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Luis Castro-Kikuchi
Contenido
A modo de Introducción
Notas
Primera Parte
Aspectos teóricos y socio-políticos
I: ¿Qué es el hombre?
Las visiones acerca del hombre
Los grandes cambios histórico-sociales y las visiones sobre el hombre
La realidad actual
La gran crisis civilizatoria
Notas
II: La crisis integral de la sociedad y la civilización burguesas
El sistema capitalista
El capitalismo y las crisis
La actual crisis general del sistema
La falsa salida neoliberal a la crisis
El manejo gran burgués del desastre
La decadencia senil del sistema
La decrepitud de la civilización burguesa
Notas
III: La concepción científica del mundo y de la sociedad
Condiciones histórico-sociales
Premisas subjetivas
Fuentes teóricas fundamentales
Notas
La esencia humana
El individuo y la sociedad
Notas
El fetichismo de la mercancía
Notas
Notas
Segunda Parte
Aspectos científico-particulares
La culminación de la hominización
Conclusiones
Notas
La actividad infantil
Notas
A Papá y Mamá,
“Crear una nueva cultura no sólo significa hacer individualmente descubrimientos originales;
significa también y en especial difundir críticamente verdades ya descubiertas, ‘socializarlas’ por
así decirlo y, por tanto, hacer que se conviertan en base de acciones vitales, en elementos de
coordinación y de orden intelectual y moral. Que una masa de hombres sea orientada a pensar
coherentemente y en forma unitaria la realidad presente, es un hecho ‘filosófico’ mucho más
importante y ‘original’ que el hallazgo por parte de un ‘genio’ filosófico de una nueva verdad que
permanece como patrimonio de pequeños círculos intelectuales”
Antonio Gramsci
“El sol sigue alumbrando los ámbitos del mundo y la verdad continúa incólume su marcha por la
Tierra… ¿Para qué somos hombres, sino para mirar cara a cara la verdad?”
“No tenemos otra alternativa que soñar, pero soñar, además, con la esperanza de de que un mundo
mejor tiene que ser realidad; y será realidad si luchamos por él. El hombre no puede renunciar
nunca a sus sueños, el hombre no puede renunciar nunca a las utopías. Es que luchar por una
utopía es, en parte, construirla”
Fidel Castro
A modo de Introducción
Como parte inseparable del mundo natural y emergiendo de él a través de su actividad
colectiva, el ser humano se fue auto-generando y desarrollando a lo largo de un prolongado
proceso histórico que, a su vez, constituye sólo una minúscula fracción del proceso global
de despliegue de la vida en el planeta. En ese transcurso, merced al trabajo creó la sociedad
como mundo propio del hombre y, elaborándose a sí mismo, logró configurar en su singular
estructura somato-psíquica cualidades diferenciadas, funciones de nuevo tipo, capacidades
y habilidades inexistentes en el ámbito zoológico, para edificar, diversificar y complejizar
su cultura material y espiritual y convertirse en un ser único e irrepetible en la Tierra.
Estudiada en su esencia y en sus particularidades, la llamada “aventura humana” representa
un arduo y zigzagueante recorrido signado por contradicciones dialécticas cuya dinámica
resolución ha ido otorgándole al hombre una fisonomía histórica tan especial que, pese al
juego permanente de luces y sombras, no puede menos que suscitar admiración y asombro,
sobre todo en quienes valoran y respetan en grado sumo el tesón, la energía y la capacidad
de lucha de las masas populares para enfrentar la imposición de adversidades sociales,
conquistar grados ascendentes de libertad, impulsar el progreso de la sociedad y avanzar
hacia la consecución de un auténtico desarrollo humano.
En esta fase y en las condiciones de una gran crisis sistémica y civilizatoria en curso
indetenible, hoy el dominio de la gran burguesía imperialista muestra con cada vez mayor
claridad su carácter irracional, feroz y anti-humano: la expoliación y el aplastamiento de la
inmensa mayoría de personas ha alcanzado extremos nunca antes vistos en la historia; el
extractivismo, el saqueo de los recursos naturales sobre todo en el Tercer Mundo y la
destrucción de la naturaleza aumentan de modo incesante; en procura de explotar de
manera salvaje la mano de obra barata, reducir costos y abultar más los beneficios, grandes
unidades productivas fabriles de las metrópolis imperiales han sido “deslocalizadas” y
trasladadas a la periferia capitalista, multiplicando las penurias de las masas con la
“tercerización” de la producción y la “flexibilización” del empleo; el mercado, extendido a
nivel mundial, ha sido convertido en una impersonal y omnipotente deidad que rige
bárbaramente el destino de individuos, pueblos y naciones; la carrera armamentista, las
guerras imperiales de rapiña, el terrorismo de Estado y las agresiones económicas y socio-
políticas contra países tildados de “enemigos” son moneda corriente en todo el orbe; el
violento e inescrupuloso despojo de poblaciones enteras impele a las gentes pauperizadas a
dramáticas migraciones masivas nacionales e internacionales; la desocupación, miseria,
hambre, ineducación, enfermedades y total desprotección son un flagelo cotidiano para
enormes contingentes humanos, en tanto la riqueza social se acumula y concentra en un
puñado de mega-corporaciones y magnates; la corrupción y el crimen organizado rinden
ingentes ganancias a mafias de “cuello y corbata” que operan procazmente desde el poder
estatal; y, en fin, con el american way of life se desparrama el consumismo y todas las
formas de vida y cultura resultan homogenizadas y degradadas.
El distópico y ultra-reaccionario proyecto capitalista neoliberal tiene expresión nítida
en la pretensión de abarcar, someter y controlar rigurosamente la totalidad de la vida y
actividad de las gentes en todo el mundo. Esto refiere no sólo a la explotación del trabajo
asalariado y a la devastación de la naturaleza y sus recursos, sino que también implica una
pétrea regimentación social y el envilecimiento de la política, la cultura, la educación y las
formas de pensar, sentir y actuar de las personas. Se trata de una estrategia de dominio
totalitario global que, con el apoyo de un abrumador aparato mediático e institucional y
apelando a todos los recursos y procedimientos posibles, busca aplastar las subjetividades,
generar el adocenamiento de individuos, grupos, clases y naciones, liquidar el pensamiento
crítico y extirpar hasta el más mínimo cuestionamiento al “orden” burgués imperante. En
este encarnizado empeño por formar y consolidar mentalidades acríticas y conformistas que
se doblegan y aceptan pasivamente la dominación, cumplen un rol de primera importancia
la ideología burguesa y el pensamiento oficial; el férreo control del sistema educativo en
todos sus niveles; la deformación/manipulación de los logros científico-culturales efectuada
por los intelectuales orgánicos del sistema y sectores académicos vastos y sumisos; y la
continua y profusa propaganda/publicidad orientada a demoler la cultura de los oprimidos.
Este conjunto de agentes actúa para garantizar la amplia difusión de prejuicios, creencias y
fetiches de todo tipo; y también de corrientes irracionalistas y tendencias extremadamente
individualista-subjetivistas encargadas de promover la fragmentación social hiperbolizando
la “diversidad” y abogando por el centramiento relativista en “epistemologías locales” para
negar la objetividad/universalidad del conocimiento (como ocurre en los llamados “post”
ideológicos: “post-estructuralismo”, “post-modernismo” y “post-marxismo”). El propósito
perseguido día tras día es organizar con creciente rigor la ignorancia, fomentar la amnesia
social, diluir la rica memoria colectiva en un mezquino presentismo y evaporar la historia.
La gran burguesía imperialista se maneja con un esquema ideológico-cultural orientado
claramente a abstractizar, banalizar, vilipendiar y vaciar de contenido realmente humano la
existencia objetiva de los hombres concretos (1).
Por estas razones objetivas, el análisis fidedigno del desarrollo humano requiere
estar apoyado en (y nutrido por) el estudio científico de dicha totalidad social real, que en el
caso concreto actual es la sociedad capitalista. En múltiples aspectos, hoy ésta evidencia
que con su fase neoliberal ha llegado a un estado de senilidad, descomposición y
degeneración que vuelve urgente la necesidad de su relevo histórico por constituir una
formación social perimida que agrede, envilece y aniquila a hombres, mujeres y niños,
impide su desarrollo adecuado y multilateral, destruye el tejido social y pone en riesgo la
continuidad de la sociedad, arrasa el mundo natural y amenaza con liquidar la existencia de
vida en el planeta. Tal estudio científico-concreto de la integralidad capitalista está opuesto,
por principio, a toda visión abstracta y metafísica expresada en el rechazo radical al cambio
social; al “purismo” tecno-burocrático con que intentan disfrazarse los enfoques al servicio
del poder dominante; y a cualquier tendencia anti-universalista, fragmentarista y ultra-
especializada que “sensatamente” propugna reformas parciales y propone una “ingeniería
social” en uno u otro sector aislado, sin tocar nunca las bases del sistema y dejando
incólume la totalidad capitalista y su creciente totalitarismo que subordina cada vez más la
vida al gran capital imperialista y atenta sin pausa contra las personas. De todo esto se sigue
que encarar el devenir humano de modo abstracto, ahistórico y fragmentario no sólo carece
de sentido y resulta funcional a la conservación de un sistema decrépito y exterminador,
sino que también representa un serio obstáculo para definir con precisión las orientaciones,
las vías y los procedimientos susceptibles de permitir la adecuada realización del desarrollo
polifacético del hombre.
En las condiciones del capitalismo, la gran mayoría de seres humanos dedica la parte
más considerable de su existencia al afrontamiento del serio problema de lograr subsistir en
medio de carencias múltiples. Mientras una enorme cantidad de personas vende su fuerza
de trabajo (físico o intelectual) a cambio de un salario para “ganarse la vida”, hay otras que
compran esa fuerza y la utilizan para vivir sin apremios y prosperar. En el Libro I de El
Capital, Marx explicó que la naturaleza no genera, por un lado, simples poseedores de
fuerza de trabajo y, por el otro, propietarios de dinero o de mercancías que se enriquecen a
placer gracias a lo que esa fuerza produce: “Esta relación no es de orden natural ni tampoco
común, en el orden social, a todos los períodos históricos. Evidentemente, es el resultado de
un desarrollo histórico previo, es el producto de muchas revoluciones económicas, de la
destrucción de toda una serie de formaciones económicas más antiguas de la producción
social”. Esa relación económica entre dueños y trabajadores está mediada por el ejercicio
del poder socio-político e ideológico-cultural en manos de esos dueños, implica explotación
y apropiación “legal” del tiempo de trabajo excedente no pagado al obrero por parte del
propietario de los medios de producción; es decir, genera la plusvalía, da origen al capital y
establece el específico régimen histórico-social capitalista cuyas clases fundamentales y
antagónicas son la dominante burguesía y el proletariado.
Estos fenómenos, como se verá más adelante, son inherentes a las relaciones sociales
mercantil-capitalistas y tienen en su base el fetichismo de la mercancía descubierto por
Marx, correlacionado a su vez con la inversión entre el sujeto y el objeto, el predominio del
trabajo abstracto sobre el trabajo concreto, la preponderancia del valor de cambio sobre el
valor de uso de las mercancías, la “materialización” de las relaciones sociales, la
“personificación” de las cosas y la “cosificación” de los individuos, la “independización”
de los productos de la labor humana y la subordinación de los hombres a ellos. El resultado
de todo esto es la profunda distorsión del conocimiento acerca de la sociedad y la
apreciación deformada de las situaciones y de la correspondiente actividad de las personas,
alterando la percepción del lugar objetivo que ocupan y la función que cumplen los
verdaderos agentes de la producción social y haciendo que los sujetos procedan como si los
efectos fuesen las causas, es decir, que vivan las consecuencias como si se tratara de las
determinaciones.
En toda forma de sociedad, el ser social está conformado por los vínculos de los
hombres con la naturaleza en el proceso de producción de bienes materiales y por las
relaciones que las personas establecen entre sí en ese proceso, nexos independientes de la
conciencia y poseedores ambos de un carácter histórico. El ser social refiere, pues, a las
condiciones objetivas de existencia de los integrantes de la formación social, condiciones
que encuentran reflejo en la conciencia social. En una sociedad dividida en clases, tales
condiciones presentan sustanciales diferencias, las cuales están reflejadas en una conciencia
social constituida por el conjunto de representaciones, opiniones, sentimientos, ideas y
teorías filosóficas, políticas, jurídicas, científicas, éticas, estéticas, etc., de los grupos, clases
y naciones formados en el curso del proceso histórico. En el marco del capitalismo, la
ubicación social de las clases determina directa o mediatamente las diferentes relaciones
entre los individuos, ya sea relaciones en el proceso del trabajo o en el ámbito no-laboral
(con las instituciones políticas, jurídicas o culturales). A la vez, tal ubicación condiciona
muchos aspectos esenciales de la existencia social-concreta de los sujetos y también los
rasgos básicos de la conciencia que refleja esa existencia. El condicionamiento clasista de
la conciencia social encuentra expresión en dos formas principales de reflejo de la realidad:
en la psicología social de cada clase y en la ideología que ellas elaboran y portan (3).
La pertenencia del individuo a una determinada clase influye sobre todos los aspectos
de su ser social y, por tanto, sobre su conciencia, la cual refleja ese ser mediante dos
mecanismos estrechamente ligados: a) la experiencia personal, subordinada de modo
directo a las condiciones de existencia económico-sociales, políticas e ideológico-culturales
de la clase; y b) el trato inter-individual principalmente dentro de la clase misma. Este
ambiente social rodea al sujeto desde el nacimiento, impregnando/condicionando en forma
progresiva todas las etapas de su formación, desarrollo y configuración de su conciencia y
su personalidad. No obstante, la pertenencia individual a una u otra clase no significa en
absoluto que tal hecho condicione directa, unívoca y mecánicamente la vida psíquica del
sujeto. El medio social que se refleja en la conciencia abarca no sólo las condiciones de
vida de la clase concreta, sino también el conjunto de condiciones objetivas de la vida
social inherentes al integro de la sociedad del caso. Obviamente, las particularidades de
ésta y las condiciones de vida de cada clase dentro de ella tienen un carácter histórico-
concreto y llevan el sello del nivel de desarrollo económico-social, político e ideológico-
cultural alcanzado por dicha sociedad.
Dicho esto, nunca es superfluo recordar que las leyes objetivas del desarrollo social
incluyen necesariamente los factores subjetivos. Al hacer ellos mismos su historia e
imprimirle sus formas, los hombres son conscientes de sus propios proyectos y acciones
creativas. Esa conciencia no es un eventual acompañante de la materialidad social que van
edificando, ni menos un simple derivado de la misma, sino que constituye un elemento
clave imprescindible que, además de actuar sobre sí mismo, interviene dinámicamente en la
evolución de lo creado, en la generación de las correspondientes necesidades humanas y en
la auto-transformación de los individuos. Engels destacó explícitamente la dialéctica
interna de la unidad irrompible y la interacción continua de la base económico-social y la
súper-estructura ideológico-política de la sociedad concreta dada, con lo que el factor
subjetivo (la conciencia) desempeña un papel fundamental en todo el desarrollo histórico de
la humanidad y en el dinamismo de dicha base que, por tanto, no es sólo causa sino también
consecuencia del desarrollo social impulsado por los propios hombres.
De este modo, pues, si bien es verdad que las ideologías no pueden desarrollarse
como sistemas íntegros sin la elaboración específica de sus aspectos teórico-cognoscitivos
y su proyección valorativa en correspondencia con necesidades y anhelos concretos que las
explican y afirman, no es menos cierto que su contenido y sus rasgos responden a la índole
de la clase dada que la produce y la pone en funciones. En los marcos del capitalismo, las
clases fundamentales o típicas del sistema son la dominante burguesía y el proletariado, que
elaboran cada cual su propia ideología y su propia cultura con arreglo a su concepción del
mundo y de la historia, su ubicación social objetiva, condiciones de existencia y prácticas
derivadas; y según sus intereses, necesidades, aspiraciones e ideales de tipo económico,
socio-político y cultural. El análisis más o menos pormenorizado de la situación y la
ideología de las dos clases no-fundamentales que integran la sociedad burguesa como
subalternas al igual que el proletariado, no está incluido en los propósitos de este texto. Sin
restarles importancia, aquí basta con aludir a ellas y señalar que tienen como referentes
obligados a las clases fundamentales del sistema y a sus respectivas ideologías y culturas
(6).
Así, pues, la relación del hombre con los objetos que crea constituye el modo real en
que el sujeto percibe, siente, comprende y valora su propia condición humana. En la cosa
convertida en “objeto humano”, él descubre las fuerzas esenciales que porta, su “yo” social,
su individualidad formada en el curso de la historia (y no aquella otra “pura” y “verdadera”
que supuestamente le asignaría la biología). A fin de cuentas y en esencia, dicho nexo es el
vínculo consigo mismo y con los integrantes de su colectividad. Por eso, la relación con los
objetos resulta deformada y pervertida cuando sólo se le entiende como obtusa e inculta
posesión y acumulación privada de cosas (sobre todo, de los medios de producción social),
como su uso unilateral y/o su consumo arbitrario, pruebas de que debido a causas histórico-
sociales concretas la objetualidad socio-material está alienada para los individuos, es decir,
desprovista de significado, sentido y proyección realmente humanos. Esto es lo que ocurre
en los marcos del capitalismo, hecho que Marx resaltaba: “La propiedad privada nos ha
vuelto tan estúpidos y unilaterales que sólo consideramos que un objeto es nuestro cuando
lo tenemos, es decir, cuando ese objeto representa para nosotros un capital o lo poseemos
directamente, lo comemos, lo bebemos, lo llevamos sobre nuestro cuerpo, lo habitamos,
etc.; en concreto, cuando lo usamos… Todos los sentidos físicos y espirituales han sido
sustituidos, pues, por la simple enajenación de todos estos sentidos, por el sentido de la
tenencia” (11). Puso en claro, entonces, que la propiedad privada deforma y oculta la
verdadera significación del objeto al reducirlo a fuente de enriquecimiento puramente
monetario, concibiéndolo sólo como cosa natural o útil y negándole su carácter de vehículo
para el desarrollo físico y espiritual del hombre. Por eso, en la sociedad burguesa la riqueza
material derivada de la posesión privada de los objetos engendra la miseria espiritual, del
mismo modo en que la ampliación artificiosa de los marcos del consumo arbitrario se
traduce en “el carácter burdo de las necesidades”.
Esto implica que dentro del capitalismo los seres humanos están obligados a sufrir
una doble limitación: la estrechez de su propia vida (lo que, al decir de Gramsci, significa
“comprimir las fuerzas vivas de la historia”) y la constricción de su relación con la realidad
material que ellos crean. Pero esta situación no está dada de una vez para siempre, sino que
es histórica y, por tanto, modificable: sin proponérselo, la propia dinámica del desarrollo de
la sociedad burguesa configura de modo dialéctico las condiciones, las premisas y los
sujetos necesarios para el cambio social integral. Superar de modo práctico, es decir, real,
ambas restricciones presupone, por ello, transformar en su raíz las circunstancias concretas
que les sirven de base para que la intervención de las personas en la vida social adquiera
plenitud (dejando atrás la existencia animalesco-egoísta impuesta por la propiedad privada),
de manera que su nexo con el mundo material sea cada vez más expansivo permitiéndoles
disfrutar de la riqueza que contiene y que en su conjunto alberga los elementos necesarios
para una existencia social auténticamente humana. Sólo así el hombre podrá avanzar hacia
una vida omnilateral, integral, puesto que es en el curso de la brega por la conquista de una
sociedad de nuevo tipo donde él empieza a re-descubrir de modo racional el objeto no tanto
ya como cosa útil capaz de satisfacer una u otra necesidad, sino fundamentalmente como
repositorio de su actividad, conciencia, sensaciones, sentimientos, ideas, deseos y
aspiraciones, es decir, como elemento sensorial, perceptible y eficaz en el que el sujeto se
ve y reconoce a sí mismo entroncado sólida e inseparablemente con sus semejantes.
Por tanto, como señaló Vigotski, en el desarrollo psíquico del pequeño toda función
aparece en escena dos veces: primero, en el plano social y, después, en el psicológico;
primero, entre las personas y, luego, dentro del niño. Todo esto se refiere por igual a la
atención voluntaria, la memoria lógica, la formación de conceptos, el desarrollo de la
voluntad, la organización de la conducta, etc., con la particularidad de que el tránsito de lo
externo hacia lo interno implica una transformación del proceso mismo, el cambio de su
estructura y funciones. Esta conversión funcional en el curso del proceso de apropiación o
interiorización constituye una ley genética general del desarrollo psíquico (histórico y
socio-cultural) del ser humano: confirma que las fuentes de tal desarrollo no se encuentran
en el propio individuo, sino en el sistema de sus relaciones sociales, en la comunicación y
actividad conjunta con las otras personas. Es decir, ratifica la primacía del principio social
sobre el principio biológico-natural, que es subsumido por el primero y se subordina a él.
De allí que sea sumamente difícil romper categóricamente con todo aquello marcado
durante varias centurias por las valoraciones, orientaciones y normatividades práctico-
cognoscitivas impuestas subrepticiamente por la ideología burguesa; o pasar por alto los
principios, leyes, preceptos y criterios culturales establecidos en el pasado y que rigen la
vida y acciones cotidianas colectivas y personales, induciendo el individualismo, el
conformismo y la pasividad sociales a la vez que fomentando la persecución de objetivos
ambiguos, quiméricos o definitivamente falsos. Las representaciones introducidas a las
buenas o a las malas en la conciencia del sujeto constituyen parte esencial de su equipaje
intelectual, afectivo y práctico, manifestándose de una u otra forma en todas las expresiones
de su actividad material y espiritual. Así, las mentalidades han ido siendo homogenizadas a
través de innumerables operaciones ideológicas, lo que ha llevado básica y globalmente a
uniformizar y empobrecer la cultura, los saberes y las prácticas. De allí que por lo general
las personas actúen de acuerdo con un arbitrario, preestablecido e incontrovertible patrón
elaborado sin su participación y repitan de buena fe y de diferentes maneras el contenido de
un solo e incuestionable discurso ideológico que les ha sido impuesto. (Por ejemplo, en la
fase neoliberal del capitalismo, o sea, durante los últimos 50 años, la economía política
burguesa ha santificado al PBI como principal e indiscutible indicador del “progreso de la
sociedad” a costa de la destrucción de la naturaleza y desde tal “ciencia” se suministra de
modo fundamentalista la pétrea orientación/implementación de las políticas públicas
utilizando un aséptico lenguaje “técnico” que justifica la desigualdad social, la enorme
concentración de la riqueza en muy pocas manos, la expoliación de los trabajadores y la
miseria de vastos sectores humanos, exigiendo el acatamiento de las medidas de
“austeridad fiscal” en beneficio de la “paz social”. Rechazar y combatir esta barbarie,
criticando el conformismo ante ella, significa en el menos malo de los casos ser calificado
desde el poder dominante como “iluso” o “quijotesco”, cuando no ser acusado de
“resentido”, “anti-social”, “subversivo” y hasta “terrorista”, teniendo ambas circunstancias
determinada aceptación social).
Esta es hoy la objetiva realidad social del sistema, donde la vida íntegra de hombres y
mujeres está dañinamente regida por el poder burgués que utiliza a fondo la potencia de su
ideología para dominar en todos los aspectos del discurrir colectivo. Esa ideología posee
formas numerosas, variadas y encubiertas que facilitan su acción e internalización; y se vale
de sutiles procedimientos y flexibilidades para someter a las personas y hacerles creer que
sus actos, pensamientos y sentimientos son estrictamente propios y voluntarios, y de ningún
modo principalmente inducidos. El actual condicionamiento ideológico burgués realizado
con el apoyo de un formidable aparato mediático no tiene parangón en la historia, hasta el
punto de que a su lado el rígido y rudo condicionamiento efectuado por la Iglesia católica
en el medioevo parece un simple e ingenuo juego de niños. No debe extrañar, entonces,
que en general la formación y el desarrollo de las nuevas generaciones sean llevados a cabo
por adultos ideológicamente inficionados que ignoran la manipulación de la que son objeto
y que crían, educan y enseñan al infante con la mejor de las intenciones, pero a través de un
proceso que de hecho constituye el reciclaje concreto de las disposiciones, actitudes
afectivo-cognoscitivas, prácticas, aspiraciones y deseos individualistas y deformados en los
que prima la ausencia de espíritu crítico y el conformismo, y que en su conjunto son
necesarios para la reproducción y mantenimiento indefinido de una sociedad rapaz que
tritura y destruye a los hombres.
En la cadena histórica del desarrollo humano, tal proceso formativo del individuo en
los marcos del capitalismo es sólo un eslabón marcado y sometido por el condicionamiento
material e ideológico burgués a través del curso de las generaciones. Esto significa que, en
términos globales, una generación dada, plasmada según la matriz ideológica dominante,
actúa en la formación de la nueva generación careciendo en lo esencial de conciencia clara
y definida, de un modo acrítico y seguidista que asegura espontánea y tácitamente la
reproducción de los elementos proporcionados por dicha matriz, y así sucesivamente en el
curso indicado. En otros términos, los actuales adultos fueron formados en su niñez por la
generación precedente en condiciones sociales básicamente similares a las que hoy presiden
la configuración de sus niños, con lo que los aprendizajes que éstos realizan bajo su guía
responden a objetivos siempre pautados por la ideología burguesa y los procedimientos
utilizados, pasibles de una cierta diversificación, están por lo general e invariablemente
orientados a lograr que el infante reproduzca en el proceso de su propia actividad las
prácticas, actitudes y saberes favorables al sistema. Debido a su carácter histórico, esta
situación no es eterna y el cambio social revolucionario implica una ruptura que la cancela,
inaugurando un modo radicalmente nuevo y cualitativamente distinto de encarar y resolver
la configuración del individuo. Pero aunque evidentemente la realización de un científico y
auténtico proceso de formación y desarrollo integral del niño depende de la transformación
radical del actual sistema social, resulta absurdo esperar a que eso ocurra para recién actuar
en beneficio del infante. Por tanto, hoy la preocupación por efectivizar de modo adecuado y
correcto dicho proceso exige una visión crítica de las formas en que resulta alienado,
dilucidando científicamente su carácter y poniendo en práctica acciones concretas que
permitan ir conquistando cambios parciales de tipo re-orientador y susceptibles de
proporcionarle, en la medida de lo posible, progresivas idoneidad y autenticidad.
Sin embargo, este suceso fundamental ha sido simplemente pasado por alto por
muchos psicólogos de diferentes tendencias (15) interesados con razón en el juego infantil,
pero encarándolo con una óptica esencialmente influenciada por la ideología dominante. Al
ignorar ese hecho, no han podido calibrar la importancia de su intervención real en la
evolución psicológica y conductual infantil a pesar de que el intercambio mercantil de
valores y los actos conexos tienen una constancia que marca el aprendizaje del niño desde
los primeros años de vida. Junto con las condiciones de su ambiente y los vínculos con las
personas que lo rodean, las relaciones de valor penetran en su experiencia cotidiana, se
reflejan en su conciencia y participan en la configuración de su psiquismo y su conducta
mucho antes de que él esté en condiciones de estructurar una reflexión acerca de la
necesidad de trabajar para “ganar dinero y vivir”.
Ahora bien, en atención a juicios anteriores y para evitar cualquier equívoco, aquí es
indispensable puntualizar que el uso en este texto de la expresión “el niño” implica apelar a
una necesaria abstracción abarcadora de una objetiva diversidad de niños concretos, de
infantes reales de distinta procedencia social que se forman y desarrollan en diferentes
condiciones de vida y actividad: el niño burgués, el proletario, el pequeño burgués y el
campesino. Sin hacer esta precisión, se borraría al infante concreto para colocar en su lugar
al metafísico “niño en general”, sometiéndose al prejuicio de una igualdad ficticia que
constituye una suerte de rasero impuesto por la ideología y la cultura dominantes, las
religiones y la educación normada por el Estado de clase, con ecos permanentes en los usos
y costumbres cotidianas y las tradiciones sociales. La proclamación de esa engañosa
igualdad está orientada a difuminar un hecho que es, por demás, de suma visibilidad: en la
sociedad antagónico-clasista, las diferencias entre niños de clases distintas se expresan
incluso desde su gestación a través de la atención y la asistencia (adecuadas, insuficientes,
precarias o definitivamente nulas) brindadas a la futura madre; después, con el nacimiento
los infantes son incorporados a relaciones sociales contradictorias en las que ocuparán una
posición determinada por la ubicación de sus respectivas familias dentro de una clase dada.
Tal diferenciada colocación en el mundo, derivada de una organización social jerarquizada,
está íntima y objetivamente asociada a desigualdades en el tipo de ambiente vital del niño,
las formas de los vínculos con sus padres, los cuidados que se le brindarán, su alimentación
y estado general de salud, su estructuración somato-psíquica y conductual, los modos y la
cuantía de la estimulación vital y cultural a recibir, sus vivencias, aprendizajes y
experiencias, sus reales posibilidades de acceso a la educación y la cultura, la
disponibilidad de espacios de expansión y recreación, y los tipos de su integración grupal y
social.
Las asimétricas relaciones sociales capitalistas inciden sobre todos los niños de la
sociedad, pero los efectos son distintos según se trate de pequeños ubicados en el seno de la
clase dominante o en el de las subordinadas. Desde su nacimiento, ellos experimentan las
diferencias de clase y las viven de manera constante y particularizada, siendo ésta una
condición general de su formación y desarrollo individual puesto que resulta imposible
pasar por alto la acción del condicionamiento social y cultural. Con anterioridad a la
adquisición de las formas lingüísticas capaces de expresarlas y mucho antes de poder
pensarlas, el niño “siente” tales diferencias y las va internalizando en forma creciente como
parte de su aprendizaje en el curso de sus prácticas simples en el hogar (basta pensar, por
ejemplo, sólo en los cuidados, las orientaciones e incluso los juguetes con que cuentan un
niño de clase pudiente y uno de sector social empobrecido). A partir de estas circunstancias,
la educación y la enseñanza hogareñas e informales van actuando de modo progresivo para
que en su conciencia se precisen poco a poco las distinciones entre las personas, sus formas
de vida y la ubicación de él mismo en sus vínculos con ellas, junto con las relaciones de
cambio, la estimación de los valores, las nociones de propiedad y derecho, el valor del
dinero, etc. Luego, este conjunto pautado por la ideología dominante se ensambla con la
instrucción y la enseñanza formales (privadas o públicas) cargadas a su vez de esa ideología
para desarrollar y consolidar las nociones y prácticas diferenciadas que el sistema requiere
para su mantenimiento y reproducción.
También en lo esencial, por el lado de las clases subalternas las cosas tienen otro
cariz y el niño, bajo la influencia de la ideología de la clase dominante, los preceptos
religiosos y la moral preponderante, es formado y aleccionado en el respeto a la propiedad
privada, la aceptación voluntaria de las “naturales” diferencias de clase y el acatamiento de
las normas que sancionan el sometimiento y la obediencia sociales. En estas condiciones,
todos los fetiches materiales e ideológicos propios de la sociedad burguesa (mercancía,
valor, dinero, creencias, etc.) saturan su educación y desarrollo, incrustándose a fondo en
su conciencia y sus prácticas para reforzar su carácter de sujeto maleable y funcional a las
necesidades de preservación, reproducción y continuidad del sistema de explotación. Entre
otros aspectos sustanciales, tales necesidades exigen robustecer los condicionamientos
social-clasistas y actuar en particular sobre las nuevas generaciones de oprimidos con miras
a hacer más fértil el terreno en el que enraízan las ilusiones y la normatividad burguesas.
Para ese logro, son desplegadas diversas y numerosas operaciones ideológicas en pos de
consolidar en las mentalidades de niños y adolescentes las falacias ya introducidas durante
su formación y desarrollo (“los pobres son ociosos”, “la riqueza es el fruto del ahorro”, “lo
único valioso en la vida es el éxito personal”, etc.), darle un llevadero carácter subjetivo a
sus reales desventajas, reforzar el individualismo, fetichizar más la propiedad privada e
impulsar la internalización de variados mitos encaminados a “matizar” su situación y a
orientarlos hacia falsas metas.
Estos ridículos discursos se convierten en polvo cuando son confrontados, aunque sea
superficialmente, con la experiencia histórica objetiva. Ya en el Libro III de El Capital,
dentro del análisis del capital a interés y en las observaciones sobre la época pre-capitalista,
Marx anotaba: “Lo que distingue al capital a interés (como factor esencial del modo
capitalista de producción) del capital usurario, no es en modo alguno la naturaleza o el
carácter de ese mismo capital. Las condiciones en que actúa son simplemente distintas y,
por consiguiente, la figura del prestatario que se enfrenta con el prestamista de dinero
resulta también totalmente alterada. Incluso cuando un hombre sin recursos obtiene un
crédito como industrial o comerciante, se le concede en la confianza de que actuará como
capitalista, de que va a apropiarse de trabajo no pagado con la ayuda del capital prestado.
Se le concede el crédito como capitalista en potencia. Y este hecho que tanta admiración
suscita por parte de los apologistas de la economía política, de que un hombre sin recursos,
pero enérgico, serio, capaz y preparado para los negocios pueda de este modo
transformarse en capitalista…, este hecho, aunque haga entrar incesantemente en lid frente
a ellos a toda una serie de nuevos vividores junto a los capitalistas individuales, refuerza sin
embargo la dominación del capital al ampliar su base y le permite reclutar constantemente
nuevas fuerzas en el sustrato social en que se apoya. Exactamente igual que la Iglesia
católica en la Edad Media reclutaba su jerarquía con independencia de la condición social,
el nacimiento, la fortuna, entre los mejores cerebros del pueblo; este era uno de los
principales medios para reforzar la dominación del clero y asegurar la permanencia de los
laicos en la opresión. Una clase dominante es tanto más fuerte y peligrosa en su opresión
cuanto más capaz es de acoger en sus filas a los hombres más destacados de la clase
oprimida” (16).
En nuestros días, esa orientación reaccionaria es muy evidente en los ideólogos del
pragmatismo norteamericano (la actual filosofía del imperialismo, según la caracterización
del filósofo Harry K. Wells) y en sus esfuerzos por desacreditar y combatir la ideología del
proletariado, ofreciendo al hombre “cierto ‘confort’ en lo tocante a la concepción del
mundo y a la ilusión de una libertad total, la ilusión de la independencia personal y la
dignidad moral e intelectual en una conducta que lo vincula en todos y cada uno de sus
actos a la burguesía y lo convierte en su servidor incondicional”. No obstante, “la
agudización de esa lucha va unida a un constante descenso del nivel moral y espiritual de la
ideología burguesa”, ya que “constituye un fenómeno general… el que la defensa del
‘mundo libre’, como supuesto fundamento para un desarrollo sano de la humanidad, se
lleve a cabo en íntima alianza con la decadencia intelectual y moral. Esta alianza no tiene
nada de casual”. Aunque algunos de esos pensadores retrógrados pudieran estar por
completo convencidos de que la sociedad burguesa es la única capaz de brindar “ventajas”
para la vida y el desarrollo de las personas, “perciben instintivamente que sólo pueden
encontrar una base de existencia en un mundo objetivamente pútrido” y así “el cinismo
político de los sistemas extremadamente reaccionarios puede aprovechar de modo excelente
a estos ideólogos” (18). Por tanto, es absolutamente indispensable pensar y actuar con
sentido crítico a contracorriente de las nociones y las normas imperial-burguesas, llamar a
las cosas por sus verdaderos nombres y entender la historia a contrapelo de sus versiones
academicistas, deformadas irracional e interesadamente.
En esta línea, la Primera Parte de nuestro texto está dedicada a estudiar los elementos
teóricos y socio-políticos que sirven de base al enfoque objetivo del desarrollo humano. Se
hace una reseña del proceso de elaboración científica de la concepción materialista del
mundo, la sociedad y el hombre propia del proletariado en oposición a la concepción
idealista-burguesa y, con atención especial, se examina el devenir histórico de las
apreciaciones humanistas en las formaciones sociales antagónico-clasistas en las que ha
transcurrido la existencia de las personas. En el análisis de la sociedad burguesa, como
proceso histórico-concreto pleno de asimetrías, contradicciones y antagonismos esenciales,
se trata de evidenciar que uno de los rasgos inherentes al capitalismo es la anarquía de la
producción, cuyas expansiones y convulsiones generan recurrentes crisis como elementos
intrínsecos del propio desarrollo capitalista. Estas crisis implican la destrucción de masas
ingentes de capital, la renovación de sus formas de concentración y acción, los reacomodos
de fuerzas entre los sectores burgueses con los respectivos cambios políticos e ideológicos,
el endurecimiento de las condiciones de explotación del trabajo asalariado y el
acrecentamiento de aplastantes penurias para los sectores populares. Se precisa que el
advenimiento de la fase neoliberal del capitalismo, con la hegemonía del gran capital
financiero y su accionar especulativo-parasitario, ha constituido el intento de dar salida a la
crisis generada por la notable merma de la tasa media de beneficio y la desvalorización del
capital productivo que afectó las bases sistémicas en el último tramo de la hegemonía del
capital industrial; pero sólo para instalar una más profunda, integral, multiforme y
destructiva crisis sin soluciones viables a la vista que destaca la senilidad del sistema y la
decrepitud de la civilización burguesa. Las consecuencias de estos hechos son sumamente
siniestras: el propio curso del capitalismo neoliberal acentúa el parasitismo, la corrupción y
la barbarie típicos del sistema y acelera la descomposición sistémica misma, determinando
que el desarrollo humano (es decir, la formación, el desarrollo y la vida entera de la enorme
mayoría de personas en el mundo) sea objeto de desprecios, agresiones y degradaciones sin
precedentes en la historia.
La Segunda Parte del texto, más directamente ligada al quehacer profesional personal
del autor, resalta la gran complejidad de la estructura integral del hombre en el marco de la
irrompible unidad dialéctica de la especie y el individuo humanos. Por un lado, reseña los
más importantes criterios científico-particulares sobre el proceso antropogénico, de origen
del hombre y de conformación y desarrollo histórico de su especificidad somática, psíquica
y socio-cultural. Y, por el otro, aborda los diversos aspectos del proceso ontogénico, de
formación, dirección y despliegue de la individualidad a través de una cadena de estadios
cualitativamente distintos y dialécticamente ensamblados dentro de un contexto social
histórico-concreto. En el propósito inicial de trabajo, esta Segunda Parte debía completarse
con el estudio de la génesis, estructura y funciones del cerebro y el psiquismo humanos,
pero esos tópicos ya los hemos examinado en otros escritos y consideramos innecesario
repetirlos, por lo que cabe remitir a ellos (19).
Además, señalaba Thénon en otro trabajo, con tal ejercicio se “pondrá a prueba, en
nuestro discurrir, el grado en que hemos incorporado el método dialéctico, si en verdad
entraña y hasta qué punto el dinamismo de nuestro pensamiento, si se ha logrado pasar de
la etapa meramente informativa a la etapa creativa y en qué forma el más fecundo venero
de creación filosófica y científica se convierte en un irremplazable instrumento de la
crítica”. De allí que “el examen de las posiciones idealistas en psicología como en otras
disciplinas científicas no debe limitarse exclusivamente a la denuncia de las fuentes
filosóficas que nutren la producción de escuelas dadas, cifrando en cambio su confianza en
la eficacia científica de nuestras propias investigaciones y ensayos. La confrontación
directa es una de las formas más importantes y demostrativas de la fuerza de una ideología”
(21), sobre todo si ésta tiene ligazón intrínseca con la vida real y la actividad concreta de las
personas; y en especial si ella interviene claramente en el examen de una cuestión tan
fundamental como la del desarrollo humano, en la que abundan las apreciaciones
mistificadoras, las distorsiones y los contrabandos.
Notas
(3) Cf. C.G. Diliguenski y otros: “Psicología social de las clases”. Cartago, Buenos Aires
1967
(5) José Ramón Fabelo Corzo ha estudiado de modo objetivo, preciso y claro el carácter,
contenido, función e importancia social de los valores en su texto “Los valores y sus
desafíos actuales”, Educap, Lima 2007
(6) Nicos Poulantzas anota al respecto: “existe, en el seno de una formación social, no
simplemente una ideología dominante, es decir, un discurso ideológico al cual esa
ideología, por su predominio mismo, atribuye un carácter relativamente sistemático, sino
verdaderos subconjuntos ideológicos. Éstos están constituidos por el predominio, en su
seno, de ideologías propias de otras clases distintas de la clase dominante: ideología de la
clase obrera, ideología pequeño-burguesa. Se entiende que si la ideología dominante, es
decir, la ideología de la clase dominante, domina efectivamente en el conjunto de una
formación social, es porque logra, por múltiples recursos, impregnar igualmente las
ideologías propias de los subconjuntos ideológicos… Así, se hace evidente que toda crisis
de la ideología dominante afecta al conjunto del universo ideológico de una formación
social. Aun así no lo afecta siempre de la misma manera. Por ejemplo, puede ocurrir que
una crisis aguda de la ideología de la fuerza social dominante permita un avance o
progresión, en la formación, de la ideología de la fuerza social antagónica. Hasta es posible
asistir a un ‘reemplazo’ relativo de aquélla por ésta antes incluso de que una revolución, en
sentido estricto, ocurra. Caso clásico, la situación en Francia de la ideología burguesa
‘reemplazando’ subrepticiamente a la ideología feudal antes de la Revolución Francesa”.
Por otra parte, “sabido es, desde el Manifiesto Comunista, que la ideología dominante
dispone siempre de un lenguaje específico destinado, más particularmente, a la exportación
hacia las clases dominadas. Marx hablaba así del socialismo burgués (que no hay que
confundir con el socialismo utópico) y hasta del socialismo feudal” o ideología utilizada
por los representantes de los grandes terratenientes para ganar el apoyo de las masas
populares en su lucha contra el capital (“Fascismo y dictadura”, ed. cit., pp. 78 y 116)
(9) René Zazzo: “Oú en est la psychologie de l’enfant?”. Editions Denöel/Gonthier, Paris
1983, pp. 21-22
(10) Cf. Daniel Bell: “El fin de las ideologías”. Sigma, Caracas 1970. Cf. también la
crítica de esta moda burguesa en L. Moskvichov: “Teoría de la ‘desideologización’.
Ilusiones y realidad”, Progreso, Moscú 1974
(12) Cf. en particular L.S. Vigotski: “Historia del desarrollo de las funciones psíquicas
superiores” y “Pensamiento y lenguaje”, en “Obras Escogidas”, Visor, Madrid,
respectivamente t. III 1995 y t. II 1993
(16) K. Marx: “El Capital”. EDAF (2 vol.), Madrid 1967, t. II, pp. 1038-1039
(18) Georg Lukács: “El asalto a la razón”. Grijalbo, Barcelona 1967, pp. 8, 6, 19, 644 y
646
(19) Cf. “El cerebro humano. Bases neuropsicológicas del aprendizaje” y “El psiquismo
humano”, que aportamos en el colectivo de autores “Proceso de enseñanza-aprendizaje,
neuropsicología y condicionamiento social”, Educap/EPLA, Lima 2008, pp. 65-105 y 107-
141, respectivamente
Establecer qué es el hombre, cuál es su origen, qué lugar ocupa en el mundo, en qué
consiste su esencia humana, cuáles son las particularidades propias de su estructura física y
mental, cómo y merced a qué factores se produce su desarrollo, y cuál es su proyección
hacia el futuro como individuo y como especie, constituye un problema tan añejo como la
civilización misma. Y en el desenvolvimiento civilizatorio ha representado desde siempre
un aspecto neurálgico en el pensar filosófico, originando la más amplia diversidad de
respuestas. Ante ello, y teniendo en cuenta las dramáticas y amenazantes circunstancias
históricas que hoy afronta la humanidad, es de suma obviedad que en la consideración
actual de los asuntos humanos resulta primordial dar respuesta, de manera objetiva y
coherente, a la pregunta substancial ¿qué es el hombre, cuál es su realidad presente y cuál
su futuro? Muy lejos de ser superflua, esta pregunta no es tampoco en modo alguno banal
ni, menos aún, puramente académica (1). Más bien, encierra una fundamental cuestión
teórica, de incalculables repercusiones prácticas, que exige ser tratada con rigor científico
para que la aproximación a ella tenga un carácter concreto, crítico y responsable, recusando
la apelación complaciente a vectores o elementos sobrenaturales y a la especulación ajena a
la realidad que muchas veces “matiza” eclécticamente sus quimeras con determinados datos
de la ciencia aislados, a su vez, de su contexto objetivo.
No es producto de la casualidad que, en lo fundamental, los pensadores del pasado
convirtieran los problemas referidos a la concepción del hombre en el asunto clave de sus
indagaciones, ya que de uno u otro modo esas preocupaciones atendían al discurrir concreto
de la vida social de su tiempo y a los numerosos conflictos que emergían y se desarrollaban
en su curso. Tampoco obedece al azar que contemporáneamente tal cuestión posea
completa vigencia y que sea inmenso el rol asignado al hombre en las investigaciones
científicas. Nunca antes el ser humano había sido encarado simultáneamente por tantas
ciencias, ni desde tantos puntos de vista; y jamás la filosofía, en su empeño por convertirse
en la ciencia universal sobre el hombre, había contado con la profusión de datos
(biológicos, genéticos, sociales, psicológicos, culturales, etc.) que le aporta la ciencia
moderna. Hoy, la muy alta atención puesta sobre el hombre se traduce en los casi
innumerables estudios, de la más diversa textura, sobre serios y exacerbados problemas en
los ámbitos político, económico-social, étnico, ecológico-ambiental, ideológico-cultural,
psicológico, educacional, ético, etc. Por ello, no causa extrañeza la aparición de las más
diversas teorías antropológicas, diferenciadas tanto por los problemas que abarcan como
por las técnicas de investigación que utilizan, pero todas intentando definir el significado y
el sentido de la existencia humana de acuerdo cada cual con su propia perspectiva.
No obstante la gran valía del conjunto de nociones y representaciones acerca del
hombre que brindan las ciencias naturales, sociales y humanas, su importancia no es
equiparable a la que posee la filosofía del hombre. Cae de su peso que la correcta
elaboración de ésta, con el ineludible filtrado crítico del caso, sería imposible obviando los
aportes de las diversas ciencias particulares, ya que sin ellos no podría estructurarse el
sistema conceptual requerido por el pensamiento para construir una imagen del hombre
como concreción integral. Pero para estar en condiciones de destacar lo fundamental y
ubicar lo secundario en el lugar que le corresponde, no son suficientes los datos de las
ciencias, sino que es completamente necesario contar con un criterio central, proporcionado
sólo por la filosofía del hombre, como el núcleo y la base de esa integralidad. Tal criterio
central consiste en la definición objetiva, real, de la esencia humana.
En este aspecto radica la fuente de múltiples discrepancias y divergencias porque
para establecer la naturaleza y el contenido concretos de tal núcleo basal es preciso resolver
adecuadamente el problema de la correlación real, empíricamente verificable, entre los
elementos específicamente antropológicos y los factores histórico-sociales presentes en la
existencia del hombre. En tanto la cuestión de la esencia humana no quede solventada
filosóficamente de manera objetiva, cualquier intento desde una u otra ciencia particular
para desentrañar la problemática del hombre sólo podrá revelar su unilateralidad y sus
limitaciones, llegando a lo sumo a describir circunstancias, pero sin explicar realmente
nada. Eso es lo que ocurre en la actualidad, por ejemplo, con la gran mayoría de estudios
que expresan inquietudes y brindan central testimonio directo o indirecto sobre la situación
de los seres humanos alienados dentro de un mundo que les resulta extraño e intimidante;
de los sujetos ubicados en un sistema social brutalmente hostil y avasallante caracterizado
por la explotación y opresión que sufren las mayorías, donde las conquistas y realizaciones
de la humanidad no sólo no les pertenecen, sino que además han adquirido un carácter
autónomo que los subyuga y aplasta, negándoles una vida digna y posibilidades de real
desarrollo humano.
Evidentemente, esta situación y su recta comprensión plantean como imprescindible,
hoy más que nunca, la tarea histórica de transformar radicalmente tal mundo ajeno, tal
forma inhumana de sociedad (en la que dominan las cosas en detrimento de las personas y
donde los enormes y obscenos privilegios de unos pocos se contraponen a las penurias y el
hundimiento de las inmensas mayorías), para edificar una realidad social inherente a la
condición humana y en la que individuos libres y conscientemente asociados puedan
determinar su propio destino teniendo como valor supremo al propio hombre. Ya el juvenil
Marx puntualizaba que “Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el
hombre, es el hombre mismo… El hombre es la esencia suprema para el hombre”, por lo
que constituye una necesidad vital “echar por tierra todas las relaciones en que el hombre
sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable, relaciones que no cabría
pintar mejor que con aquella exclamación de un francés al enterarse de que existía el
proyecto de crear un impuesto sobre los perros: ¡Pobres perros! ¡Quieren trataros como si
fuerais personas!” (2).
Pero la realización de dicha transformación radical, de ese cambio profundo de la
realidad social vigente para darle el carácter y la estructura exigidos por la dignidad y el
auténtico desarrollo humanos, sólo es posible con la mediación racional y objetiva del
conocimiento científico, susceptible de abrir paso a la clara toma de conciencia sobre la
existencia real del hombre, sus posibilidades prácticas y cognoscitivas en la sociedad, su
capacidad creativa y su probada vocación para modificar sus propias condiciones de vida y
actividad en correspondencia con la satisfacción adecuada de sus necesidades concretas e
históricas. De allí la importancia de responder científica y nítidamente a la pregunta
fundamental ya anotada (“temible pregunta”, como la califica Lucien Séve), porque de
dicha respuesta dependerán no sólo la comprensión de lo que es realmente el ser humano y
la justa orientación de las acciones hacia una verdadera transformación social, sino también
la definición concreta y cabal del conjunto de medios encaminados a formarlo de modo
integral, haciendo precisiones necesarias sobre la correcta configuración de su estructura
corporal, su psiquismo y su personalidad, sus diversas capacidades y las cualidades ético-
sociales inherentes al hombre; es decir, orientados a la conformación propiamente humana
del ser humano y a la amplia apertura de vías para su desarrollo multilateral (tareas en las
que, dicho sea de paso, en particular la Psicología y la Pedagogía científicas tienen una vital
responsabilidad que no pueden eludir).
Sin embargo, el esfuerzo para lograr dicha respuesta corre el riesgo de desvirtuarse
por la permanente y arbitraria intromisión e interferencia (inevitables, por lo demás, en una
sociedad de clases antagónicas) de concepciones e ideas extrañas y en general contrarias a
la ciencia, que cumplen un activo rol ideológico confusionista en la justificación, defensa y
preservación de intereses clasistas socialmente dominantes. La constatación concreta del
modo en que se contamina y distorsiona deliberadamente la consideración objetiva de los
problemas, llevó a Marx a expresar un juicio lapidario dirigido contra el falsario Malthus:
“al hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista que no provenga de ella
misma (por errada que pudiera estar la ciencia) sino de fuera, a un punto de vista ajeno a
ella, tomado de intereses ajenos a ella, a ese hombre lo llamo canalla”. Por eso, es preciso
recusar y combatir las mistificaciones y deformaciones adrede que alejan de la realidad, en
especial las del idealismo y su concepción de la historia, comprobando a través del examen
integral y objetivo de la historia de la ciencia (particularmente, la de las ciencias sociales y
humanas) que el progreso del auténtico conocimiento nunca está circunscrito al desarrollo y
afinamiento de sus aspectos puramente lógicos, sino que también implica necesariamente
opciones ideológicas de avanzada y el desbroce de las perspectivas prácticas (3).
Al respecto, hay que recordar con Séve que “el saber científico… es verdadero (y,
por lo tanto, uno) y el criterio de su verdad reside en su adecuación a su objeto, y no a tal o
cual concepción filosófica o a los intereses de tal o cual clase social… Pero la labor
científica, debido al carácter de las ideologías de diversos niveles que la penetran… , así
como a las prácticas sociales a que está ligada aunque sea en forma indirecta, posee
inevitablemente una orientación ideológica y un carácter de clase, sobre todo cuando se
trata de las ciencias del hombre”. Sobre esta base, es necesario rechazar “la coartada de una
concepción falsamente ‘imparcial’ (y en realidad burguesa) de la investigación en las
ciencias en general y en las del hombre en particular; y la tentativa de combatir el espíritu
de partido en el trabajo científico, vale decir, la adopción y defensa consciente de una línea
de labor que implique una consideración marxista de los principios epistemológicos, las
condiciones ideológicas y las perspectivas prácticas, sin sustituir jamás con ellos, no
obstante, los criterios específicos de la verdad… La tendencia a remitirse en el trabajo
científico a un presunto apoliticismo,… si bien puede relacionarse con una justa vigilancia
contra cualquier degradación ideológica y utilitarista del saber, es también índice de un
retroceso en la batalla por la verdad, bajo la múltiple presión de la burguesía” (4).
Por ello, no se debe perder de vista que “los grandes problemas teóricos, planteados
en su justo término y bien comprendidos, son a la vez problemas de extraordinaria
trascendencia práctica. Ver como es debido los problemas teóricos importantes significa
verlos en su conexión con los problemas esenciales de la vida… Así como dos líneas que
diverjan de modo significativo en su punto de partida se van separando más entre sí cuanto
más se apartan de dicho punto, una pequeña desviación del camino justo en el terreno de la
teoría aumenta indefectiblemente a medida que nos adentramos en la esfera práctica de la
vida partiendo de los problemas teóricos iniciales. La defensa de la línea justa en los
problemas teóricos esenciales constituye, pues, una cuestión no ya de honestidad científica,
sino, en último término, de responsabilidad social y política por el destino del hombre…
Esta es la única actitud que cabe respecto a tales problemas. De otro modo, ni siquiera
vale la pena abordarlos”. De tal suerte, y en definitiva, “Los problemas que se refieren al
conocimiento del mundo, si se plantean en sus justos términos, quedan relacionados, en
última instancia, con los que tratan de la transformación revolucionaria del mismo” (5).
Las visiones acerca del hombre
Ahora bien, el surgimiento de la civilización y su despliegue fueron llevando al
planteamiento de la pregunta esencial y la búsqueda de respuestas fue teniendo lugar en
correspondencia con el desarrollo socio-cultural y las jerarquías del pensamiento que
históricamente se iban logrando. Diversas apreciaciones le fueron atribuyendo al hombre
unas u otras cualidades por su carácter de único ser vivo en condiciones de reflexionar
sobre su propia naturaleza y su propia valía. En la Antigüedad, en el marco social de clases
antagónicas y de la lucha entre ellas, fueron progresivamente surgiendo, en las culturas
orientales y particularmente en la griega clásica, determinadas concepciones (en general,
asentadas en un materialismo ingenuo y una dialéctica espontánea) que elaboraron la idea
acerca de la unidad material del universo como realidad auto-generada y, a partir de ella,
pusieron primordialmente la atención en la estructura del mundo, explicando la ubicación
del hombre dentro de él en función de tal estructura. Así, las interrogaciones sobre el ser
humano se derivaban de las preguntas sobre el carácter de los objetos del mundo ya que el
hombre era conceptuado como una unidad indivisible entre ellos, aunque se tratara del
“objeto” peculiar pensante y actuante que señalaba lo que eran las demás cosas y él mismo.
Estas concepciones, hitos iniciales para el posterior desarrollo histórico de la ciencia, se
hallaban en oposición a otras de carácter idealista y mitológico que asignaban un origen
extra-natural a la realidad y al propio hombre, poseedor de atributos especiales concedidos
por imaginarias deidades. Tal oposición entre materialismo e idealismo primarios, como
reflejo ideológico de los conflictos sociales, de la lucha entre clases contrapuestas y entre
sectores dentro de una misma clase, marcaba ya el carácter contradictorio, desde el inicio,
del desarrollo del pensar filosófico (6).
Sin embargo, el naturalismo animista surgido en los tiempos remotos de la sociedad
gentilicia estaba incorporado (con determinadas modificaciones) como herencia ideológica
en el esclavismo y, con el cobijo de la separación entre el trabajo manual y el trabajo
intelectual, servía de base a diversas formas de una concepción dualista simple con respecto
a la naturaleza y al hombre (7). El despliegue de la sociedad esclavista en Occidente y el
asentamiento de la clase dominante, los paulatinos cambios sociales y las contingencias de
la lucha de clases, fueron generando importantes modificaciones en la conciencia social y la
subjetividad de los individuos, elementos que se entrelazaron con el escaso desarrollo de las
fuerzas productivas y las objetivas limitaciones práctico-cognoscitivas propias de la época
para traducirse progresivamente en la dominancia de las concepciones idealistas, que
multiplicaron su influencia con la emergencia del pensamiento judeo-cristiano. Se produjo,
entonces, un cambio ideológico medular, un generalizado vuelco dualista en la apreciación
del universo y del ser humano que dividiría la realidad en dos “dimensiones” (una real-
concreta de carácter finito y otra ideal-abstracta de tipo “superior” e infinito) y segmentaría
al hombre en una parte corporal y otra “espiritual”. Con este cambio, se impondría de modo
casi indiscutible el “reinado del espíritu” y, en adelante, la visión objetiva e indivisa del
hombre como elemento conformante del cosmos sería relegada, adquiriendo lugar
preeminente la forma abstracta y dualista de concebirlo como sujeto y fin supremo de
creación sobrenatural: como ser posicionado en el mundo real, pero que lo trascendía
místicamente por estar dotado de un “alma inmortal” (“partícula del espíritu divino”, la
llamaría después Linneo) y cuya esencia ya no se hacía derivar de la esencia del universo,
sino que representaba la manifestación, realización y justificación de la divinidad creadora.
Quedó así sancionada arbitrariamente la dicotomía del hombre a través de la artificial
y falsa contraposición entre su estructura corporal concreta apreciada como “reducto del
pecado” y una “espiritualidad” abstracta, universal y sin historia. Y por existir en un mundo
terrenal finito aspirando al ingreso a otro infinito de carácter celestial, el individuo humano
sólo tendría fugaz paso por un “valle de lágrimas” porque su orientación fundamental sería
el logro de la “gracia”, es decir, el acceso de los “elegidos” a la visión sempiterna de Dios,
con lo que la actividad humana estaría ya predeterminada (pese al “libre albedrío”) por la
divinidad y resultaría vano intentar modificar su rumbo. Con el beneplácito de las clases
dominantes, esta postura teológico-espiritualista, consagratoria de la resignación y la
pasividad sociales, se mantuvo como casi absolutamente imperante durante muchos siglos,
pero el desarrollo social y los avances de la ciencia fueron erosionándola y demoliéndola
progresivamente, aunque sin hacerla desaparecer, para ir dando paso a otros modos de
apreciar al hombre y su acción transformativo-creativa sobre la realidad en que vive.
Pues bien, es por demás evidente que una concepción científica del hombre tiene la
condición imprescindible de considerarlo parte de la naturaleza y, como elemento de base,
dar cuenta de los aspectos biológicos propios de su estructura corporal. Sin embargo,
limitarse a ese plano resulta no sólo insuficiente, sino también erróneo, ya que si se quiere
elaborar una imagen real del ser humano es por completo necesario situar tales aspectos
biológicos en un nivel jerárquico superior, es decir, ajustarlos en el nivel social. Al
respecto, Vigotski señalaba que, “sobre la base de una aproximación materialista dialéctica
al análisis de la historia humana, la conducta del hombre difiere cualitativamente del
comportamiento animal, al igual que la adaptabilidad y desarrollo histórico de los seres
humanos se diferencia de la adaptabilidad y desarrollo de los animales. La evolución
psicológica del individuo es parte integrante del desarrollo histórico general de nuestra
especie, y así debe ser entendida”. Esta precisión “procede directamente de la diferencia
que Engels señaló entre las aproximaciones naturalistas y las dialécticas relativas a la
comprensión de la historia humana. En el análisis histórico, el naturalismo, de acuerdo con
la noción de Engels, se manifiesta en la suposición de que únicamente la naturaleza es
susceptible de afectar a los seres humanos y que tan sólo las condiciones naturales
determinan el desarrollo histórico. La aproximación dialéctica, al mismo tiempo que admite
la influencia de la naturaleza sobre el hombre, postula que el hombre, a su vez, modifica la
naturaleza y crea, mediante los cambios que provoca en ella, nuevas condiciones naturales
para su existencia” (8). Esos cambios sólo pueden ser realizados por individuos concretos
conformantes de una determinada forma de sociedad y con la mediación de las relaciones
sociales imperantes en ella, es decir, en y a través de la sociedad.
En su crítica a la filosofía hegeliana del derecho, ya el Marx juvenil señalaba que “el
hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los
hombres, el Estado, la sociedad”. En otros términos, el hombre es un ser social e histórico.
Debido a este hecho objetivo, precisa Schaff, la concepción del hombre “cambia de modo
cualitativo apenas se introduce ella el factor del vínculo social y se vuelve concreta en
relación al carácter abstracto de la concepción estrictamente biológica, que no tiene en
cuenta el contexto social del hombre. Porque el hombre no sólo es producto de la evolución
biológica de las especies, sino que también es (en la forma en que existe como producto de
esa evolución) un producto histórico y social que cambia desde ciertos puntos de vista en
función de las sociedades y de la etapa evolutiva alcanzada, o en función de las diferentes
clases y capas de una misma sociedad. Toda concepción del hombre basada estrictamente
en propiedades biológicas generales, en las propiedades inherentes a todos los hombres (en
oposición, por ejemplo, a los demás mamíferos), sólo puede relacionarse con un ‘hombre
abstracto’, con un hombre en general, contrariamente a una concepción concreta del
hombre basada en implicaciones sociales, como miembro de una sociedad dada del
desarrollo histórico, como miembro de una clase dada, en la que concretamente ocupa un
lugar en la división social del trabajo, la civilización, etc.” (9).
De esto se desprende con total claridad, tal cual lo remarca Troise, que “no existe
filosofía fuera de la historia. Toda reflexión filosófica es temporal-espacial; vale decir, se
desenvuelve en un ambiente preciso que la condiciona… Ese ambiente es el mundo
humano; la naturaleza transformada por el hombre que crea su propio mundo, fragua su
destino y da finalidad a su propia acción. La sociedad humana: tal es el mundo del hombre.
Sociedad que se inserta sobre una realidad exterior y anterior a la existencia del hombre
mismo”. “La historia no es sino el proceso de esa asociación humana, hecha en condiciones
precisas en su punto de partida y a lo largo de todo su desarrollo hasta desembocar en las
sociedades llamadas civilizadas… El hombre que hace la historia no es el hombre genérico,
abstracto; es el hombre concreto que integra un determinado estrato social. En este
ambiente social en que el hombre vive es donde surgen todos los problemas que pueden ser
motivo de reflexión filosófica. Hacer una filosofía del hombre abstracto carece de sentido.
Sólo conduce a plantear falsos problemas y concluye en logomaquias evasivas” (10). Por
consiguiente, en el curso de la civilización las numerosas reflexiones acerca de la
problemática del hombre nunca pudieron realizarse en el vacío, es decir, al margen del
desenvolvimiento social práctico y cognoscitivo, fuera de los conflictos y luchas entre las
clases dentro de cada forma concreta de sociedad, ni obviando el dominio social de unas
ideas sobre otras o las modificaciones producidas en el ámbito intelectual en la sucesión
histórica de las formaciones económico-sociales.
Al respecto, Marx había ya anotado que “los hombres hacen el paño, el lienzo, la
seda, en el marco de relaciones de producción determinadas… (y) estas relaciones sociales
determinadas son producidas por los hombres lo mismo que el lienzo, el lino, etc. Las
relaciones sociales están íntimamente vinculadas a las fuerzas productivas. Al adquirir
nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian de modo de producción, y al cambiar el
modo de producción, la manera de ganarse la vida, cambian todas sus relaciones sociales.
El molino movido a brazo nos da la sociedad de los señores feudales; el molino de vapor, la
sociedad de los capitalistas industriales”. “Los hombres, al establecer las relaciones
sociales con arreglo al desarrollo de su producción material, crean también los principios,
las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales”. “Por tanto, estas ideas,
estas categorías, son tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de expresión.
Son productos históricos y transitorios” (11).
Por otro lado, “La clase que tiene a su disposición los medios para la producción
material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo
que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes
carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no
son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas
relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que
hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel
dominante a sus ideas. Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre
otras cosas, la conciencia de ello y piensan a tono con ello: por eso, en cuanto dominan
como clase y en cuanto determinan todo el ámbito de una época histórica, se comprende de
suyo que lo hagan en toda su extensión y, por tanto, entre otras cosas, también como
pensadores, como productores de ideas; que regulen la producción y distribución de las
ideas de su tiempo; y que sus ideas sean, por ello mismo, las ideas dominantes de la época”
(12).
De allí que la producción intelectual tanto de los pensadores del pasado como de la
actualidad, y particularmente las reflexiones acerca del hombre, no sólo posean un carácter
histórico y modificable parcial o totalmente, sino que también estén impregnadas por el
espíritu de su respectiva época y, aunque en ciertos casos no lo muestren de manera
explícita, lleven ineludiblemente consigo un sello clasista; es decir, que tengan un carácter,
un contenido y una proyección de clase respondiendo, directa o indirectamente, a los
intereses, necesidades y aspiraciones de una clase determinada. Diciendo lo mismo en otros
términos, con las variaciones dadas y los matices del caso expresan en lo esencial, de una u
otra manera, la visión del hombre y de su destino elaborada en una formación social
concreta por las clases dominantes o por las clases subalternas a través de sus respectivos
pensadores, de modo que el objetivo enfrentamiento clasista se corresponde con la batalla
entre contrapuestas concepciones e ideas de clase respecto al mundo, a la sociedad y al
propio ser humano.
Así ocurrió durante el curso del esclavismo y del feudalismo, como lo testimonia,
por ejemplo, la pugna entre el idealismo y el materialismo presidiendo toda la historia de la
filosofía desde los albores de la vida civilizada y continuando en la actualidad, con su
inevitable prolongación hacia el campo de las ciencias particulares. Pero la instauración del
capitalismo implicó el surgimiento de un fenómeno cualitativamente nuevo. No sólo
representó la emergencia de la contraposición de clase entre la burguesía y el proletariado,
sino que también (a diferencia de anteriores oposiciones clasistas) el desenvolvimiento de
tal contradicción tuvo un curso entroncado con el impetuoso desarrollo de las fuerzas
productivas y con significativos progresos en el conocimiento científico de la naturaleza, la
sociedad y el hombre mismo, posibilitándose así el despliegue ascendente de la lucha
económico-social e ideológico-política de la clase obrera y la irrupción revolucionaria del
materialismo dialéctico e histórico como concepción de nueva y superior calidad. De este
modo, apunta Merani, quedaron creadas las condiciones materiales, culturales y científicas
tanto para la cada vez más lúcida aprehensión objetiva de la realidad, cuanto para que, entre
otros aspectos, se pudiera lograr “independizar la definición del hombre del dualismo que
escindía su personalidad” y permitir que “de fin trascendental, de justificación para la
existencia del universo, descienda nuevamente a la categoría de cosa entre las cosas, pero
de cosa sui generis, peculiar, por ser la única cosa capaz de pensar acerca de su esencia y de
elaborar, a través de la acción, su propio destino” (13).
Los grandes cambios histórico-sociales y las visiones sobre el hombre
No obstante, la mencionada batalla de ideas entre clases antagónicas está muy lejos
de haber concluido y, en el contexto de la sucesión histórica de formaciones económico-
sociales, los avances de la civilización atestiguan que los asuntos referidos a la concepción
del ser humano, su actividad y su desarrollo (y, particularmente, el de las relaciones entre el
individuo y la sociedad) siempre han representado un problema teórico y práctico que,
como objeto de vehementes confrontaciones ideológico-políticas interclasistas, adquiere
enorme importancia en las épocas de crisis general del sistema social dado. En tales
épocas, lo ha remarcado Adam Schaff, ese problema se agudiza porque todas las estructuras
sociales se resquebrajan y el sistema de ideas, normas y valores establecido, aceptado y
globalmente consolidado se va desplomando de modo acelerado y, con ello, se instala la
descomposición, la disfuncionalidad, el malestar y el desconcierto en todos los ámbitos de
la vida social (14).
En tanto la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción
(contradicción vinculada íntimamente con la lucha de clases, la ideología y la cultura) no
muestra agudizaciones significativas o claro antagonismo, es decir, cuando en general los
mecanismos sociales operan sin poner en riesgo el sistema y sin complicaciones peligrosas
para las clases dominantes, el individuo formado dentro de las relaciones sociales
imperantes tiende a percibirlas como “naturales” y acepta de igual modo las normas de la
vida colectiva que regulan los vínculos de los hombres entre sí y con la sociedad. En dicha
situación, en la inmensa mayoría de casos el sujeto no tiene conciencia del modo en que, en
el interior de su grupo social y a través de la educación y la enseñanza ampliamente
entendidas, se le proporciona una determinada manera de concebir y percibir el mundo, de
pensar, sentir y actuar con arreglo a las necesidades global-concretas de quienes dominan
socialmente; ni tampoco de la forma en que le son impuestos un específico sistema de
valores fusionado con esa concepción y esa percepción, una correspondiente moral y un
conjunto de hábitos, costumbres y modalidades de comportamiento concordantes con el
mantenimiento del ordenamiento social dado.
Pero cuando debido a la crisis estructural de ese sistema las relaciones sociales
establecidas resultan corroídas y empiezan a desmoronarse, agravándose diversos conflictos
objetivos y haciéndose cada vez más encarnizadas las luchas clasistas en la base y en la
superestructura ideológica de la sociedad, también entran en crisis las ideas dominantes de
la clase dominante, se descompone y hunde el sistema de valores tradicionales, pierden
fuerza y se relajan las costumbres, y se abren las vías para la emergencia impetuosa de
apreciaciones y conductas disruptivas. En un momento así, como decían Marx y Engels en
el Manifiesto Comunista, todo lo sólido se desvanece en el aire y van desapareciendo las
certezas tradicionales; lo que antes era visto como “natural” e “imperecedero” empieza a
ser sometido a cuestionamiento de manera crecientemente acusada; y, pese a las extensas
manifestaciones de resignación o de cinismo, van surgiendo nuevas formas de actuar, sentir
y pensar como expresión de una época que exige cambios sociales medulares, y no
puramente cosméticos.
Por una u otra vía, en el seno de las clases subalternas los individuos comienzan a
tomar pungente conciencia de su objetivo aislamiento y de la situación opresiva en que
viven, planteándose explícitamente la cuestión de su relación con otros individuos y con la
comunidad. La multiplicación de las penurias de las mayorías sociales es contrastada con
las innumerables ventajas de las clases dominantes, empujando sin contemplaciones al
individuo oprimido a preguntarse si está en sus manos la conquista de una existencia
auténtica y digna, de un modo de vida realmente posible que le permita su desarrollo, su
propia realización y la de sus semejantes. Bien visto, todo esto significa la recurrencia de
un proceso conflictivo vivido por la humanidad en momentos específicos de su existencia
histórica, con formas en cada caso renovadas. Ocurrió en cada cambio histórico de una
formación económico-social por otra de nivel superior y, aunque con resultados diversos y
para entronizar una u otra dominación de clase explotadora sobre el resto de la sociedad, la
resolución violenta de las contradicciones específicas representó un avance social que
comprometió la vida, la actividad y el futuro de todos los sujetos, sin excepción.
En las épocas de tránsito histórico, tal como se describe en el Manifiesto el paso del
feudalismo al capitalismo, “Todas las relaciones inconmovibles y enmohecidas, con su
cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, se derrumban y las nuevas
envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma; todo
lo sagrado es profanado y, al fin, los hombres se ven forzados por la fuerza de las cosas a
considerar con mirada fría sus condiciones de existencia y sus relaciones con los otros”.
Cuando la formación económico-social dada y en crisis generalizada no termina de morir y
las nuevas estructuras sociales no consiguen aún emerger, es decir, en los tiempos de
transición de la vieja a la nueva sociedad, se descomponen hasta la raíz las relaciones
tradicionales entre los individuos y entre éstos y la comunidad, configurándose relaciones
nuevas en forma paulatina y en medio de numerosas dificultades. Es en tales circunstancias
cuando las cuestiones relativas a la concepción sobre el hombre, su lugar en el mundo y su
desarrollo, se plantean agudamente; y cuando los individuos de las clases subalternas
perciben (aunque sea de modo todavía borroso y con inevitables confusiones) que ya no
pueden seguir viviendo al modo antiguo y que se debe conquistar uno nuevo, a pesar de que
todavía no puedan definir con claridad cómo se debe propiamente vivir. Esas épocas
resultan propicias para que las personas dirijan su mirada crítica hacia el Estado, la política
tradicional, el orden establecido, las costumbres y la moral vigente, buscando explicaciones
realistas y rumbo definido para actuar, gestar cambios sustanciales, concretarlos y avanzar.
Sin embargo, como también se puede ver en nuestros días, se trata igualmente de
momentos históricos en los que la preservación a toda costa de la vieja sociedad y de la
respectiva dominación explotadora de clase exige no sólo la más perversa utilización de la
violencia (social, política, psicológica, cultural), sino también justificaciones ideológicas
abroqueladas, por lo general, tras profusas y sofisticadas argumentaciones filosóficas,
“científicas”, “éticas”, “culturales”, religiosas, “psicológicas”, etc., que no pueden ocultar a
plenitud su esencia irracional y oscurantista. Ocurre que cuando una clase explotadora
asiste al crepúsculo de su sistema de dominación social, sin salidas viables para su
irremediable debacle y presintiendo su eliminación histórica, pone a la luz todo su cinismo;
y a la vez, pese al uso total de los mecanismos materiales y espirituales a su alcance para
tratar de perdurar indefinidamente, da rienda suelta al más crudo pesimismo. Tal estado de
ánimo lo reflejan sus ideólogos y pensadores aseverando que la abolición del sistema de
explotación del caso implicaría el “caos universal”, la “aniquilación de la cultura” y la
“liquidación de toda vida civilizada” (15), dedicándose también a elaborar “teorías”
plagadas de distorsiones y falsedades que desvalorizan por completo al ser humano,
negándole todos los derechos y oportunidades para una existencia digna, desarrollo y
progreso.
En la actualidad, por ejemplo, en el contexto del capitalismo neoliberal “globalizado”
y senil empantanado en una honda crisis estructural, se puede comprobar la amplia difusión
de “teorías” que presentan al hombre como ser fijado exclusivamente en coordenadas
biológicas, dominado por “genes egoístas” y convertido de hecho en un “animal de presa”
tanto o más inhumano que cualquier fiera; o enfrentado artificialmente a la sociedad y
teniendo como única arma de sobrevivencia un grosero individualismo zoológico en el
marco de una “guerra de todos contra todos”. También, como un ente en cuya “naturaleza”
anidan poderosos “instintos tanáticos”, autodestructivos, que actuarían como pulsiones para
conducirlo hacia la depredación, la violencia y la guerra; o como innato portador de un
“mal” metafísico que lo condena a un camino de sufrimientos y que tiene en la muerte su
“redención”. Igualmente, ubicado en un “mundo absurdo” en el que su actividad carece de
sentido, de modo que todos los actos son “gratuitos” y, por tanto, “todo está permitido”; o,
tal el caso del ultra-pesimista Emile Cioran, viendo al hombre como un “ser despreciable”,
considerando que “la procreación es un crimen” y el nacimiento una “verdadera tragedia”,
negando la historia y proponiendo el suicidio como “salida sublime” y “acto más certero”
para alcanzar la “libertad”.
Y, en fin, el delirio solipsista del “postmodernismo” que instala la absolutización
metafísica de un craso relativismo cognitivo y cultural para negar la existencia de la
realidad y de la sociedad (considerándolas sólo como “construcciones lingüísticas” que no
poseen criterios únicos de verificación objetiva), concebir a la ciencia como “narración
arbitraria”, rechazar la racionalidad, despreciar la ética y el bien común, y proclamar la
“muerte de los grandes relatos” (concepciones del mundo y de la historia). Todo ello, para
justificar el “libre mercado” y la “democracia” burguesa, legitimar la desigualdad y la
opresión sociales, glorificar la fragmentación y el nihilismo, y presentar a los seres
humanos como sujetos “anómicos”, apáticos, acríticos y socialmente indiferentes, regidos
por el hedonismo y carentes de límites en la consecución de fines individualistas.
El listado de necedades “teóricas” es casi interminable y cuando tales divagaciones
reaccionarias no están orientadas a predicar la pasividad y la resignación van por lo general
de la mano, solapada o abiertamente, con invocaciones a los poderes dominantes para la
brutal imposición del “orden” y la “disciplina”, en aras de garantizar la pervivencia de la
opresión y la explotación de las grandes mayorías humanas. Por consiguiente, dar cuenta de
estos engendros en el campo de las ideas, comprendiendo a cabalidad su carácter, contenido
y propósitos, reclama su inserción adecuada en el sólido terreno de la realidad social y de
su contradictoria dinámica objetiva; es decir, exige la evaluación, desde sus raíces, de las
condiciones de vida y actividad concretas del hombre contemporáneo bajo el capitalismo,
sistema sacudido hoy a nivel mundial y hasta sus cimientos por la severa crisis económico-
financiera que eclosionó en el 2008 en EEUU, extendiéndose velozmente por todo el
planeta y siguiendo un curso que no muestra señales de salida efectiva. En este contexto, la
amplitud y suma gravedad de tal crisis requiere encarar la situación de existencia de los
seres humanos, de sus quehaceres y sus posibilidades reales de desarrollo, asumiendo una
postura objetiva alejada por completo y por igual tanto de apreciaciones ilusorias cuanto de
esquemas mecánicos y reduccionistas, tecno-burocráticos y puramente economicistas.
La realidad actual
Ante las macizas evidencias de la realidad, resulta indiscutible que el capitalismo es
un sistema asimétrico basado en la propiedad privada de los medios de producción y en la
cruda explotación y apropiación masiva de la fuerza de trabajo excedente y no pagada
(principalmente bajo la forma de plusvalía generada en la actividad productiva dentro de las
empresas capitalistas). Esto significa que en su propia naturaleza lleva contradicciones
esenciales y antagonismos irreconciliables que, inevitable y rigurosamente, producen y
reproducen una profunda desigualdad social: en un polo, acumulación de riqueza y gran
bienestar para una reducida minoría de poseedores; en el otro, miseria, exclusión y
privaciones de todo tipo para los trabajadores y las grandes mayorías humanas.
Pero también es innegable que el capitalismo no es sólo y simplemente un “sistema
económico”. Es, a la vez, un violento sistema de dominación y opresión social, política e
ideológico-cultural regido férrea y ferozmente por burguesías oligárquico-plutocráticas que
tienen a su servicio a oligarquías políticas y tecno-burocráticas. Ambas están jerarquizadas
a escala planetaria y su actividad está orientada por completo a la preservación y el obsceno
incremento de sus privilegios de clase y, por tanto, a la conservación y reforzamiento del
poder, que constituye la condición imprescindible para lograr sus propósitos y mantener a
las más amplias mayorías sociales en el aplastamiento, sufriendo por el peso de necesidades
vitales insatisfechas, sumidas en la pobreza, la ineducación, la creciente marginalidad, el
desprecio y la objetiva carencia de derechos. En el capitalismo, el poder de clase
explotadora ejercido por la burguesía y los más diversos tipos de violencia que ella pone en
acción están ligados íntima e inseparablemente, son consubstanciales. La violencia confiere
poder y le sirve a éste como materia prima; y el poder es más real y temible cuanta más
violencia, en sus múltiples formas, es capaz de desplegar en todos los ámbitos de la vida
social, públicos o privados, colectivos o individuales.
A riesgo de incurrir en ceguera voluntaria y evidenciar hipocresía, estas realidades no
pueden soslayarse en el estudio científico-social de los seres humanos concretos y actuales,
de su vida, actividades, diversas necesidades y, principalmente, de su desarrollo. Y, si se
quiere ser más preciso, en cualquiera de tales estudios la cuestión del poder (económico,
socio-político e ideológico- cultural) y su ejercicio de clase dominante tiene que ocupar,
directa o mediatamente, pero de modo imprescindible, un lugar central. Esto es así porque
resulta por completo imposible establecer separación real entre los complejos procesos
sociales dentro de los que se desarrolla la vida cotidiana de las personas y las capacidades
de éstas para hacer, pensar y sentir; y porque los usos y abusos de dicho poder repercuten
en las ideas y prácticas de la gente, en sus sentimientos y emociones, en su imaginación y
sus sueños: en definitiva, en el conjunto íntegro de elementos que configuran a las personas
como seres humanos reales y que cristalizan en formas diversas según cada biografía
concreta relacionada con el lugar que cada quien ocupa en la sociedad, entre otros factores.
Como es de esperar, estas condiciones concretas están hoy conveniente y totalmente
sepultadas en las hipócritas prédicas oficiales sobre el “desarrollo humano”, en las que las
personas han perdido su contextura real para ser convertidas en helados datos estadísticos;
y en las santurronas exhortaciones para promover la “inclusión social” de los desposeídos
del mundo, con absoluta prescindencia de la más elemental justicia. Un alambicado y vacuo
lenguaje al uso con pretensiones “científicas” (donde se mezclan los lugares comunes de un
desvarío que se forja quimeras con aberrantes disparates fetichistas, como tipificar de
“capital humano” a los explotados) satura con desenfreno todos los medios de difusión para
intentar vanamente justificar lo injustificable. Como decía Marx, “estas bellas fórmulas
literarias que, por medio de analogías, ordenan todo en todo, pueden parecer ingeniosas
cuando se oyen por primera vez, y esto tanto más cuanto que identifican lo que hay de más
incoherente. Cuando son repetidas, y no sin fatuidad, como si tuvieran una importancia
científica, son simplemente necedades. Dichas fórmulas se deben a esos presuntuosos que
ven todo color de rosa, hablan sin fundamento y envuelven todas las ciencias en su
hojarasca” (16).
Se pretende así restar importancia e incluso maquillar el hecho de que las mayorías
sociales no sólo se enfrentan al conjunto de medidas empresariales y gubernamentales para
hacerles cargar el peso de las crisis, agravando más su mísera situación objetiva, sino
también a la multiforme y permanente agresión mediática e institucional y a la represión
violenta de sus protestas y exigencias. Sin embargo, pese al incremento de su expoliación, a
las medidas de fuerza dirigidas a contenerlos, al incesante sembrado de ilusiones para
desviarlos de su justa ruta contestataria y a sus propias debilidades transitorias, los
oprimidos emergen sin pausa por todas partes, resisten, se organizan, se van educando a sí
mismos en el curso de su propia actividad, perfilan su conciencia sobre las causas reales de
la precaria situación en que subsisten y, a través de sus luchas cotidianas, va abriéndose
paso entre ellos la convicción de que necesitan transformar el mundo mediante sus propias
acciones. Con renovada energía, los expoliados despliegan combates de clase en todas sus
formas y esa lucha atraviesa el sistema capitalista en extensión y profundidad, sirviendo de
base para articular diversas acciones masivas directas (de género, étnicas, en defensa de los
derechos humanos, por el respeto a las diferencias en la orientación sexual, etc.) y con
repercusión intensa y a fondo en el psiquismo y la conducta de las personas, tengan o no
conciencia clara de tal hecho.
Todo lo que hoy ocurre en el mundo no tiene parangón con momentos anteriores de
la historia de la civilización. Sin embargo, al igual que en cualquiera de esos momentos, la
apreciación real de los seres humanos y de sus condiciones social-concretas de existencia
y desarrollo es imposible al margen de la lucha de clases y de su curso objetivo. Este
escenario, siempre tan interesada y ramplonamente denostado, representa el marco en el
que la creativa tenacidad humana ha ido logrando conquistas históricamente ascendentes en
la perspectiva de dotar a la realidad social del carácter que exige la propia condición del
hombre; es el factor que ha posibilitado a éste ir adquiriendo conscientemente su auténtica
dimensión como sujeto de la historia. Este activo sujeto, individual o colectivo, constituye
un núcleo de razón y verdad históricas que no se reduce ni puede ser reducido a mero
“soporte” pasivo de estructuras sociales, a simplista, abusiva y anónima encarnación de
relaciones productivas, a epifenómeno derivado y subsidiario de relaciones económicas, o a
gaseoso “efecto colateral” de una historia concebida como “proceso sin sujeto” (tal cual lo
postuló absurdamente Althusser). Los individuos portan la razón para guiar su praxis y
otorgarle a la actividad humana capacidad transformadora de las circunstancias en función
de la satisfacción de necesidades diversas, en una dialéctica en la que la historia hace al
hombre y éste hace a la historia. Por ello, la acción colectiva de la lucha de clases
posibilita el despliegue de la subjetividad humana y el desarrollo de la conciencia sobre la
realidad, haciendo viable que los sujetos oprimidos gesten su auto-organización y pongan
en juego sus instrumentos para modificar el mundo.
En todo caso, las circunstancias objetivas en el mundo actual obligan a revalorizar la
enorme y decisiva significación de la subjetividad humana en la actividad individual y
colectiva (sobre todo en lo concerniente a la transformación de la sociedad y del propio
hombre), a reconsiderar las modificaciones positivas que la lucha social va introduciendo
en ella y a encarar con energía las medidas orientadas a promover la ruptura concreta e
histórica de sus aherrojamientos. Pero también a tener muy en cuenta los cambios negativos
que va experimentando bajo la influencia distorsionante y disgregadora de un sistema social
en total y acelerada decadencia y descomposición. No constituye secreto alguno que para la
burguesía la captura de la subjetividad de los desposeídos ha sido siempre un objetivo de
primordial relevancia como recurso para resistir los cambios sociales y preservar su sistema
de explotación. Esto tiene suma importancia para los pueblos y países del Tercer Mundo, en
particular de América Latina y el Caribe, porque, como advierte Samir Amin, “la expansión
capitalista no comporta únicamente una adquisición económica de las sociedades situadas
en la periferia: también es, tal como ilustra la historia, expansión ‘blanca’, destrucción de
las culturas no ‘europeas’, genocidio de los pueblos marginados (empezando por los indios
de América y la trata de negros), asimilación forzada y desculturización masiva,
empobrecimiento tecnológico y hambrunas crónicas: todo lo que ha estado acompañando a
la historia del capitalismo desde sus orígenes y lo sigue estando en la actualidad” (17).
Este proceso es especialmente notorio hoy, en el siglo XXI, en el contexto de la
grave y profunda crisis del capitalismo senil. Para garantizar la vigencia del sistema en
degeneración indetenible y asegurar su propia supervivencia, la gran burguesía imperialista
no sólo está empeñada en expoliar con creciente sevicia a las poblaciones, destruir el tejido
social, agredir salvajemente a la naturaleza, desatar una vasta ofensiva militar de agresión y
rapiña en todo el mundo y multiplicar su producción de armas de destrucción masiva, sino
también en ejercer fieramente su control informático del planeta y desplegar las nuevas y
asimétricas guerras culturales de IV y V Generación en procura de colonizar a fondo y de
modo permanente las mentalidades. Su pretensión de sojuzgar por tiempo indefinido la
conciencia, el corazón y la conducta de hombres, mujeres y niños, tiene como objetivo
convertir a las personas en entes mecanizados y adocenados, orientados por el afán
consumista, sumidos en un aplanado conformismo y constreñidos a actuar únicamente en
función del esquema estímulo-respuesta para servir “sin dudas ni murmuraciones” a las
necesidades del capital.
Por ello, para la gran burguesía imperialista ya no se trata tanto de liquidar el
pensamiento crítico para imponer un “pensamiento único”, como de eliminar cualquier
posibilidad de pensamiento a través del total sometimiento de la vida cotidiana de las
gentes. Con una atosigante ofensiva mediática, manipula el acervo cultural y el sentido
común en procura de “naturalizar” la asfixiante asimetría de las relaciones sociales
capitalistas y de hacer ver que “no existe alternativa” (Thatcher dixit), debiendo discurrir
todo por los rieles establecidos. Así, sacraliza como “natural” la existencia de ricos y
pobres en la sociedad y en las naciones, presenta el simple “esfuerzo individual” como
salida exclusiva a las condiciones de miseria de las grandes mayorías y ensalza su propia
“filantropía” como “generosa” actividad para “aliviar” en algo la situación de los más
aplastados por el sistema. Incluso el lenguaje resulta uniformizado totalitariamente en una
versión más sofisticada que la de la “neo-lengua” descrita por Orwell en la novela 1984:
“paz”, “democracia”, “igualdad”, “bienestar”, etc., son términos y conceptos vaciados por
completo de contenido real y que sólo sirven para el despliegue de una propaganda
desmovilizadora que utiliza abundantes y axiomáticos clichés al uso (“la política es sucia”,
“siempre ha habido y siempre habrá corrupción”, “el éxito económico es hijo del esfuerzo
personal”, “las grandes fortunas se originan en el ahorro”, etc.) y que se asienta en el
sentido común para eternizar el estado de cosas imperante.
Con la subjetividad humana convertida en campo de batalla privilegiado, indica
Eliades Acosta, las guerras culturales de nuestros días “remiten a la lucha de clases y a la
contraposición de ideas a partir de cosmovisiones enfrentadas, pero en especial a los
valores que se atacan o promueven. Es en el terreno de los valores donde se libran las
batallas culturales decisivas, pues ellos condicionan directamente las actitudes prácticas de
las personas, su indiferencia o activismo, su capacidad de resistencia o su rendición, su
pertenencia o no a un partido político, su aceptación o rechazo a las políticas de un
gobierno, su postura ante la religión y la filosofía”. En última instancia, “es en la
observación de los valores que profesan los individuos, las clases sociales y los pueblos
donde se puede medir la eficacia de la propaganda política, de la publicidad, de la
educación, de las campañas mediáticas, de la promoción del arte y la literatura. Los valores
se adquieren y se pierden en dependencia no sólo de las condiciones materiales reinantes,
sino también debido al esfuerzo organizado… para crearlos, reforzarlos o anularlos. Esta
última peculiaridad es la que los hace especialmente atractivos para la labor ideológica de
quienes defienden los intereses de las clases sociales en pugna. Por eso, las guerras
culturales contemporáneas giran a su alrededor”.
En las guerras culturales de IV y V Generación que hoy lleva a cabo el imperialismo
contra los pueblos del planeta, no sólo “se borran los límites tradicionales entre guerra y
política, paz y conflicto, soldados y civiles, línea de frente y retaguardia”, sino que también
las estrategias militares muestran “una reorientación hacia un mayor reconocimiento del
valor de los factores subjetivos, y especialmente de los culturales… A fin de cuentas, las
estrategias de dominación y hegemonismo no pueden ignorar la atmósfera en la cual han
de ser impuestas, ni los estados de ánimo de los dominados”. De allí que “en las actuales y
futuras guerras del Imperio las herramientas culturales están teniendo y seguirán
adquiriendo un peso cada vez mayor”, poniendo gran énfasis en “el potencial de las nuevas
tecnologías y el potencial de las ideas”. Así, actualmente “los arrolladores avances en las
ciencias, las telecomunicaciones y las tecnologías hacen de la esfera cultural y de la mente
de los hombres el campo de batalla definitivo, la última frontera a conquistar, el último
reducto enemigo a asaltar” (18). Ante esto, los explotados y oprimidos no pueden
permanecer indiferentes y la batalla de ideas por la preservación de su identidad y sus
valores constituye una exigencia ineludible.
La gran crisis civilizatoria
Por consiguiente, todos los elementos objetivos anotados colocan en un plano de
cardinal relevancia el problema de la concepción del hombre, de las condiciones histórico-
concretas de su vida y actividad actuales, de su desarrollo colectivo e individual, y de su
futuro. Hacen sumamente necesario, entonces, examinar el estado en que se encuentra hoy
la sociedad burguesa, en la que nunca antes se habían desencadenado al mismo tiempo
tantas posibilidades y fuerzas destructivas para el sistema capitalista en su conjunto. Desde
el 2008, una enorme crisis económico-financiera viene carcomiendo desde dentro y por
completo el entramado social del sistema burgués, reuniendo, condensando y sintetizando
un muy variado conjunto de contradicciones sociales insolubles que convergen sobre una
misma matriz. Tal crisis, que expresa la decadencia del sistema, está enlazada internamente
con otras no menos graves en los planos ecológico-ambiental y energético, alimentario y
humanitario, político-militar y tecnológico, urbano y rural. La sobreproducción estructural,
la saturación de mercados, la recesión con tendencia progresiva a la depresión, el sobre-
endeudamiento de Estados y empresas, la imposibilidad de solventar los débitos externos e
internos y la ruptura de la cadena de suministros y pagos, están unidas de modo inseparable
con la descomposición y desintegración social, la pobreza extrema en la periferia del
sistema mundial, el desempleo cada vez más acusado y la crisis cultural de las formas de
subjetividad hasta ahora predominantes en el capitalismo senil. Ante todo esto, los medios
de difusión al servicio de la gran burguesía imperialista (televisión, internet, cine, prensa,
radio) y el conjunto de las llamadas “industrias culturales post-modernas” ocultan los nexos
recíprocos entre estos procesos y su pertenencia orgánica a una misma totalidad sistémica
que organiza y da sentido a los fenómenos yuxtapuestos de una crisis múltiple.
La severa crisis económico-financiera que hoy agobia al capitalismo y afila de modo
creciente y muy peligroso los peores rasgos de sus clases dominantes requiere ser estudiada
a fondo, pero además como uno de los aspectos de la crisis de la civilización burguesa.
Este doble y dialéctico proceso afecta profunda y brutalmente la existencia, la actividad
integral y el psiquismo de las personas, incidiendo de múltiples maneras en su desarrollo.
Por ello, su indagación desde la economía política y el materialismo histórico adquiere el
carácter de exigencia cognoscitiva y práctica que no puede ser descuidada ni, menos aún,
evadida o ignorada. Por ello mismo, debe quedar claro de inicio que el encaramiento
científico de estas cuestiones tiene que estar absolutamente alejado de la elusión y la ilusión
con respecto a los problemas reales, siendo radicalmente distinto y opuesto a la concepción
fetichista y a los enfoques tecnocrático-reduccionistas de los apologistas neoclásicos del
sistema (a quienes Marx denominó “economistas vulgares”). Tal es el caso, por ejemplo, de
Paul Samuelson que, en su Curso de Economía Moderna, suplanta la economía política por
una tosca y mediocre “economía” a secas, aislada del modo de producción históricamente
específico y casi limitada en forma arbitraria a examinar básicamente la asignación de
recursos productivos escasos; o de los teóricos neoclásicos afines empeñados, en esencia,
sólo en dilucidar cómo ocurre la formación de los precios en el mercado.
Bajo el capitalismo, ha apuntado Robin Blackburn, “la economía, como disciplina
académica, se ha alejado continuamente de la explicación del mundo real. Y se ha centrado
más en axiomas formales y modelos matemáticos que sólo tienen una precaria relación con
la realidad” (19), careciendo de capacidad predictiva (precisamente porque sus referentes
son elementos sesgados o definitivamente irreales) y escondiendo su ignorancia tras un
espeso velo de ecuaciones y fórmulas estériles en las que las personas han desaparecido. De
allí que en la economía política al servicio del sistema la preocupación central sea ocuparse
única y fragmentariamente de cosas y de nexos entre cosas, o en todo caso de vínculos
entre individuos aislados y cosas, con total omisión de los sujetos histórico-concretos y sus
necesidades efectivas, es decir, de las personas de carne y hueso y de las circunstancias
objetivas específicas dentro de las cuales se relacionan de modo social principalmente para
producir, desplegar su existencia y sus capacidades, pensar, imaginar y sentir, crear la
cultura, la ciencia y el arte, desarrollarse como seres humanos y construir el futuro.
Esta distorsión de los procesos reales, tal cual anota Isaak Rubin siguiendo a Marx,
ocurre porque “como en la sociedad mercantil-capitalista las personas se vinculan en
relaciones de producción a través de la transferencia de cosas, las relaciones de producción
entre los hombres adquieren un carácter material. Esta ‘materialización’ se produce porque
la cosa, a través de la cual las personas entran en relaciones definidas unas con otras,
desempeña un papel social particular al vincular personas; desempeña el papel de
‘intermediario’ o ‘portador’ de la relación de producción dada”. Con ello, “las relaciones de
producción entre las personas parecen depender de las formas sociales de las cosas, y no al
revés”.
Objetivamente, “la naturaleza específica de la economía mercantil-capitalista reside
en el hecho de que las relaciones de producción entre las personas no se establecen
solamente para las cosas, sino también a través de las cosas. Esto es precisamente lo que da
a las relaciones de producción entre los individuos una forma ‘materializada’, ‘cosificada’,
y origina el fetichismo de la mercancía, la confusión entre el aspecto técnico-material y el
aspecto económico-social del proceso de producción”, trastocándose todo y dando lugar a
la “personificación de las cosas” y a la “cosificación de las personas”. La “materialización”
de las relaciones de producción constituye el proceso en el que determinadas relaciones
productivas (por ejemplo, entre capitalistas y obreros) conducen a asignar características
sociales específicas a las cosas mediante las cuales las personas se relacionan entre sí
(verbigracia, la forma social del capital), perdiéndose de vista el vínculo interhumano y/o
considerándolo puramente subalterno. Y la “personificación” de las cosas representa el
proceso en el que la existencia de objetos con determinada forma social, por ejemplo, el
capital, permite a su propietario aparecer como capitalista y trabar relaciones de producción
concretas con otras personas cuya condición humana se “cosifica”, se reduce al nivel de
objeto manipulable para la obtención de réditos económicos.
Pero “La economía política no es una ciencia de las relaciones entre las cosas, como
pensaban los economistas vulgares, ni de las relaciones entre las personas y las cosas,
como afirmaba la teoría de la utilidad marginal, sino de las relaciones entre las personas en
el proceso de la producción”. Es, pues, una ciencia que estudia “la actividad laboral
humana, no desde el punto de vista de sus métodos e instrumentos de trabajo, sino desde el
punto de vista de su forma social. Trata de las relaciones de producción que se establecen
entre los hombres en el proceso productivo”. De tal suerte, el modo de producción
capitalista “representa la unión del proceso técnico-material y sus formas sociales, vale
decir, la totalidad de las relaciones de producción entre las personas. Las actividades
concretas de la gente en el proceso de producción técnico-material presuponen relaciones
de producción concretas entre ellos, y viceversa. El objetivo final de la ciencia es
comprender la economía capitalista como un todo, como un sistema específico de fuerzas
productivas y relaciones de producción entre las personas”.
Por ello, “La teoría del materialismo histórico de Marx y su teoría económica giran
alrededor de un problema básico: la relación entre las fuerzas productivas y las relaciones
de producción. El objeto de ambas ciencias es el mismo: los cambios en las relaciones de
producción que dependen del desarrollo de las fuerzas productivas. El ajuste de las
relaciones de producción a los cambios de las fuerzas productivas (proceso que adopta la
forma de contradicciones crecientes entre las relaciones de producción y las fuerzas
productivas, y la forma de cataclismos sociales causados por esas contradicciones) es el
tema básico de la teoría del materialismo histórico” (20), naturalmente sin colocar en un
plano de importancia menguada la parte de éste que trata del proceso y las leyes del
desarrollo de la política, la ideología, la cultura y el psiquismo del hombre. Ajeno a los
reduccionismos, economicistas o de cualquier tipo, el materialismo dialéctico e histórico
tiene plenamente en cuenta todos los niveles de la realidad y de la vida social. Encara los
fenómenos filosóficos, políticos, científicos, artísticos, jurídicos, morales, etc. y las más
diversas manifestaciones de la conciencia humana, demostrando su contenido objetivo y su
intrínseca relación con el real desarrollo de la sociedad que, en última instancia, depende de
su capacidad para reproducir y desplegar las condiciones materiales para su propia
existencia.
Por consiguiente, el análisis desde la economía política no utiliza las categorías de
ésta cual si fueran abstracciones “puras” e intemporales referidas a cosas, sino como formas
históricas del pensamiento que reflejan y expresan teóricamente determinadas relaciones
entre los hombres para producir de modo social-concreto. De allí que, en rigor, tal análisis
tenga necesariamente que referirse a la modalidad histórica de división y organización de
la actividad laboral de las personas en su ligazón íntima con una forma específica de
propiedad de los instrumentos, materiales y productos del trabajo. Ambos elementos son
determinantes y condicionantes esenciales de las relaciones entre los sujetos, de los tipos
del quehacer social e individual, de las necesidades materiales y espirituales del hombre,
de la calidad de la vida humana y de los elementos concretos que intervienen en el
desarrollo de los individuos, con las respectivas consecuencias en la conciencia social y la
actividad psíquica de los sujetos (incluyendo las retroacciones de ambas sobre la base que
las origina). Así, el estudio de la profunda crisis estructural del capitalismo como sistema
económico-social históricamente dominante debe tener en su base la dilucidación de las
relaciones sociales que le son propias y, por tanto, la indagación sobre la civilización y la
cultura que se edifican en función de ellas, con toda su multiforme y compleja incidencia en
la vida, la actividad y el desarrollo de las personas.
La economía política y el materialismo histórico constituyen, pues, dos niveles de
análisis dialécticamente interconectados que, contando además con el aporte de diversas
ciencias, proporcionan el conocimiento integral del capitalismo como modalidad histórica
de existencia de la sociedad y de los individuos que la conforman, lo mismo que de las
condiciones concretas que hacen posible su transformación cualitativa en función de las
contradicciones y antagonismos que le son inherentes y del desarrollo de la lucha de clases
que se despliega en su seno. En esta perspectiva, cabe, entonces, el análisis del sistema
capitalista y de la crisis gigantesca en que se halla sumido en su fase senil y degenerativa,
de la forma en que su propio devenir desestructura la vida social y la cultura, hunde en el
caos la existencia de los individuos, distorsiona su psiquismo, afecta a profundidad su
desarrollo como seres humanos, y altera y deforma radicalmente las relaciones entre las
colectividades y la naturaleza.
Notas
(20) Isaak I. Rubin: “Ensayo sobre la teoría marxista del valor”. Pasado y Presente,
México 1982, pp. 78, 79, 49 y 48
Notas
(1) Georg Lukács señala que dialécticamente “la producción y la reproducción de una
totalidad económica determinada, que es tarea de la ciencia conocer, necesariamente se
transforman (en verdad, trascendiendo la economía ‘pura’, pero sin recurrir a ninguna
fuerza trascendente) en proceso de producción y de reproducción de una sociedad global
determinada” (“Historia y conciencia de clase”. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana
1970, p. 49). Y recuerda que en El Capital Marx había anotado “clara y netamente” que el
proceso de producción capitalista, considerado en su continuidad o como proceso de
reproducción, no produce sólo mercancías o sólo plusvalía; produce y reproduce la propia
relación capitalista: por un lado al capitalista, por el otro al asalariado, es decir, la sociedad
burguesa.
(2) K. Marx: “El Capital”. EDAF (2 tomos), Madrid 1967, t. I, pp. 903, 977, 920 y 476
(3) Georg Lukács: ob. cit., pp. 59, 63 y 238
(4) Marx mostró las raíces histórico-sociales y gnoseológicas de este fenómeno: “El primer
estudio teórico del régimen moderno de producción (el sistema mercantil) parte
necesariamente de los fenómenos superficiales del proceso de circulación que se han hecho
independientes en el movimiento del capital mercantil; por esta razón, ese estudio sólo
acaparaba las apariencias. Esto se debe, en parte, a que el capital mercantil es la primera
forma autónoma de existencia del capital en general; en parte, a la influencia preponderante
que ejerce en el primer período de perturbación de la producción feudal, período que es el
origen de la moderna producción”. Por eso, “la ciencia real de la economía moderna
comienza sólo allí donde el examen teórico pasa del proceso de circulación al proceso de
producción”. Sin embargo, “el análisis de las conexiones reales del proceso de producción
capitalista es una cosa muy complicada que exige un trabajo minucioso. Si reducir el
movimiento visible, simplemente aparente, al movimiento interno real es trabajo de la
ciencia, resulta lógico que en las cabezas de los agentes de la producción y de la circulación
capitalista nazcan necesariamente concepciones sobre las leyes de la producción que
difieren por completo de estas leyes, que en su conciencia no son sino el reflejo del
movimiento aparente. Las ideas de un comerciante, de un especulador de la bolsa, de un
banquero, están necesariamente deformadas; las de los productores están falseadas por los
actos de la circulación a los que su capital está sometido y por la nivelación de la cuota
general de beneficio. Además, la concurrencia desempeña necesariamente en sus mentes un
papel también invertido”. De allí que, prisioneros de las apariencias, los “economistas
vulgares” no pudieran entender las diferencias y correspondencias entre plusvalía y
beneficio, ni entre cuota de plusvalía y cuota de beneficio, porque “el origen real de la
plusvalía está oscurecido y mistificado” ya que “la plusvalía, transformada en beneficio,
reniega de su origen y pierde su carácter, se ha vuelto irreconocible”. Por ello, esos
economistas abandonaban “toda base sólida de razonamiento científico para atenerse a las
diferencias aparentes del fenómeno. Esta confusión de los teóricos es la que mejor
demuestra hasta qué punto el capitalista práctico, obnubilado por la concurrencia y sin
enterarse de los fenómenos, es incapaz de reconocer, más allá de las apariencias, la
verdadera esencia y la estructura de este proceso” (“El Capital”, ed. cit., t. II, pp. 741, 716,
554 y 556)
(5) K. Marx: “Fundamentos de la crítica de la Economía Política” Grundrisse (2 vol.).
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1970, t. I, pp. 38 y 39. Karel Kosic explica de
modo muy claro las formulaciones marxianas: “El método de ascenso de lo abstracto a lo
concreto es el método del pensamiento; con otras palabras, esto significa que es un
movimiento que se opera en los conceptos, en el elemento de la abstracción. El ascenso de
lo abstracto a lo concreto no es el paso de un plano (sensible) a otro (racional), sino un
movimiento del pensamiento y en el pensamiento. Para que éste pueda avanzar de lo
abstracto a lo concreto, debe moverse en su propio elemento, es decir, en el plano abstracto,
que es la negación de lo inmediato, de la evidencia y de lo concreto sensible. El ascenso de
lo abstracto a lo concreto es un movimiento en el que cada comienzo es abstracto y cuya
dialéctica consiste en la superación de esta abstracción. Dicho ascenso es, pues, en general,
un movimiento de la parte al todo y del todo a la parte, del fenómeno a la esencia y de la
esencia al fenómeno, de la totalidad a la contradicción y de la contradicción a la totalidad,
del objeto al sujeto y del sujeto al objeto. El progreso de lo abstracto a lo concreto como
método materialista del conocimiento de la realidad es la dialéctica de la totalidad
concreta, en la que se reproduce idealmente la realidad en todos sus planos y dimensiones.
El proceso del pensamiento no se limita a transformar el todo caótico de las
representaciones en el todo diáfano de los conceptos; sino que en este proceso es diseñado,
determinado y comprendido, al mismo tiempo, el todo mismo” (“Dialéctica de lo concreto.
Estudio sobre los problemas del hombre y el mundo”, Grijalbo, México 1976, p. 49)
(6) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. II, p. 648
(7) Al respecto, Jorge Beinstein precisa que “la historia no se repite; ninguna crisis cíclica
mundial se parece a otra y todas ellas, para ser realmente entendidas, deben ser incluidas en
el recorrido temporal del capitalismo, en su gran y único súper-ciclo. Esto es lo que nos
permite, por ejemplo, distinguir a las crisis cíclicas de crecimiento, juveniles del siglo XIX,
de las crisis seniles de finales del siglo XX y del siglo XXI” (“Autodestrucción sistémica
global, insurgencias y utopías”, Texto presentado en el Ciclo de Conferencias “Los retos de
la humanidad: construcción social alternativa”, Universidad Nacional Autónoma de
México, 23-25 octubre 2012)
(8) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. II, p. 649 y 648
(9) Ibid.: t. I, pp. 659, 654, 674, 681, 652, 671, 672 y 675
(10) Ibid.: t. II, pp. 630, 639, 636-637, 607, 618, 640, 648 y 640
(11) K. Marx: “Historia crítica de la teoría de la plusvalía”, Brumario, Buenos Aires 1974,
t. II, p. 31. Marx señalaba que “el modo de pensar de los burgueses y de los economistas
vulgares” proviene del hecho de que “en su cerebro no se refleja nunca más que la forma
fenoménica, inmediata de las relaciones, y no su concatenación interna. Por lo demás, si no
ocurriese así, ¿para qué sería necesaria la ciencia?” (Carta a Engels, 27 junio 1867, en K.
Marx: “El Capital”, ed. cit., t. I, p. 840). Objetivamente, la situación social concreta de una
clase explotadora dominante y de sus ideólogos, lo mismo que las particularidades de su
práctica, implican un condicionamiento histórico que entorpece y deforma su aproximación
gnoseológica y epistemológica a los procesos y fenómenos reales y a su propia índole,
determinando una copiosa elaboración de representaciones ilusorias que están en
permanente contradicción con los hechos. Tal distorsión la graficó, de modo grotesco, el
neo-keynesiano Edmond Phelps, premio Nobel de Economía 2006. Evaluando los graves
problemas sistémicos de la actual crisis, sostuvo en el 2009 que se trataba de “simples
contratiempos” manejables “trayendo de vuelta las ideas keynesianas y la regulación”. En
su peculiar entender, el capitalismo es como un compositor de música: “Puede tener días
malos, de pereza, en los cuales no puede producir, pero si se le mira globalmente se verá
que es maravilloso. Pensemos en Mozart: también él debió haber tenido algún día malo. Así
es el capitalismo en crisis: igual que los días malos de Mozart”. Ante tan ridículos
disparates, el reconocido investigador István Mészarós comentó ácidamente que Phelps
había sido premiado cuando en realidad debió haber recibido urgente atención psiquiátrica.
(12) Cf. Karl Polanyi: “La gran transformación. Crítica del liberalismo económico”. FCE,
México 1991, Con respecto al fascismo, en el capítulo “La historia en el engranaje del
cambio social”, este autor anota: “el carácter destructor de la solución fascista era evidente.
Ella proponía una manera de escapar a una situación institucional que no tenía salida y
que era, en lo esencial, la misma en un gran número de países; y, sin embargo, ensayar este
remedio era esparcir por todos lados una enfermedad mortal. Así perecen las
civilizaciones… La solución fascista al callejón sin salida en el cual se había metido el
capitalismo liberal puede ser descrita como una reforma de la economía de mercado
realizada al costo de la extirpación de todas las instituciones democráticas, a la vez en el
terreno de las relaciones industriales (disolución o sumisión de los sindicatos y anulación
de las conquistas laborales. N. del T.) y en el campo de la política. El sistema económico
que amenazaba con quebrarse debía así revivir, mientras que las poblaciones serían ellas
mismas sometidas a una reeducación destinada a desnaturalizar el individuo y a
convertirlo en incapaz de funcionar como unidad responsable del cuerpo político”. Esta
descripción, ¿no guarda similitudes con lo que ocurre en nuestros días? Así, pues, el
fascismo anida germinalmente en el capitalismo, es decir, constituye un brutal recurso para
preservar el sistema y el dominio de la gran burguesía imperialista en todo el planeta: fue
una “solución” salvaje puesta en marcha en su momento por el liberalismo y lo sigue
siendo, de modo “democrático”, en el contexto neoliberal de la actual crisis.
(13) Cf. Samir Amin: “La desconexión”, Ediciones del Pensamiento Nacional, Buenos
Aires 1989; y “Los fantasmas del capitalismo. Una crítica de las modas intelectuales
contemporáneas”, El Áncora, Bogotá 1999. Bajo la influencia social e ideológico-política
del neoliberalismo, una moda actual es la revisión “superadora” de la teoría marxista del
valor-trabajo hecha por ciertos intelectuales “neo-marxistas”, como Toni Negri, P. Virno y
M. Boutang, que propugnan el “capitalismo cognitivo”. Éste sería un “nuevo” capitalismo
en el que el valor de las mercancías no estaría determinado por el tiempo de trabajo social
necesario invertido en su producción, sino por la inversión directa del conocimiento
socialmente acumulado en el curso histórico del proceso productivo. Por tanto, el “valor-
saber” habría desplazado del lugar central al valor-trabajo en la creación de valor,
iniciándose así una “tercera ola post-industrial” del capitalismo en la que la función
decisiva sería desempeñada por el “trabajo inmaterial”. Con ello, habría aparecido un nuevo
sujeto social explotado: el “cognitariado”, que sería el encargado de “superar” el modo
burgués de producción y las formas de trabajo que éste impone. (Cf. Olivier Blondeau y
otros: “Capitalismo cognitivo, propiedad intelectual y creación colectiva”, Traficantes de
sueños, Madrid 2004; y Y. Moulier Boutang: “Le capitalisme cognitif. La nouvelle grand
transformation”, Éditions Amsterdam, Paris 2007). Postular estas baratijas ideológicas,
perpetradas en el centro del sistema por académicos totalmente desvinculados del acontecer
social real y de la lucha de clases objetiva, no sólo significa falsear la realidad capitalista,
sino también intentar meter cuñas entre los trabajadores para impedir su unidad de
pensamiento y acción. Se trata de alijos directamente emparentados con las trampas de la
llamada “sociedad del conocimiento” y que no pueden ocultar su onerosa deuda con las
formulaciones de “teóricos” como Alvin Toffler y Peter Drucker. Por otro lado, hay que
recordar que Negri es un reincidente: en el 2000 ya había intentado, junto con Michael
Hardt, “borrar” al imperialismo para sustituirlo por un nebuloso “Imperio” y “desaparecer”
al proletariado como sujeto histórico del cambio revolucionario para suplantarlo por la
“multitud”, pretensión demolida por muchos destacados investigadores, entre ellos Atilio
Boron (“Imperio & Imperialismo”, Clacso, Buenos Aires 2004)
(14) Georg Lukács: “Historia y conciencia de clase”, ed. cit., p. 93
(15) Cf. al respecto Andrés Piqueras: “Capitalismo mutante. Crisis y lucha social en un
sistema en degeneración”. Icaria, Barcelona 2015
(16) Cf. David Harvey: “El nuevo imperialismo”. Akal, Madrid 2004 (particularmente el
capítulo IV “La acumulación por desposesión”). Además, James Petras: “El gran reparto
de tierras. Neocolonialismo por invitación”, en Docencia, Revista de Educación y Cultura
N° 27, Lima (febrero 2009). Renán Vega Cantor: “Biodiversidad. La feroz agresión
neoliberal”, en Docencia, Revista de Educación y Cultura N° 35, Lima (febrero 2011); y
“Capitalismo gangsteril y despojo territorial”, en Cepa N° 14, Bogotá (febrero-junio 2012)
(17) Cf. Thomas Piketty: “El capital en el siglo XXI”. FCE, Madrid 2014. Este autor
recopila datos históricos y tablas estadísticas que pueden ser de utilidad como material
empírico en el análisis del sistema, pero que él mismo interpreta de modo arbitrario sin
poder ir más allá de la apariencia de los fenómenos. Su concepción entronca con la
economía burguesa clásica y neo-clásica; pasa por alto la teoría del valor-trabajo poniendo
el acento en la distribución y el consumo, y no en la producción; se refiere al “capital”
identificándolo de modo burdo con “riqueza”; nunca habla del capitalismo como sistema; y
las categorías que maneja acríticamente (capital, trabajo, riqueza, ahorro, ingreso nacional,
etc.) tienen un carácter natural y ahistórico, siendo para él constantes válidas e
indiscutibles. Considera que acabar con el capitalismo sería “el apocalipsis” y se limita a
cuestionar una “específica modalidad” de su funcionamiento que generaría honda
desigualdad social, pero que sería “rectificable” con “avances democráticos” en el marco de
un “Estado de derecho”. Anota que “existen medios para que la democracia y el interés
general logren retomar el control del capitalismo y de los intereses privados, al tiempo que
rechazan los repliegues proteccionistas y nacionalistas”. Y asume que “la solución correcta
es un impuesto progresivo anual sobre el capital” que serviría para “evitar la interminable
espiral de desigualdad y preservar las fuerzas de la competencia y los incentivos para que
no deje de haber acumulaciones originarias”. Es decir, propone más de lo mismo y, en
buena cuenta, el “control” de la economía “liberándola” de su sometimiento al “libre
mercado”, la reforma del sistema fiscal, el impulso a los cambios tecnológicos y el
desarrollo de la educación, todo lo cual abonaría como “remedio” a las asimetrías
existentes. En definitiva, Piketty elude las causas económicas, sociales y políticas que
producen profundos e irremediables antagonismos y desequilibrios en todo el recorrido
histórico del capitalismo, para centrarse sólo en las consecuencias de su “funcionamiento
adverso” en un momento de ese recorrido, aportando “ideas” para “salvar” al sistema. Por
tanto, con selectiva amnesia, olvida de modo ridículo la lucha de clases como dinámica del
desarrollo y la transformación sociales e ignora por completo los serios daños ecológicos
que genera la depredadora actividad económica bajo el capitalismo. Sus planteamientos
“críticos”, de raíz social-demócrata, defienden objetivamente al sistema y han generado
inocultable entusiasmo en ciertos sectores “progresistas”, “izquierdistas” e incluso
“revolucionarios”.
(18) Cf. Clara Valverde Gefaell: “De la necro-política neoliberal a la empatía radical.
Violencia discreta, cuerpos excluidos y repolitización”. Icaria/Más madera, Barcelona 2015
(19) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. II, pp. 650, 577, 655 y 656
(20) Ibid.: t. I, pp. 945 y 995
(21) F. Engels: “Del socialismo utópico al socialismo científico”, en K. Marx y F. Engels:
“Obras Escogidas”, Progreso, Moscú 1983, pp. 440, 443-444 y 447
(22) Marx indicaba que “lo característico de la sociedad burguesa consiste precisamente…
en que a priori no hay una regulación consciente, social de la producción”, de modo que,
como ocurre en la naturaleza, “lo racional y lo necesario se producen… sólo como un
promedio que opera ciegamente” (Carta a Kügelman, 11 julio 1868, en K. Marx y F.
Engels: “Correspondencia”, Editora Política, La Habana 1988, p. 275). Y Engels señalaba
que “toda sociedad basada en la producción de mercancías presenta la particularidad de que
en ella los productores pierden el mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual
produce para sí, con los medios de producción de que acierta a disponer, y para las
necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma
clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto
individual responde a una demanda efectiva, si podrá venderlo. La anarquía impera en la
producción social. Pero la producción de mercancías tiene, como toda forma de
producción, sus leyes características, propias e inseparables de la misma; y estas leyes se
abren paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en
la única forma de trabazón social que subsiste: en el cambio, y se imponen a los
productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas de la competencia. En un
principio, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga experiencia las vaya
revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos
como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto impera
sobre el productor”. De este modo, “la contradicción entre la producción social y la
apropiación capitalista se manifiesta como… antagonismo entre la organización de la
producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la
sociedad” (“Del socialismo utópico al socialismo científico”, en ob. y ed. cit., pp. 437 y
438). Cf. al respecto Francois Chesnais: “Crisis económica y crisis ecológica. Orígenes
comunes” y “Contradicciones y antagonismos del capital mundializado: Amenazas a la
humanidad”, en Docencia. Revista de Educación y Cultura, Lima, N° 28 (mayo 2009) y N°
30 (noviembre 2009), respectivamente. También, del mismo autor, “Analyser concrétement
une situation completement nouvelle”, en Cahier Rouge N° 48, Paris 2013. Igualmente,
Alan Woods: “La crisis del capitalismo mundial”, en Docencia. Revista de Educación
Cultura N° 26, Lima (noviembre 2008)
(23) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t.
I, pp. 303, 337, 310, 311 y 317
(24) Dialécticamente, desde la perspectiva del desarrollo general de la sociedad el modo de
producción capitalista es una fase histórica, transitoria y, por tanto, relativa; pero
considerado en sí mismo, en su estructura y sus límites, es absoluto. Por eso, Marx
señalaba que “el régimen de producción capitalista en su totalidad es sólo un modo de
producción relativo, cuyos límites no pueden ser absolutos, aunque para él, y según sus
principios, sí lo sean” (“El Capital”, ed. cit., t. II, p. 656). Y precisaba los límites de la
producción basada en el capital: “El capital tiende en general a no tener en cuenta: 1) el
trabajo necesario que es el límite del valor de cambio de la fuerza de trabajo vivo; 2) la
plusvalía que representa el límite del plustrabajo y del desarrollo de las fuerzas productivas;
3) el dinero que es un freno para la producción; 4) las limitaciones de la producción de
valores de uso debidas al valor de cambio”. “La superproducción recuerda bruscamente al
capital que todos estos elementos son necesarios para la producción, pues este olvido es lo
que ha provocado una desvalorización general del capital. Éste, por tanto, está obligado a
recomenzar su tentativa, pero a partir de una etapa cada vez más elevada del desarrollo de
las fuerzas productivas y con perspectiva de un hundimiento cada vez mayor del capital.
Está claro que mientras más se desarrolla el capital, más aparece él mismo como una traba
a la producción y, por tanto, también al consumo” (“Fundamentos de la Crítica de la
Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t. I, p. 312)
(25) Cf. Jorge Beinstein: “Rostros de la crisis. Reflexiones sobre el colapso de la
civilización burguesa”. Seminario Internacional “Colapsos ecológico-sociales y
económicos”, Universidad Nacional Autónoma de México, 9-13 octubre 2008 (texto
publicado con anterioridad en ALAI, 11 abril 2008). También, Fred Magdoff y John
Bellamy Foster: “Ambientalismo y capitalismo”, en Docencia. Revista de Educación y
Cultura N° 33. Lima (agosto 2010)
(26) Jorge Beinstein: “Autodestrucción sistémica global: insurgencias y utopías”, ed. cit.
(27) Francisco Fernández Buey: “Crisis de civilización”, en Papeles N° 105, Madrid
2009. Cf. Renán Vega Cantor: “Crisis civilizatoria”, en Docencia. Revista de Educación y
Cultura N° 32, Lima (mayo 2010)
(28) El capitalismo es un sistema intrínsecamente violento: toda su existencia histórica,
desde sus raíces en el siglo XV hasta sus formas crepusculares actuales, está marcada por la
violencia. La denominada acumulación primitiva del capital estuvo basada en el uso de la
fuerza brutal para expropiar a los trabajadores agrícolas de sus medios de producción y
obligarlos a convertirse en asalariados, lo mismo que para “disciplinarlos” y someterlos al
régimen productivo mercantil. Las subsiguientes fases de la acumulación capitalista
incluyeron la virulenta explotación de la fuerza de trabajo obrera, la masiva y perversa
incorporación de niños y adolescentes a la producción, el despiadado aprovechamiento del
trabajo femenino, la feroz explotación de los trabajadores en las colonias, la trata de
esclavos y, como escribe Marx, “cualquier infamia apta para acelerar la acumulación del
capital”. “Si, según Augier, ‘el dinero vino al mundo con manchas naturales de sangre en
uno de sus rostros’, el capital llega a él sudando sangre y lodo por todos sus poros” (“El
Capital”, ed. cit., t. I, pp. 808 y 810). Y en el capitalismo imperialista del siglo XX y en su
furiosa fase neoliberal de hoy, ¿no han sido y son formas flagrantes de violencia contra las
grandes mayorías la sobreexplotación, el desempleo, la miseria, el hambre, la desnutrición,
la insalubridad ambiental, la tugurización, la ineducación, las enfermedades evitables y la
muerte prematura, la cruel incuria en la protección de la infancia y la ancianidad, etc.?
(29) Cf. Renán Vega Cantor: “Crisis de la civilización capitalista: mucho más que una
breve coyuntura económica”, en Jaime Estrada Álvarez (comp.): Seminario Internacional
Marx Vive, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá 2010. Esther Vivas:
“Anticapitalismo y ecologismo. Alternativa política”, en Docencia. Revista de Educación y
Cultura N°37, Lima (agosto 2011)
(30) Por lo general, desde el idealismo filosófico se aborda de modo abstracto, ahistórico y
moralista el problema de la correlación entre lo humano y lo inhumano; o, en el menos
lastimoso de los casos, poniendo el acento en uno u otro aspecto fenoménico y aislado de la
cuestión. Marx y Engels encararon el asunto en su esencia concreta, viéndolo
integralmente como un producto histórico de las condiciones sociales existentes: “El
contradictorio juicio de los filósofos según el cual el hombre real no es hombre, es sólo,
dentro de la abstracción, la expresión más amplia y más universal de la contradicción
universal que de hecho existe entre las condiciones y las necesidades de los hombres. La
forma contradictoria de esta tesis abstracta corresponde por entero al carácter
contradictorio de las condiciones de la sociedad burguesa, llevadas a su máxima
agudización… Por lo demás, los filósofos no han declarado que los hombres sean
inhumanos porque no se ajusten al concepto de hombre, sino porque su concepto de
hombre no se ajusta al verdadero concepto de hombre o porque no tienen la verdadera
conciencia del hombre”. “La vieja opinión… de que basta con quitarse de la cabeza algunas
ideas para quitar del mundo las condiciones de las que han nacido estas ideas, se
reproduce… bajo la forma de que basta con quitarse de la cabeza la idea hombre para
destruir con ello las condiciones reales que hoy se llaman inhumanas, ya sea este predicado
de ‘inhumano’ el juicio del individuo que se halla en contradicción con sus condiciones o el
juicio de la sociedad normal, dominante, acerca de la clase anormal, dominada”.
De este modo, “Se imagina que, hasta ahora, los hombres se han formado siempre un
concepto acerca del hombre, liberándose luego en la medida necesaria para realizar en sí
mismos este concepto; que la medida de la libertad alcanzada por ellos en cada momento se
hallaba determinada por la representación que en cada caso se formaban del ideal del
hombre, sin que pudiera faltar, naturalmente, el que en cada individuo quedara flotando un
residuo que no correspondiera a este ideal y que, por tanto, en cuanto ‘inhumanos’ no
llegarán a liberarse o sólo se liberaran a pesar de ellos mismos. En la realidad, las cosas
ocurrían, naturalmente, de otro modo: los hombres sólo se liberaban en la medida en que se
lo prescribía y se lo consentía, no su ideal del hombre, sino las condiciones de producción
existentes. Sin embargo, todas las liberaciones anteriores tuvieron como base fuerzas de
producción limitadas, cuya producción insuficiente para toda la sociedad sólo permitía un
desarrollo siempre y cuando que los unos satisficieran sus necesidades a costa de los otros
y, por tanto, los unos (la minoría) obtuvieran el monopolio del desarrollo, en tanto que los
otros (la mayoría), mediante la lucha constante en torno a la satisfacción de las
necesidades más apremiantes, se veían excluidos por el momento (es decir, hasta la
creación de nuevas fuerzas revolucionarias de la producción) de todo desarrollo. De este
modo, la sociedad, hasta aquí, ha venido desarrollándose siempre dentro de un
antagonismo, que entre los antiguos era el antagonismo de libres y esclavos, en la Edad
Media el de la nobleza y los siervos y en los tiempos modernos es el que existe entre la
burguesía y el proletariado. Y esto es lo que explica, de una parte, el modo ‘inhumano’,
anormal, con que la clase dominada satisface sus necesidades y, de otra parte, las
limitaciones con que se desarrolla el intercambio y, con él, toda la clase dominante, de tal
modo que esas limitaciones con que tropieza el desarrollo no consisten sólo en la exclusión
de una clase, sino también en el carácter limitado de la clase excluyente y en que lo
‘inhumano’ se da también en la clase dominante. Esta llamada ‘inhumanidad’ es,
asimismo, un producto de las actuales condiciones, ni más ni menos que la ‘humanidad’;
es su aspecto negativo, la rebelión, no basada en ninguna nueva fuerza revolucionaria de
producción, contra las condiciones dominantes que descansan sobre las fuerzas de
producción existentes y el modo de satisfacción de las necesidades que a ellas corresponde.
La expresión positiva llamada ‘humana’ corresponde a las condiciones dominantes
determinadas, de acuerdo con una cierta fase de la producción y al modo de satisfacer las
necesidades por ella condicionadas, del mismo modo que la expresión negativa, la
‘inhumana’, corresponde a los diarios intentos nuevos provocados por esta misma fase de la
producción y que van dirigidos a negar dentro del modo de producción existente estas
condiciones dominantes y el modo de satisfacción que en ellas prevalece”. De allí, pues,
que la contradicción histórica entre lo humano y lo inhumano tenga en su base “la
contradicción universal de hecho existente entre las necesidades de los hombres y las
condiciones en que éstos se encuentran” para conseguir su satisfacción (“La ideología
alemana”, ed. cit., pp. 487 y ss.)
(31) Henri Lefebvre: “El marxismo”. Eudeba, Buenos Aires 1964, pp. 36, 37-38, 41 y 48
Notas
(1) Cf. M.A. Dynnik y otros: “Historia de la filosofía”, t. III “Desde el nacimiento del
marxismo hasta finales del siglo XIX”. Grijalbo, México 1962
(2) Cf. Henri Lefebvre: “El marxismo”. Eudeba, Buenos Aires 1964
(3) Cf. A. Cherniaev, A. Galkin y otros: “El movimiento obrero internacional. Historia y
teoría”, t. I “Surgimiento del proletariado y su formación como clase revolucionaria”.
Progreso, Moscú 1982
(4) Entre muchos otros autores, cf. Auguste Cornu: “Carlos Marx y Federico Engels. Del
idealismo al materialismo histórico”, Platina/Stilcograf, Buenos Aires 1965; David
Riazanov: “La vida y el pensamiento revolucionarios de Marx y Engels”, Marxismo
Clásico y Contemporáneo, Buenos Aires 2003; Franz Mëhring: “Carlos Marx, el fundador
del socialismo científico”, Claridad, Buenos Aires 1958; Gustav Mayer: “Friedrich
Engels. Una biografía”, FCE, México 1979; Heinrich Gemkov: “Marx y Engels. Sus
vidas”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1990; Werner Blumenberg: “Marx”,
Salvat, Barcelona 1985; Emilio Troise, Mauricio Lebedinsky y otros: “Federico Engels,
nuestro contemporáneo”, Centro de Estudios, Buenos Aires 1971
(5) Adolfo Sánchez Vázquez: “Filosofía y economía en el joven Marx (Los Manuscritos
de 1844)”. Grijalbo, México 1978, p. 21
(6) Desde que emergiera como teoría revolucionaria del proletariado, el marxismo ha
concentrado el odio y el pánico de la burguesía, cuyos ideólogos y publicistas han hecho
siempre grandes esfuerzos para desfigurarlo y desacreditarlo a través de la calumnia y la
distorsión de sus principios y tesis. En esos intentos, de por sí vanos, figuran la invención
de “conflictos” teórico-políticos entre Marx y Engels, la falsa separación y oposición de
ambos con respecto a Lenin, la creación de barreras artificiales para eliminar la unidad real
del materialismo histórico y el materialismo dialéctico, el enfrentamiento arbitrario de la
economía política y el socialismo científicos, etc. El objetivo principal de tales pretensiones
ha sido y es adulterar el marxismo, disgregarlo, atomizarlo y aislarlo de la clase obrera y de
las masas del pueblo, de modo que la fractura de sus nexos vitales facilite la total dispersión
de sus componentes, la legitimación de las tergiversaciones perpetradas y el eventual
“rescate” de Marx para su “canonización” oficial presentándolo como un pensador
domesticado y pleno de “buenas aunque irreales intenciones”.
Dentro de estas fraudulentas operaciones, desde que en 1932 se publicaran los
Manuscritos económico-filosóficos una numerosa cohorte de intelectuales, académicos,
“marxólogos”, teólogos, etc., ha intentado “demostrar” la existencia de “dos Marx”,
pretendiendo que el pensamiento del genial revolucionario estaría dividido en dos
concepciones por completo distintas y en dos posiciones socio-políticas mutuamente
excluyentes. Según tales fantasías habría, entonces, un Marx de los Manuscritos, “joven” y
creativo “filósofo”, profundamente “teórico” y “humanista” orientado al estudio de los
problemas generales de la existencia humana, “centrado en la ética” y elaborador de una
“auténtica” filosofía del hombre; y otro muy diferente, el “viejo” y “achatado” Marx de El
Capital, “economista” y “agitador” ocupado en cuestiones “pragmáticas” (como la
eliminación de la propiedad capitalista y la explotación), formulador de una “nociva”
doctrina esencialmente socio-política en la que el “humanismo” se ha evaporado. Así,
desde la óptica humanística abstracta y burguesa (que intenta antropologizar los puntos de
vista marxiano-juveniles) resultaría posible “descubrir” al “verdadero” sabio, cuya
capacidad creativa se habría ido “apagando” con el paso de la filosofía a la economía
política para terminar en la “auto-traición”. En consecuencia, el Marx “joven” estaría
contrapuesto por entero al Marx “viejo” y a Engels, que serían los iniciales y básicos
responsables de la suplantación del “lúcido” y primigenio “marxismo puro” por un ramplón
“marxismo oficial”. Como es obvio, esta maniobra rupturista apunta directamente a
suprimir el carácter y el contenido clasistas y revolucionarios del marxismo para convertirlo
en una concepción liberal-burguesa. Sobre estos aspectos, cf. Adolfo Sánchez Vázquez,
ob. cit.; y A. Keshelava: “El mito de los dos Marx”, Futuro, Buenos Aires 1966, y
“Humanismo real y humanismo ficticio”, Progreso, Moscú 1974
(7) V.I. Lenin: “Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo”, en “Obras Escogidas
en Tres Tomos”, Progreso, Moscú 1966, t. I, p. 61
(8) F. Engels: “Del socialismo utópico al socialismo científico”, en K. Marx y F. Engels:
“Obras Escogidas”, Progreso, Moscú 1983, p. 429
(9) Cf. Henri Lefebvre: “El materialismo dialéctico”, El Aleph, Madrid 1999; y “El
marxismo”, ed. cit.
(10) Cf. Adolfo Sánchez Vázquez: “La filosofía de la praxis”. Grijalbo, México 1980
(11) Marx y Engels puntualizaron que “La división del trabajo sólo se convierte en
verdadera a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual. Desde
ese instante, puede ya la conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto de
la conciencia de la práctica existente, que representa realmente algo sin representar algo
real; desde ese instante, se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y
entregarse a la creación de la teoría ‘pura’, la filosofía y la moral ‘puras’, etc.” (“La
ideología alemana”, Editora Política, La Habana 1979, p. 31)
(12) Cf. el importante trabajo de Mao Tse-Tung: “Sobre la práctica. Sobre la relación entre
el conocimiento y la práctica, entre el saber y el hacer”, en “Obras Escogidas”, t. I,
Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín 1976. Por su parte, Karel Kosik anota: “para
conocer las cosas como son en sí mismas, el hombre debe transformarlas antes en cosas
para sí; para poder conocer las cosas como son independientes de él, debe someterlas
primero a su propia práctica; para poder comprobar cómo son cuando no está en contacto
con ellas, debe primero entrar en contacto con las cosas. La contemplación del mundo se
basa en los resultados de la praxis humana. El hombre sólo conoce la realidad en la medida
en que crea la realidad humana y se comporta ante todo como ser práctico”. Esto significa
que “no es posible captar de inmediato la estructura de la cosa o la cosa misma mediante la
contemplación o la mera reflexión. Para ello, se precisa de una determinada actividad. No
se puede penetrar en la ‘cosa misma’ y responder a la pregunta de qué es la ‘cosa en sí
misma’, sin realizar un análisis de la actividad gracias al cual es comprendida la cosa, con
la particularidad de que ese análisis debe abarcar el problema de la creación de la actividad
que abre el acceso a la ‘cosa misma’. Esta actividad constituye los aspectos o modos
diversos de la apropiación humana del mundo”. (“Dialéctica de lo concreto. Estudio sobre
los problemas del hombre y del mundo”. Grijalbo, México 1976, pp.39-40)
(13) Henri Lefebvre y Norbert Guterman: “Qué es la dialéctica”. Dédalo, Buenos Aires
1964, p. 114
(14) Encarando el problema de la relación entre práctica y conocimiento científico, Lenin
afirmaba que el materialismo dialéctico es la concepción que mejor se adecúa al desarrollo
de las ciencias porque liga íntimamente la práctica y la teoría, garantizando con “el criterio
de la práctica” evitar los riesgos del dogmatismo. Remarcaba que “el materialismo coloca
de modo consciente como base de su gnoseología a la práctica humana viva” y que, de
hecho, esa práctica constituye el criterio de la verdad o la falsedad de una teoría: “El punto
de vista de la vida, de la práctica debe ser el punto de vista primero y fundamental de la
teoría del conocimiento. Y conduce infaliblemente al materialismo, apartando desde el
inicio mismo las elucubraciones interminables del escolasticismo profesoral. Naturalmente,
no hay que olvidar aquí que el criterio de la práctica no puede nunca, en el fondo, confirmar
o refutar completamente una representación humana cualquiera que sea. Este criterio
también es lo bastante ‘impreciso’ para no permitir a los conocimientos del hombre
convertirse en algo ‘absoluto’; pero, al mismo tiempo, es lo bastante preciso para sostener
una lucha implacable contra todas las variedades del idealismo y del agnosticismo. Si lo
que confirma nuestra práctica es la verdad única, última, objetiva, de ello se desprende el
reconocimiento del camino de la ciencia, que se mantiene en el punto de vista materialista,
como el único camino conducente a esta verdad” (“Materialismo y empiriocriticismo”,
Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín 1975, pp. 174-175)
(15) Henri Lefebvre y Norbert Guterman, ob. cit., pp. 112-113, 121 y 120
(16) Marx y Engels demolieron la pretensión idealista de considerar al pensamiento como
poseedor de una existencia y una historia desligadas de las condiciones de vida reales de los
hombres pensantes, es decir, desmantelaron la ideología apreciada en su sentido negativo,
peyorativo. En la concepción dialéctico-materialista, “Totalmente al contrario de lo que
ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo a la tierra, aquí se asciende de la
tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se
imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para
llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente
actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los
reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones
nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de
su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a condiciones
materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de
conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad.
No tienen su propia historia, ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan
su producción material y su intercambio material cambian también, al cambiar esta
realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que
determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia” (“La ideología alemana”, ed.
cit., pp. 25-26). Y con respecto a las ideas que los hombres se formaban sobre el mundo
real y su propia naturaleza, Engels apuntó que “toda ideología, una vez que surge, se
desarrolla en conexión con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a
su vez; de otro modo, no sería una ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas
como entidades con propia sustantividad, con un desarrollo independiente y sometidas tan
sólo a sus leyes propias. Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones
materiales de la vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideológico, son
las que determinan, en última instancia, la marcha de tal proceso, pues si no lo ignorasen,
se habría acabado toda la ideología” (“Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana”, en K. Marx y F. Engels: “Obras Escogidas”, ed. cit., p. 650)
(17) Gramsci anota que para el marxismo, es decir, “Para la filosofía de la praxis, las
ideologías son todo lo contrario de arbitrarias; son hechos históricos reales, que hay que
combatir y revelar en su naturaleza de instrumentos de dominio, no por razones de moral,
etc., sino precisamente por razones de lucha política: para hacer intelectualmente
independientes a los gobernados de los gobernantes, para destruir una hegemonía y crear
otra, como momento necesario del trastrocamiento de la praxis… Para la filosofía de la
praxis, las superestructuras son una realidad (o se vuelven una realidad, cuando no son
puras elucubraciones individuales) objetiva y operante; ella afirma explícitamente que los
hombres toman conciencia de su posición social y, por ende, de sus obligaciones, en el
terreno de las ideologías, lo que no es pequeña afirmación de realidad; la misma filosofía
de la praxis es una superestructura, es el terreno en el que determinados grupos sociales
toman conciencia de su propio ser social, de su propia fuerza, de sus propias obligaciones,
de su propio devenir… Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre la filosofía de
la praxis y las otras filosofías: las otras ideologías son creaciones inorgánicas porque son
contradictorias, porque se orientan a conciliar intereses opuestos y contradictorios; su
‘historicidad’ será breve porque la contradicción aflora después de cada acontecimiento del
que han sido instrumento. La filosofía de la praxis, por el contrario, no tiende a resolver
pacíficamente las contradicciones existentes en la historia y en la sociedad, incluso es la
misma teoría de tales contradicciones; no es el instrumento de gobierno de grupos
dominantes para obtener el consenso y ejercer la hegemonía sobre las clases subalternas;
es la expresión de estas clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte de
gobierno y que tienen interés en conocer todas las verdades, incluso las desagradables, y
en evitar los engaños… de la clase superior y tanto más de sí mismas. La crítica de las
ideologías, en la filosofía de la praxis, afecta al conjunto de las superestructuras y afirma su
caducidad rápida en cuanto tienden a ocultar la realidad, o sea, la lucha y la contradicción,
aun cuando son ‘formalmente’ dialécticas (como el crocismo), o sea que explican una
dialéctica especulativa y conceptual y no ven la dialéctica en el mismo devenir histórico”
(“Cuadernos de la cárcel”, Edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo de Valentino
Gerratana, Era, México 1986, t. IV, pp. 200-201)
(18) Lucien Séve: “Marxismo y teoría de la personalidad”. Amorrortu, Buenos Aires 1973,
pp. 49 y 52. Sobre la función del materialismo dialéctico como guía gnoseológica,
epistemológica y práctica con respecto a las ciencias particulares, cabe puntualizar que “no
debe ser concebida en el sentido de una especie de jerarquía de dignidades… Se trata
sencillamente del hecho fundamental de que toda iniciativa científica aplica una teoría del
conocimiento y de que, por consiguiente, el filósofo marxista no recae de ningún modo en
el viejo y superado imperialismo de la filosofía dogmática”. Así, la responsabilidad de la
filosofía dialéctico-materialista en su relación con tales ciencias debe ser entendida “no en
el sentido inaceptable de un intento encaminado a deducir o construir a priori su contenido
concreto a partir de los principios de una concepción general del mundo, sino en el muy
distinto de una ayuda aportada a la ciencia para la solución de los problemas
epistemológicos que se le planteen” (Ibid., pp. 50 y 49)
IV: La científica y radicalmente nueva concepción del hombre
Sin embargo, desde diversos campos de las ciencias particulares se han hecho y se
siguen haciendo numerosos intentos que obvian tales concepciones para encarar de manera
unilateral y estrecha dicha problemática filosófica y “resolverla” artificiosamente. Estos
intentos están, por lo general, casi rígidamente focalizados y cada cual presume de bastarse
a sí mismo, desdeñando incluso los nexos interdisciplinarios (como ocurre en muchas de las
pretensiones biologistas, psicologistas, sociologistas, economicistas, etc.) para reducir
abstractamente al hombre a la “condición” que privilegia uno u otro de esos enfoques. En
ellos, bajo la doble y principal influencia del idealismo subjetivista y el positivismo, se ha
llegado hasta la absurda absolutización de la actitud científico-concreta hacia la realidad, el
rechazo de la función humanístico-ideológica de la filosofía y la negación del momento
axiológico ínsito en el pensamiento filosófico, para despojarlo de su carácter cosmovisivo y
su especificidad y disolverlo en otros tipos de conocimiento. Con este cientificismo no sólo
se absolutiza el papel de la ciencia, ignorando sus determinaciones histórico-sociales y
considerándola el instrumento que aliado con la tecnología sería capaz de resolver “todos
los problemas” sin supuestamente necesitar de ideología alguna; sino que también se
aprisiona empiristamente, de modo practicista, al investigador en los “hechos brutos”, el
culto al “dato” y la cuantificación, rechazando el elemento valorativo del conocimiento
filosófico, los juicios de valor y la necesidad de la filosofía como concepción del mundo
que orienta al hombre en su actividad dentro de la realidad social y natural en que se ubica
para conocerla cada vez más a fondo, transformarla y transformarse a sí mismo.
Obviamente, ese reduccionismo epistemologista y anti-humanista está opuesto por
completo a la concepción dialéctico-materialista que, como anota Miras Albarrán, contiene
una ontología histórica del ser humano al que define como un ser social sin naturaleza
predeterminada, como un ser práxico capaz de crear y transformar su propia existencia y su
propio mundo, es decir, como un ser histórico-concreto que despliega su actividad guiado
por el conocimiento cada vez más ajustado de la realidad socio-natural en la que se inserta
persiguiendo devenir artífice y dueño de su propio destino. Por ello, en el marxismo está
acopiado y sintetizado el conjunto de la experiencia real acerca del desarrollo social
(material y espiritual) y de los cambios históricos que en él tienen lugar, del modo y el
momento en que los hombres los generan de manera consciente, para argumentar
racionalmente y defender la posibilidad de impulsar ese desarrollo y volver a realizar tales
cambios. Estimula así la activa organización racional de esos hombres para crear
históricamente otra realidad a partir de y en el seno de la existente y, con ello, para que se
superen a sí mismos, haciendo viable la configuración de un nuevo ser práxico que, además
de contar con la nueva experiencia derivada de su propio quehacer social, está en capacidad
de apreciar objetivamente y valorar sus consecuencias y extraer teóricamente las lecciones
dadas para alimentar su nueva práctica transformadora (1). Es evidente, entonces, que para
la aprehensión adecuada y cabal de este proceso tiene importancia primordial la posesión
de una concepción científica del mundo, de la sociedad y del ser humano.
De allí que en su consideración del hombre Marx y Engels nunca se guiaran por
factores o elementos extra-históricos, ni por ideas ajenas a la realidad humana, sino que
partieran de hechos objetivos, de las contradicciones sociales y de su desarrollo, y de la
necesidad universal del socialismo. Para ellos, los ideales comunistas representaron siempre
(y representan) la emanación directa, lógica y consecuente de los principios que asignan al
ser humano la condición de valor supremo. Por eso, su teoría sobre el hombre, su esencia
real, su formación histórica, su existencia concreta, el desarrollo de sus capacidades, su
realización como ser social y su destino, además de ser profundamente científica por su
estructura, posee un claro y definido carácter axiológico, intensamente humanista. El
hombre es el núcleo del marxismo; y considerar que el materialismo histórico es sólo la
teoría sobre las leyes generales del desarrollo social (con total desdén por el individuo y su
personalidad) es no entender nada acerca de él o, peor aún, tergiversarlo. De hecho, la
comprensión real, objetiva, de lo que es verdaderamente el hombre y la búsqueda de
soluciones científicas al problema de su vida y desarrollo multilateral concretos, sólo
resultan viables sobre la base del materialismo histórico y la aplicación de su aparato
conceptual, rechazando la trampa idealista del añejo y falso antagonismo entre la libertad y
la necesidad (que, por lo general, asume la forma de contraposición del individuo y la
sociedad), trampa expresada en formulaciones teóricas sesgadas, sumamente limitadas y
condicionadas por diversas ilusiones burguesas, como la de “cambiar la realidad” a partir
del “perfeccionamiento moral” del individuo.
El hombre como activo e histórico ser social
En el desentrañamiento de la problemática humana, Marx y Engels recusaron la
consideración abstracta y metafísica del hombre, es decir, la visión burguesa del “hombre
en general” y el enfoque naturalista que lo entiende sólo como ser biológico. Antes de ellos,
en la apreciación de los sucesos histórico-sociales se partía de un individuo aislado, pasivo
y ahistórico, o de su “conciencia” y sus distintivas “características humanas” (y no de las
leyes objetivas del desarrollo social e histórico), sin poder aprehender al hombre en sus
peculiaridades socialmente determinadas y expresadas de modo individual y colectivo a
través de su propia práctica. Por el contrario, ambos pensadores retomaron la tesis del
materialismo francés del siglo XVIII sobre el hombre como ser indisolublemente ligado al
mundo natural y como producto de las circunstancias y la educación. Pero la reformularon
y completaron con un criterio radicalmente nuevo: en el curso del proceso de su propia
actividad, sus relaciones recíprocas y su propia historia, los hombres cambian tanto la
naturaleza cuanto las circunstancias que los han generado y se modifican a sí mismos, y no
como simples portadores pasivos de determinadas relaciones sociales (principalmente de
producción) sino como sus dinámicos creadores. Así, en la categoría de práctica quedó
revelada la coincidencia de la actividad humana, poseedora por su propia índole de un
carácter social, con el cambio consciente de esas relaciones. Por tanto, siendo el hombre un
activo ser social que produce socialmente, sólo en la sociedad puede desarrollar su propia y
auténtica naturaleza y, como apuntó Marx en sus Manuscritos juveniles, la potencia de ésta
“puede juzgarse no por la de individuos aislados, sino por la de toda la sociedad”. O para
decirlo con Engels, “en la historia de la sociedad los agentes son todos los hombres dotados
de conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo determinados
fines; aquí nada acaece sin una intención consciente, sin un fin propuesto”.
De este modo, con la categoría de praxis, de práctica consciente de sí misma, ambos
sabios revolucionarios modificaron en su raíz no sólo las ideas existentes sobre la esencia
del hombre, sino también la comprensión que se tenía acerca de la naturaleza, poniendo
bajo una nueva luz la actitud humana hacia el mundo natural. Las viejas representaciones
sobre la eterna contraposición y antagonismo entre hombre y naturaleza fueron barridas
para dar paso a la idea de su unidad dialéctica e histórica, que experimenta mutaciones de
forma en consonancia con el nivel de desarrollo alcanzado por la producción social. La
naturaleza ya no podía concebirse como algo petrificado y siempre idéntico a sí mismo
porque sufría cambios en su interacción constante con el hombre, que tampoco permanecía
como dado de una vez para siempre puesto que con su trabajo, el desarrollo de las fuerzas
productivas y las relaciones de producción, las formas de comunicación, etc., hacía viable
la transformación de sus condiciones de vida y el proceso de su propia transformación.
Como apuntaban Marx y Engels en La ideología alemana, el “modo de producción no debe
considerarse sólo en cuanto es la reproducción de la existencia física de los individuos. Es
ya, más bien, un determinado modo de la actividad de estos individuos, un determinado
modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos. Los individuos
son tal y como manifiestan su vida. Lo que son coincide, por consiguiente, con su
producción, tanto con aquello que producen como con el modo cómo producen. Lo que los
individuos son depende, por tanto, de las condiciones materiales de la producción”.
Estos vitales descubrimientos liquidaron las añejas antinomias filosóficas entre
naturaleza y hombre y entre éste y la sociedad, a la vez que solucionaron en particular el
problema de la existencia humana y el de la correlación entre la libertad y la necesidad,
precisando el sentido auténtico de la libertad como posibilidad histórica de transformación
de la realidad que implica el despliegue también histórico de la capacidad de conocimiento
y acción de los individuos y de la multilateralidad de su desarrollo (2). De tal suerte, la
concepción materialista de la historia introdujo científicamente los conceptos de necesidad
y regularidad en el campo de la vida social, sin considerar incompatible el concepto de
libertad con el enfoque científico. La comprensión del nexo dialéctico entre necesidad y
libertad eliminó todo tipo de indeterminismo y voluntarismo, despejando la niebla mística
del fatalismo que cubría a la historia humana. Con ese fatalismo, no se concebía la historia
misma como la actividad consciente y guiada por fines de los hombres dentro del proceso
de su interacción con la naturaleza; y la sociedad era vista apenas como un conjunto de
estructuras herméticas e impersonales que reproducen automáticamente las condiciones de
su propia existencia para imponerse a los individuos, subordinarlos y someterlos a la
“fuerza del destino”. La nueva concepción mostró claramente, entonces, que las leyes del
desarrollo histórico no existen por sí mismas, al margen de la vida y actividad de los seres
humanos, sino que constituyen la expresión concentrada de las principales tendencias que
surgen de la inmensa masa de esfuerzos y acciones colectivas e individuales en el ámbito
de la sociedad; que el desarrollo social posee una regularidad objetiva que puede ser
conocida y encauzada por la acción racional del hombre; y que en la historia real el
voluntarismo y el fatalismo no tienen cabida alguna.
La valoración marxiana de la permanente disposición del hombre para modificar la
realidad natural y social a través de su propia actividad, dar curso a su creatividad,
desarrollarse y auto-transformarse, la expresó Lenin de modo contundente refiriéndose a las
acciones colectivas para “cambiar las circunstancias”. Señaló que, a diferencia de otras
corrientes y teorías, incluso socialistas, el marxismo se caracteriza “por la magnífica unión
de una completa serenidad científica con el análisis de la situación objetiva de las cosas y
de la marcha objetiva de la evolución, con el reconocimiento más decidido de la
importancia de la energía revolucionaria, de la creación revolucionaria y de la iniciativa
revolucionaria de las masas, así como, naturalmente, de los individuos, de los grupos,
organizaciones y partidos que saben hallar y establecer relaciones con tales o cuales
clases”. El hombre está, pues, en el centro de la concepción materialista y dialéctica de la
historia, que adquiere así una real fisonomía humana con el ensamble del criterio científico
y el contenido humanista objetivo. Esta esencia humanista se evidencia de modo práctico
en la lucha por la modificación radical de la sociedad burguesa, en la que impera la
explotación y la demolición del hombre; y teóricamente, en el postulado de que el libre
desarrollo de cada sujeto condiciona el desarrollo de todos los demás (y viceversa), como
necesario resultado del movimiento progresivo de la historia que implica el desarrollo de la
sociedad y de los individuos. La propia fuerza de los hechos objetivos se encarga, entonces,
de refutar las falsedades reaccionarias que adjudican al marxismo el “aplastamiento de la
individualidad” y la “esclavización del ser humano”.
La esencia humana
Pues bien, Aristóteles señaló que “no se puede desatar un nudo sin saber cómo está
hecho” y la dilucidación real de la existencia humana representaba un “nudo” que exigía el
conocimiento objetivo de los elementos que la conforman. En este propósito, para llegar a
ser una real y viva teoría revolucionaria el marxismo no podía configurarse ni desarrollarse
de modo aislado, sin tener en cuenta los logros efectivos de doctrinas y escuelas anteriores.
Con ejemplar y prolija actitud científica, Marx y Engels fijaron su atención en las
conquistas del pensamiento avanzado de su época, seleccionando rigurosamente aquello
que tenía valor objetivo, subrayando el lúcido planteamiento de una u otra cuestión y
considerando incluso el esbozo de alguna idea con posibilidades de desarrollo. Todo ello
fue asimilado críticamente, reformulado de modo científico y sintetizado creativamente
para ser utilizado en el análisis de los problemas que causaban general desconcierto y
conducían al extravío, hallando la clave para desentrañar sus contradicciones y resolverlos
concretamente. Ambos gigantes del pensamiento y la acción enfatizaron siempre en la
necesidad de buscar bajo la corteza mística o ilusoria los elementos racionales que pudieran
contener las doctrinas ajenas al materialismo y a la dialéctica porque, señalaron, “no se
puede avanzar sin aprovechar los descubrimientos y los datos de la ciencia burguesa”. Pero,
a la vez, fueron inflexibles en condenar con dureza el alejamiento de la realidad y la
deformación de la verdad para servir a intereses contrarios a los del proletariado y las
grandes mayorías sociales; y, por tal razón, previnieron para tomar con pinzas toda
formulación de los teóricos y científicos de la burguesía con pretensiones de acceder al
nivel de la vasta generalización filosófica, donde las posturas y los juicios estaban
contaminados y falseados por los dominantes intereses de clase.
Por consiguiente, Marx y Engels constataron el empantanamiento del idealismo
filosófico en la determinación de los elementos conformantes del “nudo” de la existencia
humana, rechazando el enfoque especulativo en cuya base estaba el abstracto “hombre en
general” y que presentaba a los individuos concretos y a las clases como “fases del
desarrollo” de esa abstracción. En dicho enfoque, se daba por hecho que tal entelequia era
portadora de una gaseosa y apriorística “naturaleza humana” como supuesto “patrón”
representativo del nivel de desarrollo de la sociedad. En el marco “teórico” de entender la
historia como un discurrir caótico, se consideraba que la imposibilidad de lograr la “más
racional” organización de la vida social tenía sustento en la ignorancia de las “verdaderas
necesidades y exigencias del hombre”, lo que impedía compatibilizarlas con la “auténtica
naturaleza humana”. La carencia de fundamento objetivo de estas y otras elucubraciones ya
había llevado a Marx a precisar en sus juveniles Manuscritos económico-filosóficos que “la
solución de los enigmas teóricos es una tarea práctica y a la que la práctica sirve de
mediadora, pues la verdadera práctica es la condición de toda teoría real y positiva”; por
tanto, “la solución de las contradicciones teóricas sólo es posible de un modo práctico,
mediante la energía práctica del hombre, razón por la cual su solución no puede ser
solamente, en modo alguno, un problema de conocimiento, sino una tarea real de la vida,
que la filosofía no podía resolver, precisamente porque sólo la enfocaba como una tarea
teórica”.
Al demostrar científicamente que el proceso histórico real está asentado en el proceso
de producción de bienes materiales regido y regulado por leyes objetivas, surgiendo de él
las necesidades y exigencias del hombre concreto, Marx y Engels acabaron con las
fantasías filosóficas idealistas. Pero lejos de poner la atención de modo exclusivo y
excluyente en las fuerzas productivas, las relaciones de producción, etc., las vincularon
íntimamente con otros aspectos y elementos propios de la vida social real del hombre; y
nunca dejaron de lado los conceptos de esencia humana y naturaleza humana, sino que
definieron su contenido de modo objetivo y por completo diferente, dándoles un nuevo
sentido y una aplicación radicalmente distinta en la explicación de la realidad histórico-
social. Así, las nociones de esencia humana, individuo y personalidad adquirieron un nuevo
significado y una nueva contextura dentro de una nueva y cualitativamente superior
concepción de la sociedad y del hombre.
Para definir la esencia real del ser humano, Marx y Engels precisaron lo más general,
lo primordial, el elemento constante, inalterable y determinante de la existencia de los
individuos como seres sociales, es decir, aquello que constituía una “necesidad natural
permanente”: el trabajo. Es en éste, en la realidad objetiva de la actividad laboral, de la
producción material y la índole de las relaciones que le sirven de base, donde se manifiesta
la esencia humana. La acción colectiva del hombre sobre la naturaleza para transformarla
de acuerdo con fines concretos e históricos implica convertir los productos del trabajo en
realidad humana, en “naturaleza humanizada” frente a la naturaleza común, en “mundo
humano”, en “segunda naturaleza”. Por eso, cuando el marxismo se refiere al proceso
histórico de configuración de la esencia humana está muy claro que entiende por ello la
formación del hombre mediante el trabajo; que la base de tal esencia es la actividad y, en
primer lugar, la actividad social productiva, práctica. Como decía Marx en los Grundrisse,
el trabajo constituye una actividad positiva, creadora, en la modificación de la realidad
natural y en la génesis y transformación del propio hombre. Así, la indagación sobre la
esencia de éste no remitía a una abstracción genérica que uniría de modo puramente
“natural” a los individuos en tanto miembros de una especie, sino al conjunto de nexos
concretos, materiales e históricos, establecidos por ellos mismos para modificar la realidad
y llegar a ser objetivamente hombres.
Ya en 1844, en sus célebres Manuscritos, el joven Marx había superado claramente
el naturalismo de Feuerbach y esbozado los elementos fundamentales de una auténtica
concepción del hombre y de su esencia, aunque todavía utilizando un lenguaje con
reminiscencias hegelianas y mostrando ciertas vaguedades conceptuales correspondientes a
un humanismo abstracto, cuestiones resueltas muy pocos meses después. El relativo peso
de ese humanismo abstracto no altera en nada el valioso contenido de tal esbozo, por lo que
resulta sumamente provechoso recordarlo con algún detenimiento. El punto de partida es la
realidad, en la que el ser humano se inserta como uno de sus elementos. “Del mismo modo
que las plantas, los animales, los minerales, el aire, la luz, etc., son, teóricamente, una parte
de la conciencia humana,… constituyen también, prácticamente, una parte de la vida y la
actividad del hombre. Físicamente, el hombre sólo vive de estos productos naturales, ya se
presenten bajo la forma de alimentos o la de vestido, calefacción, vivienda, etc. La
universalidad del hombre se revela de un modo práctico precisamente en la universalidad
que hace de toda la naturaleza su cuerpo inorgánico, en cuanto es tanto 1) un medio directo
de vida, como 2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad. La naturaleza es el
cuerpo inorgánico del hombre, es decir, en cuanto no es el mismo cuerpo humano. Que el
hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el que debe
mantenerse en un proceso constante para no morir. La afirmación de que la vida física y
espiritual del hombre se halla entroncada con la naturaleza no tiene más sentido que el que
la naturaleza está entroncada consigo misma, ya que el hombre es parte de la naturaleza”.
Así, pues, “El hombre es directamente un ser natural. Como ser natural y como ser
natural vivo se halla dotado, en parte, de fuerzas naturales, de fuerzas vivas, es un ser
natural activo; estas fuerzas existen en él como dotes y capacidades, como instintos; y, en
parte, en cuanto ser natural, corpóreo, dotado de sentidos, objetivo, es un ser que padece, un
ser condicionado y limitado, como lo son también el animal y la planta; es decir, los objetos
de sus instintos existen fuera de él, como objetos independientes de él, pero esos objetos
son objetos de sus necesidades, objetos esenciales, indispensables para el ejercicio y la
afirmación de las fuerzas de su ser. Que el hombre es un ser corpóreo, dotado de una fuerza
natural, vivo, real, sensible, objetivo, significa que tiene por objeto de su ser, de sus
manifestaciones de vida, objetos reales, sensibles, o que sólo puede exteriorizar su vida
sobre objetos reales, sensibles. Ser objetivo, natural, sensible, y tener objeto, naturaleza,
sentido fuera de sí, o incluso ser objeto, naturaleza, sentido para un tercero, es idéntico”.
Sin embargo, estos señalamientos no implicaban priorizar los aspectos biológico e
individual del hombre, porque éste “no es solamente un ser natural, sino que es un ser
natural humano; es decir, un ser que es para sí mismo y, por tanto, un ser genérico y como
tal debe necesariamente actuar y afirmarse tanto en su ser como en su saber. Por tanto, ni
los objetos humanos son los objetos naturales tal y como directamente se ofrecen, ni el
sentido humano, tal y como es de un modo inmediato, es sensoriedad humana, objetividad
humana. Ni la naturaleza (objetivamente) ni la naturaleza subjetivamente existen de un
modo inmediatamente adecuado al ser humano. Y así como todo tiene que nacer
naturalmente, así también el hombre tiene su acto de nacimiento, la historia, la que, sin
embargo, es para él una historia consciente y, por tanto, como acto de nacimiento, una acto
de nacimiento que se supera con conciencia. La historia es la verdadera historia natural
del hombre”. En otros términos, la consideración del hombre como “ser natural humano”
tiene el sentido de que los objetos reales que pueden satisfacer sus necesidades no le sirven
directamente como objetos humanos tal y como existen en la naturaleza, ni tampoco los
sentidos humanos en sus aspectos naturales directos constituyen aún la sensorialidad
propiamente humana. Por ello, la naturaleza no aparece ante el hombre ni se le brinda en
forma “inmediatamente adecuada” objetiva y subjetivamente.
Para que exista una adecuación definida y precisa resulta imprescindible la actividad
del hombre (concebida en términos colectivos, y no como acción puramente individual),
modalidad realmente humana de su existencia y forma específica de su relación con el
mundo circundante, la naturaleza. El hombre se configura como tal a través de su propia
actividad, con la que modifica la realidad y crea una “segunda naturaleza”, una “naturaleza
secundaria”, es decir, el mundo de la cultura. Con sus acciones, por un lado, el hombre se
objetiviza a sí mismo, materializa y vuelve objetivas sus capacidades; y, por el otro,
transformando la realidad y dejando la huella de su actividad en los productos que obtiene,
“desmaterializa” el medio, o sea, lo subjetiviza al convertir sus atributos en conocimientos.
Es, pues, un ser práxico. De allí que para que el hombre alcance la condición de “ser
natural humano” y para que la naturaleza resulte “humanizada”, es necesario actuar sobre
ella y transformarla mediante el trabajo, a través de la actividad colectiva en cuyo proceso
los objetos naturales adquieren la contextura adecuada a la satisfacción de las necesidades
del hombre y, a la vez, éste surge históricamente como tal. Por consiguiente, ni el aspecto
de la naturaleza en un determinado momento ni el propio hombre están dados para siempre,
sino que son cambiantes ya que ambos son producto de la historia. En el juvenil Marx ya la
“existencia humana” equivale a existencia social histórica, elemento clave para encarar el
problema de la esencia del hombre.
En esa existencia social, la producción material ocupa el lugar central: “La creación
práctica de un mundo objetivo, la elaboración de la naturaleza inorgánica, es obra del
hombre como ser consciente de su especie, es decir, como un ser que se comporta hacia la
especie como hacia su propio ser o hacia sí mismo como un ser de la especie”. Es verdad
que el animal también produce en cierto modo (por ejemplo, al construir su morada), pero
“sólo produce aquello que necesita directamente para sí o para su cría; produce de un modo
unilateral, mientras que la producción del hombre es universal; sólo produce bajo el acicate
de la necesidad física inmediata, mientras que el hombre produce también sin la coacción
de la necesidad física, y cuando se halla libre de ella es cuando produce verdaderamente; el
animal sólo se produce a sí mismo, mientras que el hombre reproduce a toda la naturaleza;
el producto del animal forma parte directamente de su cuerpo físico, mientras que el
hombre se enfrenta libremente a su producto. El animal produce solamente a tono y con
arreglo a la necesidad de la especie a que pertenece, mientras que el hombre sabe producir a
tono con toda especie y aplicar siempre la medida inherente al objeto; el hombre, por tanto,
crea también con arreglo a las leyes de la belleza”. “Es sólo y precisamente en la
transformación del mundo objetivo donde el hombre comienza, por tanto, a manifestarse
realmente como ser genérico. Esta producción constituye su vida genérica laboriosa.
Mediante ella aparece la naturaleza como obra suya, como su realidad. El objeto del trabajo
es, por tanto, la objetivación de la vida genérica del hombre: aquí se desdobla no sólo
intelectualmente, como en la conciencia, sino también laboriosamente, de un modo real,
contemplándose a sí mismo… en un mundo creado por él”.
En su actividad laboral, “la relación del hombre consigo mismo sólo cobra para él
existencia objetiva, real, mediante su relación con otro hombre”, es decir, a través de las
relaciones sociales: “Así como la sociedad produce ella misma al hombre en cuanto
hombre, es producida por él. La actividad y el goce, como su contenido, son también, en
cuanto al modo de existencia, sociales, actividad social y goce social. La esencia humana
de la naturaleza existe solamente para el hombre social, ya que sólo existe para él como
nexo con el hombre, como existencia suya para el otro y del otro para él, al igual que como
elemento de vida de la realidad humana; solamente así existe como fundamento de su
propia existencia humana. Solamente así se convierte para él en existencia humana su
existencia natural y la naturaleza se hace para él hombre. La sociedad es, por tanto, la
cabal unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la
naturaleza, el acabado naturalismo del hombre y el acabado humanismo de la naturaleza”.
Entonces, es únicamente en el seno de la sociedad donde la existencia natural del hombre se
transforma en existencia propiamente humana. Por su modo y su contenido, la actividad
humana y la utilización de sus productos poseen siempre un carácter social, y el hombre se
configura a sí mismo sólo a través del vínculo con otros hombres.
Dicho carácter no anula la individualidad, sino que la presupone. “La actividad social
y el goce social no existen en modo alguno sólo en forma de una actividad común directa y
de un directo goce común, aunque la actividad común y el goce común, es decir, la
actividad y el goce que se manifiestan y exteriorizan directamente en la comunidad real con
otros hombres, se harán sentir siempre allí donde aquella expresión directa de lo social
tenga su fundamento y sea adecuada a su naturaleza en la esencia de su contenido”. Ocurre
que “aun cuando yo actúe científicamente, etc., desarrolle una actividad que rara vez puedo
llevar a cabo directamente en común con otros, actúo socialmente, porque actúo como
hombre. No sólo me es dado como producto social el material de mi actividad (ya que en el
pensador actúa incluso el lenguaje), sino que ya mi propia existencia es actividad social; de
ahí que lo que yo haga por mí lo hago por mí, para la sociedad y con la conciencia que
tengo de ser un ente social”. Por consiguiente, “Hay que evitar, sobre todo, el volver a fijar
‘la sociedad’, como abstracción, frente al individuo. El individuo es un ente social. Su
manifestación de vida (aunque no aparezca bajo la forma directa de una manifestación de
vida común, realizada conjuntamente con otros) es, por tanto, una manifestación y
exteriorización de la vida social. La vida individual del hombre y su vida genérica no son
distintas, por mucho que (necesariamente, además) el modo de existencia de la vida
individual sea un modo más bien especial o más bien general de la vida genérica, o según
que la vida genérica sea una vida individual más especial o más general”. De allí que, en la
existencia concreta de los hombres, una cierta forma de actividad puede dar la apariencia de
ser exclusivamente individual o “asocial”, pero en realidad toda forma de actividad está
determinada y condicionada por la sociedad; y por su contenido, carácter y medios está
unida a ella por innumerables lazos.
Por otro lado, no sólo la actividad humana y sus resultados están socialmente
determinados, sino que también la conciencia del individuo está condicionada por la
sociedad: “Mi conciencia general no es sino la forma teórica de aquello de que la
comunidad real, la esencia social, es la forma viva… De ahí que también la actividad de mi
conciencia general (en cuanto tal) sea mi existencia teórica en cuanto ente social”. Incluso
la formación y el desarrollo histórico de la sensorialidad humana, de los sentidos del
hombre, están socialmente condicionados. Es un hecho que existen animales dotados, por
ejemplo, de notable agudeza visual o auditiva por poseer ciertos órganos que, merced a su
rígida especialización, funcionan con un bajo umbral de sensibilidad y superan el registro
humano. No obstante, los sentidos humanos son universales y con ellos el hombre percibe
el mundo de modo cualitativamente distinto debido a “la apropiación sensible de la esencia
y la vida humanas, del hombre objetivo, de las obras humanas por y para el hombre… El
hombre se apropia su ser omnilateral de un modo omnilateral y, por tanto, como hombre
total. Cada una de sus relaciones humanas con el mundo, la vista, el oído, el olfato, el
gusto, la sensibilidad, el pensamiento, la intuición, la percepción, la voluntad, la actividad,
el amor, en una palabra, todos los órganos de su individualidad, como órganos que son
directamente en su forma órganos comunes, representan en su comportamiento objetivo o
en su comportamiento hacia el objeto, la apropiación de éste; la apropiación de la realidad
humana, su comportamiento hacia el objeto, es la confirmación de la realidad humana; es,
por tanto, algo tan múltiple como múltiples son las determinaciones esenciales y las
actividades humanas”.
Todo ello implica que “estos sentidos y cualidades se han hecho humanos, tanto
objetiva como subjetivamente. El ojo se ha convertido en ojo humano, del mismo modo que
su objeto se ha convertido en un objeto social, humano, procedente del hombre y para el
hombre. Por tanto, los sentidos se han convertido directamente, en su práctica, en teóricos.
Se comportan hacia la cosa por la cosa misma, pero la cosa misma es un comportamiento
humano objetivo hacia sí mismo y hacia el hombre, y viceversa… Huelga decir que el ojo
del hombre disfruta de otro modo que el ojo tosco, no humano, el oído del hombre de otro
modo que el oído tosco, etc… El hombre solamente no se pierde en su objeto cuando éste
se convierte para él en objeto humano o en hombre objetivado. Y esto sólo es posible al
convertirse ante él en objeto social y verse él mismo en cuanto ente social, del mismo modo
que la sociedad cobra esencia para él en este objeto”. De allí que “los sentidos del hombre
social son otros que los del hombre no social… Es la existencia de su objeto, la naturaleza
humanizada, lo que da vida no sólo a los cinco sentidos, sino también a los llamados
sentidos espirituales, a los sentidos prácticos (la voluntad, el amor, etc.), en otras palabras,
al sentido humano, a la humanidad de los sentidos. La formación de los cinco sentidos es la
obra de toda la historia universal anterior… Así como la sociedad en formación se
encuentra con todo el material preparado para esta formación, así también la sociedad, una
vez que existe, produce al hombre en toda esta riqueza de su esencia, al hombre dotado de
una riqueza profunda y total de sentido, como su constante realidad”.
Finalmente, el joven Marx expresaba categóricamente que “toda la llamada historia
universal no es más que la generación del hombre por el trabajo”, de modo que “la nobleza
de la humanidad resplandece ante nosotros en los rostros curtidos por el trabajo”. Y ponía a
la luz el nexo interno entre trabajo y esencia humana, mostrando cómo la alienación hace
aparecer a ambos como elementos “extraños” al propio hombre: “La historia de la industria
y la existencia objetiva de la industria, ya hecha realidad, es el libro abierto de las fuerzas
esenciales humanas, de la psicología humana colocada ante nuestros sentidos, que hasta
ahora no se concebía como entroncada con la esencia del hombre, sino siempre en un
plano externo de utilidad, porque (al moverse dentro del plano de la enajenación) sólo
acertaba a enfocar la existencia general del hombre, la religión o la historia, en su esencia
abstracta general, como política, arte, literatura, etc., en cuanto realidad de las fuerzas
esenciales humanas y en cuanto actos humanos genéricos. En la industria usual, material…,
tenemos ante nosotros, bajo la forma de objetos útiles sensibles y ajenos, bajo la forma de
la enajenación, las fuerzas esenciales objetivadas del hombre. Una psicología para la que
todo esto sea un libro cerrado, es decir, que no penetra en lo que es precisamente la parte
sensiblemente más actual, más accesible de la historia, no puede llegar a ser una ciencia
real y efectivamente llena de contenido. ¿Qué puede pensarse, en términos generales, de
una ciencia que, altaneramente, hace caso omiso de esta gran parte del trabajo humano y no
se da cuenta en sí misma de que es incompleta, mientras una riqueza tan desplegada de la
acción humana no le dice más que lo que puede decirse, si acaso, con la palabra
‘necesidad’, ‘necesidad común y corriente’? ” (3).
En estas formulaciones de los Manuscritos estaban ya contenidos y delineados para
su posterior y más precisa elaboración científica los elementos básicos de la concepción
materialista de la historia, evidenciándose también el esbozo de la teoría del desarrollo de la
sociedad y los embriones de la comprensión científico-social de la esencia humana y de su
formación histórica. En 1845, muy poco tiempo después de haber confeccionado los
Manuscritos, Marx redactó sus Tesis sobre Feuerbach. Allí señalaba de modo puntual las
deficiencias centrales del materialismo anterior y del naturalismo de ese filósofo, ponía a la
luz tanto el carácter contemplativo-metafísico de ambos como su total incomprensión de la
importancia de la actividad “práctico-crítica” (“revolucionaria”) del ser humano, y
remarcaba el papel decisivo de la praxis en el conocimiento y la transformación del mundo.
Y en la VI Tesis exponía de manera concentrada un genial descubrimiento, de incalculable
trascendencia teórica y práctica, que convertía en polvo todas las especulaciones filosófico-
ideológicas hasta entonces vigentes acerca del hombre: “la esencia humana no es algo
abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones
sociales”. En su necesario nexo interno con las demás Tesis, esta formulación llevaba
implícito que como ser social y, por ende, ser actuante, el hombre no es un resultado pasivo
del proceso objetivo de desarrollo social, sino que (retomando la expresión de Hegel) en él
se funden dos principios: es, a la vez, sujeto y objeto de la historia, creador y creación de
ésta.
Entre 1845 y 1846, durante su breve, intensa y fecunda estancia en Bruselas, Marx y
Engels precisaron en La ideología alemana los lineamientos para el desarrollo de los rasgos
fundamentales de la concepción materialista de la historia, extendieron su visión dialéctico-
materialista a la explicación objetiva de la sociedad humana y, como dice Séve, “abrieron el
paso a la ciencia de la historia, vale decir, a la política y el socialismo científico”. Entre
otros logros esenciales, posibilitaron también la elaboración de una teoría del conocimiento
auténticamente científica al dilucidar la raíz del proceso de producción de las ideologías;
repensaron dialécticamente la concepción materialista del mundo y la perfeccionaron,
completándola con la correspondiente concepción del hombre. En el mismo texto, sin
perder de vista los elementos biológicos propios del ser humano, destacaron que la fuente
primaria de los rasgos que conforman su esencia es el principio social y, reiterando el
descubrimiento contenido en la VI Tesis, señalaron que “Esa suma de fuerzas productivas,
de capitales y formas de relación social con que cada individuo y cada generación se
encuentran como con algo dado, es el fundamento real de lo que los filósofos se
representan como la ‘sustancia’ y la ‘esencia del hombre’ ”.
Este descubrimiento del carácter verdadero y concreto, histórico-social, de la esencia
humana, de la naturaleza del hombre, significa que ella, como apunta M. Caveing, “no
consiste en alguna entidad universal que, igualmente distribuida entre los individuos, los
haría semejantes entre sí, al menos de derecho, confiriéndoles una cualidad, un ‘valor
específico’. No hay esencia ‘ontológica’ del hombre. El patrimonio común de los hombres
no es más que el conjunto de sus producciones históricas, materiales y culturales,
efectuadas en condiciones sociales determinadas, producciones que cada generación recibe,
conservadas en mayor o menor grado, de la anterior”. Pero en las sociedades de clases
antagónicas, “los individuos sólo tienen acceso a ese patrimonio de manera muy desigual,
en virtud de la división social del trabajo. El problema no consiste, justamente, en que todos
tengan derecho a él por igual, sino en que todos tengan acceso a él efectivamente. En las
condiciones de la división capitalista del trabajo y de su explotación, el desarrollo del
individuo es necesariamente inarmónico, unilateral, parcial y hasta atrofiado” (4) y con
ello, por tanto, su esencia humana resulta violentada.
Constituye un hecho objetivo, entonces, que las relaciones sociales tienen un carácter
histórico-concreto, van experimentando cambios en el curso del progreso social, están
marcadas por la contradicción entre lo nuevo que nace y lo viejo que se resiste a darle paso,
y se transforman radicalmente con el tránsito de una formación socio-económica a otra. En
correspondencia, la esencia humana es también histórico-concreta, contradictoria y
cambiante, pero no repite en forma mecánica el rumbo de las relaciones sociales. En tal
esencia, siempre se pueden destacar nuevos aspectos, nuevas facetas en su forma, pero lo
fundamental de su contenido se mantiene porque el hombre es un ente social que sólo
puede existir como ser humano dentro de la sociedad y de las relaciones sociales, y su
esencia está íntimamente ligada a tal hecho, a esa realidad objetiva. En el proceso histórico,
los cambios radicales en las relaciones sociales generan determinadas modificaciones en la
esencia del hombre (sin eliminar la contradicción entre lo viejo y lo nuevo), pero en el
marco del entrelazamiento dialéctico de la ruptura y la continuidad, por lo que la esencia
humana no es una abstracción especulativa, sino una categoría histórica real.
Para decirlo con otras palabras, la esencia humana no puede ser encarada ni menos
aún descrita y explicada en abstracto partiendo del individuo aislado, ya que ella deriva del
“conjunto de las relaciones sociales” y lo que los hombres son en un determinado período
histórico depende de qué y cómo producen colectivamente. Por tanto, el ser del hombre
radica en lo que los individuos hacen realmente en su concreto medio histórico-social. Al
transformar ese medio, se modifican a sí mismos, de modo que la historia puede entenderse
como la continua transformación de la esencia humana. Obviamente, existen propulsiones y
rasgos peculiares y típicos del hombre que experimentan cambios con las mutaciones de las
condiciones sociales, pero sólo en su forma y dirección sin afectar lo fundamental de la
esencia humana a lo largo del desarrollo histórico y social.
Al centrar la esencia humana en el conjunto de las relaciones sociales que histórica y
necesariamente los hombres establecen entre sí, ante todo en el proceso de producción
material de su existencia, Marx y Engels resolvieron el problema que para la filosofía
idealista constituía una “cuadratura del círculo”. Con ello, no sólo recusaron la antropología
abstracta y el humanismo especulativo, sino que también los negaron dialécticamente, es
decir, los superaron tanto a través del “enderezamiento” materialista (tal cual hicieron con
la dialéctica hegeliana, “poniendo sobre sus pies lo que estaba de cabeza”), cuanto de la
radical modificación científica ajena a cualquier manipulación fantasiosa. Invalidaron así
las elucubraciones sobre el “hombre en general”, abstracto y apriorístico, despejando las
vías para explicar la génesis histórica del ser humano a partir de las condiciones concretas
en las que viven, actúan y se desarrollan los hombres reales (5), al igual que para valorarlo
de modo objetivo. La metafísica abstracción “Hombre” quedó anulada y en su lugar
empezó a desempeñar su rol un nuevo concepto del hombre como ser social históricamente
determinado, sentándose así las bases para la construcción de una teoría científica de las
relaciones sociales, de su desenvolvimiento basado en sus contradicciones reales y de las
condiciones objetivas del desarrollo histórico de los individuos concretos. Como elemento
conformante de un sistema teórico internamente coherente, la VI Tesis resultó ser, entonces,
anota Séve, “la piedra angular del materialismo histórico” y una sólida plataforma para la
elaboración de una antropología científica y la configuración de un humanismo auténtico,
histórico y concreto.
Sin embargo, determinadas corrientes humanista-especulativas se empeñan en ocultar
que con las Tesis sobre Feuerbach y La ideología alemana Marx y Engels marcaron la
decisiva etapa de su avance desde el humanismo abstracto hacia el materialismo histórico;
y para llevar agua a su propio molino reaccionario tratan de “demostrar” que sólo los
Manuscritos de 1844 representan la expresión del “auténtico pensamiento de Marx”. De
hecho, con la revolución teórica constituida por ese tránsito Marx y Engels se sacudieron
definitivamente de los rezagos de una concepción que consideraba la esencia del hombre
como un “atributo natural del género humano” y, por ello, inherente a cada individuo
apreciado en abstracto como exponente de ese género. Con la definición de la esencia
humana como el “conjunto de las relaciones sociales”, quedó nítidamente precisado que el
ser de los hombres, es decir, su “humanidad” históricamente concreta, no tiene origen
directo sino que deriva ante todo de la formación económico-social dada, ni tampoco reside
en la individualidad considerada “en general”. En otros términos, desde el punto de vista
genético la individualidad posee un carácter secundario con respecto a la base social
objetiva. En perspectiva científica, ello implica que lo característico del individuo no es
llevar “en sí” la esencia humana desde su origen, sino encontrarla en las relaciones sociales,
o sea, fuera de sí mismo. Por tanto, la historia constituye un proceso cuyos creadores y
actores son indudablemente los propios hombres, pero hombres producidos en y dentro de
las relaciones sociales. En el Prólogo de El Capital, Marx enfatizó en este hecho al indicar:
“Mi punto de vista, según el cual el desarrollo de la formación económica de la sociedad es
asimilable a la marcha de la naturaleza y a su historia, es el menos idóneo para hacer
responsable al individuo de unas relaciones de las que socialmente es criatura, por mucho
que haga para librarse de ellas”. Con la VI Tesis quedaron, entonces, diferenciadas y a la
vez enlazadas dialécticamente la esencia humana objetiva y la forma histórico-concreta de
la individualidad.
Por el contrario, el humanismo abstracto y especulativo, que trata de servirse del
joven Marx para sus propios fines (como en el caso de Erich Fromm, Rodolfo Mondolfo,
Giuseppe Bedeschi, los sacerdotes Jean-Yves Calvez y Pierre Bigo, y muchos otros), insiste
en atribuir la esencia humana al individuo y a “sus” relaciones, ubicadas fundamentalmente
en el marco de la subjetividad y tratadas como relaciones puramente intersubjetivas aunque
se haga referencia secundaria al “ambiente social”. Así, identificando la esencia humana
con el individuo y a éste con las relaciones intersubjetivas, se atomiza y subjetiviza el
proceso social objetivo para resaltar ciertas “propiedades esenciales” del “hombre”
abstracto y metafísico (como el “sentido de la historia”, la “trascendencia con respecto a la
sociedad”, la “creación de valores”, etc.) y despejar las vías para su abierto entroncamiento
con el espiritualismo. En perspectiva general, se pretende convertir a Marx en un liberal del
montón y en un “humanista” al uso, cuya teoría no sería revolucionaria y con muy claros
objetivos económico-sociales y político-culturales, sino un vulgar reformismo domesticado
y centrado en vagos ideales “éticos” de “justicia” para la edificación de un “socialismo
humanitario” que niega la “utopía” de la revolución y la radical transformación de la
sociedad. De tal suerte, en el plano teórico el humanismo especulativo constituye una
entremezcla de postulados éticos abstractos y supra-históricos en procura de la “elevación
moral” del individuo; y en el campo político evidencia su carácter liberal-burgués al
propugnar la colaboración entre las clases, endiosar la “paz social”, defender sin cortapisas
el dominio de la burguesía y abogar por el mantenimiento del capitalismo. Ese humanismo
especulativo tiene, pues, un definido carácter clasista, un contenido concreto y una real
proyección y utilización de clase, cuya clarificación exige una inmediata digresión en aras
del encaramiento real de los procesos y fenómenos sociales.
El problema del humanismo
Objetivamente, toda concepción del mundo, la sociedad y el hombre está ligada
necesaria e íntimamente a la práctica social de una época determinada. De uno u otro
modo, cada nueva filosofía representa una respuesta a los problemas planteados por la vida
social y está marcada por las condiciones históricas que la han hecho emerger. Por tanto, el
pensamiento del hombre está condicionado por su actividad, es decir, por su acción sobre
la naturaleza y sobre la sociedad. Este hecho real explica por qué ninguna filosofía puede
ir más allá de lo que permiten las posibilidades de acción sobre la naturaleza (subordinadas
al nivel y grado de desarrollo de las fuerzas productivas, de la técnica y la ciencia) y sobre
la sociedad (que dependen de las relaciones entre las clases, de sus ideas, sus proyectos y
sus luchas). Y tal hecho lleva, a la vez, a tener siempre en cuenta la correlación concreta
entre la actividad histórico-social de los hombres y las modalidades que ha ido adquiriendo
su entendimiento del mundo, de la sociedad, de las relaciones entre sí y de lo que son ellos
mismos. De allí que, para su encaramiento objetivo, ese sea el marco general donde tiene
que ubicarse la cuestión del humanismo, asunto que conviene abordar por lo menos en sus
grandes líneas dada su condición de específica visión acerca de la situación, el desarrollo, el
bienestar y el destino del hombre.
En general y en su más amplio sentido, el humanismo puede ser entendido como un
conjunto sistematizado de reflexiones y criterios cognoscitivo-axiológicos que adjudican al
hombre la condición de valor supremo, reconociendo su dignidad y afirmando el respeto
por su libertad, sus derechos y su valía como personalidad, a la vez que propugnando su
bienestar, su desarrollo integral y el establecimiento de condiciones favorables a la
formación y despliegue de todas sus capacidades en el presente y en el futuro. Sin embargo,
la gran amplitud de este sentido se especifica y concretiza en tanto y en cuanto, desde el
materialismo histórico, el desarrollo de la civilización es concebido científicamente como
un proceso de sucesión de formaciones económico-sociales antagónico-clasistas (esclavista,
feudal y burguesa) y el humanismo es apreciado como objetiva expresión ideológico-
política de clase dentro de cada una de esas sociedades. Con ello, las concepciones
humanistas quedan centradas en la realidad histórico-concreta de la actividad de los
hombres, dejando fuera de lugar tanto las elucubraciones de la antropología abstracta (es
decir, las del intemporal “hombre en general”), como las divagaciones del humanismo
especulativo (o sea, las que se ubican al margen de la sociedad real, las clases y su
enfrentamiento).
En efecto, las elaboraciones teóricas humanistas no se pueden abstraer (separar) del
contexto socio-histórico dado, el modo de producción imperante, las relaciones entre las
clases fundamentales existentes en él y la práctica social real de éstas, el poder económico-
social y político-cultural vigente, la concepción del mundo dominante y el sistema de
valores ligado a ella, y la índole y el contenido de las ideas existentes en la sociedad del
caso. Sin excepción alguna, la orientación y el carácter de esas elaboraciones se encuentra
siempre en relación de dependencia histórica con respecto a los intereses materiales en
pugna y al modo de percibir la sociedad, a la interpretación de lo que es el hombre y sus
atributos, a la definición de lo que se considera libertad, desarrollo y bienestar humanos, y
al establecimiento de las vías que conducen (o deben conducir) a ellos. Para decirlo con
Paul Mattick, el humanismo constituye un producto histórico, un producto del hombre
concreto constantemente dedicado a transformar el mundo natural y las estructuras de la
sociedad, junto con su propia condición y sus propias concepciones, ideas y sentimientos.
Cabe, entonces, ceñirse a los hechos y referirse en las sociedades de clases
antagónicas a un humanismo característico de las clases dominantes y a un humanismo
propio de las clases subalternas. Así, a cada una de las grandes etapas históricas del
despliegue civilizatorio le corresponde un humanismo dominante que es el humanismo de
la clase socialmente dominante, el cual representa las consideraciones sobre el hombre
(sobre su vida, libertad, desarrollo y bienestar) centradas en esa clase y en los individuos
que la conforman. Esas consideraciones unilaterales y parcializadas son impuestas desde el
poder de clase y justificadas socio-política e ideológicamente por la concepción del mundo
predominante (que alberga una serie de creencias, prejuicios y supersticiones), el sistema de
ideas y valores correspondientes, y el propio humanismo que contiene dichas apreciaciones,
pero sin poder eliminar el humanismo de las clases subordinadas. En consecuencia, encarar
objetivamente el humanismo implica ir mucho más allá de la visión tradicional que lo
reduce a fenómeno puramente cultural, emergente como producto típico y propio del
Renacimiento italiano y europeo dentro del desarrollo del feudalismo. Hay que evaluarlo,
entonces, en su calidad de elemento de gran importancia en el trayecto histórico-social de
la actividad integral de los hombres.
Históricamente, en la pre-clasista comunidad gentilicia las condiciones generales de
vida eran rudimentarias y los individuos desplegaban su existencia en un clima de igualdad
y reciprocidad, sin distinción o discriminación algunas por razones de ocupación, edad o
sexo. Con el desarrollo comunitario ocurrió también el de la división natural del trabajo y
las fuerzas productivas fueron avanzando mediante las técnicas de riego en escala cada vez
más amplia, la expansión agrícola-ganadera, la explotación minera, la metalurgia y la
extensión de los oficios. Todo ello se tradujo en el incremento de la productividad en la
agricultura, la ganadería y la fabricación de objetos, generándose excedentes acumulables
dentro de una creciente complejización de la vida social y cultural. Para encargarse de los
asuntos comunes de la sociedad (dirección de los trabajos, organización de las actividades
públicas, administración de la justicia y el conocimiento, etc.), algunos hombres fueron
exonerados del trabajo manual; y con esa naciente desigualdad, como anota Engels en el
Anti-Dühring, se fue formando “una clase especial eximida del trabajo directamente
productivo”. Esta minoría, al concentrar en sus manos excedentes de la producción y
funciones de dirección social, “no dejó nunca de cargar sobre las espaldas de las masas
trabajadoras cada vez más trabajo en beneficio propio”, abriendo la posibilidad de explotar
a la mayoría de hombres y de volver ventajosa la conversión de poblaciones avasalladas y
prisioneros de guerra en esclavos. La antigua división laboral resultó reemplazada por la
división social del trabajo y con la esclavitud apareció la primera escisión de la sociedad en
clases: los propietarios de esclavos se tornaron dueños de los medios de producción (tierras,
ganado, herramientas y esclavos), se auto-adjudicaron todos los derechos y privilegios y,
con la creación del Estado como instrumento coercitivo de su poder, sometieron al resto de
la población. La aparición de la esclavitud y su desarrollo modificaron profundamente las
condiciones materiales de vida de los individuos, sus relaciones sociales, sus vínculos con
la naturaleza y su concepción del mundo y del propio hombre.
Limitándonos a Occidente, en la Antigüedad greco-romana las preocupaciones,
reflexiones y formulaciones humanistas dominantes partieron de la atribución de valor
supremo como hombres a los esclavistas, con todas las ventajas derivadas de tal hecho:
libertad, privilegios, ocio, vida muelle, gran bienestar, educación y acceso a la cultura,
pleno desarrollo individual, etc. Los sujetos “libres” no poseedores de esclavos (artesanos,
pequeños agricultores, comerciantes menores, etc.) ocupaban un plano subalterno y servían
de soporte social a los propietarios. Y a los esclavos se les negaba la condición humana:
eran únicamente “instrumentos parlantes” ubicados apenas por encima de los “instrumentos
semi-parlantes” (animales) y de los “instrumentos mudos” (herramientas). La controversia
entre pensadores materialistas e idealistas, que reflejaba ideológicamente contradicciones
entre capas y sectores dentro de la clase dominante, no cambió en nada esta percepción.
Ningún filósofo de la Antigüedad, cualquiera que fuese la escuela a la que se adscribió,
pudo superar la perspectiva de clase que consagraba la esclavitud y la “superioridad” de los
detentadores del poder económico, socio-político y cultural. La filosofía antigua fue la
filosofía de la clase esclavista, cuyo poder encontraba defensa ideológica y justificación
plena en la concepción del mundo, el sistema de valores y el humanismo apoyados en ese
poder.
Los esclavos carecían en absoluto de derechos y el aplastamiento social, la exclusión
del Estado y el cerco total al desarrollo de su pensamiento, eran impedimentos para que su
visión del mundo adquiriera forma filosófica. Pero la esclavitud albergaba su contrario: el
ansia de libertad, que impulsaba rebeliones (como la encabezada por Espartaco) y que, en
el marco de la lucha de clases, estimulaba los embriones humanistas de los oprimidos y
explotados. La reivindicación concreta de su condición humana, de su derecho a la libertad,
la igualdad y una vida digna, tenía en los esclavos el carácter de sentimiento borroso que no
podía elevarse a un nivel de racionalización y alcanzar despliegue efectivo dentro de las
condiciones sociales y las limitaciones materiales y espirituales de la época. No obstante,
ese humanismo germinal sería absorbido, replanteado y distorsionado por la concepción
judeo-cristiana para llegar a encontrar expresión sistemática (de modo abstracto, dualista,
intemporal y exculpatorio de la dominación que aplastaba a los esclavos) en el humanismo
propio de esa concepción.
En el período de la decadencia del régimen esclavista, las filosofías idealistas griegas
de esa época fueron asimiladas y continuadas sin interrupción por los llamados “Padres de
la Iglesia” (Tertuliano, Ireneo, Orígenes, Basilio, Agustín de Hipona), que lucharon contra
la filosofía como apego a la razón, consolidaron en la teología cristiana un encarnizado y
militante fideísmo, y manifestaron una cruel misoginia. Esas filosofías eran el producto de
epígonos preocupados en utilizar de manera ecléctica todos los elementos de la tradición
platónica para justificar el dominio de los propietarios de esclavos, y la doctrina de la
Iglesia no se quedó corta en tal aspecto. En su Ciudad de Dios, Agustín de Hipona afirmó
sin titubeos que “Dios ha introducido la esclavitud en el mundo como un castigo al pecado
y el querer suprimirla sería ir contra su voluntad… La misión de la Iglesia no es la de hacer
libres a los esclavos, sino la de hacerlos buenos… ¡Cuán deudores de Cristo son los ricos,
pues Él pone orden en sus casas!”. Por su parte, en el siglo IV, Ambrosio proclamaba que
“La servidumbre es un don divino”; y Juan Crisóstomo, comentando la primera epístola de
Pablo a los Corintios, acotaba que “El esclavo debe resignarse a su suerte y al obedecer a su
amo obedece a Dios”.
Desde el humanismo cristiano no sólo se apreció en forma mística y mistificadora al
hombre, sino que también, deformando las reivindicaciones concretas del embrionario
humanismo de los esclavos rebeldes, se desplazó su libertad, bienestar y destino hacia el
“paraíso”, el “mundo celestial”. Las proclamas acerca de la “igualdad de las almas ante
Dios” y la “resignación ante las adversidades de la vida”, servían para suplantar la legítima
aspiración a la igualdad real y la lucha para conquistarla; y con el “premio” de la “gracia
divina”, se ofrecía una ilusoria compensación y un consuelo a los padecimientos terrenales
de los expoliados en su triste paso por un “valle de lágrimas”. A pesar de las persecuciones
y martirios sufridos por los primeros cristianos dada la incomprensión de los alcances
reales de su doctrina por parte de la clase dominante, el cristianismo cumplía objetivamente
una activa función ideológica y política al servicio de los esclavistas como amortiguador de
la lucha de clases y respaldo al poder de los explotadores. No fue, entonces, producto de la
casualidad o de algún designio “divino” que el cristianismo llegara a ser, con el emperador
Constantino, religión oficial de la Roma imperial.
Tradicionalmente, muchas interpretaciones históricas idealista-apologéticas han visto
en el cristianismo y su humanismo la “causa principal” del hundimiento del esclavismo.
Pero ya Engels dejaba en claro, en El origen de la familia, la propiedad privada y el
Estado, que “la concepción que estima la religión como la palanca decisiva de la historia
mundial se reduce, en fin de cuentas, al más puro misticismo”. “El cristianismo no tuvo
absolutamente nada que ver en la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos
coexistió con la esclavitud en el imperio romano y más adelante jamás impidió el comercio
de esclavos de los cristianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el
Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros”. En la realidad de los hechos, desde
sus orígenes el régimen esclavista portaba una contradicción fundamental que se fue
extendiendo, agravando y agudizando de modo paulatino: la contradicción entre los medios
productivos y las relaciones de producción basadas en la radical separación y antagonismo
entre esclavistas-parásitos y esclavos-productores, reflejada a su vez en la desvinculación y
la oposición cada vez más acusadas del trabajo intelectual y el trabajo manual. En la
“democracia” ateniense, el censo de Demetrio Falerio, del 309 antes de nuestra era, registró
la existencia de 21 mil ciudadanos libres (poseedores únicos de los derechos políticos y
beneficiarios del humanismo de clase) contra 400 mil esclavos. Y en la república romana,
en el 204 a.d.n.e., había 214 mil ciudadanos libres sobre 20 millones de habitantes.
Con el despliegue del esclavismo en la Roma imperial, indica más adelante Engels, la
explotación de los latifundia con el trabajo de los esclavos ya no producía beneficios, pero
no existía otro modo posible para la agricultura en gran escala y “el cultivo en pequeñas
haciendas había llegado a ser de nuevo la única forma remuneradora”. Las villas fueron
parceladas para la entrega de la tierra a arrendatarios hereditarios, aparceros y colonos (que
no eran libres ni propiamente esclavos, pero que podían ser vendidos con sus parcelas). Con
una agricultura en pequeñas haciendas que ya no dejaba réditos y una manufactura urbana
que tampoco los brindaba por el derrumbe del mercado para sus productos, “la gigantesca
producción esclavista de los tiempos florecientes del imperio no tenía donde emplear
numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los esclavos domésticos y
de lujo de los ricos”, de modo que aumentaban cada vez más las manumisiones de esclavos
superfluos convertidos en una pesada carga. Sin embargo, “la agonizante esclavitud aún era
suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e
indigna de un romano libre”.
Así, prosigue Engels, la esclavitud como forma principal de producción “hacía del
trabajo una actividad servil y, por tanto, deshonrosa para los hombres libres. Por ello, el
medio para salir de tal modo de producción estaba cerrado, mientras que por otra parte la
producción más desarrollada encontraba su límite en la esclavitud y era conducida a
eliminarla. Esta contradicción originó la ruina de toda producción basada en la esclavitud y
de las comunidades basadas en ella”. “La esclavitud ya no producía más de lo que costaba y
por eso acabó por desaparecer. Pero al morir dejó detrás de sí un aguijón venenoso bajo la
forma de proscripción del trabajo productivo por los hombres libres. Tal era el callejón sin
salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era económicamente
imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no
podía ser ya la forma fundamental de la producción social, el segundo aún no podía serlo.
La única solución posible era una revolución radical”. Y ésta se produjo sobre la base de las
catastróficas e irresolubles contradicciones internas del esclavismo, exacerbadas además
por las invasiones “bárbaras”, para dar paso al modo de producción feudal y a la sociedad
edificada sobre él, a la cual se incorporó activamente y sin demora la Iglesia (ya convertida
en institución de estructura jerárquico-centralizada) enarbolando su concepción y su
humanismo en el que el trabajo productivo continuó siendo visto como execrable.
En el origen del régimen feudal se entrelazaron dos procesos históricos diferentes.
Por un lado, la descomposición del esclavismo, que fue empujando a los ex-esclavos y a los
campesinos expropiados a volcarse hacia las tierras como cultivadores independientes,
cuyos antecedentes fueron los arrendatarios, los aparceros y los colonos. Por el otro, la
descomposición de la vieja organización del clan de los invasores “bárbaros” y el reparto de
las tierras conquistadas entre sus jefes militares. En La ideología alemana, Marx y Engels
apuntaban: “Así como la Antigüedad partía de la ciudad y de su pequeña demarcación, el
Medioevo tenía como punto de partida el campo. Este punto de arranque distinto hallábase
condicionado por la población con que se encontró la Edad Media: una población escasa,
diseminada en grandes áreas y a la que los conquistadores no aportaron gran incremento.
De allí que, al contrario de lo que había ocurrido en Grecia y en Roma, el desarrollo feudal
se iniciara en un terreno mucho más extenso, preparado por las conquistas romanas y por la
difusión de la agricultura al comienzo relacionada con ellas. Los últimos siglos del Imperio
romano decadente y la conquista por los propios bárbaros destruyeron una gran cantidad de
fuerzas productivas; la agricultura se veía postrada, la industria languidecía por la falta de
mercados, el comercio cayó en el sopor o se vio violentamente interrumpido y la población
urbana y rural decreció. Estos factores preexistentes y el modo de organización de la
conquista por ellos condicionado hicieron que se desarrollara, bajo la influencia de la
estructura del ejército germano, la propiedad feudal”.
Las relaciones de producción propias del nuevo régimen se diferenciaron en dos
aspectos fundamentales de las vigentes en el esclavismo. Primero, la propiedad de los
terratenientes feudales coexistía con la propiedad individual de los campesinos y de los
artesanos sobre sus instrumentos productivos y sus economías privadas; y segundo, el señor
feudal era propietario de los medios de producción, llegando a ser dueño del trabajador sólo
de modo limitado. Pero los jefes militares conquistadores, como nuevos amos de grandes
extensiones de tierras de cultivo y contando con la fuerza de las armas, impusieron a los
pequeños campesinos productores una completa dependencia económica, social y política,
reduciéndolos a la condición de siervos. En el esclavismo, el gran propietario tenía que
asumir los gastos productivos y proveer al esclavo de alimentación, vestimenta, vivienda y
herramientas, y dentro de su opresión éste producía aunque careciendo de razones para
interesarse por el trabajo y tomar iniciativas. En la nueva situación, para el señor feudal era
económicamente más provechoso utilizar individuos dueños de su propia producción y de
sus propias herramientas, interesados en trabajar, producir y auto-abastecerse, los cuales
debían proporcionar rentas en especie de las cosechas logradas y, posteriormente, rentas en
dinero a la nueva clase dominante (los grandes terratenientes y el alto clero).
En los Grundrisse y en El Capital, Marx definió al feudalismo como un orden social
cuya principal característica era el dominio de una aristocracia terrateniente militarizada
sobre el resto de la sociedad, en especial sobre los campesinos. La esencia del modo de
producción feudal residía en la relación de explotación entre los señores y los campesinos a
ellos subordinados, y a través de la cual los primeros obtenían por coacción el producto
excedente del trabajo de los segundos una vez satisfechas sus necesidades de manutención.
Esta apropiación tenía la forma de servicios o prestaciones de trabajo directas y personales,
o de rentas en especie o en dinero. En tal modo de producción, señala Rodney Hilton, “la
servidumbre es la forma de existencia que adopta el trabajo… Su esencia era la apropiación
por parte del señor del trabajo excedente de la familia campesina, una vez cubiertas las
necesidades que aseguraban su subsistencia y la reproducción económica del sistema”. Al
estar aposentadas las unidades familiares campesinas en las tierras que trabajaban para
producir su propio sustento, “la transferencia del excedente debía arrancarse por la fuerza”
(6). La explotación de los trabajadores había cambiados sus formas, pero seguía siendo casi
tan brutal y despiadada como en los tiempos esclavistas: el señor disponía a su antojo de su
feudo y de sus siervos, se arrogaba funciones judiciales y ejercía todo tipo de coacciones
sobre sus vasallos para mantenerlos bajo su dominio.
Eric Hobsbawm ha señalado que el feudalismo fue una formación social sumamente
extendida cuya forma precisa varió considerablemente de un país a otro, pero que alcanzó
un desarrollo con características específicas en la región europeo-mediterránea vinculada
económicamente con el Oriente Próximo. En esa área, el feudalismo atravesó por etapas
principales hasta su derrumbe y su reemplazo histórico por el capitalismo. Primero, una
etapa inmediatamente posterior a la caída del imperio romano occidental, con la evolución
gradual de una economía feudal y tal vez una recesión en el siglo X (la llamada “era de las
tinieblas”). Segundo, una etapa de desarrollo económico muy rápido y generalizado desde
alrededor del año 1000 hasta comienzos del siglo XIV (la “Alta Edad Media”), con un
marcado crecimiento de la población, la agricultura, la producción artesanal y el comercio;
y además con revitalización de las ciudades, gran elaboración cultural, expansión de la
economía feudal occidental bajo la forma de “cruzadas” contra los musulmanes, migración,
colonización y establecimiento de postas comerciales en diversos lugares del extranjero.
Tercero, una gran crisis en los siglos XIV y XV, con el colapso de la agricultura a gran
escala y merma de la artesanía y el comercio internacional, junto con declive demográfico,
varias tentativas de revolución social y crisis ideológicas. Cuarto, una etapa de renovada
expansión entre mediados del siglo XV y mediados del XVI, en la que por primera vez se
evidencian signos de una importante ruptura entre la base y la superestructura de la
sociedad feudal (con la Reforma y los elementos característicos de la revolución burguesa
en los Países Bajos), y entre los comerciantes y conquistadores europeos en América y el
Océano Índico, etapa que Marx señala en El Capital como el inicio de la era capitalista. Y
Quinto, otra etapa de crisis en el siglo XVII, en la que se ajustan posiciones o se retrocede,
con la revolución inglesa como primera ruptura frontal con el viejo modo de producción e
inmediatamente después un período de renovada y crecientemente generalizada expansión
económica. Esta etapa culminó con el triunfo definitivo del capitalismo, que virtualmente
se produjo en forma simultánea en el último cuarto del siglo XVIII a través de la revolución
industrial en Inglaterra y de la revoluciones en Francia y EEUU. Entre los años 1000 y
1800, destaca Hobsbawm, “existió una evolución económica persistente que avanzaba
según una misma dirección, aunque no en todas partes ni al unísono”, y en la que “cada una
de las fases censadas contiene firmes elementos de desarrollo capitalista” (7).
Ahora bien, desde los inicios del régimen feudal europeo y durante toda su existencia
la Iglesia católica tuvo un papel relevante. Como firme aliada del poder militar, se
constituyó en importante fracción dentro del sistema al apropiarse de un tercio del total de
las tierras; y, con la disgregación del poder político (en el que cada señor era una suerte de
pequeño jefe de Estado), fue la única organización concentrada, centralizada, jerarquizada y
poseedora de las más amplias prerrogativas. Además, se aseguró el dominio ideológico al
controlar de modo absoluto y durante siglos la educación y la enseñanza con su manejo
monopólico de las escuelas, imponiendo su concepción idealista del mundo, subyugando a
la filosofía para convertirla en “sierva de la teología” y regimentando por completo la vida
cotidiana de las gentes. En el pasado, había defendido y justificado al esclavismo y elevado
al rango de valor supremo al propietario de esclavos. En las nuevas condiciones, vinculada
íntimamente a todos los aspectos del régimen feudal, hizo lo mismo, proporcionando
también en el plano de la teología y la filosofía las armas espirituales para la preservación y
el mantenimiento del sistema, centrando su humanismo en la glorificación de los señores
feudales y en la depreciación de los expoliados. El teólogo Laud d’Angers sostenía que “el
propio Dios ha deseado que entre los hombres unos sean señores y otros siervos, por lo que
los señores deben atenerse a amar a Dios y los siervos a amar y venerar a sus señores”.
En el campo político-social, la Iglesia se esforzó de modo constante para dar al
feudalismo una organización íntima y rígidamente jerarquizada en la que el Papa tenía la
dirección suprema; y, por su estrecha ligazón con la clase dominante, su doctrina brindó
notable justificación teórica al mantenimiento de la explotación y opresión de los siervos,
estigmatizando como “herejía” toda revuelta contra ese régimen. (En el siglo XII, Bernard
de Clairvaux, impulsor y organizador de las órdenes religiosas militarizadas, teorizó sobre
la gran ambición teocrática de la Iglesia y sistematizó las pautas para su dominio universal).
Y en el plano del pensamiento desplegó el arsenal ideológico fideísta heredado de los
“Padres de la Iglesia” para configurar la escolástica, cerrar a piedra y lodo el camino hacia
el conocimiento objetivo del mundo y de la sociedad, instalar el más denso oscurantismo y
reforzar el sometimiento de los hombres. Tertuliano había sancionado como “verdad”
indiscutible que “después de Jesucristo no necesitamos ningún ansia de saber; después del
Evangelio, sobra toda indagación”; y siguiéndolo fielmente Pedro Damiani, en Sobre la
omnipotencia divina de 1067, condenaba como un “absurdo pecaminoso” cualquier
pretensión de acceder al conocimiento del universo ya que el absolutismo de Dios no estaba
sujeto “a ninguna ley física ni lógica”. El fideísmo militante encontró expresión en el
precepto eclesiástico “cree aunque no entiendas” y admitió como única posibilidad de uso
de la “razón” las argucias para validar la fe e infamar su recusación, las vituperaciones
contra los herejes y las consideraciones sobre la “eternidad” del feudalismo.
Pero, a despecho de las creencias o los deseos de los señores y el clero, el feudalismo
no era estático, ni menos aún “eterno”, sino un sistema histórico en continuo desarrollo y en
cuyo curso se desplegaba paso a paso una objetiva lucha de clases que ponía en cuestión a
la vez el poder señorial y el dominio eclesiástico (8). En los siglos XIII y XIV, en casi toda
Europa las luchas sociales con envoltura religiosa se expresaban en grandes levantamientos
de campesinos y plebeyos a medida que las contradicciones internas del feudalismo se iban
haciendo más evidentes con la revitalización de las ciudades y la expansión de la artesanía
y el comercio, apareciendo las primeras manifestaciones de un pensamiento que buscaba
todavía con timidez liberarse de los grilletes teológicos. Los productores urbanos, gérmenes
de una burguesía en proceso de configuración, chocaban en forma creciente con el modo de
producción feudal, sus instituciones y la respectiva ideología; y los intereses materiales de
esos productores se reflejaban en y articulaban con los intentos de elaboración de una
filosofía capaz de sacudirse de las dogmáticas formulaciones escolásticas. De la realidad
misma iban surgiendo los embriones de ideas orientadas a promover su transformación.
Todo esto implicaba la lenta creación de condiciones para la formación de los elementos
propios de una nueva base económico-social sobre la que podría eventualmente edificarse
una súper-estructura jurídico-política distinta y elaborarse una nueva concepción del mundo
y del hombre junto con un nuevo humanismo.
Con el renacer de las ciudades, habían ido surgiendo inéditas y diferentes formas de
vida contrapuestas a las del marco feudal, y corrientes de pensamiento orientadas por las
preocupaciones de la germinal burguesía: interés por las técnicas y las ciencias de la
naturaleza en beneficio de la producción material; creciente importancia asignada a la razón
y la experiencia frente a la fe y la escolástica; estudio de las filosofías de la naturaleza de la
Antigüedad y de las traducciones de los trabajos de Avicena y Averroes, en los que se
defendía la razón y el conocimiento objetivo; lucha soterrada contra todos los aspectos y
elementos del régimen feudal y, por tanto, contra el pensamiento que lo sacralizaba; etc.
Estas tendencias amenazaban el orden socio-político imperante y la teología eclesiástica. La
herejía de los albigenses, aunque fue aplastada a sangre y fuego por el papado y los señores
feudales, ya había demostrado el vigor de un contestatario movimiento urbano-rural y para
sofocar todo intento de rebelión contra el edificio tradicional el Papa creó la Inquisición.
Pero el uso de la fuerza y la intimidación espiritual resultaban insuficientes. Para canalizar
las nuevas formas de vida y someter el pensamiento abierto que ellas generaban, era
necesario algo más y el encargado de proporcionarlo fue Tomás de Aquino, cuya filosofía
(el tomismo) fue el complemento ideológico del acosamiento teológico-inquisitorial y parte
inseparable de los mecanismos del poder feudal.
Hasta entonces, la Iglesia había luchado con todas sus armas contra la corriente
progresista que buscaba en la filosofía de la naturaleza de la Antigüedad los elementos para
encarar el estudio físico de los fenómenos y la indagación de sus causas. Protegiendo su
plataforma filosófica idealista platónica y neo-platónica, Inocencio III había prohibido
expresamente con una bula las obras sobre física y metafísica de Aristóteles en el momento
mismo en que, gracias a las traducciones de los pensadores árabes, esas obras alcanzaban
difusión. En tales circunstancias, Tomás de Aquino se adueñó de los trabajos de Aristóteles
para eliminar de ellos todos los aspectos objetivos que podían contribuir al estudio del
mundo y el hombre, conservando sólo sus elementos idealistas e ilusorios en procura de
sancionar la preservación del sistema y el dominio teológico. El naturalismo aristotélico,
centrado en la realidad y en la existencia terrenal, resultó borrado y suplantado por el
sobrenaturalismo tomista con su mirada puesta en el “otro mundo” y en la vida de
ultratumba. Incluso el contenido de los términos utilizados por el sabio ateniense fue
falsificado: para Aristóteles, la “física” remitía al conocimiento de los aspectos perceptibles
de las cosas y la “metafísica” estaba referida a la aprehensión de las “entrañas de la física”,
es decir, de la esencia de los objetos; pero con el tomismo se mantuvo el desdén por el
conocimiento de la naturaleza y “metafísica” pasó a significar “conocimiento de lo
sobrenatural”. Así, según observara Alexander Herzen, con la total adulteración del
aristotelismo Aquino no sólo convirtió al filósofo griego en un “Aristóteles tonsurado” y
adaptado de modo conveniente a las necesidades católicas y feudales, sino que también y
sobre esa falsificación elaboró una doctrina que se jactaba de su “racionalidad”.
Como anota B. Byjovski, “El tomismo significó un viraje cardinal en la historia del
escolasticismo. Pero no un viraje revolucionario, sino contrarrevolucionario. Fue una
contrarrevolución preventiva llamada a impedir el retorno de la filosofía a los adelantos
científicos del mundo antiguo, que brindaban nuevos horizontes a las búsquedas y las
realizaciones… El ‘Doctor Angelicus’ creó un antídoto eficaz contra las ideas avanzadas
que suponían un peligro para el monopolio teológico y se valió para ello de los eslabones
débiles de la filosofía de Aristóteles y sus vacilaciones entre el materialismo y el idealismo”
(9). Con el refuerzo al inveterado espiritualismo y a los dogmas tradicionales, el tomismo
remozó las bases concepcionales y “teóricas” de la Iglesia. Retorciendo la lógica objetiva y
usando los más absurdos sofismas, oxigenó al creacionismo “demostrando” que Dios es la
causa suprema y el fin de todas las cosas, y que todo en el mundo obedece a su “plan”. La
materia no sería más que una posibilidad indeterminada y pasiva, cuya “verdadera”
existencia depende del pensamiento divino, de la “forma” que le asigna la divinidad. Todo
intento de explicación sobre los fenómenos de la naturaleza consistiría, entonces, en el uso
de la “razón” para buscar en ese pensamiento las “formas” o “cualidades ocultas” que
constituyen la “esencia” de las cosas, las cuales estarían dispuestas “desde siempre” según
una escala jerárquica de las “formas”.
Esta jerarquía “lógica” y teleológica, propia de un “orden celestial”, regiría a la
naturaleza e incluiría también y plenamente a la vida social, en la que toda acción humana
estaría predeterminada desde la eternidad aunque permitiendo el “libre albedrío” merced a
la “sapiencia” de Dios. Al igual que en el “ordenamiento” de las cosas, los hombres
ocuparían estrictamente y para siempre un determinado “lugar” dentro de la jerarquía social
establecida por la divinidad; la existencia de señores y vasallos sería “lógica” y “natural”; y
cualquier tentativa de elevarse por encima de la propia condición (y pensar por cuenta
propia) representaría un atentado contra la “voluntad del Creador”, un ominoso “pecado”.
El humanismo católico tomista, derivado en forma directa de Dios y de su “obra”, era una
respuesta definida a preocupaciones diversas: cómo reforzar el poder de los señores
feudales apelando a los “designios” divinos, qué principios metafísicos debían servir de
base a la moral y el derecho para vigorizar el sometimiento de los siervos y los nuevos
productores, de qué manera afrontar la crisis eclesial generada por las formas diferentes de
vida que emergían impetuosamente y los nuevos tipos de pensamiento que contradecían los
dogmas de la teología. Y en esta respuesta, Aquino no se conformó con cultivar todas las
supersticiones sobre ángeles y demonios, ni con las amenazas sobre los terribles castigos
“celestiales” para los “impíos”, sino que fue más allá, predicando con energía la “mejor”
utilización del Estado para aplastar a los “heréticos” con el hierro y el fuego en aras de la
preservación del régimen feudal, la santificación de la tiranía teocrática y la eternización de
la desigualdad social y la servidumbre.
El siglo XIII fue, según lo expresara el historiador católico Étienne Gilson, “la edad
de oro de la teología escolástica”. Aunque este auge frenó en ciertos aspectos el avance del
desarrollo histórico, no podía en modo alguno detenerlo y empezó a declinar desde el siglo
XIV con el inicio de la decadencia del régimen feudal. En las entrañas de éste surgía de
modo lento pero sostenido un nuevo orden de cosas, expresado no sólo en el continuo
despliegue de la producción urbana y el comercio, lo que implicaba el creciente ascenso de
la burguesía en formación, sino también en contiendas “heréticas” y anti-clericales (como
la insurrección de los “pastores de Dios”, el precursor movimiento de Jan Huss por la
reforma eclesiástica, la lucha de los quiliastas de Tabor) que tenían como fondo el rechazo
de los siervos a la explotación, a las exacciones perpetradas por los señores feudales y al
pago de tributos a la Iglesia. La lucha de clases en el campo y la ciudad tenía envoltura
religiosa y formas “heréticas”, pero en todas partes obedecía a causas económico-sociales y
políticas, estando determinado su carácter por el nivel del desarrollo económico alcanzado
y la correlación de las fuerzas de clase; en ese curso, germinaban la concepción del mundo
y el humanismo de la naciente burguesía y también, aunque en forma oscura y difusa, los
elementos propios de una concepción y un humanismo de las masas rurales de explotados y
oprimidos.
En este contexto, el desarrollo de la división del trabajo entre campo y ciudad fue
acrecentando el intercambio y la interdependencia de los productores en ambos ámbitos.
Para afrontar las exigencias de los señores feudales, los campesinos necesitaban aumentar
su producción contando con progresos técnicos y nuevos instrumentos elaborados en los
talleres artesanales. Y los artesanos urbanos (paulatinamente divididos en “tradicionales”
regidos por sus corporaciones y “nuevos” que buscaban aflojar las amarras corporativas y
feudales) estaban urgidos por la transformación de su propia producción para satisfacer
tanto los requerimientos del campo como de la ciudad. Ello implicaba promover la
generación de nuevas ideas, dar curso a la creatividad e impulsar el despliegue de las
fuerzas productivas, y así ocurrió. La rueda hidráulica, que existía desde la época esclavista
como mecanismo instalado directamente en la corriente de agua, fue innovada haciendo
posible la extensión de las superficies de siembra, la renovación de los métodos de laboreo,
el aumento de la producción de granos, el progreso de la horticultura y la vitivinicultura, la
ampliación de los cultivos industriales (algodón, lino, cáñamo, plantas tintóreas) y el
desarrollo de la ganadería para proporcionar mayor cantidad de carnes, lana y cuero. El
perfeccionamiento posterior de la rueda hidráulica permitió no sólo su utilización en el
campo, sino también en diversas ramas productivas y llevó a la invención del alto horno, a
la fundición de hierro para elaborar variados artículos y luego a la producción de acero, con
la mejoría de los aperos de labranza, el perfeccionamiento de los instrumentos de trabajo, el
reemplazo del telar vertical por el horizontal de mayor rendimiento, la progresiva aparición
de tornos, taladros y pulidores, el desarrollo de la industria del vidrio, etc. También ocurrió
la invención occidental de dos anteriores creaciones chinas: la pólvora y, después, la
imprenta, con su notable impacto en múltiples aspectos económicos y socio-culturales.
Además, el desarrollo del comercio recibió estímulo con la construcción de embarcaciones
de gran calado que podían hacer recorridos más extensos que los usuales y que obligaron
más tarde a perfeccionar la brújula.
Estos progresos concretos tenían que reflejarse de modo particular en la subjetividad
de los nuevos productores urbanos reforzando su necesidad de una nueva concepción del
mundo y un nuevo humanismo, a la vez que alimentando sus deseos de avanzar más. El
aprecio en aumento por la técnica y las ideas innovadoras para impulsar el desarrollo de la
producción, la creciente conciencia acerca de la propia individualidad, la comprensión del
modo en que la dedicación y la pugna individuales se traducían en la obtención de
beneficios materiales, los sentimientos de orgullo por los logros alcanzados y la confianza
en los propios esfuerzos para llevar a cabo tareas creativas aún con restricciones a su
libertad, actuaban como acicates para perseverar en la ruta del progreso. Conducían a
revalorizar el trabajo y su dignidad contrastándolos con el ocio, la desidia y el parasitismo
de los señores feudales justificados por la Iglesia, y socavaban la rigidez de las actividades
artesanales corporativas. La industria fue experimentando, entonces, un variado desarrollo
y con el avance de la agricultura se profundizó la separación entre ambas al mismo tiempo
que aumentaban sus intercambios, originándose nuevas ramas industriales que acrecentaron
los bríos de los nuevos productores, extendieron el comercio, ampliaron los mercados a
zonas cada vez más vastas e impulsaron el desenvolvimiento de las relaciones monetario-
mercantiles.
En el curso del feudalismo, anota R. Hilton, el conjunto de progresos técnicos antes
anotados había ido impulsando el desarrollo de las ciudades no ya como simples mercados
donde pudiera venderse parte de los productos agrícolas y obtener con ello más dinero para
satisfacer las exacciones señoriales, sino como activos lugares de producción artesanal. A la
vez, los señores habían ido aumentando de modo considerable y constante sus ingresos en
metálico agregando a la renta tradicional (en trabajo, productos o dinero) el tributo, los
beneficios de jurisdicción e imposiciones monopólicas como obligar a los campesinos a
moler el grano en los molinos señoriales, usar sus hornos o prensar las uvas en sus lagares.
Contando con mayores recursos, los señores impulsaron la fundación de ciudades pequeñas
para disponer de centros de transacción que permitieran el aumento de sus beneficios a
través de los tributos de mercado y de las pequeñas rentas, apuntalando así la extensión y el
desarrollo de la artesanía urbana, favorecida además por la conversión de las instalaciones
eclesiásticas preexistentes (catedrales, monasterios) o los lugares destinados a las tropas de
algún señor de alto rango en núcleos promotores del mayor desarrollo de los mercados para
productos locales y objetos suntuarios procedentes del comercio entre regiones.
La aristocracia se diversificaba, ampliaba su renta feudal y la concentraba de modo
más eficiente, desplegando crecientemente una vida de fastuoso dispendio y aumentando y
sofisticando sus exigencias culturales, mientras el imparable deterioro de las condiciones de
vida rural determinaba que sectores de siervos abandonaran lentamente el campo atraídos
por las ciudades y, en éstas, el incremento numérico de artesanos, pequeños comerciantes y
proveedores de servicios. Y con artesanos que empezaban a producir tanto para su señor
como para campesinos que ya destinaban parte de sus productos a la venta, comenzó la
producción simple de mercancías de base urbana. En las ciudades, el nuevo productor
industrial se fue separando de los contextos rural y feudal para ir apareciendo como un
fabricante aparentemente autónomo cuya producción en aumento (zapatos, cuchillos,
paños, carros, piezas de arado y muchas otras mercancías) estaba a disposición de quien
tuviera dinero para pagarla. Con ello, en el marco de la explotación que el señor feudal
ejercía sobre los campesinos y el conjunto del artesanado, desde comienzos del siglo XIII el
sector artesanal “nuevo” fue instalando en las ciudades del norte de Italia una producción y
relaciones productivas capitalistas embrionarias, que irían desarrollándose lenta pero
firmemente en los siglos XIV y XV.
Algunos artesanos enriquecidos actuaban a la vez como comerciantes y prestamistas:
convertidos en patronos domiciliarios, pagaban a otros artesanos por su trabajo adquiriendo
propiedad sobre lo producido para destinarlo a la venta y les proporcionaban dinero a
interés, por ejemplo, para la compra de herramientas. En el taller artesanal empezó a
consolidarse este tipo de relación laboral y aunque esos otros artesanos no eran simples
asalariados tampoco cobraban por su trabajo como si fueran artesanos independientes, y
tanto ellos como los aprendices resultaban explotados por el naciente capital industrial.
Además, como aumentaba la producción el artesano-patrón encomendaba a uno de sus
oficiales o aprendices (por lo general, su hijo) la contratación de jornaleros, incorporando
así a otros individuos a su régimen de subordinación y explotación. En el inicio de esta
nueva situación, los jornaleros no desempeñaban un rol estrictamente igual al del trabajador
asalariado, es decir, no representaban una fuente directa de producción de plusvalía para el
patrón; pero éste era el antecedente histórico del empresario burgués, del mismo modo que
el jornalero auguraba al proletario.
Por otro lado, en las ciudades italianas, principalmente en Venecia y Florencia, el
tráfico de tejidos de lana de alta calidad hechos en Flandes y el centro de Italia, de
mercancías de altos precios (especias, joyas o sedas del Oriente Lejano y Medio) o de oro
procedente de África occidental, permitió a determinados comerciantes acumular grandes
fortunas, conformar un capital mercantil y, como negociantes con dinero en metálico,
convertirse en banqueros del papado y de aristócratas necesitados de financiar guerras en la
pugna señorial por tierras y vasallos. Resultó de ello la ampliación del comercio abarcando
el abastecimiento de materias primas para diversas elaboraciones, la venta de productos
acabados, la compra-venta de sal, alumbre, pescado, cereales, tejidos de tipo medio, hierro
y acero, etc.; y también la considerable expansión comercial a nivel internacional con el
tráfico de vinos franceses, granos, maderas y pieles del Báltico, etc., entre otros variados
productos. En este proceso, el manejo del enorme flujo de dinero fue conduciendo a una
gran sofisticación técnica de los métodos de comercio y de los procedimientos contables,
con el acrecentamiento de la habilidad en la concentración de fondos para financiar con
tasas de interés usureras a Papas, gobiernos y señores feudales en dificultades monetarias.
Además, los capitalistas mercantiles medievales, cuyas riquezas crecían sin cesar, estaban
interesados en aumentar su influencia político-social y ejercieron un singular patronazgo
cultural para promover en el siglo XIV el desarrollo de las artes y las ciencias, originando e
impulsando un gran movimiento renovador de la vida social y la cultura en el mundo
feudal: el Renacimiento y, dentro de él, la corriente humanista.
Cuando desde el siglo XIII la burguesía ya mostraba signos de clase en proceso de
configuración, sus actividades productivas y comerciales habían ido generando formas de
vida hasta entonces inéditas y un creciente interés por la adquisición de conocimientos
sobre el mundo y el hombre, impulsándola a asignar cada vez mayor importancia a la razón
y la experiencia en beneficio del mejoramiento y la expansión de la producción material y
el comercio, así como a buscar el rescate de las filosofías de la naturaleza de la Antigüedad
para dar curso a la elaboración de su propia concepción del mundo y su propio humanismo
en oposición a la concepción y el humanismo eclesiástico-señoriales. Pero en siglo XIV, en
las condiciones sociales de la gran crisis que sacudía al mundo medieval, el avance burgués
estaba frenado por las trabas feudales al desarrollo de las relaciones monetario-mercantiles
y por el dogmatismo de la Iglesia (radicalmente contrario a la razón, la experiencia y el
conocimiento) que bloqueaba la elaboración y el despliegue de las nuevas ideas y nuevas
prácticas reclamadas por los nuevos tiempos. En tales condiciones, a la clase en ascenso se
le planteaba el problema de encauzar sus intereses de modo más preciso y canalizar sus
inquietudes con decisión, en la perspectiva de generar procesos orientados a modificar la
situación vigente. Dar solución a ambas cuestiones exigía a la burguesía incorporar a
nuevos actores a su servicio para desempeñar roles específicos en el escenario social.
A medida que los elementos más prósperos de la burguesía habían ido ganando
espacios sociales y políticos por su enriquecimiento y su función como financistas de Papas
y aristócratas, fueron también comprendiendo la imposibilidad objetiva de ir más allá de los
límites fijados por la situación concreta, pero a la vez se percataron de la importancia de la
cultura como instrumento coadyuvante para el afianzamiento en las posiciones ganadas y el
prudente avance hacia el logro de sus fines. Volvieron, entonces, la vista hacia los artistas,
literatos e intelectuales que el poder feudal trataba de hecho casi como a siervos para
seleccionar a los talentosos, atraerlos con su mecenazgo, apoyar sus labores, protegerlos y
colocarlos bajo su control. Estos creadores y pensadores fueron los encargados de llevar a
cabo esa auténtica explosión socio-cultural llamada Renacimiento iniciada en Italia y
extendida a toda Europa, esa gran batalla contra la ideología teológico-feudal en todos los
frentes del arte y la cultura que introdujo nuevos valores y puso al hombre y su exaltación
en el centro de todas las preocupaciones, reflexiones filosóficas, decisiones y acciones. Con
el rescate de la antigua cultura greco-latina, el hombre se convirtió en la medida de todas
las cosas y sirvió de modelo para revisar las normas de comportamiento social, político,
doméstico e incluso amoroso y, entre otros múltiples aspectos, para organizar la enseñanza,
cambiar las costumbres y los patrones alimentarios, modificar las vestimentas, diseñar las
nuevas ciudades renacentistas y construir los edificios públicos.
Desde su particular perspectiva, Burckhardt señaló que “el movimiento de retorno a
la Antigüedad…, en gran escala y de una manera general y decidida, sólo se inicia en los
italianos con el siglo XIV. Requería un desarrollo de la vida urbana como sólo se dio en
Italia y en aquellos tiempos: convivencia e igualdad efectiva entre nobles y ciudadanos,
constitución de una sociedad general que sintiera la necesidad de la cultura y que dispusiera
de tiempo y de medios para satisfacerla. Pero la cultura, al pretender liberarse del mundo
fantástico de la Edad Media, no podía llegar… por simple empirismo al conocimiento del
mundo físico y espiritual. Necesitaba un guía, y como tal se ofreció la Antigüedad clásica
con su abundancia de verdad objetiva y evidente en todas las esferas del espíritu. De ella
se tomó forma y materia, con gratitud y con admiración, y ella llegó a constituir… el
contenido principal de la cultura”. Excepto la creencia de Burckhardt en una irreal
“igualdad efectiva” en las ciudades, su apreciación se ajusta a los hechos históricos. En
efecto, el rescate de la Antigüedad formaba parte del proceso de creación de la cultura anti-
feudal que la burguesía necesitaba para avanzar y ampliar sus espacios de actuación, cultura
que no podía surgir por “simple empirismo” y que requería de la participación de
individuos especializados en la labor intelectual y artística, de “hombres que sirvieran de
intérpretes entre la venerada Antigüedad y el presente y convirtieran aquélla en el objeto
principal de la cultura” (10).
El Renacimiento, iniciado en Florencia y propagado en todos los países europeos,
discurrió a lo largo de los siglos XIV, XV y XVI impulsado por la actividad de una legión
de individuos excepcionales que aportaron, cada cual en su campo, en la elaboración de la
nueva cultura. En general, engarzados en el espíritu burgués que les servía como telón de
fondo, estos hombres estaban insatisfechos con el mundo feudal lleno de restricciones,
tomaban cada vez mayor conciencia de su propia personalidad y anhelaban dar curso
efectivo y sin trabas a su creatividad. Mostraban, pues, una vigorosa actitud individualista,
racionalista y práctica, muy ligada a las características de la realidad concreta de la época,
que los conducía al entendimiento de las cosas no en el sentido puramente espiritualista
impuesto por el dogma eclesiástico, sino en el terrenal, mundano, propio de la actividad
real apoyada por la herencia de los clásicos antiguos. Ello los incitaba para el ejercicio de
su autonomía y auto-determinación, haciéndolos sentirse capaces de desafiar la autoridad
establecida, definir su propio sentido de la vida y el trazado de su propio destino y, sobre,
todo, para pensar, revisar, discutir y criticar los múltiples aspectos de lo existente.
En la literatura, no sólo ensalzaron al hombre valorando sus capacidades, destacaron
la importancia de la vida terrena y rindieron culto a la belleza, sino que también hicieron
surgir el ideal del hombre renacentista y afirmaron la personalidad creativa y la libertad del
escritor en oposición a las tradiciones y las reglas establecidas, resaltando las figuras de
Petrarca y Boccaccio (con antecedentes en Dante), Ariosto y Tasso, Rabelais, Montaigne,
Ronsard, Cervantes, Garcilaso de la Vega, Nebrija y muchos más, sin olvidar a un teórico
político como Maquiavelo. En la pintura, sobre la base de la renovación de la tradición
helénica y de los modelos clásicos, los artistas estudiaron a fondo la anatomía humana
destacando la armonía de sus formas, asimilaron creativamente las leyes de la perspectiva y
revolucionaron las técnicas pictóricas para elaborar obras maestras, con grandes exponentes
como Leonardo da Vinci, Ghirlandaio, Verrochio, Botticelli, Mantegna, Perugino, Rafael,
Tiziano, Tintoretto, Veronese, Correggio, Andrea del Sarto, Van Eyck, Brueghel,
Hyeronimus Bosch, Durero y Cranach, entre otros; y en la escultura con Donatello y
Miguel Ángel se alcanzó una gran perfección formal llena de expresividad y penetración
psicológica.
Pero fue en el plano de la filosofía donde el Renacimiento evidenció más claramente
su carácter de proceso orientado a demoler la ideología oficial, a criticar el modo de vida
feudal y a crear la nueva cultura que requería la burguesía para avanzar económica, política
y socialmente. En la sociedad feudal, existían numerosos letrados y estudiosos que, en
general y tradicionalmente, servían a príncipes y señores como preceptores de sus hijos,
bibliotecarios, secretarios, escribientes y hasta de ejecutores de bajos menesteres a cambio
de una paga miserable. Estos intelectuales laicos y religiosos subsistían a la sombra de la
aristocracia sufriendo todo tipo de penurias, aspirando a mejorar en algo sus condiciones de
vida, vegetando bajo la férula dogmática de la Iglesia y cumpliendo tareas ingratas y
estériles, soñando con el ejercicio de un pensamiento libre y con el manejo de sus propios
asuntos sin imposiciones despóticas. La burguesía reclutó a los más talentosos entre ellos
con el ofrecimiento de ventajas materiales y comodidades para realizar sus estudios,
encomendándoles (de modo explícito o implícito) la tarea de sistematizar de acuerdo a
nuevas pautas el conocimiento logrado hasta entonces, traducir textos de la Antigüedad y
del mundo árabe, justificar las nuevas formas de vida, resaltar la importancia de las nuevas
ideas que surgían al compás de la producción y el comercio burgueses e introducirlas en la
educación. En buena cuenta, les encargó construir las bases de la cultura que necesitaba
para vigorizar su avance y elaborar los puntos de partida consistentes y coherentes de una
nueva concepción del mundo y de un nuevo humanismo que tenía como paradigma al
hombre burgués con su predilección por la vida laica y el pensamiento libre, su disposición
para el trabajo y la producción, y su amor por la ganancia y la riqueza.
Esos intelectuales talentosos eran los humanistas medievales, entre los que había
notables eruditos y auténticos sabios (como Erasmo de Rotterdam), que marchaban con
entusiasmo al paso de la burguesía, pero que al igual que ella y con gran prudencia nunca
iban más allá de donde las condiciones sociales y políticas permitían llegar. Ensamblados a
las necesidades de sus nuevos patrones, tenían una concepción optimista del hombre, de sus
capacidades y de su labor; eran individualistas, universalistas y tolerantes; amaban la razón,
la inteligencia y el conocimiento, aunque dadas las condiciones de la época no pudieran
sobrepasar del todo el pensamiento escolástico; no les interesaba la teología y repudiaban el
dogmatismo. Eran voceros del descontento burgués (11) con respecto al enrarecido mundo
feudal y, al mismo tiempo, se manejaban en el plano de la ambigüedad para cuidar sus
propias canonjías. Detestaban a la aristocracia, pero no vacilaban en aceptar sus eventuales
óbolos; se sentían asfixiados por el dominio eclesiástico y la rigidez de sus jerarquías, pero
se mantenían dentro de la Iglesia y le declaraban su fidelidad. Muchos profesaban un tibio
deísmo y en no pocos casos eran ateos vergonzantes que se protegían con la careta del
escepticismo, huyendo con premura de las discusiones doctrinario-eclesiásticas para evitar
ser tachados de herejes y sufrir las represalias inquisitoriales. El humanista medieval, decía
Aníbal Ponce refiriéndose a Erasmo, “encarnaba con más derecho que nadie la formidable
novedad que había aparecido en su tiempo: la sabiduría alejada del convento, la cultura
antigua al servicio de la vida, la ironía burguesa que hincaba el diente en la gravedad del
teólogo, la doblez del obispo, la corrupción del señor”; portaba “todas las virtudes que le
aseguraron un vasto reinado intelectual, (y) todas las mezquindades del ‘letrado’ ” (12), a la
vez que anticipaba históricamente al intelectual pequeño burgués oportunista del
capitalismo consolidado como sistema.
A finales del siglo XV, el proceso de disolución del régimen feudal evidenciaba un
considerable avance y crecía el número de sujetos incorporados al trabajo asalariado y a la
explotación burguesa. En esas circunstancias y a tono con las necesidades de la nueva clase,
los humanistas desplegaban una cautelosa ofensiva que tenía como objetivo inicial corroer
el dominio ideológico de la Iglesia. Haciendo gala de su típica ambigüedad, criticaban con
astucia, censuraban y satirizaban cáusticamente la corrupción, la ignorancia y la frivolidad
del alto clero romano ya extendidas a todo el mundo cristiano, aunque atribuyéndolas a
yerros y abusos individuales, sugiriendo modificaciones institucionales mesuradas y
abogando por la “vuelta a los Evangelios”. A la vez, consideraban que el uso de la razón y
el deseo de perfeccionamiento personal no se contraponían a la búsqueda de Dios;
relativizaban el valor de la fe, los sacramentos y el culto como elementos necesarios para
que el hombre se salvara, señalando que éste al bastarse a sí mismo promovía su auto-
salvación; deducían de los Evangelios las normas de vida, negando así con suma sagacidad
la tradición y el autoritarismo de la Iglesia y evitando con gran cuidado incurrir en “error
teológico”.
Ponce anotaba que mientras económica y socialmente “los banqueros socavaban el
poder de la nobleza comprándoles los bienes”, en el campo ideológico-cultural los
humanistas “liberaban las almas de los terrores y pesadillas de la Iglesia”. Pero como
“ideólogos fieles de la gran burguesía,… no sólo no se interesaron en lo más mínimo por la
suerte de los trabajadores, sino que contribuyeron a mantener su ignorancia y prolongar su
mansedumbre”. En el frente anti-feudal, acometían contra la aristocracia y el clero, pero
mostraban su desprecio y rechazo por los sectores populares (“bestia enorme y poderosa”,
los llamó Erasmo), “justificando a los ojos de los banqueros y especuladores la explotación
inicua de las grandes masas”. “Y ellos, los incrédulos y los ateos, los que tantas veces se
mofaron de la religión y de la Iglesia, aconsejaban para el pueblo la enseñanza de las
supersticiones”. “Para todo el humanismo también la religión era un instrumento necesario
para mantener al pueblo en continencia”, un “excelente instrumento para desviar hacia un
plano extra-terrestre el descontento de las masas” (13).
En definitiva, el Renacimiento constituyó una victoria ideológico-cultural de la
burguesía en su ruta hacia el poder y una clarinada de anuncio de las futuras revoluciones
burguesas. Pero objetivamente, y en relación con el desarrollo ascendente del ser humano,
tuvo una significación mucho mayor: fue un gigantesco paso de los hombres concretos,
actuantes y pensantes, en el arduo camino histórico de transformar el mundo con su trabajo
y conocerlo cada vez mejor, tomar conciencia de sí mismos y auto-modificarse en el curso
de su práctica social. El rescate de las tradiciones progresistas de la cultura antigua no
representó un simple retorno a ellas, sino su continuación y, a la vez, su superación
dialéctica. Con el movimiento renacentista y su apoyatura en la herencia filosófica de la
Antigüedad, con la emergencia y despliegue de la nueva cultura, se dio un salto en la
creación de condiciones para el desarrollo de la ciencia y el acceso a un peldaño
cualitativamente nuevo en la intelección objetiva de la realidad y en la operatividad sobre
ella. Pese a las grandes dificultades, censuras, represiones y sacrificios, Copérnico forjó su
sistema heliocéntrico del mundo; gracias al florecimiento de las matemáticas, Kepler lo
desarrolló y Galileo lo demostró con la elaboración de una mecánica que explicaba tanto
los fenómenos terrestres como los del espacio exterior, poniendo los cimientos de una
“nueva ciencia”. Esto llevó al hombre a irse desentendiendo del ficticio mundo del “más
allá” para volver la vista hacia la realidad objetiva que tenía al frente, al alcance de su
intelecto y de su acción. La concepción teocéntrica medieval tuvo en adelante como gran
adversario una concepción antropocéntrica del mundo; y la “gloria de Dios” ensalzada por
el ultra-dogmatismo teológico tuvo que hacerle sitio a la dignidad humana reivindicada y a
la razón rebelde del hombre.
Al mismo tiempo, con la nueva cultura generada en el Renacimiento se abrió un
período histórico en el que no sólo se criticó duramente y se debilitó el poder ideológico de
la Iglesia, sino que también se empezó a abrir paso en sectores cada vez más amplios el
sentimiento y la idea acerca del carácter perecedero del dominio aristocrático, poniéndose
en cuestión con argumentos sólidos el régimen feudal y sus instituciones, avizorándose con
creciente claridad la necesidad de conquistar formas superiores de organización social. De
allí que los humanistas se encargaran de someter a crítica diversos aspectos de ese
régimen, como lo hizo, por ejemplo, Tomás Moro recusando el orden económico y social
medieval desde una postura fundacional del socialismo utópico; o, entre otros, Erasmo
fustigando los modos de vida y las costumbres medievales impuestas y sostenidas por la
Iglesia; o Vives demoliendo sistemáticamente los métodos escolásticos del saber, las
formas dogmáticas de razonamiento y el principio de autoridad, adelantándose a Bacon en
subrayar la importancia de la observación y en la propuesta de una filosofía empírica. Pero
esos mismos humanistas, que con sus críticas al feudalismo y a la Iglesia favorecían el
avance burgués, nunca propugnaron la ruptura de la institucionalidad eclesiástica y ni
siquiera presentían que la corriente humanista sería el antecedente de la Reforma
protestante y el preludio de la escisión de la cristiandad que sobrevendría pocos años
después.
No obstante, como Marx anotó en los Grundrisse, aunque en el siglo XV ya estaba
en marcha el proceso histórico de disolución del sistema feudal, cuyo aspecto esencial era
la separación del trabajador de las condiciones objetivas para su propia existencia, la clase
dominante conservaba sus características básicas sin modificar en nada su comportamiento
y el de su Estado, y sin que el auge comercial y la correspondiente acumulación del gran
flujo monetario alteraran significativamente el proceso productivo feudal. Señaló también,
en el Libro III de El Capital, que el papel histórico de los capitalistas mercantiles de esa
época fue nulo en términos de cambio social: mantuvieron sus capitales en el terreno
estricto de la circulación del dinero, actuaron de modo exclusivo en la movilización del
intercambio de mercancías sin invertir jamás en la industria (a pesar de que la producción
mercantil en la ciudad y el campo carecía ya de trabas importantes) y se aliaron en muchos
casos con la reacción feudal. Así, la tarea histórica de seguir minando las bases económico-
sociales, políticas e ideológico-culturales del régimen feudal estuvo a cargo, por un lado, de
los productores urbanos de mercancías, que paso a paso se iban convirtiendo en capitalistas
industriales, impulsaban el despliegue de un nuevo modo de producción, apoyaban con más
vigor las nuevas ideas y ganaban lentamente peso político; y, por el otro, del campesinado,
los trabajadores a jornal de los talleres artesanales, los plebeyos y los pequeños productores
independientes, y sus luchas contra la explotación y la opresión perpetradas por los señores
feudales. Las acciones entrelazadas de ambos sectores fueron acentuando y agudizando las
contradicciones internas del feudalismo, ensanchando cada vez más el camino de su
progresiva disolución.
Históricamente, en el seno del feudalismo la producción urbana de mercancías había
ido experimentando un desarrollo en el que se fue pasando del pequeño taller artesanal
individual o familiar a la cooperación laboral simple dentro del germinal taller capitalista,
ocupando a cada vez mayor número de trabajadores que cumplían tareas similares sin una
específica división laboral (pero que como productores directos no trabajaban ya para sí
mismos, sino para un enriquecido artesano-patrón-comerciante-prestamista a cambio de un
determinado pago) haciendo posible el ahorro de trabajo y el aumento de la productividad.
En ese proceso, el patrón industrial urbano fue llevando hacia el campo la explotación de
los trabajadores. Los artesanos rurales, que hilaban y tejían además de realizar faenas
agrícolas, estaban alejados de los mercados y tenían muchas dificultades materiales, de
modo que aprovechándose de esta situación el patrón fijaba el precio de lo que producían,
acaparaba los productos para comercializarlos en su propio beneficio y mediante créditos
usureros abastecía a esos artesanos con materias primas e instrumentos, obteniendo pingües
ganancias y acelerando su proceso de conversión en empresario capitalista. Todo esto
condujo a la producción manufacturera, basada ya en la división del trabajo, en el régimen
salarial, en la explotación propiamente capitalista de los trabajadores y en la generación de
plusvalía. Marx apuntó que la manufactura siguió “un camino revolucionario” al oponerse
a la economía agrícola natural y a la artesanal corporativa de la industria urbana medieval,
sentando así las bases de un nuevo y superior modo productivo y dando curso definido al
desarrollo de la nueva concepción del mundo y del propio hombre.
Las empresas manufactureras se fueron creando a expensas del capital mercantil. En
las consideraciones históricas sobre ese capital, Marx precisó en el Libro III de El Capital
que en las fases preliminares de la sociedad capitalista “el comercio domina a la industria”,
inversamente a lo que sucede en el capitalismo como sistema consolidado: “Cuanto menos
desarrollada está la producción, mayor es la fortuna que se concentra en manos de los
comerciantes o que aparece bajo la forma específica de fortuna mercantil”. Sin embargo,
“todo el desarrollo del capital mercantil tiende a dar a la producción un carácter orientado
cada vez más hacia el valor de cambio y a transformar siempre en mayor medida los
productos en mercancías”; es decir, “el producto se convierte en mercancía por el comercio.
Es el comercio el que desarrolla la forma mercancía adoptada por los productos… Por
tanto,… es en el proceso de circulación donde aparece el capital propiamente dicho. Es en
el proceso de circulación donde el dinero se transforma en capital. En la circulación, el
producto se convierte por primera vez en valor de cambio en forma de mercancía y dinero”.
Por eso, “el capital mercantil aparece como forma histórica del capital incluso antes de que
el capital haya sometido a la producción. Su existencia y desarrollo a cierto nivel es la
condición histórica para el desarrollo del régimen de producción capitalista”. Con el
progresivo desempeño histórico del productor también como comerciante, “el capital
mercantil se va limitando a cumplir el proceso de circulación” y “el comercio se convierte
entonces en el servidor de la producción industrial para la que un aumento constante del
mercado es una condición vital”; finalmente, con la revolución inglesa del siglo XVII,
ocurre “la subordinación del capital mercantil al capital industrial” (14).
Pero en la base de todo este proceso histórico se encontraba un fenómeno específico,
como Marx lo explicó magistralmente en el Libro I de El Capital: “el dinero se transforma
en capital, éste en fuente de plusvalía y ésta en fuente del capital adicional. Pero la
acumulación capitalista presupone la existencia de plusvalía y ésta, la producción
capitalista que, a su vez, no entra en escena más que cuando masas de capital y fuerzas
obreras considerables se encuentran ya en manos de los productores de mercancías. Por
consiguiente, todo este movimiento parece girar en un círculo vicioso del que no es posible
salir sin admitir una acumulación primitiva (previous accumulation, dice Adam Smith),
anterior a la acumulación capitalista y que sirve de punto de partida para la producción
capitalista, en lugar de provenir de ella”.
En el régimen feudal, el productor directo estaba ligado a la tierra enfeudado como
siervo y no podía disponer de su persona, ni menos aún contaba con libertad para producir
por su cuenta un artículo y colocarlo en un mercado para su venta. Pero el cada vez más
pujante desarrollo de la producción industrial exigía la utilización de trabajadores libres en
lo personal, exonerados de las trabas propias de las labores del campo y de las restricciones
de la artesanía corporativa. Para acabar con estas limitaciones, el trabajador tenía que ser
liberado tanto de la servidumbre como del régimen de las corporaciones urbanas con su
jerarquía artesanal y sus normas y ordenanzas para regular a los oficiales y aprendices. Ese
movimiento histórico de liberación convirtió a los productores directos en “vendedores de
sí mismos” y los transformó en asalariados, pero como dice Marx sólo a costa del “despojo
de todos sus medios de producción y de todas las garantías de existencia que ofrecía el
antiguo orden de cosas. La historia de su expropiación no es materia de conjetura: está
escrita en los anales de la humanidad con letras indelebles de sangre y fuego”.
Para concretizar tal despojo en su propio beneficio, los emergentes capitalistas
industriales no sólo tenían que desplazar a los detentadores feudales de las fuentes de
riqueza, sino también a los maestros de los oficios; y, en tal sentido, su advenimiento
aparece como el resultado de una lucha victoriosa contra el poder señorial cargado de
prerrogativas y contra las trabas del régimen corporativo para el libre desarrollo de la
producción y la libre explotación de unos hombres por otros. Así, “los caballeros de la
industria suplantaron a los caballeros de la espada explotando no muy limpiamente los
acontecimientos. Lo lograron por medios tan viles como los que utilizó el liberto romano
para convertirse en amo de su patrón”. “La expoliación de los bienes eclesiásticos, la
enajenación fraudulenta de los dominios del Estado, el saqueo de los terrenos comunales, la
transformación usurpadora y terrorista de la propiedad feudal e incluso patriarcal en
propiedad moderna privada, la guerra a las viviendas: estos son los procedimientos idílicos
de la acumulación primitiva. Este proceso ha conquistado la tierra para la agricultura
capitalista, ha incorporado el suelo al capital y suministrado a la industria de las ciudades
los brazos dóciles de un proletariado ‘libre’ y proscrito”. “El conjunto del desarrollo, que
abarca a la vez la génesis del asalariado y la del capitalista, tiene como punto de partida la
servidumbre de los trabajadores: el progreso logrado consiste en cambiar la forma de esa
servidumbre, en metamorfosear la explotación feudal en explotación capitalista”.
De este modo, “el orden económico capitalista surgió de las entrañas del orden
económico feudal. La disolución de éste liberó los elementos constitutivos del otro”, en el
que el carácter mercantil signaba la relación oficial entre el capitalista y el asalariado. El
primero cumplía el rol de patrón y el segundo el de servidor merced a un contrato que
fijaba a este último como subordinado y lo obligaba a renunciar a cualquier tipo de
propiedad sobre su propio producto. Esta transacción resultaba posible porque el asalariado
sólo poseía su fuerza personal, es decir, de trabajo en estado latente, en tanto el capitalista
era dueño de todas las condiciones externas (la materia y los instrumentos necesarios para
el ejercicio útil del trabajo, la capacidad para disponer de los medios de subsistencia
indispensables para el mantenimiento y reproducción de la fuerza de trabajo y su
conversión en movimiento productivo) requeridas para concretizar tal potencialidad.
En el origen mismo del sistema capitalista se encontraba, entonces, la radical
separación del trabajador con respecto a los medios de producción, separación que
constituía la base para la propia existencia del régimen burgués y que se fue reproduciendo
y ampliando a medida que ese régimen se desarrollaba. Para que su advenimiento se
produjera, resultó por completo necesario que, por lo menos en parte, los medios de
producción fueran arrebatados sin ningún miramiento a los productores directos (que los
empleaban para realizar su propio trabajo) y pasaran a manos de los empresarios
productores de mercancías (que los utilizaban para especular con el trabajo ajeno). “En los
anales de la historia real, lo que siempre predominó fue la conquista, la esclavización, el
robo a mano armada, el reinado de la fuerza brutal. En los manuales beatos de economía
política, por el contrario, siempre reinó el idilio. Según ellos, nunca habrían existido, salvo
en el año que corre, otros medios de enriquecimiento que el trabajo y el derecho. En rigor,
los métodos de la acumulación primitiva son todo lo que se quiera menos idílicos”. “El
movimiento histórico que divorcia al trabajo de sus condiciones exteriores es el contenido
exacto de la acumulación llamada ‘primitiva’ porque pertenece a la época prehistórica del
mundo burgués” (15). Y en esa acumulación ya estaba también contenida la idea matriz del
humanismo de la burguesía: la consideración del hombre como simple instrumento al
servicio de los propietarios de los medios productivos para la elaboración de mercancías y
la generación de beneficios económicos.
En todos los países de Europa occidental, hacía ver Marx, el rasgo más característico
de la producción feudal era la división de la tierra entre la mayor cantidad posible de
vasallos: el poder del señor dependía, más que de la amplitud de sus riquezas, del número
de campesinos establecidos en sus dominios. Esta situación empezó a cambiar con el
desarrollo de la artesanía y el comercio. En Italia, la producción capitalista se había
desenvuelto antes que en otros lugares y fue allí también donde el feudalismo empezó
primero a disolverse. Durante los siglos XIV y XV, una gran crisis sacudió el mundo feudal
por el colapso de la agricultura a gran escala, implicando la consiguiente emancipación de
hecho de los siervos sin que pudieran asegurar sus antiguos derechos sobre las tierras donde
estaban instalados, por lo que convertidos en trabajadores libres en busca de ocupación
afluyeron a las ciudades. Pero a finales del siglo XV, los grandes cambios ocurridos en el
mercado europeo barrieron con la supremacía comercial de la Italia septentrional e hicieron
declinar sus manufacturas, empujando de nuevo al campo a masas de obreros inactivos que
se dedicaron a laborar en pequeños cultivos independientes e hicieron florecer la
horticultura.
Con la ruina de la agricultura feudal a gran escala y la migración de siervos a las
ciudades, se había desplomado la renta señorial y las condiciones de vida en el campo eran
catastróficas. K. Takahashi anota que “En los siglos XIV y XV la devastación de las aldeas,
la disminución de la población rural y la consiguiente escasez de dinero entre los señores
feudales eran fenómenos generalizados, y tanto en Inglaterra como en Francia y Alemania
dieron como resultado la crise des fortunes seigneuriales. La economía monetaria o de
intercambio inició un avance a grandes zancadas durante la Baja Edad Media llevando a la
ruina a buena parte de la nobleza feudal, cuya base de sustentación era la economía
‘natural’ tradicional. La denominada emancipación medieval de los siervos estaba
fundamentada principalmente en la necesidad de dinero que tenían los señores, por lo
general para invertirlo en la guerra o incrementar su lujoso ritmo de vida” (16).
De hecho, señalaba Marx en el Libro I de El Capital, a finales del siglo XIV la
servidumbre había desaparecido en Inglaterra y la mayor parte de la población (y casi su
totalidad en el siglo XV) estaba conformada por campesinos libres que trabajaban sus
propias tierras a despecho de los títulos feudales que ocultaban su derecho de posesión. El
suelo estaba salpicado de pequeñas propiedades rurales interrumpidas en uno u otro lugar
por grandes dominios señoriales en los que el siervo había cedido el paso al cultivador
independiente; los asalariados rurales eran, en parte, campesinos que se ponían al servicio
de los grandes propietarios en el tiempo libre que les dejaba el trabajo en sus campos y, en
parte, jornaleros o campesinos autónomos. Cuando la servidumbre desapareció, el campo se
vio parcialmente revitalizado, se acrecentó la prosperidad de las ciudades en el siglo XV y
el pueblo inglés comenzó a disfrutar de un relativo bienestar. Pero la bonanza popular era
una traba para el avance capitalista y el enriquecimiento de los empresarios, por lo que
debía ser radicalmente encarada y subordinada a los intereses de la ascendente burguesía.
Entonces, en el último tercio de ese siglo y a inicios del XVI, muchos señores ya casi
insolventes se vieron obligados a disolver sus profusos séquitos por no poder mantenerlos
lanzando al mercado a una gran masa de trabajadores libres y se desencadenó un proceso
que significó no sólo el completo hundimiento del transitorio bienestar del pueblo, sino
también la apertura de vías para el sentamiento de las primeras bases del régimen burgués
propiamente dicho.
El desarrollo de la manufactura lanera en Flandes implicó el aumento del precio de la
lana e hizo ver a los grandes señores feudales urgidos de fondos la importancia de una
economía monetaria, estimulándolos poderosamente para usurpar del modo más violento
los bienes particulares y comunales de los campesinos, arrasar sus viviendas y expulsarlos
de las tierras que poseían a título feudal (al igual que los señores). La antigua nobleza
británica cedió el paso a una nueva aristocracia rural que transformó las tierras de cultivo
expropiadas en pastizales para la cría de ganado, sobre todo ovino. Los nuevos amos eran,
además, aliados naturales de los nacientes gran financistas/banqueros y de los grandes
manufactureros que algo más tarde lograrían un régimen proteccionista para sus productos.
Por tanto, el brutal despojo del campesinado, extendido luego a Francia y Alemania, fue
apoyado e impulsado por la burguesía en ascenso interesada en el comercio de tierras para
comprarlas a precios ínfimos, aprovechar los contingentes de campesinos desposeídos
incorporándolos a la industria como proletarios, extender la agricultura en gran escala, etc.
Todo esto abonaba en favor de la conversión de los medios de trabajo en capital y del
despliegue de la producción capitalista.
En la evolución económica europeo-occidental y en el proceso de acumulación
primitiva del capital, anotó Marx en el Libro III de El Capital, tuvieron una importancia
decisiva los descubrimientos geográficos de fines del siglo XV y comienzos del XVI: “las
grandes revoluciones provocadas por los descubrimientos geográficos en el comercio…
implicaron el rápido desarrollo del capital mercantil, constituyendo un factor esencial en el
impulso al paso del régimen de producción feudal al régimen capitalista… La repentina
extensión del mercado mundial, la multiplicación de las mercancías puestas en circulación,
la rivalidad entre las naciones europeas para hacerse dueñas de los productos asiáticos y los
tesoros americanos, el sistema colonial, todo eso contribuyó en gran medida a hacer saltar
los límites feudales de la producción. Sin embargo, el moderno régimen de producción en
su primer período, el de las manufacturas, se desarrollaba sólo allí donde las condiciones
estaban creadas ya durante la Edad Media”.
Los descubrimientos de españoles y portugueses se extendieron con las grandes
expediciones francesas, holandesas e inglesas, acrecentando la rivalidad comercial de los
respectivos países. La progresiva mercantilización de la economía europea exigía cada vez
mayor cantidad de oro como medio de circulación, dado que el volumen del comercio ya no
encajaba en las viejas normas de la circulación monetaria. El capital iniciaba su ciclo en
forma de dinero y el poder en aumento de éste tenía expresión social e ideológica no sólo
en el decrecimiento de la importancia de los más ostentosos títulos de la aristocracia, sino
también en la pulverización de todas las “virtudes” del mundo feudal, cuya crisis iniciada
en el siglo XIV se hizo más profunda y general. La sed de oro traslucía una deificación del
capital determinada históricamente y servía de impulso espontáneo al progreso de la ciencia
y la técnica, a la ampliación del conocimiento del mundo (por ejemplo, con la difusión de la
idea sobre la redondez de la Tierra), al incremento de construcciones navales para la
búsqueda de nuevos territorios explotables y al desarrollo de la navegación y la cartografía.
Con los nuevos descubrimientos, se produjo la creación de las inmensas posesiones
coloniales de los países europeos, se amplió la base territorial del comercio internacional lo
mismo que la periferia económico-social del capital europeo y surgió por primera vez una
división del trabajo verdaderamente mundial y una economía universal. Todo esto,
acompañado del saqueo de continentes enteros y de la esclavización y el genocidio de las
poblaciones nativas por parte de inescrupulosos invasores ávidos de riquezas y llenos de
ínfulas de “superioridad” eurocéntrica. El rápido enriquecimiento de la burguesía europea y
el aplastamiento de los pueblos coloniales eran parte de un mismo y único proceso
orientado hacia la liquidación de la sociedad feudal.
En el Libro I de El Capital, Marx apuntaba: “El descubrimiento de regiones auríferas
y de yacimientos de plata en América, la reducción de los indígenas a la esclavitud, su
enclaustramiento en las minas o su exterminio, el comienzo de la conquista y pillaje de las
Indias Orientales, la transformación de África en una especie de coto comercial para la caza
de hombres de piel negra: estos son los procedimientos idílicos de acumulación primitiva
que caracterizan la era capitalista en su aurora”. “El régimen colonial dio gran impulso a la
navegación y el comercio. Engendró las sociedades mercantiles, dotadas por los gobiernos
de monopolios y privilegios, que sirvieron como potentes palancas para la concentración de
capitales. Aseguró mercados a las manufacturas nacientes, cuya facilidad de acumulación
se redobló gracias al monopolio del mercado colonial. Los tesoros arrancados directamente
fuera de Europa por el trabajo forzado de los indígenas reducidos a la esclavitud, por la
coacción, el saqueo y el asesinato, refluían a la madre patria para funcionar allí como
capital”. “Los diferentes métodos de acumulación primitiva que la era capitalista hace
florecer se distribuyen primero, en orden más o menos cronológico, entre Portugal, España,
Holanda, Francia e Inglaterra, hasta que ésta los combina a todos, en el último tercio del
siglo XVII, en un conjunto sistemático que abarca a la vez el régimen colonial, el crédito
público, la finanza moderna y el sistema proteccionista. Algunos de estos métodos se basan
en el empleo de la fuerza bruta, pero todos sin excepción explotan el poder del Estado, la
fuerza concentrada y organizada de la sociedad, a fin de precipitar de manera violenta el
paso del orden económico feudal al orden económico capitalista y abreviar las fases de
transición. Y en efecto, la fuerza es la enterradora de toda la vieja sociedad. La fuerza es
un agente económico” (17).
Así las cosas, los grandes descubrimientos geográficos implicaron el desplazamiento
de las rutas comerciales desde el Mediterráneo hacia el Atlántico y, del mismo modo en que
ya habían arruinado la actividad mercantil de Venecia, Génova y otras ciudades italianas,
desplomaron el antes importante comercio de las ciudades del sur de Alemania, acentuaron
el atraso económico-social y político del país y lo distanciaron más del desarrollo alcanzado
por Holanda, Inglaterra y Francia. Con ello, se abrieron las vías para que en la primera
mitad del siglo XVI surgieran en ese lugar la Reforma protestante y la guerra campesina
como importantes y complejos movimientos anti-católicos y anti-feudales. En Alemania, el
feudalismo se expresaba en el acaparamiento y concentración de las tierras y su usufructo
por un puñado de tenedores, y en la fragmentación del país en cientos de pequeños
principados seglares y eclesiásticos y dominios señoriales. Con una población todavía
escasa, el campesinado era tratado como un mero objeto, soportaba el peso íntegro del
edificio social y era explotado y oprimido por príncipes, señores, clérigos, funcionarios,
patricios urbanos y burgueses. La dispersión feudal, el lento crecimiento de las ciudades,
las escasas y deficientes vías de comunicación terrestre, la caótica circulación monetaria
(ya que cada feudo de cierta importancia acuñaba su propia moneda), el sometimiento de la
industria al régimen gremial artesanal del Medioevo, la pequeña y débil formación del
proletariado, la estrechez de los mercados y el inmovilismo intelectual generado por el
aplastante dominio ideológico-institucional de la Iglesia, entre otros factores, constituían
poderosas trabas para el desarrollo de la industria, el comercio y el propio país.
La situación se hacía más grave por las permanentes tropelías de la aristocracia
terrateniente que, como apuntó Engels en La guerra de campesinos en Alemania, “vivía en
eterna discordia con las ciudades; era un deudor moroso; se alimentaba saqueando sus
territorios, robando a sus comerciantes y exigiendo rescates por los prisioneros capturados
en sus guerras”. Además, la desigualdad de desarrollo económico de las distintas regiones y
zonas, junto con su gravitación hacia los diversos centros económicos de Europa, habían
determinado la inexistencia de intereses generales en el país y un separatismo político que
bloqueaba la creación de las premisas requeridas por el surgimiento de un Estado
centralizado. Dentro de estas condiciones objetivas, la oposición al régimen feudal-
eclesiástico y la lucha contra él tenían inevitablemente formas religiosas. Así, dice Engels,
“la herejía de las ciudades (que, en cierto modo, era la herejía oficial de la Edad Media) se
dirigía principalmente contra los curas atacándolos por su riqueza y su influencia política”.
Sin embargo, “en las llamadas guerras religiosas del siglo XVI se trataba sobre todo de
intereses materiales y de clase muy efectivos. Estas guerras fueron luchas de clase, lo
mismo que más tarde los conflictos internos de Inglaterra y Francia. El hecho de que estas
luchas de clase se realizaran bajo el signo religioso, que los intereses, necesidades y
reivindicaciones de las diferentes clases se escondieran bajo el manto religioso, no cambia
en nada sus fundamentos y se explica fácilmente teniendo en cuenta las circunstancias de la
época”.
Cuando en 1517 Lutero emitió sus Tesis de Wittenberg dando inicio a la Reforma
protestante, actuaba como intérprete y vocero de una burguesía aún inmadura que aspiraba
a debilitar las trabas impuestas a su actividad por el régimen feudal-eclesiástico, y que se
lanzaba por primera vez a tratar de lograr las condiciones económico-sociales, políticas e
ideológico-culturales favorables a su propio desarrollo. Esa burguesía, dispuesta a conciliar
con la clase dominante llegado el caso, era seguida por sectores moderados de plebeyos
desprovistos de toda propiedad y la pequeña burguesía urbana y rural; y tenía como aliados
a parte de la aristocracia terrateniente y a la pequeña nobleza arruinada, que codiciaban los
bienes eclesiásticos y ansiaban apoderarse de las tierras que la Iglesia mantenía ociosas.
Pero la Reforma tenía un ala popular y revolucionaria conformada por el campesinado y
sectores plebeyos radicalizados que, además de pronunciarse contra la Iglesia católica y sus
abusos, anhelaba acabar con la explotación y la opresión, sosteniendo que cualquier
reforma religiosa debía derivarse de una revolución social. Con Thomas Münzer como líder
principal protagonizaría pocos años después una guerra contra el régimen feudal, en la que
el proletariado tendría muy escasa participación en razón de su aún débil desarrollo en
Alemania.
El ataque de Lutero a los dogmas e instituciones de la Iglesia católica, señala Engels,
“no tenía un carácter bien definido. Sin ir más allá de las antiguas herejías burguesas,
tampoco excluía ni podía excluir las tendencias más radicales. En el primer momento había
necesidad de reunir a todos los elementos de la oposición. Había que demostrar la energía
revolucionaria más decidida, había que representar a la totalidad de las herejías frente a la
ortodoxia católica… En ese primer período Lutero dio libre curso a toda la vehemencia de
su temperamento de campesino vigoroso… Pero esa furia revolucionaria del principio
terminó pronto… Abandonó a los elementos populares del movimiento para unirse al
séquito burgués, aristocrático y monárquico. Enmudecieron los llamamientos a la guerra de
exterminio contra Roma. Ahora Lutero recomendaba la evolución pacífica y la resistencia
pasiva”.
En todo caso, la oposición luterana implicó la revisión de la doctrina eclesiástica para
preconizar la libre interpretación de la Biblia, colocar la fe individual interior por encima de
las manifestaciones externas de la religiosidad, remarcar la necesidad de un intenso
pietismo que tenía en su base la idea de la predestinación, reivindicar la salvación del alma
a través de la fe y sostener que esa salvación dependía directamente de la gracia divina sin
requerir de intermediarios sacerdotales. A la vez, negó la autoridad papal sobre el conjunto
de la cristiandad y como árbitro del mundo, rechazó los usos y costumbres jerarquizados
de la Iglesia y denunció sus abusos y su corrupción (sobre todo en lo concerniente a la
venta de cargos e indulgencias). Todo esto favorecía ideológica y políticamente a los
burgueses de la Edad Media que en el plano religioso, apunta Engels, a lo más “pedían una
église á bon marché, una iglesia barata. La herejía burguesa tenía la forma reaccionaria de
toda herejía que en la evolución de la Iglesia y de su doctrina no quiere ver sino una
degeneración. Exigía la restauración del cristianismo primitivo con su aparato eclesiástico
simplificado y la supresión del sacerdocio profesional. Esta institución barata debía acabar
con los monjes, los prelados, la curia romana, en una palabra, con todo lo que la Iglesia
tenía de costoso”.
A comienzos del siglo XVI, en amplios sectores poblacionales en todos los países
europeos era evidente la necesidad de las certidumbres concretas que no podía aportar la
teología oficial con sus sofismas y sus oscuridades deístas. Paso a paso se había ido
incubando un sentimiento de rechazo hacia los rígidos y estrechos marcos del catolicismo,
cuyos dogmas de duras aristas constreñían la mente y la conducta de las gentes. Ese
sentimiento también hacía anhelar la ruptura de esos marcos y sus opresiones para forjar, en
todo caso y dadas las condiciones de la época, otros vínculos espirituales y un conjunto de
creencias ligadas de modo distinto al acontecer cotidiano. De una u otra forma, la Reforma
encarnó ese anhelo y, por ello, tuvo rápida extensión gracias a la imprenta que, junto con
las necesidades de intensificación del comercio, había roto el monopolio eclesiástico de la
lectura y la escritura. Originó así numerosas sectas y organizaciones agrupadas después
bajo el nombre de “protestantismo”; y se tradujo en el cisma de la Iglesia, separando del
catolicismo a una parte de Alemania (donde las fuerzas protestantes y católicas quedaron
casi igualadas), Inglaterra, Escocia, Países Bajos, Suiza, Hungría, Bohemia, Dinamarca,
Suecia, Noruega y Finlandia, dando paso a la formación de iglesias nacionales.
Allí donde triunfó la Reforma, las iglesias se “abarataron” y “democratizaron”,
disminuyendo su poder y pasando a depender del Estado, facilitándose así el desarrollo de
la ciencia, la técnica y, en general, la cultura laica de acuerdo con las particularidades
económico-sociales, políticas y culturales del país dado. Pero aunque golpeó con gran
dureza la antes monolítica unidad católica, el luteranismo cumplió un papel ambiguo. Por
un lado, Lutero combatió las piruetas sofísticas de la teología eclesiástica; y, por el otro,
como buen clérigo, contrarió en determinados aspectos las necesidades de la burguesía
ascendente: no sólo condenó los préstamos a interés y la usura, sino que también metió en
un mismo saco los paralogismos doctrinarios de la Iglesia y toda aproximación a la
racionalidad propugnada por los humanistas medievales, descalificándolos por igual y
dando curso a un desenfrenado fideísmo pietista. Conjugó, pues, la lucha contra el uso
abusivo de la razón que dominaba en la teología católica con el desprecio y la difamación
de la razón misma.
No obstante, indica Engels, “con su traducción de la Biblia, Lutero había dado un
instrumento poderoso al movimiento plebeyo,… había opuesto el cristianismo sencillo de
los primeros siglos al cristianismo feudal de la época: frente a la sociedad feudal en
descomposición, había descrito una sociedad que desconocía la jerarquía feudal, compleja y
artificiosa. Este instrumento los campesinos lo habían empleado a fondo contra los
príncipes, la nobleza y los curas”; y en 1524 las masas del campo desencadenaron una
guerra contra la explotación y la opresión que sufrían en regiones donde la mayoría de
príncipes y aristócratas seguía siendo católica. Desde 1522, como predicador eclesiástico
Münzer había abogado por la reforma del culto católico, suprimiendo el uso del latín y
haciendo que en los oficios dominicales se leyera la Biblia entera y no sólo las epístolas y
evangelios. Disociado luego de la Reforma burguesa y convertido en agitador político,
atacó teológica y filosóficamente los principios del catolicismo y hasta los del cristianismo
en general, terminando por desechar la Biblia como verdad única e infalible. Postulaba un
panteísmo que en algunos aspectos se acercaba al ateísmo, reivindicaba el valor de la razón
humana y su programa político tenía afinidades con el comunismo: planteaba una sociedad
sin diferencias de clase, solidaria, ajena a la propiedad privada y al poder estatal opresor de
los pobres, rasgos de base para un humanismo de las masas explotadas. En tal situación,
Lutero trató inicialmente de asumir una actitud conciliadora con estas ideas, pero con el
avance de la insurrección no vaciló en calificarlas como “impías y contrarias al Evangelio”.
El movimiento revolucionario campesino-plebeyo se expandió rápidamente hacia las
regiones dominadas por príncipes y señores luteranos, señala Engels, arrollando a la
“razonable” Reforma burguesa y poniendo en serio riesgo al régimen feudal. “Frente a la
revolución se olvidaron los viejos rencores; comparados con las bandas de campesinos, los
servidores de la Sodoma romana eran mansos corderos, inocentes hijos de Dios; burgueses
y príncipes, nobles y curas, Lutero y el Papa, se aliaron contra ‘las bandas asesinas de
campesinos ladrones’ ”. El carácter de las condiciones sociales de la época, el peso
abrumador de la coalición reaccionaria y sus propias peculiaridades (entre las que se
hallaba su dispersión y la imposibilidad de alianzas con otros sectores), determinaron que el
movimiento no pudiera desarrollarse y fuera veloz y sangrientamente aplastado en 1525.
Con envoltura religiosa, fue la respuesta de los labriegos alemanes al reforzamiento del
yugo feudal y a la explotación que, desde fines del siglo XV e inicios del XVI, iban
intensificando los príncipes, la aristocracia y el clero aprovechando la dependencia en que
se encontraban los campesinos. Pero pese a que la guerra arruinó y debilitó políticamente a
la clase dominante, ésta utilizó la derrota campesina para vigorizar la explotación rural y
aprovechó el auge comercial e industrial europeo-occidental derivado de los grandes
descubrimientos geográficos para impulsar el resurgimiento de la economía feudal en
Alemania.
Por su parte, siguiendo a Erasmo que en 1525 en De libero arbitrio había atacado al
luteranismo señalando que el hombre no está predestinado a la salvación o a la condena, los
humanistas medievales moderados se pronunciaron contra la Reforma. Pero otros círculos
humanistas e intelectuales ligados con más firmeza a la burguesía se convirtieron al
protestantismo y grandes artistas como Durero, Holbein y Cranach adhirieron a los
reformadores y crearon un nuevo arte religioso difundiendo en estampas y grabados las
ideas luteranas. La Iglesia católica había intentado vanamente la reunificación cristiana y su
fracaso la obligó a cimentar su propia unidad dogmática. Apoyándose en la aristocracia
feudal y teniendo a Italia, España, Austria y Portugal como baluartes, realizó en 1545 el
Concilio de Trento con el que inició la llamada Contrarreforma refrendando el tomismo
como neo-escolasticismo, como dogma eclesiástico protector de la teología católica contra
la herejía de Lutero.
Además, revitalizó la Inquisición para ampliar la represión espiritual y castigar las
herejías; creó la Compañía de Jesús como milicia al servicio del Papado y nuevas órdenes
religiosas; emprendió la formación de un nuevo clero encargado de copar mayores espacios
sociales; modificó su legislación con el propósito de poner orden en su propio interior;
efectivizó acciones de intransigente adoctrinamiento para combatir el fideísmo pietista
luterano y erradicar el empirismo, el racionalismo y el humanismo individualista de la
ascendente burguesía; y buscando el aplastamiento del protestantismo desencadenó una
encarnizada ofensiva político-militar que se tradujo en vastas y cruentas guerras de religión
durante casi un siglo. Con todo ello, la Contrarreforma implicó no sólo una gran convulsión
social en defensa del feudalismo, sino que también, al decir de Burckhardt, “perturbó toda
la vida superior del espíritu”.
Antes del Concilio de Trento, ya liberada de los problemas generados por la
insurrección campesina y a tono con los intereses de la burguesía, la Reforma luterana (que
nunca había impugnado la desigualdad social, ni condenado la explotación y la opresión de
los hombres, ni menos aún la usurpación privada de los bienes colectivos) afianzó su rol de
cobertura ideológico-política para apuntalar las ventajas y el enriquecimiento que iba
logrando la nueva clase en ascenso y los privilegios que ya poseían los sectores de la
aristocracia terrateniente aliados con ella. Refiriéndose a la acumulación primitiva del
capital en Inglaterra, Marx anotaba que “La Reforma, y el despojo de los bienes de la
Iglesia que fue su secuela, dio un nuevo y terrible impulso a la expropiación violenta del
pueblo en el siglo XVI. La Iglesia católica era en esa época propietaria feudal de la mayor
parte del suelo inglés. La supresión de los monasterios, etc., arrojó a sus habitantes al
proletariado. Los bienes del clero cayeron en las garras de los favoritos del rey o fueron
vendidos a precio vil a ciudadanos y granjeros especuladores, que comenzaron a expulsar
masivamente a los antiguos arrendatarios hereditarios. El derecho de propiedad de los
pobres a una parte de los diezmos eclesiásticos fue confiscado en forma tácita”. “Pero estas
consecuencias inmediatas de la Reforma no fueron las más importantes. La propiedad
eclesiástica era como un baluarte sagrado para el orden tradicional de la propiedad del
suelo. Tomada la primera por asalto, la segunda ya no era sostenible”, derivándose de ello
el acrecentamiento de las usurpaciones y “la pauperización de la masa del pueblo” (18).
Así, con la Reforma cobró mayor fuerza la demolición del régimen feudal y además de las
ventajas que ello supuso para la ascendente burguesía resultaron también beneficiados los
sectores plebeyos moderados y las capas ilustradas de la pequeña burguesía urbana, que
aportaron elementos para ocupar puestos en la administración de los asuntos públicos y
sirvieron de base para la formación de la burocracia estatal y privada requerida por el
funcionamiento de la futura sociedad burguesa (19), con sus secuelas de burocratización y
burocratismo y su impacto en la actividad concreta y el conocimiento.
El nuevo orden de cosas que iba surgiendo dentro del decadente régimen feudal
demandaba con cada vez mayor urgencia modificaciones sustanciales en la consideración
de los asuntos humanos y, con mayor fuerza, en la apreciación de las relaciones entre los
hombres, dados los cambios sociales que iba generando el emergente modo de producción
burgués y su necesidad de expansión. Justificando el ocio de los propietarios de esclavos y
haciéndose eco de su desprecio por la actividad laboral, la patrística había sancionado cual
artículo de fe el precepto bíblico que estigmatizaba el trabajo como “maldición divina”,
atribuyéndole el carácter de “expiación” para las masas explotadas sumidas en el “pecado”;
y la Iglesia institucionalizada siguió utilizando el mismo criterio con respecto al parasitismo
de los señores feudales y la expoliación de los siervos. Pero esta artimaña ya carecía de
sentido y resultaba perjudicial para los intereses de una ascendente burguesía que no sólo
había reivindicado el valor y la dignidad del trabajo, sino que también necesitaba contar
con obreros que, liberados de la servidumbre e incorporados a la actividad manufacturera,
asumieran distintas comprensión y actitud hacia a su propia labor como subordinados a los
requerimientos de producción/ reproducción del capital. Además, el impulso a la expansión
y el desarrollo de las relaciones monetario-mercantiles exigía a los burgueses medievales
auto-educarse a través de su propia actividad para desempeñar con crecientes eficacia y
eficiencia el rol de empresarios capitalistas; y requería, a la vez, disciplinar las acciones
laborales y las demandas de las masas obreras. Para esa burguesía resultaba apremiante,
pues, disponer de los elementos ideológicos capaces de operar como un “molde” subjetivo
para coadyuvar en el impulso a la mayor extensión y el desarrollo de las relaciones
capitalistas. Tal “molde” anti-feudal y anticatólico lo proporcionó la Reforma protestante.
Apoyándose en la libre interpretación de la Biblia, Lutero reforzó el criterio acerca
del hombre como “instrumento del poder divino”, señalando que todas las acciones
humanas debían estar encaminadas al acatamiento de la voluntad de Dios para gozar de su
“gracia” y alcanzar la “salvación”. Desde su óptica, la vida monástica era producto de un
“desamor egoísta” que buscaba exonerarse de cumplir con los deberes en el mundo fijados
por la divinidad y que carecía de valor como justificación ante ella. Reclamó, por tanto, un
ordenamiento de la vida humana no ya en el sentido del aislamiento y ascetismo religioso
del monje católico, sino en el de la activa participación mundana en el trabajo, demandando
el establecimiento de una clara relación entre los principios religiosos y la conducta
práctica. Acuñó, entonces, la noción de “profesión” para referirse al trabajo cotidiano en el
mundo, asignando formalmente a toda “profesión lícita” el mismo valor “ante los ojos de
Dios” y considerando su realización como la más noble expresión de la conducta moral.
Max Weber indica que “lo propio y específico de la Reforma, en contraste con la
concepción católica, es haber acentuado el matiz ético y aumentado la prima religiosa
concedida al trabajo en el mundo, racionalizado en ‘profesión’ ”; pero no puede dejar de
reconocer que el protestantismo levantó vuelo “en general allí donde el avance del
capitalismo… tuvo poder para organizar la población en capas sociales y profesionales, de
acuerdo con sus intereses” (20). De ahí que para Lutero también resultara vital la
“racionalización” del mantenimiento de la desigualdad social requerida por el desarrollo de
las relaciones capitalistas. Recurrió, entonces, a la idea de “predestinación”, definiendo la
“profesión” como una “misión” que el hombre debe aceptar porque Dios la señala y asigna
a cada persona. De este modo, establecía la obediencia incondicional a los preceptos
divinos y la resignación total ante la situación que cada quien tenía en el mundo. Así, al
constituir el mandato de la providencia, el ejercicio de una u otra profesión concreta
obligaba al individuo a permanecer para siempre en el estado y la situación laboral en que
se hallaba ubicado y a evitar cualquier modificación contraria a la “suprema voluntad”.
Pero en las doctrinas de la sociedad feudal, anotaba Lucien Febvre, “la ortodoxia y la
heterodoxia, como todas las cosas humanas, estaban sujetas a cambios”, sobre todo porque
reflejaban la pugna entre opuestos intereses y necesidades de clase. Introduciendo ciertas
modificaciones doctrinarias mediante el neo-escolasticismo contra-reformista (con su
complemento práctico en la persecución y masacre de protestantes), la Iglesia buscaba
reforzar su dominio y preservar el poder de la aristocracia. En el campo rival, la Reforma
en su versión luterana se morigeró en correspondencia con las necesidades de un sector
burgués conservador, calculador y “sensato”, para el cual resultaba provechoso conciliar
con el poder feudal y adaptarse a la monarquía absoluta en procura de afianzarse en los
espacios ya ganados y especular con el desarrollo de los acontecimientos. Pero, a la vez,
Zwinglio, Calvino y Knox fueron más lejos que Lutero para luchar por la consolidación de
la Reforma (sobre todo en los Países Bajos, Suiza y Escocia) y radicalizarla, a tono con otro
sector burgués empeñado en acelerar su propia marcha, ampliar su libertad de acción,
impulsar sin reticencias el despliegue de las relaciones monetario-mercantiles y lograr
mayores conquistas a través del republicanismo y la democracia burguesa, apelando incluso
al uso de las armas para defender sus posiciones ante la arremetida bélica eclesiástico-
señorial (en 1531 el propio Zwinglio murió en la batalla de Kappel).
Con la noción de “profesión”, Lutero había puesto las bases para darle un nuevo
significado al trabajo pero, pese a reclamar el ordenamiento de la vida humana, su doctrina
de la “gracia divina” no proporcionaba una orientación definida para la sistematización de
la conducta individual y colectiva, ni para su racionalización de acuerdo con un objetivo
concreto. De estas tareas se encargaron los reformadores radicales, en especial Calvino, que
reafirmaron el criterio acerca del ejercicio de la moral no en el campo de la ascesis
monacal, sino en el del cumplimiento de los deberes terrenales fijados por Dios según la
posición asignada por él a cada cual en el mundo, el conformismo ante la propia situación y
el sometimiento a la autoridad. Para Calvino, el desempeño adecuado y el afianzamiento en
la “profesión” dada eran un deber y, a la vez, el medio principal para lograr con el trabajo
cotidiano e incesante la seguridad de alcanzar la propia “salvación” y la justificación ante
Dios. La racionalización de la existencia debía concordar con los principios divinos y tenía
que implicar, por tanto, un nuevo estilo de vida en el que el trabajo entendido como
obligación ineludible requería ser tenaz y perseverante para conseguir el continuo y
significativo incremento de su rendimiento, debiendo estar siempre asociado con un realista
sentido de la ganancia material, de su cuantía y de su aumento constante.
Con estas apreciaciones, Calvino resolvía dos cuestiones claves en beneficio de la
producción burguesa: la organización de la vida cotidiana en torno al trabajo y los objetivos
concretos de éste. Pero no se detuvo allí, sino que hizo cumplir a la religión una nueva
función: la de activo agente ideológico para impulsar la generación de capital y dinamizar
y asegurar el proceso de su acumulación y reproducción. Este caso histórico no es el
primero ni el único en el que elementos ideológicos surgidos de una determinada base
material, actúan en sentido inverso sobre la base que los origina y les sirve de asiento para
promover su desarrollo e incluso fomentar su transformación. Ni siquiera un ideólogo de la
burguesía como Max Weber duda al señalar que “las iglesias calvinistas implantaron un
control casi policíaco y casi inquisitorial sobre la vida individual” y que “históricamente el
calvinismo fue uno de los más firmes apoyos de una educación en el ‘espíritu capitalista’”,
favoreciendo así el avance de las relaciones monetario-mercantiles. Esa educación, de
esencia y formas imperativas, contenía exigencias de forzoso y riguroso cumplimiento,
cuya negligencia llevaba consigo el estigma de malquistarse con la divinidad y echar por la
borda la “salvación”: ética del trabajo y la producción, disciplina, puntualidad, diligencia,
ascetismo puritano, frugalidad, austeridad, moderación, responsabilidad, sentido de los
negocios y de la ganancia, ahorro compulsivo, aborrecimiento del lujo y la ostentación, y
hasta cultivo de la mezquindad y la avaricia.
Este conjunto de normas morales servía para establecer una regimentación religiosa
de la vida tanto del propietario burgués como del obrero asalariado y el conjunto de la
población. Es decir, una reglamentación estricta y minuciosa en todos los ámbitos de la
actividad pública y privada orientada a disciplinar y vigorizar a la nueva clase en ascenso a
través de un riguroso encauzamiento del proceso de generación y acumulación del capital; a
apuntalar el desarrollo de las relaciones capitalistas; y a justificar la explotación de las
grandes masas trabajadoras asignándole carácter inevitable a su “misión” (subordinada a las
necesidades del capital), a la vez que a reforzar tal explotación canalizando las demandas
obreras con la autoritaria prédica de la “templanza”. Por estas razones, Marx anotaba que
en general “el protestantismo es en esencia una religión burguesa”; y en su momento el
calvinismo representó la forma específicamente burguesa de concebir la religión, siendo
visto por muchos autores como una “filosofía de la avaricia”, penetrada hasta la médula por
un sentido mercantilista de la vida.
En este marco, para Calvino la riqueza en sí misma no era ni podía ser odiosa, de
modo que el “lucro racional” constituía una “virtud” y el enriquecimiento burgués mediante
el “debido ejercicio profesional” era un precepto éticamente lícito y obligatorio; pero el rico
debía utilizar sus bienes para fines necesarios y útiles sin incurrir en malgasto, ahorrando
con meticulosidad, controlando exactamente los egresos y buscando siempre el incremento
de sus caudales. Por eso, el deseo de hacer fortuna era bien visto y querido por Dios, siendo
reprobable únicamente si estaba “contaminado” por el anhelo de una vida despreocupada y
cómoda, por el afán de disfrutar ociosamente de los bienes adquiridos, es decir, cuando
incitaba al “sosiego en la riqueza”, a la “pereza corrupta” y al goce sensual de la vida. Estas
apreciaciones formaban parte de un humanismo burgués en evolución en el que el hombre
seguía siendo un apéndice de Dios y el propio capitalista estaba sometido a los rigores de la
regimentación religiosa, pero sólo en aras del aumento incesante de sus ganancias y del
impulso a la extensión del poder social que iba obteniendo. Por tanto, Calvino condenaba
como “idolatría” el “uso irracional” de los beneficios obtenidos y el amor por el boato, que
recordaban la “irresponsabilidad” y el rumboso tren de vida de la aristocracia feudal. Y
para garantizar el cumplimiento de sus rígidos preceptos, institucionalizó su iglesia y la
jerarquizó poniendo en primer plano el reforzamiento del principio de autoridad.
En esta casi obsesiva inquietud por el logro, reproducción, acumulación y cuidadoso
control de la riqueza, resaltaba un rasgo con antecedente histórico en la formación del
capital mercantil y que Aníbal Ponce puntualizó: se trataba de “una manera original de
‘racionalizar la vida’ en la que la apreciación de lo cuantitativo pecuniario no sólo puso
orden y claridad en los negocios, sino que creó un nuevo espíritu del cual recogieron las
ciencias nacientes una marcada preocupación por lo numérico”. “El feudalismo ignoraba
el cálculo; lo propio del noble es gastar sin medida, es ignorar lo que entra y lo que sale. La
burguesía, en cambio, necesitaba el número, la precisión, la exactitud, la contabilidad…
Pero ese auge del cálculo hubiera sido imposible, naturalmente, sin la moneda de metal.
Calcular y contar es casi irrealizable en la economía natural fundada en el trueque. El
cálculo reposa sobre el número que representa un grandor, y no hay en economía grandores
mensurables sino a condición de que puedan expresarse con dinero. La economía fundada
sobre el dinero lleva a pensar que todo puede ser expresado en el idioma de los números,
es decir, a sobrestimar lo cuantitativo en detrimento de lo cualitativo” (21). De hecho, este
rasgo tenía gran importancia en la concepción del hombre y en el humanismo burgueses,
que sólo podían considerar a los trabajadores y las personas en general como elementos
anónimos y manipulables, apenas como números, tanto en el campo de la producción como
en el de la vida social.
En estas condiciones, cuando ocurría la disolución progresiva del régimen feudal, el
avance de la burguesía necesitaba de un impulso que sólo podía brindarle el conocimiento
concreto y cada vez más útil de la realidad; y, a su vez, el logro de ese conocimiento
requería de un método objetivo para efectivizarlo. Desde sus orígenes y en el curso de su
recorrido histórico dentro de la sociedad feudal, la burguesía había ido mostrando un interés
en aumento por el conocimiento del mundo y del hombre, motivada por la necesidad de
desarrollar su modo de producción y sus inherentes relaciones sociales. Pero el logro de ese
conocimiento en la medida exigida por dicho desarrollo no había podido hallar satisfacción
adecuada por diversas razones: entre otras, las trabas feudales a la producción burguesa, el
bloqueo de la Iglesia a la actividad cognoscitiva y la mentalidad propia de los humanistas
medievales, cuyos méritos estaban afectados por su formación intelectual libresca, su total
carencia de un método objetivo y el peso de la influencia ejercida por el pensamiento
escolástico. Los grandes descubrimientos geográficos, con su secuela expansiva en pos de
ganancias materiales, habían estimulado notablemente el afán cognoscitivo al implicar el
contacto directo con nuevos territorios, poblaciones con otras lenguas y costumbres, plantas
desconocidas, animales singulares, etc., incitando también en mucho mayor medida a tratar
de entender la realidad de manera precisa, a ordenarla y establecer sus rangos, a clasificarla
y a sistematizarla de forma hasta entonces inédita de acuerdo con un método. Y ello exigía
otra actitud y otras ideas, otras prácticas y nuevos procedimientos, y otros hombres con
disposición para su elaboración y ejecución.
Desde sus orígenes en el taller artesanal, la producción capitalista había ido creciendo
para llegar a la manufactura y el desarrollo de ésta auguraba el paso hacia la gran industria.
Pero para dar tal paso era necesario contar con nuevos conocimientos y con un método
idóneo para lograrlos, superando el lastre representado tanto por un pensamiento que seguía
siendo tributario de la escolástica, como por la supervivencia del peso de la destreza
personal del artesano dentro de la actividad manufacturera. Objetivamente, indica Jaime
Labastida, en la producción artesanal resaltaba e importaba mucho la habilidad del maestro,
mientras que en la manufactura las actividades tendían a igualarse en virtud de la división
del trabajo y la simplificación de éste, de modo que sin la aplicación de un método correcto,
por más habilidoso que se fuese, decrecerían las oportunidades de lograr mayores y mejores
resultados productivos. El impulso al máximo desarrollo de la manufactura requería,
entonces, el reemplazo de la destreza personal por una división y especialización laboral
que permitiera el control cada vez mayor de los procesos antes encargados a una sola
persona “hábil” en la fabricación de objetos de consumo reducido; en otros términos,
necesitaba un método que hiciera superflua la habilidad preciosista del maestro al igualarla
con la de todos los demás trabajadores. Por tanto, la pericia personal en el trabajo del
artesano para una restringida producción de objetos (que estaba vinculada de hecho con el
pensamiento escolástico, el inmovilismo cognoscitivo y las inútiles controversias donde
primaban las sutilezas puramente retóricas) debía ser eliminada y ceder su lugar a la
nivelación laboral, la eficiencia “muda” dentro del quehacer colectivo y el uso de máquinas
para que la producción manufacturera se incrementara y los mercados se ampliaran en
función de la estrecha relación de ambos con nuevos conocimientos asentados en la eficacia
práctica del método (22).
Ya con la Reforma radical y su ascesis, la burguesía había conseguido racionalizar la
existencia humana desde el punto de vista del trabajo y la utilidad material, evidenciando
con suma claridad su aprecio por el empirismo. En esa línea, los reformadores sostuvieron
que para conocer a Dios y asumir sus designios era imprescindible el conocimiento de sus
obras, lo que se tradujo en el estímulo al desarrollo de las ciencias naturales (en particular,
de la física) y de las disciplinas matemáticas. En la ruta de tal desarrollo y de modo casi
simultáneo en Inglaterra y Francia, dos pensadores que, al decir de J. Bernal, estaban
“colocados en el punto de inflexión entre la ciencia medieval y la ciencia moderna”
respondieron a las necesidades filosóficas y económico-sociales de la burguesía con una
intensa inquietud por la obtención de nuevos conocimientos y la creación de un método
capaz de guiar la actividad y el pensamiento, considerando que las “habilidades personales”
debían estar subordinadas en especial a una acción metódica de fácil repetición y que fuese
accesible a cualquiera ya que todos los hombres eran portadores de razón.
En Inglaterra, Francis Bacon culminó en 1620 su Novum Organum scientiarum y
sentó las bases de la ciencia occidental moderna. Interesado por el estudio de la naturaleza,
había comprendido que el razonamiento deductivo abstracto, puramente silogístico, no
conducía a ninguna parte, por lo que el naturalismo teológico-platónico aunado a la lógica
aristotélica antes que ayudar en tal estudio constituían impedimentos para hacerlo efectivo.
El silogismo era para él, en el mejor de los casos, una forma de mostrar una verdad ya
conocida, pero que debía ser tajantemente rechazado por no poseer carácter demostrativo y
ser inútil para el descubrimiento de verdades nuevas. Para acceder a éstas, era necesario “ir
a las cosas mismas”, observarlas directamente y describirlas de modo escrupuloso, someter
lo logrado a prueba experimental y razonar inductivamente para obtener conocimientos
concretos y de utilidad práctica. Planteaba, pues, en buena cuenta, “hacer para poder
conocer”, y en ese “hacer” tenía importancia vital el instrumento empleado. Postuló,
entonces, una “filosofía experimental” en la que partiendo de la observación minuciosa de
los cuerpos particulares y probando sus resultados con el experimento se llegaba a los
axiomas menores y medios para alcanzar las proposiciones generales. En el fondo, todo ello
significaba el fortalecimiento creciente de la individualidad burguesa, desligada ya del cepo
corporativo medieval; y el rechazo del silogismo era a la vez la recusación del dominio de
la autoridad eclesial y de las “verdades reveladas” en el campo cognoscitivo, llevando al
cuestionamiento de las opiniones admitidas tradicionalmente. Según el criterio baconiano
esencialmente práctico, “el verdadero y legítimo fin de las ciencias consiste en que la vida
humana sea enriquecida con nuevos descubrimientos y nuevas fuerzas”.
Bacon, que pertenecía a un sector aristocrático muy ligado a la burguesía, nunca se
consideró hombre de ciencia ni inventor, sino sólo inspirador del desarrollo científico y la
invención. Su preocupación estuvo centrada en el problema de la reforma de las ciencias y
del incremento de los poderes sensoriales e intelectuales del hombre singular, de modo que
con su exaltación de la experiencia abrió camino a un movimiento de transformación de la
vida humana para asegurar la soberanía del hombre sobre la naturaleza. Promovió, así, el
desarrollo de la individualidad y la configuración de una nueva mentalidad pasibles de
traducirse en particular en el creciente interés por la ciencia. Aunque no tuvo el propósito
de crear un sistema, dada su inclinación empírica acabó por oponerse inevitablemente a
todos los sistemas acerca de la naturaleza ya establecidos y tuvo la convicción de que,
contando con un cuerpo de trabajadores científicos bien organizados y bien equipados, el
peso mismo de los hechos acabaría finalmente por conducir a la verdad (23).
Sin embargo, en la historia sucede muchas veces que determinadas acciones tienen
consecuencias no previstas por sus ejecutores. Con la aplicación del método experimental y
la exitosa obtención de resultados concretos se reivindicaba la capacidad del hombre para
conocer la realidad y transformarla de acuerdo a sus propios propósitos, se desechaban las
representaciones falsas o ilusorias (llamadas ídolos por Bacon) y se contaba de hecho con
un instrumento de inmenso valor para dar un gran paso hacia la emancipación humana de
su sometimiento a Dios. Todo ello significaba un vigoroso aporte para impulsar el mayor
desarrollo de la manufactura y el avance de la concepción del mundo y del humanismo
burgueses, y creaba las condiciones para nuevas y mayores conquistas. Bacon afirmó con
particular énfasis que “el conocimiento es poder”, poder en y sobre la naturaleza, lo cual
resultaba de suma importancia para los integrantes de la nueva clase en ascenso que, poco
a poco, habían ido clarificando su conciencia colectiva del peso que tenían en el campo de
la producción y la conciencia personal de su propia valía, por lo que la comprensión de lo
que representaban los espacios sociales ganados reafirmaba su búsqueda de beneficios
materiales y reforzaba su orientación hacia el logro de supremacía en y sobre la sociedad.
Por su parte, en Francia el filósofo y matemático René Descartes complementó
estrictamente a Bacon al plantear la necesidad de “conocer para poder hacer” y asumir una
concepción radicalmente distinta de la medieval e incluso de la clásica sobre la razón
humana (“luz natural”, la llamaba), iniciando la revolución de la inteligencia hacia una
nueva mentalidad. Para él, la realidad primordial era el espíritu y gracias al movimiento de
la razón se podía conocer el mundo, plasmando racionalmente su esencia objetiva. Con la
razón, conciencia o entendimiento, el hombre constituía el único sujeto capaz por sí mismo
de ser lo que es, en tanto que los objetos son lo que son porque así se lo representa la razón,
de modo que ésta tiene la capacidad de determinar lo que son las cosas y es el fundamento
de toda verdad posible. Así, la “intuición pura” era la vía hacia el logro de la claridad que la
razón necesitaba para descubrir todo lo racionalmente cognoscible, por lo que en lo esencial
el experimento era un auxiliar del pensar deductivo. Antes de él, ciertos esbozos de un
nuevo pensamiento carecían de sistematización y no estaban enmarcados en una filosofía
de la naturaleza y del espíritu. Pero Descartes, centrándose en la lógica deductiva y en las
proposiciones evidentes por sí mismas, apunta Merani, tuvo “la intuición de un acuerdo
profundo entre las leyes de la naturaleza y las leyes de las matemáticas, intuición que debía
llevarlo por dos caminos; uno, la búsqueda de principios nuevos y ciertos para una filosofía
de la naturaleza y para una filosofía del espíritu; otro, la esperanza pitagórica de someter el
universo a los números y de hallar para la actividad práctica del hombre un conocimiento
seguro de las cosas”.
Pensando en una ciencia y una técnica capaces de conducir al conocimiento de la
realidad para poder dominarla objetivamente y modificarla a voluntad, Descartes tomó
como base las matemáticas (en las que descollaba magistralmente) para elaborar sus ideas
clave. “En primer término, la idea de un plano de verdad superior a los demás, en el que el
error resulta imposible por un determinado sentimiento de evidencia intelectual y en
comparación con otros conocimientos. En segundo lugar, la idea de un método, o sea, de un
orden a respetar en la conducción de los pensamientos, orden que es el de la inteligencia
cuando se aplica a la geometría. En tercer lugar, la idea de que el conocimiento no asienta
sobre los datos inciertos de los sentidos ni sobre las imágenes de la fantasía, sino sobre el
entendimiento. Finalmente,… la idea de una analogía entre el orden de las razones
matemáticas y el orden de los efectos de la naturaleza” (24). Elaboró, entonces, un sistema
en el que el universo estaba dividido en dos “substancias” por completo distintas: una
material o res extensa y otra espiritual o res cogitans, reconociendo como realidades físicas
únicas y “atributos primarios” la extensión y el movimiento, admitiendo la presencia de
“cualidades secundarias” (los colores, olores y sabores) y reduciendo la experiencia
sensible primero a la mecánica y luego a la geometría.
La ciencia, según él, debía ocuparse principalmente de los “atributos primarios”, es
decir, de las cualidades mensurables que constituyen la base de la física, atendiendo
también a los “secundarios” aunque en menor medida. Más allá, había un ámbito accesible
sólo muy dificultosamente para la física: el campo de las pasiones, la voluntad, el amor y la
fe, que resultaba ajeno a la consideración científica y cuyo conocimiento dependía de la
“revelación”. Con todo esto, instaló un dualismo con la materia y la mente marchando por
rumbos diferentes, careciendo de relación entre sí y debiendo ser estudiadas por separado.
El universo, los animales y el hombre funcionaban como meras máquinas y únicamente en
el ser humano materia y mente estaban conectadas por designio divino: entre el hombre
puramente mecánico cuyas partes actuaban de acuerdo a los principios de la física y el
espíritu racional y la voluntad que en él residían, existía un nexo establecido a través de la
glándula pineal. (Evidentemente, al entender al hombre como simple máquina Descartes
brindó un gran servicio a la concepción burguesa y a su humanismo justificando su visión
de los trabajadores sólo como instrumentos físicos de la producción, sin que importaran sus
necesidades reales ni su mundo interior). En definitiva, pues, reunió en una sola doctrina al
idealismo, por considerar el espíritu como realidad primordial; el mecanicismo, por el papel
atribuido a los cuerpos y a la mecánica, estimando el mecanismo como explicación integral
de las cosas; y el substancialismo, al asumir el espíritu como substancia independiente y
existente por sí misma.
A la vez, en esta reunión conciliaba singularmente, por un lado, el racionalismo, con
su apreciación de la razón basada en “ideas innatas” como productora del conocimiento
verdadero y la deducción matematizada como forma cognoscitiva a partir de conceptos
básicos y axiomas; y, por el otro, el empirismo, con su consideración de la importancia de
la observación, la comprobación minuciosa de los hechos a través del experimento y el uso
de la inducción para acceder al conocimiento en las ciencias naturales. Descartes precisó,
entonces, que el entendimiento humano es “naturalmente” igual en todos los hombres y que
lo único realmente importante es guiarlo adecuadamente. Animado por el arrogante espíritu
individualista de la burguesía renacentista, publicó en 1637 su Discurso del método para
conducir bien la razón y buscar la verdad a través de la ciencia, buscando poner fin a las
vacilaciones y escrúpulos cognitivos del siglo XVI dotando a la burguesía de lo que no
había podido tener hasta entonces: un método para pensar netamente distinto del método
escolástico. Un método matemático que sólo aceptaba el orden y las proposiciones claras y
precisas, dividiendo las verdades complicadas en tantas subdivisiones como fuese posible
para su mejor estudio y pasando de lo simple a lo complejo sin que se escaparan detalles
que podían fortalecer o debilitar el razonamiento. Con tal método, tanto se impulsaba el
desarrollo de la manufactura (en su marcha hacia la gran industria mecanizada), como
también el avance sin insalvables tropiezos por la senda del conocimiento porque todo
podía ser puesto en duda, siendo lo único incuestionable la capacidad de la propia razón
para juzgar y criticar todo. Con la “duda metódica” se podía someter a crítica la diversidad
de saberes supuestamente explicativos (históricos, morales, religiosos), las instituciones que
los producían y el criterio de la verdad sobre el que estaban asentados, favoreciendo así el
despliegue ideológico de la burguesía.
Al dar un paso adelante con respecto al pasado, Descartes asignó a su método el
carácter de sucesor más directo del método escolástico y dotó al idealismo filosófico de su
forma moderna estableciendo un sistema en el que el dualismo y un específico conjunto
conceptual servían de base para explicar la realidad material de modo rigurosamente
cuantitativo y geométrico. Su división del universo en dos realidades separadas entre sí y su
paralelismo psicofísico en el hombre, hicieron viable un trabajo científico liberado de
interferencias eclesiásticas siempre que tuviera el cuidado de no invadir el ámbito religioso;
y con el uso de su método se avanzó en la clarificación, el ordenamiento y la jerarquización
de múltiples hechos en los más diversos campos. Sin embargo, Descartes vivía en Francia,
el país más católico de la época donde la Contrarreforma imponía el predominio del
tomismo para preservar los dogmas religiosos sin estar dispuesta a tolerar su puesta en
cuestión. Condicionado por un concreto clima socio-histórico y cultural, y respondiendo al
avance todavía cauteloso de la burguesía en ascenso, el filósofo era ajeno por completo a
cualquier heroicidad intelectual. Su fidelidad a la Iglesia y su íntimo apego a los jesuitas le
fijaron el deber de señalar que con su sistema se podía “demostrar” la existencia de Dios
tan igual o mejor que con las filosofías anteriores; y sostuvo que si los hombres podían
concebir algo más perfecto que ellos mismos, entonces tenía que existir un ser superior
como el súmmum de la perfección. Pese a esta servidumbre, su sistema representó un gran
giro en la visión de la naturaleza y en las consideraciones sobre el hombre, impulsando el
desarrollo del humanismo burgués.
En la segunda mitad del siglo XVII, asentaba J. Bernal, luego de las grandes
perturbaciones socio-políticas e ideológicas ocurridas en los 100 años anteriores, se instaló
en Europa un período signado por el ingreso del feudalismo al último tramo de la marcha
hacia su liquidación histórica, un reflujo de la lucha de clases a pesar de la explotación que
sufrían los trabajadores de la ciudad y el campo, la prosperidad y el progreso de los países
más adelantados ya desembarazados de la inestabilidad causada por las guerras religiosas,
el ascenso cada vez más evidente de la burguesía, el descrédito del pensamiento feudal, los
notables logros de la ciencia y el gran desarrollo científico con Londres y París como sus
centros. En Inglaterra, la producción manufacturera, el comercio y la agricultura tenían
adelantos significativos merced a la extensión de la navegación y la explotación colonial,
incitando a los científicos a interesarse por las invenciones mecánicas. En Francia, el país
europeo más rico y poderoso de la época, poco a poco la burguesía le ganaba terreno a la
aristocracia, copaba porciones del aparato estatal e incorporaba en ellos a hombres de
ciencia y a expertos diversos para impulsar su modo de producción.
Pese a las contradicciones y rivalidades entre esos dos países, las burguesías de uno y
otro lugar tenían intereses comunes (impulso al desarrollo de la manufactura, ampliación
del comercio, mejoramiento agrícola, perfeccionamiento de la navegación) que de hecho
representaban un fuerte factor para promover la cooperación en el campo de la ciencia con
el fin de obtener logros y utilizarlos con fines eminentemente prácticos. En este contexto,
los criterios de Bacon acerca del dominio sobre la naturaleza, la utilización del método
experimental y la organización de la investigación científica, fueron crecientemente
valorados y puestos en práctica, formándose asociaciones científicas (la Royal Society en
Londres y la Académie des Sciences en París) que intercambiaron conocimientos y los
discutieron evitando de modo casi patente tocar los temas filosóficos generales para no
colisionar con el pensamiento oficial. Con esta apertura intelectual, afluyeron al campo de
la ciencia numerosos individuos provenientes de sectores comerciales, terratenientes
medios y profesionales independientes acomodados (médicos, ingenieros, abogados, etc.),
poseedores de recursos propios y dedicados al trabajo científico con entera libertad sin
necesitar financiación o subsidios gubernamentales.
La “filosofía experimental” de Bacon estaba en la más directa relación con los
requerimientos del pujante desarrollo de la manufactura y el comercio burgueses, suerte de
aguijón que estimulaba la necesidad de conocimientos sobre la naturaleza, el hombre y la
vida práctica e incitaba las búsquedas científicas. Entre muchos y muy diversos asuntos, los
problemas en la navegación oceánica, movilizadora de crecientes recursos económicos y
militares en aventuras marítimas (sobre todo, las de Inglaterra, Francia y Holanda, centros
del avance científico), llevaron a conjugar y refinar la astronomía, la mecánica, la óptica y
las matemáticas. Numerosos hombres de ciencia multiplicaron esfuerzos en esa tarea,
destacando especialmente Robert Boyle y Robert Hooke. El primero perfeccionó la
máquina neumática y las bombas, analizó la combustión, demostró que el aire era una
sustancia material y llegó a pesarlo, realizó estudios magistrales sobre los gases (ley de
Boyle-Mariotte) y el vacío (descartando el axioma aristotélico “la naturaleza tiene horror al
vacío”), dotó a la química de su orientación moderna y contribuyó en el progreso de la
fisiología y la medicina. El segundo mejoró el microscopio, el telescopio (ligándolo a las
mediciones astronómicas) y los relojes, introdujo el concepto de célula, inició los estudios
sobre la anatomía de los insectos, investigó los fósiles, construyó una bomba de vacío y
variados aparatos meteorológicos, expuso lo fundamentos de la teoría ondulatoria de la luz
y, junto con Denis Papin, allanó el camino hacia la construcción de la máquina de vapor,
instrumento fundamental en el desarrollo de la producción burguesa.
Sin embargo, la preocupación científica central en esa época residía en la elaboración
de un sistema general de la mecánica que pudiera explicar el movimiento de los astros en
función del comportamiento observable de los cuerpos terrestres, superando los puntos de
vista aceptados pero que carecían de una fundamentación dada por la física. Una serie de
astrónomos y matemáticos (Galileo, Kepler, Descartes, Hooke, Huygens, etc.) había hecho
aportes de alta significación para resolver el problema, pero la explicación satisfactoria y
completa fue proporcionada por la síntesis que realizó Isaac Newton. Habiendo trabajado
en óptica, física y química, utilizó el cálculo infinitesimal como método matemático para
convertir los principios físicos en resultados que podían ser calculados cuantitativamente y
confirmados por la observación, a la vez que para valerse de ésta como medio de llegar a
tales principios. Resolvió así una gran variedad de problemas mecánicos e hidromecánicos,
haciendo que el instrumento matemático permitiera comprender todas las variables y
movimientos y, luego, toda la ingeniería mecánica.
En 1687, publicó sus Philosophiae Naturalis Principia Mathematica donde formuló
un sistema mecánico del universo regido por leyes matemáticas y yendo más allá del
establecimiento de las leyes del movimiento de los planetas demostró, por el nuevo rumbo
cuantitativo y físico (y no por el filosófico tradicional), cómo la gravitación universal
mantenía el sistema del mundo. Con la teoría de la gravitación, quedó en evidencia que no
sólo los astros, sino todos los cuerpos se atraen entre sí; y que los objetos caen en línea
recta y con un movimiento uniformemente acelerado en el que interviene la resistencia que
opone el aire. Así, en definitiva, Newton mostró que el universo se encuentra regulado por
leyes matemáticas simples: todo lo que ocurre en él es la acción y reacción de fuerzas
mecánicas; en su última división, la naturaleza es uniforme, sin que exista superioridad o
inferioridad en las partículas que la conforman; y los organismos vivos están compuestos
de materia regida por leyes simples, uniformes y simultáneas. De este modo, Newton
aportó un método confiable que podía ser utilizado con seguridad y que, en esencia, tenía
tres reglas: simplicidad, es decir, no introducir más causas que las suficientes para explicar
los fenómenos; uniformidad, asignando las mismas causas en la explicación de los mismos
efectos; y simultaneidad, cuya base es el carácter universal de las cualidades intrínsecas de
todos los cuerpos.
Para elaborar su revolucionario sistema científico y explicar los fenómenos de modo
exacto, Newton tuvo que demoler todas las concepciones filosóficas anteriores, tanto las
antiguas como las de su propia época, incluido el sistema cartesiano. La teoría de la
gravitación y su repercusión en la astronomía, modificaron por completo la concepción
aristotélica cuyo cambio ya había iniciado Copérnico. Desechando una concepción estática
del universo y sustituyéndola por otra dinámica, marcó la caducidad de la apreciación sobre
las “esferas” puestas en movimiento por un “primer motor” y su total reemplazo por un
mecanismo que funcionaba de acuerdo con una simple ley natural sin necesitar de la
aplicación continua de una determinada fuerza. Pero, al fin y al cabo hijo de su época,
Newton realizó su trabajo científico conciliándolo con su afición por las más extravagantes
doctrinas ocultistas y no excluyó a Dios de su sistema: consideró que el propio mundo
regido por leyes matemáticas era la prueba de la existencia de una inteligencia ordenadora.
Ésta sólo habría intervenido para crearlo y ponerlo en función, dejándolo luego discurrir
espontáneamente. Posteriormente, Laplace se encargaría de rechazar “la necesidad de tal
hipótesis” al ser interrogado por Napoleón acerca del lugar que ocupaba Dios en su sistema.
Por esos años, con el agotamiento de la fuerza cultural anti-feudal aportada por el
Renacimiento y con la consolidación de la Reforma protestante, el aseguramiento de la
continuidad del avance social burgués necesitaba de una avenencia entre la religión y la
ciencia, al igual que antes se había producido la transacción entre la monarquía y la
república y entre la aristocracia y la gran burguesía. La ortodoxia religiosa tuvo que hacer
concesiones, aceptar con mal talante el sistema newtoniano, confinar la “mano de Dios” a
la creación y organización general del mundo, y dar por hecho que la acción de la divinidad
ya no era claramente visible en cada suceso terrestre o astral. Por su parte, amoldados al
rumbo trazado por el ascenso burgués, los hombres de ciencia evitaron las incursiones en el
ámbito de la religión, dejando que ella se ocupara de la vida del hombre, de sus penurias y
aspiraciones (situación de compromiso que se mantuvo sin variaciones significativas hasta
que en el siglo XIX los descubrimientos de Darwin y Marx la hicieran estallar). Ya Newton
había reducido de modo expreso las consideraciones filosóficas a su expresión matemática,
pero sus ideas, tal como fueron expuestas por Locke y Hume, fueron más allá de sus
propios deseos y tuvieron repercusión no sólo ideológica, sino también económica, social y
política. Acabaron con la idea feudal sobre un orden jerárquico inmutable que ubicaba a
cada hombre en un lugar fijo dentro de la sociedad y, en correspondencia con la tendencia
central de la época, ahondaron el cauce para el ya impetuoso emprendimiento individualista
y su consideración de que cada cual puede y debe abrir su propio camino, sirviendo de base
a la creciente aceptación del laissez-faire burgués. Y rebajaron el prestigio de la religión,
crearon un escepticismo generalizado acerca de la autoridad y el respeto por un orden social
derivado de la divinidad, socavando así el poder del clero y la aristocracia.
El doble y entrecruzado proceso de disolución paulatina del feudalismo y de avance
de las relaciones monetario-mercantiles capitalistas junto con el desarrollo económico-
social, científico y cultural, no estaba exento de contradicciones generadoras de nuevos
problemas que repercutían en las consideraciones humanistas de la burguesía en ascenso.
En La ideología alemana, Marx y Engels mostraron que el desarrollo de la división del
trabajo, ligado de modo íntimo a la evolución de las formas de propiedad, constituyó un
factor de constante generación de contradicciones en la estructura de la sociedad, en la
fuerza productiva fundamental (el trabajador, auténtico creador de la riqueza social) y en la
conciencia. Ese desarrollo determinó la subordinación de los individuos particulares a las
ocupaciones que les habían sido impuestas, a la vez que la desorganización interna de su
vida concreta debido al ahondamiento de la escisión entre el trabajo físico y el intelectual.
Las contradicciones entre el sujeto y la ocupación impuesta, y entre él y la comunidad, se
fueron agudizando en tanto se complejizaban los instrumentos productivos. Cuanto más se
complicaban éstos, más definidamente aparecía un nuevo tipo de división del trabajo en
dependencia de la propiedad privada que asignaba distintas ocupaciones a las diversas
categorías de individuos.
En el período manufacturero del capitalismo, con su propiedad privada de los medios
de producción la burguesía convirtió la división social del trabajo en una rígida y
obligatoria agrupación de los hombres, estableciendo su distribución según las necesidades
del taller y exigiendo una actividad completamente determinada al obrero individual. En el
Libro I de El Capital, Marx anotaba que “La división del trabajo en la manufactura supone
la autoridad absoluta del capitalista sobre unos hombres transformados en simples
miembros de un mecanismo que le pertenece a él. La división social del trabajo enfrenta
unos con otros a los productores independientes que no reconocen de hecho otra autoridad
que la de la competencia, ni otra fuerza que la presión ejercida sobre ellos por sus intereses
recíprocos, de la misma manera que en el reino animal la guerra de todos contra todos
(bellum ómnium contra omnes) informa más o menos sobre las condiciones de existencia
de todas las especies”. Esto implicaba, lisa y llanamente, reafirmar el completo desdén por
el trabajador como ser humano, viéndolo sólo como mero instrumento en la generación de
beneficios económicos ajenos a él dentro de un proceso en el que su avasallamiento
conducía al envilecimiento y a la creciente deshumanización. “La manufactura propiamente
dicha no se limita a someter al trabajador a las órdenes y a la disciplina del capital, sino que
establece además una gradación jerárquica entre los propios obreros, Si en general la
cooperación simple afectaba muy poco al modo individual del trabajo, la manufactura lo
revoluciona de la cabeza a los pies y ataca en sus raíces a la fuerza productiva. Mutila al
trabajador, hace de él una especie de monstruo al activar el desarrollo ficticio de su
destreza en un detalle, sacrificando todo un universo de disposiciones y tendencias
productivas, del mismo modo que en los Estados del Plata se sacrifica a una vaca por su
cuero y su grasa. No sólo el trabajo está dividido, subdividido y repartido entre diversos
individuos, sino que es el individuo mismo quien resulta fragmentado y transformado en el
resorte mecánico de una operación exclusiva”.
El trabajador despojado de los medios de producción, explotado materialmente y
alienado con respecto a su propia actividad, sufría también la distorsión de su conciencia y
el rebajamiento de su intelecto y su afectividad. “Los conocimientos, la inteligencia y la
voluntad que el campesino y el artesano independiente despliegan en pequeña escala,… de
ahora en adelante sólo se necesitan para el conjunto del taller. La capacidad intelectual de la
producción se desarrolla en una sola dirección, porque desaparece en todas las demás. Lo
que pierden los obreros parcelados se concentra frente a ellos en el capital. La división
manufacturera les opone la potencia intelectual de la producción como una propiedad
ajena y como un poder que los domina. Esta escisión empieza a crecer en la cooperación
simple, donde el capital representa, respecto al trabajador aislado, la unidad y la voluntad
del trabajador colectivo; se desarrolla en la manufactura, la cual mutila al trabajador hasta
el punto de reducirlo a una parcela de sí mismo; y se completa, por último, en la gran
industria, que hace de la ciencia una fuerza productiva independiente del trabajo y la enrola
al servicio del capital”.
Evidentemente, en estas condiciones concretas impuestas por la producción burguesa
y orientadas a la consecución de réditos particulares, el trabajo no era ni podía ser en modo
alguno un factor de formación y desarrollo del hombre, sino una actividad alienadora,
destructora de las fuerzas físicas y espirituales de los sujetos y que los convertía en seres
deformados, embrutecidos y apáticos: “Un cierto embotamiento del cuerpo y el espíritu es
inseparable de la división del trabajo en la sociedad, Pero como el período manufacturero
lleva mucho más lejos esta división social, al mismo tiempo que, mediante la división que
le es propia, ataca al individuo en la raíz misma de su vida, es el primero en proporcionar
la materia y la idea de una patología industrial”. Así, el despliegue de la riqueza social iba
de la mano con la miseria de quienes la producían: “En la manufactura, el enriquecimiento
del trabajador colectivo y, por tanto, del capital, en fuerzas productivas sociales, tiene como
condición el empobrecimiento del trabajador en fuerzas productivas individuales”. Este
proceso social objetivo de desarrollo de la producción a costa de la destrucción de los
trabajadores y las masas no alteraba en lo mínimo la impavidez del empresario capitalista
interesado sólo en los beneficios económicos, ni significaba siquiera un rasguño para las
consideraciones humanistas de clase de la burguesía.
Lejos de obedecer a la “fatalidad”, todo esto era el producto de un proceso histórico
específico: “La división del trabajo en su forma capitalista (y sobre las bases históricas
dadas no podría revestir ninguna otra forma) es simplemente un método particular de
producir plusvalía relativa, o sea, de aumentar a expensas del trabajador el rendimiento del
capital, eso que llaman riqueza nacional (Wealth of Nations). A expensas del trabajador, la
división desarrolla la fuerza colectiva del trabajo para el capitalista. Crea circunstancias
nuevas que aseguran la dominación del capital sobre el trabajo. Por tanto, se presenta como
un progreso histórico, como una fase necesaria en la formación económica de la sociedad y,
al mismo tiempo, como un medio ‘civilizado’ y ‘refinado’ de explotación”. Sin embargo,
todavía dentro de las condiciones feudales “la manufactura no podía ni apoderarse de la
producción social en toda su extensión, ni revolucionarla en profundidad. Como obra de
arte económica se levantaba sobre la amplia base de los gremios de las ciudades y su
corolario, la industria doméstica rural. Pero desde el momento en que alcanzó un cierto
grado de desarrollo, su estrecha base técnica entró en conflicto con las necesidades de
producción que ella misma había creado. Una de sus obras más perfectas fue el taller de
construcción, en donde se fabricaban los propios instrumentos de trabajo y los aparatos
mecánicos más complicados, que comenzaban a emplearse en algunas manufacturas… A su
vez, este producto de la división del trabajo en la manufactura dio a luz a las máquinas. Su
intervención suprimió la mano de obra como principio regulador de la producción social.
Por una parte, ya no hubo necesidad técnica de asignar al trabajador una función parcial
durante toda su vida; por la otra, cayeron las barreras que este mismo principio oponía aún
a la dominación del capital”.
Al dar origen a las máquinas, la propia manufactura creaba, pues, las condiciones de
su abolición en función del desarrollo de la producción burguesa. “El empleo capitalista de
las máquinas, como cualquier otro desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, tiende de
modo exclusivo a disminuir el precio de las mercancías y a abreviar la parte de la jornada
en la que el obrero trabaja para sí mismo, a fin de alargar aquella en la que sólo trabaja para
el capitalista. Es un método particular para fabricar plusvalía relativa. La fuerza de trabajo
en la manufactura y el medio de trabajo en la producción mecánica son los puntos de
partida en la revolución industrial” (25) del siglo XVIII, en la que la máquina-herramienta
cumpliría un rol de primer orden. Obviamente, esta revolución, que significaba el tránsito
de la manufactura al sistema fabril, a la gran industria mecanizada, no podía ocurrir en
todas partes ni en cualquier situación, sino que sólo resultaba posible en los lugares donde
las condiciones económico-sociales concretas habían favorecido una determinada difusión
de las relaciones monetario-mercantiles y la producción manufacturera mostraba extensión
en su desarrollo, estableciendo las premisas materiales y abriendo el cauce a dicho tránsito.
En la Europa de esos años, tales lugares eran los Países Bajos (en particular, Holanda),
Francia e Inglaterra (26).
En la segunda mitad del siglo XVI, los Países Bajos se habían liberado del
absolutismo español con una violenta revolución burguesa y en el siglo XVII Holanda le
disputaba a España y Portugal el protagonismo económico mundial vía la expansión
comercial, la lucha armada y la creación de su propio imperio colonial. Heredando la gran
cultura material de los Países Bajos y concentrándola, experimentó un notable desarrollo
comercial, industrial y financiero para llegar a ser “la nación capitalista modelo en el siglo
XVII”, como lo señaló Marx en El Capital. Su florecimiento económico se asentaba en los
grandes descubrimientos geográficos de la época, el desplazamiento de las principales rutas
comerciales hacia el Atlántico y la coincidencia de esas rutas con los puertos holandeses,
factores que brindaron un vigoroso impulso al desarrollo de su producción manufacturera y
a su comercio, a su expansión imperial y a la salvaje explotación que perpetraba en sus
colonias. Sin embargo, tenía como factores en contra la debilidad de la base industrial del
comercio por la pequeñez de su territorio, la carencia de materias primas y la escasa mano
de obra. Holanda había crecido sobre la base del comercio de tránsito y con el decaimiento
de éste no pudo mantener por mucho tiempo sus posiciones económicas, rezagándose en el
siglo XVIII con respecto al avance de Inglaterra y perdiendo su rango de país rector del
comercio mundial. Conservó las riquezas obtenidas con la rapiña colonial, se convirtió en
la usurera de Europa y siguió financiando el desarrollo industrial inglés, pero ya como
potencia de segundo orden vio bloqueada su marcha hacia la revolución industrial.
En contraste con las desventajosas condiciones concretas holandesas, Francia
contaba con amplitud territorial, población numerosa, abundantes recursos naturales, suelos
llanos y tierras de alta fertilidad que favorecían una agricultura intensiva capaz de proveer
productos para el consumo interno y las exportaciones (fomentando así el comercio y la
industria), variadas vías fluviales para la salida de mercancías hacia la cuenca mediterránea
y la atlántica, etc. Desde el siglo XV, con la implantación de la monarquía absolutista se
había superado el fraccionamiento feudal, unificado políticamente el país y ampliado el
mercado interno, creándose las condiciones para que durante el siglo XVI y buena parte del
XVII tuviera lugar un desarrollo progresivo del comercio, la industria y las relaciones
monetario-mercantiles, proceso aparejado con el expansionismo imperial-colonialista. Pero
la aristocracia y el clero monopolizaban la propiedad de las tierras de cultivo y explotaban a
los siervos dentro de un régimen de economía campesina inestable y con una base técnica
primitiva, que iba resultando incompatible con los avances industriales y comerciales.
Paulatinamente y en su conjunto, esa aristocracia desplegó un tren de vida de sofisticado
boato siempre necesitado de más dinero, se volvió palaciega y se burocratizó dejando que
el cobro de la renta feudal quedara a cargo del absolutismo, el cual a su vez implementó
una política económica mercantilista que ponía el acento en la fijación de impuestos y hacía
más rigurosa la explotación de los trabajadores del campo y la ciudad.
En este clima, mientras la manufactura capitalista recibía impulso con la aparición de
nuevas ramas industriales (sedas, tapices, vidrios, porcelanas) haciendo prosperar a la
burguesía, el explosivo aumento de precios de los productos erosionaba la renta feudal
hereditaria, debilitaba económicamente a la aristocracia, llevaba masivamente a la ruina a
los señores y hacía viable que los burgueses enriquecidos les compraran sus tierras, con lo
que se iba modificando el régimen de propiedad rural y se instalaba la especulación en la
compra-venta del suelo. En la segunda mitad del siglo XVII, el absolutismo había adquirido
su forma más acabada y perfilado más su política mercantilista. La administración de
Colbert se apoyó en el sistema gremial medieval y utilizó las posibilidades económicas y
políticas del Estado absolutista para impulsar el desarrollo de la manufactura capitalista
(con la concesión de subsidios, privilegios y exenciones tributarias), proteger las nuevas
ramas industriales que producían material bélico y artículos de lujo, estimular y controlar el
avance de la industria y acentuar las exacciones financieras, a la vez que dio más empuje a
la navegación, el comercio exterior y la expansión colonial. Por su parte, la burguesía se
rehusaba a invertir sus capitales en proyectos industriales y comerciales que no aseguraran
alta rentabilidad o que presentaran riesgos, prefiriendo lucrar con la compra de cargos
públicos o de terrenos, el alquiler de servicios y los préstamos con intereses al Estado.
A fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, en Francia se había ya iniciado la
decadencia económica, instalándose una creciente inestabilidad social. El inconmovible
predominio de la gran propiedad aristocrática determinaba una economía agrícola basada
en la dependencia territorial de los campesinos y en su brutal explotación mediante la renta
feudal, impidiendo las innovaciones, difundiendo la ruina y la miseria en el campo, y
haciendo cada vez más insoportables los privilegios sociales y la dominación política de los
señores y el clero. Marx anotó que el avance en la industria, el comercio y las finanzas, “es
decir, en la fachada del edificio social,… constituía una burla al atraso, al estado rutinario
de la rama fundamental de la producción (la agricultura), al hambre de los productores”.
Las guerras dinásticas, los derroches de la corte y la aristocracia, el parasitismo, el
favoritismo e incluso la persecución religiosa de protestantes (que originó la migración
masiva hacia otros países europeos de prósperos industriales manufactureros, expertos en la
producción, intelectuales, etc.), fueron vaciando con rapidez las arcas reales y aumentando
la deuda pública, obligando al régimen absolutista al incremento cada vez mayor de los
impuestos (pero eximiendo de ellos a la nobleza y el clero) con el consiguiente freno al
progreso de la industria y el comercio, el mayor hundimiento del agro, la enorme extensión
de la miseria y el hambre de las masas, y el estallido de numerosas insurrecciones
populares. Esta situación catastrófica, asentada en el decadente poder aristocrático y en la
“unión del Trono y el Altar”, carecía salidas efectivas, cancelaba las posibilidades de
avanzar hacia el logro de una revolución industrial, determinaba el curso evolutivo del país
y estimulaba de modo sostenido el conjunto de factores materiales y espirituales que harían
viable la revolución burguesa en el último tercio del siglo XVIII.
En Inglaterra, el prolongado proceso de gestación de la revolución industrial tuvo
inicio en los cambios económicos del siglo XVI asentados en el sufrimiento de las masas,
cambios que posibilitaron un gran desarrollo y convirtieron a las islas británicas, al decir de
Marx, en “el país clásico de la acumulación originaria del capital”. En efecto, un sector de
la aristocracia terrateniente, que años antes había empezado a despojar con violencia a los
campesinos de sus tierras para dedicarlas a la crianza de ganado, vio estimuladas sus ansias
de enriquecimiento con la creciente demanda de la industria europea por lana de ovino. En
estrecha alianza con la burguesía en ascenso, fascinado por las relaciones monetario-
mercantiles y en trance de aburguesamiento, ese sector recibió el completo apoyo del
absolutismo monárquico (marcadamente mercantilista) para masificar la expropiación
brutal de los trabajadores del campo. Con ello, éstos quedaron separados de sus medios de
producción, hundidos en la miseria y obligados de hecho a convertirse en asalariados,
ampliándose así la reserva de mano de obra requerida por el mayor desarrollo de la
manufactura y su posterior avance hacia el sistema fabril. Sobre la base de la feroz
represión, la rapiña y el sometimiento de los labriegos, en ninguna otra parte del mundo la
producción burguesa pudo encontrar condiciones tan propicias para la explotación intensiva
de los hombres, desplegarse y acceder a niveles cada vez más altos sin interferencias
significativas. Esta circunstancia representó no sólo la plataforma y el poderoso estímulo
para la acumulación originaria del capital, sino también la premisa máxima de la revolución
industrial inglesa.
Con el respaldo a la expropiación masiva del campesinado, el régimen monárquico
satisfacía sus propias necesidades de dinero, suprimía las antiguas relaciones en el campo e
impulsaba una revolución agraria que estimuló el desarrollo del país. Inglaterra expandió
las áreas cultivables, se preocupó por la producción de materias primas industriales, amplió
los cultivos de cereales y raíces comestibles, implantó nuevas siembras y extendió la
ganadería, creando una base nueva para resolver sus problemas económicos. En este marco,
sectores burgueses, especuladores comerciales y campesinos enriquecidos desde antes
adquirieron tierras a precios ínfimos e hicieron surgir la granja capitalista, que rápidamente
sirvió de apoyo y empujó el desarrollo de la manufactura. Con sus productos, esa granja
creó un mercado interno para el capital industrial, promovió el avance del ramo textil y
jugó papel importante en el sometimiento de los gremios artesanos a las corporaciones
comerciales que fusionaron los talleres de empresas similares. La burguesía optó así de
inicio por la alianza con la aristocracia para estimular el despliegue agrario e impulsar el
desarrollo del capitalismo en Inglaterra. Por su parte, la monarquía absolutista creó el
ambiente socio-político para el avance económico y con sus ordenanzas mercantilista-
proteccionistas, favorecedoras de los intereses y necesidades de la aburguesada aristocracia
(y, a la vez, de la propia burguesía), dio mayor empuje al desarrollo y rápida extensión de la
manufactura, las relaciones monetario-mercantiles, el comercio y las empresas comerciales,
la navegación y la expansión colonial, lo que repercutió en el reforzamiento de los nexos
del campo y la ciudad, y la trabazón de la agricultura y la industria, la cría de ganado lanar
y la producción textil.
Este conjunto de cambios fue creando las condiciones propicias para el tránsito de la
manufactura hacia el sistema de fábrica. El montaje de la industria fabril necesitaba grandes
inversiones, muy diversos tipos de materias primas y materiales auxiliares, y mano de obra
calificada. Los recursos económicos provinieron en su mayor parte del saqueo colonial y el
tráfico masivo de esclavos, a lo que se agregó la explotación de los trabajadores y las masas
británicas y el usufructo del producto del trabajo de otros países (expoliados en gran escala
por la burguesía inglesa mediante el comercio exterior, que rendía considerables ganancias
y era la fuente de grandes capitales). Las materias primas y elementos subsidiarios fueron
inagotablemente aportados por las colonias en forma muy barata y muchas veces gratuita, y
también se obtuvieron con la explotación de los yacimientos locales de minerales y de hulla
intactos durante cientos de años. Y además de contar con la mano de obra propia, la
naciente industria fabril se benefició por contribuciones externas: la notable migración
hacia Inglaterra de maestros altamente calificados y especialistas en diversos oficios como
sucesivo producto de la represión española en los Países Bajos, la persecución de la
Contrarreforma en Alemania y las guerras religiosas en Francia. También esta migración
forzada llevó al país a muchos fabricantes prósperos que levantaron grandes empresas y
además introdujeron conocimientos técnicos de vasta importancia (como los de la textilería
holandesa o las innovaciones en el tratamiento del hierro y la lona logradas por los rusos).
Dos circunstancias específicas adicionales favorecieron el proceso de montaje del sistema
fabril: por una parte, la condición geográfica insular inglesa que de hecho representaba una
defensa ante posibles guerras externas y/o invasiones devastadoras; y, por la otra, tal como
en Holanda, la ubicación de las islas británicas en la confluencia de las rutas comerciales
desplazadas al Atlántico, haciendo viable el traslado de productos y mercancías locales a
todos los rincones del mundo con el consiguiente desarrollo de la industria, el comercio y la
expansión colonial.
En este contexto económico y socio-político, cumplieron un papel de primer orden
los inventos e innovaciones técnicas que revolucionaron la producción en Inglaterra, con
antecedente histórico en el desarrollo progresivo de la ciencia medieval en Italia, Holanda,
Francia, Alemania, Rusia y otros lugares: para comprender, por ejemplo, los progresos de
la industria textil inglesa en el siglo XVIII hay que tener en cuenta el uso en gran escala de
la máquina de hilar en los países europeos mucho antes de la revolución industrial, o que la
textilería holandesa ya era famosa por su característico refinamiento técnico. Este hecho no
implica en modo alguno desmerecer la gran creatividad de los trabajadores británicos
expertos en su oficio o entendidos en mecánica, que aportaron en lo fundamental las
invenciones e innovaciones técnicas de mayor importancia. Obviamente, la introducción de
éstas no modificó de golpe y radicalmente la industria, sino que su aplicación fue gradual y
hasta con retraso en algunas ramas productivas. Marx mostró que la revolución técnica
inglesa constituyó un proceso en el que se fueron creando las máquinas de trabajo, para
pasar a la invención del motor a vapor y luego a la fabricación de máquinas para producir
máquinas.
De cualquier forma, entre los numerosos cambios técnicos cabe resaltar los que
fueron produciendo un mayor perfeccionamiento y un gran desarrollo en la industria textil
(con la lanzadera que aceleraba el trabajo del telar y permitía producir tejidos de mucho
mayor anchura, el afinamiento de la máquina de hilar y los rodillos para estirar la hilatura,
el estampado mecánico, etc.), en la siderurgia (la utilización de hulla para fundir hierro y
convertir hierro colado en hierro dulce, la fundición de acero a altas temperaturas), en la
energética (principalmente con la máquina de vapor de Watt) y en los transportes (con la
locomotora de Stephenson, el amplio tendido de líneas férreas y la utilización del vapor en
la navegación lograda por Fulton en EEUU y asimilada rápidamente en Inglaterra). Todos
estos progresos no se pueden explicar por sí mismos, sino que representaron la base
material y técnica de un proceso económico-social que llevó al surgimiento de la fábrica
moderna en calidad de superación radical del taller artesanal y la empresa manufacturera,
significando un golpe demoledor al sistema feudal europeo. Con la revolución industrial,
emergió una nueva forma de producción capitalista que ensamblaba el sistema de máquinas
con la división detallada del trabajo para aumentar largamente la productividad laboral,
fortalecer de modo excepcional el dominio del capital y acentuar aún más la explotación de
los trabajadores, haciendo ingresar al capitalismo a una nueva fase de su desarrollo y
despejando así el camino para su dominación general.
La revolución industrial no fue, pues, un fenómeno puramente “técnico”, sino que
inauguró una fase más madura en el desarrollo capitalista que convertía a Inglaterra en la
cuna del sistema fabril y anunciaba la liquidación del régimen feudal. Emergió en el último
tercio del siglo XVIII (coincidiendo cronológicamente con la revolución anti-feudal en
Francia) y se extendió en lo fundamental hasta los años ’30 del siglo XIX cuando el sistema
de fábrica se impuso por completo a la producción artesanal y a la manufactura. Con el
triunfo general del nuevo régimen productivo burgués y la preponderancia de la fábrica, el
capitalismo se apoderó de la producción social inglesa e inició su marcha triunfal en todo el
mundo sobre la base de la extraordinaria expansión de la esclavitud del trabajo asalariado
generador de plusvalía, mercancías baratas y siderales beneficios para los empresarios. Así,
Inglaterra desempeñó un papel de excepcional importancia en la historia del capitalismo:
con su superioridad industrial y su auge económico, sobrepasó en mucho a Holanda y
Francia para tornarse núcleo mercantil del planeta, desplazó los centros económicos hacia
Londres, abarrotó los más remotos mercados con una impresionante variedad de productos
y se convirtió en el país capitalista predominante y en la principal potencia colonialista.
Las consecuencias económicas, sociales e ideológico-políticas de la revolución
industrial en Inglaterra fueron numerosas y muy variadas, pero entre las más notables hay
que mencionar, en primer lugar, el cambio radical en la estructura de la sociedad con la
expropiación y ruina de los pequeños productores rurales y su conversión en trabajadores
asalariados, la configuración definida de la burguesía industrial y el proletariado, y el gran
crecimiento acelerado de las ciudades ya como urbes industriales. En segundo lugar, una
polarización social de tipo inédito derivada de la extraordinaria explotación sufrida por la
clase obrera y las masas: con la fábrica capitalista se instaló el dominio burgués y el sistema
de máxima explotación del trabajo humano, la brutal prolongación de la jornada de trabajo
y la bárbara utilización femenina e infantil en la producción fabril. En tercer lugar, la
generación por la máquina de la descualificación masiva de la mano de obra, el descenso
del valor de ésta, la caída del salario, el aumento del desempleo, la formación del ejército
industrial de reserva y la gran extensión de la miseria popular. En cuarto lugar, la
emergencia del libre cambio como política económica preponderante: el mercantilismo y el
proteccionismo resultaban anacrónicos y carentes de sentido económico para la burguesía
inglesa, que a partir del triunfo de su sistema fabril estaba más interesada que nunca en una
gran expansión comercial y colonial para reforzar su supremacía en Europa y la explotación
en las colonias y en los países agrarios. En quinto lugar, la generación de crisis de súper-
producción y crisis comerciales, inherentes al régimen burgués y relacionadas directamente
con la elevada productividad del trabajo, la congestión de los mercados y la caída del
consumo popular. En sexto lugar, la agravación de las contradicciones de clase, el
surgimiento de la lucha de masas de un proletariado todavía políticamente inmaduro (con
su inicial expresión en el movimiento luddista de destrucción de máquinas y fábricas) y la
cruenta represión de los trabajadores combinada luego con ciertas concesiones muy
focalizadas utilizando recursos generados por la rapiña colonial y la expoliación comercial
de los países agrarios (posteriormente, la burguesía utilizaría su hegemonía ideológica para
influir sobre el proletariado, promover el colaboracionismo de clases y fomentar el
reformismo con el soborno y la corrupción de la llamada “aristocracia obrera”). Finalmente,
con la revolución industrial quedó a plena luz la catadura moral de la burguesía inglesa y,
sin tapujo alguno, el carácter, contenido y proyección de su humanismo de clase: aliada
estrechamente con un sector aristocrático que le era afín y comprometida con la monarquía
absolutista, esa burguesía fue avanzando en forma “pacífica” hacia la imposición de su
régimen productivo y su dominio general; por tanto, no tuvo necesidad de apoyarse en la
energía revolucionaria de las masas para derrocar al régimen feudal, ni del subterfugio de
bellas y embaucadoras palabras para justificar sus apetencias y anhelos: con su triunfo dio
rienda suelta a su propia e inescrupulosa lógica de la rentabilidad económica, para la cual
las personas son simples instrumentos a utilizar sin miramiento alguno en la consecución de
beneficios materiales. Este humanismo zafio y montaraz se “refinaría” más adelante bajo la
influencia de las ideas y postulados de la revolución burguesa de 1789 en Francia.
Ahora bien, al iniciarse el siglo XVIII existían en Europa una estructura social
fuertemente dividida y jerarquizada, y una organización política propia de la monarquía
absoluta; una economía básicamente agraria, mercantilista, proteccionista y regida por el
Estado, al lado de la cual se desarrollaban y expandían la manufactura, el capital industrial
y comercial y las relaciones capitalistas; una cultura de marcos nacionales más o menos
rígidos, pero cada vez más permeables; y modos generales de vida y costumbres impuestos
por las seculares ordenanzas eclesiásticas, católicas y/o protestantes. El régimen feudal se
hallaba en una fase en la que convivían en una suerte de simbiosis formas y relaciones
económicas feudales con otras de nuevo tipo que surgían progresivamente; a la vez, un
cierto sincretismo equilibrador amalgamaba las ideas y valores tradicionales (que habían
aminorado el impacto y, hasta cierto punto, contenido la influencia de las representaciones
auspiciadas e impulsadas por la burguesía con el Renacimiento, la Reforma protestante y la
“nueva ciencia” del siglo XVII) con emergentes e inéditas ideas y valores culturales y
científicos. En apariencia, el edificio social se mantenía sin muestras significativas de
deterioro, pero la producción y las relaciones económico-sociales capitalistas en despliegue
imparable socavaban los cimientos del viejo orden y aceleraban la descomposición del
feudalismo. Y, de más en más, los progresos técnico-científicos, el empleo de máquinas en
la manufactura y los cambios que experimentaba la producción iban transformando las
actitudes, mentalidades, costumbres y formas de vida. El conjunto de prácticas, ideas y
valores promovidos por la burguesía (individualismo, libertad de acción y pensamiento,
racionalismo, cientificismo, criticismo, relativismo, escepticismo, liberalismo político y
moral; en suma, un nuevo humanismo) ganaba terreno, desplazaba poco a poco los viejos
modos de hacer, pensar y sentir, fomentaba tendencias de cambio social integral, se hacía
cada vez más vigoroso y atractivo entre la población, y se convertía en un formidable
elemento de subversión del sistema vigente.
En el curso del siglo XVIII, se fueron produciendo grandes avances científicos
(descubrimiento del hidrógeno y el oxígeno, explicación de la combustión, etc.), logros
técnicos de alta significación e importantes desarrollos en el ámbito intelectual con el
amplio despliegue de nuevas ideas y valores. Estos progresos caracterizaron a la época
como el “Siglo de las Luces” o “Era de la Ilustración”, en la que la oposición a la
metafísica, el oscurantismo y el tradicionalismo iba de la mano con la revisión de la
concepción del mundo y del hombre, la defensa de la razón y la experiencia, el interés por
el conocimiento de la naturaleza y sus leyes, la revalorización del trabajo humano, el
cuestionamiento del orden social y del Estado, la crítica de la religión y las costumbres, etc.
Surgido en Inglaterra, el movimiento de la Ilustración pasó a Francia donde adquirió su
forma más clara y radical con el Enciclopedismo, se difundió por toda Europa y llegó hasta
América, teniendo notables representantes en variados terrenos: la filosofía (Hume,
Condillac, Helvetius, La Mettrie, Holbach, Kant, el joven Hegel), la historia (Vico), la
ciencia (Haller, Cavendish, Lavoissier, Priestley, Volta), la economía (Turgot, Mandeville,
Quesnay, A. Smith), la política y el derecho (Rousseau, Paine, Montesquieu, Voltaire), la
educación (Rousseau, Pestalozzi), la literatura (Swift, Lesage, Lessing, Goethe, Sterne,
Schiller), la música (Vivaldi, Telemann, Haendel, Bach, Haydn, Mozart) y las artes
plásticas. En lo fundamental, las ideas y valores de la Ilustración expresaban los intereses,
necesidades y expectativas de la burguesía en ascenso creciente; y su cada vez mayor
contraposición a las ideas y valores tradicionales marcaba el paso para un inevitable cambio
social (anunciado ya en la segunda mitad del siglo con las rebeliones en las colonias
europeas en América). Así, este nuevo y complejo movimiento aportaría elementos
espirituales para tal cambio y particularmente en Francia sus representantes forjarían los
fundamentos ideológicos y políticos que la burguesía necesitaba para llevar a cabo su
revolución en 1789.
Mientras en Inglaterra se iban desarrollando en la ciudad y el campo las relaciones
capitalistas y se avanzaba hacia la revolución industrial bajo el impulso de la cada vez más
pujante burguesía (cobijada por un poder monárquico que se beneficiaba con el progreso
económico), en Francia el rumbo era distinto. La existencia inamovible y predominante de
una economía rural tradicional y técnicamente atrasada determinaba el estancamiento de la
producción general, la concentración abrumadora de la población en el campo y su agobio
de más en más con el pago de la renta feudal y los tributos estatales, el freno al despliegue
de la industria y el comercio, la ausencia de un mercado interno solvente con capacidad
para absorber los productos manufactureros, el impedimento para ampliar e intensificar el
consumo y el aumento pavoroso de la miseria y el hambre popular. Objetivamente, el
parasitario régimen monárquico-aristocrático-clerical trababa el avance de las relaciones
capitalistas y asfixiaba a la burguesía con impuestos a la industria, el comercio y las
finanzas, haciendo que la ascendente nueva clase propietaria se planteara como cuestión
vital y con cada vez mayor énfasis el problema de una revolución cuyo objetivo central
tenía que ser la destrucción del feudalismo. Las condiciones objetivas para tal revolución
iban madurando aceleradamente, pero para hacerla viable eran necesarias también premisas
ideológicas y políticas susceptibles de justificarla y posibilitar la activa participación como
aliados de las masas rurales y urbanas. La tarea de creación de esas premisas preparatorias
de la revolución fue asumida por los representantes avanzados de la burguesía: los filósofos
y pensadores de la Ilustración.
Excepto Montesquieu y Holbach, ambos de origen aristocrático, estos intelectuales
procedían de la gran burguesía “ennoblecida” por la compra de títulos nobiliarios o cargos
públicos, y de la burguesía media prestigiada por la actividad académica o el ejercicio de
profesiones liberales. A su lado estaban los ideólogos de la pequeña burguesía urbana más
o menos acomodada, de los productores y artesanos empobrecidos de las ciudades en trance
de engrosar las filas del proletariado en formación, y del campesinado pobre (como Jean
Meslier, que planteó la supresión revolucionaria de la propiedad privada, la propiedad
comunal de la tierra, la extirpación de la explotación y la eliminación de la monarquía, la
nobleza y el clero), sin que faltaran los representantes del comunismo utópico (Morelli y el
abate Mabley). Dentro de la hegemonía ideológica burguesa, todos ellos y cada cual a su
manera criticaban enérgicamente el régimen feudal y atacaban el poder aristocrático-
eclesiástico, argumentando sobre la urgente necesidad de acabar con ambos y exponiendo
sus ideas particulares sobre el carácter de una nueva sociedad. Pero más allá de las
concordancias genéricas, la diferente extracción social de estos pensadores determinaba la
disparidad de sus puntos de vista en cuestiones específicas donde los concretos intereses,
necesidades y aspiraciones clasistas hacían sentir su peso. Ello no alteró el proceso de
elaboración de las premisas ideológico-políticas, pero sí se fue manifestando de uno u otro
modo en el curso objetivo del proceso revolucionario para encontrar clara expresión más
adelante, ya con la revolución triunfante, tanto en la pugna por la hegemonía entre la gran
burguesía y la pequeña burguesía radical, cuanto en la lucha de clases entre explotadores y
explotados.
En general, los ideólogos de la gran burguesía fustigaban el absolutismo monárquico,
denunciaban los privilegios estamentales de la aristocracia y la Iglesia católica, enaltecían
la libertad individual, preconizaban la igualdad (de burgueses y nobles, marginando al
pueblo) y abogaban por un régimen social que conciliara los intereses de la nueva clase con
los existentes de antiguo. Entre sus representantes, Voltaire defendió la propiedad privada
(“derecho” y “premio para los hombres inteligentes y emprendedores”) y en su calidad de
gran propietario justificó la existencia de ricos y pobres como condición vital para el
“mantenimiento de la civilización”. Declaró su total apoyo a la racionalidad, censuró las
formas de vida política imperantes y, detestando el fanatismo religioso, desplegó una ácida
y feroz crítica anticlerical. Sin embargo, pese a ser un descreído escéptico y denostar la
hipocresía de las costumbres impuestas por la Iglesia, amparó la necesidad de conservar la
religión entre el pueblo para contenerlo y garantizar el orden social, condenando toda
resistencia y lucha contra la miseria como un “atentado a la Providencia”. Y Montesquieu
censuró el régimen feudal; sostuvo que cada pueblo puede optar por el sistema que
considere “más conveniente”, rigiéndose por las leyes que él mismo establece como
relaciones necesarias propias de su carácter típico; y postuló una suerte de variante del
“despotismo ilustrado” en el que, dentro de un modelo constitucional, la monarquía
gobernaría racionalmente apoyada en la aristocracia para eliminar las trabas feudales al
desarrollo económico, sacudirse del poder religioso, impulsar la libertad de pensamiento y
la enseñanza en diversos niveles, y “favorecer” al pueblo (aunque sin permitirle participar
en los asuntos públicos, es decir, “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”).
A su vez, Rousseau y los enciclopedistas fueron los importantes exponentes de la
burguesía media y la pequeña burguesía. Desde una concepción naturalista-deísta que
enaltecía al “buen salvaje”, al “hombre natural” cuya dignificación sería efectiva con el
retorno a una “sana vida rural”, Rousseau denunció el poder de la aristocracia cuya
corrupción deterioraba la ética y la fisonomía moral del hombre, elogió la libertad y el
“amor fraternal universal”, propuso normas de conducta para “mejorar la convivencia
humana” y formuló un programa pedagógico orientado al desarrollo de las “cualidades
naturales del hombre” para educar de acuerdo a la razón y a la armonía con la naturaleza.
El carácter de su prédica lo convirtió en el precursor más claro de la filosofía política de la
revolución burguesa al reivindicar el derecho del pueblo a derrocar el absolutismo,
defender la “distribución equitativa” de la propiedad privada (pero sin hacerla desaparecer)
y postular la eliminación de la opresión social y el logro del bienestar general sobre la base
de un “contrato social” de individuos “libres e iguales” garantizado por el Estado.
Por su parte, pertrechados con el materialismo mecanicista y una concepción idealista
de los fenómenos sociales, Diderot y D’Alembert se propusieron impulsar y llevar a cabo
una tarea intelectual colectiva: elaborar una Enciclopedia que recogiera todo lo valioso del
conocimiento humano logrado hasta el momento y planteara soluciones a los problemas de
la época; es decir, un “diccionario razonado”, basado estrictamente en la racionalidad
(puesto que “la historia humana es la historia del progreso de la inteligencia”) y por
completo ajeno a los criterios de la tradición metafísica y la autoridad. Para tal fin, contaron
con la colaboración de diversos pensadores, entre ellos Rousseau, Helvetius, Holbach,
Buffon, Condillac y Voltaire, que abandonó pronto la tarea para dedicarse a sus asuntos
particulares. El propósito fundamental era convertir a la Enciclopedia en un eficaz vehículo
para la exposición y difusión de las nuevas ideas de cambio social, libertad e igualdad de
los hombres (tomando como referencia hechos presumiblemente probados por la historia, la
biología, la geografía y la estadística), esgrimiendo juicios filosóficos eminentemente
prácticos, abordando las cuestiones de la religión y la fe con aparente imparcialidad tras la
cual latía un fuerte sentido crítico (aunque sin llegar al ateísmo militante de Holbach y La
Mettrie) y defendiendo ideas políticas que oscilaban entre el modelo inglés de monarquía
constitucional y el republicanismo utópico. Así, pues, los enciclopedistas conformaron una
radical y muy activa vanguardia intelectual encargada de pulverizar las viejas ideas y
aportar los instrumentos ideológicos y políticos requeridos por el impulso a la revolución
burguesa. Al propugnar la soberanía popular, la seguridad y protección de la propiedad
privada, la liberación del pensamiento y la libre iniciativa económica, la libertad y la
igualdad jurídico-políticas garantizadas por la ley, una moral laica y elementos claves para
la definitiva elaboración del humanismo burgués, esa vanguardia ideológica francesa
constituyó la representación más típica de la Ilustración europea y un poderoso agente de
lucha contra el orden feudal.
En su conjunto, los postulados de los pensadores de la Ilustración, como ideas-fuerza
plasmadas en fórmulas simples y altamente persuasivas (individualismo, bienestar y
felicidad para todos los hombres, libertad, igualdad, gobierno representativo, etc.), fueron
ganando espacios con la difusión editorial, se extendieron considerablemente, calaron entre
la población y aseguraron su influencia general con el apoyo de instancias institucionales
creadas por la propia burguesía (como las logias masónicas, los salones literarios donde la
intelectualidad de la época intercambiaba opiniones, las sociedades científicas, etc.). Este
proceso implicó la cada vez mayor relación, interpenetración y relativa cohesión de los
elementos del llamado Tercer Estado, integrado por todos los sectores que soportaban la
opresión feudal, vivían cada vez más agobiados por la ya crónica crisis económica y se
oponían crecientemente a la aristocracia y el clero. Bajo la hegemonía de la gran burguesía
comercial/industrial/financiera, se alineaban la burguesía media (medianos empresarios de
la industria y el comercio ligados a las finanzas y dependientes de ellas, procuradores,
abogados, notarios, médicos, intelectuales, científicos, etc.), la pequeña burguesía urbana
(artesanos, comerciantes minoristas, proveedores de servicios, funcionarios de bajo rango,
periodistas), capas enteras de individuos empobrecidos y sin empleo, el proletariado aún en
formación (obreros manufactureros y de los talleres artesanales) y el campesinado. El
Tercer Estado reunía en pos de un objetivo común a las grandes masas populares, que
serían la fuerza decisiva en el derrocamiento del feudalismo, y al reducido sector social
privilegiado que se beneficiaría por completo con la revolución burguesa.
La total decadencia del régimen feudal agudizaba las contradicciones sociales y la
situación objetiva de Francia se complicaba día a día. Hacia 1785, el estado de cosas era ya
de hecho insostenible por las malas cosechas, el estancamiento de precios de los cereales, la
crisis de sobreproducción vitivinícola, el hundimiento de la industria textil y la ruina del
comercio, el exorbitante déficit en las arcas reales, el alza de precios de los productos de
primera necesidad y la carestía de la vida, el crecimiento de la gran miseria y el hambre de
las masas de la ciudad y el campo, la incapacidad y la impotencia de la clase dominante
para encarar el desastre unidas al insultante despliegue del boato cortesano, el aumento del
malestar político y la efervescencia de ideas y sentimientos de urgente cambio social, las
protestas cada vez más frecuentes, las luchas populares en las urbes (como la insurrección
de los tejedores de Lyon en 1786) y los levantamientos rurales en todo país. Todo esto
configuraba una situación revolucionaria manifestada con total claridad en la inmanejable
crisis económica, la corrupción plena, la crisis política de la monarquía y la aristocracia
imposibilitadas para ejercer discrecionalmente su poder, el empeoramiento extraordinario
de las condiciones de vida del pueblo y las muestras de la capacidad popular para llevar a
cabo enérgicas acciones masivas orientadas a derribar el régimen imperante.
El avance hacia la revolución era, pues, indetenible. En rápida sucesión, la exigencia
del Tercer Estado para la convocatoria a los Estados Generales, incluyendo a representantes
de la nobleza y el clero, no pudo ser eludida por la monarquía; el Tercer Estado no sólo
dominó en esa reunión, sino que también la convirtió en Asamblea Nacional y luego en
Asamblea Constituyente; la realeza intentó poner fin al desafío a su poder apelando a la
represión violenta; y las masas insurrectas tomaron por asalto La Bastilla dando inicio a la
Revolución que se extendería desde julio 1789 hasta julio 1794. Este gran movimiento de
transformación de la sociedad desde sus propios cimientos, que inauguró una etapa superior
en el desarrollo de las sociedades antagónico-clasistas, no podía tener un curso uniforme y
apacible, sino contradictorio y violento, con fases o períodos definidos y fragorosos. En
ellos, resaltaron, de un lado, la energía revolucionaria y la alta disposición combativa de las
masas populares urbanas y rurales, fuerzas motrices de la Revolución que tuvieron que
marchar bajo la hegemonía burguesa en razón del débil desarrollo de su conciencia,
incipiente organización y carencia de una dirección política propia; y, del otro, el
despliegue de la lucha por el poder entre la gran burguesía y las facciones de sus aliados
más próximos. En todos esos períodos, quedó demostrado (una vez más) el papel histórico
de la violencia en la transformación social: las clases dominantes nunca ceden tranquila y
voluntariamente el poder que detentan, sino que ese poder debe serles arrebatado. La
emergencia del nuevo y contradictorio régimen burgués tuvo lugar a través del rudo
quebrantamiento del orden feudal y de un casi cotidiano baño de sangre: la represión
militar-policial de la monarquía (y luego de la propia burguesía) para contener a los
trabajadores y el pueblo dejó innumerables víctimas; el rey, su esposa y muchos aristócratas
fueron decapitados; y, como producto de las luchas internas por el poder, los más
prominentes personajes de la Revolución junto con gran cantidad de sus seguidores
terminaron subiendo al patíbulo. Además, en todos los períodos del proceso se evidenció la
clara oposición y frecuente colisión entre los intereses de las masas y los de la burguesía.
La radical transformación económico-social, política e ideológico-cultural realizada
en Francia ha sido estudiada en sus elementos troncales y en sus pormenores de modo
amplio, profundo y científicamente riguroso desde la perspectiva del marxismo (27),
desentrañando a plenitud sus causas, su carácter y contenido de clase, su periodización, la
orientación de quienes la encabezaron y sus pugnas por el poder, los logros obtenidos y sus
consecuencias en el posterior desarrollo de la sociedad, y su integral significado histórico.
Por tanto, en la línea de este texto aquí sólo se tocarán algunos de sus aspectos más
relevantes.
La Revolución francesa fue una revolución burguesa asentada en el descontento y las
luchas de las masas del pueblo contra el feudalismo, aprovechados por la burguesía (en
función de sus intereses y necesidades particulares y en procura de su propio beneficio)
para presentarse como la encarnación de los intereses de todos los sectores integrantes del
Tercer Estado, hegemonizarlos, capitanearlos y convertir la victoria popular en triunfo
burgués. Esa Revolución representó un viraje irreversible en la historia de la sociedad tanto
por destruir un régimen descompuesto y caduco, como por instalar un nuevo orden
colectivo. A la vez que derribó la vieja estructura social y el sistema estatal del absolutismo
monárquico, abrió el camino y creó las condiciones necesarias para el surgimiento del
capitalismo liberal, propiciando el desarrollo de las fuerzas productivas y cambios
profundos en las estructuras y relaciones sociales, la política, la ideología y la cultura. Pero
hay que insistir en un hecho objetivo precisado, entre otros autores, por M. Vovelle: “esta
revolución burguesa, en función de las condiciones sociales de Francia a finales del siglo
XVIII, así como de la actitud de la lucha contra el Antiguo Régimen, sólo pudo triunfar
gracias al apoyo popular urbano y rural”; y “las conquistas más importantes, las que
cuestionaron profundamente el orden social, fueron el fruto de la presión revolucionaria de
las masas… La realización del nuevo sistema político, lejos de tener como base un
compromiso amistoso, reveló la existencia de tensiones cada vez más grandes”, es decir,
dio curso a la lucha de clases en nuevas condiciones sociales.
Por otro lado, agrega Vovelle, este gran cambio social presentó “el desfase de dos
revoluciones: la Revolución francesa en tanto subversión política y social conducida por la
burguesía a la conquista de bases objetivas de nuevas relaciones sociales, y la revolución
industrial de la década de 1830, que explotará las posibilidades que aquélla le ofrece. Sin
embargo, no hay que sacar de ello la conclusión de que el accidente revolucionario de 1789
es de naturaleza limitada o tal vez fútil. En efecto, más que en los cambios inmediatos su
alcance se mide en lo que anuncia, pero también en la manera en que es vivida, sentida,
como quiebra decisiva entre el ‘Antiguo Régimen’ y el nuevo” (28). En otros términos, la
Revolución en sí misma no significó el tránsito automático del feudalismo al capitalismo,
de un modo de producción a otro, sino que tal pasaje se iría realizando paulatinamente en
tanto la burguesía acrecentaba, extendía y consolidaba su poder, para alcanzar realización
plena a partir de 1830 con la revolución industrial en Francia.
La Revolución duró un quinquenio, iniciándose en 1789 con la insurrección popular
que tomó por asalto La Bastilla y culminando en 1794 con el golpe de Estado anti-jacobino.
En ese lapso, atravesó por tres fases o períodos claramente definidos en los que se hizo
visible el accionar de personajes que representaban a los sectores en pugna por el poder:
Mirabeau, Roland, Desmoulins, Danton, Marat, Robespierre, Saint-Just, Roux, etc. El
primer período, caracterizado por el poder en manos de la gran burguesía, se extendió de
1789 a 1792; el segundo período, en el que la tenencia del poder se desplazó hacia los
girondinos, representantes de la mediana burguesía comercial e industrial, duró de 1792 a
1793; y el tercer período, el del poder de la pequeña burguesía radical y de la dictadura
revolucionaria democrática jacobina, abarcó de 1793 a 1794. En el curso de estos períodos,
fue sucediendo el conjunto de cambios sustanciales propios de la Revolución y orientados a
crear las condiciones para el amplio despliegue del capitalismo, pero también se fueron
evidenciando las contradicciones fundamentales entre la nueva clase dominante y los
trabajadores y las masas del campo y la ciudad.
Un mes después del estallido revolucionario, desde la Asamblea Constituyente la
gran burguesía (aliada con la aristocracia liberal) proclamó la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano que barría los privilegios y servidumbres existentes y su
ordenamiento jerárquico, atacando en sus bases profundas los pilares de la sociedad feudal.
Identificando al “Hombre” con el burgués propietario, allí se consagraban como “derechos
naturales inalienables” la propiedad privada y la seguridad, la libertad y la igualdad civiles
“en todas sus formas y para todos los hombres”, con el fin de tornarlos “ciudadanos de
pleno derecho” (aunque sin afectar en nada la esclavitud en las colonias francesas). Esa
libertad había que entenderla, ante todo, como libertad de iniciativa, de empresa y de
mercado; también, como libertad de opinión que eliminaba la regimentación de las
conciencias por parte de la Iglesia y que, con determinadas reservas, se prolongaba en la
libertad de expresión. Y la igualdad era, en esencia, la igualdad teórica de compradores y
vendedores para participar en las actividades del mercado, que implantaba fácticamente la
desigualdad capitalista en lugar de la desigualdad feudal. Además, quedaron establecidos
los principios de soberanía popular, resistencia a la opresión, régimen representativo basado
en la separación de poderes y elección en todos los ámbitos de la sociedad. Luego de la
Declaración, se sancionarían la subordinación de la Iglesia al Estado, la confiscación de las
propiedades eclesiásticas, la liquidación de los gremios y una serie de medidas en favor del
desarrollo de las relaciones capitalistas (como la supresión de las aduanas internas para
impulsar la ampliación del comercio). Sin embargo, ante las exigencias campesinas por la
eliminación de los tributos feudales la Asamblea se refugió en la ambigüedad para darle
largas al asunto; y las demandas de los trabajadores urbanos por sus reivindicaciones fueron
respondidas con una legislación anti-obrera.
Comprometida con la aristocracia liberal, en 1791 la gran burguesía implantó el
régimen de monarquía constitucional con una Asamblea Legislativa cuyos miembros sólo
podían ser elegidos por los “ciudadanos varones activos” (grandes propietarios ligados a la
corte), es decir, preservaba a la realeza y fijaba una limitación política que encubría las
barreras sociales, marginando por completo a los “ciudadanos pasivos” (desposeídos) y a
las mujeres del campo popular, dinámicas e indiscutibles coprotagonistas de la Revolución.
Con estas medidas contrarias al sentir del pueblo y de la burguesía media y pequeña, que
aspiraban a la destitución del rey y a un régimen republicano, el poder gran burgués ya
debilitado por su bloqueo a las reivindicaciones de las masas sufrió una merma mayor. Ese
debilitamiento se acrecentó con el abierto apoyo del rey y la corte a los preparativos bélicos
de la coalición de monarquías europeas para atacar a la Revolución y destruirla. El inicio de
la guerra contrarrevolucionaria en 1792 originó nuevas y enérgicas movilizaciones de las
masas que, insurreccionadas, tomaron por asalto el palacio real, obligaron a la Asamblea
Legislativa a destronar al rey, dieron término a la hegemonía de la gran burguesía y
ocasionaron el desplazamiento del poder hacia sectores burgueses medios industriales y
comerciales representados por los girondinos.
En las nuevas condiciones y bajo fuerte presión popular, la Asamblea Legislativa
llamó a elecciones para conformar la Convención Nacional, que una vez instalada suprimió
la monarquía, proclamó la república y promulgó una Constitución. Pero esto no atenuó las
contradicciones entre las masas y la burguesía, no detuvo las movilizaciones del pueblo, ni
morigeró las acciones de los sectores en pugna por el poder. En la Convención, comenzó el
choque cada vez más frontal de ideas e intereses contrapuestos de los diputados girondinos
(ubicados en el ala derecha del recinto) y los jacobinos o “montañeses” (colocados en el ala
izquierda). Entre otros aspectos, los primeros, caracterizados como “derechistas”, abogaban
por la “estabilidad”, defendían a los comerciantes y grandes especuladores y se oponían a la
fijación de precios-tope a los productos de amplio consumo popular, buscando una “salida
negociada” a la guerra de agresión desatada por las monarquías europeas y proclamando la
“tolerancia” ante las fuerzas contrarrevolucionarias internas. Por su parte, como exponentes
“izquierdistas” de la pequeña burguesía y los más amplios sectores empobrecidos de la
población de París, los jacobinos planteaban medidas favorables a las masas, el impulso a la
Revolución y el desarrollo de la guerra revolucionaria, rechazando la conciliación con la
contrarrevolución. Estaban conformados por tres grupos: el de Robespierre, el más radical
(“Cordelero”) de Dantón y Marat, y el aún más radical (“Furioso”) de Roux que exigía no
sólo eliminar drásticamente la especulación y el hambre, sino también barrer con los
grandes latifundios, entregar la tierra a los campesinos y aplastar el régimen burgués. La
prédica “montañesa” caló con rapidez en los desposeídos y originó una nueva insurrección
popular que provocó la caída de los girondinos y el paso hacia una fase superior de la
Revolución.
Apoyados por vigorosas acciones de masas, los jacobinos implantaron una dictadura
revolucionaria democrática que empezó promulgando una Nueva Constitución (cuyos
rasgos democráticos no superaban las contradicciones, estrecheces y limitaciones propias
de la burguesía) y una Nueva Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
que postulaba la inviolabilidad de la propiedad privada como “derecho natural”, el logro del
bienestar general, el derecho al trabajo y la instrucción, la efectiva libertad de pensamiento,
prensa, reunión, peticiones y cultos, el derecho al voto de los varones mayores de 21 años y
el reconocimiento del derecho a la insurrección popular. Después, decretó la anulación de
los derechos feudales y del respectivo pago de tributos, sancionó la limitación de precios
para los artículos de consumo popular, insistió en la descentralización y en la democracia
directa vía referéndum, creó un ejército popular revolucionario dotado de una nueva
estrategia militar para afrontar la agresión externa y recurrió al llamado “Terror
revolucionario” para combatir las acciones de la contrarrevolución monárquico-feudal. Pero
no obstante las invocaciones de Libertad, Igualdad y Fraternidad, apunta Vovelle, “la
fraternidad vivida, la que proclama al menos el deber de asistencia a los más desprotegidos,
en tanto capaz de limitar el derecho de propiedad, no formó parte de los sueños de la
democracia jacobina… Libertad, Igualdad, Seguridad y Propiedad: he aquí los principios
que constituyen más netamente la continuidad de los valores burgueses” (29). Y, además,
siguiendo el rumbo burgués que no rechazaba la religión, sino que trataba de adecuarla a
sus fines, se estableció una nueva religión, el culto a la “diosa Razón” como cobertura de
un giro irracionalista que iría teniendo un despliegue paulatino y cada vez más amplio con
el paso del tiempo.
Sin embargo, el poder jacobino mostraba una limitación esencial: la Revolución era
sólo la puerta de entrada a un nuevo e inédito régimen social y tenía que crear las premisas
necesarias para el desarrollo capitalista, pero el sector revolucionario dirigente carecía de la
claridad requerida por la orientación y conducción de ese proceso, dejándose llevar más
bien por aspiraciones ilusorias. En este contexto, las diversas contradicciones y las luchas
por la hegemonía entre los grupos jacobinos se fueron perfilando y agudizando, y como
producto de ello las medidas tomadas se alejaron cada vez más de las exigencias populares.
Junto con las requisas de productos campesinos, la reducción de salarios y jornales y el
apoyo a la legislación anti-obrera, empezaron los coqueteos con la gran burguesía a través
de decretos para favorecer la libertad de comercio, otorgar subsidios a las empresas
industriales y comerciales, y limitar las sanciones a la violación de precios-topes. Las
penurias y el creciente descontento de las masas se tradujeron en numerosas huelgas y
protestas que fueron duramente reprimidas, configurándose un convulso clima social que
exacerbó las pugnas dentro del poder y las llevó a un cruento desenlace: el grupo de
Robespierre eliminó al de Roux y también al de Danton (que se había acercado a la
contrarrevolución y planteaba la supresión de precios máximos). Ya sin sostén popular y
sin aliados, el régimen quedó aislado, sin vigor y desguarnecido ante la conspiración gran
burguesa implementada por connotados ex ejecutores del Terror, como Fouché y Barrás,
terminando derrocado por el golpe de Estado termidoriano que reinstaló en el poder a la
gran burguesía, puso fin a la Revolución e implantó la “sensatez” y la “moderación” para
encarar el desarrollo capitalista sin obstáculos internos significativos dentro de un proceso
en el que la aristocracia liberal se fundió con la gran burguesía y los rentistas para prosperar
durante los siguientes 50 años. Un último intento de restablecer la Revolución fue realizado
por Babeuf a la cabeza de los sans-culottes (conformados por el proletariado en formación,
artesanos, pequeños tenderos, trabajadores independientes y sectores empobrecidos) que de
modo firme, consecuente y tenaz habían propulsado todos los grandes cambios sociales
ocurridos, pero fue derrotado y ejecutado, cerrándose así un importante ciclo histórico-
político y dando curso a otro manejado ya plenamente por la burguesía.
Objetivamente, la Revolución catalizó amplia y eficazmente actitudes, sentimientos y
energías para la realización de una profunda transformación social, implicando opciones y
decisiones definitivas cristalizadas en el curso de la acción colectiva. Teniendo siempre en
cuenta tanto su significación histórica integral cuanto sus alcances y límites de clase, Marx
destacó en la Revolución burguesa diversos aspectos relevantes. Entre ellos y ante todo, la
aparición de la práctica revolucionaria de las masas populares con una muy importante
participación femenina y el embrionario programa comunista encarnado en la lucha de los
sans-culottes parisinos, valorando las primeras teorizaciones realizadas en numerosos
artículos por Marat acerca de esa práctica de masas. En segundo lugar, señaló una gran
lección dejada por la Revolución: el avance de las masas y de sus luchas por un camino
revolucionario exige no sólo claridad de miras y la fijación de objetivos generales y
específicos en concordancia con los intereses reales del pueblo, sino también eficaz
organización independiente y dirección política propia; y cuando ello no ocurre, esas masas
quedan subordinadas a una conducción ajena a sus aspiraciones. En tercer lugar, remarcó
también otra gran lección: en el contexto de una durísima lucha de clases, las libertades
democrático-burguesas tenían obligadamente un carácter muy relativo y su suspensión
durante la dictadura jacobina obedeció a la necesidad práctica de apelar a medidas extremas
(incluyendo las violentas) para combatir a la contrarrevolución interna y externa y defender
a toda costa el proceso de transformación social; esta enseñanza es válida para un gobierno
obrero-popular revolucionario (la dictadura del proletariado) que debe encarar una
situación similar. Finalmente, Marx puso en evidencia la total mezquindad de los intereses
de clase de la burguesía y desnudó su formal y ficticio humanismo: ejercitando astutamente
su hegemonía ideológico-política utilizó el caudal de energía y la capacidad de lucha de los
trabajadores y el pueblo para derrocar el régimen feudal, pero una vez logrado ese objetivo
tiró por la borda los postulados de “libertad y redención social para todos los hombres” que
había enarbolado en el curso de la Revolución, impuso su propio sistema de dominación
despótica y explotación, y se dedicó sin escrúpulo alguno a pisotear y anular los derechos y
libertades conquistados por las masas populares.
Para acabar con el dominio tiránico de una minoría aristocrática, la burguesía había
presentado sus propios intereses de clase como correspondientes a las necesidades y
aspiraciones de la inmensa mayoría del cuerpo social; y convirtió de hecho su particular
emancipación política en el símbolo de la liberación de “toda la humanidad” de cualquier
forma de subordinación, opresión y superstición. Pese a que tal liberación constituía para
los hombres una necesidad y una convicción históricas, la burguesía nunca tuvo la
intención ni el deseo de modificar la situación y el destino de las clases populares (en caso
contrario, tendría que haber renunciado a la propiedad privada y rechazado la explotación
del hombre, dando verdadero curso a las proclamadas libertad, igualdad y fraternidad). Por
eso, cuando en el siglo XIX hubo asegurado su poder y pudo encarar sin mayores tropiezos
el desarrollo del modo de producción capitalista y el despliegue de las relaciones sociales
que le son inherentes, su propio dominio rapaz fue evidenciando lo que ya había mostrado
nítidamente la revolución industrial inglesa: la acumulación y concentración por los
propietarios de los medios de producción de la extraordinaria riqueza social creada por el
trabajo ajeno; y, al mismo tiempo, la inédita e indetenible generación de miseria, hambre,
desprotección y degradación en sectores cada vez más vastos de los trabajadores y las
masas. Esta tendencia irracional, inevitable e inexorable, propia de la sociedad burguesa y
ligada de modo intrínseco a la explotación del trabajo asalariado y a las diversas formas de
alienación social e individual, marcaba la brecha crecientemente amplia y profunda entre
las necesidades históricamente determinadas de los sectores populares y los medios de que
disponían para satisfacerlas, lo que se expresó en una férrea ley del capitalismo: la ley de
pauperización absoluta de la clase obrera y las masas. En efecto, junto con el proceso de
desarrollo del capital se incrementaba el empeoramiento de las condiciones de vida de los
más amplios sectores de la población, condenados a la insatisfacción de sus necesidades
vitales y a sobrevivir muy por debajo del nivel medio de subsistencia (fenómeno que en la
actualidad, en el estadio más alto del desarrollo capitalista, alcanza dimensiones espantosas
sobre todo en la periferia del sistema).
En su conjunto, como portavoces de una burguesía por entonces progresista, los
pensadores de la Ilustración se habían considerado cabales humanistas que recusaban la
opresión de los hombres, enfatizando tanto en su fraternidad y en el logro de su bienestar
general cuanto en su derecho a modelar la sociedad en armonía con su propia naturaleza y
la razón; pero también sacralizaron la propiedad privada, ensalzaron el individualismo, la
libertad y la igualdad de iniciativa y empresa en el mercado, y elogiaron la finalidad
utilitarista de cualquier actividad. Así, sus teorizaciones no sólo apuntalaron el avance de la
burguesía, sino que también constituyeron parte de la herencia ideológica de la Revolución
y representaron las bases definitivas del humanismo burgués (centrado en un “Hombre” que
no era más que el burgués propietario). Sin embargo, la índole del nuevo sistema y sus
especificidades impactarían sobre ese legado para darle en grado sumo una tónica y un
rumbo característicos. El contundente e indiscutible hecho concreto de que los trabajadores
hubieran sido despojados de sus medios de vida para ser empujados junto con vastos
sectores sociales a una existencia envilecida, colmada de miseria, agresión continua y
apremiantes necesidades que no podían ser solventadas, demostraba el carácter brutal y
deshumanizante del capitalismo, pulverizaba todos los valores burgueses levantados para
derrocar el régimen feudal y ponía en claro que un humanismo auténtico y generalizado es
sólo una ilusión en los marcos de una sociedad basada en la explotación y el aplastamiento
de las grandes mayorías. Pero todo esto careció de importancia para la nueva clase instalada
en el poder y frenéticamente abocada a impulsar el desarrollo de las condiciones de su
predominio y auge. Simplemente borró de su humanismo los postulados de la Ilustración
que ya no le eran convenientes y acomodó otros que le resultaban útiles. Asentadas en una
feroz competencia individualista entre burgueses por el logro de la máxima ganancia, la
libertad y la igualdad proclamadas antes como “universales” mutaron en libertad e igualdad
particulares de los empresarios capitalistas para expoliar y sojuzgar a los trabajadores y las
masas del pueblo; y la fementida fraternidad de “todos los hombres” se trocó en espíritu de
cuerpo del conjunto de la burguesía para hacer frente y reprimir a enormes contingentes
humanos vistos sólo como meros engranajes de una maquinaria productiva orientada
totalmente a generar réditos a sus poseedores.
La existencia y preservación del sistema exigía obviamente un conjunto de medidas
para dominar de modo efectivo y permanente a los expoliados, sofocando y/o eliminando
sus resistencias a la vez que manipulándolos ideológica y políticamente. La libertad, la
igualdad y la fraternidad siguieron siendo utilizadas como valores “universales”, pero en
realidad vaciadas de contenido concreto y convertidas en abstracciones aprovechables
según la ocasión; y los “derechos ciudadanos” continuaron teniendo vigencia teórica y
formal, para ser violados en la práctica cuantas veces fuese necesario hacerlo. No obstante,
las luchas del proletariado y el pueblo no sólo nunca cesaron, sino que se acrecentaron y
extendieron pese a la represión; y la clase explotadora, crecientemente empavorecida, tuvo
que reexaminar dos hechos objetivos para percatarse de que había pasado por alto la gran
importancia de sus consecuencias inmediatas y de largo alcance. Por un lado, en procura
del logro de sus fines particulares estimuló y utilizó el descontento y la energía combativa
de las masas populares contra la opresión feudal, pero con ello les abrió el cauce para el
desarrollo de su conciencia, organización independiente y educación política en ruta
histórica hacia su emancipación social; y, por el otro, al instaurar el capitalismo como
régimen social hizo emerger a la vez a la clase antagónica encargada históricamente de
encabezar a los desposeídos para la abolición del sistema expoliador, la creación de una
sociedad de nuevo tipo y la liberación real de todos los hombres: el proletariado. Había,
pues, desatado fuerzas que eventualmente podían escapar a su control, amenazando su
poder y su propia supervivencia; estaba en igual situación, apuntó Marx, que “el hechicero
que no puede dominar las potencias subterráneas que ha evocado”. La aterrada burguesía
unificó, por ello, su intenso pánico con el odio profundo hacia los explotados, a quienes
inadvertidamente “había dado armas contra sí misma”.
Para la burguesía, el modo de producción capitalista tenía un carácter “inmutable y
eterno” por corresponder a las “leyes de la naturaleza” y a la propia “naturaleza humana”,
pero las consecuencias de los hechos anotados demolían tales creencias e introducían la
inseguridad dentro de su júbilo por los éxitos obtenidos. Una parte de los ideólogos a su
servicio interpretó e hizo suyo el estado de ánimo burgués y propuso “soluciones” de
compromiso para proteger al sistema; es decir, medidas reformistas que “armonizaran” el
modo productivo expoliador del capital privado con pautas distributivas “más igualitarias”,
sin poder entender que la clase explotadora estaba (y está) dispuesta a hacer concesiones
“razonables” siempre y cuando no implicaran merma alguna en la tasa de beneficio ni,
menos aún, arañaran siquiera la propiedad privada y su poder. En esa situación de presión
social y malestar de su “buena conciencia”, la burguesía consideró inviable esa propuesta,
pero aceptó de buena gana que la gran “dureza natural” de las leyes económicas podía y
debía ser “compensada” (y mitificada ideológicamente) con la compasión y la caridad. Esto
suponía una nueva degeneración de su humanismo, que tomó la forma de humanitarismo
desmovilizador y corruptor: la astuta utilización de la caridad y la “filantropía”, para
proporcionar superficial “alivio” a ciertos aspectos de algunas de las más agudas penurias
de las capas populares peor aplastadas por el propio capital, fomentaba la pasividad de los
menesterosos, la renuncia a luchar por sus reivindicaciones y el acostumbramiento servil a
la recepción de limosnas.
Sin embargo, esta manipulación social tenía límites precisos y no podía ocultar ni
apaciguar los antagonismos clasistas. En el curso del siglo XIX, la burguesía siguió
utilizando demagógicamente la “filantropía” (y continuaría haciéndolo indefinidamente)
como recurso complementario para afianzar su poder, pero necesitaba justificar en el plano
ideológico la explotación y la miseria de los trabajadores y las masas con argumentos
“racionales”, apelando de modo renovado a las “leyes de la naturaleza” y denigrando cada
vez más a los desposeídos. El cura Malthus se encargó de ello criticando ásperamente toda
“dadivosidad” humanitarista por contrariar las “leyes naturales” y sosteniendo que las
contradicciones sociales eran el derivado de una supuesta y supra-histórica “ley de la
población”: ésta crecería en proporción geométrica (debido a la “incontinencia en la
procreación inherente a los pobres”), en tanto que los medios de vida lo harían sólo
aritméticamente (porque el consumo popular era un “lastre” muy pesado y difícil de
contrarrestar). Por tanto, según él, la superación de esas contradicciones pasaba por la
supresión radical de la “ayuda” caritativa y la prevención del crecimiento poblacional
(reglamentando el matrimonio y controlando la natalidad), “dejando a la naturaleza hacer lo
suyo” a través del hambre, las epidemias, los catástrofes naturales y las guerras, es decir,
eliminando la mayor cantidad posible de necesitados.
El carácter brutal y anti-humano de esta “teoría” resultó muy grato para la burguesía
que acogió con igual entusiasmo los aportes ideológicos del jurista Jeremy Bentham, gran
promotor del individualismo, apologista de la propiedad privada y la sociedad capitalista e
introductor de una “ética” del utilitarismo. A tono con la mentalidad rapaz del gran burgués
propietario, propuso una grotesca “aritmética moral” (o suerte de balance contable del
placer y el disgusto proporcionados por cualquier acción) según la cual el criterio “justo y
veraz” de la moralidad de un acto residiría en su utilidad, es decir, en tanto significara la
“satisfacción adecuada y exclusiva” de los intereses particulares de un sujeto dado. Dentro
de esta justificación de la explotación, el principio rector fundamental de la conducta sería
la “utilidad de la acción egoísta” y su orientación hacia el placer para el “logro altruista” de
la “máxima felicidad del mayor número de personas”. Junto con el malthusianismo, las
ideas de Bentham sobre el individualismo utilitarista (que servirían de base en los inicios
del siglo XX para la elaboración del pragmatismo como filosofía del imperialismo) se
insertaron de modo orgánico en el corpus ideológico del humanismo burgués en creciente
envilecimiento.
Ahora bien, desde una perspectiva científica Marx anotaba que “todas las épocas de
la producción poseen ciertos elementos y rasgos comunes… Sin embargo, estas
características generales o elementos comunes, despejados por la comparación, se articulan
en la realidad de manera muy diversa y se despliegan en haces originales. Ciertos
elementos pertenecen a todas las épocas; otros son comunes sólo a algunas de ellas. Ciertos
elementos se encuentran a la vez en la época más moderna y en la más antigua; en caso
contrario, sería inconcebible cualquier producción… Es, pues, indispensable separar
claramente las características comunes a toda producción, no sea que a fin de evitar la
unidad resultante del simple hecho de la identidad del tema (la humanidad) y del objeto (la
naturaleza) se olviden las diferencias fundamentales”. Como es obvio, esa clara separación
no implicaba en modo alguno eliminar la unidad dialéctica del hombre y la sociedad, ni
menos aún el hecho real de que “toda producción constituye apropiación de la naturaleza
por el individuo en el seno de una forma social dada y mediante la misma”. Por eso,
“cuando hablamos de producción, se trata siempre de una producción a un nivel dado de
desarrollo de la sociedad, de una producción de individuos que viven en sociedad”; es
decir, “constituye siempre un cuerpo social determinado, un sujeto social, que obra en un
conjunto más o menos vasto, más o menos rico, de ramas de producción”. En definitiva,
“los individuos producen en sociedad y, por consiguiente, su producción está socialmente
determinada” (30). Pero, debido a su fragmentaria concepción de la realidad social y a su
visión individualista de la acción de los hombres dentro de ella, alimentadas de modo
permanente por sus intereses de clase, la burguesía estaba incapacitada para comprender la
vida social según estas apreciaciones científicas marxianas. Además, el acelerado desarrollo
del modo de producción capitalista incrementaba el vigor y el despliegue al mismo ritmo de
los procesos ideológicos relacionados con la percepción y el entendimiento burgueses de la
producción misma, de los individuos participantes en ella y de la propia sociedad.
En las condiciones propias y específicas del modo de producción burgués, y desde la
ideología de la clase dominante, esos hechos fundamentales apuntados por Marx sólo
podían considerarse tan absurdos e incomprensibles que debían ser desechados en favor de
“datos lúcidos”, o sea, rápidamente suplantados por ilusiones. Por tanto, era inevitable que
la sociedad capitalista fuese vista no como una histórica totalidad integrada, sino como un
simple agregado “natural” (y “eterno”) de partes “autónomas” y con movimiento propio.
De allí que, por un lado, el gran incremento en la creación de bienes y de riqueza gracias a
la mayor división del trabajo y la especialización funcional, propias del sistema de fábrica
en continuo perfeccionamiento, llevaran a creer que “lo económico” constituía un nivel
“superior” diferenciado, separado del resto de la actividad social y con predominio absoluto
sobre ella. Y, por el otro, que el uso de maquinaria (compuesta por múltiples piezas y capaz
de emplear las materias primas fraccionadas en sus elementos componentes) remarcara las
ilusiones sobre la separación entre los individuos en el proceso productivo, diluyendo más
en el plano ideológico la realidad del carácter social de la producción. El propio desarrollo
capitalista reforzaba todas esas quimeras al mostrar con nitidez la concurrencia y feroz
competencia por el logro de la ganancia de productores individuales independientes,
apuntalando la ilusión del sujeto “autónomo y auto-suficiente”, aislado y opuesto a la
sociedad. Así, ésta (como totalidad orgánica dentro de la cual tienen lugar procesos
productivos y espirituales de carácter social históricamente determinados) resultaba borrada
y reducida a un agregado de individuos particulares, independientes y con actividad
orientada casi exclusivamente hacia “lo económico”.
Dentro de la teoría económica burguesa, los fisiócratas ya habían ido registrando
parcialmente estos procesos con su doctrina del laissez faire en la que se realzaba el
individualismo, aunque sin dejar de considerar de modo apocado el contexto global en el
que se ubicaban los sujetos para producir. Pero con el liberalismo la visión fragmentaria y
de oposición entre el hombre aislado y la sociedad cristalizó en el pensamiento de B.
Mandeville y Adam Smith que preconizaron, cada cual a su manera, un sistema económico
“independizado del sistema social de la moral”. Con ello, se consolidó la visión de la
sociedad como una agregación de individuos en la que los intereses privados se convertían
en “beneficios públicos” a través de la famosa “mano invisible del mercado” y en la que el
individuo mutaba para constituirse en la abstracción “Hombre”, portadora indefectible de
derechos individuales y “emancipada” del sometimiento a la totalidad social. Estos cambios
ideológicos significaban la “superación” de las apreciaciones globales y “naturales” sobre
la sociedad ordenada en torno a jerarquías y subordinaciones, para dar paso a la igualdad
jurídica de los sujetos y a la supeditación de toda la vida social a los intereses y necesidades
individuales.
En los Grundrisse, Marx explicaba que en épocas anteriores de la historia los
hombres habían establecido nexos entre sí que determinaban su pertenencia a un conjunto
humano preciso y bien delimitado, de modo que el individuo (y, por ende, el productor
individual) aparecía como dependiente y formando parte de un conjunto más vasto: familia,
tribu, comunidad. Por el contrario, y bajo el reinado de la libre competencia, en la sociedad
burguesa el individuo aparecía liberado de los lazos naturales y otros vínculos: para él, los
nexos sociales representaban sólo una necesidad exterior, es decir, simples medios para el
logro de sus fines particulares. Marx destacaba, pues, el hecho de que la sociedad en la que
las relaciones sociales (convertidas ya en generales) habían alcanzado el más alto nivel y
grado de desarrollo, fuera precisamente la creadora de una concepción del individuo aislado
y opuesto al conjunto social.
En todo caso, a medida que la burguesía extendía y acentuaba la explotación de las
clases trabajadoras, vanagloriándose de sus éxitos y del incremento de sus riquezas, su
ideología (cada vez más alejada de su pasado humanista) necesitaba una vigorosa
consolidación “científica” a través de la “verdadera” explicación de las “leyes naturales” en
las que se asentaba la “esencia” del hombre. Con la consagración de la preeminencia de “lo
económico” sobre el resto de la sociedad, correspondió a la economía política neo-clásica
burguesa tomar como base la concepción del sujeto aislado para ubicar al individuo y a su
comportamiento en el centro del análisis económico: llevando a su culminación el sistema
conceptual mecanicista surgido de los cambios científicos en el siglo XVII y el paradigma
antropológico de Hobbes y Locke, también proporcionó elementos para “redondear” el
humanismo de la burguesía en las condiciones de rápido desarrollo del capitalismo. Dentro
de esta orientación, que continuaba y a la vez retorcía las ideas de Smith y Ricardo, la
satisfacción de las necesidades ideológicas burguesas corrió a cargo de J. Stuart Mill.
Desde el positivismo, asumió con gran vigor la herencia de Malthus y Bentham para acuñar
la noción de homo economicus (hombre económico) como prototipo del “Hombre” y su
conducta.
Según sus elaboraciones, el homo economicus (“el ser humano”) sería un ente que
actúa siempre para lograr el mayor bienestar posible en función de su interés individualista,
el utilitarismo de sus acciones y el afán de riqueza, buscando alcanzar objetivos específicos
y predeterminados en la mayor medida posible con el menor costo posible. Como expresión
de la “naturaleza humana” y, por tanto, como “ente universal e intemporal” (existente desde
siempre en cualquier parte del mundo y en todo sistema social), el homo economicus sería,
entonces, un sujeto dotado de una “racionalidad instrumental” que procura maximizar sus
ganancias tratando de obtener los mayores beneficios con un esfuerzo mínimo; y su
conducta estaría determinada por sus intereses particulares sin guiarse por normas éticas,
sociales o humanitarias. Con este “modelo” del hombre y su conducta, se tendría, pues, un
sujeto poseedor de “conocimiento adecuado” sobre la realidad del mercado para aplicarlo
en forma “objetiva” y adaptarse a las cambiantes condiciones económicas, dinamizado por
su interés personal para calcular “racionalmente” todas las posibilidades de acción hacia el
logro de su propia prosperidad. Este sujeto tomaría cualquier decisión sobre la base de la
utilidad de la acción sin tener en cuenta el bienestar de los demás, pero la sumatoria de
intereses individuales coincidiría con el “interés general” y el conjunto de prosperidades
particulares equivaldría a la prosperidad social. Así, con semejante engendro “teórico”, que
hacía apología del individualismo zoológico y justificaba la explotación de los trabajadores
y las masas, quedaba más clara que nunca la salvaje y depravada concepción burguesa de la
“naturaleza humana”, lo mismo que la ubicación preeminente en el humanismo burgués de
las feroces apreciaciones de Hobbes sobre la sociedad como un campo de “guerra de todos
contra todos” en el que “el hombre es el lobo del hombre”.
Sin embargo, todo esto resultaba aún insuficiente para cubrir los requerimientos
ideológicos de la burguesía, conmocionada por las recurrentes crisis económicas en el
sistema y cada vez más alarmada por las incesantes luchas populares. Las crisis podían ser
“explicadas” como catástrofes inevitables que, igual que un sismo o una sequía, estaban
regidas por las incontrolables “leyes de la naturaleza”. Pero el dominio burgués y la
explotación compulsiva de los trabajadores exigían con urgencia ser “racionalizados” a
través de argucias “científicas” capaces de servir como punta de lanza ideológico-política
para neutralizar y sofocar los combates de masas. Tal tarea fue llevada a cabo por Herbert
Spencer, sociólogo positivista (influido en filosofía por Hume y Kant, en biología por
Lamarck y en economía por Mill) que utilizó algunas de las ideas de Darwin acerca de la
evolución de los seres vivos para aplicarlas en forma reduccionista, abusiva y maliciosa al
ámbito de la sociedad, borrar de un plumazo la especificidad de ésta y la existencia de leyes
sociales, y “explicar” desde la biología todos los fenómenos de la vida social.
En lo esencial, para él la sociedad sería similar a la estructura corporal de un
organismo viviente, estaría regida por las mismas leyes que operan en el mundo zoológico
y el desarrollo se produciría en ella gracias a tres fuerzas impulsoras: la “lucha por la
existencia”, la “selección natural” y la “supervivencia de los más aptos y fuertes”. Como
cualquier organismo animal, esa sociedad poseería tres sistemas fundamentales de
“órganos” cuyas funciones estarían relacionadas con la “nutrición”, la “distribución” y, en
un rango superior, la “regulación-dirección”. La ubicación (posición social) de los
individuos en cada uno de esos sistemas estaría determinada por sus particularidades
biológicas y sería el resultado de la “lucha por la existencia”: en correspondencia con una
“selección natural”, los “mejor dotados” ocuparían una posición predominante y los
“menos valiosos” formarían las “clases inferiores”. Por tanto, el primer sistema estaría
conformado por los obreros, el segundo por los comerciantes y el tercero por los
capitalistas, “clase superior” sin la cual sería impensable una “sociedad civilizada”.
Obviamente, tal estructura general sería “inmodificable y eterna” por obedecer a “leyes de
la naturaleza” que nunca desaparecen, teniendo vigencia tanto en la sociedad burguesa en
desarrollo como en los países y pueblos colonizados. La garantía del mantenimiento y
evolución de la sociedad así estratificada, alejándola de la decadencia y la degeneración,
radicaría en que entre los componentes de las “clases inferiores” los sujetos “inadaptados”,
“incompetentes”, “débiles” o incapaces de valerse por sí mismos deben ser necesariamente
dejados a su suerte sin recibir apoyo o ayuda de tipo alguno (es decir, de hecho eliminados)
para que la sociedad pueda “sanearse” y brindar mayores y mejores oportunidades a los
“fuertes” y “bien adaptados”. Tal era la base fundamental de lo que se conocería como
darwinismo social, que los epígonos de Spencer se encargarían de acicalar en los siguientes
años y en el siglo XX con otras no menos absurdas y criminales especulaciones.
Con este conjunto de aberraciones “científicas”, la burguesía obtenía un nuevo
pertrecho ideológico y el humanismo burgués se articularía definitivamente alrededor de un
eje conformado por los elementos servicialmente aportados por Malthus, Bentham, Mill y
Spencer, muy útiles no sólo para justificar la división clasista de la sociedad y la esclavitud
asalariada, sino también para defender el dominio socio-político burgués puesto en cuestión
por los embates populares. Casi en paralelo, Arthur Gobineau contribuiría al refuerzo de
ese eje con su delirante “teoría” sobre la “supremacía de la raza blanca” y la “inferioridad
de negros, amarillos y cobrizos” supuesta y absolutamente determinadas por “innatas
desigualdades biológicas y psíquicas”, alentando poderosamente el racismo, promoviendo
la “creación de una nueva especie de seres humanos” vía la eugenesia y abriendo vías para
que en el siguiente siglo Hitler y los ideólogos nazis proclamaran la “pureza y superioridad
aria” y procedieran al exterminio masivo de las “razas infectas”. En adelante, el humanismo
burgués giraría parcial o totalmente, con “innovaciones” y matices, de modo abierto o
vergonzante, en torno a los elementos de dicho eje para sacralizar el sistema, ensalzar la
propiedad privada y la explotación de los hombres, glorificar a la burguesía y su brutal
dominación de clase, y difamar a los expoliados. (Hoy, en la fase imperialista neoliberal y
senil del capitalismo son tan palmarias la degeneración, cinismo, soberbia y prepotencia
criminal de la burguesía, que los ideólogos a su servicio están incapacitados para buscar en
el humanismo cualquier justificación a las fechorías de su patrocinadora. Simplemente
asumen como “inevitables costos del progreso” la miseria, el hambre y la exclusión social
de poblaciones enteras a nivel mundial, el aplastamiento y el real exterminio de las
personas desposeídas y empobrecidas consideradas como “población sobrante” porque no
proporciona réditos al capital, la barbarie de las guerras de agresión y rapiña contra pueblos
indefensos, y la salvaje depredación del planeta que pone en grave riesgo la supervivencia
de la especie humana y la existencia de vida en la Tierra).
Subyacentes a todas las “racionalizaciones” ideológicas que justificaban el dominio
del capital y la explotación del trabajo asalariado, se hallaban dos ideas centrales abonadas
por supersticiones nuevas y por otras antiguas: de un lado, el modo de producción burgués
y sus inherentes relaciones sociales constituirían “hechos naturales” inmunes ante cualquier
influencia histórica, es decir, “eternos”; y, del otro, los hombres serían portadores pasivos
de una “naturaleza humana” innata e inmodificable que determinaría su condición de
juguetes de fuerzas supra-humanas incontrolables. Sobre la base ideológica de ambas
“eternidades”, el proceso político progresista de humanización de los individuos que había
acompañado a la superación revolucionaria del feudalismo resultó deformado y se trocó en
un reaccionario proceso de deshumanización, dentro del cual todo esfuerzo humano tenía
que someterse al fetiche de la producción y el mercado capitalistas. En lo esencial, el
mundo social quedó así reducido a una producción para el intercambio, a la generación y
acumulación de valor (de cambio) traducible en términos monetarios; y los vínculos entre
los individuos, igualmente reducidos en su base a relaciones mercantiles, comercializadas,
en las que unos sujetos vendían su fuerza de trabajo y otros la compraban. Como la
compra-venta de esa fuerza no era, ni es, una transacción a nivel de igualdad (ya que una
apreciable parte de tal fuerza no era en absoluto pagada, sino adueñada por el comprador,
atesorada y utilizada en forma de plusvalía) y como además su verdadero carácter estaba
oculto por el propio sistema mercantil de la producción de bienes, entonces aparecía como
“hecho natural y lógico” que sólo los compradores se enriquecieran y desarrollaran como
seres humanos, mientras los vendedores no podían sino limitarse a reproducir su miserable
condición de asalariados y a existir en condiciones sub-humanas. Así, en realidad y
contrariamente a la creencia burguesa acerca de la “armonía” del sistema de producción
capitalista con una supuesta y abstracta “naturaleza humana”, la explotación del trabajo y la
opresión social tanto violentaban la real esencia del hombre, cuanto la deformaban y la
desviaban de sus auténticos cauces.
De hecho, entonces, la historia del capitalismo quedó marcada como la historia de la
progresiva y creciente deshumanización de las relaciones sociales y de la vida social en
general, como la historia de un apabullamiento sin precedentes de la inmensa mayoría de
seres humanos. Sin embargo, el proceso deshumanizante no era ni podía ser absoluto y
uniforme, sino relativo y contradictorio: tenía un carácter histórico y, al llevar consigo a su
opuesto complementario, portaba su propia negación dialéctica. El largo trayecto recorrido
por los hombres desde su remota génesis histórica demostraba sin duda alguna que jamás se
resignaron ante la adversidad, sino que fueron concretando sus potencialidades, forjando
múltiples capacidades y poniendo siempre en tensión sus fuerzas reales para modificar el
mundo y transformarse a sí mismos. En la situación objetiva de expoliación y aplastamiento
dentro del capitalismo, nunca dejaron de luchar en defensa de su dignidad y sus derechos,
reivindicando su condición humana y anhelando conquistar formas de vida colectiva en
armonía con ella. Paso a paso, con sus combates fueron creando de modo espontáneo los
elementos reales requeridos por su liberación de las trabas a su existencia y desarrollo, por
la superación histórica de las mellas a su humanidad y por la plena recuperación de ésta.
Pero hacer realidad estas aspiraciones exigía la orientación teórica, la organización
independiente y la dirección política propia que sólo podía proporcionar una clase
fundamental de la sociedad galvanizada por efectivas experiencias de lucha contra la
opresión del capital: el proletariado. Entonces, las geniales aportaciones teórico-políticas de
Marx y Engels, que actuaron siempre como exponentes y portavoces de la clase obrera
revolucionaria, hicieron posible que ésta asumiera su rol histórico y que no sólo se pusiera a
la cabeza de las vastas masas de humillados y ofendidos dotándolas de los instrumentos
fundamentales para la radical transformación social, sino que también les entregara una
cualitativamente nueva concepción del mundo y la sociedad y una nueva y superior visión
del hombre, un nuevo humanismo.
Ahora bien, es pertinente recordar que en el siglo XVIII, como anota Michel Simon,
tuvo lugar un desplazamiento ideológico de alta significación: “Ya no es dios, sino el
hombre, quien se encuentra de ahora en adelante en el ‘centro’ del universo filosófico… En
Inglaterra con Hume, en Francia con Condillac, con Cabanis mismo (para no hablar de
Rousseau), en Alemania con Kant, en todas partes y a pesar de las diferencias radicales
(relacionadas ampliamente con las condiciones nacionales) se encuentra esta estructura
puesta en práctica. En todas partes, la teología es sustituida por una antropología”. Ese
desalojo constituyó una “grandiosa ‘recuperación’ por el hombre de lo que él ‘crea’,
incluyendo sus ídolos”, y con ello “el ‘humanismo’ caracteriza… la filosofía burguesa en
su esencia”. Pero tan enorme cambio en la conciencia de los individuos determina a la vez
que “en todas partes… se trata de presentar bajo una forma universal… los ‘ideales’, es
decir, también los intereses de la burguesía de cimentar bajo su dirección… una coalición
de clases (que es entonces pensada como la unidad del pueblo) presentando la revolución
burguesa como la emancipación del ‘hombre’… A través de la sustitución de Dios por el
Hombre, de la teología por la antropología,… se trata siempre de dar un fundamento
absoluto a la dominación de una clase explotadora, aunque ya no se trate de la feudal, sino
de la burguesía”. El humanismo burgués estaba asociado de modo íntimo a condiciones y
relaciones sociales determinantes de la conducta de los hombres en un específico momento
histórico y, por desplegarse dentro de una sociedad clasista, poseía de modo inevitable un
carácter y un contenido ideológicos de clase. Objetivamente, ese humanismo representaba
la mala conciencia de una clase que, para lograr su dominio sobre la sociedad entera, hizo
aparecer sus intereses particulares como si fuesen los de toda la humanidad. Por ello, una
vez adquirido completo control sobre el conjunto social, la burguesía arrinconó los valores
liberadores inicialmente presentes en su humanismo y buscó por todos los medios a su
alcance fundamentar ideológicamente su dominación.
En la situación histórica de desarrollo capitalista, el humanismo burgués tuvo el
despliegue ya antes reseñado para justificar la explotación y la opresión de los trabajadores
y las masas. Pero la burguesía no se limitó a difundir sus propios “argumentos”, sino que
impulsó su ampliación estimulando las elaboraciones ideológicas favorables a sus designios
en el propio interior del movimiento obrero y popular. Perseguía influirlo “desde dentro”
con el propósito de eliminar su autonomía político-organizativa, subordinarlo, neutralizar
sus combates por reivindicaciones inmediatas y sofocar sus luchas por la transformación
real y profunda de la sociedad. En ese rumbo, comenzaron a proliferar los criterios y
propuestas pequeño-burguesas, puramente reformistas, que confiando en la “dadivosidad”
de la burguesía propugnaban la conciliación y colaboración entre las clases antagónicas con
la necia esperanza de “mejorar” el capitalismo para hacerlo “más humano” y, obviamente,
perdurable. Dentro de tal clima, fueron surgiendo diversas utopías sociales (unas, realmente
generosas y con gérmenes de ideas geniales; otras, estólidas y serviles) en las que la
consideración abstracta de los hombres y de la sociedad permitía poner el acento sobre la
“común humanidad” de explotadores y explotados y apelar al “innato sentido de justicia”
del ser humano para darle un cauce “apropiado” a la convivencia de los individuos. Con
todo esto, acota Simon, “El peligro no era en absoluto imaginario: la conciencia burguesa o
pequeño-burguesa, en lugar de reconocer la existencia de las clases para trabajar de modo
concreto y suprimirlas, prefirió abolirlas… en la decencia de la abstracción especulativa…
La consecuencia práctica de un tal desvío teórico era nada menos que la supresión de todo
el movimiento autónomo de la clase obrera”, para dejarlo a merced y bajo la conducción
del “ala ‘avanzada’, ‘radical’ del democratismo burgués o pequeño- burgués” (31).
En este trance, el ingreso de Marx y Engels en la arena político-social tuvo un
carácter y significado histórico decisivo y de alcance universal, consignado en sus aspectos
centrales en otras partes de este mismo libro. Aquí, sólo cabe señalar que ante la arremetida
ideológica anti-obrera y anti-popular ambos sabios sometieron a una radical y demoledora
crítica científico-revolucionaria todas las falacias “teóricas” burguesas sobre la condición
del hombre y la perpetuidad de la explotación capitalista, lo mismo que todos los esfuerzos
pequeño-burgueses para empujar a los trabajadores y las masas hacia la mansa aceptación
del dominio del capital, desmenuzando también el carácter, el contenido y la función de las
utopías sociales. Desde la perspectiva proletaria, demostraron el carácter transitorio y
perecedero del sistema burgués, poniendo muy en claro la vital necesidad teórico-práctica
de defender en toda circunstancia la independencia política, organizativa y de acción de la
clase obrera, remarcando su papel de vanguardia de los explotados en la lucha por la
conquista de sus reivindicaciones concretas y sus objetivos históricos, y estableciendo las
grandes líneas de su estrategia y sus tácticas de combate.
En el marco de su incesante labor científica y militancia revolucionaria, Marx y
Engels hicieron descubrimientos fundamentales que no sólo dilucidaron de modo objetivo y
definitivo la estructura y el movimiento de la vida social en las sociedades de clases
antagónicas, sino que también esclarecieron el carácter y el contenido del humanismo en
ellas. A partir de premisas universales reales, válidas para toda la historia humana,
demostraron científicamente y por primera vez en el discurrir del hombre que la historia no
es algo abstracto y metafísico, sino la concreta actividad consciente y guiada por fines de
los hombres; y que constituye la sucesión de formaciones económico-sociales determinadas
desde las simple-inferiores hacia las complejo-superiores en función de la dinámica del
desarrollo de la contradicción entre las fuerzas productivas de la sociedad y las relaciones
sociales de producción. Como indicaron en La ideología alemana, los elementos basales de
todas estas formaciones son los “seres humanos vivientes que comienzan a distinguirse de
los animales desde que empiezan a producir sus medios de vida, paso adelante que es la
consecuencia misma de su organización corporal” y gracias a la cual pueden “producir su
propia vida material”. En su actividad productiva históricamente determinada, estos
individuos traban entre sí relaciones sociales y políticas determinadas: la estructura social y
el Estado son el resultado constante del proceso vital de sujetos concretos tal como existen
en la realidad (y no como pueden aparecer ilusoriamente en su propia representación), tal
como obran y producen materialmente dentro de condiciones y límites determinados e
independientes de su voluntad. Así, pues, cada formación económico-social posee su propio
modo de producción y sus propias relaciones sociales: en cada una de ellas, “individuos
determinados con un a actividad productiva según un modo determinado” establecen
“relaciones sociales y políticas determinadas” y, sobre esa base, “se representan también el
desarrollo de los reflejos y de los hechos ideológicos de este proceso”. Ninguna de tales
formaciones es, entonces, “eterna”, sino histórica, transitoria; y los individuos que viven y
operan dentro de ellas son igualmente históricos como lo son las relaciones sociales que
entablan para producir y desplegar su existencia y cuyo conjunto constituye la real esencia
humana, que no tiene nada que ver con la abstracta y ahistórica “naturaleza humana”
consagrada por la filosofía idealista y asumida por la burguesía.
Con estos descubrimientos científicos, se hizo evidente que dentro del capitalismo y
en relación con el humanismo burgués “los filósofos se representan a los individuos no
como subordinados a la división del trabajo, sino como un ideal bajo la forma de ‘Hombre’,
y comprendieron todo el proceso como el desarrollo de ese ‘Hombre’; de tal manera que en
cada estadio de la historia pasada el ‘Hombre’ sustituye a los individuos existentes y se le
representa como la fuerza motriz de la historia. Todo el proceso fue comprendido como un
proceso de alienación de sí del ‘Hombre’ y ello proviene en esencia del hecho de que el
individuo medio del período posterior ha sustituido siempre al del período anterior y la
conciencia ulterior ha sido prestada a los individuos anteriores. Por esta inversión que hace
abstracción total de las condiciones reales, llega a ser posible transformar toda la historia
en un proceso de desarrollo de la conciencia”. Con ello, adquiere gran vigor “la vieja
ilusión de que el hacer cambiar las condiciones existentes depende tan sólo de la ‘buena
voluntad’ de los hombres y de que las condiciones existentes son ideas. Los cambios de la
conciencia, separados de las condiciones, tal como los filósofos los ejercen, como una
profesión, es decir, como un negocio, son a su vez producto de las condiciones existentes y
forman parte de ellas. Esta elevación ideal por encima del mundo es la expresión ideológica
de la impotencia de los filósofos ante el mundo. La práctica se encarga de dar un mentís
todos los días a sus baladronadas ideológicas” (32).
Durante el esclavismo y el feudalismo, la explotación y la opresión de las grandes
mayorías tenían respectivas formas específicas; y, al margen de las creencias y alienaciones
existentes, en realidad no necesitaban de encubrimiento alguno. Pero en el capitalismo, la
propia dinámica de la producción mercantil y la ideología que emana de ella cumplen un
rol central en el espeso ocultamiento de la expoliación y el aplastamiento de los hombres,
proporcionando múltiples tapaderas para velar su real contenido y justificar la propiedad
privada y la división del trabajo. A partir del proceso histórico de acumulación primitiva
del capital, el intercambio generalizado de mercancías y la instauración de la sociedad
burguesa, surge y se despliega aceleradamente un proceso nuevo de carácter objetivo-
subjetivo y generador de múltiples alienaciones: el fetichismo de la mercancía (y del
mercado). Debido a él, las condiciones de vida transformadas en capital se tornan sujeto y
resultan “personificadas”, en tanto que los productores expropiados son convertidos en
objeto y “cosificados”; de modo que esas condiciones de vida sustraídas a los trabajadores
y la masas populares se “autonomizan”, cobran vida propia y someten a los hombres. Con
esta inversión fetichista, que ensambla históricamente la personificación y la cosificación,
queda instalada la irracionalidad del conjunto social y la aparente e ilusoria “racionalidad”
de cada una de sus partes. Merced al fetichismo mercantil, cualquier proceso de desarrollo
se congela y cristaliza, y toda instancia social queda definida ideológica o discursivamente
como si fuese inmóvil y fija, negando la fluidez y transformación de los procesos en la vida
real. Las relaciones humanas se “vaporizan” y son suplantadas por relaciones entre cosas,
las cuales aparecen como único vínculo entre los hombres a nivel social. Atrapadas por el
ordenamiento material fetichista, las subjetividades son subordinadas por la “objetividad
absoluta” de la estructura social burguesa y las leyes del mercado capitalista poseen una
dinámica por encima de cualquier intervención humana, una autonomía absoluta que anula
la conciencia y la voluntad colectivas e individuales: los códigos, reglas y leyes del
mercado se imponen a los hombres y son ajenos a todo control racional, rigiendo de modo
despótico la vida de los sujetos y degradándola profundamente.
El fetichismo de la mercancía es un proceso instalado en el corazón mismo del modo
de producción capitalista y demuestra sin atenuante alguno su carácter deshumanizante,
arrasando con las pretensiones del humanismo burgués y dejando muy poco o nada de sus
“valores”. En la aurora de la sociedad burguesa, los conceptos de libertad e igualdad como
“derechos humanos” eran expresión en el plano ideológico de las relaciones capitalistas de
producción; y el “mercado libre” se constituyó en la base económica de esos “derechos”
que no fueron presentados como elementos correspondientes a una determinada época
histórica y en directa relación con los intereses de una clase dada, sino trajinados para
hacerlos aparecer como “naturales”, propios del “hombre en general”. Pero como anotaba
Marx al analizar la compra-venta de la fuerza de trabajo, en la sociedad burguesa “La esfera
de la circulación de mercancías, donde tienen lugar la venta y la compra de la fuerza de
trabajo, es, en realidad, un verdadero edén de los derechos naturales del hombre y del
ciudadano. Allí sólo reinan la Libertad, la Igualdad, la Propiedad y Bentham. La Libertad,
pues ni el comprador ni el vendedor de una mercancía obran por obligación; por el
contrario, sólo están sujetos a su libre arbitrio. Contratan como personas libres, en posesión
de los mismos derechos. El contrato es el libre producto en que sus voluntades cobran una
expresión jurídica común. La Igualdad, pues sólo entran en mutua relación a título de
poseedores de mercancías, cambiando equivalente por equivalente. La Propiedad, pues
cada uno de ellos sólo dispone de lo que le pertenece. Y Bentham, pues cada cual sólo va a
lo suyo. La única fuerza que los reúne y los pone en relación es la de su egoísmo, de su
provecho particular, de sus intereses privados. Cada cual sólo piensa en sí mismo, nadie se
preocupa por el otro y, precisamente por eso, en virtud de una armonía preestablecida de
las cosas, o bajo los auspicios de una ingeniosísima providencia, al trabajar cada uno para
sí, cada uno en lo suyo, trabajan al mismo tiempo para su conveniencia colectiva, para su
interés común” (33). En el capitalismo, el salvaje individualismo, el utilitarismo en pos de
la ganancia particular y la desenfrenada codicia están, pues, contrapuestos a la solidaridad,
la cooperación y la orientación racional hacia el bien común que signan toda conducta
realmente humana.
Este objetivo carácter deshumanizante del capitalismo colisiona de modo brutal con
los “ideales humanistas” burgueses, poniendo a luz concretamente las diversas e insolubles
contradicciones que portan (34). Yendo sólo a algunas de las más resaltantes, en primer
lugar la oposición entre su forma igualitaria pretendidamente universal y su contenido de
clase jerárquico-elitista, oposición que reproduce en el nivel de la ideología (política,
jurídica, religiosa, etc.) la contradicción entre la forma abstractamente homogénea del
intercambio en el mercado y su contenido realmente desigual. En segundo lugar, el choque
entre el carácter abstracto de los valores humanistas (mitificados y de hecho divorciados de
la esfera práctica) y la singularidad concreta de los individuos reales y de su quehacer
dentro de las relaciones sociales, separando la verdadera esencia del hombre de su
existencia objetiva de la misma forma en que el dinero marca la escisión entre el valor de la
mercancía y la mercancía misma. Y, en fin, en tercer lugar la contradicción entre la libertad
atribuida a cada sujeto para realizar su propia “naturaleza humana” y la división del trabajo
que al tornar independientes a los productores privados convierte también por completo en
independientes de su voluntad la marcha de la producción social y las relaciones que ella
crea, con lo que la proclamada autonomía de los individuos está de hecho sometida a una
forma de dependencia recíproca impuesta por las cosas; en otros términos, la libertad
personal abstracta queda contrapuesta a la renovación incesante de las condiciones
objetivas en las que la libertad real resulta alienada para otorgar dominancia a poderes
extraños que subyugan a los hombres.
En definitiva, pues, cuando Marx y Engels descubrieron las leyes del desarrollo de la
historia humana y las leyes del movimiento del modo de producción capitalista y de la
sociedad burguesa, resolvieron la problemática de la existencia del hombre mediante la
categoría de praxis, de actividad humana consciente, de lo que los hombres hacen y del
modo en que lo hacen; y, a la vez, formularon los principios básicos para solucionar la
cuestión del humanismo, exponiendo el programa de su auténtica realización práctica a
través del socialismo científico. Pero, por completo alejados de cualquier mistificación de
la realidad objetiva, ambos sabios tenían muy claro que los hechos sociales de explotación
y servidumbre, anteriores y presentes, habían dejado huella profunda en la subjetividad y el
quehacer de los hombres, y que la ideología de la burguesía había calado a fondo en el
proletariado y las masas. Las ilusiones burguesas configuradas como “ideología”, como
“falsa conciencia” impuesta al conjunto de la sociedad, contaminaban la conciencia obrera
y popular, representando una seria traba para el despliegue de las luchas reivindicativas en
la perspectiva de la radical transformación social. La racionalidad aportada por la teoría
revolucionaria para orientar y encauzar esas luchas tenía enorme importancia, pero por sí
misma no podía acabar con las servidumbres materiales, ni liberar de golpe a los individuos
de todas sus alienaciones concretas y sus cadenas subjetivas. La racionalidad siempre está
inserta en el vasto campo de la práctica social, donde existen contradicciones susceptibles
de abrir nuevas puertas para la reinstalación de ilusiones antes descartadas por el
razonamiento. Y políticamente la “ideología” (en particular la religiosa) no era de ningún
modo candorosa, puesto que desde la vacua abstracción de “universalidad” eliminaba todas
las diferencias, desigualdades y contradicciones de clase, renovándose constantemente por
la propia dinámica objetiva de la producción y la vida social dominadas por la burguesía y
constituyendo un serio peligro potenciado además por el utopismo.
Sin embargo, al establecer científicamente el carácter histórico del capitalismo Marx
y Engels pusieron el acento en la demostración de que la dominación burguesa no es
“eterna”, sino que puede y debe ser extirpada por la transformación revolucionaria de la
sociedad. Hicieron ver con claridad al proletariado y las masas que no estaban sentenciados
a soportar indefinidamente la opresión y el escarnio, ni a vivir siempre aplanados por el
peso ideológico de representaciones ilusorias acerca de la realidad social. Incluso en las
más duras circunstancias, mantuvieron la profunda convicción de que los avances de la
práctica en su nexo interno con el desarrollo cognoscitivo esclarecían el carácter y el
contenido objetivos de las contradicciones sociales; y de que los explotados tendían a
progresar en la comprensión cada vez más exacta de su propia situación. Al elaborar su
teoría revolucionaria y oponerla a toda forma “ideológica” de la conciencia social,
confiaban (apoyándose en los hechos y en las experiencias de lucha de la clase obrera) en
que una parte más o menos amplia de la conciencia de los individuos y de las masas podía
albergar ideas verdaderas, apropiadas y prevalecientes, permitiéndoles estar en condiciones
de batallar contra las elaboraciones falsas y desmovilizadoras organizadas en creencias y
supersticiones. Por tanto, enfatizaron en una imperiosa necesidad: para poder cumplir con
su misión histórica encabezando a los expoliados, el proletariado estaba obligado a dotarse,
“al calor de su experiencia viva” y a través del desarrollo de sus luchas, de un tipo nuevo y
cualitativamente superior de conciencia, forja imprescindible para poder combatir con
eficacia desechando de modo radical cualquier ilusión y todo utopismo. Es decir, requería
percibir y entender la realidad objetiva en forma distinta para centrarse adecuadamente en
el mundo, darle creciente lucidez a sus acciones de vida y combate, y arremeter contra las
“grullas ideológicas” que falseaban la representación del universo, la sociedad y el propio
hombre.
Obviamente, la creación de una nueva y superior conciencia a través de la práctica
real y racional de la lucha de clases formaba parte de la prefiguración histórica de un
hombre nuevo que comenzaba a delinearse en el curso de esa lucha, para irse auto-
elaborando en forma distinta a todo lo anterior y perfilarse de modo creciente a partir del
triunfo de la revolución y la edificación de una sociedad donde la explotación y el
avasallamiento de los individuos empezaran a ser erradicadas de modo efectivo, abriendo el
paso para su amplio desarrollo concreto en objetivas condiciones de libertad e igualdad
fehacientes. Esto no tiene nada de insólito, ya que todos los conceptos utilizados por Marx
y Engels para describir y explicar la realidad histórico-social remiten indefectiblemente al
campo antropológico: explotación, valor, fetichismo de la mercancía, “falsa conciencia”,
cosificación, alienación, etc., son términos que se refieren a relaciones y formas dadas de la
existencia concreta de los hombres. Por eso mismo, el sistema teórico-político elaborado
por ellos constituye la base objetiva, lógica y coherente de un humanismo inédito: el
humanismo proletario, opuesto totalmente por su esencia, sus inequívocos postulados y sus
objetivos concretos e históricos tanto al humanismo burgués en sus diversas variantes,
cuanto a todos los humanismos del pasado.
El humanismo proletario tiene su punto de partida y su meta en el hombre real, de
carne y hueso, apreciado y valorado como supremo bien, como un fin en sí mismo. Ese
hombre no tiene nada que ver con las ahistóricas abstracciones idealistas y metafísicas: es
un ser concreto que existe en una sociedad histórico-concreta, transforma la realidad natural
con su actividad productiva, crea y despliega un mundo específicamente humano y una
cultura, promueve su propio desarrollo y se modifica a sí mismo. Ese hombre debe estar en
el centro de todas las preocupaciones colectivas e individuales sobre su vida, sus acciones y
el desenvolvimiento integral de sus capacidades, de modo que es por completo necesario
evaluar críticamente sus condiciones de existencia y luchar por el cambio radical de las
relaciones sociales que lo oprimen, deforman y anonadan. Así, pues, por su nexo orgánico
con la práctica social real el humanismo proletario es ajeno a cualquier postura puramente
contemplativa y, al postular la lucha por la profunda transformación social para que la vida
del hombre tenga carácter realmente humano, rechaza toda actitud de resignación ante las
circunstancias adversas que agobian a los individuos. Estas dos características esenciales,
cualitativamente específicas y diferenciales con respecto a humanismos anteriores, se
ensamblan internamente con otros de los rasgos igualmente fundamentales que porta (35).
De este modo, en primer lugar, es un humanismo materialista y dialéctico: parte del
mundo real y de las objetivas condiciones sociales dentro de las que los hombres concretos
despliegan históricamente su vida y actividad. En permanente interacción, estos seres reales
y sus condiciones socio-históricas de existencia nunca son estáticos, sino que muestran un
movimiento (desarrollo) incesante. Así, sólo un activo hombre concreto enlazado de modo
íntimo con la objetividad socio-natural puede configurarse como ser humano, cubrir sus
necesidades, convertir sus potencialidades en capacidades a través de sus prácticas para
transformar el mundo, desarrollarse y realizarse como personalidad. La consideración como
primordial de la materialidad social y natural coloca, pues, al humanismo del proletariado
en oposición frontal con toda apreciación idealista-espiritualista, especulativa y metafísica.
En La sagrada familia, Marx y Engels advirtieron categóricamente que “El enemigo más
peligroso del humanismo real, en Alemania, es el espiritualismo o idealismo especulativo
que suplanta al hombre individual y real por la ‘Auto-conciencia’ o el ‘Espíritu’ y dice, con
el Evangelista: ‘El Espíritu vivifica, la carne embota’ ”.
Este humanismo de nuevo tipo es materialista porque ubica en un plano fundamental
las condiciones objetivas de vida social de las personas, y no porque preconice el mero
interés y la apetencia por el logro de bienes materiales (vulgar imputación hecha por los
ideólogos de la burguesía para desacreditarlo). Marx siempre señaló con toda claridad que
aunque esos bienes son indispensables para la existencia de los hombres y su consecución
es un estímulo para la acción humana, “nuestras necesidades y nuestros goces tienen su
fuente en la sociedad y, por tanto, los medimos por ella, y no por los objetos con que los
satisfacemos”. Por tanto, los bienes materiales constituyen un medio básico utilizado por
los seres humanos para concretizar su desarrollo colectivo e individual y su logro necesita
estar insertado en un marco social concordante con la dignidad del hombre: la producción
de bienes debe tener siempre como finalidad al hombre mismo para propiciar la creciente
ampliación de su libertad y bienestar, sin representar jamás un fin en sí mismo.
En segundo lugar, es un humanismo radical: por su vinculación orgánica con la
práctica y su coherencia teórica, encara el problema del hombre en su raíz misma, el propio
hombre concreto. El abstracto “Hombre” del idealismo es una pura entelequia; sólo existen
los individuos vivamente actuantes y pensantes que no poseen una “naturaleza” apriorística
sino que la elaboran en forma continua y la modifican en el curso de la historia, en la que
cada época constituye un modo determinado de relación social con el mundo natural o, más
exactamente, con los medios para transformarlo y satisfacer las necesidades de los propios
sujetos. Ese modo, señala Marx, está a su vez determinado por “las condiciones en las que
los hombres se encuentran colocados por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la
forma social que existe con anterioridad y que ellos no crean, sino que es hechura de las
generaciones anteriores”. No se trata, entonces, de comprender las épocas a partir del
“Hombre” metafísico, sino de entender en su raíz a los hombres, sus relaciones sociales
objetivas y los conflictos derivados de ellas en función de la época histórica dada. Por
tanto, el problema del hombre, de su vida y su desarrollo sólo puede ser encarado y resuelto
en forma sustancial con los pies bien puestos sobre el firme suelo de la realidad social-
concreta.
En tercer lugar, es un humanismo consecuentemente autónomo: al tomar como
punto de partida al hombre concreto y a la sociedad real, sostiene que los hombres crean a
través de su producción de bienes materiales un mundo propiamente humano dentro del
cual satisfacen de una u otra forma sus necesidades, generan la cultura y la ciencia, se
desarrollan y auto-transforman en función de su interacción con los factores y elementos
objetivos existentes en ese mundo propio. Por tanto, recusa la fantástica intervención de
“fuerzas” o agentes sobrenaturales o extra-humanos que supuestamente regirían la vida del
hombre y de la sociedad. Para la concepción materialista de la historia, el hombre mismo
forja de modo autónomo su humanidad y su destino, crea su propio mundo, perfila cada vez
mejor su libertad y se produce a sí mismo.
En cuarto lugar, es un humanismo combatiente: al precisar científicamente todas las
relaciones en las que el hombre resulta degradado, no se limita a contemplarlas ni se desliza
hacia las prédicas moralistas, sino que arraiga en la práctica misma de la vida social, extrae
de ella conclusiones concretas, señala las causas de tal degradación, promueve su activo
conocimiento real y la lucha tesonera para eliminarlas. Considera absurda la creencia en
fuerzas extra-humanas supuestamente capaces de liberar al hombre de las desgracias que
sufre: a través de su práctica revolucionaria, él debe liberarse a sí mismo, auto-emanciparse,
romper los grilletes de la explotación, la opresión y la alienación. Al elaborar la doctrina
del socialismo, Marx y Engels nunca tuvieron en cuenta ideas supra-históricas acerca de la
igualdad y la justicia, sino que partieron de la realidad de los hechos, de las contradicciones
sociales cuyo desarrollo determina que el socialismo constituya una necesidad histórica.
Diciéndolo con Marx, para el logro de la dignificación real de los hombres “no se trata de
reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de
clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de
establecer una nueva”. Sólo sobre esta base puede comprenderse a cabalidad la teoría de la
lucha de clases y de la misión histórica del proletariado que liberándose a sí mismo libera a
toda la humanidad en procura de edificar una sociedad sin clases.
En quinto lugar, es un humanismo auténticamente universal, integral: al tener como
meta al propio hombre real abarca a toda la humanidad, promueve la solidaridad y la libre
cooperación sociales, y en sus principios está concretamente orientado hacia la consecución
del desarrollo efectivo y multiforme de todos y cada uno de los individuos y de su
personalidad. Por tanto, rechaza el exclusivismo, el egoísmo y el elitismo de la burguesía,
la cual utiliza un “humanismo” abstractamente “universal” para justificar la explotación y
sus intereses particulares, perpetuar su poder sobre el resto de la sociedad y asegurar sus
privilegios. Naturalmente, el humanismo proletario es totalmente ajeno a consideraciones
éticas abstractas, haciendo hincapié en las concretas condiciones sociales susceptibles de
ser transformadas a fondo y orientadas hacia el logro del mayor bienestar posible para todas
las personas en las distintas situaciones históricas. Por estas razones, es estigmatizado y
repelido por una minoría social que medra con las condiciones de explotación existentes y
obtiene obsceno disfrute en ellas, o sea, por las clases dominantes que de hecho se auto-
excluyen del avance hacia la conquista de una vida propiamente humana. Sólo quienes
aspiran a cambiar su situación oprobiosa y están llanos a participar de uno u otro modo en
el proceso de transformación social radical, adhieren a la ética práctica que emana de las
acciones de lucha colectiva y encuentra neta expresión en ellas mismas. Es en esa lucha
donde se va esbozando el hombre nuevo; donde el aislamiento personal cede su lugar a la
cohesión grupal, el individualismo va siendo desplazado por el progresivo desarrollo de la
conciencia de clase, el interés económico privado se debilita considerablemente ante la
solidaridad proletaria, las viejas actitudes y sentimientos son poco a poco reemplazadas por
formas de subjetividad cualitativamente distintas, y los hombres empiezan a comprender
que el “todos” propicia el desarrollo de la individualidad y la personalidad para constituirse
en una inédita calidad humana que los hace cada vez más fuertes y libres. Estas son
premisas de base para conquistar una sociedad que en su existencia y ulterior desarrollo
ofrezca las condiciones necesarias para la realización concreta de los ideales de un nuevo
humanismo, que como realidad efectiva presupone el socialismo.
Finalmente, es un humanismo optimista: partiendo del hombre concreto inmerso en
las relaciones sociales y en los conflictos resultantes de ellas, se asienta firmemente en la
objetiva realidad capitalista, cuyo conocimiento y caracterización científicos hacen viable
la lucha revolucionaria por su transformación y la construcción de una nueva sociedad en la
que los individuos puedan acceder a una vida propiamente humana y donde el hombre no
sea nunca más el lobo del hombre. Con sus geniales y decisivos descubrimientos, Marx
mostró la estructura de la sociedad mercantil, basada en una economía de intercambio de
productos en el cuadro de una división del trabajo entre individuos o grupos productores y
en la que los productos realizan su valor en ese intercambio. Puso a la luz, entonces, la
función objetiva de las clases fundamentales: la clase obrera, cuya fuerza de trabajo crea
mercancías (que con su ingreso en el mercado crean, a su vez, un valor superior al suyo
propio); y la burguesía (plasmada históricamente con la acumulación primitiva del capital y
los factores acompañantes: la disolución de los señoríos feudales, la violenta expropiación
de los campesinos y su conversión en proletarios, la generalización de las relaciones
mercantiles, etc.), que compra esa fuerza de trabajo, se apropia de hecho y sin límite alguno
de los productos y, más allá de lo que es producido, de todos los objetos y servicios y de la
totalidad de las manifestaciones humanas. Marx desentrañó así el “misterio” de la plusvalía
y, por tanto, del beneficio, de la acumulación capitalista y del poder de la burguesía. Y al
demostrar el carácter histórico del modo de producción burgués, abrió el camino y sentó las
bases para la modificación social real dejando atrás el pesimismo, las fantasías utopistas y
las ilusiones de “mejoramiento” de lo existente mediante simples reformas. Sin embargo,
no dejó de enfocar a plenitud la alienación y la deshumanización que afectan al conjunto
social, rechazando toda resignación ante ellas y propugnando su superación efectiva a
través del cambio radical de las relaciones sociales que generan tales fenómenos negativos,
y no como una “cuestión de fe” sino como una profunda convicción científica apoyada en
hechos objetivos y por completo verificables empíricamente.
Desde el rescate revolucionario del hombre real, Marx y Engels nunca dejaron de
referirse al modo en que las relaciones sociales propias de la sociedad burguesa brutalizan
la esencia histórico-concreta del hombre como ser perteneciente a una especie que produce
conscientemente las condiciones de su propia vida, enfatizando siempre en el antagonismo
que en el plano teórico opone la concepción materialista de la historia a toda modalidad de
“humanismo” abstracto-especulativo y reivindicando así un humanismo real: el humanismo
proletario. A la vez, ambos tenían plena conciencia de que tal humanismo era incompatible
con la explotación y las relaciones clasistas y de que, por consiguiente, no podía alcanzar
realización en los marcos del capitalismo, sino dentro de una sociedad de nuevo tipo donde
los hombres desplegaran una existencia liberada de servidumbres objetivas y subjetivas.
Esa sociedad, en la que la expoliación y las clases quedaban abolidas, era el comunismo ya
nunca más concebido como inalcanzable ideal o lejana utopía elaborada por la “buena
voluntad” de las personas, sino como concreto movimiento de la historia que hacía posible
el logro y despliegue de la auténtica humanidad de los hombres. Por tanto, el humanismo
proletario, socialista, estaba y está íntimamente engarzado con la lucha para cancelar el
capitalismo y crear las premisas objetivas de una humanidad socializada, es decir, de una
sociedad realmente humanista.
El individuo y la sociedad
Luego de este paréntesis, extenso pero necesario, hay que reiterar que la decisiva y
total recusación de la antropología abstracta y el humanismo especulativo realizada por
Marx y Engels desde la perspectiva de la clase obrera revolucionaria no significó, en modo
alguno, eliminar en la concepción materialista de la historia y en el terreno de la teoría a
los individuos concretos, sino más bien mostrarlos como seres reales en sus relaciones
objetivas y como protagonistas en la vida social, borrando así al fantasmagórico “hombre
en general”, el hombre aislado que supuestamente existiría al margen de las relaciones
sociales, de las clases y sus luchas , es decir, fuera de la sociedad. Estos aspectos deben ser
enfatizados porque son casi innumerables las interesadas tergiversaciones orientadas a
difamar al materialismo dialéctico e histórico. Tales trastrueques (y muchos otros más) ya
se perpetraban en vida de Marx y Engels, y por ello este último los marcó a fuego en el
Prólogo al Libro III de El Capital: “cuando se quiere desentrañar problemas científicos,
primero hay que saber leer los textos que se utilizan en el sentido en que su autor los ha
redactado y, sobre todo, sin añadir cosas que no están en ellos”.
Comprender materialistamente la historia significa, ante todo, asumir que la vida
social surge y se desarrolla de acuerdo con determinadas leyes objetivas que operan con
independencia de la conciencia y la voluntad de los individuos. Esas leyes tienen un
carácter necesario-universal en lo que concierne a la existencia humana en su íntimo y
dialéctico nexo con la naturaleza; y, a la vez, un carácter necesario-específico en tanto
corresponden a las particularidades del modo de producción históricamente dado que, en
última instancia, determina la conciencia social y la singularidad de las necesidades
materiales y espirituales de los sujetos como agentes directos del proceso de producción
social. Sin embargo, todo esto no significa que las leyes del desarrollo social operan por sí
mismas y al margen de las personas, puesto que están conformadas por un infinito número
de acciones colectivas e individuales, actúan como la sumatoria y resultado general de ellas
y, por tanto, poseen índole estadística. En otros términos, en cada sociedad antagónico-
clasista las leyes específicas constituyen tendencias sociales de funcionamiento y desarrollo
que se configuran objetivamente dentro de la producción y en las relaciones entre las
clases, o sea, aunque emergen del quehacer vital de los individuos no pueden ser reducidas
a sus acciones particulares y son pasibles de modificación a través de la lucha de clases por
la acción colectiva de los propios hombres. Así, pues, debido a su modo de existencia la
actividad del hombre tiene siempre un contenido social-concreto y el uso de los frutos de la
misma posee un carácter socialmente definido, por lo que las leyes de la sociedad del caso
expresan en forma concentrada el conjunto de condiciones dominantes en la vida de los
individuos, conformándose como tales en calidad de tendencias que adquieren la fuerza de
necesidad histórica. Por consiguiente, la concepción materialista-histórica de la forma dada
de vida social otorga a dicha forma la condición de elemento primordial, decisivo y
condicionante en la configuración de los sujetos como tales, pero de ningún modo los hace
desaparecer como seres procedentes de la naturaleza y ligados a ella de manera inseparable
ni menos aún como personas, estableciendo así el nexo dialéctico entre la esencia humana
objetiva como conjunto de las relaciones sociales y las formas histórico-concretas de la
individualidad.
Marx explicaba que, mediante su actividad, el hombre crea un mundo propio, una
“segunda naturaleza” donde “la existencia de las gentes es el resultado de un precedente
proceso por el que atravesó la vida orgánica; sólo en determinada etapa de ese proceso el
hombre se hace hombre”. Y todo el caudal de las ciencias ha demostrado que en el curso
mismo de la evolución biológica se fueron preparando las condiciones necesarias para la
emergencia de un tipo nuevo y cualitativamente superior de desarrollo, es decir, para el
surgimiento del hombre y de la evolución social. Esto es así porque el proceso de desarrollo
de la materia (por lo menos en nuestro planeta) no consiste en la superposición mecánica de
niveles estructurales y organizativo-funcionales desconectados entre sí; sino que constituye
un proceso dialéctico en el que cada nivel de calidad nueva y superior emerge del anterior,
ensamblándose así la continuidad y la ruptura, o sea, la conservación de elementos del
antiguo nivel pero reestructurados, superados y subordinados por las leyes del nuevo nivel.
El hombre es el producto superior del desarrollo del mundo material y en su estructura
corporal existen elementos propios de los niveles inanimado y orgánico regidos de modo
inevitable por aspectos de las leyes correspondientes a tales niveles, pero tales elementos y
aspectos están subsumidos, integrados en forma diferenciada y subordinados por las leyes
del nivel social y cultural, jerárquicamente superiores y de carácter decisivo para asegurar
la modalidad específicamente humana del proceso evolutivo. Por ello, como puntualizó
Engels, en última instancia el ser humano “es, de una parte, el producto de su organización
innata y, de otra, el fruto de las circunstancias (sociales) que rodean al hombre durante toda
su vida”.
Así, pues, desde la alborada del surgimiento del hombre su organización corporal
(posición erecta, órganos de los sentidos en reestructuración, uso instrumental de la mano,
complejización cerebral, metabolismo específico, etc.) constituyó la “base natural” de la
historia humana al crear las posibilidades y condiciones para la existencia de la actividad
laboral colectiva, propiciar su despliegue y, por tanto, hacer factible la emergencia de la
sociedad y su desarrollo. En el momento inicial de la formación del hombre, la naturaleza
de éste (la esencia social humana en muy lento proceso de configuración) estaba
conformada por cierto conjunto de necesidades y disposiciones primarias para satisfacerlas,
establecidas en forma de rústicas orientaciones para sobrevivir; pero el desarrollo del
trabajo, la comunicación y otras formas de nexos entre los individuos fue afianzando la
vida y actividad colectivas, generando la cultura, haciendo surgir variadas capacidades que
a su vez podían formarse mediante la educación y consolidando el vínculo orgánico entre el
sujeto y su colectividad, relación que fue adquiriendo un tipo específico en cada una de las
formaciones económico-sociales de clases antagónicas. El propio curso objetivo de la
evolución socio-cultural fue, pues, marcando el hecho de que el individuo y la sociedad no
pueden existir por separado, cada cual por su lado, sino en dialéctica e irrompible unidad;
y, a la vez, ese mismo curso estableció la caracterización real de la esencia humana como el
conjunto de las relaciones sociales. Obviamente, las necesidades y tendencias que de modo
usual motivan la actividad de los sujetos constituyen su base natural o la naturaleza de su
individualidad, pero ésta siempre existió sólo dentro de la sociedad y nunca en estado
“puro” ajeno a la influencia formativa del medio social, ni inmovilizada, fijada de una vez
para siempre y exenta de cambios, sino en transformación histórica correlativa a las
modificaciones cualitativas de la estructura social dada y sus inherentes relaciones.
Sin embargo, antes de Marx y Engels numerosos y diversos pensadores concebían al
hombre en forma atomizada y aislado de sus reales condiciones sociales de existencia. Ellos
creían que cada individuo llevaba “en sí” de modo innato una “esencia humana” ahistórica,
el “hombre como tal”; y que la sociedad y los nexos entre los sujetos dentro de ella eran
sólo la manifestación aleatoria de esa “esencia” metafísica, constituyendo un elemento
puramente convencional, por completo externo a los hombres y a su vida objetiva. Como
resultado de esta apreciación, el individualismo fue considerado como el único medio para
la auto-afirmación de la realidad humana, en oposición radical a todo lo social. Quedó
instalada, entonces, la ilusión que hacía aparecer a los individuos existiendo separados e
independientes unos de otros; y que presentaba a la sociedad como fruto de un ocasional
“acuerdo racional” entre ellos, o sea, como elemento secundario y superficial sin incidencia
significativa en su existencia. Esta representación ilusoria concordaba a plenitud con los
intereses de la burguesía, que la convirtió en dogma, la difundió ampliamente en todos los
sectores sociales merced a su dominio ideológico y la utilizó de múltiples modos en la
teoría y la práctica para justificar y consagrar hacia la “eternidad” su condición de clase
propietaria. El serio y crucial problema de las relaciones reales entre el individuo y la
sociedad fue enviado al limbo, permaneciendo irresuelto en su totalidad hasta que Marx y
Engels se encargaron de solucionarlo científicamente.
La dilucidación materialista-histórica de ese problema desmanteló todas las fantasías
idealistas que nublaban su comprensión objetiva y puso a la luz el carácter histórico de la
formación económico-social burguesa, su contenido de clase y, por ello mismo, el tipo de
relaciones basadas en la explotación y sojuzgamiento de las grandes mayorías sociales.
Además, la solución aportada por Marx y Engels resultó de importancia cardinal porque
remarcó como vital necesidad la transformación profunda de la sociedad para hacer factible
el desarrollo auténticamente humano del propio ser humano, la realización concreta de
todos y cada uno de los individuos conformantes de la especie. No fue por azar o capricho,
entonces, que desde el momento mismo de su irrupción histórica el marxismo fuese visto
con odio y temor por la burguesía y considerado como un absoluto y mortal peligro que
debía ser eliminado a toda costa. De allí la permanente multiplicación de los reaccionarios
ataques y calumnias no sólo contra la ideología del proletariado para desacreditarla, sino
también contra las organizaciones socio-políticas y culturales que hallaban su norte en ella.
Así, dentro de la ofensiva ideológico-política burguesa la cuestión de las relaciones
individuo-sociedad adquirió particular importancia para atribuir falsamente al marxismo el
“endiosamiento de lo social”, el “aplastamiento de la individualidad” y el rebajamiento del
individuo a la vulgar condición de sumiso autómata. Desde la más simple objetividad, tales
infamaciones resultaban por completo insostenibles al ser confrontadas con los textos y las
formulaciones reales de Marx y Engels, por lo que los ideólogos de la burguesía se vieron
obligados de inicio a recurrir arteramente a otras “fuentes”. Entre ellas y de modo especial
ya en la época del imperialismo, a los absurdos criterios mecanicista-economicistas de
cierta corriente dogmática que, desde posiciones oficiales, se atribuía a sí misma la
condición de “marxismo auténtico”. En las opiniones de esta corriente, estaban velados y/o
distorsionados los vínculos dialécticos entre el individuo y la sociedad para separar y
oponer artificialmente a ambos, privilegiando de modo reduccionista y unilateral “lo social”
(encerrado dentro de “lo económico”) en aras de un “colectivismo” donde las personas
serían apenas simples elementos anónimos y pasivos de una vasta urdimbre social. Así,
para tan montaraz corriente, que de hecho despersonalizaba al ser humano con el pretexto
de preservar la “pureza ideológica” de la “doctrina”, cualquier aproximación teórica al
individuo real implicaba rendir tributo al “individualismo burgués” y toda alusión al valor
objetivo de las personas significaba “apoyarse en la ideología religiosa”.
En su tiempo, Marx calificó como “vulgares” los puntos de vista similares a los de
esta corriente que precisamente por su carácter rudimentario significaban un exacto anillo
para el dedo burgués, siendo asumidos como verdades reveladas por los pensadores y
publicistas reaccionarios (y también por ciertos “progresistas”) para atacar al marxismo y
regocijarse acusándolo de constituir una suerte de “colectivismo mental” que considera
irrelevantes la individualidad y la subjetividad, de representar un “crudo objetivismo” y, en
fin, de no ser otra cosa que una expresión más de “sociologismo” y “economicismo”. En
sus ataques, los ideólogos burgueses retomaban en esencia los rancios argumentos del
humanismo abstracto-especulativo que coloca en el centro al individuo aislado y ahistórico,
adobando en forma diversa esos desvaríos (por ejemplo, con los del “personalismo”
católico a lo Emmanuel Mounier) para presentarlos como “alternativa” a un marxismo
caricaturizado y convertido a placer en una “concepción deshumanizadora” del hombre.
Obviamente, con la pretensión de descalificar la práctica política revolucionaria a la que el
marxismo conduce, tendían un espeso manto sobre las innumerables referencias de Marx a
los hombres como individuos histórico-concretos vinculados entre sí por objetivas y
necesarias relaciones sociales, es decir, considerados no como entes aislados de carácter
abstracto, místico-religioso o puramente psicológico, sino en su calidad de reales agentes
activos de funciones sociales históricamente determinadas, de representantes generales de
las clases sociales en lucha .
Al respecto, y con total pertinencia, González Casanova ha subrayado un hecho
esencial: “En la Europa de mediados del siglo XIX, Marx hizo un descubrimiento que
cambió el curso de la historia. Puso en el centro de su investigación las relaciones, en vez
de los sujetos y objetos característicos del pensamiento idealista que lo precedió. De las
relaciones destacó una: la relación de explotación, directamente ligada a la de propiedad de
los medios que sirven para producir. La encontró en distintos modos de producción:
asalariada en el capitalismo, servil en el feudalismo, esclava en el Mediterráneo greco-
romano, despótica y aldeana en la antigua Asia” (36). Tal relación principal es la que
determina el discurrir de la vida y actividad del individuo en las formaciones sociales de
clases antagónicas. Con ese descubrimiento, Marx resolvió definitivamente el problema de
los nexos entre individuo y sociedad: sin mella alguna de su condición de ser humano
actuante y pensante, el individuo concreto depende de la sociedad concreta en la que se
inserta y está dialéctica e inseparablemente ligado a ella, por lo que debe ser apreciado y
valorado en el nivel de importancia de las relaciones sociales.
Esto fue puesto muy en claro en la VI Tesis sobre Feuerbach, aunque no faltan
quienes la tergiversan “interpretándola” de modo superficial o ambiguo, con carencia de
rigor analítico o interesadamente, para llevar agua a su propio molino. En todo caso, la
ubicación en plano primordial de las relaciones sociales hecha en esa Tesis no significa de
ninguna manera reducir al mínimo ni eliminar la importancia del individuo. En ella, y en su
engarce interno con las demás Tesis, las relaciones sociales no están reducidas a simples
relaciones económicas, ni tampoco la sociedad se presenta diluida en una indefinida inter-
subjetividad. Las relaciones sociales tienen como base las relaciones histórico-económicas
de producción (que son relaciones entre las clases), pero no se reducen a ellas sino que
también abarcan necesariamente las relaciones súper-estructurales: políticas y jurídicas,
ideológicas y culturales, constituyendo estas últimas la “vida espiritual”, el pensamiento
entendido como relación social. Por tanto, implican de modo necesario la presencia y la
relevante actividad de los individuos.
Ya en La ideología alemana estaba nítidamente expresado que el “secreto” del
individuo civilizado no reside en una imaginaria “naturalidad” en sí misma (37), sino en
aquella humanidad objetivada que constituye el conjunto de las relaciones sociales. Y
también que, precisamente, sólo con la asimilación siempre personal del conjunto de las
relaciones sociales el individuo hace de sí mismo un ser humano desarrollado de modo
histórico: la apropiación siempre individual de la esencia humana es lo que determina que
cada sujeto sea un ser humano, de modo que el desarrollo histórico de éste constituye el
único “fin en sí mismo de la historia”. Por ello, para Marx y Engels el único sentido que
tiene la historia es aquel que los hombres le proporcionan haciendo del libre y pleno
desarrollo de cada individuo un fin en sí mismo; y en el Manifiesto Comunista señalaron
enfáticamente que en la futura sociedad sin clases el libre desarrollo de cada persona será la
condición del libre desarrollo de todas las demás, y viceversa.
Pero el temor y el odio de los explotadores, sus ideólogos y sus publicistas hacia el
marxismo no tienen límites y buscan por todos los medios estigmatizarlo tratando de
“demostrar” lo indemostrable tergiversando claras formulaciones e “interpretándolas” de
modo antojadizo. Un ejemplo de ello es la manipulación tramposa de lo apuntado por Marx
en el Prólogo a la primera edición alemana de El Capital: “No he pintado de color de rosa
ni al capitalista ni al terrateniente. Pero no se trata aquí de personas sino en la medida en
que son personificación de categorías económicas, los sustentáculos de determinados
intereses y relaciones de clase”. De esta afirmación se desprendería, según los ideólogos de
la burguesía, que el marxismo no considera al obrero asalariado y al capitalista (agentes
principales del modo de producción burgués) como individuos, como personas, sino sólo
como encarnaciones del trabajo asalariado y del capital, con lo que quedaría “probada” la
“disolución” del individuo en la clase, su “sojuzgamiento” por la colectividad y, por tanto,
el enorme “desprecio” por el hombre y el rechazo al “humanismo”. Sin embargo, esos
ideólogos pasan por alto con malicia que el subtítulo del texto de Marx es Crítica de la
Economía Política, indicando así su índole de estudio de la estructura económica de la
sociedad capitalista como etapa del desarrollo histórico-social. Es, pues, la investigación
acerca de los mecanismos de acción de las leyes objetivas que expresan el carácter de los
procesos económicos y sus tendencias principales en tal sociedad. De allí que el nivel del
análisis económico de la vida y actividad en el capitalismo tenga que hacer abstracción
científica del hombre considerado integralmente y que, por consiguiente, los individuos
sean presentados en calidad de “personificaciones” del sistema de relaciones económicas
operantes.
En el Libro II de El Capital, en el análisis de las contradicciones internas de la ley
de la tendencia decreciente de la cuota de beneficio, está muy claro que “el proceso
capitalista de producción consiste esencialmente en la producción de plusvalía,
representada por el producto excedente o por la parte alícuota de las mercancías producidas
en que se materializa el trabajo no pagado. No debemos olvidar nunca que la producción de
esta plusvalía (y la reversión de una parte de ella en capital, o sea, la acumulación,
constituye una parte integrante de esta producción de plusvalía) es el fin inmediato y el
motivo determinante de la producción capitalista. Por tanto, no debe presentársela como lo
que no es, o sea, como una producción que tiene como fin inmediato el goce o la creación
de los medios de goce del capitalista. Hacerlo así sería prescindir de su carácter específico,
que se manifiesta en toda su estructura interna”. Por consiguiente, si el fin del capital es la
generación de ganancia, y de ningún modo la satisfacción real de las necesidades humanas,
entonces la propia acción de los mecanismos del sistema reduce a los hombres a la
condición de portadores de las categorías económicas y ello se refleja en la correspondiente
teoría económica burguesa que excluye de su campo al individuo concreto y sólo lo ve
como agente social abstracto de la producción. “Olvidar” este hecho objetivo o no tenerlo
en cuenta, “culpando” a Marx por mostrar científicamente la realidad capitalista, significa
ignorar las características del sistema mismo y de su reflejo teórico-burgués, a la vez que
evidenciar estolidez o mala fe extrema. Además, Marx siempre consideró que la economía
política era uno de los componentes de su doctrina, pero no el único; y, por ello, jamás
restringió sus análisis a un terreno delimitado estrictamente por las categorías económicas,
ni dejó de lado los procesos vinculados a la vida individual como si fueran ajenos al estudio
científico del capitalismo. Los análisis marxianos abarcan no sólo la explotación económica
y la extracción de plusvalía, sino también las formas de dominación política, la teoría del
poder, la red de mecanismos de sujeción de las subjetividades y la cultura. Y hay algo por
completo evidente: él nunca se propuso elaborar El Capital como un tratado puramente
antropológico.
En El Capital se constata el elevado nivel de abstracción científica de los análisis
económicos, pero en ellos de ningún modo está excluida la presencia permanente del
hombre concreto, y las referencias y exámenes circunstanciados al respecto son más que
abundantes. Para citar sólo algunos, la brutal expropiación de los trabajadores del campo y
la génesis del granjero capitalista en el proceso de acumulación primitiva del capital, la
explotación salvaje de los obreros industriales, la deformación física y mental de los
trabajadores producida por el maquinismo, la criminal incorporación de niños pequeños,
adolescentes y mujeres en la producción fabril, la terrible tragedia de la miseria popular y el
sufrimiento de las personas, la codicia empresarial, etc. En El Capital se demuestra sin
atenuantes que la naturaleza particular de la producción capitalista es la generación de
plusvalía; que su principal motor es el afán de obtener la máxima rentabilidad y nunca la
satisfacción de las necesidades reales del hombre; que la sociedad burguesa promueve el
desarrollo unilateral de determinadas capacidades humanas requeridas por la producción
considerada como un fin en sí mismo y la correspondiente creación de nuevas necesidades
(en gran medida superfluas) que son transformadas en fuente adicional de lucro con total
omisión de la personalidad del hombre y de su formación integral y armónica. Que en el
capitalismo el ser humano carece de valor por sí mismo y es visto sólo como agente de la
producción, la cual se realiza únicamente para incrementar la riqueza cosificada; que el
trabajo del hombre, el proceso vivo de su actividad, está subordinado al trabajo anterior,
vaciado y petrificado en los medios productivos materiales; y que éstos (bajo la forma de
propiedad privada concentrada en manos de los capitalistas) se hallan separados del
productor directo y se oponen hostilmente a él, de modo que el trabajo muerto y cosificado
en los medios de producción asume poder y aplasta al trabajador. Por tanto, el cacareado y
ficticio “anti-humanismo” con el que se pretende descalificar al marxismo no está en su
teoría revolucionaria, que describe y explica los mecanismos internos de la producción
capitalista y sus efectos letales sobre los hombres, sino que el anti-humanismo real se halla
en todos los niveles e instancias objetivas y subjetivas de la propia sociedad burguesa.
Marx jamás quedó aprisionado en el análisis estrechamente económico e incluso en
sus trabajos científicos más centrados en la economía nunca dejó de lado la situación real,
las necesidades concretas y los intereses objetivos del proletariado y de las grandes masas
humanas. Si en su teoría económica retuvo, en sentido estricto, la funciones de los hombres
como representantes de relaciones económicas, no dejó de señalar en los Grundrisse que
“los individuos, es verdad, se presentan sólo como sujetos de este proceso (de producción
burgués), pero mantienen igualmente relaciones entre sí, que reproducen de manera ya sea
simple o amplia. Paralelamente al mundo de la riqueza que crean, renuevan por tanto su
propio proceso en movimiento constante”. Y en el conjunto de su teoría (fundamentada en
el materialismo histórico) examinó la vida y la actividad globales de los individuos en la
sociedad burguesa. Así, al poner en evidencia la esencia antagónica del capitalismo reveló
lo que tal sistema representaba en términos de progreso, pero también de atroz costo
humano y social; mostró cómo y por qué existían pocos beneficiarios e innumerables
víctimas en esa etapa de encarnizadas confrontaciones de clase en el desarrollo histórico;
excluyó drásticamente cualquier crítica romántica del estado real de cosas y las sentencias
moralistas al uso sobre la situación de los individuos; rechazó las consideraciones
humanistas abstractas, valoró clasistamente el proceso social y luchó sin vacilaciones por el
avance y la emancipación de la clase obrera y todos los sectores oprimidos. Resulta falso y
absurdo, entonces, sostener que se “olvidó” del hombre concreto y lo “sacrificó” en aras de
“esquemas generales de la Historia”, cuando por el contrario el “elemento antropológico”
está siempre presente en su obra y su peso específico se acrecienta al pasar de la economía
política del capitalismo al socialismo científico.
Entender correctamente los escritos económicos de Marx, en particular El Capital y
los Grundrisse, implica ir mucho más allá de la mera reconstrucción fría e impersonal de un
abstracto andamiaje de categorías económicas; y significa abrir todas las vías para percibir
en forma nítida y permanente el nexo orgánico entre las modalidades de funcionamiento
objetivo de la estructura de relaciones capitalistas de producción y sus efectos sobre la vida
y la actividad de los individuos reales del sistema. Además, como certeramente lo ha
puntualizado M. Caveing, si en El Capital, los Grundrisse y otros trabajos Marx hubiera
presentado a los hombres única y exclusivamente como categorías económicas, le habría
resultado por completo imposible referirse allí a la alienación que los aplasta. Por el
contrario, en tanto los consideró también en su condición de personas reales, de individuos
concretos, todos los procesos económicos fueron por igual interpretados como procesos de
la vida individual y el desarrollo histórico de la sociedad fue visto como desarrollo del
hombre social, es decir, como antropogénesis social que incluye el fenómeno de la
alienación en calidad de contradicción interna fundamental.
Basta, pues, con pasar revista a cualquiera de los escritos de Marx y Engels para
comprobar que, en toda circunstancia, el análisis de los fenómenos y procesos económicos,
socio-políticos, ideológicos y culturales remite indefectiblemente a los individuos concretos
implicados en ellos. Para ambos, en general, todo proceso o relación económico-social
pone en juego las fuerzas físicas, las capacidades psíquicas y la creatividad de las personas,
por lo que las categorías y conceptos económicos poseen siempre un aspecto antropológico
ya que “la fuerza productiva principal es el hombre”. Por otra parte, en base a un profundo
análisis sobre el significado de la creciente irrupción de la ciencia en la producción, Marx
descubrió en el desenvolvimiento capitalista de la Inglaterra victoriana la tendencia
dominante de la historia contemporánea hacia el desarrollo integral del individuo
trabajador y, por tanto, pensó el comunismo en términos de autonomía solidaria de sus
protagonistas, en oposición a la heteronomía aislante del capitalismo, señalando que “la
emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”. Así, como remarca
Isabelle Garo, para el marxismo luchar contra la explotación y el sojuzgamiento de las
masas humanas en la perspectiva de conquistar una nueva sociedad y comenzar a destruir la
objetiva alienación histórica que aplasta a los hombres, implica la más intensa activación de
la iniciativa emancipadora de cada individuo, debido a que la configuración de la
subjetividad colectiva como un “todos” de calidad histórica inédita sólo puede tener lugar
en tanto se produce la individualización creciente de los sujetos que elaboran su propia
conciencia crítica y participan en la lucha social revolucionaria sin que nadie los fuerce a
intervenir en ella.
El interés primordial de Marx siempre estuvo centrado en los hombres concretos que
hacen la historia, en la capacidad creativa de los individuos y en los factores determinantes
que moldean y regulan su actividad. En el Libro I de El Capital, criticó radicalmente el
productivismo capitalista basado en el criterio de que la producción cada vez más creciente
de mercancías es el objetivo fundamental de la economía y de la sociedad en detrimento del
bienestar y el desarrollo de las personas, es decir, desmontó los mecanismos del fetichismo
de la mercancía cuyo resultado radica en que “la producción y sus relaciones gobiernan al
hombre en vez de ser gobernadas por él”. Con tal productivismo, el capitalismo no sólo
asfixia las fuerzas físicas y mentales del trabajador al someterlo a un agobiante régimen
laboral y a una vida sin horizontes de progreso, sino que también agota las fuerzas propias
de la naturaleza al conducir a la depredación de sus recursos. Por tanto, en la nueva
sociedad surgida de la superación revolucionaria del capitalismo el objetivo fundamental no
será producir una cantidad infinita de bienes prolongando el embrutecedor consumismo
burgués, sino lograr a través de la racionalización de la producción y la reducción
progresiva de la jornada de trabajo (entre otros aspectos) que los individuos cuenten con el
suficiente tiempo libre para participar activamente en la vida política y social; disfrutar de
los logros y ventajas de la cultura y la ciencia; estudiar y auto-elaborarse de modo
coherente; cualificar su pensamiento, sus sentimientos y sus acciones; integrarse a fondo en
su colectividad; dar curso apropiado a su creatividad; y desarrollarse en forma multilateral
y a plenitud. Con el despliegue del cualitativamente nuevo modo de producción, la
adecuada satisfacción de las necesidades reales de las personas tendrá que ir ocurriendo al
margen de las “leyes del mercado”, dejando atrás el dominio aplastante del dinero, la
producción al infinito de mercancías inútiles y el unilateral y restringido desarrollo de los
individuos.
Y, en fin, para terminar despejando cualquier posible duda al respecto, cabe recordar
lo anotado por Marx en su análisis de los modos productivos pre-capitalistas: “cuán
sublime parece la antigua concepción que hace del hombre (cualquiera que sea la estrechez
de su base nacional, religiosa o política) el fin de la producción, en comparación con
aquella del mundo moderno en la que el fin del hombre es la producción, y la riqueza el fin
de la producción”. “Pero, concretamente, ¿qué será la riqueza una vez despojada de su
forma burguesa todavía limitada? Consistirá en la universalidad de las necesidades, las
capacidades, los disfrutes, de las fuerzas productivas, etc., de los individuos, universalidad
producida en el intercambio universal. Será la dominación plenamente desarrollada del
hombre sobre las fuerzas naturales, sobre la naturaleza propiamente dicha, así como sobre
su propia naturaleza. Será la expansión completa de sus capacidades creadoras, sin otra
presuposición que el curso histórico anterior que hace de esta totalidad del desarrollo un fin
en sí; en otras palabras, desarrollo de todas las fuerzas humanas como tales, sin que sean
medidas por un patrón preestablecido. El hombre no se reproducirá como unilateralidad,
sino como totalidad. No tratará de seguir siendo una cosa que ha sido ya, sino que se
insertará en el movimiento absoluto del devenir. En la economía burguesa y la época
correspondiente, en lugar de la expansión completa de la interioridad humana, es el
despojo completo; esta objetivación universal aparece como total, y el trastorno de todas las
trabas unilaterales como sacrificio del fin en sí a un fin enteramente exterior” (38).
Pues bien y entrando en el meollo de la cuestión central de este apartado, Marx y
Engels rechazaron la “auténtica filosofía del hombre” con la que el idealismo concedía
carácter primordial al individuo portador de una subjetividad absoluta y cuya esencia es
“autónoma”, es decir, independiente de la sociedad y resultado de una “libre y propia”
creación. (Esta ilusión ideológica sigue siendo el estandarte de la gran burguesía. Hay que
recordar a la feroz Margaret Thatcher pontificando con estolidez que “la sociedad no existe,
es una entelequia inventada por profesores, sólo existen los individuos”). Estas creencias
individuo-centristas fueron recusadas de modo terminante para priorizar a la sociedad y sus
relaciones concretas, enfatizar en el análisis clasista de los fenómenos sociales y apreciar el
enfoque social como el único camino acertado y viable para la comprensión científica de la
esencia real del hombre y de su condición objetiva. Al establecer los nexos de dependencia
y subordinación de los individuos con respecto a las estructuras sociales, Marx y Engels de
ninguna manera los expulsaron de la historia, sino que les asignaron científicamente su
lugar objetivo en ella.
Descartando la comprensión abstracta y especulativa del hombre y de la esencia
humana, remitieron tales conceptos a una realidad histórica material e identificaron la base
concreta de existencia de los individuos y de su desarrollo real. Así, para el marxismo el
hombre es por naturaleza un ser social, que se forma como individuo, adquiere y despliega
sus atributos singulares y se configura como personalidad en el seno de una formación
social dada. En calidad de sujeto de la historia, es el producto de las relaciones sociales
histórico-concretas que él mismo crea y en las que vive, actúa y se desarrolla; su fisonomía
espiritual está socialmente condicionada y posee rasgos inherentes y específicos formados
bajo la influencia del conjunto de relaciones sociales existentes (que encuentran reflejo en
determinadas normas jurídicas, morales, estéticas, etc. de la clase en que participa y del
conjunto de la sociedad). El reconocimiento de estas regularidades en la formación del
hombre concreto y en su devenir como personalidad implica, entonces, asumir plenamente
el significado objetivo de las relaciones sociales, las modificaciones históricas de la esencia
humana y las vías reales del desarrollo individual (39).
Refiriéndose a ese hombre concreto, Marx y Engels señalaron que “es evidente…
que la verdadera riqueza espiritual del individuo depende totalmente de la riqueza de sus
relaciones reales”. Sin embargo, tales relaciones individuales están a su vez determinadas
por las relaciones sociales objetivas establecidas con anterioridad, de modo histórico. Al
nacer, al llegar al mundo, las personas “se encuentran ya con sus condiciones de vida
predestinadas, por así decirlo; se encuentran con que la clase les asigna su posición en la
vida y, con ello, la trayectoria de su desarrollo personal; se ven absorbidos por ella. Es el
mismo fenómeno que el de la absorción de los diferentes individuos por la división del
trabajo” (40). De este modo, el hecho concreto de “ser hombre”, o sea, la forma individual
de la humanidad, de ninguna manera es concebible como el factor primario (tal cual lo
presenta la concepción idealista de la historia y aparece espontáneamente ante el sujeto
mismo como ilusión ideológica), sino como secundario o derivado al estar su base objetiva
constituida por el conjunto real, histórico y cambiante de las relaciones sociales.
En otros términos, el individuo nace con la estructura biológica propia de la especie y
porta un caudal de potencialidades susceptibles de convertirse en realidades, pero lo que
determina que ese individuo sea un ser humano está conformado fuera de él, es exterior a
él mismo, existe como relaciones sociales en la sociedad concreta dada. Y como ese
conjunto de relaciones, esa esencia humana es externa al sujeto, es histórica y cambiante,
obviamente no es innata, por lo que para alcanzar la condición de humano cada individuo
está obligado a interiorizarla, debe apropiársela (junto con el patrimonio cultural de la
humanidad) a través de sus contactos con los demás y de su propia actividad. Tiene que
aprenderla desde el momento mismo de su nacimiento a través de (y con el apoyo de) la
educación, la enseñanza y la práctica concreta; es decir, debe asimilar o incorporar esas
relaciones sociales y ese patrimonio cultural para convertirlos en parte ideal y práctica de sí
mismo (41). Esto significa que las peculiaridades y capacidades específicamente humanas
no se transmiten por herencia biológica, sino que el individuo tiene que adquirirlas y
desarrollarlas en el curso de su existencia a través de un activo proceso de apropiación o
aprehensión concreta de la cultura material y espiritual forjada por las generaciones
anteriores en el desenvolvimiento socio-histórico. Sólo de esta forma podrá convertir sus
propias potencialidades particulares, singulares, en realidades objetivas y desplegarlas para
definirse a sí mismo como personalidad única e intransferible.
Así, no obstante toda su importancia, el individuo no es el verdadero punto de partida
porque la sociedad no está compuesta de individuos aislados: aún en su condición de seres
sociales, los individuos no son los elementos primordiales de la estructura social, ya que la
esencia del hombre se encuentra objetivamente en las relaciones sociales. Como anota M.
Caveing, “la esencia humana es exterior a los individuos: no solamente ella no está ‘en’ los
individuos, sino que tampoco tiene la forma de la individualidad. Este descentramiento del
individuo humano respecto de su esencia de hombre significa que en modo alguno la
esencia humana inhiere de manera natural al individuo, sino que, por el contrario, éste debe
apropiarse de ella, de este conjunto histórico de relaciones sociales en las que consiste toda
la realidad de su esencia. Pero también significa que las relaciones sociales, que constituyen
la esencia humana real, dominan soberanamente sobre el desarrollo personal de los
individuos, determinando su deformación o su despliegue” (42).
Por consiguiente, de inicio Marx y Engels excluyeron cualquier psicologización de
la sociedad para enfatizar en la sociabilidad y la socialización fundamentales de los
hombres que, en su calidad de seres sociales, son el resultado de la historia, y no su punto
de partida. Esto no niega el hecho de que son justamente los individuos quienes construyen
la historia, pero lo hacen únicamente en el marco de las relaciones sociales concretas que
establecen entre sí fundamentalmente para crear sus medios de existencia y que cambian
con el avance de las fuerzas productivas que, a su vez, son también productos históricos. En
esta línea concepcional, para Marx y Engels una ciencia antropológica no podía tener lugar
sino sobre la base de la ciencia de la historia; y, al mismo tiempo, la ciencia de la historia
resultaba imposible sin elaborar a la vez la teoría de la producción material histórica de los
individuos. Esta dialéctica interconexión teórico-objetiva estaba determinada por el hecho
concreto de que tal producción material histórica de los individuos no constituye una suerte
de subproducto de algún modo contingente con respecto a la historia misma, sino más bien
un elemento que está integrado en ella de múltiples maneras como momento esencial (43).
Marx y Engels nunca dejaron de puntualizar que, como parte de las relaciones
sociales preexistentes al individuo, las relaciones de producción son nexos esenciales que
se establecen colectiva e históricamente de modo imprescindible para generar los medios de
existencia de los hombres y en las que éstos hallan de antemano determinado su proceso de
vida real. A la vez, siempre pusieron en claro que el desarrollo de las fuerzas productivas en
el curso de la historia ha significado también el desarrollo de las capacidades y habilidades
de los individuos. Por tanto, el concepto materialista histórico de hombre remite a la
objetividad relacional de la vida social y al correspondiente desarrollo físico, psicológico y
cultural del individuo, en oposición plena a la ilusión ideológica del sujeto aislado y a la
reducción idealista del ser humano a una subjetividad abstracta, desgajada por completo del
gran marco de la realidad histórica. En términos dialécticos, “la historia social de los
hombres nunca es otra cosa que la historia de su desarrollo individual, sean o no
conscientes de ello. Sus relaciones materiales son la base de todas sus relaciones. Estas
relaciones materiales son sólo las formas necesarias en que se realiza su actividad material
individual” (44).
Desde una perspectiva científica, estas formulaciones están alejadas por completo de
antinomias lógicas, razonamientos circulares o cualquier reduccionismo, constituyendo
objetivamente el encaramiento dialéctico de las relaciones entre el individuo y la sociedad.
De allí que, desmenuzando la ilusión ideológica del individuo aislado, Marx señalara en los
Grundrisse que en la sociedad burguesa, “en la cual reina la libre competencia, el individuo
parece emancipado de los lazos naturales y de otros vínculos que, en épocas anteriores de
la historia, lo mantenían en el seno de un conglomerado humano preciso y bien delimitado.
Este individuo del siglo XVIII es producto, por una parte, de la disolución de las formas
sociales del feudalismo y, por otra, de las fuerzas productivas nuevas surgidas desde el
siglo XVI. Para los profetas del siglo XVIII, que todavía consideran que Smith y Ricardo
encarnan todas las ideas, este individuo aparece como un ideal cuya existencia pertenece al
pasado. No constituye para ellos el resultado de la historia, sino su punto de partida. No es
una creación de la historia, sino un hecho natural, conforme a las ideas que ellos se hacen
de la naturaleza humana. Esta mistificación ha sido hasta ahora el caso de toda nueva
época”.
En consecuencia, “Sólo en el siglo XVIII, en la ‘sociedad burguesa’, es cuando los
diversos vínculos sociales representan para el individuo simples medios para alcanzar sus
fines particulares, como una necesidad exterior. No obstante, la época que crea esta
concepción del individuo aislado es precisamente aquella en la cual las relaciones sociales
(convertidas en generales a este nivel) han alcanzado el más alto grado de desarrollo. El
hombre es, en el sentido más literal, un zoon politikón (animal político); no sólo es un
animal social, sino también un animal que no puede individualizarse sino dentro de la
sociedad”. “Concebir que el lenguaje puede desarrollarse sin individuos vivientes y
hablando entre sí no es menos absurdo que la idea de una producción realizada por
individuos aislados fuera del ámbito de la sociedad”. Por consiguiente, “la sociedad no se
compone de individuos (aislados); expresa la suma de relaciones y de condiciones en las
cuales se encuentran estos individuos los unos respecto a los otros”. “Esclavo y ciudadano
representan determinaciones sociales, relaciones entre los hombres. El individuo A no es
esclavo como hombre: es esclavo en y por la sociedad”. De este modo, “En el mundo
moderno, las relaciones personales se derivan pura y simplemente de las relaciones de
producción y de cambio”, por lo que en cada individuo “la universalidad de su desarrollo,
de su disfrute, de su actividad dependen de la economía de su tiempo. En último análisis, a
esto se reducen todas las economías”.
En ligazón estrecha con estas consideraciones, Marx indicaba también el cambio
esencial experimentado en el curso de la historia por los vínculos entre los hombres para
producir sus medios de existencia: “Las relaciones de dependencia personal (primero
enteramente naturales) son las primeras formas sociales en las cuales la productividad
humana se desarrolla lentamente y al principio en puntos aislados. La independencia
personal fundada en la dependencia con respecto a cosas constituye la segunda gran etapa;
se forma por primera vez un sistema general de metabolismo social, de relaciones
universales, de necesidades diversificadas y de capacidades universales. La tercera etapa
la constituye la libre individualidad fundada en el desarrollo universal de los hombres y en
el dominio de la productividad social y colectiva, así como de sus capacidades sociales. La
segunda crea las condiciones de la tercera. Las estructuras patriarcales y antiguas (así como
las feudales) entran en decadencia, en tanto se desarrollan el comercio, el lujo, el dinero y
el valor de cambio, de los cuales la sociedad moderna ha tomado su ritmo para progresar”
(45). Así, las “primeras formas sociales” corresponden a las de la comunidad gentilicia; la
“segunda gran etapa” está referida a las sociedades de clases antagónicas (esclavista y
feudal), sobre todo a la capitalista; y la “tercera etapa” es la del comunismo. En cada una de
estas grandes fases históricas, la esencia humana presenta una fisonomía integral propia del
hombre como ser social y, a la vez, características y rasgos específicos y diferenciales.
Marx mostró, pues, el carácter ilusorio de los criterios idealistas y burgueses sobre
el “hombre en general” (que, además, “son por completo inútiles para la ciencia” porque el
ser humano nunca tiene “necesidades en general”, sino concretas necesidades materiales y
espirituales) y su encarnación en el individuo “natural” y aislado como elemento primordial
de la sociedad (ya que, ante la naturaleza, ese individuo deja de ser hombre para ser apenas
“un animal gregario”). Enfatizó, entonces, en que para entender realmente al ser humano
debe tomarse como punto de partida un determinado carácter del hombre social, es decir,
un carácter dado de la sociedad en que vive y actúa porque la producción y, por tanto, el
proceso de obtención de los medios de vida, siempre tienen un carácter social. El hombre es
un ser histórico-social que examinado al margen de la sociedad, atomizado y solitario frente
a la naturaleza, “no pasa de ser un animal”. Y al poner en evidencia la modificación central
y objetiva en los vínculos entre los individuos en el proceso histórico, Marx ratificó que los
parámetros fundamentales de la esencia del hombre como ser social están determinados por
el conjunto concreto de las relaciones sociales.
Ahora bien, desde la perspectiva del desarrollo histórico la existencia de estructuras
sociales ha sido a la vez el factor determinante de las formas de existencia histórica de la
individualidad. Durante ese proceso, el hombre ha cumplido históricamente un específico
papel social: primero, como miembro de la comunidad gentilicia y, luego, como integrante
de las sociedades esclavista, feudal y capitalista. Por tanto, en las sociedades de clases
antagónicas la peculiaridad social-clasista ha sido (y sigue siendo) la forma social empírico-
concreta de la existencia individual: el hombre ha actuado como amo, esclavo, artesano,
comerciante, señor feudal, siervo de la gleba, capitalista, proletario, pequeño burgués,
terrateniente, campesino, arrendatario, etc. En el sentido del desempeño de un rol social, y
sólo en ese sentido, el hombre histórico-concreto, el hombre como tal, puede ser entendido
como “hombre en general” siempre y cuando esta expresión conceptual posea un contenido
objetivo, ajeno a cualquier consideración abstracto-especulativa, metafísica e intemporal.
La división clasista de la sociedad, condicionada por el nivel de desarrollo de las fuerzas
productivas, constituye, entonces, un escalón en el desenvolvimiento histórico y concreto
de la esencia humana y de la configuración real de los individuos, lo mismo que un nivel
específico de las contradicciones dialécticas inherentes a ambos procesos.
En su concepción del hombre, el marxismo no atribuye al individuo un status
ontológico único y exclusivo, sino que lo considera en su condicionamiento socio-histórico
como elemento orgánico de la sociedad; y aprecia la actividad socialmente determinada,
para transformar la realidad en correspondencia con sus leyes objetivas, como el vehículo
para configurar la esencia humana e impulsar el desarrollo individual. Para decirlo con
Sánchez Vázquez, la historicidad permea la condición del hombre como ser social, de
modo que su socialidad siempre adopta formas histórico-concretas. Ese hombre es por igual
un ser consciente de sí mismo y de sus relaciones con los demás, de su propia actividad y
de sus productos; y su conciencia tiene también formas históricas y concretas (por ejemplo,
la conciencia del obrero ante el carácter alienado de su trabajo o la conciencia ordinaria
que, en la sociedad enajenada, sólo concibe al hombre como creación divina). “El hombre
es, pues, un ser histórico y, por ello, ninguno de sus rasgos esenciales puede ser fijado de
una vez y para siempre, como rasgos constantes e inmutables de todos los sujetos en todos
los tiempos y todas las sociedades. El hombre es un ser consciente, práctico y social, pero
todo ello es un movimiento histórico que no tiene fin y en el curso del cual él se produce a
sí mismo y se auto-realiza. En ese proceso, las características esenciales adoptan formas
concretas que parecen oponerse a esta auto-producción del hombre (como acontece con las
formas de conciencia falsa, de trabajo enajenado y de sociedad egoísta), si bien esas formas
se presentan a juicio de Marx con una necesidad histórica que crea asimismo las
condiciones para su propia superación” (46).
Siguiendo a Marx y Engels cabe, por tanto, asumir dos propiedades fundamentales
de la esencia humana unidas de modo íntimo y dialécticamente contradictorio: por un lado,
su orientación hacia la integralidad y, por el otro, su imperfección y apertura hacia el
futuro. Tal orientación implica el progresivo avance histórico hacia el desarrollo pleno y
multilateral de las capacidades y las fuerzas creativas del hombre, en tanto la imperfección
constituye la premisa para la realización cabal de esa tendencia. Esto equivale a decir que
lo propio del ser humano es precisamente hallarse en movimiento absoluto y que su esencia
no está ya dada definitivamente, sino en proceso de desarrollo. Por ello, ambos sabios
revolucionarios se refirieron de modo constante a los propósitos de su trabajo teórico-
político: contribuir, a través de la emancipación del proletariado, a la liberación de todos los
seres humanos y a la edificación de una nueva y racional sociedad en la que las personas
encuentren las condiciones adecuadas para su desarrollo ascendente. En último análisis, ha
puntualizado Caveing, jamás perdieron de vista la necesidad de los hombres de destruir la
totalidad de servidumbres económico-sociales, políticas e ideológico-culturales que los
aplastan y rebajan su condición humana, incluyendo aquellas de carácter psicológico que
revisten la forma de trabas internas a su desarrollo personal.
Marx y Engels no concibieron ningún “atajo” para el logro de esa liberación: ésta
debe inevitablemente pasar por la transformación revolucionaria de la sociedad antagónico-
clasista y el desarrollo indefinido de las posibilidades de la distinta y cualitativamente
nueva estructura social. La dilucidación y comprensión objetiva y racional de estas dos
condiciones requería de una sólida base teórico-política que presuponía el necesario y largo
proceso de elaboración de la ciencia económica para descubrir las leyes y los mecanismos
de la sociedad capitalista y de la explotación de clase, de la ciencia de la transformación
social y del socialismo científico. En todo esto, era obviamente imposible dejar de lado al
sujeto histórico: el propio hombre, por lo que en el núcleo de dichas elaboraciones estaba
presente, como elemento fundamental y rechazando cualquier tipo de reduccionismo, la
preocupación permanente por establecer las características histórico-objetivas de la
personalidad de los hombres (47). La elaboración científica de la teoría de la personalidad
tiene suma importancia porque ella no puede ser reducida a la teoría de las formas de
existencia histórica de la individualidad. Un determinado sujeto no es caracterizado de
modo suficiente si se le califica, por ejemplo, como “proletario”, “burgués” o “pequeño
burgués”, puesto que tal calificación es sólo una de las formas de su individualidad y lo que
se indica con ella es el resultado de una situación económico-social. En otras palabras, la
noción de forma histórica de la individualidad no coincide estrictamente con la de
personalidad porque un mismo sujeto puede estar en varias situaciones a la vez, es decir,
puede tener en simultáneo diversos status (por ejemplo, puede ser un obrero asalariado que
posee una pequeña parcela agrícola, es activista en el sindicato que integra, forma parte del
equipo que edita el periódico gremial, etc.).
A Marx y Engels el tiempo y sus propias vidas no les alcanzaron para formular de
modo expreso una teoría integral de la personalidad. Sin embargo, en sus diversas obras
multiplicaron las indicaciones críticas sobre la personalidad y particularmente en El Capital
y los Grundrisse es dable hallar, en una ubicación central indicada con toda claridad, una
amplia y coherente concepción materialista histórica del hombre, que sirve de fundamento
a una antropología y un humanismo científicos. Entre el materialismo histórico (ciencia de
la sociedad y las relaciones sociales) y la antropología científica (ciencia de los hombres
reales), reitera M. Caveing, existe una profunda, fundamental e irrompible ligazón teórica y
práctica inscrita con rigor de ley en el propio corazón del marxismo. Y puesto que la
liberación de los hombres no es producto de una transformación moral, de una mutación
psicológica o de una eventual sublevación política, sino el resultado de un largo proceso
histórico-social en el que se activan y evidencian las capacidades y fuerzas creativas de las
individualidades convertidas en energía colectiva para cambiar de modo práctico el mundo,
entonces la teoría de la personalidad está necesariamente integrada en el materialismo
histórico y con fuerte presencia en él, representando una motivación permanente dentro del
conjunto de la investigación marxista, y de ningún modo en términos secundarios,
fragmentarios o marginales (48).
En esta perspectiva, para el marxismo carecen de sustento real las consideraciones
negativas sobre el hombre, típicas de las más diversas doctrinas, teorías y suposiciones
idealistas y mecanicistas en cuya esencia está incrustado el pesimismo histórico. Desde los
albores de la sociedad gentilicia hasta la actualidad, y a pesar de las limitaciones y
deformaciones características de las sociedades de clases antagónicas, el hombre concreto
ha progresado, es decir, ha avanzado paulatinamente de lo simple-inferior a lo complejo-
superior. Históricamente, ha ido conquistando crecientes niveles y grados de libertad en su
actividad modificadora de la naturaleza; ha edificado sucesivas y ascendentes estructuras
sociales ampliadoras y perfeccionadoras de sus posibilidades de conocimiento y acción; ha
logrado enormes conquistas técnicas, científicas y culturales y, con ello, ha diversificado de
modo impresionante el “mundo de las cosas” generado por su propio trabajo; se ha ido
elevando y auto-transformando para adquirir y desarrollar nuevas y cada vez más creativas
capacidades, expandiendo y enriqueciendo en forma continua su subjetividad; ha definido
su individualidad, perfilado su personalidad y logrado notables avances en la comprensión
de sí mismo y de su propio destino al asumirse como sujeto y objeto de la historia.
Objetivamente, pues, el progreso existe, es un progreso general del hombre real. Sin
embargo, en los procesos y fenómenos de la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, el
progreso no es uniforme, sino dialécticamente contradictorio; y en cuanto a la historia
humana, implica cambios cualitativos traducidos en adquisiciones fundamentales, a la vez
que cambios cuantitativos expresados en mermas o decrecimientos relativos. Por eso, ha
señalado Ernesto Giudici, en las sociedades de clases antagónicas el progreso histórico es
real, pero su “distribución” ocurre de modo desigual en función de las diferencias clasistas;
y aunque es usufructuado primordialmente por las clases dominantes, de ningún modo
excluye a las clases subalternas, dominadas y explotadas. De allí que, en los marcos del
capitalismo y con plena conciencia del despojo que sufren los hombres, el proletariado
reivindique para todos ellos los logros materiales, los derechos político-sociales y las
conquistas científico-culturales que, muy lejos de ser privilegios “naturales” de una clase,
son patrimonio de la humanidad; y que, por ello mismo, la clase obrera revolucionaria
postule la radical transformación social y la eliminación de las diferencias de clase para que
el uso beneficioso de dicho patrimonio adquiera universalidad y sirva realmente para el
auténtico desarrollo y bienestar de todas las personas.
En las sociedades antagónico-clasistas, la contradicción entre las fuerzas productivas
y las relaciones de producción ha sido y es la fuerza motriz del avance social y del tránsito
de una formación económico-social a otra de tipo superior. En las condiciones capitalistas,
el gran desarrollo de las fuerzas productivas, la ciencia, la técnica y la cultura implica un
impetuoso despliegue de las capacidades y habilidades humanas; pero ese desarrollo y ese
despliegue encuentran oposición de modo cada vez más creciente y agudo en las relaciones
sociales clasistas que los frenan o los impiden, con lo que esas relaciones (signadas y
dominadas por la propiedad privada, el poder de clase y los aspectos súper-estructurales
inherentes) devienen antagónicas al propio hombre que las ha creado, lo aplastan, frustran y
niegan. Así, objetiva y dialécticamente se registra expansión y avance en el desarrollo de
las fuerzas productivas y, a la vez, constricción y limitación en el desenvolvimiento de las
relaciones sociales. En otros términos, el progreso general del hombre real es dual: existe
avance en términos materiales (con el desarrollo de las fuerzas productivas, de la ciencia, la
técnica y la cultura) y, simultáneamente, pérdida relativa de lo humano (en directo nexo
con la forma clasista de propiedad imperante que sanciona la explotación y la opresión de
los trabajadores y las masas) abarcadora de todos los elementos y aspectos del discurrir del
hombre y de su desarrollo objetivo.
Ahora bien, la historia es la historia del hombre y de su actividad conscientemente
guiada por fines; en buena cuenta, pues, es la del trabajo social y sus productos o cosas
obtenidas mediante su ejercicio. En cierto modo y en última instancia, la condición humana
puede ser valorada en relación con los elementos o bienes que el hombre elabora y crea en
el curso del proceso de transformación de la realidad y de modificación de sí mismo, bienes
que le permiten expandir su vida y progresar; por lo que, también en último análisis, la
historia se puede evaluar de acuerdo a la relación del hombre con los objetos de su trabajo
(la naturaleza), con las cosas que él mismo crea y con la satisfacción adecuada y suficiente
de sus múltiples necesidades. Esa valoración y evaluación está referida a la realización o a
la frustración del propio hombre, al avance de su libertad en todos los aspectos o a los
aherrojamientos que la impiden, al despliegue de su esencia humana o a su achatamiento.
Al respecto, en su análisis de los cambios ocurridos históricamente en las relaciones
entre los hombres para producir sus medios de existencia, Marx señalaba en los Grundrisse
(en cita anotada páginas atrás) que, a diferencia de lo ocurrido en la comunidad gentilicia,
en la gran etapa abarcadora de las sociedades de clases antagónicas la independencia
personal está “fundada en la dependencia con respecto a cosas”, es decir, a los productos
del trabajo social humano. La realización de las relaciones sociales a través de las cosas con
subordinación del vínculo humano y la dependencia del hombre en relación con el “mundo
de las cosas”, se han ido desarrollando desde el esclavismo y el feudalismo para alcanzar su
máxima expresión en el capitalismo, donde el hombre ya no sólo depende de las cosas, sino
que ha sido dominado por ellas. Por eso, el progreso social registra un desarrollo material
que ha estado y sigue estando unido a una creciente deshumanización atribuible no ya
“antropológicamente” al hombre como tal, a las individualidades, sino a las relaciones
sociales histórico-concretas clasistas que el ser humano no controla ni domina y en las
cuales, por tanto, se aliena, sufre la mutilación de su propia esencia y padece un brutal
bloqueo en el despliegue de sus capacidades físicas, intelectuales y morales.
Ubicado en la realidad concreta, anota Giudici, el hombre empírico ha ido creando
un mundo propio a lo largo de su historia, un mundo específicamente humano cuya
valoración de conjunto le da sentido a su propia vida. Pero al irse diferenciando de la
naturaleza y de sus objetos, el creciente despliegue de su especificidad significó a la vez el
estrechamiento para una visión amplia e integral del mundo; y al no poder entender ni
dominar históricamente esa contradicción dialéctica, ni tampoco expresarla en una síntesis
racional (susceptible de clarificar su condición de componente del universo y de ser
consciente capaz de apreciar en sus justos términos todo aquello ubicado por debajo de su
propio desarrollo), se fue alienando con respecto a la naturaleza, considerándola separada y
ajena a él mismo. Igual le ocurrió con las relaciones sociales que fue creando en el curso de
su historia, cuyas contradicciones escapaban a su entendimiento en las sociedades de clases
fracturadas por la propiedad privada, la división del trabajo, la desigualdad, la explotación y
la opresión impuestas por minorías en perjuicio de los sectores poblacionales más vastos.
La alienación es, entonces, la expresión de una contradicción histórico-dialéctica en el
conjunto de las relaciones sociales, representando una pérdida relativa de lo humano dentro
del progreso general del hombre y un objetivo impedimento para el auténtico e integral
desarrollo de éste. No es, por tanto, una suerte de “pecado original” que avergüence y
abrume, ni menos aún algo fatal ante lo que sólo quedaría la resignación; sino, por el
contrario, un proceso y fenómeno histórico-social que exige el conocimiento científico y la
comprensión objetiva de sus raíces, mecanismos y efectos para combatirlo de modo activo,
destruirlo y superarlo material y espiritualmente a través de la práctica revolucionaria
concreta para transformar la sociedad.
Desde su objetivo origen en épocas remotas de la existencia social de los seres
humanos, el fenómeno de la alienación fue hallando específicas modalidades de expresión
en las sociedades esclavista y feudal, para manifestarse de manera universal y multiforme
en el capitalismo por su condición de mecanismo derivado del fetichismo de la mercancía,
es decir, del proceso originado por el trabajo abstracto y enclavado en el corazón mismo del
modo de producción burgués sobre el que se asienta la sociedad capitalista, con su secuela
de deformaciones en la práctica y la conciencia de los individuos. Por tanto, conocer en su
realidad objetiva tal fetichismo y las alienaciones resultantes es un requisito indispensable
para entender de manera definida su carácter de elementos bloqueadores y distorsionantes
de la formación y el desarrollo concretos del hombre como ser humano, o sea, su índole de
traba efectiva para la vida plena y el despliegue multilateral y armónico del conjunto de
potencialidades y capacidades que distinguen al hombre como forma superior del desarrollo
de la materia en el planeta. Ese conocimiento es un elemento decisivo para combatirlos y
neutralizarlos en términos reales, en la perspectiva de irlos eliminando a través de la lucha
colectiva e individual por la transformación radical de las condiciones económicas, socio-
políticas e ideológico-culturales que han hecho posible su emergencia, desarrollo y acción
destructiva sobre las personas.
Notas
(1) Cf. Joaquín Miras Albarrán: “Repensar la política, refundar la izquierda”. El Viejo
Topo, Barcelona 2002
(2) Con respecto al problema de la libertad, el idealismo filosófico oscila entre dos posturas
que algunos de sus teóricos intentan conciliar de modo extravagante. Por un lado, se apoya
en el indeterminismo y el voluntarismo para concebir al hombre como ser “absolutamente
libre”, cuyos actos serían ajenos a cualquier tipo de condicionamiento objetivo y estarían
pautados por un “libre albedrío” que no se subordina a la realidad concreta. Por el otro, al
basarse en el fatalismo postula que en el mundo todo estaría predeterminado por fuerzas
que el hombre es incapaz de controlar, siendo juguete de las circunstancias e impotente
para cambiar el curso ineluctable del “destino”. En ambas posturas, la conciencia o el
“espíritu” son el elemento primordial del que derivarían la naturaleza y la sociedad; y, al
mismo tiempo, la libertad y la necesidad están separadas y absolutizadas radicalmente. En
un extremo, el voluntarismo desconoce la existencia de leyes socio-históricas objetivas (es
decir, la necesidad histórica) y atribuye a la simple voluntad humana la capacidad de gestar
el desarrollo de una realidad carente en su totalidad de condicionamientos. En el extremo
opuesto, el fatalismo moviliza las creencias acerca de un destino ineludible que rige férrea
y forzosamente la actividad de los hombres, condenándolos a la ineptitud frente a los
inmodificables y superiores designios de fuerzas extrañas y externas a ellos.
Rechazando estas posturas idealistas, la concepción dialéctico-materialista afirma el
carácter primordial de la realidad y sostiene que objetivamente la libertad y la necesidad no
están separadas, sino unidas dialéctica e históricamente, no siendo absolutas sino relativas.
La actividad del hombre nunca se realiza al margen y a espaldas de la necesidad (las leyes
de la naturaleza y la sociedad), sino en correspondencia con ella. Con cada transformación
que produce en el mundo real, el ser humano va adquiriendo un creciente poder sobre él y
logrando el conocimiento, cada vez más amplio y profundo, de sus leyes objetivas para
utilizarlas en la solución de sus propias exigencias; es decir, aumenta de modo progresivo
los niveles y grados de su libertad. La intelección de la necesidad, de las leyes objetivas de
la realidad concreta con su respectivo sometimiento a los intereses de los hombres, va
haciendo libres a éstos. Por tanto, la libertad no representa la posibilidad de hacer lo que
voluntaristamente se desea sin restricciones de tipo alguno. La actividad libre del hombre
consiste en su comprensión de la necesidad, en la aprehensión de las leyes objetivas de la
naturaleza y la sociedad y en su utilización acertada y eficaz en la práctica concreta.
Engels apuntó que “La libertad no consiste en una soñada independencia respecto
de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada,
de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las
leyes de la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser somático y
espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar a lo sumo en la
representación, y no en la realidad. La libertad de la voluntad no significa, pues, más que la
capacidad de poder decidir con conocimiento de causa. Cuanto más libre es el juicio de un
ser humano respecto de un determinado punto problemático, con tanta mayor necesidad
estará determinado el contenido de ese juicio; mientras que la inseguridad debida a la
ignorancia y que elige con aparente arbitrio entre posibilidades de decisión diversas y
contradictorias prueba con ello su propia falta de libertad, su situación de dominada por el
objeto al que precisamente tendría que dominar. La libertad consiste, pues, en el dominio
sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las
necesidades naturales; por eso, es necesariamente un producto de la evolución histórica”
(“Anti-Dühring”, Grijalbo, México 1964, p. 104). Por consiguiente, la libertad humana
nunca rebasa los límites de la necesidad: en su relación con la actividad, no puede ser
entendida como la elección arbitraria de cualquier medida alejada de la realidad, sino que
representa el dominio del hombre sobre los procesos naturales, sociales y propios en base al
conocimiento profundo y a la utilización racional de las leyes del mundo objetivo de
acuerdo con propósitos determinados. En definitiva, la libertad humana es la acción
creativa del hombre; representa la realización de los objetivos que él se propone, es decir, la
realización de su propia esencia. Cf. al respecto Roger Garaudy: “La libertad”, Lautaro,
Buenos Aires 1960
(3) K. Marx: “Manuscritos económico-filosóficos de 1844”, en K. Marx y F. Engels:
“Escritos económicos varios”, Grijalbo, México 1962, pp. 66-67, 116, 117, 67-68, 69, 84,
85, 87, 97, 90 y 87-88
(4) Maurice Caveing: “El marxismo y la personalidad humana”, en René Zazzo, Jean
Piaget y otros: “Debates sobre psicología, filosofía y marxismo”, Amorrortu, Buenos Aires
1973, pp. 127-128
(5) En la consideración científica del hombre y la sociedad, puntualizaban Marx y Engels,
“Las premisas de las que partimos no tienen nada de arbitrario, no son ninguna clase de
dogmas, sino premisas reales que sólo es posible abstraer en la imaginación. Son los
individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de existencia, tanto aquellas con
las que se han encontrado como las engendradas por su propia acción. Estas premisas
pueden comprobarse, consiguientemente, por la vía puramente empírica”. “La primera
premisa de toda historia humana es, naturalmente, la existencia de individuos humanos
vivientes. El primer estado de hecho comprobable es, por tanto, la organización corpórea
de estos individuos y, como consecuencia de ello, su comportamiento hacia el resto de la
naturaleza” (“La ideología alemana”, Editora Política, La Habana 1979, pp. 18-19).
(6) Rodney Hilton: “Introducción”, en Rodney Hilton (ed.): “La transición del feudalismo
al capitalismo”, Grijalbo, Barcelona 1982, p. 14
(7) Eric Hobsbawm: “Del feudalismo al capitalismo”, en Rodney Hilton (ed.): ob. cit.,
pp. 225, 226-227 y 228
(8) Engels explicaba que “La Edad Media se había desarrollado sobre la barbarie; había
hecho tabla rasa de la civilización antigua, con su filosofía política y jurisprudencia, para
empezar de nuevo. Del mundo antiguo no había recibido más que el cristianismo y una
serie de ciudades en ruinas, despojadas de toda su civilización. La consecuencia fue que los
curas obtuvieron el monopolio de la instrucción, como suele pasar en toda civilización
primitiva, y que la misma instrucción tenía un marcado carácter teológico. En manos de los
curas la política, la jurisprudencia y todas las demás ciencias no pasaron de ser ramas de la
teología a las que se aplicaban los principios de aquélla. El dogma de la Iglesia era a la vez
axioma político y los textos sagrados tenían fuerza de ley en todos los tribunales. Aún
después de crearse el oficio independiente de los juristas, la jurisprudencia permaneció bajo
la tutela de la teología. Esta supremacía de la teología en todas las ramas de la actividad
intelectual era debida también a la posición singular de la Iglesia como símbolo y sanción
del orden feudal. Es evidente que todo ataque general contra el feudalismo debía
primeramente dirigirse contra la Iglesia, y que todas las doctrinas revolucionarias,
sociales y políticas, debían ser en primer lugar herejías teológicas. Para poder tocar el
orden social existente había que despojarlo de su aureola”. “La oposición revolucionaria
contra el feudalismo se manifiesta a través de toda la Edad Media. Según las
circunstancias aparece como misticismo, herejía abierta o insurrección armada” (“La
guerra de campesinos en Alemania”, Claridad, Buenos Aires 1971, p. 35)
(9) B. Byjovski: “Erosión de la filosofía ‘sempiterna’. (Crítica del neotomismo)”. Progreso,
Moscú 1978, p. 18
(10) Jacob Burckhardt: “La cultura del Renacimiento en Italia”. Sarpe, Madrid 1985, pp.
152 y 169
(11) Lucien Febvre ha descrito de modo preciso el estado de ánimo de la burguesía de esa
época: “a estos hombres, a estos burgueses que se elevaban al primer puesto por su esfuerzo
personal, por sus méritos y dotes, y conquistaban en dura lucha unas posiciones que eran
conscientes de que no las debían más que a sí mismos, a su virtud, en el sentido italiano de
la palabra, a su energía guiada por su destreza, toda mediación o intercesión les irritaba, les
hería a la vez en su orgullo y en su sentido de la responsabilidad: un orgullo de hombres
fuertes, cuya fuerza estaba en sus manos, un orgullo de comerciantes que trataban cara a
cara, de hombre a hombre, con sus rivales y con sus príncipes; un orgullo también de
humanistas satisfechos de sentir en su interior una personalidad conquistada, pulida,
cultivada en el secreto de su gabinete con el estudio de los grandes clásicos. Esta
conciencia de su valor, esta satisfacción de ser hijos de sus obras, explica en parte la
inclinación por la soberana autoridad que estos hombres demuestran y no sólo en el campo
de la política” (“Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno”, Orbis, Buenos Aires
1988, p. 49).
(12) Aníbal Ponce: “Humanismo burgués y humanismo proletario”. Nascimento, Santiago
de Chile 1972, pp. 48 y 50
(13) Ibid., pp. 41, 43 y 44. Acerca de estos aspectos, Lenin recordaba que “Feuerbach
señala justamente a los que defienden la religión con el argumento de que ésta consuela al
hombre, el carácter reaccionario de los consuelos: quien consuela al esclavo en vez de
empujarlo a la sublevación contra la esclavitud, ayuda a los esclavistas”. “Todas las clases
opresoras sin excepción necesitan, para salvaguardar su dominación, de dos funciones
sociales: la función del verdugo y la función del cura. El verdugo ha de ahogar la protesta y
la indignación de los oprimidos. El cura ha de consolar a los oprimidos, trazándoles unas
perspectivas (esto es sobre todo muy cómodo cuando no se responde de que estas
perspectivas sean ‘realizables’…) en que, manteniéndose la dominación de clase, han de
dulcificarse sus sufrimientos y sacrificios, con lo cual ha de conciliarles con esa
dominación, apartarles de las acciones revolucionarias, socavar su espíritu revolucionario y
destrozar su firmeza revolucionaria” (“La bancarrota de la II Internacional”, en “Contra el
revisionismo”, Progreso, Moscú 1970, p. 248).
(14) K. Marx: “El Capital”. EDAF (2 tomos), Madrid 1967, t. II, pp. 735, 731, 732 y 740
(15) Ibid., t. I, pp. 755, 757, 778 y 756
(16) Kohachiro Takahashi: “Contribución al debate”, en Rodney Hilton (ed.): ob. cit., p.
103
(17) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. I, pp. 800 y 803
(18) Ibid., pp. 764 y 765
(19) Isaac Deutscher anota que “Dentro del orden feudal, la burocracia se hallaba más o
menos eclipsada debido a que los administradores procedían directamente de la clase feudal
o eran absorbidos por esa clase. La jerarquía social estaba, por así decirlo, ‘incrustada’ en el
orden feudal y no había necesidad de una máquina jerárquica especial para dirigir los
asuntos públicos y disciplinar a las masas desprovistas de propiedad. Luego, mucho
después, la burocracia adquirió un status mucho más respetable y sus agentes se
convirtieron en ‘libres’ asalariados de los dueños de la propiedad”. “La considerable
influencia de la burocracia, en cuanto grupo social distinto e independiente, se produjo sólo
con el desarrollo del capitalismo y ello ocurrió así por una serie de razones económicas y
políticas. Lo que favoreció la expansión de la burocracia moderna fue la economía de
mercado, la economía monetaria y la continua y cada vez más honda división del trabajo,
de la cual el capitalismo no es sino un resultado. En tanto el empleado del Estado era un
recaudador de campo, o un señor feudal, o un auxiliar del señor feudal, el burócrata todavía
no era burócrata. El recaudador del siglo XVI, XVII o XVIII tenía algo de empresario, o
era un sirviente del señor feudal o miembro de su séquito. La configuración de la
burocracia como grupo distinto sólo se hizo posible con la extensión y universalización de
una economía monetaria, en la que cada empleado del Estado recibe su salario
dinerariamente. El crecimiento de la burocracia halló un nuevo estímulo en la desaparición
de los particularismos feudales y en la formación de un mercado a escala nacional. La
burocracia nacional sólo podía hacer su aparición sobre la base de un mercado nacional”
(“Las raíces de la burocracia”, Anagrama, Barcelona 1978, pp. 19 y 25-26)
(20) Max Weber: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, Tiempos Nuevos,
Lima 1990, pp. 79 y 23. Weber ha descrito aspectos resaltantes de la ética establecida por la
Reforma. Pero su concepción idealista neo-kantiana, centrada en el individualismo burgués,
le impide acceder a una explicación objetiva de la realidad, fijándolo en la superficie de los
fenómenos y procesos sin permitirle la apreciación concreta de su esencia, sus nexos
internos y sus relaciones recíprocas, por lo que los abstractiza, diluye su carácter histórico,
los separa de manera arbitraria e hiperboliza lo secundario en ellos buscando embellecer y
justificar al capitalismo. Así, señala que “‘Afán de lucro’, ‘tendencia a enriquecerse’, sobre
todo a enriquecerse monetariamente en el mayor grado posible, son cosas que no tienen
nada que ver con el capitalismo. Son tendencias que se encuentran por igual… en todas las
épocas y en todos los lugares de la tierra, en toda circunstancia que ofrezca una
posibilidad objetiva de lograr una finalidad de lucro. Es preciso, por tanto, abandonar de
una vez para siempre un concepto tan elemental e ingenuo del capitalismo, con el que no
tiene nada que ver (y mucho menos con su ‘espíritu’) la ‘ambición’, por ilimitada que ésta
sea; por el contrario, el capitalismo debería considerarse precisamente como el freno o, por
lo menos, como la moderación racional de este impulso irracional. Ciertamente, el
capitalismo se identifica con la aspiración a la ganancia lograda con el trabajo capitalista
incesante y racional, a la ganancia siempre renovada, a la ‘rentabilidad’. Y así tiene que
ser: dentro de una ordenación capitalista de la economía, todo esfuerzo individual no
enderezado a la probabilidad de conseguir una rentabilidad está condenado al fracaso”.
Para Weber, “un acto de economía ‘capitalista’ significa un acto que descansa en la
expectativa de una ganancia debido al juego de recíprocas probabilidades de cambio; es
decir, en probabilidades (formalmente) pacíficas de lucro. El hecho formal y actual de
lucrarse o adquirir algo por medios violentos tiene sus propias leyes, y en todo caso no es
oportuno (aunque no se pueda prohibir) colocarlos bajo la misma categoría que la
actividad orientada en último término hacia la probabilidad de obtener una ganancia en el
cambio”. Alejándose de su maestro Brentano, agrega: “No me parece oportuno inordinar en
la misma categoría cosas tan heterogéneas como el lucro obtenido por explotación y el
provecho que rinde la dirección de una fábrica, y mucho menos designar como ‘espíritu’
del capitalismo (en oposición a otras formas de lucro) toda aspiración a la adquisición de
dinero, porque, a mi juicio, con lo segundo se pierde toda precisión en los conceptos y con
lo occidental frente a otras formas capitalistas. También G. Simmel, en su Philosophie des
Geldes (Filosofía del dinero) equipara demasiado los términos ‘economía dineraria’ y
‘capitalismo’, lo cual va en perjuicio de su propia exposición objetiva”.
Por otro lado, según él, “no es posible entrar en la cuestión de la condicionalidad
clasista de los movimientos religiosos”: “considero altamente importante la influencia de la
evolución económica sobre el destino de la formación de los idearios religiosos… Pero
siempre queda el hecho de que las ideas religiosas no pueden deducirse pura y simplemente
de realidades económicas y quiérase o no, constituyen por su parte los factores plásticos
más decisivos de la formación del ‘carácter nacional’ y poseen plena autonomía y poder
coactivo propio”. Y en lo que concierne al papel de la ética protestante en el desarrollo
capitalista, trastrueca la relación real y lógica existente entre lo primordial y lo derivado en
el proceso social objetivo y psicologiza a éste: define el “espíritu del capitalismo” como la
“mentalidad que aspira a obtener un lucro ejerciendo sistemáticamente una profesión, una
ganancia racionalmente legítima”, y establece que “la cuestión acerca de las fuerzas
impulsoras de la expansión del moderno capitalismo no versa principalmente sobre el
origen de las disponibilidades dinerarias utilizables en la empresa, sino más bien sobre el
desarrollo del espíritu capitalista. Cuando éste despierta, logra imponerse, él mismo crea
las posibilidades dinerarias que le sirven de medio de acción, y no a la inversa” (Ibid., pp.
7-8, 53, 197 y 57). No por nada, Weber es considerado como una de las “cumbres” de las
ciencias sociales en los círculos académicos burgueses.
(21) Aníbal Ponce: ob. cit., p. 35
(22) Cf. Jaime Labastida: “Producción, ciencia y sociedad: de Descartes a Marx”. Siglo
XXI, México 1969
(23) Cf. John D. Bernal: “Historia social de la ciencia”, Tomo I: “La ciencia en la
historia”. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1986.
(24) Alberto L. Merani: “Historia crítica de la Psicología. De la Antigüedad griega a
nuestros días”. Grijalbo, Barcelona 1976, pp. 267 y 269-270
(25) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. I, pp. 375, 380, 381, 383, 384-385, 388 y 389
(26) Cf. Y.F Avdakov, F.Y. Polianski y otros: “Historia económica de los países
capitalistas”. Editora Política, La Habana 1978
(27) Entre esos estudios destacan, convertidos ya en clásicos, los brillantes trabajos de
Georges Lefebvre (“La Revolución francesa”, Puntual, Barcelona 1973; y “Mil setecientos
ochenta y nueve”, Laia, Barcelona 1976) y Albert Soboul (“Compendio de historia de la
Revolución francesa”, Tecnos, Madrid 1975; y “La civilisation et la Révolution francaise”,
Arthaud, Paris 1971). En un registro más amplio, tienen mucho valor los análisis de Eric
Hobsbawm: “Las revoluciones burguesas”, Labor, Barcelona 1985
(29) Ibid., p. 74
(32) K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”, ed. cit., pp. 72 y 426
(35) Cf. Adam Schaff: “Marxismo e individuo humano”. Grijalbo, México 1967
(36) Pablo González Casanova: “La nueva metafísica y el socialismo”. Siglo XXI,
México 1982, p. 10
(37) Como integrantes de la especie homo sapiens, los individuos humanos somos parte de
la naturaleza. Este hecho innegable constituye el basamento de la concepción naturalista del
hombre, que se ciñe a su constatación y no va más allá. En principio, el naturalismo es una
visión materialista, pero limitada, estrecha y, por tanto, susceptible de entroncar con la
metafísica, lo cual se revela en su incapacidad para dar cuenta de toda la complejidad y
riqueza del fenómeno humano y de sus inherentes particularidades. Encerrándose en esa
única comprobación, el naturalismo reduce de modo inevitable la cuestión del status
ontológico del hombre a la existencia en cada individuo de un determinado conjunto de
características genéricas que son elevadas al rango de “esencia humana” para diferenciar al
ser humano de los animales, es decir, de un conjunto de rasgos que sólo son propios del
hombre y que lo oponen a los demás componentes de la naturaleza viviente. Así, el sujeto
humano queda reducido a un específico conjunto de peculiaridades abstractas que cada
individuo portaría en calidad de caracteres propios y diferenciales. Con tal reduccionismo,
el naturalismo queda anclado en el aspecto biológico e ignora los factores histórico-
sociales en su concepción del hombre, obviando el hecho objetivo de que la especie homo
sapiens se distingue en la naturaleza no sólo por sus particularidades biológicas, sino
también (y fundamentalmente) por sus rasgos sociales e históricos.
Al respecto, Marx y Engels precisaron que “Podemos distinguir al hombre de los
animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera. Pero el hombre mismo se
diferencia de los animales a partir del momento en que comienza a producir sus medios de
vida, paso éste que se encuentra condicionado por su organización corporal. Al producir sus
medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material”. Y esta
producción no puede realizarse sino en condiciones sociales, a través de los vínculos y
relaciones sociales entre los propios hombres. Por tanto, “La producción de la vida, tanto de
la propia en el trabajo como la ajena en la procreación, se manifiesta inmediatamente como
una doble relación: de una parte, como una relación natural y, de la otra, como una
relación social, social en el sentido de que por ello se entiende la cooperación de diversos
individuos, cualesquiera que sean sus condiciones de vida, de cualquier modo y para
cualquier fin” (“La ideología alemana”, ed. cit., pp. 19 y 20).
Y Engels señaló en el Prefacio a la primera edición de El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado (Progreso, Moscú 1975): “Según la teoría materialista, el
factor decisivo en la historia es, en fin de cuentas, la producción y reproducción de la vida
inmediata. Pero esta producción y reproducción es de dos clases. De una parte, la
producción de medios de existencia, de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de
los instrumentos que para producir todo eso se necesitan; de otra parte, la producción del
hombre mismo, la continuación de la especie. El orden social en que viven los hombres en
una época o en un país dados, está condicionado por esas dos especies de producción; por
el grado de desarrollo del trabajo, de una parte, y de la familia, de la otra”. Así, queda claro
el categórico deslinde entre el materialismo histórico y el reduccionismo naturalista-
biologista.
(38) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t.
I, p. 372
(39) Sobre estas cuestiones, Gramsci anotaba: “Todas las filosofías que hasta ahora han
existido… conciben al hombre como individuo limitado a su individualidad y al espíritu
como tal individualidad. Es sobre este punto que hay que reformar el concepto de hombre.
Esto es, hay que concebir al hombre como una serie de relaciones activas (un proceso)
donde si bien la individualidad tiene la máxima importancia, no es sin embargo el único
elemento a considerar. La humanidad que se refleja en cada individualidad está compuesta
de diversos elementos: 1) el individuo; 2) los otros hombres; 3) la naturaleza. Pero el 2° y
el 3° elementos no son tan simples como pueden parecer. El individuo no entra en relación
con los otros hombres por yuxtaposición, sino orgánicamente, o sea, en cuanto entra a
formar parte de organismos desde los más simples hasta los más complejos. Así, el hombre
no entra en relación con la naturaleza simplemente por el hecho de ser él mismo naturaleza,
sino activamente, por medio del trabajo y de la técnica. Más aún. Estas relaciones no son
mecánicas. Son activas y conscientes, o sea que corresponden a un grado mayor o menor de
inteligencia que de ellas tiene el hombre individual. Por eso puede decirse que cada cual se
cambia a sí mismo, se modifica, en la medida en que cambia y modifica todo el conjunto de
relaciones de las que él es el centro de conjunción… Si la propia individualidad es el
conjunto de estas relaciones, hacerse una personalidad significa adquirir conciencia de tales
relaciones, modificar la propia personalidad significa modificar el conjunto de estas
relaciones. Pero estas relaciones… no son simples. Para empezar, algunas de ellas son
necesarias, otras voluntarias. Además, tener de ellas una conciencia más o menos profunda
(o sea, conocer más o menos el modo en que se pueden modificar) ya las modifica. Las
mismas relaciones necesarias, en cuanto que son conocidas en su necesidad, cambian de
aspecto y de importancia. El conocimiento es poder, en este sentido. Pero el problema es
complejo también en otro aspecto: que no basta conocer el conjunto de relaciones en cuanto
existen en un momento dado como un sistema dado, sino que importa conocerlas
genéticamente, en su movimiento de formación, porque cada individuo no sólo es la
síntesis de las relaciones existentes, sino también de la historia de estas relaciones, o sea,
es el resumen de todo el pasado. Se dirá que lo que cada individuo puede cambiar es bien
poco, en relación con sus fuerzas. Lo cual es verdad hasta cierto punto. Porque el individuo
puede asociarse con todos aquellos que quieren el mismo cambio y, si este cambio es
racional, el individuo puede multiplicarse por un número imponente de veces y obtener un
cambio mucho más radical que el que a primera vista puede parecer posible”. “Sociedades
en las que el individuo puede participar: son muy numerosas, más de lo que puede parecer.
Es a través de estas ‘sociedades’ que el individuo forma parte del género humano”
(“Cuadernos de la cárcel”, Era, México 1986, t. IV, pp. 220-221)
(40) K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”, ed. cit., pp. 38 y 58
(41) Todas las evidencias científicas demuestran que los niños que fortuitamente vivieron
desde edad temprana al margen de las relaciones sociales y de la cultura humana, sólo
alcanzaron un nivel de desarrollo similar al de los animales: no lograron adquirir la postura
vertical permanente, su motricidad y afectividad eran animalescas, carecían de pensamiento
y lenguaje, y sus hábitos y costumbres no tenían nada de humano. En casos inversos, los
niños nacidos en poblados denominados “primitivos” (o sea, de muy bajo nivel económico-
social y cultural) desarrollaron sin mayores complicaciones todas las capacidades y
habilidades típicas de los niños contemporáneos al ser colocados desde pequeños en las
condiciones culturales y educativas de la sociedad actual (Cf. René Zazzo: “De la
naissance a trois ans. Développement psychologique de l’enfant et influence du milieu”, en
“Conduites et conscience. Psychologie de l’enfant et méthode génetique”, Delachaux &
Niestlé, Neuchatel 1962, t. I). Al respecto, Alberto Merani apunta que “los niños privados
de todo contacto social, a los que se solía llamar ‘salvajes’, quedan en su solitud tan
desprovistos de condición humana que aparecen, por lo general, como animales inferiores o
menos aún. En lugar de un estado natural en el cual (sean cuales fuesen las circunstancias)
el Homo sería sapiens, se nos aparece exclusivamente el género, esto es, la condición
biológica general, y de ninguna manera se desarrolla la especie, esto es, la cualidad que
califica o determina ese género”. En el Homo a secas, “nos es dado observar… su
incapacidad inclusive para sobrevivir si la vida en sociedad no viene a agregarse, con sus
estímulos e interacciones, a las funciones biológicas del organismo” (“Naturaleza humana y
educación”, Grijalbo, México, 1972, p. 61). En fin, “el hombre no habría podido alcanzar la
condición humana si se hubiera encontrado aislado. El hombre es verdaderamente hombre
porque vive en sociedad. Si el individuo se hallase abandonado a sus propios recursos,
sería un ser miserable. La prueba nos la ofrecen, felizmente en raras pero eminentemente
sugestivas ocasiones, los niños secuestrados (como Kasper Hauser, en Nuremberg) o los
‘niños-lobos’ de la India, criados por fieras. Este test ilumina suficientemente la potencia
del medio social sobre el desarrollo de nuestra mentalidad” (A. Vandel: “El fenómeno
humano”, en H. Vallois y otros: “Los procesos de hominización”, Grijalbo, México 1969,
p. 33)
(42) Maurice Caveing: “El marxismo y la personalidad humana”, en René Zazzo, Jean
Piaget y otros: “Debates sobre psicología, filosofía y marxismo”, ed. cit., p. 128
(43) Cf. Lucien Séve: “Marxismo y teoría de la personalidad”. Amorrortu, Buenos Aires
1973. Precisando dicho aspecto, Marx y Engels habían señalado en 1845: “La Historia no
hace nada, ‘no posee ninguna inmensa riqueza’, ‘no libra ninguna clase de lucha’. El que
hace todo esto, el que posee y lucha, es más bien el hombre, el hombre real, viviente; no es,
digamos, la ‘Historia’ quien utiliza al hombre como medio para laborar por sus fines (como
si se tratara de una persona aparte), pues la Historia no es sino la actividad del hombre que
persigue sus objetivos” (“La Sagrada Familia”, Grijalbo, México 1967, p. 159)
(44) K. Marx: Carta a P.V. Annenkov, 26 diciembre 1846, en K. Marx y F. Engels:
“Correspondencia”, Editora Política, La Habana 1988, p. 8
(45) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t.
I, pp. 23-24, 184, 96, 103 y 90-91. Hay que recordar que, en carta a J. Bloch (21
septiembre 1890), Engels alertaba sobre las tergiversaciones mecanicistas y reduccionistas
perpetradas contra el materialismo histórico: “Según la concepción materialista de la
historia, el elemento determinante de la historia es en última instancia la producción y
reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto; por
consiguiente, si alguien lo tergiversa transformándolo en la afirmación de que el elemento
económico es el único determinante, lo transforma en una frase sin sentido, abstracta y
absurda”. A la vez, resaltaba el papel de la subjetividad: “la historia se hace ella misma de
modo tal que el resultado final proviene siempre de conflictos entre gran número de
voluntades individuales, cada una de las cuales está hecha a su vez por un cúmulo de
condiciones particulares de existencia” (Carta a J. Bloch, 21 septiembre 1890, en K. Marx
y F. Engels: “Correspondencia”, ed. cit., pp. 516 y 517). Por su parte, Lenin no era menos
enfático: “No doy dos centavos por ese marxismo que quiere derivar todos los fenómenos y
todas las transformaciones operadas en la superestructura ideológica de la sociedad
directamente y en línea recta de su base económica. No, la cosa no es tan sencilla, ni
mucho menos. Ya lo puso de manifiesto hace mucho tiempo, por lo que se refiere al
materialismo histórico, un tal Federico Engels” (“Conversaciones con Clara Zetkin”, en
“La mujer y el comunismo”, Anteo, Buenos Aires 1962, p. 99). En efecto, establecer que,
en lo más íntimo de su condición, el ser humano está determinado por el conjunto de las
relaciones sociales, de ningún modo significa dar por concluida, ni menos aún eliminada, la
cuestión de la subjetividad y de las conductas específicas. El hombre está determinado por
la sociedad, pero al mismo tiempo con su propia actividad él determina a la sociedad
misma: es, a la vez, producto y productor de la historia. En términos generales, su mundo
interior y su conducta están configurados bajo la influencia del condicionamiento social
inherente a su pertenencia a una determinada clase, pero en el plano de su subjetividad
(singular e intransferible) las necesidades concretas pueden poseer urgencias disímiles, de
modo que las respuestas no siempre serán simétricas ante los mismos estímulos. Si no fuera
así, sería imposible considerar a los hombres como seres capaces de pensar, sentir y actuar
creativamente, viéndolos más bien como rígidos y uniformizados robots.
(46) Adolfo Sánchez Vázquez: “Filosofía y economía en el joven Marx (Los Manuscritos
de 1844)”. Grijalbo, México 1982, p. 221. Al respecto, Marx ya había precisado que “el
modo de producción capitalista se presenta… como una necesidad histórica para la
transformación del trabajo aislado en trabajo social; pero en las manos del capital esta
socialización del trabajo aumenta las fuerzas productivas únicamente para explotarlo con
más provecho” (“El Capital”, ed. cit., t. I, p. 354). Sin embargo, “en su curso impetuoso
hacia la forma general de la riqueza, el capital empuja al trabajo más allá de los límites de
sus necesidades naturales y de esta manera crea los elementos materiales para el desarrollo
de una individualidad rica, tan universal en su producción como en su consumo, cuyo
trabajo no aparece ya como trabajo, sino como pleno desarrollo de la actividad; bajo su
forma inmediata ha desaparecido allí la necesidad natural, porque en lugar de la necesidad
natural ha surgido la necesidad producida históricamente. Por eso es que el capital es
productivo; o sea, constituye una relación esencial al desarrollo de las fuerzas productivas
sociales. Pero deja de serlo a partir del momento en que el desarrollo de estas fuerzas
productivas encuentra una barrera en el capital mismo” (“Fundamentos de la Crítica de la
Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t. I, p. 233). Estas condiciones sociales objetivas
constituyen uno de los factores de base para que los hombres se propongan transformar
radicalmente su propia situación de vida encarando tal transformación como una
“necesidad producida históricamente”.
(47) Pronunciándose lúcida y enérgicamente contra los intentos de encerrar a Marx en sus
juveniles Manuscritos o en sus obras maduras, Ernesto Giudici señalaba que él no puede
ser reducido “a su descubrimiento científico en la economía política y a su actuación social
revolucionaria. Marx es todo esto y ello basta para destacar su genio en la historia. Pero…
no es sólo eso. Es, ante todo, un filósofo y por ello hay que empezar metodológicamente
por su concepción dialéctica a fin de ubicar en ella la dinámica específica de su
materialismo histórico. Éste es lo particular y aquélla lo general”. Por tanto, hay que
situarse “en la línea del Marx único. No lo reduzcamos a El Capital, aunque sea su obra
cumbre y la ciencia de la revolución social sea la doctrina que hoy le otorga mayor gloria.
Aislada de su filosofía, la obra social de Marx pierde valor y trascendencia. La simple
socialización económica puede postergar y aún desconocer el objetivo superior de la
personalidad humana. Los valores económicos, históricamente considerados, pueden negar
los valores esenciales de la personalidad humana. Partiendo de la economía política, y no
del hombre (ubicado éste en la línea central y superior del progreso natural), todo
conocimiento, y allí la ciencia, devienen ideología súper-estructural; lo que cree
fundamentarse en la mayor objetividad es la fuente de subjetivismo y la ley científica es
reemplazada por el empirismo”. De allí que sea por completo necesario recordar que “la
economía política… (se) inserta en la ciencia del hombre, pero no es toda la ciencia del
hombre. La revolución social (socialismo, hacia el comunismo) es hoy el paso obligado en
la revolución del hombre, pero no es toda la revolución del hombre. La economía política,
desde la sociedad primitiva al comunismo, es una ciencia definida, especialmente limitada;
la economía política del comunismo debe abrirse a otros valores sociales y personales,
valores del hombre, abiertos, a su vez, en la línea revolucionaria del hombre, a la nueva
realidad científico-técnica” (“Alienación, marxismo y trabajo intelectual”, Crisis, Buenos
Aires 1974, pp. 17, 19 y 15).
(48) Desde el materialismo dialéctico e histórico, diversos investigadores han realizado
significativos aportes para la elaboración científica de la teoría de la personalidad. En lo
inmediato, y además del amplio y denso texto ya indicado de Lucien Séve, es necesario
tener en cuenta, entre muchos otros, los de Alberto L. Merani (“Estructura y dialéctica de
la personalidad”, Grijalbo, Barcelona 1978), A. N. Leóntiev (“Actividad, conciencia y
personalidad”, Ciencias del Hombre, Buenos Aires 1978), A.V. Petrovski (“Personalidad,
actividad y colectividad”, Cartago, Buenos Aires 1984), I.S. Kon (“Sociología de la
personalidad”, Pueblos Unidos, Montevideo 1971; y “El descubrimiento del Yo”, Directa,
Buenos Aires 1984), Henri Wallon (“Estudios sobre psicología genética de la
personalidad”, Lautaro, Buenos Aires 1965), Philippe y Suzanne Malrieu (“La formación
de la personalidad”, en H. Gratiot-Alphandery y René Zazzo: “Tratado de Psicología del
Niño”, t. V, Morata, Madrid 1975), Francisco Berdichevsky (“Proposiciones para una
teoría sobre la personalidad”, en “Psicología y nuevos tiempos. Una aproximación
epistemológica”, Cartago, Buenos Aires 1988), etc.
Notas
(3) Sobre este aspecto, Ludovico Silva anota que “en el mismo momento en que el hombre
deja de ser el animal que se alimenta de lo que encuentra, esto es, en el momento en que el
hombre en cuanto tal, convertido ya en un ser histórico por un determinado desarrollo
biológico que le permite fabricar instrumentos para producir su vida, se enfrenta a la
naturaleza, encuentra que ésta a su vez se le enfrenta como un gigantesco alienum, una
potencia extraña que él no puede dominar y de la cual, al mismo tiempo, él depende para
producir y reproducir su vida. Nada de extraño tiene, entonces, que las primeras divinidades
de la ‘religión natural’ sean precisamente objetos de la naturaleza: animales, árboles, ríos
(piénsese en los bisontes de las cuevas prehistóricas, en las divinidades vegetales o en los
ríos que, todavía en Homero, hablan, sienten y ejercen dominio). En otras palabras, la
naturaleza actúa como el primer factor de alienación, pero entiéndase que no se trata aquí
de ninguna ‘categoría originaria’, perteneciente a una ‘esencia’ del hombre, sino que, al
contrario, se trata de un fenómeno de alienación que aparece históricamente, cuando el
hombre comienza su historia de hombre. Claro que se trata de una frontera imprecisa, que
en términos temporales duró miles de años, durante los cuales, por un desarrollo meramente
biológico, se pasó de la percepción animal de la naturaleza a la percepción consciente de la
misma”.
Agrega que “si abandonamos la fase aún casi puramente animal del hombre para
fijarnos en el momento en que ya aparece como sociedad constituida, identificamos
inmediatamente el primer gran factor histórico de la alienación: la división del trabajo,
surgida por las necesidades de la producción. A la división del trabajo, y como creación
dentro de ella misma, sucederá históricamente el segundo gran factor de la alienación: la
propiedad privada, caracterizada por la ‘distribución desigual, tanto cuantitativa como
cualitativa, del trabajo y de sus productos’. Y, como producto de la combinación histórica
de esos dos elementos, en una determinada fase del desarrollo social surgirá el tercer gran
factor: la producción de mercancías, y más aún: la economía monetaria, con lo que nos
encontramos ya en plena historia conocida”. “Precisamente por ser la alienación, desde el
comienzo, algo histórico (algo que nace con la historia misma), es dable suponer que la
sociedad humana, en el curso de su evolución hacia formas más perfectas de producción de
su vida, una vez desaparecidos y superados todos los factores que hasta ahora han causado
la alienación, arribará históricamente a la supresión de la alienación. Cosa que no podría
ocurrir si ésta fuese una nota metafísica de la ‘esencia’ humana” (“Marx y la alienación”,
Monte Ávila, Caracas 1974, pp. 190, 193 y 192).
(4) Cf. Bogdan Suchodolski: “Teoría marxista de la educación”. Grijalbo, México 1966
(7) Cf. K. Marx y F. Engels: “La sagrada familia”. Grijalbo, México 1967
(8) Cf. K. Marx: “Tesis sobre Feuerbach”, en K. Marx y F. Engels: “Obras Escogidas”,
ed. cit.
(9) Cf. K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”. Editora Política, La Habana 1979
(10) Cf. K. Marx: “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. Ediciones en Lenguas Extranjeras,
Pekín 1978
(12) Cf. K. Marx: “Salario, precio y ganancia”. Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín
1976
(13) Eric Hobsbawm: “Prólogo”, en K. Marx: “Formaciones económicas pre-capitalistas”
Platina, Buenos Aires 1966, p. 8 (Este texto es la reproducción de una parte de los
Grundrisse)
(15) Ibid, t. I, pp. 267, 353, 268, 344, 345, 297, 348, 298 y 346
(16) Ibid., t. I, pp. 353-354, 123, 120, 124, 90, 95, 92-93, 91, 241, 316, 311, 367, 347 y 94
(17) Ibid., t. II, pp. 81, 77, 99, 38, 66, 63, 84-85, 168, 124, 36-37, 187, 189, 25, 185-186,
188, 148-149, 150, 244, 231, 31, 38, 40, 43, 41, 318 y 35-36
(18) Cf. István Mészáros: “La teoría de la enajenación en Marx”. Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana 2004
(20) K. Marx: “El Capital” (2 vol.). EDAF, Madrid 1967, t. I, pp. 74, 40, 41, 42, 43, 51,
52, 59, 61, 62, 63, 70 y 73
(21) Ibid., t. I, pp. 75, 76, 77, 78, 83, 79, 80, 86 y 84
(22) Ibid., t. II, pp. 801, 802, 803, 805, 807 y 810
(23) Ibid., t. II, pp. 1267, 1263, 1279, 1264, 1266, 1272, 1265, 1270, 1274, 1280, 1276,
1332, 1333, 1273 y 1277
(26) A.G. Ricci: “Marx, crítico de la economía política”, en Michel Löwy y otros: ob.cit.,
pp. 179 y 180
(28) Louis Althusser: “La revolución teórica de Marx”. Siglo XXI, México 1967, pp. 202-
203
(29) Ante los innumerables y reiterados fracasos en sus intentos de “refutar” frontalmente a
Marx, los ideólogos de la reacción y el reformismo se ven obligados a optar por caminos
oblicuos. A lo más y en el “mejor” de los casos, sostienen a regañadientes que el sabio
revolucionario habría elaborado una discutible teoría de la explotación económica, pero que
nunca formuló una teoría política del poder y la dominación sociales en la que pudiera estar
incluida la subjetividad, las clases y sus luchas. Este sesgo es particularmente evidente en
diversos teóricos reformistas que se sirven de Marx para rechazarlo. Por ejemplo, Norberto
Bobbio, gran gurú socialdemócrata con oscuro pasado militante en las huestes fascistas de
Mussolini, recalca tal sesgo en numerosos trabajos y afirma sin aportar pruebas objetivas
que “el marxismo ha sido y sigue siendo la teoría de la primacía de lo económico sobre lo
político” (“Estudios de historia de la filosofía. De Hobbes a Gramsci”, Debate, Madrid
1985, p. 246). Por su parte, el estructuralista Michel Foucault reconoce su oportunista e
inescrupuloso saqueo intelectual y político: “yo cito a Marx sin decirlo, sin ponerlo entre
comillas,… sin sentirme obligado a adjuntar la pequeña pieza identificatoria que consiste…
en poner cuidadosamente la referencia a pie de página”, porque “es imposible hacer historia
en la actualidad sin utilizar una serie interminable de conceptos ligados directa o
indirectamente al pensamiento de Marx y sin situarse en un horizonte que ha sido descrito y
definido por Marx”. Esta cínica confesión se ensambla con la negación de una teoría
marxiana del poder: “Nietzsche es el que ha dado como blanco esencial, digamos al
discurso filosófico, la relación de poder. Mientras que para Marx era la relación de
producción, Nietzsche es el filósofo del poder, pero que ha llegado a pensar el poder sin
encerrarse en el interior de una teoría política para hacerlo” (“Microfísica del poder”, La
Piqueta, Madrid 1992, pp. 100 y 101). Aceptando lastimosamente criterios de este tipo y
sometiéndose a ellos, Louis Althusser incurre en uno más de sus absurdos y se desbarranca
sin remedio con su aseveración de que, “a propósito de la sociedad capitalista y el
movimiento obrero, la teoría marxista dice casi nada acerca del Estado, ni sobre la
ideología y las ideologías, ni sobre la política, ni sobre las organizaciones de la lucha de
clases (estructuras, funcionamiento). Es un ‘punto ciego’ que atestigua ineludiblemente
algunos límites teóricos con los cuales ha tropezado Marx como si hubiese sido paralizado
por la representación burguesa del Estado, de la política, etc.” (“El marxismo como teoría
‘finita’ ”, en Autores Varios: “Discutir el Estado. Posiciones frente a una crítica de Louis
Althusser”, Folios, Buenos Aires 1983, p. 13).
(30) K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”, ed. cit., pp. 336-337 y 69
(31) Cf. Eric Hobsbawm: “La era del imperio (1875-1914)”. Labor, Barcelona 1989
(32) Cf. al respecto Christine Buci-Glucksmann: “Gramsci y el Estado (hacia una teoría
materialista de la filosofía)”. Siglo XXI, México 1985. La autora remarca en particular el
nexo orgánico del pensamiento de Gramsci con el de Lenin, señalando que los Cuadernos
de la Cárcel “deben ser ‘leídos’ como una continuación del leninismo en otras condiciones
históricas y con otras conclusiones políticas. Ello implica que toda tentativa de oponer
Gramsci a Lenin… no puede conducir sino a una nueva forma de idealismo. Quien dice
continuar a Lenin enuncia una relación productiva y creadora que no se agotará jamás en la
sola aplicación… del leninismo, sino que será más bien una traducción y desarrollo del
leninismo” (p. 25)
(33) Con respecto a las citas textuales de las formulaciones de Gramsci remitimos a los
seis volúmenes de “Cuadernos de la cárcel” (Edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo
de Valentino Gerratana; Era, México 1981, 1984, 1986, 1992 y 1993); y también a “El
materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce” (Nueva Visión, Buenos Aires
1971), “Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno” (Lautaro,
Buenos Aires 1962), “Los intelectuales y la organización de la cultura” (Nueva Visión,
Buenos Aires 1972), “La política y el Estado moderno” (Península Barcelona 1971),
“Cartas desde la cárcel” (Lautaro, Buenos Aires 1950) y “Antonio Gramsci. Antología”
(Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán; Siglo XXI, México 1980).
(34) Cf. Hugues Portelli: “Gramsci y el bloque histórico”. Siglo XXI, Buenos Aires 1974
(36) Ibid., p. 155. Como se sabe, Marx y Engels identificaron la ideología con la “falsa
conciencia” de la clase dominante con respecto a la realidad y a sí misma, pero no
absolutizaron este uso particular del término y dejaron indicaciones para proveerlo de un
significado más amplio. Gramsci encaró esta cuestión y, siguiendo a Lenin, consideró la
ideología como una concepción del mundo que atraviesa todas las formas de la conciencia
social, llevando consigo conocimientos, normas de conducta y una ética; y constituyendo
una perspectiva dada para el abordaje de la realidad que, en su conjunto y a través de
diversas mediaciones, remite a la situación, a la práctica y, en última instancia, a los
intereses histórico-concretos de las clases sociales, los grupos y los individuos. El carácter,
el contenido y la proyección de esos intereses tienen una índole específica y determinan un
punto de vista de clase que puede ser verdadero o falso en tanto está orientado a
transformar el mundo social para beneficio de las grandes mayorías oprimidas o a
estancarlo para mantener los privilegios de un determinado sector. Por tanto, la ideología
no es necesariamente y en todos los casos “falsa conciencia” que aprisiona a los sujetos y
deforma su práctica, no es incompatible con la ciencia ni es siempre una traba para acceder
al conocimiento científico, y tampoco está reñida con la aspiración a la verdad. De allí que
una de las funciones de la filosofía de la praxis, encarnada en la clase obrera revolucionaria,
sea desmontar las ideologías opuestas confrontándolas con la realidad social objetiva, sin
dar por supuesto un acceso automático e inmediato a la verdad, o sea, sin pasar por la
mediación y el filtro de la ideología entendida como el terreno donde los sujetos sociales
toman conciencia de los conflictos de intereses de clase en juego (Cf. “Apuntes para una
introducción y una iniciación en el estudio de la filosofía y de la historia de la cultura”, en
“Cuadernos de la Cárcel”, ed. cit., t. IV)
(37) Sobre esta cuestión, las formulaciones de los clásicos del marxismo son abundantes e
inequívocas. Aquí sólo basta recordar, primero, lo precisado por Marx: “Entre la sociedad
capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de
la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de
transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del
proletariado” (“Crítica del Programa de Gotha”, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín
1979, p. 30). Luego, lo anotado por Engels en 1891: “Últimamente las palabras ‘dictadura
del proletariado’ han vuelto a sumir en santo terror al filisteo socialdemócrata. Pues bien,
caballeros, ¿queréis saber que faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he
allí la dictadura del proletariado!” (Introducción al libro de Marx “La guerra civil en
Francia”, Ediciones en Lengua Extranjeras, Pekín 1978, p. 18). Y, finalmente, las
indicaciones de Lenin: “El problema de la dictadura del proletariado es el problema de la
actitud del Estado proletario frente al Estado burgués, de la democracia proletaria frente a
la democracia burguesa”. “Puede decirse sin exagerar que es el problema principal de toda
la lucha de clase del proletariado”. Esta cuestión “es precisamente la esencia de la doctrina
de Marx” (“La revolución proletaria y el renegado Kautsky”, en “Contra el revisionismo”,
Progreso, Moscú 1976, pp. 392 y 393). Lenin puntualiza que “la revolución debe consistir
no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino
en que destruya esta máquina y mande y gobierne con ayuda de otra nueva”, o sea, en que
edifique un Estado de nuevo tipo. “El proletariado necesita del poder estatal,… tanto para
sofocar la resistencia de los explotadores como para dirigir a una gigantesca masa de la
población, a los campesinos, a la pequeña burguesía y a los semiproletarios, en la obra de
‘poner a punto’ la economía socialista”. Por tanto, “el Estado, es decir, el proletariado
organizado como clase dominante” es la “teoría de Marx… vinculada de manera
indisoluble a toda su doctrina acerca de la misión revolucionaria del proletariado en la
historia. El coronamiento de esta misión es la dictadura del proletariado, la dominación
política del proletariado”. Así, “la transición del capitalismo al comunismo no puede por
menos de proporcionar una ingente abundancia y diversidad de formas políticas; pero la
esencia de todas ellas será necesariamente una: la dictadura del proletariado”. En definitiva,
“quien reconoce solamente la lucha de clases no es aún marxista, puede resultar que no ha
rebasado todavía el marco del pensamiento burgués y de la política burguesa. Circunscribir
el marxismo a la teoría de la lucha de clases significa limitarlo, tergiversarlo, reducirlo a
algo aceptable para la burguesía. Únicamente es marxista quien hace extensivo el
reconocimiento de la lucha de clases al reconocimiento de la dictadura del proletariado.
En ello estriba la más profunda diferencia entre un marxista y un pequeño (o un gran)
burgués adocenado. En esta piedra de toque es en la que debe contrastarse la comprensión
y el reconocimiento verdadero del marxismo” (“El Estado y la Revolución”, en “Obras
Escogidas en Doce Tomos”, t. VII, Progreso Moscú 1977, pp. 111, 24, 33 y 31-32)
Barriendo las políticas keynesianas hasta entonces vigentes, fueron puestas en acción
políticas neoliberales que respondían claramente a los intereses del gran capital financiero y
restauraban su antigua hegemonía económico-social e ideológico-política. Con ello, se
desregularon y liberalizaron los mercados, se aceleraron los movimientos de capital en las
metrópolis imperiales y hacia la periferia del sistema, y se activó el desplazamiento técnico-
organizativo a nuevas ramas de inversión (sobre todo, en la llamada “economía inmaterial”)
y también a los recintos todavía considerados como secundarios en la acumulación del
capital (tierras, viviendas, hipotecas, etc.) para su gestión y valorización especulativa. Estas
medidas estaban íntima e inseparablemente asociadas a otras de similar importancia. En
primer lugar, el estímulo a la “fuga” de capitales del sector productivo (es decir, de la
habitual y “limpia” actividad de acumulación en la industria) para lograr su concentración
en el campo financiero sobre la base del desmantelamiento de los organismos keynesianos
de regulación y control de las finanzas, la desregulación del sistema financiero y bancario,
la liberación del capital a interés para vigorizar la especulación rentista y el impulso al
crecimiento en función del crédito y el endeudamiento. En segundo lugar, el desmontaje del
“Estado de Bienestar”, haciendo viable la apropiación privada por parte del gran capital de
cada vez mayores porciones de la riqueza social con el incremento de las oportunidades de
inversión del capital excedente mediante la privatización de empresas y propiedades
estatales, la reducción de los aportes patronales a la seguridad social, el cercenamiento de
los derechos sociales de los trabajadores, la implantación de una “tributación regresiva”
para favorecer con menores impuestos a los mayores poseedores, el aumento de la sobre-
explotación de la fuerza de trabajo, la caída del empleo, la legalización del trabajo
precarizado, el gran recorte del gasto social y la desposesión masiva de la población. Y en
tercer lugar, la implementación de una serie de políticas orientadas a deteriorar de modo
creciente la condición salarial a través de la desinversión selectiva y el impulso hacia un
tipo de producción “flexibilizada” signada por los despidos masivos, la caída de los salarios
reales por su desvinculación con respecto a la productividad, la notable reducción de la
masa salarial (incluyendo los salarios en el sector estatal) y el radical recorte del gasto
público.
Con este “paquete” de medidas, el gran capital financiero allanó el camino para
lograr beneficios mediante las finanzas “puras”, desligadas de la actividad productiva real,
y fue acentuando de modo creciente el trasvase de la renta y el ahorro (presentes o en forma
de pensiones o reservas futuras) hacia los mercados financieros para la obtención de un
determinado interés. Esos mercados, cada vez más grandes y con sus cotizaciones bursátiles
en aumento, desplegaron y desarrollaron los famosos “derivados” para especular sobre las
posibilidades futuras de divisas y valores, y se apoyaron en las nuevas fluctuaciones
creadas por la eliminación de los controles financieros para generar una enorme masa de
capital ficticio. El estancamiento de la ganancia obtenida a través de la plusvalía industrial
y las expectativas de logro de beneficios en el ámbito financiero-especulativo, estimularon
a muchas y variadas corporaciones y empresas productivas para ensamblarse directamente
con las finanzas y éstas comenzaron a regir y regular la actividad empresarial y a fijar las
normas en todos los mercados. El conjunto de la economía se “financiarizó”, el capital
industrial quedó subordinado al capital financiero y el artificialmente abultado valor
bursátil de activos y propiedades determinó que cada vez más amplios sectores de la
sociedad se incorporaran al juego desquiciado de la “puesta en valor” y la mercantilización
de todo lo habido y por haber de acuerdo con las pautas establecidas por la especulación
financiera.
Pero todos los “éxitos” conseguidos y acentuados por el gran capital financiero
merced a su hegemonía mundial, tenían un costo ineludible y de incalculables efectos: de
un lado, la debacle de la producción real agobiada por la desinversión y, del otro, el
incontenible y abultado crecimiento del parasitismo rentístico en el campo de las finanzas.
Esto representaba tanto la imposibilidad objetiva de resolver la crisis que arrastraba el
sistema desde años antes para sólo administrarla, cuanto una presión continua sobre el gran
capital especulativo que tenía como única salida para el logro del beneficio inmediatista el
impulso sin trabas a la depredación de la sociedad y la naturaleza en calidad de pauta
general y obligada del capitalismo en su senil forma neoliberal. En el contexto de la
“financiarización” planetaria de la economía y de su real divorcio de la producción
concreta, el capital financiero desplegó múltiples acciones en procura de incrementar sus
“activos” y robustecer su poder, privatizando con cada vez mayor cinismo la riqueza social
y cultural acumulada en el curso de generaciones, agrediendo los servicios públicos (salud,
educación, transportes, comunicaciones, etc.), apoderándose de las infraestructuras (redes
viales, instalaciones estatales, etc.) y disponiendo a su antojo del patrimonio general.
También perpetró la privatización y mercantilización de inmensos ámbitos de la naturaleza,
adueñándose de grandes extensiones de tierras y eliminando las propiedades colectivas o
comunales, promoviendo y acentuando la desaparición de formas de producción y consumo
tradicionales con la sustitución de la agricultura campesina o familiar por la agroindustria,
destruyendo vastos ecosistemas y desplazando a las poblaciones rurales. A la vez, se
apropió militar y directamente de fuentes de recursos y materias primas, mercantilizando la
biodiversidad y los recursos genéticos, imponiendo sus “derechos” de propiedad intelectual
o patentes sobre bienes ajenos y saberes colectivos tradicionales, y permeando con su
grosera y corrupta lógica de la rentabilidad las instituciones públicas e incluso la propia
administración sistémica.
Las maniobras del hegemónico gran capital financiero son innumerables y aunque en
diversos casos están coronadas por el “éxito”, la propia realidad muestra sin atenuante
alguno el concluyente fracaso de las criminales políticas neoliberales implementadas
durante más de 40 años, que agreden sin pausa a los seres humanos y a la naturaleza y que,
al mismo tiempo, aceleran la decrepitud y descomposición del sistema capitalista. Hoy, los
resultados de las medidas neoliberales son de suma evidencia: la caída sin remedio a la
vista del crecimiento económico y el comercio mundiales y el aumento alucinante del
endeudamiento global (público y privado); la exacerbación de la explotación irracional de
los recursos del planeta y el frenesí extractivista, que agravan la crisis medio-ambiental y
alimentaria y acentúan los efectos catastróficos del cambio climático; la búsqueda cada vez
más frecuente de salidas bélicas a los problemas de desvalorización del capital; la clara
declinación de la hegemonía yanqui y la agudización de las contradicciones inter-
imperialistas, el reforzamiento del proteccionismo y las guerras comerciales que implican
también a China y Rusia; la extensión y profundización de las desigualdades sociales, la
miseria y la precariedad existencial de muy vastos sectores poblacionales; el aumento
imparable de los flujos migratorios hacia las metrópolis de millones de personas de la
periferia desplazadas por la pobreza o que huyen de la guerra y la delincuencia imperantes
en sus países y el surgimiento en el centro del sistema de virulentos “nacionalismos”
racistas y xenófobos; la situación de agobio social y la crisis política del Estado burgués en
los países del centro, que son exportadas hacia las naciones periféricas en demolición
incesante; la continua degradación de la vida social y la expansión irrefrenable de la
corrupción en todas los niveles e instancias de la sociedad burguesa “globalizada”; y, lo que
tiene una importancia desastrosa dentro de un etcétera interminable, la concentración jamás
vista antes de la riqueza social, incluyendo a los medios de producción y comercialización
con el acaparamiento de los medios de vida por parte de menos del 1% de la población del
mundo y el dramático y letal empeoramiento de las condiciones de existencia del 99%
restante.
Con todo esto, en definitiva, el capitalismo neoliberal no está haciendo otra cosa que
llevar a extremos inauditos la barbarie inherente al sistema y, por tanto, presente en todo su
recorrido histórico. Ya en 1913, en su artículo “Barbarie civilizada”, Lenin anotaba que “la
barbarie capitalista es más fuerte que toda civilización. Por donde se mire, se encuentran a
cada paso problemas que la humanidad está en perfectas condiciones de resolver de
inmediato. Pero el capitalismo estorba. Ha acumulado a montones la riqueza y ha hecho a
los hombres esclavos de esa riqueza. Ha resuelto complejísimos problemas de la técnica
y… ha condenado a la miseria y la ignorancia a cientos de millones de personas… La
civilización, la libertad y la riqueza en el capitalismo sugieren la idea de un viejo y saciado
ricachón que se pudre en vida y no deja vivir lo que es joven. Pero lo joven crece y, pese a
todo, triunfará”.
Por eso, atinadamente James Petras ha hecho ver que en la Antigüedad greco-latina
se atribuía la barbarie a las poblaciones que vivían en el régimen tribal donde aún no existía
la división en clases y que, como “bárbaras”, acosaban e invadían las sociedades clasistas
existentes sembrando a su paso la destrucción y la ruina en calidad de elementos externos a
la civilización. Pero hoy, en las seniles condiciones del capitalismo neoliberal, la barbarie
que está en su esencia ha adquirido una brutal ferocidad teniendo como portadora interna y
activa impulsora a la gran burguesía imperialista, cuyo desquiciado afán de ganancias
monetarias va conduciendo a la demolición de las bases materiales de la sociedad, al
creciente exterminio de seres humanos “sobrantes”, a la devastación de la naturaleza y a la
liquidación de la propia civilización burguesa. Y no puede ser de otro modo porque al haber
llegado a una fase de creciente descomposición y desorden que va abriendo paso a su
agonía, el capitalismo ya ni siquiera puede ofrecer vacuas promesas de “progreso” y
“bienestar”, sino que funciona mafiosamente y acomete con cada vez más saña contra la
inmensa mayoría de la humanidad, desparramando el sufrimiento, el dolor y la muerte.
Petras anota también que la barbarie capitalista tiene como expresiones específicas
las diversas y corruptas técnicas financieras de despojo universal. Entre ellas, la promoción
artificial, fraudulenta y muy amplia de valores y títulos bursátiles; la destrucción deliberada
de activos a través de políticas inflacionarias y fusiones y absorciones empresariales; el
endeudamiento generalizado por encima de la capacidad de pago, orientado a “disciplinar”
a empresas y familias y a generar formas modernas de servidumbre en función de las
deudas; la desposesión de activos mediante la manipulación del crédito y las cotizaciones,
como en el caso del saqueo de los fondos de pensiones; la ofensiva especulativa de los
fondos de riesgo (“hedge founds”) y las estafas empresariales; la creación y ampliación de
paraísos fiscales que, según datos de Tax Justice Network (Red para la Justicia Global),
ocultaban en el 2015 más de 26 billones de euros libres de impuestos, es decir, un tercio del
PBI mundial; etc. El conjunto de actividades delictivas es potenciado a escala planetaria
tanto por la liberalización comercial regida por la OMC como por los “tratados de libre
comercio” según el diseño y el control establecidos por los intereses “globalizadores” del
imperialismo norteamericano, cuya hegemonía en declinación acelera y expande no sólo las
exacciones, sino también las prácticas corruptas (2).
Por su parte, el sociólogo marxista John Bellamy Foster, que estudia críticamente los
procesos y fenómenos capitalistas desde hace muchos años, precisa que el neoliberalismo
es la forma adoptada por el capitalismo en su actual fase financiero-monopólica y alerta
contra cualquier tipo de ilusión reformista. Señala, en efecto, que en diversos ambientes
políticos, sociales, intelectuales, académicos, etc., impera como “lúcida” visión la idea de
atribuir el irracional desastre humano, social y natural en curso, no a las características
intrínsecas del sistema, sino apenas al neoliberalismo en calidad de “modelo particular” del
desarrollo capitalista. Merced a determinadas reformas, tal “modelo” podría ser sustituido
por otro de carácter “racional” sin tocar el dominio del capital y el poder burgués. Así, la
“réplica” al neoliberalismo sería el retorno al “Estado de Bienestar”, la “regulación del
mercado” o algunas otras formas de “democracia social” aunque sólo fueren limitadas, es
decir, un capitalismo “sensato”, “perfeccionado”, con “rostro humano”. No estaría a la
vista, pues, el indiscutible fracaso histórico del capitalismo, sino sólo la bancarrota de su
“eventual modelo” neoliberal. Pero de hecho el reformismo pasa por alto lo substancial, lo
medular de la cuestión: en su actual estado, para preservar y prolongar las condiciones de
su expoliación y lograr sobrevivir, el sistema necesita obligadamente, por completo y de
modo férreo tener como elemento dominante y guía al gran capital financiero-monopólico,
que impone el neoliberalismo como fase y política global de un capitalismo senil,
degenerado y en avanzada descomposición. En esta situación concreta, para poder
garantizar tanto la existencia y el desarrollo de los seres humanos cuanto la presencia de
vida en el planeta, la transformación radical de ese capitalismo destructivo e históricamente
agotado constituye una exigencia ineludible (3).
Desde el inicio del siglo XX, dentro de las condiciones de la fase imperialista del
capitalismo y del predominio del gran capital financiero, se fueron agudizando tanto la
voracidad de ese capital monopólico como las pugnas inter-imperialistas por la conquista
de mercados y fuentes de materias primas. Estas encarnizadas luchas por el logro de un
nuevo y determinado reparto del mundo sólo podían tener una salida bélica y condujeron en
1914 a la carnicería de la I Guerra Mundial, luego de la cual los regímenes europeos
tuvieron que hacer frente a la devastación resultante y a las poblaciones sumidas en el
hambre, el desempleo y la miseria, cuyos combates de masas contra la explotación y la
opresión se incrementaron bajo la influencia política del socialismo y el impacto de la
Revolución de Octubre. En el curso de los años ’20, el economista austriaco Ludwig von
Mises fue observando con gran atención el desarrollo de los acontecimientos y tomando
aguda conciencia de los riesgos que representaban para el sostenimiento del sistema,
llegando a la conclusión de que era necesario “renovar” el liberalismo clásico para darle
nuevos aires al capitalismo.
Sin embargo, en su momento este esfuerzo “renovador” no fue tenido en cuenta por
el gran capital imperialista (preocupado por el descenso de la tasa de beneficio y la nueva
crisis general que se gestaba en el sistema) pues contaba con el fascismo y luego con el
nazismo para intentar una salida más directa y duramente expeditiva a sus problemas sin
necesidad de trámites engorrosos o cambios basados en las teorizaciones de uno u otro
profesor. Además, tenía en lo inmediato al reformismo socialdemócrata para disputarle al
socialismo revolucionario la dirección y la conducción de los movimientos y las luchas de
las masas explotadas. La bancarrota de Wall Street en 1929 y la gran crisis financiera
resultante, que se extendió al conjunto de la economía capitalista mundial, pusieron en
evidencia el rol delictivo del capital financiero, haciendo más ostensible el relegamiento de
los puntos de vista de Mises. Éste, luego del ascenso del nazismo, tuvo problemas por su
origen judío y se vio obligado a migrar a EEUU para dedicarse a la actividad académica y
a la formación de discípulos con el patrocinio de la Fundación Rockefeller y el National
Bureau of Economics Research, que financiaron sus investigaciones y publicaron sus
libros.
Esto significaba un verdadero desastre para el liberalismo clásico que vivía su peor
momento por ser el fundamento del desacreditado capital financiero, cuyos representantes
teóricos más connotados contemplaban con horror el panorama social y político. En EEUU
empezaba a tener vigor el “Estado de Bienestar”, lo mismo que en Gran Bretaña (donde los
laboristas habían estatizado las industrias básicas), Escandinavia y los Países Bajos. En
Francia e Italia, el Partido Comunista y sus aliados se perfilaban como una “amenaza” que
podía llegar a ser gobierno; y en Alemania, bajo ocupación yanqui, la reconstrucción
económica estaba orientada por el “controlismo” y el “dirigismo” keynesianos. Según esos
teóricos, en tales lugares tenía vigencia una “democracia” que ponía en riesgo la “libertad”
por estar basada en el “languidecimiento de los mercados libres” y en la “peligrosa
confianza” de las poblaciones en los Estados y los gobiernos para resolver los problemas
económicos y garantizar una seguridad social. A la vez, en España y Portugal regían
dictaduras fascistas y ni hablar de Europa del Este donde la URSS había “aposentado la
esclavitud de los hombres con su nefasto socialismo”. Así, pues, para los teóricos del
capital financiero “la humanidad” transitaba por una ruta indeseable que era muy necesario
rectificar. Pero la posibilidad de un cambio de rumbo era inviable en las condiciones de la
supremacía del capital industrial que comandaba el reflotamiento y desarrollo capitalista,
impulsaba el “Estado de Bienestar” keynesiano y garantizaba la generación, reproducción y
acumulación del capital. En tales circunstancias, dichos teóricos buscaron refugio en
diversos centros académicos, principalmente en la London School of Economics y la
Universidad de Chicago, para encargarse de difundir las tesis liberales “renovadas” y hacer
escuela (con la protección y el apoyo económico de los grandes consorcios de las finanzas)
siguiendo el ejemplo de Mises que años antes había formado con sus discípulos una
organización oficiosa en tal dirección.
Sin embargo, esos esfuerzos requerían superar el aislamiento y dotarse de una cierta
organicidad, de modo que en 1947 Friedrich von Hayek (antiguo alumno de Mises y, como
él, economista austriaco de origen judío) tomó la iniciativa y convocó a una treintena de
filósofos, historiadores, economistas, banqueros, políticos y hombres de prensa para
intercambiar ideas acerca del liberalismo, su posible rumbo teórico y la definición de sus
acciones prácticas. Estos personajes, entre ellos Mises, Wilhelm Röpke, Karl Popper,
Milton Friedman, Salvador de Madariaga, Ludwig Erhard, Walter Lippman, Luigi Eunaudi
y otros de similar renombre, se reunieron en Suiza con el auxilio económico de varios
grupos empresariales y decidieron crear la Sociedad Mont-Pélerin teniendo en mente el
examen de los diversos problemas que aquejaban “a la civilización”, en particular la
“amenaza a la libertad y los derechos humanos” por la difusión de ideologías “totalitarias”
(el marxismo), “relativistas” (el keynesianismo) o análogas encaminadas a extender un
“poder arbitrario”. De esa reunión, en la que se acuñó el término “neo-liberalismo”, emanó
una Declaración de Principios en la que la Sociedad expresaba su interés “exclusivamente
científico y doctrinario” ya que aspiraba a “realizar propaganda. No busca establecer una
ortodoxia meticulosa ni obstaculizadora. No se alinea con ningún partido concreto. Su
objetivo, al facilitar el intercambio de opiniones entre mentes inspiradas por ciertos ideales
y concepciones generales sostenidas en común, es sólo contribuir a la preservación y
mejora de la sociedad libre”.
Así las cosas, los integrantes de la Sociedad aparecieron como los adalides del “libre
mercado” ajeno a cualquier control estatal y del individualismo empresarial, para llevar a
cabo orgánicamente las tareas propias de un programa ultra-reaccionario centrado en la
defensa sin tapujos del capital financiero-monopólico y en el que ofrecían cierta “lógica”
justificadora del poder de los monopolios y de una economía dominada por las grandes
empresas, propugnaban la privatización y la mercantilización totales de la vida social,
proponían una estrategia político-económica eficaz para reforzar el dominio gran burgués y
atacaban sañudamente al socialismo. Estaban unidos por un objetivo común, pero entre
ellos existían envidias académicas, choques de personalidades, desacuerdos individuales,
rencillas y rivalidades (por ejemplo, Röpke calificaba a Mises de “paleo-liberal” y lo
consideraba “uno de los últimos sobrevivientes de la categoría de liberales que han
provocado la catástrofe actual”). Para poder concretar los acuerdos tomados, necesitaban un
liderazgo fuerte orientado a colocar en un plano secundario las contradicciones personales,
que unificara sin contemplaciones al conjunto y lo hiciera avanzar. Con el beneplácito de
los financiadores de la Sociedad, ese rol lo desempeñó Hayek, por entonces probablemente
el miembro del grupo con mayor claridad acerca del carácter, contenido y perspectivas
teórico-políticas del anti-popular proyecto neoliberal (4).
Hayek sostenía que las instituciones sociales (Estado, gobierno, leyes, mercado y
sistemas de precios e incluso el lenguaje) no constituyen un diseño humano deliberado para
responder a determinadas necesidades, sino el producto de un “orden espontáneo” que
emana de las acciones individuales. Por eso, éstas no deben ser interferidas ni amenazadas
por cualquier pretensión “racionalista” de regular conscientemente el mundo ya que con
ello se pone en riesgo “la civilización” surgida precisamente de la espontaneidad de tal
orden, dentro del cual la propiedad privada y el libre mercado tienen un carácter
fundamental. Sin ambos, impera la dependencia con respecto al Estado y los hombres se
convierten en “esclavos”: la intervención estatal en la economía, la planificación económica
y el “Estado de Bienestar” conducen a resultados distintos a los “naturalmente” esperados y
son perjudiciales para la sociedad porque generan el caos a largo plazo. Por tanto, el Estado
no debe fomentar ni asegurar tipo alguno de redistribución en función de criterios de
“justicia social” porque ello implicaría derivar hacia el “socialismo”, poniendo en riesgo la
“libertad individual” y llevando al “totalitarismo”. En base a estos criterios, Hayek elaboró
un programa político-tecnocrático neoliberal a tono con los intereses, necesidades y
expectativas del gran capital financiero: mercado absolutamente eximido de cualquier
restricción, privatizaciones, desregulaciones, eliminación de controles a la circulación de
capitales, abrogación de impuestos “elevados” a las grandes empresas, reducción drástica
de los gastos de seguridad y asistencia social, disminución al mínimo de los programas
contra el desempleo, abolición del control de alquileres y de las subvenciones para
vivienda, y “poder sindical” muy limitado cuando no suprimido.
Para Hayek, la cuestión del rol del Estado en la sociedad tenía una importancia
central. En principio, compartía con su maestro Mises la tesis del “Estado mínimo” y de la
eliminación de las intervenciones económicas y sociales de ese organismo, limitándolo sólo
a proporcionar el marco jurídico (“las reglas del juego”) capaz de garantizar las normas
básicas del intercambio y del mercado. Pero mientras Mises asumía esta tesis de modo
absoluto y sin matices (postura que su ex alumno le reprochó como propia de un “liberal
intransigente y aislado”), Hayek postulaba con pragmatismo la necesidad de “hacer más
atractiva la sociedad libre” encargando al Estado el eventual manejo de “ciertos efectos
redistributivos”, ya que está en condiciones de proveer de bienes que el mercado no logra
generar por sí mismo y se le puede hacer actuar en “circunstancias excepcionales y
anómalas de la vida económica” (como las crisis cíclicas del sistema) para asegurar la
reproducción del capital. Sin embargo, ambos concordaban a plenitud en la existencia de un
mercado totalmente libre y un Estado sin obligaciones sociales, en la crítica radical al
socialismo y a la idea de justicia social, en el “anti-totalitarismo” y en las apreciaciones
hayekianas de que “es mucho mejor un régimen no-democrático que garantice el orden
espontáneo que una democracia planificadora”, puesto que “debemos enfrentar el hecho de
que la preservación de la libertad individual es incompatible con la justicia distributiva”.
De hecho, si “no hay más opciones que el orden gobernado por la disciplina impersonal del
mercado o el dirigido por la voluntad de unos cuantos individuos”, entonces queda
justificado a plenitud que “una dictadura puede ser un sistema necesario para un período de
transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u otra forma de
poder dictatorial… Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal, y no a un
gobierno democrático donde todo liberalismo está ausente”. Estos criterios se plasmaron
de modo práctico posteriormente cuando, con la plena complacencia de Hayek, la criminal
dictadura de Pinochet recibió el apoyo total y la directa “asesoría” de Milton Friedman y
los Chicago Boys para convertirse en la punta de lanza del neo-liberalismo a escala
mundial, antecediendo a la implantación neoliberal en Inglaterra con Thatcher y en EEUU
con Reagan. No incurre en exceso alguno Atilio Boron, entonces, al afirmar que “el neo-
liberalismo es la reencarnación de los principios fundamentales del liberalismo clásico, sólo
que en clave mucho más reaccionaria”.
De este modo, pues, para Hayek la sociedad no es ni puede llegar a ser producto de
un “plan deliberado”, sino que constituye sólo “un conjunto de vínculos entre individuos y
grupos organizados” que actúan “espontáneamente” en procura de su propio beneficio. En
la sociedad así entendida, no tiene cabida alguna “el erróneo antropomorfismo que la
concibe como ‘actuando’ o ‘deseando’ algo”. Esta concepción de base antropologista
remite principalmente al liberalismo inglés de los siglos XVII y XVIII (Locke y la
Ilustración escocesa, con Hume, Ferguson, Mandeville y Smith) que, ante la crisis del
Estado absolutista y su cultura aristocrática, se esforzó en la elaboración de una nueva
concepción del hombre, la sociedad y la política, es decir, de un “modelo” de sociedad
asentada en relaciones mercantiles desarrolladas dinamizadas por la “mano invisible del
mercado” y correspondiente por completo a la “auténtica naturaleza del hombre”. En las
nuevas condiciones capitalistas, Hayek actualizó tal proyecto buscando forjar una teoría
sobre la sociedad y el mercado con la pretensión de “refundar” la sociedad burguesa
mediante su “transformación radical”. A la vez, encaró propiamente la cuestión de la
concepción del hombre en el curso de un proceso iniciado con los criterios expuestos en
Camino de servidumbre y extendidos hasta La fatal arrogancia. Los errores del socialismo.
Según él, con Descartes, Rousseau, los Enciclopedistas, los fisiócratas y J. Stuart
Mill primó un “falso individualismo” de carácter “racionalista”, tendiente al colectivismo y
al “socialismo”; y es sólo con Locke, Hume, B. Mandeville, Smith, E. Burke, Tocqueville y
otros que se puede hablar de un “verdadero individualismo”. De acuerdo con esto, Hayek
caracteriza su propia concepción del hombre como un “auténtico individualismo” liberal,
“anti-racionalista” y opuesto radicalmente al del viejo liberalismo. A partir del supuesto
“ontológico” de que la realidad constituye una sumatoria de elementos, individuos y
sucesos que coinciden consigo mismos, y de que, por consiguiente, no está conformada por
totalidades, sino que posee un carácter agregatorio, toma como base la concepción
mecanicista de Hobbes acerca del hombre y la sociedad. Se centra, entonces, en el llamado
“individualismo metodológico” que recusa terminantemente cualquier criterio sobre la
sociedad como totalidad y sujeto de deberes: todos los fenómenos sociales, sobre todo el
funcionamiento de las instituciones, deben ser siempre considerados como el resultado de
las actitudes, decisiones y acciones de los individuos, y de ningún modo en función de “los
colectivos” (Estados, naciones, etnias, clases, etc.), por lo que el “colectivismo ingenuo”
debe ser sustituido “genuinamente” por el individualismo radical.
Todo esto está “justificado”, dice Hayek, porque reposa sobre el criterio de que las
acciones sociales sólo pueden entenderse como conjuntos de acciones individuales: la
sociedad es apenas el nombre que se da al agregado de interacciones de los sujetos; no es
una entidad colectiva económico-social, política, ética y cultural; no puede ser interpelada
ni se le debe atribuir responsabilidad o deber alguno; y los intereses “llamados sociales”
nunca están por encima de los intereses individuales. La sociedad es sólo una forma de
“orden espontáneo”, es decir, “un estado de cosas en el cual una multiplicidad de elementos
de diversa especie se relacionan entre sí, de tal modo que el conocimiento de una porción
especial o temporal del conjunto nos permite formular acerca del resto unas expectativas
adecuadas o que por lo menos gocen de una elevada probabilidad de resultar ciertas”.
Definitivamente, la sociedad sería una articulación de “órdenes auto-generados” y de
“organizaciones”, primando los primeros y teniendo al mercado y a la propiedad privada
como los fundamentales. El mercado es “espontáneo”: no constituye el resultado de un plan
o una acción humana consciente y su desarrollo no depende de la voluntad o el cálculo,
sino que aun siendo producto de la actividad de los individuos no se corresponde con un
diseño previo ni se orienta a la realización de metas pre-establecidas. Es, entonces, un
conjunto de interacciones que representan “formas espontáneas de cooperación” y que se
adecúan a las “normas y leyes tradicionales y permanentes del proceso económico”,
expresándose su carácter “exitoso” en que los resultados de su funcionamiento son
“beneficiosos” para los participantes en las interacciones económicas y los miembros del
propio mercado. Así, pues, la “sociedad de mercado” haría viable la existencia de una
mayor cantidad de personas en comparación con cualquier otro tipo de sociedad, aunque
eso no significa en modo alguno que esté obligada a garantizar la vida de todos: el mercado
no está obligado a reconocer el conjunto de derechos humanos, sino que sólo debe aceptar y
propiciar algunos de ellos, precisamente los que son necesarios para asegurar el
funcionamiento de la “sociedad de mercado” misma.
En esta línea, Hayek considera que las políticas sociales sólo logran “generalizar las
injusticias infligidas a los individuos por la acción del Estado y en interés de un grupo”,
vulnerando fundamentalmente “las libertades individuales” en el terreno económico. Como
es obvio, “los individuos” supuestamente perjudicados en su “libertad” económica por la
intervención del Estado burgués son las grandes empresas corporativas y los sujetos con
millonarios ingresos o rentas que, se presume, resultarían afectados por impuestos directos
utilizables para financiar las prestaciones sociales. Y ese “grupo”, en cuyo “interés” se
elaboraría una legislación social para “favorecerlo”, estaría constituido por las mayorías o
por parte importante de la población: asalariados, mujeres, niños, ancianos o ciertos
sectores “considerados en desventaja”. Hayek aborrece y condena, pues, cualquier posible
responsabilidad social del Estado burgués y de la propia sociedad capitalista en relación
con el encaramiento de las necesidades de la mayoría de personas, y rechaza airadamente el
concepto y la práctica de justicia social como “mitos erróneos y peligrosos”. Para él, las
normas morales fundamentales son de carácter económico (es decir, el respeto a la
propiedad privada, a los contratos y a la ganancia, la “honestidad” en los negocios, etc.), de
modo que la ética y las responsabilidades sólo tienen carácter individual, cabiendo negar
cualquier valor moral a las conductas “altruistas” que no provengan de decisiones
personales.
Ahora bien, la crisis de los años ’70 hizo viable el retorno hegemónico del gran
capital financiero, implicando el ingreso triunfal y arrasador del neo-liberalismo en el
escenario socio-político capitalista en trance de “globalización”. En consonancia con ello y
con las nuevas condiciones en que debía actuar la gran burguesía imperialista, la
concepción neoliberal sobre la sociedad y el ser humano, cuyas bases fundamentales
estableciera centralmente Hayek, no podía continuar siendo exactamente igual a la fijada en
su formulación primigenia, sino que necesitaba determinados “enriquecimientos” y requería
ser “matizada” sin que variara su color esencial. Entonces, en la versión “perfeccionada” de
esa concepción los supuestos utilizados por Hayek como punto de partida se mantuvieron
vigentes en calidad de bases, pero fueron “desarrollados” por sus epígonos.
Así, para los nuevos “teóricos” la sociedad sería inexistente y “en la realidad” sólo
existiría un agregado de individuos con intereses particularizados que, a través del mercado,
buscan maximizar el logro de beneficios económicos. Tales individuos están comprendidos
en la noción-eje neoliberal de homo economicus, que define a un sujeto asocial y ahistórico,
“autónomo” y egoísta, cuya actuación se puede identificar con determinados patrones
conductuales asentados en una específica base bio-neurológica. Con esta caracterización,
el hombre es despojado de su condición real y queda convertido en un “ser natural”, de
modo que para “entenderlo” no se requiere de criterios sociales e históricos, sino biológicos
“en última instancia”. Por tanto, la explicación última de “lo social” como realidad y
problema es dada desde lo biológico-individual, vaciando a la política y a su carácter
relacional-concreto de contenido objetivo; a la vez, la economía ya no se considera en el
campo de la sociedad porque es desplazada hacia el de la naturaleza. En este ámbito, la
lógica del individualismo equivale a la lógica de la “supervivencia del más apto y más
fuerte”, y el egoísmo adquiere importancia “estratégica” porque sirve de fundamento al
“hecho social” sin necesidad de recurrir a la sociedad y a la historia.
Además, hacer intervenir en la vida social a los procesos neurales de los individuos
cual elemento excluyente, decisivo y definitorio, sirve para dar “explicación” distorsionada
y fraudulenta a fenómenos considerados real, racional y tradicionalmente como sociales,
pero que ahora desde la concepción neoliberal son vistos y entendidos de modo “científico”
apelando a la biología. Para citar sólo un caso, las abismales diferencias económico-
sociales y político-culturales entre los países del centro capitalista y los sometidos y
empobrecidos de la periferia son atribuidas al “insuficiente desarrollo del córtex cerebral”
de las poblaciones en las naciones y regiones avasalladas, ocultando procazmente las
relaciones de poder y dominación de clase imperantes a nivel global y las asimetrías
derivadas en el mercado mundial. De un plumazo son borradas la imposición de una
división internacional del trabajo, las exacciones imperialistas en la periferia que permiten
el crecimiento y desarrollo económicos en el centro del sistema, la distribución clasista de
la renta nacional, etc. Y como tal supuesta deficiencia neurológica sería “determinante”
para marcar en los países periféricos el atraso, el desorden, la pobreza, la debilidad
institucional, el “escaso respeto a las normas y los contratos”, las “limitaciones” para
asumir a plenitud “los valores y la ética” del mercado, la “tendencia a la violencia”, etc.,
entonces para los nuevos “teóricos” neoliberales es imprescindible impulsar su “progreso”
y su “desarrollo humano” creando las condiciones “civilizatorias” que permitan a esas
vastas poblaciones incorporar a sus procesos neuro-biológicos la “comprensión” del interés
egoísta, la “necesidad vital” del cálculo económico y la “verdad” que emana del mercado.
Las políticas neo-coloniales del imperialismo reciben así un poderoso refuerzo ideológico.
Según esos “teóricos”, la condición “universal” del homo economicus constituye la
base fundamental del comportamiento humano centrado neuro-corticalmente, con obvia
independencia de las particularidades sociales, étnicas, culturales o identitarias. De allí que
todo sujeto tenga que ser comprendido dentro de la noción de “capital humano” y que la
llamada por Mises “acción humana” posea siempre, en toda circunstancia, carácter
“estratégico”. En el cuadro de la condición de ese homo, la “acción humana” instrumental y
“estratégica” de los individuos configura una “acción colectiva”, cuyo significado es muy
claro: no representa una posición crítica de las personas ante su propia situación, ni su
capacidad para interpretarla y transformarla, sino sólo la actualización y convergencia de
intereses estratégicos individuales que refuerzan la realidad del “capital humano” entendido
como “capital social”. En los hechos, era sumamente necesario fijar esta equivalencia,
íntimamente asociada con la biologización de los individuos y el vaciamiento de la política,
para justificar la “ética” del mercado y el propio proyecto neoliberal; pero presentaba el
“gran inconveniente” de ser por completo contradictoria con las proclamadas asocialidad y
ahistoricidad del homo economicus. Los diversos y bien rentados académicos neoliberales
(G. Stigler, G. Buchanan, E. Ostron, O. Williamson y otros) ubicados en “prestigiosas”
universidades dedicaron mucha atención a este serio problema y se esforzaron en darle una
salida “científica”, buscando definir un contexto social y un marco histórico para la “acción
estratégica” y el desarrollo de la “racionalidad” de tal homo. Con el típico pragmatismo
burgués, Douglass North, economista e historiador de la Universidad de Cambridge, se
encargaría de “solucionar” la cuestión con la “teoría de las instituciones” o “neo-
institucionalismo económico” (7).
North encontró la clave de esa “solución” en las formulaciones de Hayek acerca del
Estado como institución que forma parte del “orden extendido” y como garante de la
libertad de mercado mediante la fijación de “las reglas del juego”, del marco jurídico
susceptible de permitir a los actores del mercado maximizar sus ganancias. Sobre esta base,
con la misma lógica utilizada antes para vaciar de contenido a la política y crear un discurso
de poder originado en el mercado y externo a la propia política, North elaboró en su “teoría
de las instituciones” una noción de “sociedad” externa y contrapuesta al acontecer social
objetivo. Según él, la conducta “estratégica” del homo economicus se pone de manifiesto en
el mercado y, por tanto, las instituciones (o “normas y convenciones de una sociedad en el
largo plazo del desarrollo económico”) tienen que ser entendidas y explicadas de acuerdo
con el funcionamiento del mercado mismo. Así, la “sociedad” queda subsumida en la
“economía social de mercado” y las instituciones resultan cohesionadas dentro del “Estado
social de Derecho” basado en el mercado. Por ello, “las instituciones son las reglas del
juego en una sociedad o, más formalmente, son las limitaciones ideadas por el hombre que
dan forma a la interacción humana. Por consiguiente, estructuran incentivos en el
intercambio humano, sea político, social o económico”. Tales limitaciones conforman
reglas formales (derechos de propiedad, leyes, Constituciones) e informales (costumbres,
tradiciones códigos de conducta, prohibiciones, sanciones, etc.) que hacen posible “la
continuidad del orden y la seguridad establecidos dentro de un mercado o una sociedad”,
reglas que se hacen efectivas y se mantienen merced a la organización estatal y su fuerza
coercitiva o por “el mandato de un imperativo precepto religioso”.
Con todo esto, los hechos sociales resultan ser sólo “coincidencias de intereses
individuales” y la gran complejidad de la actividad de los hombres queda reducida a
abstracta “interacción humana” y a “procesos de intercambio humano” en los ámbitos
económico, político, jurídico, cultural, etc. Naturalmente, para North el lugar esencial y
privilegiado de esa “interacción” es el mercado, donde se expresa la “libre acción humana”
y cuya lógica explica los cambios que ocurren en las instituciones, de tal suerte que “el
cambio institucional constituye el modo en que las sociedades evolucionan a lo largo del
tiempo, por lo cual es clave para entender el cambio histórico”. Es casi innecesario apuntar
que dentro de su apreciación el mercado como fuerza motriz del cambio institucional
carece de cualquier referencia histórico-concreta, no tiene vínculos con las modificaciones
tecnológicas y es absolutamente ajeno a la lucha de clases y a su desarrollo objetivo. Más
bien, los cambios institucionales que el mercado genera e impulsa se deben a cambios en la
estructura de los precios relativos de tipo incremental dentro de la “economía social de
mercado”, por lo que la “racionalidad” de la historia descansa en el interés egoísta y el
cálculo económico individuales.
Pero hay más. El auténtico eje de la “teoría de las instituciones” queda establecido
con el puntual señalamiento de que “las reglas del juego” se estructuran y definen en
función de los “derechos de propiedad” (obviamente, de la gran burguesía), lo que facilita
el interjuego de los propietarios, la libre circulación de capitales, el aligeramiento de los
costos transaccionales, la distribución de los beneficios y la producción de cambios en los
precios relativos que, a su vez, generan los cambios institucionales y, por consiguiente, los
“cambios históricos”. La total claridad con respecto al significado y las consecuencias de
los “derechos de propiedad” está en la base de los instrumentos jurídicos internacionales y
nacionales que protegen la circulación de capitales, las inversiones y el libre comercio en la
“economía social de mercado” y en el “Estado social de Derecho”, nociones esenciales
para el neo-liberalismo actualizado. Sin duda, la “teoría del neo-institucionalismo
económico” representó un “aporte” de alta importancia para la concepción neoliberal y los
“méritos” de North fueron premiados con el otorgamiento del Nobel en 1993.
Por tanto, tal como ocurre hoy en la “sociedad de mercado” y en el “Estado social de
Derecho”, con la explotación y la prolongación de la jornada de trabajo “la producción
capitalista, que es esencialmente producción de plusvalía, absorción de trabajo excedente,
no sólo ocasiona el deterioro de la fuerza de trabajo del hombre, privándola de sus
condiciones normales de funcionamiento y desarrollo físico y mental; produce, además, el
agotamiento y la muerte prematura de dicha fuerza. Prolonga el período productivo del
trabajador durante un determinado espacio de tiempo a costa de abreviar la duración de su
vida”. Marx anotaba que éste no es un rasgo aleatorio o circunstancial del capitalismo, sino
un carácter enclavado en lo más profundo de su esencia y que lo define típicamente a pesar
de los cambios de forma que puede experimentar históricamente: “La naturaleza del capital
es siempre la misma, tanto en sus formas apenas esbozadas como en las ya desarrollas
completamente”, puesto que “el objeto especial, el objeto real de la producción capitalista
es la generación de una plusvalía o extracción de trabajo excedente, cualesquiera que sean
los cambios del modo de producción que provengan de la subordinación del trabajo al
capital”. Y como si tuviera al frente al especulativo y parasitario capital financiero de
nuestros días que en pos de la máxima ganancia destruye a las personas y va llevando al
planeta hacia el colapso, agregaba: “En todo negocio de especulación se sabe que un día
llegará el desastre, pero todo el mundo tiene la esperanza de que caerá sobre el vecino,
después de haber recogido la lluvia de oro y haberla puesto a salvo. Aprés moi le diluge!
(¡Después de mí, el diluvio!). Tal es la divisa de todo capitalista y de toda nación
capitalista. Así, pues, el capital no se inquieta por la salud ni por la durabilidad de la vida
del trabajador a no ser que lo obligue a ello la sociedad. A toda queja elevada contra él
acerca de la degradación física e intelectual, la muerte prematura y las torturas del trabajo
excesivo, el capital responde (haciendo suya una frase de Goethe) ‘¿Por qué atormentarnos
con estos tormentos si ellos aumentan nuestras alegrías?’ ”. A despecho de las ilusiones del
reformismo, anhelante del reemplazo “gradual” de las intenciones y prácticas brutalmente
devastadoras de un “capitalismo malo” por las de un “capitalismo bueno” y “más humano”,
Marx era concluyente: “Lo cierto es que eso no depende de la buena o mala voluntad de
cada capitalista. La libre concurrencia impone a los capitalistas las leyes inmanentes de la
producción capitalista como leyes coercitivas externas” (8) que no se pueden evadir y que
eliminan cualquier quimera acerca de la “humanización” del capital.
Pues bien, como ya fue señalado antes y es más que patente, la adecuada formación,
desarrollo y realización de las personas como seres humanos no ocurre en el vacío, sino que
para ser viable exige de modo necesario tanto una orientación científica y precisa, cuanto la
presencia de condiciones materiales y espirituales concretas, claras y propicias: seguridad
social, atención y protección preferencial de la madre gestante y del niño, garantía de buena
alimentación, efectivo cuidado y mantenimiento de la salud, vivienda digna, salubridad
ambiental, trabajo e ingresos asegurados, acceso sin limitaciones a la educación y la
cultura, consideración de las particularidades de la individualidad y la personalidad, amplia
y libre participación en la vida social y política, múltiple y positiva estimulación socio-
cultural, espacios favorables para el fomento y el despliegue de la creatividad, ámbitos
reales de expansión y recreación, etc. Por tanto, cuando en una determinada sociedad estas
condiciones objetivas y subjetivas sólo favorecen a una privilegiada minoría poseedora y
son, al mismo tiempo, muy precarias y prácticamente inexistentes para las grandes
mayorías poblacionales desposeídas, entonces resulta imposible hablar con propiedad de
desarrollo humano integralmente considerado. Este es el caso del sistema capitalista
convertido hoy en régimen planetario, dentro del cual el desarrollo de los trabajadores y las
masas está bloqueado y tiene un carácter fraccionado e incompleto, truncado.
Desde la implantación del neo-liberalismo en el campo capitalista en los años ’70 del
pasado siglo, la situación ruinosa de los trabajadores y las masas fue experimentando un
mayor y rápido deterioro, en tanto que la prosperidad de los consorcios y mega-empresas
imperialistas ascendió considerablemente y se acentuó aún más con la implosión de la ex
Unión Soviética, la “triunfal” hegemonía “unipolar” yanqui y la extensión del capitalismo
neoliberal y la “sociedad de mercado” a escala planetaria. En esos momentos de euforia, la
gran burguesía imperialista norteamericana mostró su soberbia y se jactó con insolencia de
su poder: el “halcón” Zbigniew Brzezinski, Consejero de Seguridad en el gobierno de
Jimmy Carter y factótum de la Trilateral, declaró enfáticamente que el FMI y el Banco
Mundial eran simples “extensiones del Departamento del Tesoro” de EEUU. Sin embargo,
una doble preocupación opacaba el “éxito”: de un lado, la lenta pero sostenida organización
de las protestas y luchas populares contra la barbarie neoliberal; y, de otro, la constatación
de que las pésimas condiciones de existencia de las poblaciones, junto con la degradación
ambiental, afectaban y mermaban de modo notable el rendimiento del “capital humano”
directo y representaban un peligro para la valorización y reproducción del capital. Lo
primero podía encararse vía el reforzamiento de los aparatos de propaganda y de las
medidas de contención de las masas; pero lo segundo requería inmediata información
específica para la correspondiente “solución técnica”. La gran burguesía imperialista
yanqui consideró necesario, entonces, evaluar y monitorear el estado del “capital humano”,
haciendo que el BM trasladara hacia la ONU dicha tarea para su ejecución a través del
Programa para el Desarrollo (PNUD). Éste acuñó en 1990 el concepto de “Índice de
Desarrollo Humano” (IDH) y lo comenzó a utilizar en sus Informes anuales como indicador
del grado de desarrollo socio-económico de los distintos países del mundo, considerando el
nivel de renta, salud y educación, y combinando datos sobre la esperanza media de vida al
nacer, la tasa de alfabetización de la población adulta, el promedio de años de escolaridad y
la renta per cápita.
Y en el Informe del 2013, no podía dejar de admitir que en el planeta nunca se había
producido tanta riqueza como en ese momento y que “si su distribución fuese realizada en
términos de igualdad una familia media en el mundo (2 adultos y 3 hijos) podría disponer
de 2850 dólares al mes”, cantidad más que suficiente para proporcionar a todos los
individuos instalaciones sanitarias adecuadas, alimentación, agua, electricidad, vivienda
confortable, etc. Sin embargo, 1 de cada 3 personas carecía de las instalaciones sanitarias
más elementales, 1 de cada 4 no tenía electricidad, 1 de cada 7 vivía en barrios miserables,
1 de cada 8 sufría hambre y 1 de cada 9 no tenía acceso al agua potable. Con la riqueza
producida, “cada persona podría disponer de un ingreso medio de 19 dólares por día”, pero
1 de cada 6 individuos subsistía con menos de 1.25 dólares diarios. Así, pues, con una
mezcla de jeremiadas, afirmaciones en condicional y evasivas en el señalamiento de los
causantes de la profunda tragedia social, el PNUD desnudaba su condición de estéril
organismo burocrático encargado sólo de buscar justificaciones al estado de cosas existente.
En este trance, no resultó extraño que en enero del 2014 Christine Lagarde, la mandamás
del FMI, acudiera en su auxilio pontificando sobre la necesidad de “superar” tal situación
con las supuestas “ventajas” aportadas por un imposible “capitalismo inclusivo” en el que
“los pobres tengan cabida digna”. Esto no significaba otra cosa que reconocer de antemano
el clamoroso fracaso en el logro “parcial” de los “Objetivos del Milenio”.
Aunque con ciertas omisiones y evasivas, los datos registrados por la OIT
evidencian la situación inclemente y humillante en que están sumidos los trabajadores, con
la calamidad agregada y permanente del desempleo que aumenta sin cesar. Según ese
organismo, “el principal problema de los mercados de trabajo en el mundo es el empleo de
mala calidad” y “la mayoría de los 3300 millones de personas empleadas no goza de un
nivel suficiente de seguridad económica, bienestar material e igualdad de oportunidades”.
Sin contar a los trabajadores en paro forzado y que nunca recuperarán el puesto perdido,
hoy más de 2700 millones están precariamente insertados en una economía “informal” que
no brinda estabilidad laboral y los sobreexplota con jornadas extensas, pésimas condiciones
de trabajo, salarios miserables y total negación de sus derechos sociales, empujándolos sin
remedio hacia la pobreza extrema. Y, ahondando más el desastre, según los estudios de la
South Wales Bussiness School el impacto de las nuevas tecnologías en la producción
determinará que en los próximos 15 años no menos del 30% de empleos en el mundo estará
automatizado, expulsando del mercado laboral a gran cantidad de personas.
Por otro lado, con el capitalismo neoliberal las ciudades han crecido de modo
explosivo y anárquico en medio de la agudización de antiguos problemas irresueltos. En su
Informe del 2016 “Ciudades sostenibles. Del sueño a la acción”, el Worldwacht Institute
señalaba que 3900 millones de personas (más de la mitad de la población mundial) vivían
en zonas urbanas, esperándose un aumento considerable para el 2050. Ocupando entre 1.5 y
3% del territorio global, las ciudades generan 80% del PBI planetario, pero consumen 70%
de la energía existente y emiten 80% de los gases de efecto invernadero. A la vez que
motores de la economía, son en general lugares donde núcleos de moradores enriquecidos
están rodeados por asentamientos marginales en los que se concentra la pobreza y donde los
habitantes ocupan tugurios colindantes con basurales careciendo de servicios básicos. En
atención a las pautas del mercado y a las necesidades del capital financiero, las ciudades
han sido mercantilizadas por completo. Mientras se destinan sumas enormes a la
construcción de grandes infraestructuras muchas veces innecesarias y se edifican complejos
de viviendas para capas sociales con capacidad de pago, amplios sectores populares son
ignorados y relegados aumentando así el número de personas sin techo que se ven
obligadas a vivir en las calles. Y avanza sin pausa la “gentrificación” (expropiación de
barrios casi enteros de pequeños propietarios en zonas urbanas empobrecidas para levantar
ostentosos “centros” gastronómicos, comerciales y artístico-recreativos puestos al servicio
de grupos pudientes) en el marco una especulación financiera cada vez más voraz: el
mercado inmobiliario mundial se valoriza hoy en más de 163 billones de dólares que
contrastan con los 8 billones del valor del oro extraído en toda la historia.
Sin embargo, como lo recalca Francois Chesnais, transcurridos más de 10 años desde
el estallido de la crisis económico-financiera en el 2008 la incapacidad de la economía
mundial para retomar la senda del crecimiento revela una seria avería en el motor de
acumulación capitalista a largo plazo y acentúa las consecuencias del punto crítico al que
ha llegado el sistema burgués. La “financiarización” neoliberal muestra claramente un gran
atasco para la realización plena del mercado mundial y la valorización “globalizada” del
capital en sus tres formas: capital monetario, capital a interés y capital productivo. En estas
condiciones, para la gran burguesía imperialista yanqui la guerra representa un recurso
clave en el intento por salir del atolladero. Por un lado, multiplicando las inversiones en el
complejo militar-industrial; impulsando más la venta de armamentos y una carrera
armamentista con China y Rusia; arrastrando a sus aliados hacia una guerra permanente en
las regiones petroleras estratégicas que amenaza convertirse en un conflicto termonuclear
global; utilizando la represión, la tortura y el asesinato como instrumentos contra
individuos, países y regiones tildadas abusivamente de “terroristas”; articulando una nueva
Guerra Fría y militarizando el espacio extra-terrestre. Y, por el otro, desplegando una
guerra comercial, tecnológica y de divisas contra China, Rusia y sus propios aliados de los
Estados centrales del sistema, guerra que golpea duramente a los países de la periferia
capitalista. En todos los casos, las medidas belicistas repercuten en las poblaciones de estos
últimos al ir acompañadas por la activa promoción burguesa de barreras racistas en EEUU
y Europa para contener a más de 60 millones de refugiados y personas desplazadas que
huyen de lugares devastados por la guerra, la miseria y el hambre, mientras 250 millones
intentan migrar hacia las metrópolis imperiales en búsqueda ilusoria de una vida menos
apremiante. El establecimiento de murallas aislantes en los países “desarrollados” y la
vigorización de las políticas de control interno dentro de ellos para defender privilegios de
clase dominante, significan a la vez el temor ante el encrespamiento creciente de los
desposeídos y explotados del mundo entero, y la desconfianza ante posibles reacciones de
sus propios pueblos por los vejámenes que soportan (por ejemplo, en EEUU más de 50
millones de personas, incluidos 14 millones de niños, viven por debajo de la línea de
pobreza, sufren por déficits alimentarios y carecen de servicios y de toda seguridad social).
Así, pues, la depredación social y natural perpetrada por el gran capital imperialista
para obtener enormes beneficios monetarios sólo ha tenido como resultado la exacerbación
de las contradicciones inherentes al sistema, la potenciación y el creciente descontrol de sus
tendencias destructivas, la mayor extensión y profundización de los antagonismos de clase
que están en la base misma del régimen capitalista, la creciente degradación del desarrollo
humano y la aceleración del proceso de decadencia y degeneración de la sociedad y la
civilización burguesas. En este proceso es cada vez más notoria la desenfrenada corrupción
y delincuencia de la clase dominante y su mafiosa acción en todos los ámbitos y aspectos
de la vida social, escandalizando incluso en las propias metrópolis imperiales a ciertos
sectores académicos interesados en abogar por un “capitalismo sano” y que no vacilan en
denunciar y condenar las prácticas depravadas de las grandes empresas monopólicas. Dos
libros publicados recientemente por la Universidad de Princeton dan testimonio objetivo de
ello. El primero es Darkness by Design: The Hidden Power in Global Capital Markets
(Oscuridad deliberada: el poder escondido en los mercados mundiales de capital), de
Walter Mattli, economista de la Universidad de Oxford. En este texto se demuestra que, en
el curso de las tres últimas décadas, los mercados mundiales de capital se han ido volviendo
cada vez más “oscuros” para ocultar actividades dolosas. Las fusiones y adquisiciones
compulsivas de bancos de inversión y corporaciones bursátiles han implicado una gran
concentración de capital financiero y dejado el sector bursátil y la Bolsa de Wall Street en
manos de un reducido número de mega-empresas: Goldman Sachs, Citigroup, Morgan
Stanley y UBS, entre otras. Además de sus delictivas actividades especulativas, estas
entidades cumplen un rol muy importante en el desarrollo del “comercio oscuro” que
genera dinero ilícito necesitado de “blanqueo” para poder entrar en circulación, tarea de
“lavado” que deja grandes beneficios a sus realizadores: ya Citibank, Wachovia, HSBC y
Deutsche Bank fueron descubiertos en esa acción y “multados” cuantiosamente. Y existen
evidencias concretas de que Western Union constituye una poderosa correa de trasmisión
del dinero proveniente del narcotráfico entre México y EEUU, con participación relevante
en la venta de armas a los cárteles mexicanos de la droga y que obtiene ganancias del
tráfico sexual entre Europa occidental y Europa del Este.
Pues bien, la sintética exposición hasta aquí hecha del conjunto de datos objetivos
empíricamente verificables acerca de la vida y actividad de las personas en la sociedad
burguesa actual, permite extraer una conclusión terminante: el capitalismo neoliberal en
curso y la gran burguesía imperialista mundial acaudillada por la yanqui han ido llevando a
la humanidad y al planeta mismo a una situación no sólo insostenible e insoportable, sino
también superlativamente peligrosa. Durante más de cuatro décadas, los apologistas del
capital financiero y la “globalización” neoliberal han atosigado a la población mundial con
un almibarado discurso sobre la “apertura de espacios de integración” e “intensificación de
la vida económica” merced a la irrestricta circulación de capitales capaz de propiciar una
“interrelación de pueblos e individuos en busca del bien común”. Han pregonado como
vital “necesidad” ir más allá de las fronteras nacionales, las condiciones socio-económicas
y culturales particulares, las barreras a la difusión de capitales y mercancías, las diferencias
étnicas, los credos religiosos y las ideologías políticas, para instalar una “sociedad
planetaria” en la que los hombres puedan “convivir en paz” y “desarrollarse como
personas”. Pero detrás de esa prédica fraudulenta y mendaz sólo podían estar emboscados
el vesánico afán de lucro, la rapacidad, la monstruosa deformación de la conciencia y la
total carencia de solidaridad y escrúpulos de la gran burguesía imperialista, con su absoluto
desprecio por la inmensa mayoría de personas en el mundo, su criminal desdén por la
preservación de la naturaleza y su rechazo a cualquier consideración racional acerca de la
defensa y continuidad de la vida en la Tierra.
Con la neoliberal “financiarización” de todos los ámbitos y aspectos del ser social y
natural, la gran burguesía imperialista logró contrarrestar en cierta medida las tendencias al
estancamiento económico, el decrecimiento de la tasa de ganancia y la desvalorización del
capital, acelerando la acumulación y concentración de la riqueza social. Pero el predominio
del capital financiero ha hecho aún más vulnerable un aspecto débil del capitalismo: la
generación excesiva de capital y su sobreacumulación. Este exceso ya no es derivado como
inversión e innovación tecnológica hacia la producción real, sino que busca refugio en la
Bolsa y encara el crecimiento económico promoviendo el crédito, el endeudamiento y las
inversiones especulativas, convertidos en “activos” (títulos, bonos, acciones de empresas,
papeles de deuda, etc.) que buscan una rentabilidad inmediata a través de la creación de
burbujas financieras. El continuo abultamiento de éstas hace que esos “activos” resulten
sobrevalorados y dejen grandes ganancias, pero todo eso se termina cuando las burbujas
estallan inevitablemente instalando periódicas, serias y cada vez menos espaciadas crisis
financieras extendidas al conjunto de la economía y de la sociedad. Así, pues, las políticas
neoliberales no constituyen una eventualidad, sino que son expresión del movimiento de los
rasgos característicos y obligados del capitalismo en su fase monopólico-financiera, dentro
de la cual son por completo “normales” el estancamiento económico, la recesión, las
privatizaciones, la mercantilización del Estado, la reducción de las personas a “capital
humano” y la conversión de la naturaleza en “capital natural”. En tal fase, el irracionalismo
y el proceso de mercantilización son llevados de modo compulsivo y necesario a extremos
antes inconcebibles. Hoy, en la “era de las finanzas” absolutamente todo ha sido convertido
en mercancía y está regido por el mercado: trabajo, alimentación, salud, capacidades,
vivienda, seguridad social, pensiones, educación, comunicación, transporte, ciudades,
tierras, entretenimiento y hasta cárceles.
Por eso, no resultó insólito que en un momento muy agudo de la actual crisis mundial
del sistema un sector de la clase dominante, preocupado por la posible respuesta de los
explotados y oprimidos del planeta obligados a cargar con todo el peso de la catástrofe,
usara el manto del humanitarismo burgués buscando neutralizar la indignación y la protesta
populares y montara un circo publicitario alrededor de la “filantropía” y la caridad. En
efecto, con gran propaganda en medios diversos, en el 2010 los magnates yanquis Warren
Buffett y Bill/Melinda Gates encabezando a grandes empresarios (dueños de un patrimonio
de más de 300 mil millones de dólares) prometieron “donar al menos la mitad de sus
fortunas, en vida o después de muertos, a obras de caridad”. Esta iniciativa, “The giving
pledge” (“La promesa de donar”), recibió la adhesión de otros multimillonarios. Pero, para
decirlo en lenguaje popular, la burguesía nunca da puntada sin hilo e introduce una aguja
para sacar una barreta: los posibles “donativos” estaban silenciosamente condicionados a su
canje por el pago de impuestos y a lograr que el gobierno otorgara variadas gollerías. Sin
embargo, muchos opulentos, entre ellos Carlos Slim, rechazaron de forma casi airada la
propuesta y la farsa pasó rápidamente al olvido no sin que antes la revista Fortune calculara
que “podría haber recaudado 600 mil millones para disminuir las desventuras de los más
débiles”.
En el 2013, dos años antes del vencimiento del plazo para lograr los “Objetivos del
Milenio”, la FAO indicaba que el costo anual para la erradicación del hambre en el mundo
ascendía a 30 mil millones de dólares, cantidad equivalente al 0.004% del volumen de
negocios realizados en el mercado financiero de derivados, o al 0.6% de las transacciones
en el mercado alimentario, o a una séptima parte del monto que los países “desarrollados”
destinan para subsidiar a su agricultura, o al 10% del consumo europeo de gaseosas. Sin
embargo, a pesar de los compromisos asumidos por los 191 Estados signatarios de los
“Objetivos” dicho costo estaba muy lejos de ser cubierto, y los reportes de la FAO y de
instituciones no-oficiales ponían a luz datos de espanto. A los 1200 millones de personas
sumidas en la extrema pobreza, cada una subsistente con menos de 1.25 dólares por día, se
les sumaban 300 millones de pobres que contaban con menos de 3 dólares diarios; 1300
millones de personas sufrían por desnutrición; 160 millones de niños tenían retrasos
diversos por alimentación deficiente cuya permanencia durante los 3 primeros años de vida
produce daños irreversibles y anualmente entre los 20 millones de menores de 5 años con
alta vulnerabilidad un tercio perecía por dicha causa. La carencia de micronutrientes
(vitaminas y minerales) que caracteriza al “hambre oculto” afectaba a 2000 millones de
seres humanos: la falta de hierro es uno de los factores generadores de anemia (registrada
en el 49.7% de niños) que, a su vez, afecta la motricidad y el desarrollo cognitivo, siendo
una de las causas de la mortalidad materna durante la gestación; los déficits en vitamina A
(en el 30.7% de niños) impiden el funcionamiento normal del sistema visual y los de yodo
(30.3% en niños) alteran el desarrollo psíquico y la conducta. Además, a la desnutrición se
le sumaba el aumento de la obesidad debido a la ingesta de “comida basura” llena de grasas
ultra-saturadas y sodio en exceso acompañada por bebidas sobre-azucaradas, “dieta” que
pese a producir daños circulatorios, diabetes y otras enfermedades es fomentada de modo
continuo por las grandes empresas transnacionales entre los sectores populares. La total
desatención a esta enorme tragedia social-humana adquiría un carácter criminal si se tiene
en cuenta que la guerra de Irak, desde marzo del 2003 hasta diciembre del 2011, tuvo para
el imperialismo yanqui un costo conservadoramente estimado en 850 mil millones de
dólares.
En el 2014, estos problemas se agudizaron y Jean Ziegler (ex relator de la ONU para
la Alimentación y luego miembro del Comité Consultivo de Derechos Humanos ONU) se
refería al dominio y control sobre cultivos ajenos, a la imposición de aranceles y a la
especulación financiera como prácticas de una “red del crimen organizado” que operaba
para “provocar la inanición explayada y los asesinatos masivos”. En su denuncia, señalaba
que “vivimos en un orden caníbal del mundo. El mercado alimentario está manejado por
una decena de sociedades multinacionales inmensamente poderosa que controla el 85% del
maíz, arroz, aceite, etc. Estos amos del mundo fijan los precios y deciden quién va a morir
y a vivir”. Y en el 2017, en su Informe “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición
en el mundo”, la FAO apuntaba que en el año anterior el hambre había afectado al 15% de
la población del mundo; 155 millones de niños menores de 5 años estaban hundidos en la
desnutrición crónica y 52 millones en la desnutrición aguda; 146 millones de niños
africanos y asiáticos presentaban retraso en el crecimiento o deficiencias en la talla para la
edad por la mala alimentación; 45 millones de latinoamericanos/caribeños sufrían hambre;
613 millones de mujeres entre 15 y 49 años (es decir, el 33% de mujeres en edad fértil del
planeta) padecían de anemia; y 641 millones de adultos y 41 millones de niños eran obesos
ya que, como las grandes empresas dominan cada vez más los mercados, “los alimentos
altamente procesados son más fáciles de conseguir, en detrimento de los alimentos y
hábitos dietéticos tradicionales”.
En el mismo año, Oxfam asociaba todos estos hechos con la existencia de enormes
desigualdades sociales y la gigantesca acumulación/concentración de capital: el 1% más
rico del mundo acaparaba casi el 50% de la riqueza global y el 20% siguiente el resto,
dejando apenas migajas para el 80% de la población. Ya en el 2016, The Economist,
portavoz de la gran burguesía internacional, apuntaba que los beneficios dejados por los
súper-negocios eran “anormalmente altos” e incluso “demasiado elevados para ser buenos”
hasta el punto de que “las empresas no saben qué hacer con ellos”; en el año anterior, el
conjunto de mega-corporaciones yanquis logró ganar 1 billón 600 mil millones de dólares,
pero sólo invirtió 500 mil millones, con un excedente de capital de más de 1 billón. Según
UNCTAD, en el 2015 las 100 empresas transnacionales más importantes tenían en activos
13 billones de dólares, cantidad superior en 159% al PBI de América Latina/Caribe, en
789% al de África subsahariana y en 3194% al del conjunto de países que el BM denomina
de “ingresos bajos”. El atesoramiento de activos de empresas como Royal Dutch Shell,
General Electric, British Petroleum, Exxon Mobil, Chevron, Total, Volswagen, Vodafone y
Apple, ascendía en conjunto a 3.5 billones de dólares, equivalentes al 28% del PBI de la
zona euro, al 63% de América Latina/Caribe y al 731% de los países de “ingresos bajos”.
Las gigantescas empresas, por tamaño, volumen de activos y montos de exportaciones,
poseen nexos accionarios entre sí y con diversas otras firmas, creando una densa red de
intereses y relaciones dentro de un marco corporativo en el que la concentración de
capitales y empresas es mucho mayor que la registrada por las estadísticas oficiales. Una
tendencia intrínseca del capitalismo es la concentración empresarial, que ha adquirido en la
fase neoliberal un vigor inédito en función de la competencia exitosa en los mercados
globales y nacionales, conduciendo a la formación de alianzas y grupos de presión que
refuerzan el poder de las mega-corporaciones y su capacidad de fijar las “reglas del juego”.
La crisis en curso no ha atenuado, sino impulsado este proceso de concentración con el
aumento de las fusiones y adquisiciones, la mercantilización de lo público y la renuncia de
los Estados a establecer controles y regulaciones, de modo que el capitalismo neoliberal es
cada vez más corporativo, plutocrático y oligárquico.
No es producto del azar, entonces, que esta situación y la lucha de clases se reflejaran
en diversas distopías literarias abierta o soterradamente anticomunistas (como las de
Orwell, Samiatin, Huxley y otros) acerca de una sociedad abstracta y ahistórica equiparada
con el “socialismo”, donde el Estado ambiciona “fusionar” al individuo con la sociedad
para implantar un igualitarismo despersonalizador y una generalizada y obligatoria
“felicidad humana” (apuntalada por el uso masivo de una droga o la estupidización
televisiva), lo que lleva sin remedio a una horrenda tiranía que asfixia por completo a la
individualidad e introduce una extrema deshumanización en la vida de las gentes. Es
evidente que al asumir totalmente la concepción burguesa del hombre, pasando por alto
tendenciosamente o deformando la contradictoria unidad dialéctica individuo-sociedad, los
autores de tales distopías elaboraron ficticias pesadillas en las que el “totalitarismo” de lo
colectivo hace desaparecer al sujeto y marchita su personalidad. Sin embargo, jamás el
marxismo ha postulado la “fusión” de individuo y sociedad, sino la compatibilidad de los
intereses individuales con los intereses sociales; ni un absurdo igualitarismo que hace tabla
rasa de la singularidad de cada ser humano y de sus particularidades personales, sino la
existencia de condiciones reales y adecuadas para que el hombre pueda desarrollarse y
expresar libremente sus cualidades; ni menos aún la imposición de una felicidad obligatoria
y uniforme, que carece de sentido puesto que el sentimiento de felicidad tiene un carácter
subjetivo e individual dependiente de la estructura y peculiaridades de la personalidad de
cada sujeto. Es más, desde sus años mozos Marx se pronunció contra las despóticas
restricciones burguesas a la libertad de los hombres no sólo por ser contrarias al ejercicio
pleno de sus derechos como personas, sino también porque tales barreras estaban apareadas
con intenciones autoritarias de “hacerlos felices desde arriba”, generando una infelicidad
masiva al cercenar las oportunidades para que los individuos pudiesen realizarse
humanamente y fuesen realmente felices.
Por eso, el humanismo marxista postula la lucha frontal e irreconciliable contra las
causas de la infelicidad humana como fenómeno de masas, es decir, contra sus causas
sociales. Bien visto, ningún sistema social puede proporcionar garantía absoluta para la
plena felicidad de cada hombre, ya que ella es experimentada como una cuestión individual
y uno u otro sujeto puede ser infeliz en lo personal aún dentro de condiciones sociales y
materiales ideales. Ningún sistema de vida y actividad sociales, por más adecuado que sea
para la existencia humana, puede por ejemplo impedir los amores desdichados, la ocasional
enfermedad limitante, el pesar por la gradual pérdida de facultades en la vejez, la tristeza
por la desaparición de un ser querido, el sentimiento real o imaginario de frustración, los
temores ilusorios que lindan con lo patológico, etc., todos ellos posibles generadores de
desventura individual. De allí que el marxismo considere absurdo prometer un quimérico
paraíso en el que estaría excluida toda posibilidad de infortunio personal para el hombre, en
tanto lo racional y objetivo apunta a liquidar las causas de la infelicidad masiva cuyas
fuentes no están en el individuo, sino fuera de él, en las relaciones y condiciones sociales
asimétricas. Es preciso, pues, eliminar revolucionariamente los elementos que originan las
desgracias de las grandes masas para crear las nuevas, concretas y favorables condiciones
materiales y espirituales y los más amplios espacios sociales que permitan a cada sujeto
construir su propia felicidad a su propio modo y por su propia acción. Con esta libertad,
que de ninguna manera se opone al socialismo, sino que está garantizada por él, se despejan
las vías para un auténtico y pleno desarrollo humano.
En el capitalismo, como una suerte de crematístico y vulgar axioma la burguesía
concibe la felicidad en términos monetarios y en completa dependencia del nivel de renta y
la capacidad adquisitiva de bienes materiales: “el dinero da la felicidad” es un lugar común
utilizado para caracterizar el sentido de la existencia humana. Y entender ésta de esa forma
y como medida para alcanzar una “vida feliz”, es tal vez el más poderoso instrumento
psicológico, ideológico y moral del capitalismo. Sin embargo, aceptar acríticamente ese
axioma y practicarlo de modo obediente implica cegarse ante una realidad social-concreta
de poseedores/explotadores y desposeídos/explotados, en la cual aumentan y se ahondan las
ya enormes desigualdades económico-sociales y político-culturales, y en la que el sobre-
consumo innecesario de una ínfima minoría se realiza a costa de las carencias vitales de las
mayorías. Esto lo han percibido los epidemiólogos sociales ingleses Richard Wilkinson y
Kathe Pickett (13), que no tienen nada de marxistas ni de comunistas y que han demostrado
con sus investigaciones algo ya evidenciado por la propia práctica social: que la felicidad
humana y la justicia social están ligadas íntimamente. Al examinar con gran minuciosidad
problemas sociales y de salud pública (salud física y mental, educación, movilidad social,
confianza interpersonal, bienestar infantil, embarazo adolescente, obesidad, violencia física
y psicológica, consumo de drogas y reclusión carcelaria), llegaron a la conclusión de que el
incremento de las desigualdades sociales incide muy negativamente sobre todos los
aspectos de la vida y afecta de modo directo el bienestar y la felicidad de las personas: “la
desigualdad tiene nocivos efectos en las sociedades y en los individuos”: repercute en la
vida familiar, reduce la esperanza de vida, incrementa la predisposición a las enfermedades
y la mortalidad infantil, golpea con dureza la auto-estima individual, erosiona la confianza
en los demás y las relaciones con ellos, produce múltiples frustraciones personales y
colectivas, sirve de base a la ansiedad y a diversos males psíquicos, empuja hacia el
consumismo y bloquea posibles avances educativos, para no hablar de su influencia en el
crecimiento y extensión de la violencia, los homicidios, el narco-consumo, etc. No
obstante, aunque en su análisis no están ausentes la objetividad y la honestidad científica, la
concepción social que portan esos científicos los aleja de cualquier planteamiento sobre la
radical transformación de la sociedad y los lleva más bien a proponer la implementación de
“medidas adecuadas para reducir las desigualdades”.
Pero ya resulta de suma obviedad que una propuesta de ese tipo no garantiza nada.
Por ejemplo, un simple y posible incremento del nivel de renta no disminuye en modo
alguno la desigualdad social y eso está patentizado en la extrañeza del economista británico
Richard Layard: “La mayoría quiere aumentar sus ingresos y se esfuerza por lograrlo; sin
embargo, aunque las sociedades occidentales se han hecho más ricas, las personas que
viven en ellas no son más felices”. De allí que la muestra de “interés” por la cuestión de la
“felicidad” soslayando las flagrantes desigualdades sociales represente hoy la más elegante
moda para los empresarios y los políticos, filósofos, sociólogos, economistas, psicólogos,
etc. afines al sistema, hasta el punto de que la ONU maneja un llamado “Índice global de
felicidad” que aplica en 157 países para hacer anualmente “mediciones de la felicidad” de
sus poblaciones en base a factores diversos, principalmente el PBI per cápita. En 1972, en
el pequeño y remoto reino asiático de Bhutan fue inventado un “Índice nacional de
felicidad” combinando indicadores en salud, educación, diversidad ambiental, nivel de
vida, “gobernanza”, bienestar psicológico, uso del tiempo, vitalidad comunitaria y cultura.
Por cierto, la “medición” hacía total abstracción del carácter y el contenido del régimen
social imperante, registrando sólo cuantitativamente un determinado estado de la población
en los aspectos anotados y, con ello, calificaba a Bhutan como “el país más feliz del
mundo”. Con similares criterios abstraccionistas y cuantitativos, aunque con menos
indicadores a combinar, la ONU utiliza su “Índice” y publicita los “resultados” sin rubor
alguno, ante lo que no cabe sino preguntarse sobre el significado de “medir” una felicidad
popular inexistente por completo.
Desde una óptica esencialmente distinta, una gran cantidad de investigadores en todo
el mundo, como Isabelle Garo (14) o Jorge Riechmann y Joaquim Sempere (15) entre
muchos otros, luego de analizar de modo circunstanciado e integral el sistema capitalista
consideran que constituye una mortífera amenaza para la supervivencia de la humanidad y
la continuidad de la vida en la Tierra, por lo que debe ser históricamente abolido y
reemplazado por una nueva forma de convivencia humana en la que las personas puedan
existir sin aplastamientos materiales y espirituales, accediendo a una vida digna. Está
demostrado hasta el hartazgo y sin pizca de duda que, en procura de obtener gigantescos
réditos particulares, la gran burguesía imperialista defiende a ultranza el peligroso mito del
crecimiento económico indefinido, que no es otra cosa que un sinsentido social y una
inviabilidad biofísica. En concordancia con tal mito, la producción burguesa está asentada
en la depredación incesante y por completo irracional de la naturaleza para proveerse de los
materiales y la energía que requiere, con lo que violenta los límites biofísicos del planeta y
envenena la tierra, el agua y la atmósfera dentro de un marco social-concreto absolutamente
insostenible en el tiempo. Y el mismo mito alimenta la más salvaje explotación de los
trabajadores y las masas, que junto con la exclusión social, la miseria, el hambre y las
guerras están conduciendo desde tiempo atrás al exterminio de cada vez mayores
contingentes de hombres, mujeres y niños. El desastre humano y ecológico en escalada
continua ha ido acentuándose en la fase neoliberal del capitalismo colocando a la
humanidad en riesgo extremo y planteando como urgencia vital la radical cancelación de un
sistema social que promueve la destrucción y la muerte, para instaurar una forma de
sociedad capaz de garantizar la digna existencia de las personas y la preservación de la
vida en la Tierra. Por eso, Jorge Riechmann anotaba que el capitalismo es “un enemigo
declarado del ser humano y de su felicidad”, de modo que “los partidarios del hombre y de
la felicidad humana no pueden ser sino anti-capitalistas” (16). Por eso mismo, los seres
humanos explotados y oprimidos por el gran capital estamos ante el gran reto de luchar por
la extirpación del capitalismo desde sus raíces más profundas para conquistar y edificar una
nueva sociedad, teniendo en mente que hoy es más actual que nunca la disyuntiva que,
entre otros revolucionarios, expusiera en su momento Rosa Luxemburgo: socialismo o
barbarie.
Aquí cabe recordar lo que sarcásticamente decía Mark Twain sobre las estadísticas
usadas para falsear la realidad: “Hay tres clases de mentira: la mentira simple y llana, la
maldita mentira y las estadísticas”. Como debe ser obvio, rememorar este dicho no tiene la
menor intención de desacreditar las estadísticas, ni de rebajar su importancia instrumental,
sino resaltar la forma en que su constricción y su manipulación de acuerdo con ciertos
intereses están orientadas a crear una imagen que no se corresponde con el objetivo estado
de cosas vigente. Por ejemplo, en un caso grotesco, hay “mediciones de la pobreza”
centradas de modo exclusivo en el nivel de ingresos (arrinconando todos los otros factores
y elementos que caracterizan integralmente ese fenómeno social: alimentación, salud,
vivienda, vestimenta, salubridad ambiental, acceso a la educación y la cultura, etc.) y que
parten de considerar a una persona como “pobre” cuando su ingreso mensual es muy
exiguo, por decir, 80 dólares, pero que deja atrás automáticamente esa condición si su renta
por mes “sube” a 81 dólares. Entonces, en el registro estadístico oficial el hecho queda
consignado como acreditación de “avance en la lucha contra la pobreza”, lo que sirve para
encubrir el aplastamiento de las masas y justificar a la clase dominante que genera y
mantiene tal situación.
Subterfugios tan groseros como éste, junto con otros de carácter “refinado”, son
promovidos y avalados por los organismos financieros internacionales como agravio
insolente a cualquier criterio racional y humano. Pero en todas las maniobras reaccionarias
de la tecno-burocracia al servicio del gran capital imperialista para hermosear las brutales
condiciones que soporta la vida popular, lo predominante son los aspectos puramente
materiales apreciados de modo cuantitativo, es decir, “mensurable” en atención a ese rasgo
burgués particular de pretender reducir todo al número y al cálculo propios de los negocios.
Los círculos políticos funcionales al sistema y los sectores reformistas pequeño-burgueses
hacen coro para asegurar que la cuantificación es la “única forma objetiva” para hacer
posible el entendimiento y el monitoreo del desarrollo humano, puesto que no existiría
modo confiable alguno para “medir” el bienestar subjetivo de las personas. Sin embargo,
las propias limitaciones concretas del “Índice de Desarrollo Humano” implican una merma
cada vez más acusada en las posibilidades de su manipulación ideológico-política y hacen
necesario reforzarlo usando determinadas nociones abstractizadas y vaciadas por completo
de contenido real. Una de estas nociones es la de “calidad de vida humana” en la que se
evade cualquier referencia precisa a las condiciones sociales concretas de existencia de las
personas y, a la vez, se pretende considerar aspectos como “seguridad”, “equidad”, “tiempo
de ocio” y “satisfacción” junto con desempleo o degradación ambiental.
Sin embargo, las nociones de bienestar o de calidad de vida resultan limitadas y, por
tanto, insuficientes en el encaramiento del desarrollo humano si no están contextualizadas a
través de su inclusión en una categoría histórico-social más amplia y de mayor alcance: la
categoría modo de vida. Ésta remite a la forma típica de actividad vital de las personas en
una determinada forma histórico-concreta de sociedad y en una clase dada (17), modalidad
determinada en última instancia por el nivel de desarrollo alcanzado por las fuerzas
productivas y el carácter de las relaciones de producción: es decir, manera de manifestación
de la actividad social en el terreno del trabajo y el ocio, de las relaciones familiares y la
vida cotidiana, de la política, la ideología y la cultura. Todo esto caracteriza la forma en que
las personas manifiestan su ser en correspondencia con la situación real de su propia vida, o
sea, como conjunto de variedades típicas de la actividad vital de individuos, grupos, clases
y naciones que se halla vinculada a (y en dependencia de) las condiciones histórico-sociales
de existencia humana.
Hoy, en las actuales condiciones de desarrollo del sistema burgués, existe una
objetiva e irresoluble contradicción entre la reducción del tiempo de producción de las
mercancías y la gran contracción de los mercados, con su traducción en la superproducción,
el hundimiento del consumo, la creciente merma del valor y la caída de la tasa de beneficio,
y el endeudamiento masivo y en aumento continuo de Estados, instituciones públicas,
empresas y familias. Ocurre que la automatización de la producción no sólo ha ido llevando
a la expulsión de los trabajadores de los procesos productivos y a su condena al crónico
desempleo o a un empleo cada vez más precario (como forma de desempleo camuflado),
sino que también va reduciendo el tiempo necesario de producción de mercancías que se
acumulan, desvalorizan y condenan al hundimiento al elemento vital del capitalismo: el
valor. En consecuencia, el sistema se va gangrenando aceleradamente con cada vez menos
posibilidades reales de hallar una “curación” efectiva para su “enfermedad”. Por ello,
incapacitada para comprender lo que sucede ante sus narices y guiada por el individualismo
salvaje, la codicia y la rapacidad, la gran burguesía imperialista se ha lanzado a una
demencial huida hacia adelante en pos de la obtención de cada vez mayores beneficios vía
la depredación de la naturaleza y la sobreexplotación del trabajo humano, cegándose ante el
hecho objetivo de que con ello corroe las bases mismas de su sistema, degrada la vida
social y hace peligrar la existencia de vida en el planeta. Así, con independencia de los
deseos y expectativas de las “buenas conciencias” que reclaman un “rostro humano” para el
capitalismo, éste se vuelve cada vez más brutal a medida que avanza su decrepitud y
descomposición, aplastando sin pausa y sin medida a la enorme mayoría de personas en el
mundo.
**************************
En esta dinámica, “Huelga añadir que los hombres no son libres de escoger sus
fuerzas productivas (base de toda su historia), pues toda fuerza productiva es una fuerza
adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el
resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla
determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las
fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no han
creado y que es producto de la generación anterior. El simple hecho de que cada generación
posterior se encuentre con fuerzas productivas adquiridas por la generación precedente, que
le sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los hombres una
conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la historia de la humanidad
por cuanto las fuerzas productivas de los hombres y, por consiguiente, sus relaciones
sociales han adquirido mayor desarrollo. Consecuencia obligada: la historia social de los
hombres no es nunca más que la historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos
mismos la conciencia de esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus
relaciones. Estas relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las
cuales se realiza su actividad material e individual”.
Todo esto lleva objetivamente a tener en cuenta que “Los hombres jamás renuncian a
lo que han conquistado, pero esto no quiere decir que no renuncien nunca a la forma social
bajo la cual han adquirido determinadas fuerzas productivas. Todo lo contrario. Para no
verse privados del resultado obtenido, para no perder los frutos de la civilización, los
hombres se ven constreñidos, desde el momento en que el tipo de su comercio no
corresponde ya a las fuerzas productivas adquiridas, a cambiar todas sus formas sociales
tradicionales. Hago uso aquí de la palabra comercio en su sentido más amplio”. “Por tanto,
las formas de la economía bajo las que los hombres producen, consumen y cambian, son
transitorias e históricas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian su
modo de producción y con el modo de producción cambian las relaciones económicas, que
no eran más que las relaciones necesarias de aquel modo concreto de producción” (17).
Obviamente, la transformación del modo de producción dado y de sus inherentes relaciones
sociales implica cambios en las prácticas y en la subjetividad de los individuos, en sus
acciones y en sus concepciones, ideas, sentimientos, valoraciones, aspiraciones y, en
general, en su cultura, que por consiguiente son también transitorias e históricas.
Notas
(1) Eric Hobsbawm: “La edad de los extremos”. Rambla, Barcelona 1996, pp. 498-499
(2) Cf. James Petras: “Imperio con imperialismo: La dinámica globalizadora del
capitalismo neoliberal”, Siglo XXI, México 2007; “El nuevo orden criminal”, Libros del
Zorzal, Buenos Aires 2003; “El imperialismo en el siglo XXI”, Editora Popular, Madrid
2002
(3) Entre los numerosos trabajos de John Bellamy Foster, cf. “El nuevo imperialismo”,
El Viejo Topo, Barcelona 2016; “La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza”, El
Viejo Topo, Barcelona 2004; “El redescubrimiento del imperialismo”, Monthly Review,
Vol. 54, N° 6, New York, Noviembre 2002
(4) Las citas textuales de los planteamientos de Friedrich von Hayek corresponden a
sus obras “Camino de servidumbre”, Alianza, Madrid 1976; “Individualismo y orden
económico”, Acacia, Buenos Aires 1979; “Los fundamentos de la libertad”, Unión
Editorial, Madrid 1988; “La fatal arrogancia. Los errores del socialismo”, Centro de
Estudios Públicos, Santiago de Chile 1990; y “Liberalismo”, en “Principios del orden
social liberal”, Unión Editorial, Madrid 2001. Al respecto, tienen utilidad los análisis
críticos de Jorge Vergara Estévez: “Mercado y sociedad. La utopía política de
Friedrich von Hayek”, CLACSO/Universidad de Chile, Bogotá 2015
(5) Cf. Stephen Jay Gould: “La falsa medida del hombre”. Orbis, Buenos Aires 1988
(6) Cf. Gary S. Becker: “El capital humano”, Alianza, Madrid 1983; y “Tratado sobre
la familia”, Alianza, Madrid 1987
(7) Cf. Douglass North: “Instituciones, cambio institucional y desempeño económico”.
FCE, México 2006
(8) K. Marx: “El Capital” (2 vol.). EDAF, Madrid 1967, t. I, pp. 443, 416, 439, 278,
302, 313 y 283
(9) Cf. Enrique Guinsberg: “La salud mental en el neoliberalismo”, Plaza y Valdés,
México 2001; y “Normalidad, conflicto psíquico, control social”, Plaza y Valdés,
México 1996. A. Campaña Karolis: “Salud mental: conciencia vs. seducción por la
locura”. CEAS, Quito 1995. Cf. además Epifanio Palermo: “Salud-enfermedad y
estructura social”, Cartago, Buenos Aires 1986; y Vicente Navarro: “La medicina bajo
el capitalismo”, Crítica, Barcelona 1980
(10) Alberto Merani: “Psicología genética”. Grijalbo, México 1962, p. 10
(11) K. Marx y F. Engels: “La sagrada familia”. Grijalbo. México 1967, pp. 259, 260 y
183
(12) En las condiciones del capitalismo, indica Norbert Lechner, “El postulado de la
‘auto-realización del individuo’ se revela como ideología en cuanto es, por una parte,
una promesa de felicidad que no encuentra redención y, por otra parte, es norma moral
que orienta la adaptación total del individuo al proceso capitalista de producción. La
idea del Yo manifiesta una perversión ideológica cuando vincula la realización de una
felicidad individual a la competencia explotadora entre los hombres. En la medida en
que el goce es identificado con la posesión de bienes, la proclamada auto-realización del
individuo se realiza en contra y a costa de los otros individuos. Mientras que la
concepción burguesa de la individualidad se desenmascara como la moral del capital que
requiere la frustración y la satisfacción sustitutiva para mantenerse vigente, el concepto
comunista de la liberación del hombre en cuanto individuo social apunta a lo que es goce
verdadero y objetivo” (“Represión sexual y manipulación social”, en Franz
Hinkelammert y otros: “Sexualidad, autoritarismo y lucha de clases”, Distribuidora
Baires, Buenos Aires 1974, p. 40). En los Manuscritos económico-filosóficos, Marx ya
se había referido en términos generales al “goce humano”, pero en los Grundrisse lo
caracterizó de modo muy preciso como “libre despliegue de las fuerzas del hombre” y
como criterio organizativo para la satisfacción cabal de sus necesidades. Así, el
desarrollo del trabajo social (y, sobre todo, del conocimiento social) se realiza como
desarrollo del goce y, tal cual el mismo Marx señaló en otro de sus escritos juveniles,
“una revolución radical sólo puede ser una revolución de necesidades radicales”.
(13) Cf. Richard Wilkinson y Kathe Pickett: “Desigualdad: Un análisis de la
(in)felicidad colectiva”. Turner, Madrid 2009
(14) Cf. Isabelle Garo: “Foucault, Deleuze, Althusser & Marx: La politique dans la
philosophie”, Demópolis, Paris 2011; y “Marx, une critique de la philosophie”, Seuil,
Paris 2000
(15) Cf. Jorge Riechmann y Joaquim Sempere: “Sociología y medio ambiente”.
Síntesis, Barcelona 2014
(16) Jorge Riechmann: “¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena”. Los Libros de la
Catarata. Madrid 2011, p. 28
(17) Marx remarcó muy precisamente estos aspectos: “En la medida en que millones de
familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su
modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo
hostil, aquéllas forman una clase” (“El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, Ediciones en
Lenguas Extranjeras, Pekín 1978, p. 130)
(18) K. Marx: “Carta a P.V. Annenkov”, 28 diciembre 1846, en K. Marx: “Miseria de
la filosofía”, Progreso, Moscú 1981, pp. 148-149 y 150
SEGUNDA PARTE
ASPECTOS CIENTÍFICO-PARTICULARES
En el caso humano, la elevación del plano evolutivo por encima del nivel biológico
para adquirir un carácter socio-histórico, determina que el proceso de configuración de la
individualidad y la inteligencia posean un contenido y una proyección cualitativamente
nuevos y superiores. De tal suerte, “Junto a las transformaciones colectivas, se produce una
marcha paralela de la individualización. El individuo se vuelve, a la vez, medio y fin;
medio como persona, fin como ente colectivo. Aparece una valoración creciente del
individuo en relación con la especie. Ésta ya no determina lo que será el individuo, que se
convierte en determinante de la especie. Al trasladarse la evolución, con el pensamiento,
del plano biológico al socio-cultural, el individuo queda dotado de poder evolutivo
indefinido” (37). Por ello, en rigor, no es el conjunto de la especie quien lleva consigo la
inteligencia y la creatividad, sino que son los individuos socialmente determinados y
racionalmente orientados, que han adquirido la condición de personas dentro de relaciones
sociales históricamente específicas, quienes portan la inteligencia singularizada y la
capacidad creativa para actuar en consonancia con ellas. Dialécticamente, son integrantes
de la especie Homo sapiens, de la humanidad, de la sociedad, aunque particularizados,
personalizados; y la especie no crea directamente en procura de resolver sus apremios, sino
a través y en función de ellos para garantizar su propio desarrollo y su continuidad.
Este rasgo fundamental empezó a emerger y a manifestarse de modo primario
cuando, en cierto remoto momento de la hominización, los requerimientos colectivos
incitaron a determinados individuos para intentar la fabricación de instrumentos destinados
a transformar el entorno natural en procura de satisfacer las necesidades comunitarias.
Ahora bien, las relaciones sociales nacientes vinculaban entre sí a los hombres en
formación y, a través de ellas, el rudimentario trabajo los ponía en contacto de nuevo tipo
con el mundo real. En tal proceso, la interdependencia de la mano, el cerebro y el lenguaje
impulsaban crecientes progresos psíquicos y otorgaban cada vez mayor importancia a la
actividad mental. El trabajo implicaba la interacción con objetos concretos que al resultar
modificados exigían, a su vez, nuevas adaptaciones de la actividad física y psíquica para
seguir transformando el ambiente. La básica constatación objetiva de que ciertas acciones
específicas se correspondían con resultados más o menos precisos iba conduciendo
inevitablemente al descubrimiento de una elemental causalidad, lo que reforzaba la
necesidad de impulsar una y otra vez las adaptaciones orgánicas y mentales. De modo que
esas acciones fueron dejando paulatinamente de ser pura y exclusivamente sensorio-
motrices para irse elevando al nivel de procesos intelectuales primarios; y la actividad
laboral se fue orientando hacia la consecución de objetivos planeados con rústica
simplicidad, de fines previamente definidos con alguna claridad. Esto significó el tránsito
de la acción al conocimiento y la transformación consecutiva de la práctica concreta en
praxis, en actitud gnósico-práctica.
La culminación de la hominización
A estas alturas del proceso antropogénico, el desarrollo de las actividades sociales y
del trabajo había expandido de modo considerable el horizonte vital de colectividades e
individuos, introduciendo mejoras muy significativas en su constitución somato-psíquica,
en sus condiciones de existencia y en sus elaboraciones culturales, de modo que aunque en
forma aún muy primitiva los sujetos ya eran verdaderos hombres (43). Aún no tenían una
vida sedentaria y eran típicos cazadores y recolectores cuyo nomadismo resultaba necesario
porque su ubicación en una u otra zona dependía exclusivamente de contar con suficientes
recursos alimenticios, y cuando éstos escaseaban se imponía la migración. Sin embargo, el
continuo perfeccionamiento en la fabricación de útiles y herramientas había hecho viable el
descubrimiento de los medios para producir el fuego (sobre todo utilizando la fricción),
superando así la antigua limitación a su uso y conservación. Con su dominio y gran
disponibilidad, por una parte, los sujetos mejoraron sus procedimientos de caza y lograron
desalojar a los peligrosos carnívoros de las cuevas, para convertirlas en moradas donde la
vida estaba mejor protegida y era más confortable merced a la posibilidad de abrigo e
iluminación; y, por la otra, el reemplazo de la ingesta de carnes y vegetales crudos por un
régimen de alimentos cocidos significó la modificación de la cadena de masticación,
digestión y asimilación (ya que el cocimiento ablanda las fibras duras de carnes, raíces y
tubérculos, libera los aminoácidos y azúcares, aumenta de algún modo el valor nutritivo de
los productos y reduce el tiempo y la energía de la asimilación), repercutiendo este hecho
en el fortalecimiento corporal y en el probablemente relativo aumento del tiempo de vida.
En la actualidad, está fuera de discusión que la esencia del ser humano, es decir,
aquello que lo caracteriza y lo diferencia de todos los demás seres vivientes, radica en su
naturaleza social, constituida por la unidad dialéctica de lo socio-cultural y lo biológico
con un psiquismo de tipo superior y cualitativamente nuevo como su resultante. Así lo han
confirmado y establecido definitivamente los logros científicos de la antropología, la
sociología, la psicología, la paleontología, la biología, la embriología, la neuroanatomía, la
neurofisiología, la neuropsicología, la anatomía comparada, la medicina y otras diversas
disciplinas. Esa esencia social no apareció de modo súbito, sino que se fue configurando
históricamente en el curso milenario del proceso de hominización o antropogénesis, en el
avance evolutivo desde el animal hacia el ser humano, abarcando un extenso recorrido
marcado por etapas sucesivas y variados estadios. En lo fundamental, dicho proceso se
puede esquematizar señalando los grandes períodos o épocas de: a) Preparación biológica
del hombre; b) Tránsito hacia el hombre como primitivo ser social; y c) Surgimiento del
hombre contemporáneo.
Etapa de preparación biológica del hombre
Hace 12 millones de años, a fines del período Terciario, se inició esta etapa extendida
hasta los comienzos del Cuaternario (hace más o menos 1 millón de años). A este largo
tramo, regido exclusivamente por leyes biológicas, corresponden los fósiles más antiguos
considerados como homínidos, con el Australopitheco (emergente hace algo más de 2
millones de años) como su representante y expresión más acabada. Este ser, morador en
vastas zonas de África, Asia y Europa, ya mostraba posición vertical y bipedestación,
cráneo de dimensiones similares a las del chimpancé, agujero occipital casi tan horizontal
como el del hombre actual, mandíbula saliente que daba a la cara la forma un poco oblonga
de hocico, dentadura de omnívoro y cerebro de 450-550 c.c. (casi como el del gorila). Y
evidenciaba dos rasgos peculiares como importante herencia de los hominóideos, sus
antepasados arborícolas: tendencia y habilidad para la manipulación de objetos, y desarrollo
significativo de las relaciones gregarias.
Las propiedades específicas del cerebro y el córtex del Australopitheco favorecieron
una manipulación en la que la buena coordinación motriz y el notable desarrollo del tacto y
la vista permitían la relación con un objeto dado sin la existencia obligatoria de un nexo con
la alimentación, representando a la vez un ejercicio motor y el análisis práctico del objeto,
la distinción de sus detalles y la elaboración de una síntesis primaria de los mismos. Esto
constituyó de hecho una primera fase en el rumbo hacia la utilización rudimentaria de
elementos puramente naturales, sin ninguna elaboración, en calidad de instrumentos; y
abrió el camino para una segunda fase signada por una actividad de orientación y búsqueda
enfocada no tanto en los objetos aislados, sino en sus vínculos espaciales. Así, con sus
primitivas acciones el Australopitheco empezó a modificar gradualmente las relaciones
entre las cosas y a “crear” otras nuevas, diversificando y ampliando las funciones de la
mano y haciendo alcanzar a su disposición manipulatoria un nivel cada vez más elevado
gracias al desarrollo de variadas estructuras del tronco encefálico ligadas a la actividad
cortical (asiento de nexos entre las percepciones táctiles, visuales y kinestésicas).
Por su parte, la vida gregaria propició y facilitó diversos nexos entre los individuos y
la realización de elementales actividades cooperativas (defensa, recolección de frutos, caza,
etc.) en procura de la sobrevivencia. A la vez, fue instaurando relaciones poco a poco más
complejas entre los conformantes del grupo biológico, influenciando el desarrollo de la
actividad nerviosa superior, haciendo surgir reflejos condicionados a partir de la imitación
de unos sujetos por otros, introduciendo cada vez más modificaciones en la conducta grupal
e individual, y creando las premisas para el despliegue de la comunicación a través del
enriquecimiento de la mímica, el afinamiento del oído, los cambios estructurales de la
laringe y el desarrollo del campo cortical 41 (que hace viable la gran variedad de emisiones
fónicas) en la circunvolución temporal superior. Con todo esto, fue ocurriendo el paulatino
perfeccionamiento de la bipedestación y el equilibrio que, a su vez, impulsó cambios en la
estructura corporal del Australopitheco para llevarlo al creciente uso de piedras y palos
como instrumentos primarios de defensa y ataque, y a la búsqueda de piedras de aristas
afiladas para desenterrar raíces, tubérculos o bulbos y desollar, trinchar y deshuesar los
animales cazados. La interdependencia de los integrantes del grupo y la cohesión de sus
acciones se fue afianzando a través de la primitiva actividad conjunta que dio más variedad
y complejidad a los nexos entre los sujetos, incrementó su comunicación y los estimuló
para brindar atención y cuidado a sus descendientes garantizando su sobrevivencia.
En la lucha por la existencia, el factor subyacente a todos estos cambios fue la
gradual transformación de los rasgos útiles en cualidades necesarias. En esa orientación, las
cada vez más diferenciadas actividades colectivas, la ascendente precisión en el manejo de
instrumentos naturales simples y el mejoramiento continuo de una comunicación aún de
tipo animalesco, se fueron ensamblando paulatinamente con el creciente perfeccionamiento
corporal y el incremento progresivo de la diversificación en el uso de la mano. De modo
correlativo, fue aumentando la masa del cerebro y el desarrollo de las regiones cerebrales
más importantes para el despliegue de la actividad nerviosa superior. Durante los varios
millones de años que median entre los probables primeros homínidos y el Australopitheco
como primer pre-hombre, el tamaño del cerebro se duplicó en una proporción similar al
aumento del volumen del cuerpo, con el consiguiente incremento neuronal. Este hecho tuvo
una enorme significación: “El aumento del número de neuronas implica que el número de
conexiones asociativas entre ellas se acrecentará en proyección geométrica. Se producirá
así un gran incremento de las habilidades y capacidades funcionales. Hacemos hincapié en
las capacidades y habilidades funciónales, y es necesario subrayar este hecho, pues el
tamaño del cerebro se relaciona más estrechamente con estos rasgos” (44).
Dentro de este curso, el conjunto de progresos objetivos en la estructura corporal y en
la rústica vida y actividad colectiva del Australopitheco significó una acumulación de
cambios cuantitativos que condujo dialécticamente a un “salto” cualitativo en el proceso
antropogénico. Tal “salto” tuvo lugar con la primera elaboración de instrumentos y los
brotes de leyes sociales. Como apunta Roguinski, “El paso a la fabricación de herramientas
señaló el límite entre el estadio del australopiteco y el estadio del más antiguo hombre: el
pitecántropo” (45).
Etapa de tránsito hacia el hombre como primitivo ser social
Dentro del período Terciario, la etapa evolutiva en la que apareció y se desarrolló el
Australopitheco como primer ser pre-humano fue también la de la lenta creación de las
premisas necesarias para que a principios del Cuaternario (en el Pleistoceno inferior y
medio) emergiera el primer antecesor del verdadero hombre: el Pitecántropo, el Homo
erectus llamado también Homo habilis, el tipo humano más primitivo cuya evolución
conduciría hacia el Homo sapiens. En el Australopitheco, la gradual diversificación en el
uso de la mano y los incipientes nexos colectivos (con sus rudimentarios medios de
comunicación) habían logrado una determinada unión, pero su ligazón no podía alcanzar un
nivel vigoroso y de ascendente consolidación por la carencia de elementos susceptibles de
soldarlos internamente. Sin embargo, el “salto” hacia la fabricación de herramientas y a una
vida grupal que comenzó lentamente a regirse por las nuevas leyes sociales determinó que
el Pitecántropo las fuera vinculando de modo inseparable y permanente, integrándolas en
una inédita síntesis capaz de impulsar grandes modificaciones en su propia estructura
corporal, hacer viable el surgimiento de un psiquismo cualitativamente nuevo y, con ello,
marcar una diferencia fundamental en el comportamiento de la colectividad y de los
individuos. En el curso de la configuración de tal síntesis, el contenido de ambos elementos
fue experimentando transformaciones cualitativas: la manipulación de los objetos se
desplegó para irse convirtiendo en dinámico embrión de la actividad de trabajo y la horda
primitiva avanzó hacia su constitución en fase inicial de la estructuración de la sociedad.
En el desarrollo de esta etapa de tránsito, apunta Leóntiev, se produjo la coexistencia
e interacción de leyes biológicas y leyes sociales: “la evolución del hombre continuó
sometida a las leyes biológicas, es decir, se manifestó, como antes, en modificaciones
anatómicas transmitidas de generación en generación bajo la acción de la herencia. Pero al
mismo tiempo fueron apareciendo elementos nuevos en el desarrollo. Se trató de cambios
en la estructura anatómica que concernían al cerebro, los órganos de los sentidos, las manos
y los órganos del lenguaje. Estos cambios se produjeron, pues, bajo la creciente influencia
del trabajo y de los intercambios verbales que él genera. En resumen, el desarrollo
biológico del hombre se cumplió bajo la influencia del desenvolvimiento de la producción.
Pero la producción fue, desde su comienzo, un proceso social que se desarrolló según sus
propias leyes objetivas de carácter socio-histórico. Por eso, la biología se ‘inscribió’ en la
estructura anatómica del hombre cuando comenzó la historia de la sociedad humana”. “Así,
convertido en sujeto del proceso social del trabajo, el hombre evolucionó bajo la influencia
de dos tipos de leyes: en primer lugar, de leyes biológicas, en virtud de las cuales se operó
la adaptación de sus órganos a las condiciones y exigencias de la producción; y en
segundo lugar, por intermedio de esas leyes iniciales, de leyes socio-históricas que rigieron
el desarrollo de la producción y los fenómenos que ella genera” (46).
En correspondencia con estas nuevas condiciones, el Pitecántropo apareció hace unos
600 mil años y su existencia se desplegó hasta el surgimiento paulatino de nuestra propia
especie, es decir, del Homo sapiens, hace más o menos 200 mil años. Originado en África,
el Pitecántropo vivió en estado de salvajismo y se desplazó muy ampliamente hacia el
sudeste asiático, China y Europa, teniendo como característica primordial no ya tomar
elementos directamente del medio para usarlos como instrumentos, sino la fabricación de
herramientas, la modificación deliberada de los objetos naturales para convertirlos en
utensilios en función de formas embrionarias de trabajo y de vida social. Este primer tipo
de ser humano ya poseía una postura completamente erguida, con tronco y extremidades de
estructura similar a las del hombre actual, cráneo alargado de huesos macizos, frente
aplanada e inclinada, arcos superciliares salientes que formaban una suerte de visera sobre
los ojos, cara con claro prognatismo, mandíbula poderosa sin mentón, dentadura grande y
un cerebro de 800-1100 c.c. (el doble de volumen que el del Australopitheco). Era un hábil
cazador que elaboró eficaces herramientas de tipo bifaz con pedernal y hueso; vivió en
cuevas y campamentos al aire libre integrando grupos familiares dedicados a la recolección
y la caza; abandonó las calurosas tierras africanas para establecerse en climas templados;
utilizó el fuego para reblandecer los alimentos (disminuyendo así el gasto energético de la
masticación, con su paulatina repercusión en la forma general del cráneo y la reducción de
la mandíbula y de los músculos masticatorios) y protegerse de los rigores invernales;
construyó hace 300 mil años las primeras “viviendas” con pieles, maderas y cañas; y
realizó primigenios rituales mágicos en relación con la caza y la fertilidad. Del Pitecántropo
como tipo humano más primitivo, se conocen antiguos sub-tipos en distintos lugares del
planeta: el hombre de Rodhesia, en África; el Sinantropus pekinensis, en China; el hombre
de Solo, en Java; el hombre de Swanscombe, en Inglaterra; y el hombre de Neanderthal, en
Europa y Asia.
Ahora bien, con el uso de instrumentos naturales sin elaboración en el seno del grupo
biológico, el Australopitheco había logrado un determinado nivel de adaptación pasiva y
precaria a las condiciones del ambiente. En cambio, fabricando herramientas, impulsando
la actividad de trabajo y dinamizando cada vez más su vida social y su comunicación, el
Pitecántropo no sólo empezó a modificar la realidad circundante y a garantizar su propia
existencia, sino también a transformar profunda y crecientemente su estructura corporal y
su psiquismo. En efecto, bajo la influencia de los nuevos factores objetivos se fueron
desarrollando la mano, el cerebro y su córtex y los órganos de los sentidos: aumentó el
volumen cerebral y se extendió la superficie de los lóbulos frontales, temporales, parietales
y occipitales, perfeccionándose su especialización funcional y su interacción en la
recepción, procesamiento y conservación de la información sobre el mundo exterior. Y
comenzó a definirse muy lentamente la formación de la última adquisición filogenética
como atributo exclusivo del nuevo ser: las zonas pre-frontales (asiento del pensamiento
abstracto y de su regulación), que hacen viable en el hombre actual la capacidad de
proyectar las acciones presentes hacia una dimensión de futuro permitiendo el planteo de
intenciones y propósitos, la planificación, organización y control de la actividad, la elección
de los medios más idóneos para realizarla, la confrontación de los resultados de las
acciones con las intenciones iniciales, la evaluación racional de actos que aún no se han
llevado a cabo y la previsión de sus posibles consecuencias, la simbolización, la
imaginación, etc.
Así, los progresos en el desarrollo del cerebro en función de las exigencias del
trabajo, la vida comunitaria y la comunicación, implicaron tanto una reestructuración a
fondo de las funciones corporales cuanto una transformación profunda de la actividad
psíquica y el surgimiento de la conciencia como nivel superior (“objetivado”, es decir,
determinado por las relaciones con el mundo de los objetos) que descubre en las cosas su
significación permanente con independencia de los cambios en la situación en que se
presentan y que va más allá del dato inmediato. En la base de todas estas modificaciones
fundamentales, la necesidad social de fabricar intencionalmente herramientas estaba
íntimamente vinculada con el desarrollo del lenguaje que permitía designar a las cosas y a
las acciones sobre ellas, junto con la creciente formación de ideas primarias y la cada vez
más precisa compresión del carácter de los instrumentos y de los procedimientos para su
elaboración. Con el Homo erectus o habilis surgió, pues, la nueva realidad del trabajo, la
vida social y la comunicación, dentro de la que se fue desplegando la armónica articulación
del cerebro/órganos de los sentidos, la mano y los órganos de la fonación.
Durante los aproximadamente 500 mil años que abarcó el avance evolutivo del Homo
erectus hacia el Homo sapiens, las dimensiones corporales se mantuvieron relativamente
invariables, pero el volumen del cerebro volvió a duplicarse y determinadas regiones
crecieron y se desarrollaron mucho más que otras. Las modificaciones estructurales del
cerebro y los órganos de los sentidos se correlacionaron con ciertos cambios en la
contextura de las manos que hicieron más fina su funcionalidad y con el perfeccionamiento
de los órganos de la fonación, constituyéndose en cualidades morfológicas básicas para la
realización de tipos diversos de actividad inexistentes en el ámbito zoológico. Con ello,
quedó marcada la esencial diferenciación cualitativa del hombre emergente con respecto al
mundo animal del que procedía y del cual se iba distanciando de modo creciente.
El conjunto de cambios objetivos repercutió en el propio proceso antropogénico,
expresándose en mutaciones genéticas que lentificaron el curso del desarrollo embriológico
y fueron conduciendo hacia la neotenia; es decir, hacia la retención, durante el desarrollo,
de caracteres fetales o juveniles en el adulto (47). Este proceso da lugar a la conservación
de la plasticidad fetal o juvenil de las formas ancestrales en las etapas posteriores del
desarrollo postnatal, permitiendo a los individuos de una especie dada mantener los
caracteres embrionarios o juveniles después de haber alcanzado el estado adulto. En la
especie humana en formación, la neotenia se fue manifestando ante todo en la sustancial
dilatación del ciclo biológico en su conjunto (incluida una infancia/puericia más larga y,
por tanto, un estado de desvalimiento más prolongado que el de cualquier otro mamífero,
pero que favorece la creación de bases para la multiplicidad de los aprendizajes) y en la
progresiva configuración de los caracteres neoténicos propios del hombre: redondez de la
cabeza, delgadez de los huesos craneanos y cierre tardío de sus suturas, chatura de la cara,
retención de la flexión craneana, cuello largo, cerebro de gran volumen (en relación con las
necesidades de aprendizaje y desarrollo cultural), esqueleto de huesos finos y delicados,
dientes pequeños de surgimiento tardío, uñas delgadas, relativa ausencia de pelo corporal,
prolongado período de crecimiento y dependencia, etc. El rasgo esencial de la evolución
humana por neotenia, precisa A. Montagu, ha sido el desarrollo de caracteres nuevos
mediante la retención de caracteres embrionarios, fetales e infantiles.
Dicho esto, cabe precisar que en el proceso evolutivo los cambios genéticos no son
capaces de garantizar por sí mismos la supervivencia, sino que ésta es el resultado de una
fuerte presión adaptativa que estimula la reproducción de los individuos en tanto favorece
la relación de la especie dada con el entorno en el que despliega su existencia. En el caso
humano, el trabajo y la vida social, como nuevas cualidades que el Homo erectus introdujo
en su relación con el ambiente natural, interaccionaron con las leyes biológicas para dar
cuenta tanto de las transformaciones del conjunto corporal cuanto del desarrollo del cerebro
y el surgimiento de la conciencia. En tales cambios influyó el crecimiento poblacional, el
aumento de la productividad y las necesidades, y la propia división natural del trabajo. Con
todo esto, la aparición y el paulatino desarrollo del primer hombre alteraron el sentido de la
evolución y elevaron el progreso a un nuevo nivel, teniendo como expresión significativa el
desarrollo cerebral. Lewis y Towers señalan que “Hace 500 mil años, el cerebro adquirió
doble tamaño y el verdadero hombre, Homo erectus, encendía ya hogueras, labraba
pedernales y llevaba una vida cavernícola en las inmediaciones de Pekín (también en Java y
posiblemente otros lugares). El desarrollo del cerebro habría de recorrer todavía un largo
proceso, desde los 1100 c.c. del Homo erectus hasta los 1500 c.c. del hombre moderno,
Homo sapiens, pero ya se había dado el salto más importante al dejar atrás los 500 c.c. del
Australopithecus (y del gorila)”. “Es preciso discernir las sucesivas etapas en la evolución
del cerebro y sus funciones. Ante todo, encontramos una serie de escalones que constituyen
la base de simples reacciones estructurales y, más tarde, de una considerable capacidad para
la modificación experimental. Lo determina, sin excepción, la genética y el mecanismo de
la respuesta (las ‘instrucciones’) se transmite por herencia. Pero con el hombre alcanzamos
una nueva etapa: la transmisión no genética mediante el cerebro que nos permite enseñar y
aprender. He aquí una nueva forma de herencia que no tiene por base los cromosomas, sino
la información memorizada y transmitida por la tradición. Es el carácter que define a los
seres humanos y que funciona desde hace 300 mil años aproximadamente” (48).
Entre los sub-tipos del primer hombre, el mejor conocido es el hombre de
Neanderthal o paleoantropo (que constituye un escalón evolutivo previo al del Homo
sapiens fossilis y al del hombre moderno u Homo sapiens recens). Tal ser existió en el
Paleolítico inferior/medio hace unos 200 mil años y desapareció hace aproximadamente 35
mil años, habitando en Europa, Asia Menor y Central, Rusia, Palestina, Turquía, Java y
algunas regiones africanas. Físicamente corpulento y de mayor estatura que la de otros sub-
tipos, poseía un tórax voluminoso, músculos fuertes, cráneo grande y alargado (diferente al
del hombre actual), arcos superciliares marcados y salientes, prognatismo evidente, arcos
cigomáticos muy pronunciados, mandíbulas y dientes grandes, y poderosos músculos del
cuello y masticatorios. Su cerebro, algo más voluminoso que el del hombre moderno, ya
mostraba asimetría funcional (con una mano derecha más desarrollada que la izquierda por
el ejercicio y el hábito), pero el desarrollo de la región frontal era aún insuficiente y ello
frenaba el despliegue del lenguaje, limitado además por la posición un poco distinta de su
laringe. No obstante, como compensación a un lenguaje todavía muy rudimentario, este
hombre había logrado un gran desarrollo de sus órganos sensoriales visuales, auditivos y
olfatorios (y de las respectivas áreas corticales) y estaba en capacidad de manejarse con
formas primitivas de pensamiento, necesarias para resolver de modo efectivo los problemas
de su existencia, fabricar y perfeccionar sus herramientas, y hacer avanzar su vida socio-
cultural.
Bien adaptados a climas extremos, los neanderthales eran cazadores expertos e
ingeniosos que usaron el fuego de modo habitual y desplegaron una industria lítica de gran
diversidad: hachas de mano, punzones, raspadores, puntas de cuchillo, etc. Conformaban
pequeños grupos que vivían en cuevas, pero su modo de vida exigía gran movilidad y los
empujaba a trasladarse de un lugar a otro en busca de mejores condiciones para asegurar su
alimentación. Aunque eran seres curtidos y resistentes, su dura lucha por la sobrevivencia
dentro de un inclemente hábitat natural, en el que abundaban amenazantes grandes fieras y
donde los accidentes mortales eran frecuentes, fijaba la relativamente corta duración de su
vida, aquejada además por parasitosis y diversas enfermedades. (Es muy probable que esto
repercutiera en su afectividad, llevándolo a dar muestras de compasión y respeto hacia los
muertos a través del entierro de los fallecidos y la realización de ritos funerarios similares a
cultos cigenéticos de carácter mágico). Usaban toscas vestiduras de pieles de animales y se
alimentaban con carne de oso, cabra y peces, y de frutos, bayas, yemas, bulbos y rizomas
de diversas plantas. Al parecer, formando parte de una vasta cadena de sucesos evolutivos
que remarcaron la marcha hacia el homo sapiens, la fuerte inclusión de carnes en la dieta
jugó un importante papel en el impulso al avance de la vida y actividades comunitarias, lo
mismo que al desarrollo a lo largo de milenios de la región frontal y del conjunto del
cerebro, aunque sin lograr el acceso a los niveles funcionales superiores y propios de
posteriores escalones antropogénicos.
En efecto, la eficacia y eficiencia en la caza de animales para la consecución de
carnes exigía acciones grupales cada vez más perfeccionadas dentro de una vida social en
continuo despliegue y el uso aunque fuese limitado del lenguaje; y también el diseño de
planes colectivos, la coordinación y regulación de las actividades, y el cálculo y las
decisiones con respecto a las acciones en función de las condiciones concretas, las
posibilidades reales y los medios disponibles. Así, conformando una dimensión social que
representaba la condición ineludible para la supervivencia biológica, el trabajo (como
nueva relación con la naturaleza), la comunicación y la cooperación ejercieron una presión
selectiva orientada hacia el logro de los cambios más favorables para la adaptación grupal e
individual que impulsó la reproducción de los sujetos y la especie. El rol jugado por el
factor nutricional no fue, pues, de segundo orden, ni mucho menos irrelevante, en lo que
concierne tanto al mejoramiento de la configuración física del hombre en evolución cuanto
al estímulo para el desarrollo de su vida social y su psiquismo.
Y tal como había ocurrido en la existencia aún animalesca del Australopithecus, los
diversos cambios cuantitativos acumulados en la vida y actividad en estado de salvajismo
del hombre de Neanderthal crearon las condiciones concretas para la producción de un
nuevo “salto” dialéctico en la antropogénesis. Este “salto” cualitativo representó un viraje
fundamental en el proceso evolutivo humano al implicar a la vez la emergencia del homo
sapiens fossilis (con su avance hacia el estado de barbarie) y la sustancial modificación del
rol que venían cumpliendo respectivamente las leyes biológicas y las leyes sociales.
Etapa de surgimiento del hombre contemporáneo
En el Paleolítico superior, hace más o menos 50 mil años, emergió de modo definido
un nuevo tipo de hombre dotado de inéditas cualidades como ser social: el hombre de
Cromagnon, Homo sapiens fossilis o neantropo, cuya existencia se extendió hasta hace
unos 20 mil años para luego dar paso, ya en el Neolítico, al Homo sapiens recens o sapiens-
sapiens. Su aparición está relacionada con la rápida extinción del Neanderthal (del que no
era descendiente directo) y, como nivel superior del desarrollo, con él la evolución humana
se emancipó categóricamente de las modificaciones biológicas y quedó sometida en forma
exclusiva a las leyes de la sociedad y la historia; es decir, dejó de depender de los
necesariamente lentos cambios en la estructura corporal que se transmitían por herencia. El
hombre definitivamente formado ya estaba en posesión de todos los atributos biológicos
necesarios para darle un carácter veloz e ilimitado a su desarrollo social e histórico; en
otros términos, para estar en condiciones de edificar una sociedad de creciente complejidad,
ya no requería experimentar decisivas variaciones biológicas. Como anotan Roguinski y
Levin, “En un lado de la frontera, se ubica el hombre en formación con su actividad de
trabajo íntimamente relacionada a la evolución morfológica; en el otro lado de la frontera,
se halla el hombre contemporáneo ‘completamente formado’ cuya actividad de trabajo se
efectúa con independencia de la evolución morfológica” (49).
Obviamente, este hecho no significó la total desaparición o el cese de la acción de las
leyes que rigen la variación y la herencia biológicas, ni tampoco que el hombre ya
conformado dejara de experimentar ciertos cambios en su naturaleza física. Es imposible
que el ser humano pueda colocarse por completo al margen de las leyes biológicas, pero las
modificaciones dependientes de ellas y transmisibles por vía genética ya no determinan el
desarrollo social e histórico de los individuos y de la especie, sino que ese desarrollo
depende de otro tipo de fuerzas que subordinan a las leyes biológicas y lo impulsan de un
modo ausente en el ámbito animal. En la nueva situación, señala el biólogo A. Vandel, “la
condición humana reposa sobre la débil e inestable base del medio social y la educación;
pero al liberarse del despotismo de la herencia, la humanidad ha podido transformarse y
crecer con una rapidez desconocida en el mundo zoológico”, puesto que “procesos de
orden intelectual han sustituido a funciones de adquisición y transmisión de tipo orgánico,
tales como la herencia y el instinto” (50). Con toda claridad, Stephen Jay Gould asevera
que la evolución biológica continúa en nuestra especie; pero su ritmo, comparado con el de
la evolución cultural, es tan desmesuradamente lento que su influencia sobre la historia del
Homo sapiens ha sido muy pequeña. Con igual énfasis, Leóntiev precisa que “durante las
cuatro o cinco decenas de milenios que nos separan de la aparición de los primeros
representantes de la especie homo sapiens, la vida de los hombres ha experimentado
modificaciones sin precedente a un ritmo cada vez más acelerado. Pero las particularidades
biológicas de la especie no se han modificado o, con más exactitud, las modificaciones no
han traspuesto los límites de las variaciones reducidas, sin mayor importancia en las
condiciones de la vida social” (51).
De hecho, en los representantes de anteriores niveles evolutivos el enérgico progreso
somático-funcional mostraba disparidad con respecto a la lentitud del desarrollo social y de
las técnicas de fabricación de herramientas. En cambio, los caracteres específicos de la
estructura corporal del hombre de Cromagnon ya poseían gran estabilidad, contrastando
con el considerable desarrollo en el plano socio-cultural. El nuevo hombre había alcanzado
un nivel y grado de organización corporal capaz de permitirle el despliegue colectivo y en
continuo ascenso de la actividad productiva y el perfeccionamiento de sus instrumentos: la
adquisición esencial de nuevos y específicos caracteres hereditarios le era ahora innecesaria
porque había definitivamente superado la selección natural como factor de formación de la
especie y existía ya en correspondencia con el carácter dominante de las leyes sociales. En
el curso del proceso de evolución biológica, se había ido forjando un ser dotado de
cualidades específicas que, en un momento dado, influyeron para lentificar en enorme
medida la ulterior evolución natural de la especie humana, dando lugar a una suerte de
“auto-restricción” del proceso biológico que había implicado rotundas transformaciones
físicas y significado un gran avance evolutivo hacia la emergencia del homo sapiens. Pero
con el surgimiento de éste, el proceso biológico fue desplazado a un plano secundario,
cedió el paso a la dominancia integral y definitiva de la historia social del hombre y quedó
subordinado a ella. Las particularidades biológicas del nuevo tipo de hombre siguieron
cumpliendo un determinado papel concreto en el desarrollo humano, pero sin llegar a tener
la importancia decisiva del pensamiento y el lenguaje. En adelante, la formación de nuevas
capacidades y el desarrollo de habilidades y destrezas en los individuos, el mejoramiento de
las herramientas y las armas para la caza, la confección de útiles variados, etc., ocurrirían
en su totalidad bajo el signo de las leyes sociales y en el marco definido del progreso hacia
formas de organización social más estables y en continuo desarrollo, de la transmisión
social de la herencia cultural y de modalidades cada vez más racionales, específicas y
afinadas de ordenamiento y coordinación de las actividades colectivas e individuales.
El hombre de Cromagnon, homo sapiens fossilis, era un ser robusto y esbelto, con
osamenta ligera, rasgos generales finos, piernas largas y caderas estrechas; cráneo grande,
redondeado y bien moldeado; frente recta, amplia, vertical y sin inclinación hacia atrás;
ausencia de arcos superciliares prominentes, mentón bien desarrollado y sin prognatismo.
Su capacidad craneal era de 1400 c.c. y en su cerebro se había producido un notable
desarrollo de la zona pre-frontal, de los lóbulo temporal y parietal, y de las regiones más
importantes para el despliegue del lenguaje y el pensamiento, evidenciando un nivel
superior de desarrollo de la inhibición cortical necesaria para la regulación y control de las
acciones en el marco de la vida social. Poseedores de estos atributos, el cerebro y el córtex
del neantropo ya estaban en condiciones de configurar los “órganos funcionales” que
operan del mismo modo que los órganos morfológicamente permanentes, habituales, pero
que a diferencia de éstos son neo-formaciones ontogénicas, generadas en el curso del
desarrollo individual para constituirse en el substrato material de las capacidades y
funciones específicas que se van plasmando a medida que el sujeto asimila el mundo de los
objetos y fenómenos creados por el propio hombre, es decir, las obras de la cultura. En
otros términos, ya los individuos “construyen en ellos mismos, con la actividad psíquica,
órganos reguladores (capaces a su vez de auto-regularse) cuya función convierte al ser en
autónomo para la acción y traslada a su propia actividad, con independencia del medio
ambiente, la función de asegurar la sobrevivencia” (52).
En tanto las prácticas del hombre de Neanderthal presentaban marcadas limitaciones,
expresadas en la realización dominante de operaciones analítico-destructivas (rupturas,
fraccionamientos, desmenuzamientos, etc.) y en la gran dificultad concreta de elaborar
objetos sintéticos y duraderos; las prácticas del hombre de Cromagnon evidenciaban su ya
inseparable nexo con el lenguaje, el pensamiento y un sistema aún rudimentario de
símbolos, y su orientación hacia la abundante producción de algunas herramientas para
fabricar herramientas. En sus operaciones para crear objetos de compleja construcción, ya
existía una clara representación del todo y las partes (de la síntesis y el análisis), un eficaz
ejercicio de la memoria y una proyección más clara hacia el futuro al realizar acciones
seriadas presentes y ligarlas con otras a realizar posteriormente (a través de primarias
abstracciones y generalizaciones). De allí que fuera logrando niveles cada vez más altos de
desarrollo productivo, social y cultural. Con formas de vida comparables a las de los
cazadores-recolectores que aún hoy existen en ciertos lugares del planeta, elaboró
numerosas, variadas y muy perfeccionadas herramientas de piedra, hueso y marfil; utilizó
lanzas y dardos con agudas puntas de piedra o hueso, bolas pétreas, cuchillos con mango y
agujas óseas para coser pieles de animales y hacer toscas vestiduras. Además de excelente y
experto cazador capaz de inventar ingeniosas y sutiles trampas, fue un eficiente pescador
que empleaba anzuelos, arpones y tal vez redes y botes. Construyó chozas en la superficie
del territorio en que moraba, se alimentaba con carnes y vegetales, y aprendió a conservar
las carnes soleándolas, secándolas al fuego y ahumándolas. Dentro de su vida social, realizó
diversas ceremonias y rituales relacionados esencialmente con la fecundidad y expresados
en las pequeñas esculturas pétreas llamadas venus; creó las primeras obras de arte en forma
de admirables pinturas rupestres en cuevas y abrigos rocosos (como en Altamira, Lascaux,
etc.); hizo grabados en hueso y estatuillas de marfil; inventó silbatos y flautas, y empleó
objetos de uso común como ornamentos o decoraciones.
En su modo de vida y en sus logros culturales materiales y espirituales, el hombre de
Cromagnon daba testimonio de haber superado el estado de salvajismo del hombre de
Neanderthal e ingresado de modo claro al estado de barbarie basado en una nueva división
natural del trabajo. En tal superación, un paso de suma trascendencia fue el descubrimiento
(hecho con alta probabilidad por las mujeres mientras los varones estaban dedicados a la
caza) de que la siembra deliberada de semillas de ciertas plantas silvestres, precursoras del
trigo y la cebada, podía convertirse en una fuente de alimentos. Ello implicaba haber
llegado a conocer cuáles plantas eran las adecuadas para ser sembradas en suelo propicio, el
acopio de semillas, la preparación del terreno y, también, el invento de los útiles especiales
para la labranza y de los métodos apropiados de cultivo. Con todo esto, se inició la activa
producción de alimentos y el consecuente y potencial aumento de los víveres para nutrir a
una población en incremento. A ello se le agregó el descubrimiento de la importancia de la
domesticación y crianza de animales comestibles (ovejas, cabras, vacas, cerdos) cuyas
pieles podían tener diversos usos, entre ellos la confección de vestimentas. Además, en el
curso de su actividad el neantropo fue creando nuevas sustancias que no existían en la
naturaleza: por ejemplo, calentando arcilla desmenuzable y plástica provocaba un cambio
químico en ella, le daba cualidades sensibles muy distintas que ya no eran disociables por el
agua, la volvía apta para el moldeo a voluntad y la fabricación de objetos diversos, y abría
así el paso a la alfarería.
Al finalizar el Paleolítico superior, se fue produciendo un retroceso de los hielos y el
mejoramiento del clima, ocurriendo una notable expansión demográfica traducida en la
amplia diseminación del Cromagnon que, habiendo ya introducido transformaciones
esenciales en su modo de vida y en su organización social, empezó a colonizar de hecho
todo el planeta. Ello marcaba el término de la Edad de la Piedra y la creación de las
condiciones para el paso al Neolítico a través de la lenta conversión de los grupos de
cazadores-recolectores en comunidades dedicadas a la agricultura y la crianza de animales
y asentadas en un tipo de existencia sedentaria, propia ya de la comunidad gentilicia.
Gordon Childe ha señalado que la revolución neolítica, mediante la cual las culturas
bárbaras iniciaron el camino que habría de conducir hacia la civilización, tuvo en su base el
cultivo de cereales y la cría de animales, lo que significó un modo de subsistencia mejor y
más seguro que el de la caza y la recolección de frutos naturales. De tales cambios,
coincidentes con la paulatina extinción del homo fossilis, derivó hace unos 20 mil años la
aparición de comunidades más extensas, primero bajo la forma de habitaciones y aldeas y
luego de poblados más grandes. Con todo esto, hace más o menos 10 mil años se produjo la
emergencia del hombre contemporáneo, del homo sapiens-sapiens cuyo desarrollo llega
hasta la actualidad.
Con el surgimiento de la nueva forma de existencia, fueron ocurriendo notables
progresos en la técnica, la producción y el desarrollo de la sociedad, introduciéndose
grandes cambios en el modo de vida de los individuos. Hace aproximadamente 7 mil años,
en los albores de la división de la sociedad en clases y la civilización, en los valles aluviales
del Nilo, Éufrates-Tigris e Indo, apunta Childe, algunas aldeas ribereñas se transformaron
en ciudades gobernadas por una dominante minoría social. Ésta, por la persuasión o la
fuerza, obligó a los labriegos “a producir un excedente de alimentos por encima de sus
demandas domésticas, el cual se concentró y utilizó para mantener a una población urbana
de sacerdotes, artesanos especializados, comerciantes, funcionarios, escribas y soldados…
La escritura fue un subproducto necesario de esta evolución urbana que se introdujo en la
civilización e inició la crónica histórica”. Los primeros 2 mil años de civilización
“coinciden con lo que los arqueólogos describen como Edad del Bronce porque el cobre y
el bronce eran los únicos metales usados para armas y herramientas” y también, junto con
el oro y la plata, para acuñar monedas. Derivado fundamentalmente de la agricultura de
regadío a cargo de trabajadores esclavos, el excedente social se concentró en manos de un
círculo muy reducido de propietarios, sacerdotes y funcionarios, “cuyos limitados gastos
limitaron también el desarrollo de la población urbana industrial y comercial”.
No obstante, alrededor del año 1200 a.n.e. la propia dinámica de la producción y la
vida social dentro de las condiciones del esclavismo condujo hacia la Antigua Edad del
Hierro, caracterizada por la difusión de un método económico de producir hierro forjado, la
modificación de las herramientas y armas y la expansión de los equipos de metal. En
simultáneo, la moneda y su utilización experimentaron cambios que ampliaron y agilizaron
los negocios y el comercio; y la invención de una escritura alfabética en el Cercano Oriente
extendió a variados sectores el uso escritural (acaparado hasta entonces por reducidos
grupos de sacerdotes y escribas), incrementando el número de individuos necesarios para la
administración del Estado y la sociedad esclavistas. En Grecia y luego en Roma, la
dominante clase esclavista y sus funcionarios prosperaron aprovechando estas innovaciones
y combinándolas con las facilidades del transporte barato ofrecidas por el Mediterráneo. El
excedente económico derivado ahora en parte de la agricultura intensiva y especializada se
distribuyó en forma más amplia entre sectores enriquecidos de financistas, comerciantes y
agricultores. “Esto permitió un notable crecimiento de la población, por lo menos en la
cuenca del Mediterráneo, que sin embargo se detuvo por el empobrecimiento relativo o la
verdadera esclavización de los artesanos y productores directos” (53). En este curso, las
irresolubles contradicciones internas del sistema esclavista, basado en la brutal explotación
de grandes masas humanas, fueron llevando a la ruina al mundo antiguo, creándose las
condiciones necesarias y suficientes para el hundimiento de una sociedad históricamente
agotada y la eventual instauración del modo de producción feudal. Posteriormente, con la
caducidad y la destrucción de éste por la acción de las masas populares encabezadas por la
burguesía, fue instalado el modo productivo capitalista que se mantiene hasta la actualidad.
Conclusiones
Luego de este apretado resumen del largo, duro y sinuoso camino recorrido por la
formación, desarrollo y consolidación del hombre, es preciso reafirmar el criterio científico
y rechazar las apreciaciones providencialistas, metafísicas o especulativas. Al respecto,
cabe concordar con Merani en que la aparición del hombre no fue algo “portentoso” y por
completo diferente o ajeno a lo que ocurre en otras especies, pero remarcando el hecho de
que en la ascendente complejización de la materia viva representó el último estadio del
proceso de cerebración progresiva y, por tanto, un viraje fundamental en el curso evolutivo
del mundo orgánico. En efecto, “los Hominida no fueron un azar en la marcha de la
evolución, ni tampoco su finalidad: constituyeron un momento, entre otros tantos, de la
transformación de los seres vivos y biológicamente hablando gozaron de posibilidades
similares, o disminuidas, con respecto a las de otras especies. Sin embargo, el hombre creó
industrias y adquirió un dominio singular sobre la naturaleza. Fue hombre antes de saberlo
porque su especie desarrolló un cerebro mejor y su práctica con las cosas se convirtió por lo
mismo en organizada, lo que de por sí significa intencionada… Las relaciones sociales de
cooperación, que hicieron nacer los procesos sociales del pensamiento que denominamos
mentalidad, únicamente pudieron constituirse después que los individuos agotaron las
posibilidades biológicas de crear un equilibrio inestable con el medio” (54).
En este orden de cosas, la hominización constituyó un proceso de modificaciones
esenciales en la estructura somato-psíquica y en las condiciones de existencia del futuro
hombre, llegando a su término con el advenimiento de la historia social de la humanidad.
Los atributos físicos y sus particularidades, adquiridos durante la evolución, se acumularon,
estabilizaron y fijaron para su transmisión de generación en generación como medio
orgánico para asegurar la continuidad del proceso histórico. En el curso de éste, con la
unión inseparable y cada vez más perfeccionada del trabajo, el pensamiento y la vida social,
el hombre fue modificando creativamente la realidad, dotando de un carácter de creciente
complejidad a sus condiciones y formas de vida, impulsando ininterrumpidamente su auto-
transformación (a través del proceso de desarrollo histórico de sus prácticas concretas y su
subjetividad, de sus conocimientos, capacidades y habilidades, todos plasmados en los
elementos materiales y espirituales de la cultura) y avanzando en su humanización. En el
conjunto de este proceso, resalta con toda nitidez un cambio fundamental: la transmisión
de las características cardinales que definen la condición humana ya no ocurre por vía
genética, sino de modo absolutamente distinto y superior bajo la forma de asimilación
individual de los procesos y fenómenos externos de la cultura social material y espiritual.
En efecto, en función de la satisfacción de sus necesidades actuales y futuras el ser
humano utiliza los saberes y procedimientos legados por las generaciones anteriores para
transformar la naturaleza y crea otros nuevos de complejidad creciente, a la vez que elabora
y desarrolla su cultura a través de los avances en la producción social de bienes materiales,
aumentando así su conocimiento del mundo y de sí mismo, impulsando el progreso de la
ciencia y el arte, y promoviendo y dando curso a su propia transformación. Este conjunto
de elementos constituye un patrimonio y una herencia socio-culturales que, en el marco de
la vida y actividad concretas de la sociedad dada, se transmite necesariamente a las nuevas
generaciones. Todas estas capacidades y peculiaridades específicamente humanas, que ya
no son transmisibles vía la herencia biológica, cada individuo debe adquirirlas en el curso
de su actividad y a lo largo de su vida mediante un proceso de apropiación de la cultura
creada por las generaciones precedentes.
Como integrante de una determinada generación, el sujeto inicia su existencia en un
medio familiar específico dentro de una clase conformante de una sociedad histórico-
concreta, que constituye una suerte de mundo de objetos y fenómenos generados con
anterioridad. En ese medio, en íntima y dinámica relación con las personas de su entorno y
con el auxilio de la educación y la enseñanza (entendidas en su sentido más amplio), va
asimilando el patrimonio socio-cultural para ir configurando en sí mismo los atributos
propios del hombre merced al despliegue de su propia actividad y su participación en las
diversas modalidades de la práctica social, particularmente el trabajo y la producción.
Únicamente dentro del ambiente social-concreto, y actuando en correspondencia con sus
particularidades objetivas, puede el individuo alcanzar la condición de ser humano; es
decir, sólo en el seno de la sociedad y bajo su influencia formativa el individuo puede
convertir en capacidades y habilidades reales el conjunto de potencialidades inherentes a la
especie que porta al momento de nacer. La posición erecta, la bipedestación y la marcha
propias del hombre tienen que ser aprendidas en el entorno social, lo mismo que las formas
de conducta que definen el modo de vida humano, e incluso la capacidad para adquirir y
utilizar el lenguaje articulado se va formando socialmente en estrecho vínculo con los
demás, en la práctica socio-familiar y el aprendizaje de una lengua cuyas características
objetivas (al igual que las del pensamiento o los variados saberes) se han ido conformando
y desarrollando en el curso de un proceso histórico.
Así, pues, al margen de la sociedad es imposible la formación y desarrollo de las
propiedades y peculiaridades que definen al hombre como tal. En su análisis del fenómeno
humano, A. Vandel afirma de manera contundente que “la sociedad ha jugado un papel de
primera importancia en la génesis de la humanidad. No se podría concebir el pensamiento
humano y su desarrollo fuera del medio social. Esto es lo que olvidan con frecuencia los
individualistas. Pensamiento, lenguaje y sociedad constituyen una indisoluble trinidad”
(55). Las leyes sociales tienen un rol preponderante en el desarrollo humano, desplazando a
un segundo plano e integrando y subordinando a los factores biológicos. Así lo demuestran
sin incertidumbre alguna los casos de los “individuos ferales”, los “niños-lobo”, los “niños
aislados”, etc., que han llamado poderosamente la atención de los estudiosos en diversas
épocas; o sea, la situación de los sujetos apartados temprana y extremadamente, de modo
fortuito o deliberado, de la influencia socio-cultural. Cuando fueron incorporados a la vida
social, aunque portaban los atributos biológicos típicos de la especie, nunca pudieron
convertir las potencialidades funcionales inherentes a ellos en capacidades y habilidades
para alcanzar a plenitud el nivel propiamente humano; primero, por la ausencia inicial del
medio socio-cultural y su estimulación integrativa y, luego, porque ya había pasado el
llamado “momento crítico” en el que se forman tales capacidades y habilidades socialmente
condicionadas, impulsándose su despliegue. Lucien Malson ha registrado y expuesto en sus
detalles los 53 más importantes de esos casos, entre los que cabe mencionar a los “niños-
oso” de Lituania, que preocuparon a Condillac en 1746 y a Linneo en 1758; a “Víctor”, el
“niño de Aveyron” estudiado en 1799 por el médico y educador Jean-Marc Gaspard Itard;
al adolescente “Kaspar Hauser”, descrito en 1828 por Anselm Feuerbach; a “Kamala” y
“Amala”, niñas criadas por lobos que L. Singh y N. Zingj investigaron en 1920; a “Anne”
e “Isabelle”, colocadas en riguroso y brutal aislamiento por sus familiares y observadas en
1938 por Kingsley Davis; y al “niño-gacela de Mauritania” que examinó Auger en 1963
(56).
Para la ciencia contemporánea, en todos los casos registrados la dotación potencial
de los individuos llevaba consigo la posibilidad real del logro de la condición de seres
propiamente humanos a través de su inserción de inicio y en general adecuada en el
ambiente social del hombre. Sin embargo, la privación extrema del contacto con otras
personas (o su fundamental déficit) y la ausencia de los estímulos que proporcionan la vida
social y la cultura determinaron la frustración casi total de esa posibilidad. Su contextura
física era humana, pero la convivencia con animales desde la más corta edad o el
aislamiento radical habían dejado profunda huella en la estructura de sus cuerpos, en su
actitud postural y la forma de desplazarse, en las modalidades de conducta y comunicación
empleadas, y en las particularidades de su alimentación. Carecían de pensamiento y
lenguaje articulado (o ambos mostraban severas e irremediables anomalías configurativas)
y evidenciaban alteraciones en la integración sensorial aunadas a una motricidad y
afectividad animalescas. Cuando fueron ubicados en nuevas condiciones de existencia, el
nivel general de su desarrollo y su conducta ya estaban marcados a fondo por la anterior
forma de vida asocial, constituyendo un enorme obstáculo para la adquisición tardía de los
atributos inherentes al ser humano. Por ello, pese a todas las ayudas educativas que les
fueron brindadas, el bloqueo de su educabilidad potencial impidió su conversión a plenitud
en personas, quedando limitados a la asunción de algunos rasgos humanos muy simples y
superficiales. Desde la perspectiva de las características somato-psíquicas y sociales que
distinguen al hombre, todos ellos permanecieron anclados en un plano que podría ser
considerado como subhumano.
En la totalidad y en cada uno de estos casos, el impedimento objetivo para acceder al
rango humano representa una gran tragedia. No obstante, esos mismos sucesos no sólo
ponen en evidencia la decisiva importancia del medio histórico-social en la formación y el
desarrollo de los individuos, sino que también reafirman un hecho concreto y definitivo ya
establecido por la ciencia: con independencia del grupo étnico que integran, todos los seres
humanos pasibles de ubicación en el nivel de “normalidad” poseen las posibilidades
adquiridas en el curso de la antropogénesis y están en disposición de desarrollarse de
modo adecuado y creciente si cuentan con las necesarias y favorables condiciones
económico-sociales, políticas y educativo-culturales. Pero la maciza realidad de este hecho
es ocultada y/o tergiversada en función de la defensa y mantenimiento indefinido de los
intereses socio-políticos y el poder de la actual clase dominante expoliadora, que utiliza las
falacias del determinismo biologista para diseminar criterios racistas, supremacistas,
discriminadores y excluyentes en su empeño por imponer y legitimar ideológicamente la
supuesta existencia de “razas superiores” y “razas inferiores” basada en fraudulentas
“diferencias genéticas” entre ambas. Esas seudo “diferencias” no sólo generarían innatas e
insalvables desigualdades sociales, intelectuales y conductuales tanto entre las clases y los
individuos, cuanto entre varones y mujeres, sino que también establecerían la preeminencia
de la clase dominante y marcarían toda posibilidad de “cambio social” digitado por ella.
Sin embargo, en total impugnación y rechazo a los infundios biologistas, la ciencia
ya ha demostrado sin asomo de duda que las llamadas “razas humanas” son sólo variantes o
tipos de la especie Homo sapiens-sapiens, diferenciables únicamente y en última instancia
por rasgos puramente externos, es decir, por caracteres morfológicos de muy escasa
importancia, como la pigmentación de la piel, la estatura, la longitud de los miembros, el
trazo de los ojos, la forma y tamaño de la nariz, el cabello, etc. Por tanto, todas las
poblaciones humanas que configuran “razas” comparten la misma dotación genética,
aunque según cada tipo existan determinadas variaciones de frecuencia en ciertos genes
pero sin afectar los fundamentos del genoma humano. Consiguientemente, portan por igual
las cualidades distintivas del hombre contemporáneo, las particularidades principales que lo
definen como ser único capaz de transformar la realidad y modificarse a sí mismo: alto
nivel de desarrollo del cerebro y de su especialización funcional, estructura típica de la
mano, posibilidades ilimitadas de formación de capacidades y adquisición de habilidades,
de realización de aprendizajes complejos, de despliegue de la inteligencia y la creatividad,
etc.
Con toda la autoridad que le otorga el reconocimiento mundial a sus investigaciones,
el notable biólogo Stephen Jay Gould ha señalado categóricamente que el “Homo sapiens
sólo tiene decenas de miles o, a lo sumo, unos pocos centenares de miles de años de edad y
probablemente todas las razas modernas se desprendieron de un linaje ancestral común
hace apenas unas decenas de millares de años. Unos pocos caracteres ostensibles de la
apariencia externa nos conducen a considerar subjetivamente que se trata de diferencias
importantes. Pero… las diferencias genéticas globales entre las razas humanas son
asombrosamente pequeñas. Aunque la frecuencia de los distintos estados de un gen difieren
entre las razas, no hemos encontrado ‘genes de la raza’, es decir, estados establecidos en
ciertas razas y ausentes en todas las demás razas”. Es perfectamente comprobable una
“notable falta de diferenciación genética entre los grupos humanos (argumento biológico
clave para desmitificar el determinismo)”. Además, “en contra de la existencia de una base
genética para la mayor parte de las diferencias de comportamiento entre los grupos
humanos y para el cambio en la complejidad de las sociedades humanas en el curso de la
historia”, está el hecho verificable de que “las distintas actitudes y los distintos estilos de
pensamiento entre los grupos humanos son por lo general productos no genéticos de la
evolución cultural. En una palabra, la base biológica del carácter único del hombre nos
conduce a rechazar el determinismo biológico. Nuestro gran cerebro es el fundamento
biológico de la inteligencia,… (que) es la base de la cultura; y la transmisión cultural crea
una nueva forma de evolución, más eficaz, en su terreno específico, que los procesos
darwinianos: la transmisión ‘hereditaria’ y la modificación de la conducta aprendida”. En
definitiva, “el carácter único del hombre reside esencialmente en nuestro cerebro. Se
expresa en la cultura construida sobre nuestra inteligencia y el poder que nos da para
manipular el mundo. Las sociedades humanas cambian por evolución cultural, y no como
resultado de alteraciones biológicas” (57).
Así, pues, la artera división de los grupos humanos y de los individuos en razas
“superiores” e “inferiores” es por completo artificiosa e interesada y sólo está al servicio de
una clase parasitaria y de la preservación de su sistema social en avanzada descomposición.
Nadie puede negar el carácter singular de cada individuo, ni la particularidad intransferible
de su personalidad, ni su pertenencia a uno u otro grupo étnico, pero tales hechos ocurren
dialécticamente en el seno de la unidad de la especie humana, y de ningún modo pueden
conducir a absolutizar diferencias puramente externas utilizadas para implantar prejuicios y
exclusiones que atentan contra los derechos del hombre. La actual exacerbación de esa
absolutización tramposa de diferencias irrelevantes en busca de sancionar “superioridades”
e “inferioridades” étnicas, sociales, intelectuales y culturales (además de aquellas de sexo y
de género), es una de las expresiones ideológicas de la crisis integral de un sistema
históricamente agotado que avanza sin remedio ni pausa hacia su ruina total. No es más que
una de las aberraciones de una clase y una sociedad que necesitan radicalizar abusivamente
ciertas diferencias concretas en la naturaleza de las cosas para poder envolverse mejor en
las fantasías e ilusiones que elaboran con respecto a sí mismas, pero sólo para arrastrarse
por completo en el camino de la alienación y la irracionalidad.
Son casi innumerables las razones para sostener que todo cuanto los seres humanos
han logrado saber, realizar y conquistar hasta el momento presente constituye sólo una
suerte de preámbulo a la historia futura del hombre, a su plena humanización y a su
ennoblecimiento definitivo. Objetivamente, ya no son en absoluto necesarios cambios
biológicos que pudieran implicar una fase de desarrollo somático más elevada, dado que las
posibilidades del cerebro humano están muy lejos de haberse agotado y el imparable
despliegue cultural determina que lo que puede ser hecho para impulsar el progreso social e
individual está perfectamente al alcance de la ciencia de la sociedad y la moderna teoría
sociológica y psicológica. Merced a su tenacidad y esfuerzos, los grupos humanos y los
individuos se han dotado a sí mismos de capacidades y destrezas susceptibles de permitirles
comprender cada vez mejor el mundo, modificarlo con creciente eficacia para solventar sus
necesidades y encarar su propia e indispensable transformación. Sin embargo, hasta ahora
continúan instalados en lo que Marx denominó “la pre-historia humana”, es decir, siguen
aprisionados en formas de convivencia social signadas por el dominio de un minúsculo
sector privilegiado sobre el conjunto de la población, la explotación, la desigualdad, la
injusticia y la opresión, la alienación de carácter histórico y las supersticiones resultantes, y
la depredación y destrucción de la naturaleza.
Así, pues, hoy la humanidad tiene ante sí un reto cualitativamente superior, la
realización de una tarea de envergadura inédita porque está planteada en un nivel decisivo
no sólo para la conversión de los hombres en seres auténticamente humanos, sino también
para la propia supervivencia de la especie y la existencia de vida en el planeta. Esa tarea de
necesidad vital consiste en derribar el gran obstáculo representando por el capitalismo en
calidad de última formación económico-social de clases antagónicas, para abrir paso a la
liberación de todas las personas dentro de una nueva forma de sociedad capaz de garantizar
de modo ascendente la vida y la actividad sin coerciones ni sumisiones. En pocas palabras,
consiste en luchar por la conquista del socialismo como fase intermedia hacia la sociedad
sin clases donde la completa humanización del hombre sea una realidad incuestionable.
Con lucidez y pertinencia, John Lewis afirma que “La crisis de nuestro tiempo
presenta las características de ser una de las últimas grandes convulsiones en el proceso de
conversión de toda la humanidad en una comunidad mundial auto-dirigida. La falta de
idoneidad, de inteligencia para organizar, dominar y encauzar sus propias fuerzas en una
cooperación social (fuente de todos los fracasos de nuestros días), hay que buscarla en la
propia sociedad. Tales fallas no pueden ser superadas recurriendo a la ciencia natural y a
sus técnicas, sino que, para conseguirlo, hay que echar mano a las fuerzas dimanantes de la
misma sociedad. Esas fuerzas han adquirido ya una potencialidad enorme y están
ejerciendo su acción en todo el ámbito mundial, tanto en la esfera de la ideología como en
el campo de la transformación radical de las sociedades clasistas, hasta aquí existentes, en
un socialismo” (58) que no es otra cosa que la antesala histórica del comunismo. Con éste,
la humanidad habrá ingresado ya al “reino de la libertad”, a la verdadera historia del
hombre.
Notas
(54) Alberto Merani y Susana Merani: ob. cit., pp. 153 y 155
(56) Cf. Lucien Malson: “Les Enfants sauvages”. Christian Bourgois Editeur, Paris 1970
(en su edición en castellano “Los niños selváticos”, Alianza, Madrid 1973)
(57) Stephen Jay Gould: “La falsa medida del hombre”. Orbis, Buenos Aires 1988, pp.
341, 340, 344, 343 y 342
El niño parece estar fundido con el mundo de las cosas, a la vez que se opone a él y
se esfuerza por someterlo dentro de condiciones del desarrollo en que comienza a definirse
la dominancia de una mano (por lo común, la derecha) sobre la otra, marcando una
disparidad que asegura la unidad de las acciones complejas y combinadas a través de una
mano que inicia la actividad auxiliada por la otra. El hecho de que el hemisferio cerebral
que gobierna la mano rectora (el izquierdo en los diestros) sea a la vez el asiento de los
centros corticales del lenguaje, subraya la importancia bio-psíquica de la lateralidad
anatómico-funcional cuyo desarrollo es correlativo con el desarrollo del lenguaje y con la
paulatina configuración del esquema corporal: “No tiene, pues, nada de sorprendente”, dice
Wallon, “que los comienzos de la palabra y los perfeccionamientos de la actividad
bimanual en el niño ocurran al mismo tiempo”. Al igual que la mano, la palabra se
convierte en un instrumento de exploración objetiva a través de las realidades y las
significaciones que proporciona el ambiente socio-familiar, generando también fenómenos
infantiles peculiares como la ilusión de que la palabra forma parte del objeto (o, al menos,
que se confunde con él), la atribución de propiedades humanas y vida propia a las cosas,
etc.
Se trata, dice Wallon, de la llamada “inteligencia práctica, que también podría ser
denominada inteligencia de las situaciones para marcar mejor lo esencial, pero sin incluir
en éstas las situaciones puramente mentales y reduciéndolas a lo que originariamente son:
un conjunto de circunstancias actuales y materiales que se imponen desde el exterior”.
Sobre una base instintiva, transmitida como herencia biológica, esa inteligencia consiste en
el conjunto de modos de una estructura integrada por el estado afectivo o la motivación, el
campo perceptivo (con sus limitaciones) y las posibilidades de acción del individuo, siendo
más o menos eficiente según utilice las impresiones del momento para contribuir al éxito de
la acción buscando medios y objetivos adecuados. Esta inteligencia espacial o de las
situaciones “se opone al conocimiento en tanto que, en lugar de distinguir entre los objetos
y las circunstancias, realiza una especie de organización dinámica donde se fusiona con los
apetitos, repulsiones, disposiciones afectivas… y con las actitudes o movimientos que
pueden resultar de ello, el campo de las percepciones exteriores modificables sin cesar
según las necesidades del momento, las posibilidades de la acción, las veleidades del deseo.
Estos diferentes factores,… entran a cada instante en un mismo conjunto indiviso, en una
estructura perfectamente única, por más que varíe con los incidentes y el desarrollo del
acto”.
La inteligencia práctica animal persigue sólo la solución de los problemas generados
por una situación concreta y, por muy amplias que sean las circunstancias, sus acciones se
agotan en sí mismas por sus propios efectos, de modo que sus nexos con la situación dada
son cerrados, aislados y, en general, de carácter individual. Como señala Wallon, “la
actividad de que es capaz el animal no se orienta hacia el conocimiento, sino hacia el
resultado perceptible o útil; no tiende a lo general, sino al caso particular. No retiene del
objeto más que el medio que necesita en el momento, insensible al resto de su estructura.
Más aún, sólo el gesto se inscribe en el comportamiento; el objeto del caso es olvidado,
siendo su conformación propia tan mal conocida que a menudo obstaculiza el acto a pesar
de evocarlo”. Para el chimpancé, por ejemplo, “el mundo es más bien acción y movimiento,
antes que intuición objetiva. Lo percibe sobre todo como un móvil entre otros móviles…
No parece captar las cosas más que bajo una forma dinámica y en composición con su
propia actividad,… no tiene siquiera la noción de equilibrio estático, no tiene sentido de la
vertical;… no sabe distinguir las cosas en el espacio de las cosas en el tiempo, es decir, las
cosas inmovilizadas en su posición y su forma en un instante dado de los movimientos y
cambios que pueden sufrir. Sin embargo, supera a otras especies animales gracias a su
intuición dinámica del espacio, que es algo positivo y que requiere niveles muy diferentes.
Su poder de utilizar como instrumentos los objetos que se encuentran en su campo viso-
motor se confunde con el poder de realizar unificaciones o estructuras, de organizar este
complejo de extensión, cosas y gestos que es el espacio concreto en función de los
objetivos hacia los cuales tiende su apetencia”.
Pero la inteligencia práctica no es un rasgo exclusivo del animal, sino que también es
un patrimonio humano precisamente por su nexo con la motricidad. Está presente, dice
Wallon, “en el niño y, además, en los hombres de toda edad”, aunque subsumida por la
inteligencia lógico-verbal o reflexiva y subordinada a ella: en el niño, en el curso del
proceso formativo de su psiquismo y sus capacidades, a través de los estadios de su
desarrollo y bajo la guía adulta; en los hombres, a menudo bajo la forma de automatismos
superiores y diferenciados, en su actividad real en el marco social-concreto en el que
existen. Como polos opuestos, complementarios e interactuantes de una unidad dialéctica
firmemente entroncada en la realidad objetiva, ambas inteligencias representan la acción y
el pensamiento integrados como praxis, como práctica consciente de sí misma. Wallon
agrega que mediante la sensorio-motricidad el hombre despliega su inteligencia de las
situaciones para conocer de modo concreto y dentro de determinados límites el mundo y
actuar sobre él; y con su inteligencia discursiva utiliza símbolos para crear un duplicado
mental de ese mundo, una representación abstracta y generalizada que le permite ir más allá
de lo inmediato, penetrar en la esencia de las cosas, descubrir sus leyes e idear las
transformaciones posibles de la realidad y las que conciernen a su propia transformación.
Evidentemente, en la formación y desarrollo histórico del hombre (al igual que en la del
niño actual) el acto precedió al pensamiento, pero éste finalmente ha llegado a ser el
elemento rector y gracias al lenguaje se puede sustituir lo concreto de los objetos por la
palabra como doble mental que absorbe abstractamente su significado en un soporte
objetivable. La representación o imagen abstracta y generalizada del objeto ausente hace
viable lo que postuló Marx en sus Tesis sobre Feuerbach: la realización de una praxis en la
que el pensamiento y lo concreto-sensible están dialécticamente unificados no sólo para
conocer cada vez más a fondo la realidad, sino también para acceder con creciente eficacia
a la intelección de sus leyes objetivas y modificar el mundo.
Por otro lado, Wallon señala que, en sus relaciones e interacciones, “las oposiciones
de la inteligencia práctica y la inteligencia discursiva no les impiden tener algunas
condiciones comunes. Pero este fondo, transportado a sus respectivos planos de actividad,
no evita conflictos y contradicciones. El lenguaje, sostén necesario de las representaciones,
al menos cuando deben ordenarse libremente entre sí para hacernos superar los datos
inmediatos y actuales de la experiencia (lo que es la condición misma del pensamiento y
del conocimiento), supone cierto poder de intuición espacial. La inteligencia práctica está
tanto más desarrollada cuanto más se funda en una más extendida aptitud individual de
captar relaciones geométricas o posiciones entre objetos apreciados simultáneamente en el
campo de la percepción. El espacio está implicado en todo movimiento ordenado con la
serie de lugares en que él se despliega”. Pero con la palabra y el concepto “se opera la
penetración recíproca de la experiencia individual y la experiencia colectiva. No hay
concepto, por abstracto que sea, que no implique una imagen sensorial; y no hay imagen,
por concreta que sea, que una palabra no sostenga y no haga caber en sus propios límites.
En este sentido, nuestras experiencias más individuales están ya moldeadas por la
sociedad”. En definitiva, “de orientación inversa, la inteligencia discursiva y la inteligencia
de las situaciones, aunque operando una en el plano de la representación y de los símbolos
y la otra en el plano sensorio-motor, una por momentos sucesivos y la otra por aprehensión
y utilización global de las circunstancias, suponen ambas, no obstante, la intuición de
relaciones que tienen por terreno necesario el espacio. Del acto motor a la representación ha
habido transposición, sublimación de esta intuición que, antes incluida en las relaciones
entre el organismo y el medio físico, ha llegado a ser luego esquematización mental. Entre
el acto y el pensamiento, la evolución se explica simultáneamente por lo opuesto y por lo
idéntico”.
Ahora bien, y como ya se indicó, a diferencia de otros autores (por ejemplo, Piaget)
Wallon consideró que el punto de partida general en el estudio del devenir del pensamiento
no debía estar en la ontogenia, sino en la filogenia, en el origen y desarrollo de la especie a
la que pertenece el individuo humano. Para poder dar cuenta científica y cabal de la
formación y despliegue del pensamiento de éste desde que nace, era preciso dilucidar la
estructura del pensamiento en los sucesivos niveles que va alcanzando el conocimiento, es
decir, la modalidad en que tal estructura se va manifestando en el curso de la formación y
desarrollo histórico del hombre. Desde esta perspectiva, puntualizó que no existe sinonimia
o equivalencia entre inteligencia y pensamiento: éste es un instrumento de la inteligencia, el
vehículo necesario para su realización (del mismo modo en que el lenguaje es instrumento
del pensamiento o en que éste tiene a la psico-motricidad como herramienta). En otros
términos, él perfilamiento de la inteligencia humana adquiere realidad concreta cuando el
pensamiento conceptual, lógico-reflexivo, se ha estructurado definitivamente: con su uso, el
hombre efectiviza un proceso de adaptación al mundo mediante la elaboración de esquemas
mentales que, a su vez, sirven a su inteligencia para proyectar, promover la acción colectiva
y producir transformaciones en ese mundo, generando un nuevo proceso adaptativo. Así
como en el curso histórico de desarrollo de la especie y a través de cada época los hombres
fueron aprendiendo a organizar su actividad, crearon el lenguaje y forjaron su conciencia,
conocieron cada vez mejor el mundo, elaboraron conceptos e ideas crecientemente más
exactos acerca de él y dotaron a su inteligencia de capacidad operativa para modificar la
realidad de acuerdo a fines preestablecidos; así también el niño, a través de los estadios de
su formación y desarrollo, despliega sus acciones y las va organizando en forma progresiva,
adquiere el lenguaje y va configurando su conciencia, aprende normas, nociones y
procedimientos para actuar sobre las cosas, elabora en forma paulatina su pensamiento y
construye su inteligencia para lograr poder sobre su ambiente concreto en el camino hacia
su conformación como adulto.
En consecuencia, y ya en el caso del niño, resulta por completo erróneo suponer que
las fuentes de su pensamiento se hallan en el campo estricto de la senso-motricidad y en la
simple, lineal y mecánica conversión de esquemas motores en esquemas mentales. Al
compás del desarrollo de los nexos del niño con su ambiente socio-familiar, lo sensorio-
motor y lo verbal-reflexivo se van estructurando progresivamente sin que exista oposición
total entre ellos ni predominio absoluto de lo uno o lo otro, sino relaciones dialécticas
marcadas por contradicciones que se resuelven a través de “saltos” o cambios cualitativos
que implican modificaciones en esas relaciones y reestructuraciones funcionales concretas
dentro de su unidad objetiva. Para que el pensamiento pueda lograr configurarse, ambos
elementos son indispensables y su complementación, en la que a la vez está presente la
dominancia circunstancial de uno u otro, genera transformaciones que definen su creciente
integración y nuevos niveles en el desarrollo del pensamiento. El punto inicial de las
funciones de éste se halla en la actividad verbal efectiva, que indica el momento en que
esas funciones se hacen viables por la interacción de las estructuras subyacentes del infante
y las influencias de su ambiente. Dicho punto adquiere realidad al tener plataforma básica
en diferenciaciones e integraciones como coordenadas esenciales de la evolución mental.
En el desarrollo del niño, toda reestructuración senso-motora está asociada de modo íntimo
a una reestructuración lingüística y, aunque ambas no lleguen a coincidir en forma exacta
en un momento dado, las dos impulsan modificaciones en el pensamiento para llevarlo a
un nivel en el que es capaz de modificarse a sí mismo.
Con todo esto, Wallon pudo establecer objetivamente que “entre los 6 y 9 años el
pensamiento del niño sabe ya realizar uniones sistemáticas (entre las cosas y entre las
situaciones), pero permanece insensible ante las diversificaciones y las digresiones. Es más
práctico que analítico y se mueve más a gusto hacia la causa o el efecto que hacia las
cualidades de las cosas o hacia las motivaciones morales, lo que no implica, por otra parte,
que sea insensible a las unas o a las otras, pero las hace entrar sólo un poco en el circuito de
sus justificaciones intelectuales”. Este período “parece ser bastante homogéneo en el
desarrollo intelectual del niño. A los 10 años, se anuncia una nueva etapa: aquella donde
comenzará definitivamente a instaurarse la función categorial de la mente”. En el curso de
los diálogos y las observaciones, fueron evidenciándose con claridad los obstáculos con los
que tropieza el pequeño y el enmarañamiento de su pensamiento debido a contradicciones
objetivas entre lo real y su representación, entre lo tradicional y su experiencia propia, entre
la formalidad del lenguaje y la fluidez de los datos sensibles extraídos mediante su
actividad, datos a su vez contradictorios en sí mismos, etc. Tales contradicciones podían ser
superadas paulatinamente a través de la inserción infantil en ambientes cada vez más
complejos que exigen reestructuraciones sucesivas del psiquismo y la conducta. Wallon
concibió el pensamiento del niño como estructura dinámica que se desarrolla en la realidad
concreta de sus transformaciones continuas, y rechazó así las visiones metafísicas y/o
mecanicistas y las descripciones petrificadas y fijistas contenidas en muchos textos de
psicología y lógica. Para él, el desarrollo del niño y de su pensamiento son profundamente
dialécticos y este carácter debe estar necesariamente presente en la ciencia del psiquismo
humano.
Desde esta postura, el gran interés científico de Wallon por desentrañar el origen y
devenir del pensamiento y la inteligencia encontró en la infancia un fértil y amplio campo
de investigación. Su concepción genético-dialéctica y sus macizos criterios psicológicos
sobre el desarrollo infantil nunca se expresaron al margen de la perspectiva educacional, ni
jamás pasaron por alto la vital necesidad de brindar al niño una educación concordante con
las particularidades de la vida social moderna y con el desarrollo de la ciencia y la cultura.
Consideró, por tanto, que la misión esencial de una educación científica es orientar y dirigir
la actividad del niño para que él pueda auto-formar y desplegar su pensamiento teniendo
como guía al maestro, de modo que esté en condiciones de manejarse con autonomía
cognoscitiva e iniciativa práctica y avanzar hacia la construcción de una inteligencia clara,
discernidora, crítica, solidaria y responsable. De allí que recusara con precisión, agudeza y
vigor los fundamentos, métodos y procedimientos de la llamada “educación tradicional”,
rígida y cargada de residuos feudales, encaminada a domesticar al niño y a inculcarle
estereotipos que colisionaban tanto con su actividad real cuanto con el sistema burgués y su
ideología. Y que, al mismo tiempo, también desnudara las ambigüedades, unilateralidades e
inconsistencias de quienes, desde años antes, habían elaborado ideas y teorías acerca de una
“nueva educación” que supuestamente favorecía al niño, pero que en realidad era funcional
a las necesidades de la producción capitalista y al amaestramiento del infante para servirla.
Estos reformadores, que pugnaban entre sí por el logro de la predominancia, partían de una
ilusoria concepción del hombre y la sociedad y planteaban medidas que ignoraban por
completo la dinámica esencial del proceso de desarrollo infantil para centrarse sólo en
aspectos y elementos fenoménicos y circunstanciales, mistificando así las peculiaridades
concretas del niño. En general, actuaban a tono con las pautas ideológicas burguesas (sin
que faltaran entre ellos personas o grupos animados por abstractas buenas intenciones) y
postulaban una educación para formar al infante de acuerdo con moldes individualistas,
espontaneístas, voluntaristas y practicistas, minimizaban o eliminaban el rol efectivo del
maestro, formulaban de manera ambivalente el contenido de la enseñanza a impartir y de
uno u otro modo, conscientemente o no, reforzaban los criterios para adocenar al niño
invocando la necesidad de velar por su “libertad y autonomía”, su “creatividad” y su
“bienestar”. Wallon desechó de manera categórica todos estos puntos de vista, precisó las
alternativas reales y con su psicología orientó notablemente a los sectores pedagógicos
progresistas que promovieron y lograron hacer efectivos diversos cambios en las bases,
métodos y procedimientos de la enseñanza.
Wallon nunca fue un científico abstraído de la realidad del mundo, que se confina en
su laboratorio o se dedica sólo a sus investigaciones, sino un sabio humanista de nuevo tipo
profundamente preocupado por la situación del hombre concreto y comprometido a fondo
con el logro de su bienestar, su desarrollo en libertad y su futuro sin trabas. Sin abandonar
sus trabajos científicos y enseñando mediante el propio ejemplo, unió de modo inseparable
pensamiento y acción. En los años ’30 del pasado siglo tuvo una destacada actuación en la
guerra civil española y en el frente de Madrid, integrado a los contingentes republicanos en
la lucha contra las hordas fascistas de Franco. Años después, en la II Guerra Mundial,
cuando las tropas nazis invadieron Francia se incorporó en París como militante comunista
a las filas de la Resistencia en calidad de dirigente, negándose a pasar a la clandestinidad
para poder dar más fluidez a sus tareas con grave riesgo de ser apresado y fusilado (como,
entre otros héroes populares, ya había ocurrido con el filósofo y psicólogo marxista
Georges Politzer). Y una vez finalizado el conflicto bélico, al lado de figuras sobresalientes
de la educación francesa, notables intelectuales, personalidades democráticas y sectores
progresistas, exigió la instauración de una escuela adecuada a las necesidades del niño y
presidió la elaboración de un plan (conocido como Plan Langevin-Wallon) para establecer
las bases de una nueva enseñanza en todo el país, proyecto que el régimen gran burgués de
De Gaulle se encargaría de frustrar.
Es evidente, pues, que para Wallon la condición humana jamás fue una abstracción
vacía, ni una categoría científica o filosófica puramente formal, sino la innegable realidad
objetiva de miles de millones de personas que existen en circunstancias adversas impuestas
desde el poder de clase, trabajando y creando con dignidad, y luchando por la conquista de
una vida que corresponda realmente a su índole humana. La psicología walloniana es la
psicología del hombre concreto que vive y actúa en situaciones concretas; y su pensamiento
representa un rechazo total de la ideología y la cultura dominantes que limitan y deforman
la razón del hombre, niegan a éste su libertad en acción y distorsionan su conducta. Es, por
tanto, una ruptura ideológica y epistemológica que, preconizando la libertad del ser que se
auto-construye y transforma el mundo, pone a luz la entraña de una sociedad alienada y las
deformadas relaciones entre las personas, en las que dominan falsedades, mistificaciones y
apreciaciones mercantilista-utilitaristas, particularmente en lo que concierne a la formación
y desarrollo de la infancia.
Por todo esto, no debe causar extrañeza que el sistema lo viera como sumamente
peligroso y le declarara una guerra sin cuartel hipócritamente disfrazada de mil maneras.
Aunque no era fácil ignorar o intentar sepultar a quien poseía un prestigio mundial por la
calidad científica de su obra y por haber fundado el prolífico Laboratorio de Psicobiología
del Niño, sí se le podía hostilizar de modo permanente sembrando obstáculos burocráticos
en su carrera docente y mezquinándole el reconocimiento a su condición de profesor de la
Sorbona durante casi 20 años. Sin embargo, todas las maniobras reaccionarias no pudieron
impedir que llegara a dirigir, por su propio peso, la reputada École Practique de Hautes
Études y a ejercer el profesorado en el altamente renombrado Collége de France. Ante esos
obstáculos, Wallon nunca se quejó ni hizo nada para eliminarlos, entendiendo que en la
sociedad burguesa hay que pagar un precio, a veces muy alto, por asumir ideas y conductas
independientes, críticas y contrarias al poder dominante; y, en tal sentido, simplemente se
limitó a constatar la encarnizada oposición ideológica a sus investigaciones, traducida en la
vulgar agresión de “intelectuales” y “científicos” serviles al poder que, año tras año, han
pretendido desmerecer y minimizar la fundamental importancia de su obra tildándola
ridículamente de “oscura”, “ineficaz” e “inactual” y, en el colmo de la estulticia, de
“demasiado densa”.
De este modo, pues, la psicología de Wallon es, ante todo, materialista y dialéctica:
considera el desarrollo humano, y dentro de él la formación y despliegue del psiquismo,
como un proceso concreto cuya premisa esencial está constituida por la existencia de
objetivas y necesarias contradicciones internas entre sus factores y elementos opuestos y
complementarios, las cuales promueven transformaciones de lo cuantitativo en cualitativo
(y viceversa) y llevan el desarrollo y el psiquismo hacia niveles superiores y cada vez más
complejos. Este proceso tiene como base la unidad de la materia y la mente, y su expresión
real representa una síntesis evolutiva en la que la interacción de acción y conocimiento
genera el pensamiento como instrumento de la inteligencia humana. En segundo lugar, la
psicología walloniana es historicista: aprecia al hombre dentro de la dinámica evolutiva del
fenómeno vida, en su nexo con el desarrollo de la especie y en su calidad de individuo
integrante de la sociedad en movimiento continuo. En tercer lugar, es funcional porque
concibe las capacidades y habilidades humanas como producto del vínculo dialéctico de las
estructuras somático-fisiológicas del individuo con la acción de factores culturales en los
que están implícitas la actividad y las funciones sociales. Finalmente, es una psicología
dinámica ya que entiende los procesos y fenómenos psíquicos como conjunto de elementos
y relaciones integrados en una totalidad que experimenta modificaciones continuas e
incesantes en la gradación ascendente de sus propias interacciones (y no como simple
agrupación de elementos atomizados, fijados en una u otra particularidad o mezclados
sincréticamente).
Por cierto, estos rasgos cardinales no son exclusivos de la psicología de Wallon, sino
que también están presentes en la teoría elaborada por Vigotski, y es completamente lógico
que así sea. Ambos partieron de la misma base concepcional, utilizaron la dialéctica para
investigar el psiquismo y la conducta haciendo descubrimientos sustanciales, coincidieron
en múltiples aspectos y llegaron a conclusiones semejantes, sobrepasando las obvias
diferencias entre las condiciones sociales en las que actuaron, sus personalidades y estilos,
y la apreciación de lo que creativamente lograron. Entre sus numerosas y notables
coincidencias y complementariedades recíprocas cabe señalar, por ejemplo, la importancia
concedida al papel de la actividad (la práctica social) en el desarrollo humano y en la
formación y evolución del psiquismo; y la gran atención brindada al pensamiento, a sus dos
tipos primordiales (práctico y teórico-categorial) y a las modalidades principales del pensar
(formal y dialéctico). En todo caso, sin dejar nunca de lado los factores fundamentales y
determinantes propios del objeto de estudio, cada uno consideró necesario y conveniente a
su manera de encarar la investigación enfatizar en uno u otro de los aspectos de tales
factores y desarrollarlo con los matices correspondientes.
Notas
(1) V.I. Lenin: “Sobre la dialéctica”, en “Cuadernos filosóficos”, Ayuso, Madrid 1974, pp.
345 y 347. Desde diversos campos, numerosos académicos e intelectuales (que consideran
la filosofía y la ciencia divorciadas del acontecer social real y como patrimonio exclusivo
de élites “especializadas”) han tratado siempre de confinar a Lenin en el terreno de la mera
“acción política”, pretendiendo negarle de modo interesado y arbitrario su condición de
pensador integral del ser social y la conciencia social, de la base y la superestructura de la
sociedad. Sin embargo, en su aguda y mordaz polémica con Karl Popper y desmontando
rigurosamente los fetiches del “racionalismo crítico” que guían de modo dogmático buena
parte de la ciencia moderna, el famoso epistemólogo y filósofo de la ciencia austriaco P.
Feyerabend, ajeno por completo al marxismo, enfila contra la tradición academicista y (a su
manera y con fines específicos) rechaza el reaccionario anti-leninismo, sin problema alguno
para reconocer la justeza y claridad metodológicas de Lenin e incluso haciendo variadas
citas de El “izquierdismo”, enfermedad infantil del comunismo. Refiriéndose a la temática
de este texto, el epistemólogo señala que “La historia en general, y la historia de las
revoluciones en particular, es siempre más rica en contenido, más variada, más multilateral,
más viva y sutil de lo que incluso el mejor historiador y el mejor metodólogo pueden
imaginar”, por lo que de este carácter del proceso histórico “se deducen dos importantes
conclusiones prácticas: primera, que para llevar a cabo su tarea, la clase revolucionaria
debe ser capaz de dominar todas las formas y aspectos de la actividad social sin excepción;
segunda, debe estar preparada para pasar de una a otra de la manera más rápida e
inesperada”. Feyerabend anota que en el texto leninista el propósito es criticar a “ciertos
elementos puritanos del comunismo alemán. Lenin habla de partidos y de vanguardia
revolucionaria, y no de científicos y metodólogos”. Pero considera que esos criterios para la
transformación del conjunto de la sociedad son aplicables al cambio de la ciencia como un
todo; y que, a la vez, el científico “debe ser capaz de entender y aplicar no sólo una
metodología en particular, sino cualquier metodología y variación de ella que pueda
imaginar”. “Se requiere sólo un poco de imaginación para hacer que los consejos positivos
contenidos en estos escritos (de Lenin) sean consejo para el científico o para el filósofo de
la ciencia”. Por tanto, “es interesante ver cómo unas pocas sustituciones pueden transformar
una lección política en una lección para la metodología que, después de todo, es parte del
proceso mediante el cual nos movemos de una etapa histórica a otra. Vemos también cómo
un individuo que no está intimidado por las barreras tradicionales puede dar un consejo útil
a todos, filósofos de la ciencia incluidos” (Paul K. Feyerabend: “Contra el método”,
Orbis, Buenos Aires 1984, pp. 11-12, 139 y 128)
(2) S.L. Rubinstein: “El desarrollo de la Psicología. Principios y métodos”. Pueblo y
Educación, La Habana 1979, p. 168
(3) A.N. Leóntiev: “Actividad, conciencia y personalidad”. Ciencias del Hombre, Buenos
Aires 1978, pp. 66, 14, 68, 74 y 67
(4) Cf. nuestro “Diccionario de Ciencias de la Educación”, Ceguro Editores, Lima 2005,
pp. 647-656
(5) L.S. Vigotski: “Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores”, en
“Obras Escogidas” (6 vol.), t. III, Visor, Madrid 1995, pp. 82-94
(6) Ibid., pp. 146-155
(7) Jean Chateau: “¿Qué es la infancia?”, en Héléne Gratiot-Alphandéry y René Zazzo
(directores): “Tratado de Psicología del Niño” (7 vol.), t. I “Historia y generalidades”,
Morata, Madrid 1972, pp. 84, 90 y 91
(8) S.L. Rubinstein: ob. cit., p. 169
(9) V.I. Lenin: ob. cit., pp. 345-346
(10) S.L. Rubinstein: ob. cit., pp. 162 y 26-27. Cf. también del mismo autor “El ser y la
conciencia”, Grijalbo, México 1963; y “Problemas de teoría psicológica”, en S.L.
Rubinstein, Henri Wallon y Jean-Francois Le Ny: “Problemas de teoría psicológica”,
Proteo, Buenos Aires 1965
(11) Stephen Jay Gould: “La falsa medida del hombre”. Orbis, Buenos Aires 1988, pp. 2,
14 y 12. Cf. además los importantes textos de Richard Lewotin y Leon Kamin:
“Crítica del racismo biológico”, Grijalbo, Barcelona 1996; Richard Levins y Richard
Lewotin: “El biólogo dialéctico”, Ciencia y Pueblo, Madrid 2000; y Richard Lewotin,
Steven Rose y Leon Kamin: “No está en los genes: racismo, genética e ideología”,
Crítica, Barcelona 2003
(14) L.S. Vigotski y A.R. Luria: “Ensayo sobre la historia del conocimiento: el homínido,
el hombre primitivo y el niño”. Cimientos, Buenos Aires 1999, pp. 6-7
(16) M.F. Niesturj: “El origen del hombre”. Mir, Moscú 1972, pp. 27 y 142
(17) Y.P. Galperin: “Introducción a la Psicología. Un enfoque dialéctico”. Pablo del Río
Editor, Madrid 1982, pp. 156, 157, 158 y 160
(21) El proceso formativo integral del organismo humano en la fase intrauterina está
expuesto por Stanislaw Tomkiewicz: “Genética y embriología”, en Héléne Gratiot-
Alphandéry y René Zazzo (directores): ob. cit., ed. cit., t. II “Desarrollo biológico”.
Allí el autor reafirma que “ningún rasgo hereditario del ser humano escapa enteramente
a la influencia del ambiente… Hay que considerar todos los caracteres somáticos, y con
mayor razón los psíquicos, como resultantes de la interacción permanente entre el
mensaje genético y el ambiente social” (p. 335)
(25) Cf. A.R. Luria: “El cerebro en acción”. Fontanella, Barcelona 1974
(26) Cf. L.S. Vigotski: “Interacción de aprendizaje y desarrollo”, en “El desarrollo de los
procesos psicológicos superiores”, Crítica, Barcelona 1979
(27) René Zazzo: “Oú est en la psychologie de l’enfant”. Editions Denoël/Gonthier, Paris
1983, pp. 47, 41, 39, 48, 49 y 46. Cf. del mismo autor “Le probléme de l’imitation chez
le nouveau-né (A propos de ‘l’imitation’ précocissime de la protrussion de la langue)”,
en “Conduites et conscience”, t. I, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1962. Cf. también
L.S. Vigotski: “El primer año de vida”, en “Obras Escogidas”, t. IV, Visor, Madrid 1996
(28) Cf. Raoul Kourilsky, Henri Hécaen, Jean Lhermitte y otros: “Mano derecha y
mano izquierda. Norma y lateralidad”, Proteo, Buenos Aires 1971. También, Sally P.
Springer y Georg Deutsch: “Cerebro izquierdo, cerebro derecho”, Gedisa, Barcelona
1991
(29) Henri Wallon: “La evolución psicológica del niño”. Psique, Buenos Aires 1972, p.
267. Cf. además del mismo autor “Las etapas de la personalidad del niño”, en “Los estadios
en la psicología del niño”, Lautaro, Buenos Aires 1965; “Estudios sobre psicología genética
de la personalidad”, Lautaro, Buenos Aires 1965; y “La vida mental”, Crítica, Barcelona
1985
(30) L.S. Vigotski: “Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores”, en
“Obras Escogidas”, t. III, Visor, Madrid 1995, p. 36
(31) L.S. Vigotski: “El problema de la edad”, en “Obras Escogidas”, t. IV, Visor, Madrid
1996, pp. 254, 255, 259, 262, 264 y 256
(32) Cf. L.S. Vigotski: “Psicología pedagógica”. Edición, prefacio y notas de Guillermo
Blanck. Aique, Buenos Aires 2001. En este importante y lamentablemente poco difundido
texto, Vigotski indicó su propósito de realizar “una gran síntesis de los más diversos datos y
hechos científicos” acerca del “proceso de reorganización social de las formas biológicas de
la conducta”, que tiene a la educación/enseñanza como uno de sus pilares básicos. Refirió
así, por tanto, a la formación y desarrollo integral del niño.
(33) A.N. Leóntiev: “Los principios del desarrollo psíquico en el niño y el problema de los
subnormales”, en “El desarrollo del psiquismo”, Akal, Madrid 1983, p. 260
(34) Cf. A.R. Luria: “Cerebro y lenguaje. La afasia traumática: síndromes, exploraciones y
tratamientos”, Fontanella, Barcelona 1974; “Las funciones corticales superiores del
hombre”, Orbe, La Habana 1977; “El cerebro humano y los procesos psíquicos”,
Fontanella, Barcelona 1979; y (con la colaboración de L.S. Tsvetkova) “La resolución de
problemas y sus trastornos”, Fontanella, Barcelona 1981
(35) L.S. Vigotski: “Interacción de aprendizaje y desarrollo”, en “El desarrollo de los
procesos psicológicos superiores”, ed. cit., pp. 133-140. Cf. además “Pensamiento y
lenguaje”, en “Obras Escogidas”, t. II, Visor, Madrid 1993, pp. 237-246
(36) Vasili Davidov ha hecho una precisa reseña de los tipos rectores de actividad y de su
nexo interno con los estadios evolutivos de la infancia en “La enseñanza escolar y el
desarrollo psíquico”, Progreso, Moscú 1988
(37) L.S. Vigotski: “El papel del juego en el desarrollo del niño”, en “El desarrollo de los
procesos psicológicos superiores”, ed. cit., pp. 142, 143, 147 y 148. Cf. además Roland
Doron: “El juego en el niño”, en H. Gratiot-Alphandéry y René Zazzo (directores):
“Tratado de Psicología del niño”, t. III “Infancia animal, infancia humana”, ed. cit.
(38) Cf. L.S. Vigotski: “Imaginación y creación en el desarrollo infantil”. Educap, Lima
2008. Entre otros diversos trabajos científicos, tienen gran valor los aportes de Phillipe
Malrieux (“La construcción de lo imaginario”, Guadarrama, Madrid 1971) y Jean
Chateau (“La imaginación en el niño”, en H. Gratiot-Alphandéry y René Zazzo:
“Tratado de Psicología del niño”, t. III “Infancia animal, infancia humana”, ed. cit.)
(39) El interés por desentrañar la complejidad psíquica del adolescente está en la base de
una gran cantidad de investigaciones y análisis científicos. En lo inmediato, aquí sólo
destacamos los realizados por L.S. Vigotski (“Paidología del adolescente”, en “Obras
Escogidas”, t. IV “Psicología infantil”, Visor, Madrid 1996), Aníbal Ponce (“Psicología
del adolescente”, UTEHA, México 1960), A. Merani (“Psicología genética”, ed. cit.),
Maurice Debesse (El adolescente”, en Maurice Debesse y otros: “Psicología del niño”,
Nova, Buenos Aires 1962) y T.V. Dragunova (“Características psicológicas del
adolescente”, en A. Petrovski (comp,): “Psicología evolutiva y pedagógica”, Progreso,
Moscú 1985)
(42) Sobre la lógica, sus modalidades formal y dialéctica y su interconexión, cf. los
notables análisis del marxista mexicano Eli de Gortari en “La ciencia de la lógica”, Junco,
México 1960; “Introducción a la lógica dialéctica”, FCE, México 1979; y “Diccionario de
la lógica”, Plaza y Valdés, México 1987. Cf. además E.V. Iliénkov: “Lógica dialéctica.
Ensayos sobre historia y teoría”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1984; M.M.
Rosental: “Lógica dialéctica”, Pueblos Unidos, Montevideo 1965; y Mitrofan N.
Alexéiev: “Dialéctica de las formas del pensamiento”, Platina, Buenos Aires 1964.
(43) F. Engels: “Dialéctica”, en “Dialéctica de la naturaleza”, ed. cit., p. 41
(44) Cf. Eli de Gortari: “El método dialéctico”, Grijalbo, México 1970; y A.P. Sheptulin:
“El método dialéctico de conocimiento”, Cartago, Buenos Aires 1983
(45) El positivismo niega la existencia objetiva de la realidad y sostiene que ésta sería una
simple proyección de la mente humana, a la vez que postula la impenetrabilidad del mundo
ante cualquier intento por conocerlo. Maurice Cornforth afirma que el positivismo
“reduce la filosofía a un análisis estéril, abstracto y formal del lenguaje”, y que en sus
diversas variedades (pragmatismo, positivismo lógico, etc.) “ha concentrado en su seno
todos los aspectos más negativos de la filosofía burguesa (la doctrina de las limitaciones del
conocimiento y de la incognoscibilidad del mundo real) llevando hasta sus últimas
consecuencias la estrecha especialización de la filosofía, la hueca fraseología de la
escolástica y la abstracción estéril”. (“Ciencia vs. Idealismo”. Editora Política, La Habana
1964, pp. 209 y 14
(46) Henri Wallon: “Psicología y técnica”, en “Fundamentos dialécticos de la psicología”.
Proteo, Buenos Aires 1965, p. 46
(47) Nuestra reseña de parte de las ideas fundamentales de Henri Wallon y las respectivas
citas textuales remiten a sus obras “Del acto al pensamiento” (Lautaro, Buenos Aires 1964),
“La evolución psicológica del niño” (Psique, Buenos Aires 1972), “Los orígenes del
carácter en el niño” (Lautaro, Buenos Aires 1965), “Los orígenes del pensamiento en el
niño” (Lautaro, 2 vol., Buenos Aires 1965) y “La vida mental” (Crítica, Barcelona 1985).
Además, a dos selecciones de sus más de 350 artículos: “Estudios sobre psicología genética
de la personalidad” (Lautaro, Buenos Aires 1965) y “Fundamentos dialécticos de la
psicología” (Proteo, Buenos Aires 1965); y a la antología de Héléne Gratiot-Alphandery
(“Lecture de Henri Wallon. Choix de textes”, Editions Sociales, Paris 1976). Cf. también el
ensamble de la reseña con la valoración científica del conjunto del pensamiento walloniano
realizada, entre otros investigadores, por René Zazzo (“Psicología y marxismo. La vida y
obra de Henri Wallon”, Pablo del Río, Editor, Madrid 1976); Luisana de Brito Figueroa
(“La contribución de Henri Wallon a la Psicología contemporánea”, Universidad Central de
Venezuela, Caracas 1967); Alberto Merani (“Historia crítica de la Psicología”, Grijalbo,
México 1976; “Historia ideológica de la Psicología Infantil”, Grijalbo, México 1984;
“Psicología y Pedagogía (Las ideas pedagógicas de Henri Wallon)”, Grijalbo, México
1969; e “Introducción”, en “Presencia de Henri Wallon”, Universidad Central de
Venezuela, Caracas 1966); Jesús Palacios (“Introducción a la obra psicológica y
pedagógica de Henri Wallon”, en “Henri Wallon. Una comprensión dialéctica del
desarrollo y la educación infantil”, Visor, Madrid 1987; y “Los problemas educativos en la
obra de Henri Wallon”, en “Henri Wallon. Las aportaciones de la psicología a la
renovación educativa”, Pablo del Río, Editor, Madrid 1981); y Tran-Thong (“La pensée
pédagogique d’Henri Wallon”, Presses Universitaires de France, Paris 1971)
(48) Cf. L.S. Vigotski: “Pensamiento y lenguaje”, en “Obras Escogidas”, t. II, ed. cit.
(49) Alberto Merani: “Psicología y Pedagogía (Las ideas pedagógicas de Henri Wallon”,
ed. cit.