmoteca de Munich y fragmentos procedentes de distintas fuentes8,
parece un fiel reflejo de su propia historia. Nos referimos a Helena de Troya, considerada
por algunos, en su momento, una obra maestra del arte cinematográfico, producida en dos
películas9 como la de Lang, y dirigida por Manfred Noa. Cargada de logros artísticos,
Helena de Troya remitía al otro gran pasado épico sobre el que se había educado Alemania,
el más originario, si cabe, por cuanto supuso el inicio de una gran construcción nacional,
el Ideal griego. Es más, viajaba hasta los orígenes épicos y remotos de un pueblo del que
los alemanes se consideraron legítimos herederos, y hasta las figuras legendarias de quien
se había convertido durante dos siglos, en referente literario y la fuente de conocimiento
de los lugares geográficos de la cultura griega en una Grecia dominada por un imperio
oriental y musulmán. Se trataba de recrear a Homero y aquella ciudad que no hacía tantos
años había sido por fin descubierta por otro alemán helenista, Schliemann. ¿Por qué, sin
embargo, Helena fue olvidada? ¿Por qué ha tenido que ser reconstruida como si de las
propias leyendas y el poema mismo de Homero se tratase, tras una ardua labor filológica
y sin saber, a ciencia cierta, si la película que hoy podemos ver, fue la que vieron los
alemanes, europeos y americanos del año 24? Lo cierto es que hasta la última década
no aparece citada en las Historias del cine, ni siquiera en los clásicos sobre el cine mudo
alemán de Kracauer (1985) y de Eisner (1988), ambos, críticos cinematográficos de los
años previos al nazismo y relatores de la tortuosa historia del expresionismo de su país
hasta la llegada del nazismo, del que huyeron. Podemos apuntar, sólo apuntar, porque no
es el propósito de este trabajo, varias razones.
En tercer lugar, es muy posible que en esos años de postguerra, justo cuando el término
clasicismo, en su imprecisión, designaba, además de la Antigüedad Clásica, una
alternativa periódica al barroquismo y, desde las vanguardias modernas, servía para
definir proyectos estéticos academicista (Ripalda, 1992: 30-32), la película de Noa
parecía demasiado clásica, en ambos sentidos, identificándola inconscientemente con
aquel clasicismo que desde las filas del Reich, con una Antigüedad Clásica excesivamente
apegada a lo académico oficial, había conducido a una guerra imperial suicida. En ese
caso, evidentemente, el año 1924, cuando se intenta recuperar un nuevo espíritu para una
Alemania destrozada, desde incipientes procedimientos democráticos, estos sentidos del
clasicismo podían resultar reaccionarios, muy a pesar de su creador, Manfred Noa. Si bien
Helena pudiera ser vista como una contribución a la búsqueda de una épica nacional a
través de los griegos antiguos, asociada a una helenización del género de la épica, con el
que reconstruir, como en otros momentos de su historia, una identidad nacional germana,
sin embargo, el tratamiento de sus personajes, las decisiones que toman y los errores
que comenten, la compleja red de relaciones intergeneracionales y de género que traza,
acaban acercando la película a los parámetros de la tragedia griega más que a la épica
propiamente dicha (Michelakis, 2013: 152-153): concepción del destino inexorable,
subrayando los desastres y equívocos que provoca una guerra, algo tan reciente y tan
grabado en el inconsciente colectivo del momento.
Si añadimos que el relativo fracaso de una superproducción como ésta casi arruina a su
productora, Bavaria Film, y que Manfred Noa, tras la realización de algunas películas
más reconocidas y vistas que ésta10, se convirtió en un ardiente opositor al partido nazi, y
falleció en 1930 con tan sólo 37 años, tendremos un posible cuarto motivo del inmerecido
olvido de un film como Helena de Troya.
10 En concreto la adaptación de la pieza de Lessing, Nathan der Weise, (Nathan, el sabio, 1779), dirigida
dos años antes por Noa y que era un canto a la tolerancia religiosa, protestada en su estreno por su defensa de los
judíos y, claro está, prohibida, como la obra original de Lessig, en los años del nazismo.
1755. FLASHBACK HISTÓRICO/ESTÉTICO. 7
A finales del siglo XVII, Europa, a resultas de los siglos de renacimiento de la cultura
clásica en los reinos y repúblicas de Italia, tras las guerras religiosas que habían devastado el
continente, Europa necesita un referente originario para una cultura cambiante, cada vez más
refinada, y que trataba de imponer sus diferencias con la “barbarie” otomana que dominaba
los territorios que un día fueron la cuna de la civilización. Así, una serie de dilettanti, en
su mayoría diplomáticos ante la Sublime Puerta, costeados por sus respectivos gobiernos,
en principio, el inglés y el francés, o bien por instituciones surgidas al albur del desarrollo
de las ciencias y academias de todo tipo, se dedican a viajar por los territorios otomanos
en busca de los restos de la civilización griega, por lo general, con los libros de Homero en
la mano. Spon y Wheler son pioneros en este sentido e inician una serie de viajes que dan
cuenta del estado en se encuentran los restos de la antigua civilización griega descrita por
los manuscritos que en los último siglos, especialmente tras la caída de Bizancio en manos
otomanas, han ido llegando a cortes y bibliotecas europeas, con obras clásicas griegas. Los
finales del siglo XVII han convertido ya a Grecia en un icono cultural del arte y la literatura
universal, complementando la idea de modelo que la civilización helena había tenido durante
la Edad Media y el Renacimiento (Mas, 2008: 7-8). A ello han contribuido varios factores
(Constantine, 1989: 25), entre los que destacan en primer lugar la necesidad europea de una
Grecia clásica para su cultura, pero también la distinción cada vez más diáfana entre lo que
fue Grecia y lo que de ella había tomado Roma, hasta el momento lo mejor conocido. Pero
no podemos olvidar tampoco que, en estos años, la Sublime Puerta comienza a abrir sus
cerrojos a Occidente, al que ve como ávido cliente de “antigüedades”, de las que el imperio
Otomano andaba sobrado y así los viajes por sus territorios se hacen más seguros, con el fin
, por parte de Europa, de “rescatar” los restos clásicos, y la finalidad de la corte de la Ciudad
de ver incrementados sus ingresos económicos, a la sazón, no muy pingües tras siglos
de enfrentamientos bélicos internos y externos, y un occidente que se había enardecido
y fortalecido tras los grandes descubrimientos transoceánicos. Estos viajeros occidentales
dejarán una literatura de viajes que tendrá una indudable influencia en la forma de mirar al
pasado de los nuevos países e imperios del continente europeo. Casos como el del británico
Robert Wood marcarán la pauta a seguir desde finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX,
cuando publica tan sólo siete ejemplares de su Essay on the Original Genius of Homer en
1742-43, obra en la que describe sus andanzas y descripciones, Iliada en mano, tratando de
localizar los enclaves de la epopeya homérica (algo que repetiría Schliemann más de un siglo
después, con mayor éxito). El libro, escrito quince años después de su viaje y compuesto
fundamentalmente de recuerdos a partir de sus apuntes de viaje, tuvo, no obstante, una
amplia difusión, especialmente en Alemania, donde fue traducido uno de los ejemplares por
Michaelis, con lo que ratificaba las tesis de un opúsculo que se había convertido en clásico de
la mirada sobre la Grecia Clásica en los países germanos, las Reflexiones sobre la imitación 8
de las obras griegas en la pintura y la escultura, de Johann J. Winckelmann. Wood, como
Winckelmann, consideraba la utilidad de conocer de primera mano las circunstancias en las
que una obra se gesta para la comprensión de la misma: su clima, su tiempo, sus costumbres
y maneras, pues algo de todo aquello sobrevive en su literatura (Constantine, 1989: 154).
Winckelmann además pensaba que si en alguna manifestación de la cultura de un país es
más reconocible el carácter y la forma de ser del pueblo que lo habita, ésta era su arte.
Cuando en 1770, el libro de Wood viene a difundirse en Alemania, Winckelmann había
muerto asesinado en Trieste. Los Essay de Wood llegan a terreno abonado para completar,
desde el extranjero, muchas de las afirmaciones sobre el ideal griego de Winckelmann, bien
conocidas en Alemania. Sirva de botón de ejemplo, la localización del llamado túmulo de
Aquiles, donde Wood suponía que el héroe estaba enterrado y que se convirtió en lugar de
peregrinaje y culto para la amistad heroica (Constantine, 1989: 185), la que Winckelmann
tanto había elogiado en las parejas griegas como Aquiles y Patroclo y que trató de revivir
con varios de sus pupilos durante su vida, más allá de su evidente homoerotismo. Tanto el
homoerotismo como la amistad heroica winckelmanniana están presentes en la película de
Noa, como lo estarán, de una manera más optimista en las filmaciones propangadísticas de
Riefenstahl para el III Reich. Sin duda, la figura y las ideas de Winckelmann han sido los
grandes promotores del gran ideal de la nación alemana, sin que esa fuera necesariamente
la pretensión de nuestro esteta.
Las Reflexiones contienen el germen de todos los elementos que desarrollará en su obra
posterior, especialmente en su Historia del arte en la Antigüedad, que contribuyen a la
creación de ese Ideal que habrá de desarrollarse y profundizarse con el Romanticismo, y que
creará, con el estallido de la revolución griega, una nueva Grecia alemana, que hizo resurgir
las tendencias nacionalistas aletargadas tras el Congreso de Viena, bajo la variante de un
“filohelenismo”, “disfrazado con ropajes griegos bajo la coartada ideológica que ofrecía el
ideal acuñado por Winckelmann”11. ¿Cuáles son, por tanto, los puntos principales de ese
ideal que, con altibajos y variantes, se mantiene hasta la película de Noa, precisamente por
ser ésta una manifestación estética de nuevo cuño a principios del siglo XX?
En primer lugar, la historicidad del arte. Por un lado, el arte de un pueblo es la manifestación
más sublime del carácter de ese pueblo, de su momento histórico y, en principio, también
de su clima, porque éste conforma el cuerpo y la cultura misma (Mas, 2008: 19). Este es
el inicio de las Reflexiones: “Minerva, frente a los otros, dio a los griegos como morada
por el clima moderado de las estaciones que allí encontró, como el país que habría de
producir sabias cabezas” (RI, 77). El clima también determina la salud12 y modela la
cultura, por lo que la libertad se convierte en la clave para el desarrollo del mejor arte, una
libertad de costumbres, también de desarrollo político, pero centrada especialmente en la
libertad de mostrar el cuerpo13. Una libertad que elevó la forma de pensar de los griegos
constituyendo su modo más definitorio del mundo, una libertad que es “más bien una
experiencia subjetiva de expansión y elevación, posible gracias a una libertad política,
pero que no se identifica con ella” (Mas 2008: 20). Un ideal helénico que, en verdad,
respondía en Winckelmann también “a una diversidad de necesidades, entre ella, la de
liberación sexual” (Constantine, 1989:216) y que, por otro lado, implica una proyección
de imaginario romano que encuentra en su estancia allí, frente a la austera y luterana
sociedad prusiana, lo que se manifestará, sin ambages, en su Historia (Mas, 2008: 22-23):
Roma y su clima de “tolerancia excesiva rayana en la disolución de carnaval y bufonería
que imperó durante el periodo en que Benedicto XIV ocupó la sede de San Pedro”
(Ortega y Medina, 1992: 35), y que tan bien le vendría para sentir una libertad personal,
11 Sala Rose (2007: 268).
12 “Estas obras maestras nos muestran una piel que no está en tensión, sino que se extiende suavemente
sobre una carne sana, que llena la piel al margen de toda turgencia” (RI, 85).
13 “La más bella desnudez de los cuerpos se mostraba aquí en actitudes y posiciones tan variadas,
verdaderas y nobles, como nunca podrían adoptarlas los modelos alquilados que posan en nuestras academias”;
“Los jóvenes más bello danzaban desvestidos en el teatro”; “Y se sabe que las muchachas, en Esparta, bailaban
en cierta fiesta totalmente desnudas ante los ojos de los jóvenes” (RI, 82).
incluyendo el desarrollo de su homosexualidad, cada vez más identificada con el tipo de 10
amistad erótica y heroica de los griegos, que se manifiesta en muchas de sus cartas más
íntimas14. Por otro lado, esa historicidad conduce a una clasificación del arte en etapas
que apunta en las Reflexiones y matiza en la Historia: “el estilo más antiguo o arcaico,
el estilo sublime, el estilo bello y lo superfluo. Al comienzo de su Historia, sin embargo,
propone una división triple: lo necesario, lo bello y lo superfluo” (Mas, 2008: 32). En las
Reflexiones encontramos afirmaciones como ésta: “Al igual que los seres humanos, las
bellas artes tienen su juventud, y su comienzo parece haber sido como el de los artistas, a
los que al principio sólo agrada lo grandilocuente y lo sorprendente”, “Todas las acciones
humanas comienzan con lo vehemente y efímero; lo asentado y fundamental se sigue en
último lugar”, “La noble simplicidad y la callada grandeza de las estatuas griegas son al
mismo tiempo la verdadera característica de los escritos griegos de los mejores tiempos,
los de la escuela de Sócrates” (RI, 94). Sin duda, una periodización que, extrapolada del
arte habrá de marcar muy pronto, a partir del historicismo romántico, la forma en la que
desde entonces entendemos la historia de la humanidad como una sucesión de etapas,
idea en la que Hegel, otro de los grandes admiradores de Winckelmann, tendrá un papel
fundamental.
En definitiva, estos son los elementos básicos que componen la mirada de la estética de
Winckelmann, que tendrá continuidad de una u otra manera en la definitiva conformación
de una Grecia alemana, de la que su burguesía ilustrada e intelectual se sentirá heredera,
pero también el pueblo alemán, a partir de ella, como constitutivo de su carácter, en la
idea, que cada vez se verá más extendida, de que los arios son los verdaderos herederos
de aquellos griegos de la edad de oro. Winckelmann crearía su Grecia ideal que serviría
de modelo a imitar como compendio de lo más sublime a lo que aspirar por parte del
género humano. Como resume Mas (2008: 69), “el clasicismo de Winckelmann no es una
propuesta estratégica sobre la necesidad de adoptar un canon antiquizante”. No se trató,
por tanto, de regresar al arte griego, sino a la misma Grecia que soñara Winckelmann y en
la que nunca estuvo, como un sueño del que una y otra vez se negaba a despertar viajando
a los lugares que tan bien concibió. Esa Grecia sobreviviría en el ideal alemán, la del clima
equilibrado, la de la libertad y las costumbres abiertas, la de la expresión contenida de las
pasiones, la de los filósofos y artistas que frecuentaban los gimnasios, la de la juventud
y la belleza, la de las grandes parejas de amigos y amantes. Una Grecia que, decimos,
se fue conformando con el tiempo y las aportaciones de toda una pléyade de escritores
idealistas y románticos que tampoco viajaron a ella, Goethe, Höderlin, Lessing, Schiller.
Construyeron su Grecia. Incluso un Nietzsche crítico y antialemán hizo una fundamental
aportación que abriría nuevos caminos a la visión de la Grecia clásica. Lo cierto, curioso
y triste a un tiempo, es que este fue el ideal triunfante en el ámbito occidental, y sería un
ideal que no contaba con los herederos de aquellos griegos, que tras siglos de historia
contradictoria y trágica, conseguirían formar un país de corte moderno donde también 13
Alemania impuso sus normas, incluyendo la imposición de una monarquía germana.
El sueño de la libertad clásica de los griegos se veía frustrado ante el pragmatismo de
la política internacional. Pero eso es otra historia. Lo cierto es que los propios griegos
asumieron muchos, por no decir todos, de los elementos del ideal de Winckelmann y han
vivido con ellos… y con sus propias contradicciones.
2001. HOMERO/NOA: LA MIRADA PERDIDA/RECUPERADA. 14
Como veíamos más arriba, Manfred Noa filma su versión de las epopeyas homéricas en
torno a la guerra de Troya en 1924. Alemania comienza a despertar de la pesadilla de la
guerra, empequeñecida y humillada por las otras potencias europeas que se han hecho más
poderosas a su costa. La breve experiencia democrática de los años de Weimar, en medio
de una crisis económica, social e ideológica, fomenta un brote de libertad creativa a través
de las vanguardias en las artes, entre las que se incluye el cine, pero también la necesidad
de recuperar de nuevo un orgullo nacional, para lo que necesita una épica que, como
decíamos, este año de 1924, se plasma en dos grandes epopeyas cinematográficas: una,
que recurre a una mitología nórdica de corte completamente germano, Los nibelungos,
de Fritz Lang, y otra que retoma el ideal helénico inaugurado por Winckelmann, Helena
de Troya. La primera fue un éxito que impactó en la psicología maltratada de un pueblo
humillado y, muy a pesar de su creador, se convertiría en símbolo de una nueva construcción
nacional, la segunda fue un relativo fracaso que provocó su olvido en el momento en que
el nacionalsocialismo ocupaba esferas cada vez más amplias de poder, en buena parte
debido, como apuntábamos, a factores ajenos al valor cinematográfico de la película, y a
pesar de que Noa pareció tratar de reconstruir una épica germana que hacía referencia a
una helenización que traía una larga historia. Pero ¿eso fue realmente así?
Helena ha de aceptar, a su pesar, ser la elegida por Afrodita como la mujer más bella de la
Hélade y viajar a Citera a pasar la noche con la estatua de Adonis, ofreciendo su belleza
al dios. El azar, aunque sea una Afrodita en sueños que lo conduce hasta allí siguiendo
una paloma blanca, hace que pase la noche con Paris, a quien cree la encarnación de la
estatua del hijo de la diosa, mientras que éste, por su parte, cree que ella es el cuerpo de
la diosa misma. La belleza es el móvil de toda la tragedia, pero a la vez de la vida misma.
Encontramos así un primer elemento que nació con Winckelmann, el ideal de belleza de
los griegos, su amor a la belleza los hace seleccionar lo bello del caos de la naturaleza
porque son capaces de apreciarlo. Gracias a esa virtud, han creado sus obras de arte.
Esa belleza se celebra en Citera porque se festeja en toda Grecia y también en Troya la
entrada de la primavera. Paris no sólo aprecia la belleza de Helena, como si fuera la diosa
a la que en un sueño ha entregado la manzana de la discordia, sino aprecia la belleza
porque es la imagen hecha arte de la propia diosa, aquella de la que toma su manto para
poder volver a Troya con Helena. Pero también es capaz de admirar la naturaleza de
los montes donde vive como pastor, desconocedor de que es el hijo del rey Príamo, que
ha sobrevivido, como lo hizo Edipo, a la orden de asesinato de su padre que pretendía
evitar un oráculo funesto, similar al del tebano: el de su destrucción y la de su ciudad. Sin
embargo, esa naturaleza que ve es un juego ideal de luces y sombras sacadas de imágenes
expresionistas18, como lo es el sueño en el que se ve impelido por Hermes a dar la manzana
de la discordia a la diosa más bella. Su hybris será robar a la mujer del caudillo griego,
sin ser consciente de lo que hacía. Menelao, a causa de su orgullo incontrolable, empuja
a su mujer a ir a la isla de Citera y entregarse al dios, porque así todos los griegos podrán
ver que está casado con la mujer más bella, la elegida de la diosa. Aquiles se prenda de la
belleza de Helena, pero también de su propio poder cuando vence a Menelao en la carrera
de carros en los juegos de celebración de la primavera. Lo que buscará en todo momento
será que Helena le entregue el laurel de triunfador con sus propias manos y será capaz de
18 La primera parte, El rapto de Helena, es sin duda la que utiliza más recursos de corte expresionista,
aderezados con un art decó, muy en boga en el momento. Es destacable la secuencia del sueño en que Paris ve a
los dioses, secuencia muy cercana al surrealismo y a los efectos oníricos de Meliés o Segundo de Chomón.
dejar perder a los griegos en las batallas ante Troya, antes de dar su brazo a torcer, por el 16
robo de esclavas de Agamenón y su inquina contra Menelao, y es capaz de mandar a su
amigo más querido, Patroclo, en la versión más homoerótica de cuantas parejas Aquiles-
Patroclo haya dado el cine universal, con sus propias armas, a luchar con los griegos,
sin percatarse del peligro que suponía para su amado la lucha directa con Héctor. Es de
destacar que es además la única película sobre Troya en la que, al igual que en la Iliada,
Aquiles cede ante la insistencia de Patroclo y le presta sus armas y no que sea éste quien
a escondidas de Aquiles se las arrebate. En cualquier caso, en esta pareja, Noa retoma la
amistad heroica de los griegos, teorizada e idealizada por Winckelmann. En la secuencia
de la muerte de Patroclo, cuando es traído hasta Aquiles, los llantos de éste por la muerte
de su amigo revelan qué grado de amistad les unía. Previamente, hemos visto varias
secuencias en las que su amor se hace físico por medio de miradas y caricias entre ambos,
con un componente platónico: objetivos y proyectos de vida común, tareas y misiones de
héroes que habrían de engrandecer a ambos amantes, pero que no ocultan el componente
homoerótico dominante. Podemos multiplicar los ejemplos de hybris, entre el resto de los
personajes de la película: las actitudes trágicas de una Andrómaca que defiende a la propia
Helena de sus conciudadanas cuando pretenden tirarla por las murallas tras la muerte
de Héctor; o el tremendo Príamo, lejos de los retratos de anciano venerable y paciente,
que es capaz de encerrar al adivino Esaco (un compendio de Casandra, Laocoonte y el
propio Esaco en un solo personaje) durante ocho años por haber predicho la destrucción
de la ciudad a causa de la hybris del rey, e incluso de mandarlo matar cuando reitera su
predicción poco antes de la toma de Troya; el criado Agelao, que salvó a Paris y lo crió
como pastor a escondidas de su amor, Príamo, que había ordenado matarlo.
La figura de helena parece responder a veces a esa estética de lo sublime de la que hablaba
Winckelmann, y paradigmática en este sentido es la entrada de la griega en Troya en lo
alto de un carro tirado por dos leones que en la secuencia anterior había domesticado.
Son momentos en los que parece encarnar, sobre todo en su rostro, la belleza sublime de
un alma en calma a pesar de las contrariedades. También es la encarnación de lo trágico.
Helena, desde el primer momento, es dócil y parece aceptar su destino. Es un personaje
que decide, pero que, en ningún caso, de deja llevar por las pasiones. No es una heroina
de melodrama. Su figura sublime, como decíamos, la acerca a una Helena euripídea que
ve cómo se mueven los hilos desde otras dimensiones que no controla, pero es capaz de
aceptar, cuando puede decidir, las consecuencias de sus decisiones. Primero, se decide a
irse con Paris, más por considerarlo hijo de la diosa que por amor encendido (Nogueira,
2011: 118-119). En Troya, ante Menelao, que la reclama, se muestra reacia porque su
destino ahora quiere que esté junto a los troyanos, pero en pleno fragor de la guerra,
también pretende evitar la matanza de sus compatriotas griegos. Rompe su amor por Paris
cuando éste mata a Aquiles casi a traición, pero toma partido por él frente a la severidad
de su padre que quiere ajusticiarlo por traidor a la patria. Finalmente, Helena vuelve con
Menelao, que la exime de toda culpa, mas en la última secuencia, ella, que ha estado a
punto de quitarse la vida ante su esposo y con su propia espada, cae insconsciente en sus
brazos y así la saca de la ciudad. El último plano es el campo de batalla, la destrucción y
al fondo, el caballo de madera, símbolo del engaño. Pero en realidad, ¿de quién ha sido
el engaño?
Helena de Troya es una epopeya llevada a la tragedia, de acuerdo con la época en la que
se rueda, y aunque toma del expresionismo, Noa hace otra cosa. Sin embargo, tanto ese
expresionismo disfrazado de epopeya, como la derivación trágica de la historia, más allá
del relato de rasgos homéricos contado, dan la impresión de que, de nuevo, enlazando 18
con Winckelmann, Noa ha rodado con su Helena una tremenda, devastadora y profunda
alegoría. Para Winckelmann, el arte, los pintores, los escultores griegos, pudieron reflejar
a los griegos como eran gracias a la alegoría, por medio de imágenes que expresaran
conceptos universales. Una reivindicación de la alegoría, más allá del concepto de la
retórica del que procede, que impregna el concepto de arte vivencial del siglo XIX, que
implica la expresión en lugar de otra cosa, que es comprensible inmediatamente, y que
suponen tanto el concepto de genio como el del conocimiento de los referentes por parte
del que mira o escucha la obra de arte (Gadamer, 2007: 108ss). En el caso de Manfred
Noa, la alegoría que construye a través del texto que es su película Helena, pareciera ser
una alegoría de las desgracias del propio pueblo alemán, sus miserias y sus tragedias de
los últimos tiempos. ¿Es tal vez la comprensión de dicho fondo alegórico lo que condujo
al fracaso del filme en su momento a favor de una construcción revivificadora de un
espíritu germano, considerado más auténtico, que era Los Nibelungos? La guerra de Troya
es la consecuencia de una serie de decisiones erróneamente tomadas por prácticamente
todos sus actantes, como hemos visto, como quizá la Gran Guerra fue un cúmulo de
decisiones políticas erradas y cuyas consecuencias eran imprevisibles pero posibles.
¿Estaba preparada Alemania para leer esa alegoría de su pasado reciente reconstruida
a través de una epopeya de los orígenes de aquello de lo que se había sentido durante
los dos últimos siglos legítima heredera, esto es, el pueblo griego y el Ideal estético del
mismo? La ausencia en la película, como por otra parte en los poemas homéricos, de
simplificaciones cercanas al cine que ya se hacía en Hollywood entre buenos y malos,
héroes y villanos, pues todos tenían su parte de hybris, de aquella soberbia castigada por
los dioses helenos más que de culpa a la manera cristiana católica o luterana, tanto da,
¿no hacía ver el Ideal germano tanto entre los troyanos, que por la ceguera de su Kaiser,
Príamo, llevará al pueblo a la perdición, como entre los griegos, cuyos caudillos, a causa
de sus orgullos personales y concepciones del honor, a veces extremadamente absurdas,
han de padecer diez años de guerra interminable, cuyo único premio sería la vuelta de una
Helena, con el corazón continuamente dividido entre los dos bandos y cuyo belleza es su
propia maldición y su propia tragedia? Una Helena, que aunque eximida de culpas por
su propio marido, ha visto la destrucción que su belleza ha causado alrededor. ¿No será
tal vez Helena misma la alegoría de aquel ideal helénico-germano, que en una escalada
imparable de violencias, conquistas y pretensiones llevó a la destrucción del Ideal mismo
en la peor guerra que la humanidad había visto hasta entonces?
Nosotros sólo podemos hacer lecturas e interpretaciones. Estas podrían ser algunas entre
poéticas y verídicas. Lo cierto es que, al igual que las historias de Homero, de esta película
de los orígenes del cine, de aquellos tiempos de la primera mirada, inocente, fragmentada
(como intuía el protagonista de otro magnífico relato homérico del cine de finales del 19
siglo XX en plena guerra de los Balcanes, como cerrando un ciclo con aquella otra guerra
que abría el siglo, el director greco-americano sin nombre protagonista de La mirada
de Ulises de, esta vez sí, un griego de los de ahora, Theo Anguelópulos), durante todo
un siglo sólo quedaron trozos, restos del naufragio, escolios, fragmentos en definitiva
que, como los críticos de las ediciones de la literatura clásica griega, hubieron de ser
reconstruidos para que en los albores del siglo XXI podamos volver a admirar una obra
de arte, que nunca sabremos si es igual a la que vieron los alemanes aquel lejano año de
1924.
20
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA Y CITADA.
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