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DIALÉCTICA DEL DESARROLLO HUMANO

Aproximación a sus aspectos fundamentales

Luis Castro-Kikuchi
Contenido

A modo de Introducción

El moldeo ideológico-práctico clasista del hombre concreto

La cultura como forma de auto-construcción y desarrollo del hombre

Apuntes introductorios finales

Notas

Primera Parte
Aspectos teóricos y socio-políticos
I: ¿Qué es el hombre?
Las visiones acerca del hombre
Los grandes cambios histórico-sociales y las visiones sobre el hombre
La realidad actual
La gran crisis civilizatoria
Notas
II: La crisis integral de la sociedad y la civilización burguesas
El sistema capitalista
El capitalismo y las crisis
La actual crisis general del sistema
La falsa salida neoliberal a la crisis
El manejo gran burgués del desastre
La decadencia senil del sistema
La decrepitud de la civilización burguesa
Notas
III: La concepción científica del mundo y de la sociedad
Condiciones histórico-sociales
Premisas subjetivas
Fuentes teóricas fundamentales

La nueva y revolucionaria concepción

Notas

IV: La científica y radicalmente nueva concepción del hombre

El hombre como activo e histórico ser social

La esencia humana

El problema del humanismo

El individuo y la sociedad

Notas

V: La alienación histórico-social del hombre

Las concepciones previas

Hacia la teoría materialista de la alienación

El avance científico hacia lo social-concreto

El decisivo punto de inflexión teórico-político

La concepción materialista de la historia y la alienación

La práctica revolucionaria y el indetenible avance teórico-político

La teoría revolucionaria científicamente madura

El fetichismo de la mercancía

Fetichismo mercantil, subjetividad alienada y poder de clase

Notas

VI: El desarrollo humano en el capitalismo neoliberal

La crisis irresuelta del sistema

La concepción neoliberal del hombre y la sociedad

El desarrollo humano en el capitalismo neoliberal

Apunte final a la Primera Parte

Notas

Segunda Parte
Aspectos científico-particulares

VII: La filogenia humana

El punto de partida del proceso de hominización

Primera acotación fundamental: la adaptación humana

Segunda acotación fundamental: la actividad humana

La transformación progresiva de los homínidos

El papel del cerebro

El carácter decisivo del trabajo

La culminación de la hominización

Resumen del proceso filogénico humano

Conclusiones

Notas

VIII: La ontogenia humana

La actividad y la formación del individuo

Dialéctica de la ontogenia humana

Los factores biológicos y sociales en el hombre

Crecimiento, desarrollo, maduración y aprendizaje

La infancia como proceso histórico-social

La cuestión de las edades

La actividad infantil

El pensamiento en el niño y el rol de la enseñanza

Notas
A Papá y Mamá,

con el intenso amor de toda la vida

A Sonia, Humberto y Alonso,

desde del corazón


“Los tiempos de crisis… son, a la vez, tiempos de las investigaciones teóricas”

Marx:Carta a Lasalle, 23 enero 1855

“Crear una nueva cultura no sólo significa hacer individualmente descubrimientos originales;
significa también y en especial difundir críticamente verdades ya descubiertas, ‘socializarlas’ por
así decirlo y, por tanto, hacer que se conviertan en base de acciones vitales, en elementos de
coordinación y de orden intelectual y moral. Que una masa de hombres sea orientada a pensar
coherentemente y en forma unitaria la realidad presente, es un hecho ‘filosófico’ mucho más
importante y ‘original’ que el hallazgo por parte de un ‘genio’ filosófico de una nueva verdad que
permanece como patrimonio de pequeños círculos intelectuales”

Antonio Gramsci

“El sol sigue alumbrando los ámbitos del mundo y la verdad continúa incólume su marcha por la
Tierra… ¿Para qué somos hombres, sino para mirar cara a cara la verdad?”

“No tenemos otra alternativa que soñar, pero soñar, además, con la esperanza de de que un mundo
mejor tiene que ser realidad; y será realidad si luchamos por él. El hombre no puede renunciar
nunca a sus sueños, el hombre no puede renunciar nunca a las utopías. Es que luchar por una
utopía es, en parte, construirla”

Fidel Castro

A modo de Introducción
Como parte inseparable del mundo natural y emergiendo de él a través de su actividad
colectiva, el ser humano se fue auto-generando y desarrollando a lo largo de un prolongado
proceso histórico que, a su vez, constituye sólo una minúscula fracción del proceso global
de despliegue de la vida en el planeta. En ese transcurso, merced al trabajo creó la sociedad
como mundo propio del hombre y, elaborándose a sí mismo, logró configurar en su singular
estructura somato-psíquica cualidades diferenciadas, funciones de nuevo tipo, capacidades
y habilidades inexistentes en el ámbito zoológico, para edificar, diversificar y complejizar
su cultura material y espiritual y convertirse en un ser único e irrepetible en la Tierra.
Estudiada en su esencia y en sus particularidades, la llamada “aventura humana” representa
un arduo y zigzagueante recorrido signado por contradicciones dialécticas cuya dinámica
resolución ha ido otorgándole al hombre una fisonomía histórica tan especial que, pese al
juego permanente de luces y sombras, no puede menos que suscitar admiración y asombro,
sobre todo en quienes valoran y respetan en grado sumo el tesón, la energía y la capacidad
de lucha de las masas populares para enfrentar la imposición de adversidades sociales,
conquistar grados ascendentes de libertad, impulsar el progreso de la sociedad y avanzar
hacia la consecución de un auténtico desarrollo humano.

En efecto, culminado el proceso antropogénico (hominización) fue teniendo lugar la


humanización y la consiguiente formación y desarrollo de los individuos en las nuevas
condiciones de vida, al principio de modo más o menos uniforme y armónico para luego
adquirir carácter y rasgos conflictivos por su inserción en asimétricas formas históricas de
organización económico-social, política y cultural basadas en la división de la sociedad en
clases, con la subsecuente desigualdad entre las personas, ventajas y privilegios para unos
pocos, y carencias múltiples para las grandes mayorías en todos los planos y aspectos de la
vida social. Iniciadas con el esclavismo, vigentes en el feudalismo y existentes hoy en el
capitalismo, esas formas tienen como base específicos modos de producción de bienes
materiales caracterizados por el dominio y control total de los medios productivos
fundamentales a cargo de una clase que los acapara como propiedad privada, hecho que
implica la instalación de correspondientes relaciones sociales, una respectiva división social
del trabajo y el ejercicio de un poder político-social e ideológico-cultural. Esto determina
que la clase propietaria se beneficie explotando el trabajo ajeno y utilice su poder para
sojuzgar al conjunto de la población, imponer sus ideas y su cultura, y garantizar el
mantenimiento y perdurabilidad de tal régimen. Por tanto, en dichas modalidades de
convivencia humana el proceso de formación y desarrollo del individuo nunca ha sido
homogéneo y justo, sino contradictorio e irregular, alcanzando un grado extremo de
anomalía en el capitalismo donde es ampliamente favorable en el pequeño sector de
propietarios y grupos allegados, está empobrecido y distorsionado para las más vastas
masas sociales desposeídas, y se halla atravesado por los exacerbados antagonismos y las
luchas entre la clase dominante y las clases subalternas.
En su desarrollo histórico, el capitalismo ha discurrido por varias fases sin cambiar su
esencia y en la actualidad su fase característica es la neoliberal. Los rasgos básicos de ésta
son la hegemonía del gran capital financiero (en particular, del norteamericano), la
expansión, generalización y dominancia de las relaciones sociales capitalistas en todo el
planeta, y la subsunción/subordinación brutal del conjunto de la sociedad y la naturaleza en
dichas relaciones. En estas condiciones, ciertas visiones apologéticas se empeñan en ocultar
la objetiva y esencial unicidad del capitalismo para mostrarlo como dualidad estructural que
portaría una “doble esencia”, lo que se expresaría en un lado “bueno” que habría que
impulsar y otro “malo” y hoy predominante (el neoliberal) que debería ser “controlado”. De
este modo, el neoliberalismo constituiría sólo un “modelo indeseable” que podría ser
eventualmente reemplazado por un “sensato” y alternativo “modelo positivo” capaz de
darle un “rostro humano” al sistema. Sin embargo, de hecho y taxativamente tal dualidad y
la rotación de esos presuntos componentes son puramente imaginarias. El neoliberalismo
no es ningún “modelo”, sino que representa la forma única y concreta que necesariamente
adopta el capitalismo para prolongar su existencia en la etapa de su decadencia senil,
acelerada descomposición y profunda crisis integral, en la que su permanente esencia
explotadora, rapaz, depredadora y destructiva se manifiesta de modo mucho más bárbaro,
exasperado y violento.

En esta fase y en las condiciones de una gran crisis sistémica y civilizatoria en curso
indetenible, hoy el dominio de la gran burguesía imperialista muestra con cada vez mayor
claridad su carácter irracional, feroz y anti-humano: la expoliación y el aplastamiento de la
inmensa mayoría de personas ha alcanzado extremos nunca antes vistos en la historia; el
extractivismo, el saqueo de los recursos naturales sobre todo en el Tercer Mundo y la
destrucción de la naturaleza aumentan de modo incesante; en procura de explotar de
manera salvaje la mano de obra barata, reducir costos y abultar más los beneficios, grandes
unidades productivas fabriles de las metrópolis imperiales han sido “deslocalizadas” y
trasladadas a la periferia capitalista, multiplicando las penurias de las masas con la
“tercerización” de la producción y la “flexibilización” del empleo; el mercado, extendido a
nivel mundial, ha sido convertido en una impersonal y omnipotente deidad que rige
bárbaramente el destino de individuos, pueblos y naciones; la carrera armamentista, las
guerras imperiales de rapiña, el terrorismo de Estado y las agresiones económicas y socio-
políticas contra países tildados de “enemigos” son moneda corriente en todo el orbe; el
violento e inescrupuloso despojo de poblaciones enteras impele a las gentes pauperizadas a
dramáticas migraciones masivas nacionales e internacionales; la desocupación, miseria,
hambre, ineducación, enfermedades y total desprotección son un flagelo cotidiano para
enormes contingentes humanos, en tanto la riqueza social se acumula y concentra en un
puñado de mega-corporaciones y magnates; la corrupción y el crimen organizado rinden
ingentes ganancias a mafias de “cuello y corbata” que operan procazmente desde el poder
estatal; y, en fin, con el american way of life se desparrama el consumismo y todas las
formas de vida y cultura resultan homogenizadas y degradadas.
El distópico y ultra-reaccionario proyecto capitalista neoliberal tiene expresión nítida
en la pretensión de abarcar, someter y controlar rigurosamente la totalidad de la vida y
actividad de las gentes en todo el mundo. Esto refiere no sólo a la explotación del trabajo
asalariado y a la devastación de la naturaleza y sus recursos, sino que también implica una
pétrea regimentación social y el envilecimiento de la política, la cultura, la educación y las
formas de pensar, sentir y actuar de las personas. Se trata de una estrategia de dominio
totalitario global que, con el apoyo de un abrumador aparato mediático e institucional y
apelando a todos los recursos y procedimientos posibles, busca aplastar las subjetividades,
generar el adocenamiento de individuos, grupos, clases y naciones, liquidar el pensamiento
crítico y extirpar hasta el más mínimo cuestionamiento al “orden” burgués imperante. En
este encarnizado empeño por formar y consolidar mentalidades acríticas y conformistas que
se doblegan y aceptan pasivamente la dominación, cumplen un rol de primera importancia
la ideología burguesa y el pensamiento oficial; el férreo control del sistema educativo en
todos sus niveles; la deformación/manipulación de los logros científico-culturales efectuada
por los intelectuales orgánicos del sistema y sectores académicos vastos y sumisos; y la
continua y profusa propaganda/publicidad orientada a demoler la cultura de los oprimidos.
Este conjunto de agentes actúa para garantizar la amplia difusión de prejuicios, creencias y
fetiches de todo tipo; y también de corrientes irracionalistas y tendencias extremadamente
individualista-subjetivistas encargadas de promover la fragmentación social hiperbolizando
la “diversidad” y abogando por el centramiento relativista en “epistemologías locales” para
negar la objetividad/universalidad del conocimiento (como ocurre en los llamados “post”
ideológicos: “post-estructuralismo”, “post-modernismo” y “post-marxismo”). El propósito
perseguido día tras día es organizar con creciente rigor la ignorancia, fomentar la amnesia
social, diluir la rica memoria colectiva en un mezquino presentismo y evaporar la historia.
La gran burguesía imperialista se maneja con un esquema ideológico-cultural orientado
claramente a abstractizar, banalizar, vilipendiar y vaciar de contenido realmente humano la
existencia objetiva de los hombres concretos (1).

La humanidad está hoy ubicada en un escenario histórico-social global en extremo


caótico, pernicioso y aniquilante, que condiciona de modo inflexible la formación y el
desarrollo orgánico, psicológico y cultural de los individuos. Este hecho marca como punto
de partida indispensable de toda aproximación científica al proceso de desarrollo humano, a
su dialéctica concreta e histórica, la correcta contextualización del mismo para poder dar
cuenta de sus particularidades objetivas, de las tendencias de su movimiento real y de los
factores que inciden en sus avances, estancamientos o retrocesos. En otros términos, el
desarrollo humano no puede ser estudiado al margen o por encima de la totalidad social
real dentro de la que se inserta, es decir, de una totalidad en la que se enlazan internamente
agentes interactuantes de tipo económico, socio-político, ideológico-cultural y psicológico.
Resulta obvio, entonces, incluso para una visión muy simple, que la objetiva realización o
la frustración del desarrollo de las personas están en relación directa con condiciones y
elementos materiales y espirituales interconectados, que son proporcionados o negados por
el conjunto de la estructura social-concreta: trabajo e ingresos, alimentación, vivienda,
salubridad ambiental, seguridad social, cuidado y mantenimiento de la salud, acceso a la
educación y la cultura, protección de la madre y el niño (incluso desde la gestación),
atención a la ancianidad, igualdad y participación en la vida social y política, estimulación
socio-cultural múltiple, fomento y despliegue de la creatividad del individuo, ámbitos de
expansión y recreación, vínculos adecuados con la naturaleza, etc. Y es también notorio en
sumo grado el nexo real del suministro o la denegación de esas condiciones y elementos
concretos con la ubicación de los individuos dentro de la sociedad, con su pertenencia a una
u otra clase social (2).

Por estas razones objetivas, el análisis fidedigno del desarrollo humano requiere
estar apoyado en (y nutrido por) el estudio científico de dicha totalidad social real, que en el
caso concreto actual es la sociedad capitalista. En múltiples aspectos, hoy ésta evidencia
que con su fase neoliberal ha llegado a un estado de senilidad, descomposición y
degeneración que vuelve urgente la necesidad de su relevo histórico por constituir una
formación social perimida que agrede, envilece y aniquila a hombres, mujeres y niños,
impide su desarrollo adecuado y multilateral, destruye el tejido social y pone en riesgo la
continuidad de la sociedad, arrasa el mundo natural y amenaza con liquidar la existencia de
vida en el planeta. Tal estudio científico-concreto de la integralidad capitalista está opuesto,
por principio, a toda visión abstracta y metafísica expresada en el rechazo radical al cambio
social; al “purismo” tecno-burocrático con que intentan disfrazarse los enfoques al servicio
del poder dominante; y a cualquier tendencia anti-universalista, fragmentarista y ultra-
especializada que “sensatamente” propugna reformas parciales y propone una “ingeniería
social” en uno u otro sector aislado, sin tocar nunca las bases del sistema y dejando
incólume la totalidad capitalista y su creciente totalitarismo que subordina cada vez más la
vida al gran capital imperialista y atenta sin pausa contra las personas. De todo esto se sigue
que encarar el devenir humano de modo abstracto, ahistórico y fragmentario no sólo carece
de sentido y resulta funcional a la conservación de un sistema decrépito y exterminador,
sino que también representa un serio obstáculo para definir con precisión las orientaciones,
las vías y los procedimientos susceptibles de permitir la adecuada realización del desarrollo
polifacético del hombre.

En sus Cuadernos de la cárcel, Antonio Gramsci utilizó la noción de “interregno”


para referirse a la situación histórica en la que una forma dada de sociedad se descompone
con rapidez y avanza irremediablemente hacia su abolición, mientras la formación social
que habrá de sustituirla revolucionariamente aún no encuentra los cauces objetivos para
emerger. Señaló que en dicha fase la sociedad caduca se resiste a desaparecer y “engendra
los peores monstruos”, pero que “los comienzos de un mundo nuevo, siempre ásperos y
pedregosos, son superiores al declinar de un mundo agónico y a los cantos de cisne que éste
produce”. Esta situación es hoy perceptible y empíricamente verificable con respecto al
capitalismo senil que, junto con sus “monstruos” y sus “cantos de cisne”, debe ser materia
de un análisis científico-crítico integral capaz de dilucidar sus actuales particularidades
objetivas y evidenciar sus mecanismos, mostrando cuál es su índole, cómo operan, de qué
maneras inciden dañinamente en la existencia, el desarrollo y el bienestar de los seres
humanos, y en qué consisten las dificultades para la cancelación histórica del sistema y el
surgimiento de una nueva sociedad.

La función fundamental de ese estudio científico-crítico debe ser, dice el intelectual


colombiano Renán Vega Cantor, poner a luz los resortes encubiertos y los explícitos de la
dominación, la opresión, la deformación y la degradación de las personas, cualquiera que
sea la temática específica, la dimensión temporal o la escala espacial del asunto a tratar. Por
nuestra parte agregamos que, consiguientemente, en dicho estudio es preciso tener como
imprescindible guía la actitud principista patentizada en los trabajos de Marx y Engels para
ir de modo claro y firme a la verdadera y concreta raíz de los problemas, rechazando las
ambigüedades, descartando toda posibilidad de conciliación o concesión a los puntos de
vista o a las concepciones que justifican, acorazan y sacralizan una realidad social ajena a la
dignidad humana, y sin que la seriedad analítica y la argumentación racional estén reñidas
con una cierta acrimonia en el tono polémico. El presente texto ha sido elaborado
intentando su plena concordancia con el carácter de estos lineamientos, no obstante los
riesgos que supone asumirlos en tiempos de gran ofensiva reaccionaria y de amplia
difusión, influencia y acción del fundamentalismo, la intolerancia y el autoritarismo.

En lo que sigue de estas notas introductorias, consideramos pertinente hacer algunas


precisiones conceptuales relacionadas directamente con diversos aspectos analizados en el
conjunto del texto.

El moldeo ideológico-práctico clasista del hombre concreto

En las condiciones del capitalismo, la gran mayoría de seres humanos dedica la parte
más considerable de su existencia al afrontamiento del serio problema de lograr subsistir en
medio de carencias múltiples. Mientras una enorme cantidad de personas vende su fuerza
de trabajo (físico o intelectual) a cambio de un salario para “ganarse la vida”, hay otras que
compran esa fuerza y la utilizan para vivir sin apremios y prosperar. En el Libro I de El
Capital, Marx explicó que la naturaleza no genera, por un lado, simples poseedores de
fuerza de trabajo y, por el otro, propietarios de dinero o de mercancías que se enriquecen a
placer gracias a lo que esa fuerza produce: “Esta relación no es de orden natural ni tampoco
común, en el orden social, a todos los períodos históricos. Evidentemente, es el resultado de
un desarrollo histórico previo, es el producto de muchas revoluciones económicas, de la
destrucción de toda una serie de formaciones económicas más antiguas de la producción
social”. Esa relación económica entre dueños y trabajadores está mediada por el ejercicio
del poder socio-político e ideológico-cultural en manos de esos dueños, implica explotación
y apropiación “legal” del tiempo de trabajo excedente no pagado al obrero por parte del
propietario de los medios de producción; es decir, genera la plusvalía, da origen al capital y
establece el específico régimen histórico-social capitalista cuyas clases fundamentales y
antagónicas son la dominante burguesía y el proletariado.

El modo de producción capitalista se diferencia radicalmente de modos productivos


anteriores no sólo por el tipo y la calidad de los instrumentos usados en la acción sobre la
naturaleza y en la fabricación de bienes materiales, sino también por las formas que
adquieren las relaciones sociales, la explotación del trabajo humano y su usufructo privado,
la dominación de clase y las respectivas y alienadas representaciones subjetivas. En efecto,
la propia esencia expoliadora del modo burgués de producción genera una serie de ilusiones
ideológicas que se expanden a todos los niveles de la existencia social; desde ellas se
concibe el conjunto de las estructuras del sistema y se “racionalizan”, justifican y ocultan
los hechos práctico-objetivos de dominación y subordinación en la sociedad. Esas ilusiones
presentan al capital como origen y fuente primordial de la riqueza social y al trabajo apenas
como un subsidiario o apéndice del capital mismo, sancionando la consideración del
régimen y del dominio burgués como “naturales” y “eternos”. De ello se sigue que, también
de modo “natural”, los intereses individuales y la acumulación/concentración privada de la
riqueza social están por encima de los intereses colectivos, la distribución equitativa de lo
que se produce y el bienestar general, lo cual encuentra traducción especial y directa en la
“naturalidad” de que las condiciones objetivas para la formación y el desarrollo de las
personas no son ni pueden ser iguales para todos los sujetos.

Estos fenómenos, como se verá más adelante, son inherentes a las relaciones sociales
mercantil-capitalistas y tienen en su base el fetichismo de la mercancía descubierto por
Marx, correlacionado a su vez con la inversión entre el sujeto y el objeto, el predominio del
trabajo abstracto sobre el trabajo concreto, la preponderancia del valor de cambio sobre el
valor de uso de las mercancías, la “materialización” de las relaciones sociales, la
“personificación” de las cosas y la “cosificación” de los individuos, la “independización”
de los productos de la labor humana y la subordinación de los hombres a ellos. El resultado
de todo esto es la profunda distorsión del conocimiento acerca de la sociedad y la
apreciación deformada de las situaciones y de la correspondiente actividad de las personas,
alterando la percepción del lugar objetivo que ocupan y la función que cumplen los
verdaderos agentes de la producción social y haciendo que los sujetos procedan como si los
efectos fuesen las causas, es decir, que vivan las consecuencias como si se tratara de las
determinaciones.

Entre otros factores de alta relevancia, en este trastrueque ideológico-psicológico


cumple una función de primera importancia la ideología de la clase dominante, que actúa a
la vez como sistema íntegro que impregna y hegemoniza el conjunto de la mentalidad
individual (e influye poderosamente en la psicología social de cada clase subalterna), como
una suerte de argamasa que suelda y “legitima” a los componentes de la totalidad social, y
como un factor clave del poder socio-político burgués. En efecto, ella participa activamente
en el condicionamiento de la formación, el desarrollo, la actividad y el vivir de las personas
a través de la silenciosa imposición de pautas actitudinales, la fijación de significaciones
específicas mediante el uso de un lenguaje ambiguo, el suministro de orientaciones
prácticas y la precisión de normas encaminadas a lograr la reproducción del sistema y la
aceptación voluntaria de su “naturalidad” y vigencia. Estos mecanismos internamente
enlazados y simultáneos se hacen efectivos sobre todo mediante una educación y una
enseñanza (entendidas en su sentido más amplio) saturadas de esa ideología y altamente
funcionales a los intereses, necesidades, designios y anhelos concretos de perdurabilidad de
la clase propietaria que sojuzga a la globalidad social. Por todo esto, resulta inadmisible
pasar por alto la importancia de los procesos ideológicos o subestimar los efectos de las
operaciones que contienen. No es producto del azar o de la arbitrariedad que Gramsci
pusiera en el centro de su atención a la ideología y la examinara minuciosamente en el
conjunto de sus trascendentales trabajos teórico-políticos. Por ello, anticipando criterios a
exponer en el avance de este texto, conviene hacer algunas anotaciones básicas sobre su
estructura, relaciones internas, funciones, mecanismos y operaciones.

En toda forma de sociedad, el ser social está conformado por los vínculos de los
hombres con la naturaleza en el proceso de producción de bienes materiales y por las
relaciones que las personas establecen entre sí en ese proceso, nexos independientes de la
conciencia y poseedores ambos de un carácter histórico. El ser social refiere, pues, a las
condiciones objetivas de existencia de los integrantes de la formación social, condiciones
que encuentran reflejo en la conciencia social. En una sociedad dividida en clases, tales
condiciones presentan sustanciales diferencias, las cuales están reflejadas en una conciencia
social constituida por el conjunto de representaciones, opiniones, sentimientos, ideas y
teorías filosóficas, políticas, jurídicas, científicas, éticas, estéticas, etc., de los grupos, clases
y naciones formados en el curso del proceso histórico. En el marco del capitalismo, la
ubicación social de las clases determina directa o mediatamente las diferentes relaciones
entre los individuos, ya sea relaciones en el proceso del trabajo o en el ámbito no-laboral
(con las instituciones políticas, jurídicas o culturales). A la vez, tal ubicación condiciona
muchos aspectos esenciales de la existencia social-concreta de los sujetos y también los
rasgos básicos de la conciencia que refleja esa existencia. El condicionamiento clasista de
la conciencia social encuentra expresión en dos formas principales de reflejo de la realidad:
en la psicología social de cada clase y en la ideología que ellas elaboran y portan (3).

La psicología social de clase surge y se desarrolla en calidad de reflejo directo y


emocionalmente matizado de las condiciones de existencia del conjunto de la clase dada,
experiencia que es asimilada, acumulada y transmitida en el proceso de comunicación
dentro de la clase por los individuos que la conforman. Su estructura y su contenido
constituyen la representación espontánea e inmediata de los modos de vida de la clase, y en
ella prevalece la aprehensión objetivo-concreta del vivir y el actuar cotidiano de los sujetos.
Esta percepción no es producto de un pensamiento científico y valiéndose sólo de ella tales
individuos no pueden elaborar esa experiencia social en forma de sistema integral de
nociones generalizadas y lógicamente interconectadas, sino que al “captar” solamente
ciertos aspectos de esa experiencia (a menudo contradictorios entre sí) configuran nociones,
valoraciones, etc., que corresponden a tales aspectos pero sin estar unidas por un principio
organizador general. Por ello, esta forma de conciencia está muy ligada a los estados de
ánimo y en ella anidan muchos prejuicios, creencias, ilusiones y supersticiones, teniendo a
la contradicción interna como uno de los rasgos más característicos de sus diversos
elementos.

Por su parte, la ideología de clase expresa los intereses, necesidades y aspiraciones


más profundas de la clase del caso y su elaboración no corre a cargo del conjunto de ésta,
sino de grupos relativamente reducidos (sobre todo, intelectuales y que no necesariamente
pertenecen a la clase misma). Estructurada como sistema íntegro, es el resultado de un tipo
especial de actividad espiritual cognitivo-valorativa subordinada a fines definidos. En su
creación, existe la tendencia deliberada hacia la configuración de una imagen generalizada
de la realidad para entenderla mediante nociones interconectadas, fundamentando de
determinado modo lógico los ideales, normas, acciones y fines de la actividad práctica que
se corresponden con esas nociones. El principal motivo de la actividad ideológica son los
intereses y necesidades de clase y, por eso, el contenido de la ideología obedece a ellos y
los expresa en forma de conceptos teórico-abstractos (científicos o no-científicos). Y de
manera objetiva, los individuos toman conciencia de su propio ser y de su situación
concreta a través de la apropiación o internalización de la ideología de la clase que integran.

En las condiciones del capitalismo, la conciencia social real de cada clase se va


conformando sobre la base del nexo íntimo y la interacción de psicología social e ideología.
Así, el carácter directo y espontáneo de la psicología social es el terreno en el que enraíza la
ideología y las representaciones, ideas, nociones y valoraciones lógicamente organizadas
que ésta contiene se convierten en dinámicos elementos presentes en la vida y actividad
habituales de las personas al difundirse en el seno de la clase. Proporcionando criterios
sintetizados sobre la realidad y la existencia objetiva de los individuos conformantes de la
clase, la ideología hace viable que éstos lleguen a comprender su situación y sus propios
intereses y necesidades para estar en condiciones de elaborar lógicamente representaciones
axiológicas concretas (el bien y el mal, lo justo y lo injusto, lo útil y lo dañino, etc.) y
orientar sus acciones prácticas. Todo esto implica, de un lado, que no existe una psicología
social “pura”, sino que siempre hay en ella un componente ideológico (claro o borroso); y,
del otro, que las nociones generalizadas acerca de las valoraciones, los ideales y los fines
sociales no son susceptibles de elaboración dentro de los límites de la psicología social
como tal, sino que son extraídas de la ideología por los individuos. Sin embargo, las
particularidades concretas de la psicología social no sólo ejercen una fuerte influencia en el
proceso de asimilación de la ideología por parte de los componentes de la clase, sino que
pueden tener un peso determinante en la actividad de ésta. En la conciencia colectiva de la
clase dada, las nociones ideológicas se entrelazan de una u otra forma con las psicológico-
prácticas asentadas en la propia experiencia directa de los sujetos, con lo que ambas se
potencian recíprocamente, aunque sin que sea infrecuente que esta combinación posea
carácter contradictorio.

La pertenencia del individuo a una determinada clase influye sobre todos los aspectos
de su ser social y, por tanto, sobre su conciencia, la cual refleja ese ser mediante dos
mecanismos estrechamente ligados: a) la experiencia personal, subordinada de modo
directo a las condiciones de existencia económico-sociales, políticas e ideológico-culturales
de la clase; y b) el trato inter-individual principalmente dentro de la clase misma. Este
ambiente social rodea al sujeto desde el nacimiento, impregnando/condicionando en forma
progresiva todas las etapas de su formación, desarrollo y configuración de su conciencia y
su personalidad. No obstante, la pertenencia individual a una u otra clase no significa en
absoluto que tal hecho condicione directa, unívoca y mecánicamente la vida psíquica del
sujeto. El medio social que se refleja en la conciencia abarca no sólo las condiciones de
vida de la clase concreta, sino también el conjunto de condiciones objetivas de la vida
social inherentes al integro de la sociedad del caso. Obviamente, las particularidades de
ésta y las condiciones de vida de cada clase dentro de ella tienen un carácter histórico-
concreto y llevan el sello del nivel de desarrollo económico-social, político e ideológico-
cultural alcanzado por dicha sociedad.

Objetivamente, entonces, la ubicación de clase de los individuos se refleja de manera


dialéctica, diversa y compleja en su conciencia y, lo que es importante, en concordancia
con las particularidades personales del sujeto dado. Cada individuo humano es un ser único,
irrepetible y poseedor de una historia propia, por lo que la influencia de la situación social
sobre su conciencia se refracta a través de sus privativas condiciones internas (complexión
física, niveles funcionales, tipo de sistema nervioso, temperamento, carácter, etc.) y de sus
peculiares prácticas, vivencias, experiencias, anhelos y expectativas. Pero en la originalidad
individual de cada hombre se expresan, en una u otra medida, los rasgos generales de la
clase que integra. Las condiciones sociales de vida de una clase no crean automáticamente
el conjunto de peculiaridades psíquicas del sujeto, pero estimulan la formación y desarrollo
de muchas de ellas y reprimen otras en el proceso de conformación de la personalidad. Así,
pues, existen determinadas tendencias en la configuración de la conciencia que permiten
referirse a la unidad de los rasgos estables que constituyen la singularidad de la psicología
social de una clase dada, la cual se irá entrelazando con la respectiva ideología en el
proceso de formación, desarrollo, actividad y vida de los individuos. En esta fusión de lo
espontáneo y lo elaborado lógicamente, la ideología promueve la toma de conciencia de los
intereses y necesidades, impulsa la formación de valores y orienta las prácticas de los
sujetos, de modo que influye sobre los estratos más profundos de la psicología social de la
clase, pero a la vez recibe los vigorosos influjos de ésta.

Pues bien, en sentido genérico la ideología constituye objetivamente una trama de


concepciones e ideas acerca de la realidad que, sobre la base de un sistema dado de valores,
determina y condiciona actitudes, motivaciones, pensamientos, sentimientos y formas de
conducta orientados hacia fines generales y específicos en el proceso de actividad de un
individuo, un grupo o una clase, o en el proceso de desarrollo de una sociedad histórica y
concreta (4). La ideología proporciona así un conjunto organizado de representaciones,
significaciones y valoraciones a través del cual los sujetos perciben y entienden de uno u
otro modo la realidad y, dentro de ella, a las otras personas y a sí mismos. Da, por tanto,
una respuesta más o menos detallada a las cuestiones que los individuos se plantean acerca
del mundo en que viven, su ubicación en él y sus intereses, aspiraciones e ideales basados
en (y ligados a) sus concretas condiciones de existencia social. Y su función principal
consiste en orientar, normar y justificar las teorizaciones y acciones concretas e históricas
de los sujetos en una sociedad determinada.

En general, configurada como sistema, la ideología posee un contenido en el que dos


componentes se enlazan dialéctica e inseparablemente: a) un elemento teórico, representado
por opiniones, juicios y conocimientos sobre la realidad organizados de un determinado
modo lógico; y b) un elemento axiológico-valorativo (o programático-directivo), el cual
incluye disposiciones, orientaciones, expectativas, anhelos e ideales sociales, políticos,
morales, estéticos, etc., relacionados con intereses materiales vitales y expresados en una
específica guía para la acción presente y futura encaminada a satisfacer necesidades dadas.
Así, la cognición y la valoración están siempre íntimamente unidas, sin contraponerse en lo
esencial ni excluirse recíprocamente: la apreciación valorativa es una premisa fundamental
para el conocimiento del mundo y su elaboración teórico-sistemática, porque es imposible
actuar sobre los objetos reales y aprehender sus rasgos sin haberlos previamente valorado o
calificado, es decir, sin haber precisado su significación objetiva en la vida de los hombres.
Si no fuese así, las acciones de éstos carecerían de sentido y el conocimiento sería inútil, ya
que de modo indefectible se actúa para conocer y se conoce para actuar en función de la
satisfacción de las múltiples necesidades humanas, cuya consideración reposa siempre
sobre una determinada valoración. El elemento axiológico-valorativo de la ideología no es,
entonces, un simple epifenómeno o un sobre-agregado en la conciencia del hombre, sino
uno de sus rasgos orgánicos y constituye un eslabón o elemento mediador imprescindible
entre la teoría y la práctica, teniendo importancia decisiva en el proceso de formación y
desarrollo del individuo. Así, pues, valoración, conocimiento y acción conforman una
férrea unidad dialéctica, hecho real que hace necesaria una precisión inmediata sobre los
valores (5).

En el proceso de su actividad histórica y concreta, los individuos van elaborando la


distinción o juicio social que caracteriza la significación de los objetos de la realidad para el
sujeto, el grupo, la clase o el conjunto de la sociedad; es decir, van creando valores en
función de la vida y la acción colectivas, de su orientación, sus particularidades y su
desarrollo. En el marco de la irrompible unidad conocimiento/acción/valoración y desde el
punto de vista externo, los valores están constituidos por las propiedades de un objeto o
fenómeno que no dependen de la naturaleza o la estructura interna de éstos sino de su
inclusión en el ámbito humano donde se les hace funcionar como vehículos de relaciones
sociales dadas (por ejemplo, con la adjudicación de diferente significación valorativa al oro
o al plomo), por lo que su consideración tiene carácter histórico-social. En el terreno del
individuo concreto y sus necesidades reales, los valores aluden a las cosas que por una u
otra razón son susceptibles de convertirse en elementos de atracción de los intereses del
hombre, cumpliendo a nivel de la conciencia el rol de referentes cotidianos para la
actividad socio-material y el de designaciones específicas para las diversas relaciones
prácticas con los objetos concretos. Entendidos así, se trata de valores materiales que
siempre llevan consigo una determinada y variable carga subjetiva vinculada con la
ubicación social del sujeto, el grupo o la clase dada; es decir, las propiedades atribuidas a
un objeto designan sus diferentes funciones en la actividad vital humana, constituyendo
signos y símbolos concretos de determinadas relaciones sociales dentro de las cuales
existen los hombres.

A la vez, en el curso del proceso de vida y actividad social de los individuos la


creación de estos valores materiales objetivos, que representan intereses y necesidades
específicos, va acompañada por la elaboración de valores de otro tipo que reflejan y
expresan esos mismos intereses y necesidades en forma subjetiva (ideal, como formas
dadas de la conciencia social). Son, verbigracia, las nociones del bien y del mal, de libertad,
justicia e igualdad, de aspiraciones, principios y normas morales, etc., derivadas de la
existencia práctico-concreta de los sujetos y que funcionan como valores que describen
fenómenos reales o imaginarios en la vida de la sociedad, los califican, los aprueban y
aceptan o los critican y rechazan. Se trata de los valores espirituales, que organizados
jerárquicamente cumplen una función normativo-orientadora dentro de una histórica
formación económico-social en dependencia relativa con respecto a las características y
rasgos de la misma, a sus inherentes relaciones sociales y a las peculiaridades, anhelos y
aspiraciones de los distintos grupos y clases. Su importancia es grande porque cualquier
tipo de sociedad está siempre organizado en consonancia con un específico sistema de
valores definido, instituido y reconocido, o sea, de acuerdo con un conjunto de principios,
normas y directrices que, a partir de una ideología dominante, se establecen para regir el
funcionamiento social. Este hecho tiene relevantes resonancias ya que en toda sociedad
antagónico-clasista el enfrentamiento de intereses, necesidades, aspiraciones y puntos de
vista económicos, socio-políticos y culturales de las clases en pugna va siempre de la mano
con la confrontación ideológica de valores espirituales distintos y opuestos. Y es casi
innecesario indicar su repercusión en el proceso de formación, moldeo, actividad y
desarrollo de los individuos.

Dicho esto, nunca es superfluo recordar que las leyes objetivas del desarrollo social
incluyen necesariamente los factores subjetivos. Al hacer ellos mismos su historia e
imprimirle sus formas, los hombres son conscientes de sus propios proyectos y acciones
creativas. Esa conciencia no es un eventual acompañante de la materialidad social que van
edificando, ni menos un simple derivado de la misma, sino que constituye un elemento
clave imprescindible que, además de actuar sobre sí mismo, interviene dinámicamente en la
evolución de lo creado, en la generación de las correspondientes necesidades humanas y en
la auto-transformación de los individuos. Engels destacó explícitamente la dialéctica
interna de la unidad irrompible y la interacción continua de la base económico-social y la
súper-estructura ideológico-política de la sociedad concreta dada, con lo que el factor
subjetivo (la conciencia) desempeña un papel fundamental en todo el desarrollo histórico de
la humanidad y en el dinamismo de dicha base que, por tanto, no es sólo causa sino también
consecuencia del desarrollo social impulsado por los propios hombres.

Así, y volviendo a la cuestión de la ideología como sistema íntegro, tal unidad y


acción recíproca explica cómo en medios sociales diversos los hombres llegan a adquirir
determinados conocimientos objetivos y se dotan de sistemas de valores, y por qué esos
saberes y valores van variando en distintos momentos históricos e incluso son diferentes en
un mismo momento del desarrollo social en concordancia con los cambios que se producen
en la realidad. Este hecho encierra una cuestión gnoseológica esencial referida a la
definición de la objetividad o autenticidad de lo que se conoce y valora. Afirmar que un
conocimiento es objetivo significa decir que es verdadero (que posee el carácter de verdad
objetiva) y entenderlo como el producto de una relación específica entre el sujeto
cognoscente y el objeto del conocimiento. En otras palabras, un conocimiento es verdadero
cuando coincide con la realidad objetiva, cuando en él existe lo que Aristóteles llamó
“correspondencia entre la cosa y la inteligencia” (adaequatio res et intellectus) y que Lenin,
siguiendo a Marx y Engels, denominó “reflejo” adecuado de la realidad en la conciencia
que es confirmado como fidedigno por la práctica social. Cae de su peso que esto no es de
ninguna manera banal porque, en efecto, las ideologías no bajan del cielo, ni los sistemas
de valores surgen desde un etéreo mundo de “valores puros y autónomos”. Creer lo
contrario es asumir la metafísica, el misticismo, la no-cientificidad, y moverse en un suelo
pantanoso donde cada paso dado entrampa más al caminante.

Las ideologías y los sistemas de valores tienen origen en el sólido terreno de la


realidad social histórico-concreta merced a la actividad colectiva de los individuos
concretos; y en una sociedad dividida en clases poseen carácter y contenido de clase, están
en relación directa e íntima con la clase que los genera y porta. Esto determina que de
acuerdo con la concepción del mundo, las prácticas, los conocimientos y las aspiraciones e
intereses fundamentales de la clase dada, una ideología pueda forjarse de modo racional a
partir del análisis integral de la sociedad y de las condiciones de vida y actividad de todos
sus integrantes, apelando a los datos objetivos verificados que aportan las ciencias surgidas
y afirmadas en el proceso histórico-social para promover/orientar el desarrollo y bienestar
de la colectividad y de cada individuo. O que, por el contrario, pueda elaborarse de modo
especulativo partiendo de expectativas e intereses de grupo y con exclusión del beneficio
colectivo, apareciendo como producto de una apreciación social fragmentaria y asentada en
un conjunto de suposiciones inverificables, quimeras, supersticiones y diversas creencias
(entre ellas, las místico-teológicas), es decir, construida con elementos no-científicos e
incluso anti-científicos. En la actual realidad social, la existencia concreta de ambos tipos
de ideología es un hecho innegable y ello constituye fundamento y razón suficientes para
hacer una clara distinción entre ideología científica e ideología no-científica.

En este punto, es pertinente señalar que Marx y Engels analizaron la ideología en


dos sentidos. Primero, de modo focalizado y referido a la ideología burguesa, como reflejo
deformado de la realidad o “falsa conciencia”, es decir, como ineptitud gnósica derivada de
la concepción idealista del mundo y de la historia, para la cual la sociedad, sus estructuras y
relaciones sociales no se explican desde las condiciones materiales de existencia de los
hombres, sino que se deducen especulativamente de “las ideas”. Por ello, la ideología de la
burguesía tiene un carácter inconsistente, no-objetivo y no-científico. Segundo, en una
acepción más amplia y subrayando la dependencia general de la vida espiritual de la
sociedad con respecto a las bases materiales de ésta, como el conjunto de ideas filosóficas,
sociales, políticas, jurídicas, morales, estéticas, etc., de una clase o de la sociedad. De allí
que consideraran tales ideas desde el punto de vista de su determinación por dichas bases
materiales (con sus inherentes relaciones sociales) y de su importancia subordinada al
papel que desempeñan en la lucha de clases.

De este modo, pues, si bien es verdad que las ideologías no pueden desarrollarse
como sistemas íntegros sin la elaboración específica de sus aspectos teórico-cognoscitivos
y su proyección valorativa en correspondencia con necesidades y anhelos concretos que las
explican y afirman, no es menos cierto que su contenido y sus rasgos responden a la índole
de la clase dada que la produce y la pone en funciones. En los marcos del capitalismo, las
clases fundamentales o típicas del sistema son la dominante burguesía y el proletariado, que
elaboran cada cual su propia ideología y su propia cultura con arreglo a su concepción del
mundo y de la historia, su ubicación social objetiva, condiciones de existencia y prácticas
derivadas; y según sus intereses, necesidades, aspiraciones e ideales de tipo económico,
socio-político y cultural. El análisis más o menos pormenorizado de la situación y la
ideología de las dos clases no-fundamentales que integran la sociedad burguesa como
subalternas al igual que el proletariado, no está incluido en los propósitos de este texto. Sin
restarles importancia, aquí basta con aludir a ellas y señalar que tienen como referentes
obligados a las clases fundamentales del sistema y a sus respectivas ideologías y culturas
(6).

Se trata, en primer lugar, de la pequeña-burguesía, con su sector “tradicional” que es


“herencia” de sistemas anteriores y está conformado por la pequeña producción (modos
artesanales o pequeñas empresas familiares cuyo agente posee los medios productivos y es
también trabajador directo) y el pequeño comercio (pequeña propiedad); y con su sector
“nuevo” surgido en el curso del propio desarrollo capitalista (asalariados en el ámbito de
circulación del capital y realización de la plusvalía, intelectuales, profesionales, empleados
del comercio, banca, seguros, servicios, publicidad, ventas, etc.). Como clase subalterna
que no participa directamente en la producción, la pequeña-burguesía ocupa un lugar social
entre la burguesía y el proletariado y, por su propia situación, elabora una ideología
contradictoria en la que una diversidad de elementos cognitivos (con frecuencia opuestos
entre sí) se engarza con una dualidad valorativa (identificación subjetiva con los explotados
y esfuerzos objetivos por “ascender” y lograr el disfrute de los privilegios burgueses), lo
que la impulsa a buscar espacios amplios de influencia social desplegando una intensa
actividad política y cultural. Y en segundo lugar está el campesinado, clase también
“heredada” de sistemas precedentes que aunque tiene participación directa en la producción
no posee una ideología propia en el sentido estricto del término, sino que, conservando
fuertes remanentes de la ideología feudal (creencias, supersticiones, etc.), “recoge”
elementos de la ideología de otras clases y los “adapta” a sus propias condiciones de vida,
necesidades e intereses.

Ahora bien, objetivamente en el proceso de desarrollo social y merced a las funciones


de su propia ideología cada clase entiende y valora a su manera la realidad, califica de
modo particular sus condiciones concretas de existencia dentro de ella, define sus intereses,
necesidades y pautas de actuación socio-política y cultural, y establece las orientaciones
generales para la formación, el moldeo y el desarrollo de los individuos que la integran.
Así, pues, la ideología de las clases fundamentales y las no-fundamentales posee estructura,
carácter, contenido, funciones y proyección particulares y diferenciales. La base objetiva de
la estructura ideológica reside en la ubicación social de cada clase, el tipo de su
participación en la producción, sus condiciones reales de vida y actividad, y sus intereses,
aspiraciones y prácticas efectivas en la vida social. Del conjunto de estos aspectos se
derivan diversas desigualdades inter-clasistas y ello implica variadas contradicciones
objetivas, de las cuales la principal es la que existe entre la clase dominante y las clases
subalternas que se traduce en una lucha económica, socio-política y cultural en la que la
ideología de cada clase juega un rol de vital importancia. Esta situación obedece a un hecho
real: por su carácter histórico, el poder económico, socio-político y cultural de la burguesía
nunca es ni puede ser absoluto y está sometido a cuestionamiento y recusación; tampoco es
absoluto el dominio de su ideología, que aunque influye de modo significativo en la vida y
actividad integrales de las clases subordinadas jamás las absorbe en su totalidad y tiene que
encarar determinadas confrontaciones con las ideologías de éstas.

Considerando los aspectos esenciales, la burguesía se maneja con una concepción


idealista, abstracta, fragmentaria y subjetivista de la sociedad y del hombre, centrada en el
individuo aislado como elemento fundamental y eje alrededor del cual tiene que moverse
toda la vida y la actividad sociales. Ese individuo es el propietario de capital, productor
privado independiente que despliega actitudes y conductas en función de la máxima
extracción de plusvalía y de la feroz competencia con sujetos similares en el mercado, de
modo que sus valoraciones están primordialmente referidas al incremento de la tasa de
beneficio y a la acumulación de réditos sin que importen las personas concretas y sus
condiciones reales de vida, las necesidades sociales y el logro del bien común. En general,
para tal sujeto aislado y contrapuesto a la sociedad el conocimiento y la cultura sólo tienen
especial validez si resultan útiles para salvaguardar su propiedad, mejorar su producción,
aumentar sus ganancias y prosperidad, impedir cualquier cambio social sustancial,
mantener y reproducir el poder socio-político y asegurar la dominación de su clase. Por
consiguiente, todo conocimiento que no encaja o colisiona con esos objetivos se torna
peligroso hasta el punto de que, si no puede ser “adaptado” para su utilización según las
necesidades del señorío clasista, debe ser rechazado, combatido y erradicado. Esta
tendencia irracionalista de la ideología burguesa se ve reforzada por todo tipo de creencias,
supersticiones y mitos originados en el curso del desarrollo capitalista y por aquellos otros
heredados del pasado feudal e incorporados sin dificultad, que no sólo sirven para el uso y
consumo de la propia burguesía, sino también para proyectarlos hacia las clases subalternas
y deformar la subjetividad de sus integrantes como parte clave de los mecanismos de
subordinación social. Así, objetivamente, por su origen especulativo y unilateral, su
contenido concreto y sus rasgos sociales elitistas y excluyentes, la ideología de la burguesía
tiene un definido carácter no-científico, oscurantista y marcadamente anti-humano.

En clara contraposición, desde una postura dialéctico-materialista el proletariado


revolucionario concibe la sociedad real como una dinámica totalidad de estructuras y
relaciones materiales y espirituales creadas histórica y concretamente por los hombres a
través de su vida y actividad colectiva, dentro de la cual el ser humano constituye el valor
supremo. Por ello, el funcionamiento y el progreso de esa totalidad social deben estar al
servicio de sus creadores, sin restricciones ni exclusiones de tipo alguno, para hacer
efectivas su libertad e igualdad de derechos y oportunidades, la satisfacción adecuada y
suficiente de sus necesidades, su bienestar general, el despliegue de su cultura y el
desarrollo multifacético de todos y cada uno de los individuos que integran dicho conjunto.
El logro de estos fines exige valerse de las conquistas de la ciencia para conocer con
creciente objetividad, amplitud y profundidad el mundo social y natural en la perspectiva de
su transformación creativa, dando con ello impulso definido a la transformación de los
propios hombres y propiciando el perfeccionamiento continuo de sus múltiples capacidades
y destrezas, el acrecentamiento de su espíritu creador y su ascendente realización como
seres humanos. De modo consiguiente, la ideología proletaria contiene el enérgico rechazo
de toda dominación, opresión, servidumbre y alienación que distorsiona la razón humana,
constriñe a las grandes mayorías sociales, niega el usufructo colectivo del patrimonio
científico y cultural, impide el amplio desarrollo de las personas frustrando su bienestar
integral y obstruye el avance de la sociedad. Pertrechada con esta ideología, inédita en el
íntegro de la historia del hombre, la clase obrera revolucionaria no impugna en bloque el
pasado social, sino que lo evalúa críticamente en pos de rescatar las elaboraciones valiosas
que contiene; recusa racionalmente la sociedad burguesa en el presente y lucha por su
transformación radical para lograr su emancipación junto con la de todos los seres humanos
y conquistar una nueva sociedad liberada de explotaciones y yugos, abriéndose así al
porvenir. Todo lo que caracteriza a la ideología del proletariado permite calificarla como
científica, abarcadora de lo universal y plenamente humanista (7).

En las brutales condiciones del capitalismo neoliberal, las asimetrías, contradicciones


y oposiciones entre las clases fundamentales no sólo están muy lejos de atenuarse, sino que
más bien se exacerban día a día. Como nunca antes en la historia, la ideología burguesa
ejerce su poder e influencia dominante en todos los aspectos de la vida social hasta en sus
más íntimos resquicios, pero sin lograr impedir la acción y desarrollo de la ideología
proletaria ni sofocar las confrontaciones de ideas y valores evidenciadas en la lucha global
de ambas clases. En este escenario deben moverse portando sus propias ideologías las
clases no-fundamentales subalternas. En la realidad concreta, hoy se puede constatar un
intenso despliegue y permanente influjo de las ideologías existentes, expresado en el hecho
de que en el vivir de los individuos y de las colectividades se han ido potenciando los
sistemas conceptuales unidos a sistemas de valores dados para establecer con particular
énfasis los objetivos de la actividad social y el tipo de formación y desarrollo de las
personas. Desde el campo burgués se pretende negar esta situación aduciendo que el
progreso social ha hecho “desaparecer” las ideologías, pasando por alto que la ideología
(entendida como integral sistema cognitivo, valorativo y normativo) es inherente a la
existencia histórica, la acción, la afectividad y el pensar de los hombres. De hecho, incluso
en una sociedad de carácter superior en la que las clases hayan realmente desaparecido, la
ideología seguirá estando presente aunque su contenido ya no sea clasista y así será
mientras perduren la vida humana y la normatividad de las relaciones entre los individuos,
teniendo al lenguaje como instrumento de transmisión simultánea del conocimiento
acumulado, las valoraciones auténticas, las tradiciones válidas y la gran riqueza de las
conquistas socio-culturales.

Objetivamente y en definitiva, a pesar de que con obstinación se intente negar su


existencia o se busque ilusamente escapar de ellas, hoy las ideologías de clase viven con los
hombres, en sus variadas formas no-científicas y en su modalidad científica; y, sobre todo,
viven en los hombres, proporcionando cada cual orientaciones cognitivo-prácticas, valores
y normas. Adquiridas desde edad temprana, existen dentro de cada persona como activo eje
de regulación del psiquismo y la conducta individual y social, independientemente de la
conciencia que se tenga o no acerca de su existencia, funciones, mecanismos y efectos.
Omnipresentes, impregnan los pensamientos, conocimientos, sentimientos, inclinaciones,
creencias, deseos y aspiraciones; perfilan las actitudes, orientan los gestos y anidan en los
sueños y fantasías; dirigen las emociones, las acciones y, en especial, el trabajo, se percate
o no el sujeto de la forma en que se realizan las múltiples operaciones ideológicas. Por
tanto, no tiene sentido negar su existencia o pretender huir de ellas como de la peste. Más
bien, es necesario apelar con probidad a la ayuda de la ciencia y a la práctica social para
identificarlas, precisar sus características y rasgos correspondientes a las de la clase del
caso, conocerlas en su contenido y funciones, descubrir los modos de su accionar y sopesar
su poder determinante y condicionante. El propósito central de todo esto es definir si la
ideología que se porta empalma o no con la realidad, si permite la aproximación a ésta con
cada vez mayor exactitud o genera un alejamiento creciente, y si es necesario desarrollarla
con vigor o modificarla esencialmente para que sea el efectivo y eficaz instrumento que
requiere la adecuada actividad individual y colectiva. Esta retroacción honesta y consciente
sobre las ideologías tiene especial trascendencia en la correcta definición y realización de
las tareas para transformar el mundo social y natural, y particularmente de las actividades
vinculadas con la reorientación científica de la formación y el desarrollo de las personas.

Sin embargo, en las condiciones del actual capitalismo neoliberal en descomposición


y utilizando todos los medios de difusión a su servicio, se dice y se repite falazmente hasta
el hartazgo no sólo que “la historia ha concluido”, debiéndose aceptar sin duda alguna y
como definitiva la “naturalidad” del presente estado de cosas (resignándose a sufrir todas
sus letales consecuencias); sino también que “las ideologías han muerto”, no cabiendo más
que asumir el débil, paupérrimo y anti-científico pensamiento sacralizado oficialmente
como “el único” posible, que no es otra cosa que la ideología de la burguesía. Lo real es
que la historia, concebida como la acción consciente y guiada por fines de los seres
humanos, sigue su curso sin inmutarse ante las “teorizaciones” a la moda y que las
ideologías de todo tipo siguen vivas y actuantes. El mundo entero es hoy el escenario en el
que las grandes masas de desposeídos tienden a desechar representaciones erróneas, falsas
o ilusorias y a pertrecharse (todavía con cierta lentitud) de una ideología revolucionaria y
científica en renovación permanente y al servicio de la vida, los pueblos y el desarrollo
social; y se enfrentan así al pequeño sector de propietarios y a sus aparatos de poder que
esgrimen una ideología no-científica y necrófila expresada en un racimo de corrientes
irracionalistas, oscurantistas, fundamentalistas y, en general, anti-humanas. Refiriéndose
con ironía a las falacias ideológicas burguesas y a su profusa difusión con un lenguaje
equívoco, Mario Benedetti preguntaba: “La historia ¿habrá terminado?/ ¿será el fin de su
paso vagabundo?/ ¿quedará aletargado/ e inmóvil este mundo?/ ¿o será que empezó el tomo
segundo?”.

En 1930, constatando la perniciosa influencia de las ideologías no-científicas y


previniendo contra la ambigüedad y el confusionismo, Aníbal Ponce exigía que en todas las
exposiciones o discusiones, en las que por uno u otro motivo se tiende a perder (aunque
sólo fuere en pequeña medida) contacto inmediato con los hechos concretos, las palabras
debían ser previamente analizadas y “cada concepto estrujado para hacerle confesar su
verdadero sentido y su real soporte” (8). Años después y con idéntica preocupación, René
Zazzo, discípulo principal, compañero de lucha y fecundo continuador de Henri Wallon,
advertía sobre la necesidad de “denunciar la trampa de las palabras… y de las nociones que
se esconden tras las palabras y de las… ideas e ideologías que, contradiciendo a los hechos,
aseguran supervivencia a esas nociones… Es preciso liberarse de las palabras que cantan y
seducen… No se trata sólo de desencantar a las palabras-pendones que cantan de modo
manifiesto. No. Todas las palabras necesitan ser sacudidas para poner a prueba su valía…
En el amanecer de los tiempos modernos, Bacon señaló, efectivamente, que la ciencia debía
utilizarse para destruir los ídolos y en primer lugar los idola fori, los ídolos del foro, las
palabras” (9). Con su excepcional magisterio, Ponce y Zazzo marcan así un inequívoco
derrotero que conduce directamente a la ideología burguesa, el invisible y deletéreo
elemento nutriente de las nociones que se formulan en “palabras que cantan y seducen”,
cuya acción deforma y degrada los actos, el pensamiento y la vida de las personas. Por eso,
nunca es tarde para señalar que detrás del trabajoso empeño para desvalorizar, desacreditar
y eliminar las ideologías, ante todo y sobre todo la del proletariado, se puede comprobar sin
mucho esfuerzo la intención de lograr que la ideología burguesa neoliberal (alimentadora
de las nociones pragmáticas y neopositivistas, y de los contrabandos “post” de todo tipo
que contaminan hoy la ciencia) quede como única “dueña” de las mentalidades y siga
desparramando a su antojo ideas contrarias a los hechos y al vivir y el desarrollo de los
hombres.

Ya desde mucho antes, en el campo reaccionario se había desplegado el esfuerzo para


denostar la ideología y la dimensión axiológica de la actividad humana, enfatizando (sobre
todo con el neopositivismo) en la supuesta escisión entre conocimiento y valoración. Ésta
sería un elemento “ideológico” y “atrasado”, de carácter “negativo” y contrapuesto a un
conocimiento calificado como “positivo”, es decir, “científico” y “moderno”, aferrado a los
“hechos brutos”, practicista, sólo descriptivo y ajeno a la “contaminación metafísica” que
proporcionarían los juicios de valor. Con esta radical, abusiva, falsa y tendenciosa
separación, esgrimida más adelante en el curso de una aparatosa campaña política por el
“rearme moral” burgués, se pretendía denigrar los enfoques integrales sobre las condiciones
objetivas en las que los trabajadores y las masas son expoliados, exorcizar la lucha de
clases y reforzar los mecanismos de dominación exigiendo que la vida social, la ciencia, la
cultura, la educación y la enseñanza fueran despojadas de “toda ideología” y de las
imprescindibles valoraciones para volverse “puras”, o sea, “desideologizadas” como lo
sostenían los ideólogos de la burguesía, entre ellos Raymond Aron y principalmente Daniel
Bell (10).

No obstante, objetivamente, los dueños de capital nunca dejan de hacer valoraciones


del estado de la vida social sometida a su dominación, de las condiciones cambiantes en
que despliegan su poder político e ideológico-cultural y acerca de su propia situación, en
especial de todo aquello susceptible incrementar cada vez más sus beneficios económicos.
Por lo demás, ningún científico tiene amputada la ideología cuando valora y elige los
objetos de investigación y los procedimientos de actuación, haciendo proyecciones sobre
los resultados de su trabajo; y todo profesor universitario porta una determinada ideología y
transmite en sus clases conocimientos e informaciones de una u otra forma impregnados de
ideología aunque no tenga conciencia clara de ambos hechos. En cualquier escuela pública
o privada, laica o religiosa, la ideología está presente en las actitudes, motivaciones, ideas y
conductas de maestros, alumnos y padres de familia. Y, en fin, no existe manifestación
cultural en la que sea posible comprobar la ausencia de ideas, intenciones, aspiraciones y
valoraciones aportadas por una determinada ideología. Ocurre que las ideologías no son
entelequias, ni productos de algún cerebro desquiciado o maligno, sino que emanan del
discurrir mismo de la vida social concreta, de las condiciones de existencia y la actividad
práctica y espiritual de hombres y mujeres, constituyendo expresión teórico-cognoscitiva y
político-operativa de los intereses, necesidades y anhelos de las clases sociales que
conforman una sociedad antagónico-clasista.

En definitiva, sin perder de vista el papel de la ideología de la clase dominante y la


influencia que ejerce sobre las clases subalternas, dentro de la sociedad capitalista el íntegro
de condiciones reales de vida y actividad de las personas actúa como un gran molde que, de
manera objetiva e íntima, envuelve y condiciona el proceso de formación, actividad
concreta, desarrollo global y configuración/organización de la personalidad del individuo.
En este condicionamiento, tiene especial importancia el rol que desempeña la cultura como
uno de los elementos vitales de la integralidad social.

La cultura como forma de auto-construcción y desarrollo del hombre

Desde la óptica dialéctico-materialista, la cultura está conformada por el conjunto de


valores materiales y espirituales (unidos a los procedimientos para crearlos, desarrollarlos y
transmitirlos) que los seres humanos han ido forjando en el curso integral de su proceso
histórico-social de vida y actividad. Estos valores y procedimientos poseen, a su vez,
características particulares en cada una de las grandes etapas históricas atravesadas por la
sociedad en su devenir. En calidad de categoría socio-histórica, entonces, la noción de
cultura permite definir y distinguir la esfera de la actividad social del individuo, el ámbito
de su práctica como sujeto del proceso histórico. Es decir, precisa el campo de la realidad
determinado en su existencia, desarrollado y sucesivamente transformado por la acción de
las personas como seres que proceden de modo colectivo y consciente en función de la
satisfacción de necesidades sociales concretas, y no por imperativos puramente biológico-
individuales o por predeterminación sobrenatural.

Al actuar materialmente sobre la naturaleza como ser social, el hombre evidencia su


capacidad principal, es decir, la capacidad para percibir de modo singular los objetos reales,
descubriendo sus propiedades y la posible utilidad para su vida: los conoce, los reproduce
y, al mismo tiempo, crea otros nuevos con los elementos que aporta el mundo natural. En
otras palabras, la actividad humana no se reduce a la simple acción de los sujetos sobre los
objetos, sino que lleva siempre consigo la disposición para concebirlos bajo nuevas formas,
elaborarlos y depositar en ellos las capacidades que hicieron posible su creación. Por eso,
en sus Manuscritos económico-filosóficos Marx señaló que las cosas que el individuo crea
son para él “un objeto humano o un objeto materializado por el hombre”. Así, la múltiple
variedad de cosas obtenidas con el esfuerzo de numerosas generaciones constituye la forma
material, externa, directa y perceptible de la cultura, existente ante todo como diversidad
de objetos elaborados (con independencia de que sean herramientas, técnicas y artefactos
técnicos, conocimientos científicos y sus aplicaciones reales o posibles, obras de arte, etc.)
que se diferencian cualitativamente de las cosas naturales y representan la riqueza de la
sociedad. Esta forma material de la cultura tiene como contenido auténtico el desarrollo
del propio individuo en calidad de sujeto social, es decir, la formación y despliegue de las
capacidades y fuerzas creativas, relaciones, formas de comunicación, necesidades, etc. de
ese sujeto. De este modo, a la vez que los hombres van creando colectivamente un amplio y
rico mundo de objetos en los que se realizan como seres humanos, el individuo se va auto-
construyendo como tal en el curso de su propia práctica, convirtiendo en realidades las
virtualidades que porta y elaborando sus diversas capacidades y habilidades. Cuando los
sujetos producen el mundo socio-material, al mismo tiempo se van auto-configurando como
personalidades singulares. Por tanto, el desarrollo de la cultura y el desarrollo humano están
íntima e inseparablemente enlazados conformando un mismo y único proceso.

En consecuencia, como realidad humana, o sea, como objetividad que encierra en sí


las condiciones de vida y actividad del hombre, las cosas no son sólo un conjunto de bienes
de uso y consumo, sino una forma material de existencia de la cultura ya que, como anotaba
Marx, en cualquier realidad socio-material históricamente existente se pone de manifiesto
el carácter humano de todo objeto y la índole material del propio hombre. De allí que si los
objetos son separados de su creador pierden todo sentido, significación y valor, puesto que
en ellos están contenidas las fuerzas esenciales y las capacidades de los individuos. Marx
caracterizó también la cualidad de las cosas convertidas en “objetos humanos”, en objetos
de la cultura, como la peculiaridad de ser portadoras de una relación social e histórica
determinada, es decir, como el modo en que una persona existe para otra, la sociedad para
el individuo y éste para sí mismo como ser social. En su significación cultural, propiamente
humana, el objeto es un medio de relación entre los sujetos conformantes de la sociedad, un
eslabón que los une en el proceso de su vida conjunta y su desarrollo histórico; por
consiguiente, es la forma material de encarnación de la existencia social del hombre y de
sus fuerzas colectivamente desarrolladas, de las prácticas realizadas, la afectividad puesta
en juego, las experiencias obtenidas y los conocimientos y destrezas logrados por muchas
generaciones sobre todo a través del trabajo social.

Así, pues, la relación del hombre con los objetos que crea constituye el modo real en
que el sujeto percibe, siente, comprende y valora su propia condición humana. En la cosa
convertida en “objeto humano”, él descubre las fuerzas esenciales que porta, su “yo” social,
su individualidad formada en el curso de la historia (y no aquella otra “pura” y “verdadera”
que supuestamente le asignaría la biología). A fin de cuentas y en esencia, dicho nexo es el
vínculo consigo mismo y con los integrantes de su colectividad. Por eso, la relación con los
objetos resulta deformada y pervertida cuando sólo se le entiende como obtusa e inculta
posesión y acumulación privada de cosas (sobre todo, de los medios de producción social),
como su uso unilateral y/o su consumo arbitrario, pruebas de que debido a causas histórico-
sociales concretas la objetualidad socio-material está alienada para los individuos, es decir,
desprovista de significado, sentido y proyección realmente humanos. Esto es lo que ocurre
en los marcos del capitalismo, hecho que Marx resaltaba: “La propiedad privada nos ha
vuelto tan estúpidos y unilaterales que sólo consideramos que un objeto es nuestro cuando
lo tenemos, es decir, cuando ese objeto representa para nosotros un capital o lo poseemos
directamente, lo comemos, lo bebemos, lo llevamos sobre nuestro cuerpo, lo habitamos,
etc.; en concreto, cuando lo usamos… Todos los sentidos físicos y espirituales han sido
sustituidos, pues, por la simple enajenación de todos estos sentidos, por el sentido de la
tenencia” (11). Puso en claro, entonces, que la propiedad privada deforma y oculta la
verdadera significación del objeto al reducirlo a fuente de enriquecimiento puramente
monetario, concibiéndolo sólo como cosa natural o útil y negándole su carácter de vehículo
para el desarrollo físico y espiritual del hombre. Por eso, en la sociedad burguesa la riqueza
material derivada de la posesión privada de los objetos engendra la miseria espiritual, del
mismo modo en que la ampliación artificiosa de los marcos del consumo arbitrario se
traduce en “el carácter burdo de las necesidades”.

Esto implica que dentro del capitalismo los seres humanos están obligados a sufrir
una doble limitación: la estrechez de su propia vida (lo que, al decir de Gramsci, significa
“comprimir las fuerzas vivas de la historia”) y la constricción de su relación con la realidad
material que ellos crean. Pero esta situación no está dada de una vez para siempre, sino que
es histórica y, por tanto, modificable: sin proponérselo, la propia dinámica del desarrollo de
la sociedad burguesa configura de modo dialéctico las condiciones, las premisas y los
sujetos necesarios para el cambio social integral. Superar de modo práctico, es decir, real,
ambas restricciones presupone, por ello, transformar en su raíz las circunstancias concretas
que les sirven de base para que la intervención de las personas en la vida social adquiera
plenitud (dejando atrás la existencia animalesco-egoísta impuesta por la propiedad privada),
de manera que su nexo con el mundo material sea cada vez más expansivo permitiéndoles
disfrutar de la riqueza que contiene y que en su conjunto alberga los elementos necesarios
para una existencia social auténticamente humana. Sólo así el hombre podrá avanzar hacia
una vida omnilateral, integral, puesto que es en el curso de la brega por la conquista de una
sociedad de nuevo tipo donde él empieza a re-descubrir de modo racional el objeto no tanto
ya como cosa útil capaz de satisfacer una u otra necesidad, sino fundamentalmente como
repositorio de su actividad, conciencia, sensaciones, sentimientos, ideas, deseos y
aspiraciones, es decir, como elemento sensorial, perceptible y eficaz en el que el sujeto se
ve y reconoce a sí mismo entroncado sólida e inseparablemente con sus semejantes.

Este paso histórico es el inicio de la liberación de los hombres de las opresiones y


servidumbres que impiden su acceso a una vida plena, haciendo posible que las grandes
mayorías sociales hasta entonces sojuzgadas puedan ir alcanzando con su propia acción un
nivel de desarrollo cualitativamente nuevo capaz de permitirles desentrañar el verdadero
sentido cultural de su actividad material y de la realidad concreta que van creando en su
curso. Tal realidad no es otra cosa que la encarnación objetiva del propio hombre y, a la
vez, lo que hace viable el hecho mismo de la existencia social de los individuos y su
desarrollo. En la capacidad para la actividad material, que expresa la materialidad del sujeto
activo y creador, se pone también de manifiesto la capacidad de las personas para hacer de
sí mismas un objeto vivo, es decir, para auto-construirse a través de su vínculo con los
demás y su propia práctica guiada por fines sociales. En otros términos, el sujeto actuante y
pensante expresa la particularidad más esencial de su existencia: la capacidad para el
desarrollo histórico, que tiene evidencia especial en el proceso de auto-formación,
desarrollo y configuración de la personalidad de cada individuo.

El gran psicólogo y epistemólogo Lev Vigotski ha descrito y explicado materialista y


dialécticamente ese proceso ontogénico en su magistral teoría del desarrollo histórico-
cultural del psiquismo humano (12), experimentalmente verificada y asumida como matriz
teórica y guía práctica de investigación y trabajo por gran cantidad de científicos en todo el
mundo. Esta teoría será vista en sus rasgos y aspectos más importantes en la Segunda Parte
de este texto, pero como anticipo cabe señalar que en ella, a partir de la consideración de la
cultura como producto de la vida social y de la actividad colectiva de los sujetos, se precisa
que el planteamiento del problema sobre la formación y desarrollo del psiquismo y la
conducta individual introduce sin rodeos en el plano social del desarrollo humano. En éste,
los elementos que determinan la actividad (conducta) y el psiquismo del sujeto no se
encuentran directamente en la fisiología, ni tampoco en la actividad externa concebida de
modo naturalista o biológico, sino en el despliegue histórico de la cultura representado en
los signos y símbolos, y en la utilización de éstos para la interiorización, apropiación o
asimilación paulatina de las modalidades de la actividad socio-material y de las formas
históricas adquiridas por la cultura misma. Los signos y símbolos son, por ejemplo, los
elementos del lenguaje oral, la escritura y el cálculo (palabras, letras, números) y, en
definitiva, todos los medios material-objetuales en los que encarna la cultura humana. Al
igual que cualquier instrumento material, ellos se encuentran fuera del organismo, pero
poseen una estructura especial y, por su propia esencia, están dotados de significados
estables conformados en el curso del desarrollo histórico, constituyendo un “órgano o
medio social” de carácter regulador de la acción. Su particular naturaleza determina que
sean siempre y en su inicio medios de vinculación social, vehículos de influencia del
individuo sobre otros sujetos y posteriormente convertidos en medios de influencia del
individuo sobre sí mismo.

En lo concerniente a la progresiva apropiación o asimilación de las formas histórico-


sociales de la cultura, Vigotski apuntó que el niño se encuentra en comunicación y trato
activo con los adultos de su entorno y con otros niños, lo que le permite ir incorporando la
expresión sígnico-simbólica de tales formas (con la mediación de sus condiciones internas
particulares, es decir, de su índole estructural-funcional). En ese proceso y a través de su
propia actividad, va configurando sus diferentes funciones psíquicas, formando de modo
reproductivo las capacidades y habilidades socialmente gestadas en el curso del desarrollo
histórico, organizando su conducta en torno a ellas y elaborando su personalidad. Así, todas
las funciones psíquicas superiores existen de inicio en forma de relación social, de vínculo
y comunicación entre las personas que realizan una actividad conjunta, colectiva. Existen
primeramente a través de los “signos externos” en forma inter-psíquica y luego, en el curso
de la interiorización de esos signos, van adquiriendo una forma intra-psíquica o
propiamente interna, psicológica, para comenzar a existir como actividad individual del
niño mediante los “signos internos”.

Por tanto, como señaló Vigotski, en el desarrollo psíquico del pequeño toda función
aparece en escena dos veces: primero, en el plano social y, después, en el psicológico;
primero, entre las personas y, luego, dentro del niño. Todo esto se refiere por igual a la
atención voluntaria, la memoria lógica, la formación de conceptos, el desarrollo de la
voluntad, la organización de la conducta, etc., con la particularidad de que el tránsito de lo
externo hacia lo interno implica una transformación del proceso mismo, el cambio de su
estructura y funciones. Esta conversión funcional en el curso del proceso de apropiación o
interiorización constituye una ley genética general del desarrollo psíquico (histórico y
socio-cultural) del ser humano: confirma que las fuentes de tal desarrollo no se encuentran
en el propio individuo, sino en el sistema de sus relaciones sociales, en la comunicación y
actividad conjunta con las otras personas. Es decir, ratifica la primacía del principio social
sobre el principio biológico-natural, que es subsumido por el primero y se subordina a él.

Este hecho queda corroborado por el descubrimiento vigotskiano de la llamada


“zona de desarrollo próximo”, que resuelve el tradicional enigma acerca del origen y
naturaleza de los actos voluntarios de las personas al poner en evidencia las fuentes sociales
y semióticas de dichos actos. Tal zona refiere a las acciones que el niño puede inicialmente
realizar con éxito sólo a través de su relación comunicativa y de ayuda práctica con un
adulto o un compañero más avanzado, pero que merced al despliegue de su propia
iniciativa está luego en condiciones de efectuar de modo por completo autónomo y
voluntario. Así, pues, la apropiación de las diversas formas de la cultura en el curso de la
comunicación y la actividad conjunta con otras personas permite al infante desenvolver su
propia actividad y formar capacidades y habilidades, configurando su psiquismo y su
conducta beneficiado por la educación y la enseñanza (concebidas en su sentido amplio),
modalidades históricamente establecidas de relación social que constituyen formas
universales del desarrollo psíquico humano.

No constituye exageración alguna que, sobre la base del materialismo histórico y


considerando los logros verificados experimentalmente de la psicología científica y la
defectología (junto con los aportes de diversas ciencias como la antropología, la etnología,
la sociología, la pedagogía, la lingüística, la neuropsicología, etc.), se le asigne a la teoría
vigotskiana alcance universal, es decir, validez para todos los individuos de la especie
humana dentro de todas las formas de convivencia social que han existido hasta ahora.
Obviamente, esto no significa en modo alguno conferirle un carácter genérico-abstracto,
desgajado de las objetivas particularidades de la vida social histórico-concreta y las
especificidades culturales presentes en la sociedad real dada en la que tiene lugar el proceso
de formación, actividad y desarrollo del sujeto. Vigotski mismo siempre remarcó el hecho
de que ese proceso está condicionado por las peculiaridades del ambiente socio-histórico en
el que se desenvuelve el niño, la pertenencia social y las características personales de los
adultos con los que convive, el tipo de relación que establece con ellos, las formas de
estimulación vital y cultural que le es proporcionada, etc. Por ello, dicho proceso no es
mecánico y uniforme, sino dialéctico y marcado por contradicciones que el mismo niño va
resolviendo (o no) en el curso de su actividad; y además está mediado por la complexión
interna propia de cada infante, o sea, por el nivel y grado de desarrollo alcanzado por sus
estructuras somáticas y las respectivas funciones, las que a su vez están en estrecha
vinculación con los cuidados recibidos, la alimentación, el estado de la salud, la higiene, la
actividad que se realiza, la ejercitación de lo adquirido, etc. dentro de las condiciones del
medio social-concreto del caso. Se trata, pues, de un proceso en extremo complejo y de
ningún modo exento de dificultades de variado tipo.

En términos específicos, las dificultades inherentes al proceso mismo de formación y


desarrollo del niño están hoy acrecentadas en muy alta medida dentro de las condiciones
objetivas de vida propias del capitalismo neoliberal. En efecto, la extensión/generalización
de las relaciones mercantil-capitalistas a todo el planeta, la vigencia irrestricta de la ley del
valor y el predominio del valor de cambio, la sobreexplotación y la opresión que sufren los
trabajadores y las masas, la enorme telaraña del poder económico-social y político-cultural
de la clase dominante, la influencia de la ideología burguesa y su glorificación del más
craso individualismo, etc., determinan que la potencialidades del ser humano y su gran
riqueza estén aprisionadas por la estrecha y mezquina forja de una materialidad social
sometida a la propiedad privada y centrada en el utilitarismo mercantil. De hecho, esto
aplasta a la inmensa mayoría de hombres y mujeres, repercutiendo inevitablemente en la
formación y desarrollo infantil. Marx demostró objetivamente que la mercancía es el eje
alrededor del cual gira la sociedad, la naturaleza y la misma existencia humana; y que el
dinero es el poder alienado del hombre, el elemento que niega a éste su autenticidad y su
realización como ser social creativo. Con la mercancía como omnipresente gran fetiche y el
dinero como equivalente universal del valor que contiene, las personas están coaccionadas
a desplegar su vida en aspectos muy limitados, funcionando en lo fundamental para cubrir
las necesidades crematísticas del gran capital; existen agobiadas por la insatisfacción de sus
propias necesidades vitales y asfixiadas por una suerte de rígido corsé que impide el
desarrollo del conjunto de sus capacidades y disposiciones creativas.
Esta situación de avasallamiento de los hombres no es natural, sino histórico-social.
Tuvo un carácter embrionario desde el origen mismo de la burguesía y el capital, se fue
desenvolviendo y afianzando con la expansión y el desarrollo de las relaciones capitalista-
mercantiles y luego, con el triunfo de la burguesía y la implantación de su sistema, se
generalizó, resultó sancionada jurídicamente por el derecho burgués y “legitimada” por la
ideología dominante para llegar a alcanzar su actual universalización. En todo este proceso
histórico, la repetición cotidiana de las acciones en el trabajo y la vida social a través de
generaciones enteras, el gran peso de la rutina sobre la mente de los sujetos y el poderoso
condicionamiento ideológico, fueron determinando que éstos percibieran y aceptaran como
“natural” la situación de explotación, opresión y empobrecimiento de su existencia, clima
social que impregna la formación y desarrollo del individuo. Como anotaba Marx, “Los
hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias
elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran
directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de todas las generaciones
muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos” (13).

De allí que sea sumamente difícil romper categóricamente con todo aquello marcado
durante varias centurias por las valoraciones, orientaciones y normatividades práctico-
cognoscitivas impuestas subrepticiamente por la ideología burguesa; o pasar por alto los
principios, leyes, preceptos y criterios culturales establecidos en el pasado y que rigen la
vida y acciones cotidianas colectivas y personales, induciendo el individualismo, el
conformismo y la pasividad sociales a la vez que fomentando la persecución de objetivos
ambiguos, quiméricos o definitivamente falsos. Las representaciones introducidas a las
buenas o a las malas en la conciencia del sujeto constituyen parte esencial de su equipaje
intelectual, afectivo y práctico, manifestándose de una u otra forma en todas las expresiones
de su actividad material y espiritual. Así, las mentalidades han ido siendo homogenizadas a
través de innumerables operaciones ideológicas, lo que ha llevado básica y globalmente a
uniformizar y empobrecer la cultura, los saberes y las prácticas. De allí que por lo general
las personas actúen de acuerdo con un arbitrario, preestablecido e incontrovertible patrón
elaborado sin su participación y repitan de buena fe y de diferentes maneras el contenido de
un solo e incuestionable discurso ideológico que les ha sido impuesto. (Por ejemplo, en la
fase neoliberal del capitalismo, o sea, durante los últimos 50 años, la economía política
burguesa ha santificado al PBI como principal e indiscutible indicador del “progreso de la
sociedad” a costa de la destrucción de la naturaleza y desde tal “ciencia” se suministra de
modo fundamentalista la pétrea orientación/implementación de las políticas públicas
utilizando un aséptico lenguaje “técnico” que justifica la desigualdad social, la enorme
concentración de la riqueza en muy pocas manos, la expoliación de los trabajadores y la
miseria de vastos sectores humanos, exigiendo el acatamiento de las medidas de
“austeridad fiscal” en beneficio de la “paz social”. Rechazar y combatir esta barbarie,
criticando el conformismo ante ella, significa en el menos malo de los casos ser calificado
desde el poder dominante como “iluso” o “quijotesco”, cuando no ser acusado de
“resentido”, “anti-social”, “subversivo” y hasta “terrorista”, teniendo ambas circunstancias
determinada aceptación social).

Esta es hoy la objetiva realidad social del sistema, donde la vida íntegra de hombres y
mujeres está dañinamente regida por el poder burgués que utiliza a fondo la potencia de su
ideología para dominar en todos los aspectos del discurrir colectivo. Esa ideología posee
formas numerosas, variadas y encubiertas que facilitan su acción e internalización; y se vale
de sutiles procedimientos y flexibilidades para someter a las personas y hacerles creer que
sus actos, pensamientos y sentimientos son estrictamente propios y voluntarios, y de ningún
modo principalmente inducidos. El actual condicionamiento ideológico burgués realizado
con el apoyo de un formidable aparato mediático no tiene parangón en la historia, hasta el
punto de que a su lado el rígido y rudo condicionamiento efectuado por la Iglesia católica
en el medioevo parece un simple e ingenuo juego de niños. No debe extrañar, entonces,
que en general la formación y el desarrollo de las nuevas generaciones sean llevados a cabo
por adultos ideológicamente inficionados que ignoran la manipulación de la que son objeto
y que crían, educan y enseñan al infante con la mejor de las intenciones, pero a través de un
proceso que de hecho constituye el reciclaje concreto de las disposiciones, actitudes
afectivo-cognoscitivas, prácticas, aspiraciones y deseos individualistas y deformados en los
que prima la ausencia de espíritu crítico y el conformismo, y que en su conjunto son
necesarios para la reproducción y mantenimiento indefinido de una sociedad rapaz que
tritura y destruye a los hombres.

En la cadena histórica del desarrollo humano, tal proceso formativo del individuo en
los marcos del capitalismo es sólo un eslabón marcado y sometido por el condicionamiento
material e ideológico burgués a través del curso de las generaciones. Esto significa que, en
términos globales, una generación dada, plasmada según la matriz ideológica dominante,
actúa en la formación de la nueva generación careciendo en lo esencial de conciencia clara
y definida, de un modo acrítico y seguidista que asegura espontánea y tácitamente la
reproducción de los elementos proporcionados por dicha matriz, y así sucesivamente en el
curso indicado. En otros términos, los actuales adultos fueron formados en su niñez por la
generación precedente en condiciones sociales básicamente similares a las que hoy presiden
la configuración de sus niños, con lo que los aprendizajes que éstos realizan bajo su guía
responden a objetivos siempre pautados por la ideología burguesa y los procedimientos
utilizados, pasibles de una cierta diversificación, están por lo general e invariablemente
orientados a lograr que el infante reproduzca en el proceso de su propia actividad las
prácticas, actitudes y saberes favorables al sistema. Debido a su carácter histórico, esta
situación no es eterna y el cambio social revolucionario implica una ruptura que la cancela,
inaugurando un modo radicalmente nuevo y cualitativamente distinto de encarar y resolver
la configuración del individuo. Pero aunque evidentemente la realización de un científico y
auténtico proceso de formación y desarrollo integral del niño depende de la transformación
radical del actual sistema social, resulta absurdo esperar a que eso ocurra para recién actuar
en beneficio del infante. Por tanto, hoy la preocupación por efectivizar de modo adecuado y
correcto dicho proceso exige una visión crítica de las formas en que resulta alienado,
dilucidando científicamente su carácter y poniendo en práctica acciones concretas que
permitan ir conquistando cambios parciales de tipo re-orientador y susceptibles de
proporcionarle, en la medida de lo posible, progresivas idoneidad y autenticidad.

Aludiendo al individuo y a su formación, Gramsci diferenciaba al “hombre colectivo


o conformismo impuesto” propio de la sociedad burguesa, del “hombre colectivo o
conformismo propuesto” típico de una nueva sociedad, preguntándose si “¿se puede seguir
hablando de conformismo en este último caso?” ya que “la conciencia crítica no puede
nacer sin una ruptura con el conformismo… autoritario y, por tanto, sin un florecer de la
individualidad” auténtica. Añadía que “la lucha contra el individualismo lo es contra un
determinado individualismo que tiene un determinado contenido social: precisamente
contra el individualismo económico en un período en el cual éste se ha hecho anacrónico y
anti-histórico (sin olvidar que ha sido necesario históricamente y que fue una fase de
desarrollo progresivo). Esto de que se luche para destruir un conformismo autoritario, ya
retrógrado y paralizador, y a través de una fase de desarrollo de la individualidad y la
personalidad crítica se llegue al hombre colectivo es una concepción dialéctica difícil de
comprender para las mentalidades esquemáticas y abstractas” (14).

Ahora bien, dentro de la sociedad capitalista y con la sacralización de la propiedad


privada, para la gran mayoría de personas la parte más significativa de los acontecimientos
diarios está referida de hecho al proceso de la vida práctica, en la que el dinero y el modo
de obtenerlo (trabajo en sus diversos tipos y formas, salario, renta, etc.) constituyen medios
abrumadoramente necesarios para subsistir y, a la vez, activos e imperativos agentes para la
asimilación de las formas y los contenidos socio-culturales burgueses y de la alienación que
los acompaña. Esto repercute de manera muy amplia y profunda en la determinación de las
necesidades materiales y espirituales del sujeto, representando los cimientos concretos para
caracterizar los rasgos básicos de su psiquismo, su personalidad y su conducta. Por eso, al
analizar críticamente los sucesos en apariencia más simples de esa vida cotidiana se
comprueban objetivamente las formas en que el moldeo ideológico-práctico burgués de las
personas tiene incalculables consecuencias en la configuración y desarrollo de las
capacidades del infante y en la organización de su conducta, es decir en su estructura
psicológica y en el conjunto de su actividad.

En efecto, y en referencia inmediata a un acto usual, por lo general el padre o la


madre de un niño pequeño no tienen conciencia del real significado de entregarle una
moneda o un billete para que aprenda a adquirir cualquier cosa: una golosina, el pan, el
periódico, un producto necesario en la vida del hogar, etc. Cuando el niño realiza bien la
operación de compra, los progenitores se alegran considerando ese acto como un progreso
en su aprendizaje y un avance en su capacidad de valerse por sí mismo. Sin embargo,
ignoran la esencia profunda oculta bajo la superficie de tal hecho: al efectuar el cambio, el
infante está siendo conducido a entrar en contacto directo con generadores básicos de
alienación material y subjetiva, es decir, con una mercancía y con el dinero, por lo que
asimilando elementalmente las nociones sobre ambos empieza a comprender que con el
segundo puede adquirir cualquier tipo de la primera. Va, pues, entendiendo, el valor del
dinero como equivalente universal, comienza a apreciarlo como valor en sí mismo y
aprende a estimarlo como objeto precioso que puede atesorarse con independencia de su
valor de cambio. Así, en la mentalidad del niño penetra muy tempranamente y sin
dificultades la función alienante y el enorme poder del dinero. Con ello, él es iniciado en el
manejo de una abstracción activa propia de la economía mercantil capitalista y promotora
de su incorporación espontánea (obviamente, acrítica y altamente funcional) en la trama de
las relaciones sociales burguesas. Esta abstracción, nacida del acto en apariencia simple de
cambiar una moneda por una cosa, tiene un peso determinante en su formación y desarrollo
como persona, marcando el enorme impacto y las consecuencias psicológicas de la relación
dinero-mercancía en su estructuración psíquica y conductual.

La relación objetiva dinero-mercancía posee una tendencia reproductiva espontánea en


todos los aspectos de la vida social-concreta en el capitalismo y al ser internalizada junto
con la noción de propiedad privada va más allá de sus límites materiales para incorporarse a
las actitudes, actos, ideas y sentimientos del individuo, hegemonizando el conjunto de su
subjetividad. Esto se refleja en la formación del niño y en la orientación que los adultos dan
a su actividad, pudiéndose comprobar sin esfuerzo alguno, por ejemplo, en el juego infantil.
En variados tipos de éste, el estímulo principal y el objetivo central es la ganancia obtenida
a través de la competencia. Es decir, la inducción del ansia para el incremento de “lo mío”,
un patrimonio privado en su forma más simple (bolitas de cristal, estampas coloreadas,
monedas, figuras de plástico, etc.), guía una vital actividad creativo-recreativa necesaria
para el aprendizaje del pequeño, orientando su disposición personal para el logro de ese
aumento en el que incluso se hace intervenir al azar utilizando dados, perinolas, etc. Desde
este hecho, no resulta raro que el incitado afán por la ganancia desvíe y pervierta en mayor
medida las acciones del juego, alejándolo aún más de un propósito genuino, introduciendo
la necesidad de atesorar los objetos que conforman el “peculio” infantil y generando el
temor a perder lo acumulado.

En el capitalismo, el vasto escenario de las relaciones sociales es una fuente dinámica


y permanente de influencias ideológicas sobre las personas por innumerables vías y de
diversas maneras. En ese escenario, el individualismo promueve la avidez por ganancias
particulares, pero la anarquía de la producción genera incertidumbres que exigen adoptar
tácticas de afirmación y seguridad conducentes al atesoramiento. En general, de acuerdo
con las características de los padres y según las circunstancias concretas de vida y
aprendizaje, el niño recibe en su reducido ámbito los influjos ideológicos y en el juego
reproduce a su manera tanto la avidez individualista como esas tácticas y su resultado, pero
sin estar al margen de variadas dudas y la generación de miedo a perder lo “ganado” que,
de una u otra forma, pueden entorpecer su desarrollo global. En todo caso, las acciones
infantiles en el intercambio de objetos o monedas con su valor en sí y en el uso de “medios
de pago” van consolidando la noción del dinero como mercancía universal alienada de los
valores de uso. Al poner en práctica simple esos mecanismos, el niño no está dando curso a
un “instinto de propiedad” ni a una “tendencia innata” a la especulación y el lucro, sino
reflejando en forma temprana y activa los condicionamientos “útiles” y los procedimientos
usuales en la vida real de una sociedad que gira alrededor de la mercancía y el dinero. Y
estableciendo el valor de cambio de las bolitas o las estampas de colores, el infante renueva
el sostén de principios y leyes perennizados por las costumbres y las tradiciones con una
especie de copia de las relaciones reales existentes entre los “mayores”. En lo que tienen de
esencial, algunas de estas relaciones son anticipadas elementalmente en el juego y sus
reglas: el respeto por “lo mío” y “lo tuyo”, al igual que la defensa de lo ganado por
habilidad o azar, son de hecho anticipaciones del respeto a las normas jurídicas que
sancionan la protección a lo expoliado en una sociedad asentada en el despojo legalizado.

Naturalmente, existen muchos otros tipos de juego que no buscan directamente la


ganancia y el atesoramiento, pero los diversos estímulos de la vida social nutren todas las
variedades de la actividad lúdica infantil, tanto en su contenido como en las reglas para su
realización. Hay juegos que preparan a los infantes para fijar en su conciencia, prácticas y
costumbres, determinados prejuicios sociales históricamente arraigados y estereotipos que
resumen desigualdades y abusos presentados como “normales” y reforzados por los cuentos
de hadas, las historietas, el cine, la televisión, la llamada “literatura popular”, etc. Por
ejemplo, sobre la base de aspectos puramente externos y como reflejos de una situación
social-concreta, existen juegos diferenciados “para varones” y “para niñas” que son vistos
como “naturales”, pero que de hecho sirven para robustecer prejuicios tradicionales sobre la
“superioridad” de los hombres, la “debilidad” de las mujeres, el carácter “congénito” de las
disparidades entre los sexos en la vida cotidiana, la actividad, el ejercicio de derechos, etc.
En otros casos, como ocurre en la actualidad con los juegos electrónicos “interactivos”, el
racismo, la violencia, la agresión, la rapiña y hasta el crimen adquieren el carácter de
“inevitables” e incluso “necesarios” para preservar la “democracia”. Así, de una u otra
forma, la reproducción de las ideas dominantes y la imitación de las acciones vigentes en la
sociedad real están presentes en todos los juegos y éstos abren prácticamente la ruta hacia
la experiencia vital, educan al niño en la desigualdad social y lo preparan para un concreto
régimen de trabajo, el cambio mercantil, la ganancia, la multiplicación especulativa de los
bienes, el atesoramiento e incluso el fraude. De hecho, a través de la enseñanza del juego el
adulto ideologizado graba con naturalidad en la mente del niño los principios y normas que
rigen las relaciones sociales burguesas, reflejadas ideológicamente en el contenido, las
reglas y la organización aparentemente espontánea de la actividad lúdica.

Sin embargo, este suceso fundamental ha sido simplemente pasado por alto por
muchos psicólogos de diferentes tendencias (15) interesados con razón en el juego infantil,
pero encarándolo con una óptica esencialmente influenciada por la ideología dominante. Al
ignorar ese hecho, no han podido calibrar la importancia de su intervención real en la
evolución psicológica y conductual infantil a pesar de que el intercambio mercantil de
valores y los actos conexos tienen una constancia que marca el aprendizaje del niño desde
los primeros años de vida. Junto con las condiciones de su ambiente y los vínculos con las
personas que lo rodean, las relaciones de valor penetran en su experiencia cotidiana, se
reflejan en su conciencia y participan en la configuración de su psiquismo y su conducta
mucho antes de que él esté en condiciones de estructurar una reflexión acerca de la
necesidad de trabajar para “ganar dinero y vivir”.

Ahora bien, en atención a juicios anteriores y para evitar cualquier equívoco, aquí es
indispensable puntualizar que el uso en este texto de la expresión “el niño” implica apelar a
una necesaria abstracción abarcadora de una objetiva diversidad de niños concretos, de
infantes reales de distinta procedencia social que se forman y desarrollan en diferentes
condiciones de vida y actividad: el niño burgués, el proletario, el pequeño burgués y el
campesino. Sin hacer esta precisión, se borraría al infante concreto para colocar en su lugar
al metafísico “niño en general”, sometiéndose al prejuicio de una igualdad ficticia que
constituye una suerte de rasero impuesto por la ideología y la cultura dominantes, las
religiones y la educación normada por el Estado de clase, con ecos permanentes en los usos
y costumbres cotidianas y las tradiciones sociales. La proclamación de esa engañosa
igualdad está orientada a difuminar un hecho que es, por demás, de suma visibilidad: en la
sociedad antagónico-clasista, las diferencias entre niños de clases distintas se expresan
incluso desde su gestación a través de la atención y la asistencia (adecuadas, insuficientes,
precarias o definitivamente nulas) brindadas a la futura madre; después, con el nacimiento
los infantes son incorporados a relaciones sociales contradictorias en las que ocuparán una
posición determinada por la ubicación de sus respectivas familias dentro de una clase dada.
Tal diferenciada colocación en el mundo, derivada de una organización social jerarquizada,
está íntima y objetivamente asociada a desigualdades en el tipo de ambiente vital del niño,
las formas de los vínculos con sus padres, los cuidados que se le brindarán, su alimentación
y estado general de salud, su estructuración somato-psíquica y conductual, los modos y la
cuantía de la estimulación vital y cultural a recibir, sus vivencias, aprendizajes y
experiencias, sus reales posibilidades de acceso a la educación y la cultura, la
disponibilidad de espacios de expansión y recreación, y los tipos de su integración grupal y
social.
Las asimétricas relaciones sociales capitalistas inciden sobre todos los niños de la
sociedad, pero los efectos son distintos según se trate de pequeños ubicados en el seno de la
clase dominante o en el de las subordinadas. Desde su nacimiento, ellos experimentan las
diferencias de clase y las viven de manera constante y particularizada, siendo ésta una
condición general de su formación y desarrollo individual puesto que resulta imposible
pasar por alto la acción del condicionamiento social y cultural. Con anterioridad a la
adquisición de las formas lingüísticas capaces de expresarlas y mucho antes de poder
pensarlas, el niño “siente” tales diferencias y las va internalizando en forma creciente como
parte de su aprendizaje en el curso de sus prácticas simples en el hogar (basta pensar, por
ejemplo, sólo en los cuidados, las orientaciones e incluso los juguetes con que cuentan un
niño de clase pudiente y uno de sector social empobrecido). A partir de estas circunstancias,
la educación y la enseñanza hogareñas e informales van actuando de modo progresivo para
que en su conciencia se precisen poco a poco las distinciones entre las personas, sus formas
de vida y la ubicación de él mismo en sus vínculos con ellas, junto con las relaciones de
cambio, la estimación de los valores, las nociones de propiedad y derecho, el valor del
dinero, etc. Luego, este conjunto pautado por la ideología dominante se ensambla con la
instrucción y la enseñanza formales (privadas o públicas) cargadas a su vez de esa ideología
para desarrollar y consolidar las nociones y prácticas diferenciadas que el sistema requiere
para su mantenimiento y reproducción.

En lo esencial, por su propia condición social el niño de la burguesía es educado para


vivir su situación de clase “superior” y gozar de sus privilegios como un derecho “natural”
que le es dado de modo espontáneo, equiparable al del aire que se respira o a la salida del
sol; es decir, para considerar y asumir “racionalmente” esa ventajosa vida como algo
privativo e indiscutible que establece las diferencias entre él mismo y los suyos como
propietarios y “los otros”. Es instruido y adiestrado para el ejercicio permanente del mando
sobre esos “otros” que carecen de patrimonio y están obligados a obedecer; para excluir de
modo radical cualquier cuestionamiento a la propiedad privada y al poder que deriva de ella
sin que le interese saber sobre el origen de ambos o problematizar acerca del conjunto de
normas y costumbres que los consagran. Las nociones de propiedad, poder y dominación,
unidas al conjunto de valoraciones conexas, están claramente fijadas en la ideología de su
clase y le aportan los elementos para ir definiendo su estructura mental y su identidad como
individuo, preparándolo psicológicamente para configurar las conductas que requiere la
perpetuación de las relaciones sociales de dominio y servidumbre.

También en lo esencial, por el lado de las clases subalternas las cosas tienen otro
cariz y el niño, bajo la influencia de la ideología de la clase dominante, los preceptos
religiosos y la moral preponderante, es formado y aleccionado en el respeto a la propiedad
privada, la aceptación voluntaria de las “naturales” diferencias de clase y el acatamiento de
las normas que sancionan el sometimiento y la obediencia sociales. En estas condiciones,
todos los fetiches materiales e ideológicos propios de la sociedad burguesa (mercancía,
valor, dinero, creencias, etc.) saturan su educación y desarrollo, incrustándose a fondo en
su conciencia y sus prácticas para reforzar su carácter de sujeto maleable y funcional a las
necesidades de preservación, reproducción y continuidad del sistema de explotación. Entre
otros aspectos sustanciales, tales necesidades exigen robustecer los condicionamientos
social-clasistas y actuar en particular sobre las nuevas generaciones de oprimidos con miras
a hacer más fértil el terreno en el que enraízan las ilusiones y la normatividad burguesas.
Para ese logro, son desplegadas diversas y numerosas operaciones ideológicas en pos de
consolidar en las mentalidades de niños y adolescentes las falacias ya introducidas durante
su formación y desarrollo (“los pobres son ociosos”, “la riqueza es el fruto del ahorro”, “lo
único valioso en la vida es el éxito personal”, etc.), darle un llevadero carácter subjetivo a
sus reales desventajas, reforzar el individualismo, fetichizar más la propiedad privada e
impulsar la internalización de variados mitos encaminados a “matizar” su situación y a
orientarlos hacia falsas metas.

Uno de esos mitos, ampliamente difundido en la fase neoliberal del capitalismo, es el


que proclama la necesidad de pugnar por el “ascenso” individual en la pirámide social para
lograr “beneficios” que constituirían un gran remedio a la desigualdad entre las personas y
las clases (y un eficaz recurso para “acabar” con la lucha entre éstas). Para realizar dicha
“ascensión” o movilidad social “hacia arriba”, sería fundamental el constante denuedo
productivo del individuo que pretende mejorar su suerte, es decir, el “mérito” del sujeto, ya
que el capitalismo premiaría siempre el brío y la laboriosidad. Bajo estos supuestos, la
“meritocracia” implica hacer creer que “sólo triunfa personalmente quien se esfuerza” y,
con ello, justificar las desigualdades económicas, socio-políticas y culturales que no son
otra cosa que el resultado de la existencia de una clase parasitaria que se apropia del trabajo
ajeno, genera miseria para las mayorías sociales e impulsa de continuo una movilidad social
“hacia abajo”. Dicho mito, actuante con vigor a través del “sentido común”, es apologético
y posee un contenido ideológico individualista-burgués: por un lado, establece como un
hecho cierto y definitivo que la sociedad será capitalista ad aeternum; y, por el otro, tras la
engañosa promesa de promover la “subida” social de algunos individuos para que se
integren al campo de los expoliadores, crea ilusiones, estimula codiciosos arribismos y
oculta las abismales diferencias entre poseedores y desposeídos. De modo especial, una
principal vía de acceso a las oportunidades de “ascenso” sería destacar en el plano
educativo, sobre todo en el de nivel superior: “todos” los estudiantes (cualquiera que fuese
su origen social, económico, étnico, etc.) tendrían abierta la posibilidad de “progresar”
hasta donde sus capacidades lo permitan si se empeñan en ello. Este sería el medio más
idóneo para “nivelar” a las clases, “eliminar” sus reales diferencias y mantener la “fluidez
de la sociedad”.

La “meritocracia” es un viejo rasgo del capitalismo: se postulaba y efectivizaba ya en


el siglo XIX e incluso fue una práctica del dominio de clase en el feudalismo, como lo hizo
notar Marx. No es, entonces, algo reciente, ni menos inédito, pero durante la hegemonía
mundial del imperialismo yanqui ha sido presentado como una de las singulares “virtudes”
de EEUU y de su “destino manifiesto” y hoy, con el neoliberalismo, como expresión
chauvinista del “sueño americano” publicitado por los más altos representantes políticos del
capital financiero. Por ejemplo, el ex presidente Bill Clinton afirmó que “El sueño
americano en el que todos fuimos educados es sencillo, pero activador: si trabajas duro y
cumples con las normas debes tener la oportunidad de llegar todo lo lejos a donde te lleven
las capacidades que Dios te ha dado”. Y para otro ex, Barack Obama, “Lo que en verdad
importa es procurar que los jóvenes brillantes y motivados tengan la oportunidad de llegar
todo lo lejos que su talento, su ética del trabajo y sus sueños puedan llevarlos… Lo que
hace que EEUU sea tan excepcional, lo que nos hace tan especiales, es este acuerdo básico,
la idea fundamental de que en este país, con independencia de qué aspecto tienes, de dónde
vienes, de cuál es tu apellido o de qué desventajas sufres, si trabajas duro, si estás dispuesto
a responsabilizarte, puedes conseguir todo, puedes prosperar”.

Estos ridículos discursos se convierten en polvo cuando son confrontados, aunque sea
superficialmente, con la experiencia histórica objetiva. Ya en el Libro III de El Capital,
dentro del análisis del capital a interés y en las observaciones sobre la época pre-capitalista,
Marx anotaba: “Lo que distingue al capital a interés (como factor esencial del modo
capitalista de producción) del capital usurario, no es en modo alguno la naturaleza o el
carácter de ese mismo capital. Las condiciones en que actúa son simplemente distintas y,
por consiguiente, la figura del prestatario que se enfrenta con el prestamista de dinero
resulta también totalmente alterada. Incluso cuando un hombre sin recursos obtiene un
crédito como industrial o comerciante, se le concede en la confianza de que actuará como
capitalista, de que va a apropiarse de trabajo no pagado con la ayuda del capital prestado.
Se le concede el crédito como capitalista en potencia. Y este hecho que tanta admiración
suscita por parte de los apologistas de la economía política, de que un hombre sin recursos,
pero enérgico, serio, capaz y preparado para los negocios pueda de este modo
transformarse en capitalista…, este hecho, aunque haga entrar incesantemente en lid frente
a ellos a toda una serie de nuevos vividores junto a los capitalistas individuales, refuerza sin
embargo la dominación del capital al ampliar su base y le permite reclutar constantemente
nuevas fuerzas en el sustrato social en que se apoya. Exactamente igual que la Iglesia
católica en la Edad Media reclutaba su jerarquía con independencia de la condición social,
el nacimiento, la fortuna, entre los mejores cerebros del pueblo; este era uno de los
principales medios para reforzar la dominación del clero y asegurar la permanencia de los
laicos en la opresión. Una clase dominante es tanto más fuerte y peligrosa en su opresión
cuanto más capaz es de acoger en sus filas a los hombres más destacados de la clase
oprimida” (16).

Así, pues, la promoción del “ascenso” en el status social, el impulso al tránsito de un


individuo ubicado en algún sector de las clases subordinadas al rango de diligente servidor
de la clase dominante (bien sea en el campo empresarial, científico, académico, cultural,
artístico y hasta deportivo) ocurre “con la confianza de que actuará como capitalista”, de
que los recursos que el mercado “globalizado” pone a disposición del sujeto dado serán
utilizados para que éste contribuya al mantenimiento del sistema. Por encima y al margen
de la propaganda, la “movilidad social meritocrática” no es ningún medio capaz de igualar
la condición subalterna de niños, adolescentes y jóvenes de las clases populares con la
posición altamente ventajosa que poseen sus equivalentes etarios de la burguesía. Es, más
bien, un recurso manipulatorio para intensificar el individualismo burgués y fomentar la
“competencia entre los mejores” hacia el logro del “éxito en la vida”; es el instrumento que
utiliza con alta eficacia la clase dominante en las condiciones culturales vigentes buscando
recolectar a “los mejores cerebros del pueblo” para ponerlos bajo su mando en forma
directa y efectiva y afianzar su supremacía.

Ahora bien, el conjunto de particularidades apuntadas no niega el hecho objetivo de


que todos los niños del mundo poseen rasgos comunes inherentes a la especie homo
sapiens, pero sí recalca que su formación y desarrollo están condicionados por el carácter
de la estructura histórico-social dada en la que existen. En términos concretos, es una
realidad inobjetable que, junto con los rasgos generales de la especie, cada niño porta
atributos propios determinados por la singularidad de sus condiciones internas, de su
contextura individual que establece su índole particular e irrepetible. Y también es un hecho
concreto que el condicionamiento socio-cultural de su formación y desarrollo tiene lugar a
través de una doble mediación: la representada por esas condiciones internas personales y
la típica del ambiente específico del hogar y de la clase que él integra. En cada niño, los
aspectos genéricos y los particulares están integrados en una unidad dialécticamente
contradictoria y, por tanto, en su caracterización psicológica es preciso tener en cuenta los
elementos comunes a la infancia en su íntima ligazón con rasgos individuales: estado
general, tipo de sistema nervioso, niveles funcionales, temperamento y carácter,
sensibilidad, relaciones, vivencias, aprendizajes, experiencias, y sobre todo ubicación de
clase determinante de sus posibilidades reales de internalización y utilización adecuadas de
los elementos de la cultura humana para definir su propio desarrollo.

En definitiva, el desarrollo humano posee una gran complejidad determinada por la


multiplicidad de factores que confluyen para caracterizarlo. Dentro de esa pluralidad de
agentes, es absolutamente necesario distinguir entre los esenciales y los secundarios sin
confundirlos ni trastocarlos, marcando así una diferencia científica fundamental con las
mistificaciones idealistas y las distorsionadas visiones tecno-burocráticas que de ellas
derivan.
Apuntes introductorios finales

Desde su título mismo, este libro ha procurado ceñirse a la dialéctica materialista


que, de acuerdo con la concepción de Marx y Engels, es la ciencia de las leyes generales
del mundo natural, la sociedad y el pensamiento. Constituye un intento de aproximación al
problema de la formación y desarrollo del hombre contemporáneo tratando de dilucidarlo
de modo científico. En ese propósito, con plena conciencia de nuestras propias limitaciones
y lejos por completo de cualquier vana pretensión de “originalidad”, correlacionando lo
histórico y lo lógico hemos ordenado diversos elementos cognitivos logrados y verificados
por la ciencia, confirmados por la práctica social y ya incorporados al patrimonio cultural
de la humanidad, buscando integrarlos en un conjunto teórico provisto de determinada
organicidad. La intención concreta es, de modo simple y directo, hacer un pequeño aporte
para la “socialización” de esos conocimientos y su posible conversión en “base de acciones
vitales, en elementos de coordinación y de orden intelectual y moral”, como postulaba
Gramsci.

Naturalmente, en las condiciones sociales vigentes y al lado de una gran cantidad y


variedad de conocimientos auténticos y válidos, los componentes científico-cognoscitivos
del conjunto aludido resultan peligrosos para el poder de la clase dominante y, por ello
mismo, son tildados como “insignificantes” e “inútiles” por el pensamiento oficial. De allí
que nunca hayan sido tenidos en cuenta para formar parte de la enseñanza en nuestras
ideologizadas y regimentadas escuelas. Y que hoy muchos de esos conocimientos, sobre
todo los apuntados en la Primera Parte de este libro, hayan sufrido una radical supresión en
los programas de estudio en el nivel universitario, contrariando las loables intenciones de
numerosos profesores progresistas y revolucionarios y su batallar en la defensa, difusión y
desarrollo de la ciencia en sus campos de especialidad. Si en general y por ventura ese
bagaje científico pudiera asomar en ciertas aulas, es sólo para referirse a él de manera
despectiva como “decimonónico” y “obsoleto”; en otros casos y de modo ocasional, para
distorsionarlo mostrándolo en forma mecanicista, fragmentaria y aislada de la realidad
concreta; y en otros más, presentándolo anecdótica y frívolamente como “nadería” o
“rareza” que ha “pasado de moda”. Estas aberraciones constituyen la consecuencia obligada
del acatamiento de las pautas ideológico-políticas que emanan de los más altos niveles del
poder imperialista, empeñado en nublar la realidad social, impedir la develación de las
feroces relaciones capitalistas, domesticar las mentalidades, conducir las acciones por
“carriles adecuados” y sofocar el pensamiento crítico en procura de justificar, reproducir y
apuntalar el sistema burgués.

Esta situación no es un producto espontáneo dentro de la vida social, sino el resultado


de designios políticos orientados a impedir el avance del conocimiento como uno de los
recursos para frustrar la transformación efectiva de la sociedad; y, de hecho, representa la
repetición en nuevas condiciones sociales del oscurantismo implantado por la Iglesia
católica en el medioevo. El cientista social Atilio Boron recuerda que, particularmente en
América Latina. “la academia ha sido objeto de especial atención a la hora de erradicar de
sus aulas toda forma de pensamiento crítico, sobre todo en la economía y las otras ciencias
sociales amén de las humanidades. Este objetivo fue trazado explícitamente en los primeros
años de la segunda postguerra cuando intelectuales (definidos en forma amplia como para
incluir académicos, periodistas y ‘pensadores’ en general, pero cuyas ideas llegaban al gran
público) y militares tenían que asegurar el orden social y político favorable a los intereses
globales del imperio”. Y quienes en el ámbito académico se han adaptado a las pautas
dictadas por el poder dominante y actúan de modo acrítico y conformista, son favorecidos
de diversos modos: a través de cooptaciones para uno u otro cargo o de becas, subsidios,
distinciones, viajes, etc. brindados por instituciones oficiales, fundaciones privadas
internacionales, oenegés que sirven de fachada a organismos neoliberales de penetración
cultural, sectas religiosas fundamentalistas, etc. Tales académicos son diligentes peones
dedicados a la difusión de la reaccionaria concepción burguesa del mundo, la sociedad y el
hombre, que regurgitan ante sus alumnos los variados “alimentos intelectuales” preparados
por los ideólogos del imperialismo y que han asimilado sin siquiera una pizca de análisis.
Por ello, agrega Boron, “con su fanática adhesión al conocimiento fragmentario, su
intransigente defensa de los estrechos campos disciplinarios y su sometimiento a los
modelos organizativos y las teorías elaboradas en el capitalismo desarrollado,… han
renunciado a toda pretensión de interpretar el mundo correctamente. En suma, la academia
ha renunciado a querer cambiar el mundo y, en sus versiones más postmodernas, también a
explicarlo. En el mejor de los casos, a interpretarlo como si la prosaica y embarrada
realidad fuese apenas un texto susceptible de una multiplicidad de lecturas”, expresando así
un irracionalismo en el que la objetividad y “las categorías de verdad y falsedad están
totalmente ausentes”.

Estas circunstancias, evidentemente adversas para el desarrollo cognoscitivo y social,


hacen absolutamente necesaria como cuestión de principios la obstinada perseverancia en la
brega por la reivindicación de la razón, la verdad y la ciencia, en calidad de parte
inseparable de la lucha por la conquista de una sociedad de nuevo tipo y la auténtica
libertad para todos los hombres. Entre otros importantes aspectos, esa lucha implica el
desenmascaramiento de los diversos fetiches materiales e ideológicos propios de la
sociedad burguesa que distorsionan la comprensión racional del mundo real, instalan la
fragmentación del todo social, sacralizan la explotación de los seres humanos, oprimen
como una pesadilla la vida y la mente de los hombres (tal cual decía Marx) e imponen
múltiples servidumbres, ilusiones, supercherías y supersticiones. Es preciso, entonces,
enarbolar, llevar a la práctica social, difundir y desarrollar un pensamiento científico,
crítico y revolucionario, es decir, “un saber integral y unificado que es lo único que permite
reproducir, en el plano del pensamiento, la totalidad compleja y siempre cambiante de la
vida social, en donde las diferencias entre lo social, lo económico, lo cultural y lo político
son, como observaba Antonio Gramsci, distinciones metodológicas que no deben reificarse
y convertirse en distinciones ontológicas” (17). Sólo así resulta viable la correcta
interpretación de la realidad como guía para su transformación efectiva, rechazando los
cantos de sirena reaccionarios y las posturas irracionalistas.

En un extenso y minucioso texto dedicado al análisis integral del irracionalismo,


Lukács apuntaba que la actitud favorable o contraria a la razón define a una determinada
concepción filosófica y, a la vez, precisa el rol que cumple en la vida social. Esto se debe al
hecho real de que la propia razón no es algo que flota por encima del desarrollo de la
sociedad, es decir, algo “neutral” o “imparcial”, sino que refleja siempre el carácter
(racional o irracional) de una situación social o de una tendencia del desarrollo a las que
proporciona cierta claridad conceptual para impulsarlas o un enfoque defectuoso para
estancarlas. Sin embargo, la determinación social de los contenidos y formas de la razón no
significa en modo alguno la consagración de cualquier relativismo histórico. En el marco de
la condicionalidad histórica de esos contenidos y formas, el carácter progresivo o regresivo
de toda situación social o tendencia del desarrollo es siempre algo objetivo, independiente
en su accionar de la conciencia humana. Así, históricamente “las diferentes etapas del
irracionalismo nacen como otras tantas respuestas reaccionarias a los problemas
planteados por la lucha de clases. El contenido, la forma, el método, el tono, etc., de sus
réplicas en contra del progreso social no los determina, por tanto, aquella lógica interna y
privativa del pensamiento, sino que los dictan, por el contrario, el adversario, las
condiciones de la lucha que a la burguesía le vienen impuestas desde fuera”. En particular,
“el irracionalismo moderno… ha surgido y se manifiesta… en la lucha constante contra el
materialismo y el método dialéctico. En lo cual esta disputa filosófica es también un reflejo
de la lucha de clases”.

En nuestros días, esa orientación reaccionaria es muy evidente en los ideólogos del
pragmatismo norteamericano (la actual filosofía del imperialismo, según la caracterización
del filósofo Harry K. Wells) y en sus esfuerzos por desacreditar y combatir la ideología del
proletariado, ofreciendo al hombre “cierto ‘confort’ en lo tocante a la concepción del
mundo y a la ilusión de una libertad total, la ilusión de la independencia personal y la
dignidad moral e intelectual en una conducta que lo vincula en todos y cada uno de sus
actos a la burguesía y lo convierte en su servidor incondicional”. No obstante, “la
agudización de esa lucha va unida a un constante descenso del nivel moral y espiritual de la
ideología burguesa”, ya que “constituye un fenómeno general… el que la defensa del
‘mundo libre’, como supuesto fundamento para un desarrollo sano de la humanidad, se
lleve a cabo en íntima alianza con la decadencia intelectual y moral. Esta alianza no tiene
nada de casual”. Aunque algunos de esos pensadores retrógrados pudieran estar por
completo convencidos de que la sociedad burguesa es la única capaz de brindar “ventajas”
para la vida y el desarrollo de las personas, “perciben instintivamente que sólo pueden
encontrar una base de existencia en un mundo objetivamente pútrido” y así “el cinismo
político de los sistemas extremadamente reaccionarios puede aprovechar de modo excelente
a estos ideólogos” (18). Por tanto, es absolutamente indispensable pensar y actuar con
sentido crítico a contracorriente de las nociones y las normas imperial-burguesas, llamar a
las cosas por sus verdaderos nombres y entender la historia a contrapelo de sus versiones
academicistas, deformadas irracional e interesadamente.

En esta línea, la Primera Parte de nuestro texto está dedicada a estudiar los elementos
teóricos y socio-políticos que sirven de base al enfoque objetivo del desarrollo humano. Se
hace una reseña del proceso de elaboración científica de la concepción materialista del
mundo, la sociedad y el hombre propia del proletariado en oposición a la concepción
idealista-burguesa y, con atención especial, se examina el devenir histórico de las
apreciaciones humanistas en las formaciones sociales antagónico-clasistas en las que ha
transcurrido la existencia de las personas. En el análisis de la sociedad burguesa, como
proceso histórico-concreto pleno de asimetrías, contradicciones y antagonismos esenciales,
se trata de evidenciar que uno de los rasgos inherentes al capitalismo es la anarquía de la
producción, cuyas expansiones y convulsiones generan recurrentes crisis como elementos
intrínsecos del propio desarrollo capitalista. Estas crisis implican la destrucción de masas
ingentes de capital, la renovación de sus formas de concentración y acción, los reacomodos
de fuerzas entre los sectores burgueses con los respectivos cambios políticos e ideológicos,
el endurecimiento de las condiciones de explotación del trabajo asalariado y el
acrecentamiento de aplastantes penurias para los sectores populares. Se precisa que el
advenimiento de la fase neoliberal del capitalismo, con la hegemonía del gran capital
financiero y su accionar especulativo-parasitario, ha constituido el intento de dar salida a la
crisis generada por la notable merma de la tasa media de beneficio y la desvalorización del
capital productivo que afectó las bases sistémicas en el último tramo de la hegemonía del
capital industrial; pero sólo para instalar una más profunda, integral, multiforme y
destructiva crisis sin soluciones viables a la vista que destaca la senilidad del sistema y la
decrepitud de la civilización burguesa. Las consecuencias de estos hechos son sumamente
siniestras: el propio curso del capitalismo neoliberal acentúa el parasitismo, la corrupción y
la barbarie típicos del sistema y acelera la descomposición sistémica misma, determinando
que el desarrollo humano (es decir, la formación, el desarrollo y la vida entera de la enorme
mayoría de personas en el mundo) sea objeto de desprecios, agresiones y degradaciones sin
precedentes en la historia.

El envilecimiento del desarrollo humano, promovido y llevado a cabo con brutal


sevicia por la gran burguesía imperialista en la actual fase neoliberal del capitalismo, tiene
base objetiva en la híper-concentración de la riqueza social en un minúsculo y exclusivista
sector de propietarios, la existencia de niveles crecientes de desigualdad y el aumento sin
pausa de la depredación social y natural, lo que significa sobre-explotar en mucho mayor
medida a los trabajadores, condenar a la inmensa mayoría de la población planetaria a
existir en condiciones de suma precariedad sin ningún tipo de garantía para la satisfacción
de sus necesidades más elementales y destruir la naturaleza. El “desarrollo social y
humano” que postula la gran burguesía tiene como su rasgo más característico la necrofilia.
La vida real de las personas (y la vida en general) ha sido convertida en una abstracción y
es valorada según el aporte que puede representar para el incremento de los beneficios del
puñado de mega-corporaciones que dominan y controlan la vida de la sociedad; quienes no
cumplen con ese requisito son considerados “sobrantes” que deben ser excluidos por
completo, abandonados a su suerte y, por tanto, sentenciados sin apelaciones a morir. Con
la vigencia de estos designios homicidas y ecocidas, se puede comprobar objetivamente no
sólo el modo en que las prácticas sociales y personales resultan cada vez más avasalladas y
deformadas, sino también la manera en que las subjetividades son atacadas, distorsionadas
y desquiciadas. Por ello, en las actuales condiciones sociales la visión científica integral del
desarrollo humano necesita tener especial respaldo en la teoría marxiana del fetichismo de
la mercancía y de las diversas alienaciones que derivan de tal fenómeno social. En el
Capítulo respectivo, se describe el proceso de elaboración de esta teoría y el carácter de su
forma definitiva como elemento fundamental de guía y esclarecimiento para aprehender la
complejidad de la vida social contemporánea y entender cómo tiene lugar la existencia y
configuración de los hombres y mujeres concretos dentro de ella.

La Segunda Parte del texto, más directamente ligada al quehacer profesional personal
del autor, resalta la gran complejidad de la estructura integral del hombre en el marco de la
irrompible unidad dialéctica de la especie y el individuo humanos. Por un lado, reseña los
más importantes criterios científico-particulares sobre el proceso antropogénico, de origen
del hombre y de conformación y desarrollo histórico de su especificidad somática, psíquica
y socio-cultural. Y, por el otro, aborda los diversos aspectos del proceso ontogénico, de
formación, dirección y despliegue de la individualidad a través de una cadena de estadios
cualitativamente distintos y dialécticamente ensamblados dentro de un contexto social
histórico-concreto. En el propósito inicial de trabajo, esta Segunda Parte debía completarse
con el estudio de la génesis, estructura y funciones del cerebro y el psiquismo humanos,
pero esos tópicos ya los hemos examinado en otros escritos y consideramos innecesario
repetirlos, por lo que cabe remitir a ellos (19).

A lo largo de este libro, es notoria la constante reiteración de determinados principios


teóricos esenciales en los desarrollos temáticos. Ello tal vez podría considerarse como una
fatigosa redundancia. Sin embargo, además de representar el uso de un recurso expositivo
para dotar a las formulaciones dadas de una claridad deseable, significa un necesario y
continuo repaso de los puntos de partida y de apoyo en el proceso discursivo, los cuales no
son inmutables ni están fijados de una vez para siempre, sino que se hallan siempre abiertos
a la prueba de su validez cognoscitiva y práctica y a la crítica objetiva. Como apuntaba el
destacado médico e investigador Jorge Thénon refiriéndose a una labor intelectual asentada
en la dialéctica materialista, “El retorno constante a los principios liminares tiene por objeto
familiarizar… con las reglas de un método y una filosofía que no es una ciencia ubicada por
encima de las otras, sino un método que penetra todas las ciencias naturales y sociales y
que en su desarrollo se enriquece con los aportes de estas ciencias. En suma, es un
instrumento de investigación e inducción creadora; no es un dogma para el que todo está
explicado, ni una técnica de pensamiento abstracto que se impone a la realidad” (20).

Además, señalaba Thénon en otro trabajo, con tal ejercicio se “pondrá a prueba, en
nuestro discurrir, el grado en que hemos incorporado el método dialéctico, si en verdad
entraña y hasta qué punto el dinamismo de nuestro pensamiento, si se ha logrado pasar de
la etapa meramente informativa a la etapa creativa y en qué forma el más fecundo venero
de creación filosófica y científica se convierte en un irremplazable instrumento de la
crítica”. De allí que “el examen de las posiciones idealistas en psicología como en otras
disciplinas científicas no debe limitarse exclusivamente a la denuncia de las fuentes
filosóficas que nutren la producción de escuelas dadas, cifrando en cambio su confianza en
la eficacia científica de nuestras propias investigaciones y ensayos. La confrontación
directa es una de las formas más importantes y demostrativas de la fuerza de una ideología”
(21), sobre todo si ésta tiene ligazón intrínseca con la vida real y la actividad concreta de las
personas; y en especial si ella interviene claramente en el examen de una cuestión tan
fundamental como la del desarrollo humano, en la que abundan las apreciaciones
mistificadoras, las distorsiones y los contrabandos.

En definitiva, los mencionados principios fundamentales constituyen el núcleo vital


de un pensamiento científico-crítico orientado a contribuir en la radical transformación de
la sociedad, ligado íntima e inseparablemente a una actitud ética de invariable respeto a los
seres humanos y a una práctica concreta colectiva y personal de compromiso y solidaridad
con respecto a su vida actual y a su porvenir. Tal pensamiento, unido a esa actitud y esa
práctica, está ya presente en los sectores más avanzados del campo popular y, de una u otra
manera aunque todavía con cierta lentitud, se va abriendo paso, expandiendo y expresando
en la vida y actividad cotidiana de las clases subalternas, en sus exigencias de justicia y
libertad, en sus tenaces luchas por una existencia digna, en la plasmación de esfuerzos
colectivos encaminados al logro del bien común e incluso en el arte que crean con singular
originalidad, gran belleza, profundo sentido humano y proyección de futuro. La creatividad
popular es prácticamente inagotable y en especial en el terreno artístico se manifiesta de
modo múltiple y diverso en la literatura, la pintura, la artesanía y, sobre todo, en la música
con su amplitud de irradiación y gran poder testimonial. Sin desmedro alguno de su valor
en dichas otras áreas, es probablemente en las canciones de contenido progresista donde el
sentido crítico se muestra de modo más claro y contundente reflejando las hondas y
sentidas aspiraciones de las masas del pueblo. Entre una enorme cantidad de autores basta
recordar, por ejemplo, las notables creaciones de Atahualpa Yupanqui y Eduardo Falú,
Felipe Pinglo, Manuel Acosta Ojeda y Alicia Maguiña, Violeta Parra y Víctor Jara, Chico
Buarque de Hollanda, Alfredo Zitarrosa y los exponentes de la Nueva Trova cubana. Y, en
nuestra opinión, una postura ético-crítica insoslayable sobre la situación actual y el destino
colectivo de hombres y mujeres está resumida en el llamado a Honrar la vida, hermosa
canción de la talentosa compositora e intérprete argentina Eladia Blázquez: “No,
permanecer y transcurrir/ no es perdurar, no es existir ni honrar la vida./ Hay tantas
maneras de no ser,/ tanta conciencia sin saber adormecida”./// “Merecer la vida no es
callar y consentir/ tantas injusticias repetidas./ Es una virtud, es dignidad/ y es la actitud
de identidad más definida”./// “Eso de durar y transcurrir/ no nos da derecho a presumir,/
porque no es lo mismo que vivir/ honrar la vida”./// “No, permanecer y transcurrir/ no
siempre quiere sugerir honrar la vida./ Hay tanta pequeña vanidad/ en nuestra pobre
humanidad enceguecida”./// “Merecer la vida es erguirse vertical/ más allá del mal de las
caídas./ Es igual que darle a la verdad/ y a nuestra propia libertad la bienvenida”./// “Eso
de durar y transcurrir/ no nos da derecho a presumir,/ porque no es lo mismo que vivir/
honrar la vida”.
Finalmente, aunque no se les nombre porque la lista es larga, sería injusto y desatento
dejar de expresar profunda gratitud a los entrañables camaradas locales y de otras latitudes
con los que, en el trato personal a través del tiempo, intercambiamos puntos de vista acerca
de temas que se abordan en este libro. Con afecto y paciencia, ellos criticaron nuestras
vaguedades conceptuales, promovieron la corrección de errores en la apreciación de los
procesos objetivos e insistieron en la necesidad del rigor metodológico: en todo caso, si
buena parte de esas deficiencias derivadas de nuestras limitaciones personales han tendido a
persistir, eso no desmerece en modo alguno el lúcido y generoso aporte de los camaradas.
El sentimiento de gratitud debe extenderse a los queridos compañeros obreros y de otros
sectores populares con los que también pudimos dialogar fraternalmente en torno al vivir, el
sentir y el pensar de los trabajadores y las masas; y, sobre todo, a Pablo Furutani V. y
Florencio Reyes Ch., ya físicamente ausentes, quienes plenos de bonhomía nos guiaron
hacia la comprensión de la real y gran importancia de los saberes y prácticas ancestrales de
nuestro pueblo (en especial, los terapéuticos), y del significado de fenómenos presentes en
la vida social que la ciencia contemporánea aún busca dilucidar.

Notas

(1) El esquema ideológico-cultural gran burgués se aplica y domina en todos los


niveles y aspectos de la vida social, influyendo especialmente en diversas capas
de intelectuales, académicos, escritores y artistas que, por ignorancia, desidia o
crasa conveniencia, lo asumen sin vacilar y lo difunden en el conjunto de la
población. Cf. al respecto, entre muchos otros autores, Karel Kosik: “Dialéctica
de lo concreto. Estudio sobre los problemas del hombre y el mundo”, Grijalbo,
México 1976; Adam Schaff: “Historia y verdad”, Grijalbo, México 1974, y
“Lenguaje y conocimiento”, Grijalbo, México 1967; Samir Amin, Perry
Anderson y otros (comp. Atilio Boron): “Nueva hegemonía mundial.
Alternativas de cambio y movimientos sociales”, Clacso, Buenos Aires 2004;
Fredric Jameson, Gilbert Achcar, Jacques Bidet y otros: “La hegemonía
norteamericana”, Actuel Marx, Buenos Aires 2000; Mario Benedetti, Eduardo
Galeano y otros: “Crítica de la ‘modernidad’ y la ‘globalización’ ”, Ediciones
del Salmón, Lima 1996; Vicente Romano: “La formación de la mentalidad
sumisa”, Educap, Lima 2008; Naomi Klein: “La doctrina del shock. El auge del
capitalismo del desastre”, Paidós Ibérica, Barcelona 2007; Raj Patel: “Obesos y
famélicos. Globalización, hambre y negocios en el nuevo sistema alimentario
mundial”, Marea, Buenos Aires 2008; Alex Callinicos: “Contra el post-
modernismo. Una crítica marxista”, El Áncora, Bogotá 1993; Terry Eagleton:
“Las ilusiones del post-modernismo”, Paidós, México 1998; David Harvey:
“La condición de la post-modernidad. Investigación sobre los orígenes del
cambio cultural”, Amorrortu, Buenos Aires 1998
(2)Lenin, siguiendo a Marx y Engels, definió a las clases como “grandes grupos de
personas que se diferencian entre sí por el lugar que ocupan en un sistema de producción
social históricamente determinado, por las relaciones en que se encuentran con respecto a
los medios de producción (relaciones que en gran parte las leyes refrendan y formalizan),
por el papel que desempeñan en la organización social del trabajo y, consiguientemente,
por el modo de percibir la parte de riqueza social de que disponen. Las clases son grupos
humanos, uno de los cuales puede apropiarse del trabajo de otro por ocupar puestos
diferentes en un régimen determinado de economía social” (“Una gran iniciativa”, en
“Obras Escogidas en Doce Tomos”, t. X, Progreso, Moscú 1977, p. 12). En esta definición
está puntualizada la determinación de los agentes sociales por su lugar en el proceso
productivo, es decir, en el campo económico, pero sólo en términos principales y de ningún
modo exclusivos. En efecto, al igual que los dos grandes maestros revolucionarios y en
abundantes escritos, el propio Lenin señaló siempre que los elementos económicos cumplen
un rol determinante en un modo de producción y en una formación social, pero en unidad
inseparable con factores políticos, ideológicos y culturales, o sea, súper-estructurales. Esto
implica, por otra parte, que las clases representan, en un mismo y único proceso, prácticas,
ideas, contradicciones y luchas, lo cual significa que las clases no existen primero como
tales y sólo después entran en conflicto y lucha. Por tanto, como indica Nicos Poulantzas,
para el marxismo “únicamente las relaciones de producción no bastan… para determinar
una clase social en un modo de producción y para localizarla en una formación social. La
referencia a las relaciones ideológicas y a las relaciones políticas es absolutamente
indispensable… Una clase distinta, capaz de constituirse en fuerza social en una formación
social, no puede ser localizada sino cuando su lugar en las relaciones de producción se
refleja, a nivel político e ideológico, por efectos pertinentes” (“Fascismo y dictadura”, Siglo
Veintiuno, Buenos Aires 1974, p. 276). Y en otro texto precisa que “una clase social se
define por su lugar en el conjunto de las prácticas sociales, es decir, por su lugar en el
conjunto de la división social del trabajo, que comprende las relaciones políticas y las
relaciones ideológicas”. En esta determinación estructural de clase, “las clases no existen
más que en la lucha de clases” (“Las clases sociales en el capitalismo actual”, Siglo
Veintiuno, México 1990, p. 13)

(3) Cf. C.G. Diliguenski y otros: “Psicología social de las clases”. Cartago, Buenos Aires
1967

(4) Cf. Adam Schaff: “Ideología y marxismo”. Grijalbo, México 1980

(5) José Ramón Fabelo Corzo ha estudiado de modo objetivo, preciso y claro el carácter,
contenido, función e importancia social de los valores en su texto “Los valores y sus
desafíos actuales”, Educap, Lima 2007
(6) Nicos Poulantzas anota al respecto: “existe, en el seno de una formación social, no
simplemente una ideología dominante, es decir, un discurso ideológico al cual esa
ideología, por su predominio mismo, atribuye un carácter relativamente sistemático, sino
verdaderos subconjuntos ideológicos. Éstos están constituidos por el predominio, en su
seno, de ideologías propias de otras clases distintas de la clase dominante: ideología de la
clase obrera, ideología pequeño-burguesa. Se entiende que si la ideología dominante, es
decir, la ideología de la clase dominante, domina efectivamente en el conjunto de una
formación social, es porque logra, por múltiples recursos, impregnar igualmente las
ideologías propias de los subconjuntos ideológicos… Así, se hace evidente que toda crisis
de la ideología dominante afecta al conjunto del universo ideológico de una formación
social. Aun así no lo afecta siempre de la misma manera. Por ejemplo, puede ocurrir que
una crisis aguda de la ideología de la fuerza social dominante permita un avance o
progresión, en la formación, de la ideología de la fuerza social antagónica. Hasta es posible
asistir a un ‘reemplazo’ relativo de aquélla por ésta antes incluso de que una revolución, en
sentido estricto, ocurra. Caso clásico, la situación en Francia de la ideología burguesa
‘reemplazando’ subrepticiamente a la ideología feudal antes de la Revolución Francesa”.
Por otra parte, “sabido es, desde el Manifiesto Comunista, que la ideología dominante
dispone siempre de un lenguaje específico destinado, más particularmente, a la exportación
hacia las clases dominadas. Marx hablaba así del socialismo burgués (que no hay que
confundir con el socialismo utópico) y hasta del socialismo feudal” o ideología utilizada
por los representantes de los grandes terratenientes para ganar el apoyo de las masas
populares en su lucha contra el capital (“Fascismo y dictadura”, ed. cit., pp. 78 y 116)

(7) Lenin remarcó en numerosas ocasiones el carácter integral de la visión de la realidad


social presente en la ideología proletaria y desarrollada en el curso de la lucha de clases.
Señaló, por ejemplo, que “La conciencia de las masas obreras no puede ser una verdadera
conciencia de clase si los obreros no aprenden (basándose en hechos y acontecimientos
políticos concretos y, además, actuales sin falta) a observar a cada una de las otras clases
sociales en todas las manifestaciones de su vida intelectual, moral y política; si no
aprenden a hacer un análisis materialista y una apreciación materialista de todos los
aspectos de la actividad y la vida de todas las clases, sectores y grupos de la población”.
De allí que “el obrero debe… saber orientarse entre los múltiples sofismas y frases en boga
con los que cada clase y cada sector social encubre sus apetitos egoístas y su verdadera
‘entraña’; debe saber distinguir qué instituciones y leyes reflejan tales o cuales intereses y
cómo lo hacen”. Por tanto, incurre en grave error “quien orienta la atención, la capacidad de
observación y la conciencia de la clase obrera de manera exclusiva (o aunque sólo sea con
preferencia) hacia ella misma”, cuando de lo que realmente se trata es de tener “completa
claridad no sólo de los conceptos teóricos o, mejor dicho, no tanto de los conceptos teóricos
como de las ideas, basadas en la experiencia de la vida política, sobre las relaciones entre
todas las clases de la sociedad actual”. (“¿Qué hacer?”, en “Obras Escogidas en Doce
Tomos”, t. II, Progreso, Moscú 1975, pp. 66-67)
(8) Aníbal Ponce: “Los autores y los libros”. El Viento en el Mundo, Buenos Aires 1970,
p. 178

(9) René Zazzo: “Oú en est la psychologie de l’enfant?”. Editions Denöel/Gonthier, Paris
1983, pp. 21-22

(10) Cf. Daniel Bell: “El fin de las ideologías”. Sigma, Caracas 1970. Cf. también la
crítica de esta moda burguesa en L. Moskvichov: “Teoría de la ‘desideologización’.
Ilusiones y realidad”, Progreso, Moscú 1974

(11) K. Marx: “Manuscritos económico-filosóficos de 1844”, en K. Marx y F. Engels:


“Escritos económicos varios”, Grijalbo, México 1962, p. 85

(12) Cf. en particular L.S. Vigotski: “Historia del desarrollo de las funciones psíquicas
superiores” y “Pensamiento y lenguaje”, en “Obras Escogidas”, Visor, Madrid,
respectivamente t. III 1995 y t. II 1993

(13) K. Marx: “El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”. Ediciones en Lenguas


Extranjeras, Pekín 1978, p. 9

(14) Antonio Gramsci: “Antología”, Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán.


Siglo Veintiuno, México 1980, pp. 353-354
(15) Por ejemplo, J. Piaget estudia las “operaciones” del juego propias de una “estructura
cognitiva” dada, pero deja de lado su contenido y significación objetiva en la vida del niño.
Tiene interés, entonces, revisar los criterios de Piaget, K. Lorenz, Erik K. Erikson, René
Spitz, L.B. Murphy y P.H. Wolff en la compilación realizada por Maria W. Piers: “Juego
y desarrollo”, Crítica, Barcelona 1982. Y también los puntos de vista de Susanna Millar:
“Psicología del juego infantil”, Fontanella, Barcelona 1972

(16) K. Marx: “El Capital”. EDAF (2 vol.), Madrid 1967, t. II, pp. 1038-1039

(17) Atilio Boron: “De académicos, intelectuales y mercenarios”, en “Bitácora de un


navegante. Teoría política y dialéctica de la historia latinoamericana: antología esencial”,
CLACSO, Buenos Aires 2020, pp. 631, 635 y 647-648. Donaldo Macedo puntualiza las
actitudes y conductas de los intelectuales domesticados por el sistema en el “Prólogo” a
Noam Chomsky: “La (des)educación”, Crítica, Barcelona 2007

(18) Georg Lukács: “El asalto a la razón”. Grijalbo, Barcelona 1967, pp. 8, 6, 19, 644 y
646

(19) Cf. “El cerebro humano. Bases neuropsicológicas del aprendizaje” y “El psiquismo
humano”, que aportamos en el colectivo de autores “Proceso de enseñanza-aprendizaje,
neuropsicología y condicionamiento social”, Educap/EPLA, Lima 2008, pp. 65-105 y 107-
141, respectivamente

(20) Jorge Thénon: “Psicología dialéctica”. Platina, Buenos Aires 1963, p. 10


(21) Jorge Thénon: “La imagen y el lenguaje”. La Pléyade, Buenos Aires 1971, p. 8
PRIMERA PARTE

ASPECTOS TEÓRICOS Y SOCIO-POLÍTICOS


I: ¿Qué es el hombre?

Establecer qué es el hombre, cuál es su origen, qué lugar ocupa en el mundo, en qué
consiste su esencia humana, cuáles son las particularidades propias de su estructura física y
mental, cómo y merced a qué factores se produce su desarrollo, y cuál es su proyección
hacia el futuro como individuo y como especie, constituye un problema tan añejo como la
civilización misma. Y en el desenvolvimiento civilizatorio ha representado desde siempre
un aspecto neurálgico en el pensar filosófico, originando la más amplia diversidad de
respuestas. Ante ello, y teniendo en cuenta las dramáticas y amenazantes circunstancias
históricas que hoy afronta la humanidad, es de suma obviedad que en la consideración
actual de los asuntos humanos resulta primordial dar respuesta, de manera objetiva y
coherente, a la pregunta substancial ¿qué es el hombre, cuál es su realidad presente y cuál
su futuro? Muy lejos de ser superflua, esta pregunta no es tampoco en modo alguno banal
ni, menos aún, puramente académica (1). Más bien, encierra una fundamental cuestión
teórica, de incalculables repercusiones prácticas, que exige ser tratada con rigor científico
para que la aproximación a ella tenga un carácter concreto, crítico y responsable, recusando
la apelación complaciente a vectores o elementos sobrenaturales y a la especulación ajena a
la realidad que muchas veces “matiza” eclécticamente sus quimeras con determinados datos
de la ciencia aislados, a su vez, de su contexto objetivo.
No es producto de la casualidad que, en lo fundamental, los pensadores del pasado
convirtieran los problemas referidos a la concepción del hombre en el asunto clave de sus
indagaciones, ya que de uno u otro modo esas preocupaciones atendían al discurrir concreto
de la vida social de su tiempo y a los numerosos conflictos que emergían y se desarrollaban
en su curso. Tampoco obedece al azar que contemporáneamente tal cuestión posea
completa vigencia y que sea inmenso el rol asignado al hombre en las investigaciones
científicas. Nunca antes el ser humano había sido encarado simultáneamente por tantas
ciencias, ni desde tantos puntos de vista; y jamás la filosofía, en su empeño por convertirse
en la ciencia universal sobre el hombre, había contado con la profusión de datos
(biológicos, genéticos, sociales, psicológicos, culturales, etc.) que le aporta la ciencia
moderna. Hoy, la muy alta atención puesta sobre el hombre se traduce en los casi
innumerables estudios, de la más diversa textura, sobre serios y exacerbados problemas en
los ámbitos político, económico-social, étnico, ecológico-ambiental, ideológico-cultural,
psicológico, educacional, ético, etc. Por ello, no causa extrañeza la aparición de las más
diversas teorías antropológicas, diferenciadas tanto por los problemas que abarcan como
por las técnicas de investigación que utilizan, pero todas intentando definir el significado y
el sentido de la existencia humana de acuerdo cada cual con su propia perspectiva.
No obstante la gran valía del conjunto de nociones y representaciones acerca del
hombre que brindan las ciencias naturales, sociales y humanas, su importancia no es
equiparable a la que posee la filosofía del hombre. Cae de su peso que la correcta
elaboración de ésta, con el ineludible filtrado crítico del caso, sería imposible obviando los
aportes de las diversas ciencias particulares, ya que sin ellos no podría estructurarse el
sistema conceptual requerido por el pensamiento para construir una imagen del hombre
como concreción integral. Pero para estar en condiciones de destacar lo fundamental y
ubicar lo secundario en el lugar que le corresponde, no son suficientes los datos de las
ciencias, sino que es completamente necesario contar con un criterio central, proporcionado
sólo por la filosofía del hombre, como el núcleo y la base de esa integralidad. Tal criterio
central consiste en la definición objetiva, real, de la esencia humana.
En este aspecto radica la fuente de múltiples discrepancias y divergencias porque
para establecer la naturaleza y el contenido concretos de tal núcleo basal es preciso resolver
adecuadamente el problema de la correlación real, empíricamente verificable, entre los
elementos específicamente antropológicos y los factores histórico-sociales presentes en la
existencia del hombre. En tanto la cuestión de la esencia humana no quede solventada
filosóficamente de manera objetiva, cualquier intento desde una u otra ciencia particular
para desentrañar la problemática del hombre sólo podrá revelar su unilateralidad y sus
limitaciones, llegando a lo sumo a describir circunstancias, pero sin explicar realmente
nada. Eso es lo que ocurre en la actualidad, por ejemplo, con la gran mayoría de estudios
que expresan inquietudes y brindan central testimonio directo o indirecto sobre la situación
de los seres humanos alienados dentro de un mundo que les resulta extraño e intimidante;
de los sujetos ubicados en un sistema social brutalmente hostil y avasallante caracterizado
por la explotación y opresión que sufren las mayorías, donde las conquistas y realizaciones
de la humanidad no sólo no les pertenecen, sino que además han adquirido un carácter
autónomo que los subyuga y aplasta, negándoles una vida digna y posibilidades de real
desarrollo humano.
Evidentemente, esta situación y su recta comprensión plantean como imprescindible,
hoy más que nunca, la tarea histórica de transformar radicalmente tal mundo ajeno, tal
forma inhumana de sociedad (en la que dominan las cosas en detrimento de las personas y
donde los enormes y obscenos privilegios de unos pocos se contraponen a las penurias y el
hundimiento de las inmensas mayorías), para edificar una realidad social inherente a la
condición humana y en la que individuos libres y conscientemente asociados puedan
determinar su propio destino teniendo como valor supremo al propio hombre. Ya el juvenil
Marx puntualizaba que “Ser radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el
hombre, es el hombre mismo… El hombre es la esencia suprema para el hombre”, por lo
que constituye una necesidad vital “echar por tierra todas las relaciones en que el hombre
sea un ser humillado, sojuzgado, abandonado y despreciable, relaciones que no cabría
pintar mejor que con aquella exclamación de un francés al enterarse de que existía el
proyecto de crear un impuesto sobre los perros: ¡Pobres perros! ¡Quieren trataros como si
fuerais personas!” (2).
Pero la realización de dicha transformación radical, de ese cambio profundo de la
realidad social vigente para darle el carácter y la estructura exigidos por la dignidad y el
auténtico desarrollo humanos, sólo es posible con la mediación racional y objetiva del
conocimiento científico, susceptible de abrir paso a la clara toma de conciencia sobre la
existencia real del hombre, sus posibilidades prácticas y cognoscitivas en la sociedad, su
capacidad creativa y su probada vocación para modificar sus propias condiciones de vida y
actividad en correspondencia con la satisfacción adecuada de sus necesidades concretas e
históricas. De allí la importancia de responder científica y nítidamente a la pregunta
fundamental ya anotada (“temible pregunta”, como la califica Lucien Séve), porque de
dicha respuesta dependerán no sólo la comprensión de lo que es realmente el ser humano y
la justa orientación de las acciones hacia una verdadera transformación social, sino también
la definición concreta y cabal del conjunto de medios encaminados a formarlo de modo
integral, haciendo precisiones necesarias sobre la correcta configuración de su estructura
corporal, su psiquismo y su personalidad, sus diversas capacidades y las cualidades ético-
sociales inherentes al hombre; es decir, orientados a la conformación propiamente humana
del ser humano y a la amplia apertura de vías para su desarrollo multilateral (tareas en las
que, dicho sea de paso, en particular la Psicología y la Pedagogía científicas tienen una vital
responsabilidad que no pueden eludir).
Sin embargo, el esfuerzo para lograr dicha respuesta corre el riesgo de desvirtuarse
por la permanente y arbitraria intromisión e interferencia (inevitables, por lo demás, en una
sociedad de clases antagónicas) de concepciones e ideas extrañas y en general contrarias a
la ciencia, que cumplen un activo rol ideológico confusionista en la justificación, defensa y
preservación de intereses clasistas socialmente dominantes. La constatación concreta del
modo en que se contamina y distorsiona deliberadamente la consideración objetiva de los
problemas, llevó a Marx a expresar un juicio lapidario dirigido contra el falsario Malthus:
“al hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista que no provenga de ella
misma (por errada que pudiera estar la ciencia) sino de fuera, a un punto de vista ajeno a
ella, tomado de intereses ajenos a ella, a ese hombre lo llamo canalla”. Por eso, es preciso
recusar y combatir las mistificaciones y deformaciones adrede que alejan de la realidad, en
especial las del idealismo y su concepción de la historia, comprobando a través del examen
integral y objetivo de la historia de la ciencia (particularmente, la de las ciencias sociales y
humanas) que el progreso del auténtico conocimiento nunca está circunscrito al desarrollo y
afinamiento de sus aspectos puramente lógicos, sino que también implica necesariamente
opciones ideológicas de avanzada y el desbroce de las perspectivas prácticas (3).
Al respecto, hay que recordar con Séve que “el saber científico… es verdadero (y,
por lo tanto, uno) y el criterio de su verdad reside en su adecuación a su objeto, y no a tal o
cual concepción filosófica o a los intereses de tal o cual clase social… Pero la labor
científica, debido al carácter de las ideologías de diversos niveles que la penetran… , así
como a las prácticas sociales a que está ligada aunque sea en forma indirecta, posee
inevitablemente una orientación ideológica y un carácter de clase, sobre todo cuando se
trata de las ciencias del hombre”. Sobre esta base, es necesario rechazar “la coartada de una
concepción falsamente ‘imparcial’ (y en realidad burguesa) de la investigación en las
ciencias en general y en las del hombre en particular; y la tentativa de combatir el espíritu
de partido en el trabajo científico, vale decir, la adopción y defensa consciente de una línea
de labor que implique una consideración marxista de los principios epistemológicos, las
condiciones ideológicas y las perspectivas prácticas, sin sustituir jamás con ellos, no
obstante, los criterios específicos de la verdad… La tendencia a remitirse en el trabajo
científico a un presunto apoliticismo,… si bien puede relacionarse con una justa vigilancia
contra cualquier degradación ideológica y utilitarista del saber, es también índice de un
retroceso en la batalla por la verdad, bajo la múltiple presión de la burguesía” (4).
Por ello, no se debe perder de vista que “los grandes problemas teóricos, planteados
en su justo término y bien comprendidos, son a la vez problemas de extraordinaria
trascendencia práctica. Ver como es debido los problemas teóricos importantes significa
verlos en su conexión con los problemas esenciales de la vida… Así como dos líneas que
diverjan de modo significativo en su punto de partida se van separando más entre sí cuanto
más se apartan de dicho punto, una pequeña desviación del camino justo en el terreno de la
teoría aumenta indefectiblemente a medida que nos adentramos en la esfera práctica de la
vida partiendo de los problemas teóricos iniciales. La defensa de la línea justa en los
problemas teóricos esenciales constituye, pues, una cuestión no ya de honestidad científica,
sino, en último término, de responsabilidad social y política por el destino del hombre…
Esta es la única actitud que cabe respecto a tales problemas. De otro modo, ni siquiera
vale la pena abordarlos”. De tal suerte, y en definitiva, “Los problemas que se refieren al
conocimiento del mundo, si se plantean en sus justos términos, quedan relacionados, en
última instancia, con los que tratan de la transformación revolucionaria del mismo” (5).
Las visiones acerca del hombre
Ahora bien, el surgimiento de la civilización y su despliegue fueron llevando al
planteamiento de la pregunta esencial y la búsqueda de respuestas fue teniendo lugar en
correspondencia con el desarrollo socio-cultural y las jerarquías del pensamiento que
históricamente se iban logrando. Diversas apreciaciones le fueron atribuyendo al hombre
unas u otras cualidades por su carácter de único ser vivo en condiciones de reflexionar
sobre su propia naturaleza y su propia valía. En la Antigüedad, en el marco social de clases
antagónicas y de la lucha entre ellas, fueron progresivamente surgiendo, en las culturas
orientales y particularmente en la griega clásica, determinadas concepciones (en general,
asentadas en un materialismo ingenuo y una dialéctica espontánea) que elaboraron la idea
acerca de la unidad material del universo como realidad auto-generada y, a partir de ella,
pusieron primordialmente la atención en la estructura del mundo, explicando la ubicación
del hombre dentro de él en función de tal estructura. Así, las interrogaciones sobre el ser
humano se derivaban de las preguntas sobre el carácter de los objetos del mundo ya que el
hombre era conceptuado como una unidad indivisible entre ellos, aunque se tratara del
“objeto” peculiar pensante y actuante que señalaba lo que eran las demás cosas y él mismo.
Estas concepciones, hitos iniciales para el posterior desarrollo histórico de la ciencia, se
hallaban en oposición a otras de carácter idealista y mitológico que asignaban un origen
extra-natural a la realidad y al propio hombre, poseedor de atributos especiales concedidos
por imaginarias deidades. Tal oposición entre materialismo e idealismo primarios, como
reflejo ideológico de los conflictos sociales, de la lucha entre clases contrapuestas y entre
sectores dentro de una misma clase, marcaba ya el carácter contradictorio, desde el inicio,
del desarrollo del pensar filosófico (6).
Sin embargo, el naturalismo animista surgido en los tiempos remotos de la sociedad
gentilicia estaba incorporado (con determinadas modificaciones) como herencia ideológica
en el esclavismo y, con el cobijo de la separación entre el trabajo manual y el trabajo
intelectual, servía de base a diversas formas de una concepción dualista simple con respecto
a la naturaleza y al hombre (7). El despliegue de la sociedad esclavista en Occidente y el
asentamiento de la clase dominante, los paulatinos cambios sociales y las contingencias de
la lucha de clases, fueron generando importantes modificaciones en la conciencia social y la
subjetividad de los individuos, elementos que se entrelazaron con el escaso desarrollo de las
fuerzas productivas y las objetivas limitaciones práctico-cognoscitivas propias de la época
para traducirse progresivamente en la dominancia de las concepciones idealistas, que
multiplicaron su influencia con la emergencia del pensamiento judeo-cristiano. Se produjo,
entonces, un cambio ideológico medular, un generalizado vuelco dualista en la apreciación
del universo y del ser humano que dividiría la realidad en dos “dimensiones” (una real-
concreta de carácter finito y otra ideal-abstracta de tipo “superior” e infinito) y segmentaría
al hombre en una parte corporal y otra “espiritual”. Con este cambio, se impondría de modo
casi indiscutible el “reinado del espíritu” y, en adelante, la visión objetiva e indivisa del
hombre como elemento conformante del cosmos sería relegada, adquiriendo lugar
preeminente la forma abstracta y dualista de concebirlo como sujeto y fin supremo de
creación sobrenatural: como ser posicionado en el mundo real, pero que lo trascendía
místicamente por estar dotado de un “alma inmortal” (“partícula del espíritu divino”, la
llamaría después Linneo) y cuya esencia ya no se hacía derivar de la esencia del universo,
sino que representaba la manifestación, realización y justificación de la divinidad creadora.
Quedó así sancionada arbitrariamente la dicotomía del hombre a través de la artificial
y falsa contraposición entre su estructura corporal concreta apreciada como “reducto del
pecado” y una “espiritualidad” abstracta, universal y sin historia. Y por existir en un mundo
terrenal finito aspirando al ingreso a otro infinito de carácter celestial, el individuo humano
sólo tendría fugaz paso por un “valle de lágrimas” porque su orientación fundamental sería
el logro de la “gracia”, es decir, el acceso de los “elegidos” a la visión sempiterna de Dios,
con lo que la actividad humana estaría ya predeterminada (pese al “libre albedrío”) por la
divinidad y resultaría vano intentar modificar su rumbo. Con el beneplácito de las clases
dominantes, esta postura teológico-espiritualista, consagratoria de la resignación y la
pasividad sociales, se mantuvo como casi absolutamente imperante durante muchos siglos,
pero el desarrollo social y los avances de la ciencia fueron erosionándola y demoliéndola
progresivamente, aunque sin hacerla desaparecer, para ir dando paso a otros modos de
apreciar al hombre y su acción transformativo-creativa sobre la realidad en que vive.
Pues bien, es por demás evidente que una concepción científica del hombre tiene la
condición imprescindible de considerarlo parte de la naturaleza y, como elemento de base,
dar cuenta de los aspectos biológicos propios de su estructura corporal. Sin embargo,
limitarse a ese plano resulta no sólo insuficiente, sino también erróneo, ya que si se quiere
elaborar una imagen real del ser humano es por completo necesario situar tales aspectos
biológicos en un nivel jerárquico superior, es decir, ajustarlos en el nivel social. Al
respecto, Vigotski señalaba que, “sobre la base de una aproximación materialista dialéctica
al análisis de la historia humana, la conducta del hombre difiere cualitativamente del
comportamiento animal, al igual que la adaptabilidad y desarrollo histórico de los seres
humanos se diferencia de la adaptabilidad y desarrollo de los animales. La evolución
psicológica del individuo es parte integrante del desarrollo histórico general de nuestra
especie, y así debe ser entendida”. Esta precisión “procede directamente de la diferencia
que Engels señaló entre las aproximaciones naturalistas y las dialécticas relativas a la
comprensión de la historia humana. En el análisis histórico, el naturalismo, de acuerdo con
la noción de Engels, se manifiesta en la suposición de que únicamente la naturaleza es
susceptible de afectar a los seres humanos y que tan sólo las condiciones naturales
determinan el desarrollo histórico. La aproximación dialéctica, al mismo tiempo que admite
la influencia de la naturaleza sobre el hombre, postula que el hombre, a su vez, modifica la
naturaleza y crea, mediante los cambios que provoca en ella, nuevas condiciones naturales
para su existencia” (8). Esos cambios sólo pueden ser realizados por individuos concretos
conformantes de una determinada forma de sociedad y con la mediación de las relaciones
sociales imperantes en ella, es decir, en y a través de la sociedad.
En su crítica a la filosofía hegeliana del derecho, ya el Marx juvenil señalaba que “el
hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los
hombres, el Estado, la sociedad”. En otros términos, el hombre es un ser social e histórico.
Debido a este hecho objetivo, precisa Schaff, la concepción del hombre “cambia de modo
cualitativo apenas se introduce ella el factor del vínculo social y se vuelve concreta en
relación al carácter abstracto de la concepción estrictamente biológica, que no tiene en
cuenta el contexto social del hombre. Porque el hombre no sólo es producto de la evolución
biológica de las especies, sino que también es (en la forma en que existe como producto de
esa evolución) un producto histórico y social que cambia desde ciertos puntos de vista en
función de las sociedades y de la etapa evolutiva alcanzada, o en función de las diferentes
clases y capas de una misma sociedad. Toda concepción del hombre basada estrictamente
en propiedades biológicas generales, en las propiedades inherentes a todos los hombres (en
oposición, por ejemplo, a los demás mamíferos), sólo puede relacionarse con un ‘hombre
abstracto’, con un hombre en general, contrariamente a una concepción concreta del
hombre basada en implicaciones sociales, como miembro de una sociedad dada del
desarrollo histórico, como miembro de una clase dada, en la que concretamente ocupa un
lugar en la división social del trabajo, la civilización, etc.” (9).
De esto se desprende con total claridad, tal cual lo remarca Troise, que “no existe
filosofía fuera de la historia. Toda reflexión filosófica es temporal-espacial; vale decir, se
desenvuelve en un ambiente preciso que la condiciona… Ese ambiente es el mundo
humano; la naturaleza transformada por el hombre que crea su propio mundo, fragua su
destino y da finalidad a su propia acción. La sociedad humana: tal es el mundo del hombre.
Sociedad que se inserta sobre una realidad exterior y anterior a la existencia del hombre
mismo”. “La historia no es sino el proceso de esa asociación humana, hecha en condiciones
precisas en su punto de partida y a lo largo de todo su desarrollo hasta desembocar en las
sociedades llamadas civilizadas… El hombre que hace la historia no es el hombre genérico,
abstracto; es el hombre concreto que integra un determinado estrato social. En este
ambiente social en que el hombre vive es donde surgen todos los problemas que pueden ser
motivo de reflexión filosófica. Hacer una filosofía del hombre abstracto carece de sentido.
Sólo conduce a plantear falsos problemas y concluye en logomaquias evasivas” (10). Por
consiguiente, en el curso de la civilización las numerosas reflexiones acerca de la
problemática del hombre nunca pudieron realizarse en el vacío, es decir, al margen del
desenvolvimiento social práctico y cognoscitivo, fuera de los conflictos y luchas entre las
clases dentro de cada forma concreta de sociedad, ni obviando el dominio social de unas
ideas sobre otras o las modificaciones producidas en el ámbito intelectual en la sucesión
histórica de las formaciones económico-sociales.
Al respecto, Marx había ya anotado que “los hombres hacen el paño, el lienzo, la
seda, en el marco de relaciones de producción determinadas… (y) estas relaciones sociales
determinadas son producidas por los hombres lo mismo que el lienzo, el lino, etc. Las
relaciones sociales están íntimamente vinculadas a las fuerzas productivas. Al adquirir
nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian de modo de producción, y al cambiar el
modo de producción, la manera de ganarse la vida, cambian todas sus relaciones sociales.
El molino movido a brazo nos da la sociedad de los señores feudales; el molino de vapor, la
sociedad de los capitalistas industriales”. “Los hombres, al establecer las relaciones
sociales con arreglo al desarrollo de su producción material, crean también los principios,
las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales”. “Por tanto, estas ideas,
estas categorías, son tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de expresión.
Son productos históricos y transitorios” (11).
Por otro lado, “La clase que tiene a su disposición los medios para la producción
material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo
que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes
carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no
son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas
relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que
hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel
dominante a sus ideas. Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre
otras cosas, la conciencia de ello y piensan a tono con ello: por eso, en cuanto dominan
como clase y en cuanto determinan todo el ámbito de una época histórica, se comprende de
suyo que lo hagan en toda su extensión y, por tanto, entre otras cosas, también como
pensadores, como productores de ideas; que regulen la producción y distribución de las
ideas de su tiempo; y que sus ideas sean, por ello mismo, las ideas dominantes de la época”
(12).
De allí que la producción intelectual tanto de los pensadores del pasado como de la
actualidad, y particularmente las reflexiones acerca del hombre, no sólo posean un carácter
histórico y modificable parcial o totalmente, sino que también estén impregnadas por el
espíritu de su respectiva época y, aunque en ciertos casos no lo muestren de manera
explícita, lleven ineludiblemente consigo un sello clasista; es decir, que tengan un carácter,
un contenido y una proyección de clase respondiendo, directa o indirectamente, a los
intereses, necesidades y aspiraciones de una clase determinada. Diciendo lo mismo en otros
términos, con las variaciones dadas y los matices del caso expresan en lo esencial, de una u
otra manera, la visión del hombre y de su destino elaborada en una formación social
concreta por las clases dominantes o por las clases subalternas a través de sus respectivos
pensadores, de modo que el objetivo enfrentamiento clasista se corresponde con la batalla
entre contrapuestas concepciones e ideas de clase respecto al mundo, a la sociedad y al
propio ser humano.
Así ocurrió durante el curso del esclavismo y del feudalismo, como lo testimonia,
por ejemplo, la pugna entre el idealismo y el materialismo presidiendo toda la historia de la
filosofía desde los albores de la vida civilizada y continuando en la actualidad, con su
inevitable prolongación hacia el campo de las ciencias particulares. Pero la instauración del
capitalismo implicó el surgimiento de un fenómeno cualitativamente nuevo. No sólo
representó la emergencia de la contraposición de clase entre la burguesía y el proletariado,
sino que también (a diferencia de anteriores oposiciones clasistas) el desenvolvimiento de
tal contradicción tuvo un curso entroncado con el impetuoso desarrollo de las fuerzas
productivas y con significativos progresos en el conocimiento científico de la naturaleza, la
sociedad y el hombre mismo, posibilitándose así el despliegue ascendente de la lucha
económico-social e ideológico-política de la clase obrera y la irrupción revolucionaria del
materialismo dialéctico e histórico como concepción de nueva y superior calidad. De este
modo, apunta Merani, quedaron creadas las condiciones materiales, culturales y científicas
tanto para la cada vez más lúcida aprehensión objetiva de la realidad, cuanto para que, entre
otros aspectos, se pudiera lograr “independizar la definición del hombre del dualismo que
escindía su personalidad” y permitir que “de fin trascendental, de justificación para la
existencia del universo, descienda nuevamente a la categoría de cosa entre las cosas, pero
de cosa sui generis, peculiar, por ser la única cosa capaz de pensar acerca de su esencia y de
elaborar, a través de la acción, su propio destino” (13).
Los grandes cambios histórico-sociales y las visiones sobre el hombre
No obstante, la mencionada batalla de ideas entre clases antagónicas está muy lejos
de haber concluido y, en el contexto de la sucesión histórica de formaciones económico-
sociales, los avances de la civilización atestiguan que los asuntos referidos a la concepción
del ser humano, su actividad y su desarrollo (y, particularmente, el de las relaciones entre el
individuo y la sociedad) siempre han representado un problema teórico y práctico que,
como objeto de vehementes confrontaciones ideológico-políticas interclasistas, adquiere
enorme importancia en las épocas de crisis general del sistema social dado. En tales
épocas, lo ha remarcado Adam Schaff, ese problema se agudiza porque todas las estructuras
sociales se resquebrajan y el sistema de ideas, normas y valores establecido, aceptado y
globalmente consolidado se va desplomando de modo acelerado y, con ello, se instala la
descomposición, la disfuncionalidad, el malestar y el desconcierto en todos los ámbitos de
la vida social (14).
En tanto la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción
(contradicción vinculada íntimamente con la lucha de clases, la ideología y la cultura) no
muestra agudizaciones significativas o claro antagonismo, es decir, cuando en general los
mecanismos sociales operan sin poner en riesgo el sistema y sin complicaciones peligrosas
para las clases dominantes, el individuo formado dentro de las relaciones sociales
imperantes tiende a percibirlas como “naturales” y acepta de igual modo las normas de la
vida colectiva que regulan los vínculos de los hombres entre sí y con la sociedad. En dicha
situación, en la inmensa mayoría de casos el sujeto no tiene conciencia del modo en que, en
el interior de su grupo social y a través de la educación y la enseñanza ampliamente
entendidas, se le proporciona una determinada manera de concebir y percibir el mundo, de
pensar, sentir y actuar con arreglo a las necesidades global-concretas de quienes dominan
socialmente; ni tampoco de la forma en que le son impuestos un específico sistema de
valores fusionado con esa concepción y esa percepción, una correspondiente moral y un
conjunto de hábitos, costumbres y modalidades de comportamiento concordantes con el
mantenimiento del ordenamiento social dado.
Pero cuando debido a la crisis estructural de ese sistema las relaciones sociales
establecidas resultan corroídas y empiezan a desmoronarse, agravándose diversos conflictos
objetivos y haciéndose cada vez más encarnizadas las luchas clasistas en la base y en la
superestructura ideológica de la sociedad, también entran en crisis las ideas dominantes de
la clase dominante, se descompone y hunde el sistema de valores tradicionales, pierden
fuerza y se relajan las costumbres, y se abren las vías para la emergencia impetuosa de
apreciaciones y conductas disruptivas. En un momento así, como decían Marx y Engels en
el Manifiesto Comunista, todo lo sólido se desvanece en el aire y van desapareciendo las
certezas tradicionales; lo que antes era visto como “natural” e “imperecedero” empieza a
ser sometido a cuestionamiento de manera crecientemente acusada; y, pese a las extensas
manifestaciones de resignación o de cinismo, van surgiendo nuevas formas de actuar, sentir
y pensar como expresión de una época que exige cambios sociales medulares, y no
puramente cosméticos.
Por una u otra vía, en el seno de las clases subalternas los individuos comienzan a
tomar pungente conciencia de su objetivo aislamiento y de la situación opresiva en que
viven, planteándose explícitamente la cuestión de su relación con otros individuos y con la
comunidad. La multiplicación de las penurias de las mayorías sociales es contrastada con
las innumerables ventajas de las clases dominantes, empujando sin contemplaciones al
individuo oprimido a preguntarse si está en sus manos la conquista de una existencia
auténtica y digna, de un modo de vida realmente posible que le permita su desarrollo, su
propia realización y la de sus semejantes. Bien visto, todo esto significa la recurrencia de
un proceso conflictivo vivido por la humanidad en momentos específicos de su existencia
histórica, con formas en cada caso renovadas. Ocurrió en cada cambio histórico de una
formación económico-social por otra de nivel superior y, aunque con resultados diversos y
para entronizar una u otra dominación de clase explotadora sobre el resto de la sociedad, la
resolución violenta de las contradicciones específicas representó un avance social que
comprometió la vida, la actividad y el futuro de todos los sujetos, sin excepción.
En las épocas de tránsito histórico, tal como se describe en el Manifiesto el paso del
feudalismo al capitalismo, “Todas las relaciones inconmovibles y enmohecidas, con su
cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, se derrumban y las nuevas
envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma; todo
lo sagrado es profanado y, al fin, los hombres se ven forzados por la fuerza de las cosas a
considerar con mirada fría sus condiciones de existencia y sus relaciones con los otros”.
Cuando la formación económico-social dada y en crisis generalizada no termina de morir y
las nuevas estructuras sociales no consiguen aún emerger, es decir, en los tiempos de
transición de la vieja a la nueva sociedad, se descomponen hasta la raíz las relaciones
tradicionales entre los individuos y entre éstos y la comunidad, configurándose relaciones
nuevas en forma paulatina y en medio de numerosas dificultades. Es en tales circunstancias
cuando las cuestiones relativas a la concepción sobre el hombre, su lugar en el mundo y su
desarrollo, se plantean agudamente; y cuando los individuos de las clases subalternas
perciben (aunque sea de modo todavía borroso y con inevitables confusiones) que ya no
pueden seguir viviendo al modo antiguo y que se debe conquistar uno nuevo, a pesar de que
todavía no puedan definir con claridad cómo se debe propiamente vivir. Esas épocas
resultan propicias para que las personas dirijan su mirada crítica hacia el Estado, la política
tradicional, el orden establecido, las costumbres y la moral vigente, buscando explicaciones
realistas y rumbo definido para actuar, gestar cambios sustanciales, concretarlos y avanzar.
Sin embargo, como también se puede ver en nuestros días, se trata igualmente de
momentos históricos en los que la preservación a toda costa de la vieja sociedad y de la
respectiva dominación explotadora de clase exige no sólo la más perversa utilización de la
violencia (social, política, psicológica, cultural), sino también justificaciones ideológicas
abroqueladas, por lo general, tras profusas y sofisticadas argumentaciones filosóficas,
“científicas”, “éticas”, “culturales”, religiosas, “psicológicas”, etc., que no pueden ocultar a
plenitud su esencia irracional y oscurantista. Ocurre que cuando una clase explotadora
asiste al crepúsculo de su sistema de dominación social, sin salidas viables para su
irremediable debacle y presintiendo su eliminación histórica, pone a la luz todo su cinismo;
y a la vez, pese al uso total de los mecanismos materiales y espirituales a su alcance para
tratar de perdurar indefinidamente, da rienda suelta al más crudo pesimismo. Tal estado de
ánimo lo reflejan sus ideólogos y pensadores aseverando que la abolición del sistema de
explotación del caso implicaría el “caos universal”, la “aniquilación de la cultura” y la
“liquidación de toda vida civilizada” (15), dedicándose también a elaborar “teorías”
plagadas de distorsiones y falsedades que desvalorizan por completo al ser humano,
negándole todos los derechos y oportunidades para una existencia digna, desarrollo y
progreso.
En la actualidad, por ejemplo, en el contexto del capitalismo neoliberal “globalizado”
y senil empantanado en una honda crisis estructural, se puede comprobar la amplia difusión
de “teorías” que presentan al hombre como ser fijado exclusivamente en coordenadas
biológicas, dominado por “genes egoístas” y convertido de hecho en un “animal de presa”
tanto o más inhumano que cualquier fiera; o enfrentado artificialmente a la sociedad y
teniendo como única arma de sobrevivencia un grosero individualismo zoológico en el
marco de una “guerra de todos contra todos”. También, como un ente en cuya “naturaleza”
anidan poderosos “instintos tanáticos”, autodestructivos, que actuarían como pulsiones para
conducirlo hacia la depredación, la violencia y la guerra; o como innato portador de un
“mal” metafísico que lo condena a un camino de sufrimientos y que tiene en la muerte su
“redención”. Igualmente, ubicado en un “mundo absurdo” en el que su actividad carece de
sentido, de modo que todos los actos son “gratuitos” y, por tanto, “todo está permitido”; o,
tal el caso del ultra-pesimista Emile Cioran, viendo al hombre como un “ser despreciable”,
considerando que “la procreación es un crimen” y el nacimiento una “verdadera tragedia”,
negando la historia y proponiendo el suicidio como “salida sublime” y “acto más certero”
para alcanzar la “libertad”.
Y, en fin, el delirio solipsista del “postmodernismo” que instala la absolutización
metafísica de un craso relativismo cognitivo y cultural para negar la existencia de la
realidad y de la sociedad (considerándolas sólo como “construcciones lingüísticas” que no
poseen criterios únicos de verificación objetiva), concebir a la ciencia como “narración
arbitraria”, rechazar la racionalidad, despreciar la ética y el bien común, y proclamar la
“muerte de los grandes relatos” (concepciones del mundo y de la historia). Todo ello, para
justificar el “libre mercado” y la “democracia” burguesa, legitimar la desigualdad y la
opresión sociales, glorificar la fragmentación y el nihilismo, y presentar a los seres
humanos como sujetos “anómicos”, apáticos, acríticos y socialmente indiferentes, regidos
por el hedonismo y carentes de límites en la consecución de fines individualistas.
El listado de necedades “teóricas” es casi interminable y cuando tales divagaciones
reaccionarias no están orientadas a predicar la pasividad y la resignación van por lo general
de la mano, solapada o abiertamente, con invocaciones a los poderes dominantes para la
brutal imposición del “orden” y la “disciplina”, en aras de garantizar la pervivencia de la
opresión y la explotación de las grandes mayorías humanas. Por consiguiente, dar cuenta de
estos engendros en el campo de las ideas, comprendiendo a cabalidad su carácter, contenido
y propósitos, reclama su inserción adecuada en el sólido terreno de la realidad social y de
su contradictoria dinámica objetiva; es decir, exige la evaluación, desde sus raíces, de las
condiciones de vida y actividad concretas del hombre contemporáneo bajo el capitalismo,
sistema sacudido hoy a nivel mundial y hasta sus cimientos por la severa crisis económico-
financiera que eclosionó en el 2008 en EEUU, extendiéndose velozmente por todo el
planeta y siguiendo un curso que no muestra señales de salida efectiva. En este contexto, la
amplitud y suma gravedad de tal crisis requiere encarar la situación de existencia de los
seres humanos, de sus quehaceres y sus posibilidades reales de desarrollo, asumiendo una
postura objetiva alejada por completo y por igual tanto de apreciaciones ilusorias cuanto de
esquemas mecánicos y reduccionistas, tecno-burocráticos y puramente economicistas.
La realidad actual
Ante las macizas evidencias de la realidad, resulta indiscutible que el capitalismo es
un sistema asimétrico basado en la propiedad privada de los medios de producción y en la
cruda explotación y apropiación masiva de la fuerza de trabajo excedente y no pagada
(principalmente bajo la forma de plusvalía generada en la actividad productiva dentro de las
empresas capitalistas). Esto significa que en su propia naturaleza lleva contradicciones
esenciales y antagonismos irreconciliables que, inevitable y rigurosamente, producen y
reproducen una profunda desigualdad social: en un polo, acumulación de riqueza y gran
bienestar para una reducida minoría de poseedores; en el otro, miseria, exclusión y
privaciones de todo tipo para los trabajadores y las grandes mayorías humanas.
Pero también es innegable que el capitalismo no es sólo y simplemente un “sistema
económico”. Es, a la vez, un violento sistema de dominación y opresión social, política e
ideológico-cultural regido férrea y ferozmente por burguesías oligárquico-plutocráticas que
tienen a su servicio a oligarquías políticas y tecno-burocráticas. Ambas están jerarquizadas
a escala planetaria y su actividad está orientada por completo a la preservación y el obsceno
incremento de sus privilegios de clase y, por tanto, a la conservación y reforzamiento del
poder, que constituye la condición imprescindible para lograr sus propósitos y mantener a
las más amplias mayorías sociales en el aplastamiento, sufriendo por el peso de necesidades
vitales insatisfechas, sumidas en la pobreza, la ineducación, la creciente marginalidad, el
desprecio y la objetiva carencia de derechos. En el capitalismo, el poder de clase
explotadora ejercido por la burguesía y los más diversos tipos de violencia que ella pone en
acción están ligados íntima e inseparablemente, son consubstanciales. La violencia confiere
poder y le sirve a éste como materia prima; y el poder es más real y temible cuanta más
violencia, en sus múltiples formas, es capaz de desplegar en todos los ámbitos de la vida
social, públicos o privados, colectivos o individuales.
A riesgo de incurrir en ceguera voluntaria y evidenciar hipocresía, estas realidades no
pueden soslayarse en el estudio científico-social de los seres humanos concretos y actuales,
de su vida, actividades, diversas necesidades y, principalmente, de su desarrollo. Y, si se
quiere ser más preciso, en cualquiera de tales estudios la cuestión del poder (económico,
socio-político e ideológico- cultural) y su ejercicio de clase dominante tiene que ocupar,
directa o mediatamente, pero de modo imprescindible, un lugar central. Esto es así porque
resulta por completo imposible establecer separación real entre los complejos procesos
sociales dentro de los que se desarrolla la vida cotidiana de las personas y las capacidades
de éstas para hacer, pensar y sentir; y porque los usos y abusos de dicho poder repercuten
en las ideas y prácticas de la gente, en sus sentimientos y emociones, en su imaginación y
sus sueños: en definitiva, en el conjunto íntegro de elementos que configuran a las personas
como seres humanos reales y que cristalizan en formas diversas según cada biografía
concreta relacionada con el lugar que cada quien ocupa en la sociedad, entre otros factores.
Como es de esperar, estas condiciones concretas están hoy conveniente y totalmente
sepultadas en las hipócritas prédicas oficiales sobre el “desarrollo humano”, en las que las
personas han perdido su contextura real para ser convertidas en helados datos estadísticos;
y en las santurronas exhortaciones para promover la “inclusión social” de los desposeídos
del mundo, con absoluta prescindencia de la más elemental justicia. Un alambicado y vacuo
lenguaje al uso con pretensiones “científicas” (donde se mezclan los lugares comunes de un
desvarío que se forja quimeras con aberrantes disparates fetichistas, como tipificar de
“capital humano” a los explotados) satura con desenfreno todos los medios de difusión para
intentar vanamente justificar lo injustificable. Como decía Marx, “estas bellas fórmulas
literarias que, por medio de analogías, ordenan todo en todo, pueden parecer ingeniosas
cuando se oyen por primera vez, y esto tanto más cuanto que identifican lo que hay de más
incoherente. Cuando son repetidas, y no sin fatuidad, como si tuvieran una importancia
científica, son simplemente necedades. Dichas fórmulas se deben a esos presuntuosos que
ven todo color de rosa, hablan sin fundamento y envuelven todas las ciencias en su
hojarasca” (16).
Se pretende así restar importancia e incluso maquillar el hecho de que las mayorías
sociales no sólo se enfrentan al conjunto de medidas empresariales y gubernamentales para
hacerles cargar el peso de las crisis, agravando más su mísera situación objetiva, sino
también a la multiforme y permanente agresión mediática e institucional y a la represión
violenta de sus protestas y exigencias. Sin embargo, pese al incremento de su expoliación, a
las medidas de fuerza dirigidas a contenerlos, al incesante sembrado de ilusiones para
desviarlos de su justa ruta contestataria y a sus propias debilidades transitorias, los
oprimidos emergen sin pausa por todas partes, resisten, se organizan, se van educando a sí
mismos en el curso de su propia actividad, perfilan su conciencia sobre las causas reales de
la precaria situación en que subsisten y, a través de sus luchas cotidianas, va abriéndose
paso entre ellos la convicción de que necesitan transformar el mundo mediante sus propias
acciones. Con renovada energía, los expoliados despliegan combates de clase en todas sus
formas y esa lucha atraviesa el sistema capitalista en extensión y profundidad, sirviendo de
base para articular diversas acciones masivas directas (de género, étnicas, en defensa de los
derechos humanos, por el respeto a las diferencias en la orientación sexual, etc.) y con
repercusión intensa y a fondo en el psiquismo y la conducta de las personas, tengan o no
conciencia clara de tal hecho.
Todo lo que hoy ocurre en el mundo no tiene parangón con momentos anteriores de
la historia de la civilización. Sin embargo, al igual que en cualquiera de esos momentos, la
apreciación real de los seres humanos y de sus condiciones social-concretas de existencia
y desarrollo es imposible al margen de la lucha de clases y de su curso objetivo. Este
escenario, siempre tan interesada y ramplonamente denostado, representa el marco en el
que la creativa tenacidad humana ha ido logrando conquistas históricamente ascendentes en
la perspectiva de dotar a la realidad social del carácter que exige la propia condición del
hombre; es el factor que ha posibilitado a éste ir adquiriendo conscientemente su auténtica
dimensión como sujeto de la historia. Este activo sujeto, individual o colectivo, constituye
un núcleo de razón y verdad históricas que no se reduce ni puede ser reducido a mero
“soporte” pasivo de estructuras sociales, a simplista, abusiva y anónima encarnación de
relaciones productivas, a epifenómeno derivado y subsidiario de relaciones económicas, o a
gaseoso “efecto colateral” de una historia concebida como “proceso sin sujeto” (tal cual lo
postuló absurdamente Althusser). Los individuos portan la razón para guiar su praxis y
otorgarle a la actividad humana capacidad transformadora de las circunstancias en función
de la satisfacción de necesidades diversas, en una dialéctica en la que la historia hace al
hombre y éste hace a la historia. Por ello, la acción colectiva de la lucha de clases
posibilita el despliegue de la subjetividad humana y el desarrollo de la conciencia sobre la
realidad, haciendo viable que los sujetos oprimidos gesten su auto-organización y pongan
en juego sus instrumentos para modificar el mundo.
En todo caso, las circunstancias objetivas en el mundo actual obligan a revalorizar la
enorme y decisiva significación de la subjetividad humana en la actividad individual y
colectiva (sobre todo en lo concerniente a la transformación de la sociedad y del propio
hombre), a reconsiderar las modificaciones positivas que la lucha social va introduciendo
en ella y a encarar con energía las medidas orientadas a promover la ruptura concreta e
histórica de sus aherrojamientos. Pero también a tener muy en cuenta los cambios negativos
que va experimentando bajo la influencia distorsionante y disgregadora de un sistema social
en total y acelerada decadencia y descomposición. No constituye secreto alguno que para la
burguesía la captura de la subjetividad de los desposeídos ha sido siempre un objetivo de
primordial relevancia como recurso para resistir los cambios sociales y preservar su sistema
de explotación. Esto tiene suma importancia para los pueblos y países del Tercer Mundo, en
particular de América Latina y el Caribe, porque, como advierte Samir Amin, “la expansión
capitalista no comporta únicamente una adquisición económica de las sociedades situadas
en la periferia: también es, tal como ilustra la historia, expansión ‘blanca’, destrucción de
las culturas no ‘europeas’, genocidio de los pueblos marginados (empezando por los indios
de América y la trata de negros), asimilación forzada y desculturización masiva,
empobrecimiento tecnológico y hambrunas crónicas: todo lo que ha estado acompañando a
la historia del capitalismo desde sus orígenes y lo sigue estando en la actualidad” (17).
Este proceso es especialmente notorio hoy, en el siglo XXI, en el contexto de la
grave y profunda crisis del capitalismo senil. Para garantizar la vigencia del sistema en
degeneración indetenible y asegurar su propia supervivencia, la gran burguesía imperialista
no sólo está empeñada en expoliar con creciente sevicia a las poblaciones, destruir el tejido
social, agredir salvajemente a la naturaleza, desatar una vasta ofensiva militar de agresión y
rapiña en todo el mundo y multiplicar su producción de armas de destrucción masiva, sino
también en ejercer fieramente su control informático del planeta y desplegar las nuevas y
asimétricas guerras culturales de IV y V Generación en procura de colonizar a fondo y de
modo permanente las mentalidades. Su pretensión de sojuzgar por tiempo indefinido la
conciencia, el corazón y la conducta de hombres, mujeres y niños, tiene como objetivo
convertir a las personas en entes mecanizados y adocenados, orientados por el afán
consumista, sumidos en un aplanado conformismo y constreñidos a actuar únicamente en
función del esquema estímulo-respuesta para servir “sin dudas ni murmuraciones” a las
necesidades del capital.
Por ello, para la gran burguesía imperialista ya no se trata tanto de liquidar el
pensamiento crítico para imponer un “pensamiento único”, como de eliminar cualquier
posibilidad de pensamiento a través del total sometimiento de la vida cotidiana de las
gentes. Con una atosigante ofensiva mediática, manipula el acervo cultural y el sentido
común en procura de “naturalizar” la asfixiante asimetría de las relaciones sociales
capitalistas y de hacer ver que “no existe alternativa” (Thatcher dixit), debiendo discurrir
todo por los rieles establecidos. Así, sacraliza como “natural” la existencia de ricos y
pobres en la sociedad y en las naciones, presenta el simple “esfuerzo individual” como
salida exclusiva a las condiciones de miseria de las grandes mayorías y ensalza su propia
“filantropía” como “generosa” actividad para “aliviar” en algo la situación de los más
aplastados por el sistema. Incluso el lenguaje resulta uniformizado totalitariamente en una
versión más sofisticada que la de la “neo-lengua” descrita por Orwell en la novela 1984:
“paz”, “democracia”, “igualdad”, “bienestar”, etc., son términos y conceptos vaciados por
completo de contenido real y que sólo sirven para el despliegue de una propaganda
desmovilizadora que utiliza abundantes y axiomáticos clichés al uso (“la política es sucia”,
“siempre ha habido y siempre habrá corrupción”, “el éxito económico es hijo del esfuerzo
personal”, “las grandes fortunas se originan en el ahorro”, etc.) y que se asienta en el
sentido común para eternizar el estado de cosas imperante.
Con la subjetividad humana convertida en campo de batalla privilegiado, indica
Eliades Acosta, las guerras culturales de nuestros días “remiten a la lucha de clases y a la
contraposición de ideas a partir de cosmovisiones enfrentadas, pero en especial a los
valores que se atacan o promueven. Es en el terreno de los valores donde se libran las
batallas culturales decisivas, pues ellos condicionan directamente las actitudes prácticas de
las personas, su indiferencia o activismo, su capacidad de resistencia o su rendición, su
pertenencia o no a un partido político, su aceptación o rechazo a las políticas de un
gobierno, su postura ante la religión y la filosofía”. En última instancia, “es en la
observación de los valores que profesan los individuos, las clases sociales y los pueblos
donde se puede medir la eficacia de la propaganda política, de la publicidad, de la
educación, de las campañas mediáticas, de la promoción del arte y la literatura. Los valores
se adquieren y se pierden en dependencia no sólo de las condiciones materiales reinantes,
sino también debido al esfuerzo organizado… para crearlos, reforzarlos o anularlos. Esta
última peculiaridad es la que los hace especialmente atractivos para la labor ideológica de
quienes defienden los intereses de las clases sociales en pugna. Por eso, las guerras
culturales contemporáneas giran a su alrededor”.
En las guerras culturales de IV y V Generación que hoy lleva a cabo el imperialismo
contra los pueblos del planeta, no sólo “se borran los límites tradicionales entre guerra y
política, paz y conflicto, soldados y civiles, línea de frente y retaguardia”, sino que también
las estrategias militares muestran “una reorientación hacia un mayor reconocimiento del
valor de los factores subjetivos, y especialmente de los culturales… A fin de cuentas, las
estrategias de dominación y hegemonismo no pueden ignorar la atmósfera en la cual han
de ser impuestas, ni los estados de ánimo de los dominados”. De allí que “en las actuales y
futuras guerras del Imperio las herramientas culturales están teniendo y seguirán
adquiriendo un peso cada vez mayor”, poniendo gran énfasis en “el potencial de las nuevas
tecnologías y el potencial de las ideas”. Así, actualmente “los arrolladores avances en las
ciencias, las telecomunicaciones y las tecnologías hacen de la esfera cultural y de la mente
de los hombres el campo de batalla definitivo, la última frontera a conquistar, el último
reducto enemigo a asaltar” (18). Ante esto, los explotados y oprimidos no pueden
permanecer indiferentes y la batalla de ideas por la preservación de su identidad y sus
valores constituye una exigencia ineludible.
La gran crisis civilizatoria
Por consiguiente, todos los elementos objetivos anotados colocan en un plano de
cardinal relevancia el problema de la concepción del hombre, de las condiciones histórico-
concretas de su vida y actividad actuales, de su desarrollo colectivo e individual, y de su
futuro. Hacen sumamente necesario, entonces, examinar el estado en que se encuentra hoy
la sociedad burguesa, en la que nunca antes se habían desencadenado al mismo tiempo
tantas posibilidades y fuerzas destructivas para el sistema capitalista en su conjunto. Desde
el 2008, una enorme crisis económico-financiera viene carcomiendo desde dentro y por
completo el entramado social del sistema burgués, reuniendo, condensando y sintetizando
un muy variado conjunto de contradicciones sociales insolubles que convergen sobre una
misma matriz. Tal crisis, que expresa la decadencia del sistema, está enlazada internamente
con otras no menos graves en los planos ecológico-ambiental y energético, alimentario y
humanitario, político-militar y tecnológico, urbano y rural. La sobreproducción estructural,
la saturación de mercados, la recesión con tendencia progresiva a la depresión, el sobre-
endeudamiento de Estados y empresas, la imposibilidad de solventar los débitos externos e
internos y la ruptura de la cadena de suministros y pagos, están unidas de modo inseparable
con la descomposición y desintegración social, la pobreza extrema en la periferia del
sistema mundial, el desempleo cada vez más acusado y la crisis cultural de las formas de
subjetividad hasta ahora predominantes en el capitalismo senil. Ante todo esto, los medios
de difusión al servicio de la gran burguesía imperialista (televisión, internet, cine, prensa,
radio) y el conjunto de las llamadas “industrias culturales post-modernas” ocultan los nexos
recíprocos entre estos procesos y su pertenencia orgánica a una misma totalidad sistémica
que organiza y da sentido a los fenómenos yuxtapuestos de una crisis múltiple.
La severa crisis económico-financiera que hoy agobia al capitalismo y afila de modo
creciente y muy peligroso los peores rasgos de sus clases dominantes requiere ser estudiada
a fondo, pero además como uno de los aspectos de la crisis de la civilización burguesa.
Este doble y dialéctico proceso afecta profunda y brutalmente la existencia, la actividad
integral y el psiquismo de las personas, incidiendo de múltiples maneras en su desarrollo.
Por ello, su indagación desde la economía política y el materialismo histórico adquiere el
carácter de exigencia cognoscitiva y práctica que no puede ser descuidada ni, menos aún,
evadida o ignorada. Por ello mismo, debe quedar claro de inicio que el encaramiento
científico de estas cuestiones tiene que estar absolutamente alejado de la elusión y la ilusión
con respecto a los problemas reales, siendo radicalmente distinto y opuesto a la concepción
fetichista y a los enfoques tecnocrático-reduccionistas de los apologistas neoclásicos del
sistema (a quienes Marx denominó “economistas vulgares”). Tal es el caso, por ejemplo, de
Paul Samuelson que, en su Curso de Economía Moderna, suplanta la economía política por
una tosca y mediocre “economía” a secas, aislada del modo de producción históricamente
específico y casi limitada en forma arbitraria a examinar básicamente la asignación de
recursos productivos escasos; o de los teóricos neoclásicos afines empeñados, en esencia,
sólo en dilucidar cómo ocurre la formación de los precios en el mercado.
Bajo el capitalismo, ha apuntado Robin Blackburn, “la economía, como disciplina
académica, se ha alejado continuamente de la explicación del mundo real. Y se ha centrado
más en axiomas formales y modelos matemáticos que sólo tienen una precaria relación con
la realidad” (19), careciendo de capacidad predictiva (precisamente porque sus referentes
son elementos sesgados o definitivamente irreales) y escondiendo su ignorancia tras un
espeso velo de ecuaciones y fórmulas estériles en las que las personas han desaparecido. De
allí que en la economía política al servicio del sistema la preocupación central sea ocuparse
única y fragmentariamente de cosas y de nexos entre cosas, o en todo caso de vínculos
entre individuos aislados y cosas, con total omisión de los sujetos histórico-concretos y sus
necesidades efectivas, es decir, de las personas de carne y hueso y de las circunstancias
objetivas específicas dentro de las cuales se relacionan de modo social principalmente para
producir, desplegar su existencia y sus capacidades, pensar, imaginar y sentir, crear la
cultura, la ciencia y el arte, desarrollarse como seres humanos y construir el futuro.
Esta distorsión de los procesos reales, tal cual anota Isaak Rubin siguiendo a Marx,
ocurre porque “como en la sociedad mercantil-capitalista las personas se vinculan en
relaciones de producción a través de la transferencia de cosas, las relaciones de producción
entre los hombres adquieren un carácter material. Esta ‘materialización’ se produce porque
la cosa, a través de la cual las personas entran en relaciones definidas unas con otras,
desempeña un papel social particular al vincular personas; desempeña el papel de
‘intermediario’ o ‘portador’ de la relación de producción dada”. Con ello, “las relaciones de
producción entre las personas parecen depender de las formas sociales de las cosas, y no al
revés”.
Objetivamente, “la naturaleza específica de la economía mercantil-capitalista reside
en el hecho de que las relaciones de producción entre las personas no se establecen
solamente para las cosas, sino también a través de las cosas. Esto es precisamente lo que da
a las relaciones de producción entre los individuos una forma ‘materializada’, ‘cosificada’,
y origina el fetichismo de la mercancía, la confusión entre el aspecto técnico-material y el
aspecto económico-social del proceso de producción”, trastocándose todo y dando lugar a
la “personificación de las cosas” y a la “cosificación de las personas”. La “materialización”
de las relaciones de producción constituye el proceso en el que determinadas relaciones
productivas (por ejemplo, entre capitalistas y obreros) conducen a asignar características
sociales específicas a las cosas mediante las cuales las personas se relacionan entre sí
(verbigracia, la forma social del capital), perdiéndose de vista el vínculo interhumano y/o
considerándolo puramente subalterno. Y la “personificación” de las cosas representa el
proceso en el que la existencia de objetos con determinada forma social, por ejemplo, el
capital, permite a su propietario aparecer como capitalista y trabar relaciones de producción
concretas con otras personas cuya condición humana se “cosifica”, se reduce al nivel de
objeto manipulable para la obtención de réditos económicos.
Pero “La economía política no es una ciencia de las relaciones entre las cosas, como
pensaban los economistas vulgares, ni de las relaciones entre las personas y las cosas,
como afirmaba la teoría de la utilidad marginal, sino de las relaciones entre las personas en
el proceso de la producción”. Es, pues, una ciencia que estudia “la actividad laboral
humana, no desde el punto de vista de sus métodos e instrumentos de trabajo, sino desde el
punto de vista de su forma social. Trata de las relaciones de producción que se establecen
entre los hombres en el proceso productivo”. De tal suerte, el modo de producción
capitalista “representa la unión del proceso técnico-material y sus formas sociales, vale
decir, la totalidad de las relaciones de producción entre las personas. Las actividades
concretas de la gente en el proceso de producción técnico-material presuponen relaciones
de producción concretas entre ellos, y viceversa. El objetivo final de la ciencia es
comprender la economía capitalista como un todo, como un sistema específico de fuerzas
productivas y relaciones de producción entre las personas”.
Por ello, “La teoría del materialismo histórico de Marx y su teoría económica giran
alrededor de un problema básico: la relación entre las fuerzas productivas y las relaciones
de producción. El objeto de ambas ciencias es el mismo: los cambios en las relaciones de
producción que dependen del desarrollo de las fuerzas productivas. El ajuste de las
relaciones de producción a los cambios de las fuerzas productivas (proceso que adopta la
forma de contradicciones crecientes entre las relaciones de producción y las fuerzas
productivas, y la forma de cataclismos sociales causados por esas contradicciones) es el
tema básico de la teoría del materialismo histórico” (20), naturalmente sin colocar en un
plano de importancia menguada la parte de éste que trata del proceso y las leyes del
desarrollo de la política, la ideología, la cultura y el psiquismo del hombre. Ajeno a los
reduccionismos, economicistas o de cualquier tipo, el materialismo dialéctico e histórico
tiene plenamente en cuenta todos los niveles de la realidad y de la vida social. Encara los
fenómenos filosóficos, políticos, científicos, artísticos, jurídicos, morales, etc. y las más
diversas manifestaciones de la conciencia humana, demostrando su contenido objetivo y su
intrínseca relación con el real desarrollo de la sociedad que, en última instancia, depende de
su capacidad para reproducir y desplegar las condiciones materiales para su propia
existencia.
Por consiguiente, el análisis desde la economía política no utiliza las categorías de
ésta cual si fueran abstracciones “puras” e intemporales referidas a cosas, sino como formas
históricas del pensamiento que reflejan y expresan teóricamente determinadas relaciones
entre los hombres para producir de modo social-concreto. De allí que, en rigor, tal análisis
tenga necesariamente que referirse a la modalidad histórica de división y organización de
la actividad laboral de las personas en su ligazón íntima con una forma específica de
propiedad de los instrumentos, materiales y productos del trabajo. Ambos elementos son
determinantes y condicionantes esenciales de las relaciones entre los sujetos, de los tipos
del quehacer social e individual, de las necesidades materiales y espirituales del hombre,
de la calidad de la vida humana y de los elementos concretos que intervienen en el
desarrollo de los individuos, con las respectivas consecuencias en la conciencia social y la
actividad psíquica de los sujetos (incluyendo las retroacciones de ambas sobre la base que
las origina). Así, el estudio de la profunda crisis estructural del capitalismo como sistema
económico-social históricamente dominante debe tener en su base la dilucidación de las
relaciones sociales que le son propias y, por tanto, la indagación sobre la civilización y la
cultura que se edifican en función de ellas, con toda su multiforme y compleja incidencia en
la vida, la actividad y el desarrollo de las personas.
La economía política y el materialismo histórico constituyen, pues, dos niveles de
análisis dialécticamente interconectados que, contando además con el aporte de diversas
ciencias, proporcionan el conocimiento integral del capitalismo como modalidad histórica
de existencia de la sociedad y de los individuos que la conforman, lo mismo que de las
condiciones concretas que hacen posible su transformación cualitativa en función de las
contradicciones y antagonismos que le son inherentes y del desarrollo de la lucha de clases
que se despliega en su seno. En esta perspectiva, cabe, entonces, el análisis del sistema
capitalista y de la crisis gigantesca en que se halla sumido en su fase senil y degenerativa,
de la forma en que su propio devenir desestructura la vida social y la cultura, hunde en el
caos la existencia de los individuos, distorsiona su psiquismo, afecta a profundidad su
desarrollo como seres humanos, y altera y deforma radicalmente las relaciones entre las
colectividades y la naturaleza.

Notas

(1) Antonio Gramsci apuntaba al respecto: “¿Qué es el hombre? Esta es la pregunta


primera y principal de la filosofía. ¿Cómo se puede responder? La definición se puede
hallar en el hombre mismo; o sea, en cada hombre aislado. ¿Pero es justa? En cada hombre
aislado se puede encontrar qué es cada ‘hombre aislado’. Pero a nosotros no nos interesa lo
que es cada hombre aislado, que además significa qué es cada hombre aislado en cada
momento aislado. Si lo pensamos bien, vemos que planteándonos la pregunta de qué es el
hombre queremos decir: en qué puede convertirse el hombre, o sea, si el hombre puede
dominar su propio destino, puede ‘hacerse’, puede crearse una vida. Decimos, pues, que el
hombre es un proceso y precisamente es el proceso de sus actos. Si lo pensamos bien, la
misma pregunta ¿qué es el hombre? no es una pregunta abstracta u ‘objetiva’. Nace de lo
que hemos reflexionado sobre nosotros mismos y sobre los otros y queremos saber, en
relación a lo que hemos reflexionado y visto, qué somos o qué podemos llegar a ser, si
realmente y dentro de cuáles límites somos ‘constructores de nosotros mismos’, de nuestra
vida, de nuestro destino. Y esto queremos saberlo ‘hoy’, en las condiciones dadas hoy, de
la vida ‘actual’, y no de cualquier vida y de cualquier hombre. La pregunta ha nacido,
recibe su contenido de especiales, o sea, determinados modos de considerar la vida y el
hombre” (“Cuadernos de la cárcel”. Edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo de
Valentino Gerratana. Era, México1986, t. IV, pp. 219-220)
(2) K. Marx: “En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”, en K. Marx y F.
Engels: “La Sagrada Familia”, Grijalbo, México 1967, p. 10
(3) Cf. John D. Bernal: “Historia social de la ciencia. Tomo I: La ciencia en la historia, y
Tomo II: La ciencia en nuestro tiempo”. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1986
(4) Lucien Séve: “Marxismo y teoría de la personalidad”. Amorrortu, Buenos Aires 1973,
pp. 48-49. Acerca de la “imparcialidad” y el “apoliticismo”, Lenin anotó que “en una
sociedad erigida sobre la lucha de clases no puede haber una ciencia social ‘imparcial’. De
un modo o de otro, toda la ciencia oficial y liberal defiende la esclavitud asalariada,
mientras que el marxismo ha declarado una guerra implacable a esa esclavitud. Esperar una
ciencia imparcial en una sociedad de esclavitud asalariada, sería la misma pueril ingenuidad
que esperar de los fabricantes imparcialidad en cuanto a la conveniencia de aumentar los
salarios de los obreros, en detrimento de las ganancias del capital” (“Tres fuentes y tres
partes integrantes del marxismo”, en “Obras Escogidas en Tres Tomos”, Progreso, Moscú
1966, t. I, p. 61). En el ámbito literario, Dante señalaba en la Divina Comedia que un
círculo de gran ardor en el Infierno estaba reservado para quienes en épocas de crisis social
y moral evadían una clara toma de posición y optaban por la “neutralidad”. Y, en fin,
Calderón de la Barca expresó su terminante postura sobre la “imparcialidad” y la
“ecuanimidad” (preconizadas hoy interesadamente por la gran burguesía): “Si la
neutralidad sigo/ a andar solo me condeno/ porque el neutral nunca es bueno/ para amigo ni
enemigo”.
(5) S.L. Rubinstein: “El ser y la conciencia”. Grijalbo, México 1963, pp. 1-2
(6) Cf. César A. Guardia Mayorga: “Historia de la filosofía griega”. Imprenta
Universitaria, Cochabamba-Bolivia 1953
(7) Cf. Charles Hainchelin (“Lucien Henry”): “Orígenes de la religión”, Platina, Buenos
Aires 1960; y A. D. Sujov: “Las raíces de la religión”, Grijalbo, México 1968
(8) L.S. Vigotski: “El desarrollo de los procesos psicológicos superiores”. Crítica,
Barcelona 1979, p. 98
(9) Adam Schaff: “La concepción marxista del individuo”, en I. Roguinski y otros: “El
hombre nuevo”, Martínez Roca, Barcelona 1970, p. 99
(10) Emilio Troise: “Materialismo dialéctico”. Platina, Buenos Aires 1966, p. 9
(11) K. Marx: “Miseria de la filosofía”. Progreso, Moscú 1981, p. 88. En otro lugar, Marx
hacía ver cómo se establece la unidad interna que particulariza la cultura en cada gran etapa
histórica: “De una forma determinada de producción material fluye, en primer lugar, una
determinada estructura de la sociedad y, en segundo lugar, una determinada relación entre
los hombres y la naturaleza. Su régimen estatal y su género de vida espiritual están
determinados tanto por la una como por la otra. Por lo tanto, mediante ellas también se
determina el carácter de su producción espiritual” (“Historia crítica de la teoría de la
plusvalía”, Brumario, Buenos Aires 1974, t. I, p. 261). Y abundando en el tema, aún con
riesgo de redundancia, “¿Acaso se necesita una gran perspicacia para comprender que con
toda modificación en las condiciones de vida, en las relaciones sociales, en la existencia
social, cambian también las ideas, las nociones y las concepciones, en una palabra, la
conciencia del hombre? ¿Qué demuestra la historia de las ideas sino que la producción
intelectual se transforma con la producción material? Las ideas dominantes en cualquier
época no han sido nunca más que las ideas de la clase dominante” (K. Marx y F. Engels:
“Manifiesto del Partido Comunista”, en “Obras Escogidas”, Progreso, Moscú 1983, p. 48)
Estas formulaciones fundamentales tienen un carácter inequívoco. No obstante, los
enemigos del marxismo siempre pretenden utilizarlas de modo altamente abusivo y
tendencioso para “deducir” de ellas la negación del papel del individuo en la historia: “Es
una distorsión bastante común el pensar que el marxismo no deja lugar para el individuo a
la hora de moldear su propio destino. Según esta caricatura, la concepción materialista de la
historia lo reduce todo a las ‘fuerzas productivas’. Los seres humanos son vistos como
meros agentes ciegos de las fuerzas económicas, marionetas danzando al son de la
inevitabilidad histórica”. Sin embargo, objetivamente “el materialismo histórico parte de la
proposición elemental de que los hombres y las mujeres hacen su propia historia. Pero, al
contrario que la concepción idealista de los seres humanos como agentes absolutamente
libres, el marxismo explica que están limitados por las condiciones materiales reales de la
sociedad en que nacieron. Estas condiciones están moldeadas fundamentalmente por el
nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, que es, en última instancia, la base sobre la
que descansan la cultura, la política y la religión humanas. No obstante, ellas no están
determinadas directamente por el desarrollo económico sino que pueden tener, y de hecho
tienen, una vida propia” y una independencia relativa aunada a la capacidad para ejercer
una acción inversa sobre la base en que se asientan, por lo que “las relaciones entre todos
estos factores tienen una carácter dialéctico, y no mecánico. Las personas no escogen las
condiciones en que nacen, (sino que) les vienen dadas. Tampoco es posible, como se
imaginan los idealistas que los individuos impongan su voluntad sobre la sociedad dada
debido simplemente a la grandeza de su intelecto o a la fuerza de su carácter. La teoría
según la cual la historia la hacen los ‘grandes hombres’ es un cuento de hadas para
entretener a niños de cinco años” (Alan Woods y Ted Grant: “Razón y revolución.
Filosofía marxista y ciencia moderna”, Fundación Federico Engels, Madrid 2002, pp. 78-
79)
(12) K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”. Editora Política, La Habana 1974, p.
49
(13) Alberto L. Merani: “Psicología Genética”. Grijalbo, México 1962, p. 16
(14) Cf. Adam Schaff: “Marxismo e individuo humano”. Grijalbo, México 1967
(15) Sobre este aspecto, Marx y Engels apuntaban que “Cada nueva clase que pasa a
ocupar el puesto de la que dominó antes se ve obligada, para poder sacar adelante los fines
que persigue, a presentar su propio interés como el interés común de todos los miembros de
la sociedad, es decir, expresando esto mismo en términos ideales, a imprimir a sus ideas la
forma de lo general, a presentar estas ideas como las únicas racionales y dotadas de
vigencia absoluta” (“La ideología alemana”, ed. cit., p. 50)
(16) K. Marx: “Fundamentos de la crítica de la Economía Política” (Grundrisse) (2 vol.).
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1970, t. I, p. 206
(17) Samir Amin: “La desconexión”. Ediciones del Pensamiento Nacional, Buenos Aires
1988, p. 128
(18) Robin Blackburn: “Introducción”, en Robert Brenner: “Turbulencias de la
Economía Mundial”, LOM/Encuentro XXI, Santiago de Chile 1999, p. 9
(19) Eliades Acosta Matos: “Imperialismo del Siglo XXI: Las Guerras Culturales”.
Ediciones Abril, La Habana 2009, pp. 12, 354, 350 y 14. Uno de los aspectos resaltantes de
la ofensiva cultural del imperialismo es la manipulación mediática de la información para
distorsionar los hechos y “acomodar” la realidad a las necesidades de la gran burguesía,
desacreditar las luchas reivindicativas y emancipatorias de los oprimidos, crear amenazas
ficticias para las poblaciones e inducir miedos sin fundamento real como recurso de aval al
autoritarismo, empobrecer el pensamiento, aplastar el sentido crítico e imponer la pasividad
y el total conformismo. En aguzado análisis, Vicente Romano (“La formación de la
mentalidad sumisa”, Educap, Lima 2008) ha desmontado los mecanismos de este perverso
proceso de avasallamiento político, socio-cultural y psicológico. Al respecto, Ignacio
Ramonet precisa que “la comunicación, tal como la conciben los medios dominantes en
prensa, radio, televisión e internet, tiene como función principal convencer al conjunto de
las poblaciones de su adhesión a las ideas de las clases dominantes” (“Prólogo”, en Pascual
Serrano: “Desinformación. Cómo los medios ocultan el mundo”, Península, Barcelona
2009). No es casual, entonces, que un puñado de gigantescos consorcios financieros (CBS,
General Electric, News Corporation, Time Warner, Viacom y Disney) sea dueño y/o tenga
el control del 90% de los principales medios de difusión y “entretenimiento” en EEUU,
ejerciendo una decisiva influencia sobre los contenidos ideológico-políticos de la
información y el “esparcimiento” en todos los países subordinados al bastón de mando
norteamericano. Ni es una cuestión de azar que UPI, AP, Reuters y API, las cuatro grandes
agencias noticiosas que sirven con gran diligencia al sistema, elaboren el 80% de la
información internacional que se difunde en el mundo. Eva Golinger y Romain Migus
(“La telaraña imperial. Enciclopedia de injerencia y subversión”, Monte Ávila, Caracas
2009) han identificado claramente a las instituciones, organizaciones, agencias y empresas
utilizadas por el gran capital en la guerra cultural para garantizar su dominación; y Jean-
Guy Allard y Eva Golinger (“USAID, NED y CIA. La agresión permanente”, Ministerio
del Poder Popular para la Comunicación y la Información, Caracas 2009) han mostrado su
amplia actividad anti-popular.

(20) Isaak I. Rubin: “Ensayo sobre la teoría marxista del valor”. Pasado y Presente,
México 1982, pp. 78, 79, 49 y 48

II: La crisis integral de la sociedad y la civilización burguesas

En el Libro III de El Capital, Marx explicaba que la actividad productiva del


hombre constituye un proceso de creación de las condiciones materiales de existencia de la
vida humana, cuya realización y desarrollo tiene lugar a través de específicas relaciones de
producción histórico-económicas; o sea, representa una determinada forma histórica de
sociedad al significar un proceso que abarca el conjunto de esas relaciones productivas y
que, por consiguiente, genera y regenera los factores o exponentes del proceso mismo, sus
vínculos recíprocos y sus condiciones materiales de existencia (1). Entre el proceso de
producción de bienes materiales y la forma socio-histórica en que él se realiza, existe una
íntima conexión y correspondencia que implica la totalidad de las relaciones sociales de
producción entre los hombres. Esta totalidad está regulada por una condición dada de las
fuerzas productivas y hace posible, dentro de ciertos límites, el proceso de elaboración de
los elementos materiales indispensables para la vida social. En el capitalismo, la
concordancia relativa y los desajustes entre el proceso material de la producción y las
relaciones sociales que los individuos establecen entre sí para producir poseen un carácter
específico y diferenciado con respecto a los de anteriores sistemas de clases antagónicas,
como el esclavismo y el feudalismo que tienen cada cual sus propias particularidades.
Históricamente, con el advenimiento, desarrollo y consolidación del capitalismo
como sistema social se hizo evidente una modificación fundamental en la sociedad: a
diferencia de sistemas anteriores subordinados por la ideología y la política, la posición
predominante le fue adjudicada a la economía y la ley del valor se constituyó en la ley
económica central de la producción mercantil burguesa. Bajo esta ley, la elaboración y
permuta de objetos con valor de uso, para satisfacer las necesidades inmediatas de las
personas, quedó sometida a la producción de mercancías con el propósito de obtener
ganancias mediante su cambio, su venta en el mercado. Por consiguiente, el valor, el valor
de cambio (cuya magnitud está determinada por el tiempo de trabajo socialmente necesario
invertido en la producción de los objetos) representó ya el trabajo social de los productores
materializado o cristalizado en las mercancías, haciendo viable el intercambio equivalente
de éstas. En el modo de producción burgués, el trabajo socialmente necesario crea valor; y
el tiempo de trabajo excedente y no pagado de los obreros asalariados genera plusvalor, la
plusvalía de la que se apropia el capitalista para convertirla en capital y, con ello, dar lugar
a su propio enriquecimiento. Así, la producción capitalista es esencialmente generación de
un excedente (plusvalor) cuya apropiación por parte del capital cristaliza en el beneficio
empresarial.
Sobre esta base y en la realidad de los hechos, como puntualiza Samir Amin, debe
quedar claro que constatar la preponderancia de la dimensión económica no implica en
modo alguno reducir el capitalismo a tal dimensión. Objetivamente, el valor tiene un
carácter intrínsecamente social: es originado por un determinado colectivo de trabajadores
a través de específicas relaciones sociales de producción, constituyendo el fruto de una
unidad productiva que es inseparable de otras unidades que la proveen de mercancías
diversas (capital, equipamiento, insumos, servicios, transporte, canales de distribución y
comercialización de los productos elaborados). Además, el modo de producción burgués
está entrelazado con elementos constitutivos de carácter ideológico conducentes a que la
preponderancia de la dimensión económica determine la conversión de la riqueza material
en fuente de poder político y socio-cultural. Por tanto, con la transformación de todo lo
existente en mercancía, es decir, con la universalización de ésta, se extiende la lógica
mercantil a todos los rasgos y expresiones de la vida humana y la ley del valor (el mercado)
rige no sólo los aspectos económicos del capitalismo, sino también todos los aspectos de su
vida social.
El sistema capitalista
Ahora bien, como igualmente lo mostró Marx, en los sistemas de clases antagónicas
“toda empresa de producción de mercancías se convierte al propio tiempo en una empresa
de explotación de la fuerza de trabajo; pero sólo la producción comercial capitalista abre
una nueva era de explotación que, en su desarrollo histórico, revoluciona toda la estructura
económica de la sociedad y supera, sin medida común, todas las épocas anteriores por la
organización del proceso del trabajo y por el perfeccionamiento gigantesco de la técnica”.
Por ello, “una producción de mercancías desarrollada no puede ser más que producción
capitalista de mercancías. La intervención del capital industrial hace progresar por todas
partes esta transformación y, con ella, la conversión de todos los productores directos en
asalariados”.
Este capital industrial “es el único modo de existencia del capital en que su función
no consiste solamente en la apropiación, sino también en la creación de plusvalía, es decir,
de producto sobrante. Por eso, este capital condiciona el carácter capitalista de la
producción; su existencia implica la de la contradicción de clase entre capitalistas y
obreros asalariados. A medida que se va apoderando de la producción social, se asiste a la
revolución de la técnica, así como a la de la organización social del proceso de trabajo y,
por ello mismo, a la del tipo histórico-económico de la sociedad. Las demás variedades de
capital que aparecieron antes que él en el seno de condiciones sociales de producción
acabadas o en decadencia, se subordinan a él y sufren modificaciones apropiadas en el
mecanismo de sus funciones. Más aún, no se mueven más que sobre su base, viven y
mueren, persisten y sucumben sobre esta base que él les proporciona”. Incluso el capital-
dinero o el capital-mercancía “aparecen en sus funciones al lado del capital industrial como
soportes de ramas especiales de negocios” y constituyen “modos de existencia de las
diferentes formas funcionales que el capital industrial toma y abandona alternativamente en
la esfera de la circulación, modos de existencia promovidos por la independencia y
desarrollados aparte en razón de la división social del trabajo”.
Pero como elemento determinante de la producción capitalista, la existencia del
capital industrial no es apacible, ni mucho menos, porque “la inmensa e intermitente
capacidad de expansión del sistema de fábrica, unida a su dependencia del mercado
mundial, crea necesariamente una producción fabril seguida de una congestión de los
mercados, cuya contracción trae consigo la parálisis. La vida de la industria se transforma
así en una serie de períodos de actividad media, de prosperidad, de superproducción, de
crisis, de estancamiento” (2). Aproximadamente desde algo antes de 1800, con la forma
definitiva que el capitalismo adquirió a inicios de la Primera Revolución Industrial, se
evidenció una contradicción inherente al modo burgués de producción: la tendencia
inevitable a producir más de lo que se puede consumir socialmente (en forma productiva o
individual), con la amenaza constante de merma en la generación de plusvalor, caída de la
tasa de beneficio y relativo estancamiento. De allí que las expansiones y contracciones
repentinas en el proceso productivo, las convulsiones propias de la anarquía de la
producción, deriven cíclicamente hacia crisis generales, es decir, que los períodos de
extensión en la acumulación del capital terminen abruptamente cuando el capitalismo
vuelve a ser “re-capturado” por sus propias contradicciones internas, colisionando con las
barreras que él mismo crea.
Desde la instauración del capitalismo, las contradicciones y antagonismos que le son
inherentes se han expresado en todo su curso histórico a través de crisis económicas,
comerciales, financieras, etc. La escuela clásica de la economía política burguesa (Petty,
Smith, Ricardo) identificó a las crisis como un fenómeno consubstancial al capitalismo,
aunque sin poder establecer las razones de su ocurrencia ni el papel que desempeñan en el
cuadro general del desarrollo sistémico. Luego, moviéndose sólo en la superficie de los
fenómenos e incapacitados para penetrar en la esencia de los hechos y los procesos,
Sismondi y Rodbertus (entre otros “críticos” del capitalismo) atribuyeron el origen de las
crisis al sub-consumo derivado del conflicto entre una producción acrecentada y un
consumo en reducción continua. Y en la actualidad, los economistas e ideólogos al servicio
del sistema no van más lejos que sus antecesores, repitiendo algunos de sus argumentos,
describiendo apenas tales o cuales circunstancias, enredándose en sus propios datos y
sumiéndose en el desconcierto sin poder explicar realmente nada.
Al realizar la crítica conjunta del modo de producción burgués y de la economía
política clásica, Marx analizó a fondo y valoró los acercamientos a la ciencia de los teóricos
del ascendente capitalismo, puntualizando sus limitaciones, desnudando sus desatinos y
también marcando la ruindad de los rasgos de sus continuadores. En el Libro I de El
Capital, apuntó: “Advertiré de una vez para siempre que yo entiendo por economía política
clásica toda economía que, a partir de William Petty, intenta penetrar en el conjunto real e
íntimo de las relaciones de producción de la sociedad burguesa, por oposición a la
economía vulgar, que no pasa de las apariencias, rumia constantemente, en su propio
interés y para vulgarizar los más groseros fenómenos, los materiales ya elaborados por sus
predecesores y se limita a erigir en sistema de un modo pedantesco y a proclamar como
verdades eternas las ilusiones con que gusta el burgués poblar su mundo: el mejor de los
mundos posibles”.
Desde su emergencia histórica, el capital había aparecido de un modo tan
enmarañado que dificultaba en extremo su aprehensión objetiva y hacía vanos los esfuerzos
de sus teóricos para comprenderlo y explicarlo racionalmente, derivándolos hacia todo tipo
de extravíos, mistificaciones y justificaciones que era necesario desmontar y refutar para
poder clarificar la realidad de las cosas. En tal sentido, Marx apuntó que la intelección
científica de las formas económico-sociales más desarrolladas del presente hace posible no
sólo ahondar en su conocimiento, sino además lograr el entendimiento de las estructuras
históricamente anteriores; pero también señaló que en condiciones sociales específicas,
cuando están en juego concretos intereses de clase poseedora y operan los respectivos
condicionamientos ideológicos, dichas formas más desarrolladas representan verdaderos
obstáculos que velan al sentido común la adecuada comprensión de la realidad e incluso
confunden progresivamente a la mirada científica y la desvían de sus objetivos.
Al cumplir una labor enteramente al servicio del capital y de sus intereses, la teoría
económica burguesa se empantanó desde sus inicios en esta contradicción. En una suerte de
movimiento asintótico, se aproximó a una verdad científica (en particular a través de D.
Ricardo, uno de sus más lúcidos representantes), pero sin poder llegar objetivamente a ella,
conformándose con el encomio del sistema y alejándose con prontitud de esa verdad en
razón del peligro político-social y cognoscitivo que representaba para la burguesía. Como
decía Marx en el Libro III de El Capital, “La economía política vulgar se limita, de hecho,
a trasponer en el plano doctrinal, a sistematizar las ideas de los agentes de la producción,
prisioneros de las relaciones productivas burguesas, y a hacer apología de tales ideas”, por
lo que “El deseo hipócrita de ver en el mundo burgués el mejor de los mundos ocupa en la
economía política el puesto del amor por la verdad y de la inclinación a la investigación
científica”. De allí que el funcionamiento del sistema y la interconexión de sus elementos le
resultaran cada vez más inescrutables y que, entre otros muchos y variados aspectos, no
pudiera ver y entender la esencial significación del trabajo, ni los nexos dialécticos entre
trabajo concreto y trabajo abstracto, ni las relaciones reales entre la esfera de la producción
y la de la circulación, ni menos aún los problemas planteados por las contradicciones entre
la cuota de plusvalía y la tasa de beneficio.
Por otro lado, como precisó Lukács, “la separación capitalista entre el productor y el
proceso global de la producción, la fragmentación del proceso del trabajo en partes que
dejan de lado el carácter humano del trabajador, la atomización de la sociedad en
individuos que producen sin plan y sin concierto, etc., todo esto tenía necesariamente que
ejercer también una influencia profunda en el pensamiento, la ciencia y la filosofía del
capitalismo”. Objetivamente, entonces, “desde el punto de vista del capitalista individual,
la realidad económica aparece como un mundo gobernado por las leyes eternas de la
naturaleza, a las cuales él debe adaptar su actividad”. Por tanto, no fue producto del azar
que la economía política, en cuanto ciencia independiente, surgiera sólo en la sociedad
capitalista, ya que ésta “debido a su organización económica mercantil y comercial ha
conferido a la vida económica un carácter específico…, autónomo y cerrado sobre sí
mismo, tal como no lo había conocido ninguna sociedad anterior. Por eso, la economía
política clásica con sus leyes se aproxima tanto, entre todas las demás ciencias, a las
ciencias de la naturaleza… En la economía política (burguesa) se trata de relaciones que
son perfectamente independientes del carácter propiamente humano del hombre…; se trata
de relaciones en cuyo seno el hombre no aparece sino como número abstracto, como algo
que puede ser reducido a números, a relaciones numéricas; se trata de relaciones en el seno
de las cuales (según las palabras de Engels) las leyes pueden ser conocidas, pero no
dominadas” (3).
En consecuencia, como la actividad laboral real de los hombres para producir era
concebida en términos individualistas, fragmentarios y espontaneístas, además de sometida
y condicionada por incontrolables leyes naturales; y como objetivamente la apariencia
fenoménica y la esencia de las cosas nunca coinciden de inmediato; entonces, en general,
los problemas teóricos y sociales vinculados con la relación dialéctica entre forma y
contenido y entre fenómeno y esencia representaban un escollo insalvable para una
economía política clásica ya incapacitada para indagar de modo científico sobre la realidad.
Sólo podía registrar lo que ocurría en la superficie de los hechos sin poder ir mucho más
allá de lo sensorial y, por ello, quedaba aprisionada en el fenomenalismo, resignada ante la
imposibilidad de llegar a conocer las leyes internas del sistema. O sea, para decirlo con
Marx, no podía entender el “movimiento de las apariencias” y tenía bloqueadas las vías
cognoscitivas que permiten ingresar a la esencia de los hechos y procesos para explicarlos
racionalmente, convirtiéndose sin más en una teoría económica puramente descriptiva y
apologética de los fenómenos (4).
De allí que Marx nunca se propusiera una crítica en el sentido admitido de
elaboración de una teoría económica “correcta” para cubrir los vacíos y/o servir de
reemplazo a otra “incorrecta”. Por el contrario, con una concepción cualitativamente
distinta puso el acento en la actividad creativo-transformativa humana para indagar en los
fenómenos y penetrar en las esencialidades, buscando acceder al descubrimiento de las
leyes económicas reales operantes en el capitalismo como formación histórico-social
antagónico-clasista integral, como totalidad, con el explícito y racional propósito de
formular y fundamentar científicamente un proyecto de transformación revolucionaria de
dicha sociedad. La economía política clásica concebía como “eterno” al capitalismo y para
justificarlo mistificaba las leyes que le son propias, presentándolas en calidad de “fuerzas
exteriores” a la sociedad que actúan igual que las leyes de la naturaleza para condicionar la
actividad de los hombres, de modo que, por ejemplo, los desastres naturales y las crisis
económicas no resultaban en esencia diferentes. Sin embargo, los descubrimientos
científicos marxianos pusieron en claro definitivamente que el capitalismo es una
modalidad histórica, transitoria de organización social y que sus leyes son objetivamente el
reflejo y el producto de las contradicciones y antagonismos y de la alienación mercantil (el
fetichismo de la mercancía) operantes en su seno, abriendo así el camino para la cabal
comprensión del sistema y para su radical modificación.
En su genial investigación del modo de producción capitalista, Marx dejó de lado sin
miramientos los fines y procedimientos de análisis de los teóricos de la economía política
clásica, utilizando el método dialéctico para estudiar los procesos fundamentales de la
sociedad y, como apuntó Lenin, “aplicando a la ciencia económica la lógica, la dialéctica y
la teoría del conocimiento del materialismo”. En esta tarea, nunca trató de acoplar los
hechos dentro de un esquema arbitrario planteado de antemano, sino que fue poniendo en
evidencia las leyes del movimiento de la producción burguesa a través de un meticuloso
análisis de la misma; es decir, no impuso las leyes de la dialéctica a la economía, sino que
las hizo emerger a partir de un prolongado y riguroso estudio de todos los aspectos del
proceso económico-social. Y desdeñando el usual y metafísico estudio de la economía
capitalista como una sumatoria de actos individuales de intercambio (llamó “robinsonada”
a ese estudio en alusión al solitario náufrago Crusoe), investigó esa economía como un
sistema complejo regido por sus propias leyes, superiores a las de cualquier acto individual.
Así, avanzó de lo abstracto a lo concreto, con el propósito de reproducir en el pensamiento
el objeto del conocimiento que era la sociedad burguesa como totalidad para evidenciar la
unidad integral de los diversos aspectos fenoménicos y esenciales de los procesos reales
que tenían lugar en ella.
En la Introducción a los Grundrisse (y luego en Contribución a la crítica de la
Economía Política) consignó que “el método que consiste en elevarse de lo abstracto a lo
concreto es, para el pensamiento, la manera de apropiarse de lo concreto, o sea, la manera
de reproducirlo bajo la forma de lo concreto pensado. Pero este no es en modo alguno el
proceso de la génesis de lo concreto mismo”, puesto que “la totalidad que se manifiesta en
la mente como un todo pensado es producto del cerebro pensante que se apropia del mundo
de la única forma posible”, es decir, de modo científico. En otros términos, el movimiento
del pensamiento abstrae de lo concreto (la realidad) para volver a concretarlo sobre una
base conceptual. Marx concibió científicamente, entonces, lo abstracto en calidad de
unilateral, incompleto y “pobre” que aparece como un aspecto de la totalidad; y lo concreto
como lo multilateral, completo y “rico” que se presenta como la unidad de la diversidad,
como el conjunto de las numerosas facetas de esa diversidad, como “la síntesis de múltiples
determinaciones”; y encaró lo abstracto y lo concreto en su unidad dialéctica, en su
interpenetración y complementariedad, en las transformaciones del uno en el otro (y
viceversa) y, a la vez, en su oposición y negación recíprocas (5) .
En tal avance cognoscitivo, el punto de partida constituía la clave de todo el proceso
de investigación y, por eso, en El Capital Marx no empezó con el análisis del valor, el
dinero o el capital, sino de la mercancía, la categoría más “pobre”, porque ella caracteriza
de la manera más abstracta la producción burguesa sin expresar sus particularidades y
especificidades. Como para establecer relaciones mercantiles sólo es necesario tener en
propiedad alguna cosa y cambiarla por otra, entonces la mercancía es en tal sentido una
relación simple, la más directa y más general de la producción capitalista, la más superficial
y visible para todo el mundo (aunque esconda en su interior el secreto más hondo y oscuro
del fetichismo de las relaciones humanas, sumamente imperceptible para el conocimiento
común). La mercancía es, pues, “la forma más general y rudimentaria de la producción
burguesa” y las relaciones mercantiles son las más universales ya que son comunes a todas
las otras relaciones de la sociedad (entre vendedor y comprador, acreedor y deudor,
capitalista y obrero, terrateniente y arrendatario, etc.). Esa mercancía representa la “célula”
del modo de producción porque “la riqueza de las sociedades en que impera el régimen
capitalista de producción se nos aparece como un ‘inmenso arsenal’ de mercancías y la
mercancía como su forma elemental”.
Pero, como lo descubrió Marx, la mercancía no tiene un carácter único, monolítico,
sino contradictorio, dual: es, simultáneamente, valor de uso y valor de cambio. El primero,
perceptible y vinculado directamente a las propiedades físicas de una mercancía concreta,
sirve para satisfacer determinadas necesidades mediante el consumo inmediato; el segundo,
imperceptible por permanecer oculto tras el valor de uso, proporciona réditos a través de la
venta en el mercado. En la economía capitalista, el carácter esencial de la mercancía está
dado por la conversión de los valores de uso en valores de cambio, mutación que tiene
como expresión última el dinero, o sea, el equivalente universal con el cual todas las
mercancías declaran su valor. Este carácter dual de la mercancía expresa la contradicción
central del capitalismo: el conflicto irreductible entre el trabajo asalariado y el capital; pone
de manifiesto el hecho de que para subsistir el trabajador tiene que vender su fuerza de
trabajo al capitalista, el cual la utiliza para generar plusvalía (trabajo excedente no pagado)
y transformarla en capital. A partir de este descubrimiento fundamental, Marx analizó con
rigor dialéctico todas las relaciones de la sociedad burguesa, empezando por la forma más
simple de producción e intercambio de mercancías y continuando con el estudio del
proceso a través de sus múltiples transformaciones.
Así, pues, por su misma naturaleza la mercancía concentra en embrión todas las
contradicciones inherentes al sistema. Al igual que cualquier elemento de la realidad, su
propia existencia objetiva determina su carácter contradictorio y su condición de “célula” o
núcleo no desarrollado explica de modo exclusivo la existencia, en estado embrionario, de
las contradicciones de la totalidad social. Entonces, por constituir el embrión contradictorio
y el punto inicial de las contradicciones del capitalismo, a partir de ella se puede reproducir
en su integridad la compleja dialéctica del sistema. Al revelar la contradicción interna de
opuestos complementarios de la mercancía, entre su valor de uso y su valor de cambio,
Marx mostró la progresiva conversión de esa contradicción en otras crecientemente
mayores (del trabajo, el valor, el capital, la plusvalía, el salario, etc.) y su incesante
agudización en el curso del movimiento económico, de modo que la dualidad implícita en
la mercancía se resuelve en el dinero, la de éste en el capital y así sucesivamente. Como
apuntó Lukács, cuando una determinada relación entre los hombres en un nivel específico
de su evolución social se hace consciente, adquiere un nivel conceptual; es decir, encuentra
reflejo en una determinada categoría económica, susceptible de enlazarse dialécticamente
con otras categorías para dar cuenta objetiva de una totalidad concreta. Por esta razón,
gracias a Marx el movimiento integral de la sociedad burguesa (y de la sociedad humana)
pudo al fin ser captado con sus leyes internas, a la vez como producto de la actividad de los
hombres mismos y de las fuerzas surgidas de sus relaciones recíprocas que han escapado a
su control, como ocurre especialmente en el capitalismo.
El capitalismo y las crisis
En esta perspectiva, Marx dilucidó el problema de las crisis, señalando sus causas y
sus funciones. Encaró la relación contradictoria entre producción y consumo, indicando que
el sub-consumo constituye un hecho innegable, pero su rol en la generación de las crisis es
secundario, subordinado. En la misma línea, Engels señaló en el Anti-Dühring que “el sub-
consumo de las masas, la limitación del consumo de éstas a lo imprescindible para el
sustento y la reproducción, no es en absoluto cosa nueva. Ha existido siempre que ha
habido clases explotadoras y explotadas… El sub-consumo de las masas es una condición
necesaria de todas las formas de sociedad basadas en la explotación y, por tanto, también de
la sociedad capitalista; pero sólo la forma capitalista de la producción lleva ese sub-
consumo a elemento de una crisis. El sub-consumo de las masas es, pues, una condición de
las crisis y desempeña un papel de antiguo conocido, pero nos informa tan poco de las
causas de la actual existencia de las crisis como de las causas de su anterior existencia”.
Así, a lo largo de la historia el sub-consumo ha estado presente en los regímenes
económicos más diversos, en tanto que las crisis son características de un solo régimen: el
régimen capitalista. Su origen objetivo, descubierto por Marx, radica en una contradicción
esencial y profunda, en la contradicción fundamental del modo productivo burgués: la
existente entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la apropiación.
El proceso burgués de producción tiene como norte la apropiación privada del plusvalor
generado por el trabajo social y materializado en beneficios capaces de garantizar la
reproducción y acumulación del capital, surgiendo la crisis cuando el excedente creado
resulta insuficiente para cubrir las necesidades de la acumulación por incapacidad para su
generación en medida necesaria (lo que conduce a la caída de la demanda tanto de
inversión empresarial como de consumo de los hogares).
La crisis es, entonces, un fenómeno necesario e inevitable dentro del proceso de
acumulación capitalista; está regida por leyes objetivas independientes de la voluntad o el
deseo de los individuos o los grupos sociales; y ocurre cuando la capacidad para producir
plusvalor no puede asegurar la continuidad de la acumulación. De allí que la salida de la
crisis implique siempre la recuperación de la rentabilidad del capital (elemento fundamental
de la acumulación capitalista) apelando, por un lado, a la liquidación de variados activos
empresariales y/o a la quiebra de empresas; y, por el otro, a la modificación del patrón
distributivo en perjuicio del trabajo a través del desempleo y la precariedad laboral. Por
tanto, la raíz del fenómeno está necesariamente en las condiciones sociales de la producción
y en su carácter anárquico, en una honda contradicción interna de la propia estructura
económica, con la particularidad de que la contradicción fundamental origina y sirve de
base a muchas otras que se encadenan entre sí en una dinámica compleja en la que cada una
de ellas “se manifiesta en tendencias y fenómenos contradictorios. Los factores antagónicos
actúan en simultáneo los unos contra los otros”, de tal suerte que “los efectos se convierten
en causas y las irregularidades, las peripecias en apariencia accidentales afectan cada vez
más a la periodicidad normal” (6).
En el Manifiesto Comunista, Marx y Engels se referían a “las crisis comerciales que,
con su retorno periódico, plantean, en forma cada vez más amenazante, la cuestión de la
existencia de la sociedad burguesa”, llevando consigo un infortunio históricamente inédito:
“la epidemia de la superproducción”. Agregaban: “¿De qué manera supera la burguesía las
crisis? De una parte, con la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de la
otra, con la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos.
¿De qué modo lo hace, pues? Preparando crisis más extensas y violentas y disminuyendo
los medios para prevenirlas”. Años después, anticipando concisamente algunas de las
formulaciones contenidas en El Capital, Marx reiteró en Salario, precio y ganancia que “la
producción capitalista se mueve a través de determinados ciclos periódicos. Pasa por fases
de calma, de animación creciente, de prosperidad, de superproducción, de crisis y de
estancamiento”, a las que sigue un nuevo ciclo con sus correspondientes fases. Tales ciclos
son típicos del proceso de acumulación del capital.
Las crisis forman parte, pues, de ciclos sucesivos cuyas respectivas fases abarcan
años enteros para desembocar siempre en una crisis general, final de un ciclo y comienzo
de otro nuevo; pero sin que dichos ciclos se desplieguen de modo aislado y en una
sucesión indiferenciada, sino constituyendo elementos particularizados y encadenados en
un proceso histórico único (con tendencia general a culminar en una crisis integral
definitoria de la decadencia del sistema y de la necesidad de su reemplazo histórico). Por
tanto, los ciclos no tienen un carácter uniforme y las crisis presentan diferencias en sus
peculiaridades, magnitud, desarrollo, desenlace y consecuencias en todos los ámbitos de la
vida social y en la actividad de las personas (7).
La crisis es, entonces, la expresión de una contradicción, de un límite propio del
modo de producción burgués y, en simultáneo, una solución parcial y temporal a los
desequilibrios y antagonismos generados por el propio desarrollo capitalista. En el Libro III
de El Capital, Marx anotaba que, en términos generales, ese límite, esa contradicción
consiste en que la producción capitalista lleva en sí una tendencia hacia el desarrollo
absoluto de las fuerzas productivas, con independencia tanto del valor y de la plusvalía que
esa producción contiene, cuanto de las condiciones sociales en que tiene lugar. Pero, al
mismo tiempo, dicha producción tiene como finalidad la conservación del valor-capital
existente y su máxima valorización, o sea, el acelerado acrecentamiento de tal valor; en
otros términos, la mayor explotación y apropiación del trabajo excedente, la mayor
generación de plusvalía, de beneficio. Debido a su naturaleza intrínseca, tiende a considerar
el valor-capital existente como medio para la máxima valorización posible de ese mismo
valor. Esto significa que el enorme desarrollo de las fuerzas productivas, típico del
capitalismo industrial, no está organizado (ni, menos aún, controlado) en relación con las
necesidades y exigencias reales de la sociedad sino que, yendo en detrimento de los
productores y de la naturaleza, es consecuencia de las condiciones de valorización del
capital, es decir, de la producción de bienes y servicios cuya magnitud de valor debe ser
superior al volumen de recursos utilizado para generarlos.
En palabras de Marx, “La producción capitalista tiende constantemente a rebasar los
límites que le son inmanentes, pero sólo lo consigue empleando medios que, de nuevo y a
mayor escala, levantan ante ella las mismas barreras”. “La verdadera barrera de la
producción capitalista es el capital mismo; el capital y su valorización por él mismo
aparecen como punto de partida y punto final, motor y fin de la producción; la producción
es sólo una producción por el capital, y no al revés: los medios de producción son simples
medios de dar forma, alargándolo sin cesar, al proceso de la vida en beneficio de la
sociedad de productores. Los límites que sirven de marco infranqueable a la conservación y
valorización del valor capital se basan en la expropiación y el empobrecimiento de la gran
masa de productores: estos dos factores se hallan, por tanto, en contradicción con los
métodos de producción que el capital tiene que emplear para su propio fin y que tienden a
promover un incremento ilimitado de la producción, un desarrollo incondicional de las
fuerzas productivas sociales del trabajo, para hacer de la producción un fin en sí. El medio
(desarrollo incondicional de la productividad social) se halla siempre enfrentado con el fin
límite: valorización del capital existente. Por tanto, si el régimen de producción capitalista
es un medio histórico de desarrollar la fuerza productiva material y de crear el respectivo
mercado mundial, representa al mismo tiempo una contradicción permanente entre esa tarea
histórica y las condiciones sociales de producción que le corresponden”.
De allí que la conservación del valor-capital y su máxima valorización constituyan
una meta para la producción burguesa, pero que simultánea y paradójicamente impliquen
“disminución de la cuota de beneficio, depreciación del capital existente y desarrollo de las
fuerzas productivas del trabajo a costa de las fuerzas productivas que ya se han realizado”.
Con esta contradicción, “La depreciación periódica del capital existente, que es un medio
inmanente al régimen de producción capitalista para detener la baja de la cuota de beneficio
y acelerar la acumulación de valor-capital mediante la formación de capital nuevo, perturba
las condiciones dadas (en las cuales se efectúan los procesos de circulación y de
reproducción del capital) y, como consecuencia, va acompañada de bruscas interrupciones
y de crisis en el proceso de producción” (8). Por tanto, las crisis no son fenómenos
accidentales, atribuibles a una u otra eventual y simple “patología” del capitalismo, sino el
resultado necesario de las irreductibles contradicciones internas y antagonismos del sistema
(con su núcleo en un modo de producción históricamente determinado), cuyo desarrollo
está íntimamente ligado a la lucha de clases.
El capital es, entonces, un valor que se conserva y valoriza mediante la explotación
de la fuerza de trabajo humano, reinvirtiendo el plusvalor creado como más capital en el
curso del proceso de acumulación del capital. Como señalaba Marx desentrañando la Ley
General de Acumulación Capitalista en el Libro I de El Capital, el punto de partida de la
industria moderna es el principio de acumulación, o sea, el conjunto de combinaciones
sociales y métodos técnicos específicos de la producción capitalista propiamente dicha
orientados a transformar la plusvalía en capital. Todos los procedimientos empleados para
aumentar el trabajo sirven para incrementar la plusvalía o el producto neto, para producir
capital por medio del capital y alimentar así la acumulación misma. Históricamente, “a
medida que crece el capital y el número de sus súbditos, la explotación y el dominio
capitalistas se hacen más extensos, aunque no aumenten en intensidad”. Cuando la
acumulación ha llegado al grado suficiente para establecer el modo específico de
producción capitalista, acelera el desenvolvimiento de ese modo específico, promoviendo y
extendiendo la escala de las inversiones y contribuyendo al mayor desarrollo de la
producción burguesa. Con este desarrollo se origina el crédito, “nueva potencia” que al
principio se introduce en el proceso acumulativo “como una modesta ayuda”, pero que va
haciendo afluir al proceso productivo grandes cantidades de riqueza social, nuevos capitales
cuyos dueños tienen impaciencia por invertirlos en el momento oportuno. Luego, el crédito
se constituye en “arma adicional y terrible” en la lucha competitiva entre capitalistas y,
finalmente, se transforma en un enorme mecanismo social destinado a centralizar al
máximo los capitales.
Para establecer los niveles adecuados de rentabilidad, en el mercado mundial existe
una permanente comparación de productividades relativas, tiempos de trabajo y grados de
explotación laboral; y los capitalistas tienen que realizar luchas competitivas entre sí en
procura de la máxima ganancia sobreviviendo sólo los más fuertes, es decir, aquellos que
impulsan el desarrollo de tecnologías y métodos de producción más avanzados y/o superan
a sus competidores aumentando la explotación de los trabajadores. Por ello, la ley del valor
se hace operativa sólo a través de la pugna competitiva y únicamente por medio de tal
pugna se imponen las leyes de la acumulación capitalista para desplegar y profundizar sus
tendencias en el marco y curso de la anarquía de la producción. La competencia representa
una ineludible exigencia que aparece como una necesidad exterior para el capital, pero que
corresponde a la naturaleza íntima del capital mismo, obligando a cada capitalista a dejar de
lado cualquier vacilación o escrúpulo en el proceso de extracción de plusvalía. Para decirlo
con Marx, la competencia “impone a cada capitalista individual, como leyes coercitivas
externas, las leyes inmanentes del modo de producción burgués. Lo constriñe a expandir
continuamente su capital para preservarlo, y no es posible expandirlo sino por medio de la
acumulación progresiva”.
En tanto se produce el desarrollo de la acumulación y la producción capitalistas,
aumentan los capitales individuales (que constituyen el movimiento de la acumulación),
acrecentándose la concurrencia y el crédito como poderosos agentes de la centralización de
esos capitales, los cuales pierden su independencia operativa y son sometidos a un control
centralizado; es decir, tiene lugar “la absorción de los pequeños capitalistas por parte de los
grandes capitalistas y la descapitalización de los primeros”. Como corolario obligado de la
centralización, la gran cantidad de capitales individuales que componen el capital social
implican su concentración y a medida que se acumula capital aumenta la concentración de
los medios de producción. Pocos grandes capitalistas tienden a controlar tales medios y a
influir de modo determinante sobre la producción y la distribución de los beneficios: “el
capital puede concentrarse en una sola mano precisamente porque muchas manos se ven
obligadas a prescindir de los suyos”. Este movimiento produce primero un excedente de
elementos constitutivos de riqueza, cuya conformación en grupos genera el capital; cada
uno de estos grupos, es decir, cada capital, se enriquece con elementos suplementarios en
proporción a su volumen y potencia reproductora, adquiriendo vida propia, agrandando su
existencia y limitando el campo de acción de otros capitales.
La producción capitalista crea la necesidad social y los medios técnicos de las
grandes empresas industriales, cuya realización exige la previa centralización del capital.
Los grandes capitales, “creados en un abrir y cerrar de ojos por la centralización”, se
reproducen con mucho mayor rapidez que los otros y fuerzan la acumulación social. La
centralización, entonces, completa la acumulación y así los capitalistas industriales pueden
extender cada vez más su ámbito operacional. Todo este proceso impulsa el desarrollo de la
ciencia y la tecnología, con lo que los medios de producción reemplazan gradualmente las
funciones manuales del hombre (revolución industrial), es decir, en procura de obtener
mayores ganancias existe una tendencia a sustituir la fuerza de trabajo humano por medios
de producción cada vez más sofisticados (en la actualidad, ello implica el reemplazo de las
funciones inmediatas del cerebro a través de la llamada revolución informática).
Tal desarrollo y tal reemplazo determinan la intensificación de la explotación del
trabajo, el aumento continuo de la productividad y el incremento de la competencia entre
capitalistas, lucha salvaje que se libra a fuerza de abaratar las mercancías para ganar
mercados y desbancar a los rivales. La competencia termina siempre con la ruina de los
capitalistas más pequeños, cuyos capitales desaparecen o van a engrosar los de los más
poderosos. Así, de modo inevitable, en un determinado grado de desarrollo del proceso
productivo tiene lugar una superproducción relativa de capital bajo la forma de medios de
producción y de mercancías. Los primeros han alcanzado un desarrollo desproporcionado y
excesivo en relación con las necesidades sociales objetivas; y la sobreabundancia de las
segundas ya no puede suministrar beneficios en una proporción adecuada (es decir, cada
vez mayor) a las exigencias de desarrollo del propio capital. En otras palabras, ambos
elementos sirven de base a la caída de la tasa de ganancia y a todas sus consecuencias en lo
concerniente a la acumulación capitalista. La propia dinámica del sistema crea, pues, las
condiciones para la periódica emergencia de crisis.
Ahora bien, la reproducción del capital significa también la de su instrumento, la
fuerza de trabajo: la acumulación capitalista implica el aumento del proletariado, de los
asalariados que producen y hacen fructificar un determinado capital. Esos asalariados,
señala Marx, “sólo existen como medio de aumentar riquezas ajenas” y “convierten sus
fuerzas obreras en fuerzas del capital, permaneciendo esclavos de su propio producto
encarnado en la persona del capitalista”. Pero “El progreso industrial reduce cada vez el
número necesario de obreros. Al mismo tiempo, aumenta la cantidad de trabajo de cada
obrero. En la medida en que se desarrollan los poderes productivos del trabajo, se produce
más con menos trabajo. Así es como el sistema capitalista consigue más trabajo de los
asalariados. A veces aumenta aparentemente el número de trabajadores empleados,
reemplazando los obreros más caros por fuerzas inferiores baratas, el hombre por la mujer,
el adulto por el adolescente o el niño, o un yanqui por tres chinos. Estos son los métodos
con los que se consigue disminuir la demanda de trabajo y aumentar la oferta; así es como
se fabrican, en una palabra, los obreros supernumerarios”. Con ello, “el señor capital,
como le llama Pecqueur…, prescinde de los trabajadores cuando no los necesita”.
De este modo, “La acumulación, progreso de la riqueza en una sociedad capitalista,
produce necesariamente un exceso de población obrera. Este exceso es la palanca de la
acumulación, condición de existencia de la producción capitalista y de su desarrollo
integral. Constituye un verdadero ejército de reserva de la industria y pertenece al
capitalista tan absolutamente como si éste lo hubiese formado y disciplinado a sus
expensas. Cubre sus propias necesidades de valorización y constituye la materia humana
explotable y disponible con independencia de su propio crecimiento”. Y como “el exceso
de trabajo impuesto a los obreros en servicio aumenta las filas de reserva”, entonces “la
competencia entre los obreros ocupados y los desocupados reprime toda protesta de los
primeros” facilitando su explotación, con lo que “el régimen de la gran industria hace del
exceso de población una máquina de creación de riqueza”.
Por consiguiente, “el ejército industrial de reserva aumenta con la riqueza social, el
capital en funciones y el crecimiento de éste. Por la misma causa, crece la magnitud
absoluta del proletariado y la capacidad productiva de su trabajo. Las mismas causas que
desarrollan la fuerza expansiva del capital crean las condiciones de disponibilidad de la
fuerza obrera. La reserva industrial aumenta gracias a los recursos de la riqueza. El
volumen relativo del ejército industrial de reserva crece con la riqueza. Al crecer la reserva
junto con la masa activa, también lo hace la superpoblación, el excedente de población. La
miseria es inversamente proporcional a los tormentos del trabajo. Al crecer la miseria de
los obreros, crece la miseria reconocida, la ‘depauperización oficial’. Así es la ley general,
absoluta, de la acumulación capitalista”. Esta ley puede experimentar modificaciones en
circunstancias particulares, pero siempre tiene como expresión la acumulación de riqueza y
poder en un polo social, y el acrecentamiento de la miseria y la degradación en el otro.
Mientras una parte de los trabajadores soporta un exceso de trabajo que enriquece a
los capitalistas individuales, otra parte está condenada a la inactividad; es decir, “en
beneficio de la clase capitalista se mantiene un ejército industrial de reserva equilibrado
con el aumento de la acumulación”, de modo que “el capital social se ve… dotado de una
repentina fuerza expansiva, de elasticidad”, pero sin poder escapar de las contradicciones y
antagonismos inherentes. Así, “Las posibilidades técnicas de la gran industria permiten
crear medios de producción suplementarios y transportar las mercancías a cualquier rincón
del mundo. La baratura de las mercancías crea nuevos mercados y dilata los anteriores, pero
poco a poco su propia abundancia reduce el mercado general hasta el punto de que ni ellas
mismas tienen cabida en él. Las vicisitudes comerciales se combinan con los movimientos
alternativos del capital social, que unas veces sufre cambios en su composición y otras
veces crece gracias a la tecnología. Todo esto provoca expansiones y contracciones
repentinas en el proceso productivo”. “Las convulsiones de la producción causan su
contracción. Pero la expansión exorbitante de la producción, que es el punto de partida, no
sería posible sin ese ejército de reserva que capitanea el capital, sin un exceso de mano de
obra independiente del crecimiento natural de la población”.
En correspondencia con la irracionalidad y la anarquía de la producción capitalista,
cuando circunstancias específicas resultan favorables a la acumulación en diferentes ramas
industriales y los beneficios sobrepasan la media normal ocurre en ellas la afluencia de
nuevos capitales adicionales, tonificándose la demanda de trabajo y subiendo los salarios.
Este fenómeno atrae hacia la rama industrial favorecida a un número determinado de
obreros hasta el grado de saturación, pero la atracción se mantiene. Entonces, el salario
vuelve a su nivel ordinario o desciende aún más, y el flujo obrero cede su lugar a la
migración hacia otras ramas de la industria en busca de trabajo. Por consiguiente, a la
superproducción se le agrega un incremento de la superpoblación relativa, o sea, una oferta
excesiva de fuerza de trabajo en tales áreas. De tal suerte, “la presencia de esta reserva
industrial y su empleo parcial o general es la esencia de la accidentada vida de la industria
moderna. Su ciclo decenal es muy regular (a pesar de algunos imprevistos) a través de un
proceso de actividad ordinaria, de producción intensiva, de crisis y de estancamientos” (9).
Todo esto se encuentra en íntima relación con la tendencia al decrecimiento de la
cuota de ganancia analizada por Marx, cuyo “secreto” reside en que “los procedimientos
que tienden a producir plusvalía relativa procuran en general, por un lado, convertir en
plusvalía la mayor cantidad posible de una masa determinada de trabajo y, por otro lado,
emplear la menor cantidad posible de trabajo con respecto al capital invertido; es decir, que
las mismas causas que permiten el incremento del grado de explotación del trabajo,
impiden explotar con el mismo capital total la misma cantidad de trabajo que antes. Estas
son las tendencias contradictorias que al mismo tiempo que trabajan por aumentar la cuota
de plusvalía contribuyen a lograr la disminución de la masa de plusvalía producida por un
capital determinado y, por consiguiente, a la baja de la cuota de beneficio”. Ocurre,
entonces, que “el descenso de la cuota de beneficio y la acumulación acelerada son sólo dos
modos distintos de expresar el mismo proceso, en el sentido de que ambos expresan el
desarrollo de la capacidad productiva. La acumulación, por su parte, acelera la
disminución de la cuota de beneficio, ya que entraña la concentración más alta del capital.
Por otro lado, el descenso de la cuota de beneficio acelera a su vez el proceso de
concentración del capital y su centralización, mediante la expropiación de los pequeños
capitalistas y el desahucio del último resto de los productores directos que todavía tienen
algo que expropiar”.
En el contexto de la superproducción y la competencia, “el mismo proceso que
determina el abaratamiento de las mercancías en el proceso de desarrollo del régimen
capitalista de producción provoca un cambio de la composición orgánica del capital social
utilizado en la producción de mercancías y, como consecuencia, determina la baja de la
cuota de beneficio”. Pero como en función de las contradicciones y antagonismos propios
del capitalismo “la tendencia decreciente de la cuota de beneficio va acompañada por la
tendencia creciente de la cuota de plusvalía, es decir, del grado de explotación del trabajo”,
entonces se persigue contrarrestar esa tendencia decreciente mediante la utilización de
mecanismos específicos: aumento del grado de explotación del trabajo (prolongando la
jornada laboral, intensificando el trabajo mismo, implantando masivamente la participación
de mujeres y menores), abaratamiento de los elementos componentes del capital constante,
reducción de los salarios por debajo del valor de la fuerza de trabajo, manipulación de la
superpoblación relativa y expansión del comercio exterior. Por tanto, en general, “las
mismas causas que producen la baja de la cuota general de beneficio provocan efectos
contrarios que obstaculizan, atenúan y en parte paralizan aquella acción. No anulan la ley,
pero amortiguan sus efectos. Sin estas causas no se podría concebir no sólo la baja misma
de la cuota general de beneficio, sino también su lentitud relativa. Por eso, esta ley sólo
opera como una tendencia cuyos efectos solamente se manifiestan claramente en
circunstancias determinadas y en el curso de largos períodos”.
No obstante, “el progreso de la producción capitalista implica, necesariamente, que la
cuota general media de la plusvalía se traduzca mediante una disminución de la cuota
general de beneficio; es una necesidad evidente que se desprende de la esencia misma del
régimen de producción capitalista”. Así, contradictoriamente, “las mismas causas que
originan una tendencia a la disminución de la cuota general de beneficio implican una
acumulación acelerada del capital y, por tanto, un aumento de la magnitud absoluta o
incluso de la masa total de trabajo excedente (plusvalía, beneficio) que se apropia”. De
hecho, esto significa que “como la cuota de valorización del capital en su totalidad, la cuota
de beneficio, suponen el acicate de la producción capitalista (que únicamente tiene como
objeto la valorización del capital), su descenso atenúa el ritmo de formación de nuevos
capitales independientes, presentándose de esta forma como un factor peligroso para el
desarrollo de la producción capitalista, alienta la superproducción, la especulación, la
crisis, la existencia de capital excedente frente a una población sobrante”.
Entonces, en condiciones dadas y en circunstancias definidas, las crisis aparecen,
en términos generales, como el instrumento espontáneo y ciego derivado del propio modo
de producción burgués para restablecer el equilibrio entre el capital invertido y el beneficio
logrado, a través de la destrucción de las fuerzas productivas que resultan excesivas tras la
superproducción y el aumento de la superpoblación relativas: “periódicamente, el conflicto
de factores antagónicos se resuelve en crisis”, dice Marx. “Las crisis son siempre
soluciones violentas y momentáneas de las contradicciones existentes, violentas erupciones
que, por un instante, restablecen el equilibrio roto”. Por consiguiente, en los períodos de
crisis ocurre tanto una gran destrucción de fuerzas productivas, cuanto la sobreacumulación
de mercancías, la expulsión de enormes masas laborales del proceso de producción, la
sobreexplotación de los trabajadores en servicio, el incremento de la miseria popular, y el
decaimiento y la marcada reducción general de los consumos. Con todo esto, queda muy
claro que el régimen de producción capitalista “se obstaculiza a sí mismo”, “tropieza en el
desarrollo de las fuerzas productivas con una traba que no tiene ninguna relación con la
producción de riqueza en cuanto tal. Esta traba característica manifiesta precisamente la
limitación y el carácter puramente histórico, transitorio, del régimen de producción
capitalista; evidencia que no se trata de un régimen absoluto de producción de riqueza, sino
que, lejos de ello, choca al llegar a cierta etapa con su propio desarrollo posterior” (10).
Pues bien, los acontecimientos de nuestros días confirman, una vez más y de modo
contundente, no sólo la autenticidad y el profundo carácter científico de los geniales
descubrimientos marxianos, sino también su completa y actual vigencia. Se podría objetar
que desde que Marx desentrañó la esencia del capitalismo y puso a la luz sus leyes, el
sistema burgués ha ido experimentando históricos cambios de forma que habrían vuelto
“anticuadas” sus formulaciones. Sin embargo, las investigaciones de Marx demostraron en
términos concluyentes que “la naturaleza del capital es siempre la misma, tanto en sus
formas apenas esbozadas como en las desarrolladas completamente”, por lo que mientras
el capitalismo exista como sistema social (con todas sus mutaciones formales) perdura su
esencia expoliadora y anti-humana y, por tanto, la teoría científica que lo desmenuza y
muestra en su real catadura conserva plenamente su validez y su vigor. Por otro lado, los
componentes de la argamasa que unifica y suelda todo el colosal trabajo científico y
revolucionario marxiano, es decir, la concepción materialista de la historia y el método
dialéctico, tampoco han sufrido mella alguna y hacen viable la actualización y el
enriquecimiento de los descubrimientos de Marx con el análisis de las nuevas formas del
capitalismo. Al igual que en los tiempos de Marx y Engels, la íntima unidad de esa
concepción y ese método constituye un instrumento privilegiado para analizar, conocer y
transformar la realidad, y es el arma fundamental de la clase obrera y de los oprimidos del
mundo en su lucha por la conquista de una sociedad realmente humana.
Por consiguiente, la asimilación de tan riquísima herencia revolucionaria no significa
en modo alguno asumirla como si se tratara de algo “sagrado” cuya exégesis supone la
repetición canónica de una u otra de sus tesis en un dogmático y estéril “acto de fe”. Con la
misma actitud científica de Marx y Engels, ya en su artículo Nuestro Programa Lenin
rechazó el apego inmovilista y abstracto a las ideas elaboradas por los fundadores del
marxismo: “nosotros no consideramos en absoluto que la teoría de Marx sea algo acabado e
intangible; estamos convencidos, por el contrario, de que esta teoría sólo ha colocado las
piedras angulares de la ciencia que los socialistas deben hacer progresar en todas
direcciones si no quieren distanciarse de la vida”. Asumir el marxismo implica, entonces,
concebirlo principista y creativamente como una base teórico-científica y una guía
metodológica esenciales e irrenunciables para el estudio objetivo y a fondo de los
fenómenos (económicos, políticos, sociales, ideológicos, culturales, psicológicos, etc.)
típicos de nuestro tiempo, pensándolos con cabeza propia y comprendiéndolos siempre en
base al “análisis concreto de la situación concreta” en la que ocurren; y no sólo para
contribuir, desde cualquier lugar de actuación y en la medida de las posibilidades de cada
quien, en el avance de las luchas populares por la transformación social, sino también para
apoyar sin reserva alguna los esfuerzos orientados al auténtico y continuo enriquecimiento
del marxismo y a la preservación de su filo revolucionario.
Quienes para defender el sistema tratan de desacreditar el marxismo considerándolo
expresión de un “pensamiento decimonónico” devenido “obsoleto”, carecen de cualquier
atisbo de argumento válido en su intento de refutarlo y no tienen reparo alguno en apoyarse
en teóricos del capitalismo (como Adam Smith y David Ricardo, ensalzados con fervor
bíblico) que existieron y pensaron mucho antes de que Marx naciera. Y aquellos que lo
injurian tildándolo de “antidemocrático” y “totalitario”, son los mismos empeñados en
justificar de modo cínico la grosera dictadura totalitaria del gran capital que está
conduciendo al planeta hacia el desastre. Unos y otros ocultan deliberadamente que desde
su emergencia histórica el marxismo ha sido y sigue siendo un factor decisivo en la arena
político-social, en el avance de las luchas emancipadoras de los pueblos del mundo entero y
en el desarrollo de la ciencia, la cultura y el pensamiento humano, constituyendo un
referente primordial y necesario para la correcta comprensión de los fenómenos
fundamentales de nuestra época. Y, desconcertados e impotentes, tienen muy poco o nada
que decir ante la severa crisis económico-financiera que desde el 2008 sacude y agrieta
crecientemente el sistema capitalista a nivel mundial, con un imparable curso sinuoso sin
salida viable a la vista que aumenta y acelera la integral descomposición sistémica.
La actual crisis general del sistema
Esta crisis de sobreproducción y sub-consumo ha sido propiciada e impulsada por el
desenfreno neoliberal (bajo el comando del hegemónico, especulativo y parasitario gran
capital financiero) en la búsqueda de solución al serio problema de la caída de la tasa de
ganancia y el estancamiento económico. Y como no puede ser de otro modo, en el
entrampamiento de sus insolubles contradicciones las clases dominantes y sus acólitos
pretenden remontarla con la aplicación brutal de más medidas neoliberales (despidos
masivos, recortes de salarios y pensiones, sobreexplotación laboral, privatización de los
servicios públicos, minimización del gasto social, depredación de la naturaleza, etc.) que
agreden sin respiro a los trabajadores y a las más amplias masas, demostrando tozudamente
la ineptitud histórica de la gran burguesía, de sus ideólogos y de sus “especialistas” no sólo
para comprender, sino también para afrontar con mínimo realismo las cuestiones
fundamentales de su propio sistema social.
Marx se refería mordazmente a tal irracionalidad apuntando que “en las crisis del
mercado mundial estallan las contradicciones y antagonismos de la producción burguesa.
Y en vez de indagar en qué consisten los elementos contradictorios, que se abren paso
violentamente en la catástrofe, los apologistas se conforman con negar la catástrofe misma
y, a despecho de su periodicidad fiel a una ley, se obstinan en sostener que si la producción
se atuviese a las reglas de sus manuales jamás existirían crisis” (11). Por eso hoy, por un
lado, como manifestación de su propia ignorancia y confusión, caracterizan de hecho a la
crisis como una suerte de fenómeno de la naturaleza, como una fatal calamidad que cada
quien debe soportar como pueda. Y, por el otro, como expresión de deseos, no sólo
desparraman la idea acerca del pronto avistamiento de “la luz al final del túnel” y la vuelta
a la “normalidad”, sino que además pregonan una absurda “refundación” del capitalismo
para el advenimiento de una mítica Jauja donde todo sería “prosperidad” y las crisis habrían
pasado al olvido.
Estas fantasías “refundacionales”, manipuladas además mediáticamente para sembrar
ilusiones y desarticular la protesta y la lucha de las masas, no tienen nada de novedoso. En
1944, desde una postura antropologista teñida de socialcristianismo, el economista Karl
Polanyi analizó el proceso del llamado “mercado auto-regulado” impuesto por el gran
capital financiero y criticó ásperamente el liberalismo económico, al que calificó de
“proyecto utópico” cuya ejecución había significado la demolición de las bases materiales y
políticas de la “sociedad moderna”. En particular, fustigó el libertinaje capitalista que había
provocado dos guerras mundiales, “propiciado” la Revolución de Octubre y generado la
Gran Depresión iniciada en 1929; señaló el rol de las políticas fordistas y keynesianas (con
sus variantes fascista y nazi) para evitar el desplome del sistema y servir de contención a la
ola revolucionaria que amenazaba expandirse desde Rusia; y examinó cómo se crearon las
condiciones para la implantación del nazi-fascismo en calidad de “solución” a los graves
problemas generados por la ultramontana ortodoxia liberal, es decir, de esa suerte de
“parchado” de la economía mercantil logrado a costa de la liquidación de todas las
instituciones democrático-burguesas (políticas, sociales y culturales). Para Polanyi, el “gran
problema” de una estructura social asentada en el “libre mercado” residía en que el
conjunto de la sociedad estaba obligado a someterse y servir a los intereses y necesidades
de los mercados regidos por el hegemónico gran capital financiero. La sociedad capitalista
resultaba, entonces, “insostenible” por su carácter destructivo para los seres humanos y la
naturaleza, siendo necesario “refundarla” a partir de “controles éticos” y sociales, o sea,
“regulando” su funcionamiento desde el Estado para evitar su implosión (12).
Retomando algunos de los criterios de Polanyi, diversos ideólogos, académicos
(como los neo-keynesianos Joseph Stiglitz y Paul Krugman) y publicistas afines al sistema
han extendido de modo muy amplio la opinión de que la crisis en actual curso habría sido
originada fundamentalmente por relajamientos y determinadas fallas en la “regulación” del
sector financiero bancario y no-bancario. El “debilitamiento normativo” en tal sector sería
el causante de la generación de “incentivos perversos”, abriendo paso sin mayores trabas a
la “especulación viciosa” con la aceptación de riesgos desmedidos, llevando al descalabro a
grandes bancos y gigantescos consorcios e instalando la recesión y el estancamiento. Esta
apreciación se ha reforzado apelando a la denominada “teoría de la inestabilidad inherente”
elaborada desde 1974 por el economista neo-keynesiano Hyman Minsky, según la cual la
fragilidad financiera es intrínseca a la marcha “normal” del capitalismo. Para él, el sistema
financiero oscilaría entre la robustez y la endeblez, siendo tal oscilación parte integrante del
proceso generador de los ciclos económicos: las fases expansivas y de contracción y los
vaivenes financieros que van con ellas son inevitables en la economía de “libre mercado”,
por lo que el Estado está obligado a intervenir para el control de tales vaivenes utilizando
las regulaciones establecidas y los instrumentos existentes desde la crisis de 1929 y la
subsiguiente Gran Depresión.
Según Minsky, en función del carácter estructuralmente inestable de los mercados
financieros, en las épocas de bonanza el florecimiento del optimismo va acompañado por el
aumento del volumen del crédito y el desborde del afán especulativo, de modo que las
empresas (y las familias) sobreestiman el valor de sus activos, consideran perdurable la
prosperidad y asumen cada vez mayores riesgos. Esta cadena aparecería en cada ciclo de
negocios, pero cuanto más se prolonga el período de bienestar son mayores los peligros. Si
la culminación del proceso en un ciclo más largo va acoplada con relajadas o ausentes
regulaciones estatales del sector financiero, se produce la transformación de los mercados
en ese sector y se instala el libertinaje en ellos. El debilitamiento de las instituciones
encargadas de controlar la especulación y proporcionar estabilidad implica la proliferación
de esquemas y productos financieros de alto riesgo, la amplia expansión del crédito con
notable reducción o incluso casi desaparición de los avales, y la existencia de considerables
niveles de apalancamiento (o endeudamiento para financiar diversas actividades, con su
secuela de contraer nuevas deudas para amortizar otras anteriores). El apalancamiento
puede multiplicar la rentabilidad, pero también llevar a la insolvencia si las operaciones
realizadas no dan el fruto esperado; y cuando esto último ocurre, los créditos no pueden ser
pagados, se desata la crisis financiera por la reacción en cadena de quiebras empresariales y
bancarias, los préstamos se cierran drásticamente incluso para quienes están en condiciones
de solventarlos, la inversión productiva se encoge, la circulación languidece, el consumo se
reduce y la economía entra en recesión.
Al parecer, este esquema sería altamente satisfactorio para explicar la crisis en actual
curso. En el 2008, al estallar en EEUU la especulativa burbuja inmobiliaria y actuar como
detonante de la crisis propagada luego a nivel internacional, los sectores no-financieros
(agricultura, industria y servicios) resultaron afectados por el colapso de la demanda
agregada y recibieron estímulos fiscales para reactivarse; pero, según las declaraciones
oficiales, “todo iba bien” en esos sectores hasta que se produjo la debacle financiera luego
extendida catastróficamente al conjunto de ámbitos económicos. Por tanto, bastaría con
“regular mejor” el sistema financiero e “impedir su descontrol” para evitar que los ciclos de
negocios se conviertan en una bomba de tiempo que amenaza toda la economía. Sin
embargo, esta apreciación representa más una expresión de deseos que una aproximación
eficaz a la realidad objetiva.
A pesar de señalar específicos elementos existentes de hecho, pero de importancia
secundaria, el esquema de Minsky resulta sumamente limitado porque concentra la atención
en la superficie de los fenómenos sin poder abordar lo esencial. Evidentemente, ciertas
circunstancias institucionales (el control deficitario) y psicológicas (el optimismo, la
codicia, el afán de lucro y los “incentivos perversos” favorecedores de la especulación)
juegan un determinado rol, cuyo carácter no es fundamental, en la generación de una crisis
como la actual. Pero hiperbolizarlas implica ignorar los concretos elementos estructurales
en el terreno (no financiero) de la producción; significa la incapacidad para ver los factores
objetivos que desde la economía real conducen a la crisis. Objetivamente considerada, ésta
tiene sus más profundas raíces en los problemas de la economía productiva, y no sólo en el
ámbito de las transacciones financieras.
Siguiendo a Marx, es preciso recordar que el capital constituye, por un lado, una
relación histórico-social de producción “representada en un objeto al que infunde un
carácter social específico” y una de cuyas modalidades de reproducción ha sido y es desde
siempre su internacionalización, su implantación en nuevas regiones del mundo; y, por el
otro, en un sentido más inmediato y tangible, “una determinada suma de valor autónomo
expresada en dinero”, es decir, una masa dineraria cuyos poseedores buscan de modo
permanente su auto-valorización en base a la compra y la utilización de la fuerza de trabajo
para generar plusvalía. El dinero es una forma especial del valor y la forma general del
capital: éste no existe sin el dinero.
En los Grundrisse, Marx decía que el capital, “en tanto representa la forma universal
de la riqueza (el dinero), es la tendencia sin límite y sin medida de sobrepasar sus propios
límites, Si no, dejaría de ser capital, dinero que se produce a sí mismo”. El punto de partida
del ciclo de valorización del capital es el dinero (D) y su punto de llegada es más dinero
(D’), con la mercancía (M, es decir, fuerza de trabajo y medios de producción) como
elemento de intermediación. La “esencia” del capital reside, pues, en que el dinero
devenido capital debe reproducirse, crecer con ganancias, incrementarse en un movimiento
que no reconoce término ni restricciones. Pero para que ello ocurra, el capital debe generar
valor en cantidad suficiente y apropiarse de modo indefinido de la plusvalía generada por
la explotación de la fuerza de trabajo en el curso del proceso productivo, ampliando en
forma creciente el ámbito de la circulación y estimulando el consumo de aquello que
produce.
Esta naturaleza del capital se evidenció con suma claridad en la llamada “edad de
oro” del capitalismo, luego de terminada la II Guerra Mundial. En la fase iniciada en 1945,
la gran burguesía imperialista yanqui no limitó su pensamiento a una teoría económica
como la aportada por Keynes para remontar la Gran Depresión consecutiva a la debacle de
1929; sino que tenía en mente efectivizar un verdadero proyecto corporativo que, en
procura de promover y reforzar un mayor desarrollo capitalista, necesitaba contar con
elementos “sociales” capaces de atraer a los trabajadores a través de ciertas concesiones a
sus demandas, frenando así sus luchas y neutralizando el “peligro soviético”. Con tal
propósito, se sirvió de un modelo económico “regulador” keynesiano que estimuló las
inversiones productivas y el gasto público, tendiendo a vigorizar la demanda de consumo
interno y fijando determinados controles estatales sobre la oferta monetaria, el crédito, las
tasas de interés, el régimen de precios y salarios, los sectores estratégicos no privatizables,
etc. Y que a la vez sancionó, entre otros aspectos, el derecho al trabajo y el respeto a las
conquistas laborales; el salario mínimo y el subsidio al desempleo; el derecho a la
asistencia pública, la educación y la salud; la creación de fondos de retiro y de pensiones; y
el reajuste de las escalas salariales para la mujer trabajadora. Todos estos elementos fueron
presentados como componentes de un “Estado de Bienestar” promotor del crecimiento
económico y el “desarrollo social”.
Algo antes, en 1944 y bajo el mando del imperialismo norteamericano devenido
hegemónico, en Bretton Woods se habían creado el Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional, y establecido las reglas para las relaciones económicas, comerciales y
financieras entre los países capitalistas “más industrializados” con el dólar como moneda de
referencia internacional y un sistema de tasas de cambio basado en el nexo entre el oro y el
dólar y entre éste y el resto de monedas. Estas medidas implicaban el diseño de la
arquitectura económico-financiera y comercial post-bélica, con un claro sentido regulatorio
que entre otros aspectos centrales perseguía impulsar el amplio despliegue capitalista
evitando la excesiva separación entre la producción y la circulación, a la vez que controlar
dentro de ciertos límites al capital financiero y sus desbordes especulativos como defensa
ante posibles crisis.
Con la implementación del proyecto corporativo-regulatorio, fue teniendo lugar,
entonces, un mayor crecimiento y extensión de las grandes economías capitalistas, en
especial de la norteamericana que intervino en la reconstrucción de las europeas (con el
Plan Marshall) y la japonesa, apuntalándolas mediante considerables inversiones, la
remisión de pasadas deudas y la concesión de préstamos nuevos, sobre todo en Alemania.
Este proceso estuvo acompañado por cortos períodos de crisis, tras las cuales un nuevo
ciclo expansivo renovaba el crecimiento y llevaba la economía a niveles cada vez más
altos, con elevadas tasas de acumulación y concentración del capital. El largo ciclo
expansivo en EEUU y los países del centro capitalista fue comandado por las grandes
corporaciones industriales y comerciales que, apoyadas por un sistema financiero sometido
a un relativo control, promovieron importantes innovaciones tecnológicas y grandes
transformaciones en la producción agrícola. Desde la perspectiva social, esas innovaciones
y transformaciones no eran (ni pueden ser) neutras, sino que estaban determinadas por la
lógica de la rentabilidad, en un proceso permanente que constituía (y constituye) el
resultado de una ley fundamental de la sociedad burguesa: la competencia entre masas
interdependientes de capital. Pero bajo la hegemonía del capital industrial, el incremento de
la inversión productiva, las innovaciones tecnológicas, el aumento de la productividad y del
consumo, la mayor extensión de las actividades económico-comerciales hacia la periferia
de países empobrecidos, la explotación de nuevos recursos naturales y determinados
procesos políticos, se ligaron estrechamente impulsando el ensanchamiento de los
mercados y agilizando el proceso de acumulación del capital.
Sin embargo, a fines de los años ’60 del pasado siglo, en la fase terminal de ese ciclo
largo, se hizo evidente una contradicción: el desequilibrio estructural entre la enorme
capacidad de desarrollo de las fuerzas productivas y la incapacidad real para lograr y
redistribuir los beneficios en la medida conveniente. Se constató, entonces, la existencia de
un excedente de capital, de un resultado acumulado del desfasamiento entre producción
industrial y consumo convertido en capital financiero, con estancamiento económico y
severa caída de la tasa de ganancia. Tal excedente ya no encontraba salidas suficientemente
rentables en la expansión de la capacidad productiva, poniendo en riesgo la preservación de
los valores del capital a escala mundial. El gran desarrollo tecnológico no ofrecía ninguna
solución al problema de la absorción de excedentes, obligando a volver la mirada hacia la
especulación financiera como recurso para filtrar la acumulación de utilidades industriales.
El terminante diagnóstico de la “enfermedad” y de sus causas inmediatas fue realizado en
los años ’70, bajo la influencia teórica neoliberal del grupo Mont-Pélerin (Hayek, Mises,
Popper, entre otros) y con la guía operativa de los representantes de la monetarista Escuela
de Chicago (con Milton Friedman a la cabeza): el estancamiento y la merma en los
beneficios se debían al “exceso de controles” establecidos por las políticas económicas
“reguladoras” keynesianas, a la centralizadora “rigidez estatal”, a “fallas” en la política
monetaria y al “incremento excesivo de las rentas salariales”. Y el “remedio” tenía que ser
buscado en el campo financiero y en el mercado, aunque ello implicara un transitorio
decaimiento del crecimiento económico.
De hecho, esta situación afectaba el proceso de acumulación capitalista, representaba
un peligro frente a la encarnizada competencia con la Unión Soviética y sus satélites del
este europeo, y ponía en riesgo el mantenimiento de la hegemonía norteamericana dentro
del campo imperialista. Además, el “mal ejemplo” de soberanía y anti-imperialismo
militante que desde una década atrás venía dando la Revolución Cubana a los pueblos y
países oprimidos del planeta, los graves problemas generados por el entrampamiento del
intervencionismo agresor yanqui en Vietnam y el sudeste asiático, la cada vez más
creciente agudización de la lucha de clases a nivel internacional y el auge de los
movimientos de liberación nacional en el Tercer Mundo, constituían verdaderos cuellos de
botella para el imperialismo y exigían afrontamiento inmediato. Para el gran capital
resultaba una necesidad vital, entonces, no sólo buscar una salida al serio estancamiento
económico y a la caída de la tasa de beneficio, sino también allanar obstáculos en su propio
terreno para lanzar una contraofensiva general económico-social y político-militar con
miras a aplastar a los trabajadores e imponerles una mayor explotación, “escarmentar” a las
rebeldías y luchas de masas, desmantelar sin miramientos el campo popular, endurecer más
el dominio dictatorial gran burgués y neutralizar la actividad de sus competidores
“socialistas reales”. Así, las medidas propuestas por los ideólogos, economistas y políticos
neoliberales constituían la “solución exacta” demandada por las difíciles circunstancias y
representaban el anillo adecuado para el dedo imperial.
La falsa salida neoliberal a la crisis
Por tanto, era imperativo no sólo dejar de lado la políticas keynesianas y el “Estado
de Bienestar”, sino hacer ingresar al capitalismo a una nueva fase de desarrollo: la
neoliberal, “desregulatoria” y liberalizadora de la economía, llevando a cabo un “ajuste
estructural” con eje en la “libertad de mercado”, la circulación acrecentada de capitales y
bienes, las privatizaciones, la “flexibilización” laboral y salarial, el “ajuste fiscal” y la más
amplia apertura económica y comercial hacia mercados externos. Se inició, entonces, un
proceso de transición que dejaba atrás el largo período expansivo concluido a comienzos de
los años ‘70 para afrontar uno nuevo, temporalmente recesivo porque las “desregulaciones”
implicaban la gigantesca transferencia de capitales (a nivel nacional e internacional) desde
el sector productivo industrial al financiero-especulativo, con la consecuencia inmediata de
bajos índices de crecimiento. Para encarar este problema y en la perspectiva de neutralizar
la caída en el rendimiento de la economía yanqui y su pérdida de competitividad frente a las
economías europeas y japonesa, la administración Nixon buscó fortalecer el desempeño
del dólar en el intercambio comercial internacional y rompió unilateralmente en 1971 con
los acuerdos de Bretton Woods que desde 1945 regulaban los flujos monetarios y
financieros mundiales en función de un patrón de cambio fijo basado en la paridad oro.
Con la ausencia de tasas de cambio fijo, es decir, con la “flotación” monetaria sin
regulación real, las monedas nacionales fueron convertidas, como cualquier otro bien, en
objeto de especulación para jugar a su alza o su baja y generar exorbitantes ganancias
privadas (años después, en 1992, George Soros obtendría siderales beneficios especulando
con el valor de la libra esterlina y llevando al descalabro al Banco de Inglaterra). Ello
contrariaba el dogma neoliberal sobre la “estabilidad monetaria” y, la vez, concordaba con
la sacralizada “libertad de mercado”, contradicción resuelta en favor de esta última
afectando la inversión productiva y el comercio por la volatilidad de las tasas de cambio
manipuladas en los mercados financieros. Pero estimuló las operaciones del gran capital
especulativo y abrió cauce al neoliberalismo, haciendo que el dólar sumara otros privilegios
a los que ya poseía: por actuar como principal moneda de reserva y medio de pago, le
otorgó a EEUU un considerable control sin restricciones efectivas sobre la creación de
liquidez a nivel mundial; le permitió manejarse con grandes déficits en las balanzas
comercial y de pagos y en su deuda pública, sin someterse a los “ajustes” del FMI; y le dio
a sus corporaciones la facultad de comprar activos en cualquier parte del mundo con una
moneda carente de respaldo real.
Entonces, bajo la hegemonía yanqui y en un creciente contexto transnacional, se
intensificó el incremento de las inversiones directas en el extranjero a escala cada vez más
global, generando un flujo financiero privado, volátil y especulativo renuente a cualquier
control oficial. En consonancia, el sistema monetario internacional también se tornó
privado, especulativo, inestable y pro-norteamericano. Así, liberados de muchas de las
antiguas trabas los grandes capitales, con los yanquis a la cabeza y apañados por el FMI y
el BM, iniciaron velozmente su migración masiva hacia el campo financiero-especulativo
para obtener beneficios ampliados, contando con mayor liquidez (gracias a tasas de cambio
favorables vía la especulación con divisas) para conectar los espacios de valor entre sí y
con el mercado mundial, y disfrutando de la reducción o eliminación de impuestos a su
circulación. Tal desplazamiento de capitales tendía a generar una bonanza aparente por el
rápido logro de considerables réditos, pero objetivamente sólo apuntalaba el desarrollo de
las condiciones para un mayor ahondamiento del estancamiento económico y la caída de la
tasa de ganancia porque el sistema financiero funciona como un fin en sí mismo, y no como
facilitador y canalizador del capital. Sus operaciones especulativas son muy atractivas y
captan capitales que dejan de actuar en el ámbito productivo en procura de conseguir
notables utilidades a corto plazo, golpeando a la economía real, multiplicando el
parasitismo y minando las bases más profundas del conjunto del sistema social.
En paralelo, las políticas soviéticas de “socialismo real”, implantadas a mediados de
los años ’50 y basadas en el proyecto de lograr un “capitalismo sin capitalistas” (disparate
que, con matices acomodaticios, hoy comparten en América Latina y otros lugares muchos
“progresistas” e incluso antiguos revolucionarios arrepentidos que astutamente siguen auto-
denominándose “marxistas”), ya empezaban a dar señales de agotamiento. Convertida en
“superpotencia”, urgida por las necesidades propias de su competencia con EEUU y los
países imperialistas para “alcanzar su nivel de desarrollo”, y atenazada por diversos
problemas estructurales en agravación continua, la URSS extendía y profundizaba su
capitalismo de Estado, mostrando crecientes rasgos social-imperialistas, regimentando cada
vez más al pueblo soviético y a sus satélites este-europeos del “campo socialista”,
acentuando su penetración en el Tercer Mundo en busca de mercados y materias primas, y
evolucionando de modo natural hacia un capitalismo con capitalistas, para desplomarse sin
pena ni gloria años después en razón de sus propias contradicciones internas agudizadas por
las actividades subversivas del imperialismo.
Fortalecido, entonces, por la voluminosa afluencia de capitales hacia su ámbito y tras
un paréntesis de más o menos 40 años (entre mediados de los años ’30 y mediados de los
‘70), el capital financiero volvió a tomar la batuta para regir todo el movimiento de la
economía. Con la disponibilidad y manejo del dinero en su total “pureza” (dinero D),
centralizándolo o “creándolo” a través del crédito, ese capital configuró su hegemonía en
las nuevas condiciones, pasando a ser el nutriente fundamental de la economía capitalista.
Surgido de la fusión histórica del capital industrial con el capital bancario, dicho capital
tiene un prominente carácter especulativo (“usurero y rentista”, al decir de Lenin) y en la
fase imperialista del capitalismo adquiere un rol predominante en la economía. La actividad
financiera lleva en su entraña la tendencia a la expansión para controlar todos los espacios
económicos posibles y, al basarse en la “mano invisible del mercado”, tiene aversión a las
restricciones (excepto las que se fija a sí misma en circunstancias muy especiales) y rechaza
cualquier “regulación” que la frene o perjudique. Por impulsos de su propia dinámica y
acrecentándose en lugar de disminuir, se desmanda y busca determinar totalitariamente las
pautas del conjunto de las actividades sociales, políticas, culturales e institucionales.
A diferencia del capital industrial, constreñido por las vicisitudes de la producción y
venta de mercancías, el capital operante en el campo de las finanzas tiene como rasgos
particulares la volatilidad y la gran liquidez, moviéndose con mucha soltura y raudamente
hacia donde puede lograr rápidos y suculentos réditos. Estas peculiaridades resultaron
potenciadas con el impulso que el propio capital financiero daba a la “desregulación”, la
liberalización económica y la “globalización” neoliberales, acelerando más la ya intensa
movilidad de los flujos de capital y dotando de mayor flexibilidad a las operaciones de
valorización a nivel planetario. El sector financiero creció, entonces, en forma considerable
y estuvo cada vez en mejores condiciones de ejercer todo tipo de presiones sobre el
conjunto de la economía nacional e internacional, terminando por “financiarizarla”.
Este hecho se correspondía plenamente con la predominancia de lo que, en El
Capital, Marx denominó “la forma más fetichizada del capital”, es decir, del capital a
interés, del dinero que produce dinero. En otros términos, el capital financiero desplazó y
subordinó al capital industrial dentro de un proceso en el que el dinero que produce
mercancías y éstas, a su vez, nuevo dinero (D-M-D’), cedió su lugar dominante al dinero
que genera dinero (D-D’), al capital que se auto-valoriza sin pasar obligadamente por la
producción concreta. Por eso, teniendo el poder decisivo en sus manos y con la
especulación como fundamental modalidad operativa, el capital financiero sometió y
colocó en un plano subalterno las actividades en el terreno de la producción real o del
comercio directo de bienes, concretando más del 90% de los movimientos económicos en la
compra-venta de títulos en la Bolsa de Valores o de papeles de las deudas públicas y
privadas, la gestión de fondos de pensiones, la colocación financiera, etc. Así, el éxito de
los mercados financieros globales significaba a la vez la derrota del crecimiento económico
y de la generación de empleo, es decir, de la economía real aplastada por el cortoplacismo
especulativo, el individualista afán de lucro burgués y la absoluta insensibilidad social.
El predominante capital financiero estableció abiertamente el auto-gobierno del gran
capital imperialista mediante la extensión de la “racionalidad” del mercado a todos los
ámbitos de la vida social y del planeta; y tiró al tacho de desperdicios el supuesto carácter
“neutral” del Estado burgués, subordinándolo, reordenándolo, regulándolo y poniéndolo
nítidamente y sin cortapisa alguna a su servicio. Comenzó, de este modo, a montar los
mecanismos de la acumulación sobre nuevos rieles, volcándose con renovado empeño hacia
la periferia capitalista (mediante inversiones directas, conquistas territoriales y formas más
intensificadas de dominación en América Latina, África y Asia) en procura de materias
primas y de mercados para los excedentes exportables, buscando amortiguar las recurrentes
crisis de sobreproducción. Además, dio curso a fórmulas de gobierno procazmente
plutocráticas, en las que ínfimas minorías privilegiadas dejan de lado cualquier pudor y
utilizan ya sin ningún velo el poder y la administración del Estado para su monstruoso
enriquecimiento, sobreexplotando sin pausa a los trabajadores, acrecentando brutalmente
las filas del ejército industrial de reserva, regimentando y aplastando con más rigor a las
poblaciones, sacralizando el “pensamiento único”, implantando con remozado énfasis
pervertidos modos de vida individualistas, impulsando un vasto despliegue del
consumismo, imponiendo con mayor amplitud la desigualdad y ahondando ad infinitum las
asimetrías sociales del capitalismo senil.
Ante el frenético afán neoliberal acaudillado por el capital financiero para revertir el
decrecimiento de la tasa de beneficio y salir de la recesión y el estancamiento económicos,
viene a la memoria lo que en El Capital citaba Marx: “El capital odia la ausencia de
ganancia, o una ganancia mínima, como la naturaleza tiene horror al vacío. Si la ganancia
es conveniente, el capital se muestra valiente; un 10% asegurado, y se lo puede emplear en
todas partes; un 20%, y se entusiasma; un 50%, y es de una temeridad demencial; al 100%,
pisotea todas las leyes humanas; con el 300%, no hay crimen que no se atreva a cometer,
inclusive a riesgo de cadalso. Cuando el desorden y la discordia proporcionan ganancia, los
estimula”. Resultaba lógico, por tanto, que el gran capital imperialista apelara a medidas
extremas para encarar la crisis, concretar sus expectativas y asegurar la obtención de réditos
incluso por encima de cualquier estimación porcentual.
Sumido en una gigantesca crisis de superproducción, el capitalismo había tenido que
recurrir desde EEUU, el núcleo imperial, a sus dos muletas históricas: el capital financiero
y el militarismo, con el Estado como expeditivo instrumento para consumar sus propósitos.
Se continuó, entonces, con la demolición de los pocos controles subsistentes en el sistema
de finanzas, modificando a fondo el mercado laboral y desencadenando una salvaje
ofensiva contra los trabajadores (estancando y deprimiendo los salarios, violentando las
normas laborales, destruyendo sindicatos, liquidando empleos con despidos en masa, etc.);
impulsando la enorme transferencia de ingresos desde el ámbito del trabajo hacia las arcas
de las grandes corporaciones; privatizando los servicios públicos y eliminando todo gasto
social “inútil” vinculado a la satisfacción de las necesidades básicas de las personas;
inyectando ingentes recursos al complejo militar-industrial para reforzarlo, aumentando los
gastos bélicos y dando curso a una serie de aventuras militares de conquista y rapiña en
todo el mundo. Además, en procura de avasallar y regimentar sin tapujos a las poblaciones,
particularmente en América Latina, se utilizó el monopolio estatal de la violencia para
organizar golpes de Estado e imponer la criminal actividad de sangrientas dictaduras
militares encargadas de la guardianía de los intereses imperiales. Y no se descuidó algo
muy importante: se puso en marcha una auténtica guerra ideológico-cultural y psicológica,
desplegando un colosal y cada vez más sofisticado aparato mediático para difundir de modo
abrumador la ideología neoliberal, bombardear con propaganda el psiquismo de la gente
ocupando en todo instante hasta sus más íntimos resquicios, envilecer la educación y la
cultura, sembrar ilusiones, sofocar descontentos, aplastar protestas y decretar “el fin de la
historia”, es decir, el reinado indefinido del capitalismo.
Con tales medidas, la crisis no fue resuelta, pero pudo ser relativamente controlada y
administrada con un manejo que promovía importantes cambios en la cadena capitalista
mundial y, a la vez, empujaba la crisis hacia un escenario situado en el futuro, acción que
sólo significaba “levantar una gran piedra para dejarla caer más adelante sobre los propios
pies”. En efecto, la mayor parte de las grandes burguesías centrales desplazó sus activos
principales hacia la cúpula de las finanzas, fusionó sus intereses productivos y financieros,
impulsó el amplio desarrollo de impresionantes y variadas innovaciones tecnológicas (sobre
todo en el campo informático-electrónico), e integró la producción y el comercio en
complejas urdimbres operativas dominadas en forma creciente por la especulación para
lograr altos rendimientos a corto plazo. Paralelamente, como indica Samir Amin, el poder
político gran burgués experimentó una reestructuración sobre la base de cinco elementos
centrales: el control indiscutible de los mercados financieros mundiales, el gran desarrollo
tecnológico, el acceso monopólico a los recursos naturales del planeta, la monopolización
de los sistemas y medios de información y de comunicación, y el acaparamiento de las
armas de destrucción masiva.
Arropada por el neoliberalismo, la actividad financiera (es decir, prestar, endeudarse,
intermediar e invertir especulativamente) impulsó la obtención de réditos cada vez mayores
y la incesante creación de valores bursátiles, avalados por hipotecas y diversos préstamos,
dio grandes facilidades a las entidades financieras para distribuir los riesgos y extender el
otorgamiento de créditos a empresas y familias, con la consiguiente incentivación del gasto.
Todo esto implicaba necesariamente la creación de burbujas especulativas para mantener el
nivel de la demanda, en un proceso de incremento vertiginoso de los activos financieros y
de expansión imparable del sistema de finanzas como indicadores iniciales del auge
neoliberal. Convertir préstamos en valores bursátiles era una herramienta muy poderosa
para la gestión del riesgo y la creación de crédito, asegurándose así la demanda para el libre
flujo de capitales. Pero al mismo tiempo acarreaba la acelerada generación de capital
ficticio a través de créditos y/o préstamos a las empresas, hipotecas y créditos para el
consumo, con el respectivo crecimiento artificial de las Bolsas, del mercado interno de
valores.
El capital ficticio no es el capital propiamente dicho, sino su forma derivada o su
representación en forma de acciones, bonos, títulos de deuda pública y privada, etc. Está
constituido por los documentos emitidos como contraparte de obligaciones (préstamos a
entidades públicas o privadas) o de acciones (reconocimiento de la participación, por lo
general inicial, en el financiamiento del capital de una empresa). Su contenido económico
es el propósito de ser parte en la distribución de las ganancias de acuerdo con el valor de las
acciones, o en los beneficios resultantes del servicio de las obligaciones. Estos documentos
son negociables en cualquier momento en los mercados especializados: representan un
“capital” del que se espera un rendimiento regular en forma de intereses y dividendos, es
decir, una “capitalización”. Sin embargo, vistos objetivamente en relación con el capital
productor de valor real, tales títulos no son capital sino, en todo caso, la “reminiscencia” de
una inversión realizada tiempo atrás. Con esta modalidad, se facilitan las transacciones del
capital y el aumento de la velocidad de su circulación, permitiendo el incremento de las
utilidades y abriendo el campo para la generación de segundas y terceras formas de
derivados financieros que hacen más viable su intercambio.
En El Capital, Marx analizó el capital ficticio y precisó que es la última forma del
capital, es decir, la que asume al despojarse de su forma concreta y de su carácter de
propiedad individualizada, siendo su significado objetivo conceder valor a flujos de
ingresos que se esperan en el futuro, o sea, operar para valorizar las acciones, los créditos,
las deudas públicas o privadas, etc. Salvo por la existencia de nuevas formas de derivados,
hoy esto no constituye una novedad: en tiempos de Marx circulaban grandes cantidades de
capital formando la base del capital ficticio y en el siglo XIX, en una fase de bonanza
capitalista, cuando la confianza reinaba y el crédito se obtenía con facilidad, la mayoría de
las transacciones se hacían sin dinero real. Ahora bien, el crédito auxilia al capital para
cambiar de escala y acaparar nuevos recursos, pero su liberalización y la de las finanzas
lleva al capital a violentar sus propios límites y, de paso, nutre las fantasías más insensatas
acerca del fácil y veloz enriquecimiento, despertando, estimulando y desperdigando el
parasitismo, y propiciando todo tipo de estafas crediticias (sobre todo, las perpetradas por
los grandes capitalistas).
En los mercados financieros confluyen y se amoldan recíprocamente la oferta y la
demanda de dinero, de financiación. En la oferta, participan los bancos, los inversores
privados y las empresas que desean utilizar sus depósitos o sus fondos propios para generar
un beneficio específico; en la demanda, las empresas que aspiran a crecer, los Estados que
persiguen financiar sus déficits o sus deudas, y todos aquellos decididos a incursionar en
los más diversos negocios. Los instrumentos que hacen circular el dinero son las acciones
(o títulos de propiedad de una parte del capital de una entidad), las obligaciones (o títulos
de deuda emitidos por una empresa, un Estado, etc.), las divisas y los derivados. Estos
instrumentos son utilizados por los “inversores institucionales”, es decir, por los grandes
bancos, los fondos de inversión, los fondos de pensiones, las compañías de seguros y los
fondos especulativos (“hedge funds”), cada cual con sus propios motivos y expectativas,
pero todos persiguiendo el máximo rendimiento a plazo dado (cuanto más corto, mejor) y
actuando directamente o con intermediarios.
Según los teóricos y apologistas del “mercado libre”, el “virtuosismo” de éste llevaría
a “armonizar” la relación entre ofertantes y demandantes para dotar a los productos de un
“precio ideal” mediante un mecanismo de subasta. Pero, de hecho, la liberalización y el
despliegue neoliberal de los mercados financieros dieron como resultado la proliferación de
sofisticados derivados y la intensificada actividad de la “banca en la sombra” (sistema
bancario oculto o fantasmal), haciendo viable la elaboración y el desarrollo de productos
financieros cada vez más complejos e incomprensibles, pensados para evadir cualquier
control o “regulación”. Las maniobras de la banca oculta y la multiplicación en espiral de
los derivados abrieron más el campo a los “contratos potenciales” para especular con el alza
o la caída del valor de las acciones y títulos diversos, o con los precios de las materias
primas, los energéticos, los alimentos, etc., en el marco del obsceno reinado del afán de
lucro, el desenfreno y el fraude en busca de utilidades. Así, los endeudamientos bancarios
fueron convertidos en activos financieros, los créditos hipotecarios (como los “subprime”)
se desparramaron internacionalmente en todos los mercados, las deudas se reagruparon o se
trocearon, y los precios fueron objeto de abusiva manipulación sin pausa y con gran prisa,
propiciándose la diseminación indetenible de un parasitismo concordante con la hegemonía
del capital financiero. Ante esto, incluso Hayek advertía con alarma que el incremento
desbordado del capital ficticio constituía un serio peligro porque permitía acordar créditos
en una tasa infinitamente mayor a la de los recursos reales, creando un clima de bonanza
artificial, alentando el despilfarro y abriendo vías hacia una probable crisis.
Mientras tanto, el veloz y considerable desarrollo de las tecnologías informáticas y
comunicacionales proporcionó mayor empuje a la “globalización” neoliberal y a la
interconexión de los mercados financieros para configurar un mercado “mundializado” e
interdependiente operado por redes informáticas en tiempo real. Esto implicó la creación de
“reglas de juego” más laxas que atrajeron una multitud de inversionistas especulativos,
permitiendo contar con los capitales necesarios para diversos proyectos empresariales que
prometían alta rentabilidad a plazo breve. Por otra parte, el hundimiento y fragmentación de
la Unión Soviética, la debacle de los países de “socialismo real” en el este europeo, la
apertura de mercados en la India dando acceso a mano de obra altamente calificada, el
reforzamiento de la dominación en Asia y África, el mayor sometimiento de América
Latina vía el “Consenso de Washington” y, en especial, la “reconquista” de China por el
capitalismo para tornarla “factoría del mundo”, facilitaron el avance irresistible del
neoliberalismo en todos los continentes y determinaron la desaparición de las limitaciones
en cada país para la explotación intensificada y la opresión de los trabajadores y los
pueblos, poniendo además a total disposición del gran capital imperialista un mundialmente
gigantesco ejército industrial de reserva. Así, el “triunfo” del capitalismo a escala planetaria
abrió paso a la “unipolaridad” y al llamado “Nuevo Orden Mundial” bajo la hegemonía del
imperialismo norteamericano.
No obstante, tal “triunfo” momentáneo e irrestricto no iba de la mano con un impulso
nuevo y vivificador, encubriendo de hecho la dolencia que llevaba consigo el sistema y que
preparaba las condiciones para la irrupción actualizada y profundizada de la crisis en el
marco de la incapacidad objetiva para por lo menos frenar la agudización de las
contradicciones capitalistas fundamentales. Pese a ello, a tono con el auge neoliberal desde
comienzos de los años ’90 los ideólogos, economistas y publicistas del gran capital
acuñaron en EEUU y los países centrales del imperio el término “Nueva Economía” para
caracterizar lo que, según sus ilusiones, representaba el tránsito del capitalismo desde una
economía “tradicional”, asentada en la producción concreta, hacia una economía “de tipo
superior”, “desmaterializada” y basada en “el conocimiento”, ya que presuntamente con la
automatización cibernética había “desaparecido” el trabajo directo en la producción
material. Y, además, se consideró como un hecho real la suposición de que la economía
“tradicional” estaba regida por una “ley de rendimientos decrecientes”, mientras que los
sectores de la economía “desmaterializada” (cuyo desenvolvimiento, Peter Drucker dixit,
ocurría en una “sociedad post-capitalista y del conocimiento” poseedora de una “nueva
dinámica social y política”) obedecían a una “ley de rendimientos crecientes”, generadora
de un “crecimiento constante y permanente” capaz de asegurar “prosperidad indefinida”,
bajas tasas de desempleo y relativa inmunidad ante los ciclos económicos de expansión y
contracción.
Este suministro “teórico”, que se ajustaba por entero al apogeo de la especulación
con sus jugosos réditos y a la considerable generación de capital ficticio, dio pie a la cúpula
de las grandes finanzas imperialistas para manejarse imaginando que había desplazado los
límites inherentes al capital mediante la “desregulación”, la liberalización de los flujos
financieros y el “libre” comercio, que prácticamente eliminaban los tabiques en el mercado
mundial. Y, además, manejarse presumiendo que con la creación en una escala jamás vista
de capital ficticio (en su forma más vulnerable: el crédito) y el fomento de las inversiones
directas en el extranjero, estaba dando solución al decaimiento de la inversión productiva
en los países centrales del sistema reflejada en las penurias de la generación de plusvalía.
Pero la movilización internacional de capitales como inversiones extranjeras directas es a la
vez “tónico y tóxico”: estimula la liberalización y crea una falsa imagen de modernización
y dinamismo que alienta el consumismo en los sectores privilegiados, pero tiende a dar
permanencia a las altas tasas de interés, afecta la apreciación cambiaria y exige ajustes
fiscales recesivos, debilitando la inversión en el ámbito productivo y achatando el crédito y
el crecimiento.
No obstante, tales quimeras “teóricas” fueron el caldo de cultivo para incubar una
febril ilusión lindante con el delirio: el capital financiero pasó a ser apreciado como
“productor de valor”, creador de los mercados para su propia e indefinida reproducción,
desbrozador de las rutas para un desarrollo capitalista “sin trabas” y “progreso ilimitado”, e
incluso como “liberador” del capital de las “engorrosas” tareas de generar plusvalía (es
decir, del único recurso en el capitalismo para la real producción de valor). Ensamblada con
tales desvaríos, se hallaba la ficción de “superación” de la ley del valor, de modo que la
economía podría supuestamente desplegarse sólo en base a precios sin relación con el
tiempo de trabajo social necesario para la producción de las correspondientes mercancías y,
además, sin nexos con la capacidad de consumo final de las personas, pudiéndose crear
indefinidamente dinero ficticio obviando la necesidad de materializarlo en un producto
social particular.
Con el capital financiero como adalid, estimuladas por las ilusiones y amparadas por
un sistema financiero opaco y ya prácticamente impermeable a control o “regulación”
efectivos, las grandes corporaciones de los países imperialistas se movieron con mayor
agilidad hacia el campo de las finanzas especulativas en afanosa búsqueda de espacios de
inversión para obtener los máximos réditos en el menor tiempo posible. Renuentes a
aceptar que sus capitales tuvieran una rentabilidad menor con la producción de bienes y
servicios, se orientaron cada vez con mayor vigor hacia la valorización ficticia de activos
financieros, incitando su sobreacumulación. En consecuencia, dada la hegemonía de las
finanzas, se despreocuparon casi por completo de la actividad del aparato productivo, de la
generación de empleo y de la creación de riqueza real, “deslocalizando” la producción (es
decir, desplazándola hacia los países empobrecidos para aprovechar la mano de obra
barata) y actualizando el viejo sueño de la burguesía de hacer dinero desde el dinero sin
pasar por el dificultoso proceso de producir. Su interés se centraba ahora en engendrar y
abultar burbujas especulativas para ampliar exponencialmente los márgenes de utilidad. Y
aunque algunos inversores siguieron financiando la economía real, la especulación fue
convertida en norma: ya no se compraron, entonces, títulos o acciones en función de
perspectivas económicas, sino de acuerdo con los vaivenes financieros susceptibles de
originar rentabilidad elevada e inmediata.
De hecho, las prácticas especulativas se basan en el dolo, el latrocinio y el pillaje,
representando un eficiente mecanismo empleado por las grandes entidades financieras
imperialistas para rotar más rápidamente los capitales disponibles y generar mayores y
veloces beneficios. Estas entidades mueven libremente los capitales por todo el mundo para
apoderarse sin escrúpulo alguno de la riqueza de las naciones, los activos de las empresas y
los ahorros de las personas, “financiarizando” y subordinando por completo el conjunto de
la economía con la protección de los Estados y los gobiernos de los países “desarrollados”.
Teniendo como diligentes cancerberos a los organismos financieros y comerciales
internacionales (FMI, BM, BID, OMC), a través de ellos someten más a los países
empobrecidos y “subdesarrollados” imponiéndoles condiciones neo-coloniales para reducir
casi totalmente el rol del Estado en el manejo y control económicos, desregular sus
mercados, permitir la libre movilidad de capitales sin trabas legales o tasas tributarias
“onerosas”, repatriar irrestrictamente los beneficios de las empresas multinacionales hacia
sus metrópolis y, lo que es muy importante, poner a plena disposición de las corporaciones
imperialistas los recursos naturales para un completo saqueo que implica el arrasamiento de
los hábitats naturales y ancestrales de poblaciones a las que se desprecia absolutamente.
| De este modo, la gran burguesía de los países imperialistas abandonó en lo esencial
la condición de parásito que medra con la explotación directa del trabajador en la
producción de bienes y servicios, para asumir sin vacilación una nueva calidad: la de
elemento parasitario más voraz y devastador que persigue sin pausa incrementar pronta y
astronómicamente su enriquecimiento con la mera transacción de papeles. Obsesionado por
la ganancia inmediata, el gran capital especulativo sufre un notable embotamiento de su
sentido de la perspectiva y menosprecia los intereses estratégicos, desdeñando la creación
de industrias reales, el fomento de las tecnologías de uso productivo y las inversiones en
infraestructura con períodos más o menos largos de recuperación. Por eso, como rasgo
distintivo del capitalismo neoliberal, la hipertrofia financiera se enlazó inextricablemente
con el más crudo parasitismo para acaparar los grandes negocios globales y determinar que
la reproducción real del capital en la producción cediera su lugar a la valorización ficticia
mediante la pura y dura especulación bursátil, promoviendo la depredación social y natural
como pauta de actividad y comportamiento principal del sistema.
Así, en términos fundamentales, el beneficio capitalista ha dejado de provenir de la
producción real y el monto principal de plusvalía ya no es extraído básicamente mediante
las actividades productivas, sino a través de los circuitos financieros y sus instrumentos
especulativos. El impulso dado al desarrollo de ambos, ilusoriamente orientado a lograr que
el dinero genere más dinero sin la mediación de un proceso productivo real regido por el
propio capital, ha determinado la conversión de las finanzas y el Estado en la principal
herramienta del capitalismo en una fase en la que éste ha perdido una enorme parte de su
capacidad para organizar la producción. El Estado se mueve en función de las expectativas
y “predicciones” del capital financiero y éste maneja al aparato estatal a su antojo para
facilitar y asegurar sus propios réditos. Por tanto, en la acumulación capitalista actual los
mecanismos dominantes son la renta financiera y la deuda pública (incrementada cada vez
más con la “socialización” de las grandes deudas privadas a través de los “paquetes de
rescate”) como recursos fundamentales para la explotación y la expropiación de los pueblos
y las personas, incluyendo a las poblaciones de los propios países imperialistas. Al
respecto, ya Marx señalaba irónicamente en El Capital que “la única parte de la llamada
riqueza nacional que realmente entra en posesión colectiva de los pueblos modernos es…
su deuda pública”.
La emisión de deuda pública, a través de Bonos del erario, constituye el mecanismo
que utilizan los Estados para contar con la financiación requerida por los variados gastos
que no pueden afrontar sólo con la recaudación fiscal. La colocación de esos Bonos en los
mercados internacionales permite a las empresas del sector financiero (bancos y cajas,
administradores de grandes fondos de inversión y fondos de pensiones, aseguradoras,
fondos de capital de riesgo, etc.) buscar beneficios prestando el dinero necesitado, cobrando
intereses que están en relación con el riesgo que se asume y la solvencia del deudor,
recuperando el principal al término del plazo establecido o acrecentándolo con costos por
mora si hay incumplimiento de pago. Naturalmente, las empresas especulativas presionan
para elevar la tasa de interés y aumentar la prima de riesgo, sobreprecios que debe pagar un
país para financiarse en los mercados (y que aumentan cuanto mayor es el riesgo-país),
encareciendo más el préstamo y elevando el monto de la deuda.
El pago del débito y de su servicio implica “hacer ahorros” con el recorte del gasto
social y utilizar una parte cada vez mayor de los ingresos públicos echando mano a las
rentas salariales (y a los diversos y masivos descuentos a los salarios que efectúa el Estado
para brindar servicios de pésima calidad, sin perjuicio de evadir también responsabilidades
en su suministro) y aumentando los impuestos que pagan las poblaciones. Por tanto, la
deuda pública la pagan siempre los trabajadores y las masas: es uno de los mecanismos de
expropiación utilizados por el gran capital financiero para redistribuir la riqueza generada
por el trabajo de las clases populares, dirigiéndola hacia sus propias arcas y las de los
inversionistas. Y esa redistribución se logra con “ajustes” que significan reducción de
salarios, empeoramiento de las condiciones de trabajo, desocupación y sub-empleo
crónicos, aumento de precios de los productos básicos, encarecimiento del costo de vida,
sufrimiento de las poblaciones y crecimiento de la pobreza.
Pues bien, cuando los ideólogos y economistas del gran capital imperialista
elaboraban afanosamente sus fantasías acerca de la “superación” de la ley del valor-trabajo,
pasaban por alto o ignoraban con obstinación hechos rigurosamente objetivos. En calidad
de ley central y característica del modo burgués de producción desde sus inicios históricos,
la ley del valor tiene una vigencia ineludible mientras ese modo productivo exista, siendo
imposible “superarla” dentro de los marcos capitalistas (incluso se mantiene, con límites
bien definidos y regulaciones precisas, durante un largo período luego del derrocamiento
del capitalismo, en el proceso de transición hacia el socialismo). Samir Amin ha
puntualizado que esa ley exige la integración de todas las dimensiones y capacidades de los
mercados, es decir, que el capital, el trabajo y las mercancías producidas se complementen
y ajusten entre sí. Pero en el desarrollo histórico del capitalismo y a escala mundial, la
tendencia integradora sólo se efectivizó y prevaleció para el capital y las mercancías,
dejando a la fuerza laboral (la auténtica productora de valor) como elemento subsidiario,
subordinado y hasta parcialmente prescindible en ciertas condiciones, con lo que se dio
origen a un desequilibrio estructural determinante de la existencia de mercados
incompletos, truncos.
Por otro lado, el desarrollo del capitalismo no tiene un carácter homogéneo, sino
desigual, lo cual se expresa en la división del sistema capitalista mundial en centro y
periferia, partes que se completan y oponen entre sí en una relación asimétrica que, sobre la
base económica del sistema, es inherente a la expansión capitalista. En los países
conformantes del centro, el proceso de acumulación del capital está principalmente guiado
por la dinámica de las relaciones sociales internas, reforzadas por relaciones exteriores
puestas a su servicio; mientras que en los de la periferia el proceso de acumulación se
deriva en términos principales de la evolución del centro, resultando insertado en él y, de
uno u otro modo, dependiendo de él para beneficiarlo y robustecerlo. De allí que las leyes
que rigen la acumulación del capital hayan impuesto e impongan la tendencia creciente a
producir y reproducir una polarización internacional entre las economías centrales del
sistema y las periféricas, contradicción fundamental que no pudo y no puede ser superada
por la lógica propia de la expansión capitalista, ahondando el desequilibrio estructural de
los mercados y dando lugar a que la prosperidad del centro tenga como condición la ruina
de la periferia.
La “globalización” neoliberal y sus dogmas (privatizaciones, “libre” comercio, ajuste
fiscal, recortes del gasto público, tasas de cambio liberalizadas, “flexibilización laboral”,
etc.) han exacerbado tal contradicción, aumentando la distorsión de los mercados,
acentuando la depredación social y natural, y violentando más la ley del valor al colocarla
en una situación de extrema dependencia con respecto a la polarización internacional
mencionada. Bajo la hegemonía del capital financiero, la desquiciada e inescrupulosa
persecución de máximas utilidades ha precipitado así una descompensación de mayor
profundidad y amplitud en la que el centro aplasta cada vez más a la periferia y la oferta
excede largamente a la demanda, mientras en simultáneo se brinda impulsos incesantes a
los mercados especulativos y se descontrola crecientemente el proceso “globalizador” (13).
Buscando dejar atrás la parálisis económica y la caída en la tasa de beneficio, desde
mediados de los ’70 el capitalismo emprendió su marcha neoliberal “a toda velocidad hacia
ninguna parte”, para decirlo con Bertolt Brecht. Con ello, sólo ha avanzado más hacia un
funesto estancamiento, obliterando precisamente las vías que podrían permitirle intentar
una salida real de la depresión y comenzar un nuevo ciclo de crecimiento. En tales
condiciones, no tiene otro recurso que incrementar brutalmente la depredación social y la
expoliación de las masas en la periferia y en el propio centro del sistema, destruyendo los
elementos humanos y materiales capaces de garantizar su propia sobrevivencia; es decir,
súper-explotando con acrecentada sevicia una fuerza laboral ya muy precarizada por la
“flexibilización”, agobiando más a las poblaciones, sembrando la ruina por todas partes y
saqueando con feroz irracionalidad los recursos naturales de las naciones empobrecidas y
los del planeta en su conjunto. Como bien lo puso en claro Lukács, el capital “es una
potencia social cuyos movimientos son dirigidos por los intereses individuales de los
poseedores de los capitales, quienes no tienen ninguna visión de conjunto de la función
social y de su actividad, ni se preocupan por ellas, de modo que el principio social, la
función social del capital, sólo se realiza por encima de sus cabezas, a través de sus
voluntades, sin que ellos mismos tengan conciencia de eso” (14).
Así, a pesar de los permanentes esfuerzos del gran capital imperialista para salir del
atolladero, y aunque sus afanes se hayan traducido en éxitos pasajeros, por lo general los
logros han quedado circunscritos a determinados grupos capitalistas. El carnaval financiero
y la mutación parasitaria de la gran burguesía imperial, acelerada durante los años ’80 y
’90, no consiguieron superar la crisis de sobreproducción empujada hacia adelante desde
mediados de los ’70. Sólo la han vuelto crónica, aunque relativamente amortiguada y
manejada a través de la súper-explotación laboral, la brutal rapiña de recursos naturales no
renovables y la introducción a gran escala de técnicas para la intensificada explotación de
los recursos renovables, quebrantando y destruyendo su ciclo reproductivo. El carnaval y la
mutación únicamente han conducido a una sobreacumulación de capital ficticio y a un
techo financiero bloqueador del crecimiento real y propiciador del vasto despliegue de una
degeneración social, ideológica y cultural basada en el consumismo individualista burgués.
Esta degeneración, que es el caldo de cultivo para las actividades corruptas y
abiertamente mafiosas de las grandes burguesías centrales y periféricas, corroe y desintegra
sin remedio los fundamentos socio-institucionales del “orden” capitalista, poniendo al
desnudo la supuesta legitimidad de los sistemas políticos y acentuando su carácter endeble.
Hoy resulta cada vez más evidente la grave crisis política de los Estados imperiales y su
proyección hacia los Estados burgueses neocoloniales de la periferia, al igual que la
transformación de las llamadas “élites” del gran capital imperialista en un extenso tramado
de redes mafiosas dedicadas a todo tipo de actividades delictivas (tráfico de drogas y armas,
trata de personas y de órganos humanos, prostitución, evasión tributaria, etc.) cuyos
siderales réditos son ocultados y “protegidos” en numerosos “paraísos fiscales”. De tal
suerte, la gigantesca expansión financiero-parasitaria y su íntima ligazón con la
depredación social y ambiental han terminado por definir la dinámica integral de un
desarrollo capitalista abrumado, día a día y en medida creciente, por una sucesión de crisis
de sobreproducción y el desencadenamiento de otras crisis (financiera, laboral, alimentaria,
energética, ecológica, socio-cultural, político-institucional, etc.), cuya convergencia y
sumatoria dentro de un proceso único se han articulado como freno a la reproducción
ampliada del sistema, es decir, al proceso de acumulación del capital.
La gran crisis económico-social capitalista de los años ’30, disparada por el estallido
de burbujas financieras en Wall Street y expandida a nivel mundial, representó en los
hechos un mecanismo sistémico espontáneo de reducción relativa de la amplia brecha entre
la economía real (productora de bienes y servicios tangibles derivados de la explotación del
trabajo y portadores de los valores reales creados) y una “superestructura” financiero-
especulativa montada sobre ella (y generadora de un movimiento propio crecientemente
alejado y hasta divorciado de su base concreta, a la que superaba en considerable escala en
dimensión y operatividad). Las medidas regulatorias post-bélicas estaban orientadas, entre
otros objetivos, a disminuir esa brecha disociadora de la economía real y la economía
especulativa, pero tal separación, inevitable en el modo de producción burgués, continuó
creciendo con lentitud para ir adquiriendo tamaño y rapidez enormes con el neoliberalismo.
Este divorcio de los valores financieros con respecto a su base en la economía real
genera la ilusión del dinero moviéndose en un ámbito propio y auto-suficiente para
multiplicarse por sí mismo; induce a suponer que la dinámica especulativa carece de límites
y lleva a un enriquecimiento no sólo veloz, sino también indefinido. Sin embargo, la ilusión
se desmorona y los límites reales se evidencian rudamente cuando la plataforma de capital
ficticio, envites y deudas entrelazadas se viene abajo con el estancamiento de la economía
real debido a la contracción de la llamada “demanda solvente”, pero sin lograr ni siquiera
en forma mínima que el gran capital ceda en sus afanes especulativos y en la continua
creación de burbujas. Así, en la fase neoliberal del capitalismo la hipertrofia financiera ha
alcanzado magnitudes monstruosas, impulsando el socavamiento de la base última de
crecimiento y reproducción del sistema constituida por la economía productiva (industrial y
agrícola) y la creación de empleo, con severo impacto sobre el consumo.
Todo esto ha venido obligando al imperialismo a perseguir la recuperación del
crecimiento económico con la mayor ampliación y profundización de una depredación
indefinida y la extensión de sus aventuras militares para conquistar más territorios y
mercados. En el contexto del creciente deterioro de la hegemonía del imperialismo
norteamericano, de las contradicciones propias de la competencia inter-imperialista, del
agobio económico y socio-político que sufren todos los países centrales, de los peligros que
para éstos representan las aspiraciones y los avances competitivos de China y Rusia, y del
profundo rechazo de los pueblos del mundo a las penurias que les son impuestas, el
capitalismo está presionado por la urgente necesidad de garantizar su propia supervivencia.
Pero ha desplegado y robustecido medidas que, objetiva y contradictoriamente, significan
la irracional destrucción de sus bases materiales y el acelerado avance de la degradación
crepuscular prácticamente irreversible del sistema. Con acierto, Alan Woods ha señalado
que la historia de la decadencia de las civilizaciones muestra de modo fehaciente que este
caso no es el primero en el que los intereses inmediatos de las clases dominantes entran en
antagonismo con su sobrevivencia a largo plazo.
Ahora bien, la gran fiesta financiera fue un elemento de primordial importancia para
el manejo de la crisis, pero el total libertinaje en el campo de las finanzas y el desarrollo en
gran escala de las operaciones especulativas significaron una enorme generación de capital
ficticio y montos alucinantes de deuda pública y privada. Con el desmesurado aumento del
capital ficticio y del entramado crediticio de las deudas, el funcionamiento económico se
hizo cada vez más dependiente del endeudamiento masivo de Estados, corporaciones,
empresas y familias, proceso determinante de que la cantidad de intereses totales a pagar
mundialmente se abultara de modo exponencial. Paradójicamente, los compromisos de
pago de esos intereses obligaban a recortar aún más los recursos que podían estar
destinados a la producción, con lo que la persecución del crecimiento económico exigía
recurrir a un mayor apalancamiento. Así, la gran pirámide de deudas acumuladas sobre
deudas y la espiral especulativa de las grandes finanzas han ido colocado al capitalismo en
un terrible brete, sin más salida que la ilusión de un futuro y suficiente crecimiento para
solventar tales problemas.
Esta expectativa, basada en la creencia de que el crecimiento de los países
“emergentes” (y, en particular, de China e India) permitiría mantener la economía real y
asegurar la continuidad sin trabas de las actividades especulativas, tiene muy frágil
sustento, pues casi todos esos países cargan pesos muertos: sistemas financieros débiles y
muy vulnerables, déficits comerciales y en cuenta corriente, caída en las reservas de
divisas, reducción de cobertura para las exportaciones y empréstitos a corto plazo, además
del gran apalancamiento de sus empresas, alta dependencia de financiación externa y
deformaciones estructurales en sus mercados, con enormes desigualdades sociales, altos
índices de pobreza real en sus poblaciones e incapacidad para dar curso a una generalizada
“demanda solvente” (tecnicismo usado por los organismos financieros internacionales para
referirse a la coexistencia de la capacidad de compra de quienes pueden pagar con la de
miles de millones de pobres que no pueden hacerlo).
Por otro lado, el desbordado crecimiento del capital ficticio estaba acompañado de
espasmos en el proceso de acumulación, la caída de la inversión productiva resultaba
agravada por los magros resultados de las “soluciones espaciales” (“deslocalización” de la
producción) y la libérrima circulación de capitales era insuficiente para apuntalar el
crecimiento económico, todo lo cual evidenciaba la hipertrofia del capital financiero, los
problemas que incubaba su “mercado libre” y la ceguera ante un futuro desastre. El carácter
cada vez más riesgoso de las operaciones especulativas implicaba el abultamiento sin
reparos de las burbujas que, más temprano que tarde, estaban destinadas a estallar una tras
otra para instalar una crisis financiera de gigantescas proporciones capaz de afectar al resto
de la economía, destruir aún más el tejido productivo, devastar el empleo, hundir el
consumo, arruinar a empresas e innumerables inversionistas, multiplicar las penurias de las
poblaciones y crear el caos en todo el sistema. Las condiciones para la irrupción de una tal
crisis se habían ido creando de modo ininterrumpido y no tardaron en encontrar expresión
concreta.
El inicial gran remezón tuvo lugar en 1990: la enorme burbuja financiera e
inmobiliaria inflada en el Japón desde una década atrás, una de las mayores burbujas en la
economía contemporánea, reventó de modo catastrófico paralizando su economía y
haciendo sentir sus efectos recesivos hasta la actualidad. En 1997, se produjo el primer gran
desastre de la “globalización” neoliberal con la crisis monetario-financiera asiática que
afectó profundamente a Tailandia, Malasia, Indonesia, Filipinas, Taiwán, Hong Kong y
Corea del Sur, golpeando en menor medida a China. En el 2002, EEUU se vio
notablemente sacudido con el estallido de la “burbuja punto com.”, ocasionado por el
derrumbe de las acciones sobrevaloradas de las empresas tecnológicas relacionadas con
Internet y la “Nueva Economía”. Entre 1997 y el 2001, había ocurrido el auge de esas
empresas, incluyendo la aparición de Nasdaq como rival de la Bolsa de Wall Street, por la
alta disponibilidad de capital de riesgo y la veloz alza especulativa del precio de sus
acciones. Cuando se evidenciaron los primeros reveses empresariales, los capitales
especulativos huyeron tan rápido como habían llegado, produciendo la explosión de la
burbuja, el derrumbe de Nasdaq y una serie de fusiones, absorciones, cierres y despidos
masivos de personal, con lo que la “depuración” de la Bolsa se trasladó a la economía real y
se inició una relativamente llevadera pero larga recesión en el centro imperial yanqui y en
los países europeos. Sin embargo, pese a su gravedad, todas estas calamidades eran apenas
una suerte de anticipo de lo que vendría el 2008: la debacle financiera en Wall Street,
detonada por la especulación con los impagables créditos inmobiliarios “subprime” y
expandida como un cataclismo a toda la economía capitalista a nivel mundial. Esta es la
“Gran Recesión” en actual curso.
Desde comienzos de los años ’90, en los marcos de la “Nueva Economía”, EEUU
lideró un ciclo expansivo en el que las modalidades crediticias impuestas por el capital
financiero recibieron la estimulación del ímpetu desregulatorio, inflándose merced a la
considerable reducción de las tasas de interés. Durante casi 10 años, el auge neoliberal y el
de la hegemonía yanqui tuvo reflejo en el alza permanente de las cotizaciones en Bolsa,
apuntalando las fantasías sobre la “capitalización bursátil” y la bonanza continua e
ilimitada. Pero el agotamiento del ciclo expansivo mostró que la gran concentración del
ingreso capitalista mundial contrastaba con el alarmante descenso en la demanda de bienes,
disparidad que se intentó paliar con la creación de una “demanda ficticia” vía la mayor
extensión del crédito. En su empeñosa búsqueda de beneficios, los grandes bancos
siguieron destinando billones de dólares a la inversión especulativa sobre todo en el sector
inmobiliario, concediendo ventajosos e indiscriminados préstamos hipotecarios a quienes
no reunían los requisitos básicos para recibirlos (hipotecas “subprime” o préstamos de alto
riesgo), es decir, a millones de familias e individuos con escasa o nula capacidad de pago.
Con estas medidas, impelían a la gente a endeudarse indefinidamente para comprar
inmuebles cuya artificial valorización no cesaba de incrementarse. Así, la extensión
crediticia provocó una ola de inversiones bursátiles y el crecimiento multiplicado de los
precios en títulos y acciones haciendo florecer el negocio a lo largo de los siguientes años,
pero las operaciones en Bolsa con dinero prestado aumentaron la volatilidad en los
mercados, generando una gran burbuja y cantidades inimaginables de capital ficticio.
Por su parte, acicateadas por la codicia, diversas mega-entidades financieras
“globales” (Citigroup, Goldman Sachs, Merryll Lynch, Unión de Bancas Suizas, Deutsche
Bank, Lehman Brothers, entre otras) tomaron esas hipotecas riesgosas, las organizaron en
“paquetes” junto con otras hipotecas, movilizaron a las firmas “calificadoras de riesgo”
para que les adjudicaran la denominación AAA como garantía de ganancia y las colocaron
en el mercado mundial a disposición del mejor postor (bancos comerciales y de inversión,
fondos mutuos, empresas, etc.), fomentando aún más la especulación y aumentando
exponencialmente sus utilidades. Sin embargo, como tenía que ocurrir, la catástrofe se hizo
presente cuando los beneficiarios “sub-prime” incumplieron en el pago de los préstamos y
la burbuja estalló violentamente generando una gran crisis financiera, con el sistema de
finanzas asfixiado e innumerables tenedores de bonos en posesión de meros papeles sin
valor. Paralizadas, las mega-entidades colapsaron hundiendo a Wall Street y los bancos
entraron en pánico, cerraron las vías del crédito y abovedaron su masa monetaria.
Con la obliteración de los más importantes circuitos crediticios, perdieron sustento
gran cantidad de empresas productivas (el sector real y básico de la economía global)
necesitadas de préstamos para invertir y crecer, sufrieron una profunda alteración en su
actividad, entraron en recesión, dejaron de obtener ganancias y empezaron a despedir
trabajadores. La reducción o desaparición de la capacidad adquisitiva de éstos determinó el
quebranto de las compras usuales (alimentos, ropas, enseres, etc.) y la limitación de rigor a
lo absolutamente necesario, con lo que a su vez las empresas comercializadoras en esos
rubros desfallecieron, registraron pérdidas y recortaron personal abruptamente. La reacción
en cadena no sólo cerraba el círculo vicioso, sino que también lo ampliaba velozmente en
círculos concéntricos. Esta rápida ampliación se hizo más notoria cuando, en busca de
resarcirse, los bancos tomaron posesión de los inmuebles hipotecados e iniciaron su remate
masivo, desahuciando a sus moradores y literalmente arrojándolos a vivir en las calles (los
“homeless”). El valor de las viviendas sufrió una gran depreciación y los propietarios,
atemorizados ante la perspectiva de empobrecimiento y como mecanismo elemental de
defensa, restringieron la compra de servicios y de objetos de uso y consumo, desplomando
la demanda y empujando a sus productores a prescindir de buena parte de sus trabajadores.
En el objetivo juego especulativo, las demenciales expectativas de beneficio se
habían convertido en fuerza material capaz de llevar los grandes negocios inmobiliarios a la
bancarrota, afectando gravemente al eslabón más frágil y sensible del proceso de
reproducción del capital: el sector financiero. Por su rol como supremo dictador de todo el
manejo económico, su crisis se propagó como voraz incendio al conjunto de la economía,
atravesando los océanos desde el centro imperial yanqui para extenderse a nivel planetario.
Y con su indetenible avance, el registro de la ruina y el desorden en la totalidad del sistema
capitalista alcanzaba dimensiones desastrosas: mercados financieros aplastados por su gran
exposición a operaciones altamente riesgosas, ingentes cuentas incobrables y considerable
destrucción de capital ficticio; empresas definitivamente quebradas y condenadas al cierre o
agobiadas por inventarios contraídos y exportaciones lentificadas; inversiones productivas
paralizadas; mercados laborales devastados, deprimidos y con cifras de desocupación cada
vez mayores; actividad comercial asfixiada y grandes niveles de sub-consumo; enormes
masas poblacionales, ya bastante empobrecidas, empujadas violentamente a la completa
miseria; encogimiento de la economía mundial y caos social, político e institucional por
todas partes.
El manejo gran burgués del desastre
Basándose en múltiples hechos, Lenin aseveraba que en su afán de lucro los grandes
capitalistas tratan de hacer negocios y obtener beneficios incluso con la soga que los está
estrangulando. La gravedad de la crisis representaba esa soga que manipulada con ladino
pragmatismo por la gran burguesía imperialista yanqui permitiría no sólo lograr el
resarcimiento de las pérdidas en el mercado inmobiliario, sino también utilidades siderales
descargando el pesado fardo sobre los trabajadores y las poblaciones del mundo mediante
la ampliación e intensificación de los “ajustes” neoliberales. Y que, además, contradiciendo
cínicamente el dogma sobre la omnipotencia del mercado y el “rol subsidiario” del Estado
en el manejo económico, serviría para perpetrar un saqueo “dentro de la ley” vía la
diligente intervención estatal con acciones de “rescate” que garantizaran la “estabilidad
financiera” (es decir, la conservación del valor del capital ficticio que no había resultado
destruido con la crisis) y el mantenimiento de la “liquidez” en los mercados (o sea, asegurar
que los derivados siguieran encontrando compradores en todo momento).
Obviamente, se necesitaba el “rescate” para salvar el conjunto del sistema seriamente
dañado por la crisis, paliando el desastre en procura de buscar de algún modo la
“recuperación” de una economía vastamente “financiarizada”. Pero, en buena cuenta y en
términos concretos, la intervención del Estado no significaba otra cosa que proteger al gran
capital financiero, preservando su hegemonía y su “derecho” a seguir medrando con la
especulación para mayor gloria de sus mega-empresas. Las medidas de “rescate con más
ajustes” exigidas fueron de inmediato sacralizadas por el FMI y el BM para su irrestricta
puesta en práctica por las grandes burguesías de los países del centro capitalista, aplastando
a sus propias poblaciones y acrecentando más los agobios de los pueblos de la periferia.
Desde el fin de la II Guerra Mundial, EEUU tuvo que afrontar once recesiones de
considerable magnitud y en todas ellas las mega-corporaciones siempre recurrieron a la
intervención estatal para remediar la situación. Pero la crisis económico-financiera iniciada
el 2008 superaba largamente todo lo anterior, rememoraba de modo siniestro la Gran
Depresión de los años ’30 y hacía imprescindible un “rescate” nunca antes visto. En
esencia, con esta medida “legal” se solventaban dos cuestiones: por un lado, proporcionar
numerosos billones de dólares (de los recursos públicos) a los mismos banqueros y
financistas quebrados que habían generado la crisis, amparándolos y haciendo posible que
movieran gran parte de esos montos hacia los mercados energéticos y de “commodities”
(sobre todo, alimentarios), prosiguieran con la especulación mediante el manejo de los
“hedge funds” o fondos de alto riesgo y cosecharan utilidades acrecentadas. Y, por el otro,
recomponer y redimensionar la arquitectura de poder financiero y corporativo con la purga
de los capitales “ineficientes” y la concentración de los sobrevivientes; es decir, dar
“solución” a la salvaje y exacerbada competencia entre grandes grupos imperialistas rivales
con el apuntalamiento de los más poderosos y la liquidación de los debilitados, asegurando
así un rápido proceso de mayor concentración del capital mediante las enormes absorciones
y fusiones empresariales del caso. En ambas cuestiones, poseedoras de un trasfondo pleno
de turbidez, el rol decisivo estuvo a cargo del banco central yanqui: el Sistema de la
Reserva Federal o Fed.
En 1913, siguiendo las directivas del por entonces hegemónico gran capital
financiero (necesitado de un instrumento idóneo para cubrir mejor sus necesidades, lograr
sus fines e impulsar el desarrollo de los jóvenes monopolios norteamericanos ampliando su
despliegue expansivo-imperialista), el Congreso de EEUU mediante la ley Glass-Owen
creó la Fed como “banco central independiente” dedicado a “promover un sistema bancario
sólido y una economía próspera”. En calidad de institución privada con fines de lucro,
perteneciente a un puñado de poderosas entidades financieras y encargada de brindar
servicios públicos, la ley le confería diversas atribuciones, entre las cuales dos eran
fundamentales: a) formular la política monetaria, emitir moneda a pedido del gobierno
determinando su valor y fijar los tipos de cambio con monedas extranjeras; y b) emitir
acciones y Bonos del Tesoro para su venta en el mercado de valores nacional e
internacional con tasas de interés establecidas por la misma Fed. La facultad para emitir
moneda implicaba la creación de dinero de la nada para luego prestar con intereses ese
dinero ficticio al propio gobierno, de modo que el dólar dejaba de pertenecer al Estado y
pasaba a ser patrimonio de un cartel bancario privado; al mismo tiempo, la fijación de los
tipos de cambio y de las tasas de interés hacía posible el control interno (y, más tarde,
mundial) del dinero circulante. La emisión de Bonos del Tesoro, también a solicitud
gubernamental, significaba quedarse con el producto de su venta para luego prestárselo con
intereses al gobierno, pero haciendo que éste asumiera el pago del valor y los intereses de
esos Bonos. Por tanto, con todo este manejo controlado por el gran capital financiero la
“esencia” del dinero era convertida en deuda pública y en el sistema Fed ese dinero llegaba
a existir a través de la creación de deuda. La enorme renta financiera derivada de la usura,
del cobro de intereses, le daba una espectacular redondez al negocio.
Por la índole de sus funciones, las decisiones de la Fed tenían carácter unilateral e
inapelable, es decir, estaban exentas de participación gubernamental real y no necesitaban
ser ratificadas por el gobierno o el presidente, lo cual, por ello mismo, le adjudicaba la
condición de supra-entidad que respondía no ya a los intereses del propio país, sino a los de
Wall Street, el corazón financiero del imperialismo yanqui. El paso de los años no introdujo
ninguna modificación significativa en este estado de cosas, ni siquiera cuando a raíz del
crack del ’29 y la Gran Depresión el gran capital financiero vio mermada su hegemonía y
tuvo que tolerar ciertos controles que atenuaban sin afectar en lo esencial algunas de las
otras funciones del sistema-red de la Fed. Ésta continuó siendo un “banco para los bancos”
que garantizaba la seguridad y eficiencia del sistema de pagos, es decir, una estructura a
través de la cual fluyen todas las transacciones financieras de la economía. También siguió
formulando la política monetaria del país y las normas “supervisoras” de las instituciones
financieras mediante el control de los “holdings” bancarios (corporaciones propietarias de
varios bancos) y de la banca llamada estatal; decidiendo sobre las fusiones, las compras de
bancos por determinados “holdings” y la realización de actividades no bancarias; y
brindando auxilio “en última instancia” a las entidades financieras en dificultades (por
ejemplo, por la caída o fuga de sus depósitos) para evitar que sus problemas se extendieran
a otras instituciones.
Así, pues, por detentar el monopolio para la emisión y el control del dinero en el país,
ser el mayor prestamista del gobierno y ejercer férreamente todas sus prerrogativas sin
ninguna posibilidad de impugnación, el poder de la Fed fue enorme desde su creación y lo
sigue siendo en la actualidad. Doce mega-empresas financieras privadas (entre ellas, las
hoy muy notorias Goldman Sachs, Merryll Lynch, Morgan Stanley, Citigroup, JP Morgan
Chase, Wells Fargo Simon y Bank of America) son las propietarias de la Reserva Federal,
que posee bienes equivalentes a casi el 80% del PBI norteamericano. Su accionar desde
1945 para imponer y manejar el dólar a nivel mundial como obligada moneda de referencia
para todas las actividades económico-financieras y comerciales, es el principal sostén de la
aún vigente pero cada vez más crepuscular hegemonía del imperialismo yanqui en el
planeta.
Esas corporaciones privadas, que según el economista David Brooks constituyen
“una auténtica oligarquía financiera”, tienen en la Reserva Federal una institución-fachada
para crear a placer dinero de la nada y convertirlo en deuda pública, cosechando así
corruptas y exorbitantes utilidades y proporcionando un instrumento privilegiado a la
parasitaria clase dominante de EEUU para vivir de prestado, expoliar a las poblaciones del
planeta y consumir la riqueza de las naciones merced al expediente de recibir ingentes
recursos monetarios a cambio de simples papeles de deuda. En el 2015, la deuda pública
yanqui (cargada a la cuenta de los trabajadores y el pueblo norteamericanos) era de 18.5
billones de dólares con intereses a pagar de 500 mil millones de dólares anuales, lo que
implica necesariamente contraer más deudas y mayor emisión de moneda carente de valor
real. Cálculos conservadores indicaban que esa deuda subiría a más de 20 billones en el
2017; pero como desde el 2006 la Fed dejó de dar cuenta de la masa total de dinero sin
respaldo que fabrica, resulta entendible la soberbia de sus propietarios y los funcionarios
que les sirven expresada en la declaración de Alan Greenspan, ex Presidente de ese
organismo: “EEUU puede pagar cualquier deuda contraída o por contraer porque siempre
podemos imprimir dinero para hacerlo”.
A raíz de la crisis del 2008, el gran capital financiero movilizó a Henry Paulson, por
entonces Secretario del Tesoro, para que exigiera al Congreso la aprobación inmediata de
un primer paquete de “rescate” por 700 mil millones de dólares, emitidos por la Reserva
Federal y prestados al gobierno, destinados a la adquisición de “activos basura” (subprime)
para salvar a los grandes bancos de la insolvencia. Y la propia Fed, con su Presidente Ben
Bernanke, disminuyó a casi cero la tasa de interés de los préstamos con fondos federales
para poner en marcha un programa de “estímulos monetarios” con grandes réditos para las
corporaciones beneficiadas por el “rescate”. Todo este manejo corrupto resultó más
evidente con el “descubrimiento” hecho por una auditoría del Congreso en el 2011: con
operaciones circulares para obtener ganancias siderales, en menos de 3 años la Fed prestó
16.1 billones de dólares a sus propios dueños (Citigroup, Morgan Stanley, Merryll Lynch y
Bank of America) y a bancos de Alemania, Reino Unido, Suiza, Francia y Bélgica.
Por consiguiente, no debe causar extrañeza que, como contraparte de las acciones de
“rescate financiero”, la Fed reclamara “políticas de austeridad” a todos los países y alzara la
voz de mando para que el FMI y el BM implementaran con terrible dureza las medidas de
extensión y reforzamiento de los “ajustes” neoliberales contra los trabajadores y los pueblos
del planeta. Ni tampoco que en “el país más democrático del mundo” la Fed suministrara al
gobierno como préstamo con intereses los billonarios fondos “rescatistas”, configurando
una operación circular en la que los mismos financistas creadores de dinero ficticio
(productor de renta usurera y del incremento delirante de la deuda pública) utilizaban luego
sus abultados montos como inyección económica para su propio beneficio. Menos sorpresa
aún, que la Fed decidiera sin apelaciones qué mega-corporaciones debían ser potenciadas
mediante el “rescate”, cuáles tendrían que desaparecer (por ejemplo, Lehman Brothers y
numerosos bancos y empresas) engullidas por las primeras y de qué modo habrían de
producirse las fusiones requeridas por la mayor concentración del capital. Con la
liberalización financiera, las fusiones y adquisiciones corporativas constituyen parte de
gran importancia en las inversiones. Pero al expresar la feroz pugna por el reparto de un
botín que en lo sustancial no crece y que se redistribuye a través de luchas sin cuartel entre
grupos especuladores rivales, esas fusiones sólo representan el relegamiento casi total de la
inversión productiva real susceptible de generar riqueza efectiva.
La decadencia senil del sistema
De este modo, todo lo anteriormente reseñado evidencia que, en el proceso de
irreversible decadencia y descomposición sistémica, la gran crisis económico-financiera y
socio-política en curso no presenta indicios de salida efectiva y pone más al desnudo día
por día las irresolubles contradicciones y antagonismos inherentes al capitalismo. El rumbo
complejo y contradictorio del sistema agudiza de modo creciente la crisis misma llevándola
hacia niveles cada vez más difíciles de manejar y a dimensiones dañosas que superan en
enorme medida los estropicios causados por crisis anteriores, aplastando en mayor medida
a las poblaciones del mundo y exacerbando de modo virulento la lucha de clases en favor
del gran capital. El registro de los datos empíricos aportados por gran cantidad de
investigadores en diversos ámbitos muestra objetivamente el carácter auto-destructivo y
anti-humano del régimen burgués, corroborando de modo fehaciente el avance indetenible
de la degeneración del capitalismo (cuyas contradicciones y antagonismos han colocado al
planeta al borde de la catástrofe) y la necesidad cada vez más acuciante de su relevo
histórico (15).
Para empezar, la incesante especulación financiera en los países centrales del
imperio ha ido generando una alucinante súper-acumulación de capital ficticio. En el 2010,
según la Banca de Basilea, el capital ficticio circulante a escala global era de 650 billones
de dólares (contra un PBI mundial de 70-75 billones), aunque fuentes cercanas a Wall
Street elevaban tal circulación a 1000-1200 billones. En el 2011, con un PBI similar, los
valores en Bolsa ascendían a 20 mil billones y el de los derivados financieros a 470
billones, con un mercado de obligaciones de 65 mil billones. Cada 2 horas y media
circulaba en el mundo una cantidad equivalente al PBI planetario y menos del 2% de tal
suma estaba directamente destinada a la inversión productiva o al comercio internacional;
el 98% restante era utilizado en operaciones especulativas, sobre todo con divisas, títulos de
deuda o materias primas. De acuerdo con el Banco de Pagos Internacional con sede en
Basilea, entre 1980 y el 2012 el capital ficticio aumentó entre 150% y 350% con respecto al
PBI de las principales economías centrales.
Desde el 2008, las masivas inyecciones monetarias realizadas por los gobiernos de
los países imperialistas en beneficio principalmente del gran capital financiero generaron
enormes excedentes de fondos que, dentro del enfriamiento global de la producción y el
consumo, encontraron en la especulación bursátil espacios favorables para rentabilizar los
capitales. En la búsqueda de rápidas utilidades, el juego al alza del valor de las acciones
llevó hacia arriba sus precios, incitando a invertir más y más dinero en las Bolsas y creando
de nuevo un círculo vicioso que marginaba los serios problemas de la producción real e
impulsaba en mayor medida el aumento de la concentración del capital. Este aumento de la
concentración, como señaló Marx en el Libro III de El Capital, “implica, por su parte y a
cierto nivel, una nueva disminución de la cuota de beneficio”, con lo que “la masa de los
pequeños capitalistas dispersos se ve, de esta forma, obligada a comprometerse por los
caminos de la aventura: especulación, inflación abusiva del crédito, especulación con las
acciones, crisis”.
Siendo un principio básico del imperialismo la preservación del capital financiero y
del “derecho adquirido” que representa su obtención de renta usurera, la artificial creación
de liquidez, el flujo crediticio y la conversión de deudas privadas en deudas públicas
(internas y externas) estimularon todavía más el frenesí especulativo, aumentando la
volatilidad de los precios por la manipulación bursátil, inflando burbujas de inevitable
estallido y haciendo que las Bolsas colapsaran con cada vez mayor frecuencia, como
ocurrió a inicios del 2016 con su hundimiento en Shanghai y Shenzen y la transmisión al
mercado de valores mundial. Sólo en las tres primeras semanas de ese año, los mercados
bursátiles registraron pérdidas por 8 billones de dólares (la mitad del valor de la economía
yanqui) en lo que se denominó “auténtica carnicería financiera”, en el marco de la
acelerada exacerbación de la competencia entre corporaciones rivales y el aumento de las
prácticas especulativas de pequeños y medianos capitalistas y multitud de micro-rentistas.
Las vías para el ingreso a una nueva fase virulenta de la crisis están abiertas por completo
acrecentando la incertidumbre entre las corporaciones, los académicos y los apologistas del
sistema, incapacitados para establecer a cabalidad cuál será el próximo e inevitable punto
de ruptura (banca, bolsas, deudas, tipo de cambio, etc.).
En segundo lugar, las nuevas y grandes burbujas financieras son infladas en el
contexto no del crecimiento económico, sino de un estancamiento con tendencia a la
recesión generalizada. Por ello, la economía mundial y el comercio internacional muestran
una gran inestabilidad. Con el desborde del capital ficticio y la depresión de la inversión
productiva, el mecanismo fundamental del dinamismo capitalista: la productividad, ha ido
decreciendo y agotándose. Conference Board ha comprobado la caída de la ya débil
productividad yanqui de 1.2% en el 2013 a 0.7% en el 2014 y a 0.6% en el 2015; y el
descenso del crecimiento promedio de la productividad laboral en las economías
desarrolladas de 0.8% en el 2013 a 0.6% en el 2014, ralentizando y haciendo endeble el
crecimiento mundial. Los edulcorados datos del FMI señalaban que antes de la crisis este
crecimiento fue de 2.4% y entre el 2008-2014 se redujo en términos globales a 1.3%, con
cruce de dedos para su “estabilización” en 1.6% el 2020. Únicamente en determinadas
ramas y empresas de alta especialización se han podido observar incrementos relativos de
la productividad y de la tasa de plusvalía por la introducción informática y micro-
electrónica (que han provocado un significativo cambio en el régimen tecnológico merced a
la utilización de maquinaria y tecnología más avanzadas) y la sobreexplotación de los
trabajadores.
Pero la progresiva acumulación de capacidades productivas (capital en forma de
máquinas y fábricas) ha tenido como consecuencia una súper-producción de mercancías
cuya oferta supera hoy en enorme medida las necesidades de la demanda, con el resultado
de desechar gran cantidad de medios de producción, lentificar el comercio, generar tasas de
desocupación y subempleo cada vez más altas, y contraer el consumo. Entre la esfera
productiva y el manejo de los instrumentos financieros y monetarios que impulsan más la
volatilidad de los capitales, existen hondas y crecientes contradicciones que violentan en
mayor medida la ley del valor y afectan muy fuertemente la producción de valores de uso y
el consumo. La cacareada “recuperación” de la economía no es más que un espejismo
creado por los Bancos centrales, en connivencia con las entidades financieras a nivel
mundial, emitiendo moneda ficticia (para mantener las posibilidades de gasto de empresas,
instituciones y familias) y convirtiendo las enormes deudas en dinero multiplicado hasta el
paroxismo a través de la especulación, dinero sin respaldo dentro de una “economía de
casino” que representa el impulsor de futuras debacles financieras cada vez peores. Así, el
estancamiento económico aumenta la necesidad gran burguesa del saqueo de lo público,
fomenta más la corrupción, amplía y profundiza en mayor medida las desigualdades
sociales y la miseria popular, exacerba la violencia global y degrada y atomiza la vida
social, en un contexto en el que, como decía Marx, “los Estados son simples consejos de
administración de las empresas”.
En tercer lugar, desde el 2007 se ha ido constatando la gigantesca acumulación de
deudas públicas y privadas a escala mundial, hoy mayor que antes de la irrupción de la
crisis económico-financiera. Lejos de poder reducir su deuda, las principales economías y
empresas del sistema, beneficiadas en el pasado por bajas tasas de interés, están ahora
mucho más endeudadas por los apalancamientos realizados, lo que amenaza la “estabilidad
financiera”, socava más el crecimiento y, según diversos especialistas, puede llevar al
mundo a la quiebra. En los ciclos de auge y decaimiento de la economía, el endeudamiento
cumple un papel crucial, pero en las condiciones de estancamiento económico la deuda
representa un peligro latente de inestabilidad y aumenta en forma cada vez más creciente
las vulnerabilidades del sistema. Las medidas de “rescate financiero” y las políticas de
“austeridad” con recortes fiscales/presupuestarios en los 22 países más industrializados y
en las 25 principales economías “emergentes”, no han conseguido más que llevar la enorme
deuda a niveles insostenibles.
En el 2015, según la consultora McKinsey Global Institute el monto de la deuda era
de 200 billones de dólares a escala mundial, siendo neto para Estados y empresas y
representando el 286% sobre el PBI global (frente al 269% del 2007). El mercado de bonos
(deudas), en el que los países y las empresas obtienen préstamos en dinero, es mucho
mayor que el mercado de valores (Bolsas): en EEUU, el primero tiene una dimensión que
duplica la de Wall Street; y en el 2015, pese a existir tipos de interés todavía cercanos a
cero, las corporaciones no-financieras registraron deudas por 7.7 billones de dólares.
Durante los primeros 11 meses de ese año, quebraron más de 100 empresas globales, entre
ellas 62 yanquis; y con el alza de las tasas de interés fijada en diciembre por la Fed para
contraer la liquidez, se afectó la capacidad de pago de la actual pirámide invertida de
crédito y de derivados. Como la estancada economía real no puede generar suficiente
plusvalía para el pago de tasas de interés en aumento, las deudas vigentes acrecientan más
su tendencia a volverse impagables aunque sean objeto de renegociaciones y resulten
auxiliadas por posibles nuevos apalancamientos; y con los impagos ocurren más quiebras
de empresas e instituciones que se extienden inevitablemente a las familias.
Este gran nivel de endeudamiento y sus enormes riesgos constituyen un claro signo
de serios problemas estructurales, pero de ningún modo reducen las prácticas especulativas
ni la incubación de nuevas burbujas financieras. Habiendo escasos indicios de que el rumbo
creciente de la deuda pueda modificarse en el corto e incluso mediano plazo, sus altos
niveles tienden a entorpecer una “normalización” de las políticas monetarias que no afecte
a la economía: en determinado momento, ocurrirá la explosión de las burbujas y bastará la
quiebra de algún gran banco para desatar una reacción en cadena, poniendo otra vez
abiertamente contra la pared al sistema financiero y al conjunto de la economía. En tal
situación, el gran capital imperialista busca casi a la desesperada salidas bélicas, que se
hacen cada vez más factibles dentro de una economía paralizada y encaminada a la
bancarrota sistémica.
En cuarto lugar, el estancamiento económico y los descomunales montos de valores
bursátiles, derivados circulantes y obligaciones, varios miles de veces superiores a los que
mueve la economía real, han ocasionado de modo inevitable una mayor caída de la tasa de
ganancia a pesar de las innovaciones tecnológicas en el sector comunicacional-informático
y de los avances de la ciencia porque, al fin y al cabo, los beneficios objetivos derivan de la
economía productiva y ésta cuenta cada vez menos para el gran capital financiero. Sin
beneficios reales, no hay recuperación económica posible. En los años ’60, el crecimiento
del PBI global fue de 3.5%, bajó a 2.5% en los ’70, a 1.4% en los ’80, a 1.1% en los ’90 y
hoy es prácticamente nulo. Fortune, revista de la corporación global AOL/Time Warner,
estimaba que la tasa de ganancia empresarial en las economías capitalistas más avanzadas
fue del 10% en los años ‘50-60, pasó al 5% en los ’70-80 y a 3.6% en los ’90; y, con datos
de las 500 corporaciones más importantes del planeta, señalaba que entre 2001-2002 siguió
cayendo hasta 1.32%. En los últimos años, dicha tasa experimentó una ligera y transitoria
recuperación (a pesar del agotamiento de la productividad) merced a la financiarización, los
endeudamientos y los recortes de las rentas salariales; pero la merma de oportunidades para
las inversiones de rentabilidad real y la deflación (caída de los precios por la debilidad de
la demanda internacional, sobre todo de commodities) han actualizado su tendencia
descendente y dado lugar a un endurecimiento de la competencia entre multinacionales que
puede llevar a una mayor retracción de la tasa de beneficio.
En busca de contrarrestar la caída de la tasa de ganancia y frenar el declive de su
hegemonía, el gran capital imperialista yanqui no sólo es cabeza del impulso al incremento
de la súper-explotación de los trabajadores, sino que también maniobra geo-políticamente y
trata de intensificar su comercio internacional para conquistar mercados, extenderlos y
neutralizar a sus rivales, en especial a China y Rusia. Ha promovido, entonces, convenios
bilaterales (Tratados de Libre Comercio) y bloques regionales (Alianza del Pacífico), y
apostó además por un Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) cuyos 12
miembros representan casi el 40% de la economía global. Entre otros aspectos, este
Acuerdo daba vía libre a las mega-corporaciones yanquis para eliminar los vestigios de
medidas proteccionistas en los países subordinados de la Cuenca del Pacífico mermando
más su “competitividad” en los mercados mundiales, operar según “reglas de juego”
propias, defender sus intereses con “soluciones” ventajistas a las “controversias inversor-
Estado”, sancionar normas monopólicas para la propiedad intelectual, extender la duración
de las patentes de sus productos (sobre todo, farmacéuticos) y, en general, cosechar
ingentes utilidades exprimiendo en mayor medida a las poblaciones. Finalmente, el TPP
bajo hegemonía yanqui fracasó, pero eso no cambió la suerte de esas poblaciones para las
que las renovadas condiciones de la “cooperación económica” y el “libre comercio”
implican la dura acentuación de las políticas neoliberales, cuyos efectos catastróficos no se
diferencian en nada de aquellos producidos por la utilización de armas de destrucción
masiva. Ya Marx apuntaba, en los Grundrisse, que en el capitalismo “el comercio somete
más y más la producción al valor de cambio; relega cada vez más el valor de uso a un
segundo plano al hacer que la subsistencia dependa más de la venta que del uso inmediato
del producto”.
Uno de los mecanismos tramposos utilizados en el “libre comercio” es la imposición
de precios de monopolio en privilegiados sectores sociales consumistas muy atareados en el
gasto suntuario, la difusión de esos precios en arribistas capas “emergentes” deslumbradas
por los “símbolos de status” y su más amplia extensión a nivel social. Marx decía en el
Libro III de El Capital que “Cuando hablamos de precios de monopolio entendemos por tal
un precio determinado únicamente por el deseo y el poder de compra de los clientes, con
independencia del precio determinado por el precio general de producción y el valor de los
productos”. Con ello, se obtienen ganancias considerables al contar con un excedente sobre
el valor real de los artículos dados. La actual expansión de los precios de monopolio no
ocurre sólo en el consumo de lujo, sino que tiende a abarcar mercancías de variado tipo,
incluso necesarias para la salud y la vida, que se vuelven exclusivas de quienes pueden
comprarlas (como sucede, por ejemplo, con los medicamentos de marca “protegidos” por
patentes monopólicas que impiden la producción de equivalentes genéricos y cuyos precios
son prohibitivos para las personas “comunes y corrientes”).
Obviamente, el uso de este recurso de ningún modo desdeña apelar a muchos otros,
en especial cuando el sistema está sumido en una crisis generalizada. En la etapa
imperialista del capitalismo, es muy evidente la llamada “obsolescencia programada” de los
productos (o sea, el deliberado recorte de su “vida” útil para obligar al consumo de
reemplazos) y resulta típica la oferta de ciertas mercancías a precios de dumping, es decir, a
precios muy por debajo de los vigentes en el propio mercado interno y en el mercado
mundial e incluso inferiores a los costos reales de producción. Este procedimiento sirve
para ampliar y dinamizar las exportaciones, ganar mercados externos y desbancar a la
competencia, pero implica destruir la producción y arruinar a los productores en los países
compradores. Con el dumping, se exacerba la feroz lucha competitiva entre corporaciones
imperialistas rivales y se acentúa la penetración en las “naciones clientes” de la periferia
capitalista para reforzar el control sobre ellas, aunque al costo de transferirles la crisis de
los Estados centrales, desarticular más sus economías, aumentar en espiral la desocupación
y degradar en mayor medida el nivel de vida de las poblaciones acrecentando la miseria y el
atraso. La búsqueda salvaje de recuperación de la tasa de beneficio lleva consigo, entonces,
el arrasamiento de las propias bases materiales y humanas del sistema en su conjunto.
En quinto lugar, dicho arrasamiento está inseparablemente ligado con un modo de
vida consumista, propio del capitalismo, que favorece sólo a un reducido sector poblacional
e implica el derroche de materia y energía en la producción y el consumo de mercancías en
gran medida innecesarias, pero generadoras de voluminosos beneficios para las grandes
corporaciones imperialistas a costa de la permanente agresión al ámbito natural. Desde su
nacimiento y en todo su trayecto histórico, el capitalismo ha portado (y porta) en lo más
íntimo de su entraña no sólo la contradicción antagónica entre el capital y el trabajo, sino
también la irreductible oposición entre el capital y la naturaleza. El carácter atomizado y
anárquico de la producción burguesa ha determinado (y determina) que la apropiación
privada y la mercantilización sean la forma predominante del vínculo hombre-naturaleza,
de modo que la compulsión para acumular ilimitadamente capital y las actividades para
lograrlo llevan necesariamente a violentar en forma cada vez más acentuada los límites bien
definidos de la capacidad receptora y proveedora de la naturaleza. Bajo el capitalismo, la
relación relativamente adecuada con el mundo natural ha sido rotundamente suplantada por
el dominio abusivo sobre él y por su explotación extensiva (con la usurpación de todos los
segmentos posibles de la realidad natural para expandir las fronteras extractivas) e intensiva
(con requerimientos en aumento constante de mayores cantidades de bienes naturales,
quebrantando de modo por completo desorbitado los límites racionales de extracción).
En correspondencia con la implementación de las políticas neoliberales, desde hace
más de 40 años se ha ido acelerando el proceso de degradación ecológica a nivel planetario,
pervirtiéndose más la relación hombre-naturaleza con la casi total demolición del limitado
rol mediador de los Estados para controlar y regular el acceso a los recursos naturales y a su
explotación. Entre otras medidas, la apertura económica, la desregulación de los mercados
y la privatización de empresas públicas han facilitado la eliminación de los mecanismos
estatales que, en cierto grado, podían servir para proteger el mundo natural, dejándolo por
completo a merced de la codicia y el frenesí extractivista de las grandes corporaciones
imperialistas, cuya lógica de obtención de máximas utilidades desecha por completo la
preservación de la naturaleza. Como resultado, hoy la humanidad enfrenta una severa crisis
ecológica, de gran magnitud y con tendencia al agravamiento, que se pretende atribuir de
modo arbitrario y muy conveniente al “hombre” en general para ocultar el papel rapaz y
devastador que desempeñan las clases dominantes en el capitalismo. En la realidad, el
basamento en la propiedad privada del régimen burgués de producción y reproducción
material impone la esclavitud asalariada, forzando a la inmensa mayoría de seres humanos
a actuar contra sus propios intereses vitales y obligándolos a realizar actividades que
agreden brutalmente el mundo natural.
En términos esenciales, la severa crisis ecológica planetaria presenta tres aspectos
íntimamente relacionados que configuran una terrible advertencia para la humanidad y sus
posibilidades de supervivencia. El primer aspecto está constituido por la salvaje explotación
extensiva e intensiva de la naturaleza, lo que implica la contaminación del aire, los suelos,
los cursos de agua dulce (superficiales y subterráneos) y los océanos con desechos sólidos,
líquidos y gaseosos que son arrojados al ambiente sin tratamiento alguno, envileciendo así
el hábitat de todos los seres vivientes. El segundo aspecto está representado por la
degradación de la energía utilizada en esa explotación bajo la forma de gases de efecto
invernadero (dióxido de carbono, metano, óxido nitroso) que elevan la temperatura del
planeta y son causantes del cambio climático. Éste, a su vez, genera desertificación,
sequías, destrucción forestal, derretimiento de los glaciares, calentamiento de los océanos,
ciclones, lluvias torrenciales fuera de estación, inundaciones, aumento del nivel del mar
que devora zonas costeras, olas de calor y friajes inusitados, etc. El aumento de 2°C en la
temperatura de la Tierra destruye numerosos ecosistemas y variadas formas de vida,
atentando contra la existencia de los propios seres humanos al repercutir en las condiciones
de vida de la población en general, la devastación agrícola, las malas cosechas, la merma en
la producción de alimentos, la persistente generación de elementos patógenos en las
ciudades, la emergencia de epidemias y otras calamidades que afectan catastróficamente en
especial a las grandes masas humanas desprotegidas. El recalentamiento del planeta está
obligando a poblaciones enteras a huir de vastas regiones arrasadas por las furias de la
naturaleza, convirtiéndolas en “refugiados climáticos” que se suman a las filas de los
expulsados de sus hábitats por condiciones de vida inhumanas y que, al igual que éstos,
están de hecho abandonadas a su suerte. Ante todo esto, la XXI Conferencia sobre el Clima
(COP, París 2015) no fue otra cosa que una desvergonzada farsa en la que la abierta
defensa de los intereses de las grandes corporaciones imperialistas se tradujo en acuerdos
santurrones sin carácter vinculante y que (quizás) se ejecutarían recién a partir del 2020.
Y el tercer aspecto de la crisis ecológica es el creciente agotamiento de los bienes
naturales necesarios para la vida humana: agua dulce, tierra fértil, biodiversidad, fuentes de
energía, etc. Hoy, la demanda mundial de recursos biológicos del planeta supera en más de
30% la capacidad de regeneración de la naturaleza, como ha señalado entre otros la World
Wide Fund for Nature (WWF), acentuándose más la huella ecológica que deja la
producción burguesa, es decir, el impacto ambiental resultante de la sobre-exigencia de
recursos naturales con serio daño para sus posibilidades regenerativas. Esto no constituye
ninguna preocupación para el gran capital imperialista que, incitado por la obtención de
súper-beneficios, está altamente interesado en apoderarse de los recursos naturales en todo
el mundo y en acapararlos, ahondando más las perennes asimetrías en las relaciones
capitalistas de poder económico-social y político, particularmente en el ámbito ecológico.
En efecto, tal ahondamiento tiene feroz evidencia en el aumento indetenible de la
desigualdad en el acceso y control de los bienes naturales para disponer y utilizar de modo
sensato y provechoso elementos esenciales para la vida (con todo lo que ello significa en
términos de violación de los derechos humanos), lo mismo que para poder existir en un
ambiente salubre necesitado de protección ante la degradación ocasionada por las
irracionales actividades productivistas.
Con la crisis ecológica generada por el modo de producción burgués y su desaforada
búsqueda de ganancias, se incrementan cada vez con mayor vigor el deterioro ambiental y
las amenazas para la salud y la vida de las personas, poniéndose en grave riesgo la
existencia de numerosas especies animales y vegetales e incluso la presencia de vida en la
Tierra. Múltiples hechos concretos son demostrativos de esta situación, pero uno solo (en
apariencia de escasa importancia y carente de la debida atención, pero denunciado por
organizaciones como EcoWatch y Greenpeace, con resonancia en el Programa ONU para el
Medio Ambiente, la FAO, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria y otros
organismos) puede bastar como indicador de tales amenazas y riesgos para la cadena vital
del planeta. Cuando hace más de 10 mil años los hombres comenzaron a vivir en lugares
fijos y crearon la agricultura, un pequeño insecto: la abeja, desempeñó una función decisiva
para la supervivencia humana. Apareciendo como evolución de la avispa (hace unos 100
millones de años), las abejas realizaron una constante y delicada actividad polinizadora que
condicionó el desarrollo de la vida vegetal al asegurar la producción y reproducción de los
angiospermos de las plantas en flor, y que resultó crucial tanto para la producción de
oxígeno como para garantizar la sobrevivencia de especies animales que se alimentan de
esas plantas y sus frutos, haciendo así una muy importante contribución en el desarrollo de
la biodiversidad y en la configuración del conjunto de la ecología planetaria.
En cuanto al hombre, entre otros variados aspectos, la actividad polinizadora de las
abejas fue (y es) un aporte de alta significación en la estabilización y ampliación de los
cultivos necesarios para alimentar a una población en aumento creciente (que hoy es de más
de 7 mil millones de personas); y de otros numerosos cultivos como, por ejemplo, el del
algodón usado hasta la actualidad en la confección de vestimentas y de diversas maneras.
No obstante, todo ello es irrelevante para las gigantescas corporaciones (como BASF, la
mayor productora de químicos en el mundo, Bayer, Monsanto, Syngenta, etc.) que fabrican
insecticidas guiadas sólo por el criterio de rentabilidad. En especial, los neonicotinoides,
utilizados como pesticidas en los cultivos de maíz, soya, diversos cereales, frutas y
verduras, pero que también agreden a los seres humanos, están matando abejas por cientos
de millones y afectando seriamente su reproducción, con todas las nefastas consecuencias
que el hecho acarrea. El uso masivo y la difusión indiscriminada de tales químicos en la
agricultura representan enormes ganancias para las corporaciones imperialistas que los
elaboran, pero a costa de perpetrar no ya sólo un insecticidio, sino también, como lo ha
puntualizado atinadamente la conservacionista Rachel Carson, un terrible biocidio que
ataca a la totalidad de la masa biológica planetaria y coloca en grave riesgo su futuro
sostenible.
Para agravar más el estado de cosas, las sequías, las inundaciones, la devastación
agrícola, las plagas resistentes, la destrucción de cosechas, la reducción de las inversiones y
la carencia de recursos de los agricultores tienen una crucial incidencia en la producción y
distribución de alimentos, reforzando la ya crónica crisis alimentaria cuya cuestión central
no es tanto la cantidad de alimentos disponibles, sino la desigualdad del acceso a ellos. De
acuerdo con la FAO, el actual potencial agrícola del mundo permite alimentar a 12 mil
millones de personas, pero la manipulación bursátil de los precios de los alimentos
determina que su distribución beneficie sólo a quienes pueden pagarlos y lleva tanto a la
destrucción de excedentes para “proteger” los precios fijados por la especulación, cuanto al
derroche en variados puntos de la cadena alimentaria. Mientras los sectores pudientes en el
centro y en la periferia del sistema tienen abundancia de alimentos y los despilfarran hasta
el punto de tirarlos al basurero, las clases populares en los países empobrecidos sufren el
azote de la escasez, la penuria alimentaria y las hambrunas, que castigan duramente en
particular a los niños. Esta situación se hace más funesta con el despojo y la ruina de los
pequeños y medianos agricultores y la merma en la producción de alimentos ocasionadas
por el ansia acrecentada de rentabilidad de los grandes capitales, que destinan enormes
extensiones de tierras de cultivo a sembríos de exportación o industriales, niegan el derecho
a la alimentación a cada vez más amplias franjas de la población mundial, atentan contra la
seguridad y la soberanía alimentarias de grandes masas humanas y profundizan de modo
acelerado la huella ecológica.
En definitiva, como el agotamiento en forma creciente de los bienes naturales está
unido a la disminución de los espacios para su explotación, la atención del gran capital
corporativo y de los centros de poder mundial está fijada en las selvas tropicales, los
bosques y montañas, los recursos subterráneos, los atolones y la profundidad de los
océanos, los casquetes polares y las zonas superiores de la atmósfera; es decir, en todo
aquello susceptible de usurpación y depredación como estratégico objeto económico y
militar. Ni siquiera el espacio exterior al planeta es dejado de lado: mediante ley, en el 2015
el gobierno yanqui ha consagrado el “derecho” de empresas y ciudadanos norteamericanos
(que cuenten con “capital y tecnología suficientes”) a la realización de actividades para
“extraer, transportar y vender recursos espaciales”. El enloquecido afán extractivista y la
competencia inter-imperialista sin cuartel y sin pausa para apoderarse en exclusiva de los
bienes naturales de la Tierra, llevan inevitablemente a la agudización de las contradicciones
entre corporaciones y poderes rivales y a intensos conflictos económicos y políticos que,
bajo el capitalismo, siempre encuentran “salidas” a través de choques bélicos donde la
mayor cantidad de víctimas es puesta siempre por poblaciones indefensas. No son pocos los
analistas que auguran guerras entre imperialismos para apoderarse de las cuencas hídricas
en los países empobrecidos y monopolizar el agua potable del planeta.
La crítica situación planetaria ha obligado desde años atrás al imperialismo a “curarse
en salud” y a evaluar el impacto del cambio climático extremo sobre las poblaciones del
mundo, en particular de la periferia capitalista, para tomar medidas en resguardo de sus
propios intereses. En el 2004, por orden de Donald Rumsfeld, ex secretario de Defensa
yanqui, Peter Schwartz (consultor de la CIA) y Doug Randall (“experto” de Global
Business Network) elaboraron un Informe secreto para el Pentágono señalando el peligro
representado por las consecuencias de tal cambio en la producción de alimentos, el
abastecimiento de agua potable y la generación de energía; y, sobre todo, por las enormes
masas de “refugiados climáticos” que, agobiadas por el hambre y todo tipo de privaciones,
fluirían en oleadas hacia EEUU y Europa “invadiendo espacios ordenados” para poner en
riesgo “los recursos vitales disponibles y la estabilidad social”. Las “recomendaciones” al
respecto estaban centradas en “el uso de la autoridad” tanto para asegurar el control y la
utilización de esos recursos como para repeler a los refugiados. En otros términos, la abierta
imposición de un fascismo “ecológico” y de un generalizado terrorismo de Estado contra
los pobres del mundo. Lo que ocurre hoy en todo el planeta demuestra la forma en que esas
“recomendaciones” están siendo implementadas.
En sexto lugar, el encharcamiento en una profunda y prolongada crisis sin salidas a la
vista, y la exaltación neoliberal de la depredación social y ambiental como pauta primordial
del sistema para hacer viable el proceso de acumulación del capital, han determinado el
radical ahondamiento de la denominada “acumulación por desposesión” en el conjunto de
la periferia capitalista, impulsando más su descomposición y su ruina. Tal despojo,
perpetrado en condiciones neocoloniales por las grandes corporaciones imperialistas en
connivencia con las clases dominantes en cada país, es la continuación del saqueo realizado
por el colonialismo europeo en el pasado; y representa la apropiación privada, el control y
la mercantilización de una amplia variedad de bienes, particularmente de los bienes
comunes de la naturaleza (tierras fértiles, agua y cuencas acuíferas, lagos y humedales,
bosques, biodiversidad, recursos marinos, yacimientos minerales y petrolíferos, arrecifes
coralinos, etc.), para explotarlos intensiva y extensivamente del modo más irracional, crudo
y prepotente (16). Esta usurpación, consumada mediante la violencia sistemática con el
apoyo de Estados y gobiernos, da curso a un extractivismo que no constituye una
modalidad simple de aprovechamiento particular de esos bienes colectivos, sino la
saqueadora consecuencia lógica y, a la vez, la condición necesaria del latrocinio.
Como en el capitalismo predomina el valor de cambio y la acumulación del capital es
el elemento fundamental y el motor de la economía, todo lo existente debe ser convertido
en mercancía y llevado al mercado para generar rentabilidad, obtención de ganancias que
garanticen y refuercen el proceso de acumulación; y el logro de este objetivo primordial
exige considerar a los elementos sociales, políticos y culturales de la sociedad apenas como
“factores secundarios”, sólo como meros “coadyuvantes” de ese proceso. Dentro de esta
lógica, exasperada con la dominancia del capital financiero y el parasitismo consubstancial,
los bienes naturales son vistos y tratados como simples mercancías para su “puesta en
valor” y su transformación en dinero; por tanto, pueden y deben ser depredados en
beneficio de la acumulación capitalista barriendo con todo lo que se oponga a tal designio.
Con el extractivismo, entonces, se somete más y se aplasta con mayor vigor cualquier
intercambio adecuado con la naturaleza que haga posible la obtención de recursos para
satisfacer las necesidades de las personas (es decir, una extracción basada en el valor de
uso), pisoteándose así los derechos humanos; y, además, se desprecia todo aquello que
resulta “extraño” para la lógica mercantilista, o sea, las llamadas “externalidades”, los
daños socio-ambientales y el agotamiento de los recursos por el uso de nuevas tecnologías
(“fracking”, minería de tajo abierto, etc.) que acentúan la huella ecológica y degradan el
ámbito vital humano.
Para lograr sus objetivos, el gran capital imperialista ha concentrado recursos y
ampliado sus operaciones en diversos sectores (finanzas, agricultura, minería, petróleo,
servicios, etc.), contando con la complicidad de las clases dominantes locales en la
obtención de múltiples ventajas facilitadoras de la explotación de los recursos naturales
(sobre todo, mineros) y del acaparamiento de tierras destinadas a monocultivos de
exportación. Su creciente afán por convertir los territorios y las zonas explotables en
“activos financieros”, es decir, por “financiarizar” la naturaleza tal como lo ha hecho con la
economía, se traduce en una salvaje depredación que causa profundos daños ecológicos
(agravados por la construcción de infraestructura vial y centrales energéticas, deforestación,
contaminación ambiental, etc.), afecta la situación y el destino de los recursos naturales,
pisotea las soberanías nacionales y agrede la vida y actividad de las comunidades locales.
Las protestas y luchas de éstas ante el despojo y el saqueo son calumniadas y atacadas con
virulencia utilizando la maquinaria mediática al servicio del gran capital; y no sólo son
criminalizadas y violentamente reprimidas por los aparatos estatales, sino que también
sufren las bestiales embestidas (que incluyen el asesinato de activistas socio-ambientales)
de mercenarias bandas paramilitares organizadas y mantenidas como ejército particular por
las grandes corporaciones imperiales.
La prolongación de la crisis en actual curso y la caída de precios de las materias
primas no han disminuido en modo alguno las presiones extractivistas. Como, en función
del acatamiento de las directivas imperialistas, los países periféricos y sus gobiernos han
desdeñado la diversificación productiva, siguen centrados en la exportación de productos
primarios y dependen más de los mercados foráneos, de modo que el desplome de los
precios ha determinado la merma considerable de sus ingresos, forzándolos a impulsar la
ampliación de las fronteras extractivas para el incremento de la explotación de la naturaleza
y a ofrecer nuevos “alicientes de inversión” a los consorcios imperialistas. Han acentuado,
entonces, la “flexibilización” de las normas de protección ambiental y marginado cualquier
criterio de básica consideración social, aumentando la devastación territorial y humana sólo
para beneficiar más a los países del centro capitalista porque la mayor oferta de materias
primas se traduce en precios cada vez más deprimidos y en ingresos que se reducen en
forma incesante. Los costos del entreguismo son muy altos: total sometimiento a los
dictados del gran capital corporativo, crecimiento económico endeble y desarrollo social
casi nulo, asfixia y ruina de las empresas productivas locales, estrechamiento continuo del
mercado interno, liquidación de la soberanía alimentaria, incremento de la desocupación y
la pobreza, avance indetenible de la corrupción en todos los ámbitos de la sociedad, crisis y
degeneración del régimen político, erosión institucional y degradación cultural, desborde de
la violencia social, notable recorte de los espacios públicos, auge de la mentalidad rentista y
del consumismo, etc.
Como resultado directo de la depredación imperialista, en los países de la periferia
capitalista viene ocurriendo con acentuación creciente la destrucción de ecosistemas y el
exterminio de la biodiversidad a través de la contaminación de los suelos, el agua y el aire;
la generación de escasez hídrica que afecta la actividad productiva, la vida doméstica, el
consumo incluso básico y la salud de las poblaciones; la liquidación de las economías
campesinas tradicionales, el arrasamiento de cultivos y crianza de ganado, y la demolición
de la soberanía alimentaria; la desertificación social del campo, forzando a las poblaciones
a migrar hacia ciudades que no les ofrecen ninguna garantía para subsistir; el despojo de los
derechos territoriales de las comunidades nativas y campesinas, la devastación de enormes
áreas comunitarias (como las de la selva amazónica), el sometimiento y la regimentación
masiva de sus pobladores y la radical modificación de su modo de vida; el robo procaz de
los genomas animales y vegetales, de los saberes ancestrales y de todo bien colectivo que
las mega-corporaciones patentan como propios; la generación de desempleo; el
envilecimiento cultural y el desparramo del consumismo; la promoción de la corrupción y
las actividades antisociales; y el aumento pavoroso de la miseria y la exclusión social.
Pero esta enorme devastación tiene consecuencias catastróficas para el propio sistema
burgués porque su centro y su periferia están articulados, desde los orígenes y en todo el
recorrido histórico del capitalismo, como formas específicas e interdependientes de la
totalidad capitalista. El arrasamiento imperialista de la periferia no significa la destrucción
de un elemento externo al sistema, sino de un componente fundamental vinculado de modo
intrínseco al centro por variadas redes e innumerables interpenetraciones. La “sub-
desarrollada” periferia es una base esencial para la reproducción ampliada del capitalismo
y de la civilización burguesa, por lo que su demolición representa la aniquilación de un
decisivo pilar sistémico. Así, la depredación que perpetra el imperialismo en los países
periféricos hace avanzar sin remedio la decadencia y descomposición del conjunto del
sistema, y la irracional búsqueda de salidas a la crisis saqueando criminalmente al Tercer
Mundo sólo consigue apuntalar más el proceso autodestructivo de la sociedad burguesa y
de su propia historia.
En séptimo lugar, la inversión productiva es un elemento clave para la recuperación
del crecimiento económico y de la tasa de beneficio, pero la hegemonía financiera global ha
determinado la sostenida debacle de esa inversión, empujando a las empresas productoras
de bienes y servicios a someterse en grado extremo a los volátiles mercados especulativos,
registrar pérdidas e incluso quebrar, perder capacidad para la reinversión y la generación de
empleo, y despreocuparse por las innovaciones tecnológicas (cuya actual tasa es la más baja
desde 1945). Inversión productiva y “financiarización” de la economía constituyen, pues,
elementos que se oponen en beneficio de esta última, dentro de un círculo vicioso que es
vigorizado de modo ininterrumpido. Este proceso ruinoso está directamente enlazado con el
“redimensionamiento” neoliberal de las relaciones laborales para hacer más viable la
sobreexplotación de los trabajadores en servicio, estancar los salarios y ejecutar despidos
masivos, promoviendo la “empleabilidad” (eliminación del derecho al trabajo para
suplantarlo por la gestión individual de supervivencia) y el “emprendimiento” (que
supuestamente convertiría en “empresario” a cualquier individuo). En la actualidad, según
la OIT, la fuerza laboral del mundo está integrada por 3300 millones de personas, de las
cuales quienes cuentan con un puesto de trabajo tienen jornadas de 12-14 horas diarias con
salarios de hambre; más de 200 millones sufren desocupación declarada y otros tantos han
renunciado definitivamente a buscar empleo; 2000 millones subsisten con labores
ocasionales o altamente precarizadas (marginados de la legislación laboral, los seguros de
salud, los servicios de maternidad, los fondos de pensiones, etc.); 300 millones hacen tareas
en condiciones de real esclavitud; y más de 200 millones de niños están brutalmente
obligados a desempeñar trabajos insalubres o de alto riesgo para poder subsistir.
La enorme escala y variedad de “emprendedores” y trabajadores “independientes”,
“por cuenta propia” o “free lance”, no significa otra cosa que su expulsión (por ser
considerados “sobrantes”) de una producción real ya muy deprimida, con lo que se avienta
al sótano la productividad objetiva y se quebrantan con mayor vigor los mecanismos de
integración económico-social y político-cultural de seres humanos de hecho despojados de
su derecho al bienestar básico. David Harvey ha recordado la cínica afirmación de Alan
Budd, uno de los principales asesores de Margaret Thatcher en Inglaterra: las políticas
neoliberales fueron “una muy buena forma de aumentar el desempleo e incrementar el paro
laboral fue una forma extraordinariamente atractiva de reducir la fuerza de la clase
trabajadora… Lo que se diseñó… fue, en términos marxistas, una crisis del capitalismo que
volvió a crear un ejército de reserva del trabajo que ha permitido a los capitalistas generar
grandes beneficios desde entonces”. Exudando triunfalismo, el multimillonario Warren
Buffet ha expresado las mismas ideas con otras palabras: “Por supuesto que hoy hay una
lucha de clases y es mi clase, la de los ricos, la que la está librando, y la vamos ganando”.
En octavo lugar, con el neoliberalismo y el avance imparable de la crisis han ido
creciendo y acentuándose en cada vez mayor medida las desigualdades económico-sociales,
políticas y de todo tipo a nivel mundial y ahondándose más las asimetrías entre el centro y
la periferia del sistema, evidenciando que el capitalismo y su sociedad “globalizada” son en
definitiva insostenibles. El aumento explosivo de la cantidad de personas brutalmente
empobrecidas, socialmente excluidas y marginadas de una existencia propiamente humana
(sobre todo, en la periferia), va aparejado con la incesante reducción del número de
corporaciones, grupos e individuos que, viviendo “a todo dar”, acaparan la riqueza del
planeta y expolian a la inmensa mayoría de sus habitantes. Esta radical polarización, cuya
dinámica va destruyendo la cohesión social, implica no sólo la súper-concentración de la
riqueza, sino también el reinado de la barbarie y la agresión permanente contra las bases
demográficas del sistema, la degradación de los valores culturales y morales, el fomento y
diseminación de la corrupción en todos los ámbitos de la sociedad, el socavamiento sin
remedio de la supuesta legitimidad de los sistemas políticos encargados de justificar y
defender los intereses de una ínfima minoría, y el desnudamiento de la profunda miseria
ética y humana de los detentadores de la riqueza y el poder, representando de hecho una
bomba de tiempo incrustada en las entrañas del sistema.
Con la existencia de desigualdades tan flagrantes, que incluso pasman y escandalizan
formalmente a las bien rentadas burocracias de los organismos oficiales internacionales, no
puede sorprender que menos del 20% de la población mundial consuma más del 80% del
producto social total. Ni que en el 2013 investigadores de la London School of Economics
establecieran que las 300 mayores fortunas individuales del mundo acumulaban más
riqueza que casi 4 mil millones de pobres; o que en el 2015, según estudios diversos (entre
ellos, de la ONU), el 0.7% de la población mundial tuviera un patrimonio casi igual al del
resto de habitantes del planeta. Tampoco, que anualmente en EEUU se despilfarren muchos
miles de millones de dólares en estupefacientes, cosméticos, armas para uso personal y
golosinas; o que en el centro del sistema, en un hogar con bienestar estable, el perro de la
familia consuma en promedio anual más proteínas que un habitante empobrecido del Tercer
Mundo. No debe causar extrañeza, entonces, que aunque en EEUU y los países europeos
“desarrollados” la crisis haya hundido en una situación de pobreza de obvias consecuencias
carenciales a gruesos sectores de la población, los padecimientos de éstos resulten (por
completo y desde todo punto de vista) incomparables con los salvajemente desmesurados y
letales niveles que poseen en la periferia capitalista, donde se concentran todas las lacras y
perversidades que engendra un sistema senil en decadencia irreversible.
Incluso un defensor del sistema como Thomas Piketty se ve obligado a reconocer que
el capitalismo “produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que
cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en que se fundamentan nuestras
sociedades democráticas”. Para él, hay “grandes desigualdades entre los poseedores de
capital y los que no lo poseen”, sancionándose así una gran disparidad entre las rentas y
patrimonios provenientes del capital y los recursos que pueden utilizar quienes realmente
producen la riqueza total de la sociedad. Obviamente, propone “soluciones” dentro de la
más rancia tradición social-demócrata para subsanar las “anomalías” y lograr la “salvación”
de la sociedad burguesa, es decir, cambiar algo para que todo siga igual (17). Pero las
desigualdades son tercas y hoy más evidentes que nunca, siendo sus consecuencias
atrozmente catastróficas. En parco registro, actualmente 1200 millones de seres humanos
de carne y hueso están hundidos en la pobreza extrema, sobreviviendo con menos de 1
dólar al día; 1000 millones sufren hambre crónica, entre ellos 200 millones de niños
menores de 5 años (100 mil mueren cada día de hambre y cada 5 segundos fallece un niño
menor de 10 años por falta de alimentos); más de 1800 millones carecen de acceso al agua
potable y más de la mitad de la humanidad sufre por falta de saneamiento adecuado del
agua (cuya mala calidad, la ausencia de higiene y la contaminación ambiental están entre
las principales causas de epidemias, enfermedades intestinales y muerte); 1000 millones no
tienen vivienda adecuada; 900 millones están marginados de los servicios básicos de salud
y no pueden beneficiarse con el uso de medicamentos esenciales; 1300 millones viven sin
electricidad, 1000 millones son analfabetos y 300 millones de niños no van a la escuela.
Mientras las grandes corporaciones imperialistas y los magnates embolsan ganancias
siderales manipulando los precios de los alimentos, mueven numerosos billones de dólares
en el tráfico de armamentos y drogas, y fomentan el derroche vía la promoción publicitaria
de consumos absolutamente innecesarios (como artículos suntuarios, perfumes o comida
para mascotas), en América Latina/Caribe, África y Asia están enseñoreadas la miseria y el
hambre, la desnutrición y la anemia, la tugurización y el hacinamiento, las enfermedades
infecto-contagiosas y las derivadas de la insalubridad ambiental, las mortíferas embestidas
contra niños y mujeres, el esclavismo sexual, el trabajo infantil regimentado y la agraviante
desprotección de la ancianidad, cundiendo el desempleo, la ineducación, el estragamiento
cultural y, en general, condiciones de vida realmente infrahumanas. En este contexto, la
ONU ha estimado no sólo que “la desigualdad está fuera de control”, sino también que
“bastarían 270 mil millones de dólares para acabar con el hambre en el mundo” (monto
ridículo frente a los 22.9 billones de dólares que, según el Consorcio Internacional de
Periodistas de Investigación, las mega-empresas y los grandes potentados tienen escondidos
en los paraísos fiscales) y se duele por la “escasa preocupación” y la “poca colaboración”
mostradas por los “países desarrollados” ante el problema. Como es obvio, sus “buenas
intenciones” son excusas y sólo sirven de tapadera al empedrado del infierno capitalista.
Objetivamente, en su fase senil el capitalismo está implementando metódicamente
políticas cuyo fin explícito es exterminar a los pobres del mundo, es decir, deliberadas
políticas de muerte, una planificada “necropolítica”, según la expresión de Clara Valverde.
Para el gran capital imperialista, los seres humanos se dividen en “incluidos-utilizables”,
que sirven para mantener y acrecentar indefinidamente el poder y la riqueza de los
privilegiados; y “excluidos-desechables”, conformantes de una población “sobrante” que
“no produce ni consume” y representa un obstáculo a eliminar porque no genera
rentabilidad. La amplia gama de excluidos abarca a mujeres, niños y jóvenes aplastados por
la miseria, famélicos y desnutridos, desocupados permanentes, gente tugurizada o sin techo,
ancianos con pensiones miserables o sin ningún recurso, discapacitados y dependientes,
enfermos crónicos carentes de seguridad asistencial y que no pueden pagar un tratamiento,
personas urgidas de atención clínica y colocadas en lista de espera indeterminada en centros
estatales de salud con cobertura precarizada, familias afectadas por desastres naturales que
no reciben ningún apoyo gubernamental, poblaciones y minorías étnicas despojadas de sus
territorios ancestrales y obligadas a migrar sin rumbo definido, masas de refugiados
desesperados que huyen hacia lo incierto (muchos de los cuales perecen por carencias
diversas o ahogados tras naufragios), etc. Todos ellos son premeditadamente ignorados, de
una u otra forma invisibilizados, abandonados a su suerte para que el desamparo, las
guerras y la naturaleza “hagan lo suyo” y, por tanto, simplemente condenados a morir (18).
Por eso, en nada exageraba Eduardo Galeano al afirmar de modo categórico que “la
economía mundial es la expresión más eficiente del crimen organizado”.
Como es evidente, esta política neo-malthusiania y social-darwinista responde por
completo a la esencia y a las necesidades del sistema y se rige por “reglas” inflexibles,
constituyendo de hecho un terminante desmentido a la hipócrita prédica imperialista sobre
la “defensa de los derechos humanos”. En Dialéctica de la naturaleza, Engels decía que
Darwin no podía imaginar que elaboraba una amarga sátira sobre los hombres, en particular
sobre sus compatriotas, al demostrar que “la libre concurrencia, la lucha por la existencia
celebrada por los economistas como la mayor realización histórica, era el estado normal
del mundo animal”. De allí que ante la maciza realidad representada por la “globalización”
neoliberal (impulsada por el gran capital financiero para beneficio exclusivo y excluyente
de las clases dominantes en el sistema), el rasgado de vestiduras de los organismos oficiales
internacionales por la “insensibilidad” de esas clases, y su patética exhortación para que
“cambien”, es pura farsa; de la misma forma que la retórica acerca de las “tareas” para el
“logro de la igualdad económico-social” no es otra cosa que charlatanería en busca de
maquillar y justificar la barbarie del capitalismo. Como ya lo decía Cruz, el compañero de
luchas de Martín Fierro, en el gran poema popular de José Hernández: “De los males que
sufrimos/ hablan mucho los puebleros;/ pero hacen como los teros/ para esconder sus
niditos:/ en un lao pegan los gritos/ y en otro tienen los güevos./ Y se hacen los que no
aciertan/ a dar con la coyontura:/ mientras al gaucho lo apura/ con rigor la autoridá,/ ellos a
la enfermedá/ le están errando la cura”.
En noveno lugar, en la actualidad es inocultable el íntimo entrelazamiento de la
esencia rapaz del capitalismo con la guerra. Desde la perspectiva económica, la guerra es
una de las formas de destrucción de capital y políticamente es hoy un instrumento para
reproducir la supremacía del capital financiero en el seno de las clases dominantes. La gran
burguesía imperialista siempre ha visto al militarismo como elemento esencial en la
reactivación de la economía capitalista y se ha servido de él como herramienta privilegiada
para implementar sus estrategias expansionistas. Hoy, intenta salir del estancamiento
económico, retomar el crecimiento, recuperar la tasa de beneficio y reforzar su dominación
mediante las guerras de conquista y rapiña para apoderarse de los recursos naturales en los
países empobrecidos de la periferia calificados como “enemigos” (principalmente en el
norte de África y en el Medio Oriente), a la vez que estimulando la carrera armamentista en
todo el planeta hasta un punto próximo a la saturación. Como líder de esta ofensiva y como
elemento de la hegemonía yanqui en declive, el complejo militar-industrial norteamericano
(eje en torno al cual se reproducen los de sus socios europeos de la OTAN e Israel) muestra
sus rasgos criminales en forma cada vez más peligrosa. En el 2016, ha contado con un
presupuesto de más de 600 mil millones de dólares, además de 112 mil millones para
proveeduría/adquisiciones, 50 mil millones destinados a “investigación y desarrollo
experimental”, y 60 mil millones para la “guerra global contra el terrorismo” y
“operaciones contingentes en el extranjero” (GWOT/OCO, por sus siglas en inglés). Estas
cifras oficiales encubren los gigantescos montos secretos destinados a los mismos fines
delincuenciales.
Pero, apunta Jorge Beinstein, el colosal aparato bélico que cumple una función al
servicio de la reproducción del sistema tiene una naturaleza profundamente parasitaria:
implica consumo improductivo que estanca y contrae más la economía, gasto vicioso que
va acompañado de mayor emisión de dinero ficticio, aumento de la deuda pública y déficit
fiscal crónico. Estos lastres, aunque paradójicamente hacen prosperar los negociados
financieros, van de la mano con el declive de la eficacia militar, el empantanamiento en
guerras imposibles de ganar, la incapacidad para generar empleo por el propio desarrollo de
las tecnologías bélicas y el aumento de actividades burocráticas cada vez más hondamente
permeadas por la corrupción. Esta degradación del complejo militar-industrial yanqui se
extiende al conjunto de aparatos militares de sus socios, estando íntimamente ligada a la
degeneración sistémica y a consecuencias específicas a nivel global: militarización de la
sociedad; cercenamiento de los derechos ciudadanos; violaciones flagrantes de los derechos
humanos; autoritarismo acrecentado; criminalización de las protestas sociales y represión
de las disidencias; espionaje de la vida privada de las personas; aplanamiento cultural e
impulso a la uniformización social; intolerancia hacia las diferencias entre poblaciones;
violencia social, abierto avance fascistizante y amenaza permanente de guerra nuclear.
Además, agrega Beinstein, cuando las agresiones contra los países “enemigos” logran
éxito transitorio están por completo incapacitadas para instalar modalidades estables de
control neocolonial y, por ello mismo, engendran espacios caóticos. Las zonas sometidas de
la periferia quedan a la deriva por la imposibilidad de la economía mundial para integrarlas:
como los espacios conquistados a sangre y fuego no pueden ser absorbidos por actividades
productivas o comerciales más o menos permanentes de las metrópolis, son simplemente
arrojados a la total descomposición, resultando saqueados por sectores mafiosos locales y
grupos mercenarios que rivalizan entre sí por el botín. El resultado es la desintegración
económica y social del país dado, el reinado de la más salvaje violencia, la acentuación de
la miseria de las poblaciones, las migraciones masivas y los flujos de refugiados lanzados
hacia el centro del sistema, donde a través de los aparatos mediáticos las clases dominantes
claman contra la “invasión de los bárbaros” y justifican la contención que realizan mediante
el cierre de fronteras, el tendido de alambradas de púas y el levantamiento de extensos
muros, promoviendo además el racismo, la xenofobia, la exclusión y los delitos de odio
contra ellos.
Los desplazamientos territoriales de grupos poblacionales más o menos significativos
en busca de reubicación para solventar necesidades diversas han ocurrido siempre a lo largo
de la historia. Pero las masivas migraciones actuales constituyen un fenómeno inédito
ligado, por un lado, a los procesos de acumulación y concentración del capital en los países
centrales del sistema, que necesitan contar con la mano de obra barata aportada por los
migrantes; y, por el otro, a la dinámica de la usurpación de los bienes colectivos (lograda
mediante el “uso de la ley” o las guerras), el extractivismo y la depredación perpetrados por
las grandes corporaciones imperialistas en los países de la periferia capitalista, que hunden
cada vez más en la miseria a sus habitantes y los expulsan de sus territorios, imponiéndoles
el exilio forzado para poder sobrevivir y, al mismo tiempo, el impedimento de acceso a las
metrópolis imperiales. Son, pues, consecuencia de la “globalización” neoliberal como fase
del capitalismo senil, siendo los procesos de despojo y saqueo los generadores de la enorme
cantidad de personas compelidas a abandonar sus espacios de vida y actividad huyendo de
la pobreza, el hambre, la desigualdad y la exclusión, y/o de la violencia social/delincuencial
y las guerras. En feroz paradoja, la “globalización” fomenta y estimula la libre circulación
de capitales y mercancías en todo el mundo para propiciar el incremento de los beneficios
empresariales; pero restringe, bloquea o contiene por la fuerza el desplazamiento de
personas urgidas de oportunidades básicas para poder existir como seres humanos.
Desde África y Asia, los flujos de refugiados y migrantes se mueven hacia Europa
como huida ante las guerras y la muerte, pero sólo para sufrir bestial rechazo, represión,
vejámenes de todo tipo, confinamiento en campos de concentración que se diferencian muy
poco de los campos nazis y deportación masiva, en nítida muestra de la descomposición
política y la miseria moral de la Unión Europea. En América Latina los desplazamientos
van de sur a norte, hacia EEUU pasando por México como país de tránsito, en relación
directa con el atraso social, la pobreza, el desempleo, la falta de oportunidades para una
vida digna, las precarias condiciones de existencia, los contextos de violencia física
generados por la acción de pandillas y organizaciones criminales, etc. En su tránsito
mexicano, los migrantes (con o sin documentos) son objeto de amenazas, abusos de
autoridad, extorsiones, maltratos físicos, robos, secuestros, trata de personas, violaciones
sexuales y hasta homicidios por parte de mafias organizadas que tienen como víctimas más
vulnerables a mujeres y niños. Y cuando luego de innumerables penurias logran ingresar
ilegal o legalmente al “paraíso” yanqui, es para desempeñar trabajos simplemente manuales
o poco calificados, formando parte de un ejército cuya mano de obra barata y desechable
aumenta las ganancias empresariales y estimula la mayor acumulación del capital (por
reducción de costos de producción y gastos ínfimos en la reproducción de las condiciones
materiales de existencia de esos trabajadores explotados). En cualquier caso, la migración o
la búsqueda de refugio no constituyen en realidad una opción, sino el obligado escape, el
desarraigo forzado para intentar sobrevivir; y, a pesar de la indiferencia y el desdén
estatales hacia los marginados y excluidos, de las medidas de contención y represión contra
ellos, los desplazamientos espaciales de millones de personas no cesan, sino que aumentan
y se consolidan, representando una gravísima crisis humanitaria mundial en continua
agudización y empeoramiento.
Por último, como expresión de las múltiples contradicciones del sistema burgués, la
súper-producción y concentración de capital financiero-especulativo han aplastado la
inversión productiva y achatado notablemente la economía real a nivel mundial. Con ello,
no sólo la generación de plusvalía sufre acrecentadas penurias a pesar del incremento de la
sobre-explotación laboral, sino que también tal súper-producción de capital (bajo la forma
de medios de producción y mercancías) acentúa más la brecha entre una oferta excesiva y
una demanda en depresión creciente, lo cual se refleja en la caída del consumo productivo e
individual, el mayor descenso de la tasa de beneficio y las cada vez más precarias
condiciones de reproducción ampliada del sistema por la desvalorización del capital
existente. Todo esto tiene consecuencias sociales desastrosas y agrava mucho más la crisis
integral en actual curso, limitando en mayor medida sus posibilidades de salida viable.
Analizando en el Libro III de El Capital las contradicciones internas de la tendencia
decreciente de la cuota de beneficio, Marx explicaba que “la finalidad de la producción
capitalista es la valorización del capital, es decir, la apropiación de trabajo excedente, la
producción de plusvalía, de beneficio”, de modo que “la demanda para el consumo
productivo es… la demanda del capitalista cuyo fin verdadero es la producción de plusvalía
y es sólo por ello que produce cierta clase de mercancías”. En este proceso, “la súper-
producción de capital, no de mercancías sueltas (aunque la súper-producción de capital
implica siempre una súper-producción de mercancías), significa… simplemente una súper-
acumulación de capital”. Tal sobre-producción de capital representa “únicamente súper-
producción de medios productivos (medios de trabajo y subsistencias) que pueden ejercer
las funciones de capital, es decir, susceptibles de ser empleados para explotar el trabajo en
un grado de explotación dado; pero si este grado de explotación disminuye por debajo de
cierto límite, tal disminución provoca perturbaciones y paradas en la producción capitalista,
crisis, destrucción de capital”.
Por consiguiente, “las mismas circunstancias que han aumentado la fuerza productiva
del trabajo, que han multiplicado la masa de los productos-mercancías, que han extendido
los mercados, acelerado la acumulación del capital en masa y en valor, y disminuido la
cuota de beneficio, han originado una superpoblación relativa y la engendran de modo
permanente; los obreros que sobran no son empleados por el capital excedente a causa del
escaso grado de explotación del trabajo en que podrían ser empleados o, al menos, a causa
de la escasa cuota de beneficio que proporcionarían por un grado de explotación dado”. Y
trabajadores en servicio con salarios estancados/recortados junto a trabajadores “sobrantes”
sin salario, significan pérdida de capacidad adquisitiva y de capacidad de consumo, lo cual
afecta negativamente la tasa de ganancia empresarial y el consumo productivo, con
repercusión en la productividad. En estas condiciones llenas de contradicciones, “la baja de
la cuota de beneficio, unida a la acumulación, suscita necesariamente la lucha de la
competencia” entre los capitales llevando a mayor superproducción de mercancías y
saturación de los mercados. Como el aumento de la concentración del capital implica la
disminución de la cuota de ganancia y como la finalidad del capital es “la producción de
beneficio, y no la satisfacción de las necesidades, sólo alcanzará esta meta mediante
métodos que adapten la masa de su producción a la escala de producción, y no al revés;
necesariamente debe existir una discordancia constante entre las restringidas dimensiones
del consumo a base del régimen capitalista y una producción que sin cesar tiende a
franquear esta barrera” (19). Así, el irracional y constante aumento de la oferta y la
disminución continua de la demanda se traduce inevitablemente en crisis de sobre-
producción y sub-consumo general.
Ahora bien, como señalaba Marx en el Libro II de El Capital desmontando el ciclo
del capital productivo, “todo el carácter de la producción capitalista está determinado por la
valorización del valor-capital anticipado, es decir, en primer lugar, por la producción de
plusvalía en la mayor cantidad posible; y, en segundo lugar, por la producción de capital y
así, pues, por la conversión de la plusvalía en capital. La acumulación o producción en
escala ampliada aparece como el medio de extender constantemente la producción de
plusvalía y, por tanto, el enriquecimiento del capitalista como su fin personal; se halla
comprendida en la tendencia general de la producción capitalista; pero después se
transforma, en virtud de su desarrollo,… en una necesidad para el capitalista. El aumento
constante de su capital se hace indispensable para la conservación de ese mismo capital”.
Sin embargo, “las mercancías son perecederas por naturaleza. Por consiguiente, si no
entran en el consumo productivo o en el consumo individual (según su destino) antes de
cierto plazo; si, dicho en otros términos, no se venden en el momento deseado, se deterioran
y pierden, con su valor de uso, la propiedad de soporte del valor de cambio. Se ve perderse
el valor-capital contenido en ellas, al mismo tiempo que la plusvalía que se halla añadida a
ese valor. Los valores de uso siguen siendo soporte de un valor-capital que se perpetúa y se
valoriza si se renuevan y se reproducen constantemente, reemplazados por nuevos valores
de uso de la misma o diferente especie. Ahora bien, la condición constantemente reiterada
de su reproducción es que se vendan en su forma de mercancías terminadas, que
introduzcan por término medio esta venta en el consumo productivo o individual… El valor
de cambio no se conserva más que en virtud de esta renovación continua de su envoltura
corpórea” (20). De allí que la súper-producción unida al sub-consumo resulten funestos
porque implican la desvalorización del capital.
Refiriéndose a esta contradicción esencial del modo de producción burgués, Engels
anotaba que “la enorme fuerza de expansión de la gran industria, a cuyo lado la de los gases
es un juego de niños, se revela hoy ante nuestros ojos como una necesidad cualitativa y
cuantitativa de expansión, que se burla de cuantos obstáculos encuentra a su paso. Estos
obstáculos son los que le oponen el consumo, la salida, los mercados que necesitan los
productos de la gran industria. Pero la capacidad extensiva e intensiva de expansión de los
mercados obedece, por su parte, a leyes muy distintas y que actúan de un modo mucho
menos enérgico. La expansión de los mercados no puede desarrollarse al mismo ritmo que
la de la producción. La colisión se hace inevitable y como no puede dar ninguna solución
mientras no haga saltar el propio modo de producción capitalista, esa colisión se hace
periódica. La producción capitalista engendra un nuevo círculo vicioso”, es decir, la crisis
general “nacida de la superabundancia” y en la que “estalla en explosiones violentas la
contradicción entre la producción social y la apropiación capitalista”.
Con su recurrencia, “las crisis revelan la incapacidad de la burguesía para seguir
rigiendo las fuerzas productivas modernas… Hoy, las funciones sociales del capitalista
corren todas a cargo de empleados a sueldo, y toda la actividad social de aquél se reduce a
cobrar sus rentas… y jugar a la Bolsa, donde los capitalistas de toda clase se arrebatan unos
a otros sus capitales”. “Hoy, la bancarrota política e intelectual de la burguesía ya es apenas
un secreto ni siquiera para ella misma, y su bancarrota económica es un fenómeno que se
repite periódicamente de diez en diez años. En cada una de estas crisis, la sociedad se
asfixia, ahogada por la masa de sus propias fuerzas productivas y de sus productos a los
que no puede aprovechar, y se enfrenta impotente con la absurda contradicción de que sus
productores no tengan qué consumir, por falta precisamente de consumidores” (21). Por
ello, en El Capital Marx ya había apuntado que “la razón última de todas las auténticas
crisis es siempre la pobreza y la limitación del consumo de las masas, frente a la tendencia
de la producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas cual si sólo tuviesen como
límite la capacidad de consumo absoluto de la sociedad”.
Esta “razón última” está presente en forma por demás cruda en la actual crisis
integral del capitalismo, a pesar de los numerosos eslabones y fetiches ideológicos que
aparentemente la separan de sus manifestaciones cotidianas en la vida real de las personas.
Con el neoliberalismo empantanado en sus intentos de “remediar” la crisis y “recomponer”
el sistema burgués, la explosiva polarización social, la miseria, el desempleo y la notable
reducción del consumo de las masas populares han acentuado la tendencia al descenso de la
tasa de ganancia empresarial por la inmovilización relativa de los “stocks” y el aumento del
tiempo de circulación del capital, mientras paralelamente la especulación financiera sigue
generando y concentrando abundante capital ficticio en el juego de manipulación de los
precios en los mercados. En general, dentro de las condiciones actuales el estancamiento
económico y el refuerzo de la tendencia a la caída de la tasa media de beneficio empresarial
(o sea, en palabras de Marx, de la “relación entre la plusvalía extraída y el total del capital
desembolsado”) van de la mano con el desplome de la inversión productiva y la relativa
interrupción de la acumulación del capital, todo lo cual busca ser contrarrestado por las
grandes corporaciones imperialistas aumentando la tasa de explotación laboral e
intensificando el despojo de los bienes comunes de la humanidad en procura desenfrenada
y altamente competitiva de materias primas para continuar elaborando mercancías que no
encuentra salida en mercados saturados. Se tiene así, entonces, una gran crisis de
sobreproducción y sub-consumo en el contexto de la irracionalidad y la anarquía de la
producción burguesa (22).
En el extenso Capítulo de los Grundrisse dedicado al análisis pormenorizado del
capital, Marx mostró claramente que en la producción capitalista las contradicciones
surgen y son abolidas de modo incesante; resurgen siempre para ser de nuevo abolidas
violentamente, representando la sobreproducción una contradicción insoluble en los marcos
del sistema. En efecto, “la superproducción general no se debe al hecho de que los obreros
o los capitalistas consuman relativamente muy pocas mercancías, sino al hecho de que su
producción es muy grande: no es muy grande en cuanto al consumo, sino en cuanto a la
proporción correcta entre consumo y valorización. La producción es demasiado grande
para la valorización”. Ahora bien, “por definición, la competencia constituye la naturaleza
interna del capital. Su característica esencial es la de aparecer como la acción recíproca de
todos los capitales: se trata de una tendencia interna que aparece como impuesta desde
afuera. El capital no existe, y no puede existir, sino dividido en innumerables capitales: por
eso está condicionado por la acción y la reacción de los unos sobre los otros”.
Debido a este hecho, “el capital genera y elimina constantemente la producción
proporcionada. La proporción obtenida es constantemente abolida de nuevo por la creación
de plusvalía y el aumento de las fuerzas productivas. Los que exigen que la producción
aumente simultáneamente y por todas partes en las mismas proporciones, imponen al
capital una tarea que le es extraña y que no emana de su naturaleza. El hecho de que uno de
ellos supere las proporciones dadas obliga a todos los otros a abandonar y a exceder las
proporciones que le eran propias en el modo de producción. A este nivel, la circulación une
el consumo y la producción; en otros términos, el plustrabajo debe poder cambiarse por un
valor equivalente y el trabajo obtener una especificación cada vez mayor”. Sin embargo,
“en períodos de crisis general de superproducción la contradicción no surge entre los
diferentes sectores del capital productivo, sino entre el capital industrial y el capital
financiero” que lo aprisiona y subordina ahondando los desequilibrios con sus prácticas
especulativas.
De este modo, “la producción no es proporcionada… sino cuando todas las
tendencias del capital están distribuidas en proporciones correctas; pero, de hecho, su
tendencia lo empuja necesariamente a sobrepasar toda proporción, ya que busca un
plustrabajo desmedido, una productividad ilimitada, un consumo inmoderado, etc. En la
competencia, esta tendencia inherente al capital en general aparece al capital particular
como una compulsión ejercida sobre él por los otros capitales para que supere toda
proporción. Es constantemente obligado a avanzar cada vez más”. Por consiguiente, para el
capital “su sujeción a la disciplina es superflua y le resulta intolerable a un nivel dado de su
desarrollo”. Con ello, “la producción y la valorización (de la cual por definición el capital
representa la unidad) hacen brotar una contradicción más profunda que la producción por
los diversos elementos autónomos que forman el conjunto del proceso… Existe un límite
que no es inherente a la producción en general, sino a la producción basada en el capital.
Este límite es doble, o más bien actúa en dos direcciones… En oposición a su tendencia
general a sobrepasar todos los límites, el capital encierra una limitación específica de la
producción: tal es la base de la superproducción que es la contradicción fundamental del
capitalismo desarrollado”. En tal marco, la creación ilimitada de valores “significa, ni más
ni menos, imponer restricciones a la esfera del cambio, o sea, a la posibilidad de su
valorización y a la realización de los valores creados en el proceso de producción”.
Entonces, con la súper-producción “el proceso de valorización del capital es, al mismo
tiempo, su proceso de desvalorización”.
Así, en el curso de su desarrollo y como producto de sus contradicciones y
antagonismos intrínsecos el propio capital va negando y destruyendo la ley del valor (es
decir, su fundamento práctico y teórico), ya que en la producción burguesa el incontenible
agrandamiento de las fuerzas productivas significa a la vez (y paradojalmente) incremento
de la extracción de plusvalía a expensas del salario y desvalorización del capital existente.
En efecto, el desarrollo y aumento de las fuerzas productivas, o sea, producir más y
engrosar el volumen de mercancías, es el único medio viable para acrecentar la generación
y la apropiación de plusvalía. Pero con ello, como lo demostró Marx, el valor (de cambio)
disminuye en términos proporcionales en relación con el aumento de las fuerzas
productivas: según la ley del valor-trabajo, en un momento dado un doble número de
artículos tiene igual valor que el que tenía antes la mitad de ellos si en su producción se ha
utilizado la misma cantidad de trabajo. Por consiguiente, la nueva productividad implica la
disminución del valor de los artículos elaborados con una cantidad de trabajo mayor y el
aumento del valor del capital en una proporción mucho menor que la del incremento de las
fuerzas productivas. Todo este proceso lleva consigo algo terrible porque “el capital
restringe y mutila la fuerza productiva principal (el hombre) en el momento mismo en que
se esfuerza por acrecentar infinitamente las fuerzas productivas” (23).
Vista desde la perspectiva del desarrollo humano real (y no desde la óptica fetichista,
tecno-burocrática y deshumanizada de los apologistas del sistema), la desvalorización del
capital implica no sólo el incremento de la sobre-explotación y de la degradación física y
psicológica de los trabajadores, sino también la renovada y acelerada ampliación de sus
efectos en el plano laboral a la población en general como elementos letales que agreden
con mayor rigor a las más amplias mayorías sociales y destruyen el potencial vital de
generaciones enteras. Habiendo alcanzado en la actualidad y a nivel mundial su más alto
grado de desarrollo, esa desvalorización determina que el capital sólo pueda crear y
suministrar empleo cuando ha logrado un volumen considerable y una elevada composición
orgánica susceptibles de conseguir el máximo de extracción de plusvalía, aumentando así
en forma exponencial la masa de desocupados (que crece sin cesar por la utilización de
nuevas y sofisticadas tecnologías que desplazan al trabajador), ensanchando la ya inaudita
polarización social, expandiendo más y profundizando sin pausa la miseria popular,
negándole a enormes contingentes humanos en los cinco continentes la posibilidad de
procurarse el sustento y envileciendo las condiciones de vida de la gente. Por otro lado, los
productos de la industria (incluyendo a la más avanzada) afrontan una desvalorización
crecientemente acentuada que implica la mala venta y la ruina de las empresas
competidoras menos desarrolladas, lo que se traduce en una salvaje lucha entre capitalistas
extendida a todos los ámbitos y niveles de la sociedad y que empuja al capital a incrementar
sin tasa y sin medida la promoción del más irracional consumismo, con todas sus nocivas y
deformantes consecuencias sociales, ideológico-culturales, psicológicas y morales.
Finalmente, las desaforadas acciones del gran capital imperialista para contrarrestar la caída
de la tasa de ganancia ponen en gravísimo riesgo la existencia de la humanidad y de la vida
en el planeta, puesto que conducen inexorablemente a la explotación frenética y a la
depredación de la naturaleza, destruyendo sin miramientos los equilibrios ecológicos y
empujando a la Tierra a convertirse en un mundo yermo.
Ahora bien, como ya quedó apuntado páginas atrás, la crisis en actual curso no está
circunscrita al ámbito puramente económico, es decir, no está afectando sólo a una u otra
rama de la producción, a las finanzas, al comercio, etc. Por el contrario, ha desbordado
ampliamente dicho ámbito para abarcar las esferas social, política, ideológico-cultural e
institucional, o sea, la totalidad del sistema capitalista, adquiriendo un carácter estructural,
sistémico. No constituye una simple vicisitud económica geográficamente localizada y más
o menos manejable por los poderes imperantes, sino que tiene una dimensión planetaria y
se extiende a la totalidad de las condiciones sociales y naturales que hacen posible la
reproducción de las propias relaciones capitalistas en el conjunto de la vida y actividad de
la sociedad. Además, está inscrita en el largo plazo (entre 20 y 40 años de duración, según
Immamuel Wallerstein) y aunque su despliegue es gradual ello de ninguna manera significa
la exclusión de probables exacerbaciones y convulsiones violentas.
Anteriores crisis estructurales del sistema tuvieron derivaciones que significaron
cambios muy importantes en la disposición, los métodos y la acción geopolítica capitalista.
Por ejemplo, la crisis sistémica de fines del siglo XIX implicó el tránsito del capitalismo de
“libre concurrencia” al capitalismo monopolista, o sea, al imperialismo, con todas sus
consecuencias económicas, sociales, políticas e ideológico-culturales (entre ellas, la
hegemonía del gran capital financiero, la pugna inter-imperialista por un nuevo reparto del
planeta, la Primera Guerra Mundial, la elevación del pragmatismo a la condición de
filosofía del imperialismo, etc.). La catástrofe de 1929, que tuvo a la Segunda Guerra
Mundial como gran y principal salida, abrió el camino a la aplicación de las políticas
keynesianas, la instauración de la ONU, la creación del FMI y el BM, la hegemonía
norteamericana, el neocolonialismo, el “Estado de Bienestar”, la expansión del particular
modo de vida yanqui en el mundo, la promoción ideológica del arte abstracto, entre muchos
otros aspectos.
Y la crisis de finales de los ’60 y comienzos de los ’70 fue controlada con rigurosas
medidas de intervención estatal para facilitar la migración de capitales hacia el campo
financiero y reingenierías tecnológicas de los grandes consorcios, evitando considerables
derrumbes empresariales y altos índices de desocupación en los países centrales del
sistema. Pero abrió ancha vía al neoliberalismo para dar curso a una marejada mundial de
parasitismo y saqueo de los recursos naturales traducida en estancamiento productivo
global en torno del área imperial del planeta, aposentando la contracción económica del
sistema no como un fenómeno pasajero, sino como tendencia de larga duración proyectada
hasta la actualidad. Hoy, con el desarrollo “globalizado” de las finanzas, la producción, el
comercio y el mercado mundial; y simultáneamente con la decadencia de la hegemonía
norteamericana, la erosión de la periferia capitalista y la agudización de la expoliación y la
lucha de clases a nivel internacional; resulta aventurado pronosticar el curso y el desenlace
de la crisis estructural que estalló en el 2008, pero sí se puede adelantar que sus
consecuencias serán altamente significativas porque tendrán lugar en un sistema social
aquejado de senilidad y con opciones históricas prácticamente nulas.
En efecto, en su obsesiva persecución de la máxima rentabilidad económica,
operando inescrupulosamente a tono con su intrínseca incapacidad para reconocer o fijarse
restricciones, y ensoberbecido por su dominación actual a nivel planetario, el gran capital
choca cada vez más a menudo con los límites absolutos de su propio sistema (24), los
fuerza crecientemente y destruye hasta extremos insostenibles las condiciones humanas,
sociales y ambientales necesarias para la reproducción del capital, la conservación del
sistema e incluso la existencia de la sociedad misma. Con su implacable afán depredador, el
capitalismo neoliberal “globalizado” ha eliminado todas las barreras para imponer el
aplastamiento de la inmensa mayoría de la humanidad y conferir una velocidad insólita al
saqueo de los recursos del mundo, acelerando su agotamiento y colocando a los llamados
“sistemas Tierra-humanos” en una situación de peligrosa precariedad.
Al mismo tiempo, ha ido deteriorando su capacidad de control para desplazar
convenientemente contradicciones sociopolíticas a planos puramente administrativos, jugar
con “soluciones tecno-científicas” a problemas en agravamiento creciente o postergar el
encaramiento de sus contradicciones más agudas. Con ello, ha desencadenado procesos que
amenazan la supervivencia humana y la existencia de vida en la Tierra: profundo trastorno
climático, despilfarro del agua potable, saqueo y derroche de los bienes comunes de la
humanidad, exigencias energéticas insustentables, contaminación y envenenamiento del
ambiente, liquidación de especies animales y vegetales, libertinaje armamentista y guerras
de rapiña con posibles escaladas nucleares, destrucción de la agricultura alimentaria en
beneficio de los “agro-negocios”, súper-explotación nunca antes vista de los seres
humanos, eliminación de poblaciones que “están de más” por no encajar en los parámetros
de la “rentabilidad” y no ser “útiles” desde la perspectiva de la reproducción del sistema,
etc. Las contradicciones del capitalismo, irresolubles dentro de sus propios marcos, han
conducido no sólo a una crisis generalizada de las relaciones sociales, sino también a una
crisis de las relaciones culturales y de los necesarios nexos con las condiciones naturales de
reproducción de la especie humana. Ante un planeta que se enfrenta al colapso, el
capitalismo neoliberal no ofrece soluciones, sino mayor demolición de las condiciones que
hacen posible la reproducción del metabolismo social, formas acrecentadas de expoliación,
reinstauración de la esclavitud, tierra arrasada y exterminio.
Desde que existe el capitalismo, como ya se indicó, sus periódicas crisis han sido
resueltas por la burguesía mediante la combinación del aumento de la explotación de los
asalariados con la destrucción de capital. Esta destrucción puede ser física (descarte de
maquinaria, demolición de instalaciones, liquidación de inventarios, eliminación de
cosechas agrícolas, etc.) o meramente económica (supresión de empresas y deudas, venta
de productos a precios que no cubren los costos de producción, etc.), pero en cualquier caso
ha servido para garantizar la rentabilidad del capital “superviviente”, estimular la inversión
productiva y generar nueva acumulación de capital, es decir, se ha traducido en crecimiento
económico, creación de empleo y promoción del consumo productivo e individual. La
llamada “Gran Depresión” de 1929, que desembocó en la II Guerra Mundial como salida a
la crisis, representó una enorme destrucción de capital en buena parte del mundo y
ejemplifica claramente tal proceso destructivo
El economista Joseph Schumpeter, hábil apologista del capitalismo, no dejó de
percibir tal fenómeno y en 1942 señaló que el sistema revoluciona constantemente sus
propias condiciones de existencia a través de la “destrucción creativa” (término acuñado
por W. Sombart), a la que apreciaba como “hecho esencial del capitalismo” llevado a cabo
por los “emprendedores”. Para él, cada “ventarrón de destrucción creativa” constituía un
proceso de renovación a profundidad del aparato productivo, de creación de nuevos
mercados y de empleo, y de una serie de transformaciones consecutivas a las innovaciones
determinantes del aumento de la “prosperidad”. Con el “ventarrón”, los “nuevos productos”
liquidaban las viejas empresas y los antiguos modelos de negocios para dar paso a nuevas
empresas y a modelos innovados, garantizándose así la reproducción capitalista. Pero ya en
La ideología alemana Marx y Engels habían anticipado que, “dado un cierto nivel de
desarrollo de las fuerzas productivas, aparecen fuerzas de producción y de medios de
comunicación tales que, en las condiciones existentes sólo provocan catástrofes; ya no son
más fuerzas de producción, sino de destrucción”. Obviamente, esta destrucción es sinónimo
de arrasamiento y no tiene nada de “creativa”.
En la actualidad, al violentar los límites absolutos de su sistema y cercenar las
posibilidades de innovación efectiva y ampliada, aplastando el aparato productivo y
multiplicando el desempleo, la gran burguesía imperialista ha dejado históricamente de lado
la “destrucción creativa” para asumir la pura y dura destrucción: con su parasitismo ha
convertido las fuerzas productivas en fuerzas de aniquilación social. La parasitaria
hegemonía del capital financiero está guiada por una lógica de la muerte que demuestra la
degeneración sistémica total, universal. Cual “aprendiz de brujo”, el gran capital evidencia
su completa incapacidad para controlar los procesos que ha desatado, extendiendo y
agravando con sus acciones su propia catástrofe al conferirle un carácter multilateral. Y la
decadencia sin pausa del área imperial del sistema implica también reforzar el impulso para
la degradación y el desorden general del resto del mundo, mientras se busca dominarlo más
duramente y súper-explotarlo con mayor intensidad.
La enorme magnitud de la actual crisis económico-financiera, de sus efectos y
posibles derivaciones, apunta Jorge Beinstein, no reduce la gravedad de sus “otros rostros”
(dispares en su manifestación y virulencia) como aspectos confluyentes en la configuración
de un fenómeno históricamente inédito que pone de manifiesto no sólo la crisis estructural
del capitalismo, sino también la decrepitud del sistema (25). No está de más reiterar que
esos “otros rostros” están constituidos por los gravísimos problemas ecológico-ambientales
y la creciente escasez de energía no renovable; la ruina de la agricultura para consumo
humano, con gran merma en el abastecimiento alimentario; el ahondamiento creciente de
la brecha entre los aparatos productivos “globalizados” por la lógica del parasitismo
especulativo y la masa en aumento de pobres y excluidos (principalmente en los países
empobrecidos, aunque no sólo en ellos); la crisis del sistema tecnológico capitalista, basado
en la disociación ideológico-cultural del hombre y la naturaleza (asumida como universo
contrapuesto pasible de conquista y pillaje), expresada en todos los modelos tecnológicos
históricamente implementados por la burguesía y conducentes a la depredación acrecentada
de los recursos naturales; los serios trastornos sociales y psicológicos originados por la
irrupción y difusión de las tecnologías microelectrónicas e informáticas; la expansión
incontrolable del complejo militar-industrial (con ingentes y cada vez mayores recursos
destinados a proyectos bélicos) y la proliferación de armas químicas y nucleares que
amenaza con hacer estallar el planeta; la conversión de las ciudades en lugares
crecientemente inhabitables por la destrucción de los espacios públicos y el tejido social
urbano (proceso que Marshall Berman ha denominado “urbicidio”); el aumento sin pausa
de las patologías psíquicas, con la depresión como “mal de la época” y el cada vez más
cuantioso número de suicidios por año; la descomposición moral y el desborde sin freno de
los negocios ilícitos y el crimen organizado (narcotráfico, trata de personas para la
explotación sexual, mercantilización de órganos humanos, lavado de activos provenientes
de la corrupción); etc.
La decrepitud de la civilización burguesa
Como justamente anota en otro lugar Beinstein, el mundo burgués en su totalidad ha
ingresado a un período de declinación acelerada, experimentando “un complejo proceso de
decadencia… Es toda una civilización, con sus jerarquías y mecanismos de reproducción
productiva, simbólica, etc., la que llega a su techo histórico y comienza a contraerse, a
desordenarse, pretendiendo arrastrar a todos sus integrantes, privilegiados y marginados,
opresores y oprimidos, centro y periferia. El naufragio incluye, pues, a todos los pasajeros
del barco”. Tal catástrofe “abarca al conjunto de la civilización burguesa… como totalidad
histórica con el íntegro de sus herencias a cuestas: culturales, militares, productivas,
institucionales, religiosas, tecnológicas, morales, científicas, etc. Se trata de la etapa
decadente de un prolongado proceso civilizatorio, con un auge de algo más de 200 años
precedido por una larga etapa preparatoria. Decadencia general, mucho más que ‘crisis’, el
fenómeno incluye a las dos configuraciones básicas del sistema: la central (imperialista,
‘desarrollada’, rica) y la periférica (‘subdesarrollada’, globalmente pobre, ‘emergente’ o
sumergida, con sus áreas de prosperidad dependiente y de miseria extrema)” (26).
De este modo, pues, con la decadencia sistémica del capitalismo la humanidad tiene
que enfrentar un auténtico y dramático ocaso civilizatorio. En él, señalaba Fernández Buey,
está afectado el “conjunto de conocimientos y costumbres que constituyen lo que suele
definirse como una civilización” y también “los valores vigentes y establecidos en nuestras
sociedades… han entrado en bancarrota”. Así, tal debacle hay que entenderla como “un
momento histórico en el que llegan a un punto crítico… no sólo las estructuras socio-
económicas, sino también las instituciones políticas y culturales, así como el sistema de
valores que configura y da sentido a una cultura en el sentido antropológico del término.
Una crisis de civilización… es una crisis no sólo global sino total, por así decirlo”. “Una de
las consecuencias más patentes de lo que se ha dado en llamar globalización es la tendencia
a la homogenización cultural. La homogenización cultural actual ha tomado la forma de
occidentalización del mundo. El occidentalismo es, desde luego, la cara externa del
capitalismo en la era de la globalización… El occidentalismo, así entendido, potencia la
homogenización cultural, es prepotente y expansivo, desprecia o ignora las diferencias
culturales, alimenta el neocolonialismo, la xenofobia y el racismo,… trae como
consecuencia el sentimiento de pérdida cultural en millones de personas en todo el
mundo… Pocas cosas pueden haber tan representativas de una crisis de civilización como
el sentimiento de pérdida de los valores que han sido propios. Eso es lo que hay”
actualmente (27). Por consiguiente, puntualiza Renán Vega Cantor, la presente crisis
civilizatoria implica el agotamiento histórico de un modo de organización económico-
social y productiva, con manifestaciones flagrantemente funestas en los niveles ideológico,
cultural, ético, simbólico y psicológico.
La indetenible expansión territorial del capitalismo ha significado copar hasta el
último rincón del planeta para incorporar a la producción y el consumo mercantiles a todas
las poblaciones casi sin excepción alguna, imponerles relaciones sociales estructuralmente
violentas (28), oprimirlas y someterlas al “darwinismo social”, manipular sus necesidades,
impedirles la concretización de sus reales posibilidades de desarrollo multidimensional y
aniquilar con ello un vasto potencial humano. Ha invadido todos los espacios de la
naturaleza y la vida, convirtiendo en mercancías los bienes vitales, los ecosistemas y sus
productos, los genomas, las especies vivas y los saberes tradicionales, arrasando culturas y
devastando todo lo que encuentra a su paso. A través de la educación, la utilización
apabullante de la enorme red de medios de difusión a su servicio y la más que caudalosa
producción simbólica alienante, le ha conferido a su ideología el carácter de instrumento
totalitario, exclusivista y excluyente, para sacralizar la índole posesiva de la propiedad
privada, la ganancia económica como fin supremo de la existencia, la total carencia de
escrúpulos, la satisfacción a cualquier costo de falsas necesidades y el consumismo
exasperado. Y su pragmática lógica mercantil ha impregnado fuertemente el psiquismo de
las personas para introducir hasta en sus más íntimos resquicios el individualismo, el
egoísmo y la insolidaridad (presentados como rasgos “congénitos” e inalterables de una
“naturaleza humana” abstracta y ahistórica), mutilar la personalidad, deformar los
sentimientos, degradar el pensamiento y la razón propiciando el embrutecimiento colectivo,
estragar la imaginación y la creatividad, estimular el desquiciamiento moral, oponer las
aspiraciones individuales a los intereses comunes, generar antagonismos artificiales,
corromper las relaciones interpersonales, diluir los nexos familiares, y socavar y disolver
los vínculos comunitarios.
Para decirlo con el teólogo brasileño Leonardo Boff, en su devenir el capitalismo ha
llegado a un punto tal que ya representa abiertamente un “sistema homicida, biocida,
ecocida y geocida”. Rigiéndose por la anti-humana lógica de la rentabilidad, que está en la
base del modo de producción burgués y del conjunto del sistema, el gran capital
imperialista ha llevado a la humanidad y al planeta a una encrucijada que obliga al
profundo replanteamiento del presente y el futuro del hombre, para colocar en primer plano
el problema de la radical e impostergable superación histórica de la civilización capitalista
(29), rechazando del modo más enérgico los tradicionales subterfugios utilizados por los
autodenominados “defensores del pueblo” que predican la “moderación” para preservar el
estado de cosas imperante. En definitiva, nuevamente (aunque en términos muchísimo más
riesgosos que en cualquier otra época anterior) la humanidad debe enfrentar hoy una crucial
situación que expresa de manera inequívoca la contradicción histórica entre lo humano y lo
inhumano (30), con la particularidad de que tal contradicción ha llegado a un nivel de
gravedad y agudización nunca antes visto y cuya resolución adquiere un carácter decisivo
para la existencia de los seres humanos en el planeta.
Tal como lo expone Henri Lefebvre, “Lo humano es un hecho: el pensamiento, el
conocimiento, la razón, y también ciertos sentimientos, como la amistad, el amor, el coraje,
el sentimiento de la responsabilidad, el sentimiento de la dignidad humana, la veracidad,
merecen sin discusión posible tal calificación… En cuanto a la palabra ‘inhumano’, todos
saben hoy lo que designa: la injusticia, la opresión, la crueldad, la violencia, la miseria y el
sufrimiento evitables”. Sin embargo, “el hecho de que el hombre moderno distinga lo
humano de lo inhumano no prueba que puedan definirse abstractamente, y menos aún que
se pueda aniquilar lo inhumano mediante un acto de pensamiento o de censura moral. Sólo
prueba que el conflicto entre lo humano y lo inhumano (su contradicción) entra en un
período de extrema tensión y se aproxima por lo tanto a su solución, penetra en la
conciencia, y la conciencia pide, urge, exige esta solución”.
Objetivamente, la dialéctica materialista “muestra que lo humano debe desarrollarse
a través de la historia… Lo inhumano en la historia… no debe abrumarnos ni ponernos
frente a un misterio como la presencia eterna del mal, del pecado, del diablo. Lo inhumano
es un hecho, lo mismo que lo humano. La historia nos los muestra inextricablemente
mezclados, hasta la reivindicación fundamental de la conciencia moderna. La dialéctica
viene a explicar esta comprobación, a elevarla a la categoría de verdad racional. El hombre
no podía desarrollarse más que a través de contradicciones; por lo tanto, lo humano no
podía formarse más que a través de lo inhumano, primero confundido con él para
diferenciarse en seguida a través de un conflicto y dominarlo mediante la resolución de ese
conflicto”. “Así es como la razón, la ciencia y el conocimiento llegaron a ser y son todavía
instrumentos de lo inhumano. Así es como la libertad no ha podido ser presentida y
alcanzada más que a través de la servidumbre. Y es así también como el enriquecimiento de
la sociedad humana no pudo realizarse más que a través del empobrecimiento y la miseria
de las grandes masas humanas. Igualmente el Estado, medio de liberación, de organización,
fue también y sigue siendo un medio de opresión. Lo humano y lo inhumano se revelan en
todos los dominios con la misma necesidad, como dos aspectos de la necesidad histórica,
como dos facetas del crecimiento del mismo ser. Pero estos dos aspectos, estas dos facetas,
no son iguales y simétricos, como el Bien y el Mal en ciertas teologías (el maniqueísmo).
Lo humano es el elemento positivo, la historia es la historia del hombre, de su crecimiento,
de su desarrollo. Lo inhumano no es más que el aspecto negativo, es la alienación, por otra
parte inevitable, de lo humano. Es por ello que el hombre, al fin humano, puede y debe
destruirla, rescatándose a sí mismo de su alienación”.
Estas consideraciones tienen su base en la realidad objetiva y obligan a tener en
cuenta que la alienación del hombre no está encerrada en el nivel de las ideas o los
sentimientos, ni se define religiosa, metafísica o moralmente; es decir, no constituye un
fenómeno puramente subjetivo o simplemente teórico. Por el contrario, “lejos de ser sólo
teórica (metafísica, religiosa y moral, en una palabra, ideológica), es también y sobre todo
práctica, o sea, económica, social y política”; y en sus manifestaciones históricas ha ido
abarcando todos los ámbitos de la vida social-concreta: el conjunto de las relaciones
sociales en la multiplicidad de sus aspectos y particularidades, el trabajo y todos los
resultados de su ejercicio creativo, los vínculos del hombre con la naturaleza y los bienes
generados en su curso, la subjetividad y los nexos interpersonales, junto con la moral, la
filosofía, la cultura y la ciencia, la educación, el arte y la literatura, etc.
En las condiciones del senil capitalismo neoliberal, la alienación del hombre aparece
ya sin velos “en su temible extensión, en su real profundidad”, colocando al conjunto de la
especie en una situación insostenible y haciendo cada vez más perentoria la necesidad de
combatirla a través de la lucha por la transformación radical del sistema que la genera y
mantiene. En términos histórico-concretos, “la superación de la alienación implica la
superación progresiva y la supresión de la mercancía, del capital y del dinero mismo, como
fetiches que reinan de hecho sobre lo humano. Implica también la superación de la
propiedad privada: no la supresión de la propiedad personal de bienes, sino de la propiedad
privada de los medios de producción de esos bienes (medios que deben pertenecer a la
sociedad y pasar al servicio de lo humano). La propiedad privada de los medios de
producción está, en efecto, en conflicto con la apropiación de la naturaleza por el hombre
social. El conflicto se resuelve mediante una organización racional de la producción que
quita a las clases y a los individuos monstruosamente privilegiados la posesión de esos
medios” (31).
En el proceso integral de su historia, el hombre ha ido afrontando el reto de crearse a
sí mismo. La inicial hominización (que significó su salida del campo exclusivo de la
naturaleza) posibilitó la progresiva humanización de los seres humanos dentro de marcos
socio-culturales sucesivos y específicos, en cuyos contextos lo humano ha tenido que
encarar el cerco de lo inhumano a través de prolongados períodos, pero logrando dominarlo
y sobrepasarlo. Y siempre el hombre concreto actuante y pensante, transformador de su
propia realidad y de su propia condición, ha ido avanzado en su proceso de superación
auto-creativa. Es cierto que hasta la actualidad no ha podido liberarse de la alienación que
sufre (que no es otra cosa que la carga de inhumanidad inherente a las sociedades de clases
antagónicas, donde rige la propiedad privada de los medios de producción y la división
social del trabajo que le corresponde) y contra la que debe seguir luchando, pero eso no
significa en modo alguno que tal lastre sea eterno e indestructible. En condiciones más
riesgosas y a la vez más propicias que en anteriores épocas, las vastas masas de seres
humanos actualmente explotados y sojuzgados están en capacidad de encarar y resolver
positivamente la contradicción entre la necesidad de seguir humanizándose y el anclaje en
modalidades inhumanas de vida y actividad, combatiendo con lucidez y energía para
afrontar y superar radicalmente la debacle de la civilización burguesa, edificando una nueva
civilización de tipo superior por más que hoy la gran burguesía imperialista se empecine en
su ruta destructiva o pretenda recomponer temporalmente su sistema utilizando brutales
medidas neo-fascistas.
Por eso, en esta empresa de modificar a fondo el mundo, de transformar desde su
raíz la morada social del hombre como medio imprescindible para que pueda empezar a
rescatarse a sí mismo material y espiritualmente, configurando un presente nuevo y
marchando hacia el futuro sin cargar gran parte de los agobiantes pesos de la alienación,
cumplen un rol fundamental el conocimiento y el entendimiento científicos de lo que es el
ser humano como parte del universo, de su historicidad, de su actual estructura física y
mental, de su potencial transformativo y de las posibilidades reales de su desarrollo
integral; es decir, cumple un papel decisivo una concepción de nuevo tipo (esencialmente
distinta y opuesta a las apreciaciones tradicionales) acerca del ser humano y de su sociedad.

Notas

(1) Georg Lukács señala que dialécticamente “la producción y la reproducción de una
totalidad económica determinada, que es tarea de la ciencia conocer, necesariamente se
transforman (en verdad, trascendiendo la economía ‘pura’, pero sin recurrir a ninguna
fuerza trascendente) en proceso de producción y de reproducción de una sociedad global
determinada” (“Historia y conciencia de clase”. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana
1970, p. 49). Y recuerda que en El Capital Marx había anotado “clara y netamente” que el
proceso de producción capitalista, considerado en su continuidad o como proceso de
reproducción, no produce sólo mercancías o sólo plusvalía; produce y reproduce la propia
relación capitalista: por un lado al capitalista, por el otro al asalariado, es decir, la sociedad
burguesa.
(2) K. Marx: “El Capital”. EDAF (2 tomos), Madrid 1967, t. I, pp. 903, 977, 920 y 476
(3) Georg Lukács: ob. cit., pp. 59, 63 y 238
(4) Marx mostró las raíces histórico-sociales y gnoseológicas de este fenómeno: “El primer
estudio teórico del régimen moderno de producción (el sistema mercantil) parte
necesariamente de los fenómenos superficiales del proceso de circulación que se han hecho
independientes en el movimiento del capital mercantil; por esta razón, ese estudio sólo
acaparaba las apariencias. Esto se debe, en parte, a que el capital mercantil es la primera
forma autónoma de existencia del capital en general; en parte, a la influencia preponderante
que ejerce en el primer período de perturbación de la producción feudal, período que es el
origen de la moderna producción”. Por eso, “la ciencia real de la economía moderna
comienza sólo allí donde el examen teórico pasa del proceso de circulación al proceso de
producción”. Sin embargo, “el análisis de las conexiones reales del proceso de producción
capitalista es una cosa muy complicada que exige un trabajo minucioso. Si reducir el
movimiento visible, simplemente aparente, al movimiento interno real es trabajo de la
ciencia, resulta lógico que en las cabezas de los agentes de la producción y de la circulación
capitalista nazcan necesariamente concepciones sobre las leyes de la producción que
difieren por completo de estas leyes, que en su conciencia no son sino el reflejo del
movimiento aparente. Las ideas de un comerciante, de un especulador de la bolsa, de un
banquero, están necesariamente deformadas; las de los productores están falseadas por los
actos de la circulación a los que su capital está sometido y por la nivelación de la cuota
general de beneficio. Además, la concurrencia desempeña necesariamente en sus mentes un
papel también invertido”. De allí que, prisioneros de las apariencias, los “economistas
vulgares” no pudieran entender las diferencias y correspondencias entre plusvalía y
beneficio, ni entre cuota de plusvalía y cuota de beneficio, porque “el origen real de la
plusvalía está oscurecido y mistificado” ya que “la plusvalía, transformada en beneficio,
reniega de su origen y pierde su carácter, se ha vuelto irreconocible”. Por ello, esos
economistas abandonaban “toda base sólida de razonamiento científico para atenerse a las
diferencias aparentes del fenómeno. Esta confusión de los teóricos es la que mejor
demuestra hasta qué punto el capitalista práctico, obnubilado por la concurrencia y sin
enterarse de los fenómenos, es incapaz de reconocer, más allá de las apariencias, la
verdadera esencia y la estructura de este proceso” (“El Capital”, ed. cit., t. II, pp. 741, 716,
554 y 556)
(5) K. Marx: “Fundamentos de la crítica de la Economía Política” Grundrisse (2 vol.).
Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1970, t. I, pp. 38 y 39. Karel Kosic explica de
modo muy claro las formulaciones marxianas: “El método de ascenso de lo abstracto a lo
concreto es el método del pensamiento; con otras palabras, esto significa que es un
movimiento que se opera en los conceptos, en el elemento de la abstracción. El ascenso de
lo abstracto a lo concreto no es el paso de un plano (sensible) a otro (racional), sino un
movimiento del pensamiento y en el pensamiento. Para que éste pueda avanzar de lo
abstracto a lo concreto, debe moverse en su propio elemento, es decir, en el plano abstracto,
que es la negación de lo inmediato, de la evidencia y de lo concreto sensible. El ascenso de
lo abstracto a lo concreto es un movimiento en el que cada comienzo es abstracto y cuya
dialéctica consiste en la superación de esta abstracción. Dicho ascenso es, pues, en general,
un movimiento de la parte al todo y del todo a la parte, del fenómeno a la esencia y de la
esencia al fenómeno, de la totalidad a la contradicción y de la contradicción a la totalidad,
del objeto al sujeto y del sujeto al objeto. El progreso de lo abstracto a lo concreto como
método materialista del conocimiento de la realidad es la dialéctica de la totalidad
concreta, en la que se reproduce idealmente la realidad en todos sus planos y dimensiones.
El proceso del pensamiento no se limita a transformar el todo caótico de las
representaciones en el todo diáfano de los conceptos; sino que en este proceso es diseñado,
determinado y comprendido, al mismo tiempo, el todo mismo” (“Dialéctica de lo concreto.
Estudio sobre los problemas del hombre y el mundo”, Grijalbo, México 1976, p. 49)
(6) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. II, p. 648
(7) Al respecto, Jorge Beinstein precisa que “la historia no se repite; ninguna crisis cíclica
mundial se parece a otra y todas ellas, para ser realmente entendidas, deben ser incluidas en
el recorrido temporal del capitalismo, en su gran y único súper-ciclo. Esto es lo que nos
permite, por ejemplo, distinguir a las crisis cíclicas de crecimiento, juveniles del siglo XIX,
de las crisis seniles de finales del siglo XX y del siglo XXI” (“Autodestrucción sistémica
global, insurgencias y utopías”, Texto presentado en el Ciclo de Conferencias “Los retos de
la humanidad: construcción social alternativa”, Universidad Nacional Autónoma de
México, 23-25 octubre 2012)
(8) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. II, p. 649 y 648
(9) Ibid.: t. I, pp. 659, 654, 674, 681, 652, 671, 672 y 675
(10) Ibid.: t. II, pp. 630, 639, 636-637, 607, 618, 640, 648 y 640
(11) K. Marx: “Historia crítica de la teoría de la plusvalía”, Brumario, Buenos Aires 1974,
t. II, p. 31. Marx señalaba que “el modo de pensar de los burgueses y de los economistas
vulgares” proviene del hecho de que “en su cerebro no se refleja nunca más que la forma
fenoménica, inmediata de las relaciones, y no su concatenación interna. Por lo demás, si no
ocurriese así, ¿para qué sería necesaria la ciencia?” (Carta a Engels, 27 junio 1867, en K.
Marx: “El Capital”, ed. cit., t. I, p. 840). Objetivamente, la situación social concreta de una
clase explotadora dominante y de sus ideólogos, lo mismo que las particularidades de su
práctica, implican un condicionamiento histórico que entorpece y deforma su aproximación
gnoseológica y epistemológica a los procesos y fenómenos reales y a su propia índole,
determinando una copiosa elaboración de representaciones ilusorias que están en
permanente contradicción con los hechos. Tal distorsión la graficó, de modo grotesco, el
neo-keynesiano Edmond Phelps, premio Nobel de Economía 2006. Evaluando los graves
problemas sistémicos de la actual crisis, sostuvo en el 2009 que se trataba de “simples
contratiempos” manejables “trayendo de vuelta las ideas keynesianas y la regulación”. En
su peculiar entender, el capitalismo es como un compositor de música: “Puede tener días
malos, de pereza, en los cuales no puede producir, pero si se le mira globalmente se verá
que es maravilloso. Pensemos en Mozart: también él debió haber tenido algún día malo. Así
es el capitalismo en crisis: igual que los días malos de Mozart”. Ante tan ridículos
disparates, el reconocido investigador István Mészarós comentó ácidamente que Phelps
había sido premiado cuando en realidad debió haber recibido urgente atención psiquiátrica.
(12) Cf. Karl Polanyi: “La gran transformación. Crítica del liberalismo económico”. FCE,
México 1991, Con respecto al fascismo, en el capítulo “La historia en el engranaje del
cambio social”, este autor anota: “el carácter destructor de la solución fascista era evidente.
Ella proponía una manera de escapar a una situación institucional que no tenía salida y
que era, en lo esencial, la misma en un gran número de países; y, sin embargo, ensayar este
remedio era esparcir por todos lados una enfermedad mortal. Así perecen las
civilizaciones… La solución fascista al callejón sin salida en el cual se había metido el
capitalismo liberal puede ser descrita como una reforma de la economía de mercado
realizada al costo de la extirpación de todas las instituciones democráticas, a la vez en el
terreno de las relaciones industriales (disolución o sumisión de los sindicatos y anulación
de las conquistas laborales. N. del T.) y en el campo de la política. El sistema económico
que amenazaba con quebrarse debía así revivir, mientras que las poblaciones serían ellas
mismas sometidas a una reeducación destinada a desnaturalizar el individuo y a
convertirlo en incapaz de funcionar como unidad responsable del cuerpo político”. Esta
descripción, ¿no guarda similitudes con lo que ocurre en nuestros días? Así, pues, el
fascismo anida germinalmente en el capitalismo, es decir, constituye un brutal recurso para
preservar el sistema y el dominio de la gran burguesía imperialista en todo el planeta: fue
una “solución” salvaje puesta en marcha en su momento por el liberalismo y lo sigue
siendo, de modo “democrático”, en el contexto neoliberal de la actual crisis.
(13) Cf. Samir Amin: “La desconexión”, Ediciones del Pensamiento Nacional, Buenos
Aires 1989; y “Los fantasmas del capitalismo. Una crítica de las modas intelectuales
contemporáneas”, El Áncora, Bogotá 1999. Bajo la influencia social e ideológico-política
del neoliberalismo, una moda actual es la revisión “superadora” de la teoría marxista del
valor-trabajo hecha por ciertos intelectuales “neo-marxistas”, como Toni Negri, P. Virno y
M. Boutang, que propugnan el “capitalismo cognitivo”. Éste sería un “nuevo” capitalismo
en el que el valor de las mercancías no estaría determinado por el tiempo de trabajo social
necesario invertido en su producción, sino por la inversión directa del conocimiento
socialmente acumulado en el curso histórico del proceso productivo. Por tanto, el “valor-
saber” habría desplazado del lugar central al valor-trabajo en la creación de valor,
iniciándose así una “tercera ola post-industrial” del capitalismo en la que la función
decisiva sería desempeñada por el “trabajo inmaterial”. Con ello, habría aparecido un nuevo
sujeto social explotado: el “cognitariado”, que sería el encargado de “superar” el modo
burgués de producción y las formas de trabajo que éste impone. (Cf. Olivier Blondeau y
otros: “Capitalismo cognitivo, propiedad intelectual y creación colectiva”, Traficantes de
sueños, Madrid 2004; y Y. Moulier Boutang: “Le capitalisme cognitif. La nouvelle grand
transformation”, Éditions Amsterdam, Paris 2007). Postular estas baratijas ideológicas,
perpetradas en el centro del sistema por académicos totalmente desvinculados del acontecer
social real y de la lucha de clases objetiva, no sólo significa falsear la realidad capitalista,
sino también intentar meter cuñas entre los trabajadores para impedir su unidad de
pensamiento y acción. Se trata de alijos directamente emparentados con las trampas de la
llamada “sociedad del conocimiento” y que no pueden ocultar su onerosa deuda con las
formulaciones de “teóricos” como Alvin Toffler y Peter Drucker. Por otro lado, hay que
recordar que Negri es un reincidente: en el 2000 ya había intentado, junto con Michael
Hardt, “borrar” al imperialismo para sustituirlo por un nebuloso “Imperio” y “desaparecer”
al proletariado como sujeto histórico del cambio revolucionario para suplantarlo por la
“multitud”, pretensión demolida por muchos destacados investigadores, entre ellos Atilio
Boron (“Imperio & Imperialismo”, Clacso, Buenos Aires 2004)
(14) Georg Lukács: “Historia y conciencia de clase”, ed. cit., p. 93
(15) Cf. al respecto Andrés Piqueras: “Capitalismo mutante. Crisis y lucha social en un
sistema en degeneración”. Icaria, Barcelona 2015
(16) Cf. David Harvey: “El nuevo imperialismo”. Akal, Madrid 2004 (particularmente el
capítulo IV “La acumulación por desposesión”). Además, James Petras: “El gran reparto
de tierras. Neocolonialismo por invitación”, en Docencia, Revista de Educación y Cultura
N° 27, Lima (febrero 2009). Renán Vega Cantor: “Biodiversidad. La feroz agresión
neoliberal”, en Docencia, Revista de Educación y Cultura N° 35, Lima (febrero 2011); y
“Capitalismo gangsteril y despojo territorial”, en Cepa N° 14, Bogotá (febrero-junio 2012)
(17) Cf. Thomas Piketty: “El capital en el siglo XXI”. FCE, Madrid 2014. Este autor
recopila datos históricos y tablas estadísticas que pueden ser de utilidad como material
empírico en el análisis del sistema, pero que él mismo interpreta de modo arbitrario sin
poder ir más allá de la apariencia de los fenómenos. Su concepción entronca con la
economía burguesa clásica y neo-clásica; pasa por alto la teoría del valor-trabajo poniendo
el acento en la distribución y el consumo, y no en la producción; se refiere al “capital”
identificándolo de modo burdo con “riqueza”; nunca habla del capitalismo como sistema; y
las categorías que maneja acríticamente (capital, trabajo, riqueza, ahorro, ingreso nacional,
etc.) tienen un carácter natural y ahistórico, siendo para él constantes válidas e
indiscutibles. Considera que acabar con el capitalismo sería “el apocalipsis” y se limita a
cuestionar una “específica modalidad” de su funcionamiento que generaría honda
desigualdad social, pero que sería “rectificable” con “avances democráticos” en el marco de
un “Estado de derecho”. Anota que “existen medios para que la democracia y el interés
general logren retomar el control del capitalismo y de los intereses privados, al tiempo que
rechazan los repliegues proteccionistas y nacionalistas”. Y asume que “la solución correcta
es un impuesto progresivo anual sobre el capital” que serviría para “evitar la interminable
espiral de desigualdad y preservar las fuerzas de la competencia y los incentivos para que
no deje de haber acumulaciones originarias”. Es decir, propone más de lo mismo y, en
buena cuenta, el “control” de la economía “liberándola” de su sometimiento al “libre
mercado”, la reforma del sistema fiscal, el impulso a los cambios tecnológicos y el
desarrollo de la educación, todo lo cual abonaría como “remedio” a las asimetrías
existentes. En definitiva, Piketty elude las causas económicas, sociales y políticas que
producen profundos e irremediables antagonismos y desequilibrios en todo el recorrido
histórico del capitalismo, para centrarse sólo en las consecuencias de su “funcionamiento
adverso” en un momento de ese recorrido, aportando “ideas” para “salvar” al sistema. Por
tanto, con selectiva amnesia, olvida de modo ridículo la lucha de clases como dinámica del
desarrollo y la transformación sociales e ignora por completo los serios daños ecológicos
que genera la depredadora actividad económica bajo el capitalismo. Sus planteamientos
“críticos”, de raíz social-demócrata, defienden objetivamente al sistema y han generado
inocultable entusiasmo en ciertos sectores “progresistas”, “izquierdistas” e incluso
“revolucionarios”.
(18) Cf. Clara Valverde Gefaell: “De la necro-política neoliberal a la empatía radical.
Violencia discreta, cuerpos excluidos y repolitización”. Icaria/Más madera, Barcelona 2015
(19) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. II, pp. 650, 577, 655 y 656
(20) Ibid.: t. I, pp. 945 y 995
(21) F. Engels: “Del socialismo utópico al socialismo científico”, en K. Marx y F. Engels:
“Obras Escogidas”, Progreso, Moscú 1983, pp. 440, 443-444 y 447
(22) Marx indicaba que “lo característico de la sociedad burguesa consiste precisamente…
en que a priori no hay una regulación consciente, social de la producción”, de modo que,
como ocurre en la naturaleza, “lo racional y lo necesario se producen… sólo como un
promedio que opera ciegamente” (Carta a Kügelman, 11 julio 1868, en K. Marx y F.
Engels: “Correspondencia”, Editora Política, La Habana 1988, p. 275). Y Engels señalaba
que “toda sociedad basada en la producción de mercancías presenta la particularidad de que
en ella los productores pierden el mando sobre sus propias relaciones sociales. Cada cual
produce para sí, con los medios de producción de que acierta a disponer, y para las
necesidades de su intercambio privado. Nadie sabe qué cantidad de artículos de la misma
clase que los suyos se lanza al mercado, ni cuántos necesita éste; nadie sabe si su producto
individual responde a una demanda efectiva, si podrá venderlo. La anarquía impera en la
producción social. Pero la producción de mercancías tiene, como toda forma de
producción, sus leyes características, propias e inseparables de la misma; y estas leyes se
abren paso a pesar de la anarquía, en la misma anarquía y a través de ella. Toman cuerpo en
la única forma de trabazón social que subsiste: en el cambio, y se imponen a los
productores individuales bajo la forma de las leyes imperativas de la competencia. En un
principio, estos productores las ignoran, y es necesario que una larga experiencia las vaya
revelando poco a poco. Se imponen, pues, sin los productores y aún en contra de ellos
como leyes naturales ciegas que presiden esta forma de producción. El producto impera
sobre el productor”. De este modo, “la contradicción entre la producción social y la
apropiación capitalista se manifiesta como… antagonismo entre la organización de la
producción dentro de cada fábrica y la anarquía de la producción en el seno de toda la
sociedad” (“Del socialismo utópico al socialismo científico”, en ob. y ed. cit., pp. 437 y
438). Cf. al respecto Francois Chesnais: “Crisis económica y crisis ecológica. Orígenes
comunes” y “Contradicciones y antagonismos del capital mundializado: Amenazas a la
humanidad”, en Docencia. Revista de Educación y Cultura, Lima, N° 28 (mayo 2009) y N°
30 (noviembre 2009), respectivamente. También, del mismo autor, “Analyser concrétement
une situation completement nouvelle”, en Cahier Rouge N° 48, Paris 2013. Igualmente,
Alan Woods: “La crisis del capitalismo mundial”, en Docencia. Revista de Educación
Cultura N° 26, Lima (noviembre 2008)
(23) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t.
I, pp. 303, 337, 310, 311 y 317
(24) Dialécticamente, desde la perspectiva del desarrollo general de la sociedad el modo de
producción capitalista es una fase histórica, transitoria y, por tanto, relativa; pero
considerado en sí mismo, en su estructura y sus límites, es absoluto. Por eso, Marx
señalaba que “el régimen de producción capitalista en su totalidad es sólo un modo de
producción relativo, cuyos límites no pueden ser absolutos, aunque para él, y según sus
principios, sí lo sean” (“El Capital”, ed. cit., t. II, p. 656). Y precisaba los límites de la
producción basada en el capital: “El capital tiende en general a no tener en cuenta: 1) el
trabajo necesario que es el límite del valor de cambio de la fuerza de trabajo vivo; 2) la
plusvalía que representa el límite del plustrabajo y del desarrollo de las fuerzas productivas;
3) el dinero que es un freno para la producción; 4) las limitaciones de la producción de
valores de uso debidas al valor de cambio”. “La superproducción recuerda bruscamente al
capital que todos estos elementos son necesarios para la producción, pues este olvido es lo
que ha provocado una desvalorización general del capital. Éste, por tanto, está obligado a
recomenzar su tentativa, pero a partir de una etapa cada vez más elevada del desarrollo de
las fuerzas productivas y con perspectiva de un hundimiento cada vez mayor del capital.
Está claro que mientras más se desarrolla el capital, más aparece él mismo como una traba
a la producción y, por tanto, también al consumo” (“Fundamentos de la Crítica de la
Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t. I, p. 312)
(25) Cf. Jorge Beinstein: “Rostros de la crisis. Reflexiones sobre el colapso de la
civilización burguesa”. Seminario Internacional “Colapsos ecológico-sociales y
económicos”, Universidad Nacional Autónoma de México, 9-13 octubre 2008 (texto
publicado con anterioridad en ALAI, 11 abril 2008). También, Fred Magdoff y John
Bellamy Foster: “Ambientalismo y capitalismo”, en Docencia. Revista de Educación y
Cultura N° 33. Lima (agosto 2010)
(26) Jorge Beinstein: “Autodestrucción sistémica global: insurgencias y utopías”, ed. cit.
(27) Francisco Fernández Buey: “Crisis de civilización”, en Papeles N° 105, Madrid
2009. Cf. Renán Vega Cantor: “Crisis civilizatoria”, en Docencia. Revista de Educación y
Cultura N° 32, Lima (mayo 2010)
(28) El capitalismo es un sistema intrínsecamente violento: toda su existencia histórica,
desde sus raíces en el siglo XV hasta sus formas crepusculares actuales, está marcada por la
violencia. La denominada acumulación primitiva del capital estuvo basada en el uso de la
fuerza brutal para expropiar a los trabajadores agrícolas de sus medios de producción y
obligarlos a convertirse en asalariados, lo mismo que para “disciplinarlos” y someterlos al
régimen productivo mercantil. Las subsiguientes fases de la acumulación capitalista
incluyeron la virulenta explotación de la fuerza de trabajo obrera, la masiva y perversa
incorporación de niños y adolescentes a la producción, el despiadado aprovechamiento del
trabajo femenino, la feroz explotación de los trabajadores en las colonias, la trata de
esclavos y, como escribe Marx, “cualquier infamia apta para acelerar la acumulación del
capital”. “Si, según Augier, ‘el dinero vino al mundo con manchas naturales de sangre en
uno de sus rostros’, el capital llega a él sudando sangre y lodo por todos sus poros” (“El
Capital”, ed. cit., t. I, pp. 808 y 810). Y en el capitalismo imperialista del siglo XX y en su
furiosa fase neoliberal de hoy, ¿no han sido y son formas flagrantes de violencia contra las
grandes mayorías la sobreexplotación, el desempleo, la miseria, el hambre, la desnutrición,
la insalubridad ambiental, la tugurización, la ineducación, las enfermedades evitables y la
muerte prematura, la cruel incuria en la protección de la infancia y la ancianidad, etc.?
(29) Cf. Renán Vega Cantor: “Crisis de la civilización capitalista: mucho más que una
breve coyuntura económica”, en Jaime Estrada Álvarez (comp.): Seminario Internacional
Marx Vive, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá 2010. Esther Vivas:
“Anticapitalismo y ecologismo. Alternativa política”, en Docencia. Revista de Educación y
Cultura N°37, Lima (agosto 2011)
(30) Por lo general, desde el idealismo filosófico se aborda de modo abstracto, ahistórico y
moralista el problema de la correlación entre lo humano y lo inhumano; o, en el menos
lastimoso de los casos, poniendo el acento en uno u otro aspecto fenoménico y aislado de la
cuestión. Marx y Engels encararon el asunto en su esencia concreta, viéndolo
integralmente como un producto histórico de las condiciones sociales existentes: “El
contradictorio juicio de los filósofos según el cual el hombre real no es hombre, es sólo,
dentro de la abstracción, la expresión más amplia y más universal de la contradicción
universal que de hecho existe entre las condiciones y las necesidades de los hombres. La
forma contradictoria de esta tesis abstracta corresponde por entero al carácter
contradictorio de las condiciones de la sociedad burguesa, llevadas a su máxima
agudización… Por lo demás, los filósofos no han declarado que los hombres sean
inhumanos porque no se ajusten al concepto de hombre, sino porque su concepto de
hombre no se ajusta al verdadero concepto de hombre o porque no tienen la verdadera
conciencia del hombre”. “La vieja opinión… de que basta con quitarse de la cabeza algunas
ideas para quitar del mundo las condiciones de las que han nacido estas ideas, se
reproduce… bajo la forma de que basta con quitarse de la cabeza la idea hombre para
destruir con ello las condiciones reales que hoy se llaman inhumanas, ya sea este predicado
de ‘inhumano’ el juicio del individuo que se halla en contradicción con sus condiciones o el
juicio de la sociedad normal, dominante, acerca de la clase anormal, dominada”.
De este modo, “Se imagina que, hasta ahora, los hombres se han formado siempre un
concepto acerca del hombre, liberándose luego en la medida necesaria para realizar en sí
mismos este concepto; que la medida de la libertad alcanzada por ellos en cada momento se
hallaba determinada por la representación que en cada caso se formaban del ideal del
hombre, sin que pudiera faltar, naturalmente, el que en cada individuo quedara flotando un
residuo que no correspondiera a este ideal y que, por tanto, en cuanto ‘inhumanos’ no
llegarán a liberarse o sólo se liberaran a pesar de ellos mismos. En la realidad, las cosas
ocurrían, naturalmente, de otro modo: los hombres sólo se liberaban en la medida en que se
lo prescribía y se lo consentía, no su ideal del hombre, sino las condiciones de producción
existentes. Sin embargo, todas las liberaciones anteriores tuvieron como base fuerzas de
producción limitadas, cuya producción insuficiente para toda la sociedad sólo permitía un
desarrollo siempre y cuando que los unos satisficieran sus necesidades a costa de los otros
y, por tanto, los unos (la minoría) obtuvieran el monopolio del desarrollo, en tanto que los
otros (la mayoría), mediante la lucha constante en torno a la satisfacción de las
necesidades más apremiantes, se veían excluidos por el momento (es decir, hasta la
creación de nuevas fuerzas revolucionarias de la producción) de todo desarrollo. De este
modo, la sociedad, hasta aquí, ha venido desarrollándose siempre dentro de un
antagonismo, que entre los antiguos era el antagonismo de libres y esclavos, en la Edad
Media el de la nobleza y los siervos y en los tiempos modernos es el que existe entre la
burguesía y el proletariado. Y esto es lo que explica, de una parte, el modo ‘inhumano’,
anormal, con que la clase dominada satisface sus necesidades y, de otra parte, las
limitaciones con que se desarrolla el intercambio y, con él, toda la clase dominante, de tal
modo que esas limitaciones con que tropieza el desarrollo no consisten sólo en la exclusión
de una clase, sino también en el carácter limitado de la clase excluyente y en que lo
‘inhumano’ se da también en la clase dominante. Esta llamada ‘inhumanidad’ es,
asimismo, un producto de las actuales condiciones, ni más ni menos que la ‘humanidad’;
es su aspecto negativo, la rebelión, no basada en ninguna nueva fuerza revolucionaria de
producción, contra las condiciones dominantes que descansan sobre las fuerzas de
producción existentes y el modo de satisfacción de las necesidades que a ellas corresponde.
La expresión positiva llamada ‘humana’ corresponde a las condiciones dominantes
determinadas, de acuerdo con una cierta fase de la producción y al modo de satisfacer las
necesidades por ella condicionadas, del mismo modo que la expresión negativa, la
‘inhumana’, corresponde a los diarios intentos nuevos provocados por esta misma fase de la
producción y que van dirigidos a negar dentro del modo de producción existente estas
condiciones dominantes y el modo de satisfacción que en ellas prevalece”. De allí, pues,
que la contradicción histórica entre lo humano y lo inhumano tenga en su base “la
contradicción universal de hecho existente entre las necesidades de los hombres y las
condiciones en que éstos se encuentran” para conseguir su satisfacción (“La ideología
alemana”, ed. cit., pp. 487 y ss.)
(31) Henri Lefebvre: “El marxismo”. Eudeba, Buenos Aires 1964, pp. 36, 37-38, 41 y 48

III: La concepción científica del mundo y de la sociedad

Una concepción del mundo o cosmovisión es un enfoque global de la percepción e


interpretación de la realidad, una apreciación de conjunto de la naturaleza, la sociedad y el
hombre. Está conformada por la amalgama de principios, valores, convicciones y puntos de
vista acerca de realidad, determinantes de la actitud hacia ella y de la orientación general de
la actividad de un individuo, un grupo, una clase social o una sociedad en su totalidad. En
tal visión están ensamblados, de modo más o menos coherente, elementos pertenecientes a
todas las formas de la conciencia social, es decir, postulados filosóficos, políticos,
científicos, morales, estéticos, etc. Pero los criterios y convicciones filosóficas son el
basamento de todo el sistema concepcional ya que la filosofía racionaliza teóricamente los
datos conjuntos de la práctica social y de las ciencias particulares, y los expresa en forma
de un cuadro general de la realidad históricamente definido y socialmente condicionado que
posee un específico grado de objetividad. La cosmovisión es, pues, una suerte de matriz
que hace posible la configuración y articulación de los conocimientos y valores del hombre
en un sistema íntegro al proporcionar una orientación central y conducir hacia una
metodología concreta y un conjunto de métodos derivados para la cognición de la realidad
y la acción sobre ella.
Por consiguiente, la concepción del mundo no es, en modo alguno, un elemento
supernumerario o un simple atavío externo que el ser humano adquiere de manera casual y
porta sin consecuencias en el curso de su desarrollo como personalidad. Al contrario, es un
componente fundamental de la esencia social del hombre que opera a través de los rasgos
singulares del individuo dado para condicionarlo y moldearlo desde el momento mismo de
su nacimiento (mediante los cuidados brindados al nuevo ser en un ambiente socio-cultural
concreto, las particularidades psíquicas de los progenitores o sustitutos y sus acciones
prácticas, el lenguaje, la educación y la enseñanza, etc.). Interviene poderosamente, pues,
en la progresiva formación y desenvolvimiento de su conciencia y procesos psíquicos
superiores, determinando de manera necesaria la índole, el contenido y las proyecciones de
su actividad personal y social, al igual que el conjunto de su fisonomía espiritual, su
identidad, la contextura de su actitud ante el mundo, la estructura de su pensamiento y los
rasgos básicos de su afectividad y de su relación con las personas, ya sea que tenga
conciencia de portarla o ignore su existencia.
Al ser la filosofía el basamento de la cosmovisión, el carácter de ésta se encuentra en
dependencia de la forma en que se resuelva el problema filosófico fundamental, o sea, el
problema de la relación entre el ser (la realidad) y el pensar (la conciencia), y el de la
capacidad para conocer el mundo. Así, tal concepción tendrá un carácter materialista y
científico si considera primario el ser y derivado el pensar, afirmando la capacidad
cognoscitiva del hombre; este carácter es teórico, ya que sus principales tesis, ideas y
representaciones cuentan con una determinada fundamentación objetiva refrendada por
hechos reales, las experiencias humanas concretas, la racionalidad y los datos verificados
de las ciencias. En sentido opuesto, la concepción será idealista y metafísica si invierte el
orden natural y lógico del mundo objetivo para otorgar preeminencia a la conciencia
haciendo derivar de ella la realidad, y recortando o negando la capacidad humana para
conocer el universo; su carácter está sostenido por el conocimiento espontáneo del mundo
que alberga suposiciones y creencias sin comprobación objetiva (concepción habitual u
ordinaria), o criterios arbitrarios y especulativos generalmente ilusorios (representaciones
idealistas) o interpretaciones místico-teológicas, o estos tres aspectos conjugados.
La definición del carácter de la concepción del mundo tiene importancia decisiva
porque ella constituye el núcleo de la conciencia y la personalidad, jugando un rol
primordial en el proceso de la educación del hombre al determinar en términos generales su
vida psíquica, su aspecto moral, su conciencia socio-política y su actividad individual y
social. Representando un prisma a través del cual se percibe e interpreta la realidad
objetiva, proporciona los principios básicos para la ubicación en el mundo, define la unidad
interna del sujeto y centra la disposición para afrontar el conjunto de problemas de la vida
concreta dentro de los marcos de una forma dada de sociedad. Por tanto, si la cosmovisión
de un individuo o una colectividad es idealista y metafísica contiene las condiciones
propicias para ser fuente de apreciaciones y representaciones erróneas o definitivamente
falsas, alojando y dando libre curso a prejuicios, creencias, motivos irracionales, tradiciones
caducas, etc. que entorpecen, deforman o anulan cualquier actividad; y en ciertas
circunstancias puede conducir a la pasividad, la subordinación al azar, la inseguridad en las
propias fuerzas y la resignación ante las adversidades personales y sociales. Pero si la
concepción del mundo que se posee es materialista y científica, permite la adecuada
orientación cognoscitiva y práctica dentro de la realidad en constante mutación; y, como
apuntaba Lenin, hace viable una justa aproximación a la verdad objetiva, facilitando la
comprensión correcta de los complejos problemas de la vida social, estableciendo una
posición de principios ante ellos, permitiendo rectificar a fondo los inevitables errores,
afirmando las fuerzas propias y abriendo el camino tanto para la eficaz transformación de lo
existente como de los propios individuos y las colectividades.
Ahora bien, en el proceso de desarrollo de la civilización cada gran etapa histórica
mostró en su base un modo de producción de bienes materiales y una concepción del
mundo dominantes en correspondencia con la clase social poseedora del poder económico,
político y cultural en la sociedad. Con el tránsito histórico sujeto a leyes de un modo de
producción a otro de nivel superior, se fue produciendo también el respectivo cambio de la
clase dominante y de su concepción de la realidad: del esclavismo se pasó al feudalismo
para llegar al capitalismo, predominando en cada una de estas tres grandes etapas una
cosmovisión idealista y metafísica. Pero el propio desarrollo histórico capitalista, con sus
contradicciones y antagonismos inherentes, fue marcando la necesidad de una nueva
concepción del mundo y de la historia capaz de posibilitar el acceso a la comprensión
científica de la sociedad y de su discurrir objetivo, en correspondencia con la emergencia
de la clase obrera como nuevo protagonista en el escenario social y con los requerimientos
de la transformación cualitativa de la sociedad.
Y en determinadas circunstancias del desarrollo de la sociedad burguesa, la
elaboración de los principios fundamentales de una nueva y radicalmente distinta
concepción del mundo, la historia, la sociedad y el hombre (precisando científicamente el
lugar de éste como elemento activo de la realidad objetiva, su historicidad y racionalidad,
las condiciones concretas de su existencia, el carácter de su acción transformativo-creativa
sobre la naturaleza, la sociedad y él mismo, y su destino como ser social), fue la colosal
tarea emprendida por Marx y Engels con la forja del materialismo dialéctico e histórico
como sistema abierto de pensamiento y acción en permanente enriquecimiento, deslindando
crucialmente campos con las hasta entonces vigentes apreciaciones idealistas, naturalistas,
mecanicistas y todo tipo de especulación metafísica.
Evidentemente, en el curso de su actividad científico-revolucionaria Marx y Engels
no “inventaron” una nueva concepción del mundo partiendo voluntaristamente de la nada,
es decir, no fundaron en el vacío y por capricho una nueva y cualitativamente distinta
manera de percibir y entender la realidad social y natural para actuar eficazmente sobre
ella. El surgimiento de la nueva concepción no podía ocurrir por azar, en cualquier lugar y
bajo condiciones indeterminadas, sino en consonancia con leyes históricas, en relación
directa con las necesidades reales del desarrollo de la vida material de la sociedad y como
resultado de toda la trayectoria anterior de la filosofía y la ciencia. Por tanto, la obra de
ambos sabios revolucionarios implicaba encarar una objetiva necesidad histórica cuya
satisfacción exigía tener en cuenta la experiencia social acumulada y las nociones teóricas
ya elaboradas acerca del mundo y de las relaciones sociales.
Tal satisfacción sólo podía concretarse en un momento específico del desarrollo de la
sociedad: en los marcos del capitalismo de “libre concurrencia”, cuando las condiciones de
la producción material y las contradicciones capitalistas determinaban la agudización de la
lucha de clases, demandando la comprensión real de los procesos en curso y de sus
protagonistas con una óptica liberada de cualquier idealización de la historia (es decir,
propiamente materialista) para poder enfrentar el reto de la transformación social; y cuando
los progresos del pensamiento filosófico y las ciencias particulares generaban las premisas
necesarias para la configuración del materialismo dialéctico como vigoroso estimulante del
desarrollo del conocimiento científico (1). La nueva concepción fue forjada históricamente,
entonces, en relación con una forma de actividad social que evidenciaba el impulso para
ampliar el dominio del hombre sobre la naturaleza: la gran industria burguesa moderna, con
el conjunto de problemas que planteaba en todos los ámbitos de la sociedad; y su
formulación se produjo en consonancia con el surgimiento, las necesidades esenciales y las
luchas de la clase obrera, del proletariado industrial, como realidad social nueva que a la
vez sintetizaba las contradicciones del capitalismo en desarrollo y representaba la fuerza
determinante de la transformación cualitativa de la sociedad burguesa (2).
De allí que la necesidad de una nueva y auténticamente científica concepción del
mundo y las posibilidades de su elaboración se encontraran en relación de dependencia con
respecto al nivel del desarrollo social y cultural alcanzado, es decir, requerían el basamento
en premisas histórico-concretas definidas. Exigían, pues, condiciones materiales específicas
y fuentes teóricas precisas (analizadas ambas por Engels en la Introducción al Anti-Dühring
y en Del socialismo utópico al socialismo científico, y por Lenin en Tres fuentes y tres
partes integrantes del marxismo). Y, lo que es de fundamental importancia, debían contar
también con determinadas premisas subjetivas, o sea, con las cualidades personales de los
forjadores de la nueva concepción, su férrea asunción del compromiso social-clasista, su
práctica revolucionaria y el desarrollo particular de sus criterios y puntos de vista.
Condiciones histórico-sociales
En el último tercio del siglo XVIII, con el despliegue de la revolución industrial en
Inglaterra (y luego su ocurrencia en Francia, otros países europeos y EEUU), el capitalismo
ingresó a nueva fase de su desarrollo en la que prácticamente concluía el proceso de
formación de las relaciones burguesas y se sintetizaban los profundos cambios técnico-
económicos con la destrucción de la estructura económico-social feudal. El punto de
partida de la revolución industrial estuvo dado por la introducción y utilización de
numerosos inventos y dispositivos técnicos (derivados de la revolución científica de los
siglos XVI y XVII) que generaron una radical transformación en la producción. Los
procesos productivos, que antes eran manuales y se basaban en el uso de herramientas
artesanales, fueron desplazados hacia las máquinas y la producción mecanizada, lo que
significó un enorme avance en el desarrollo de las fuerzas productivas y el tránsito de la
manufactura a la fábrica con la configuración del proletariado industrial. En simultáneo,
esta fase cualitativamente nueva en el conjunto de la producción burguesa implicó la total
separación entre los productores directos y los medios de producción, la relegación de los
pequeños productores antes relativamente independientes y su conversión masiva en
obreros asalariados, la explotación brutal de éstos con largas y extenuantes jornadas diarias
de trabajo, la descarnada incorporación de grandes contingentes de mujeres y niños a la
producción en procura de incrementar la tasa de beneficio empresarial, y el aumento sin
pausa de la miseria popular (3).
El complejo y paulatino proceso de formación del proletariado industrial ocurrió de
modo diferente en cada país, según las particularidades históricas del desarrollo económico-
social, las peculiaridades del régimen político, el nivel cultural alcanzado y los plazos,
ritmos y formas de la revolución industrial. Pero ese proceso formativo se supeditó a leyes
objetivas generales, de modo que el surgimiento de la nueva clase social presentó rasgos
comunes y en gran medida similares en todos los lugares. Se trató de un proceso
económico-social objetivo que, a la vez, mostraba rasgos subjetivos expresados en la
progresiva toma de conciencia sobre la comunidad de intereses de los distintos grupos
obreros y el antagonismo de esos intereses con los de la clase dominante, rasgos que fueron
incidiendo en la emergencia y asentamiento de formas específicas de organización
económica y luego política de los obreros para llevarlos en su conjunto a sentirse como
clase.
El avance de la revolución industrial no sólo significaba el crecimiento de la riqueza
de los capitalistas, sino también el aumento de la explotación de los trabajadores, con la
multiplicación de sus penurias y las de sus familias y la incubación de las protestas por las
largas e intensivas jornadas laborales, los exiguos salarios, las pésimas condiciones de
existencia, los malos tratos y el hambre. Sin embargo, las acciones de resistencia y lucha de
los obreros eran aún incipientes y primarias, aunque con expresiones concretas pese a que
los estallidos fuesen esporádicos, espontáneos, aislados y locales. Desde mediados de los
años ‘70 del siglo XVIII y hasta bien entrados los del XIX, el movimiento luddista (de
“destructores de máquinas” y fábricas) conmocionó el panorama socio-laboral inglés y
suscitó la represiva acción policial y militar de los patronos; luego, amplios sectores
proletarios fueron madurando y participando en actividades políticas, incorporándose al
movimiento democrático-radical bajo la influencia de las ideas de la Revolución Francesa.
Además, las huelgas económicas se convirtieron en eficaz instrumento de lucha tanto en
Inglaterra como en Francia, haciendo surgir la solidaridad como fenómeno nuevo en el
apoyo de clase a los obreros en conflicto con la patronal.
En 1825, mientras la burguesía consolidaba su poder económico y extendía su
control social, se inició en Inglaterra una crisis económica (expandida luego a toda Europa
occidental) que implicó la acentuación de la explotación laboral, el desempleo y la penuria
acrecentada de las masas, estimulando las acciones obreras por la defensa de sus derechos y
contra la expoliación y la miseria, justificadas éstas por los ideólogos y economistas de la
burguesía como “males inevitables” que aseguraban la riqueza y el poderío de las naciones.
Y, como lo consignara Marx en la Nota final a la segunda edición alemana de El Capital,
“En 1830 estalla la crisis decisiva. En Francia y en Inglaterra la burguesía se apodera del
poder político. A partir de ese momento la lucha de clases adquiere formas cada vez más
agudas y amenazadoras tanto en la teoría como en la práctica, haciendo sonar el toque de
difuntos de la ciencia económica burguesa. En adelante ya no se trata de saber si tal o cual
teorema es verdadero, sino de decidir si suena bien o mal, si es o no agradable para la
policía, útil o nocivo para el capital. La investigación desinteresada cede su lugar al
pugilato pagado; el estudio concienzudo, a la mala conciencia y a los pérfidos subterfugios
de la apología”.
Así, con el desarrollo capitalista y la aparición de las crisis económicas iban teniendo
lugar importantes cambios en los planos social, político e ideológico-cultural. Mientras la
burguesía tiraba por la borda los rasgos revolucionarios mostrados en la lucha contra el
feudalismo para convertirse en una fuerza conservadora y abiertamente reaccionaria, el
movimiento obrero se organizaba mejor, poseía conciencia creciente de sus propias fuerzas
y desplegaba ya luchas políticas de masas, como el combate de los obreros parisinos en
1830, la insurrección de los tejedores de Lyon en 1831 y las acciones del movimiento
cartista inglés. En tanto la burguesía (dominante ya en la mayoría de países europeos y en
EEUU) daba el paso definitivo hacia el campo del oscurantismo y el fideísmo, mostrando el
avance de la decadencia y la descomposición de las diversas tendencias del pensamiento
filosófico y económico burgués, así como de las tradiciones intelectuales progresistas; en el
seno del proletariado bullían y se debatían diversos tipos de ideas políticas, filosóficas y
científicas, y en Europa el movimiento obrero políticamente independiente y revolucionario
emergía con vigor y se expandía rápidamente. Todo esto representaba la puerta de entrada a
la decisiva década de los años ’40 del siglo XIX, período de preparación de un ciclo de
revoluciones democrático-burguesas para eliminar las trabas feudales aún subsistentes que
entorpecían el avance social, revoluciones que se desencadenarían en 1848-1849.
En los inicios de esa década, el modo de producción capitalista, imperante ya en
Inglaterra y Francia, abarcaba también parte considerable de Alemania, pero sin modificar
el carácter esencialmente agrario del país, cuyo atraso económico determinaba un marcado
anacronismo político-social y la existencia de una clase obrera principalmente artesanal.
Sin embargo, las relaciones capitalistas se desarrollaban, desplazaban paulatinamente a las
reaccionarias fuerzas feudales y las obligaban a acomodarse a las nuevas condiciones
históricas, a la vez que abrían cauce a la formación acelerada de un proletariado industrial.
El propio desarrollo capitalista exigía ya una revolución industrial y, al mismo tiempo,
ponía en relieve las contradicciones internas que orgánicamente porta el modo productivo
burgués. Con el progresivo cambio de su fisonomía, la clase obrera maduraba, se iba
organizando y, dentro de las condiciones de atraso social, sus sectores más avanzados se
radicalizaban, promovían amplias luchas reivindicativas y participaban en el impulso a la
revolución democrático-burguesa, generando pavor en la reacción feudal e incluso en la
propia burguesía. El proletariado europeo mostraba una creciente actividad combativa para
la defensa de sus intereses y el avance hacia sus objetivos políticos; y la radicalización de la
clase obrera alemana determinaría que hacia 1845 el centro del movimiento proletario
revolucionario en Europa se desplazara a Alemania, estimulara la lucha social e impulsara
revoluciones burguesas en condiciones históricas más avanzadas que las existentes en su
momento en Francia e Inglaterra.
Premisas subjetivas
Todos estos acontecimientos en Europa occidental, marcados por la radicalización
política del proletariado y el pánico de la burguesía ante su avance, eran ya atentamente
observados y seguidos con creciente interés por los jóvenes Marx y Engels (nacidos,
respectivamente, en 1818 y 1820 en Renania, la región alemana más desarrollada en el
sentido capitalista) que aún no se conocían. La trayectoria vital e intelectual de ambos, lo
mismo que su fraternal amistad y su ejemplar asociación científico-revolucionaria para la
brillante realización de las decisivas tareas que llevaron a cabo, han sido estudiadas
profunda y minuciosamente por destacados investigadores (4), siendo innecesario referirse
aquí a ellas. Pero sí hay que señalar que, por separado y antes de encontrarse, ya habían
iniciado el camino que habría de llevarlos hacia la elaboración conjunta de una nueva
concepción del mundo, de la historia y del hombre como imprescindible arma de combate
de la clase obrera y los oprimidos del planeta en la gesta por la transformación de la
realidad social y de sí mismos.
Por razones de trabajo familiar, en 1842 Engels viajó a Inglaterra, el país capitalista
más desarrollado en esa época y donde el capitalismo en su apogeo evidenciaba ya sus
contradicciones fundamentales. Pudo así contactar de modo directo con un acontecer
económico inexistente en Alemania, apreciar muy de cerca las míseras condiciones de vida
del proletariado, ser testigo de sus luchas en el movimiento cartista y colaborar con ellas,
dejar atrás el hegelianismo de izquierda y asumir el socialismo. Estas experiencias, sus
numerosas lecturas y el examen de los economistas burgueses (Smith, Ricardo, Mc Culloch
y Say), se tradujeron en 1843 en dos iniciales y talentosos trabajos: el precursor artículo
Esbozo de una crítica de la Economía Política y la investigación La situación de la clase
obrera en Inglaterra. Aunque con determinadas limitaciones, ya por entonces Engels había
llegado a la comprensión de la propiedad privada como fundamento de un sistema que
simultáneamente crea riqueza para unos pocos y miseria para las inmensas mayorías, del
carácter de clase burgués de la Economía Política que justificaba dicha propiedad, del
carácter histórico del sistema, de la importancia del proletariado como factor vital del
cambio social y de la necesidad del socialismo.
Marx, por su parte, vivía en una Alemania donde el peso decisivo de la producción
artesanal y el atraso socio-político impedían una visión clara del desarrollo económico y
hacían sumamente difícil el acceso al pensamiento de economistas clásicos como Smith y
Ricardo. En 1842, como redactor jefe de la Gaceta Renana había examinado variados
problemas económico-sociales y políticos, los abusos de los grandes terratenientes y el
papel de los intereses materiales particulares bajo el régimen de la propiedad privada. Si
bien estaba principalmente interesado en estudios filosóficos y jurídicos (expresados, por
ejemplo, en Crítica de la filosofía del derecho de Hegel y en Sobre la cuestión judía),
también se sentía atraído por el comunismo y sus teorías. Pero siendo consciente de sus
propias carencias, en 1843 renunció a la Gaceta y se trasladó a París, donde se incorporó a
una realidad socio-económica, ideológico-política y cultural por completo distinta a la de
Alemania, trabó relación directa con el movimiento obrero revolucionario y comprobó las
limitaciones de la filosofía para explicar y resolver por sí sola cuestiones clave en el
proceso de transformación del mundo social, sintiendo la necesidad teórico-práctica de
subsanar la insuficiencia de sus conocimientos sobre economía y orientándose al estudio de
los economistas burgueses.
Cuando trabajaba con Arnold Ruge en la preparación del primer número de los
Anales Franco-Alemanes, llegó a sus manos el Esbozo que Engels había enviado desde
Inglaterra para su publicación en esa revista. Su lectura lo impresionó profundamente y fue
uno de los factores determinantes en el acrecentamiento de su interés por la economía. Se
dedicó, entonces, a estudiar a fondo (en términos literales, a devorar) las obras de Say,
Smith, Ricardo, Mill, Mc Culloch y muchos otros economistas, haciendo los extractos y
resúmenes críticos que conforman sus Cuadernos de París. Además de profundizar su total
compenetración con los problemas de los trabajadores y del movimiento obrero, examinó
con minuciosidad la Revolución Francesa, leyó a los grandes historiadores de la
Restauración (Thierry, Guizot, Mignet) y estudió en detalle a los materialistas franceses. Y
en 1844, en sus famosos Manuscritos económico-filosóficos, realizó una crítica paralela de
la economía política burguesa y de la filosofía de Hegel, utilizando por primera vez el
concepto de praxis y avanzando hacia la elaboración de los elementos básicos del
materialismo histórico.
Los Manuscritos, como señala Sánchez Vázquez, “marcan un hito fundamental: el
paso de la filosofía a la economía, pero sin abandonar la primera y, por el contrario,
sirviéndose de ella… para dar respuesta a cuestiones que la Economía política burguesa
como ciencia no se plantea o no puede resolver. Con los Manuscritos la filosofía penetra en
la economía y los conceptos económicos dejan de ser puramente tales para ser económico-
filosóficos (el concepto de trabajo enajenado, central en los Manuscritos, será a este
respecto paradigmático). La filosofía al entrar en la economía no se disuelve, sino que por
el contrario impregna sus conceptos y análisis. Pero si la filosofía, al impregnar la
economía, pone en cuestión los estatutos de ésta como ciencia (en cuanto Economía política
burguesa), la filosofía al aliarse con la economía podrá forjar para sí un nuevo status: el que
abiertamente le marca Marx en la Tesis XI sobre Feuerbach como filosofía de la
transformación del mundo, es decir, como filosofía de la praxis. La filosofía sólo puede ser
tal en esta unión con la Economía política” (5).
Este hecho tiene singular importancia porque el análisis objetivo de los Manuscritos,
sin mistificadoras anteojeras ideológico-políticas, permite poner en relieve el entronque
orgánico e irrompible de las obras marxianas juveniles con las del Marx maduro. En efecto,
el conjunto de los trabajos tempranos de Marx constituye una preparación, una suerte de
peldaño necesario para avanzar de modo directo hacia la elaboración de la teoría
científicamente madura. Así, los Manuscritos tienen en su centro una problemática
humanística socio-histórica en la que se enmarca la crítica de la sociedad burguesa; o sea, el
carácter general de las reflexiones humanísticas sirve para esbozar los fundamentos de una
concepción dialéctico-materialista del mundo y de la historia. En rigor, pues, contienen un
programa de investigación y actividad conformado por ideas que, aunque potentes, todavía
permanecían en el terreno de las hipótesis. Estas ideas no fueron abandonadas, sino más
bien rápidamente reformuladas y desarrolladas a través de su confrontación con los hechos.
Una parte de ellas se incorporó en La Sagrada Familia y otra parte fue desarrollada y
expuesta en La ideología alemana, en la que están formulados (en su forma casi clásica) los
principios básicos del materialismo histórico, constituyendo evidencias concretas de la
unidad del pensamiento de Marx y descalificando cualquier intento de fracturar su obra (6).
A mediados de 1844, de regreso a Alemania, Engels se detuvo por varios días en
París para conocer directamente a Marx e intercambiar puntos de vista. En Contribución a
la historia de la Liga de los Comunistas, Engels relata que en Manchester se había dado
cuenta del papel de “potencia histórica decisiva” de los hechos económicos (despreciados
hasta entonces por filósofos, economistas e historiadores), de que esos hechos sirven de
base a las contradicciones de clase y a su pleno desarrollo dentro del régimen de la gran
industria, y de que tales contradicciones fundamentan la formación de los partidos políticos
y toda la historia política. Afirma también que Marx ya había arribado a las mismas
conclusiones, generalizándolas para establecer que el conjunto de relaciones sociales (“la
sociedad civil”) condiciona y regula al Estado, y no al revés; de modo que “la política y su
historia deben explicarse partiendo de las relaciones económicas y de su desarrollo, y no a
la inversa”. Por tanto, en París “se puso de manifiesto nuestra total coincidencia en todos
los campos teóricos, y de entonces data nuestra colaboración. Al reunirnos de nuevo en
Bruselas en la primavera de 1845, ya Marx había desarrollado en sus lineamientos
fundamentales… su concepción materialista de la historia, y nos pusimos a elaborar en
detalle y en las más diversas direcciones la nueva concepción que acababa de ser
descubierta”.
Por esa época, pues, ya Marx y Engels habían cosechado experiencias laborando en
el terreno de la realidad y de la teoría, y desde disciplinas distintas ampliaban cada vez más
su apertura hacia lo universal. Ambos se habían ido forjando en sus inicios en los círculos
hegelianos de izquierda y desarrollándose en una época en la que se hacían evidentes las
contradicciones de la dinámica capitalista y se acentuaban las luchas del proletariado
reflejadas en las ideas y corrientes socialistas, comunistas, pequeñoburguesas y utópicas.
En tanto Marx había profundizado más en los asuntos filosóficos, Engels poseía una
experiencia mayor en las cuestiones económico-sociales, pero entre los dos concentraban
los logros de la filosofía clásica alemana, de las corrientes socialistas francesas y de la
economía política inglesa. Fueron avanzando, entonces, de la crítica de la religión a la
crítica de la filosofía; de la crítica de ésta a la crítica del Estado, de la sociedad y de la
política; y de allí, a la economía política y a la crítica del régimen burgués. En suma, fueron
pasando rápidamente hacia posiciones definidamente materialistas y comunistas.
El encuentro de ambos en París y su decisión de colaborar tuvo como fruto inicial La
Sagrada Familia, “ajuste de cuentas” con los hegelianos de izquierda que, desde posturas
idealistas, fracturaban el nexo entre naturaleza e historia, reducían la política al problema
religioso, se desplazaban hacia el individualismo y el anarquismo, y desconocían el papel
de las masas en el proceso histórico sin siquiera poder imaginar al proletariado como fuerza
fundamental para la transformación revolucionaria de la sociedad. Luego, en La ideología
alemana prosiguieron con la crítica al hegelianismo de izquierda y al idealismo filosófico
en general, y analizaron los méritos y limitaciones de Feuerbach. Formularon los principios
básicos del materialismo histórico, demoliendo el criterio de que las causas de los cambios
en la historia se deben buscar en las mutaciones de los conceptos, ideas y concepciones
filosóficas, políticas y religiosas; y demostraron que la clave de los cambios sociales reside
en las condiciones de vida material de la sociedad, en el modo de producción de bienes
materiales, que constituyen la base del proceso histórico. Precisaron que ese proceso está
sujeto a leyes y tiene como motor a las fuerzas productivas, cuyo desarrollo determina los
cambios en las relaciones de producción; y enunciaron la idea del cambio objetivo de las
formaciones económico-sociales de acuerdo con leyes históricamente condicionadas. Y
subrayando el rol de las masas populares como auténticos artífices de la historia, pusieron
en claro que la lucha de clases es la fuerza motriz del proceso histórico, enfatizando en el
carácter revolucionario de la clase obrera y en su condición de elemento esencial para la
creación de una nueva sociedad y una nueva civilización.
Además, analizaron el proceso de formación de las ideologías y establecieron que
éstas sólo pueden ser encaradas en íntima relación con el análisis objetivo de la historia,
“puesto que casi toda la ideología se reduce ya bien a la interpretación tergiversada de esta
historia, ya bien a la abstracción completa de la misma. La propia ideología no es más que
uno de los tantos aspectos de esta historia”. Caracterizaron, entonces, como “ideología” el
pensamiento filosófico idealista que mitificaba la realidad y adquiría la contextura de una
“falsa conciencia” al desdeñar en general la historia real y darle la espalda a la producción
material de los hombres; o que, en todo caso, tenía ideas distorsionadas y preconcebidas
sobre esa historia, interpretándola desde un punto de vista puramente utilitarista, y no en
relación con la condición humana y la esencia real del hombre. Pero tal apreciación
negativa de esa “ideología” como “interpretación tergiversada” de la realidad y de la
historia no la extendieron a la ideología en su conjunto, sino que sentaron las bases para
diferenciar nítidamente dicha modalidad de una ideología auténtica y de carácter científico.
Fuentes teóricas fundamentales
Realizar un resumen crítico y una síntesis creativa de los hasta entonces más altos
logros cognoscitivos del hombre, reelaborándolos y verificándolos a luz de la práctica
social y las acciones del movimiento obrero, tenía en su base un formidable trabajo de
investigación que debía conducir, al decir de Lenin, a “conclusiones a las que los hombres
no habían podido llegar, limitados como estaban por el marco burgués o atados por los
prejuicios burgueses”; implicaba apoyarse en todas las conquistas del pensamiento
científico de épocas anteriores para efectuar una generalización teórica del discurrir de la
historia social, fundamentando con criterio objetivo y racional las vías de su desarrollo
ulterior y las perspectivas de la revolución socialista. Y esa colosal generalización teórica
sólo podía tener concretización merced a la genial reformulación e irrompible unificación
del materialismo y la dialéctica.
Por eso, como también enfatizó Lenin, “La historia de la filosofía y la historia de las
ciencias sociales enseñan que no hay nada en el marxismo que se parezca al ‘sectarismo’ en
el sentido de una doctrina encerrada en sí misma, rígida, surgida al margen del camino real
del desarrollo de la civilización mundial”. De allí que la nueva concepción representara la
“solución a los problemas planteados antes por el pensamiento avanzado de la humanidad”,
siendo la “continuación directa e inmediata de las doctrinas de los más grandes
representantes de la filosofía, la economía política y el socialismo” (7). Sus fuentes teóricas
fundamentales remiten, pues, a los grandes logros en esos tres ámbitos en la segunda mitad
del siglo XVIII y el primer tercio del XIX, cuya reelaboración crítica y síntesis creativa
implicaba asumir el materialismo como filosofía contrapuesta radicalmente al idealismo,
concebir la economía como basamento de la superestructura político-ideológica de la
sociedad y ubicar científicamente la lucha de clases en el centro de la actividad de la clase
obrera revolucionaria. Todo ello, enriquecido con la asimilación crítica de las realizaciones
más importantes de las ciencias naturales y de la ciencia histórica del siglo XIX, sin
desdeñar los aportes testimoniales de la literatura y el arte.
En primer lugar, Marx y Engels no limitaron su pensamiento a los postulados del
materialismo del siglo XVIII, sino que los trascendieron y enriquecieron con los logros de
la filosofía clásica alemana, sobre todo los de Hegel y de Feuerbach. La conquista más
importante fue la dialéctica, que Lenin valoró como “doctrina del desarrollo en su forma
más completa, profunda y liberada de unilateralidades, que permite comprender el
conocimiento humano y su carácter históricamente relativo como reflejo de la materia en
eterno movimiento”. Hegel elaboró por primera vez un sistema en el que, tal cual anotó
Engels, “se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un
proceso, es decir, en constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo,
intentando además poner en relieve la íntima conexión que preside este proceso de
movimiento y desarrollo” y abriendo el camino para “demostrar la existencia de leyes
internas que guían todo aquello que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar” (8).
Además, Hegel formuló las leyes fundamentales de la dialéctica y creó una lógica y un
método dialécticos. Pero realizó este gigantesco avance desde una postura idealista
trastocando la realidad de las cosas.
De allí que Marx señalara en la Nota final a la segunda edición alemana de El
Capital: “Mi método dialéctico no sólo difiere en su base del hegeliano, sino que además es
to do lo contrario de éste. Para Hegel, el movimiento del pensamiento, que él encarna con
el nombre de idea, es el demiurgo de la realidad, que no es más que la forma fenoménica de
la idea. Para mí, en cambio, el movimiento del pensamiento es el reflejo del movimiento
real traspuesto y traducido en el cerebro del hombre… Pero el hecho de que la dialéctica
sufra en manos de Hegel una mistificación, no obsta para que fuese el primero que supo
exponer de modo amplio sus formas generales de movimiento. En él, la dialéctica aparece
invertida, puesta de cabeza; basta con ponerla sobre sus pies para descubrir la médula
racional bajo la corteza mística”. Para entender verdaderamente el mundo y estar en
condiciones de operar de manera racional y eficaz sobre él era imprescindible, entonces,
“enderezar” y reelaborar críticamente los postulados de Hegel. Había, pues, que apreciar la
materialidad del mundo como realidad primordial y verlo, simultánea e inseparablemente,
en su movimiento eterno e incesante; es decir, era absolutamente necesario concebirlo
materialista y dialécticamente.
En su desarrollo contradictorio, la filosofía clásica alemana no concluyó con Hegel,
sino que tuvo a Feuerbach como su último gran representante. Éste recusó el idealismo
hegeliano, reivindicó las doctrinas materialistas de los siglos XVII y XVIII, dio solución al
problema fundamental de la filosofía reconociendo como realidad primordial y cabalmente
cognoscible a la naturaleza (y, dentro de ella, al hombre en calidad de producto suyo), y
sostuvo que el pensamiento no existe fuera de la materia especialmente organizada ya que
su contenido depende del mundo exterior y encuentra expresión en la percepción sensible.
Además, se aproximó a una correcta comprensión del rol jugado por la práctica en el
conocimiento al señalar que el pensamiento y la actividad son inseparables, pero no incluyó
en la actividad humana a la producción material porque no logró entenderla como elemento
principal y determinante de la práctica social y de la transformación del mundo. Por tanto,
al suponer que el conocimiento era el resultado de la simple influencia de los objetos de la
realidad sobre la conciencia de los sujetos e ignorar la acción transformadora del hombre
sobre la naturaleza como base fundamental del conocimiento, no pudo superar los límites y
el carácter contemplativo del viejo materialismo metafísico. Y al rechazar la dialéctica
hegeliana sin llegar a percatarse del contenido racional que portaba, con ese materialismo
restringido y chato quedó anclado en un naturalismo que no sólo entendía al hombre
únicamente como ser biológico, sino que también lo convertía en un ente abstracto al dejar
de lado los elementos socio-históricos concretos que hacen viable su configuración como
ser social. No obstante estas limitaciones y errores, Marx y Engels valoraron los avances
logrados por Feuerbach para reformularlos de modo crítico e incorporarlos creativamente
en la nueva concepción.
En segundo lugar, Marx y Engels sometieron a crítica científica amplia y profunda a
la economía política clásica inglesa que aceptaba dogmáticamente sin investigación alguna
y defendía sin cortapisas el carácter “eterno” de la propiedad privada, considerándola como
“atributo del hombre” a la vez que asumía como algo “natural y racional” la existencia de
trabajadores carentes de tal propiedad. Pero asimilaron críticamente y reelaboraron lo que
había de valioso en dicha disciplina. Las investigaciones sobre el trabajo como relación
activa y fundamental del hombre con la naturaleza, sobre la división del trabajo social y el
cambio de sus productos, etc., se habían iniciado en Inglaterra a fines del siglo XVIII y
tuvieron expresión particular en la teoría del trabajo como creador de valor de Smith y
Ricardo, aunque éstos concebían de modo estrecho el “trabajo social” sólo como generador
de mercancías. Marx y Engels tuvieron en cuenta esta teoría, pero la criticaron a fondo y
yendo más lejos demostraron que el trabajo social crea al propio hombre y toda la historia
humana: gracias a él tiene lugar el desarrollo y el perfeccionamiento de las “fuerzas
esenciales humanas” (es decir, de las capacidades y talentos del hombre) para hacer posible
la transformación de la naturaleza y la edificación de la realidad social.
Superando dialécticamente las insuficiencias y vacilaciones de las apreciaciones
materialistas anteriores, descubrieron así la base material del proceso histórico-social y
arribaron a la concepción materialista de la historia, nutrida después con las investigaciones
de Lewis Morgan sobre la sociedad primitiva que Engels retomaría y desarrollaría en forma
brillante en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Engels destacaba que
entre los diversos y trascendentales descubrimientos de Marx había dos que resultaban
descollantes: las leyes del desarrollo de la historia humana y las leyes del movimiento del
modo de producción capitalista y de la sociedad burguesa que éste engendra. Estos
descubrimientos tuvieron lugar en el curso de la crítica fecunda de la economía política
clásica, constituyendo el fundamento del viraje revolucionario que Marx realizó en la
ciencia y representando el núcleo de la teoría económica marxiana.
En tercer lugar, Marx y Engels examinaron las descripciones quiméricas de un
régimen social ideal hechas en los siglos XVI y XVII; las ideas socialistas utópicas de
Cabet; y las doctrinas comunistas francesas, inglesas y alemanas del siglo XVIII que
reivindicaban la igualdad de condiciones de vida individuales y de derechos políticos,
propugnando la abolición de la propiedad privada y las diferencias y privilegios de clase.
Estudiaron también a Saint-Simon, Owen y Fourier, los grandes utopistas que aportaron
gérmenes de ideas geniales aunque bajo una envoltura fantástica por actuar en una época en
que el modo capitalista de producción y el antagonismo entre el proletariado y la burguesía
aún no se habían desarrollado con amplitud, lo que los imposibilitaba para representar los
intereses de la clase obrera y los llevaba a plantear la emancipación “de golpe” de toda la
humanidad para instalar el reino de “la razón y la justicia eternas”. Y analizaron con
especial atención el socialismo de su tiempo que, en la caracterización hecha por Engels,
constituía por su forma teórica “la continuación, más desarrollada y más consecuente, de
los principios proclamados por los grandes pensadores franceses del siglo XVIII”,
exponentes de la burguesía revolucionaria que “como todos sus predecesores no pudieron
romper las fronteras que su propia época les trazaba”.
El socialismo anterior a Marx y Engels criticaba el modo capitalista de producción y
repudiaba la explotación que sufría el proletariado, pero no estaba en condiciones de
explicar en qué consistía dicho modo productivo ni por qué estaba basado en tal
explotación, limitándose sólo a rechazarlos por ser “dañinos” ante la imposibilidad de
avanzar hacia una concreta comprensión económico-social e ideológico-política del sistema
y de sus mecanismos. Superar tal entrampamiento exigía, entonces, dilucidar la esencia
todavía oculta del capitalismo, poner de manifiesto sus nexos internos y su naturaleza
objetiva, entender su carácter históricamente necesario, sus contradicciones esenciales y sus
propios límites, para poder valorar en sus justos términos la condición revolucionaria del
proletariado y su papel decisivo en la también necesaria transformación radical de la
sociedad burguesa. Todo esto sólo pudo lograrse mediante los descubrimiento marxianos
del carácter dual de la mercancía (como valor de uso y valor de cambio) y del trabajo (en
sus formas concreta y abstracta), lo mismo que de la esencia de la plusvalía, reveladores de
que el régimen productivo capitalista y su basamento en la explotación de la clase obrera
tienen como núcleo fundamental la apropiación del trabajo excedente no retribuido. Con
ello, quedaban explicados en su base el proceso de producción burgués, el proceso de
generación del capital y la condición concreta del proletariado.
Así, el socialismo dejó de ser especulativo y errático para convertirse en científico; es
decir, sobrepasó el teoricismo inmovilista y la acción sin norte para abrir paso a la real
práctica política alimentada y guiada por una teoría objetiva. Como señaló Engels, tal
avance estuvo condicionado, de una parte, “por la lucha de clases entre el proletariado y la
burguesía, reflejo de las condiciones materiales de existencia de la sociedad burguesa
moderna”; y, de la otra, “como toda nueva teoría,… por todo el material ideológico
acumulado antes de él”. El paso hacia el socialismo científico implicó, pues, no sólo una
reelaboración crítica de las doctrinas socialistas y comunistas anteriores, sino también la
correcta interpretación y reformulación de los logros de los historiadores franceses de la
Restauración (sobre todo, de la teoría de la lucha de clases de Guizot, Thierry, Mignet y
Thiers). Ese paso impulsó la crítica racional y coherente de la sociedad capitalista e hizo
más eficaz la lucha revolucionaria del proletariado, facilitando la comprensión científica de
las vías reales hacia la nueva sociedad socialista, la previsión de los rasgos fundamentales
de ésta y el curso probable de su ulterior desarrollo.
Y en cuarto lugar, además de las tres fuentes fundamentales Marx y Engels
enriquecieron la nueva concepción del mundo con la incorporación de las conquistas de las
ciencias naturales de su tiempo, cuya interpretación correcta y consecuente evidenciaba una
dialéctica de la naturaleza que ya no podía continuar siendo ignorada. Los antiguos griegos
del período alejandrino elaboraron los rudimentos de las ciencias naturales y los árabes los
desarrollaron en el Medioevo haciendo posible que alcanzaran auténtica expresión en el
siglo XV. Después, los grandes filósofos materialistas Holbach, Diderot y Helvetius (y
también Feuerbach) se preocuparon por las investigaciones sobre la naturaleza entendida
como realidad objetiva, al igual que diversos sabios, biólogos, físicos y matemáticos que
durante los siglos XVIII y XIX consiguieron descubrir leyes vigentes en el mundo natural.
El análisis científico de éste en sus diferentes sectores, la clasificación en determinadas
categorías de sus diversos objetos y procesos y la investigación minuciosa de la variada
estructura anatómica de los cuerpos orgánicos, fueron condiciones preparatorias esenciales
de los enormes progresos ulteriores. Y en la revelación de la dialéctica de la naturaleza
destacaron tres grandes descubrimientos en el siglo XIX: la teoría celular de Schleiden y
Schwann; la ley de la conservación y la transformación de la energía de Mayer, Joule y
Helmholtz; y la teoría evolucionista de Darwin.
En Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Engels señaló que
estos progresos ponían en claro que “la naturaleza tiene también su historia en el tiempo” y
“el mundo no puede concebirse como un conjunto de objetos terminados, sino como un
conjunto de procesos en el que las cosas que parecen estables, al igual que sus reflejos
mentales en nuestras cabezas, los conceptos, pasan por una serie ininterrumpida, por un
proceso de génesis y caducidad a través del cual, pese a su aparente carácter fortuito y a los
retrocesos momentáneos, se acaba siempre imponiendo una trayectoria progresiva”. Con la
dialéctica resulta viable “enfocar sustancialmente las cosas y sus imágenes conceptuales en
sus conexiones, su concatenación, su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad”. De
allí que “la naturaleza sea la piedra de toque de la dialéctica y las modernas ciencias
naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y
enriquecidos con cada día que pasa, demostrando así que la naturaleza se mueve, en última
instancia, por los cauces dialécticos, y no por los carriles metafísicos; que no se mueve en
la eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera
historia”. “Y lo que decimos de la naturaleza, concebida… como un proceso de desarrollo
histórico, es aplicable igualmente a la historia de la sociedad en todas sus ramas y, en
general, a todas las ciencias que se ocupan de cosas humanas (y divinas)”. Por tanto, “sólo
siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y
reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y retroceso,
llegamos a una concepción exacta del universo, de su desarrollo y del desarrollo de la
humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los
hombres”.
La nueva y revolucionaria concepción
Así, pues, en condiciones histórico-sociales específicas, con el estímulo vivificador
del movimiento obrero y sus luchas, y apelando a diversas y complejas fuentes teóricas, la
genialidad de Marx y Engels pudo dar curso a la elaboración de los elementos esenciales de
una nueva y cualitativamente distinta concepción del mundo, de la historia y del hombre.
La magnitud de la tarea emprendida por ambos sabios revolucionarios y la enorme
originalidad de sus resultados, precisaba Lefebvre (9), sólo pueden entenderse si se tiene en
cuenta que hasta entonces las distintas disciplinas y doctrinas utilizadas por ellos como
fuentes teóricas tenían un carácter parcial y limitado, permanecían aisladas unas de otras sin
que sus relaciones recíprocas hubiesen sido desentrañadas y tendían a la osificación en un
“sistema” unilateral e incompleto porque incluso los más importantes, valiosos y audaces
descubrimientos del siglo XVIII y la primera mitad del XIX se mantenían dispersos.
Constituían, en todo caso, expresiones cognoscitivas fragmentarias (aunque objetivamente
inseparables) de la moderna civilización industrial burguesa que, en su desarrollo y en
procura de enfrentar sus problemas y entenderse a sí misma, generaba en forma mistificada
y sin advertirlo los elementos cuya interpretación científica y reformulación específica
podía conducir a la comprensión objetiva de la naturaleza y la historia. Necesitaban, por
tanto, ser liberadas de sus estrecheces, limitaciones y tergiversaciones mediante la ruptura
de los tabiques que establecían compartimientos estancos para poder ser realmente captadas
en su esencia, su movimiento interno y contradictorio, y sus mutuas relaciones, revelando
así con vigor lo que de verdadero había en ellas.
Marx y Engels resolvieron estas serias dificultades a través del estudio minucioso de
esas disciplinas y doctrinas incompletas para criticarlas científicamente, modificarlas a
profundidad e integrarlas en una totalidad, es decir, para superarlas dialécticamente y, a
partir de su reformulación, elaborar una visión teórica nueva y radicalmente original que no
se separaba de la realidad ni aislaba arbitrariamente unos u otros de sus componentes, sino
que penetraba a fondo en ella para descubrirla como integridad contradictoria, precisar el
lugar, la función y los nexos de sus elementos constitutivos, y expresarla a cabalidad. En
otros términos, la nueva concepción contenía de modo cualitativamente distinto, o sea,
dialécticamente transformado, todas las doctrinas que la prepararon y que consideradas en
sí mismas poseían un carácter fragmentario, de modo que quedaba disuelto el aislamiento
en que se encontraban los hechos y las ideas; y el vasto conjunto de conocimientos
resultaba creativa y científicamente sintetizado para llevar el pensamiento a un nivel más
elevado, amplio, rico y complejo, capaz de evidenciar el movimiento de la realidad como
totalidad (antes apenas esbozado en sus aspectos dispersos), hacer aparecer con nitidez los
nexos y relaciones recíprocas de sus componentes, y volver inteligibles sus contradicciones
y las vías de su resolución.
Así, en consonancia con sus tres fuentes teóricas fundamentales, el marxismo surgió
como unidad inquebrantable de la filosofía, la economía política y la teoría del comunismo
científico. Esta unidad no constituía en modo alguno la simple suma mecánica de partes,
sino una síntesis orgánica y dialéctica en la que cada uno de los tres aspectos estaba
enlazado internamente con la totalidad para conformar una doctrina única, objetiva y
rigurosamente lógica. Por consiguiente, en la síntesis creativa existía una correlación
específica entre las tres fuentes teóricas y las tres partes del marxismo, de modo que cada
una de éstas tenía como referente una determinada fuente que era para ella la principal, pero
sin que ello significara dejar de lado la necesaria remisión recíproca entre las partes y sin
que agotara la gran complejidad de sus concatenaciones y sus interacciones.
Desde la perspectiva de las necesidades objetivas de la lucha revolucionaria del
proletariado, de la transformación social y del desarrollo posterior de la sociedad, el
resultado de la reelaboración científica y la síntesis creativa de los hasta entonces más altos
logros del pensamiento humano fue la serie de trascendentales descubrimientos de Marx y
Engels que definieron al marxismo como nueva e integral concepción del mundo, de la
historia y del hombre. La concretización de la nueva concepción representó, entonces, un
decisivo punto de inflexión en el desarrollo del pensamiento humano y de la práctica social,
coronando toda una ardua labor colectiva anterior efectuada por diversos investigadores,
científicos y combatientes sociales, los cuales habían ido marcando hitos susceptibles de
permitir el amplio despliegue del conocimiento objetivo acerca de la naturaleza, la realidad
social y el propio hombre. La nueva cosmovisión surgió, pues, en nexo con la “sociedad
moderna” y el proletariado industrial, apareciendo en calidad de concepción del mundo que
expresaba (y expresa) los nuevos tiempos y sus contradicciones, a la vez que aportando
soluciones reales, científicas y racionales a los problemas existentes. En el ciclópeo
esfuerzo por conocer e interpretar de manera por completo distinta el mundo para
transformarlo revolucionariamente, no sólo brilló con luz propia la genialidad de Marx y
Engels (aunque este último reservara para Marx la condición de genio, atribuyéndose con
ejemplar modestia a sí mismo y “a lo sumo” una “aportación talentosa”), sino que también
quedaron definidos rasgos de fundamental importancia en la nueva concepción.
En efecto, toda cosmovisión va más allá de una “actitud filosófica” y de una manera
de concebir y entender la realidad, implicando también la acción sobre ella, aunque el
carácter de esa acción no se encuentre claramente formulado y explícitamente relacionado
con la concepción, o a pesar de que su nexo con ella quede sin expresarse de modo abierto
y no se manifieste en un declarado y específico programa de actividad. Si no fuese así, la
teoría carente de acciones prácticas permanecería en su totalidad en un plano abstracto y
puramente especulativo, siendo por lo tanto ineficaz. Pues bien, en correspondencia con
modos de producción asentados en la propiedad privada, en la existencia de clases
antagónicas, en el dominio de una clase sobre el resto de la sociedad, en la separación del
trabajo manual e intelectual, y en conocimientos parciales y aislados sobre la realidad
natural y social, las viejas concepciones del mundo elaboradas en el curso de la civilización
mostraban rasgos peculiares, entre los que destacaban esencialmente dos: por un lado y en
gran parte, el basamento en criterios falsos, en fetiches ideológicos ajenos a la realidad y a
la ciencia; y, por el otro, en relación con tales criterios, la desconexión entre la práctica y la
teoría, entre la acción y el discurso. Contenían un determinado entendimiento de la realidad
que, pese a estar básicamente falseado, se traducía en acciones concretas sobre ella, pero
presentando a la teoría y a la práctica como elementos sin ligazón entre sí, divorciados y
divergentes en sus rumbos, con la primera cumpliendo la función de justificar a la segunda.
La concepción feudal-teológica tenía como base un “ser supremo” creador del mundo
y de “armonías” estáticas en él, y proclamaba la “igualdad de todos los hombres ante los
ojos de Dios”, pero apelaba a los inescrutables “designios divinos” para sancionar una
rígida jerarquización de seres vivientes, personas, relaciones, actos y valores, sirviendo así
para justificar la explotación de las masas de siervos y encubrir una actividad política (la de
la Iglesia católica) encaminada a preservar el dominio de los señores feudales y mantener
en el sometimiento y la pasividad a esas masas. Esta cosmovisión se enlazó histórica y
estrechamente con la concepción burguesa-individualista que toma como realidad esencial
al individuo aislado (portador de una abstracta e inherente “razón” que unificaría en él lo
individual y lo universal) para afirmar la existencia de “armonías espontáneas” entre el
hombre y la naturaleza, los intereses individuales y los colectivos, los derechos y los
deberes; y considerar la “libertad” y la “igualdad” como derechos universales innatos que
harían posible la “fraternidad” entre los hombres, pero sólo para “naturalizar” y justificar
las relaciones sociales burguesas, las objetivas diferencias clasistas y sus jerarquías, el
parasitismo de los capitalistas y la explotación de los trabajadores, respondiendo así a las
necesidades de acumulación del capital y presentando como “racionales” las acciones
políticas desplegadas por la burguesía para mantener y reforzar su dominación. En ambos
casos, la correspondiente doctrina, expuesta como estructura teórica intemporal y sin nexos
concretos con la acción, no era otra cosa que una tapadera para mistificar la realidad y
justificar vergonzantemente a las clases explotadoras y sus prácticas.
En la visión dialéctico-materialista, todo era (y es) radicalmente distinto y opuesto a
la estructura y el contenido de las viejas concepciones, las cuales fueron sometidas a crítica
científica. El marxismo es profundamente crítico, pero no se reduce sólo a eso. De ningún
modo absolutiza el principio de la negación y, por lo tanto, no representa una pura
negatividad. Ante todo, la crítica marxista es concreta: se pronuncia contra los fundamentos
de la antigua intelección del mundo y recusa la sociedad basada en la explotación y la
opresión del hombre. Y, además, es dialéctica: la propia negación porta la afirmación de lo
nuevo, por lo que esa negación no constituye un fin en sí mismo, sino que se subordina a la
afirmación. Si no fuera así, no podría entenderse cómo a la añeja cosmovisión idealista le
opone una concepción objetiva y racional, ni tampoco cómo el rechazo de la sociedad
burguesa está acompañado por la argumentación científica acerca de la necesidad universal
del socialismo. Cuando Marx y Engels negaban la situación real presente, lo hacían en
nombre del futuro, y su lucha contra un ordenamiento social que destruye al hombre tenía
como objetivo fundamental hacer viable una nueva sociedad donde el ser humano pueda
vivir y desarrollarse humanamente. Importa, entonces, examinar con determinada rapidez
los aspectos esenciales más resaltantes de tal visión, obviamente sin pretensión alguna de
abarcar la inmensa y profunda riqueza del conjunto de sus rasgos.
En primer lugar, rechazó atribuir a un “creador” y/o a un “espíritu ordenador” la
existencia de la realidad objetiva, del mundo material infinito-finito, de la naturaleza. Como
la ciencia lo prueba de múltiples maneras, la materia es eterna, se genera a sí misma en el
espacio y en el tiempo, y su estructura y desarrollo (su auto-movimiento, sujeto a leyes, de
lo simple-inferior a lo complejo-superior) son cabalmente determinables y cognoscibles.
Además, el mundo real es en su esencia dialécticamente contradictorio: todo objeto,
fenómeno o proceso lleva implícita la posibilidad de su propia negación y contiene el
embrión de las formas futuras que inevitablemente adoptará en su devenir. Estos cambios
se producen ininterrumpidamente, teniendo como expresión natural el auto-desarrollo. Así,
la estructura y el orden de la múltiple diversidad de cosas y procesos existentes emerge de
sus contradicciones internas, de sus interacciones concretas con otros procesos y cosas y de
sus resultados, de las transformaciones de la cantidad en calidad y viceversa, de los
equilibrios relativos y los cambios incesantes, de las continuidades y sus rupturas, de las
evoluciones y las involuciones, de las destrucciones y nuevos surgimientos, de las
eliminaciones y las superaciones, todo ello marcado por las correlaciones de la necesidad y
el azar.
Objetivamente, las contradicciones representan un hecho natural e histórico que
atraviesa por grados, fases y niveles: latencia, desarrollo, paroxismo, explosión, superación
o destrucción. En el mundo real, lo propio es el conflicto, el choque, la relación dinámica
en la que se producen los contrarios y se mantienen el uno al otro hasta el “triunfo” de uno
de ellos o hasta su ruina recíproca. Las estructuras materiales en movimiento permanente
no son distintas del movimiento mismo, el orden surge del propio y complejo devenir, y los
desórdenes relativos preparan un nuevo orden y lo manifiestan. La contradictoria realidad
objetiva (que incluye al hombre y a la sociedad) no tiene, pues, necesidad de un “creador”,
ni existen en ella “armonías” inmóviles metafísicamente preestablecidas.
En segundo lugar, la nueva concepción rechazó también la creencia en una “armonía
espontánea” entre el ser humano y el mundo natural, demostrando más bien sus relaciones
contradictorias de intercambio. El hombre no puede permanecer simplemente impasible e
inmutable ante la naturaleza porque para sobrevivir, llegar a ser él mismo y lograr su auto-
transformación, debe satisfacer sus necesidades tomando activamente de ella los recursos
del caso; es decir, dentro de una objetiva unidad dialéctica de opuestos complementarios,
debe transformarla mediante el trabajo, la técnica y el conocimiento científico, dominarla
creativamente y ponerla a su servicio. Pero en reciprocidad, necesita respetarla, preservarla
evitando violentar sus límites y “humanizarla” con cada cambio que produce en ella,
porque no sólo es el lugar de su origen sino también y desde siempre su hábitat permanente.
Por tanto (aunque en especial bajo el capitalismo la naturaleza sea considerada utilitarista e
irracionalmente sólo como objeto de depredación para beneficio de la burguesía), en aras de
garantizar su propia supervivencia el hombre está obligado a establecer con ella una
consciente, racional y equilibrada relación de adecuación recíproca, lo cual está
sideralmente lejos de una “armonía espontánea” entre ambos.
En tercer lugar, recusó las ilusiones ideológicas de la concepción individualista
burguesa que presentan al individuo aislado como realidad esencial y base de la sociedad,
deslindando así categóricamente campos con los criterios que no sólo lo contraponen de
modo artificial al conjunto social, sino que también encierran al sujeto en su conciencia (en
su “razón innata”) y lo conducen a tomar como punto de partida el simple examen de la
subjetividad cuando se trata de entender y explicar los procesos y fenómenos objetivos del
mundo real. Con la concepción dialéctico-materialista, quedó claro que existen realidades
concretas frente a la cuales resulta arbitrario dar prioridad al sujeto aislado y solipsista:
realidades naturales (el mundo exterior, la naturaleza), prácticas (el trabajo, la actividad
colectiva creativo-transformativa) e histórico-sociales (la estructura económica de la
sociedad, las clases y su confrontación, la cultura, etc.).
Desde su origen, considerado individual y socialmente, el hombre es un ser activo
que, en necesaria relación con la naturaleza, ha ido creando su vida en sociedad, su historia
concreta y el conjunto de la historia, pero no lo ha hecho ni lo hace según determinaciones
puramente subjetivas (deseos, voluntad, imaginación, etc.), sino en función de condiciones
y factores objetivos no elegidos por él y heredados del pasado. En términos dialécticos, el
hombre es el creador de la historia, pero a su vez ésta lo determina, condiciona y moldea.
Debido a la misma índole de su actividad y para poder sobrevivir, los individuos han estado
y están obligados a establecer nexos generales y específicos entre sí, cuyo carácter es
social. No pueden prescindir ni separarse de esas relaciones sociales concretas porque su
propia existencia y su calidad de seres humanos, su desarrollo y la totalidad de sus
actividades con sus posibilidades y sus límites históricos, dependen de ellas. Por tanto, no
es posible concebir al individuo y la sociedad de manera abstracta como elementos
enfrentados antagónicamente, sino como conformantes reales de una unidad dialéctica de
opuestos complementarios que no pueden existir el uno sin la otra, y viceversa. El
individuo aislado y auto-suficiente como realidad esencial y base de la sociedad es, pues,
una entelequia que sólo encuentra sitio en las fantasiosas divagaciones de la burguesía y sus
ideólogos.
Además, con la imposibilidad del aislamiento, la relaciones recíprocas establecidas
necesariamente por los hombres en el curso de su historia constituyen el ser social de cada
sujeto y es este ser social el que determina su conciencia, y no a la inversa. En La ideología
alemana, Marx y Engels puntualizaban que “Los hombres son los productores de sus
representaciones, de sus ideas, etc., pero los hombres son reales y actuantes, tal y como se
hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el
intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus formaciones más amplias. La
conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su
proceso de vida real”. Por tanto, “No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida
la que determina la conciencia”. De allí que resulte un total contrasentido pretender la
intelección y la explicación de los fenómenos y procesos del mundo real invirtiendo su
orden objetivo y lógico, desdeñando la realidad y partiendo de la subjetividad. Ésta no es la
que genera las relaciones sociales sino que, por el contrario, es un producto de ellas y se
halla incorporada en ellas en correspondencia con leyes generales y específicas. Aunque en
el curso de su desarrollo histórico la conciencia y el pensamiento han logrado alcanzar una
independencia relativa y se han liberado también relativamente de las relaciones simples e
inmediatas con el medio social, jamás se separan de las omnipresentes relaciones sociales a
pesar de que ilusoriamente pudiera parecer lo opuesto. La extensión, profundización y
vigorización de la conciencia y el pensamiento racional, e incluso su capacidad para operar
de modo retroactivo sobre las relaciones sociales y promover su transformación, están
condicionadas históricamente, pues, por esas mismas relaciones de las que objetivamente
ningún hombre real puede escapar.
Por último, en su necesario vínculo con la naturaleza los hombres extraen de ella lo
que requieren para mantener y desplegar su vida, y lo hacen trabajando de modo colectivo y
organizado utilizando los medios (instrumentos) correspondientes. Así y únicamente así,
producen su propia vida, es decir, superan la existencia puramente natural (animal) y se
sobreponen a la naturaleza dentro de ciertos límites y condiciones determinadas por ella
misma (clima, fertilidad del suelo, flora y fauna, etc.) que se van modificando con los
cambios introducidos en el ambiente por la acción del propio hombre. Por consiguiente, las
relaciones fundamentales en cualquiera de las formas históricas de la sociedad humana son
las relaciones sociales de producción, que junto con las fuerzas productivas conforman un
modo de producción histórico y concreto. En las condiciones de la civilización, los modos
de producción esclavista, feudal y capitalista se asientan en la propiedad privada sobre los
medios productivos, en el dominio económico-social y político-cultural de la clase que los
posee, y en la explotación y sojuzgamiento de las clases desposeídas. En estas sociedades
de clases antagónicas, no puede haber “armonía espontánea” (sino más bien objetiva
discordancia y contraposición) entre los intereses individuales privados y los colectivos,
con las consiguientes diferencias entre los derechos y los deberes asignados a cada clase,
del mismo modo que resultan imposibles tanto la libertad y la igualdad reales de todos los
hombres como la fraternidad universal en medio de la lucha de clases.
En cuarto lugar, recusó el ordenamiento social basado en clases y jerarquías estáticas
presentadas metafísicamente como exteriores a los individuos y a su actividad concreta por
provenir de la “voluntad divina”, lo mismo que la supuesta existencia en la sociedad de
relaciones y clases “naturalizadas”, es decir, derivadas en forma arbitraria de los nexos y
relaciones imperantes en la naturaleza, en el mundo biológico donde “predominan los
mejor adaptados y los más fuertes” (cuyo paradigma sería la burguesía). Ahora bien, es de
suma evidencia que el medio natural constituye el imprescindible ámbito en el que se ubica,
espacial y temporalmente, el transcurrir histórico de la vida social y de la actividad de los
hombres, y que como tal los condiciona y ejerce sobre ellos ciertos tipos de influencia
modificables en correspondencia con el avance de la propia sociedad, la ciencia y la
técnica. Sin embargo, biologizar las relaciones sociales, pretender que constituyen una
emanación “espontánea” y “eterna” de la naturaleza, o que per se ésta determina
inevitablemente la existencia de la sociedad, de su estructura, de su división en clases y de
jerarquías asentadas en tal división, es tan absurdo como creer que los hechos sociales
ocurren por mandato de una “divinidad”.
Apoyándose en la ciencia, la concepción dialéctico-materialista pone en claro que en
el mundo material (por lo menos en nuestro planeta) existen tres grandes niveles
jerárquicos de fenómenos cualitativamente distintos entre sí por sus propiedades y por las
leyes de su desarrollo: a) natural-inorgánico; b) natural-orgánico o biológico; y c) social. En
el desarrollo histórico de la materia, los procesos de la naturaleza inorgánica sirven de base
para el surgimiento de los fenómenos biológicos y éstos hacen posible la emergencia de los
fenómenos sociales, hecho objetivo que condiciona el vínculo dialéctico indisoluble y la
interacción recíproca de los tres niveles. La aparición de los fenómenos y procesos
biológicos y sociales implica el surgimiento de formas y leyes de desarrollo por completo
nuevas, cualitativamente diferentes de las existentes en la naturaleza inorgánica; y el paso
de un nivel a otro significa la integración y subordinación de las formas y leyes de
desarrollo inferiores a las de tipo superior. De este modo, las leyes y formas de desarrollo
del mundo inorgánico están integradas y subordinadas por las de la naturaleza biológica y
ambos niveles, con sus formas y leyes de desarrollo, resultan subsumidos por el nivel
social, el más elevado en el desarrollo de la materia. Este último nivel incorpora e integra a
los anteriores, y sus leyes son dominantes con respecto a las de la realidad inorgánica y a
las del ámbito biológico.
En la naturaleza viviente, el desarrollo se manifiesta como un complejo proceso de
organización interna y funciones de plantas y animales, orientado a la adecuada adaptación
a sus condiciones de existencia. En el mundo animal, el proceso de desarrollo organizativo-
funcional está vinculado en las especies más evolucionadas con la posesión de un sistema
nervioso perfeccionado que hace posible reflejar mejor la realidad y lograr una adaptación
más ajustada, aunque pasiva, en el ambiente dado. De este mundo animal se desprende el
producto superior del desarrollo de la materia: el hombre, dotado de un cerebro sumamente
complejo que le permite reflejar la realidad en todos sus aspectos (tanto en representaciones
sensibles como en conceptos abstractos) y lo dota de una capacidad de acción para operar
sobre la naturaleza, transformarla y crear realidades nuevas por completo distintas a todo lo
existente. La más fundamental de estas creaciones es la sociedad humana, el nivel social
dentro del cual el hombre se desarrolla y auto-transforma, genera la cultura y se realiza no
ya como ser natural (es decir, procedente de la naturaleza), sino como ser esencialmente
social dialécticamente determinado y condicionado por su propia creación. En la sociedad,
el desarrollo está ligado al paso de una formación económico-social a otra de tipo superior,
al avance de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, al perfeccionamiento de
las capacidades humanas y de los medios para reflejar la realidad, a la elaboración y
acumulación de nuevos conocimientos científicos y técnicos que aumentan el poder del
hombre sobre la naturaleza, y a la renovación y enriquecimiento creciente de la cultura.
Tal creación fundamental y su desarrollo se han podido concretizar porque, casi
desde su desprendimiento del mundo animal, gracias a la conjunción de la mano y el
cerebro los seres primitivos y en proceso de formación como hombres fueron forjando
rudimentos de herramientas, de trabajo y de relaciones sociales para actuar sobre la realidad
natural y producir los elementos materiales requeridos por su subsistencia y evolución.
Luego, el perfeccionamiento creciente del trabajo y de la técnica apoyado por un lenguaje
elemental (surgido de las interacciones prácticas de los individuos) se fue traduciendo en el
despliegue de los respectivos embriones de pensamiento y llevando a la modificación cada
vez más adecuada de la naturaleza, a la emancipación paulatina y relativa con respecto a
ella, al desarrollo de las relaciones sociales, a la aceleración evolutiva y a la transformación
progresiva de esos seres primarios sobre la base de su propia actividad individual y social,
física y mental. Así, en el curso del proceso de hominización y de humanización, fueron
transitando desde el salvajismo a la barbarie para llegar a la civilización que, con sus
grandes etapas esclavista, feudal y capitalista, ha estado marcada por el establecimiento de
modos de producción sucesivos, históricamente específicos y cada vez más perfeccionados,
poseedores cada cual de leyes propias y de una particular división y organización del
trabajo y, con ello, de concretas maneras de ubicación de los individuos dentro de la
sociedad y de su actividad real.
Superada la etapa de salvajismo, en la fase de barbarie tuvo vigencia la comunidad
gentilicia basada en la propiedad social de los medios de producción, en el trabajo colectivo
y su división natural entre hombres y mujeres, adultos y niños, y en la distribución y el
consumo igualitario de los productos obtenidos. La prolongada duración de esa comunidad
terminó con su paulatina disolución debido a la aparición de la propiedad privada sobre los
medios de producción de bienes materiales, la división de la sociedad en clases, el dominio
de una clase sobre las demás, el surgimiento del Estado, la explotación de las clases
subalternas por la dominante y la instalación de las jerarquías correspondientes; todos ellos,
rasgos propios de la civilización y de sus etapas esclavista, feudal y capitalista. El propio
curso de la historia demuestra, por consiguiente, que jamás han existido ni existen
relaciones sociales, clases y diferencias entre ellas originadas en la naturaleza o derivadas
en forma mistificada de ella, ni menos aún jerarquías decididas por la “divinidad”. A
despecho de las formulaciones especulativas de las concepciones burguesa y feudal-
teológica, es el hombre social en relación activa con el medio natural, para dominarlo y
transformarlo de acuerdo con sus propios fines, quien se ha creado a sí mismo mediante el
trabajo y las relaciones sociales, creando simultáneamente su sociedad, sus modalidades
históricas y toda la historia humana. Y ha concretizado tales logros teniendo en cuenta los
condicionamientos de la naturaleza, pero a la vez poniendo en juego todas las ventajas y
potencialidades de su equipamiento orgánico-funcional, de sus conquistas culturales y de la
dominancia de las leyes sociales para ir superando cada vez en mayor medida esos
condicionamientos, “contrariar” a la naturaleza y modificarla a la vez que transforma su
sociedad y se transforma a sí mismo.
Finalmente, y como rasgo de fundamental importancia, la cosmovisión marxista
rechazó la disociación de práctica y teoría consagrada abstracta, idealista y metafísicamente
por las viejas concepciones del mundo, reivindicando enérgicamente su indisoluble unidad
dialéctica expresada en la categoría de praxis. Objetivamente y en su sentido integral, ésta
constituye práctica consciente efectiva (es decir, actividad humana para transformar la
realidad concreta en correspondencia con fines determinados y preestablecidos) que, por
consiguiente, incluye de modo necesario acciones cognoscitivas o teóricas (10). La práctica
y la teoría son, pues, los dos aspectos fundamentales íntimamente enlazados de la actividad
del hombre que sólo han podido ser concebidos por separado debido a la presencia e
intervención de específicos factores histórico-sociales.
Marx y Engels analizaron el divorcio entre la actividad manual (práctica) y la
intelectual (teoría) estableciendo su origen no ya de modo exclusivo en sus diferencias
naturales, sino en rasgos determinados del proceso histórico, que en las sociedades de
clases antagónicas marcaron la escisión a través de la respectiva división social del trabajo
siendo la actividad manual “propia” de las clases subalternas y la actividad intelectual
privilegio de las dominantes. En tales sociedades, la práctica ha sido (y es) considerada por
lo general sólo como utilización y transformación de los objetos materiales, en tanto que la
teoría se aprecia únicamente como intelección e ideación que aparentan originarse por sí
mismas para adquirir plenitud en sí mismas sin nexo interno con la práctica (11). Así, en el
curso de la civilización se han extendido y profundizado el prejuicio y la creencia acerca de
la teoría como “superior” y “distinguida”, en contraposición a la condición “inferior” y
“plebeya” de la práctica (que supuestamente carecería de funciones cognoscitivas). Este
divorcio distorsionante sirve de base para que, en circunstancias concretas, la práctica sea
conceptuada como simple operativismo estrecho y ordinario que desdeña la teoría; y para
que ésta sea presentada como forma “pura” desvinculada por completo de la acción, es
decir, como auto-suficiente, extraordinaria e intelectualista.
Sin embargo, objetivamente en cualquier actividad humana, desde la más simple
hasta la más compleja, se constata la utilización del intelecto para precisar un determinado
fin y, con la mediación de los instrumentos dados, la realización de las acciones necesarias
y suficientes para lograrlo. De hecho, esto evidencia de modo real la íntima e indisociable
unidad dialéctica de acto y pensamiento, de práctica y teoría como aspectos material y
espiritual del quehacer socio-histórico de los seres humanos, es decir, de la dinámica
transformación de la naturaleza y la sociedad aunada al conocimiento del mundo (12).
Mediado por las relaciones sociales del caso, el aspecto práctico-material remarca el
vínculo que establece el hombre con la realidad; se halla directamente enlazado con la
sensorialidad y motricidad humanas y con las experiencias y conocimientos inmediatos en
esos niveles; remite a la toma de conciencia con respecto a necesidades específicas y
representa determinados modos de acción para satisfacerlas. Así, la práctica misma es un
hecho objetivo y natural al constituir una prolongación funcional del organismo humano
puesto en acción para cambiar la realidad en correspondencia con el conocimiento de sus
propios requerimientos. Es la actividad colectiva real de los hombres para asegurar su vida
y el desarrollo de la sociedad, y no únicamente la experiencia subjetiva de un individuo
dado; y sus formas fundamentales de existencia son la participación en la producción
material, la intervención activa en los variados niveles del conjunto de la vida social y en su
transformación, y la realización de la experimentación científica.
Por su parte, el aspecto teórico-espiritual representa la aspiración cognoscitiva del
hombre acerca de la realidad en que se ubica y el modo específicamente humano de
responder racionalmente a necesidades sociales e individuales históricas y concretas. Está
configurado por el propósito y el esfuerzo conscientes de analizar-abstraer y sintetizar-
generalizar las cualidades de los objetos reales y descubrir en ellos sus propiedades
esenciales (encontrando tras las apariencias la coherencia interna que los define como cosas
específicas y, a la vez, elucidando sus nexos necesarios con el resto de cosas); es decir, de
conocer el mundo, hacer posible la utilización/transformación de esos objetos como
instrumentos o medios y lograr la satisfacción de necesidades reales. Constituye, pues, el
momento de la práctica concreta en el que se va definiendo y organizando una síntesis
sistemática de conocimientos verídicos que proporcionan una visión integral de las
regularidades y concatenaciones objetivas y esenciales de la realidad o de uno u otro de sus
sectores, permitiendo describir, explicar y predecir el funcionamiento de un cierto conjunto
de sus componentes y haciendo factible la operatividad eficiente sobre ellos. Se realiza,
entonces, mediante una serie de procesos intelectuales desplegados en el transcurso de la
práctica para descomponer y recomponer idealmente los objetos sobre los que se opera (en
un rumbo análogo por su estructura al obrar concreto en el que se desintegra y vuelve a
integrar una determinada totalidad objetal), diferenciando así el fenómeno y la esencia,
abstrayendo y generalizando las cualidades descubiertas y logrando un conocimiento cada
vez más exacto y profundo de las cosas dadas.
En la vida social real del hombre, la práctica (la acción) siempre le plantea problemas
definidos a la teoría (el pensamiento, el conocimiento) y le exige elaborar, formular,
integrar y anticipar las soluciones pertinentes, de modo que la práctica y la síntesis de sus
resultados constituyen un elemento orgánico de la teoría, la cual retorna al nivel del que
surge para perfeccionarlo y orientarlo con cada vez mayor precisión. “La práctica siempre
es concreta. La teoría vuelve a encontrar y desprende la universalidad envuelta en el
conjunto de las particularidades de la práctica. Así se desarrolla el movimiento dialéctico de
lo concreto a lo abstracto y del regreso a lo concreto enriquecido (de lo particular a lo
general y recíprocamente) que lleva a lo universal concreto, a la idea. Práctica y teoría no
se confunden, sino que se superan recíprocamente” (13). En su calidad de conjunto de
conocimientos acerca de la realidad objetiva, es decir, como generalización de los logros de
la actividad cognitiva y de los resultados de la práctica social de las personas, la teoría
resulta entonces enlazada internamente con la práctica y encuentra en ella el criterio de su
veracidad, el medio o vehículo de su verificación (14). Así, originada en la práctica, la
teoría está unida dialécticamente con ella para configurar la praxis, práctica lúcida y
consciente de sí misma. Pero, a la vez, la teoría posee una independencia relativa y, como
reflejo o modelación racional de la realidad, representa el resultado de la producción socio-
espiritual histórico-concreta capaz de configurar y establecer los fines de la actividad,
determinando los medios para la consecución de tales fines y existiendo bajo la forma de
nociones en desarrollo sobre los objetos de la práctica humana. En otros términos, la teoría
surge como síntesis racional de la práctica, pero posee su propia dinámica interna y
retroactúa sobre la práctica misma para orientarla y dirigirla, de modo que en esta
interacción dialéctica ambas se enriquecen recíprocamente y van accediendo a niveles cada
vez más elevados de desarrollo y eficacia.
Ahora bien, en sus Tesis sobre Feuerbach, Marx señalaba: “La vida social es, en
esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo,
encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica”
(Tesis VIII). Afirmaba así la prioridad del momento concreto de modificación de la
realidad sobre el de su simple entendimiento teórico: “Los filósofos no han hecho más que
interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” (Tesis
XI). Sin embargo, tal prioridad de ninguna manera significaba desvalorizar la teoría, ni
menos aún rebajar la necesidad de la comprensión teórica de la realidad. Además, esa
práctica no debía entenderse como fenómeno puramente individual, sino enmarcada en las
relaciones sociales en las que se desarrolla, por lo que el trabajo humano adquiría la
condición de fundamento material de toda la sociedad y, por consiguiente, la práctica social
representaba también el fundamento de la teoría. Así, ésta ya no podía ser concebida como
actividad separada, sino como una actividad que sólo encuentra pleno significado en su
íntima relación con la práctica: “El problema de si al pensamiento humano se le puede
atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la
práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la
terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento
que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico” (Tesis II).
Por ello, Lenin siguiendo a Marx, tal como lo han remarcado Lefebvre y Guterman,
“insistía sobre la dignidad y la universalidad de la categoría de práctica, que es la primera y
la última de la dialéctica materialista”. La ubicación del hombre en una determinada escala
del universo, su equipamiento orgánico-funcional y sus relaciones inmediatas con la
realidad, constituyen ya un hecho práctico y “esta situación objetiva determina el punto de
partida concreto del conocimiento y de la acción”. Por tanto, “el primer sentido de la
práctica es la interacción del hombre con la naturaleza”: como ser proveniente del mundo
natural y que opera sobre el sin aislarse o evadirse de la interdependencia universal, el
hombre conoce la realidad en tanto la modifica, de modo que “la sensación más humilde
tiene, así, una realidad práctica”. “A partir de este primer momento, la categoría se
desarrolla, adquiere un sentido más amplio hasta envolver la voluntad de transformación
consciente del hombre por sí mismo”. “La práctica, lucha del hombre y la naturaleza, es
determinación creadora. El hombre humaniza a la naturaleza al humanizarse a sí mismo.
Crea las condiciones para el cumplimiento de sus deseos; y en este esfuerzo, crea deseos
humanos que vuelven hacia la naturaleza para satisfacerse. En este grado, la práctica
envuelve las relaciones complejas de los hombres entre sí y consigo mismos”.
Por consiguiente, el marxismo “no dice a los hombres ‘Hay que obrar’. Eleva a la
conciencia al hecho de que siempre han obrado. No conocían su propia acción porque el
pensamiento era, hasta el materialismo dialéctico, una totalidad dispersa, alienada,
separada de su objeto, de su propia esencia y de su contenido; de tal manera, que sus
fragmentos se atribuían una autonomía ficticia, unilateral (metafísicas, místicas,
ideologías de clase). Por lo demás, la practicidad de la dialéctica excluye toda atribución de
un poder ideal al fin de la acción. Los progresos hacia ese fin no se realizan por medio de
ninguna espontaneidad exterior a la eficiencia práctica. La dialéctica prescribe la paciencia
y la habilidad, la acción humilde, parcial, continua. Exige que siempre se definan
claramente las fases, las épocas, las transiciones, las situaciones, los medios y los eslabones
esenciales. Pero sin perder nunca de vista la totalidad del proceso, que es lo único que
importa”. Así, en definitiva, la nueva concepción del mundo “envuelve un imperativo de
acción. No se trata de la acción por la acción, que es un ‘valor’ mistificador y fascista.
Marx y Lenin han mostrado la profunda practicidad de toda teoría por medio de la cual la
teoría se inserta en el movimiento real del mundo, de la sociedad, del pensamiento. Niegan
la validez de un conocimiento sin relación mediata o inmediata con una acción presente o
posible; es decir, rechazan el pensamiento aislado. Considerado en su totalidad, el
pensamiento siempre ha sido activo. Todo hombre siempre ha sido activo aunque su
eficiencia haya sido, hasta ahora, ‘ambivalente’: acción sobre la naturaleza, por una parte;
acción de clase sobre los hombres, por la otra” (15). De tal suerte, en las sociedades de
clases antagónicas la “ambivalencia” de la actividad concreta, junto a la del pensamiento,
muestra rasgos peculiares.
En efecto, en el curso de la civilización y de sus grandes etapas antagónico-clasistas,
la práctica realizada dentro de relaciones sociales específicas para transformar la realidad
natural fue abriendo el camino para el conocimiento del mundo, el dominio creciente sobre
determinadas áreas o parcelas de la naturaleza y el desarrollo de la sociedad. A pesar de que
en el proceso histórico se había producido la separación del trabajo intelectual y el trabajo
manual junto con la ruptura de la unidad de la teoría y la práctica, las interacciones del
pensamiento y la acción nunca dejaron de existir, aunque ocurriendo con las limitaciones y
deformaciones impuestas por esa separación y esa ruptura dentro de las particularidades de
cada formación económico-social históricamente específica. De este modo, la práctica
social (efectuada en correspondencia con el nivel de desarrollo histórico alcanzado por las
fuerzas productivas y el respectivo carácter de clase de las relaciones de producción), al
realizarse en función de los intereses privados materiales e ideológicos de clases y grupos
dominantes y privilegiados, tenía una índole segmentada, inconexa, desordenada y
desgajada de la satisfacción de las necesidades de las grandes mayorías. Servía de base,
entonces, a un despliegue teórico peculiar, uno de cuyos rasgos principales residía en la
condición también fragmentaria, unilateral, restringida e incompleta de la síntesis
cognoscitiva de los resultados de la práctica, determinando que su retorno a ésta no sólo
revelara su incapacidad para servirle como eficaz elemento directriz, sino también que no
pudiera garantizar la necesaria y suficiente lucidez para que la práctica tomara conciencia
cabal de sí misma. En consecuencia, una práctica atomizada y dispersa, y una teoría que
presentaba de igual manera los resultados de la acción concreta, estaban imposibilitadas
para integrarse en una unidad objetivamente adecuada capaz de significar la superación
cualitativa de ambas; por tanto, no podían elevarse a un nivel superior, al nivel de praxis
real. Además, esta situación afectaba significativamente la práctica de las clases subalternas
y, de una u otra forma, restringía en general la elaboración y el desarrollo de los saberes
populares tradicionales y el despliegue amplio de la riqueza de su contenido.
No obstante estas limitaciones de la práctica y la teoría, en el proceso de desarrollo
histórico el significativo perfeccionamiento técnico generaba grandes avances en la acción
sobre la naturaleza, con el creciente progreso de las ciencias naturales y el adelanto
cognoscitivo derivado del análisis de los objetos en los diferentes sectores del mundo físico,
la clasificación de las cosas y procesos existentes en él y la investigación de los organismos
vivientes, lográndose el descubrimiento de determinadas leyes en variados campos. Pero en
general, y no obstante los esfuerzos de numerosos científicos y sabios, la labor científico-
natural permanecía constreñida por la dominancia de criterios idealistas y metafísicos
contrarios a la ciencia que desarticulaban a la naturaleza como totalidad y centraban de
modo principal la visión en lo fenoménico, limitándose a describirlo sin poder impulsar la
penetración objetiva en la esencia de las cosas y frenando el descubrimiento ampliado y la
interconexión de las leyes vigentes en la naturaleza. En todo caso y en lo fundamental,
sobre la base de una práctica social orientada por intereses privados dominantes, el avance
cognoscitivo implicaba la elaboración de nociones y teorías aisladas entre sí, referidas
principalmente a determinados aspectos fragmentarios de la apariencia de las cosas y,
además, poseedoras de un contenido muchas veces contaminado por presiones materiales y
condicionamientos ideológicos de clase. Aunque representaban conocimientos en un cierto
nivel de aprehensión, esas nociones y teorías científico-naturales revelaban su incapacidad
para reflejar la naturaleza como totalidad dinámica y dar cuenta de la interrelación de sus
sectores, de modo que su retroacción sobre la práctica social mostraba serios déficits de
objetividad y de relativa precisión. Por ello, esa práctica no sólo estaba insuficientemente
alimentada desde la teoría, sino que también carecía de una dirección clara con respecto al
conjunto de las necesidades sociales reales, con serio daño para su lucidez y consecuente
desarrollo racional.
En tales condiciones, el impetuoso desarrollo capitalista y el creciente despliegue de
las fuerzas productivas estuvieron acompañados por el notable progreso de las ciencias
naturales y logros impresionantes en ese terreno. Pero, a la vez, dichas ciencias fueron
puestas ya sin velos ni miramientos al total servicio de la burguesía, de las necesidades de
acumulación del capital y de los requerimientos mercantiles, de modo que en general la
actividad y la investigación científicas adquirieron un carácter profundamente pragmático
(utilitarista) y una abierta orientación hacia la consecución de la máxima rentabilidad de los
capitales en juego. Los diversos y urgentes problemas prácticos surgidos en el curso de la
explotación del mundo natural en procura de la obtención de cada vez mayores beneficios
privados, exigían soluciones científicas y las ciencias naturales, dentro de su servidumbre
general y para alcanzar mayor “eficiencia”, tenían que promover y dar gigantesco impulso a
su propia fragmentación (la llamada “barbarie de la especialización” rigurosa), con lo que
resultó mucho más ahondada la tendencia a ignorar a la naturaleza como totalidad, a perder
de vista la objetiva interconexión de sus diferentes sectores y a pasar por alto la
consideración de sus límites como proveedora de recursos (es decir, el carácter agotable de
sus fuentes). En esta situación, una práctica de clase dominante, depredadora y rentista, un
practicismo rapaz para el que carecen de toda importancia las necesidades de las mayorías
humanas y su satisfacción adecuada, sólo ha podido ir engendrando en general una teoría
fraccionada, sectorializada, estrecha y mezquina que, al dar pie para el paroxismo
extractivista, propicia una creciente destrucción de la naturaleza y la justifica con pleno
cinismo, irresponsabilidad e irracionalidad (como, por ejemplo, en el caso de los terribles
efectos del cambio climático o en el del uso de químicos agresores en los diversos cultivos).
Así, bajo el capitalismo la deformada acción social sobre la naturaleza impulsada por la
burguesía hace oídos sordos a las voces sensatas provenientes incluso de la propia ciencia
(descalificando además los saberes de las poblaciones originarias y sus prácticas basadas en
el equilibrio con el mundo natural) y no sólo está profundamente pervertida, sino que, peor
aún, pone cada vez en mayor riesgo la vida humana, la existencia de la sociedad y la
presencia de cualquier vestigio vital en el planeta.
Por otro lado, en las formaciones sociales antagónico-clasistas la práctica cuyo objeto
era (y es) la propia sociedad siempre tuvo realización primordialmente en función de los
intereses, necesidades y beneficios de las clases y grupos dominantes, poseyendo por ello
un carácter segmentado, inconexo y anárquico. Esa práctica, en el curso del esclavismo, el
feudalismo y especialmente el capitalismo, fue dando lugar a preocupaciones, reflexiones y
elaboraciones teóricas acerca de la sociedad, orientadas a mantener y consolidar el estado
de cosas imperante y el poder de clase dado. Tal condicionamiento resultó determinante
para que, a lo más y en un nivel superficial, sólo se lograra apreciar y conceptualizar de
modo aislado aspectos fenoménicos y/o procesales de la vida social sin poderlos captar
como elementos de una totalidad real y sin conseguir el acceso a su esencia objetiva y
profunda, mostrando, por ello mismo, la incapacidad para desentrañar las leyes propias de
cada una de esas formaciones. Debido a su focalización en las apariencias y a sus nexos
internos con sistemas de creencias, constituían conocimientos limitados que describían de
modo más o menos circunstanciado hechos o situaciones, pero que al no reflejar fielmente
la realidad ni poder explicarla racionalmente tampoco estaban en condiciones de servir de
apoyo y guía para una práctica social lúcida y consciente de sí misma. De allí que con tal
práctica social fragmentada y desordenada, y con tales representaciones unilaterales y
superficiales de la sociedad, la existencia de una auténtica praxis resultara una absoluta
imposibilidad.
Así, las diversas interpretaciones de los hechos sociales y en general el propio
conocimiento acerca de la sociedad, por ser ajenos a la visión de ésta como totalidad
orgánico-dinámica y centrarse en las apariencias sin poder dar cuenta objetiva alguna sobre
las esencias, constituían elaboraciones realizadas desde lo que Marx y Engels denominaron
“falsa conciencia”, “ideología”, en referencia a la conciencia deformada e ilusoria del
conjunto de la filosofía idealista; es decir, desde una forma de conciencia que ignoraba sus
límites históricos y la complejidad de sus propias relaciones con otros elementos que
participan e influyen en sus modalidades de existencia. Ambos pensadores revolucionarios
precisaron que, de hecho, la “ideología” es un sistema de ideas (filosóficas, sociales,
políticas, jurídicas, morales, etc.) que se deriva del “pensamiento puro” y de sus “leyes”,
presentándose como independiente de cualquier condicionamiento objetivo (16). Esa
conciencia invertida, unilateral, parcelaria y quimérica, auto-considerada como “verdadera”
y “correcta”, desconocía su propia fragmentación y sólo representaba una comprensión
distorsionada y abstractizada de la realidad. Por ello, en general y en lo fundamental, sus
aproximaciones cognoscitivas eran, para decirlo con Gramsci, una “yuxtaposición
mecánica de ‘unidades’ individuales sin relación entre sí” eventualmente agrupadas en
teorías artificiosas, abstractas y carentes en lo esencial de vínculos objetivos con la realidad
concreta. Con la “falsa conciencia”, con la “ideología”, la realidad social se veía sólo como
una sucesión de acontecimientos “espontáneos” y una u otra de sus interpretaciones
especulativas y ficticias revelaba de inmediato su incapacidad para tornarse guía y agente
teórico de prácticas racionales efectivas, pudiendo a lo sumo registrar la ocurrencia de
determinados cambios, pero sin determinarlos y sin darles explicación real.
En las sociedades de clases antagónicas, la práctica social preponderante estaba (y
está) alimentada en lo fundamental por apreciaciones ilusorias y teorías elaboradas desde
las apariencias, sobre la parte fenoménica de la realidad social sin poder reflejar su
estructura objetiva y esencial; por tanto, esa práctica no podía tener conciencia real de sí
misma ni de su propio desarrollo histórico, puesto que la teoría falseaba los fines de la
actividad y se limitaba a justificar las acciones concretas dotándolas de un ropaje
“racional”. Durante el feudalismo, en la práctica social concreta de explotación de los
siervos de la gleba no existía conciencia real de lo que ella significaba y las posturas
teológicas asentadas en tal práctica generaban una “teoría” social que sólo apelaba a
justificar esa explotación en razón de los “designios divinos”. En el capitalismo, desde sus
orígenes y hasta la actualidad, la práctica real de explotación de los trabajadores y las más
amplias masas humanas llevada a cabo por la burguesía se ha caracterizado por su
entroncamiento con una “falsa conciencia” de sí misma que no puede reflejar los entresijos
de la estructura social, sino que es apenas su representación ilusoria y distorsionada
determinada por la ubicación de la burguesía en la sociedad y por sus intereses de clase
dominante. La práctica expoliadora, cuya única y excluyente finalidad es generar y
acrecentar el capital asegurando las condiciones de su reproducción indefinida, resulta
“racionalizada” y justificada por la ideología burguesa que le atribuye el carácter de
“misión histórica” cuyos objetivos esenciales serían, por un lado, la “emancipación”
política de los hombres para el logro de su “realización plena” a través del acceso a la
condición de “ciudadanos”; y, por el otro, a tono con las necesidades de expansión del
capital, llevar la “civilización” a todos los rincones del mundo, sacando del “atraso” en
particular a los países y pueblos subordinados y oprimidos.
Objetivamente, entonces, la brutal práctica de explotación de clase está enlazada de
modo íntimo con una teoría centrada en los “nobles ideales” y los “fines humanistas” de la
burguesía. La llamada “acción civilizadora” burguesa es el simple y llano taparrabo
ideológico del más desalmado aplastamiento de los seres humanos, y la tan cacareada
“emancipación” política del hombre como “ciudadano” no es otra cosa que una abstracción
“racionalizadora” de la existencia de una clase que detenta el poder económico-social y
político-cultural para defender sus intereses privados y sus privilegios. Cuando desde su
conciencia ideologizada la burguesía proclamaba las supuestas bondades de una “autoridad
con soberanía” (es decir, de su propia dominación sobre el conjunto de la sociedad), capaz
de garantizar la propiedad y el mantenimiento del “orden social”, movilizaba sus “buenas
intenciones” y se persuadía a sí misma de estar sentando las bases para el “libre desarrollo”
de todos los individuos; pero en realidad estaba imponiendo un violento régimen coercitivo
y represivo imprescindible para la producción y reproducción del capital y, con ello, para la
realización del individuo burgués a costa del agobio, las penurias y la mutilación del
desarrollo de la inmensa mayoría de seres humanos. Su práctica expoliadora en la gestión
del proceso económico daba curso a una teoría justificadora y falseadora de los fines de la
actividad, que impedía a esa práctica tener conciencia real de la acción e identificarse
consigo misma. En el terreno político, la práctica burguesa sólo ha sido y es la condición
para garantizar el rol de la burguesía como productora y reproductora de la situación social
en la que realiza su actividad económica, es decir, como agente del proceso de acumulación
privada del capital y de explotación de los trabajadores y las masas. Por tanto, esa práctica
política implica el mismo falseamiento ideológico que la práctica social burguesa en
general, está inficionada por la ilusión ideológica de ser “racional” y “universal”, tiene
como orientación real mantener y reproducir las condiciones de existencia de la sociedad
capitalista, y pretende que su resultado necesario es la “democracia” y el “buen gobierno”
para beneficio de “todos los individuos” en la sociedad.
Pero, por ser histórica, esta situación no podía mantenerse indefinidamente. En el
Prólogo de Contribución a la Crítica de la Economía Política, Marx indicaba que los
hombres sólo se plantean problemas que están en condiciones de resolver: “la humanidad
se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, pues, bien miradas las
cosas, vemos siempre que estos objetivos sólo brotan cuando ya se dan o, por lo menos, se
están gestando las condiciones materiales para su realización”. Con el modo de producción
capitalista, la sociedad había alcanzado un nivel y un grado de desarrollo que acrecentaban
el dominio práctico humano sobre la naturaleza y colocaban a los hombres en una situación
concreta capaz de permitir la teorización científica acerca de la índole de la sociedad
misma, penetrar en su oculta y real estructura, desentrañar su esencia y descubrir sus leyes.
Las condiciones materiales hacían ya posible el conocimiento objetivo sobre el carácter de
la acción humana en el mundo natural y de la práctica concreta ejercida sobre la propia
sociedad. Cuando Marx y Engels descubrieron las fuerzas motrices del proceso histórico no
sólo pusieron a la luz la naturaleza de la sociedad burguesa y las contradicciones del
capitalismo, sino que también develaron la condición práctica y teórica de la burguesía
como clase dominante, planteando como objetivo viable la transformación revolucionaria
de la sociedad.
La crítica científica de la sociedad capitalista y de la concepción del mundo que le es
consubstancial, realizada desde la perspectiva revolucionaria del proletariado que esa
sociedad crea como su negación esencial, asume entonces el rol de agente teórico de una
práctica social que al ser promovida por tal teoría se eleva al nivel cualitativamente nuevo
de praxis. Con la cosmovisión dialéctico-materialista, con el marxismo, se recupera, pues,
de modo fehaciente para beneficio de la humanidad el nexo interno e indisoluble de
práctica y teoría, superando su fractura en el curso del proceso histórico y liquidando la
respectiva sacralización del separatismo hecha por las viejas concepciones del mundo. En
el marxismo, la teoría está intencionalmente elaborada y orientada para convertirse en
elemento fundamental de la transformación práctica del mundo, para ser el agente teórico
de tal transformación, que pasa así al nivel de praxis revolucionaria (17). Práctica y teoría
están ya unidas como praxis plenamente racional y lúcida, que alcanza el nivel de
conciencia teórica para dar cuenta cabal de la acción consciente de sí misma al
fundamentarse en el conocimiento objetivo de las leyes sociales y abrir el campo para el
dominio consciente y racional de dichas leyes.
Antes del surgimiento del marxismo, no existían la situación social-concreta ni las
premisas subjetivas determinadas por ella que proporcionaran la experiencia necesaria y
suficiente para poder penetrar en la esencia de la sociedad porque no había aparecido el
sujeto social capaz de realizar esa crítica fundamental, sujeto que sólo se constituye sobre la
base de la teorización acerca de la condición obrera bajo el capitalismo. Marx y Engels
insistieron siempre en la decisiva importancia del avance, progreso continuo y difusión de
la teoría (es decir, del conjunto orgánico de conocimientos objetivos acerca del desarrollo
histórico, económico-social, político e ideológico-cultural), puesto que sólo una teoría
profundamente enraizada en la realidad podía estar en condiciones de barrer con la
ignorancia y la confusión que entorpecían la acción de las fuerzas del cambio social. Y
elaboraron científicamente los elementos fundamentales de un cuerpo teórico en el que
resalta con gran nitidez y precisión el rol de la praxis, de la íntima y necesaria relación
entre la práctica y su momento teórico, diferenciando así cualitativamente ese corpus de los
diversos enfoques especulativos o unilaterales que alejándose de la realidad eran incapaces
de proporcionar explicaciones racionales y convincentes sobre los hechos y procesos
sociales. La sociedad burguesa y sus lacras habían recibido críticas sumamente ácidas que
no decían ni explicaban nada sobre el origen histórico y las modalidades de funcionamiento
del capitalismo, dejando en la oscuridad el conocimiento de las causas de su aparición,
consolidación y acción destructiva sobre los seres humanos. Pero, como señalara Engels, lo
que se necesitaba era una teoría capaz de desentrañar la esencia histórica del capitalismo y
que, sin desdeñar el examen objetivo de las consecuencias de la dominación del capital,
estuviera centrada en el esclarecimiento de sus causas y sus complejos mecanismos internos
en la perspectiva de la transformación social revolucionaria.
Con el marxismo, surge por primera vez una teoría social que partiendo de la realidad
y de las acciones prácticas de los hombres vuelve a ellas para orientar lúcida y eficazmente
la actividad transformadora del mundo. Por ello, en esta teoría está contenida de modo
inseparable la exigencia de ser considerada no ya en función de los usuales criterios
intelectuales, sino en la confrontación concreta de sus tesis con la práctica social objetiva.
En otros términos, el marxismo remite el juicio sobre sí mismo, sobre sus postulados,
afirmaciones y procedimientos, a la verificación que proporcionan los hechos reales, dando
así testimonio de su carácter abierto a todos los aportes de la ciencia. No tiene nada de
extraño, entonces, su total rechazo al apriorismo y al dogmatismo que, en última instancia,
conducen al idealismo y la metafísica; rechazando también ser visto como un tradicional
“sistema filosófico” que, en cuanto tal, sólo podría oponerse a la ciencia y a la práctica
revolucionaria para degenerar en una vulgar y hueca metafísica. Estas exigencias se fundan
en la convicción científica de que cualquier elaboración teórica depende del nivel y grado
de desarrollo de la producción material en un momento histórico dado, es decir, del nivel y
grado al que ha accedido la actividad práctica humana que crea también, por tanto, las
condiciones para el desarrollo intelectual de los individuos. De allí que, como indicaran
Marx y Engels, “la existencia de las ideas revolucionarias en una determinada época
presupone ya la existencia de una clase revolucionaria”. De tal suerte, es merced a su
propio rigor y a su indeclinable vocación por tomar como punto esencial de referencia las
cuestiones práctico-concretas de todo tipo, que el marxismo se define de modo tan
específico como expresión teórico-revolucionaria de la clase obrera.
Así, por primera vez en la historia el proletariado demuestra el carácter mezquino y
dañino del encubrimiento de los fines reales de la actividad de los hombres valiéndose de
falsas justificaciones teóricas. Para universalizar sus propósitos revolucionarios, la clase
obrera no necesita ni busca mistificarlos con doctrinarismos abstractos y apriorísticos, ni
presentarlos como externos a la naturaleza, a la sociedad y al propio hombre, es decir, como
“absolutos” y “eternos”. Por el contrario, expone sus intenciones en su verdad objetiva y
con toda claridad como fines humanos prácticos y universales, como fines del hombre
concreto y de la sociedad, dando así transparencia a la historia humana. Ya Marx y Engels
afirmaban en el Manifiesto Comunista que con la revolución para crear y establecer un
nuevo y superior ordenamiento social el proletariado no tiene nada que perder excepto sus
cadenas, teniendo en cambio un mundo por ganar; de modo que “los comunistas consideran
indigno ocultar sus ideas y propósitos” y “proclaman abiertamente sus objetivos”, cuya
concretización requiere la unidad inquebrantable del pensamiento y la acción, de la teoría y
la práctica.
La nueva concepción del mundo, el marxismo, ha subrayado Lefebvre, es ante todo
expresión de la vida social, práctica y real en su conjunto y en su movimiento histórico, con
sus contradicciones que implican problemas por resolver, dificultades y obstáculos que
deben ser sobrepasados. Es, por tanto, conocimiento y acción conjugados que incluyen de
hecho y derecho la aspiración y la voluntad de transformar a fondo la estructura de la
sociedad, de superarla cualitativamente. En el marxismo, las proposiciones referidas a la
acción política dependen abierta y racionalmente de las proposiciones generales en calidad
de teorías políticas subordinadas al conocimiento objetivo de la realidad social (y, por ende,
a una ciencia), y responden de modo explícito a las necesidades e intereses concretos e
históricos del proletariado y las más amplias masas populares. En tal sentido, el marxismo
adquiere la contextura de una específica y auténtica ciencia de la sociedad con nítidas
consecuencias políticas, opuesta radicalmente a cualquier teoría y política justificadas
abstractamente por una metafísica. De allí que encare con rigor crítico y rechace claramente
toda elaboración teórica y toda acción política justificadas a posteriori por un determinado
modo de interpretación de la realidad.
El marxismo está conformado por el movimiento de un pensamiento sintetizador e
integrador íntimamente ligado a la práctica social y que nunca se ha inmovilizado en su
desarrollo, constituyendo un conocimiento racional del mundo que se profundiza sin cesar
y se supera a sí mismo. En calidad de ciencia integral, se desarrolla sin que eso implique la
destrucción de sus principios: es, a la vez, una filosofía (una ontología, una teoría del
conocimiento, una lógica, un método racional, etc.) y una ciencia (una sociología científica,
una antropología auténtica, una economía racionalmente encarada, etc.). Y unifica estos dos
elementos del pensamiento humano que durante siglos estuvieron separados, aislados e
incompletos. Considerado en toda su amplitud, como concepción del mundo, es el
materialismo dialéctico e histórico, que suelda indisolublemente el materialismo avanzado
en la visión de la realidad natural y social con la dialéctica (y su núcleo en la teoría de la
contradicción). Con tan trascendentales conquistas, Marx y Engels proporcionaron a la
humanidad una insustituible guía gnoseológica, epistemológica y práctica, ya que, tal cual
lo puntualiza Séve, “en cuanto teoría científica del conocimiento y, en consecuencia,
justamente en cuanto filosofía, el marxismo ofrece el único hilo conductor plenamente
verdadero para resolver los problemas teóricos de la constitución de una ciencia adulta” y,
por tanto, para abrir con amplitud el campo de la acción humana. Y con el materialismo
histórico pusieron “la base de principio de la ciencia de la historia y, en tal carácter, como
parte integrante de la filosofía marxista, en la medida en que es al mismo tiempo el enigma
resuelto de la antropología filosófica, el fundamento de una antropología científica, la
piedra angular de cualquier concepción científica del hombre” (18).

Notas

(1) Cf. M.A. Dynnik y otros: “Historia de la filosofía”, t. III “Desde el nacimiento del
marxismo hasta finales del siglo XIX”. Grijalbo, México 1962
(2) Cf. Henri Lefebvre: “El marxismo”. Eudeba, Buenos Aires 1964
(3) Cf. A. Cherniaev, A. Galkin y otros: “El movimiento obrero internacional. Historia y
teoría”, t. I “Surgimiento del proletariado y su formación como clase revolucionaria”.
Progreso, Moscú 1982
(4) Entre muchos otros autores, cf. Auguste Cornu: “Carlos Marx y Federico Engels. Del
idealismo al materialismo histórico”, Platina/Stilcograf, Buenos Aires 1965; David
Riazanov: “La vida y el pensamiento revolucionarios de Marx y Engels”, Marxismo
Clásico y Contemporáneo, Buenos Aires 2003; Franz Mëhring: “Carlos Marx, el fundador
del socialismo científico”, Claridad, Buenos Aires 1958; Gustav Mayer: “Friedrich
Engels. Una biografía”, FCE, México 1979; Heinrich Gemkov: “Marx y Engels. Sus
vidas”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1990; Werner Blumenberg: “Marx”,
Salvat, Barcelona 1985; Emilio Troise, Mauricio Lebedinsky y otros: “Federico Engels,
nuestro contemporáneo”, Centro de Estudios, Buenos Aires 1971
(5) Adolfo Sánchez Vázquez: “Filosofía y economía en el joven Marx (Los Manuscritos
de 1844)”. Grijalbo, México 1978, p. 21
(6) Desde que emergiera como teoría revolucionaria del proletariado, el marxismo ha
concentrado el odio y el pánico de la burguesía, cuyos ideólogos y publicistas han hecho
siempre grandes esfuerzos para desfigurarlo y desacreditarlo a través de la calumnia y la
distorsión de sus principios y tesis. En esos intentos, de por sí vanos, figuran la invención
de “conflictos” teórico-políticos entre Marx y Engels, la falsa separación y oposición de
ambos con respecto a Lenin, la creación de barreras artificiales para eliminar la unidad real
del materialismo histórico y el materialismo dialéctico, el enfrentamiento arbitrario de la
economía política y el socialismo científicos, etc. El objetivo principal de tales pretensiones
ha sido y es adulterar el marxismo, disgregarlo, atomizarlo y aislarlo de la clase obrera y de
las masas del pueblo, de modo que la fractura de sus nexos vitales facilite la total dispersión
de sus componentes, la legitimación de las tergiversaciones perpetradas y el eventual
“rescate” de Marx para su “canonización” oficial presentándolo como un pensador
domesticado y pleno de “buenas aunque irreales intenciones”.
Dentro de estas fraudulentas operaciones, desde que en 1932 se publicaran los
Manuscritos económico-filosóficos una numerosa cohorte de intelectuales, académicos,
“marxólogos”, teólogos, etc., ha intentado “demostrar” la existencia de “dos Marx”,
pretendiendo que el pensamiento del genial revolucionario estaría dividido en dos
concepciones por completo distintas y en dos posiciones socio-políticas mutuamente
excluyentes. Según tales fantasías habría, entonces, un Marx de los Manuscritos, “joven” y
creativo “filósofo”, profundamente “teórico” y “humanista” orientado al estudio de los
problemas generales de la existencia humana, “centrado en la ética” y elaborador de una
“auténtica” filosofía del hombre; y otro muy diferente, el “viejo” y “achatado” Marx de El
Capital, “economista” y “agitador” ocupado en cuestiones “pragmáticas” (como la
eliminación de la propiedad capitalista y la explotación), formulador de una “nociva”
doctrina esencialmente socio-política en la que el “humanismo” se ha evaporado. Así,
desde la óptica humanística abstracta y burguesa (que intenta antropologizar los puntos de
vista marxiano-juveniles) resultaría posible “descubrir” al “verdadero” sabio, cuya
capacidad creativa se habría ido “apagando” con el paso de la filosofía a la economía
política para terminar en la “auto-traición”. En consecuencia, el Marx “joven” estaría
contrapuesto por entero al Marx “viejo” y a Engels, que serían los iniciales y básicos
responsables de la suplantación del “lúcido” y primigenio “marxismo puro” por un ramplón
“marxismo oficial”. Como es obvio, esta maniobra rupturista apunta directamente a
suprimir el carácter y el contenido clasistas y revolucionarios del marxismo para convertirlo
en una concepción liberal-burguesa. Sobre estos aspectos, cf. Adolfo Sánchez Vázquez,
ob. cit.; y A. Keshelava: “El mito de los dos Marx”, Futuro, Buenos Aires 1966, y
“Humanismo real y humanismo ficticio”, Progreso, Moscú 1974
(7) V.I. Lenin: “Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo”, en “Obras Escogidas
en Tres Tomos”, Progreso, Moscú 1966, t. I, p. 61
(8) F. Engels: “Del socialismo utópico al socialismo científico”, en K. Marx y F. Engels:
“Obras Escogidas”, Progreso, Moscú 1983, p. 429
(9) Cf. Henri Lefebvre: “El materialismo dialéctico”, El Aleph, Madrid 1999; y “El
marxismo”, ed. cit.
(10) Cf. Adolfo Sánchez Vázquez: “La filosofía de la praxis”. Grijalbo, México 1980
(11) Marx y Engels puntualizaron que “La división del trabajo sólo se convierte en
verdadera a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual. Desde
ese instante, puede ya la conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto de
la conciencia de la práctica existente, que representa realmente algo sin representar algo
real; desde ese instante, se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y
entregarse a la creación de la teoría ‘pura’, la filosofía y la moral ‘puras’, etc.” (“La
ideología alemana”, Editora Política, La Habana 1979, p. 31)
(12) Cf. el importante trabajo de Mao Tse-Tung: “Sobre la práctica. Sobre la relación entre
el conocimiento y la práctica, entre el saber y el hacer”, en “Obras Escogidas”, t. I,
Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín 1976. Por su parte, Karel Kosik anota: “para
conocer las cosas como son en sí mismas, el hombre debe transformarlas antes en cosas
para sí; para poder conocer las cosas como son independientes de él, debe someterlas
primero a su propia práctica; para poder comprobar cómo son cuando no está en contacto
con ellas, debe primero entrar en contacto con las cosas. La contemplación del mundo se
basa en los resultados de la praxis humana. El hombre sólo conoce la realidad en la medida
en que crea la realidad humana y se comporta ante todo como ser práctico”. Esto significa
que “no es posible captar de inmediato la estructura de la cosa o la cosa misma mediante la
contemplación o la mera reflexión. Para ello, se precisa de una determinada actividad. No
se puede penetrar en la ‘cosa misma’ y responder a la pregunta de qué es la ‘cosa en sí
misma’, sin realizar un análisis de la actividad gracias al cual es comprendida la cosa, con
la particularidad de que ese análisis debe abarcar el problema de la creación de la actividad
que abre el acceso a la ‘cosa misma’. Esta actividad constituye los aspectos o modos
diversos de la apropiación humana del mundo”. (“Dialéctica de lo concreto. Estudio sobre
los problemas del hombre y del mundo”. Grijalbo, México 1976, pp.39-40)
(13) Henri Lefebvre y Norbert Guterman: “Qué es la dialéctica”. Dédalo, Buenos Aires
1964, p. 114
(14) Encarando el problema de la relación entre práctica y conocimiento científico, Lenin
afirmaba que el materialismo dialéctico es la concepción que mejor se adecúa al desarrollo
de las ciencias porque liga íntimamente la práctica y la teoría, garantizando con “el criterio
de la práctica” evitar los riesgos del dogmatismo. Remarcaba que “el materialismo coloca
de modo consciente como base de su gnoseología a la práctica humana viva” y que, de
hecho, esa práctica constituye el criterio de la verdad o la falsedad de una teoría: “El punto
de vista de la vida, de la práctica debe ser el punto de vista primero y fundamental de la
teoría del conocimiento. Y conduce infaliblemente al materialismo, apartando desde el
inicio mismo las elucubraciones interminables del escolasticismo profesoral. Naturalmente,
no hay que olvidar aquí que el criterio de la práctica no puede nunca, en el fondo, confirmar
o refutar completamente una representación humana cualquiera que sea. Este criterio
también es lo bastante ‘impreciso’ para no permitir a los conocimientos del hombre
convertirse en algo ‘absoluto’; pero, al mismo tiempo, es lo bastante preciso para sostener
una lucha implacable contra todas las variedades del idealismo y del agnosticismo. Si lo
que confirma nuestra práctica es la verdad única, última, objetiva, de ello se desprende el
reconocimiento del camino de la ciencia, que se mantiene en el punto de vista materialista,
como el único camino conducente a esta verdad” (“Materialismo y empiriocriticismo”,
Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín 1975, pp. 174-175)
(15) Henri Lefebvre y Norbert Guterman, ob. cit., pp. 112-113, 121 y 120
(16) Marx y Engels demolieron la pretensión idealista de considerar al pensamiento como
poseedor de una existencia y una historia desligadas de las condiciones de vida reales de los
hombres pensantes, es decir, desmantelaron la ideología apreciada en su sentido negativo,
peyorativo. En la concepción dialéctico-materialista, “Totalmente al contrario de lo que
ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo a la tierra, aquí se asciende de la
tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se
imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para
llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente
actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los
reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones
nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de
su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a condiciones
materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de
conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad.
No tienen su propia historia, ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan
su producción material y su intercambio material cambian también, al cambiar esta
realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que
determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia” (“La ideología alemana”, ed.
cit., pp. 25-26). Y con respecto a las ideas que los hombres se formaban sobre el mundo
real y su propia naturaleza, Engels apuntó que “toda ideología, una vez que surge, se
desarrolla en conexión con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a
su vez; de otro modo, no sería una ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas
como entidades con propia sustantividad, con un desarrollo independiente y sometidas tan
sólo a sus leyes propias. Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones
materiales de la vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideológico, son
las que determinan, en última instancia, la marcha de tal proceso, pues si no lo ignorasen,
se habría acabado toda la ideología” (“Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica
alemana”, en K. Marx y F. Engels: “Obras Escogidas”, ed. cit., p. 650)
(17) Gramsci anota que para el marxismo, es decir, “Para la filosofía de la praxis, las
ideologías son todo lo contrario de arbitrarias; son hechos históricos reales, que hay que
combatir y revelar en su naturaleza de instrumentos de dominio, no por razones de moral,
etc., sino precisamente por razones de lucha política: para hacer intelectualmente
independientes a los gobernados de los gobernantes, para destruir una hegemonía y crear
otra, como momento necesario del trastrocamiento de la praxis… Para la filosofía de la
praxis, las superestructuras son una realidad (o se vuelven una realidad, cuando no son
puras elucubraciones individuales) objetiva y operante; ella afirma explícitamente que los
hombres toman conciencia de su posición social y, por ende, de sus obligaciones, en el
terreno de las ideologías, lo que no es pequeña afirmación de realidad; la misma filosofía
de la praxis es una superestructura, es el terreno en el que determinados grupos sociales
toman conciencia de su propio ser social, de su propia fuerza, de sus propias obligaciones,
de su propio devenir… Hay, sin embargo, una diferencia fundamental entre la filosofía de
la praxis y las otras filosofías: las otras ideologías son creaciones inorgánicas porque son
contradictorias, porque se orientan a conciliar intereses opuestos y contradictorios; su
‘historicidad’ será breve porque la contradicción aflora después de cada acontecimiento del
que han sido instrumento. La filosofía de la praxis, por el contrario, no tiende a resolver
pacíficamente las contradicciones existentes en la historia y en la sociedad, incluso es la
misma teoría de tales contradicciones; no es el instrumento de gobierno de grupos
dominantes para obtener el consenso y ejercer la hegemonía sobre las clases subalternas;
es la expresión de estas clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte de
gobierno y que tienen interés en conocer todas las verdades, incluso las desagradables, y
en evitar los engaños… de la clase superior y tanto más de sí mismas. La crítica de las
ideologías, en la filosofía de la praxis, afecta al conjunto de las superestructuras y afirma su
caducidad rápida en cuanto tienden a ocultar la realidad, o sea, la lucha y la contradicción,
aun cuando son ‘formalmente’ dialécticas (como el crocismo), o sea que explican una
dialéctica especulativa y conceptual y no ven la dialéctica en el mismo devenir histórico”
(“Cuadernos de la cárcel”, Edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo de Valentino
Gerratana, Era, México 1986, t. IV, pp. 200-201)
(18) Lucien Séve: “Marxismo y teoría de la personalidad”. Amorrortu, Buenos Aires 1973,
pp. 49 y 52. Sobre la función del materialismo dialéctico como guía gnoseológica,
epistemológica y práctica con respecto a las ciencias particulares, cabe puntualizar que “no
debe ser concebida en el sentido de una especie de jerarquía de dignidades… Se trata
sencillamente del hecho fundamental de que toda iniciativa científica aplica una teoría del
conocimiento y de que, por consiguiente, el filósofo marxista no recae de ningún modo en
el viejo y superado imperialismo de la filosofía dogmática”. Así, la responsabilidad de la
filosofía dialéctico-materialista en su relación con tales ciencias debe ser entendida “no en
el sentido inaceptable de un intento encaminado a deducir o construir a priori su contenido
concreto a partir de los principios de una concepción general del mundo, sino en el muy
distinto de una ayuda aportada a la ciencia para la solución de los problemas
epistemológicos que se le planteen” (Ibid., pp. 50 y 49)
IV: La científica y radicalmente nueva concepción del hombre

En el cuadro general del universo elaborado por la filosofía, de ninguna manera


puede estar ausente el hombre y, por ello, de modo explícito o implícito, todo sistema
filosófico tiene como punto de partida o como resultado final la tentativa de desentrañar el
“secreto” de la existencia humana. Como forma sintético-universal de conocimiento que
abarca al hombre, la filosofía (con los aportes de las ciencias concretas) trata de definir
objetivamente, la procedencia de éste, su lugar y su papel en el mundo, buscando esclarecer
su esencia y el carácter de sus relaciones recíprocas con la realidad socio-natural en que
mora. De allí que el encaramiento de tal esencia y del rol y el destino histórico del hombre
no pueda realizarse de modo cabal y eficaz si él es apreciado en forma aislada, en sí mismo,
como elemento puramente individual, excepcional y auto-suficiente que existiría “por
encima” y al margen de la realidad social. Por el contrario, la representación integral del
hombre y su vida efectiva, de su rumbo y desarrollo objetivos, presupone la concepción
científica general del mundo y de la sociedad como premisas indispensables.

Sin embargo, desde diversos campos de las ciencias particulares se han hecho y se
siguen haciendo numerosos intentos que obvian tales concepciones para encarar de manera
unilateral y estrecha dicha problemática filosófica y “resolverla” artificiosamente. Estos
intentos están, por lo general, casi rígidamente focalizados y cada cual presume de bastarse
a sí mismo, desdeñando incluso los nexos interdisciplinarios (como ocurre en muchas de las
pretensiones biologistas, psicologistas, sociologistas, economicistas, etc.) para reducir
abstractamente al hombre a la “condición” que privilegia uno u otro de esos enfoques. En
ellos, bajo la doble y principal influencia del idealismo subjetivista y el positivismo, se ha
llegado hasta la absurda absolutización de la actitud científico-concreta hacia la realidad, el
rechazo de la función humanístico-ideológica de la filosofía y la negación del momento
axiológico ínsito en el pensamiento filosófico, para despojarlo de su carácter cosmovisivo y
su especificidad y disolverlo en otros tipos de conocimiento. Con este cientificismo no sólo
se absolutiza el papel de la ciencia, ignorando sus determinaciones histórico-sociales y
considerándola el instrumento que aliado con la tecnología sería capaz de resolver “todos
los problemas” sin supuestamente necesitar de ideología alguna; sino que también se
aprisiona empiristamente, de modo practicista, al investigador en los “hechos brutos”, el
culto al “dato” y la cuantificación, rechazando el elemento valorativo del conocimiento
filosófico, los juicios de valor y la necesidad de la filosofía como concepción del mundo
que orienta al hombre en su actividad dentro de la realidad social y natural en que se ubica
para conocerla cada vez más a fondo, transformarla y transformarse a sí mismo.
Obviamente, ese reduccionismo epistemologista y anti-humanista está opuesto por
completo a la concepción dialéctico-materialista que, como anota Miras Albarrán, contiene
una ontología histórica del ser humano al que define como un ser social sin naturaleza
predeterminada, como un ser práxico capaz de crear y transformar su propia existencia y su
propio mundo, es decir, como un ser histórico-concreto que despliega su actividad guiado
por el conocimiento cada vez más ajustado de la realidad socio-natural en la que se inserta
persiguiendo devenir artífice y dueño de su propio destino. Por ello, en el marxismo está
acopiado y sintetizado el conjunto de la experiencia real acerca del desarrollo social
(material y espiritual) y de los cambios históricos que en él tienen lugar, del modo y el
momento en que los hombres los generan de manera consciente, para argumentar
racionalmente y defender la posibilidad de impulsar ese desarrollo y volver a realizar tales
cambios. Estimula así la activa organización racional de esos hombres para crear
históricamente otra realidad a partir de y en el seno de la existente y, con ello, para que se
superen a sí mismos, haciendo viable la configuración de un nuevo ser práxico que, además
de contar con la nueva experiencia derivada de su propio quehacer social, está en capacidad
de apreciar objetivamente y valorar sus consecuencias y extraer teóricamente las lecciones
dadas para alimentar su nueva práctica transformadora (1). Es evidente, entonces, que para
la aprehensión adecuada y cabal de este proceso tiene importancia primordial la posesión
de una concepción científica del mundo, de la sociedad y del ser humano.
De allí que en su consideración del hombre Marx y Engels nunca se guiaran por
factores o elementos extra-históricos, ni por ideas ajenas a la realidad humana, sino que
partieran de hechos objetivos, de las contradicciones sociales y de su desarrollo, y de la
necesidad universal del socialismo. Para ellos, los ideales comunistas representaron siempre
(y representan) la emanación directa, lógica y consecuente de los principios que asignan al
ser humano la condición de valor supremo. Por eso, su teoría sobre el hombre, su esencia
real, su formación histórica, su existencia concreta, el desarrollo de sus capacidades, su
realización como ser social y su destino, además de ser profundamente científica por su
estructura, posee un claro y definido carácter axiológico, intensamente humanista. El
hombre es el núcleo del marxismo; y considerar que el materialismo histórico es sólo la
teoría sobre las leyes generales del desarrollo social (con total desdén por el individuo y su
personalidad) es no entender nada acerca de él o, peor aún, tergiversarlo. De hecho, la
comprensión real, objetiva, de lo que es verdaderamente el hombre y la búsqueda de
soluciones científicas al problema de su vida y desarrollo multilateral concretos, sólo
resultan viables sobre la base del materialismo histórico y la aplicación de su aparato
conceptual, rechazando la trampa idealista del añejo y falso antagonismo entre la libertad y
la necesidad (que, por lo general, asume la forma de contraposición del individuo y la
sociedad), trampa expresada en formulaciones teóricas sesgadas, sumamente limitadas y
condicionadas por diversas ilusiones burguesas, como la de “cambiar la realidad” a partir
del “perfeccionamiento moral” del individuo.
El hombre como activo e histórico ser social
En el desentrañamiento de la problemática humana, Marx y Engels recusaron la
consideración abstracta y metafísica del hombre, es decir, la visión burguesa del “hombre
en general” y el enfoque naturalista que lo entiende sólo como ser biológico. Antes de ellos,
en la apreciación de los sucesos histórico-sociales se partía de un individuo aislado, pasivo
y ahistórico, o de su “conciencia” y sus distintivas “características humanas” (y no de las
leyes objetivas del desarrollo social e histórico), sin poder aprehender al hombre en sus
peculiaridades socialmente determinadas y expresadas de modo individual y colectivo a
través de su propia práctica. Por el contrario, ambos pensadores retomaron la tesis del
materialismo francés del siglo XVIII sobre el hombre como ser indisolublemente ligado al
mundo natural y como producto de las circunstancias y la educación. Pero la reformularon
y completaron con un criterio radicalmente nuevo: en el curso del proceso de su propia
actividad, sus relaciones recíprocas y su propia historia, los hombres cambian tanto la
naturaleza cuanto las circunstancias que los han generado y se modifican a sí mismos, y no
como simples portadores pasivos de determinadas relaciones sociales (principalmente de
producción) sino como sus dinámicos creadores. Así, en la categoría de práctica quedó
revelada la coincidencia de la actividad humana, poseedora por su propia índole de un
carácter social, con el cambio consciente de esas relaciones. Por tanto, siendo el hombre un
activo ser social que produce socialmente, sólo en la sociedad puede desarrollar su propia y
auténtica naturaleza y, como apuntó Marx en sus Manuscritos juveniles, la potencia de ésta
“puede juzgarse no por la de individuos aislados, sino por la de toda la sociedad”. O para
decirlo con Engels, “en la historia de la sociedad los agentes son todos los hombres dotados
de conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo determinados
fines; aquí nada acaece sin una intención consciente, sin un fin propuesto”.
De este modo, con la categoría de praxis, de práctica consciente de sí misma, ambos
sabios revolucionarios modificaron en su raíz no sólo las ideas existentes sobre la esencia
del hombre, sino también la comprensión que se tenía acerca de la naturaleza, poniendo
bajo una nueva luz la actitud humana hacia el mundo natural. Las viejas representaciones
sobre la eterna contraposición y antagonismo entre hombre y naturaleza fueron barridas
para dar paso a la idea de su unidad dialéctica e histórica, que experimenta mutaciones de
forma en consonancia con el nivel de desarrollo alcanzado por la producción social. La
naturaleza ya no podía concebirse como algo petrificado y siempre idéntico a sí mismo
porque sufría cambios en su interacción constante con el hombre, que tampoco permanecía
como dado de una vez para siempre puesto que con su trabajo, el desarrollo de las fuerzas
productivas y las relaciones de producción, las formas de comunicación, etc., hacía viable
la transformación de sus condiciones de vida y el proceso de su propia transformación.
Como apuntaban Marx y Engels en La ideología alemana, el “modo de producción no debe
considerarse sólo en cuanto es la reproducción de la existencia física de los individuos. Es
ya, más bien, un determinado modo de la actividad de estos individuos, un determinado
modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos. Los individuos
son tal y como manifiestan su vida. Lo que son coincide, por consiguiente, con su
producción, tanto con aquello que producen como con el modo cómo producen. Lo que los
individuos son depende, por tanto, de las condiciones materiales de la producción”.
Estos vitales descubrimientos liquidaron las añejas antinomias filosóficas entre
naturaleza y hombre y entre éste y la sociedad, a la vez que solucionaron en particular el
problema de la existencia humana y el de la correlación entre la libertad y la necesidad,
precisando el sentido auténtico de la libertad como posibilidad histórica de transformación
de la realidad que implica el despliegue también histórico de la capacidad de conocimiento
y acción de los individuos y de la multilateralidad de su desarrollo (2). De tal suerte, la
concepción materialista de la historia introdujo científicamente los conceptos de necesidad
y regularidad en el campo de la vida social, sin considerar incompatible el concepto de
libertad con el enfoque científico. La comprensión del nexo dialéctico entre necesidad y
libertad eliminó todo tipo de indeterminismo y voluntarismo, despejando la niebla mística
del fatalismo que cubría a la historia humana. Con ese fatalismo, no se concebía la historia
misma como la actividad consciente y guiada por fines de los hombres dentro del proceso
de su interacción con la naturaleza; y la sociedad era vista apenas como un conjunto de
estructuras herméticas e impersonales que reproducen automáticamente las condiciones de
su propia existencia para imponerse a los individuos, subordinarlos y someterlos a la
“fuerza del destino”. La nueva concepción mostró claramente, entonces, que las leyes del
desarrollo histórico no existen por sí mismas, al margen de la vida y actividad de los seres
humanos, sino que constituyen la expresión concentrada de las principales tendencias que
surgen de la inmensa masa de esfuerzos y acciones colectivas e individuales en el ámbito
de la sociedad; que el desarrollo social posee una regularidad objetiva que puede ser
conocida y encauzada por la acción racional del hombre; y que en la historia real el
voluntarismo y el fatalismo no tienen cabida alguna.
La valoración marxiana de la permanente disposición del hombre para modificar la
realidad natural y social a través de su propia actividad, dar curso a su creatividad,
desarrollarse y auto-transformarse, la expresó Lenin de modo contundente refiriéndose a las
acciones colectivas para “cambiar las circunstancias”. Señaló que, a diferencia de otras
corrientes y teorías, incluso socialistas, el marxismo se caracteriza “por la magnífica unión
de una completa serenidad científica con el análisis de la situación objetiva de las cosas y
de la marcha objetiva de la evolución, con el reconocimiento más decidido de la
importancia de la energía revolucionaria, de la creación revolucionaria y de la iniciativa
revolucionaria de las masas, así como, naturalmente, de los individuos, de los grupos,
organizaciones y partidos que saben hallar y establecer relaciones con tales o cuales
clases”. El hombre está, pues, en el centro de la concepción materialista y dialéctica de la
historia, que adquiere así una real fisonomía humana con el ensamble del criterio científico
y el contenido humanista objetivo. Esta esencia humanista se evidencia de modo práctico
en la lucha por la modificación radical de la sociedad burguesa, en la que impera la
explotación y la demolición del hombre; y teóricamente, en el postulado de que el libre
desarrollo de cada sujeto condiciona el desarrollo de todos los demás (y viceversa), como
necesario resultado del movimiento progresivo de la historia que implica el desarrollo de la
sociedad y de los individuos. La propia fuerza de los hechos objetivos se encarga, entonces,
de refutar las falsedades reaccionarias que adjudican al marxismo el “aplastamiento de la
individualidad” y la “esclavización del ser humano”.
La esencia humana
Pues bien, Aristóteles señaló que “no se puede desatar un nudo sin saber cómo está
hecho” y la dilucidación real de la existencia humana representaba un “nudo” que exigía el
conocimiento objetivo de los elementos que la conforman. En este propósito, para llegar a
ser una real y viva teoría revolucionaria el marxismo no podía configurarse ni desarrollarse
de modo aislado, sin tener en cuenta los logros efectivos de doctrinas y escuelas anteriores.
Con ejemplar y prolija actitud científica, Marx y Engels fijaron su atención en las
conquistas del pensamiento avanzado de su época, seleccionando rigurosamente aquello
que tenía valor objetivo, subrayando el lúcido planteamiento de una u otra cuestión y
considerando incluso el esbozo de alguna idea con posibilidades de desarrollo. Todo ello
fue asimilado críticamente, reformulado de modo científico y sintetizado creativamente
para ser utilizado en el análisis de los problemas que causaban general desconcierto y
conducían al extravío, hallando la clave para desentrañar sus contradicciones y resolverlos
concretamente. Ambos gigantes del pensamiento y la acción enfatizaron siempre en la
necesidad de buscar bajo la corteza mística o ilusoria los elementos racionales que pudieran
contener las doctrinas ajenas al materialismo y a la dialéctica porque, señalaron, “no se
puede avanzar sin aprovechar los descubrimientos y los datos de la ciencia burguesa”. Pero,
a la vez, fueron inflexibles en condenar con dureza el alejamiento de la realidad y la
deformación de la verdad para servir a intereses contrarios a los del proletariado y las
grandes mayorías sociales; y, por tal razón, previnieron para tomar con pinzas toda
formulación de los teóricos y científicos de la burguesía con pretensiones de acceder al
nivel de la vasta generalización filosófica, donde las posturas y los juicios estaban
contaminados y falseados por los dominantes intereses de clase.
Por consiguiente, Marx y Engels constataron el empantanamiento del idealismo
filosófico en la determinación de los elementos conformantes del “nudo” de la existencia
humana, rechazando el enfoque especulativo en cuya base estaba el abstracto “hombre en
general” y que presentaba a los individuos concretos y a las clases como “fases del
desarrollo” de esa abstracción. En dicho enfoque, se daba por hecho que tal entelequia era
portadora de una gaseosa y apriorística “naturaleza humana” como supuesto “patrón”
representativo del nivel de desarrollo de la sociedad. En el marco “teórico” de entender la
historia como un discurrir caótico, se consideraba que la imposibilidad de lograr la “más
racional” organización de la vida social tenía sustento en la ignorancia de las “verdaderas
necesidades y exigencias del hombre”, lo que impedía compatibilizarlas con la “auténtica
naturaleza humana”. La carencia de fundamento objetivo de estas y otras elucubraciones ya
había llevado a Marx a precisar en sus juveniles Manuscritos económico-filosóficos que “la
solución de los enigmas teóricos es una tarea práctica y a la que la práctica sirve de
mediadora, pues la verdadera práctica es la condición de toda teoría real y positiva”; por
tanto, “la solución de las contradicciones teóricas sólo es posible de un modo práctico,
mediante la energía práctica del hombre, razón por la cual su solución no puede ser
solamente, en modo alguno, un problema de conocimiento, sino una tarea real de la vida,
que la filosofía no podía resolver, precisamente porque sólo la enfocaba como una tarea
teórica”.
Al demostrar científicamente que el proceso histórico real está asentado en el proceso
de producción de bienes materiales regido y regulado por leyes objetivas, surgiendo de él
las necesidades y exigencias del hombre concreto, Marx y Engels acabaron con las
fantasías filosóficas idealistas. Pero lejos de poner la atención de modo exclusivo y
excluyente en las fuerzas productivas, las relaciones de producción, etc., las vincularon
íntimamente con otros aspectos y elementos propios de la vida social real del hombre; y
nunca dejaron de lado los conceptos de esencia humana y naturaleza humana, sino que
definieron su contenido de modo objetivo y por completo diferente, dándoles un nuevo
sentido y una aplicación radicalmente distinta en la explicación de la realidad histórico-
social. Así, las nociones de esencia humana, individuo y personalidad adquirieron un nuevo
significado y una nueva contextura dentro de una nueva y cualitativamente superior
concepción de la sociedad y del hombre.
Para definir la esencia real del ser humano, Marx y Engels precisaron lo más general,
lo primordial, el elemento constante, inalterable y determinante de la existencia de los
individuos como seres sociales, es decir, aquello que constituía una “necesidad natural
permanente”: el trabajo. Es en éste, en la realidad objetiva de la actividad laboral, de la
producción material y la índole de las relaciones que le sirven de base, donde se manifiesta
la esencia humana. La acción colectiva del hombre sobre la naturaleza para transformarla
de acuerdo con fines concretos e históricos implica convertir los productos del trabajo en
realidad humana, en “naturaleza humanizada” frente a la naturaleza común, en “mundo
humano”, en “segunda naturaleza”. Por eso, cuando el marxismo se refiere al proceso
histórico de configuración de la esencia humana está muy claro que entiende por ello la
formación del hombre mediante el trabajo; que la base de tal esencia es la actividad y, en
primer lugar, la actividad social productiva, práctica. Como decía Marx en los Grundrisse,
el trabajo constituye una actividad positiva, creadora, en la modificación de la realidad
natural y en la génesis y transformación del propio hombre. Así, la indagación sobre la
esencia de éste no remitía a una abstracción genérica que uniría de modo puramente
“natural” a los individuos en tanto miembros de una especie, sino al conjunto de nexos
concretos, materiales e históricos, establecidos por ellos mismos para modificar la realidad
y llegar a ser objetivamente hombres.
Ya en 1844, en sus célebres Manuscritos, el joven Marx había superado claramente
el naturalismo de Feuerbach y esbozado los elementos fundamentales de una auténtica
concepción del hombre y de su esencia, aunque todavía utilizando un lenguaje con
reminiscencias hegelianas y mostrando ciertas vaguedades conceptuales correspondientes a
un humanismo abstracto, cuestiones resueltas muy pocos meses después. El relativo peso
de ese humanismo abstracto no altera en nada el valioso contenido de tal esbozo, por lo que
resulta sumamente provechoso recordarlo con algún detenimiento. El punto de partida es la
realidad, en la que el ser humano se inserta como uno de sus elementos. “Del mismo modo
que las plantas, los animales, los minerales, el aire, la luz, etc., son, teóricamente, una parte
de la conciencia humana,… constituyen también, prácticamente, una parte de la vida y la
actividad del hombre. Físicamente, el hombre sólo vive de estos productos naturales, ya se
presenten bajo la forma de alimentos o la de vestido, calefacción, vivienda, etc. La
universalidad del hombre se revela de un modo práctico precisamente en la universalidad
que hace de toda la naturaleza su cuerpo inorgánico, en cuanto es tanto 1) un medio directo
de vida, como 2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad. La naturaleza es el
cuerpo inorgánico del hombre, es decir, en cuanto no es el mismo cuerpo humano. Que el
hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el que debe
mantenerse en un proceso constante para no morir. La afirmación de que la vida física y
espiritual del hombre se halla entroncada con la naturaleza no tiene más sentido que el que
la naturaleza está entroncada consigo misma, ya que el hombre es parte de la naturaleza”.
Así, pues, “El hombre es directamente un ser natural. Como ser natural y como ser
natural vivo se halla dotado, en parte, de fuerzas naturales, de fuerzas vivas, es un ser
natural activo; estas fuerzas existen en él como dotes y capacidades, como instintos; y, en
parte, en cuanto ser natural, corpóreo, dotado de sentidos, objetivo, es un ser que padece, un
ser condicionado y limitado, como lo son también el animal y la planta; es decir, los objetos
de sus instintos existen fuera de él, como objetos independientes de él, pero esos objetos
son objetos de sus necesidades, objetos esenciales, indispensables para el ejercicio y la
afirmación de las fuerzas de su ser. Que el hombre es un ser corpóreo, dotado de una fuerza
natural, vivo, real, sensible, objetivo, significa que tiene por objeto de su ser, de sus
manifestaciones de vida, objetos reales, sensibles, o que sólo puede exteriorizar su vida
sobre objetos reales, sensibles. Ser objetivo, natural, sensible, y tener objeto, naturaleza,
sentido fuera de sí, o incluso ser objeto, naturaleza, sentido para un tercero, es idéntico”.
Sin embargo, estos señalamientos no implicaban priorizar los aspectos biológico e
individual del hombre, porque éste “no es solamente un ser natural, sino que es un ser
natural humano; es decir, un ser que es para sí mismo y, por tanto, un ser genérico y como
tal debe necesariamente actuar y afirmarse tanto en su ser como en su saber. Por tanto, ni
los objetos humanos son los objetos naturales tal y como directamente se ofrecen, ni el
sentido humano, tal y como es de un modo inmediato, es sensoriedad humana, objetividad
humana. Ni la naturaleza (objetivamente) ni la naturaleza subjetivamente existen de un
modo inmediatamente adecuado al ser humano. Y así como todo tiene que nacer
naturalmente, así también el hombre tiene su acto de nacimiento, la historia, la que, sin
embargo, es para él una historia consciente y, por tanto, como acto de nacimiento, una acto
de nacimiento que se supera con conciencia. La historia es la verdadera historia natural
del hombre”. En otros términos, la consideración del hombre como “ser natural humano”
tiene el sentido de que los objetos reales que pueden satisfacer sus necesidades no le sirven
directamente como objetos humanos tal y como existen en la naturaleza, ni tampoco los
sentidos humanos en sus aspectos naturales directos constituyen aún la sensorialidad
propiamente humana. Por ello, la naturaleza no aparece ante el hombre ni se le brinda en
forma “inmediatamente adecuada” objetiva y subjetivamente.
Para que exista una adecuación definida y precisa resulta imprescindible la actividad
del hombre (concebida en términos colectivos, y no como acción puramente individual),
modalidad realmente humana de su existencia y forma específica de su relación con el
mundo circundante, la naturaleza. El hombre se configura como tal a través de su propia
actividad, con la que modifica la realidad y crea una “segunda naturaleza”, una “naturaleza
secundaria”, es decir, el mundo de la cultura. Con sus acciones, por un lado, el hombre se
objetiviza a sí mismo, materializa y vuelve objetivas sus capacidades; y, por el otro,
transformando la realidad y dejando la huella de su actividad en los productos que obtiene,
“desmaterializa” el medio, o sea, lo subjetiviza al convertir sus atributos en conocimientos.
Es, pues, un ser práxico. De allí que para que el hombre alcance la condición de “ser
natural humano” y para que la naturaleza resulte “humanizada”, es necesario actuar sobre
ella y transformarla mediante el trabajo, a través de la actividad colectiva en cuyo proceso
los objetos naturales adquieren la contextura adecuada a la satisfacción de las necesidades
del hombre y, a la vez, éste surge históricamente como tal. Por consiguiente, ni el aspecto
de la naturaleza en un determinado momento ni el propio hombre están dados para siempre,
sino que son cambiantes ya que ambos son producto de la historia. En el juvenil Marx ya la
“existencia humana” equivale a existencia social histórica, elemento clave para encarar el
problema de la esencia del hombre.
En esa existencia social, la producción material ocupa el lugar central: “La creación
práctica de un mundo objetivo, la elaboración de la naturaleza inorgánica, es obra del
hombre como ser consciente de su especie, es decir, como un ser que se comporta hacia la
especie como hacia su propio ser o hacia sí mismo como un ser de la especie”. Es verdad
que el animal también produce en cierto modo (por ejemplo, al construir su morada), pero
“sólo produce aquello que necesita directamente para sí o para su cría; produce de un modo
unilateral, mientras que la producción del hombre es universal; sólo produce bajo el acicate
de la necesidad física inmediata, mientras que el hombre produce también sin la coacción
de la necesidad física, y cuando se halla libre de ella es cuando produce verdaderamente; el
animal sólo se produce a sí mismo, mientras que el hombre reproduce a toda la naturaleza;
el producto del animal forma parte directamente de su cuerpo físico, mientras que el
hombre se enfrenta libremente a su producto. El animal produce solamente a tono y con
arreglo a la necesidad de la especie a que pertenece, mientras que el hombre sabe producir a
tono con toda especie y aplicar siempre la medida inherente al objeto; el hombre, por tanto,
crea también con arreglo a las leyes de la belleza”. “Es sólo y precisamente en la
transformación del mundo objetivo donde el hombre comienza, por tanto, a manifestarse
realmente como ser genérico. Esta producción constituye su vida genérica laboriosa.
Mediante ella aparece la naturaleza como obra suya, como su realidad. El objeto del trabajo
es, por tanto, la objetivación de la vida genérica del hombre: aquí se desdobla no sólo
intelectualmente, como en la conciencia, sino también laboriosamente, de un modo real,
contemplándose a sí mismo… en un mundo creado por él”.
En su actividad laboral, “la relación del hombre consigo mismo sólo cobra para él
existencia objetiva, real, mediante su relación con otro hombre”, es decir, a través de las
relaciones sociales: “Así como la sociedad produce ella misma al hombre en cuanto
hombre, es producida por él. La actividad y el goce, como su contenido, son también, en
cuanto al modo de existencia, sociales, actividad social y goce social. La esencia humana
de la naturaleza existe solamente para el hombre social, ya que sólo existe para él como
nexo con el hombre, como existencia suya para el otro y del otro para él, al igual que como
elemento de vida de la realidad humana; solamente así existe como fundamento de su
propia existencia humana. Solamente así se convierte para él en existencia humana su
existencia natural y la naturaleza se hace para él hombre. La sociedad es, por tanto, la
cabal unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la
naturaleza, el acabado naturalismo del hombre y el acabado humanismo de la naturaleza”.
Entonces, es únicamente en el seno de la sociedad donde la existencia natural del hombre se
transforma en existencia propiamente humana. Por su modo y su contenido, la actividad
humana y la utilización de sus productos poseen siempre un carácter social, y el hombre se
configura a sí mismo sólo a través del vínculo con otros hombres.
Dicho carácter no anula la individualidad, sino que la presupone. “La actividad social
y el goce social no existen en modo alguno sólo en forma de una actividad común directa y
de un directo goce común, aunque la actividad común y el goce común, es decir, la
actividad y el goce que se manifiestan y exteriorizan directamente en la comunidad real con
otros hombres, se harán sentir siempre allí donde aquella expresión directa de lo social
tenga su fundamento y sea adecuada a su naturaleza en la esencia de su contenido”. Ocurre
que “aun cuando yo actúe científicamente, etc., desarrolle una actividad que rara vez puedo
llevar a cabo directamente en común con otros, actúo socialmente, porque actúo como
hombre. No sólo me es dado como producto social el material de mi actividad (ya que en el
pensador actúa incluso el lenguaje), sino que ya mi propia existencia es actividad social; de
ahí que lo que yo haga por mí lo hago por mí, para la sociedad y con la conciencia que
tengo de ser un ente social”. Por consiguiente, “Hay que evitar, sobre todo, el volver a fijar
‘la sociedad’, como abstracción, frente al individuo. El individuo es un ente social. Su
manifestación de vida (aunque no aparezca bajo la forma directa de una manifestación de
vida común, realizada conjuntamente con otros) es, por tanto, una manifestación y
exteriorización de la vida social. La vida individual del hombre y su vida genérica no son
distintas, por mucho que (necesariamente, además) el modo de existencia de la vida
individual sea un modo más bien especial o más bien general de la vida genérica, o según
que la vida genérica sea una vida individual más especial o más general”. De allí que, en la
existencia concreta de los hombres, una cierta forma de actividad puede dar la apariencia de
ser exclusivamente individual o “asocial”, pero en realidad toda forma de actividad está
determinada y condicionada por la sociedad; y por su contenido, carácter y medios está
unida a ella por innumerables lazos.
Por otro lado, no sólo la actividad humana y sus resultados están socialmente
determinados, sino que también la conciencia del individuo está condicionada por la
sociedad: “Mi conciencia general no es sino la forma teórica de aquello de que la
comunidad real, la esencia social, es la forma viva… De ahí que también la actividad de mi
conciencia general (en cuanto tal) sea mi existencia teórica en cuanto ente social”. Incluso
la formación y el desarrollo histórico de la sensorialidad humana, de los sentidos del
hombre, están socialmente condicionados. Es un hecho que existen animales dotados, por
ejemplo, de notable agudeza visual o auditiva por poseer ciertos órganos que, merced a su
rígida especialización, funcionan con un bajo umbral de sensibilidad y superan el registro
humano. No obstante, los sentidos humanos son universales y con ellos el hombre percibe
el mundo de modo cualitativamente distinto debido a “la apropiación sensible de la esencia
y la vida humanas, del hombre objetivo, de las obras humanas por y para el hombre… El
hombre se apropia su ser omnilateral de un modo omnilateral y, por tanto, como hombre
total. Cada una de sus relaciones humanas con el mundo, la vista, el oído, el olfato, el
gusto, la sensibilidad, el pensamiento, la intuición, la percepción, la voluntad, la actividad,
el amor, en una palabra, todos los órganos de su individualidad, como órganos que son
directamente en su forma órganos comunes, representan en su comportamiento objetivo o
en su comportamiento hacia el objeto, la apropiación de éste; la apropiación de la realidad
humana, su comportamiento hacia el objeto, es la confirmación de la realidad humana; es,
por tanto, algo tan múltiple como múltiples son las determinaciones esenciales y las
actividades humanas”.
Todo ello implica que “estos sentidos y cualidades se han hecho humanos, tanto
objetiva como subjetivamente. El ojo se ha convertido en ojo humano, del mismo modo que
su objeto se ha convertido en un objeto social, humano, procedente del hombre y para el
hombre. Por tanto, los sentidos se han convertido directamente, en su práctica, en teóricos.
Se comportan hacia la cosa por la cosa misma, pero la cosa misma es un comportamiento
humano objetivo hacia sí mismo y hacia el hombre, y viceversa… Huelga decir que el ojo
del hombre disfruta de otro modo que el ojo tosco, no humano, el oído del hombre de otro
modo que el oído tosco, etc… El hombre solamente no se pierde en su objeto cuando éste
se convierte para él en objeto humano o en hombre objetivado. Y esto sólo es posible al
convertirse ante él en objeto social y verse él mismo en cuanto ente social, del mismo modo
que la sociedad cobra esencia para él en este objeto”. De allí que “los sentidos del hombre
social son otros que los del hombre no social… Es la existencia de su objeto, la naturaleza
humanizada, lo que da vida no sólo a los cinco sentidos, sino también a los llamados
sentidos espirituales, a los sentidos prácticos (la voluntad, el amor, etc.), en otras palabras,
al sentido humano, a la humanidad de los sentidos. La formación de los cinco sentidos es la
obra de toda la historia universal anterior… Así como la sociedad en formación se
encuentra con todo el material preparado para esta formación, así también la sociedad, una
vez que existe, produce al hombre en toda esta riqueza de su esencia, al hombre dotado de
una riqueza profunda y total de sentido, como su constante realidad”.
Finalmente, el joven Marx expresaba categóricamente que “toda la llamada historia
universal no es más que la generación del hombre por el trabajo”, de modo que “la nobleza
de la humanidad resplandece ante nosotros en los rostros curtidos por el trabajo”. Y ponía a
la luz el nexo interno entre trabajo y esencia humana, mostrando cómo la alienación hace
aparecer a ambos como elementos “extraños” al propio hombre: “La historia de la industria
y la existencia objetiva de la industria, ya hecha realidad, es el libro abierto de las fuerzas
esenciales humanas, de la psicología humana colocada ante nuestros sentidos, que hasta
ahora no se concebía como entroncada con la esencia del hombre, sino siempre en un
plano externo de utilidad, porque (al moverse dentro del plano de la enajenación) sólo
acertaba a enfocar la existencia general del hombre, la religión o la historia, en su esencia
abstracta general, como política, arte, literatura, etc., en cuanto realidad de las fuerzas
esenciales humanas y en cuanto actos humanos genéricos. En la industria usual, material…,
tenemos ante nosotros, bajo la forma de objetos útiles sensibles y ajenos, bajo la forma de
la enajenación, las fuerzas esenciales objetivadas del hombre. Una psicología para la que
todo esto sea un libro cerrado, es decir, que no penetra en lo que es precisamente la parte
sensiblemente más actual, más accesible de la historia, no puede llegar a ser una ciencia
real y efectivamente llena de contenido. ¿Qué puede pensarse, en términos generales, de
una ciencia que, altaneramente, hace caso omiso de esta gran parte del trabajo humano y no
se da cuenta en sí misma de que es incompleta, mientras una riqueza tan desplegada de la
acción humana no le dice más que lo que puede decirse, si acaso, con la palabra
‘necesidad’, ‘necesidad común y corriente’? ” (3).
En estas formulaciones de los Manuscritos estaban ya contenidos y delineados para
su posterior y más precisa elaboración científica los elementos básicos de la concepción
materialista de la historia, evidenciándose también el esbozo de la teoría del desarrollo de la
sociedad y los embriones de la comprensión científico-social de la esencia humana y de su
formación histórica. En 1845, muy poco tiempo después de haber confeccionado los
Manuscritos, Marx redactó sus Tesis sobre Feuerbach. Allí señalaba de modo puntual las
deficiencias centrales del materialismo anterior y del naturalismo de ese filósofo, ponía a la
luz tanto el carácter contemplativo-metafísico de ambos como su total incomprensión de la
importancia de la actividad “práctico-crítica” (“revolucionaria”) del ser humano, y
remarcaba el papel decisivo de la praxis en el conocimiento y la transformación del mundo.
Y en la VI Tesis exponía de manera concentrada un genial descubrimiento, de incalculable
trascendencia teórica y práctica, que convertía en polvo todas las especulaciones filosófico-
ideológicas hasta entonces vigentes acerca del hombre: “la esencia humana no es algo
abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones
sociales”. En su necesario nexo interno con las demás Tesis, esta formulación llevaba
implícito que como ser social y, por ende, ser actuante, el hombre no es un resultado pasivo
del proceso objetivo de desarrollo social, sino que (retomando la expresión de Hegel) en él
se funden dos principios: es, a la vez, sujeto y objeto de la historia, creador y creación de
ésta.
Entre 1845 y 1846, durante su breve, intensa y fecunda estancia en Bruselas, Marx y
Engels precisaron en La ideología alemana los lineamientos para el desarrollo de los rasgos
fundamentales de la concepción materialista de la historia, extendieron su visión dialéctico-
materialista a la explicación objetiva de la sociedad humana y, como dice Séve, “abrieron el
paso a la ciencia de la historia, vale decir, a la política y el socialismo científico”. Entre
otros logros esenciales, posibilitaron también la elaboración de una teoría del conocimiento
auténticamente científica al dilucidar la raíz del proceso de producción de las ideologías;
repensaron dialécticamente la concepción materialista del mundo y la perfeccionaron,
completándola con la correspondiente concepción del hombre. En el mismo texto, sin
perder de vista los elementos biológicos propios del ser humano, destacaron que la fuente
primaria de los rasgos que conforman su esencia es el principio social y, reiterando el
descubrimiento contenido en la VI Tesis, señalaron que “Esa suma de fuerzas productivas,
de capitales y formas de relación social con que cada individuo y cada generación se
encuentran como con algo dado, es el fundamento real de lo que los filósofos se
representan como la ‘sustancia’ y la ‘esencia del hombre’ ”.
Este descubrimiento del carácter verdadero y concreto, histórico-social, de la esencia
humana, de la naturaleza del hombre, significa que ella, como apunta M. Caveing, “no
consiste en alguna entidad universal que, igualmente distribuida entre los individuos, los
haría semejantes entre sí, al menos de derecho, confiriéndoles una cualidad, un ‘valor
específico’. No hay esencia ‘ontológica’ del hombre. El patrimonio común de los hombres
no es más que el conjunto de sus producciones históricas, materiales y culturales,
efectuadas en condiciones sociales determinadas, producciones que cada generación recibe,
conservadas en mayor o menor grado, de la anterior”. Pero en las sociedades de clases
antagónicas, “los individuos sólo tienen acceso a ese patrimonio de manera muy desigual,
en virtud de la división social del trabajo. El problema no consiste, justamente, en que todos
tengan derecho a él por igual, sino en que todos tengan acceso a él efectivamente. En las
condiciones de la división capitalista del trabajo y de su explotación, el desarrollo del
individuo es necesariamente inarmónico, unilateral, parcial y hasta atrofiado” (4) y con
ello, por tanto, su esencia humana resulta violentada.
Constituye un hecho objetivo, entonces, que las relaciones sociales tienen un carácter
histórico-concreto, van experimentando cambios en el curso del progreso social, están
marcadas por la contradicción entre lo nuevo que nace y lo viejo que se resiste a darle paso,
y se transforman radicalmente con el tránsito de una formación socio-económica a otra. En
correspondencia, la esencia humana es también histórico-concreta, contradictoria y
cambiante, pero no repite en forma mecánica el rumbo de las relaciones sociales. En tal
esencia, siempre se pueden destacar nuevos aspectos, nuevas facetas en su forma, pero lo
fundamental de su contenido se mantiene porque el hombre es un ente social que sólo
puede existir como ser humano dentro de la sociedad y de las relaciones sociales, y su
esencia está íntimamente ligada a tal hecho, a esa realidad objetiva. En el proceso histórico,
los cambios radicales en las relaciones sociales generan determinadas modificaciones en la
esencia del hombre (sin eliminar la contradicción entre lo viejo y lo nuevo), pero en el
marco del entrelazamiento dialéctico de la ruptura y la continuidad, por lo que la esencia
humana no es una abstracción especulativa, sino una categoría histórica real.
Para decirlo con otras palabras, la esencia humana no puede ser encarada ni menos
aún descrita y explicada en abstracto partiendo del individuo aislado, ya que ella deriva del
“conjunto de las relaciones sociales” y lo que los hombres son en un determinado período
histórico depende de qué y cómo producen colectivamente. Por tanto, el ser del hombre
radica en lo que los individuos hacen realmente en su concreto medio histórico-social. Al
transformar ese medio, se modifican a sí mismos, de modo que la historia puede entenderse
como la continua transformación de la esencia humana. Obviamente, existen propulsiones y
rasgos peculiares y típicos del hombre que experimentan cambios con las mutaciones de las
condiciones sociales, pero sólo en su forma y dirección sin afectar lo fundamental de la
esencia humana a lo largo del desarrollo histórico y social.
Al centrar la esencia humana en el conjunto de las relaciones sociales que histórica y
necesariamente los hombres establecen entre sí, ante todo en el proceso de producción
material de su existencia, Marx y Engels resolvieron el problema que para la filosofía
idealista constituía una “cuadratura del círculo”. Con ello, no sólo recusaron la antropología
abstracta y el humanismo especulativo, sino que también los negaron dialécticamente, es
decir, los superaron tanto a través del “enderezamiento” materialista (tal cual hicieron con
la dialéctica hegeliana, “poniendo sobre sus pies lo que estaba de cabeza”), cuanto de la
radical modificación científica ajena a cualquier manipulación fantasiosa. Invalidaron así
las elucubraciones sobre el “hombre en general”, abstracto y apriorístico, despejando las
vías para explicar la génesis histórica del ser humano a partir de las condiciones concretas
en las que viven, actúan y se desarrollan los hombres reales (5), al igual que para valorarlo
de modo objetivo. La metafísica abstracción “Hombre” quedó anulada y en su lugar
empezó a desempeñar su rol un nuevo concepto del hombre como ser social históricamente
determinado, sentándose así las bases para la construcción de una teoría científica de las
relaciones sociales, de su desenvolvimiento basado en sus contradicciones reales y de las
condiciones objetivas del desarrollo histórico de los individuos concretos. Como elemento
conformante de un sistema teórico internamente coherente, la VI Tesis resultó ser, entonces,
anota Séve, “la piedra angular del materialismo histórico” y una sólida plataforma para la
elaboración de una antropología científica y la configuración de un humanismo auténtico,
histórico y concreto.
Sin embargo, determinadas corrientes humanista-especulativas se empeñan en ocultar
que con las Tesis sobre Feuerbach y La ideología alemana Marx y Engels marcaron la
decisiva etapa de su avance desde el humanismo abstracto hacia el materialismo histórico;
y para llevar agua a su propio molino reaccionario tratan de “demostrar” que sólo los
Manuscritos de 1844 representan la expresión del “auténtico pensamiento de Marx”. De
hecho, con la revolución teórica constituida por ese tránsito Marx y Engels se sacudieron
definitivamente de los rezagos de una concepción que consideraba la esencia del hombre
como un “atributo natural del género humano” y, por ello, inherente a cada individuo
apreciado en abstracto como exponente de ese género. Con la definición de la esencia
humana como el “conjunto de las relaciones sociales”, quedó nítidamente precisado que el
ser de los hombres, es decir, su “humanidad” históricamente concreta, no tiene origen
directo sino que deriva ante todo de la formación económico-social dada, ni tampoco reside
en la individualidad considerada “en general”. En otros términos, desde el punto de vista
genético la individualidad posee un carácter secundario con respecto a la base social
objetiva. En perspectiva científica, ello implica que lo característico del individuo no es
llevar “en sí” la esencia humana desde su origen, sino encontrarla en las relaciones sociales,
o sea, fuera de sí mismo. Por tanto, la historia constituye un proceso cuyos creadores y
actores son indudablemente los propios hombres, pero hombres producidos en y dentro de
las relaciones sociales. En el Prólogo de El Capital, Marx enfatizó en este hecho al indicar:
“Mi punto de vista, según el cual el desarrollo de la formación económica de la sociedad es
asimilable a la marcha de la naturaleza y a su historia, es el menos idóneo para hacer
responsable al individuo de unas relaciones de las que socialmente es criatura, por mucho
que haga para librarse de ellas”. Con la VI Tesis quedaron, entonces, diferenciadas y a la
vez enlazadas dialécticamente la esencia humana objetiva y la forma histórico-concreta de
la individualidad.
Por el contrario, el humanismo abstracto y especulativo, que trata de servirse del
joven Marx para sus propios fines (como en el caso de Erich Fromm, Rodolfo Mondolfo,
Giuseppe Bedeschi, los sacerdotes Jean-Yves Calvez y Pierre Bigo, y muchos otros), insiste
en atribuir la esencia humana al individuo y a “sus” relaciones, ubicadas fundamentalmente
en el marco de la subjetividad y tratadas como relaciones puramente intersubjetivas aunque
se haga referencia secundaria al “ambiente social”. Así, identificando la esencia humana
con el individuo y a éste con las relaciones intersubjetivas, se atomiza y subjetiviza el
proceso social objetivo para resaltar ciertas “propiedades esenciales” del “hombre”
abstracto y metafísico (como el “sentido de la historia”, la “trascendencia con respecto a la
sociedad”, la “creación de valores”, etc.) y despejar las vías para su abierto entroncamiento
con el espiritualismo. En perspectiva general, se pretende convertir a Marx en un liberal del
montón y en un “humanista” al uso, cuya teoría no sería revolucionaria y con muy claros
objetivos económico-sociales y político-culturales, sino un vulgar reformismo domesticado
y centrado en vagos ideales “éticos” de “justicia” para la edificación de un “socialismo
humanitario” que niega la “utopía” de la revolución y la radical transformación de la
sociedad. De tal suerte, en el plano teórico el humanismo especulativo constituye una
entremezcla de postulados éticos abstractos y supra-históricos en procura de la “elevación
moral” del individuo; y en el campo político evidencia su carácter liberal-burgués al
propugnar la colaboración entre las clases, endiosar la “paz social”, defender sin cortapisas
el dominio de la burguesía y abogar por el mantenimiento del capitalismo. Ese humanismo
especulativo tiene, pues, un definido carácter clasista, un contenido concreto y una real
proyección y utilización de clase, cuya clarificación exige una inmediata digresión en aras
del encaramiento real de los procesos y fenómenos sociales.
El problema del humanismo
Objetivamente, toda concepción del mundo, la sociedad y el hombre está ligada
necesaria e íntimamente a la práctica social de una época determinada. De uno u otro
modo, cada nueva filosofía representa una respuesta a los problemas planteados por la vida
social y está marcada por las condiciones históricas que la han hecho emerger. Por tanto, el
pensamiento del hombre está condicionado por su actividad, es decir, por su acción sobre
la naturaleza y sobre la sociedad. Este hecho real explica por qué ninguna filosofía puede
ir más allá de lo que permiten las posibilidades de acción sobre la naturaleza (subordinadas
al nivel y grado de desarrollo de las fuerzas productivas, de la técnica y la ciencia) y sobre
la sociedad (que dependen de las relaciones entre las clases, de sus ideas, sus proyectos y
sus luchas). Y tal hecho lleva, a la vez, a tener siempre en cuenta la correlación concreta
entre la actividad histórico-social de los hombres y las modalidades que ha ido adquiriendo
su entendimiento del mundo, de la sociedad, de las relaciones entre sí y de lo que son ellos
mismos. De allí que, para su encaramiento objetivo, ese sea el marco general donde tiene
que ubicarse la cuestión del humanismo, asunto que conviene abordar por lo menos en sus
grandes líneas dada su condición de específica visión acerca de la situación, el desarrollo, el
bienestar y el destino del hombre.
En general y en su más amplio sentido, el humanismo puede ser entendido como un
conjunto sistematizado de reflexiones y criterios cognoscitivo-axiológicos que adjudican al
hombre la condición de valor supremo, reconociendo su dignidad y afirmando el respeto
por su libertad, sus derechos y su valía como personalidad, a la vez que propugnando su
bienestar, su desarrollo integral y el establecimiento de condiciones favorables a la
formación y despliegue de todas sus capacidades en el presente y en el futuro. Sin embargo,
la gran amplitud de este sentido se especifica y concretiza en tanto y en cuanto, desde el
materialismo histórico, el desarrollo de la civilización es concebido científicamente como
un proceso de sucesión de formaciones económico-sociales antagónico-clasistas (esclavista,
feudal y burguesa) y el humanismo es apreciado como objetiva expresión ideológico-
política de clase dentro de cada una de esas sociedades. Con ello, las concepciones
humanistas quedan centradas en la realidad histórico-concreta de la actividad de los
hombres, dejando fuera de lugar tanto las elucubraciones de la antropología abstracta (es
decir, las del intemporal “hombre en general”), como las divagaciones del humanismo
especulativo (o sea, las que se ubican al margen de la sociedad real, las clases y su
enfrentamiento).
En efecto, las elaboraciones teóricas humanistas no se pueden abstraer (separar) del
contexto socio-histórico dado, el modo de producción imperante, las relaciones entre las
clases fundamentales existentes en él y la práctica social real de éstas, el poder económico-
social y político-cultural vigente, la concepción del mundo dominante y el sistema de
valores ligado a ella, y la índole y el contenido de las ideas existentes en la sociedad del
caso. Sin excepción alguna, la orientación y el carácter de esas elaboraciones se encuentra
siempre en relación de dependencia histórica con respecto a los intereses materiales en
pugna y al modo de percibir la sociedad, a la interpretación de lo que es el hombre y sus
atributos, a la definición de lo que se considera libertad, desarrollo y bienestar humanos, y
al establecimiento de las vías que conducen (o deben conducir) a ellos. Para decirlo con
Paul Mattick, el humanismo constituye un producto histórico, un producto del hombre
concreto constantemente dedicado a transformar el mundo natural y las estructuras de la
sociedad, junto con su propia condición y sus propias concepciones, ideas y sentimientos.
Cabe, entonces, ceñirse a los hechos y referirse en las sociedades de clases
antagónicas a un humanismo característico de las clases dominantes y a un humanismo
propio de las clases subalternas. Así, a cada una de las grandes etapas históricas del
despliegue civilizatorio le corresponde un humanismo dominante que es el humanismo de
la clase socialmente dominante, el cual representa las consideraciones sobre el hombre
(sobre su vida, libertad, desarrollo y bienestar) centradas en esa clase y en los individuos
que la conforman. Esas consideraciones unilaterales y parcializadas son impuestas desde el
poder de clase y justificadas socio-política e ideológicamente por la concepción del mundo
predominante (que alberga una serie de creencias, prejuicios y supersticiones), el sistema de
ideas y valores correspondientes, y el propio humanismo que contiene dichas apreciaciones,
pero sin poder eliminar el humanismo de las clases subordinadas. En consecuencia, encarar
objetivamente el humanismo implica ir mucho más allá de la visión tradicional que lo
reduce a fenómeno puramente cultural, emergente como producto típico y propio del
Renacimiento italiano y europeo dentro del desarrollo del feudalismo. Hay que evaluarlo,
entonces, en su calidad de elemento de gran importancia en el trayecto histórico-social de
la actividad integral de los hombres.
Históricamente, en la pre-clasista comunidad gentilicia las condiciones generales de
vida eran rudimentarias y los individuos desplegaban su existencia en un clima de igualdad
y reciprocidad, sin distinción o discriminación algunas por razones de ocupación, edad o
sexo. Con el desarrollo comunitario ocurrió también el de la división natural del trabajo y
las fuerzas productivas fueron avanzando mediante las técnicas de riego en escala cada vez
más amplia, la expansión agrícola-ganadera, la explotación minera, la metalurgia y la
extensión de los oficios. Todo ello se tradujo en el incremento de la productividad en la
agricultura, la ganadería y la fabricación de objetos, generándose excedentes acumulables
dentro de una creciente complejización de la vida social y cultural. Para encargarse de los
asuntos comunes de la sociedad (dirección de los trabajos, organización de las actividades
públicas, administración de la justicia y el conocimiento, etc.), algunos hombres fueron
exonerados del trabajo manual; y con esa naciente desigualdad, como anota Engels en el
Anti-Dühring, se fue formando “una clase especial eximida del trabajo directamente
productivo”. Esta minoría, al concentrar en sus manos excedentes de la producción y
funciones de dirección social, “no dejó nunca de cargar sobre las espaldas de las masas
trabajadoras cada vez más trabajo en beneficio propio”, abriendo la posibilidad de explotar
a la mayoría de hombres y de volver ventajosa la conversión de poblaciones avasalladas y
prisioneros de guerra en esclavos. La antigua división laboral resultó reemplazada por la
división social del trabajo y con la esclavitud apareció la primera escisión de la sociedad en
clases: los propietarios de esclavos se tornaron dueños de los medios de producción (tierras,
ganado, herramientas y esclavos), se auto-adjudicaron todos los derechos y privilegios y,
con la creación del Estado como instrumento coercitivo de su poder, sometieron al resto de
la población. La aparición de la esclavitud y su desarrollo modificaron profundamente las
condiciones materiales de vida de los individuos, sus relaciones sociales, sus vínculos con
la naturaleza y su concepción del mundo y del propio hombre.
Limitándonos a Occidente, en la Antigüedad greco-romana las preocupaciones,
reflexiones y formulaciones humanistas dominantes partieron de la atribución de valor
supremo como hombres a los esclavistas, con todas las ventajas derivadas de tal hecho:
libertad, privilegios, ocio, vida muelle, gran bienestar, educación y acceso a la cultura,
pleno desarrollo individual, etc. Los sujetos “libres” no poseedores de esclavos (artesanos,
pequeños agricultores, comerciantes menores, etc.) ocupaban un plano subalterno y servían
de soporte social a los propietarios. Y a los esclavos se les negaba la condición humana:
eran únicamente “instrumentos parlantes” ubicados apenas por encima de los “instrumentos
semi-parlantes” (animales) y de los “instrumentos mudos” (herramientas). La controversia
entre pensadores materialistas e idealistas, que reflejaba ideológicamente contradicciones
entre capas y sectores dentro de la clase dominante, no cambió en nada esta percepción.
Ningún filósofo de la Antigüedad, cualquiera que fuese la escuela a la que se adscribió,
pudo superar la perspectiva de clase que consagraba la esclavitud y la “superioridad” de los
detentadores del poder económico, socio-político y cultural. La filosofía antigua fue la
filosofía de la clase esclavista, cuyo poder encontraba defensa ideológica y justificación
plena en la concepción del mundo, el sistema de valores y el humanismo apoyados en ese
poder.
Los esclavos carecían en absoluto de derechos y el aplastamiento social, la exclusión
del Estado y el cerco total al desarrollo de su pensamiento, eran impedimentos para que su
visión del mundo adquiriera forma filosófica. Pero la esclavitud albergaba su contrario: el
ansia de libertad, que impulsaba rebeliones (como la encabezada por Espartaco) y que, en
el marco de la lucha de clases, estimulaba los embriones humanistas de los oprimidos y
explotados. La reivindicación concreta de su condición humana, de su derecho a la libertad,
la igualdad y una vida digna, tenía en los esclavos el carácter de sentimiento borroso que no
podía elevarse a un nivel de racionalización y alcanzar despliegue efectivo dentro de las
condiciones sociales y las limitaciones materiales y espirituales de la época. No obstante,
ese humanismo germinal sería absorbido, replanteado y distorsionado por la concepción
judeo-cristiana para llegar a encontrar expresión sistemática (de modo abstracto, dualista,
intemporal y exculpatorio de la dominación que aplastaba a los esclavos) en el humanismo
propio de esa concepción.
En el período de la decadencia del régimen esclavista, las filosofías idealistas griegas
de esa época fueron asimiladas y continuadas sin interrupción por los llamados “Padres de
la Iglesia” (Tertuliano, Ireneo, Orígenes, Basilio, Agustín de Hipona), que lucharon contra
la filosofía como apego a la razón, consolidaron en la teología cristiana un encarnizado y
militante fideísmo, y manifestaron una cruel misoginia. Esas filosofías eran el producto de
epígonos preocupados en utilizar de manera ecléctica todos los elementos de la tradición
platónica para justificar el dominio de los propietarios de esclavos, y la doctrina de la
Iglesia no se quedó corta en tal aspecto. En su Ciudad de Dios, Agustín de Hipona afirmó
sin titubeos que “Dios ha introducido la esclavitud en el mundo como un castigo al pecado
y el querer suprimirla sería ir contra su voluntad… La misión de la Iglesia no es la de hacer
libres a los esclavos, sino la de hacerlos buenos… ¡Cuán deudores de Cristo son los ricos,
pues Él pone orden en sus casas!”. Por su parte, en el siglo IV, Ambrosio proclamaba que
“La servidumbre es un don divino”; y Juan Crisóstomo, comentando la primera epístola de
Pablo a los Corintios, acotaba que “El esclavo debe resignarse a su suerte y al obedecer a su
amo obedece a Dios”.
Desde el humanismo cristiano no sólo se apreció en forma mística y mistificadora al
hombre, sino que también, deformando las reivindicaciones concretas del embrionario
humanismo de los esclavos rebeldes, se desplazó su libertad, bienestar y destino hacia el
“paraíso”, el “mundo celestial”. Las proclamas acerca de la “igualdad de las almas ante
Dios” y la “resignación ante las adversidades de la vida”, servían para suplantar la legítima
aspiración a la igualdad real y la lucha para conquistarla; y con el “premio” de la “gracia
divina”, se ofrecía una ilusoria compensación y un consuelo a los padecimientos terrenales
de los expoliados en su triste paso por un “valle de lágrimas”. A pesar de las persecuciones
y martirios sufridos por los primeros cristianos dada la incomprensión de los alcances
reales de su doctrina por parte de la clase dominante, el cristianismo cumplía objetivamente
una activa función ideológica y política al servicio de los esclavistas como amortiguador de
la lucha de clases y respaldo al poder de los explotadores. No fue, entonces, producto de la
casualidad o de algún designio “divino” que el cristianismo llegara a ser, con el emperador
Constantino, religión oficial de la Roma imperial.
Tradicionalmente, muchas interpretaciones históricas idealista-apologéticas han visto
en el cristianismo y su humanismo la “causa principal” del hundimiento del esclavismo.
Pero ya Engels dejaba en claro, en El origen de la familia, la propiedad privada y el
Estado, que “la concepción que estima la religión como la palanca decisiva de la historia
mundial se reduce, en fin de cuentas, al más puro misticismo”. “El cristianismo no tuvo
absolutamente nada que ver en la extinción gradual de la esclavitud. Durante siglos
coexistió con la esclavitud en el imperio romano y más adelante jamás impidió el comercio
de esclavos de los cristianos, ni el de los germanos en el Norte, ni el de los venecianos en el
Mediterráneo, ni más recientemente la trata de negros”. En la realidad de los hechos, desde
sus orígenes el régimen esclavista portaba una contradicción fundamental que se fue
extendiendo, agravando y agudizando de modo paulatino: la contradicción entre los medios
productivos y las relaciones de producción basadas en la radical separación y antagonismo
entre esclavistas-parásitos y esclavos-productores, reflejada a su vez en la desvinculación y
la oposición cada vez más acusadas del trabajo intelectual y el trabajo manual. En la
“democracia” ateniense, el censo de Demetrio Falerio, del 309 antes de nuestra era, registró
la existencia de 21 mil ciudadanos libres (poseedores únicos de los derechos políticos y
beneficiarios del humanismo de clase) contra 400 mil esclavos. Y en la república romana,
en el 204 a.d.n.e., había 214 mil ciudadanos libres sobre 20 millones de habitantes.
Con el despliegue del esclavismo en la Roma imperial, indica más adelante Engels, la
explotación de los latifundia con el trabajo de los esclavos ya no producía beneficios, pero
no existía otro modo posible para la agricultura en gran escala y “el cultivo en pequeñas
haciendas había llegado a ser de nuevo la única forma remuneradora”. Las villas fueron
parceladas para la entrega de la tierra a arrendatarios hereditarios, aparceros y colonos (que
no eran libres ni propiamente esclavos, pero que podían ser vendidos con sus parcelas). Con
una agricultura en pequeñas haciendas que ya no dejaba réditos y una manufactura urbana
que tampoco los brindaba por el derrumbe del mercado para sus productos, “la gigantesca
producción esclavista de los tiempos florecientes del imperio no tenía donde emplear
numerosos esclavos. En la sociedad ya no encontraban lugar sino los esclavos domésticos y
de lujo de los ricos”, de modo que aumentaban cada vez más las manumisiones de esclavos
superfluos convertidos en una pesada carga. Sin embargo, “la agonizante esclavitud aún era
suficiente para hacer considerar todo trabajo productivo como tarea propia de esclavos e
indigna de un romano libre”.
Así, prosigue Engels, la esclavitud como forma principal de producción “hacía del
trabajo una actividad servil y, por tanto, deshonrosa para los hombres libres. Por ello, el
medio para salir de tal modo de producción estaba cerrado, mientras que por otra parte la
producción más desarrollada encontraba su límite en la esclavitud y era conducida a
eliminarla. Esta contradicción originó la ruina de toda producción basada en la esclavitud y
de las comunidades basadas en ella”. “La esclavitud ya no producía más de lo que costaba y
por eso acabó por desaparecer. Pero al morir dejó detrás de sí un aguijón venenoso bajo la
forma de proscripción del trabajo productivo por los hombres libres. Tal era el callejón sin
salida en el cual se encontraba el mundo romano: la esclavitud era económicamente
imposible, y el trabajo de los hombres libres estaba moralmente proscrito. La primera no
podía ser ya la forma fundamental de la producción social, el segundo aún no podía serlo.
La única solución posible era una revolución radical”. Y ésta se produjo sobre la base de las
catastróficas e irresolubles contradicciones internas del esclavismo, exacerbadas además
por las invasiones “bárbaras”, para dar paso al modo de producción feudal y a la sociedad
edificada sobre él, a la cual se incorporó activamente y sin demora la Iglesia (ya convertida
en institución de estructura jerárquico-centralizada) enarbolando su concepción y su
humanismo en el que el trabajo productivo continuó siendo visto como execrable.
En el origen del régimen feudal se entrelazaron dos procesos históricos diferentes.
Por un lado, la descomposición del esclavismo, que fue empujando a los ex-esclavos y a los
campesinos expropiados a volcarse hacia las tierras como cultivadores independientes,
cuyos antecedentes fueron los arrendatarios, los aparceros y los colonos. Por el otro, la
descomposición de la vieja organización del clan de los invasores “bárbaros” y el reparto de
las tierras conquistadas entre sus jefes militares. En La ideología alemana, Marx y Engels
apuntaban: “Así como la Antigüedad partía de la ciudad y de su pequeña demarcación, el
Medioevo tenía como punto de partida el campo. Este punto de arranque distinto hallábase
condicionado por la población con que se encontró la Edad Media: una población escasa,
diseminada en grandes áreas y a la que los conquistadores no aportaron gran incremento.
De allí que, al contrario de lo que había ocurrido en Grecia y en Roma, el desarrollo feudal
se iniciara en un terreno mucho más extenso, preparado por las conquistas romanas y por la
difusión de la agricultura al comienzo relacionada con ellas. Los últimos siglos del Imperio
romano decadente y la conquista por los propios bárbaros destruyeron una gran cantidad de
fuerzas productivas; la agricultura se veía postrada, la industria languidecía por la falta de
mercados, el comercio cayó en el sopor o se vio violentamente interrumpido y la población
urbana y rural decreció. Estos factores preexistentes y el modo de organización de la
conquista por ellos condicionado hicieron que se desarrollara, bajo la influencia de la
estructura del ejército germano, la propiedad feudal”.
Las relaciones de producción propias del nuevo régimen se diferenciaron en dos
aspectos fundamentales de las vigentes en el esclavismo. Primero, la propiedad de los
terratenientes feudales coexistía con la propiedad individual de los campesinos y de los
artesanos sobre sus instrumentos productivos y sus economías privadas; y segundo, el señor
feudal era propietario de los medios de producción, llegando a ser dueño del trabajador sólo
de modo limitado. Pero los jefes militares conquistadores, como nuevos amos de grandes
extensiones de tierras de cultivo y contando con la fuerza de las armas, impusieron a los
pequeños campesinos productores una completa dependencia económica, social y política,
reduciéndolos a la condición de siervos. En el esclavismo, el gran propietario tenía que
asumir los gastos productivos y proveer al esclavo de alimentación, vestimenta, vivienda y
herramientas, y dentro de su opresión éste producía aunque careciendo de razones para
interesarse por el trabajo y tomar iniciativas. En la nueva situación, para el señor feudal era
económicamente más provechoso utilizar individuos dueños de su propia producción y de
sus propias herramientas, interesados en trabajar, producir y auto-abastecerse, los cuales
debían proporcionar rentas en especie de las cosechas logradas y, posteriormente, rentas en
dinero a la nueva clase dominante (los grandes terratenientes y el alto clero).
En los Grundrisse y en El Capital, Marx definió al feudalismo como un orden social
cuya principal característica era el dominio de una aristocracia terrateniente militarizada
sobre el resto de la sociedad, en especial sobre los campesinos. La esencia del modo de
producción feudal residía en la relación de explotación entre los señores y los campesinos a
ellos subordinados, y a través de la cual los primeros obtenían por coacción el producto
excedente del trabajo de los segundos una vez satisfechas sus necesidades de manutención.
Esta apropiación tenía la forma de servicios o prestaciones de trabajo directas y personales,
o de rentas en especie o en dinero. En tal modo de producción, señala Rodney Hilton, “la
servidumbre es la forma de existencia que adopta el trabajo… Su esencia era la apropiación
por parte del señor del trabajo excedente de la familia campesina, una vez cubiertas las
necesidades que aseguraban su subsistencia y la reproducción económica del sistema”. Al
estar aposentadas las unidades familiares campesinas en las tierras que trabajaban para
producir su propio sustento, “la transferencia del excedente debía arrancarse por la fuerza”
(6). La explotación de los trabajadores había cambiados sus formas, pero seguía siendo casi
tan brutal y despiadada como en los tiempos esclavistas: el señor disponía a su antojo de su
feudo y de sus siervos, se arrogaba funciones judiciales y ejercía todo tipo de coacciones
sobre sus vasallos para mantenerlos bajo su dominio.
Eric Hobsbawm ha señalado que el feudalismo fue una formación social sumamente
extendida cuya forma precisa varió considerablemente de un país a otro, pero que alcanzó
un desarrollo con características específicas en la región europeo-mediterránea vinculada
económicamente con el Oriente Próximo. En esa área, el feudalismo atravesó por etapas
principales hasta su derrumbe y su reemplazo histórico por el capitalismo. Primero, una
etapa inmediatamente posterior a la caída del imperio romano occidental, con la evolución
gradual de una economía feudal y tal vez una recesión en el siglo X (la llamada “era de las
tinieblas”). Segundo, una etapa de desarrollo económico muy rápido y generalizado desde
alrededor del año 1000 hasta comienzos del siglo XIV (la “Alta Edad Media”), con un
marcado crecimiento de la población, la agricultura, la producción artesanal y el comercio;
y además con revitalización de las ciudades, gran elaboración cultural, expansión de la
economía feudal occidental bajo la forma de “cruzadas” contra los musulmanes, migración,
colonización y establecimiento de postas comerciales en diversos lugares del extranjero.
Tercero, una gran crisis en los siglos XIV y XV, con el colapso de la agricultura a gran
escala y merma de la artesanía y el comercio internacional, junto con declive demográfico,
varias tentativas de revolución social y crisis ideológicas. Cuarto, una etapa de renovada
expansión entre mediados del siglo XV y mediados del XVI, en la que por primera vez se
evidencian signos de una importante ruptura entre la base y la superestructura de la
sociedad feudal (con la Reforma y los elementos característicos de la revolución burguesa
en los Países Bajos), y entre los comerciantes y conquistadores europeos en América y el
Océano Índico, etapa que Marx señala en El Capital como el inicio de la era capitalista. Y
Quinto, otra etapa de crisis en el siglo XVII, en la que se ajustan posiciones o se retrocede,
con la revolución inglesa como primera ruptura frontal con el viejo modo de producción e
inmediatamente después un período de renovada y crecientemente generalizada expansión
económica. Esta etapa culminó con el triunfo definitivo del capitalismo, que virtualmente
se produjo en forma simultánea en el último cuarto del siglo XVIII a través de la revolución
industrial en Inglaterra y de la revoluciones en Francia y EEUU. Entre los años 1000 y
1800, destaca Hobsbawm, “existió una evolución económica persistente que avanzaba
según una misma dirección, aunque no en todas partes ni al unísono”, y en la que “cada una
de las fases censadas contiene firmes elementos de desarrollo capitalista” (7).
Ahora bien, desde los inicios del régimen feudal europeo y durante toda su existencia
la Iglesia católica tuvo un papel relevante. Como firme aliada del poder militar, se
constituyó en importante fracción dentro del sistema al apropiarse de un tercio del total de
las tierras; y, con la disgregación del poder político (en el que cada señor era una suerte de
pequeño jefe de Estado), fue la única organización concentrada, centralizada, jerarquizada y
poseedora de las más amplias prerrogativas. Además, se aseguró el dominio ideológico al
controlar de modo absoluto y durante siglos la educación y la enseñanza con su manejo
monopólico de las escuelas, imponiendo su concepción idealista del mundo, subyugando a
la filosofía para convertirla en “sierva de la teología” y regimentando por completo la vida
cotidiana de las gentes. En el pasado, había defendido y justificado al esclavismo y elevado
al rango de valor supremo al propietario de esclavos. En las nuevas condiciones, vinculada
íntimamente a todos los aspectos del régimen feudal, hizo lo mismo, proporcionando
también en el plano de la teología y la filosofía las armas espirituales para la preservación y
el mantenimiento del sistema, centrando su humanismo en la glorificación de los señores
feudales y en la depreciación de los expoliados. El teólogo Laud d’Angers sostenía que “el
propio Dios ha deseado que entre los hombres unos sean señores y otros siervos, por lo que
los señores deben atenerse a amar a Dios y los siervos a amar y venerar a sus señores”.
En el campo político-social, la Iglesia se esforzó de modo constante para dar al
feudalismo una organización íntima y rígidamente jerarquizada en la que el Papa tenía la
dirección suprema; y, por su estrecha ligazón con la clase dominante, su doctrina brindó
notable justificación teórica al mantenimiento de la explotación y opresión de los siervos,
estigmatizando como “herejía” toda revuelta contra ese régimen. (En el siglo XII, Bernard
de Clairvaux, impulsor y organizador de las órdenes religiosas militarizadas, teorizó sobre
la gran ambición teocrática de la Iglesia y sistematizó las pautas para su dominio universal).
Y en el plano del pensamiento desplegó el arsenal ideológico fideísta heredado de los
“Padres de la Iglesia” para configurar la escolástica, cerrar a piedra y lodo el camino hacia
el conocimiento objetivo del mundo y de la sociedad, instalar el más denso oscurantismo y
reforzar el sometimiento de los hombres. Tertuliano había sancionado como “verdad”
indiscutible que “después de Jesucristo no necesitamos ningún ansia de saber; después del
Evangelio, sobra toda indagación”; y siguiéndolo fielmente Pedro Damiani, en Sobre la
omnipotencia divina de 1067, condenaba como un “absurdo pecaminoso” cualquier
pretensión de acceder al conocimiento del universo ya que el absolutismo de Dios no estaba
sujeto “a ninguna ley física ni lógica”. El fideísmo militante encontró expresión en el
precepto eclesiástico “cree aunque no entiendas” y admitió como única posibilidad de uso
de la “razón” las argucias para validar la fe e infamar su recusación, las vituperaciones
contra los herejes y las consideraciones sobre la “eternidad” del feudalismo.
Pero, a despecho de las creencias o los deseos de los señores y el clero, el feudalismo
no era estático, ni menos aún “eterno”, sino un sistema histórico en continuo desarrollo y en
cuyo curso se desplegaba paso a paso una objetiva lucha de clases que ponía en cuestión a
la vez el poder señorial y el dominio eclesiástico (8). En los siglos XIII y XIV, en casi toda
Europa las luchas sociales con envoltura religiosa se expresaban en grandes levantamientos
de campesinos y plebeyos a medida que las contradicciones internas del feudalismo se iban
haciendo más evidentes con la revitalización de las ciudades y la expansión de la artesanía
y el comercio, apareciendo las primeras manifestaciones de un pensamiento que buscaba
todavía con timidez liberarse de los grilletes teológicos. Los productores urbanos, gérmenes
de una burguesía en proceso de configuración, chocaban en forma creciente con el modo de
producción feudal, sus instituciones y la respectiva ideología; y los intereses materiales de
esos productores se reflejaban en y articulaban con los intentos de elaboración de una
filosofía capaz de sacudirse de las dogmáticas formulaciones escolásticas. De la realidad
misma iban surgiendo los embriones de ideas orientadas a promover su transformación.
Todo esto implicaba la lenta creación de condiciones para la formación de los elementos
propios de una nueva base económico-social sobre la que podría eventualmente edificarse
una súper-estructura jurídico-política distinta y elaborarse una nueva concepción del mundo
y del hombre junto con un nuevo humanismo.
Con el renacer de las ciudades, habían ido surgiendo inéditas y diferentes formas de
vida contrapuestas a las del marco feudal, y corrientes de pensamiento orientadas por las
preocupaciones de la germinal burguesía: interés por las técnicas y las ciencias de la
naturaleza en beneficio de la producción material; creciente importancia asignada a la razón
y la experiencia frente a la fe y la escolástica; estudio de las filosofías de la naturaleza de la
Antigüedad y de las traducciones de los trabajos de Avicena y Averroes, en los que se
defendía la razón y el conocimiento objetivo; lucha soterrada contra todos los aspectos y
elementos del régimen feudal y, por tanto, contra el pensamiento que lo sacralizaba; etc.
Estas tendencias amenazaban el orden socio-político imperante y la teología eclesiástica. La
herejía de los albigenses, aunque fue aplastada a sangre y fuego por el papado y los señores
feudales, ya había demostrado el vigor de un contestatario movimiento urbano-rural y para
sofocar todo intento de rebelión contra el edificio tradicional el Papa creó la Inquisición.
Pero el uso de la fuerza y la intimidación espiritual resultaban insuficientes. Para canalizar
las nuevas formas de vida y someter el pensamiento abierto que ellas generaban, era
necesario algo más y el encargado de proporcionarlo fue Tomás de Aquino, cuya filosofía
(el tomismo) fue el complemento ideológico del acosamiento teológico-inquisitorial y parte
inseparable de los mecanismos del poder feudal.
Hasta entonces, la Iglesia había luchado con todas sus armas contra la corriente
progresista que buscaba en la filosofía de la naturaleza de la Antigüedad los elementos para
encarar el estudio físico de los fenómenos y la indagación de sus causas. Protegiendo su
plataforma filosófica idealista platónica y neo-platónica, Inocencio III había prohibido
expresamente con una bula las obras sobre física y metafísica de Aristóteles en el momento
mismo en que, gracias a las traducciones de los pensadores árabes, esas obras alcanzaban
difusión. En tales circunstancias, Tomás de Aquino se adueñó de los trabajos de Aristóteles
para eliminar de ellos todos los aspectos objetivos que podían contribuir al estudio del
mundo y el hombre, conservando sólo sus elementos idealistas e ilusorios en procura de
sancionar la preservación del sistema y el dominio teológico. El naturalismo aristotélico,
centrado en la realidad y en la existencia terrenal, resultó borrado y suplantado por el
sobrenaturalismo tomista con su mirada puesta en el “otro mundo” y en la vida de
ultratumba. Incluso el contenido de los términos utilizados por el sabio ateniense fue
falsificado: para Aristóteles, la “física” remitía al conocimiento de los aspectos perceptibles
de las cosas y la “metafísica” estaba referida a la aprehensión de las “entrañas de la física”,
es decir, de la esencia de los objetos; pero con el tomismo se mantuvo el desdén por el
conocimiento de la naturaleza y “metafísica” pasó a significar “conocimiento de lo
sobrenatural”. Así, según observara Alexander Herzen, con la total adulteración del
aristotelismo Aquino no sólo convirtió al filósofo griego en un “Aristóteles tonsurado” y
adaptado de modo conveniente a las necesidades católicas y feudales, sino que también y
sobre esa falsificación elaboró una doctrina que se jactaba de su “racionalidad”.
Como anota B. Byjovski, “El tomismo significó un viraje cardinal en la historia del
escolasticismo. Pero no un viraje revolucionario, sino contrarrevolucionario. Fue una
contrarrevolución preventiva llamada a impedir el retorno de la filosofía a los adelantos
científicos del mundo antiguo, que brindaban nuevos horizontes a las búsquedas y las
realizaciones… El ‘Doctor Angelicus’ creó un antídoto eficaz contra las ideas avanzadas
que suponían un peligro para el monopolio teológico y se valió para ello de los eslabones
débiles de la filosofía de Aristóteles y sus vacilaciones entre el materialismo y el idealismo”
(9). Con el refuerzo al inveterado espiritualismo y a los dogmas tradicionales, el tomismo
remozó las bases concepcionales y “teóricas” de la Iglesia. Retorciendo la lógica objetiva y
usando los más absurdos sofismas, oxigenó al creacionismo “demostrando” que Dios es la
causa suprema y el fin de todas las cosas, y que todo en el mundo obedece a su “plan”. La
materia no sería más que una posibilidad indeterminada y pasiva, cuya “verdadera”
existencia depende del pensamiento divino, de la “forma” que le asigna la divinidad. Todo
intento de explicación sobre los fenómenos de la naturaleza consistiría, entonces, en el uso
de la “razón” para buscar en ese pensamiento las “formas” o “cualidades ocultas” que
constituyen la “esencia” de las cosas, las cuales estarían dispuestas “desde siempre” según
una escala jerárquica de las “formas”.
Esta jerarquía “lógica” y teleológica, propia de un “orden celestial”, regiría a la
naturaleza e incluiría también y plenamente a la vida social, en la que toda acción humana
estaría predeterminada desde la eternidad aunque permitiendo el “libre albedrío” merced a
la “sapiencia” de Dios. Al igual que en el “ordenamiento” de las cosas, los hombres
ocuparían estrictamente y para siempre un determinado “lugar” dentro de la jerarquía social
establecida por la divinidad; la existencia de señores y vasallos sería “lógica” y “natural”; y
cualquier tentativa de elevarse por encima de la propia condición (y pensar por cuenta
propia) representaría un atentado contra la “voluntad del Creador”, un ominoso “pecado”.
El humanismo católico tomista, derivado en forma directa de Dios y de su “obra”, era una
respuesta definida a preocupaciones diversas: cómo reforzar el poder de los señores
feudales apelando a los “designios” divinos, qué principios metafísicos debían servir de
base a la moral y el derecho para vigorizar el sometimiento de los siervos y los nuevos
productores, de qué manera afrontar la crisis eclesial generada por las formas diferentes de
vida que emergían impetuosamente y los nuevos tipos de pensamiento que contradecían los
dogmas de la teología. Y en esta respuesta, Aquino no se conformó con cultivar todas las
supersticiones sobre ángeles y demonios, ni con las amenazas sobre los terribles castigos
“celestiales” para los “impíos”, sino que fue más allá, predicando con energía la “mejor”
utilización del Estado para aplastar a los “heréticos” con el hierro y el fuego en aras de la
preservación del régimen feudal, la santificación de la tiranía teocrática y la eternización de
la desigualdad social y la servidumbre.
El siglo XIII fue, según lo expresara el historiador católico Étienne Gilson, “la edad
de oro de la teología escolástica”. Aunque este auge frenó en ciertos aspectos el avance del
desarrollo histórico, no podía en modo alguno detenerlo y empezó a declinar desde el siglo
XIV con el inicio de la decadencia del régimen feudal. En las entrañas de éste surgía de
modo lento pero sostenido un nuevo orden de cosas, expresado no sólo en el continuo
despliegue de la producción urbana y el comercio, lo que implicaba el creciente ascenso de
la burguesía en formación, sino también en contiendas “heréticas” y anti-clericales (como
la insurrección de los “pastores de Dios”, el precursor movimiento de Jan Huss por la
reforma eclesiástica, la lucha de los quiliastas de Tabor) que tenían como fondo el rechazo
de los siervos a la explotación, a las exacciones perpetradas por los señores feudales y al
pago de tributos a la Iglesia. La lucha de clases en el campo y la ciudad tenía envoltura
religiosa y formas “heréticas”, pero en todas partes obedecía a causas económico-sociales y
políticas, estando determinado su carácter por el nivel del desarrollo económico alcanzado
y la correlación de las fuerzas de clase; en ese curso, germinaban la concepción del mundo
y el humanismo de la naciente burguesía y también, aunque en forma oscura y difusa, los
elementos propios de una concepción y un humanismo de las masas rurales de explotados y
oprimidos.
En este contexto, el desarrollo de la división del trabajo entre campo y ciudad fue
acrecentando el intercambio y la interdependencia de los productores en ambos ámbitos.
Para afrontar las exigencias de los señores feudales, los campesinos necesitaban aumentar
su producción contando con progresos técnicos y nuevos instrumentos elaborados en los
talleres artesanales. Y los artesanos urbanos (paulatinamente divididos en “tradicionales”
regidos por sus corporaciones y “nuevos” que buscaban aflojar las amarras corporativas y
feudales) estaban urgidos por la transformación de su propia producción para satisfacer
tanto los requerimientos del campo como de la ciudad. Ello implicaba promover la
generación de nuevas ideas, dar curso a la creatividad e impulsar el despliegue de las
fuerzas productivas, y así ocurrió. La rueda hidráulica, que existía desde la época esclavista
como mecanismo instalado directamente en la corriente de agua, fue innovada haciendo
posible la extensión de las superficies de siembra, la renovación de los métodos de laboreo,
el aumento de la producción de granos, el progreso de la horticultura y la vitivinicultura, la
ampliación de los cultivos industriales (algodón, lino, cáñamo, plantas tintóreas) y el
desarrollo de la ganadería para proporcionar mayor cantidad de carnes, lana y cuero. El
perfeccionamiento posterior de la rueda hidráulica permitió no sólo su utilización en el
campo, sino también en diversas ramas productivas y llevó a la invención del alto horno, a
la fundición de hierro para elaborar variados artículos y luego a la producción de acero, con
la mejoría de los aperos de labranza, el perfeccionamiento de los instrumentos de trabajo, el
reemplazo del telar vertical por el horizontal de mayor rendimiento, la progresiva aparición
de tornos, taladros y pulidores, el desarrollo de la industria del vidrio, etc. También ocurrió
la invención occidental de dos anteriores creaciones chinas: la pólvora y, después, la
imprenta, con su notable impacto en múltiples aspectos económicos y socio-culturales.
Además, el desarrollo del comercio recibió estímulo con la construcción de embarcaciones
de gran calado que podían hacer recorridos más extensos que los usuales y que obligaron
más tarde a perfeccionar la brújula.
Estos progresos concretos tenían que reflejarse de modo particular en la subjetividad
de los nuevos productores urbanos reforzando su necesidad de una nueva concepción del
mundo y un nuevo humanismo, a la vez que alimentando sus deseos de avanzar más. El
aprecio en aumento por la técnica y las ideas innovadoras para impulsar el desarrollo de la
producción, la creciente conciencia acerca de la propia individualidad, la comprensión del
modo en que la dedicación y la pugna individuales se traducían en la obtención de
beneficios materiales, los sentimientos de orgullo por los logros alcanzados y la confianza
en los propios esfuerzos para llevar a cabo tareas creativas aún con restricciones a su
libertad, actuaban como acicates para perseverar en la ruta del progreso. Conducían a
revalorizar el trabajo y su dignidad contrastándolos con el ocio, la desidia y el parasitismo
de los señores feudales justificados por la Iglesia, y socavaban la rigidez de las actividades
artesanales corporativas. La industria fue experimentando, entonces, un variado desarrollo
y con el avance de la agricultura se profundizó la separación entre ambas al mismo tiempo
que aumentaban sus intercambios, originándose nuevas ramas industriales que acrecentaron
los bríos de los nuevos productores, extendieron el comercio, ampliaron los mercados a
zonas cada vez más vastas e impulsaron el desenvolvimiento de las relaciones monetario-
mercantiles.
En el curso del feudalismo, anota R. Hilton, el conjunto de progresos técnicos antes
anotados había ido impulsando el desarrollo de las ciudades no ya como simples mercados
donde pudiera venderse parte de los productos agrícolas y obtener con ello más dinero para
satisfacer las exacciones señoriales, sino como activos lugares de producción artesanal. A la
vez, los señores habían ido aumentando de modo considerable y constante sus ingresos en
metálico agregando a la renta tradicional (en trabajo, productos o dinero) el tributo, los
beneficios de jurisdicción e imposiciones monopólicas como obligar a los campesinos a
moler el grano en los molinos señoriales, usar sus hornos o prensar las uvas en sus lagares.
Contando con mayores recursos, los señores impulsaron la fundación de ciudades pequeñas
para disponer de centros de transacción que permitieran el aumento de sus beneficios a
través de los tributos de mercado y de las pequeñas rentas, apuntalando así la extensión y el
desarrollo de la artesanía urbana, favorecida además por la conversión de las instalaciones
eclesiásticas preexistentes (catedrales, monasterios) o los lugares destinados a las tropas de
algún señor de alto rango en núcleos promotores del mayor desarrollo de los mercados para
productos locales y objetos suntuarios procedentes del comercio entre regiones.
La aristocracia se diversificaba, ampliaba su renta feudal y la concentraba de modo
más eficiente, desplegando crecientemente una vida de fastuoso dispendio y aumentando y
sofisticando sus exigencias culturales, mientras el imparable deterioro de las condiciones de
vida rural determinaba que sectores de siervos abandonaran lentamente el campo atraídos
por las ciudades y, en éstas, el incremento numérico de artesanos, pequeños comerciantes y
proveedores de servicios. Y con artesanos que empezaban a producir tanto para su señor
como para campesinos que ya destinaban parte de sus productos a la venta, comenzó la
producción simple de mercancías de base urbana. En las ciudades, el nuevo productor
industrial se fue separando de los contextos rural y feudal para ir apareciendo como un
fabricante aparentemente autónomo cuya producción en aumento (zapatos, cuchillos,
paños, carros, piezas de arado y muchas otras mercancías) estaba a disposición de quien
tuviera dinero para pagarla. Con ello, en el marco de la explotación que el señor feudal
ejercía sobre los campesinos y el conjunto del artesanado, desde comienzos del siglo XIII el
sector artesanal “nuevo” fue instalando en las ciudades del norte de Italia una producción y
relaciones productivas capitalistas embrionarias, que irían desarrollándose lenta pero
firmemente en los siglos XIV y XV.
Algunos artesanos enriquecidos actuaban a la vez como comerciantes y prestamistas:
convertidos en patronos domiciliarios, pagaban a otros artesanos por su trabajo adquiriendo
propiedad sobre lo producido para destinarlo a la venta y les proporcionaban dinero a
interés, por ejemplo, para la compra de herramientas. En el taller artesanal empezó a
consolidarse este tipo de relación laboral y aunque esos otros artesanos no eran simples
asalariados tampoco cobraban por su trabajo como si fueran artesanos independientes, y
tanto ellos como los aprendices resultaban explotados por el naciente capital industrial.
Además, como aumentaba la producción el artesano-patrón encomendaba a uno de sus
oficiales o aprendices (por lo general, su hijo) la contratación de jornaleros, incorporando
así a otros individuos a su régimen de subordinación y explotación. En el inicio de esta
nueva situación, los jornaleros no desempeñaban un rol estrictamente igual al del trabajador
asalariado, es decir, no representaban una fuente directa de producción de plusvalía para el
patrón; pero éste era el antecedente histórico del empresario burgués, del mismo modo que
el jornalero auguraba al proletario.
Por otro lado, en las ciudades italianas, principalmente en Venecia y Florencia, el
tráfico de tejidos de lana de alta calidad hechos en Flandes y el centro de Italia, de
mercancías de altos precios (especias, joyas o sedas del Oriente Lejano y Medio) o de oro
procedente de África occidental, permitió a determinados comerciantes acumular grandes
fortunas, conformar un capital mercantil y, como negociantes con dinero en metálico,
convertirse en banqueros del papado y de aristócratas necesitados de financiar guerras en la
pugna señorial por tierras y vasallos. Resultó de ello la ampliación del comercio abarcando
el abastecimiento de materias primas para diversas elaboraciones, la venta de productos
acabados, la compra-venta de sal, alumbre, pescado, cereales, tejidos de tipo medio, hierro
y acero, etc.; y también la considerable expansión comercial a nivel internacional con el
tráfico de vinos franceses, granos, maderas y pieles del Báltico, etc., entre otros variados
productos. En este proceso, el manejo del enorme flujo de dinero fue conduciendo a una
gran sofisticación técnica de los métodos de comercio y de los procedimientos contables,
con el acrecentamiento de la habilidad en la concentración de fondos para financiar con
tasas de interés usureras a Papas, gobiernos y señores feudales en dificultades monetarias.
Además, los capitalistas mercantiles medievales, cuyas riquezas crecían sin cesar, estaban
interesados en aumentar su influencia político-social y ejercieron un singular patronazgo
cultural para promover en el siglo XIV el desarrollo de las artes y las ciencias, originando e
impulsando un gran movimiento renovador de la vida social y la cultura en el mundo
feudal: el Renacimiento y, dentro de él, la corriente humanista.
Cuando desde el siglo XIII la burguesía ya mostraba signos de clase en proceso de
configuración, sus actividades productivas y comerciales habían ido generando formas de
vida hasta entonces inéditas y un creciente interés por la adquisición de conocimientos
sobre el mundo y el hombre, impulsándola a asignar cada vez mayor importancia a la razón
y la experiencia en beneficio del mejoramiento y la expansión de la producción material y
el comercio, así como a buscar el rescate de las filosofías de la naturaleza de la Antigüedad
para dar curso a la elaboración de su propia concepción del mundo y su propio humanismo
en oposición a la concepción y el humanismo eclesiástico-señoriales. Pero en siglo XIV, en
las condiciones sociales de la gran crisis que sacudía al mundo medieval, el avance burgués
estaba frenado por las trabas feudales al desarrollo de las relaciones monetario-mercantiles
y por el dogmatismo de la Iglesia (radicalmente contrario a la razón, la experiencia y el
conocimiento) que bloqueaba la elaboración y el despliegue de las nuevas ideas y nuevas
prácticas reclamadas por los nuevos tiempos. En tales condiciones, a la clase en ascenso se
le planteaba el problema de encauzar sus intereses de modo más preciso y canalizar sus
inquietudes con decisión, en la perspectiva de generar procesos orientados a modificar la
situación vigente. Dar solución a ambas cuestiones exigía a la burguesía incorporar a
nuevos actores a su servicio para desempeñar roles específicos en el escenario social.
A medida que los elementos más prósperos de la burguesía habían ido ganando
espacios sociales y políticos por su enriquecimiento y su función como financistas de Papas
y aristócratas, fueron también comprendiendo la imposibilidad objetiva de ir más allá de los
límites fijados por la situación concreta, pero a la vez se percataron de la importancia de la
cultura como instrumento coadyuvante para el afianzamiento en las posiciones ganadas y el
prudente avance hacia el logro de sus fines. Volvieron, entonces, la vista hacia los artistas,
literatos e intelectuales que el poder feudal trataba de hecho casi como a siervos para
seleccionar a los talentosos, atraerlos con su mecenazgo, apoyar sus labores, protegerlos y
colocarlos bajo su control. Estos creadores y pensadores fueron los encargados de llevar a
cabo esa auténtica explosión socio-cultural llamada Renacimiento iniciada en Italia y
extendida a toda Europa, esa gran batalla contra la ideología teológico-feudal en todos los
frentes del arte y la cultura que introdujo nuevos valores y puso al hombre y su exaltación
en el centro de todas las preocupaciones, reflexiones filosóficas, decisiones y acciones. Con
el rescate de la antigua cultura greco-latina, el hombre se convirtió en la medida de todas
las cosas y sirvió de modelo para revisar las normas de comportamiento social, político,
doméstico e incluso amoroso y, entre otros múltiples aspectos, para organizar la enseñanza,
cambiar las costumbres y los patrones alimentarios, modificar las vestimentas, diseñar las
nuevas ciudades renacentistas y construir los edificios públicos.
Desde su particular perspectiva, Burckhardt señaló que “el movimiento de retorno a
la Antigüedad…, en gran escala y de una manera general y decidida, sólo se inicia en los
italianos con el siglo XIV. Requería un desarrollo de la vida urbana como sólo se dio en
Italia y en aquellos tiempos: convivencia e igualdad efectiva entre nobles y ciudadanos,
constitución de una sociedad general que sintiera la necesidad de la cultura y que dispusiera
de tiempo y de medios para satisfacerla. Pero la cultura, al pretender liberarse del mundo
fantástico de la Edad Media, no podía llegar… por simple empirismo al conocimiento del
mundo físico y espiritual. Necesitaba un guía, y como tal se ofreció la Antigüedad clásica
con su abundancia de verdad objetiva y evidente en todas las esferas del espíritu. De ella
se tomó forma y materia, con gratitud y con admiración, y ella llegó a constituir… el
contenido principal de la cultura”. Excepto la creencia de Burckhardt en una irreal
“igualdad efectiva” en las ciudades, su apreciación se ajusta a los hechos históricos. En
efecto, el rescate de la Antigüedad formaba parte del proceso de creación de la cultura anti-
feudal que la burguesía necesitaba para avanzar y ampliar sus espacios de actuación, cultura
que no podía surgir por “simple empirismo” y que requería de la participación de
individuos especializados en la labor intelectual y artística, de “hombres que sirvieran de
intérpretes entre la venerada Antigüedad y el presente y convirtieran aquélla en el objeto
principal de la cultura” (10).
El Renacimiento, iniciado en Florencia y propagado en todos los países europeos,
discurrió a lo largo de los siglos XIV, XV y XVI impulsado por la actividad de una legión
de individuos excepcionales que aportaron, cada cual en su campo, en la elaboración de la
nueva cultura. En general, engarzados en el espíritu burgués que les servía como telón de
fondo, estos hombres estaban insatisfechos con el mundo feudal lleno de restricciones,
tomaban cada vez mayor conciencia de su propia personalidad y anhelaban dar curso
efectivo y sin trabas a su creatividad. Mostraban, pues, una vigorosa actitud individualista,
racionalista y práctica, muy ligada a las características de la realidad concreta de la época,
que los conducía al entendimiento de las cosas no en el sentido puramente espiritualista
impuesto por el dogma eclesiástico, sino en el terrenal, mundano, propio de la actividad
real apoyada por la herencia de los clásicos antiguos. Ello los incitaba para el ejercicio de
su autonomía y auto-determinación, haciéndolos sentirse capaces de desafiar la autoridad
establecida, definir su propio sentido de la vida y el trazado de su propio destino y, sobre,
todo, para pensar, revisar, discutir y criticar los múltiples aspectos de lo existente.
En la literatura, no sólo ensalzaron al hombre valorando sus capacidades, destacaron
la importancia de la vida terrena y rindieron culto a la belleza, sino que también hicieron
surgir el ideal del hombre renacentista y afirmaron la personalidad creativa y la libertad del
escritor en oposición a las tradiciones y las reglas establecidas, resaltando las figuras de
Petrarca y Boccaccio (con antecedentes en Dante), Ariosto y Tasso, Rabelais, Montaigne,
Ronsard, Cervantes, Garcilaso de la Vega, Nebrija y muchos más, sin olvidar a un teórico
político como Maquiavelo. En la pintura, sobre la base de la renovación de la tradición
helénica y de los modelos clásicos, los artistas estudiaron a fondo la anatomía humana
destacando la armonía de sus formas, asimilaron creativamente las leyes de la perspectiva y
revolucionaron las técnicas pictóricas para elaborar obras maestras, con grandes exponentes
como Leonardo da Vinci, Ghirlandaio, Verrochio, Botticelli, Mantegna, Perugino, Rafael,
Tiziano, Tintoretto, Veronese, Correggio, Andrea del Sarto, Van Eyck, Brueghel,
Hyeronimus Bosch, Durero y Cranach, entre otros; y en la escultura con Donatello y
Miguel Ángel se alcanzó una gran perfección formal llena de expresividad y penetración
psicológica.
Pero fue en el plano de la filosofía donde el Renacimiento evidenció más claramente
su carácter de proceso orientado a demoler la ideología oficial, a criticar el modo de vida
feudal y a crear la nueva cultura que requería la burguesía para avanzar económica, política
y socialmente. En la sociedad feudal, existían numerosos letrados y estudiosos que, en
general y tradicionalmente, servían a príncipes y señores como preceptores de sus hijos,
bibliotecarios, secretarios, escribientes y hasta de ejecutores de bajos menesteres a cambio
de una paga miserable. Estos intelectuales laicos y religiosos subsistían a la sombra de la
aristocracia sufriendo todo tipo de penurias, aspirando a mejorar en algo sus condiciones de
vida, vegetando bajo la férula dogmática de la Iglesia y cumpliendo tareas ingratas y
estériles, soñando con el ejercicio de un pensamiento libre y con el manejo de sus propios
asuntos sin imposiciones despóticas. La burguesía reclutó a los más talentosos entre ellos
con el ofrecimiento de ventajas materiales y comodidades para realizar sus estudios,
encomendándoles (de modo explícito o implícito) la tarea de sistematizar de acuerdo a
nuevas pautas el conocimiento logrado hasta entonces, traducir textos de la Antigüedad y
del mundo árabe, justificar las nuevas formas de vida, resaltar la importancia de las nuevas
ideas que surgían al compás de la producción y el comercio burgueses e introducirlas en la
educación. En buena cuenta, les encargó construir las bases de la cultura que necesitaba
para vigorizar su avance y elaborar los puntos de partida consistentes y coherentes de una
nueva concepción del mundo y de un nuevo humanismo que tenía como paradigma al
hombre burgués con su predilección por la vida laica y el pensamiento libre, su disposición
para el trabajo y la producción, y su amor por la ganancia y la riqueza.
Esos intelectuales talentosos eran los humanistas medievales, entre los que había
notables eruditos y auténticos sabios (como Erasmo de Rotterdam), que marchaban con
entusiasmo al paso de la burguesía, pero que al igual que ella y con gran prudencia nunca
iban más allá de donde las condiciones sociales y políticas permitían llegar. Ensamblados a
las necesidades de sus nuevos patrones, tenían una concepción optimista del hombre, de sus
capacidades y de su labor; eran individualistas, universalistas y tolerantes; amaban la razón,
la inteligencia y el conocimiento, aunque dadas las condiciones de la época no pudieran
sobrepasar del todo el pensamiento escolástico; no les interesaba la teología y repudiaban el
dogmatismo. Eran voceros del descontento burgués (11) con respecto al enrarecido mundo
feudal y, al mismo tiempo, se manejaban en el plano de la ambigüedad para cuidar sus
propias canonjías. Detestaban a la aristocracia, pero no vacilaban en aceptar sus eventuales
óbolos; se sentían asfixiados por el dominio eclesiástico y la rigidez de sus jerarquías, pero
se mantenían dentro de la Iglesia y le declaraban su fidelidad. Muchos profesaban un tibio
deísmo y en no pocos casos eran ateos vergonzantes que se protegían con la careta del
escepticismo, huyendo con premura de las discusiones doctrinario-eclesiásticas para evitar
ser tachados de herejes y sufrir las represalias inquisitoriales. El humanista medieval, decía
Aníbal Ponce refiriéndose a Erasmo, “encarnaba con más derecho que nadie la formidable
novedad que había aparecido en su tiempo: la sabiduría alejada del convento, la cultura
antigua al servicio de la vida, la ironía burguesa que hincaba el diente en la gravedad del
teólogo, la doblez del obispo, la corrupción del señor”; portaba “todas las virtudes que le
aseguraron un vasto reinado intelectual, (y) todas las mezquindades del ‘letrado’ ” (12), a la
vez que anticipaba históricamente al intelectual pequeño burgués oportunista del
capitalismo consolidado como sistema.
A finales del siglo XV, el proceso de disolución del régimen feudal evidenciaba un
considerable avance y crecía el número de sujetos incorporados al trabajo asalariado y a la
explotación burguesa. En esas circunstancias y a tono con las necesidades de la nueva clase,
los humanistas desplegaban una cautelosa ofensiva que tenía como objetivo inicial corroer
el dominio ideológico de la Iglesia. Haciendo gala de su típica ambigüedad, criticaban con
astucia, censuraban y satirizaban cáusticamente la corrupción, la ignorancia y la frivolidad
del alto clero romano ya extendidas a todo el mundo cristiano, aunque atribuyéndolas a
yerros y abusos individuales, sugiriendo modificaciones institucionales mesuradas y
abogando por la “vuelta a los Evangelios”. A la vez, consideraban que el uso de la razón y
el deseo de perfeccionamiento personal no se contraponían a la búsqueda de Dios;
relativizaban el valor de la fe, los sacramentos y el culto como elementos necesarios para
que el hombre se salvara, señalando que éste al bastarse a sí mismo promovía su auto-
salvación; deducían de los Evangelios las normas de vida, negando así con suma sagacidad
la tradición y el autoritarismo de la Iglesia y evitando con gran cuidado incurrir en “error
teológico”.
Ponce anotaba que mientras económica y socialmente “los banqueros socavaban el
poder de la nobleza comprándoles los bienes”, en el campo ideológico-cultural los
humanistas “liberaban las almas de los terrores y pesadillas de la Iglesia”. Pero como
“ideólogos fieles de la gran burguesía,… no sólo no se interesaron en lo más mínimo por la
suerte de los trabajadores, sino que contribuyeron a mantener su ignorancia y prolongar su
mansedumbre”. En el frente anti-feudal, acometían contra la aristocracia y el clero, pero
mostraban su desprecio y rechazo por los sectores populares (“bestia enorme y poderosa”,
los llamó Erasmo), “justificando a los ojos de los banqueros y especuladores la explotación
inicua de las grandes masas”. “Y ellos, los incrédulos y los ateos, los que tantas veces se
mofaron de la religión y de la Iglesia, aconsejaban para el pueblo la enseñanza de las
supersticiones”. “Para todo el humanismo también la religión era un instrumento necesario
para mantener al pueblo en continencia”, un “excelente instrumento para desviar hacia un
plano extra-terrestre el descontento de las masas” (13).
En definitiva, el Renacimiento constituyó una victoria ideológico-cultural de la
burguesía en su ruta hacia el poder y una clarinada de anuncio de las futuras revoluciones
burguesas. Pero objetivamente, y en relación con el desarrollo ascendente del ser humano,
tuvo una significación mucho mayor: fue un gigantesco paso de los hombres concretos,
actuantes y pensantes, en el arduo camino histórico de transformar el mundo con su trabajo
y conocerlo cada vez mejor, tomar conciencia de sí mismos y auto-modificarse en el curso
de su práctica social. El rescate de las tradiciones progresistas de la cultura antigua no
representó un simple retorno a ellas, sino su continuación y, a la vez, su superación
dialéctica. Con el movimiento renacentista y su apoyatura en la herencia filosófica de la
Antigüedad, con la emergencia y despliegue de la nueva cultura, se dio un salto en la
creación de condiciones para el desarrollo de la ciencia y el acceso a un peldaño
cualitativamente nuevo en la intelección objetiva de la realidad y en la operatividad sobre
ella. Pese a las grandes dificultades, censuras, represiones y sacrificios, Copérnico forjó su
sistema heliocéntrico del mundo; gracias al florecimiento de las matemáticas, Kepler lo
desarrolló y Galileo lo demostró con la elaboración de una mecánica que explicaba tanto
los fenómenos terrestres como los del espacio exterior, poniendo los cimientos de una
“nueva ciencia”. Esto llevó al hombre a irse desentendiendo del ficticio mundo del “más
allá” para volver la vista hacia la realidad objetiva que tenía al frente, al alcance de su
intelecto y de su acción. La concepción teocéntrica medieval tuvo en adelante como gran
adversario una concepción antropocéntrica del mundo; y la “gloria de Dios” ensalzada por
el ultra-dogmatismo teológico tuvo que hacerle sitio a la dignidad humana reivindicada y a
la razón rebelde del hombre.
Al mismo tiempo, con la nueva cultura generada en el Renacimiento se abrió un
período histórico en el que no sólo se criticó duramente y se debilitó el poder ideológico de
la Iglesia, sino que también se empezó a abrir paso en sectores cada vez más amplios el
sentimiento y la idea acerca del carácter perecedero del dominio aristocrático, poniéndose
en cuestión con argumentos sólidos el régimen feudal y sus instituciones, avizorándose con
creciente claridad la necesidad de conquistar formas superiores de organización social. De
allí que los humanistas se encargaran de someter a crítica diversos aspectos de ese
régimen, como lo hizo, por ejemplo, Tomás Moro recusando el orden económico y social
medieval desde una postura fundacional del socialismo utópico; o, entre otros, Erasmo
fustigando los modos de vida y las costumbres medievales impuestas y sostenidas por la
Iglesia; o Vives demoliendo sistemáticamente los métodos escolásticos del saber, las
formas dogmáticas de razonamiento y el principio de autoridad, adelantándose a Bacon en
subrayar la importancia de la observación y en la propuesta de una filosofía empírica. Pero
esos mismos humanistas, que con sus críticas al feudalismo y a la Iglesia favorecían el
avance burgués, nunca propugnaron la ruptura de la institucionalidad eclesiástica y ni
siquiera presentían que la corriente humanista sería el antecedente de la Reforma
protestante y el preludio de la escisión de la cristiandad que sobrevendría pocos años
después.
No obstante, como Marx anotó en los Grundrisse, aunque en el siglo XV ya estaba
en marcha el proceso histórico de disolución del sistema feudal, cuyo aspecto esencial era
la separación del trabajador de las condiciones objetivas para su propia existencia, la clase
dominante conservaba sus características básicas sin modificar en nada su comportamiento
y el de su Estado, y sin que el auge comercial y la correspondiente acumulación del gran
flujo monetario alteraran significativamente el proceso productivo feudal. Señaló también,
en el Libro III de El Capital, que el papel histórico de los capitalistas mercantiles de esa
época fue nulo en términos de cambio social: mantuvieron sus capitales en el terreno
estricto de la circulación del dinero, actuaron de modo exclusivo en la movilización del
intercambio de mercancías sin invertir jamás en la industria (a pesar de que la producción
mercantil en la ciudad y el campo carecía ya de trabas importantes) y se aliaron en muchos
casos con la reacción feudal. Así, la tarea histórica de seguir minando las bases económico-
sociales, políticas e ideológico-culturales del régimen feudal estuvo a cargo, por un lado, de
los productores urbanos de mercancías, que paso a paso se iban convirtiendo en capitalistas
industriales, impulsaban el despliegue de un nuevo modo de producción, apoyaban con más
vigor las nuevas ideas y ganaban lentamente peso político; y, por el otro, del campesinado,
los trabajadores a jornal de los talleres artesanales, los plebeyos y los pequeños productores
independientes, y sus luchas contra la explotación y la opresión perpetradas por los señores
feudales. Las acciones entrelazadas de ambos sectores fueron acentuando y agudizando las
contradicciones internas del feudalismo, ensanchando cada vez más el camino de su
progresiva disolución.
Históricamente, en el seno del feudalismo la producción urbana de mercancías había
ido experimentando un desarrollo en el que se fue pasando del pequeño taller artesanal
individual o familiar a la cooperación laboral simple dentro del germinal taller capitalista,
ocupando a cada vez mayor número de trabajadores que cumplían tareas similares sin una
específica división laboral (pero que como productores directos no trabajaban ya para sí
mismos, sino para un enriquecido artesano-patrón-comerciante-prestamista a cambio de un
determinado pago) haciendo posible el ahorro de trabajo y el aumento de la productividad.
En ese proceso, el patrón industrial urbano fue llevando hacia el campo la explotación de
los trabajadores. Los artesanos rurales, que hilaban y tejían además de realizar faenas
agrícolas, estaban alejados de los mercados y tenían muchas dificultades materiales, de
modo que aprovechándose de esta situación el patrón fijaba el precio de lo que producían,
acaparaba los productos para comercializarlos en su propio beneficio y mediante créditos
usureros abastecía a esos artesanos con materias primas e instrumentos, obteniendo pingües
ganancias y acelerando su proceso de conversión en empresario capitalista. Todo esto
condujo a la producción manufacturera, basada ya en la división del trabajo, en el régimen
salarial, en la explotación propiamente capitalista de los trabajadores y en la generación de
plusvalía. Marx apuntó que la manufactura siguió “un camino revolucionario” al oponerse
a la economía agrícola natural y a la artesanal corporativa de la industria urbana medieval,
sentando así las bases de un nuevo y superior modo productivo y dando curso definido al
desarrollo de la nueva concepción del mundo y del propio hombre.
Las empresas manufactureras se fueron creando a expensas del capital mercantil. En
las consideraciones históricas sobre ese capital, Marx precisó en el Libro III de El Capital
que en las fases preliminares de la sociedad capitalista “el comercio domina a la industria”,
inversamente a lo que sucede en el capitalismo como sistema consolidado: “Cuanto menos
desarrollada está la producción, mayor es la fortuna que se concentra en manos de los
comerciantes o que aparece bajo la forma específica de fortuna mercantil”. Sin embargo,
“todo el desarrollo del capital mercantil tiende a dar a la producción un carácter orientado
cada vez más hacia el valor de cambio y a transformar siempre en mayor medida los
productos en mercancías”; es decir, “el producto se convierte en mercancía por el comercio.
Es el comercio el que desarrolla la forma mercancía adoptada por los productos… Por
tanto,… es en el proceso de circulación donde aparece el capital propiamente dicho. Es en
el proceso de circulación donde el dinero se transforma en capital. En la circulación, el
producto se convierte por primera vez en valor de cambio en forma de mercancía y dinero”.
Por eso, “el capital mercantil aparece como forma histórica del capital incluso antes de que
el capital haya sometido a la producción. Su existencia y desarrollo a cierto nivel es la
condición histórica para el desarrollo del régimen de producción capitalista”. Con el
progresivo desempeño histórico del productor también como comerciante, “el capital
mercantil se va limitando a cumplir el proceso de circulación” y “el comercio se convierte
entonces en el servidor de la producción industrial para la que un aumento constante del
mercado es una condición vital”; finalmente, con la revolución inglesa del siglo XVII,
ocurre “la subordinación del capital mercantil al capital industrial” (14).
Pero en la base de todo este proceso histórico se encontraba un fenómeno específico,
como Marx lo explicó magistralmente en el Libro I de El Capital: “el dinero se transforma
en capital, éste en fuente de plusvalía y ésta en fuente del capital adicional. Pero la
acumulación capitalista presupone la existencia de plusvalía y ésta, la producción
capitalista que, a su vez, no entra en escena más que cuando masas de capital y fuerzas
obreras considerables se encuentran ya en manos de los productores de mercancías. Por
consiguiente, todo este movimiento parece girar en un círculo vicioso del que no es posible
salir sin admitir una acumulación primitiva (previous accumulation, dice Adam Smith),
anterior a la acumulación capitalista y que sirve de punto de partida para la producción
capitalista, en lugar de provenir de ella”.
En el régimen feudal, el productor directo estaba ligado a la tierra enfeudado como
siervo y no podía disponer de su persona, ni menos aún contaba con libertad para producir
por su cuenta un artículo y colocarlo en un mercado para su venta. Pero el cada vez más
pujante desarrollo de la producción industrial exigía la utilización de trabajadores libres en
lo personal, exonerados de las trabas propias de las labores del campo y de las restricciones
de la artesanía corporativa. Para acabar con estas limitaciones, el trabajador tenía que ser
liberado tanto de la servidumbre como del régimen de las corporaciones urbanas con su
jerarquía artesanal y sus normas y ordenanzas para regular a los oficiales y aprendices. Ese
movimiento histórico de liberación convirtió a los productores directos en “vendedores de
sí mismos” y los transformó en asalariados, pero como dice Marx sólo a costa del “despojo
de todos sus medios de producción y de todas las garantías de existencia que ofrecía el
antiguo orden de cosas. La historia de su expropiación no es materia de conjetura: está
escrita en los anales de la humanidad con letras indelebles de sangre y fuego”.
Para concretizar tal despojo en su propio beneficio, los emergentes capitalistas
industriales no sólo tenían que desplazar a los detentadores feudales de las fuentes de
riqueza, sino también a los maestros de los oficios; y, en tal sentido, su advenimiento
aparece como el resultado de una lucha victoriosa contra el poder señorial cargado de
prerrogativas y contra las trabas del régimen corporativo para el libre desarrollo de la
producción y la libre explotación de unos hombres por otros. Así, “los caballeros de la
industria suplantaron a los caballeros de la espada explotando no muy limpiamente los
acontecimientos. Lo lograron por medios tan viles como los que utilizó el liberto romano
para convertirse en amo de su patrón”. “La expoliación de los bienes eclesiásticos, la
enajenación fraudulenta de los dominios del Estado, el saqueo de los terrenos comunales, la
transformación usurpadora y terrorista de la propiedad feudal e incluso patriarcal en
propiedad moderna privada, la guerra a las viviendas: estos son los procedimientos idílicos
de la acumulación primitiva. Este proceso ha conquistado la tierra para la agricultura
capitalista, ha incorporado el suelo al capital y suministrado a la industria de las ciudades
los brazos dóciles de un proletariado ‘libre’ y proscrito”. “El conjunto del desarrollo, que
abarca a la vez la génesis del asalariado y la del capitalista, tiene como punto de partida la
servidumbre de los trabajadores: el progreso logrado consiste en cambiar la forma de esa
servidumbre, en metamorfosear la explotación feudal en explotación capitalista”.
De este modo, “el orden económico capitalista surgió de las entrañas del orden
económico feudal. La disolución de éste liberó los elementos constitutivos del otro”, en el
que el carácter mercantil signaba la relación oficial entre el capitalista y el asalariado. El
primero cumplía el rol de patrón y el segundo el de servidor merced a un contrato que
fijaba a este último como subordinado y lo obligaba a renunciar a cualquier tipo de
propiedad sobre su propio producto. Esta transacción resultaba posible porque el asalariado
sólo poseía su fuerza personal, es decir, de trabajo en estado latente, en tanto el capitalista
era dueño de todas las condiciones externas (la materia y los instrumentos necesarios para
el ejercicio útil del trabajo, la capacidad para disponer de los medios de subsistencia
indispensables para el mantenimiento y reproducción de la fuerza de trabajo y su
conversión en movimiento productivo) requeridas para concretizar tal potencialidad.
En el origen mismo del sistema capitalista se encontraba, entonces, la radical
separación del trabajador con respecto a los medios de producción, separación que
constituía la base para la propia existencia del régimen burgués y que se fue reproduciendo
y ampliando a medida que ese régimen se desarrollaba. Para que su advenimiento se
produjera, resultó por completo necesario que, por lo menos en parte, los medios de
producción fueran arrebatados sin ningún miramiento a los productores directos (que los
empleaban para realizar su propio trabajo) y pasaran a manos de los empresarios
productores de mercancías (que los utilizaban para especular con el trabajo ajeno). “En los
anales de la historia real, lo que siempre predominó fue la conquista, la esclavización, el
robo a mano armada, el reinado de la fuerza brutal. En los manuales beatos de economía
política, por el contrario, siempre reinó el idilio. Según ellos, nunca habrían existido, salvo
en el año que corre, otros medios de enriquecimiento que el trabajo y el derecho. En rigor,
los métodos de la acumulación primitiva son todo lo que se quiera menos idílicos”. “El
movimiento histórico que divorcia al trabajo de sus condiciones exteriores es el contenido
exacto de la acumulación llamada ‘primitiva’ porque pertenece a la época prehistórica del
mundo burgués” (15). Y en esa acumulación ya estaba también contenida la idea matriz del
humanismo de la burguesía: la consideración del hombre como simple instrumento al
servicio de los propietarios de los medios productivos para la elaboración de mercancías y
la generación de beneficios económicos.
En todos los países de Europa occidental, hacía ver Marx, el rasgo más característico
de la producción feudal era la división de la tierra entre la mayor cantidad posible de
vasallos: el poder del señor dependía, más que de la amplitud de sus riquezas, del número
de campesinos establecidos en sus dominios. Esta situación empezó a cambiar con el
desarrollo de la artesanía y el comercio. En Italia, la producción capitalista se había
desenvuelto antes que en otros lugares y fue allí también donde el feudalismo empezó
primero a disolverse. Durante los siglos XIV y XV, una gran crisis sacudió el mundo feudal
por el colapso de la agricultura a gran escala, implicando la consiguiente emancipación de
hecho de los siervos sin que pudieran asegurar sus antiguos derechos sobre las tierras donde
estaban instalados, por lo que convertidos en trabajadores libres en busca de ocupación
afluyeron a las ciudades. Pero a finales del siglo XV, los grandes cambios ocurridos en el
mercado europeo barrieron con la supremacía comercial de la Italia septentrional e hicieron
declinar sus manufacturas, empujando de nuevo al campo a masas de obreros inactivos que
se dedicaron a laborar en pequeños cultivos independientes e hicieron florecer la
horticultura.
Con la ruina de la agricultura feudal a gran escala y la migración de siervos a las
ciudades, se había desplomado la renta señorial y las condiciones de vida en el campo eran
catastróficas. K. Takahashi anota que “En los siglos XIV y XV la devastación de las aldeas,
la disminución de la población rural y la consiguiente escasez de dinero entre los señores
feudales eran fenómenos generalizados, y tanto en Inglaterra como en Francia y Alemania
dieron como resultado la crise des fortunes seigneuriales. La economía monetaria o de
intercambio inició un avance a grandes zancadas durante la Baja Edad Media llevando a la
ruina a buena parte de la nobleza feudal, cuya base de sustentación era la economía
‘natural’ tradicional. La denominada emancipación medieval de los siervos estaba
fundamentada principalmente en la necesidad de dinero que tenían los señores, por lo
general para invertirlo en la guerra o incrementar su lujoso ritmo de vida” (16).
De hecho, señalaba Marx en el Libro I de El Capital, a finales del siglo XIV la
servidumbre había desaparecido en Inglaterra y la mayor parte de la población (y casi su
totalidad en el siglo XV) estaba conformada por campesinos libres que trabajaban sus
propias tierras a despecho de los títulos feudales que ocultaban su derecho de posesión. El
suelo estaba salpicado de pequeñas propiedades rurales interrumpidas en uno u otro lugar
por grandes dominios señoriales en los que el siervo había cedido el paso al cultivador
independiente; los asalariados rurales eran, en parte, campesinos que se ponían al servicio
de los grandes propietarios en el tiempo libre que les dejaba el trabajo en sus campos y, en
parte, jornaleros o campesinos autónomos. Cuando la servidumbre desapareció, el campo se
vio parcialmente revitalizado, se acrecentó la prosperidad de las ciudades en el siglo XV y
el pueblo inglés comenzó a disfrutar de un relativo bienestar. Pero la bonanza popular era
una traba para el avance capitalista y el enriquecimiento de los empresarios, por lo que
debía ser radicalmente encarada y subordinada a los intereses de la ascendente burguesía.
Entonces, en el último tercio de ese siglo y a inicios del XVI, muchos señores ya casi
insolventes se vieron obligados a disolver sus profusos séquitos por no poder mantenerlos
lanzando al mercado a una gran masa de trabajadores libres y se desencadenó un proceso
que significó no sólo el completo hundimiento del transitorio bienestar del pueblo, sino
también la apertura de vías para el sentamiento de las primeras bases del régimen burgués
propiamente dicho.
El desarrollo de la manufactura lanera en Flandes implicó el aumento del precio de la
lana e hizo ver a los grandes señores feudales urgidos de fondos la importancia de una
economía monetaria, estimulándolos poderosamente para usurpar del modo más violento
los bienes particulares y comunales de los campesinos, arrasar sus viviendas y expulsarlos
de las tierras que poseían a título feudal (al igual que los señores). La antigua nobleza
británica cedió el paso a una nueva aristocracia rural que transformó las tierras de cultivo
expropiadas en pastizales para la cría de ganado, sobre todo ovino. Los nuevos amos eran,
además, aliados naturales de los nacientes gran financistas/banqueros y de los grandes
manufactureros que algo más tarde lograrían un régimen proteccionista para sus productos.
Por tanto, el brutal despojo del campesinado, extendido luego a Francia y Alemania, fue
apoyado e impulsado por la burguesía en ascenso interesada en el comercio de tierras para
comprarlas a precios ínfimos, aprovechar los contingentes de campesinos desposeídos
incorporándolos a la industria como proletarios, extender la agricultura en gran escala, etc.
Todo esto abonaba en favor de la conversión de los medios de trabajo en capital y del
despliegue de la producción capitalista.
En la evolución económica europeo-occidental y en el proceso de acumulación
primitiva del capital, anotó Marx en el Libro III de El Capital, tuvieron una importancia
decisiva los descubrimientos geográficos de fines del siglo XV y comienzos del XVI: “las
grandes revoluciones provocadas por los descubrimientos geográficos en el comercio…
implicaron el rápido desarrollo del capital mercantil, constituyendo un factor esencial en el
impulso al paso del régimen de producción feudal al régimen capitalista… La repentina
extensión del mercado mundial, la multiplicación de las mercancías puestas en circulación,
la rivalidad entre las naciones europeas para hacerse dueñas de los productos asiáticos y los
tesoros americanos, el sistema colonial, todo eso contribuyó en gran medida a hacer saltar
los límites feudales de la producción. Sin embargo, el moderno régimen de producción en
su primer período, el de las manufacturas, se desarrollaba sólo allí donde las condiciones
estaban creadas ya durante la Edad Media”.
Los descubrimientos de españoles y portugueses se extendieron con las grandes
expediciones francesas, holandesas e inglesas, acrecentando la rivalidad comercial de los
respectivos países. La progresiva mercantilización de la economía europea exigía cada vez
mayor cantidad de oro como medio de circulación, dado que el volumen del comercio ya no
encajaba en las viejas normas de la circulación monetaria. El capital iniciaba su ciclo en
forma de dinero y el poder en aumento de éste tenía expresión social e ideológica no sólo
en el decrecimiento de la importancia de los más ostentosos títulos de la aristocracia, sino
también en la pulverización de todas las “virtudes” del mundo feudal, cuya crisis iniciada
en el siglo XIV se hizo más profunda y general. La sed de oro traslucía una deificación del
capital determinada históricamente y servía de impulso espontáneo al progreso de la ciencia
y la técnica, a la ampliación del conocimiento del mundo (por ejemplo, con la difusión de la
idea sobre la redondez de la Tierra), al incremento de construcciones navales para la
búsqueda de nuevos territorios explotables y al desarrollo de la navegación y la cartografía.
Con los nuevos descubrimientos, se produjo la creación de las inmensas posesiones
coloniales de los países europeos, se amplió la base territorial del comercio internacional lo
mismo que la periferia económico-social del capital europeo y surgió por primera vez una
división del trabajo verdaderamente mundial y una economía universal. Todo esto,
acompañado del saqueo de continentes enteros y de la esclavización y el genocidio de las
poblaciones nativas por parte de inescrupulosos invasores ávidos de riquezas y llenos de
ínfulas de “superioridad” eurocéntrica. El rápido enriquecimiento de la burguesía europea y
el aplastamiento de los pueblos coloniales eran parte de un mismo y único proceso
orientado hacia la liquidación de la sociedad feudal.
En el Libro I de El Capital, Marx apuntaba: “El descubrimiento de regiones auríferas
y de yacimientos de plata en América, la reducción de los indígenas a la esclavitud, su
enclaustramiento en las minas o su exterminio, el comienzo de la conquista y pillaje de las
Indias Orientales, la transformación de África en una especie de coto comercial para la caza
de hombres de piel negra: estos son los procedimientos idílicos de acumulación primitiva
que caracterizan la era capitalista en su aurora”. “El régimen colonial dio gran impulso a la
navegación y el comercio. Engendró las sociedades mercantiles, dotadas por los gobiernos
de monopolios y privilegios, que sirvieron como potentes palancas para la concentración de
capitales. Aseguró mercados a las manufacturas nacientes, cuya facilidad de acumulación
se redobló gracias al monopolio del mercado colonial. Los tesoros arrancados directamente
fuera de Europa por el trabajo forzado de los indígenas reducidos a la esclavitud, por la
coacción, el saqueo y el asesinato, refluían a la madre patria para funcionar allí como
capital”. “Los diferentes métodos de acumulación primitiva que la era capitalista hace
florecer se distribuyen primero, en orden más o menos cronológico, entre Portugal, España,
Holanda, Francia e Inglaterra, hasta que ésta los combina a todos, en el último tercio del
siglo XVII, en un conjunto sistemático que abarca a la vez el régimen colonial, el crédito
público, la finanza moderna y el sistema proteccionista. Algunos de estos métodos se basan
en el empleo de la fuerza bruta, pero todos sin excepción explotan el poder del Estado, la
fuerza concentrada y organizada de la sociedad, a fin de precipitar de manera violenta el
paso del orden económico feudal al orden económico capitalista y abreviar las fases de
transición. Y en efecto, la fuerza es la enterradora de toda la vieja sociedad. La fuerza es
un agente económico” (17).
Así las cosas, los grandes descubrimientos geográficos implicaron el desplazamiento
de las rutas comerciales desde el Mediterráneo hacia el Atlántico y, del mismo modo en que
ya habían arruinado la actividad mercantil de Venecia, Génova y otras ciudades italianas,
desplomaron el antes importante comercio de las ciudades del sur de Alemania, acentuaron
el atraso económico-social y político del país y lo distanciaron más del desarrollo alcanzado
por Holanda, Inglaterra y Francia. Con ello, se abrieron las vías para que en la primera
mitad del siglo XVI surgieran en ese lugar la Reforma protestante y la guerra campesina
como importantes y complejos movimientos anti-católicos y anti-feudales. En Alemania, el
feudalismo se expresaba en el acaparamiento y concentración de las tierras y su usufructo
por un puñado de tenedores, y en la fragmentación del país en cientos de pequeños
principados seglares y eclesiásticos y dominios señoriales. Con una población todavía
escasa, el campesinado era tratado como un mero objeto, soportaba el peso íntegro del
edificio social y era explotado y oprimido por príncipes, señores, clérigos, funcionarios,
patricios urbanos y burgueses. La dispersión feudal, el lento crecimiento de las ciudades,
las escasas y deficientes vías de comunicación terrestre, la caótica circulación monetaria
(ya que cada feudo de cierta importancia acuñaba su propia moneda), el sometimiento de la
industria al régimen gremial artesanal del Medioevo, la pequeña y débil formación del
proletariado, la estrechez de los mercados y el inmovilismo intelectual generado por el
aplastante dominio ideológico-institucional de la Iglesia, entre otros factores, constituían
poderosas trabas para el desarrollo de la industria, el comercio y el propio país.
La situación se hacía más grave por las permanentes tropelías de la aristocracia
terrateniente que, como apuntó Engels en La guerra de campesinos en Alemania, “vivía en
eterna discordia con las ciudades; era un deudor moroso; se alimentaba saqueando sus
territorios, robando a sus comerciantes y exigiendo rescates por los prisioneros capturados
en sus guerras”. Además, la desigualdad de desarrollo económico de las distintas regiones y
zonas, junto con su gravitación hacia los diversos centros económicos de Europa, habían
determinado la inexistencia de intereses generales en el país y un separatismo político que
bloqueaba la creación de las premisas requeridas por el surgimiento de un Estado
centralizado. Dentro de estas condiciones objetivas, la oposición al régimen feudal-
eclesiástico y la lucha contra él tenían inevitablemente formas religiosas. Así, dice Engels,
“la herejía de las ciudades (que, en cierto modo, era la herejía oficial de la Edad Media) se
dirigía principalmente contra los curas atacándolos por su riqueza y su influencia política”.
Sin embargo, “en las llamadas guerras religiosas del siglo XVI se trataba sobre todo de
intereses materiales y de clase muy efectivos. Estas guerras fueron luchas de clase, lo
mismo que más tarde los conflictos internos de Inglaterra y Francia. El hecho de que estas
luchas de clase se realizaran bajo el signo religioso, que los intereses, necesidades y
reivindicaciones de las diferentes clases se escondieran bajo el manto religioso, no cambia
en nada sus fundamentos y se explica fácilmente teniendo en cuenta las circunstancias de la
época”.
Cuando en 1517 Lutero emitió sus Tesis de Wittenberg dando inicio a la Reforma
protestante, actuaba como intérprete y vocero de una burguesía aún inmadura que aspiraba
a debilitar las trabas impuestas a su actividad por el régimen feudal-eclesiástico, y que se
lanzaba por primera vez a tratar de lograr las condiciones económico-sociales, políticas e
ideológico-culturales favorables a su propio desarrollo. Esa burguesía, dispuesta a conciliar
con la clase dominante llegado el caso, era seguida por sectores moderados de plebeyos
desprovistos de toda propiedad y la pequeña burguesía urbana y rural; y tenía como aliados
a parte de la aristocracia terrateniente y a la pequeña nobleza arruinada, que codiciaban los
bienes eclesiásticos y ansiaban apoderarse de las tierras que la Iglesia mantenía ociosas.
Pero la Reforma tenía un ala popular y revolucionaria conformada por el campesinado y
sectores plebeyos radicalizados que, además de pronunciarse contra la Iglesia católica y sus
abusos, anhelaba acabar con la explotación y la opresión, sosteniendo que cualquier
reforma religiosa debía derivarse de una revolución social. Con Thomas Münzer como líder
principal protagonizaría pocos años después una guerra contra el régimen feudal, en la que
el proletariado tendría muy escasa participación en razón de su aún débil desarrollo en
Alemania.
El ataque de Lutero a los dogmas e instituciones de la Iglesia católica, señala Engels,
“no tenía un carácter bien definido. Sin ir más allá de las antiguas herejías burguesas,
tampoco excluía ni podía excluir las tendencias más radicales. En el primer momento había
necesidad de reunir a todos los elementos de la oposición. Había que demostrar la energía
revolucionaria más decidida, había que representar a la totalidad de las herejías frente a la
ortodoxia católica… En ese primer período Lutero dio libre curso a toda la vehemencia de
su temperamento de campesino vigoroso… Pero esa furia revolucionaria del principio
terminó pronto… Abandonó a los elementos populares del movimiento para unirse al
séquito burgués, aristocrático y monárquico. Enmudecieron los llamamientos a la guerra de
exterminio contra Roma. Ahora Lutero recomendaba la evolución pacífica y la resistencia
pasiva”.
En todo caso, la oposición luterana implicó la revisión de la doctrina eclesiástica para
preconizar la libre interpretación de la Biblia, colocar la fe individual interior por encima de
las manifestaciones externas de la religiosidad, remarcar la necesidad de un intenso
pietismo que tenía en su base la idea de la predestinación, reivindicar la salvación del alma
a través de la fe y sostener que esa salvación dependía directamente de la gracia divina sin
requerir de intermediarios sacerdotales. A la vez, negó la autoridad papal sobre el conjunto
de la cristiandad y como árbitro del mundo, rechazó los usos y costumbres jerarquizados
de la Iglesia y denunció sus abusos y su corrupción (sobre todo en lo concerniente a la
venta de cargos e indulgencias). Todo esto favorecía ideológica y políticamente a los
burgueses de la Edad Media que en el plano religioso, apunta Engels, a lo más “pedían una
église á bon marché, una iglesia barata. La herejía burguesa tenía la forma reaccionaria de
toda herejía que en la evolución de la Iglesia y de su doctrina no quiere ver sino una
degeneración. Exigía la restauración del cristianismo primitivo con su aparato eclesiástico
simplificado y la supresión del sacerdocio profesional. Esta institución barata debía acabar
con los monjes, los prelados, la curia romana, en una palabra, con todo lo que la Iglesia
tenía de costoso”.
A comienzos del siglo XVI, en amplios sectores poblacionales en todos los países
europeos era evidente la necesidad de las certidumbres concretas que no podía aportar la
teología oficial con sus sofismas y sus oscuridades deístas. Paso a paso se había ido
incubando un sentimiento de rechazo hacia los rígidos y estrechos marcos del catolicismo,
cuyos dogmas de duras aristas constreñían la mente y la conducta de las gentes. Ese
sentimiento también hacía anhelar la ruptura de esos marcos y sus opresiones para forjar, en
todo caso y dadas las condiciones de la época, otros vínculos espirituales y un conjunto de
creencias ligadas de modo distinto al acontecer cotidiano. De una u otra forma, la Reforma
encarnó ese anhelo y, por ello, tuvo rápida extensión gracias a la imprenta que, junto con
las necesidades de intensificación del comercio, había roto el monopolio eclesiástico de la
lectura y la escritura. Originó así numerosas sectas y organizaciones agrupadas después
bajo el nombre de “protestantismo”; y se tradujo en el cisma de la Iglesia, separando del
catolicismo a una parte de Alemania (donde las fuerzas protestantes y católicas quedaron
casi igualadas), Inglaterra, Escocia, Países Bajos, Suiza, Hungría, Bohemia, Dinamarca,
Suecia, Noruega y Finlandia, dando paso a la formación de iglesias nacionales.
Allí donde triunfó la Reforma, las iglesias se “abarataron” y “democratizaron”,
disminuyendo su poder y pasando a depender del Estado, facilitándose así el desarrollo de
la ciencia, la técnica y, en general, la cultura laica de acuerdo con las particularidades
económico-sociales, políticas y culturales del país dado. Pero aunque golpeó con gran
dureza la antes monolítica unidad católica, el luteranismo cumplió un papel ambiguo. Por
un lado, Lutero combatió las piruetas sofísticas de la teología eclesiástica; y, por el otro,
como buen clérigo, contrarió en determinados aspectos las necesidades de la burguesía
ascendente: no sólo condenó los préstamos a interés y la usura, sino que también metió en
un mismo saco los paralogismos doctrinarios de la Iglesia y toda aproximación a la
racionalidad propugnada por los humanistas medievales, descalificándolos por igual y
dando curso a un desenfrenado fideísmo pietista. Conjugó, pues, la lucha contra el uso
abusivo de la razón que dominaba en la teología católica con el desprecio y la difamación
de la razón misma.
No obstante, indica Engels, “con su traducción de la Biblia, Lutero había dado un
instrumento poderoso al movimiento plebeyo,… había opuesto el cristianismo sencillo de
los primeros siglos al cristianismo feudal de la época: frente a la sociedad feudal en
descomposición, había descrito una sociedad que desconocía la jerarquía feudal, compleja y
artificiosa. Este instrumento los campesinos lo habían empleado a fondo contra los
príncipes, la nobleza y los curas”; y en 1524 las masas del campo desencadenaron una
guerra contra la explotación y la opresión que sufrían en regiones donde la mayoría de
príncipes y aristócratas seguía siendo católica. Desde 1522, como predicador eclesiástico
Münzer había abogado por la reforma del culto católico, suprimiendo el uso del latín y
haciendo que en los oficios dominicales se leyera la Biblia entera y no sólo las epístolas y
evangelios. Disociado luego de la Reforma burguesa y convertido en agitador político,
atacó teológica y filosóficamente los principios del catolicismo y hasta los del cristianismo
en general, terminando por desechar la Biblia como verdad única e infalible. Postulaba un
panteísmo que en algunos aspectos se acercaba al ateísmo, reivindicaba el valor de la razón
humana y su programa político tenía afinidades con el comunismo: planteaba una sociedad
sin diferencias de clase, solidaria, ajena a la propiedad privada y al poder estatal opresor de
los pobres, rasgos de base para un humanismo de las masas explotadas. En tal situación,
Lutero trató inicialmente de asumir una actitud conciliadora con estas ideas, pero con el
avance de la insurrección no vaciló en calificarlas como “impías y contrarias al Evangelio”.
El movimiento revolucionario campesino-plebeyo se expandió rápidamente hacia las
regiones dominadas por príncipes y señores luteranos, señala Engels, arrollando a la
“razonable” Reforma burguesa y poniendo en serio riesgo al régimen feudal. “Frente a la
revolución se olvidaron los viejos rencores; comparados con las bandas de campesinos, los
servidores de la Sodoma romana eran mansos corderos, inocentes hijos de Dios; burgueses
y príncipes, nobles y curas, Lutero y el Papa, se aliaron contra ‘las bandas asesinas de
campesinos ladrones’ ”. El carácter de las condiciones sociales de la época, el peso
abrumador de la coalición reaccionaria y sus propias peculiaridades (entre las que se
hallaba su dispersión y la imposibilidad de alianzas con otros sectores), determinaron que el
movimiento no pudiera desarrollarse y fuera veloz y sangrientamente aplastado en 1525.
Con envoltura religiosa, fue la respuesta de los labriegos alemanes al reforzamiento del
yugo feudal y a la explotación que, desde fines del siglo XV e inicios del XVI, iban
intensificando los príncipes, la aristocracia y el clero aprovechando la dependencia en que
se encontraban los campesinos. Pero pese a que la guerra arruinó y debilitó políticamente a
la clase dominante, ésta utilizó la derrota campesina para vigorizar la explotación rural y
aprovechó el auge comercial e industrial europeo-occidental derivado de los grandes
descubrimientos geográficos para impulsar el resurgimiento de la economía feudal en
Alemania.
Por su parte, siguiendo a Erasmo que en 1525 en De libero arbitrio había atacado al
luteranismo señalando que el hombre no está predestinado a la salvación o a la condena, los
humanistas medievales moderados se pronunciaron contra la Reforma. Pero otros círculos
humanistas e intelectuales ligados con más firmeza a la burguesía se convirtieron al
protestantismo y grandes artistas como Durero, Holbein y Cranach adhirieron a los
reformadores y crearon un nuevo arte religioso difundiendo en estampas y grabados las
ideas luteranas. La Iglesia católica había intentado vanamente la reunificación cristiana y su
fracaso la obligó a cimentar su propia unidad dogmática. Apoyándose en la aristocracia
feudal y teniendo a Italia, España, Austria y Portugal como baluartes, realizó en 1545 el
Concilio de Trento con el que inició la llamada Contrarreforma refrendando el tomismo
como neo-escolasticismo, como dogma eclesiástico protector de la teología católica contra
la herejía de Lutero.
Además, revitalizó la Inquisición para ampliar la represión espiritual y castigar las
herejías; creó la Compañía de Jesús como milicia al servicio del Papado y nuevas órdenes
religiosas; emprendió la formación de un nuevo clero encargado de copar mayores espacios
sociales; modificó su legislación con el propósito de poner orden en su propio interior;
efectivizó acciones de intransigente adoctrinamiento para combatir el fideísmo pietista
luterano y erradicar el empirismo, el racionalismo y el humanismo individualista de la
ascendente burguesía; y buscando el aplastamiento del protestantismo desencadenó una
encarnizada ofensiva político-militar que se tradujo en vastas y cruentas guerras de religión
durante casi un siglo. Con todo ello, la Contrarreforma implicó no sólo una gran convulsión
social en defensa del feudalismo, sino que también, al decir de Burckhardt, “perturbó toda
la vida superior del espíritu”.
Antes del Concilio de Trento, ya liberada de los problemas generados por la
insurrección campesina y a tono con los intereses de la burguesía, la Reforma luterana (que
nunca había impugnado la desigualdad social, ni condenado la explotación y la opresión de
los hombres, ni menos aún la usurpación privada de los bienes colectivos) afianzó su rol de
cobertura ideológico-política para apuntalar las ventajas y el enriquecimiento que iba
logrando la nueva clase en ascenso y los privilegios que ya poseían los sectores de la
aristocracia terrateniente aliados con ella. Refiriéndose a la acumulación primitiva del
capital en Inglaterra, Marx anotaba que “La Reforma, y el despojo de los bienes de la
Iglesia que fue su secuela, dio un nuevo y terrible impulso a la expropiación violenta del
pueblo en el siglo XVI. La Iglesia católica era en esa época propietaria feudal de la mayor
parte del suelo inglés. La supresión de los monasterios, etc., arrojó a sus habitantes al
proletariado. Los bienes del clero cayeron en las garras de los favoritos del rey o fueron
vendidos a precio vil a ciudadanos y granjeros especuladores, que comenzaron a expulsar
masivamente a los antiguos arrendatarios hereditarios. El derecho de propiedad de los
pobres a una parte de los diezmos eclesiásticos fue confiscado en forma tácita”. “Pero estas
consecuencias inmediatas de la Reforma no fueron las más importantes. La propiedad
eclesiástica era como un baluarte sagrado para el orden tradicional de la propiedad del
suelo. Tomada la primera por asalto, la segunda ya no era sostenible”, derivándose de ello
el acrecentamiento de las usurpaciones y “la pauperización de la masa del pueblo” (18).
Así, con la Reforma cobró mayor fuerza la demolición del régimen feudal y además de las
ventajas que ello supuso para la ascendente burguesía resultaron también beneficiados los
sectores plebeyos moderados y las capas ilustradas de la pequeña burguesía urbana, que
aportaron elementos para ocupar puestos en la administración de los asuntos públicos y
sirvieron de base para la formación de la burocracia estatal y privada requerida por el
funcionamiento de la futura sociedad burguesa (19), con sus secuelas de burocratización y
burocratismo y su impacto en la actividad concreta y el conocimiento.
El nuevo orden de cosas que iba surgiendo dentro del decadente régimen feudal
demandaba con cada vez mayor urgencia modificaciones sustanciales en la consideración
de los asuntos humanos y, con mayor fuerza, en la apreciación de las relaciones entre los
hombres, dados los cambios sociales que iba generando el emergente modo de producción
burgués y su necesidad de expansión. Justificando el ocio de los propietarios de esclavos y
haciéndose eco de su desprecio por la actividad laboral, la patrística había sancionado cual
artículo de fe el precepto bíblico que estigmatizaba el trabajo como “maldición divina”,
atribuyéndole el carácter de “expiación” para las masas explotadas sumidas en el “pecado”;
y la Iglesia institucionalizada siguió utilizando el mismo criterio con respecto al parasitismo
de los señores feudales y la expoliación de los siervos. Pero esta artimaña ya carecía de
sentido y resultaba perjudicial para los intereses de una ascendente burguesía que no sólo
había reivindicado el valor y la dignidad del trabajo, sino que también necesitaba contar
con obreros que, liberados de la servidumbre e incorporados a la actividad manufacturera,
asumieran distintas comprensión y actitud hacia a su propia labor como subordinados a los
requerimientos de producción/ reproducción del capital. Además, el impulso a la expansión
y el desarrollo de las relaciones monetario-mercantiles exigía a los burgueses medievales
auto-educarse a través de su propia actividad para desempeñar con crecientes eficacia y
eficiencia el rol de empresarios capitalistas; y requería, a la vez, disciplinar las acciones
laborales y las demandas de las masas obreras. Para esa burguesía resultaba apremiante,
pues, disponer de los elementos ideológicos capaces de operar como un “molde” subjetivo
para coadyuvar en el impulso a la mayor extensión y el desarrollo de las relaciones
capitalistas. Tal “molde” anti-feudal y anticatólico lo proporcionó la Reforma protestante.
Apoyándose en la libre interpretación de la Biblia, Lutero reforzó el criterio acerca
del hombre como “instrumento del poder divino”, señalando que todas las acciones
humanas debían estar encaminadas al acatamiento de la voluntad de Dios para gozar de su
“gracia” y alcanzar la “salvación”. Desde su óptica, la vida monástica era producto de un
“desamor egoísta” que buscaba exonerarse de cumplir con los deberes en el mundo fijados
por la divinidad y que carecía de valor como justificación ante ella. Reclamó, por tanto, un
ordenamiento de la vida humana no ya en el sentido del aislamiento y ascetismo religioso
del monje católico, sino en el de la activa participación mundana en el trabajo, demandando
el establecimiento de una clara relación entre los principios religiosos y la conducta
práctica. Acuñó, entonces, la noción de “profesión” para referirse al trabajo cotidiano en el
mundo, asignando formalmente a toda “profesión lícita” el mismo valor “ante los ojos de
Dios” y considerando su realización como la más noble expresión de la conducta moral.
Max Weber indica que “lo propio y específico de la Reforma, en contraste con la
concepción católica, es haber acentuado el matiz ético y aumentado la prima religiosa
concedida al trabajo en el mundo, racionalizado en ‘profesión’ ”; pero no puede dejar de
reconocer que el protestantismo levantó vuelo “en general allí donde el avance del
capitalismo… tuvo poder para organizar la población en capas sociales y profesionales, de
acuerdo con sus intereses” (20). De ahí que para Lutero también resultara vital la
“racionalización” del mantenimiento de la desigualdad social requerida por el desarrollo de
las relaciones capitalistas. Recurrió, entonces, a la idea de “predestinación”, definiendo la
“profesión” como una “misión” que el hombre debe aceptar porque Dios la señala y asigna
a cada persona. De este modo, establecía la obediencia incondicional a los preceptos
divinos y la resignación total ante la situación que cada quien tenía en el mundo. Así, al
constituir el mandato de la providencia, el ejercicio de una u otra profesión concreta
obligaba al individuo a permanecer para siempre en el estado y la situación laboral en que
se hallaba ubicado y a evitar cualquier modificación contraria a la “suprema voluntad”.
Pero en las doctrinas de la sociedad feudal, anotaba Lucien Febvre, “la ortodoxia y la
heterodoxia, como todas las cosas humanas, estaban sujetas a cambios”, sobre todo porque
reflejaban la pugna entre opuestos intereses y necesidades de clase. Introduciendo ciertas
modificaciones doctrinarias mediante el neo-escolasticismo contra-reformista (con su
complemento práctico en la persecución y masacre de protestantes), la Iglesia buscaba
reforzar su dominio y preservar el poder de la aristocracia. En el campo rival, la Reforma
en su versión luterana se morigeró en correspondencia con las necesidades de un sector
burgués conservador, calculador y “sensato”, para el cual resultaba provechoso conciliar
con el poder feudal y adaptarse a la monarquía absoluta en procura de afianzarse en los
espacios ya ganados y especular con el desarrollo de los acontecimientos. Pero, a la vez,
Zwinglio, Calvino y Knox fueron más lejos que Lutero para luchar por la consolidación de
la Reforma (sobre todo en los Países Bajos, Suiza y Escocia) y radicalizarla, a tono con otro
sector burgués empeñado en acelerar su propia marcha, ampliar su libertad de acción,
impulsar sin reticencias el despliegue de las relaciones monetario-mercantiles y lograr
mayores conquistas a través del republicanismo y la democracia burguesa, apelando incluso
al uso de las armas para defender sus posiciones ante la arremetida bélica eclesiástico-
señorial (en 1531 el propio Zwinglio murió en la batalla de Kappel).
Con la noción de “profesión”, Lutero había puesto las bases para darle un nuevo
significado al trabajo pero, pese a reclamar el ordenamiento de la vida humana, su doctrina
de la “gracia divina” no proporcionaba una orientación definida para la sistematización de
la conducta individual y colectiva, ni para su racionalización de acuerdo con un objetivo
concreto. De estas tareas se encargaron los reformadores radicales, en especial Calvino, que
reafirmaron el criterio acerca del ejercicio de la moral no en el campo de la ascesis
monacal, sino en el del cumplimiento de los deberes terrenales fijados por Dios según la
posición asignada por él a cada cual en el mundo, el conformismo ante la propia situación y
el sometimiento a la autoridad. Para Calvino, el desempeño adecuado y el afianzamiento en
la “profesión” dada eran un deber y, a la vez, el medio principal para lograr con el trabajo
cotidiano e incesante la seguridad de alcanzar la propia “salvación” y la justificación ante
Dios. La racionalización de la existencia debía concordar con los principios divinos y tenía
que implicar, por tanto, un nuevo estilo de vida en el que el trabajo entendido como
obligación ineludible requería ser tenaz y perseverante para conseguir el continuo y
significativo incremento de su rendimiento, debiendo estar siempre asociado con un realista
sentido de la ganancia material, de su cuantía y de su aumento constante.
Con estas apreciaciones, Calvino resolvía dos cuestiones claves en beneficio de la
producción burguesa: la organización de la vida cotidiana en torno al trabajo y los objetivos
concretos de éste. Pero no se detuvo allí, sino que hizo cumplir a la religión una nueva
función: la de activo agente ideológico para impulsar la generación de capital y dinamizar
y asegurar el proceso de su acumulación y reproducción. Este caso histórico no es el
primero ni el único en el que elementos ideológicos surgidos de una determinada base
material, actúan en sentido inverso sobre la base que los origina y les sirve de asiento para
promover su desarrollo e incluso fomentar su transformación. Ni siquiera un ideólogo de la
burguesía como Max Weber duda al señalar que “las iglesias calvinistas implantaron un
control casi policíaco y casi inquisitorial sobre la vida individual” y que “históricamente el
calvinismo fue uno de los más firmes apoyos de una educación en el ‘espíritu capitalista’”,
favoreciendo así el avance de las relaciones monetario-mercantiles. Esa educación, de
esencia y formas imperativas, contenía exigencias de forzoso y riguroso cumplimiento,
cuya negligencia llevaba consigo el estigma de malquistarse con la divinidad y echar por la
borda la “salvación”: ética del trabajo y la producción, disciplina, puntualidad, diligencia,
ascetismo puritano, frugalidad, austeridad, moderación, responsabilidad, sentido de los
negocios y de la ganancia, ahorro compulsivo, aborrecimiento del lujo y la ostentación, y
hasta cultivo de la mezquindad y la avaricia.
Este conjunto de normas morales servía para establecer una regimentación religiosa
de la vida tanto del propietario burgués como del obrero asalariado y el conjunto de la
población. Es decir, una reglamentación estricta y minuciosa en todos los ámbitos de la
actividad pública y privada orientada a disciplinar y vigorizar a la nueva clase en ascenso a
través de un riguroso encauzamiento del proceso de generación y acumulación del capital; a
apuntalar el desarrollo de las relaciones capitalistas; y a justificar la explotación de las
grandes masas trabajadoras asignándole carácter inevitable a su “misión” (subordinada a las
necesidades del capital), a la vez que a reforzar tal explotación canalizando las demandas
obreras con la autoritaria prédica de la “templanza”. Por estas razones, Marx anotaba que
en general “el protestantismo es en esencia una religión burguesa”; y en su momento el
calvinismo representó la forma específicamente burguesa de concebir la religión, siendo
visto por muchos autores como una “filosofía de la avaricia”, penetrada hasta la médula por
un sentido mercantilista de la vida.
En este marco, para Calvino la riqueza en sí misma no era ni podía ser odiosa, de
modo que el “lucro racional” constituía una “virtud” y el enriquecimiento burgués mediante
el “debido ejercicio profesional” era un precepto éticamente lícito y obligatorio; pero el rico
debía utilizar sus bienes para fines necesarios y útiles sin incurrir en malgasto, ahorrando
con meticulosidad, controlando exactamente los egresos y buscando siempre el incremento
de sus caudales. Por eso, el deseo de hacer fortuna era bien visto y querido por Dios, siendo
reprobable únicamente si estaba “contaminado” por el anhelo de una vida despreocupada y
cómoda, por el afán de disfrutar ociosamente de los bienes adquiridos, es decir, cuando
incitaba al “sosiego en la riqueza”, a la “pereza corrupta” y al goce sensual de la vida. Estas
apreciaciones formaban parte de un humanismo burgués en evolución en el que el hombre
seguía siendo un apéndice de Dios y el propio capitalista estaba sometido a los rigores de la
regimentación religiosa, pero sólo en aras del aumento incesante de sus ganancias y del
impulso a la extensión del poder social que iba obteniendo. Por tanto, Calvino condenaba
como “idolatría” el “uso irracional” de los beneficios obtenidos y el amor por el boato, que
recordaban la “irresponsabilidad” y el rumboso tren de vida de la aristocracia feudal. Y
para garantizar el cumplimiento de sus rígidos preceptos, institucionalizó su iglesia y la
jerarquizó poniendo en primer plano el reforzamiento del principio de autoridad.
En esta casi obsesiva inquietud por el logro, reproducción, acumulación y cuidadoso
control de la riqueza, resaltaba un rasgo con antecedente histórico en la formación del
capital mercantil y que Aníbal Ponce puntualizó: se trataba de “una manera original de
‘racionalizar la vida’ en la que la apreciación de lo cuantitativo pecuniario no sólo puso
orden y claridad en los negocios, sino que creó un nuevo espíritu del cual recogieron las
ciencias nacientes una marcada preocupación por lo numérico”. “El feudalismo ignoraba
el cálculo; lo propio del noble es gastar sin medida, es ignorar lo que entra y lo que sale. La
burguesía, en cambio, necesitaba el número, la precisión, la exactitud, la contabilidad…
Pero ese auge del cálculo hubiera sido imposible, naturalmente, sin la moneda de metal.
Calcular y contar es casi irrealizable en la economía natural fundada en el trueque. El
cálculo reposa sobre el número que representa un grandor, y no hay en economía grandores
mensurables sino a condición de que puedan expresarse con dinero. La economía fundada
sobre el dinero lleva a pensar que todo puede ser expresado en el idioma de los números,
es decir, a sobrestimar lo cuantitativo en detrimento de lo cualitativo” (21). De hecho, este
rasgo tenía gran importancia en la concepción del hombre y en el humanismo burgueses,
que sólo podían considerar a los trabajadores y las personas en general como elementos
anónimos y manipulables, apenas como números, tanto en el campo de la producción como
en el de la vida social.
En estas condiciones, cuando ocurría la disolución progresiva del régimen feudal, el
avance de la burguesía necesitaba de un impulso que sólo podía brindarle el conocimiento
concreto y cada vez más útil de la realidad; y, a su vez, el logro de ese conocimiento
requería de un método objetivo para efectivizarlo. Desde sus orígenes y en el curso de su
recorrido histórico dentro de la sociedad feudal, la burguesía había ido mostrando un interés
en aumento por el conocimiento del mundo y del hombre, motivada por la necesidad de
desarrollar su modo de producción y sus inherentes relaciones sociales. Pero el logro de ese
conocimiento en la medida exigida por dicho desarrollo no había podido hallar satisfacción
adecuada por diversas razones: entre otras, las trabas feudales a la producción burguesa, el
bloqueo de la Iglesia a la actividad cognoscitiva y la mentalidad propia de los humanistas
medievales, cuyos méritos estaban afectados por su formación intelectual libresca, su total
carencia de un método objetivo y el peso de la influencia ejercida por el pensamiento
escolástico. Los grandes descubrimientos geográficos, con su secuela expansiva en pos de
ganancias materiales, habían estimulado notablemente el afán cognoscitivo al implicar el
contacto directo con nuevos territorios, poblaciones con otras lenguas y costumbres, plantas
desconocidas, animales singulares, etc., incitando también en mucho mayor medida a tratar
de entender la realidad de manera precisa, a ordenarla y establecer sus rangos, a clasificarla
y a sistematizarla de forma hasta entonces inédita de acuerdo con un método. Y ello exigía
otra actitud y otras ideas, otras prácticas y nuevos procedimientos, y otros hombres con
disposición para su elaboración y ejecución.
Desde sus orígenes en el taller artesanal, la producción capitalista había ido creciendo
para llegar a la manufactura y el desarrollo de ésta auguraba el paso hacia la gran industria.
Pero para dar tal paso era necesario contar con nuevos conocimientos y con un método
idóneo para lograrlos, superando el lastre representado tanto por un pensamiento que seguía
siendo tributario de la escolástica, como por la supervivencia del peso de la destreza
personal del artesano dentro de la actividad manufacturera. Objetivamente, indica Jaime
Labastida, en la producción artesanal resaltaba e importaba mucho la habilidad del maestro,
mientras que en la manufactura las actividades tendían a igualarse en virtud de la división
del trabajo y la simplificación de éste, de modo que sin la aplicación de un método correcto,
por más habilidoso que se fuese, decrecerían las oportunidades de lograr mayores y mejores
resultados productivos. El impulso al máximo desarrollo de la manufactura requería,
entonces, el reemplazo de la destreza personal por una división y especialización laboral
que permitiera el control cada vez mayor de los procesos antes encargados a una sola
persona “hábil” en la fabricación de objetos de consumo reducido; en otros términos,
necesitaba un método que hiciera superflua la habilidad preciosista del maestro al igualarla
con la de todos los demás trabajadores. Por tanto, la pericia personal en el trabajo del
artesano para una restringida producción de objetos (que estaba vinculada de hecho con el
pensamiento escolástico, el inmovilismo cognoscitivo y las inútiles controversias donde
primaban las sutilezas puramente retóricas) debía ser eliminada y ceder su lugar a la
nivelación laboral, la eficiencia “muda” dentro del quehacer colectivo y el uso de máquinas
para que la producción manufacturera se incrementara y los mercados se ampliaran en
función de la estrecha relación de ambos con nuevos conocimientos asentados en la eficacia
práctica del método (22).
Ya con la Reforma radical y su ascesis, la burguesía había conseguido racionalizar la
existencia humana desde el punto de vista del trabajo y la utilidad material, evidenciando
con suma claridad su aprecio por el empirismo. En esa línea, los reformadores sostuvieron
que para conocer a Dios y asumir sus designios era imprescindible el conocimiento de sus
obras, lo que se tradujo en el estímulo al desarrollo de las ciencias naturales (en particular,
de la física) y de las disciplinas matemáticas. En la ruta de tal desarrollo y de modo casi
simultáneo en Inglaterra y Francia, dos pensadores que, al decir de J. Bernal, estaban
“colocados en el punto de inflexión entre la ciencia medieval y la ciencia moderna”
respondieron a las necesidades filosóficas y económico-sociales de la burguesía con una
intensa inquietud por la obtención de nuevos conocimientos y la creación de un método
capaz de guiar la actividad y el pensamiento, considerando que las “habilidades personales”
debían estar subordinadas en especial a una acción metódica de fácil repetición y que fuese
accesible a cualquiera ya que todos los hombres eran portadores de razón.
En Inglaterra, Francis Bacon culminó en 1620 su Novum Organum scientiarum y
sentó las bases de la ciencia occidental moderna. Interesado por el estudio de la naturaleza,
había comprendido que el razonamiento deductivo abstracto, puramente silogístico, no
conducía a ninguna parte, por lo que el naturalismo teológico-platónico aunado a la lógica
aristotélica antes que ayudar en tal estudio constituían impedimentos para hacerlo efectivo.
El silogismo era para él, en el mejor de los casos, una forma de mostrar una verdad ya
conocida, pero que debía ser tajantemente rechazado por no poseer carácter demostrativo y
ser inútil para el descubrimiento de verdades nuevas. Para acceder a éstas, era necesario “ir
a las cosas mismas”, observarlas directamente y describirlas de modo escrupuloso, someter
lo logrado a prueba experimental y razonar inductivamente para obtener conocimientos
concretos y de utilidad práctica. Planteaba, pues, en buena cuenta, “hacer para poder
conocer”, y en ese “hacer” tenía importancia vital el instrumento empleado. Postuló,
entonces, una “filosofía experimental” en la que partiendo de la observación minuciosa de
los cuerpos particulares y probando sus resultados con el experimento se llegaba a los
axiomas menores y medios para alcanzar las proposiciones generales. En el fondo, todo ello
significaba el fortalecimiento creciente de la individualidad burguesa, desligada ya del cepo
corporativo medieval; y el rechazo del silogismo era a la vez la recusación del dominio de
la autoridad eclesial y de las “verdades reveladas” en el campo cognoscitivo, llevando al
cuestionamiento de las opiniones admitidas tradicionalmente. Según el criterio baconiano
esencialmente práctico, “el verdadero y legítimo fin de las ciencias consiste en que la vida
humana sea enriquecida con nuevos descubrimientos y nuevas fuerzas”.
Bacon, que pertenecía a un sector aristocrático muy ligado a la burguesía, nunca se
consideró hombre de ciencia ni inventor, sino sólo inspirador del desarrollo científico y la
invención. Su preocupación estuvo centrada en el problema de la reforma de las ciencias y
del incremento de los poderes sensoriales e intelectuales del hombre singular, de modo que
con su exaltación de la experiencia abrió camino a un movimiento de transformación de la
vida humana para asegurar la soberanía del hombre sobre la naturaleza. Promovió, así, el
desarrollo de la individualidad y la configuración de una nueva mentalidad pasibles de
traducirse en particular en el creciente interés por la ciencia. Aunque no tuvo el propósito
de crear un sistema, dada su inclinación empírica acabó por oponerse inevitablemente a
todos los sistemas acerca de la naturaleza ya establecidos y tuvo la convicción de que,
contando con un cuerpo de trabajadores científicos bien organizados y bien equipados, el
peso mismo de los hechos acabaría finalmente por conducir a la verdad (23).
Sin embargo, en la historia sucede muchas veces que determinadas acciones tienen
consecuencias no previstas por sus ejecutores. Con la aplicación del método experimental y
la exitosa obtención de resultados concretos se reivindicaba la capacidad del hombre para
conocer la realidad y transformarla de acuerdo a sus propios propósitos, se desechaban las
representaciones falsas o ilusorias (llamadas ídolos por Bacon) y se contaba de hecho con
un instrumento de inmenso valor para dar un gran paso hacia la emancipación humana de
su sometimiento a Dios. Todo ello significaba un vigoroso aporte para impulsar el mayor
desarrollo de la manufactura y el avance de la concepción del mundo y del humanismo
burgueses, y creaba las condiciones para nuevas y mayores conquistas. Bacon afirmó con
particular énfasis que “el conocimiento es poder”, poder en y sobre la naturaleza, lo cual
resultaba de suma importancia para los integrantes de la nueva clase en ascenso que, poco
a poco, habían ido clarificando su conciencia colectiva del peso que tenían en el campo de
la producción y la conciencia personal de su propia valía, por lo que la comprensión de lo
que representaban los espacios sociales ganados reafirmaba su búsqueda de beneficios
materiales y reforzaba su orientación hacia el logro de supremacía en y sobre la sociedad.
Por su parte, en Francia el filósofo y matemático René Descartes complementó
estrictamente a Bacon al plantear la necesidad de “conocer para poder hacer” y asumir una
concepción radicalmente distinta de la medieval e incluso de la clásica sobre la razón
humana (“luz natural”, la llamaba), iniciando la revolución de la inteligencia hacia una
nueva mentalidad. Para él, la realidad primordial era el espíritu y gracias al movimiento de
la razón se podía conocer el mundo, plasmando racionalmente su esencia objetiva. Con la
razón, conciencia o entendimiento, el hombre constituía el único sujeto capaz por sí mismo
de ser lo que es, en tanto que los objetos son lo que son porque así se lo representa la razón,
de modo que ésta tiene la capacidad de determinar lo que son las cosas y es el fundamento
de toda verdad posible. Así, la “intuición pura” era la vía hacia el logro de la claridad que la
razón necesitaba para descubrir todo lo racionalmente cognoscible, por lo que en lo esencial
el experimento era un auxiliar del pensar deductivo. Antes de él, ciertos esbozos de un
nuevo pensamiento carecían de sistematización y no estaban enmarcados en una filosofía
de la naturaleza y del espíritu. Pero Descartes, centrándose en la lógica deductiva y en las
proposiciones evidentes por sí mismas, apunta Merani, tuvo “la intuición de un acuerdo
profundo entre las leyes de la naturaleza y las leyes de las matemáticas, intuición que debía
llevarlo por dos caminos; uno, la búsqueda de principios nuevos y ciertos para una filosofía
de la naturaleza y para una filosofía del espíritu; otro, la esperanza pitagórica de someter el
universo a los números y de hallar para la actividad práctica del hombre un conocimiento
seguro de las cosas”.
Pensando en una ciencia y una técnica capaces de conducir al conocimiento de la
realidad para poder dominarla objetivamente y modificarla a voluntad, Descartes tomó
como base las matemáticas (en las que descollaba magistralmente) para elaborar sus ideas
clave. “En primer término, la idea de un plano de verdad superior a los demás, en el que el
error resulta imposible por un determinado sentimiento de evidencia intelectual y en
comparación con otros conocimientos. En segundo lugar, la idea de un método, o sea, de un
orden a respetar en la conducción de los pensamientos, orden que es el de la inteligencia
cuando se aplica a la geometría. En tercer lugar, la idea de que el conocimiento no asienta
sobre los datos inciertos de los sentidos ni sobre las imágenes de la fantasía, sino sobre el
entendimiento. Finalmente,… la idea de una analogía entre el orden de las razones
matemáticas y el orden de los efectos de la naturaleza” (24). Elaboró, entonces, un sistema
en el que el universo estaba dividido en dos “substancias” por completo distintas: una
material o res extensa y otra espiritual o res cogitans, reconociendo como realidades físicas
únicas y “atributos primarios” la extensión y el movimiento, admitiendo la presencia de
“cualidades secundarias” (los colores, olores y sabores) y reduciendo la experiencia
sensible primero a la mecánica y luego a la geometría.
La ciencia, según él, debía ocuparse principalmente de los “atributos primarios”, es
decir, de las cualidades mensurables que constituyen la base de la física, atendiendo
también a los “secundarios” aunque en menor medida. Más allá, había un ámbito accesible
sólo muy dificultosamente para la física: el campo de las pasiones, la voluntad, el amor y la
fe, que resultaba ajeno a la consideración científica y cuyo conocimiento dependía de la
“revelación”. Con todo esto, instaló un dualismo con la materia y la mente marchando por
rumbos diferentes, careciendo de relación entre sí y debiendo ser estudiadas por separado.
El universo, los animales y el hombre funcionaban como meras máquinas y únicamente en
el ser humano materia y mente estaban conectadas por designio divino: entre el hombre
puramente mecánico cuyas partes actuaban de acuerdo a los principios de la física y el
espíritu racional y la voluntad que en él residían, existía un nexo establecido a través de la
glándula pineal. (Evidentemente, al entender al hombre como simple máquina Descartes
brindó un gran servicio a la concepción burguesa y a su humanismo justificando su visión
de los trabajadores sólo como instrumentos físicos de la producción, sin que importaran sus
necesidades reales ni su mundo interior). En definitiva, pues, reunió en una sola doctrina al
idealismo, por considerar el espíritu como realidad primordial; el mecanicismo, por el papel
atribuido a los cuerpos y a la mecánica, estimando el mecanismo como explicación integral
de las cosas; y el substancialismo, al asumir el espíritu como substancia independiente y
existente por sí misma.
A la vez, en esta reunión conciliaba singularmente, por un lado, el racionalismo, con
su apreciación de la razón basada en “ideas innatas” como productora del conocimiento
verdadero y la deducción matematizada como forma cognoscitiva a partir de conceptos
básicos y axiomas; y, por el otro, el empirismo, con su consideración de la importancia de
la observación, la comprobación minuciosa de los hechos a través del experimento y el uso
de la inducción para acceder al conocimiento en las ciencias naturales. Descartes precisó,
entonces, que el entendimiento humano es “naturalmente” igual en todos los hombres y que
lo único realmente importante es guiarlo adecuadamente. Animado por el arrogante espíritu
individualista de la burguesía renacentista, publicó en 1637 su Discurso del método para
conducir bien la razón y buscar la verdad a través de la ciencia, buscando poner fin a las
vacilaciones y escrúpulos cognitivos del siglo XVI dotando a la burguesía de lo que no
había podido tener hasta entonces: un método para pensar netamente distinto del método
escolástico. Un método matemático que sólo aceptaba el orden y las proposiciones claras y
precisas, dividiendo las verdades complicadas en tantas subdivisiones como fuese posible
para su mejor estudio y pasando de lo simple a lo complejo sin que se escaparan detalles
que podían fortalecer o debilitar el razonamiento. Con tal método, tanto se impulsaba el
desarrollo de la manufactura (en su marcha hacia la gran industria mecanizada), como
también el avance sin insalvables tropiezos por la senda del conocimiento porque todo
podía ser puesto en duda, siendo lo único incuestionable la capacidad de la propia razón
para juzgar y criticar todo. Con la “duda metódica” se podía someter a crítica la diversidad
de saberes supuestamente explicativos (históricos, morales, religiosos), las instituciones que
los producían y el criterio de la verdad sobre el que estaban asentados, favoreciendo así el
despliegue ideológico de la burguesía.
Al dar un paso adelante con respecto al pasado, Descartes asignó a su método el
carácter de sucesor más directo del método escolástico y dotó al idealismo filosófico de su
forma moderna estableciendo un sistema en el que el dualismo y un específico conjunto
conceptual servían de base para explicar la realidad material de modo rigurosamente
cuantitativo y geométrico. Su división del universo en dos realidades separadas entre sí y su
paralelismo psicofísico en el hombre, hicieron viable un trabajo científico liberado de
interferencias eclesiásticas siempre que tuviera el cuidado de no invadir el ámbito religioso;
y con el uso de su método se avanzó en la clarificación, el ordenamiento y la jerarquización
de múltiples hechos en los más diversos campos. Sin embargo, Descartes vivía en Francia,
el país más católico de la época donde la Contrarreforma imponía el predominio del
tomismo para preservar los dogmas religiosos sin estar dispuesta a tolerar su puesta en
cuestión. Condicionado por un concreto clima socio-histórico y cultural, y respondiendo al
avance todavía cauteloso de la burguesía en ascenso, el filósofo era ajeno por completo a
cualquier heroicidad intelectual. Su fidelidad a la Iglesia y su íntimo apego a los jesuitas le
fijaron el deber de señalar que con su sistema se podía “demostrar” la existencia de Dios
tan igual o mejor que con las filosofías anteriores; y sostuvo que si los hombres podían
concebir algo más perfecto que ellos mismos, entonces tenía que existir un ser superior
como el súmmum de la perfección. Pese a esta servidumbre, su sistema representó un gran
giro en la visión de la naturaleza y en las consideraciones sobre el hombre, impulsando el
desarrollo del humanismo burgués.
En la segunda mitad del siglo XVII, asentaba J. Bernal, luego de las grandes
perturbaciones socio-políticas e ideológicas ocurridas en los 100 años anteriores, se instaló
en Europa un período signado por el ingreso del feudalismo al último tramo de la marcha
hacia su liquidación histórica, un reflujo de la lucha de clases a pesar de la explotación que
sufrían los trabajadores de la ciudad y el campo, la prosperidad y el progreso de los países
más adelantados ya desembarazados de la inestabilidad causada por las guerras religiosas,
el ascenso cada vez más evidente de la burguesía, el descrédito del pensamiento feudal, los
notables logros de la ciencia y el gran desarrollo científico con Londres y París como sus
centros. En Inglaterra, la producción manufacturera, el comercio y la agricultura tenían
adelantos significativos merced a la extensión de la navegación y la explotación colonial,
incitando a los científicos a interesarse por las invenciones mecánicas. En Francia, el país
europeo más rico y poderoso de la época, poco a poco la burguesía le ganaba terreno a la
aristocracia, copaba porciones del aparato estatal e incorporaba en ellos a hombres de
ciencia y a expertos diversos para impulsar su modo de producción.
Pese a las contradicciones y rivalidades entre esos dos países, las burguesías de uno y
otro lugar tenían intereses comunes (impulso al desarrollo de la manufactura, ampliación
del comercio, mejoramiento agrícola, perfeccionamiento de la navegación) que de hecho
representaban un fuerte factor para promover la cooperación en el campo de la ciencia con
el fin de obtener logros y utilizarlos con fines eminentemente prácticos. En este contexto,
los criterios de Bacon acerca del dominio sobre la naturaleza, la utilización del método
experimental y la organización de la investigación científica, fueron crecientemente
valorados y puestos en práctica, formándose asociaciones científicas (la Royal Society en
Londres y la Académie des Sciences en París) que intercambiaron conocimientos y los
discutieron evitando de modo casi patente tocar los temas filosóficos generales para no
colisionar con el pensamiento oficial. Con esta apertura intelectual, afluyeron al campo de
la ciencia numerosos individuos provenientes de sectores comerciales, terratenientes
medios y profesionales independientes acomodados (médicos, ingenieros, abogados, etc.),
poseedores de recursos propios y dedicados al trabajo científico con entera libertad sin
necesitar financiación o subsidios gubernamentales.
La “filosofía experimental” de Bacon estaba en la más directa relación con los
requerimientos del pujante desarrollo de la manufactura y el comercio burgueses, suerte de
aguijón que estimulaba la necesidad de conocimientos sobre la naturaleza, el hombre y la
vida práctica e incitaba las búsquedas científicas. Entre muchos y muy diversos asuntos, los
problemas en la navegación oceánica, movilizadora de crecientes recursos económicos y
militares en aventuras marítimas (sobre todo, las de Inglaterra, Francia y Holanda, centros
del avance científico), llevaron a conjugar y refinar la astronomía, la mecánica, la óptica y
las matemáticas. Numerosos hombres de ciencia multiplicaron esfuerzos en esa tarea,
destacando especialmente Robert Boyle y Robert Hooke. El primero perfeccionó la
máquina neumática y las bombas, analizó la combustión, demostró que el aire era una
sustancia material y llegó a pesarlo, realizó estudios magistrales sobre los gases (ley de
Boyle-Mariotte) y el vacío (descartando el axioma aristotélico “la naturaleza tiene horror al
vacío”), dotó a la química de su orientación moderna y contribuyó en el progreso de la
fisiología y la medicina. El segundo mejoró el microscopio, el telescopio (ligándolo a las
mediciones astronómicas) y los relojes, introdujo el concepto de célula, inició los estudios
sobre la anatomía de los insectos, investigó los fósiles, construyó una bomba de vacío y
variados aparatos meteorológicos, expuso lo fundamentos de la teoría ondulatoria de la luz
y, junto con Denis Papin, allanó el camino hacia la construcción de la máquina de vapor,
instrumento fundamental en el desarrollo de la producción burguesa.
Sin embargo, la preocupación científica central en esa época residía en la elaboración
de un sistema general de la mecánica que pudiera explicar el movimiento de los astros en
función del comportamiento observable de los cuerpos terrestres, superando los puntos de
vista aceptados pero que carecían de una fundamentación dada por la física. Una serie de
astrónomos y matemáticos (Galileo, Kepler, Descartes, Hooke, Huygens, etc.) había hecho
aportes de alta significación para resolver el problema, pero la explicación satisfactoria y
completa fue proporcionada por la síntesis que realizó Isaac Newton. Habiendo trabajado
en óptica, física y química, utilizó el cálculo infinitesimal como método matemático para
convertir los principios físicos en resultados que podían ser calculados cuantitativamente y
confirmados por la observación, a la vez que para valerse de ésta como medio de llegar a
tales principios. Resolvió así una gran variedad de problemas mecánicos e hidromecánicos,
haciendo que el instrumento matemático permitiera comprender todas las variables y
movimientos y, luego, toda la ingeniería mecánica.
En 1687, publicó sus Philosophiae Naturalis Principia Mathematica donde formuló
un sistema mecánico del universo regido por leyes matemáticas y yendo más allá del
establecimiento de las leyes del movimiento de los planetas demostró, por el nuevo rumbo
cuantitativo y físico (y no por el filosófico tradicional), cómo la gravitación universal
mantenía el sistema del mundo. Con la teoría de la gravitación, quedó en evidencia que no
sólo los astros, sino todos los cuerpos se atraen entre sí; y que los objetos caen en línea
recta y con un movimiento uniformemente acelerado en el que interviene la resistencia que
opone el aire. Así, en definitiva, Newton mostró que el universo se encuentra regulado por
leyes matemáticas simples: todo lo que ocurre en él es la acción y reacción de fuerzas
mecánicas; en su última división, la naturaleza es uniforme, sin que exista superioridad o
inferioridad en las partículas que la conforman; y los organismos vivos están compuestos
de materia regida por leyes simples, uniformes y simultáneas. De este modo, Newton
aportó un método confiable que podía ser utilizado con seguridad y que, en esencia, tenía
tres reglas: simplicidad, es decir, no introducir más causas que las suficientes para explicar
los fenómenos; uniformidad, asignando las mismas causas en la explicación de los mismos
efectos; y simultaneidad, cuya base es el carácter universal de las cualidades intrínsecas de
todos los cuerpos.
Para elaborar su revolucionario sistema científico y explicar los fenómenos de modo
exacto, Newton tuvo que demoler todas las concepciones filosóficas anteriores, tanto las
antiguas como las de su propia época, incluido el sistema cartesiano. La teoría de la
gravitación y su repercusión en la astronomía, modificaron por completo la concepción
aristotélica cuyo cambio ya había iniciado Copérnico. Desechando una concepción estática
del universo y sustituyéndola por otra dinámica, marcó la caducidad de la apreciación sobre
las “esferas” puestas en movimiento por un “primer motor” y su total reemplazo por un
mecanismo que funcionaba de acuerdo con una simple ley natural sin necesitar de la
aplicación continua de una determinada fuerza. Pero, al fin y al cabo hijo de su época,
Newton realizó su trabajo científico conciliándolo con su afición por las más extravagantes
doctrinas ocultistas y no excluyó a Dios de su sistema: consideró que el propio mundo
regido por leyes matemáticas era la prueba de la existencia de una inteligencia ordenadora.
Ésta sólo habría intervenido para crearlo y ponerlo en función, dejándolo luego discurrir
espontáneamente. Posteriormente, Laplace se encargaría de rechazar “la necesidad de tal
hipótesis” al ser interrogado por Napoleón acerca del lugar que ocupaba Dios en su sistema.
Por esos años, con el agotamiento de la fuerza cultural anti-feudal aportada por el
Renacimiento y con la consolidación de la Reforma protestante, el aseguramiento de la
continuidad del avance social burgués necesitaba de una avenencia entre la religión y la
ciencia, al igual que antes se había producido la transacción entre la monarquía y la
república y entre la aristocracia y la gran burguesía. La ortodoxia religiosa tuvo que hacer
concesiones, aceptar con mal talante el sistema newtoniano, confinar la “mano de Dios” a
la creación y organización general del mundo, y dar por hecho que la acción de la divinidad
ya no era claramente visible en cada suceso terrestre o astral. Por su parte, amoldados al
rumbo trazado por el ascenso burgués, los hombres de ciencia evitaron las incursiones en el
ámbito de la religión, dejando que ella se ocupara de la vida del hombre, de sus penurias y
aspiraciones (situación de compromiso que se mantuvo sin variaciones significativas hasta
que en el siglo XIX los descubrimientos de Darwin y Marx la hicieran estallar). Ya Newton
había reducido de modo expreso las consideraciones filosóficas a su expresión matemática,
pero sus ideas, tal como fueron expuestas por Locke y Hume, fueron más allá de sus
propios deseos y tuvieron repercusión no sólo ideológica, sino también económica, social y
política. Acabaron con la idea feudal sobre un orden jerárquico inmutable que ubicaba a
cada hombre en un lugar fijo dentro de la sociedad y, en correspondencia con la tendencia
central de la época, ahondaron el cauce para el ya impetuoso emprendimiento individualista
y su consideración de que cada cual puede y debe abrir su propio camino, sirviendo de base
a la creciente aceptación del laissez-faire burgués. Y rebajaron el prestigio de la religión,
crearon un escepticismo generalizado acerca de la autoridad y el respeto por un orden social
derivado de la divinidad, socavando así el poder del clero y la aristocracia.
El doble y entrecruzado proceso de disolución paulatina del feudalismo y de avance
de las relaciones monetario-mercantiles capitalistas junto con el desarrollo económico-
social, científico y cultural, no estaba exento de contradicciones generadoras de nuevos
problemas que repercutían en las consideraciones humanistas de la burguesía en ascenso.
En La ideología alemana, Marx y Engels mostraron que el desarrollo de la división del
trabajo, ligado de modo íntimo a la evolución de las formas de propiedad, constituyó un
factor de constante generación de contradicciones en la estructura de la sociedad, en la
fuerza productiva fundamental (el trabajador, auténtico creador de la riqueza social) y en la
conciencia. Ese desarrollo determinó la subordinación de los individuos particulares a las
ocupaciones que les habían sido impuestas, a la vez que la desorganización interna de su
vida concreta debido al ahondamiento de la escisión entre el trabajo físico y el intelectual.
Las contradicciones entre el sujeto y la ocupación impuesta, y entre él y la comunidad, se
fueron agudizando en tanto se complejizaban los instrumentos productivos. Cuanto más se
complicaban éstos, más definidamente aparecía un nuevo tipo de división del trabajo en
dependencia de la propiedad privada que asignaba distintas ocupaciones a las diversas
categorías de individuos.
En el período manufacturero del capitalismo, con su propiedad privada de los medios
de producción la burguesía convirtió la división social del trabajo en una rígida y
obligatoria agrupación de los hombres, estableciendo su distribución según las necesidades
del taller y exigiendo una actividad completamente determinada al obrero individual. En el
Libro I de El Capital, Marx anotaba que “La división del trabajo en la manufactura supone
la autoridad absoluta del capitalista sobre unos hombres transformados en simples
miembros de un mecanismo que le pertenece a él. La división social del trabajo enfrenta
unos con otros a los productores independientes que no reconocen de hecho otra autoridad
que la de la competencia, ni otra fuerza que la presión ejercida sobre ellos por sus intereses
recíprocos, de la misma manera que en el reino animal la guerra de todos contra todos
(bellum ómnium contra omnes) informa más o menos sobre las condiciones de existencia
de todas las especies”. Esto implicaba, lisa y llanamente, reafirmar el completo desdén por
el trabajador como ser humano, viéndolo sólo como mero instrumento en la generación de
beneficios económicos ajenos a él dentro de un proceso en el que su avasallamiento
conducía al envilecimiento y a la creciente deshumanización. “La manufactura propiamente
dicha no se limita a someter al trabajador a las órdenes y a la disciplina del capital, sino que
establece además una gradación jerárquica entre los propios obreros, Si en general la
cooperación simple afectaba muy poco al modo individual del trabajo, la manufactura lo
revoluciona de la cabeza a los pies y ataca en sus raíces a la fuerza productiva. Mutila al
trabajador, hace de él una especie de monstruo al activar el desarrollo ficticio de su
destreza en un detalle, sacrificando todo un universo de disposiciones y tendencias
productivas, del mismo modo que en los Estados del Plata se sacrifica a una vaca por su
cuero y su grasa. No sólo el trabajo está dividido, subdividido y repartido entre diversos
individuos, sino que es el individuo mismo quien resulta fragmentado y transformado en el
resorte mecánico de una operación exclusiva”.
El trabajador despojado de los medios de producción, explotado materialmente y
alienado con respecto a su propia actividad, sufría también la distorsión de su conciencia y
el rebajamiento de su intelecto y su afectividad. “Los conocimientos, la inteligencia y la
voluntad que el campesino y el artesano independiente despliegan en pequeña escala,… de
ahora en adelante sólo se necesitan para el conjunto del taller. La capacidad intelectual de la
producción se desarrolla en una sola dirección, porque desaparece en todas las demás. Lo
que pierden los obreros parcelados se concentra frente a ellos en el capital. La división
manufacturera les opone la potencia intelectual de la producción como una propiedad
ajena y como un poder que los domina. Esta escisión empieza a crecer en la cooperación
simple, donde el capital representa, respecto al trabajador aislado, la unidad y la voluntad
del trabajador colectivo; se desarrolla en la manufactura, la cual mutila al trabajador hasta
el punto de reducirlo a una parcela de sí mismo; y se completa, por último, en la gran
industria, que hace de la ciencia una fuerza productiva independiente del trabajo y la enrola
al servicio del capital”.
Evidentemente, en estas condiciones concretas impuestas por la producción burguesa
y orientadas a la consecución de réditos particulares, el trabajo no era ni podía ser en modo
alguno un factor de formación y desarrollo del hombre, sino una actividad alienadora,
destructora de las fuerzas físicas y espirituales de los sujetos y que los convertía en seres
deformados, embrutecidos y apáticos: “Un cierto embotamiento del cuerpo y el espíritu es
inseparable de la división del trabajo en la sociedad, Pero como el período manufacturero
lleva mucho más lejos esta división social, al mismo tiempo que, mediante la división que
le es propia, ataca al individuo en la raíz misma de su vida, es el primero en proporcionar
la materia y la idea de una patología industrial”. Así, el despliegue de la riqueza social iba
de la mano con la miseria de quienes la producían: “En la manufactura, el enriquecimiento
del trabajador colectivo y, por tanto, del capital, en fuerzas productivas sociales, tiene como
condición el empobrecimiento del trabajador en fuerzas productivas individuales”. Este
proceso social objetivo de desarrollo de la producción a costa de la destrucción de los
trabajadores y las masas no alteraba en lo mínimo la impavidez del empresario capitalista
interesado sólo en los beneficios económicos, ni significaba siquiera un rasguño para las
consideraciones humanistas de clase de la burguesía.
Lejos de obedecer a la “fatalidad”, todo esto era el producto de un proceso histórico
específico: “La división del trabajo en su forma capitalista (y sobre las bases históricas
dadas no podría revestir ninguna otra forma) es simplemente un método particular de
producir plusvalía relativa, o sea, de aumentar a expensas del trabajador el rendimiento del
capital, eso que llaman riqueza nacional (Wealth of Nations). A expensas del trabajador, la
división desarrolla la fuerza colectiva del trabajo para el capitalista. Crea circunstancias
nuevas que aseguran la dominación del capital sobre el trabajo. Por tanto, se presenta como
un progreso histórico, como una fase necesaria en la formación económica de la sociedad y,
al mismo tiempo, como un medio ‘civilizado’ y ‘refinado’ de explotación”. Sin embargo,
todavía dentro de las condiciones feudales “la manufactura no podía ni apoderarse de la
producción social en toda su extensión, ni revolucionarla en profundidad. Como obra de
arte económica se levantaba sobre la amplia base de los gremios de las ciudades y su
corolario, la industria doméstica rural. Pero desde el momento en que alcanzó un cierto
grado de desarrollo, su estrecha base técnica entró en conflicto con las necesidades de
producción que ella misma había creado. Una de sus obras más perfectas fue el taller de
construcción, en donde se fabricaban los propios instrumentos de trabajo y los aparatos
mecánicos más complicados, que comenzaban a emplearse en algunas manufacturas… A su
vez, este producto de la división del trabajo en la manufactura dio a luz a las máquinas. Su
intervención suprimió la mano de obra como principio regulador de la producción social.
Por una parte, ya no hubo necesidad técnica de asignar al trabajador una función parcial
durante toda su vida; por la otra, cayeron las barreras que este mismo principio oponía aún
a la dominación del capital”.
Al dar origen a las máquinas, la propia manufactura creaba, pues, las condiciones de
su abolición en función del desarrollo de la producción burguesa. “El empleo capitalista de
las máquinas, como cualquier otro desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, tiende de
modo exclusivo a disminuir el precio de las mercancías y a abreviar la parte de la jornada
en la que el obrero trabaja para sí mismo, a fin de alargar aquella en la que sólo trabaja para
el capitalista. Es un método particular para fabricar plusvalía relativa. La fuerza de trabajo
en la manufactura y el medio de trabajo en la producción mecánica son los puntos de
partida en la revolución industrial” (25) del siglo XVIII, en la que la máquina-herramienta
cumpliría un rol de primer orden. Obviamente, esta revolución, que significaba el tránsito
de la manufactura al sistema fabril, a la gran industria mecanizada, no podía ocurrir en
todas partes ni en cualquier situación, sino que sólo resultaba posible en los lugares donde
las condiciones económico-sociales concretas habían favorecido una determinada difusión
de las relaciones monetario-mercantiles y la producción manufacturera mostraba extensión
en su desarrollo, estableciendo las premisas materiales y abriendo el cauce a dicho tránsito.
En la Europa de esos años, tales lugares eran los Países Bajos (en particular, Holanda),
Francia e Inglaterra (26).
En la segunda mitad del siglo XVI, los Países Bajos se habían liberado del
absolutismo español con una violenta revolución burguesa y en el siglo XVII Holanda le
disputaba a España y Portugal el protagonismo económico mundial vía la expansión
comercial, la lucha armada y la creación de su propio imperio colonial. Heredando la gran
cultura material de los Países Bajos y concentrándola, experimentó un notable desarrollo
comercial, industrial y financiero para llegar a ser “la nación capitalista modelo en el siglo
XVII”, como lo señaló Marx en El Capital. Su florecimiento económico se asentaba en los
grandes descubrimientos geográficos de la época, el desplazamiento de las principales rutas
comerciales hacia el Atlántico y la coincidencia de esas rutas con los puertos holandeses,
factores que brindaron un vigoroso impulso al desarrollo de su producción manufacturera y
a su comercio, a su expansión imperial y a la salvaje explotación que perpetraba en sus
colonias. Sin embargo, tenía como factores en contra la debilidad de la base industrial del
comercio por la pequeñez de su territorio, la carencia de materias primas y la escasa mano
de obra. Holanda había crecido sobre la base del comercio de tránsito y con el decaimiento
de éste no pudo mantener por mucho tiempo sus posiciones económicas, rezagándose en el
siglo XVIII con respecto al avance de Inglaterra y perdiendo su rango de país rector del
comercio mundial. Conservó las riquezas obtenidas con la rapiña colonial, se convirtió en
la usurera de Europa y siguió financiando el desarrollo industrial inglés, pero ya como
potencia de segundo orden vio bloqueada su marcha hacia la revolución industrial.
En contraste con las desventajosas condiciones concretas holandesas, Francia
contaba con amplitud territorial, población numerosa, abundantes recursos naturales, suelos
llanos y tierras de alta fertilidad que favorecían una agricultura intensiva capaz de proveer
productos para el consumo interno y las exportaciones (fomentando así el comercio y la
industria), variadas vías fluviales para la salida de mercancías hacia la cuenca mediterránea
y la atlántica, etc. Desde el siglo XV, con la implantación de la monarquía absolutista se
había superado el fraccionamiento feudal, unificado políticamente el país y ampliado el
mercado interno, creándose las condiciones para que durante el siglo XVI y buena parte del
XVII tuviera lugar un desarrollo progresivo del comercio, la industria y las relaciones
monetario-mercantiles, proceso aparejado con el expansionismo imperial-colonialista. Pero
la aristocracia y el clero monopolizaban la propiedad de las tierras de cultivo y explotaban a
los siervos dentro de un régimen de economía campesina inestable y con una base técnica
primitiva, que iba resultando incompatible con los avances industriales y comerciales.
Paulatinamente y en su conjunto, esa aristocracia desplegó un tren de vida de sofisticado
boato siempre necesitado de más dinero, se volvió palaciega y se burocratizó dejando que
el cobro de la renta feudal quedara a cargo del absolutismo, el cual a su vez implementó
una política económica mercantilista que ponía el acento en la fijación de impuestos y hacía
más rigurosa la explotación de los trabajadores del campo y la ciudad.
En este clima, mientras la manufactura capitalista recibía impulso con la aparición de
nuevas ramas industriales (sedas, tapices, vidrios, porcelanas) haciendo prosperar a la
burguesía, el explosivo aumento de precios de los productos erosionaba la renta feudal
hereditaria, debilitaba económicamente a la aristocracia, llevaba masivamente a la ruina a
los señores y hacía viable que los burgueses enriquecidos les compraran sus tierras, con lo
que se iba modificando el régimen de propiedad rural y se instalaba la especulación en la
compra-venta del suelo. En la segunda mitad del siglo XVII, el absolutismo había adquirido
su forma más acabada y perfilado más su política mercantilista. La administración de
Colbert se apoyó en el sistema gremial medieval y utilizó las posibilidades económicas y
políticas del Estado absolutista para impulsar el desarrollo de la manufactura capitalista
(con la concesión de subsidios, privilegios y exenciones tributarias), proteger las nuevas
ramas industriales que producían material bélico y artículos de lujo, estimular y controlar el
avance de la industria y acentuar las exacciones financieras, a la vez que dio más empuje a
la navegación, el comercio exterior y la expansión colonial. Por su parte, la burguesía se
rehusaba a invertir sus capitales en proyectos industriales y comerciales que no aseguraran
alta rentabilidad o que presentaran riesgos, prefiriendo lucrar con la compra de cargos
públicos o de terrenos, el alquiler de servicios y los préstamos con intereses al Estado.
A fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, en Francia se había ya iniciado la
decadencia económica, instalándose una creciente inestabilidad social. El inconmovible
predominio de la gran propiedad aristocrática determinaba una economía agrícola basada
en la dependencia territorial de los campesinos y en su brutal explotación mediante la renta
feudal, impidiendo las innovaciones, difundiendo la ruina y la miseria en el campo, y
haciendo cada vez más insoportables los privilegios sociales y la dominación política de los
señores y el clero. Marx anotó que el avance en la industria, el comercio y las finanzas, “es
decir, en la fachada del edificio social,… constituía una burla al atraso, al estado rutinario
de la rama fundamental de la producción (la agricultura), al hambre de los productores”.
Las guerras dinásticas, los derroches de la corte y la aristocracia, el parasitismo, el
favoritismo e incluso la persecución religiosa de protestantes (que originó la migración
masiva hacia otros países europeos de prósperos industriales manufactureros, expertos en la
producción, intelectuales, etc.), fueron vaciando con rapidez las arcas reales y aumentando
la deuda pública, obligando al régimen absolutista al incremento cada vez mayor de los
impuestos (pero eximiendo de ellos a la nobleza y el clero) con el consiguiente freno al
progreso de la industria y el comercio, el mayor hundimiento del agro, la enorme extensión
de la miseria y el hambre de las masas, y el estallido de numerosas insurrecciones
populares. Esta situación catastrófica, asentada en el decadente poder aristocrático y en la
“unión del Trono y el Altar”, carecía salidas efectivas, cancelaba las posibilidades de
avanzar hacia el logro de una revolución industrial, determinaba el curso evolutivo del país
y estimulaba de modo sostenido el conjunto de factores materiales y espirituales que harían
viable la revolución burguesa en el último tercio del siglo XVIII.
En Inglaterra, el prolongado proceso de gestación de la revolución industrial tuvo
inicio en los cambios económicos del siglo XVI asentados en el sufrimiento de las masas,
cambios que posibilitaron un gran desarrollo y convirtieron a las islas británicas, al decir de
Marx, en “el país clásico de la acumulación originaria del capital”. En efecto, un sector de
la aristocracia terrateniente, que años antes había empezado a despojar con violencia a los
campesinos de sus tierras para dedicarlas a la crianza de ganado, vio estimuladas sus ansias
de enriquecimiento con la creciente demanda de la industria europea por lana de ovino. En
estrecha alianza con la burguesía en ascenso, fascinado por las relaciones monetario-
mercantiles y en trance de aburguesamiento, ese sector recibió el completo apoyo del
absolutismo monárquico (marcadamente mercantilista) para masificar la expropiación
brutal de los trabajadores del campo. Con ello, éstos quedaron separados de sus medios de
producción, hundidos en la miseria y obligados de hecho a convertirse en asalariados,
ampliándose así la reserva de mano de obra requerida por el mayor desarrollo de la
manufactura y su posterior avance hacia el sistema fabril. Sobre la base de la feroz
represión, la rapiña y el sometimiento de los labriegos, en ninguna otra parte del mundo la
producción burguesa pudo encontrar condiciones tan propicias para la explotación intensiva
de los hombres, desplegarse y acceder a niveles cada vez más altos sin interferencias
significativas. Esta circunstancia representó no sólo la plataforma y el poderoso estímulo
para la acumulación originaria del capital, sino también la premisa máxima de la revolución
industrial inglesa.
Con el respaldo a la expropiación masiva del campesinado, el régimen monárquico
satisfacía sus propias necesidades de dinero, suprimía las antiguas relaciones en el campo e
impulsaba una revolución agraria que estimuló el desarrollo del país. Inglaterra expandió
las áreas cultivables, se preocupó por la producción de materias primas industriales, amplió
los cultivos de cereales y raíces comestibles, implantó nuevas siembras y extendió la
ganadería, creando una base nueva para resolver sus problemas económicos. En este marco,
sectores burgueses, especuladores comerciales y campesinos enriquecidos desde antes
adquirieron tierras a precios ínfimos e hicieron surgir la granja capitalista, que rápidamente
sirvió de apoyo y empujó el desarrollo de la manufactura. Con sus productos, esa granja
creó un mercado interno para el capital industrial, promovió el avance del ramo textil y
jugó papel importante en el sometimiento de los gremios artesanos a las corporaciones
comerciales que fusionaron los talleres de empresas similares. La burguesía optó así de
inicio por la alianza con la aristocracia para estimular el despliegue agrario e impulsar el
desarrollo del capitalismo en Inglaterra. Por su parte, la monarquía absolutista creó el
ambiente socio-político para el avance económico y con sus ordenanzas mercantilista-
proteccionistas, favorecedoras de los intereses y necesidades de la aburguesada aristocracia
(y, a la vez, de la propia burguesía), dio mayor empuje al desarrollo y rápida extensión de la
manufactura, las relaciones monetario-mercantiles, el comercio y las empresas comerciales,
la navegación y la expansión colonial, lo que repercutió en el reforzamiento de los nexos
del campo y la ciudad, y la trabazón de la agricultura y la industria, la cría de ganado lanar
y la producción textil.
Este conjunto de cambios fue creando las condiciones propicias para el tránsito de la
manufactura hacia el sistema de fábrica. El montaje de la industria fabril necesitaba grandes
inversiones, muy diversos tipos de materias primas y materiales auxiliares, y mano de obra
calificada. Los recursos económicos provinieron en su mayor parte del saqueo colonial y el
tráfico masivo de esclavos, a lo que se agregó la explotación de los trabajadores y las masas
británicas y el usufructo del producto del trabajo de otros países (expoliados en gran escala
por la burguesía inglesa mediante el comercio exterior, que rendía considerables ganancias
y era la fuente de grandes capitales). Las materias primas y elementos subsidiarios fueron
inagotablemente aportados por las colonias en forma muy barata y muchas veces gratuita, y
también se obtuvieron con la explotación de los yacimientos locales de minerales y de hulla
intactos durante cientos de años. Y además de contar con la mano de obra propia, la
naciente industria fabril se benefició por contribuciones externas: la notable migración
hacia Inglaterra de maestros altamente calificados y especialistas en diversos oficios como
sucesivo producto de la represión española en los Países Bajos, la persecución de la
Contrarreforma en Alemania y las guerras religiosas en Francia. También esta migración
forzada llevó al país a muchos fabricantes prósperos que levantaron grandes empresas y
además introdujeron conocimientos técnicos de vasta importancia (como los de la textilería
holandesa o las innovaciones en el tratamiento del hierro y la lona logradas por los rusos).
Dos circunstancias específicas adicionales favorecieron el proceso de montaje del sistema
fabril: por una parte, la condición geográfica insular inglesa que de hecho representaba una
defensa ante posibles guerras externas y/o invasiones devastadoras; y, por la otra, tal como
en Holanda, la ubicación de las islas británicas en la confluencia de las rutas comerciales
desplazadas al Atlántico, haciendo viable el traslado de productos y mercancías locales a
todos los rincones del mundo con el consiguiente desarrollo de la industria, el comercio y la
expansión colonial.
En este contexto económico y socio-político, cumplieron un papel de primer orden
los inventos e innovaciones técnicas que revolucionaron la producción en Inglaterra, con
antecedente histórico en el desarrollo progresivo de la ciencia medieval en Italia, Holanda,
Francia, Alemania, Rusia y otros lugares: para comprender, por ejemplo, los progresos de
la industria textil inglesa en el siglo XVIII hay que tener en cuenta el uso en gran escala de
la máquina de hilar en los países europeos mucho antes de la revolución industrial, o que la
textilería holandesa ya era famosa por su característico refinamiento técnico. Este hecho no
implica en modo alguno desmerecer la gran creatividad de los trabajadores británicos
expertos en su oficio o entendidos en mecánica, que aportaron en lo fundamental las
invenciones e innovaciones técnicas de mayor importancia. Obviamente, la introducción de
éstas no modificó de golpe y radicalmente la industria, sino que su aplicación fue gradual y
hasta con retraso en algunas ramas productivas. Marx mostró que la revolución técnica
inglesa constituyó un proceso en el que se fueron creando las máquinas de trabajo, para
pasar a la invención del motor a vapor y luego a la fabricación de máquinas para producir
máquinas.
De cualquier forma, entre los numerosos cambios técnicos cabe resaltar los que
fueron produciendo un mayor perfeccionamiento y un gran desarrollo en la industria textil
(con la lanzadera que aceleraba el trabajo del telar y permitía producir tejidos de mucho
mayor anchura, el afinamiento de la máquina de hilar y los rodillos para estirar la hilatura,
el estampado mecánico, etc.), en la siderurgia (la utilización de hulla para fundir hierro y
convertir hierro colado en hierro dulce, la fundición de acero a altas temperaturas), en la
energética (principalmente con la máquina de vapor de Watt) y en los transportes (con la
locomotora de Stephenson, el amplio tendido de líneas férreas y la utilización del vapor en
la navegación lograda por Fulton en EEUU y asimilada rápidamente en Inglaterra). Todos
estos progresos no se pueden explicar por sí mismos, sino que representaron la base
material y técnica de un proceso económico-social que llevó al surgimiento de la fábrica
moderna en calidad de superación radical del taller artesanal y la empresa manufacturera,
significando un golpe demoledor al sistema feudal europeo. Con la revolución industrial,
emergió una nueva forma de producción capitalista que ensamblaba el sistema de máquinas
con la división detallada del trabajo para aumentar largamente la productividad laboral,
fortalecer de modo excepcional el dominio del capital y acentuar aún más la explotación de
los trabajadores, haciendo ingresar al capitalismo a una nueva fase de su desarrollo y
despejando así el camino para su dominación general.
La revolución industrial no fue, pues, un fenómeno puramente “técnico”, sino que
inauguró una fase más madura en el desarrollo capitalista que convertía a Inglaterra en la
cuna del sistema fabril y anunciaba la liquidación del régimen feudal. Emergió en el último
tercio del siglo XVIII (coincidiendo cronológicamente con la revolución anti-feudal en
Francia) y se extendió en lo fundamental hasta los años ’30 del siglo XIX cuando el sistema
de fábrica se impuso por completo a la producción artesanal y a la manufactura. Con el
triunfo general del nuevo régimen productivo burgués y la preponderancia de la fábrica, el
capitalismo se apoderó de la producción social inglesa e inició su marcha triunfal en todo el
mundo sobre la base de la extraordinaria expansión de la esclavitud del trabajo asalariado
generador de plusvalía, mercancías baratas y siderales beneficios para los empresarios. Así,
Inglaterra desempeñó un papel de excepcional importancia en la historia del capitalismo:
con su superioridad industrial y su auge económico, sobrepasó en mucho a Holanda y
Francia para tornarse núcleo mercantil del planeta, desplazó los centros económicos hacia
Londres, abarrotó los más remotos mercados con una impresionante variedad de productos
y se convirtió en el país capitalista predominante y en la principal potencia colonialista.
Las consecuencias económicas, sociales e ideológico-políticas de la revolución
industrial en Inglaterra fueron numerosas y muy variadas, pero entre las más notables hay
que mencionar, en primer lugar, el cambio radical en la estructura de la sociedad con la
expropiación y ruina de los pequeños productores rurales y su conversión en trabajadores
asalariados, la configuración definida de la burguesía industrial y el proletariado, y el gran
crecimiento acelerado de las ciudades ya como urbes industriales. En segundo lugar, una
polarización social de tipo inédito derivada de la extraordinaria explotación sufrida por la
clase obrera y las masas: con la fábrica capitalista se instaló el dominio burgués y el sistema
de máxima explotación del trabajo humano, la brutal prolongación de la jornada de trabajo
y la bárbara utilización femenina e infantil en la producción fabril. En tercer lugar, la
generación por la máquina de la descualificación masiva de la mano de obra, el descenso
del valor de ésta, la caída del salario, el aumento del desempleo, la formación del ejército
industrial de reserva y la gran extensión de la miseria popular. En cuarto lugar, la
emergencia del libre cambio como política económica preponderante: el mercantilismo y el
proteccionismo resultaban anacrónicos y carentes de sentido económico para la burguesía
inglesa, que a partir del triunfo de su sistema fabril estaba más interesada que nunca en una
gran expansión comercial y colonial para reforzar su supremacía en Europa y la explotación
en las colonias y en los países agrarios. En quinto lugar, la generación de crisis de súper-
producción y crisis comerciales, inherentes al régimen burgués y relacionadas directamente
con la elevada productividad del trabajo, la congestión de los mercados y la caída del
consumo popular. En sexto lugar, la agravación de las contradicciones de clase, el
surgimiento de la lucha de masas de un proletariado todavía políticamente inmaduro (con
su inicial expresión en el movimiento luddista de destrucción de máquinas y fábricas) y la
cruenta represión de los trabajadores combinada luego con ciertas concesiones muy
focalizadas utilizando recursos generados por la rapiña colonial y la expoliación comercial
de los países agrarios (posteriormente, la burguesía utilizaría su hegemonía ideológica para
influir sobre el proletariado, promover el colaboracionismo de clases y fomentar el
reformismo con el soborno y la corrupción de la llamada “aristocracia obrera”). Finalmente,
con la revolución industrial quedó a plena luz la catadura moral de la burguesía inglesa y,
sin tapujo alguno, el carácter, contenido y proyección de su humanismo de clase: aliada
estrechamente con un sector aristocrático que le era afín y comprometida con la monarquía
absolutista, esa burguesía fue avanzando en forma “pacífica” hacia la imposición de su
régimen productivo y su dominio general; por tanto, no tuvo necesidad de apoyarse en la
energía revolucionaria de las masas para derrocar al régimen feudal, ni del subterfugio de
bellas y embaucadoras palabras para justificar sus apetencias y anhelos: con su triunfo dio
rienda suelta a su propia e inescrupulosa lógica de la rentabilidad económica, para la cual
las personas son simples instrumentos a utilizar sin miramiento alguno en la consecución de
beneficios materiales. Este humanismo zafio y montaraz se “refinaría” más adelante bajo la
influencia de las ideas y postulados de la revolución burguesa de 1789 en Francia.
Ahora bien, al iniciarse el siglo XVIII existían en Europa una estructura social
fuertemente dividida y jerarquizada, y una organización política propia de la monarquía
absoluta; una economía básicamente agraria, mercantilista, proteccionista y regida por el
Estado, al lado de la cual se desarrollaban y expandían la manufactura, el capital industrial
y comercial y las relaciones capitalistas; una cultura de marcos nacionales más o menos
rígidos, pero cada vez más permeables; y modos generales de vida y costumbres impuestos
por las seculares ordenanzas eclesiásticas, católicas y/o protestantes. El régimen feudal se
hallaba en una fase en la que convivían en una suerte de simbiosis formas y relaciones
económicas feudales con otras de nuevo tipo que surgían progresivamente; a la vez, un
cierto sincretismo equilibrador amalgamaba las ideas y valores tradicionales (que habían
aminorado el impacto y, hasta cierto punto, contenido la influencia de las representaciones
auspiciadas e impulsadas por la burguesía con el Renacimiento, la Reforma protestante y la
“nueva ciencia” del siglo XVII) con emergentes e inéditas ideas y valores culturales y
científicos. En apariencia, el edificio social se mantenía sin muestras significativas de
deterioro, pero la producción y las relaciones económico-sociales capitalistas en despliegue
imparable socavaban los cimientos del viejo orden y aceleraban la descomposición del
feudalismo. Y, de más en más, los progresos técnico-científicos, el empleo de máquinas en
la manufactura y los cambios que experimentaba la producción iban transformando las
actitudes, mentalidades, costumbres y formas de vida. El conjunto de prácticas, ideas y
valores promovidos por la burguesía (individualismo, libertad de acción y pensamiento,
racionalismo, cientificismo, criticismo, relativismo, escepticismo, liberalismo político y
moral; en suma, un nuevo humanismo) ganaba terreno, desplazaba poco a poco los viejos
modos de hacer, pensar y sentir, fomentaba tendencias de cambio social integral, se hacía
cada vez más vigoroso y atractivo entre la población, y se convertía en un formidable
elemento de subversión del sistema vigente.
En el curso del siglo XVIII, se fueron produciendo grandes avances científicos
(descubrimiento del hidrógeno y el oxígeno, explicación de la combustión, etc.), logros
técnicos de alta significación e importantes desarrollos en el ámbito intelectual con el
amplio despliegue de nuevas ideas y valores. Estos progresos caracterizaron a la época
como el “Siglo de las Luces” o “Era de la Ilustración”, en la que la oposición a la
metafísica, el oscurantismo y el tradicionalismo iba de la mano con la revisión de la
concepción del mundo y del hombre, la defensa de la razón y la experiencia, el interés por
el conocimiento de la naturaleza y sus leyes, la revalorización del trabajo humano, el
cuestionamiento del orden social y del Estado, la crítica de la religión y las costumbres, etc.
Surgido en Inglaterra, el movimiento de la Ilustración pasó a Francia donde adquirió su
forma más clara y radical con el Enciclopedismo, se difundió por toda Europa y llegó hasta
América, teniendo notables representantes en variados terrenos: la filosofía (Hume,
Condillac, Helvetius, La Mettrie, Holbach, Kant, el joven Hegel), la historia (Vico), la
ciencia (Haller, Cavendish, Lavoissier, Priestley, Volta), la economía (Turgot, Mandeville,
Quesnay, A. Smith), la política y el derecho (Rousseau, Paine, Montesquieu, Voltaire), la
educación (Rousseau, Pestalozzi), la literatura (Swift, Lesage, Lessing, Goethe, Sterne,
Schiller), la música (Vivaldi, Telemann, Haendel, Bach, Haydn, Mozart) y las artes
plásticas. En lo fundamental, las ideas y valores de la Ilustración expresaban los intereses,
necesidades y expectativas de la burguesía en ascenso creciente; y su cada vez mayor
contraposición a las ideas y valores tradicionales marcaba el paso para un inevitable cambio
social (anunciado ya en la segunda mitad del siglo con las rebeliones en las colonias
europeas en América). Así, este nuevo y complejo movimiento aportaría elementos
espirituales para tal cambio y particularmente en Francia sus representantes forjarían los
fundamentos ideológicos y políticos que la burguesía necesitaba para llevar a cabo su
revolución en 1789.
Mientras en Inglaterra se iban desarrollando en la ciudad y el campo las relaciones
capitalistas y se avanzaba hacia la revolución industrial bajo el impulso de la cada vez más
pujante burguesía (cobijada por un poder monárquico que se beneficiaba con el progreso
económico), en Francia el rumbo era distinto. La existencia inamovible y predominante de
una economía rural tradicional y técnicamente atrasada determinaba el estancamiento de la
producción general, la concentración abrumadora de la población en el campo y su agobio
de más en más con el pago de la renta feudal y los tributos estatales, el freno al despliegue
de la industria y el comercio, la ausencia de un mercado interno solvente con capacidad
para absorber los productos manufactureros, el impedimento para ampliar e intensificar el
consumo y el aumento pavoroso de la miseria y el hambre popular. Objetivamente, el
parasitario régimen monárquico-aristocrático-clerical trababa el avance de las relaciones
capitalistas y asfixiaba a la burguesía con impuestos a la industria, el comercio y las
finanzas, haciendo que la ascendente nueva clase propietaria se planteara como cuestión
vital y con cada vez mayor énfasis el problema de una revolución cuyo objetivo central
tenía que ser la destrucción del feudalismo. Las condiciones objetivas para tal revolución
iban madurando aceleradamente, pero para hacerla viable eran necesarias también premisas
ideológicas y políticas susceptibles de justificarla y posibilitar la activa participación como
aliados de las masas rurales y urbanas. La tarea de creación de esas premisas preparatorias
de la revolución fue asumida por los representantes avanzados de la burguesía: los filósofos
y pensadores de la Ilustración.
Excepto Montesquieu y Holbach, ambos de origen aristocrático, estos intelectuales
procedían de la gran burguesía “ennoblecida” por la compra de títulos nobiliarios o cargos
públicos, y de la burguesía media prestigiada por la actividad académica o el ejercicio de
profesiones liberales. A su lado estaban los ideólogos de la pequeña burguesía urbana más
o menos acomodada, de los productores y artesanos empobrecidos de las ciudades en trance
de engrosar las filas del proletariado en formación, y del campesinado pobre (como Jean
Meslier, que planteó la supresión revolucionaria de la propiedad privada, la propiedad
comunal de la tierra, la extirpación de la explotación y la eliminación de la monarquía, la
nobleza y el clero), sin que faltaran los representantes del comunismo utópico (Morelli y el
abate Mabley). Dentro de la hegemonía ideológica burguesa, todos ellos y cada cual a su
manera criticaban enérgicamente el régimen feudal y atacaban el poder aristocrático-
eclesiástico, argumentando sobre la urgente necesidad de acabar con ambos y exponiendo
sus ideas particulares sobre el carácter de una nueva sociedad. Pero más allá de las
concordancias genéricas, la diferente extracción social de estos pensadores determinaba la
disparidad de sus puntos de vista en cuestiones específicas donde los concretos intereses,
necesidades y aspiraciones clasistas hacían sentir su peso. Ello no alteró el proceso de
elaboración de las premisas ideológico-políticas, pero sí se fue manifestando de uno u otro
modo en el curso objetivo del proceso revolucionario para encontrar clara expresión más
adelante, ya con la revolución triunfante, tanto en la pugna por la hegemonía entre la gran
burguesía y la pequeña burguesía radical, cuanto en la lucha de clases entre explotadores y
explotados.
En general, los ideólogos de la gran burguesía fustigaban el absolutismo monárquico,
denunciaban los privilegios estamentales de la aristocracia y la Iglesia católica, enaltecían
la libertad individual, preconizaban la igualdad (de burgueses y nobles, marginando al
pueblo) y abogaban por un régimen social que conciliara los intereses de la nueva clase con
los existentes de antiguo. Entre sus representantes, Voltaire defendió la propiedad privada
(“derecho” y “premio para los hombres inteligentes y emprendedores”) y en su calidad de
gran propietario justificó la existencia de ricos y pobres como condición vital para el
“mantenimiento de la civilización”. Declaró su total apoyo a la racionalidad, censuró las
formas de vida política imperantes y, detestando el fanatismo religioso, desplegó una ácida
y feroz crítica anticlerical. Sin embargo, pese a ser un descreído escéptico y denostar la
hipocresía de las costumbres impuestas por la Iglesia, amparó la necesidad de conservar la
religión entre el pueblo para contenerlo y garantizar el orden social, condenando toda
resistencia y lucha contra la miseria como un “atentado a la Providencia”. Y Montesquieu
censuró el régimen feudal; sostuvo que cada pueblo puede optar por el sistema que
considere “más conveniente”, rigiéndose por las leyes que él mismo establece como
relaciones necesarias propias de su carácter típico; y postuló una suerte de variante del
“despotismo ilustrado” en el que, dentro de un modelo constitucional, la monarquía
gobernaría racionalmente apoyada en la aristocracia para eliminar las trabas feudales al
desarrollo económico, sacudirse del poder religioso, impulsar la libertad de pensamiento y
la enseñanza en diversos niveles, y “favorecer” al pueblo (aunque sin permitirle participar
en los asuntos públicos, es decir, “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”).
A su vez, Rousseau y los enciclopedistas fueron los importantes exponentes de la
burguesía media y la pequeña burguesía. Desde una concepción naturalista-deísta que
enaltecía al “buen salvaje”, al “hombre natural” cuya dignificación sería efectiva con el
retorno a una “sana vida rural”, Rousseau denunció el poder de la aristocracia cuya
corrupción deterioraba la ética y la fisonomía moral del hombre, elogió la libertad y el
“amor fraternal universal”, propuso normas de conducta para “mejorar la convivencia
humana” y formuló un programa pedagógico orientado al desarrollo de las “cualidades
naturales del hombre” para educar de acuerdo a la razón y a la armonía con la naturaleza.
El carácter de su prédica lo convirtió en el precursor más claro de la filosofía política de la
revolución burguesa al reivindicar el derecho del pueblo a derrocar el absolutismo,
defender la “distribución equitativa” de la propiedad privada (pero sin hacerla desaparecer)
y postular la eliminación de la opresión social y el logro del bienestar general sobre la base
de un “contrato social” de individuos “libres e iguales” garantizado por el Estado.
Por su parte, pertrechados con el materialismo mecanicista y una concepción idealista
de los fenómenos sociales, Diderot y D’Alembert se propusieron impulsar y llevar a cabo
una tarea intelectual colectiva: elaborar una Enciclopedia que recogiera todo lo valioso del
conocimiento humano logrado hasta el momento y planteara soluciones a los problemas de
la época; es decir, un “diccionario razonado”, basado estrictamente en la racionalidad
(puesto que “la historia humana es la historia del progreso de la inteligencia”) y por
completo ajeno a los criterios de la tradición metafísica y la autoridad. Para tal fin, contaron
con la colaboración de diversos pensadores, entre ellos Rousseau, Helvetius, Holbach,
Buffon, Condillac y Voltaire, que abandonó pronto la tarea para dedicarse a sus asuntos
particulares. El propósito fundamental era convertir a la Enciclopedia en un eficaz vehículo
para la exposición y difusión de las nuevas ideas de cambio social, libertad e igualdad de
los hombres (tomando como referencia hechos presumiblemente probados por la historia, la
biología, la geografía y la estadística), esgrimiendo juicios filosóficos eminentemente
prácticos, abordando las cuestiones de la religión y la fe con aparente imparcialidad tras la
cual latía un fuerte sentido crítico (aunque sin llegar al ateísmo militante de Holbach y La
Mettrie) y defendiendo ideas políticas que oscilaban entre el modelo inglés de monarquía
constitucional y el republicanismo utópico. Así, pues, los enciclopedistas conformaron una
radical y muy activa vanguardia intelectual encargada de pulverizar las viejas ideas y
aportar los instrumentos ideológicos y políticos requeridos por el impulso a la revolución
burguesa. Al propugnar la soberanía popular, la seguridad y protección de la propiedad
privada, la liberación del pensamiento y la libre iniciativa económica, la libertad y la
igualdad jurídico-políticas garantizadas por la ley, una moral laica y elementos claves para
la definitiva elaboración del humanismo burgués, esa vanguardia ideológica francesa
constituyó la representación más típica de la Ilustración europea y un poderoso agente de
lucha contra el orden feudal.
En su conjunto, los postulados de los pensadores de la Ilustración, como ideas-fuerza
plasmadas en fórmulas simples y altamente persuasivas (individualismo, bienestar y
felicidad para todos los hombres, libertad, igualdad, gobierno representativo, etc.), fueron
ganando espacios con la difusión editorial, se extendieron considerablemente, calaron entre
la población y aseguraron su influencia general con el apoyo de instancias institucionales
creadas por la propia burguesía (como las logias masónicas, los salones literarios donde la
intelectualidad de la época intercambiaba opiniones, las sociedades científicas, etc.). Este
proceso implicó la cada vez mayor relación, interpenetración y relativa cohesión de los
elementos del llamado Tercer Estado, integrado por todos los sectores que soportaban la
opresión feudal, vivían cada vez más agobiados por la ya crónica crisis económica y se
oponían crecientemente a la aristocracia y el clero. Bajo la hegemonía de la gran burguesía
comercial/industrial/financiera, se alineaban la burguesía media (medianos empresarios de
la industria y el comercio ligados a las finanzas y dependientes de ellas, procuradores,
abogados, notarios, médicos, intelectuales, científicos, etc.), la pequeña burguesía urbana
(artesanos, comerciantes minoristas, proveedores de servicios, funcionarios de bajo rango,
periodistas), capas enteras de individuos empobrecidos y sin empleo, el proletariado aún en
formación (obreros manufactureros y de los talleres artesanales) y el campesinado. El
Tercer Estado reunía en pos de un objetivo común a las grandes masas populares, que
serían la fuerza decisiva en el derrocamiento del feudalismo, y al reducido sector social
privilegiado que se beneficiaría por completo con la revolución burguesa.
La total decadencia del régimen feudal agudizaba las contradicciones sociales y la
situación objetiva de Francia se complicaba día a día. Hacia 1785, el estado de cosas era ya
de hecho insostenible por las malas cosechas, el estancamiento de precios de los cereales, la
crisis de sobreproducción vitivinícola, el hundimiento de la industria textil y la ruina del
comercio, el exorbitante déficit en las arcas reales, el alza de precios de los productos de
primera necesidad y la carestía de la vida, el crecimiento de la gran miseria y el hambre de
las masas de la ciudad y el campo, la incapacidad y la impotencia de la clase dominante
para encarar el desastre unidas al insultante despliegue del boato cortesano, el aumento del
malestar político y la efervescencia de ideas y sentimientos de urgente cambio social, las
protestas cada vez más frecuentes, las luchas populares en las urbes (como la insurrección
de los tejedores de Lyon en 1786) y los levantamientos rurales en todo país. Todo esto
configuraba una situación revolucionaria manifestada con total claridad en la inmanejable
crisis económica, la corrupción plena, la crisis política de la monarquía y la aristocracia
imposibilitadas para ejercer discrecionalmente su poder, el empeoramiento extraordinario
de las condiciones de vida del pueblo y las muestras de la capacidad popular para llevar a
cabo enérgicas acciones masivas orientadas a derribar el régimen imperante.
El avance hacia la revolución era, pues, indetenible. En rápida sucesión, la exigencia
del Tercer Estado para la convocatoria a los Estados Generales, incluyendo a representantes
de la nobleza y el clero, no pudo ser eludida por la monarquía; el Tercer Estado no sólo
dominó en esa reunión, sino que también la convirtió en Asamblea Nacional y luego en
Asamblea Constituyente; la realeza intentó poner fin al desafío a su poder apelando a la
represión violenta; y las masas insurrectas tomaron por asalto La Bastilla dando inicio a la
Revolución que se extendería desde julio 1789 hasta julio 1794. Este gran movimiento de
transformación de la sociedad desde sus propios cimientos, que inauguró una etapa superior
en el desarrollo de las sociedades antagónico-clasistas, no podía tener un curso uniforme y
apacible, sino contradictorio y violento, con fases o períodos definidos y fragorosos. En
ellos, resaltaron, de un lado, la energía revolucionaria y la alta disposición combativa de las
masas populares urbanas y rurales, fuerzas motrices de la Revolución que tuvieron que
marchar bajo la hegemonía burguesa en razón del débil desarrollo de su conciencia,
incipiente organización y carencia de una dirección política propia; y, del otro, el
despliegue de la lucha por el poder entre la gran burguesía y las facciones de sus aliados
más próximos. En todos esos períodos, quedó demostrado (una vez más) el papel histórico
de la violencia en la transformación social: las clases dominantes nunca ceden tranquila y
voluntariamente el poder que detentan, sino que ese poder debe serles arrebatado. La
emergencia del nuevo y contradictorio régimen burgués tuvo lugar a través del rudo
quebrantamiento del orden feudal y de un casi cotidiano baño de sangre: la represión
militar-policial de la monarquía (y luego de la propia burguesía) para contener a los
trabajadores y el pueblo dejó innumerables víctimas; el rey, su esposa y muchos aristócratas
fueron decapitados; y, como producto de las luchas internas por el poder, los más
prominentes personajes de la Revolución junto con gran cantidad de sus seguidores
terminaron subiendo al patíbulo. Además, en todos los períodos del proceso se evidenció la
clara oposición y frecuente colisión entre los intereses de las masas y los de la burguesía.
La radical transformación económico-social, política e ideológico-cultural realizada
en Francia ha sido estudiada en sus elementos troncales y en sus pormenores de modo
amplio, profundo y científicamente riguroso desde la perspectiva del marxismo (27),
desentrañando a plenitud sus causas, su carácter y contenido de clase, su periodización, la
orientación de quienes la encabezaron y sus pugnas por el poder, los logros obtenidos y sus
consecuencias en el posterior desarrollo de la sociedad, y su integral significado histórico.
Por tanto, en la línea de este texto aquí sólo se tocarán algunos de sus aspectos más
relevantes.
La Revolución francesa fue una revolución burguesa asentada en el descontento y las
luchas de las masas del pueblo contra el feudalismo, aprovechados por la burguesía (en
función de sus intereses y necesidades particulares y en procura de su propio beneficio)
para presentarse como la encarnación de los intereses de todos los sectores integrantes del
Tercer Estado, hegemonizarlos, capitanearlos y convertir la victoria popular en triunfo
burgués. Esa Revolución representó un viraje irreversible en la historia de la sociedad tanto
por destruir un régimen descompuesto y caduco, como por instalar un nuevo orden
colectivo. A la vez que derribó la vieja estructura social y el sistema estatal del absolutismo
monárquico, abrió el camino y creó las condiciones necesarias para el surgimiento del
capitalismo liberal, propiciando el desarrollo de las fuerzas productivas y cambios
profundos en las estructuras y relaciones sociales, la política, la ideología y la cultura. Pero
hay que insistir en un hecho objetivo precisado, entre otros autores, por M. Vovelle: “esta
revolución burguesa, en función de las condiciones sociales de Francia a finales del siglo
XVIII, así como de la actitud de la lucha contra el Antiguo Régimen, sólo pudo triunfar
gracias al apoyo popular urbano y rural”; y “las conquistas más importantes, las que
cuestionaron profundamente el orden social, fueron el fruto de la presión revolucionaria de
las masas… La realización del nuevo sistema político, lejos de tener como base un
compromiso amistoso, reveló la existencia de tensiones cada vez más grandes”, es decir,
dio curso a la lucha de clases en nuevas condiciones sociales.
Por otro lado, agrega Vovelle, este gran cambio social presentó “el desfase de dos
revoluciones: la Revolución francesa en tanto subversión política y social conducida por la
burguesía a la conquista de bases objetivas de nuevas relaciones sociales, y la revolución
industrial de la década de 1830, que explotará las posibilidades que aquélla le ofrece. Sin
embargo, no hay que sacar de ello la conclusión de que el accidente revolucionario de 1789
es de naturaleza limitada o tal vez fútil. En efecto, más que en los cambios inmediatos su
alcance se mide en lo que anuncia, pero también en la manera en que es vivida, sentida,
como quiebra decisiva entre el ‘Antiguo Régimen’ y el nuevo” (28). En otros términos, la
Revolución en sí misma no significó el tránsito automático del feudalismo al capitalismo,
de un modo de producción a otro, sino que tal pasaje se iría realizando paulatinamente en
tanto la burguesía acrecentaba, extendía y consolidaba su poder, para alcanzar realización
plena a partir de 1830 con la revolución industrial en Francia.
La Revolución duró un quinquenio, iniciándose en 1789 con la insurrección popular
que tomó por asalto La Bastilla y culminando en 1794 con el golpe de Estado anti-jacobino.
En ese lapso, atravesó por tres fases o períodos claramente definidos en los que se hizo
visible el accionar de personajes que representaban a los sectores en pugna por el poder:
Mirabeau, Roland, Desmoulins, Danton, Marat, Robespierre, Saint-Just, Roux, etc. El
primer período, caracterizado por el poder en manos de la gran burguesía, se extendió de
1789 a 1792; el segundo período, en el que la tenencia del poder se desplazó hacia los
girondinos, representantes de la mediana burguesía comercial e industrial, duró de 1792 a
1793; y el tercer período, el del poder de la pequeña burguesía radical y de la dictadura
revolucionaria democrática jacobina, abarcó de 1793 a 1794. En el curso de estos períodos,
fue sucediendo el conjunto de cambios sustanciales propios de la Revolución y orientados a
crear las condiciones para el amplio despliegue del capitalismo, pero también se fueron
evidenciando las contradicciones fundamentales entre la nueva clase dominante y los
trabajadores y las masas del campo y la ciudad.
Un mes después del estallido revolucionario, desde la Asamblea Constituyente la
gran burguesía (aliada con la aristocracia liberal) proclamó la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano que barría los privilegios y servidumbres existentes y su
ordenamiento jerárquico, atacando en sus bases profundas los pilares de la sociedad feudal.
Identificando al “Hombre” con el burgués propietario, allí se consagraban como “derechos
naturales inalienables” la propiedad privada y la seguridad, la libertad y la igualdad civiles
“en todas sus formas y para todos los hombres”, con el fin de tornarlos “ciudadanos de
pleno derecho” (aunque sin afectar en nada la esclavitud en las colonias francesas). Esa
libertad había que entenderla, ante todo, como libertad de iniciativa, de empresa y de
mercado; también, como libertad de opinión que eliminaba la regimentación de las
conciencias por parte de la Iglesia y que, con determinadas reservas, se prolongaba en la
libertad de expresión. Y la igualdad era, en esencia, la igualdad teórica de compradores y
vendedores para participar en las actividades del mercado, que implantaba fácticamente la
desigualdad capitalista en lugar de la desigualdad feudal. Además, quedaron establecidos
los principios de soberanía popular, resistencia a la opresión, régimen representativo basado
en la separación de poderes y elección en todos los ámbitos de la sociedad. Luego de la
Declaración, se sancionarían la subordinación de la Iglesia al Estado, la confiscación de las
propiedades eclesiásticas, la liquidación de los gremios y una serie de medidas en favor del
desarrollo de las relaciones capitalistas (como la supresión de las aduanas internas para
impulsar la ampliación del comercio). Sin embargo, ante las exigencias campesinas por la
eliminación de los tributos feudales la Asamblea se refugió en la ambigüedad para darle
largas al asunto; y las demandas de los trabajadores urbanos por sus reivindicaciones fueron
respondidas con una legislación anti-obrera.
Comprometida con la aristocracia liberal, en 1791 la gran burguesía implantó el
régimen de monarquía constitucional con una Asamblea Legislativa cuyos miembros sólo
podían ser elegidos por los “ciudadanos varones activos” (grandes propietarios ligados a la
corte), es decir, preservaba a la realeza y fijaba una limitación política que encubría las
barreras sociales, marginando por completo a los “ciudadanos pasivos” (desposeídos) y a
las mujeres del campo popular, dinámicas e indiscutibles coprotagonistas de la Revolución.
Con estas medidas contrarias al sentir del pueblo y de la burguesía media y pequeña, que
aspiraban a la destitución del rey y a un régimen republicano, el poder gran burgués ya
debilitado por su bloqueo a las reivindicaciones de las masas sufrió una merma mayor. Ese
debilitamiento se acrecentó con el abierto apoyo del rey y la corte a los preparativos bélicos
de la coalición de monarquías europeas para atacar a la Revolución y destruirla. El inicio de
la guerra contrarrevolucionaria en 1792 originó nuevas y enérgicas movilizaciones de las
masas que, insurreccionadas, tomaron por asalto el palacio real, obligaron a la Asamblea
Legislativa a destronar al rey, dieron término a la hegemonía de la gran burguesía y
ocasionaron el desplazamiento del poder hacia sectores burgueses medios industriales y
comerciales representados por los girondinos.
En las nuevas condiciones y bajo fuerte presión popular, la Asamblea Legislativa
llamó a elecciones para conformar la Convención Nacional, que una vez instalada suprimió
la monarquía, proclamó la república y promulgó una Constitución. Pero esto no atenuó las
contradicciones entre las masas y la burguesía, no detuvo las movilizaciones del pueblo, ni
morigeró las acciones de los sectores en pugna por el poder. En la Convención, comenzó el
choque cada vez más frontal de ideas e intereses contrapuestos de los diputados girondinos
(ubicados en el ala derecha del recinto) y los jacobinos o “montañeses” (colocados en el ala
izquierda). Entre otros aspectos, los primeros, caracterizados como “derechistas”, abogaban
por la “estabilidad”, defendían a los comerciantes y grandes especuladores y se oponían a la
fijación de precios-tope a los productos de amplio consumo popular, buscando una “salida
negociada” a la guerra de agresión desatada por las monarquías europeas y proclamando la
“tolerancia” ante las fuerzas contrarrevolucionarias internas. Por su parte, como exponentes
“izquierdistas” de la pequeña burguesía y los más amplios sectores empobrecidos de la
población de París, los jacobinos planteaban medidas favorables a las masas, el impulso a la
Revolución y el desarrollo de la guerra revolucionaria, rechazando la conciliación con la
contrarrevolución. Estaban conformados por tres grupos: el de Robespierre, el más radical
(“Cordelero”) de Dantón y Marat, y el aún más radical (“Furioso”) de Roux que exigía no
sólo eliminar drásticamente la especulación y el hambre, sino también barrer con los
grandes latifundios, entregar la tierra a los campesinos y aplastar el régimen burgués. La
prédica “montañesa” caló con rapidez en los desposeídos y originó una nueva insurrección
popular que provocó la caída de los girondinos y el paso hacia una fase superior de la
Revolución.
Apoyados por vigorosas acciones de masas, los jacobinos implantaron una dictadura
revolucionaria democrática que empezó promulgando una Nueva Constitución (cuyos
rasgos democráticos no superaban las contradicciones, estrecheces y limitaciones propias
de la burguesía) y una Nueva Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
que postulaba la inviolabilidad de la propiedad privada como “derecho natural”, el logro del
bienestar general, el derecho al trabajo y la instrucción, la efectiva libertad de pensamiento,
prensa, reunión, peticiones y cultos, el derecho al voto de los varones mayores de 21 años y
el reconocimiento del derecho a la insurrección popular. Después, decretó la anulación de
los derechos feudales y del respectivo pago de tributos, sancionó la limitación de precios
para los artículos de consumo popular, insistió en la descentralización y en la democracia
directa vía referéndum, creó un ejército popular revolucionario dotado de una nueva
estrategia militar para afrontar la agresión externa y recurrió al llamado “Terror
revolucionario” para combatir las acciones de la contrarrevolución monárquico-feudal. Pero
no obstante las invocaciones de Libertad, Igualdad y Fraternidad, apunta Vovelle, “la
fraternidad vivida, la que proclama al menos el deber de asistencia a los más desprotegidos,
en tanto capaz de limitar el derecho de propiedad, no formó parte de los sueños de la
democracia jacobina… Libertad, Igualdad, Seguridad y Propiedad: he aquí los principios
que constituyen más netamente la continuidad de los valores burgueses” (29). Y, además,
siguiendo el rumbo burgués que no rechazaba la religión, sino que trataba de adecuarla a
sus fines, se estableció una nueva religión, el culto a la “diosa Razón” como cobertura de
un giro irracionalista que iría teniendo un despliegue paulatino y cada vez más amplio con
el paso del tiempo.
Sin embargo, el poder jacobino mostraba una limitación esencial: la Revolución era
sólo la puerta de entrada a un nuevo e inédito régimen social y tenía que crear las premisas
necesarias para el desarrollo capitalista, pero el sector revolucionario dirigente carecía de la
claridad requerida por la orientación y conducción de ese proceso, dejándose llevar más
bien por aspiraciones ilusorias. En este contexto, las diversas contradicciones y las luchas
por la hegemonía entre los grupos jacobinos se fueron perfilando y agudizando, y como
producto de ello las medidas tomadas se alejaron cada vez más de las exigencias populares.
Junto con las requisas de productos campesinos, la reducción de salarios y jornales y el
apoyo a la legislación anti-obrera, empezaron los coqueteos con la gran burguesía a través
de decretos para favorecer la libertad de comercio, otorgar subsidios a las empresas
industriales y comerciales, y limitar las sanciones a la violación de precios-topes. Las
penurias y el creciente descontento de las masas se tradujeron en numerosas huelgas y
protestas que fueron duramente reprimidas, configurándose un convulso clima social que
exacerbó las pugnas dentro del poder y las llevó a un cruento desenlace: el grupo de
Robespierre eliminó al de Roux y también al de Danton (que se había acercado a la
contrarrevolución y planteaba la supresión de precios máximos). Ya sin sostén popular y
sin aliados, el régimen quedó aislado, sin vigor y desguarnecido ante la conspiración gran
burguesa implementada por connotados ex ejecutores del Terror, como Fouché y Barrás,
terminando derrocado por el golpe de Estado termidoriano que reinstaló en el poder a la
gran burguesía, puso fin a la Revolución e implantó la “sensatez” y la “moderación” para
encarar el desarrollo capitalista sin obstáculos internos significativos dentro de un proceso
en el que la aristocracia liberal se fundió con la gran burguesía y los rentistas para prosperar
durante los siguientes 50 años. Un último intento de restablecer la Revolución fue realizado
por Babeuf a la cabeza de los sans-culottes (conformados por el proletariado en formación,
artesanos, pequeños tenderos, trabajadores independientes y sectores empobrecidos) que de
modo firme, consecuente y tenaz habían propulsado todos los grandes cambios sociales
ocurridos, pero fue derrotado y ejecutado, cerrándose así un importante ciclo histórico-
político y dando curso a otro manejado ya plenamente por la burguesía.
Objetivamente, la Revolución catalizó amplia y eficazmente actitudes, sentimientos y
energías para la realización de una profunda transformación social, implicando opciones y
decisiones definitivas cristalizadas en el curso de la acción colectiva. Teniendo siempre en
cuenta tanto su significación histórica integral cuanto sus alcances y límites de clase, Marx
destacó en la Revolución burguesa diversos aspectos relevantes. Entre ellos y ante todo, la
aparición de la práctica revolucionaria de las masas populares con una muy importante
participación femenina y el embrionario programa comunista encarnado en la lucha de los
sans-culottes parisinos, valorando las primeras teorizaciones realizadas en numerosos
artículos por Marat acerca de esa práctica de masas. En segundo lugar, señaló una gran
lección dejada por la Revolución: el avance de las masas y de sus luchas por un camino
revolucionario exige no sólo claridad de miras y la fijación de objetivos generales y
específicos en concordancia con los intereses reales del pueblo, sino también eficaz
organización independiente y dirección política propia; y cuando ello no ocurre, esas masas
quedan subordinadas a una conducción ajena a sus aspiraciones. En tercer lugar, remarcó
también otra gran lección: en el contexto de una durísima lucha de clases, las libertades
democrático-burguesas tenían obligadamente un carácter muy relativo y su suspensión
durante la dictadura jacobina obedeció a la necesidad práctica de apelar a medidas extremas
(incluyendo las violentas) para combatir a la contrarrevolución interna y externa y defender
a toda costa el proceso de transformación social; esta enseñanza es válida para un gobierno
obrero-popular revolucionario (la dictadura del proletariado) que debe encarar una
situación similar. Finalmente, Marx puso en evidencia la total mezquindad de los intereses
de clase de la burguesía y desnudó su formal y ficticio humanismo: ejercitando astutamente
su hegemonía ideológico-política utilizó el caudal de energía y la capacidad de lucha de los
trabajadores y el pueblo para derrocar el régimen feudal, pero una vez logrado ese objetivo
tiró por la borda los postulados de “libertad y redención social para todos los hombres” que
había enarbolado en el curso de la Revolución, impuso su propio sistema de dominación
despótica y explotación, y se dedicó sin escrúpulo alguno a pisotear y anular los derechos y
libertades conquistados por las masas populares.
Para acabar con el dominio tiránico de una minoría aristocrática, la burguesía había
presentado sus propios intereses de clase como correspondientes a las necesidades y
aspiraciones de la inmensa mayoría del cuerpo social; y convirtió de hecho su particular
emancipación política en el símbolo de la liberación de “toda la humanidad” de cualquier
forma de subordinación, opresión y superstición. Pese a que tal liberación constituía para
los hombres una necesidad y una convicción históricas, la burguesía nunca tuvo la
intención ni el deseo de modificar la situación y el destino de las clases populares (en caso
contrario, tendría que haber renunciado a la propiedad privada y rechazado la explotación
del hombre, dando verdadero curso a las proclamadas libertad, igualdad y fraternidad). Por
eso, cuando en el siglo XIX hubo asegurado su poder y pudo encarar sin mayores tropiezos
el desarrollo del modo de producción capitalista y el despliegue de las relaciones sociales
que le son inherentes, su propio dominio rapaz fue evidenciando lo que ya había mostrado
nítidamente la revolución industrial inglesa: la acumulación y concentración por los
propietarios de los medios de producción de la extraordinaria riqueza social creada por el
trabajo ajeno; y, al mismo tiempo, la inédita e indetenible generación de miseria, hambre,
desprotección y degradación en sectores cada vez más vastos de los trabajadores y las
masas. Esta tendencia irracional, inevitable e inexorable, propia de la sociedad burguesa y
ligada de modo intrínseco a la explotación del trabajo asalariado y a las diversas formas de
alienación social e individual, marcaba la brecha crecientemente amplia y profunda entre
las necesidades históricamente determinadas de los sectores populares y los medios de que
disponían para satisfacerlas, lo que se expresó en una férrea ley del capitalismo: la ley de
pauperización absoluta de la clase obrera y las masas. En efecto, junto con el proceso de
desarrollo del capital se incrementaba el empeoramiento de las condiciones de vida de los
más amplios sectores de la población, condenados a la insatisfacción de sus necesidades
vitales y a sobrevivir muy por debajo del nivel medio de subsistencia (fenómeno que en la
actualidad, en el estadio más alto del desarrollo capitalista, alcanza dimensiones espantosas
sobre todo en la periferia del sistema).
En su conjunto, como portavoces de una burguesía por entonces progresista, los
pensadores de la Ilustración se habían considerado cabales humanistas que recusaban la
opresión de los hombres, enfatizando tanto en su fraternidad y en el logro de su bienestar
general cuanto en su derecho a modelar la sociedad en armonía con su propia naturaleza y
la razón; pero también sacralizaron la propiedad privada, ensalzaron el individualismo, la
libertad y la igualdad de iniciativa y empresa en el mercado, y elogiaron la finalidad
utilitarista de cualquier actividad. Así, sus teorizaciones no sólo apuntalaron el avance de la
burguesía, sino que también constituyeron parte de la herencia ideológica de la Revolución
y representaron las bases definitivas del humanismo burgués (centrado en un “Hombre” que
no era más que el burgués propietario). Sin embargo, la índole del nuevo sistema y sus
especificidades impactarían sobre ese legado para darle en grado sumo una tónica y un
rumbo característicos. El contundente e indiscutible hecho concreto de que los trabajadores
hubieran sido despojados de sus medios de vida para ser empujados junto con vastos
sectores sociales a una existencia envilecida, colmada de miseria, agresión continua y
apremiantes necesidades que no podían ser solventadas, demostraba el carácter brutal y
deshumanizante del capitalismo, pulverizaba todos los valores burgueses levantados para
derrocar el régimen feudal y ponía en claro que un humanismo auténtico y generalizado es
sólo una ilusión en los marcos de una sociedad basada en la explotación y el aplastamiento
de las grandes mayorías. Pero todo esto careció de importancia para la nueva clase instalada
en el poder y frenéticamente abocada a impulsar el desarrollo de las condiciones de su
predominio y auge. Simplemente borró de su humanismo los postulados de la Ilustración
que ya no le eran convenientes y acomodó otros que le resultaban útiles. Asentadas en una
feroz competencia individualista entre burgueses por el logro de la máxima ganancia, la
libertad y la igualdad proclamadas antes como “universales” mutaron en libertad e igualdad
particulares de los empresarios capitalistas para expoliar y sojuzgar a los trabajadores y las
masas del pueblo; y la fementida fraternidad de “todos los hombres” se trocó en espíritu de
cuerpo del conjunto de la burguesía para hacer frente y reprimir a enormes contingentes
humanos vistos sólo como meros engranajes de una maquinaria productiva orientada
totalmente a generar réditos a sus poseedores.
La existencia y preservación del sistema exigía obviamente un conjunto de medidas
para dominar de modo efectivo y permanente a los expoliados, sofocando y/o eliminando
sus resistencias a la vez que manipulándolos ideológica y políticamente. La libertad, la
igualdad y la fraternidad siguieron siendo utilizadas como valores “universales”, pero en
realidad vaciadas de contenido concreto y convertidas en abstracciones aprovechables
según la ocasión; y los “derechos ciudadanos” continuaron teniendo vigencia teórica y
formal, para ser violados en la práctica cuantas veces fuese necesario hacerlo. No obstante,
las luchas del proletariado y el pueblo no sólo nunca cesaron, sino que se acrecentaron y
extendieron pese a la represión; y la clase explotadora, crecientemente empavorecida, tuvo
que reexaminar dos hechos objetivos para percatarse de que había pasado por alto la gran
importancia de sus consecuencias inmediatas y de largo alcance. Por un lado, en procura
del logro de sus fines particulares estimuló y utilizó el descontento y la energía combativa
de las masas populares contra la opresión feudal, pero con ello les abrió el cauce para el
desarrollo de su conciencia, organización independiente y educación política en ruta
histórica hacia su emancipación social; y, por el otro, al instaurar el capitalismo como
régimen social hizo emerger a la vez a la clase antagónica encargada históricamente de
encabezar a los desposeídos para la abolición del sistema expoliador, la creación de una
sociedad de nuevo tipo y la liberación real de todos los hombres: el proletariado. Había,
pues, desatado fuerzas que eventualmente podían escapar a su control, amenazando su
poder y su propia supervivencia; estaba en igual situación, apuntó Marx, que “el hechicero
que no puede dominar las potencias subterráneas que ha evocado”. La aterrada burguesía
unificó, por ello, su intenso pánico con el odio profundo hacia los explotados, a quienes
inadvertidamente “había dado armas contra sí misma”.
Para la burguesía, el modo de producción capitalista tenía un carácter “inmutable y
eterno” por corresponder a las “leyes de la naturaleza” y a la propia “naturaleza humana”,
pero las consecuencias de los hechos anotados demolían tales creencias e introducían la
inseguridad dentro de su júbilo por los éxitos obtenidos. Una parte de los ideólogos a su
servicio interpretó e hizo suyo el estado de ánimo burgués y propuso “soluciones” de
compromiso para proteger al sistema; es decir, medidas reformistas que “armonizaran” el
modo productivo expoliador del capital privado con pautas distributivas “más igualitarias”,
sin poder entender que la clase explotadora estaba (y está) dispuesta a hacer concesiones
“razonables” siempre y cuando no implicaran merma alguna en la tasa de beneficio ni,
menos aún, arañaran siquiera la propiedad privada y su poder. En esa situación de presión
social y malestar de su “buena conciencia”, la burguesía consideró inviable esa propuesta,
pero aceptó de buena gana que la gran “dureza natural” de las leyes económicas podía y
debía ser “compensada” (y mitificada ideológicamente) con la compasión y la caridad. Esto
suponía una nueva degeneración de su humanismo, que tomó la forma de humanitarismo
desmovilizador y corruptor: la astuta utilización de la caridad y la “filantropía”, para
proporcionar superficial “alivio” a ciertos aspectos de algunas de las más agudas penurias
de las capas populares peor aplastadas por el propio capital, fomentaba la pasividad de los
menesterosos, la renuncia a luchar por sus reivindicaciones y el acostumbramiento servil a
la recepción de limosnas.
Sin embargo, esta manipulación social tenía límites precisos y no podía ocultar ni
apaciguar los antagonismos clasistas. En el curso del siglo XIX, la burguesía siguió
utilizando demagógicamente la “filantropía” (y continuaría haciéndolo indefinidamente)
como recurso complementario para afianzar su poder, pero necesitaba justificar en el plano
ideológico la explotación y la miseria de los trabajadores y las masas con argumentos
“racionales”, apelando de modo renovado a las “leyes de la naturaleza” y denigrando cada
vez más a los desposeídos. El cura Malthus se encargó de ello criticando ásperamente toda
“dadivosidad” humanitarista por contrariar las “leyes naturales” y sosteniendo que las
contradicciones sociales eran el derivado de una supuesta y supra-histórica “ley de la
población”: ésta crecería en proporción geométrica (debido a la “incontinencia en la
procreación inherente a los pobres”), en tanto que los medios de vida lo harían sólo
aritméticamente (porque el consumo popular era un “lastre” muy pesado y difícil de
contrarrestar). Por tanto, según él, la superación de esas contradicciones pasaba por la
supresión radical de la “ayuda” caritativa y la prevención del crecimiento poblacional
(reglamentando el matrimonio y controlando la natalidad), “dejando a la naturaleza hacer lo
suyo” a través del hambre, las epidemias, los catástrofes naturales y las guerras, es decir,
eliminando la mayor cantidad posible de necesitados.
El carácter brutal y anti-humano de esta “teoría” resultó muy grato para la burguesía
que acogió con igual entusiasmo los aportes ideológicos del jurista Jeremy Bentham, gran
promotor del individualismo, apologista de la propiedad privada y la sociedad capitalista e
introductor de una “ética” del utilitarismo. A tono con la mentalidad rapaz del gran burgués
propietario, propuso una grotesca “aritmética moral” (o suerte de balance contable del
placer y el disgusto proporcionados por cualquier acción) según la cual el criterio “justo y
veraz” de la moralidad de un acto residiría en su utilidad, es decir, en tanto significara la
“satisfacción adecuada y exclusiva” de los intereses particulares de un sujeto dado. Dentro
de esta justificación de la explotación, el principio rector fundamental de la conducta sería
la “utilidad de la acción egoísta” y su orientación hacia el placer para el “logro altruista” de
la “máxima felicidad del mayor número de personas”. Junto con el malthusianismo, las
ideas de Bentham sobre el individualismo utilitarista (que servirían de base en los inicios
del siglo XX para la elaboración del pragmatismo como filosofía del imperialismo) se
insertaron de modo orgánico en el corpus ideológico del humanismo burgués en creciente
envilecimiento.
Ahora bien, desde una perspectiva científica Marx anotaba que “todas las épocas de
la producción poseen ciertos elementos y rasgos comunes… Sin embargo, estas
características generales o elementos comunes, despejados por la comparación, se articulan
en la realidad de manera muy diversa y se despliegan en haces originales. Ciertos
elementos pertenecen a todas las épocas; otros son comunes sólo a algunas de ellas. Ciertos
elementos se encuentran a la vez en la época más moderna y en la más antigua; en caso
contrario, sería inconcebible cualquier producción… Es, pues, indispensable separar
claramente las características comunes a toda producción, no sea que a fin de evitar la
unidad resultante del simple hecho de la identidad del tema (la humanidad) y del objeto (la
naturaleza) se olviden las diferencias fundamentales”. Como es obvio, esa clara separación
no implicaba en modo alguno eliminar la unidad dialéctica del hombre y la sociedad, ni
menos aún el hecho real de que “toda producción constituye apropiación de la naturaleza
por el individuo en el seno de una forma social dada y mediante la misma”. Por eso,
“cuando hablamos de producción, se trata siempre de una producción a un nivel dado de
desarrollo de la sociedad, de una producción de individuos que viven en sociedad”; es
decir, “constituye siempre un cuerpo social determinado, un sujeto social, que obra en un
conjunto más o menos vasto, más o menos rico, de ramas de producción”. En definitiva,
“los individuos producen en sociedad y, por consiguiente, su producción está socialmente
determinada” (30). Pero, debido a su fragmentaria concepción de la realidad social y a su
visión individualista de la acción de los hombres dentro de ella, alimentadas de modo
permanente por sus intereses de clase, la burguesía estaba incapacitada para comprender la
vida social según estas apreciaciones científicas marxianas. Además, el acelerado desarrollo
del modo de producción capitalista incrementaba el vigor y el despliegue al mismo ritmo de
los procesos ideológicos relacionados con la percepción y el entendimiento burgueses de la
producción misma, de los individuos participantes en ella y de la propia sociedad.
En las condiciones propias y específicas del modo de producción burgués, y desde la
ideología de la clase dominante, esos hechos fundamentales apuntados por Marx sólo
podían considerarse tan absurdos e incomprensibles que debían ser desechados en favor de
“datos lúcidos”, o sea, rápidamente suplantados por ilusiones. Por tanto, era inevitable que
la sociedad capitalista fuese vista no como una histórica totalidad integrada, sino como un
simple agregado “natural” (y “eterno”) de partes “autónomas” y con movimiento propio.
De allí que, por un lado, el gran incremento en la creación de bienes y de riqueza gracias a
la mayor división del trabajo y la especialización funcional, propias del sistema de fábrica
en continuo perfeccionamiento, llevaran a creer que “lo económico” constituía un nivel
“superior” diferenciado, separado del resto de la actividad social y con predominio absoluto
sobre ella. Y, por el otro, que el uso de maquinaria (compuesta por múltiples piezas y capaz
de emplear las materias primas fraccionadas en sus elementos componentes) remarcara las
ilusiones sobre la separación entre los individuos en el proceso productivo, diluyendo más
en el plano ideológico la realidad del carácter social de la producción. El propio desarrollo
capitalista reforzaba todas esas quimeras al mostrar con nitidez la concurrencia y feroz
competencia por el logro de la ganancia de productores individuales independientes,
apuntalando la ilusión del sujeto “autónomo y auto-suficiente”, aislado y opuesto a la
sociedad. Así, ésta (como totalidad orgánica dentro de la cual tienen lugar procesos
productivos y espirituales de carácter social históricamente determinados) resultaba borrada
y reducida a un agregado de individuos particulares, independientes y con actividad
orientada casi exclusivamente hacia “lo económico”.
Dentro de la teoría económica burguesa, los fisiócratas ya habían ido registrando
parcialmente estos procesos con su doctrina del laissez faire en la que se realzaba el
individualismo, aunque sin dejar de considerar de modo apocado el contexto global en el
que se ubicaban los sujetos para producir. Pero con el liberalismo la visión fragmentaria y
de oposición entre el hombre aislado y la sociedad cristalizó en el pensamiento de B.
Mandeville y Adam Smith que preconizaron, cada cual a su manera, un sistema económico
“independizado del sistema social de la moral”. Con ello, se consolidó la visión de la
sociedad como una agregación de individuos en la que los intereses privados se convertían
en “beneficios públicos” a través de la famosa “mano invisible del mercado” y en la que el
individuo mutaba para constituirse en la abstracción “Hombre”, portadora indefectible de
derechos individuales y “emancipada” del sometimiento a la totalidad social. Estos cambios
ideológicos significaban la “superación” de las apreciaciones globales y “naturales” sobre
la sociedad ordenada en torno a jerarquías y subordinaciones, para dar paso a la igualdad
jurídica de los sujetos y a la supeditación de toda la vida social a los intereses y necesidades
individuales.
En los Grundrisse, Marx explicaba que en épocas anteriores de la historia los
hombres habían establecido nexos entre sí que determinaban su pertenencia a un conjunto
humano preciso y bien delimitado, de modo que el individuo (y, por ende, el productor
individual) aparecía como dependiente y formando parte de un conjunto más vasto: familia,
tribu, comunidad. Por el contrario, y bajo el reinado de la libre competencia, en la sociedad
burguesa el individuo aparecía liberado de los lazos naturales y otros vínculos: para él, los
nexos sociales representaban sólo una necesidad exterior, es decir, simples medios para el
logro de sus fines particulares. Marx destacaba, pues, el hecho de que la sociedad en la que
las relaciones sociales (convertidas ya en generales) habían alcanzado el más alto nivel y
grado de desarrollo, fuera precisamente la creadora de una concepción del individuo aislado
y opuesto al conjunto social.
En todo caso, a medida que la burguesía extendía y acentuaba la explotación de las
clases trabajadoras, vanagloriándose de sus éxitos y del incremento de sus riquezas, su
ideología (cada vez más alejada de su pasado humanista) necesitaba una vigorosa
consolidación “científica” a través de la “verdadera” explicación de las “leyes naturales” en
las que se asentaba la “esencia” del hombre. Con la consagración de la preeminencia de “lo
económico” sobre el resto de la sociedad, correspondió a la economía política neo-clásica
burguesa tomar como base la concepción del sujeto aislado para ubicar al individuo y a su
comportamiento en el centro del análisis económico: llevando a su culminación el sistema
conceptual mecanicista surgido de los cambios científicos en el siglo XVII y el paradigma
antropológico de Hobbes y Locke, también proporcionó elementos para “redondear” el
humanismo de la burguesía en las condiciones de rápido desarrollo del capitalismo. Dentro
de esta orientación, que continuaba y a la vez retorcía las ideas de Smith y Ricardo, la
satisfacción de las necesidades ideológicas burguesas corrió a cargo de J. Stuart Mill.
Desde el positivismo, asumió con gran vigor la herencia de Malthus y Bentham para acuñar
la noción de homo economicus (hombre económico) como prototipo del “Hombre” y su
conducta.
Según sus elaboraciones, el homo economicus (“el ser humano”) sería un ente que
actúa siempre para lograr el mayor bienestar posible en función de su interés individualista,
el utilitarismo de sus acciones y el afán de riqueza, buscando alcanzar objetivos específicos
y predeterminados en la mayor medida posible con el menor costo posible. Como expresión
de la “naturaleza humana” y, por tanto, como “ente universal e intemporal” (existente desde
siempre en cualquier parte del mundo y en todo sistema social), el homo economicus sería,
entonces, un sujeto dotado de una “racionalidad instrumental” que procura maximizar sus
ganancias tratando de obtener los mayores beneficios con un esfuerzo mínimo; y su
conducta estaría determinada por sus intereses particulares sin guiarse por normas éticas,
sociales o humanitarias. Con este “modelo” del hombre y su conducta, se tendría, pues, un
sujeto poseedor de “conocimiento adecuado” sobre la realidad del mercado para aplicarlo
en forma “objetiva” y adaptarse a las cambiantes condiciones económicas, dinamizado por
su interés personal para calcular “racionalmente” todas las posibilidades de acción hacia el
logro de su propia prosperidad. Este sujeto tomaría cualquier decisión sobre la base de la
utilidad de la acción sin tener en cuenta el bienestar de los demás, pero la sumatoria de
intereses individuales coincidiría con el “interés general” y el conjunto de prosperidades
particulares equivaldría a la prosperidad social. Así, con semejante engendro “teórico”, que
hacía apología del individualismo zoológico y justificaba la explotación de los trabajadores
y las masas, quedaba más clara que nunca la salvaje y depravada concepción burguesa de la
“naturaleza humana”, lo mismo que la ubicación preeminente en el humanismo burgués de
las feroces apreciaciones de Hobbes sobre la sociedad como un campo de “guerra de todos
contra todos” en el que “el hombre es el lobo del hombre”.
Sin embargo, todo esto resultaba aún insuficiente para cubrir los requerimientos
ideológicos de la burguesía, conmocionada por las recurrentes crisis económicas en el
sistema y cada vez más alarmada por las incesantes luchas populares. Las crisis podían ser
“explicadas” como catástrofes inevitables que, igual que un sismo o una sequía, estaban
regidas por las incontrolables “leyes de la naturaleza”. Pero el dominio burgués y la
explotación compulsiva de los trabajadores exigían con urgencia ser “racionalizados” a
través de argucias “científicas” capaces de servir como punta de lanza ideológico-política
para neutralizar y sofocar los combates de masas. Tal tarea fue llevada a cabo por Herbert
Spencer, sociólogo positivista (influido en filosofía por Hume y Kant, en biología por
Lamarck y en economía por Mill) que utilizó algunas de las ideas de Darwin acerca de la
evolución de los seres vivos para aplicarlas en forma reduccionista, abusiva y maliciosa al
ámbito de la sociedad, borrar de un plumazo la especificidad de ésta y la existencia de leyes
sociales, y “explicar” desde la biología todos los fenómenos de la vida social.
En lo esencial, para él la sociedad sería similar a la estructura corporal de un
organismo viviente, estaría regida por las mismas leyes que operan en el mundo zoológico
y el desarrollo se produciría en ella gracias a tres fuerzas impulsoras: la “lucha por la
existencia”, la “selección natural” y la “supervivencia de los más aptos y fuertes”. Como
cualquier organismo animal, esa sociedad poseería tres sistemas fundamentales de
“órganos” cuyas funciones estarían relacionadas con la “nutrición”, la “distribución” y, en
un rango superior, la “regulación-dirección”. La ubicación (posición social) de los
individuos en cada uno de esos sistemas estaría determinada por sus particularidades
biológicas y sería el resultado de la “lucha por la existencia”: en correspondencia con una
“selección natural”, los “mejor dotados” ocuparían una posición predominante y los
“menos valiosos” formarían las “clases inferiores”. Por tanto, el primer sistema estaría
conformado por los obreros, el segundo por los comerciantes y el tercero por los
capitalistas, “clase superior” sin la cual sería impensable una “sociedad civilizada”.
Obviamente, tal estructura general sería “inmodificable y eterna” por obedecer a “leyes de
la naturaleza” que nunca desaparecen, teniendo vigencia tanto en la sociedad burguesa en
desarrollo como en los países y pueblos colonizados. La garantía del mantenimiento y
evolución de la sociedad así estratificada, alejándola de la decadencia y la degeneración,
radicaría en que entre los componentes de las “clases inferiores” los sujetos “inadaptados”,
“incompetentes”, “débiles” o incapaces de valerse por sí mismos deben ser necesariamente
dejados a su suerte sin recibir apoyo o ayuda de tipo alguno (es decir, de hecho eliminados)
para que la sociedad pueda “sanearse” y brindar mayores y mejores oportunidades a los
“fuertes” y “bien adaptados”. Tal era la base fundamental de lo que se conocería como
darwinismo social, que los epígonos de Spencer se encargarían de acicalar en los siguientes
años y en el siglo XX con otras no menos absurdas y criminales especulaciones.
Con este conjunto de aberraciones “científicas”, la burguesía obtenía un nuevo
pertrecho ideológico y el humanismo burgués se articularía definitivamente alrededor de un
eje conformado por los elementos servicialmente aportados por Malthus, Bentham, Mill y
Spencer, muy útiles no sólo para justificar la división clasista de la sociedad y la esclavitud
asalariada, sino también para defender el dominio socio-político burgués puesto en cuestión
por los embates populares. Casi en paralelo, Arthur Gobineau contribuiría al refuerzo de
ese eje con su delirante “teoría” sobre la “supremacía de la raza blanca” y la “inferioridad
de negros, amarillos y cobrizos” supuesta y absolutamente determinadas por “innatas
desigualdades biológicas y psíquicas”, alentando poderosamente el racismo, promoviendo
la “creación de una nueva especie de seres humanos” vía la eugenesia y abriendo vías para
que en el siguiente siglo Hitler y los ideólogos nazis proclamaran la “pureza y superioridad
aria” y procedieran al exterminio masivo de las “razas infectas”. En adelante, el humanismo
burgués giraría parcial o totalmente, con “innovaciones” y matices, de modo abierto o
vergonzante, en torno a los elementos de dicho eje para sacralizar el sistema, ensalzar la
propiedad privada y la explotación de los hombres, glorificar a la burguesía y su brutal
dominación de clase, y difamar a los expoliados. (Hoy, en la fase imperialista neoliberal y
senil del capitalismo son tan palmarias la degeneración, cinismo, soberbia y prepotencia
criminal de la burguesía, que los ideólogos a su servicio están incapacitados para buscar en
el humanismo cualquier justificación a las fechorías de su patrocinadora. Simplemente
asumen como “inevitables costos del progreso” la miseria, el hambre y la exclusión social
de poblaciones enteras a nivel mundial, el aplastamiento y el real exterminio de las
personas desposeídas y empobrecidas consideradas como “población sobrante” porque no
proporciona réditos al capital, la barbarie de las guerras de agresión y rapiña contra pueblos
indefensos, y la salvaje depredación del planeta que pone en grave riesgo la supervivencia
de la especie humana y la existencia de vida en la Tierra).
Subyacentes a todas las “racionalizaciones” ideológicas que justificaban el dominio
del capital y la explotación del trabajo asalariado, se hallaban dos ideas centrales abonadas
por supersticiones nuevas y por otras antiguas: de un lado, el modo de producción burgués
y sus inherentes relaciones sociales constituirían “hechos naturales” inmunes ante cualquier
influencia histórica, es decir, “eternos”; y, del otro, los hombres serían portadores pasivos
de una “naturaleza humana” innata e inmodificable que determinaría su condición de
juguetes de fuerzas supra-humanas incontrolables. Sobre la base ideológica de ambas
“eternidades”, el proceso político progresista de humanización de los individuos que había
acompañado a la superación revolucionaria del feudalismo resultó deformado y se trocó en
un reaccionario proceso de deshumanización, dentro del cual todo esfuerzo humano tenía
que someterse al fetiche de la producción y el mercado capitalistas. En lo esencial, el
mundo social quedó así reducido a una producción para el intercambio, a la generación y
acumulación de valor (de cambio) traducible en términos monetarios; y los vínculos entre
los individuos, igualmente reducidos en su base a relaciones mercantiles, comercializadas,
en las que unos sujetos vendían su fuerza de trabajo y otros la compraban. Como la
compra-venta de esa fuerza no era, ni es, una transacción a nivel de igualdad (ya que una
apreciable parte de tal fuerza no era en absoluto pagada, sino adueñada por el comprador,
atesorada y utilizada en forma de plusvalía) y como además su verdadero carácter estaba
oculto por el propio sistema mercantil de la producción de bienes, entonces aparecía como
“hecho natural y lógico” que sólo los compradores se enriquecieran y desarrollaran como
seres humanos, mientras los vendedores no podían sino limitarse a reproducir su miserable
condición de asalariados y a existir en condiciones sub-humanas. Así, en realidad y
contrariamente a la creencia burguesa acerca de la “armonía” del sistema de producción
capitalista con una supuesta y abstracta “naturaleza humana”, la explotación del trabajo y la
opresión social tanto violentaban la real esencia del hombre, cuanto la deformaban y la
desviaban de sus auténticos cauces.
De hecho, entonces, la historia del capitalismo quedó marcada como la historia de la
progresiva y creciente deshumanización de las relaciones sociales y de la vida social en
general, como la historia de un apabullamiento sin precedentes de la inmensa mayoría de
seres humanos. Sin embargo, el proceso deshumanizante no era ni podía ser absoluto y
uniforme, sino relativo y contradictorio: tenía un carácter histórico y, al llevar consigo a su
opuesto complementario, portaba su propia negación dialéctica. El largo trayecto recorrido
por los hombres desde su remota génesis histórica demostraba sin duda alguna que jamás se
resignaron ante la adversidad, sino que fueron concretando sus potencialidades, forjando
múltiples capacidades y poniendo siempre en tensión sus fuerzas reales para modificar el
mundo y transformarse a sí mismos. En la situación objetiva de expoliación y aplastamiento
dentro del capitalismo, nunca dejaron de luchar en defensa de su dignidad y sus derechos,
reivindicando su condición humana y anhelando conquistar formas de vida colectiva en
armonía con ella. Paso a paso, con sus combates fueron creando de modo espontáneo los
elementos reales requeridos por su liberación de las trabas a su existencia y desarrollo, por
la superación histórica de las mellas a su humanidad y por la plena recuperación de ésta.
Pero hacer realidad estas aspiraciones exigía la orientación teórica, la organización
independiente y la dirección política propia que sólo podía proporcionar una clase
fundamental de la sociedad galvanizada por efectivas experiencias de lucha contra la
opresión del capital: el proletariado. Entonces, las geniales aportaciones teórico-políticas de
Marx y Engels, que actuaron siempre como exponentes y portavoces de la clase obrera
revolucionaria, hicieron posible que ésta asumiera su rol histórico y que no sólo se pusiera a
la cabeza de las vastas masas de humillados y ofendidos dotándolas de los instrumentos
fundamentales para la radical transformación social, sino que también les entregara una
cualitativamente nueva concepción del mundo y la sociedad y una nueva y superior visión
del hombre, un nuevo humanismo.
Ahora bien, es pertinente recordar que en el siglo XVIII, como anota Michel Simon,
tuvo lugar un desplazamiento ideológico de alta significación: “Ya no es dios, sino el
hombre, quien se encuentra de ahora en adelante en el ‘centro’ del universo filosófico… En
Inglaterra con Hume, en Francia con Condillac, con Cabanis mismo (para no hablar de
Rousseau), en Alemania con Kant, en todas partes y a pesar de las diferencias radicales
(relacionadas ampliamente con las condiciones nacionales) se encuentra esta estructura
puesta en práctica. En todas partes, la teología es sustituida por una antropología”. Ese
desalojo constituyó una “grandiosa ‘recuperación’ por el hombre de lo que él ‘crea’,
incluyendo sus ídolos”, y con ello “el ‘humanismo’ caracteriza… la filosofía burguesa en
su esencia”. Pero tan enorme cambio en la conciencia de los individuos determina a la vez
que “en todas partes… se trata de presentar bajo una forma universal… los ‘ideales’, es
decir, también los intereses de la burguesía de cimentar bajo su dirección… una coalición
de clases (que es entonces pensada como la unidad del pueblo) presentando la revolución
burguesa como la emancipación del ‘hombre’… A través de la sustitución de Dios por el
Hombre, de la teología por la antropología,… se trata siempre de dar un fundamento
absoluto a la dominación de una clase explotadora, aunque ya no se trate de la feudal, sino
de la burguesía”. El humanismo burgués estaba asociado de modo íntimo a condiciones y
relaciones sociales determinantes de la conducta de los hombres en un específico momento
histórico y, por desplegarse dentro de una sociedad clasista, poseía de modo inevitable un
carácter y un contenido ideológicos de clase. Objetivamente, ese humanismo representaba
la mala conciencia de una clase que, para lograr su dominio sobre la sociedad entera, hizo
aparecer sus intereses particulares como si fuesen los de toda la humanidad. Por ello, una
vez adquirido completo control sobre el conjunto social, la burguesía arrinconó los valores
liberadores inicialmente presentes en su humanismo y buscó por todos los medios a su
alcance fundamentar ideológicamente su dominación.
En la situación histórica de desarrollo capitalista, el humanismo burgués tuvo el
despliegue ya antes reseñado para justificar la explotación y la opresión de los trabajadores
y las masas. Pero la burguesía no se limitó a difundir sus propios “argumentos”, sino que
impulsó su ampliación estimulando las elaboraciones ideológicas favorables a sus designios
en el propio interior del movimiento obrero y popular. Perseguía influirlo “desde dentro”
con el propósito de eliminar su autonomía político-organizativa, subordinarlo, neutralizar
sus combates por reivindicaciones inmediatas y sofocar sus luchas por la transformación
real y profunda de la sociedad. En ese rumbo, comenzaron a proliferar los criterios y
propuestas pequeño-burguesas, puramente reformistas, que confiando en la “dadivosidad”
de la burguesía propugnaban la conciliación y colaboración entre las clases antagónicas con
la necia esperanza de “mejorar” el capitalismo para hacerlo “más humano” y, obviamente,
perdurable. Dentro de tal clima, fueron surgiendo diversas utopías sociales (unas, realmente
generosas y con gérmenes de ideas geniales; otras, estólidas y serviles) en las que la
consideración abstracta de los hombres y de la sociedad permitía poner el acento sobre la
“común humanidad” de explotadores y explotados y apelar al “innato sentido de justicia”
del ser humano para darle un cauce “apropiado” a la convivencia de los individuos. Con
todo esto, acota Simon, “El peligro no era en absoluto imaginario: la conciencia burguesa o
pequeño-burguesa, en lugar de reconocer la existencia de las clases para trabajar de modo
concreto y suprimirlas, prefirió abolirlas… en la decencia de la abstracción especulativa…
La consecuencia práctica de un tal desvío teórico era nada menos que la supresión de todo
el movimiento autónomo de la clase obrera”, para dejarlo a merced y bajo la conducción
del “ala ‘avanzada’, ‘radical’ del democratismo burgués o pequeño- burgués” (31).
En este trance, el ingreso de Marx y Engels en la arena político-social tuvo un
carácter y significado histórico decisivo y de alcance universal, consignado en sus aspectos
centrales en otras partes de este mismo libro. Aquí, sólo cabe señalar que ante la arremetida
ideológica anti-obrera y anti-popular ambos sabios sometieron a una radical y demoledora
crítica científico-revolucionaria todas las falacias “teóricas” burguesas sobre la condición
del hombre y la perpetuidad de la explotación capitalista, lo mismo que todos los esfuerzos
pequeño-burgueses para empujar a los trabajadores y las masas hacia la mansa aceptación
del dominio del capital, desmenuzando también el carácter, el contenido y la función de las
utopías sociales. Desde la perspectiva proletaria, demostraron el carácter transitorio y
perecedero del sistema burgués, poniendo muy en claro la vital necesidad teórico-práctica
de defender en toda circunstancia la independencia política, organizativa y de acción de la
clase obrera, remarcando su papel de vanguardia de los explotados en la lucha por la
conquista de sus reivindicaciones concretas y sus objetivos históricos, y estableciendo las
grandes líneas de su estrategia y sus tácticas de combate.
En el marco de su incesante labor científica y militancia revolucionaria, Marx y
Engels hicieron descubrimientos fundamentales que no sólo dilucidaron de modo objetivo y
definitivo la estructura y el movimiento de la vida social en las sociedades de clases
antagónicas, sino que también esclarecieron el carácter y el contenido del humanismo en
ellas. A partir de premisas universales reales, válidas para toda la historia humana,
demostraron científicamente y por primera vez en el discurrir del hombre que la historia no
es algo abstracto y metafísico, sino la concreta actividad consciente y guiada por fines de
los hombres; y que constituye la sucesión de formaciones económico-sociales determinadas
desde las simple-inferiores hacia las complejo-superiores en función de la dinámica del
desarrollo de la contradicción entre las fuerzas productivas de la sociedad y las relaciones
sociales de producción. Como indicaron en La ideología alemana, los elementos basales de
todas estas formaciones son los “seres humanos vivientes que comienzan a distinguirse de
los animales desde que empiezan a producir sus medios de vida, paso adelante que es la
consecuencia misma de su organización corporal” y gracias a la cual pueden “producir su
propia vida material”. En su actividad productiva históricamente determinada, estos
individuos traban entre sí relaciones sociales y políticas determinadas: la estructura social y
el Estado son el resultado constante del proceso vital de sujetos concretos tal como existen
en la realidad (y no como pueden aparecer ilusoriamente en su propia representación), tal
como obran y producen materialmente dentro de condiciones y límites determinados e
independientes de su voluntad. Así, pues, cada formación económico-social posee su propio
modo de producción y sus propias relaciones sociales: en cada una de ellas, “individuos
determinados con un a actividad productiva según un modo determinado” establecen
“relaciones sociales y políticas determinadas” y, sobre esa base, “se representan también el
desarrollo de los reflejos y de los hechos ideológicos de este proceso”. Ninguna de tales
formaciones es, entonces, “eterna”, sino histórica, transitoria; y los individuos que viven y
operan dentro de ellas son igualmente históricos como lo son las relaciones sociales que
entablan para producir y desplegar su existencia y cuyo conjunto constituye la real esencia
humana, que no tiene nada que ver con la abstracta y ahistórica “naturaleza humana”
consagrada por la filosofía idealista y asumida por la burguesía.
Con estos descubrimientos científicos, se hizo evidente que dentro del capitalismo y
en relación con el humanismo burgués “los filósofos se representan a los individuos no
como subordinados a la división del trabajo, sino como un ideal bajo la forma de ‘Hombre’,
y comprendieron todo el proceso como el desarrollo de ese ‘Hombre’; de tal manera que en
cada estadio de la historia pasada el ‘Hombre’ sustituye a los individuos existentes y se le
representa como la fuerza motriz de la historia. Todo el proceso fue comprendido como un
proceso de alienación de sí del ‘Hombre’ y ello proviene en esencia del hecho de que el
individuo medio del período posterior ha sustituido siempre al del período anterior y la
conciencia ulterior ha sido prestada a los individuos anteriores. Por esta inversión que hace
abstracción total de las condiciones reales, llega a ser posible transformar toda la historia
en un proceso de desarrollo de la conciencia”. Con ello, adquiere gran vigor “la vieja
ilusión de que el hacer cambiar las condiciones existentes depende tan sólo de la ‘buena
voluntad’ de los hombres y de que las condiciones existentes son ideas. Los cambios de la
conciencia, separados de las condiciones, tal como los filósofos los ejercen, como una
profesión, es decir, como un negocio, son a su vez producto de las condiciones existentes y
forman parte de ellas. Esta elevación ideal por encima del mundo es la expresión ideológica
de la impotencia de los filósofos ante el mundo. La práctica se encarga de dar un mentís
todos los días a sus baladronadas ideológicas” (32).
Durante el esclavismo y el feudalismo, la explotación y la opresión de las grandes
mayorías tenían respectivas formas específicas; y, al margen de las creencias y alienaciones
existentes, en realidad no necesitaban de encubrimiento alguno. Pero en el capitalismo, la
propia dinámica de la producción mercantil y la ideología que emana de ella cumplen un
rol central en el espeso ocultamiento de la expoliación y el aplastamiento de los hombres,
proporcionando múltiples tapaderas para velar su real contenido y justificar la propiedad
privada y la división del trabajo. A partir del proceso histórico de acumulación primitiva
del capital, el intercambio generalizado de mercancías y la instauración de la sociedad
burguesa, surge y se despliega aceleradamente un proceso nuevo de carácter objetivo-
subjetivo y generador de múltiples alienaciones: el fetichismo de la mercancía (y del
mercado). Debido a él, las condiciones de vida transformadas en capital se tornan sujeto y
resultan “personificadas”, en tanto que los productores expropiados son convertidos en
objeto y “cosificados”; de modo que esas condiciones de vida sustraídas a los trabajadores
y la masas populares se “autonomizan”, cobran vida propia y someten a los hombres. Con
esta inversión fetichista, que ensambla históricamente la personificación y la cosificación,
queda instalada la irracionalidad del conjunto social y la aparente e ilusoria “racionalidad”
de cada una de sus partes. Merced al fetichismo mercantil, cualquier proceso de desarrollo
se congela y cristaliza, y toda instancia social queda definida ideológica o discursivamente
como si fuese inmóvil y fija, negando la fluidez y transformación de los procesos en la vida
real. Las relaciones humanas se “vaporizan” y son suplantadas por relaciones entre cosas,
las cuales aparecen como único vínculo entre los hombres a nivel social. Atrapadas por el
ordenamiento material fetichista, las subjetividades son subordinadas por la “objetividad
absoluta” de la estructura social burguesa y las leyes del mercado capitalista poseen una
dinámica por encima de cualquier intervención humana, una autonomía absoluta que anula
la conciencia y la voluntad colectivas e individuales: los códigos, reglas y leyes del
mercado se imponen a los hombres y son ajenos a todo control racional, rigiendo de modo
despótico la vida de los sujetos y degradándola profundamente.
El fetichismo de la mercancía es un proceso instalado en el corazón mismo del modo
de producción capitalista y demuestra sin atenuante alguno su carácter deshumanizante,
arrasando con las pretensiones del humanismo burgués y dejando muy poco o nada de sus
“valores”. En la aurora de la sociedad burguesa, los conceptos de libertad e igualdad como
“derechos humanos” eran expresión en el plano ideológico de las relaciones capitalistas de
producción; y el “mercado libre” se constituyó en la base económica de esos “derechos”
que no fueron presentados como elementos correspondientes a una determinada época
histórica y en directa relación con los intereses de una clase dada, sino trajinados para
hacerlos aparecer como “naturales”, propios del “hombre en general”. Pero como anotaba
Marx al analizar la compra-venta de la fuerza de trabajo, en la sociedad burguesa “La esfera
de la circulación de mercancías, donde tienen lugar la venta y la compra de la fuerza de
trabajo, es, en realidad, un verdadero edén de los derechos naturales del hombre y del
ciudadano. Allí sólo reinan la Libertad, la Igualdad, la Propiedad y Bentham. La Libertad,
pues ni el comprador ni el vendedor de una mercancía obran por obligación; por el
contrario, sólo están sujetos a su libre arbitrio. Contratan como personas libres, en posesión
de los mismos derechos. El contrato es el libre producto en que sus voluntades cobran una
expresión jurídica común. La Igualdad, pues sólo entran en mutua relación a título de
poseedores de mercancías, cambiando equivalente por equivalente. La Propiedad, pues
cada uno de ellos sólo dispone de lo que le pertenece. Y Bentham, pues cada cual sólo va a
lo suyo. La única fuerza que los reúne y los pone en relación es la de su egoísmo, de su
provecho particular, de sus intereses privados. Cada cual sólo piensa en sí mismo, nadie se
preocupa por el otro y, precisamente por eso, en virtud de una armonía preestablecida de
las cosas, o bajo los auspicios de una ingeniosísima providencia, al trabajar cada uno para
sí, cada uno en lo suyo, trabajan al mismo tiempo para su conveniencia colectiva, para su
interés común” (33). En el capitalismo, el salvaje individualismo, el utilitarismo en pos de
la ganancia particular y la desenfrenada codicia están, pues, contrapuestos a la solidaridad,
la cooperación y la orientación racional hacia el bien común que signan toda conducta
realmente humana.
Este objetivo carácter deshumanizante del capitalismo colisiona de modo brutal con
los “ideales humanistas” burgueses, poniendo a luz concretamente las diversas e insolubles
contradicciones que portan (34). Yendo sólo a algunas de las más resaltantes, en primer
lugar la oposición entre su forma igualitaria pretendidamente universal y su contenido de
clase jerárquico-elitista, oposición que reproduce en el nivel de la ideología (política,
jurídica, religiosa, etc.) la contradicción entre la forma abstractamente homogénea del
intercambio en el mercado y su contenido realmente desigual. En segundo lugar, el choque
entre el carácter abstracto de los valores humanistas (mitificados y de hecho divorciados de
la esfera práctica) y la singularidad concreta de los individuos reales y de su quehacer
dentro de las relaciones sociales, separando la verdadera esencia del hombre de su
existencia objetiva de la misma forma en que el dinero marca la escisión entre el valor de la
mercancía y la mercancía misma. Y, en fin, en tercer lugar la contradicción entre la libertad
atribuida a cada sujeto para realizar su propia “naturaleza humana” y la división del trabajo
que al tornar independientes a los productores privados convierte también por completo en
independientes de su voluntad la marcha de la producción social y las relaciones que ella
crea, con lo que la proclamada autonomía de los individuos está de hecho sometida a una
forma de dependencia recíproca impuesta por las cosas; en otros términos, la libertad
personal abstracta queda contrapuesta a la renovación incesante de las condiciones
objetivas en las que la libertad real resulta alienada para otorgar dominancia a poderes
extraños que subyugan a los hombres.
En definitiva, pues, cuando Marx y Engels descubrieron las leyes del desarrollo de la
historia humana y las leyes del movimiento del modo de producción capitalista y de la
sociedad burguesa, resolvieron la problemática de la existencia del hombre mediante la
categoría de praxis, de actividad humana consciente, de lo que los hombres hacen y del
modo en que lo hacen; y, a la vez, formularon los principios básicos para solucionar la
cuestión del humanismo, exponiendo el programa de su auténtica realización práctica a
través del socialismo científico. Pero, por completo alejados de cualquier mistificación de
la realidad objetiva, ambos sabios tenían muy claro que los hechos sociales de explotación
y servidumbre, anteriores y presentes, habían dejado huella profunda en la subjetividad y el
quehacer de los hombres, y que la ideología de la burguesía había calado a fondo en el
proletariado y las masas. Las ilusiones burguesas configuradas como “ideología”, como
“falsa conciencia” impuesta al conjunto de la sociedad, contaminaban la conciencia obrera
y popular, representando una seria traba para el despliegue de las luchas reivindicativas en
la perspectiva de la radical transformación social. La racionalidad aportada por la teoría
revolucionaria para orientar y encauzar esas luchas tenía enorme importancia, pero por sí
misma no podía acabar con las servidumbres materiales, ni liberar de golpe a los individuos
de todas sus alienaciones concretas y sus cadenas subjetivas. La racionalidad siempre está
inserta en el vasto campo de la práctica social, donde existen contradicciones susceptibles
de abrir nuevas puertas para la reinstalación de ilusiones antes descartadas por el
razonamiento. Y políticamente la “ideología” (en particular la religiosa) no era de ningún
modo candorosa, puesto que desde la vacua abstracción de “universalidad” eliminaba todas
las diferencias, desigualdades y contradicciones de clase, renovándose constantemente por
la propia dinámica objetiva de la producción y la vida social dominadas por la burguesía y
constituyendo un serio peligro potenciado además por el utopismo.
Sin embargo, al establecer científicamente el carácter histórico del capitalismo Marx
y Engels pusieron el acento en la demostración de que la dominación burguesa no es
“eterna”, sino que puede y debe ser extirpada por la transformación revolucionaria de la
sociedad. Hicieron ver con claridad al proletariado y las masas que no estaban sentenciados
a soportar indefinidamente la opresión y el escarnio, ni a vivir siempre aplanados por el
peso ideológico de representaciones ilusorias acerca de la realidad social. Incluso en las
más duras circunstancias, mantuvieron la profunda convicción de que los avances de la
práctica en su nexo interno con el desarrollo cognoscitivo esclarecían el carácter y el
contenido objetivos de las contradicciones sociales; y de que los explotados tendían a
progresar en la comprensión cada vez más exacta de su propia situación. Al elaborar su
teoría revolucionaria y oponerla a toda forma “ideológica” de la conciencia social,
confiaban (apoyándose en los hechos y en las experiencias de lucha de la clase obrera) en
que una parte más o menos amplia de la conciencia de los individuos y de las masas podía
albergar ideas verdaderas, apropiadas y prevalecientes, permitiéndoles estar en condiciones
de batallar contra las elaboraciones falsas y desmovilizadoras organizadas en creencias y
supersticiones. Por tanto, enfatizaron en una imperiosa necesidad: para poder cumplir con
su misión histórica encabezando a los expoliados, el proletariado estaba obligado a dotarse,
“al calor de su experiencia viva” y a través del desarrollo de sus luchas, de un tipo nuevo y
cualitativamente superior de conciencia, forja imprescindible para poder combatir con
eficacia desechando de modo radical cualquier ilusión y todo utopismo. Es decir, requería
percibir y entender la realidad objetiva en forma distinta para centrarse adecuadamente en
el mundo, darle creciente lucidez a sus acciones de vida y combate, y arremeter contra las
“grullas ideológicas” que falseaban la representación del universo, la sociedad y el propio
hombre.
Obviamente, la creación de una nueva y superior conciencia a través de la práctica
real y racional de la lucha de clases formaba parte de la prefiguración histórica de un
hombre nuevo que comenzaba a delinearse en el curso de esa lucha, para irse auto-
elaborando en forma distinta a todo lo anterior y perfilarse de modo creciente a partir del
triunfo de la revolución y la edificación de una sociedad donde la explotación y el
avasallamiento de los individuos empezaran a ser erradicadas de modo efectivo, abriendo el
paso para su amplio desarrollo concreto en objetivas condiciones de libertad e igualdad
fehacientes. Esto no tiene nada de insólito, ya que todos los conceptos utilizados por Marx
y Engels para describir y explicar la realidad histórico-social remiten indefectiblemente al
campo antropológico: explotación, valor, fetichismo de la mercancía, “falsa conciencia”,
cosificación, alienación, etc., son términos que se refieren a relaciones y formas dadas de la
existencia concreta de los hombres. Por eso mismo, el sistema teórico-político elaborado
por ellos constituye la base objetiva, lógica y coherente de un humanismo inédito: el
humanismo proletario, opuesto totalmente por su esencia, sus inequívocos postulados y sus
objetivos concretos e históricos tanto al humanismo burgués en sus diversas variantes,
cuanto a todos los humanismos del pasado.
El humanismo proletario tiene su punto de partida y su meta en el hombre real, de
carne y hueso, apreciado y valorado como supremo bien, como un fin en sí mismo. Ese
hombre no tiene nada que ver con las ahistóricas abstracciones idealistas y metafísicas: es
un ser concreto que existe en una sociedad histórico-concreta, transforma la realidad natural
con su actividad productiva, crea y despliega un mundo específicamente humano y una
cultura, promueve su propio desarrollo y se modifica a sí mismo. Ese hombre debe estar en
el centro de todas las preocupaciones colectivas e individuales sobre su vida, sus acciones y
el desenvolvimiento integral de sus capacidades, de modo que es por completo necesario
evaluar críticamente sus condiciones de existencia y luchar por el cambio radical de las
relaciones sociales que lo oprimen, deforman y anonadan. Así, pues, por su nexo orgánico
con la práctica social real el humanismo proletario es ajeno a cualquier postura puramente
contemplativa y, al postular la lucha por la profunda transformación social para que la vida
del hombre tenga carácter realmente humano, rechaza toda actitud de resignación ante las
circunstancias adversas que agobian a los individuos. Estas dos características esenciales,
cualitativamente específicas y diferenciales con respecto a humanismos anteriores, se
ensamblan internamente con otros de los rasgos igualmente fundamentales que porta (35).
De este modo, en primer lugar, es un humanismo materialista y dialéctico: parte del
mundo real y de las objetivas condiciones sociales dentro de las que los hombres concretos
despliegan históricamente su vida y actividad. En permanente interacción, estos seres reales
y sus condiciones socio-históricas de existencia nunca son estáticos, sino que muestran un
movimiento (desarrollo) incesante. Así, sólo un activo hombre concreto enlazado de modo
íntimo con la objetividad socio-natural puede configurarse como ser humano, cubrir sus
necesidades, convertir sus potencialidades en capacidades a través de sus prácticas para
transformar el mundo, desarrollarse y realizarse como personalidad. La consideración como
primordial de la materialidad social y natural coloca, pues, al humanismo del proletariado
en oposición frontal con toda apreciación idealista-espiritualista, especulativa y metafísica.
En La sagrada familia, Marx y Engels advirtieron categóricamente que “El enemigo más
peligroso del humanismo real, en Alemania, es el espiritualismo o idealismo especulativo
que suplanta al hombre individual y real por la ‘Auto-conciencia’ o el ‘Espíritu’ y dice, con
el Evangelista: ‘El Espíritu vivifica, la carne embota’ ”.
Este humanismo de nuevo tipo es materialista porque ubica en un plano fundamental
las condiciones objetivas de vida social de las personas, y no porque preconice el mero
interés y la apetencia por el logro de bienes materiales (vulgar imputación hecha por los
ideólogos de la burguesía para desacreditarlo). Marx siempre señaló con toda claridad que
aunque esos bienes son indispensables para la existencia de los hombres y su consecución
es un estímulo para la acción humana, “nuestras necesidades y nuestros goces tienen su
fuente en la sociedad y, por tanto, los medimos por ella, y no por los objetos con que los
satisfacemos”. Por tanto, los bienes materiales constituyen un medio básico utilizado por
los seres humanos para concretizar su desarrollo colectivo e individual y su logro necesita
estar insertado en un marco social concordante con la dignidad del hombre: la producción
de bienes debe tener siempre como finalidad al hombre mismo para propiciar la creciente
ampliación de su libertad y bienestar, sin representar jamás un fin en sí mismo.
En segundo lugar, es un humanismo radical: por su vinculación orgánica con la
práctica y su coherencia teórica, encara el problema del hombre en su raíz misma, el propio
hombre concreto. El abstracto “Hombre” del idealismo es una pura entelequia; sólo existen
los individuos vivamente actuantes y pensantes que no poseen una “naturaleza” apriorística
sino que la elaboran en forma continua y la modifican en el curso de la historia, en la que
cada época constituye un modo determinado de relación social con el mundo natural o, más
exactamente, con los medios para transformarlo y satisfacer las necesidades de los propios
sujetos. Ese modo, señala Marx, está a su vez determinado por “las condiciones en las que
los hombres se encuentran colocados por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la
forma social que existe con anterioridad y que ellos no crean, sino que es hechura de las
generaciones anteriores”. No se trata, entonces, de comprender las épocas a partir del
“Hombre” metafísico, sino de entender en su raíz a los hombres, sus relaciones sociales
objetivas y los conflictos derivados de ellas en función de la época histórica dada. Por
tanto, el problema del hombre, de su vida y su desarrollo sólo puede ser encarado y resuelto
en forma sustancial con los pies bien puestos sobre el firme suelo de la realidad social-
concreta.
En tercer lugar, es un humanismo consecuentemente autónomo: al tomar como
punto de partida al hombre concreto y a la sociedad real, sostiene que los hombres crean a
través de su producción de bienes materiales un mundo propiamente humano dentro del
cual satisfacen de una u otra forma sus necesidades, generan la cultura y la ciencia, se
desarrollan y auto-transforman en función de su interacción con los factores y elementos
objetivos existentes en ese mundo propio. Por tanto, recusa la fantástica intervención de
“fuerzas” o agentes sobrenaturales o extra-humanos que supuestamente regirían la vida del
hombre y de la sociedad. Para la concepción materialista de la historia, el hombre mismo
forja de modo autónomo su humanidad y su destino, crea su propio mundo, perfila cada vez
mejor su libertad y se produce a sí mismo.
En cuarto lugar, es un humanismo combatiente: al precisar científicamente todas las
relaciones en las que el hombre resulta degradado, no se limita a contemplarlas ni se desliza
hacia las prédicas moralistas, sino que arraiga en la práctica misma de la vida social, extrae
de ella conclusiones concretas, señala las causas de tal degradación, promueve su activo
conocimiento real y la lucha tesonera para eliminarlas. Considera absurda la creencia en
fuerzas extra-humanas supuestamente capaces de liberar al hombre de las desgracias que
sufre: a través de su práctica revolucionaria, él debe liberarse a sí mismo, auto-emanciparse,
romper los grilletes de la explotación, la opresión y la alienación. Al elaborar la doctrina
del socialismo, Marx y Engels nunca tuvieron en cuenta ideas supra-históricas acerca de la
igualdad y la justicia, sino que partieron de la realidad de los hechos, de las contradicciones
sociales cuyo desarrollo determina que el socialismo constituya una necesidad histórica.
Diciéndolo con Marx, para el logro de la dignificación real de los hombres “no se trata de
reformar la propiedad privada, sino de abolirla; no se trata de paliar los antagonismos de
clase, sino de abolir las clases; no se trata de mejorar la sociedad existente, sino de
establecer una nueva”. Sólo sobre esta base puede comprenderse a cabalidad la teoría de la
lucha de clases y de la misión histórica del proletariado que liberándose a sí mismo libera a
toda la humanidad en procura de edificar una sociedad sin clases.
En quinto lugar, es un humanismo auténticamente universal, integral: al tener como
meta al propio hombre real abarca a toda la humanidad, promueve la solidaridad y la libre
cooperación sociales, y en sus principios está concretamente orientado hacia la consecución
del desarrollo efectivo y multiforme de todos y cada uno de los individuos y de su
personalidad. Por tanto, rechaza el exclusivismo, el egoísmo y el elitismo de la burguesía,
la cual utiliza un “humanismo” abstractamente “universal” para justificar la explotación y
sus intereses particulares, perpetuar su poder sobre el resto de la sociedad y asegurar sus
privilegios. Naturalmente, el humanismo proletario es totalmente ajeno a consideraciones
éticas abstractas, haciendo hincapié en las concretas condiciones sociales susceptibles de
ser transformadas a fondo y orientadas hacia el logro del mayor bienestar posible para todas
las personas en las distintas situaciones históricas. Por estas razones, es estigmatizado y
repelido por una minoría social que medra con las condiciones de explotación existentes y
obtiene obsceno disfrute en ellas, o sea, por las clases dominantes que de hecho se auto-
excluyen del avance hacia la conquista de una vida propiamente humana. Sólo quienes
aspiran a cambiar su situación oprobiosa y están llanos a participar de uno u otro modo en
el proceso de transformación social radical, adhieren a la ética práctica que emana de las
acciones de lucha colectiva y encuentra neta expresión en ellas mismas. Es en esa lucha
donde se va esbozando el hombre nuevo; donde el aislamiento personal cede su lugar a la
cohesión grupal, el individualismo va siendo desplazado por el progresivo desarrollo de la
conciencia de clase, el interés económico privado se debilita considerablemente ante la
solidaridad proletaria, las viejas actitudes y sentimientos son poco a poco reemplazadas por
formas de subjetividad cualitativamente distintas, y los hombres empiezan a comprender
que el “todos” propicia el desarrollo de la individualidad y la personalidad para constituirse
en una inédita calidad humana que los hace cada vez más fuertes y libres. Estas son
premisas de base para conquistar una sociedad que en su existencia y ulterior desarrollo
ofrezca las condiciones necesarias para la realización concreta de los ideales de un nuevo
humanismo, que como realidad efectiva presupone el socialismo.
Finalmente, es un humanismo optimista: partiendo del hombre concreto inmerso en
las relaciones sociales y en los conflictos resultantes de ellas, se asienta firmemente en la
objetiva realidad capitalista, cuyo conocimiento y caracterización científicos hacen viable
la lucha revolucionaria por su transformación y la construcción de una nueva sociedad en la
que los individuos puedan acceder a una vida propiamente humana y donde el hombre no
sea nunca más el lobo del hombre. Con sus geniales y decisivos descubrimientos, Marx
mostró la estructura de la sociedad mercantil, basada en una economía de intercambio de
productos en el cuadro de una división del trabajo entre individuos o grupos productores y
en la que los productos realizan su valor en ese intercambio. Puso a la luz, entonces, la
función objetiva de las clases fundamentales: la clase obrera, cuya fuerza de trabajo crea
mercancías (que con su ingreso en el mercado crean, a su vez, un valor superior al suyo
propio); y la burguesía (plasmada históricamente con la acumulación primitiva del capital y
los factores acompañantes: la disolución de los señoríos feudales, la violenta expropiación
de los campesinos y su conversión en proletarios, la generalización de las relaciones
mercantiles, etc.), que compra esa fuerza de trabajo, se apropia de hecho y sin límite alguno
de los productos y, más allá de lo que es producido, de todos los objetos y servicios y de la
totalidad de las manifestaciones humanas. Marx desentrañó así el “misterio” de la plusvalía
y, por tanto, del beneficio, de la acumulación capitalista y del poder de la burguesía. Y al
demostrar el carácter histórico del modo de producción burgués, abrió el camino y sentó las
bases para la modificación social real dejando atrás el pesimismo, las fantasías utopistas y
las ilusiones de “mejoramiento” de lo existente mediante simples reformas. Sin embargo,
no dejó de enfocar a plenitud la alienación y la deshumanización que afectan al conjunto
social, rechazando toda resignación ante ellas y propugnando su superación efectiva a
través del cambio radical de las relaciones sociales que generan tales fenómenos negativos,
y no como una “cuestión de fe” sino como una profunda convicción científica apoyada en
hechos objetivos y por completo verificables empíricamente.
Desde el rescate revolucionario del hombre real, Marx y Engels nunca dejaron de
referirse al modo en que las relaciones sociales propias de la sociedad burguesa brutalizan
la esencia histórico-concreta del hombre como ser perteneciente a una especie que produce
conscientemente las condiciones de su propia vida, enfatizando siempre en el antagonismo
que en el plano teórico opone la concepción materialista de la historia a toda modalidad de
“humanismo” abstracto-especulativo y reivindicando así un humanismo real: el humanismo
proletario. A la vez, ambos tenían plena conciencia de que tal humanismo era incompatible
con la explotación y las relaciones clasistas y de que, por consiguiente, no podía alcanzar
realización en los marcos del capitalismo, sino dentro de una sociedad de nuevo tipo donde
los hombres desplegaran una existencia liberada de servidumbres objetivas y subjetivas.
Esa sociedad, en la que la expoliación y las clases quedaban abolidas, era el comunismo ya
nunca más concebido como inalcanzable ideal o lejana utopía elaborada por la “buena
voluntad” de las personas, sino como concreto movimiento de la historia que hacía posible
el logro y despliegue de la auténtica humanidad de los hombres. Por tanto, el humanismo
proletario, socialista, estaba y está íntimamente engarzado con la lucha para cancelar el
capitalismo y crear las premisas objetivas de una humanidad socializada, es decir, de una
sociedad realmente humanista.
El individuo y la sociedad
Luego de este paréntesis, extenso pero necesario, hay que reiterar que la decisiva y
total recusación de la antropología abstracta y el humanismo especulativo realizada por
Marx y Engels desde la perspectiva de la clase obrera revolucionaria no significó, en modo
alguno, eliminar en la concepción materialista de la historia y en el terreno de la teoría a
los individuos concretos, sino más bien mostrarlos como seres reales en sus relaciones
objetivas y como protagonistas en la vida social, borrando así al fantasmagórico “hombre
en general”, el hombre aislado que supuestamente existiría al margen de las relaciones
sociales, de las clases y sus luchas , es decir, fuera de la sociedad. Estos aspectos deben ser
enfatizados porque son casi innumerables las interesadas tergiversaciones orientadas a
difamar al materialismo dialéctico e histórico. Tales trastrueques (y muchos otros más) ya
se perpetraban en vida de Marx y Engels, y por ello este último los marcó a fuego en el
Prólogo al Libro III de El Capital: “cuando se quiere desentrañar problemas científicos,
primero hay que saber leer los textos que se utilizan en el sentido en que su autor los ha
redactado y, sobre todo, sin añadir cosas que no están en ellos”.
Comprender materialistamente la historia significa, ante todo, asumir que la vida
social surge y se desarrolla de acuerdo con determinadas leyes objetivas que operan con
independencia de la conciencia y la voluntad de los individuos. Esas leyes tienen un
carácter necesario-universal en lo que concierne a la existencia humana en su íntimo y
dialéctico nexo con la naturaleza; y, a la vez, un carácter necesario-específico en tanto
corresponden a las particularidades del modo de producción históricamente dado que, en
última instancia, determina la conciencia social y la singularidad de las necesidades
materiales y espirituales de los sujetos como agentes directos del proceso de producción
social. Sin embargo, todo esto no significa que las leyes del desarrollo social operan por sí
mismas y al margen de las personas, puesto que están conformadas por un infinito número
de acciones colectivas e individuales, actúan como la sumatoria y resultado general de ellas
y, por tanto, poseen índole estadística. En otros términos, en cada sociedad antagónico-
clasista las leyes específicas constituyen tendencias sociales de funcionamiento y desarrollo
que se configuran objetivamente dentro de la producción y en las relaciones entre las
clases, o sea, aunque emergen del quehacer vital de los individuos no pueden ser reducidas
a sus acciones particulares y son pasibles de modificación a través de la lucha de clases por
la acción colectiva de los propios hombres. Así, pues, debido a su modo de existencia la
actividad del hombre tiene siempre un contenido social-concreto y el uso de los frutos de la
misma posee un carácter socialmente definido, por lo que las leyes de la sociedad del caso
expresan en forma concentrada el conjunto de condiciones dominantes en la vida de los
individuos, conformándose como tales en calidad de tendencias que adquieren la fuerza de
necesidad histórica. Por consiguiente, la concepción materialista-histórica de la forma dada
de vida social otorga a dicha forma la condición de elemento primordial, decisivo y
condicionante en la configuración de los sujetos como tales, pero de ningún modo los hace
desaparecer como seres procedentes de la naturaleza y ligados a ella de manera inseparable
ni menos aún como personas, estableciendo así el nexo dialéctico entre la esencia humana
objetiva como conjunto de las relaciones sociales y las formas histórico-concretas de la
individualidad.
Marx explicaba que, mediante su actividad, el hombre crea un mundo propio, una
“segunda naturaleza” donde “la existencia de las gentes es el resultado de un precedente
proceso por el que atravesó la vida orgánica; sólo en determinada etapa de ese proceso el
hombre se hace hombre”. Y todo el caudal de las ciencias ha demostrado que en el curso
mismo de la evolución biológica se fueron preparando las condiciones necesarias para la
emergencia de un tipo nuevo y cualitativamente superior de desarrollo, es decir, para el
surgimiento del hombre y de la evolución social. Esto es así porque el proceso de desarrollo
de la materia (por lo menos en nuestro planeta) no consiste en la superposición mecánica de
niveles estructurales y organizativo-funcionales desconectados entre sí; sino que constituye
un proceso dialéctico en el que cada nivel de calidad nueva y superior emerge del anterior,
ensamblándose así la continuidad y la ruptura, o sea, la conservación de elementos del
antiguo nivel pero reestructurados, superados y subordinados por las leyes del nuevo nivel.
El hombre es el producto superior del desarrollo del mundo material y en su estructura
corporal existen elementos propios de los niveles inanimado y orgánico regidos de modo
inevitable por aspectos de las leyes correspondientes a tales niveles, pero tales elementos y
aspectos están subsumidos, integrados en forma diferenciada y subordinados por las leyes
del nivel social y cultural, jerárquicamente superiores y de carácter decisivo para asegurar
la modalidad específicamente humana del proceso evolutivo. Por ello, como puntualizó
Engels, en última instancia el ser humano “es, de una parte, el producto de su organización
innata y, de otra, el fruto de las circunstancias (sociales) que rodean al hombre durante toda
su vida”.
Así, pues, desde la alborada del surgimiento del hombre su organización corporal
(posición erecta, órganos de los sentidos en reestructuración, uso instrumental de la mano,
complejización cerebral, metabolismo específico, etc.) constituyó la “base natural” de la
historia humana al crear las posibilidades y condiciones para la existencia de la actividad
laboral colectiva, propiciar su despliegue y, por tanto, hacer factible la emergencia de la
sociedad y su desarrollo. En el momento inicial de la formación del hombre, la naturaleza
de éste (la esencia social humana en muy lento proceso de configuración) estaba
conformada por cierto conjunto de necesidades y disposiciones primarias para satisfacerlas,
establecidas en forma de rústicas orientaciones para sobrevivir; pero el desarrollo del
trabajo, la comunicación y otras formas de nexos entre los individuos fue afianzando la
vida y actividad colectivas, generando la cultura, haciendo surgir variadas capacidades que
a su vez podían formarse mediante la educación y consolidando el vínculo orgánico entre el
sujeto y su colectividad, relación que fue adquiriendo un tipo específico en cada una de las
formaciones económico-sociales de clases antagónicas. El propio curso objetivo de la
evolución socio-cultural fue, pues, marcando el hecho de que el individuo y la sociedad no
pueden existir por separado, cada cual por su lado, sino en dialéctica e irrompible unidad;
y, a la vez, ese mismo curso estableció la caracterización real de la esencia humana como el
conjunto de las relaciones sociales. Obviamente, las necesidades y tendencias que de modo
usual motivan la actividad de los sujetos constituyen su base natural o la naturaleza de su
individualidad, pero ésta siempre existió sólo dentro de la sociedad y nunca en estado
“puro” ajeno a la influencia formativa del medio social, ni inmovilizada, fijada de una vez
para siempre y exenta de cambios, sino en transformación histórica correlativa a las
modificaciones cualitativas de la estructura social dada y sus inherentes relaciones.
Sin embargo, antes de Marx y Engels numerosos y diversos pensadores concebían al
hombre en forma atomizada y aislado de sus reales condiciones sociales de existencia. Ellos
creían que cada individuo llevaba “en sí” de modo innato una “esencia humana” ahistórica,
el “hombre como tal”; y que la sociedad y los nexos entre los sujetos dentro de ella eran
sólo la manifestación aleatoria de esa “esencia” metafísica, constituyendo un elemento
puramente convencional, por completo externo a los hombres y a su vida objetiva. Como
resultado de esta apreciación, el individualismo fue considerado como el único medio para
la auto-afirmación de la realidad humana, en oposición radical a todo lo social. Quedó
instalada, entonces, la ilusión que hacía aparecer a los individuos existiendo separados e
independientes unos de otros; y que presentaba a la sociedad como fruto de un ocasional
“acuerdo racional” entre ellos, o sea, como elemento secundario y superficial sin incidencia
significativa en su existencia. Esta representación ilusoria concordaba a plenitud con los
intereses de la burguesía, que la convirtió en dogma, la difundió ampliamente en todos los
sectores sociales merced a su dominio ideológico y la utilizó de múltiples modos en la
teoría y la práctica para justificar y consagrar hacia la “eternidad” su condición de clase
propietaria. El serio y crucial problema de las relaciones reales entre el individuo y la
sociedad fue enviado al limbo, permaneciendo irresuelto en su totalidad hasta que Marx y
Engels se encargaron de solucionarlo científicamente.
La dilucidación materialista-histórica de ese problema desmanteló todas las fantasías
idealistas que nublaban su comprensión objetiva y puso a la luz el carácter histórico de la
formación económico-social burguesa, su contenido de clase y, por ello mismo, el tipo de
relaciones basadas en la explotación y sojuzgamiento de las grandes mayorías sociales.
Además, la solución aportada por Marx y Engels resultó de importancia cardinal porque
remarcó como vital necesidad la transformación profunda de la sociedad para hacer factible
el desarrollo auténticamente humano del propio ser humano, la realización concreta de
todos y cada uno de los individuos conformantes de la especie. No fue por azar o capricho,
entonces, que desde el momento mismo de su irrupción histórica el marxismo fuese visto
con odio y temor por la burguesía y considerado como un absoluto y mortal peligro que
debía ser eliminado a toda costa. De allí la permanente multiplicación de los reaccionarios
ataques y calumnias no sólo contra la ideología del proletariado para desacreditarla, sino
también contra las organizaciones socio-políticas y culturales que hallaban su norte en ella.
Así, dentro de la ofensiva ideológico-política burguesa la cuestión de las relaciones
individuo-sociedad adquirió particular importancia para atribuir falsamente al marxismo el
“endiosamiento de lo social”, el “aplastamiento de la individualidad” y el rebajamiento del
individuo a la vulgar condición de sumiso autómata. Desde la más simple objetividad, tales
infamaciones resultaban por completo insostenibles al ser confrontadas con los textos y las
formulaciones reales de Marx y Engels, por lo que los ideólogos de la burguesía se vieron
obligados de inicio a recurrir arteramente a otras “fuentes”. Entre ellas y de modo especial
ya en la época del imperialismo, a los absurdos criterios mecanicista-economicistas de
cierta corriente dogmática que, desde posiciones oficiales, se atribuía a sí misma la
condición de “marxismo auténtico”. En las opiniones de esta corriente, estaban velados y/o
distorsionados los vínculos dialécticos entre el individuo y la sociedad para separar y
oponer artificialmente a ambos, privilegiando de modo reduccionista y unilateral “lo social”
(encerrado dentro de “lo económico”) en aras de un “colectivismo” donde las personas
serían apenas simples elementos anónimos y pasivos de una vasta urdimbre social. Así,
para tan montaraz corriente, que de hecho despersonalizaba al ser humano con el pretexto
de preservar la “pureza ideológica” de la “doctrina”, cualquier aproximación teórica al
individuo real implicaba rendir tributo al “individualismo burgués” y toda alusión al valor
objetivo de las personas significaba “apoyarse en la ideología religiosa”.
En su tiempo, Marx calificó como “vulgares” los puntos de vista similares a los de
esta corriente que precisamente por su carácter rudimentario significaban un exacto anillo
para el dedo burgués, siendo asumidos como verdades reveladas por los pensadores y
publicistas reaccionarios (y también por ciertos “progresistas”) para atacar al marxismo y
regocijarse acusándolo de constituir una suerte de “colectivismo mental” que considera
irrelevantes la individualidad y la subjetividad, de representar un “crudo objetivismo” y, en
fin, de no ser otra cosa que una expresión más de “sociologismo” y “economicismo”. En
sus ataques, los ideólogos burgueses retomaban en esencia los rancios argumentos del
humanismo abstracto-especulativo que coloca en el centro al individuo aislado y ahistórico,
adobando en forma diversa esos desvaríos (por ejemplo, con los del “personalismo”
católico a lo Emmanuel Mounier) para presentarlos como “alternativa” a un marxismo
caricaturizado y convertido a placer en una “concepción deshumanizadora” del hombre.
Obviamente, con la pretensión de descalificar la práctica política revolucionaria a la que el
marxismo conduce, tendían un espeso manto sobre las innumerables referencias de Marx a
los hombres como individuos histórico-concretos vinculados entre sí por objetivas y
necesarias relaciones sociales, es decir, considerados no como entes aislados de carácter
abstracto, místico-religioso o puramente psicológico, sino en su calidad de reales agentes
activos de funciones sociales históricamente determinadas, de representantes generales de
las clases sociales en lucha .
Al respecto, y con total pertinencia, González Casanova ha subrayado un hecho
esencial: “En la Europa de mediados del siglo XIX, Marx hizo un descubrimiento que
cambió el curso de la historia. Puso en el centro de su investigación las relaciones, en vez
de los sujetos y objetos característicos del pensamiento idealista que lo precedió. De las
relaciones destacó una: la relación de explotación, directamente ligada a la de propiedad de
los medios que sirven para producir. La encontró en distintos modos de producción:
asalariada en el capitalismo, servil en el feudalismo, esclava en el Mediterráneo greco-
romano, despótica y aldeana en la antigua Asia” (36). Tal relación principal es la que
determina el discurrir de la vida y actividad del individuo en las formaciones sociales de
clases antagónicas. Con ese descubrimiento, Marx resolvió definitivamente el problema de
los nexos entre individuo y sociedad: sin mella alguna de su condición de ser humano
actuante y pensante, el individuo concreto depende de la sociedad concreta en la que se
inserta y está dialéctica e inseparablemente ligado a ella, por lo que debe ser apreciado y
valorado en el nivel de importancia de las relaciones sociales.
Esto fue puesto muy en claro en la VI Tesis sobre Feuerbach, aunque no faltan
quienes la tergiversan “interpretándola” de modo superficial o ambiguo, con carencia de
rigor analítico o interesadamente, para llevar agua a su propio molino. En todo caso, la
ubicación en plano primordial de las relaciones sociales hecha en esa Tesis no significa de
ninguna manera reducir al mínimo ni eliminar la importancia del individuo. En ella, y en su
engarce interno con las demás Tesis, las relaciones sociales no están reducidas a simples
relaciones económicas, ni tampoco la sociedad se presenta diluida en una indefinida inter-
subjetividad. Las relaciones sociales tienen como base las relaciones histórico-económicas
de producción (que son relaciones entre las clases), pero no se reducen a ellas sino que
también abarcan necesariamente las relaciones súper-estructurales: políticas y jurídicas,
ideológicas y culturales, constituyendo estas últimas la “vida espiritual”, el pensamiento
entendido como relación social. Por tanto, implican de modo necesario la presencia y la
relevante actividad de los individuos.
Ya en La ideología alemana estaba nítidamente expresado que el “secreto” del
individuo civilizado no reside en una imaginaria “naturalidad” en sí misma (37), sino en
aquella humanidad objetivada que constituye el conjunto de las relaciones sociales. Y
también que, precisamente, sólo con la asimilación siempre personal del conjunto de las
relaciones sociales el individuo hace de sí mismo un ser humano desarrollado de modo
histórico: la apropiación siempre individual de la esencia humana es lo que determina que
cada sujeto sea un ser humano, de modo que el desarrollo histórico de éste constituye el
único “fin en sí mismo de la historia”. Por ello, para Marx y Engels el único sentido que
tiene la historia es aquel que los hombres le proporcionan haciendo del libre y pleno
desarrollo de cada individuo un fin en sí mismo; y en el Manifiesto Comunista señalaron
enfáticamente que en la futura sociedad sin clases el libre desarrollo de cada persona será la
condición del libre desarrollo de todas las demás, y viceversa.
Pero el temor y el odio de los explotadores, sus ideólogos y sus publicistas hacia el
marxismo no tienen límites y buscan por todos los medios estigmatizarlo tratando de
“demostrar” lo indemostrable tergiversando claras formulaciones e “interpretándolas” de
modo antojadizo. Un ejemplo de ello es la manipulación tramposa de lo apuntado por Marx
en el Prólogo a la primera edición alemana de El Capital: “No he pintado de color de rosa
ni al capitalista ni al terrateniente. Pero no se trata aquí de personas sino en la medida en
que son personificación de categorías económicas, los sustentáculos de determinados
intereses y relaciones de clase”. De esta afirmación se desprendería, según los ideólogos de
la burguesía, que el marxismo no considera al obrero asalariado y al capitalista (agentes
principales del modo de producción burgués) como individuos, como personas, sino sólo
como encarnaciones del trabajo asalariado y del capital, con lo que quedaría “probada” la
“disolución” del individuo en la clase, su “sojuzgamiento” por la colectividad y, por tanto,
el enorme “desprecio” por el hombre y el rechazo al “humanismo”. Sin embargo, esos
ideólogos pasan por alto con malicia que el subtítulo del texto de Marx es Crítica de la
Economía Política, indicando así su índole de estudio de la estructura económica de la
sociedad capitalista como etapa del desarrollo histórico-social. Es, pues, la investigación
acerca de los mecanismos de acción de las leyes objetivas que expresan el carácter de los
procesos económicos y sus tendencias principales en tal sociedad. De allí que el nivel del
análisis económico de la vida y actividad en el capitalismo tenga que hacer abstracción
científica del hombre considerado integralmente y que, por consiguiente, los individuos
sean presentados en calidad de “personificaciones” del sistema de relaciones económicas
operantes.
En el Libro II de El Capital, en el análisis de las contradicciones internas de la ley
de la tendencia decreciente de la cuota de beneficio, está muy claro que “el proceso
capitalista de producción consiste esencialmente en la producción de plusvalía,
representada por el producto excedente o por la parte alícuota de las mercancías producidas
en que se materializa el trabajo no pagado. No debemos olvidar nunca que la producción de
esta plusvalía (y la reversión de una parte de ella en capital, o sea, la acumulación,
constituye una parte integrante de esta producción de plusvalía) es el fin inmediato y el
motivo determinante de la producción capitalista. Por tanto, no debe presentársela como lo
que no es, o sea, como una producción que tiene como fin inmediato el goce o la creación
de los medios de goce del capitalista. Hacerlo así sería prescindir de su carácter específico,
que se manifiesta en toda su estructura interna”. Por consiguiente, si el fin del capital es la
generación de ganancia, y de ningún modo la satisfacción real de las necesidades humanas,
entonces la propia acción de los mecanismos del sistema reduce a los hombres a la
condición de portadores de las categorías económicas y ello se refleja en la correspondiente
teoría económica burguesa que excluye de su campo al individuo concreto y sólo lo ve
como agente social abstracto de la producción. “Olvidar” este hecho objetivo o no tenerlo
en cuenta, “culpando” a Marx por mostrar científicamente la realidad capitalista, significa
ignorar las características del sistema mismo y de su reflejo teórico-burgués, a la vez que
evidenciar estolidez o mala fe extrema. Además, Marx siempre consideró que la economía
política era uno de los componentes de su doctrina, pero no el único; y, por ello, jamás
restringió sus análisis a un terreno delimitado estrictamente por las categorías económicas,
ni dejó de lado los procesos vinculados a la vida individual como si fueran ajenos al estudio
científico del capitalismo. Los análisis marxianos abarcan no sólo la explotación económica
y la extracción de plusvalía, sino también las formas de dominación política, la teoría del
poder, la red de mecanismos de sujeción de las subjetividades y la cultura. Y hay algo por
completo evidente: él nunca se propuso elaborar El Capital como un tratado puramente
antropológico.
En El Capital se constata el elevado nivel de abstracción científica de los análisis
económicos, pero en ellos de ningún modo está excluida la presencia permanente del
hombre concreto, y las referencias y exámenes circunstanciados al respecto son más que
abundantes. Para citar sólo algunos, la brutal expropiación de los trabajadores del campo y
la génesis del granjero capitalista en el proceso de acumulación primitiva del capital, la
explotación salvaje de los obreros industriales, la deformación física y mental de los
trabajadores producida por el maquinismo, la criminal incorporación de niños pequeños,
adolescentes y mujeres en la producción fabril, la terrible tragedia de la miseria popular y el
sufrimiento de las personas, la codicia empresarial, etc. En El Capital se demuestra sin
atenuantes que la naturaleza particular de la producción capitalista es la generación de
plusvalía; que su principal motor es el afán de obtener la máxima rentabilidad y nunca la
satisfacción de las necesidades reales del hombre; que la sociedad burguesa promueve el
desarrollo unilateral de determinadas capacidades humanas requeridas por la producción
considerada como un fin en sí mismo y la correspondiente creación de nuevas necesidades
(en gran medida superfluas) que son transformadas en fuente adicional de lucro con total
omisión de la personalidad del hombre y de su formación integral y armónica. Que en el
capitalismo el ser humano carece de valor por sí mismo y es visto sólo como agente de la
producción, la cual se realiza únicamente para incrementar la riqueza cosificada; que el
trabajo del hombre, el proceso vivo de su actividad, está subordinado al trabajo anterior,
vaciado y petrificado en los medios productivos materiales; y que éstos (bajo la forma de
propiedad privada concentrada en manos de los capitalistas) se hallan separados del
productor directo y se oponen hostilmente a él, de modo que el trabajo muerto y cosificado
en los medios de producción asume poder y aplasta al trabajador. Por tanto, el cacareado y
ficticio “anti-humanismo” con el que se pretende descalificar al marxismo no está en su
teoría revolucionaria, que describe y explica los mecanismos internos de la producción
capitalista y sus efectos letales sobre los hombres, sino que el anti-humanismo real se halla
en todos los niveles e instancias objetivas y subjetivas de la propia sociedad burguesa.
Marx jamás quedó aprisionado en el análisis estrechamente económico e incluso en
sus trabajos científicos más centrados en la economía nunca dejó de lado la situación real,
las necesidades concretas y los intereses objetivos del proletariado y de las grandes masas
humanas. Si en su teoría económica retuvo, en sentido estricto, la funciones de los hombres
como representantes de relaciones económicas, no dejó de señalar en los Grundrisse que
“los individuos, es verdad, se presentan sólo como sujetos de este proceso (de producción
burgués), pero mantienen igualmente relaciones entre sí, que reproducen de manera ya sea
simple o amplia. Paralelamente al mundo de la riqueza que crean, renuevan por tanto su
propio proceso en movimiento constante”. Y en el conjunto de su teoría (fundamentada en
el materialismo histórico) examinó la vida y la actividad globales de los individuos en la
sociedad burguesa. Así, al poner en evidencia la esencia antagónica del capitalismo reveló
lo que tal sistema representaba en términos de progreso, pero también de atroz costo
humano y social; mostró cómo y por qué existían pocos beneficiarios e innumerables
víctimas en esa etapa de encarnizadas confrontaciones de clase en el desarrollo histórico;
excluyó drásticamente cualquier crítica romántica del estado real de cosas y las sentencias
moralistas al uso sobre la situación de los individuos; rechazó las consideraciones
humanistas abstractas, valoró clasistamente el proceso social y luchó sin vacilaciones por el
avance y la emancipación de la clase obrera y todos los sectores oprimidos. Resulta falso y
absurdo, entonces, sostener que se “olvidó” del hombre concreto y lo “sacrificó” en aras de
“esquemas generales de la Historia”, cuando por el contrario el “elemento antropológico”
está siempre presente en su obra y su peso específico se acrecienta al pasar de la economía
política del capitalismo al socialismo científico.
Entender correctamente los escritos económicos de Marx, en particular El Capital y
los Grundrisse, implica ir mucho más allá de la mera reconstrucción fría e impersonal de un
abstracto andamiaje de categorías económicas; y significa abrir todas las vías para percibir
en forma nítida y permanente el nexo orgánico entre las modalidades de funcionamiento
objetivo de la estructura de relaciones capitalistas de producción y sus efectos sobre la vida
y la actividad de los individuos reales del sistema. Además, como certeramente lo ha
puntualizado M. Caveing, si en El Capital, los Grundrisse y otros trabajos Marx hubiera
presentado a los hombres única y exclusivamente como categorías económicas, le habría
resultado por completo imposible referirse allí a la alienación que los aplasta. Por el
contrario, en tanto los consideró también en su condición de personas reales, de individuos
concretos, todos los procesos económicos fueron por igual interpretados como procesos de
la vida individual y el desarrollo histórico de la sociedad fue visto como desarrollo del
hombre social, es decir, como antropogénesis social que incluye el fenómeno de la
alienación en calidad de contradicción interna fundamental.
Basta, pues, con pasar revista a cualquiera de los escritos de Marx y Engels para
comprobar que, en toda circunstancia, el análisis de los fenómenos y procesos económicos,
socio-políticos, ideológicos y culturales remite indefectiblemente a los individuos concretos
implicados en ellos. Para ambos, en general, todo proceso o relación económico-social
pone en juego las fuerzas físicas, las capacidades psíquicas y la creatividad de las personas,
por lo que las categorías y conceptos económicos poseen siempre un aspecto antropológico
ya que “la fuerza productiva principal es el hombre”. Por otra parte, en base a un profundo
análisis sobre el significado de la creciente irrupción de la ciencia en la producción, Marx
descubrió en el desenvolvimiento capitalista de la Inglaterra victoriana la tendencia
dominante de la historia contemporánea hacia el desarrollo integral del individuo
trabajador y, por tanto, pensó el comunismo en términos de autonomía solidaria de sus
protagonistas, en oposición a la heteronomía aislante del capitalismo, señalando que “la
emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”. Así, como remarca
Isabelle Garo, para el marxismo luchar contra la explotación y el sojuzgamiento de las
masas humanas en la perspectiva de conquistar una nueva sociedad y comenzar a destruir la
objetiva alienación histórica que aplasta a los hombres, implica la más intensa activación de
la iniciativa emancipadora de cada individuo, debido a que la configuración de la
subjetividad colectiva como un “todos” de calidad histórica inédita sólo puede tener lugar
en tanto se produce la individualización creciente de los sujetos que elaboran su propia
conciencia crítica y participan en la lucha social revolucionaria sin que nadie los fuerce a
intervenir en ella.
El interés primordial de Marx siempre estuvo centrado en los hombres concretos que
hacen la historia, en la capacidad creativa de los individuos y en los factores determinantes
que moldean y regulan su actividad. En el Libro I de El Capital, criticó radicalmente el
productivismo capitalista basado en el criterio de que la producción cada vez más creciente
de mercancías es el objetivo fundamental de la economía y de la sociedad en detrimento del
bienestar y el desarrollo de las personas, es decir, desmontó los mecanismos del fetichismo
de la mercancía cuyo resultado radica en que “la producción y sus relaciones gobiernan al
hombre en vez de ser gobernadas por él”. Con tal productivismo, el capitalismo no sólo
asfixia las fuerzas físicas y mentales del trabajador al someterlo a un agobiante régimen
laboral y a una vida sin horizontes de progreso, sino que también agota las fuerzas propias
de la naturaleza al conducir a la depredación de sus recursos. Por tanto, en la nueva
sociedad surgida de la superación revolucionaria del capitalismo el objetivo fundamental no
será producir una cantidad infinita de bienes prolongando el embrutecedor consumismo
burgués, sino lograr a través de la racionalización de la producción y la reducción
progresiva de la jornada de trabajo (entre otros aspectos) que los individuos cuenten con el
suficiente tiempo libre para participar activamente en la vida política y social; disfrutar de
los logros y ventajas de la cultura y la ciencia; estudiar y auto-elaborarse de modo
coherente; cualificar su pensamiento, sus sentimientos y sus acciones; integrarse a fondo en
su colectividad; dar curso apropiado a su creatividad; y desarrollarse en forma multilateral
y a plenitud. Con el despliegue del cualitativamente nuevo modo de producción, la
adecuada satisfacción de las necesidades reales de las personas tendrá que ir ocurriendo al
margen de las “leyes del mercado”, dejando atrás el dominio aplastante del dinero, la
producción al infinito de mercancías inútiles y el unilateral y restringido desarrollo de los
individuos.
Y, en fin, para terminar despejando cualquier posible duda al respecto, cabe recordar
lo anotado por Marx en su análisis de los modos productivos pre-capitalistas: “cuán
sublime parece la antigua concepción que hace del hombre (cualquiera que sea la estrechez
de su base nacional, religiosa o política) el fin de la producción, en comparación con
aquella del mundo moderno en la que el fin del hombre es la producción, y la riqueza el fin
de la producción”. “Pero, concretamente, ¿qué será la riqueza una vez despojada de su
forma burguesa todavía limitada? Consistirá en la universalidad de las necesidades, las
capacidades, los disfrutes, de las fuerzas productivas, etc., de los individuos, universalidad
producida en el intercambio universal. Será la dominación plenamente desarrollada del
hombre sobre las fuerzas naturales, sobre la naturaleza propiamente dicha, así como sobre
su propia naturaleza. Será la expansión completa de sus capacidades creadoras, sin otra
presuposición que el curso histórico anterior que hace de esta totalidad del desarrollo un fin
en sí; en otras palabras, desarrollo de todas las fuerzas humanas como tales, sin que sean
medidas por un patrón preestablecido. El hombre no se reproducirá como unilateralidad,
sino como totalidad. No tratará de seguir siendo una cosa que ha sido ya, sino que se
insertará en el movimiento absoluto del devenir. En la economía burguesa y la época
correspondiente, en lugar de la expansión completa de la interioridad humana, es el
despojo completo; esta objetivación universal aparece como total, y el trastorno de todas las
trabas unilaterales como sacrificio del fin en sí a un fin enteramente exterior” (38).
Pues bien y entrando en el meollo de la cuestión central de este apartado, Marx y
Engels rechazaron la “auténtica filosofía del hombre” con la que el idealismo concedía
carácter primordial al individuo portador de una subjetividad absoluta y cuya esencia es
“autónoma”, es decir, independiente de la sociedad y resultado de una “libre y propia”
creación. (Esta ilusión ideológica sigue siendo el estandarte de la gran burguesía. Hay que
recordar a la feroz Margaret Thatcher pontificando con estolidez que “la sociedad no existe,
es una entelequia inventada por profesores, sólo existen los individuos”). Estas creencias
individuo-centristas fueron recusadas de modo terminante para priorizar a la sociedad y sus
relaciones concretas, enfatizar en el análisis clasista de los fenómenos sociales y apreciar el
enfoque social como el único camino acertado y viable para la comprensión científica de la
esencia real del hombre y de su condición objetiva. Al establecer los nexos de dependencia
y subordinación de los individuos con respecto a las estructuras sociales, Marx y Engels de
ninguna manera los expulsaron de la historia, sino que les asignaron científicamente su
lugar objetivo en ella.
Descartando la comprensión abstracta y especulativa del hombre y de la esencia
humana, remitieron tales conceptos a una realidad histórica material e identificaron la base
concreta de existencia de los individuos y de su desarrollo real. Así, para el marxismo el
hombre es por naturaleza un ser social, que se forma como individuo, adquiere y despliega
sus atributos singulares y se configura como personalidad en el seno de una formación
social dada. En calidad de sujeto de la historia, es el producto de las relaciones sociales
histórico-concretas que él mismo crea y en las que vive, actúa y se desarrolla; su fisonomía
espiritual está socialmente condicionada y posee rasgos inherentes y específicos formados
bajo la influencia del conjunto de relaciones sociales existentes (que encuentran reflejo en
determinadas normas jurídicas, morales, estéticas, etc. de la clase en que participa y del
conjunto de la sociedad). El reconocimiento de estas regularidades en la formación del
hombre concreto y en su devenir como personalidad implica, entonces, asumir plenamente
el significado objetivo de las relaciones sociales, las modificaciones históricas de la esencia
humana y las vías reales del desarrollo individual (39).
Refiriéndose a ese hombre concreto, Marx y Engels señalaron que “es evidente…
que la verdadera riqueza espiritual del individuo depende totalmente de la riqueza de sus
relaciones reales”. Sin embargo, tales relaciones individuales están a su vez determinadas
por las relaciones sociales objetivas establecidas con anterioridad, de modo histórico. Al
nacer, al llegar al mundo, las personas “se encuentran ya con sus condiciones de vida
predestinadas, por así decirlo; se encuentran con que la clase les asigna su posición en la
vida y, con ello, la trayectoria de su desarrollo personal; se ven absorbidos por ella. Es el
mismo fenómeno que el de la absorción de los diferentes individuos por la división del
trabajo” (40). De este modo, el hecho concreto de “ser hombre”, o sea, la forma individual
de la humanidad, de ninguna manera es concebible como el factor primario (tal cual lo
presenta la concepción idealista de la historia y aparece espontáneamente ante el sujeto
mismo como ilusión ideológica), sino como secundario o derivado al estar su base objetiva
constituida por el conjunto real, histórico y cambiante de las relaciones sociales.
En otros términos, el individuo nace con la estructura biológica propia de la especie y
porta un caudal de potencialidades susceptibles de convertirse en realidades, pero lo que
determina que ese individuo sea un ser humano está conformado fuera de él, es exterior a
él mismo, existe como relaciones sociales en la sociedad concreta dada. Y como ese
conjunto de relaciones, esa esencia humana es externa al sujeto, es histórica y cambiante,
obviamente no es innata, por lo que para alcanzar la condición de humano cada individuo
está obligado a interiorizarla, debe apropiársela (junto con el patrimonio cultural de la
humanidad) a través de sus contactos con los demás y de su propia actividad. Tiene que
aprenderla desde el momento mismo de su nacimiento a través de (y con el apoyo de) la
educación, la enseñanza y la práctica concreta; es decir, debe asimilar o incorporar esas
relaciones sociales y ese patrimonio cultural para convertirlos en parte ideal y práctica de sí
mismo (41). Esto significa que las peculiaridades y capacidades específicamente humanas
no se transmiten por herencia biológica, sino que el individuo tiene que adquirirlas y
desarrollarlas en el curso de su existencia a través de un activo proceso de apropiación o
aprehensión concreta de la cultura material y espiritual forjada por las generaciones
anteriores en el desenvolvimiento socio-histórico. Sólo de esta forma podrá convertir sus
propias potencialidades particulares, singulares, en realidades objetivas y desplegarlas para
definirse a sí mismo como personalidad única e intransferible.
Así, no obstante toda su importancia, el individuo no es el verdadero punto de partida
porque la sociedad no está compuesta de individuos aislados: aún en su condición de seres
sociales, los individuos no son los elementos primordiales de la estructura social, ya que la
esencia del hombre se encuentra objetivamente en las relaciones sociales. Como anota M.
Caveing, “la esencia humana es exterior a los individuos: no solamente ella no está ‘en’ los
individuos, sino que tampoco tiene la forma de la individualidad. Este descentramiento del
individuo humano respecto de su esencia de hombre significa que en modo alguno la
esencia humana inhiere de manera natural al individuo, sino que, por el contrario, éste debe
apropiarse de ella, de este conjunto histórico de relaciones sociales en las que consiste toda
la realidad de su esencia. Pero también significa que las relaciones sociales, que constituyen
la esencia humana real, dominan soberanamente sobre el desarrollo personal de los
individuos, determinando su deformación o su despliegue” (42).
Por consiguiente, de inicio Marx y Engels excluyeron cualquier psicologización de
la sociedad para enfatizar en la sociabilidad y la socialización fundamentales de los
hombres que, en su calidad de seres sociales, son el resultado de la historia, y no su punto
de partida. Esto no niega el hecho de que son justamente los individuos quienes construyen
la historia, pero lo hacen únicamente en el marco de las relaciones sociales concretas que
establecen entre sí fundamentalmente para crear sus medios de existencia y que cambian
con el avance de las fuerzas productivas que, a su vez, son también productos históricos. En
esta línea concepcional, para Marx y Engels una ciencia antropológica no podía tener lugar
sino sobre la base de la ciencia de la historia; y, al mismo tiempo, la ciencia de la historia
resultaba imposible sin elaborar a la vez la teoría de la producción material histórica de los
individuos. Esta dialéctica interconexión teórico-objetiva estaba determinada por el hecho
concreto de que tal producción material histórica de los individuos no constituye una suerte
de subproducto de algún modo contingente con respecto a la historia misma, sino más bien
un elemento que está integrado en ella de múltiples maneras como momento esencial (43).
Marx y Engels nunca dejaron de puntualizar que, como parte de las relaciones
sociales preexistentes al individuo, las relaciones de producción son nexos esenciales que
se establecen colectiva e históricamente de modo imprescindible para generar los medios de
existencia de los hombres y en las que éstos hallan de antemano determinado su proceso de
vida real. A la vez, siempre pusieron en claro que el desarrollo de las fuerzas productivas en
el curso de la historia ha significado también el desarrollo de las capacidades y habilidades
de los individuos. Por tanto, el concepto materialista histórico de hombre remite a la
objetividad relacional de la vida social y al correspondiente desarrollo físico, psicológico y
cultural del individuo, en oposición plena a la ilusión ideológica del sujeto aislado y a la
reducción idealista del ser humano a una subjetividad abstracta, desgajada por completo del
gran marco de la realidad histórica. En términos dialécticos, “la historia social de los
hombres nunca es otra cosa que la historia de su desarrollo individual, sean o no
conscientes de ello. Sus relaciones materiales son la base de todas sus relaciones. Estas
relaciones materiales son sólo las formas necesarias en que se realiza su actividad material
individual” (44).
Desde una perspectiva científica, estas formulaciones están alejadas por completo de
antinomias lógicas, razonamientos circulares o cualquier reduccionismo, constituyendo
objetivamente el encaramiento dialéctico de las relaciones entre el individuo y la sociedad.
De allí que, desmenuzando la ilusión ideológica del individuo aislado, Marx señalara en los
Grundrisse que en la sociedad burguesa, “en la cual reina la libre competencia, el individuo
parece emancipado de los lazos naturales y de otros vínculos que, en épocas anteriores de
la historia, lo mantenían en el seno de un conglomerado humano preciso y bien delimitado.
Este individuo del siglo XVIII es producto, por una parte, de la disolución de las formas
sociales del feudalismo y, por otra, de las fuerzas productivas nuevas surgidas desde el
siglo XVI. Para los profetas del siglo XVIII, que todavía consideran que Smith y Ricardo
encarnan todas las ideas, este individuo aparece como un ideal cuya existencia pertenece al
pasado. No constituye para ellos el resultado de la historia, sino su punto de partida. No es
una creación de la historia, sino un hecho natural, conforme a las ideas que ellos se hacen
de la naturaleza humana. Esta mistificación ha sido hasta ahora el caso de toda nueva
época”.
En consecuencia, “Sólo en el siglo XVIII, en la ‘sociedad burguesa’, es cuando los
diversos vínculos sociales representan para el individuo simples medios para alcanzar sus
fines particulares, como una necesidad exterior. No obstante, la época que crea esta
concepción del individuo aislado es precisamente aquella en la cual las relaciones sociales
(convertidas en generales a este nivel) han alcanzado el más alto grado de desarrollo. El
hombre es, en el sentido más literal, un zoon politikón (animal político); no sólo es un
animal social, sino también un animal que no puede individualizarse sino dentro de la
sociedad”. “Concebir que el lenguaje puede desarrollarse sin individuos vivientes y
hablando entre sí no es menos absurdo que la idea de una producción realizada por
individuos aislados fuera del ámbito de la sociedad”. Por consiguiente, “la sociedad no se
compone de individuos (aislados); expresa la suma de relaciones y de condiciones en las
cuales se encuentran estos individuos los unos respecto a los otros”. “Esclavo y ciudadano
representan determinaciones sociales, relaciones entre los hombres. El individuo A no es
esclavo como hombre: es esclavo en y por la sociedad”. De este modo, “En el mundo
moderno, las relaciones personales se derivan pura y simplemente de las relaciones de
producción y de cambio”, por lo que en cada individuo “la universalidad de su desarrollo,
de su disfrute, de su actividad dependen de la economía de su tiempo. En último análisis, a
esto se reducen todas las economías”.
En ligazón estrecha con estas consideraciones, Marx indicaba también el cambio
esencial experimentado en el curso de la historia por los vínculos entre los hombres para
producir sus medios de existencia: “Las relaciones de dependencia personal (primero
enteramente naturales) son las primeras formas sociales en las cuales la productividad
humana se desarrolla lentamente y al principio en puntos aislados. La independencia
personal fundada en la dependencia con respecto a cosas constituye la segunda gran etapa;
se forma por primera vez un sistema general de metabolismo social, de relaciones
universales, de necesidades diversificadas y de capacidades universales. La tercera etapa
la constituye la libre individualidad fundada en el desarrollo universal de los hombres y en
el dominio de la productividad social y colectiva, así como de sus capacidades sociales. La
segunda crea las condiciones de la tercera. Las estructuras patriarcales y antiguas (así como
las feudales) entran en decadencia, en tanto se desarrollan el comercio, el lujo, el dinero y
el valor de cambio, de los cuales la sociedad moderna ha tomado su ritmo para progresar”
(45). Así, las “primeras formas sociales” corresponden a las de la comunidad gentilicia; la
“segunda gran etapa” está referida a las sociedades de clases antagónicas (esclavista y
feudal), sobre todo a la capitalista; y la “tercera etapa” es la del comunismo. En cada una de
estas grandes fases históricas, la esencia humana presenta una fisonomía integral propia del
hombre como ser social y, a la vez, características y rasgos específicos y diferenciales.
Marx mostró, pues, el carácter ilusorio de los criterios idealistas y burgueses sobre
el “hombre en general” (que, además, “son por completo inútiles para la ciencia” porque el
ser humano nunca tiene “necesidades en general”, sino concretas necesidades materiales y
espirituales) y su encarnación en el individuo “natural” y aislado como elemento primordial
de la sociedad (ya que, ante la naturaleza, ese individuo deja de ser hombre para ser apenas
“un animal gregario”). Enfatizó, entonces, en que para entender realmente al ser humano
debe tomarse como punto de partida un determinado carácter del hombre social, es decir,
un carácter dado de la sociedad en que vive y actúa porque la producción y, por tanto, el
proceso de obtención de los medios de vida, siempre tienen un carácter social. El hombre es
un ser histórico-social que examinado al margen de la sociedad, atomizado y solitario frente
a la naturaleza, “no pasa de ser un animal”. Y al poner en evidencia la modificación central
y objetiva en los vínculos entre los individuos en el proceso histórico, Marx ratificó que los
parámetros fundamentales de la esencia del hombre como ser social están determinados por
el conjunto concreto de las relaciones sociales.
Ahora bien, desde la perspectiva del desarrollo histórico la existencia de estructuras
sociales ha sido a la vez el factor determinante de las formas de existencia histórica de la
individualidad. Durante ese proceso, el hombre ha cumplido históricamente un específico
papel social: primero, como miembro de la comunidad gentilicia y, luego, como integrante
de las sociedades esclavista, feudal y capitalista. Por tanto, en las sociedades de clases
antagónicas la peculiaridad social-clasista ha sido (y sigue siendo) la forma social empírico-
concreta de la existencia individual: el hombre ha actuado como amo, esclavo, artesano,
comerciante, señor feudal, siervo de la gleba, capitalista, proletario, pequeño burgués,
terrateniente, campesino, arrendatario, etc. En el sentido del desempeño de un rol social, y
sólo en ese sentido, el hombre histórico-concreto, el hombre como tal, puede ser entendido
como “hombre en general” siempre y cuando esta expresión conceptual posea un contenido
objetivo, ajeno a cualquier consideración abstracto-especulativa, metafísica e intemporal.
La división clasista de la sociedad, condicionada por el nivel de desarrollo de las fuerzas
productivas, constituye, entonces, un escalón en el desenvolvimiento histórico y concreto
de la esencia humana y de la configuración real de los individuos, lo mismo que un nivel
específico de las contradicciones dialécticas inherentes a ambos procesos.
En su concepción del hombre, el marxismo no atribuye al individuo un status
ontológico único y exclusivo, sino que lo considera en su condicionamiento socio-histórico
como elemento orgánico de la sociedad; y aprecia la actividad socialmente determinada,
para transformar la realidad en correspondencia con sus leyes objetivas, como el vehículo
para configurar la esencia humana e impulsar el desarrollo individual. Para decirlo con
Sánchez Vázquez, la historicidad permea la condición del hombre como ser social, de
modo que su socialidad siempre adopta formas histórico-concretas. Ese hombre es por igual
un ser consciente de sí mismo y de sus relaciones con los demás, de su propia actividad y
de sus productos; y su conciencia tiene también formas históricas y concretas (por ejemplo,
la conciencia del obrero ante el carácter alienado de su trabajo o la conciencia ordinaria
que, en la sociedad enajenada, sólo concibe al hombre como creación divina). “El hombre
es, pues, un ser histórico y, por ello, ninguno de sus rasgos esenciales puede ser fijado de
una vez y para siempre, como rasgos constantes e inmutables de todos los sujetos en todos
los tiempos y todas las sociedades. El hombre es un ser consciente, práctico y social, pero
todo ello es un movimiento histórico que no tiene fin y en el curso del cual él se produce a
sí mismo y se auto-realiza. En ese proceso, las características esenciales adoptan formas
concretas que parecen oponerse a esta auto-producción del hombre (como acontece con las
formas de conciencia falsa, de trabajo enajenado y de sociedad egoísta), si bien esas formas
se presentan a juicio de Marx con una necesidad histórica que crea asimismo las
condiciones para su propia superación” (46).
Siguiendo a Marx y Engels cabe, por tanto, asumir dos propiedades fundamentales
de la esencia humana unidas de modo íntimo y dialécticamente contradictorio: por un lado,
su orientación hacia la integralidad y, por el otro, su imperfección y apertura hacia el
futuro. Tal orientación implica el progresivo avance histórico hacia el desarrollo pleno y
multilateral de las capacidades y las fuerzas creativas del hombre, en tanto la imperfección
constituye la premisa para la realización cabal de esa tendencia. Esto equivale a decir que
lo propio del ser humano es precisamente hallarse en movimiento absoluto y que su esencia
no está ya dada definitivamente, sino en proceso de desarrollo. Por ello, ambos sabios
revolucionarios se refirieron de modo constante a los propósitos de su trabajo teórico-
político: contribuir, a través de la emancipación del proletariado, a la liberación de todos los
seres humanos y a la edificación de una nueva y racional sociedad en la que las personas
encuentren las condiciones adecuadas para su desarrollo ascendente. En último análisis, ha
puntualizado Caveing, jamás perdieron de vista la necesidad de los hombres de destruir la
totalidad de servidumbres económico-sociales, políticas e ideológico-culturales que los
aplastan y rebajan su condición humana, incluyendo aquellas de carácter psicológico que
revisten la forma de trabas internas a su desarrollo personal.
Marx y Engels no concibieron ningún “atajo” para el logro de esa liberación: ésta
debe inevitablemente pasar por la transformación revolucionaria de la sociedad antagónico-
clasista y el desarrollo indefinido de las posibilidades de la distinta y cualitativamente
nueva estructura social. La dilucidación y comprensión objetiva y racional de estas dos
condiciones requería de una sólida base teórico-política que presuponía el necesario y largo
proceso de elaboración de la ciencia económica para descubrir las leyes y los mecanismos
de la sociedad capitalista y de la explotación de clase, de la ciencia de la transformación
social y del socialismo científico. En todo esto, era obviamente imposible dejar de lado al
sujeto histórico: el propio hombre, por lo que en el núcleo de dichas elaboraciones estaba
presente, como elemento fundamental y rechazando cualquier tipo de reduccionismo, la
preocupación permanente por establecer las características histórico-objetivas de la
personalidad de los hombres (47). La elaboración científica de la teoría de la personalidad
tiene suma importancia porque ella no puede ser reducida a la teoría de las formas de
existencia histórica de la individualidad. Un determinado sujeto no es caracterizado de
modo suficiente si se le califica, por ejemplo, como “proletario”, “burgués” o “pequeño
burgués”, puesto que tal calificación es sólo una de las formas de su individualidad y lo que
se indica con ella es el resultado de una situación económico-social. En otras palabras, la
noción de forma histórica de la individualidad no coincide estrictamente con la de
personalidad porque un mismo sujeto puede estar en varias situaciones a la vez, es decir,
puede tener en simultáneo diversos status (por ejemplo, puede ser un obrero asalariado que
posee una pequeña parcela agrícola, es activista en el sindicato que integra, forma parte del
equipo que edita el periódico gremial, etc.).
A Marx y Engels el tiempo y sus propias vidas no les alcanzaron para formular de
modo expreso una teoría integral de la personalidad. Sin embargo, en sus diversas obras
multiplicaron las indicaciones críticas sobre la personalidad y particularmente en El Capital
y los Grundrisse es dable hallar, en una ubicación central indicada con toda claridad, una
amplia y coherente concepción materialista histórica del hombre, que sirve de fundamento
a una antropología y un humanismo científicos. Entre el materialismo histórico (ciencia de
la sociedad y las relaciones sociales) y la antropología científica (ciencia de los hombres
reales), reitera M. Caveing, existe una profunda, fundamental e irrompible ligazón teórica y
práctica inscrita con rigor de ley en el propio corazón del marxismo. Y puesto que la
liberación de los hombres no es producto de una transformación moral, de una mutación
psicológica o de una eventual sublevación política, sino el resultado de un largo proceso
histórico-social en el que se activan y evidencian las capacidades y fuerzas creativas de las
individualidades convertidas en energía colectiva para cambiar de modo práctico el mundo,
entonces la teoría de la personalidad está necesariamente integrada en el materialismo
histórico y con fuerte presencia en él, representando una motivación permanente dentro del
conjunto de la investigación marxista, y de ningún modo en términos secundarios,
fragmentarios o marginales (48).
En esta perspectiva, para el marxismo carecen de sustento real las consideraciones
negativas sobre el hombre, típicas de las más diversas doctrinas, teorías y suposiciones
idealistas y mecanicistas en cuya esencia está incrustado el pesimismo histórico. Desde los
albores de la sociedad gentilicia hasta la actualidad, y a pesar de las limitaciones y
deformaciones características de las sociedades de clases antagónicas, el hombre concreto
ha progresado, es decir, ha avanzado paulatinamente de lo simple-inferior a lo complejo-
superior. Históricamente, ha ido conquistando crecientes niveles y grados de libertad en su
actividad modificadora de la naturaleza; ha edificado sucesivas y ascendentes estructuras
sociales ampliadoras y perfeccionadoras de sus posibilidades de conocimiento y acción; ha
logrado enormes conquistas técnicas, científicas y culturales y, con ello, ha diversificado de
modo impresionante el “mundo de las cosas” generado por su propio trabajo; se ha ido
elevando y auto-transformando para adquirir y desarrollar nuevas y cada vez más creativas
capacidades, expandiendo y enriqueciendo en forma continua su subjetividad; ha definido
su individualidad, perfilado su personalidad y logrado notables avances en la comprensión
de sí mismo y de su propio destino al asumirse como sujeto y objeto de la historia.
Objetivamente, pues, el progreso existe, es un progreso general del hombre real. Sin
embargo, en los procesos y fenómenos de la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, el
progreso no es uniforme, sino dialécticamente contradictorio; y en cuanto a la historia
humana, implica cambios cualitativos traducidos en adquisiciones fundamentales, a la vez
que cambios cuantitativos expresados en mermas o decrecimientos relativos. Por eso, ha
señalado Ernesto Giudici, en las sociedades de clases antagónicas el progreso histórico es
real, pero su “distribución” ocurre de modo desigual en función de las diferencias clasistas;
y aunque es usufructuado primordialmente por las clases dominantes, de ningún modo
excluye a las clases subalternas, dominadas y explotadas. De allí que, en los marcos del
capitalismo y con plena conciencia del despojo que sufren los hombres, el proletariado
reivindique para todos ellos los logros materiales, los derechos político-sociales y las
conquistas científico-culturales que, muy lejos de ser privilegios “naturales” de una clase,
son patrimonio de la humanidad; y que, por ello mismo, la clase obrera revolucionaria
postule la radical transformación social y la eliminación de las diferencias de clase para que
el uso beneficioso de dicho patrimonio adquiera universalidad y sirva realmente para el
auténtico desarrollo y bienestar de todas las personas.
En las sociedades antagónico-clasistas, la contradicción entre las fuerzas productivas
y las relaciones de producción ha sido y es la fuerza motriz del avance social y del tránsito
de una formación económico-social a otra de tipo superior. En las condiciones capitalistas,
el gran desarrollo de las fuerzas productivas, la ciencia, la técnica y la cultura implica un
impetuoso despliegue de las capacidades y habilidades humanas; pero ese desarrollo y ese
despliegue encuentran oposición de modo cada vez más creciente y agudo en las relaciones
sociales clasistas que los frenan o los impiden, con lo que esas relaciones (signadas y
dominadas por la propiedad privada, el poder de clase y los aspectos súper-estructurales
inherentes) devienen antagónicas al propio hombre que las ha creado, lo aplastan, frustran y
niegan. Así, objetiva y dialécticamente se registra expansión y avance en el desarrollo de
las fuerzas productivas y, a la vez, constricción y limitación en el desenvolvimiento de las
relaciones sociales. En otros términos, el progreso general del hombre real es dual: existe
avance en términos materiales (con el desarrollo de las fuerzas productivas, de la ciencia, la
técnica y la cultura) y, simultáneamente, pérdida relativa de lo humano (en directo nexo
con la forma clasista de propiedad imperante que sanciona la explotación y la opresión de
los trabajadores y las masas) abarcadora de todos los elementos y aspectos del discurrir del
hombre y de su desarrollo objetivo.
Ahora bien, la historia es la historia del hombre y de su actividad conscientemente
guiada por fines; en buena cuenta, pues, es la del trabajo social y sus productos o cosas
obtenidas mediante su ejercicio. En cierto modo y en última instancia, la condición humana
puede ser valorada en relación con los elementos o bienes que el hombre elabora y crea en
el curso del proceso de transformación de la realidad y de modificación de sí mismo, bienes
que le permiten expandir su vida y progresar; por lo que, también en último análisis, la
historia se puede evaluar de acuerdo a la relación del hombre con los objetos de su trabajo
(la naturaleza), con las cosas que él mismo crea y con la satisfacción adecuada y suficiente
de sus múltiples necesidades. Esa valoración y evaluación está referida a la realización o a
la frustración del propio hombre, al avance de su libertad en todos los aspectos o a los
aherrojamientos que la impiden, al despliegue de su esencia humana o a su achatamiento.
Al respecto, en su análisis de los cambios ocurridos históricamente en las relaciones
entre los hombres para producir sus medios de existencia, Marx señalaba en los Grundrisse
(en cita anotada páginas atrás) que, a diferencia de lo ocurrido en la comunidad gentilicia,
en la gran etapa abarcadora de las sociedades de clases antagónicas la independencia
personal está “fundada en la dependencia con respecto a cosas”, es decir, a los productos
del trabajo social humano. La realización de las relaciones sociales a través de las cosas con
subordinación del vínculo humano y la dependencia del hombre en relación con el “mundo
de las cosas”, se han ido desarrollando desde el esclavismo y el feudalismo para alcanzar su
máxima expresión en el capitalismo, donde el hombre ya no sólo depende de las cosas, sino
que ha sido dominado por ellas. Por eso, el progreso social registra un desarrollo material
que ha estado y sigue estando unido a una creciente deshumanización atribuible no ya
“antropológicamente” al hombre como tal, a las individualidades, sino a las relaciones
sociales histórico-concretas clasistas que el ser humano no controla ni domina y en las
cuales, por tanto, se aliena, sufre la mutilación de su propia esencia y padece un brutal
bloqueo en el despliegue de sus capacidades físicas, intelectuales y morales.
Ubicado en la realidad concreta, anota Giudici, el hombre empírico ha ido creando
un mundo propio a lo largo de su historia, un mundo específicamente humano cuya
valoración de conjunto le da sentido a su propia vida. Pero al irse diferenciando de la
naturaleza y de sus objetos, el creciente despliegue de su especificidad significó a la vez el
estrechamiento para una visión amplia e integral del mundo; y al no poder entender ni
dominar históricamente esa contradicción dialéctica, ni tampoco expresarla en una síntesis
racional (susceptible de clarificar su condición de componente del universo y de ser
consciente capaz de apreciar en sus justos términos todo aquello ubicado por debajo de su
propio desarrollo), se fue alienando con respecto a la naturaleza, considerándola separada y
ajena a él mismo. Igual le ocurrió con las relaciones sociales que fue creando en el curso de
su historia, cuyas contradicciones escapaban a su entendimiento en las sociedades de clases
fracturadas por la propiedad privada, la división del trabajo, la desigualdad, la explotación y
la opresión impuestas por minorías en perjuicio de los sectores poblacionales más vastos.
La alienación es, entonces, la expresión de una contradicción histórico-dialéctica en el
conjunto de las relaciones sociales, representando una pérdida relativa de lo humano dentro
del progreso general del hombre y un objetivo impedimento para el auténtico e integral
desarrollo de éste. No es, por tanto, una suerte de “pecado original” que avergüence y
abrume, ni menos aún algo fatal ante lo que sólo quedaría la resignación; sino, por el
contrario, un proceso y fenómeno histórico-social que exige el conocimiento científico y la
comprensión objetiva de sus raíces, mecanismos y efectos para combatirlo de modo activo,
destruirlo y superarlo material y espiritualmente a través de la práctica revolucionaria
concreta para transformar la sociedad.
Desde su objetivo origen en épocas remotas de la existencia social de los seres
humanos, el fenómeno de la alienación fue hallando específicas modalidades de expresión
en las sociedades esclavista y feudal, para manifestarse de manera universal y multiforme
en el capitalismo por su condición de mecanismo derivado del fetichismo de la mercancía,
es decir, del proceso originado por el trabajo abstracto y enclavado en el corazón mismo del
modo de producción burgués sobre el que se asienta la sociedad capitalista, con su secuela
de deformaciones en la práctica y la conciencia de los individuos. Por tanto, conocer en su
realidad objetiva tal fetichismo y las alienaciones resultantes es un requisito indispensable
para entender de manera definida su carácter de elementos bloqueadores y distorsionantes
de la formación y el desarrollo concretos del hombre como ser humano, o sea, su índole de
traba efectiva para la vida plena y el despliegue multilateral y armónico del conjunto de
potencialidades y capacidades que distinguen al hombre como forma superior del desarrollo
de la materia en el planeta. Ese conocimiento es un elemento decisivo para combatirlos y
neutralizarlos en términos reales, en la perspectiva de irlos eliminando a través de la lucha
colectiva e individual por la transformación radical de las condiciones económicas, socio-
políticas e ideológico-culturales que han hecho posible su emergencia, desarrollo y acción
destructiva sobre las personas.

Notas

(1) Cf. Joaquín Miras Albarrán: “Repensar la política, refundar la izquierda”. El Viejo
Topo, Barcelona 2002
(2) Con respecto al problema de la libertad, el idealismo filosófico oscila entre dos posturas
que algunos de sus teóricos intentan conciliar de modo extravagante. Por un lado, se apoya
en el indeterminismo y el voluntarismo para concebir al hombre como ser “absolutamente
libre”, cuyos actos serían ajenos a cualquier tipo de condicionamiento objetivo y estarían
pautados por un “libre albedrío” que no se subordina a la realidad concreta. Por el otro, al
basarse en el fatalismo postula que en el mundo todo estaría predeterminado por fuerzas
que el hombre es incapaz de controlar, siendo juguete de las circunstancias e impotente
para cambiar el curso ineluctable del “destino”. En ambas posturas, la conciencia o el
“espíritu” son el elemento primordial del que derivarían la naturaleza y la sociedad; y, al
mismo tiempo, la libertad y la necesidad están separadas y absolutizadas radicalmente. En
un extremo, el voluntarismo desconoce la existencia de leyes socio-históricas objetivas (es
decir, la necesidad histórica) y atribuye a la simple voluntad humana la capacidad de gestar
el desarrollo de una realidad carente en su totalidad de condicionamientos. En el extremo
opuesto, el fatalismo moviliza las creencias acerca de un destino ineludible que rige férrea
y forzosamente la actividad de los hombres, condenándolos a la ineptitud frente a los
inmodificables y superiores designios de fuerzas extrañas y externas a ellos.
Rechazando estas posturas idealistas, la concepción dialéctico-materialista afirma el
carácter primordial de la realidad y sostiene que objetivamente la libertad y la necesidad no
están separadas, sino unidas dialéctica e históricamente, no siendo absolutas sino relativas.
La actividad del hombre nunca se realiza al margen y a espaldas de la necesidad (las leyes
de la naturaleza y la sociedad), sino en correspondencia con ella. Con cada transformación
que produce en el mundo real, el ser humano va adquiriendo un creciente poder sobre él y
logrando el conocimiento, cada vez más amplio y profundo, de sus leyes objetivas para
utilizarlas en la solución de sus propias exigencias; es decir, aumenta de modo progresivo
los niveles y grados de su libertad. La intelección de la necesidad, de las leyes objetivas de
la realidad concreta con su respectivo sometimiento a los intereses de los hombres, va
haciendo libres a éstos. Por tanto, la libertad no representa la posibilidad de hacer lo que
voluntaristamente se desea sin restricciones de tipo alguno. La actividad libre del hombre
consiste en su comprensión de la necesidad, en la aprehensión de las leyes objetivas de la
naturaleza y la sociedad y en su utilización acertada y eficaz en la práctica concreta.
Engels apuntó que “La libertad no consiste en una soñada independencia respecto
de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada,
de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las
leyes de la naturaleza externa cuanto respecto de aquellas que regulan el ser somático y
espiritual del hombre mismo: dos clases de leyes que podemos separar a lo sumo en la
representación, y no en la realidad. La libertad de la voluntad no significa, pues, más que la
capacidad de poder decidir con conocimiento de causa. Cuanto más libre es el juicio de un
ser humano respecto de un determinado punto problemático, con tanta mayor necesidad
estará determinado el contenido de ese juicio; mientras que la inseguridad debida a la
ignorancia y que elige con aparente arbitrio entre posibilidades de decisión diversas y
contradictorias prueba con ello su propia falta de libertad, su situación de dominada por el
objeto al que precisamente tendría que dominar. La libertad consiste, pues, en el dominio
sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las
necesidades naturales; por eso, es necesariamente un producto de la evolución histórica”
(“Anti-Dühring”, Grijalbo, México 1964, p. 104). Por consiguiente, la libertad humana
nunca rebasa los límites de la necesidad: en su relación con la actividad, no puede ser
entendida como la elección arbitraria de cualquier medida alejada de la realidad, sino que
representa el dominio del hombre sobre los procesos naturales, sociales y propios en base al
conocimiento profundo y a la utilización racional de las leyes del mundo objetivo de
acuerdo con propósitos determinados. En definitiva, la libertad humana es la acción
creativa del hombre; representa la realización de los objetivos que él se propone, es decir, la
realización de su propia esencia. Cf. al respecto Roger Garaudy: “La libertad”, Lautaro,
Buenos Aires 1960
(3) K. Marx: “Manuscritos económico-filosóficos de 1844”, en K. Marx y F. Engels:
“Escritos económicos varios”, Grijalbo, México 1962, pp. 66-67, 116, 117, 67-68, 69, 84,
85, 87, 97, 90 y 87-88
(4) Maurice Caveing: “El marxismo y la personalidad humana”, en René Zazzo, Jean
Piaget y otros: “Debates sobre psicología, filosofía y marxismo”, Amorrortu, Buenos Aires
1973, pp. 127-128
(5) En la consideración científica del hombre y la sociedad, puntualizaban Marx y Engels,
“Las premisas de las que partimos no tienen nada de arbitrario, no son ninguna clase de
dogmas, sino premisas reales que sólo es posible abstraer en la imaginación. Son los
individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de existencia, tanto aquellas con
las que se han encontrado como las engendradas por su propia acción. Estas premisas
pueden comprobarse, consiguientemente, por la vía puramente empírica”. “La primera
premisa de toda historia humana es, naturalmente, la existencia de individuos humanos
vivientes. El primer estado de hecho comprobable es, por tanto, la organización corpórea
de estos individuos y, como consecuencia de ello, su comportamiento hacia el resto de la
naturaleza” (“La ideología alemana”, Editora Política, La Habana 1979, pp. 18-19).
(6) Rodney Hilton: “Introducción”, en Rodney Hilton (ed.): “La transición del feudalismo
al capitalismo”, Grijalbo, Barcelona 1982, p. 14
(7) Eric Hobsbawm: “Del feudalismo al capitalismo”, en Rodney Hilton (ed.): ob. cit.,
pp. 225, 226-227 y 228
(8) Engels explicaba que “La Edad Media se había desarrollado sobre la barbarie; había
hecho tabla rasa de la civilización antigua, con su filosofía política y jurisprudencia, para
empezar de nuevo. Del mundo antiguo no había recibido más que el cristianismo y una
serie de ciudades en ruinas, despojadas de toda su civilización. La consecuencia fue que los
curas obtuvieron el monopolio de la instrucción, como suele pasar en toda civilización
primitiva, y que la misma instrucción tenía un marcado carácter teológico. En manos de los
curas la política, la jurisprudencia y todas las demás ciencias no pasaron de ser ramas de la
teología a las que se aplicaban los principios de aquélla. El dogma de la Iglesia era a la vez
axioma político y los textos sagrados tenían fuerza de ley en todos los tribunales. Aún
después de crearse el oficio independiente de los juristas, la jurisprudencia permaneció bajo
la tutela de la teología. Esta supremacía de la teología en todas las ramas de la actividad
intelectual era debida también a la posición singular de la Iglesia como símbolo y sanción
del orden feudal. Es evidente que todo ataque general contra el feudalismo debía
primeramente dirigirse contra la Iglesia, y que todas las doctrinas revolucionarias,
sociales y políticas, debían ser en primer lugar herejías teológicas. Para poder tocar el
orden social existente había que despojarlo de su aureola”. “La oposición revolucionaria
contra el feudalismo se manifiesta a través de toda la Edad Media. Según las
circunstancias aparece como misticismo, herejía abierta o insurrección armada” (“La
guerra de campesinos en Alemania”, Claridad, Buenos Aires 1971, p. 35)
(9) B. Byjovski: “Erosión de la filosofía ‘sempiterna’. (Crítica del neotomismo)”. Progreso,
Moscú 1978, p. 18
(10) Jacob Burckhardt: “La cultura del Renacimiento en Italia”. Sarpe, Madrid 1985, pp.
152 y 169
(11) Lucien Febvre ha descrito de modo preciso el estado de ánimo de la burguesía de esa
época: “a estos hombres, a estos burgueses que se elevaban al primer puesto por su esfuerzo
personal, por sus méritos y dotes, y conquistaban en dura lucha unas posiciones que eran
conscientes de que no las debían más que a sí mismos, a su virtud, en el sentido italiano de
la palabra, a su energía guiada por su destreza, toda mediación o intercesión les irritaba, les
hería a la vez en su orgullo y en su sentido de la responsabilidad: un orgullo de hombres
fuertes, cuya fuerza estaba en sus manos, un orgullo de comerciantes que trataban cara a
cara, de hombre a hombre, con sus rivales y con sus príncipes; un orgullo también de
humanistas satisfechos de sentir en su interior una personalidad conquistada, pulida,
cultivada en el secreto de su gabinete con el estudio de los grandes clásicos. Esta
conciencia de su valor, esta satisfacción de ser hijos de sus obras, explica en parte la
inclinación por la soberana autoridad que estos hombres demuestran y no sólo en el campo
de la política” (“Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno”, Orbis, Buenos Aires
1988, p. 49).
(12) Aníbal Ponce: “Humanismo burgués y humanismo proletario”. Nascimento, Santiago
de Chile 1972, pp. 48 y 50
(13) Ibid., pp. 41, 43 y 44. Acerca de estos aspectos, Lenin recordaba que “Feuerbach
señala justamente a los que defienden la religión con el argumento de que ésta consuela al
hombre, el carácter reaccionario de los consuelos: quien consuela al esclavo en vez de
empujarlo a la sublevación contra la esclavitud, ayuda a los esclavistas”. “Todas las clases
opresoras sin excepción necesitan, para salvaguardar su dominación, de dos funciones
sociales: la función del verdugo y la función del cura. El verdugo ha de ahogar la protesta y
la indignación de los oprimidos. El cura ha de consolar a los oprimidos, trazándoles unas
perspectivas (esto es sobre todo muy cómodo cuando no se responde de que estas
perspectivas sean ‘realizables’…) en que, manteniéndose la dominación de clase, han de
dulcificarse sus sufrimientos y sacrificios, con lo cual ha de conciliarles con esa
dominación, apartarles de las acciones revolucionarias, socavar su espíritu revolucionario y
destrozar su firmeza revolucionaria” (“La bancarrota de la II Internacional”, en “Contra el
revisionismo”, Progreso, Moscú 1970, p. 248).
(14) K. Marx: “El Capital”. EDAF (2 tomos), Madrid 1967, t. II, pp. 735, 731, 732 y 740
(15) Ibid., t. I, pp. 755, 757, 778 y 756
(16) Kohachiro Takahashi: “Contribución al debate”, en Rodney Hilton (ed.): ob. cit., p.
103
(17) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. I, pp. 800 y 803
(18) Ibid., pp. 764 y 765
(19) Isaac Deutscher anota que “Dentro del orden feudal, la burocracia se hallaba más o
menos eclipsada debido a que los administradores procedían directamente de la clase feudal
o eran absorbidos por esa clase. La jerarquía social estaba, por así decirlo, ‘incrustada’ en el
orden feudal y no había necesidad de una máquina jerárquica especial para dirigir los
asuntos públicos y disciplinar a las masas desprovistas de propiedad. Luego, mucho
después, la burocracia adquirió un status mucho más respetable y sus agentes se
convirtieron en ‘libres’ asalariados de los dueños de la propiedad”. “La considerable
influencia de la burocracia, en cuanto grupo social distinto e independiente, se produjo sólo
con el desarrollo del capitalismo y ello ocurrió así por una serie de razones económicas y
políticas. Lo que favoreció la expansión de la burocracia moderna fue la economía de
mercado, la economía monetaria y la continua y cada vez más honda división del trabajo,
de la cual el capitalismo no es sino un resultado. En tanto el empleado del Estado era un
recaudador de campo, o un señor feudal, o un auxiliar del señor feudal, el burócrata todavía
no era burócrata. El recaudador del siglo XVI, XVII o XVIII tenía algo de empresario, o
era un sirviente del señor feudal o miembro de su séquito. La configuración de la
burocracia como grupo distinto sólo se hizo posible con la extensión y universalización de
una economía monetaria, en la que cada empleado del Estado recibe su salario
dinerariamente. El crecimiento de la burocracia halló un nuevo estímulo en la desaparición
de los particularismos feudales y en la formación de un mercado a escala nacional. La
burocracia nacional sólo podía hacer su aparición sobre la base de un mercado nacional”
(“Las raíces de la burocracia”, Anagrama, Barcelona 1978, pp. 19 y 25-26)
(20) Max Weber: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, Tiempos Nuevos,
Lima 1990, pp. 79 y 23. Weber ha descrito aspectos resaltantes de la ética establecida por la
Reforma. Pero su concepción idealista neo-kantiana, centrada en el individualismo burgués,
le impide acceder a una explicación objetiva de la realidad, fijándolo en la superficie de los
fenómenos y procesos sin permitirle la apreciación concreta de su esencia, sus nexos
internos y sus relaciones recíprocas, por lo que los abstractiza, diluye su carácter histórico,
los separa de manera arbitraria e hiperboliza lo secundario en ellos buscando embellecer y
justificar al capitalismo. Así, señala que “‘Afán de lucro’, ‘tendencia a enriquecerse’, sobre
todo a enriquecerse monetariamente en el mayor grado posible, son cosas que no tienen
nada que ver con el capitalismo. Son tendencias que se encuentran por igual… en todas las
épocas y en todos los lugares de la tierra, en toda circunstancia que ofrezca una
posibilidad objetiva de lograr una finalidad de lucro. Es preciso, por tanto, abandonar de
una vez para siempre un concepto tan elemental e ingenuo del capitalismo, con el que no
tiene nada que ver (y mucho menos con su ‘espíritu’) la ‘ambición’, por ilimitada que ésta
sea; por el contrario, el capitalismo debería considerarse precisamente como el freno o, por
lo menos, como la moderación racional de este impulso irracional. Ciertamente, el
capitalismo se identifica con la aspiración a la ganancia lograda con el trabajo capitalista
incesante y racional, a la ganancia siempre renovada, a la ‘rentabilidad’. Y así tiene que
ser: dentro de una ordenación capitalista de la economía, todo esfuerzo individual no
enderezado a la probabilidad de conseguir una rentabilidad está condenado al fracaso”.
Para Weber, “un acto de economía ‘capitalista’ significa un acto que descansa en la
expectativa de una ganancia debido al juego de recíprocas probabilidades de cambio; es
decir, en probabilidades (formalmente) pacíficas de lucro. El hecho formal y actual de
lucrarse o adquirir algo por medios violentos tiene sus propias leyes, y en todo caso no es
oportuno (aunque no se pueda prohibir) colocarlos bajo la misma categoría que la
actividad orientada en último término hacia la probabilidad de obtener una ganancia en el
cambio”. Alejándose de su maestro Brentano, agrega: “No me parece oportuno inordinar en
la misma categoría cosas tan heterogéneas como el lucro obtenido por explotación y el
provecho que rinde la dirección de una fábrica, y mucho menos designar como ‘espíritu’
del capitalismo (en oposición a otras formas de lucro) toda aspiración a la adquisición de
dinero, porque, a mi juicio, con lo segundo se pierde toda precisión en los conceptos y con
lo occidental frente a otras formas capitalistas. También G. Simmel, en su Philosophie des
Geldes (Filosofía del dinero) equipara demasiado los términos ‘economía dineraria’ y
‘capitalismo’, lo cual va en perjuicio de su propia exposición objetiva”.
Por otro lado, según él, “no es posible entrar en la cuestión de la condicionalidad
clasista de los movimientos religiosos”: “considero altamente importante la influencia de la
evolución económica sobre el destino de la formación de los idearios religiosos… Pero
siempre queda el hecho de que las ideas religiosas no pueden deducirse pura y simplemente
de realidades económicas y quiérase o no, constituyen por su parte los factores plásticos
más decisivos de la formación del ‘carácter nacional’ y poseen plena autonomía y poder
coactivo propio”. Y en lo que concierne al papel de la ética protestante en el desarrollo
capitalista, trastrueca la relación real y lógica existente entre lo primordial y lo derivado en
el proceso social objetivo y psicologiza a éste: define el “espíritu del capitalismo” como la
“mentalidad que aspira a obtener un lucro ejerciendo sistemáticamente una profesión, una
ganancia racionalmente legítima”, y establece que “la cuestión acerca de las fuerzas
impulsoras de la expansión del moderno capitalismo no versa principalmente sobre el
origen de las disponibilidades dinerarias utilizables en la empresa, sino más bien sobre el
desarrollo del espíritu capitalista. Cuando éste despierta, logra imponerse, él mismo crea
las posibilidades dinerarias que le sirven de medio de acción, y no a la inversa” (Ibid., pp.
7-8, 53, 197 y 57). No por nada, Weber es considerado como una de las “cumbres” de las
ciencias sociales en los círculos académicos burgueses.
(21) Aníbal Ponce: ob. cit., p. 35
(22) Cf. Jaime Labastida: “Producción, ciencia y sociedad: de Descartes a Marx”. Siglo
XXI, México 1969
(23) Cf. John D. Bernal: “Historia social de la ciencia”, Tomo I: “La ciencia en la
historia”. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1986.
(24) Alberto L. Merani: “Historia crítica de la Psicología. De la Antigüedad griega a
nuestros días”. Grijalbo, Barcelona 1976, pp. 267 y 269-270
(25) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. I, pp. 375, 380, 381, 383, 384-385, 388 y 389

(26) Cf. Y.F Avdakov, F.Y. Polianski y otros: “Historia económica de los países
capitalistas”. Editora Política, La Habana 1978

(27) Entre esos estudios destacan, convertidos ya en clásicos, los brillantes trabajos de
Georges Lefebvre (“La Revolución francesa”, Puntual, Barcelona 1973; y “Mil setecientos
ochenta y nueve”, Laia, Barcelona 1976) y Albert Soboul (“Compendio de historia de la
Revolución francesa”, Tecnos, Madrid 1975; y “La civilisation et la Révolution francaise”,
Arthaud, Paris 1971). En un registro más amplio, tienen mucho valor los análisis de Eric
Hobsbawm: “Las revoluciones burguesas”, Labor, Barcelona 1985

(28) Michel Vovelle: “Introducción a la historia de la Revolución francesa”. Editorial de


Ciencias Sociales, La Habana 1990, pp. 99, 29 y 76

(29) Ibid., p. 74

(30) K. Marx: “Fundamentos de la crítica de la Economía Política” (Grundrisse). Editorial


de Ciencias Sociales, La Habana 1970, t. I, pp. 25, 27, 26 y 23

(31) Michel Simon: “Marxismo y humanismo”, en L. Althusser y otros: “Polémica sobre


marxismo y humanismo”, Siglo XXI, México 1968, pp. 61-62

(32) K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”, ed. cit., pp. 72 y 426

(33) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. I, pp. 182-183

(34) Cf. Michel Verret: “Marxismo y humanismo”, en L. Althusser y otros: “Polémica


sobre marxismo y humanismo”, ed. cit.

(35) Cf. Adam Schaff: “Marxismo e individuo humano”. Grijalbo, México 1967

(36) Pablo González Casanova: “La nueva metafísica y el socialismo”. Siglo XXI,
México 1982, p. 10

(37) Como integrantes de la especie homo sapiens, los individuos humanos somos parte de
la naturaleza. Este hecho innegable constituye el basamento de la concepción naturalista del
hombre, que se ciñe a su constatación y no va más allá. En principio, el naturalismo es una
visión materialista, pero limitada, estrecha y, por tanto, susceptible de entroncar con la
metafísica, lo cual se revela en su incapacidad para dar cuenta de toda la complejidad y
riqueza del fenómeno humano y de sus inherentes particularidades. Encerrándose en esa
única comprobación, el naturalismo reduce de modo inevitable la cuestión del status
ontológico del hombre a la existencia en cada individuo de un determinado conjunto de
características genéricas que son elevadas al rango de “esencia humana” para diferenciar al
ser humano de los animales, es decir, de un conjunto de rasgos que sólo son propios del
hombre y que lo oponen a los demás componentes de la naturaleza viviente. Así, el sujeto
humano queda reducido a un específico conjunto de peculiaridades abstractas que cada
individuo portaría en calidad de caracteres propios y diferenciales. Con tal reduccionismo,
el naturalismo queda anclado en el aspecto biológico e ignora los factores histórico-
sociales en su concepción del hombre, obviando el hecho objetivo de que la especie homo
sapiens se distingue en la naturaleza no sólo por sus particularidades biológicas, sino
también (y fundamentalmente) por sus rasgos sociales e históricos.
Al respecto, Marx y Engels precisaron que “Podemos distinguir al hombre de los
animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera. Pero el hombre mismo se
diferencia de los animales a partir del momento en que comienza a producir sus medios de
vida, paso éste que se encuentra condicionado por su organización corporal. Al producir sus
medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material”. Y esta
producción no puede realizarse sino en condiciones sociales, a través de los vínculos y
relaciones sociales entre los propios hombres. Por tanto, “La producción de la vida, tanto de
la propia en el trabajo como la ajena en la procreación, se manifiesta inmediatamente como
una doble relación: de una parte, como una relación natural y, de la otra, como una
relación social, social en el sentido de que por ello se entiende la cooperación de diversos
individuos, cualesquiera que sean sus condiciones de vida, de cualquier modo y para
cualquier fin” (“La ideología alemana”, ed. cit., pp. 19 y 20).
Y Engels señaló en el Prefacio a la primera edición de El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado (Progreso, Moscú 1975): “Según la teoría materialista, el
factor decisivo en la historia es, en fin de cuentas, la producción y reproducción de la vida
inmediata. Pero esta producción y reproducción es de dos clases. De una parte, la
producción de medios de existencia, de productos alimenticios, de ropa, de vivienda y de
los instrumentos que para producir todo eso se necesitan; de otra parte, la producción del
hombre mismo, la continuación de la especie. El orden social en que viven los hombres en
una época o en un país dados, está condicionado por esas dos especies de producción; por
el grado de desarrollo del trabajo, de una parte, y de la familia, de la otra”. Así, queda claro
el categórico deslinde entre el materialismo histórico y el reduccionismo naturalista-
biologista.
(38) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t.
I, p. 372
(39) Sobre estas cuestiones, Gramsci anotaba: “Todas las filosofías que hasta ahora han
existido… conciben al hombre como individuo limitado a su individualidad y al espíritu
como tal individualidad. Es sobre este punto que hay que reformar el concepto de hombre.
Esto es, hay que concebir al hombre como una serie de relaciones activas (un proceso)
donde si bien la individualidad tiene la máxima importancia, no es sin embargo el único
elemento a considerar. La humanidad que se refleja en cada individualidad está compuesta
de diversos elementos: 1) el individuo; 2) los otros hombres; 3) la naturaleza. Pero el 2° y
el 3° elementos no son tan simples como pueden parecer. El individuo no entra en relación
con los otros hombres por yuxtaposición, sino orgánicamente, o sea, en cuanto entra a
formar parte de organismos desde los más simples hasta los más complejos. Así, el hombre
no entra en relación con la naturaleza simplemente por el hecho de ser él mismo naturaleza,
sino activamente, por medio del trabajo y de la técnica. Más aún. Estas relaciones no son
mecánicas. Son activas y conscientes, o sea que corresponden a un grado mayor o menor de
inteligencia que de ellas tiene el hombre individual. Por eso puede decirse que cada cual se
cambia a sí mismo, se modifica, en la medida en que cambia y modifica todo el conjunto de
relaciones de las que él es el centro de conjunción… Si la propia individualidad es el
conjunto de estas relaciones, hacerse una personalidad significa adquirir conciencia de tales
relaciones, modificar la propia personalidad significa modificar el conjunto de estas
relaciones. Pero estas relaciones… no son simples. Para empezar, algunas de ellas son
necesarias, otras voluntarias. Además, tener de ellas una conciencia más o menos profunda
(o sea, conocer más o menos el modo en que se pueden modificar) ya las modifica. Las
mismas relaciones necesarias, en cuanto que son conocidas en su necesidad, cambian de
aspecto y de importancia. El conocimiento es poder, en este sentido. Pero el problema es
complejo también en otro aspecto: que no basta conocer el conjunto de relaciones en cuanto
existen en un momento dado como un sistema dado, sino que importa conocerlas
genéticamente, en su movimiento de formación, porque cada individuo no sólo es la
síntesis de las relaciones existentes, sino también de la historia de estas relaciones, o sea,
es el resumen de todo el pasado. Se dirá que lo que cada individuo puede cambiar es bien
poco, en relación con sus fuerzas. Lo cual es verdad hasta cierto punto. Porque el individuo
puede asociarse con todos aquellos que quieren el mismo cambio y, si este cambio es
racional, el individuo puede multiplicarse por un número imponente de veces y obtener un
cambio mucho más radical que el que a primera vista puede parecer posible”. “Sociedades
en las que el individuo puede participar: son muy numerosas, más de lo que puede parecer.
Es a través de estas ‘sociedades’ que el individuo forma parte del género humano”
(“Cuadernos de la cárcel”, Era, México 1986, t. IV, pp. 220-221)
(40) K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”, ed. cit., pp. 38 y 58
(41) Todas las evidencias científicas demuestran que los niños que fortuitamente vivieron
desde edad temprana al margen de las relaciones sociales y de la cultura humana, sólo
alcanzaron un nivel de desarrollo similar al de los animales: no lograron adquirir la postura
vertical permanente, su motricidad y afectividad eran animalescas, carecían de pensamiento
y lenguaje, y sus hábitos y costumbres no tenían nada de humano. En casos inversos, los
niños nacidos en poblados denominados “primitivos” (o sea, de muy bajo nivel económico-
social y cultural) desarrollaron sin mayores complicaciones todas las capacidades y
habilidades típicas de los niños contemporáneos al ser colocados desde pequeños en las
condiciones culturales y educativas de la sociedad actual (Cf. René Zazzo: “De la
naissance a trois ans. Développement psychologique de l’enfant et influence du milieu”, en
“Conduites et conscience. Psychologie de l’enfant et méthode génetique”, Delachaux &
Niestlé, Neuchatel 1962, t. I). Al respecto, Alberto Merani apunta que “los niños privados
de todo contacto social, a los que se solía llamar ‘salvajes’, quedan en su solitud tan
desprovistos de condición humana que aparecen, por lo general, como animales inferiores o
menos aún. En lugar de un estado natural en el cual (sean cuales fuesen las circunstancias)
el Homo sería sapiens, se nos aparece exclusivamente el género, esto es, la condición
biológica general, y de ninguna manera se desarrolla la especie, esto es, la cualidad que
califica o determina ese género”. En el Homo a secas, “nos es dado observar… su
incapacidad inclusive para sobrevivir si la vida en sociedad no viene a agregarse, con sus
estímulos e interacciones, a las funciones biológicas del organismo” (“Naturaleza humana y
educación”, Grijalbo, México, 1972, p. 61). En fin, “el hombre no habría podido alcanzar la
condición humana si se hubiera encontrado aislado. El hombre es verdaderamente hombre
porque vive en sociedad. Si el individuo se hallase abandonado a sus propios recursos,
sería un ser miserable. La prueba nos la ofrecen, felizmente en raras pero eminentemente
sugestivas ocasiones, los niños secuestrados (como Kasper Hauser, en Nuremberg) o los
‘niños-lobos’ de la India, criados por fieras. Este test ilumina suficientemente la potencia
del medio social sobre el desarrollo de nuestra mentalidad” (A. Vandel: “El fenómeno
humano”, en H. Vallois y otros: “Los procesos de hominización”, Grijalbo, México 1969,
p. 33)
(42) Maurice Caveing: “El marxismo y la personalidad humana”, en René Zazzo, Jean
Piaget y otros: “Debates sobre psicología, filosofía y marxismo”, ed. cit., p. 128
(43) Cf. Lucien Séve: “Marxismo y teoría de la personalidad”. Amorrortu, Buenos Aires
1973. Precisando dicho aspecto, Marx y Engels habían señalado en 1845: “La Historia no
hace nada, ‘no posee ninguna inmensa riqueza’, ‘no libra ninguna clase de lucha’. El que
hace todo esto, el que posee y lucha, es más bien el hombre, el hombre real, viviente; no es,
digamos, la ‘Historia’ quien utiliza al hombre como medio para laborar por sus fines (como
si se tratara de una persona aparte), pues la Historia no es sino la actividad del hombre que
persigue sus objetivos” (“La Sagrada Familia”, Grijalbo, México 1967, p. 159)
(44) K. Marx: Carta a P.V. Annenkov, 26 diciembre 1846, en K. Marx y F. Engels:
“Correspondencia”, Editora Política, La Habana 1988, p. 8
(45) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t.
I, pp. 23-24, 184, 96, 103 y 90-91. Hay que recordar que, en carta a J. Bloch (21
septiembre 1890), Engels alertaba sobre las tergiversaciones mecanicistas y reduccionistas
perpetradas contra el materialismo histórico: “Según la concepción materialista de la
historia, el elemento determinante de la historia es en última instancia la producción y
reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto; por
consiguiente, si alguien lo tergiversa transformándolo en la afirmación de que el elemento
económico es el único determinante, lo transforma en una frase sin sentido, abstracta y
absurda”. A la vez, resaltaba el papel de la subjetividad: “la historia se hace ella misma de
modo tal que el resultado final proviene siempre de conflictos entre gran número de
voluntades individuales, cada una de las cuales está hecha a su vez por un cúmulo de
condiciones particulares de existencia” (Carta a J. Bloch, 21 septiembre 1890, en K. Marx
y F. Engels: “Correspondencia”, ed. cit., pp. 516 y 517). Por su parte, Lenin no era menos
enfático: “No doy dos centavos por ese marxismo que quiere derivar todos los fenómenos y
todas las transformaciones operadas en la superestructura ideológica de la sociedad
directamente y en línea recta de su base económica. No, la cosa no es tan sencilla, ni
mucho menos. Ya lo puso de manifiesto hace mucho tiempo, por lo que se refiere al
materialismo histórico, un tal Federico Engels” (“Conversaciones con Clara Zetkin”, en
“La mujer y el comunismo”, Anteo, Buenos Aires 1962, p. 99). En efecto, establecer que,
en lo más íntimo de su condición, el ser humano está determinado por el conjunto de las
relaciones sociales, de ningún modo significa dar por concluida, ni menos aún eliminada, la
cuestión de la subjetividad y de las conductas específicas. El hombre está determinado por
la sociedad, pero al mismo tiempo con su propia actividad él determina a la sociedad
misma: es, a la vez, producto y productor de la historia. En términos generales, su mundo
interior y su conducta están configurados bajo la influencia del condicionamiento social
inherente a su pertenencia a una determinada clase, pero en el plano de su subjetividad
(singular e intransferible) las necesidades concretas pueden poseer urgencias disímiles, de
modo que las respuestas no siempre serán simétricas ante los mismos estímulos. Si no fuera
así, sería imposible considerar a los hombres como seres capaces de pensar, sentir y actuar
creativamente, viéndolos más bien como rígidos y uniformizados robots.
(46) Adolfo Sánchez Vázquez: “Filosofía y economía en el joven Marx (Los Manuscritos
de 1844)”. Grijalbo, México 1982, p. 221. Al respecto, Marx ya había precisado que “el
modo de producción capitalista se presenta… como una necesidad histórica para la
transformación del trabajo aislado en trabajo social; pero en las manos del capital esta
socialización del trabajo aumenta las fuerzas productivas únicamente para explotarlo con
más provecho” (“El Capital”, ed. cit., t. I, p. 354). Sin embargo, “en su curso impetuoso
hacia la forma general de la riqueza, el capital empuja al trabajo más allá de los límites de
sus necesidades naturales y de esta manera crea los elementos materiales para el desarrollo
de una individualidad rica, tan universal en su producción como en su consumo, cuyo
trabajo no aparece ya como trabajo, sino como pleno desarrollo de la actividad; bajo su
forma inmediata ha desaparecido allí la necesidad natural, porque en lugar de la necesidad
natural ha surgido la necesidad producida históricamente. Por eso es que el capital es
productivo; o sea, constituye una relación esencial al desarrollo de las fuerzas productivas
sociales. Pero deja de serlo a partir del momento en que el desarrollo de estas fuerzas
productivas encuentra una barrera en el capital mismo” (“Fundamentos de la Crítica de la
Economía Política” Grundrisse, ed. cit., t. I, p. 233). Estas condiciones sociales objetivas
constituyen uno de los factores de base para que los hombres se propongan transformar
radicalmente su propia situación de vida encarando tal transformación como una
“necesidad producida históricamente”.
(47) Pronunciándose lúcida y enérgicamente contra los intentos de encerrar a Marx en sus
juveniles Manuscritos o en sus obras maduras, Ernesto Giudici señalaba que él no puede
ser reducido “a su descubrimiento científico en la economía política y a su actuación social
revolucionaria. Marx es todo esto y ello basta para destacar su genio en la historia. Pero…
no es sólo eso. Es, ante todo, un filósofo y por ello hay que empezar metodológicamente
por su concepción dialéctica a fin de ubicar en ella la dinámica específica de su
materialismo histórico. Éste es lo particular y aquélla lo general”. Por tanto, hay que
situarse “en la línea del Marx único. No lo reduzcamos a El Capital, aunque sea su obra
cumbre y la ciencia de la revolución social sea la doctrina que hoy le otorga mayor gloria.
Aislada de su filosofía, la obra social de Marx pierde valor y trascendencia. La simple
socialización económica puede postergar y aún desconocer el objetivo superior de la
personalidad humana. Los valores económicos, históricamente considerados, pueden negar
los valores esenciales de la personalidad humana. Partiendo de la economía política, y no
del hombre (ubicado éste en la línea central y superior del progreso natural), todo
conocimiento, y allí la ciencia, devienen ideología súper-estructural; lo que cree
fundamentarse en la mayor objetividad es la fuente de subjetivismo y la ley científica es
reemplazada por el empirismo”. De allí que sea por completo necesario recordar que “la
economía política… (se) inserta en la ciencia del hombre, pero no es toda la ciencia del
hombre. La revolución social (socialismo, hacia el comunismo) es hoy el paso obligado en
la revolución del hombre, pero no es toda la revolución del hombre. La economía política,
desde la sociedad primitiva al comunismo, es una ciencia definida, especialmente limitada;
la economía política del comunismo debe abrirse a otros valores sociales y personales,
valores del hombre, abiertos, a su vez, en la línea revolucionaria del hombre, a la nueva
realidad científico-técnica” (“Alienación, marxismo y trabajo intelectual”, Crisis, Buenos
Aires 1974, pp. 17, 19 y 15).
(48) Desde el materialismo dialéctico e histórico, diversos investigadores han realizado
significativos aportes para la elaboración científica de la teoría de la personalidad. En lo
inmediato, y además del amplio y denso texto ya indicado de Lucien Séve, es necesario
tener en cuenta, entre muchos otros, los de Alberto L. Merani (“Estructura y dialéctica de
la personalidad”, Grijalbo, Barcelona 1978), A. N. Leóntiev (“Actividad, conciencia y
personalidad”, Ciencias del Hombre, Buenos Aires 1978), A.V. Petrovski (“Personalidad,
actividad y colectividad”, Cartago, Buenos Aires 1984), I.S. Kon (“Sociología de la
personalidad”, Pueblos Unidos, Montevideo 1971; y “El descubrimiento del Yo”, Directa,
Buenos Aires 1984), Henri Wallon (“Estudios sobre psicología genética de la
personalidad”, Lautaro, Buenos Aires 1965), Philippe y Suzanne Malrieu (“La formación
de la personalidad”, en H. Gratiot-Alphandery y René Zazzo: “Tratado de Psicología del
Niño”, t. V, Morata, Madrid 1975), Francisco Berdichevsky (“Proposiciones para una
teoría sobre la personalidad”, en “Psicología y nuevos tiempos. Una aproximación
epistemológica”, Cartago, Buenos Aires 1988), etc.

V: La alienación histórico-social del hombre

El término alienación es una variante culta de enajenación (transferencia o pérdida


de algo), que deriva de ajeno. Procede del latín alienus y, a su vez, de alius, que significa
otro. De este origen ha surgido una multiplicidad de sentidos figurados y hasta opuestos,
incluyendo los de carácter clínico, pero en todos predomina la idea de otro. En este trabajo,
alienación expresa la realidad del hombre contemporáneo insertado en relaciones sociales
histórico-concretas (mercantil-capitalistas) que no comprende ni domina y que le resultan
“ajenas”, extrañas, hostiles y opresivas, de modo que dentro de ellas no se reconoce a sí
mismo y se siente agobiado, sometido y mutilado en su propia individualidad concreta, es
decir, se siente “otro”. En tales condiciones, ese hombre está alienado, enajenado. Por
encima y más allá de las rutinas cotidianas de todo tipo, su vida real ha sufrido una notable
distorsión, el conjunto de sus actividades ha perdido aliento vital y sentido objetivo, su
propia subjetividad se halla enmarañada en interrogantes que no pueden ser resueltas de
modo coherente y su desarrollo como ser humano está trabado y carece de rumbo definido.
Sin ir muy atrás en la historia, los variados problemas sociales e individuales que
iban apareciendo a medida que emergía y se desarrollaba la civilización capitalista llamaron
la atención de numerosos pensadores de diversas tendencias, que constataron la creciente
despersonalización del hombre y su sometimiento a estructuras y fuerzas sociales para él
incomprensibles. Entre muchos otros, Rousseau y Hobbes, y luego Hegel, Feuerbach, los
neo-hegelianos, Kierkegaard y Nietzsche, expresaron preocupación por el hombre alienado,
descentrado de sí mismo y enfrentado de una u otra forma a la sociedad, pero simplemente
describieron fenómenos sin poder acceder a su esencia y a su explicación objetiva.
En el curso del siglo XX, esas preocupaciones fueron aumentando notablemente en
relación directa con la aceleración del desarrollo capitalista, sus nuevas formas y sus crisis;
la extensión del régimen salarial y la explotación intensiva de los trabajadores; la condición
cada vez más precaria de vastas masas humanas manipuladas política y socialmente; la
creciente burocratización del Estado burgués, la irrupción de la barbarie nazi-fascista y las
pugnas inter-imperialistas por el reparto del mundo con sus guerras y sus prolongaciones
“pacíficas” en todo el orbe; el impacto del desarrollo tecnológico sobre el comportamiento
colectivo y el psiquismo del individuo; el uso clasista y perverso de los resultados de la
actividad científica; la notoria corrupción y su tendencia expansiva; la manipulación
mercantil de las necesidades y el frenético consumismo; la discriminación social en sus
numerosas expresiones, el racismo y la violencia multiforme; el estragamiento sin pausa de
la educación junto con la banalización y el envilecimiento de la cultura y el arte; la
indiferencia y el conformismo de los sujetos hundidos en el aislamiento y la soledad; la
destrucción de la personalidad y el incremento de las patologías psíquicas; etc. Todos estos
problemas fueron encontrando registro en la filosofía, las humanidades, las ciencias
sociales, la literatura y el arte, siendo referidos de uno u otro modo al fenómeno de la
alienación.
A comienzos de ese siglo, en el conjunto de la filosofía idealista se fueron perfilando
dos corrientes principales en la apreciación de la sociedad capitalista, de sus asimetrías,
contradicciones y conflictos. Una, abiertamente apologética que defendía al sistema y lo
justificaba apelando sin vacilaciones a todo tipo de piruetas “teóricas” y a elaboraciones
irracionalistas e incluso declaradamente anti-humanas (como en el caso de Heidegger y su
adhesión militante al nazismo). Y otra, de orientación “crítica” que señalaba los “errores” y
“desviaciones” del sistema y proponía “soluciones” a sus crecientes problemas. Los
integrantes de esta segunda corriente se sentían perturbados ante los diversos aspectos de la
alienación social e individual, pero sólo estaban en condiciones de describir sus rasgos más
evidentes: arañaban su piel sin poder aprehenderla en su esencia, sus causas reales y su
contenido histórico, quedando en el misterio las tendencias objetivas de su desarrollo. No
es casual, por ello, que diversos autores, como Spengler, Berdiaev, Simmel, Freud, Jaspers,
Heidegger mismo, Fromm, los existencialistas modernos, etc., dieran inútiles vueltas sobre
el problema de la alienación para terminar en el pesimismo antropológico y considerar el
fenómeno como “inherente a la condición humana” y, por lo tanto, “insuperable”,
“irremediable”. Ignoraban u olvidaban adrede que desde mucho antes ya Marx y Engels
habían encarado la alienación de modo científico precisando sus raíces histórico-genéticas,
desentrañándola y estableciendo las condiciones y los medios para su superación práctico-
concreta. Esos pensadores idealistas “se empeñaban en cuestionar y condenar la época, pero
no sabían comprenderla”, como apuntó Marx en su tiempo con respecto a ciertos “críticos”
del capitalismo.
Además, en las concepciones idealistas y/o mecanicistas la alienación no sólo está
ontologizada y abstractizada ante la incapacidad objetiva de proporcionarle una explicación
racional y científica, sino también absolutizada para verla como algo existente por sí mismo
y referirla en forma abusiva, directa e ignorante de cualquier tipo de mediaciones concretas,
a todo lo habido y por haber. Por lo mismo, ha sido banalizada diluyendo su real impacto
en la vida humana y pasando por alto la necesidad de combatirla y abolirla prácticamente.
Con respecto a tales usos, desde una postura marxista Le Roy ha hecho notar que la
alienación “resulta demasiado útil: explica, en cierto modo, demasiadas cosas”,
evidenciando “lo fácil que es utilizar el término para explicarlo todo” de manera excluyente
en cualquier ámbito y en toda circunstancia. Por ello, “uno comprende en seguida que un
término que explica tantas cosas en realidad explica muy pocas”. Se trata, entonces, de no
utilizar la alienación cual un “mágico talismán” ni “como clave única para la comprensión
de la realidad contemporánea. Ha de funcionar como uno de los componentes de un cuerpo
teórico complejo” capaz no sólo de permitir el entendimiento de esa realidad en su concreta
complejidad integral, sino también de hacer ver con nitidez que “no resolveremos el
problema de la alienación hasta que no introduzcamos cambios en la estructura de la
sociedad, que condiciona la actitud de una persona hacia su trabajo y su capacidad para dar
expresión en éste a sus energías creadoras” (1).
Por consiguiente, es necesario abordar el fenómeno socio-histórico de alienación
desde un “cuerpo teórico complejo” que posibilite desentrañar científicamente su origen y
carácter real, entender su proceso de desarrollo, dar cuenta objetiva de sus mecanismos y
precisar su acción desquiciante y deformadora sobre la vida y la actividad de los hombres.
Tal cuerpo teórico es el marxismo y, sin perjuicio del aporte que pudieran representar
determinadas descripciones del fenómeno, sólo el análisis materialista-histórico hace viable
el acceso a la esencia de la alienación para poder explicarla a cabalidad. Esto implica no
sólo identificar la base socio-material concreta que la genera, desarrolla y potencia, sino
también establecer las condiciones de su superación histórico-práctica a través de la radical
abolición de dicha base y la edificación de una nueva y cualitativamente distinta sociedad.
No es innecesario añadir que el enfoque científico marxista de la alienación tiene una
enorme importancia cognoscitiva como contribución a la toma de conciencia de los
expoliados y oprimidos sobre su situación social-concreta y las causas de sus ruinosas
condiciones de existencia con la frustración de su desarrollo humano integral. Ello suscitará
la comprensión de que no se puede esperar pasivamente un cambio social que modifique
esa situación y esas condiciones, sino que es imprescindible desplegar desde ya las acciones
político-prácticas orientadas a combatir la alienación y contrarrestar sus efectos en cierta y
creciente medida en ruta hacia la transformación de la sociedad actual desde sus propias
raíces.
Las concepciones previas
La teoría de la alienación de Marx y Engels tuvo como antecedente histórico
inmediato la concepción de Hegel sobre tal fenómeno (que ocupó un importante lugar en su
sistema filosófico) y, luego, la crítica de Feuerbach a la religión y el idealismo hegeliano.
Desde su óptica idealista-objetivista, para Hegel el fundamento absoluto del mundo y de su
proceso dialéctico es el “Espíritu” o la “Idea”, que se desarrolla a través de objetivaciones o
materializaciones (“alienaciones”) en la realidad sensible y de superaciones de las mismas.
Los fenómenos de la naturaleza y la sociedad son el “ser alienado” del “Espíritu”: en esa
alienación, éste se separa de sí mismo para devenir lo “Otro”, que sigue siendo “Idea” pero
en una existencia dispersa que la hace incapaz de captarse sin oponerse a sí misma. Todos
los “grados ascendentes del ser” (naturaleza, vida, sociedad, filosofía, arte, religión, en su
unidad en cada época y en la sucesión de las épocas) son “recuperaciones” de la “Idea” por
sí misma, aunque ninguna de ellas consigue ser su propia verdad en sí y por sí, quedándose
siempre en la alienación. El propio hombre (como equivalente de la “Auto-conciencia”) es
una materialización u objetivación del “Espíritu” del que se ha desprendido y, por tanto,
está ontológicamente alienado.
Según Hegel, para conseguir sus propósitos el “Espíritu” tiene que implantarse en la
realidad convirtiendo esa objetivación en sujeto y su aptitud para crear lo nuevo se
manifiesta en resultados que para él mismo aparecen como extraños e incomprensibles,
pero que estimulan su desarrollo sucesivo. En el proceso de su actividad, el “Espíritu” se
aliena en su “Otro-ser” a fin de conocerse en él; y la supresión de la alienación es idéntica
al proceso cognoscitivo en donde el espíritu vuelve hacia sí mismo, a la absoluta identidad
del sujeto-objeto. En su Fenomenología del Espíritu, Hegel afirmaba que la Idea “se aliena
y luego, a partir de esa alienación, regresa hacia sí misma y, por tanto, sólo ahora se
manifiesta en su actividad y en su verdad para configurar también un logro de conciencia”.
Por ello, el conocimiento de que el mundo es un producto propio del “Espíritu”, aunque
ignorado por él mismo, constituye la fuente principal de la libertad espiritual.
Así, con su alienación en las diferentes formas de objetividad (naturaleza, historia,
sociedad civil, Estado, moral, educación, etc.), el “Espíritu” elimina a la vez su propia
alienación al regresar hacia sí mismo. Este movimiento constituye un proceso de
profundización y enriquecimiento de su esencia interior, siendo el desarrollo de sus
configuraciones formales la evolución del ser alienado de la cultura humana, que tiene
culminación en un proceso histórico independiente de los actos del hombre y opuesto a sus
aspiraciones y propósitos. La contradicción dialéctica es, entonces, una consecuencia de la
alienación. La “Idea” o el “Espíritu” es el motor y la meta de la contradicción, ya que es lo
que se opone a sí mismo y que trata de reencontrar su propia identidad a través de esa
contradicción. El “ser puro” que aparece como el comienzo del mundo (y lo es para la
lógica) es, en el fondo, el límite inferior de la alienación; y la lógica, a la que se podría
creer productora de la realidad, constituye sólo un método humano para llegar a la “Idea”.
Hegel concebía el proceso de formación del hombre de modo místico-abstracto y
sólo reconocía como trabajo una abstracta actividad espiritual, por lo que en su filosofía los
conceptos suplantaban a los hombres concretos y al desarrollo histórico real de la vida
social y sus transformaciones. Con ello, la alienación quedaba convertida en una cuestión
intelectual “pura”, en algo ideal encerrado en la conciencia y sin contacto con la realidad.
Así, el hombre se alienaría a sí mismo y sus obras se le presentarían como una realidad
ajena porque él sería “espiritualmente inmaduro”, carecería de una “Auto-conciencia” (o
“esencia humana”) completada y estaría supeditado a las ilusiones de su propia y simple
conciencia. De allí que como la alienación fundamental del hombre es sólo un fenómeno
exclusivamente intelectual, puede superarse en el pensamiento a través del desarrollo de la
“Auto-conciencia”.
Creyendo que el hombre es un desprendimiento alienado de la “Idea”, Hegel elaboró
una versión racionalizada de la teología, que concibe al ser humano como derivado de Dios
y alienado de él. Ignoró al hombre concreto y mistificó la realidad objetiva de la que forma
parte y que él mismo transforma con su actividad, sin poder entender el proceso de
objetivación-desobjetivación al que identificó con la alienación, (En el mundo real, a través
de sus propias acciones el ser humano se objetiva al convertir sus fuerzas y capacidades en
objetos; y a la vez desobjetiva las cosas que crea al incorporarlas como conocimientos en su
vida y trabajo). Es decir, como no pudo ver en su realidad el proceso de objetivación del
hombre en sus obras, tampoco divisó el proceso social de supeditación de los individuos a
sus productos concretos para apreciarlos como mundo ajeno y superior. Así, metamorfoseó
ilusoriamente la realidad social-concreta alienada en alienación puramente espiritual y
mistificó sus procesos objetivos interpretándolos sólo como movimientos de la conciencia,
como elementos circunscritos al pensamiento (2). No obstante, en su concepción las
reaccionarias ideas místicas acerca de un “primer principio” divino de todo lo existente se
entrelazaban con verdaderos y valiosos descubrimientos: el papel de la racionalidad en la
historia, la necesidad objetiva en el desarrollo de la sociedad, la contradicción entre la
actividad de los hombres y el uso sus resultados concretos, el carácter contradictorio del
progreso social, etc. Estos logros hegelianos fueron rescatados, reinterpretados críticamente
y reformulados por Marx y Engels, que los incorporaron en su trabajo teórico-político.
Por su parte, Feuerbach utilizó la categoría de alienación en su crítica al idealismo y a
la religión. Considerando que el hombre enajenaba su “esencia” material y sensorial para
asumir otra de carácter trascendental, la del “más allá”, estableció que la conciencia
religiosa era una conciencia alienada en la que el hombre perdía su “esencia genérica” al
entregársela a Dios y en la que las fuerzas humanas se transmutaban en sobrenaturales
para imperar sobre los sujetos y deformar su vida social. A su juicio, la causa de este
fenómeno residía en diversos sentimientos de dependencia, temor, etc. de los hombres,
entre ellos el de sujeción frente a la naturaleza; sentimientos profundizados por el hecho de
que aspirando a satisfacer sus necesidades sin conseguirlo a cabalidad se vieran obligados a
apelar a la ayuda divina. Así, creaban conceptos religiosos a los que luego atribuían una
realidad independiente que exigía subordinación, siendo este trastrueque fantástico el
mayor impedimento para el desarrollo del hombre por constituir una ilusión peligrosa que
condicionaba el conjunto de opresiones sociales, todas las demás formas de alienación entre
los individuos. Desde la óptica de Feuerbach, la filosofía idealista era también una
conciencia alienada de la “esencia humana”, una expresión racionalizada y lógicamente
sistematizada de la religión. Por ello, postuló la completa negación de la religión y el
idealismo como condición indispensable para la recuperación de dicha “esencia” y la
transformación del hombre en un ser auténticamente humano; es decir, para él la superación
de la alienación coincidía con la superación de la religión y el idealismo. Con la supresión
de ambos, los atributos o cualidades perdidos retornarían al hombre y todo lo divino
quedaría diluido para presentarse como efectivamente humano.
No obstante, aunque repudió el idealismo hegeliano y mostró que la metafísica y la
religión no eran alienaciones de la “Idea”, sino de los seres humanos vivientes, Feuerbach
definió al hombre sólo como entidad biológica individual. Aprisionado por su naturalismo
antropologista y su concepción idealista de la historia y la vida social, agravados por su
rechazo en bloque de la dialéctica hegeliana, ignoró la actividad consciente del hombre para
transformar la naturaleza y la propia sociedad, ubicando la alienación sólo en el ámbito
religioso-filosófico y haciéndole perder el amplio carácter que Hegel le había adjudicado al
extenderla a las relaciones sociales, el Estado y las formas de conciencia social. No pudo
establecer el origen histórico de la sociedad alienada, ni menos desentrañar las tendencias
objetivas hacia su transformación real, es decir, pasó por alto las condiciones materiales e
históricas (la práctica social) que hacían posible la religión que criticaba. Por ello, para
resolver las contradicciones sociales estimó como necesaria la supresión de la religión
existente y la creación de una “nueva religión” basada en el “amor universal”, en la que el
hombre ocupaba el lugar de Dios. Desde su materialismo contemplativo y metafísico
opuso, entonces, como realidades estancadas e inmutables el mundo alienado y el “mundo
humano del amor”, condenando moralmente la alienación, preconizando su destrucción
“filosófica” y dejándola sin posibilidades de superación práctica.
Ahora bien, es sabido que en función de las necesidades y luchas del proletariado
revolucionario Marx y Engels estudiaron científicamente la sociedad capitalista de modo
integral y a fondo, develando tanto sus aspectos estructurales cuanto sus mecanismos,
contradicciones y antagonismos con el propósito de abrir el camino hacia su transformación
radical. Dentro de ese estudio científico, y en calidad de cuestión esencial, afrontaron el
problema de la alienación como expresión de relaciones sociales asimétricas y antagónicas,
históricamente transitorias y propias de una economía mercantil basada en la división del
trabajo y en la propiedad privada sobre los medios de producción social. Esas relaciones
sociales alienan al hombre y mutilan su esencia humana objetiva. Caracterizaron, entonces,
las particularidades concretas fundamentales de la alienación en las condiciones del
capitalismo: a) Al desempeñar funciones parceladas sin poder acceder a la totalidad de la
vida social, el hombre deja de ser realmente un sujeto activo para convertirse en objeto, en
simple medio para la consecución de fines que le son ajenos y que atentan contra él mismo;
b) Los productos de la actividad humana adquieren una existencia autónoma y extraña que
determina la vida de cada individuo y del conjunto de personas; c) La actividad del hombre
está sometida a una realidad que le es hostil y que se convierte en ajena y enemiga del
propio hombre; y d) Las relaciones entre los individuos y la sociedad devienen antagónicas.
Estas particularidades de la alienación son propias del capitalismo, pero Marx y Engels
nunca descartaron su existencia, con modalidades específicas, en formaciones sociales
anteriores. En La ideología alemana y en los Grundrisse quedó apuntado que la alienación
se extendía a toda la historia conocida y que, aunque sin las notables características que
asume en la sociedad burguesa, estuvo presente de hecho en el esclavismo y el feudalismo e
incluso, con formas muy especiales, en la comunidad primitiva (3).
La concepción de Marx y Engels sobre la alienación se fue configurando en el curso
de sus investigaciones acerca de la sociedad capitalista y con la creciente profundización de
sus observaciones sobre la situación real de los hombres concretos (en especial, de los
obreros) dentro de las relaciones sociales burguesas. Ello les permitió ir elaborando la
categoría de alienación con un contenido objetivo que iba resumiendo de modo progresivo
los resultados de sus investigaciones y los de la actividad revolucionaria práctica desde la
perspectiva del hombre real, de sus necesidades y su desarrollo. En el avance de ese
proceso, fueron subrayando de modo cada vez más categórico las diferencias sustanciales
de su concepción con las de Hegel y Feuerbach. La crítica científico-revolucionaria a
ambas posturas no constituyó de ninguna manera una simple continuidad lineal en el
desarrollo de las ideas filosóficas, sino más bien su ruptura radical, es decir, la negación
dialéctica del desarrollo hasta entonces existente sobre la base de la lucha del proletariado
revolucionario. Tal negación dialéctica implicó recuperar científicamente lo verdadero y
valioso que podían contener los sistemas anteriores para reformularlo de modo crítico, darle
un contenido objetivo e insertarlo en un nuevo contexto teórico. Frente a la tradición
filosófica, Marx y Engels dotaron a la categoría de alienación de un contenido y un
significado completamente nuevos, por lo que, como ha enfatizado Suchodolski, resulta
absurdo referirse a un concepto “hegeliano-marxista” de alienación, del mismo modo que
carece de sentido hablar de una “dialéctica hegeliano-marxista” (4).
Tiene importancia, entonces, reseñar los aspectos básicos del trayecto histórico en el
que ambos sabios fueron elaborando y perfilando científicamente la teoría de la alienación
como uno de los aspectos fundamentales dentro del corpus teórico-político sobre la
sociedad capitalista, que hallaría culminación en El Capital y en la teoría del fetichismo de
la mercancía. Aquí debemos indicar que, al igual que ocurre en el conjunto de este libro, la
multiplicación de las citas textuales de Marx y Engels para hacer tal reseña puede llevar a
que seamos motejados de “talmudistas”. Este riesgo lo asumimos a plenitud porque citar
literalmente a los clásicos no es en absoluto una expresión de “veneración canónica” de sus
textos, sino algo por completo necesario para mostrar con toda claridad el real carácter y
contenido científico de su pensamiento y su total vigencia en la actualidad, deslindando así
en su raíz con cualquier intento de recusación o de interpretación ambigua, interesada y/o
antojadiza de sus puntos de vista.
Hacia la teoría materialista de la alienación
Aunque resulte más que obvio, no es irrelevante señalar que los criterios científico-
revolucionarios de Marx y Engels no surgieron súbitamente y en forma acabada, sino que
su elaboración fue el producto de un proceso evolutivo. Desde su inicial crítica a la
religión, avanzaron hacia la crítica de la filosofía, pasaron a la crítica del Estado, la
sociedad y la política, y de allí a la crítica de la economía política y del régimen burgués.
En filosofía, evolucionaron del idealismo al materialismo; y en política, del liberalismo y el
democratismo al comunismo. Las fases evolutivas se encadenaron entre sí y cada una de
ellas condicionó a la siguiente, por lo que el intenso período juvenil de crítica resultó
orgánicamente enlazado con el pensamiento científicamente maduro; es decir, en el primero
se fueron planteando los problemas que el segundo se encargaría de ir clarificando y
solucionando integralmente, de modo que fue estableciéndose una ligazón genética entre
ambos y manteniéndose la continuidad de las tesis fundamentales del sistema teórico
aunque variara el tipo de fundamentación y la modalidad de solución a los problemas
estudiados.
Por ello, lo que caracterizó nítidamente el punto de partida de la concepción de Marx
y Engels sobre la alienación fue el paso radical desde el plano de las ideas y los problemas
religioso-filosóficos hacia el nivel de las cuestiones económico-sociales, con el basamento
sólido en una filosofía objetiva, científica. En tal evolución, fueron ampliando el círculo de
problemas a investigar e introduciendo ciertas modificaciones en cuanto al modo y estilo de
su planteamiento y solución. Pero nunca dejaron de lado la noción de alienación ya que el
problema de ésta concierne íntimamente a la relación del individuo consigo mismo, con su
propio desarrollo como ser humano, con los otros sujetos, con la sociedad y con los
diversos productos de la actividad del hombre como ser histórico-social. Una preocupación
central impregnó siempre y a fondo toda su actividad intelectual y socio-política: aportar
teóricamente con miras a la emancipación social real de los hombres (dentro de la cual la
comprensión científica de la alienación resulta imprescindible) y llevar la claridad teórica al
plano de la lucha política práctica para el logro revolucionario de esa emancipación y de la
superación efectiva de la alienación.
Entre 1842 y 1843, en sus obras juveniles y cada cual por su lado, los fundadores del
marxismo comenzaron a abordar determinados aspectos de la alienación. Engels, en Esbozo
de Crítica de la Economía Política, la encaró en su vínculo con la propiedad privada y la
competencia señalando los efectos corrosivos de ambas sobre las relaciones entre los
hombres, efectos reflejados en especial en las representaciones ilusorias de la teoría
económica burguesa para justificar la explotación de los trabajadores; y en La situación de
la clase obrera en Inglaterra consignó el modo en que las relaciones sociales capitalistas
deforman toda la vida de los obreros y de vastas masas poblacionales, hundiéndolos en la
degradación. A su vez, Marx investigó la alienación en el ámbito de la religión y la filosofía
idealista; analizó la alienante burocratización estatal en Crítica de la Filosofía del Estado
de Hegel; y en 1844, en sus Manuscritos económico-filosóficos, puso las bases de la teoría
de la alienación. En verdad, esos Manuscritos constituyen un trabajo transicional ya que
Marx aún no había rebasado por completo ciertas apreciaciones filosóficas y su visión
económica era fragmentaria porque todavía no había resuelto las cuestiones fundamentales
del valor y la plusvalía. Pero significan el paso decisivo desde la filosofía hacia la economía
política, con el afloramiento de la genialidad del gran pensador a través de sorprendentes
anticipaciones y la exposición germinal de toda una concepción de la historia, la sociedad y
el hombre.
En el enfoque de la alienación hecho en los Manuscritos, Marx descartó cualquier
basamento especulativo: “Hemos tomado como punto de partida premisas de la Economía
política” y “los resultados a los que he llegado han sido obtenidos mediante un análisis
totalmente empírico, basado en un concienzudo estudio crítico de la Economía”. Por ello,
como apunta Lucien Séve, “a diferencia de Feuerbach, para quien el problema de la
enajenación se identifica con el problema de la conciencia religiosa, Marx no toma como
centro de su reflexión la conciencia enajenada, sino el trabajo enajenado; de manera que el
terreno hacia donde se lleva la crítica no es el de la religión, sino el de la Economía
política… Los Manuscritos de 1844 toman como punto de partida la Economía. El primer
manuscrito, en su primera mitad, se presenta casi como un cuaderno de apuntes económicos
y cuando comienza la reflexión propia de Marx, cuando se propone la cuestión del trabajo
enajenado, no hay tesis filosóficas tomadas como premisas, sino hechos económicos.
Trasladada del terreno de la crítica religiosa al de la crítica económica, la enajenación no
conduce ante todo a un simple desconocimiento, a un proceso de la simple conciencia, sino
más bien a una servidumbre práctica que contiene también formas de enajenación de la
conciencia, pero sólo de manera accidental. La enajenación de la esencia humana no se
entiende como la objetivación ideal de las cualidades humanas en un Dios celestial, sino
como un desprendimiento por parte del trabajador de su misma vida en las cosas
perfectamente terrenas” (5).
Aunque en este encaramiento todavía tienen un determinado peso elementos de un
humanismo abstracto y el vocabulario utilizado evidencia aún una cierta carga “filosófica”,
las categorías fundamentales puestas en movimiento poseen un carácter socio-económico y
la alienación es mostrada como categoría histórico-social relacionada ante todo con el
régimen capitalista de producción (pero proporcionando indicaciones suficientes acerca de
su existencia en formaciones sociales anteriores). La propiedad privada, la división del
trabajo y la producción mercantil están presentadas claramente y fuera de cualquier duda
como la triple raíz histórico-genética de la alienación, la cual obedece a condiciones social-
concretas históricamente transitorias y superables. En lo esencial, su carácter, contenido y
efectos son, pues, económico-políticos, teniendo en su base el trabajo alienado y formas o
expresiones principales (“determinaciones”) en la alienación: a) del producto con respecto
al productor; b) de éste en relación con su propia actividad productiva; c) del “ser genérico”
(es decir, de antagonismo entre el hombre como individuo y el hombre como especie); y d)
del hombre con respecto al hombre. No es superfluo precisar que tales formas son
encaradas como aspectos de un mismo fenómeno global.
En los Manuscritos económico-filosóficos (6), el abordaje del trabajo alienado fue
hecho desde la perspectiva de la crítica radical de la economía política y del análisis de las
relaciones objetivas de producción social. La primera, denunciando el carácter ideológico
burgués de esa disciplina; el segundo, descubriendo en las relaciones sociales capitalistas el
antagonismo entre el hombre y la mercancía, oposición que a su vez vela la contradicción
entre el trabajo y el capital. Marx observó que en las antagónicas relaciones sociales
capitalistas la realización del trabajo está basada en la separación del trabajador con
respecto a los medios de producción; aparece como un aislamiento de la actividad que
deforma tanto el carácter y el contenido del proceso laboral, cuanto las relaciones sujeto-
objeto. La cristalización de las capacidades humanas en el objeto, la conquista dinámica de
éste, se manifiesta como la opresión del sujeto, como su alienación; y el trabajo, expresión
de la “esencia humana” (todavía considerada de modo abstracto por Marx), pasa a ser algo
puramente externo e indiferente para el individuo. Con su trabajo, éste genera fuerzas que
luego lo avasallan; en lugar de imperar sobre ellas, se torna su esclavo. Por su esencia, tales
fuerzas son sociales y no representan otra cosa que la riqueza alienada; es decir, el conjunto
de fuerzas productivas y relaciones de producción creadas por el hombre en su actividad
social, pero que han adquirido un carácter autónomo y cosificado, hostil a su auténtico
creador. Así, el trabajo queda despojado de su valor humano y de su condición de factor
social fundamental de desarrollo del hombre, para convertirse en fuente de limitaciones y
deformaciones; y las fuerzas productivas aparecen como un mundo diferenciado, separado
e independizado del mundo de los hombres y que se le enfrenta como una realidad ajena y
opresiva.
En las condiciones sociales capitalistas, el proceso de alienación destruye, pues, el
auténtico carácter del trabajo como modalidad específicamente humana de relación del
individuo con la realidad socio-natural, con los demás hombres y consigo mismo, con el
agravante de que en tales condiciones el hombre se aliena cada vez más. Cuanto mayor es
el grado de desarrollo de la sociedad burguesa, mayor es el grado de dominio de los
productos del trabajo sobre sus creadores, basándose toda la economía en las “necesidades”
de los objetos elaborados antes que en las necesidades reales de quienes los han producido.
En este punto, por una parte y deslindando con Hegel, Marx señaló la diferencia esencial
entre objetivación y alienación: la objetivación o cristalización del trabajo en el producto es
un hecho concreto y necesario que no implica obligadamente la alienación de ese producto,
pero esta alienación sí supone objetivación del trabajo; es decir, la objetivación no implica
alienación, pero la alienación sí contiene objetivación. En otros términos, todo trabajo
produce objetos, pero de ninguna manera ello significa que los objetos producidos tengan
que ser siempre elementos alienantes, mercancías. Por otra parte, marcó a fuego a la teoría
económica burguesa que al no considerar el nexo directo entre el trabajo y la producción, o
sea, entre el obrero y los objetos que él produce, encubría la alienación implícita en la
propia esencia del trabajo dentro de las relaciones capitalistas.
La primera forma principal o “determinación” de la alienación examinada en los
Manuscritos por Marx es la alienación del producto del trabajo con respecto al productor.
La propiedad privada, el régimen mercantil y la división del trabajo que le es inherente
separan al trabajador de los medios de producción y deforman la relación activa del sujeto
productor con el objeto producido. Con su trabajo, aquél elabora objetos (mercancías) que
no le pertenecen como posesión económica ni en sentido humano, que no puede utilizar
para cubrir sus necesidades de modo cabal y promover su propio desarrollo integral porque
le son arrebatados material y espiritualmente. El producto deviene ente autónomo, extraño
y hostil que aparece ante el individuo como un poder antagónico cuya potencia crece en
proporción directa al empobrecimiento del productor. En este proceso, el objeto domina al
sujeto y la creación (mercancía, expresión del capital) aplasta al creador (obrero asalariado,
expresión del trabajo). Para el individuo, dice Marx, “esta relación es, al mismo tiempo, la
que le coloca ante el mundo exterior sensible, ante los objetos de la naturaleza, como ante
un mundo extraño y hostil”.
En la formulación marxiana, “el obrero degenera en mercancía” y “lo que es el
producto de su trabajo no lo es él”. “El obrero se empobrece tanto más cuanto más riqueza
produce, cuanto más aumenta su producción en extensión y en poder. El obrero se convierte
en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías crea. A medida que se valoriza
el mundo de las cosas se desvaloriza, en razón directa, el mundo de los hombres. El trabajo
no produce sólo mercancías; se produce también a sí mismo y produce al obrero como una
mercancía y, además, en la misma proporción en que produce mercancías en general”. “El
objeto producido por el trabajo, su producto, se enfrenta a él como algo extraño, como un
poder independiente del productor. El producto del trabajo es el trabajo que se ha
plasmado, materializado en un objeto; es la objetivación del trabajo. La realización del
trabajo es su objetivación. Esta realización del trabajo aparece, en la economía política,
como la desrealización del obrero, la objetivación como pérdida y esclavitud respecto al
objeto, la apropiación como extrañamiento, como expropiación”.
Marx agrega que “el obrero se comporta hacia el producto de su trabajo como hacia
un objeto ajeno… Cuanto más se mata el obrero trabajando, más poderoso se torna el
mundo material ajeno a él que crea frente a sí, más pobres se vuelven él y su mundo
interior, menos se pertenece el obrero a sí mismo… La alienación del obrero en su
producto no sólo significa que su trabajo se convierte en un objeto, en una existencia
externa, sino que esta existencia se halla fuera de él, es independiente de él y ajena a él y
representa frente a él un poder propio y sustantivo;… la vida que el obrero ha infundido al
objeto se enfrenta a él como algo extraño y hostil”. “La alienación del obrero en su objeto
se expresa en que cuanto más él produce, menos puede consumir; cuantos más valores crea,
menos valor, menos dignidad tiene él; cuanto más modelado su producto, más deforme es
el obrero; cuanto más perfecto su objeto, más bárbaro es el trabajador; cuanto más poderoso
el trabajo, más impotente quien lo realiza; cuanto más ingenioso el trabajo, más
embrutecido, más esclavo de la naturaleza es el obrero”. “Hasta tal punto se manifiesta la
realización del trabajo como anulación del hombre, que el obrero se ve anulado hasta la
muerte por hambre… Hasta tal punto se convierte la apropiación del objeto en alienación,
que cuantos más objetos produce el obrero menos puede poseer y más cae bajo la férula de
su propio producto, del capital”.
La segunda forma principal de la alienación es la del productor con respecto a su
propia actividad, cuyo resultado es el enfrentamiento del sujeto con su propio desarrollo
como ser humano. Desde el mismo instante en que el producto es creado, ya es una
mercancía, algo ajeno y opuesto al obrero, cuyo trabajo pertenece a otro, le ha sido
expropiado, le es también ajeno. La alienación de la actividad productiva es la alienación
del trabajo mismo que se enfrenta al obrero como realidad extraña y hostil, como actividad
enemiga, forzada e ineludible. El trabajador ya no labora para sí, sino para otro que lo
constriñe mediante un salario con el que apenas puede cubrir una parte mínima de su
esfuerzo, o sea, la parte mínima necesaria para poder subsistir. Como precisa Marx, en tal
relación su actividad aparece como “una actividad ajena y que no le pertenece, la actividad
como pasividad, la fuerza como impotencia, la procreación como castración, la propia
energía física y espiritual del obrero, su vida personal (pues la vida no es otra cosa que
actividad) como una actividad que se vuelve contra él mismo, independiente de él, que no
le pertenece”. “Evidentemente, el trabajo produce maravillas para los ricos, pero produce
privaciones y penuria para los obreros. Produce palacios, pero aloja a los obreros en
tugurios. Produce belleza, pero tulle y deforma a los obreros… Produce espíritu, pero
produce estupidez y cretinismo para los obreros”.
En esas condiciones, “el trabajo es algo externo al obrero, es decir, algo que no
forma parte de su esencia, en el que… no se afirma sino que se niega…, no se siente bien,
sino a disgusto, no desarrolla sus libres energías físicas y espirituales, sino que mortifica
su cuerpo y arruina su espíritu… Cuando trabaja no es él, y sólo recobra su personalidad
cuando deja de trabajar. No trabaja, por tanto, voluntariamente, sino a la fuerza, su trabajo
es un trabajo forzado. No representa… la satisfacción de una necesidad, sino que es,
simplemente, un medio para satisfacer necesidades extrañas a él… El trabajo externo, el
trabajo en el que el hombre se aliena, es un trabajo de auto-sacrificio, de mortificación… El
hombre (el obrero) sólo se siente como un ser que obra libremente en sus funciones
animales, cuando come, bebe y procrea o, a lo sumo, cuando se viste y acicala y mora bajo
un techo, para volverse, en sus funciones humanas, simplemente como un animal. Lo
animal se trueca en lo humano y lo humano en animal. Comer, beber, procrear, etc., son
también sin duda funciones auténticamente humanas. Pero, en la abstracción, separadas de
todo el resto de la actividad humana, convertidas en fines últimos y exclusivos, son
funciones animales”. Con esta alienación, el desarrollo humano del hombre está negado.
La tercera forma de alienación es la del “ser genérico” humano, que implica el
antagonismo entre el hombre como individuo y el hombre como especie. En el análisis de
esta “determinación”, el joven Marx emplea un estilo y un vocabulario “filosóficos” (o sea,
humanístico-abstractos) que no llegan a impedir la percepción del contenido económico de
las formulaciones. El hombre es caracterizado como ser histórico-natural, es decir, como
integrante de la sociedad y ligado a la naturaleza por provenir de ella y encontrar en ella los
medios para su propia existencia. “El hombre es un ser genérico no sólo porque tanto
práctica como teóricamente convierte en objeto suyo el género, así el suyo propio como el
de las demás cosas, sino también (lo que no es más que una manera distinta de expresar lo
mismo) en el sentido de que se comporta hacia sí mismo como hacia el género vivo y
actual, como hacia un ente universal y, por tanto, libre”. En calidad de “ser genérico”, el
hombre existe para modificar la naturaleza a través de su producción social, realizarse en
sus obras y desarrollarse: “Es sólo y precisamente en la transformación del mundo objetivo
donde el hombre… comienza a manifestarse realmente como ser genérico. Esta producción
constituye su vida genérica laboriosa. Mediante ella aparece la naturaleza como obra suya,
como su realidad. El objeto del trabajo es, por tanto, la objetivación de la vida genérica del
hombre: en ella, se desdobla no sólo intelectualmente, como en la conciencia, sino
laboriosamente, de un modo real, contemplándose a sí mismo… en un mundo creado por
él”.
Sin embargo, “el trabajo alienado, al arrebatarle al hombre el objeto de su
producción, le arrebata su vida genérica, su real objetividad como especie, y convierte la
superioridad del hombre sobre el animal en una inferioridad, puesto que le arrebata su vida
inorgánica, la naturaleza. Y, del mismo modo, al degradar en simple medio la propia
actividad, la actividad libre, el trabajo alienado convierte la vida genérica del hombre en
simple medio de su existencia física. Por tanto, la conciencia que el hombre tiene de su
especie se transforma mediante la alienación, de tal modo que la vida de la especie pasa a
ser para él simplemente un medio”. Así, tanto la “naturaleza humanizada” (el mundo de los
productos de su actividad), cuanto su propia “naturaleza inorgánica” (el conjunto de objetos
del trabajo en manos del propietario privado), adquieren un carácter alienado, cosificado y
ajeno. La alienación arrasa la unidad del hombre con la realidad natural, que pasa a ser
considerada apenas como medio de mantenimiento de la existencia individual, tornándose
algo extraño y opuesto al sujeto. Destruyendo el nexo orgánico entre el hombre y sus obras,
las cuales constituyen una reelaboración de los elementos del mundo natural, el trabajo
alienado demuele el vínculo entre el individuo y la “esencia genérica humana” (la
“sustancia social”). Al no participar ya de esta “esencia” y de una existencia propiamente
humana, el sujeto queda subordinado a sus propias necesidades individuales, a la lucha por
la mera existencia física. La alienación del “ser genérico” del hombre aparece entonces en
el plano económico como la alienación del trabajo social, que es precisamente la medida de
la alienación de los productos del trabajo en tanto mercancías. La alienación afecta la vida
humana en sus más profundas raíces y conduce a un individualismo radical que enfrenta al
sujeto con la vida de la especie.
Finalmente, la cuarta forma de alienación es la del hombre con respecto al hombre
(es decir, la de los hombres en sus relaciones recíprocas), como consecuencia directa del
hecho de que el producto del trabajo se separa del productor porque ese producto pertenece
a otro, su actividad productiva está enajenada porque es trabajo para otro y su “ser
genérico” resulta alienado con respecto a los demás sujetos. Por tanto, “La alienación del
hombre, y en general toda relación del hombre consigo mismo, sólo se realiza y expresa en
su relación con los demás hombres”, puesto que “el ser ajeno a quien pertenece el trabajo y
su producto, al servicio del cual se halla el trabajo y el que disfruta del producto de éste, no
puede ser otro que el hombre mismo”. El poder ajeno y extraño que adquiere el producto
del trabajo sobre el trabajador sólo se explica porque ese producto pertenece a otro
individuo: “Si la actividad del obrero constituye un tormento para él, tiene necesariamente
que ser un goce y una fruición de vida para otro. Y ese poder extraño sobre el hombre no
hay que buscarlo en los dioses ni en la naturaleza, sino pura y simplemente en el hombre”.
“Toda auto-alienación del hombre con respecto a sí mismo y a la naturaleza se revela en la
medida en que se entrega y entrega la naturaleza a otro hombre distinto de él”.
Hasta aquí, las formulaciones de los Manuscritos sobre las formas principales de la
alienación. En ese trabajo de 1844, Marx no se refirió específicamente a la alienación
ideológica (porque aún no había elaborado los fundamentos de una teoría de la ideología, lo
que haría ya junto con Engels en 1845-1846), pero hizo diversas y reveladoras alusiones a
ella. En primer lugar, mostrando la analogía entre la alienación del trabajo (y sus
productos) y la alienación religiosa: “la exterioridad del trabajo para el obrero se revela en
el hecho de que no es algo propio suyo, sino de otro; de que no le pertenece a él y de que él
mismo, en el trabajo, no se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a otro. Lo mismo que
en la religión la actividad propia de la fantasía humana, del cerebro y el corazón humanos,
obra con independencia del individuo y sobre él, es decir, como una actividad ajena, divina
o demoníaca, la actividad del obrero no es tampoco su propia actividad. Pertenece a otro y
representa la pérdida de sí mismo”. Tal como la mercancía adquiere un poderío ajeno,
extraño y dominante con respecto al obrero y su trabajo, así Dios aparece en la conciencia
del hombre como un producto que domina al productor, como una creación que impera
sobre el creador y lo avasalla: “Cuanto más pone el hombre en Dios, menos retiene de sí
mismo”. La alienación religiosa es, entonces, expresión ideológica de la alienación material
y lo es en doble sentido: por un lado, en sí misma es una alienación ya que segmenta
interiormente al individuo y lo obliga a someterse a sus propias fantasías; y, por el otro, ya
estructurada como religión, cumple ideológicamente una función de encubrimiento de la
miseria y el sufrimiento reales al ubicar la “auténtica riqueza” y la “felicidad” en el “otro
mundo”, lo que implica justificar la apropiación privada concreta de los bienes sociales por
parte de una minoría explotadora en el mundo objetivo y las desventuras que agobian a las
grandes masas.
En segundo lugar, Marx hizo referencia directa a la alienación ideológica en la
posesión del dinero y en su acumulación, anticipando criterios acerca de su “fetichismo”
que se precisarían en obras posteriores (sobre todo en El Capital). En la sociedad basada en
la propiedad privada, la producción mercantil y la división del trabajo, “el dinero, en cuanto
posee la cualidad de poder comprarlo todo, de apropiarse de todos los objetos, es el objeto,
en el sentido eminente de la palabra. El carácter universal de su cualidad es la omnipotencia
de su ser; se trata, por tanto, de un ser todopoderoso… El dinero es el alcahuete entre la
necesidad y el objeto, entre la vida y los medios de vida del hombre. Y lo que sirve de
mediador de mi vida, me sirve también de mediador de la existencia de los otros hombres.
Es para mí el otro hombre”. Con su enorme poder universal, el dinero “es la deidad visible,
que se encarga de trocar todas las cualidades naturales y humanas en lo contrario de lo
que son, es la confusión e inversión general de las cosas; por medio del dinero se unen los
polos contrarios; es la ramera universal, la alcahueta universal de hombres y de pueblos”.
En esta alienación material e ideológica, “Lo que puedo hacer mío con dinero lo que
puedo pagar, es decir, lo que puedo comprar con dinero, eso soy yo, el mismo poseedor del
dinero. Mi fuerza llega hasta donde llega la fuerza del dinero. Las cualidades del dinero
son mis propias cualidades y fuerzas esenciales, las de su poseedor. Por tanto, no es, en
modo alguno, mi individualidad lo que determina lo que yo soy y puedo”. De este modo, el
dinero, “en cuanto el concepto existente y efectivo del valor”, “en cuanto el medio y el
poder generales (exteriores, no provenientes del hombre como hombre, ni de la sociedad
humana como tal sociedad) que permiten convertir la representación en realidad y la
realidad en mera representación, convierte las fuerzas esenciales reales del hombre y la
naturaleza en representaciones puramente abstractas y, por tanto, en algo imperfecto, en
atormentadoras quimeras, a la par que, de otra parte, convierte las reales imperfecciones y
quimeras, las fuerzas esenciales impotentes y que sólo existen en la imaginación del
individuo, en fuerzas esenciales y capacidades reales. Así, pues, aunque sólo sea por esta
función que desempeña, el dinero representa la inversión general de las individualidades,
que las convierte en lo contrario de lo que son y concede a sus cualidades atributos
contradictorios con ellas mismas. El dinero, como este poder de inversión, actúa, pues, en
contra del individuo y en contra de los vínculos sociales, etc., que afirman ser esenciales.
Convierte la lealtad en felonía, el amor en odio y el odio en amor, la virtud en vicio y el
vicio en virtud, al siervo en señor y al señor en siervo, a la estupidez en talento y al talento
en estupidez… Trueca y confunde todas las cosas, representa la confusión y la inversión de
las cosas todas y es, por tanto, el mundo invertido”.
En tercer lugar, Marx detectó la alienación de las necesidades como consecuencia
directa de la alienación productiva (en el sentido de producción según los requerimientos
del mercado, y no para satisfacer las verdaderas necesidades vitales de las personas), con la
consiguiente alienación ideológica en el consumo. Bajo el dominio de la propiedad privada,
cada quien “especula con crear al otro una nueva necesidad para obligarle a un nuevo
sacrificio, para colocarlo en una nueva relación de dependencia e inducirlo a un nuevo
modo de disfrute y, por ende, de ruina económica. Cada cual trata de crear una fuerza
esencial extraña sobre el otro, para encontrar en ello la satisfacción de su propia egoísta
necesidad. Con la masa de los objetos aumenta, por tanto, el reino de los entes extraños
que sojuzgan al hombre, y cada nuevo producto es una nueva potencia del fraude mutuo y
del mutuo despojo. El hombre se empobrece tanto más como hombre, necesita tanto más
del dinero para apropiarse de esos entes extraños y la potencia de su dinero decrece
precisamente en razón inversa a la proporción en que aumenta la masa de la producción; es
decir, sus necesidades crecen a medida que aumenta el poder del dinero. La necesidad del
dinero es, por tanto, la verdadera necesidad producida por la economía política y la única
necesidad que ésta produce”.
Dentro de tal situación, “incluso subjetivamente se manifiesta esto, en parte, en el
sentido de que la expansión de los productos y las necesidades se convierte en especulativo
y constantemente calculador esclavo de apetencias inhumanas, refinadas, antinaturales e
imaginarias: la propiedad privada no sabe convertir la tosca necesidad en una necesidad
humana; su idealismo es la figuración, la arbitrariedad, el capricho… Todo producto es un
cebo con el que quien lo posee trata de seducir a la esencia del otro, a su dinero; toda
necesidad real o posible es una debilidad que acaba llevando a la mosca al papel
engomado… En parte, esta alienación se manifiesta al producirse, por un lado, el
refinamiento de las necesidades y de sus medios; y, por el otro, el bestial salvajismo, la
total, tosca y abstracta sencillez de la necesidad; o, más bien, simplemente al realumbrarse
de nuevo a sí misma en su adversa significación… Del mismo modo que la industria
especula con el refinamiento de las necesidades, especula también con su tosquedad, pero
con una tosquedad artificialmente provocada, cuyo verdadero goce consiste… en aturdirse
a sí mismo en esa aparente satisfacción de las necesidades, en esa civilización dentro de la
tosca barbarie de la necesidad”.
El joven Marx aún no había descubierto el carácter dual de la mercancía como valor
de uso y valor (de cambio), pero ya avizoraba genialmente la tendencia hacia la cada vez
más desbordada creación de necesidades en gran parte artificiales y superfluas, tendencia
que con el desarrollo del capitalismo habría de desplegarse con el rigor de una ley histórica
por exigirlo así una economía basada en el valor de cambio y en las relaciones monetario-
mercantiles, impulsando inexorablemente una mayor y profunda alienación en el consumo
y la generación crecientemente expansiva de una ideología consumista. En la sociedad
burguesa, a instancias de la ganancia monetaria la más elemental necesidad humana resulta
alienada para tornarse “ente extraño que sojuzga al hombre”, “apetencia inhumana,
antinatural e imaginaria” que es introducida ideológicamente en la mente del individuo para
inducirlo a consumir en función de “la figuración, la arbitrariedad, el capricho”, y que lo
empuja a “aturdirse a sí mismo en esa aparente satisfacción de las necesidades”. Por más
artificiales y absurdas que éstas pudieran ser, al ignorar su propia alienación los individuos
buscan justificar de una u otra forma las nuevas necesidades que les son impuestas desde la
ideología, del mismo modo en que no tienen conciencia clara de que como productores-
consumidores utilizan sus salarios para comprar bajo la forma de mercancías los productos
que ellos mismos crean con su trabajo. Con este último hecho, la alienación se profundiza a
medida que las exigencias del mercado (del capital) llevan a la continua creación de nuevas
necesidades y a mayores consumos innecesarios, con lo cual la valorización del mercado
implica la desvalorización humana del trabajador.
Finalmente, Marx mostró la alienación ideológica implícita en la Economía Política
que como disciplina deshumanizada, reñida con la ciencia y al servicio de la burguesía,
encubre ideológicamente la realidad económica del capitalismo, presenta las relaciones de
producción capitalistas como expresión de leyes “naturales y eternas”, justifica la propiedad
privada y la miseria de las masas, vela el antagonismo entre el capital y el trabajo, pone el
acento en las necesidades de la producción desdeñando las necesidades de las personas e
impulsa a los individuos a producir sin “conciencia genérica”, como átomos aislados. “La
Economía política arranca del hecho de la propiedad privada. Pero no lo explica. Cifra el
proceso material de la propiedad privada, el proceso que ésta recorre en la realidad, en
fórmulas generales y abstractas, que luego considera como leyes. Pero no comprende estas
leyes o, dicho de otro modo, no demuestra cómo se derivan de la esencia de la propiedad
privada. La Economía política no nos dice cuál es la razón de que se escindan el trabajo y el
capital, el capital y la tierra”. Para ella, “el trabajo sólo se presenta bajo la forma de
actividad lucrativa” y “el obrero sólo existe en cuanto bestia de trabajo, como una cabeza
de ganado, reducida a las más estrictas necesidades físicas”. Así, “considera al proletario,
es decir, a quien vive sin capital ni renta del suelo, pura y simplemente del trabajo, y de un
trabajo unilateral, abstracto, exclusivamente como trabajador. Y esto le permite establecer
la tesis de que se le debe procurar, al igual que a cualquier caballo, lo necesario para poder
trabajar. En los momentos en que no trabaja, no lo toma en consideración como a un ser
humano, sino que deja que de ello se encarguen la justicia penal, el médico, la religión, los
cuadros estadísticos, la política y las autoridades de beneficencia”. En definitiva, “como…
el estado de mayor riqueza de la sociedad obliga a padecer a la mayoría, y como la
Economía política (y, en general, la sociedad basada en el interés privado) conduce a este
estado de máxima riqueza, llegamos a la conclusión de que el fin perseguido por la
Economía política es la desventura de la sociedad”.
Ahora bien, en los Manuscritos Marx bosquejó una teoría de la alienación que no era
ni podía ser definitiva porque él aún no contaba con los instrumentos imprescindibles para
completarla y otorgarle un carácter plenamente concreto. Es decir, todavía no había
descubierto el carácter dual de la mercancía como valor de uso y valor de cambio, ni
elaborado la teoría del valor-trabajo y la teoría de la plusvalía, instrumentos científicos
fundamentales logrados años después. No obstante, los rasgos del bosquejo teórico irían
reapareciendo una y otra vez en sus obras posteriores en forma cada vez más precisa, rica y
ante todo concreta, demostrando el nexo irrompible de su pensamiento juvenil con el
científicamente maduro de sus trabajos clásicos.
En París, cuando Marx y Engels decidieron iniciar su trabajo conjunto concordaron
en la necesidad de elaborar una “Economía” científica capaz de nutrir las luchas de la clase
obrera revolucionaria y desde la cual se pudiera desplegar un combate sistemático contra la
economía política burguesa. Pero el análisis de la situación social los obligó a modificar sus
proyectos. En efecto, constataron la gran confusión y el entorpecimiento de las acciones en
el movimiento obrero por la perniciosa influencia del pensamiento filosófico-especulativo
alemán, casi por completo dominante en los ambientes intelectuales y extendido de modo
abrumador al conjunto de la sociedad europea. Comprendieron, por tanto, que la necesidad
prioritaria en esas circunstancias era demoler en sus cimientos mismos las confusionistas
especulaciones filosóficas, apuntando a clarificar las ideas en el seno del proletariado e
impulsar sus luchas en el terreno práctico y, al mismo tiempo, allanar obstáculos para
afrontar satisfactoriamente desde el punto de vista de la ciencia social los problemas
teóricos a resolver. Postergaron, entonces, la confrontación con los economistas burgueses
para encarar la crítica radical y revolucionaria del idealismo neo-hegeliano. Esta tarea la
realizaron con la elaboración de La sagrada familia (en septiembre de 1844) y de La
ideología alemana (entre septiembre de 1845 y mayo de 1846 en Bruselas, tras la expulsión
de Marx de París). En esos textos, escritos casi en su totalidad por Marx, los fundadores del
marxismo se desembarazaron por completo y para siempre de ciertos remanentes de
anteriores criterios, profundizaron y sistematizaron con gran rigor científico sus puntos de
vista, afrontaron con mayor nitidez y soltura el análisis concreto de la vida social, y
formularon los elementos básicos de la concepción materialista de la historia y de la teoría
general de la ideología.
El avance científico hacia lo social-concreto
La sagrada familia (7) significó el radical y definitivo deslinde científico con la
visión alienada, ideológicamente invertida de la filosofía especulativa, reivindicando
enérgicamente la comprensión objetiva del mundo y toda la riqueza de sus determinaciones
concretas, es decir, de modo plenamente materialista. Fue, entonces, un texto de crítica
implacable y sin concesión alguna a la filosofía idealista representada por los epígonos de
Hegel que, como éste, entendían la realidad sensible e histórica en calidad de “derivado”,
“objetivación”, “alienación” o “desgarramiento” de la “Idea Absoluta”. El método de los
neo-hegelianos era lo que Marx llamó “construcción especulativa”: empezaban por abstraer
de las cosas concretas el concepto de las mismas y luego convertían ese concepto en un
“ser” inmaterial independiente y dotado de vida propia, terminando por presentar la
existencia de los objetos como emanación o derivación de ese “ser” irreal. Con este
procedimiento calcaban a la religión, en la que a partir de los hombres reales se abstrae el
concepto de Dios y se transforma ese concepto en un personaje sobrenatural al que se
atribuye la condición de creador de esos hombres. En su alienación filosófico-especulativa,
para los neo-hegelianos los conceptos substancializados (las “Ideas”) eran el auténtico
“creador y motor de la historia”, es decir, entendían la historia como el simple movimiento
de “categorías” que se afirman, se niegan o se “auto-superan” en un plano puramente
abstracto; y utilizaban esas “categorías” para convertir la realidad objetiva en un conjunto
de elementos imaginarios, mitificar al hombre y a sus obras despojándolos de sus
determinaciones reales, y ocultar ideológicamente el carácter y el contenido de las
relaciones sociales existentes.
Para ellos, el ser humano era el “Hombre” como parte “alienada” u “objetivada” de la
“Idea” y, por tanto, “auto-alienado” por su alejamiento de su “esencia universal”; o sea,
identificaban objetivación y alienación concibiendo a esta última como una determinación
antropológica y metafísica, como algo “consubstancial al Hombre”. Debido a que éste era
un “ser objetivado” desde la “Idea” y, por ello mismo, alienado, la única posibilidad de des-
alienación estaba en el ámbito de las “ideas”, en el desarrollo de la “Auto-conciencia”. Y
como la historia no discurría en su auténtico y real escenario (la sociedad), sino que se
desarrollaba en la conciencia, la transformación del mundo y la superación de la alienación
sólo requerían de la “Crítica critica” a los problemas sociales, de su afrontamiento en la
conciencia social. Con ello borraban la división del trabajo, el poder objetivo del capital, la
explotación de los trabajadores y la lucha de clases, a la vez que negaban la superación
práctica de la alienación. Eran evidentes, pues, tanto la confusión y el inmovilismo que
introducían en el movimiento obrero, cuanto el servicio que brindaban a la burguesía.
En su crítica radical a los desvaríos de la filosofía especulativa, Marx y Engels
pusieron en claro que la visión materialista del mundo y la utilización del método dialéctico
permitían obtener resultados conceptuales científicos a partir de la observación empírica y
el análisis concreto de los hechos históricos; y que esa visión y ese método no sólo eran
diferentes de los de Hegel, sino también sus totales opuestos (como lo remarcaría años
después Marx en la Nota Final a la segunda edición alemana de El Capital). Desnudaron así
el absoluto desprecio de los neo-hegelianos por la realidad del mundo y por las relaciones
objetivas entre los hombres, al igual que su procedimiento típico para presentar la historia
como un derivado de las ideas, convertidas en “seres” o entes irreales de los que emanaban
las cosas y las relaciones reales. Era el mismo desvarío alienado que posteriormente Marx
señalaría en los economistas vulgares burgueses: no concebían el valor como resultado del
trabajo objetivo dentro de las relaciones de producción capitalistas, sino como derivado de
la “idea” del valor mismo, haciendo además aparecer a la propiedad privada como “idea”
de la que en sentido ontológico se desprendía la existencia humana.
La sagrada familia, anota Ludovico Silva, no representó, pues, un trabajo de teoría
socio-económica acerca de los fundamentos de la “sociedad civil”, pero hay en él un
tratamiento más incisivo y más concreto de los problemas y un esquema de la concepción
materialista de la historia en el que está presente la cuestión de la alienación. Ya poco antes
de que el gobierno reaccionario lo expulsara de Francia, Marx había hecho hincapié (en
Vorwärts, periódico alemán publicado en París) en la necesidad de “establecer una sociedad
libre e igualitaria en la que la alienación del hombre en la religión, en el Estado y en la
sociedad burguesa, sea superada y dé lugar a una organización social dirigida por hombres
que tengan plena conciencia de su calidad de hombres”. Por eso, aunque en su primer texto
conjunto Marx y Engels no trataran sistemáticamente la cuestión de la alienación, su noción
aparece en uno u otro lugar como categoría explicativa capaz de permitir una visión más
precisa y funcionalmente concreta del fenómeno. Y al referirse a él, ya ambos pensadores
habían eliminado totalmente los residuos filosófico-antropológicos y su terminología
presentes aún en los Manuscritos, evaluando por completo la alienación como resultante de
una situación histórico-concreta, asentada en el campo económico-social y propia del
antagonismo clasista, es decir, ratificaron la raigal relación entre propiedad privada y
alienación, señalando la vía práctica para su superación.
Así, denunciando a la economía política como expresión ideológica de la alienación
existente en la sociedad burguesa, Marx mostró que la propiedad privada era la premisa
básica de todas las elaboraciones de esa disciplina, o sea, un “hecho inconmovible”, una
“relación natural, humana y racional” cuyas consecuencias (los réditos del capital y el
salario) poseían un “equilibrio” inherente a esa relación. En su alienación, los economistas
burgueses absolutizaban la propiedad privada, colocándola al margen de todo análisis
ulterior y, por tanto, de cualquier posibilidad de cuestionamiento; a la vez que justificaban
teóricamente la explotación práctica realizada por la burguesía, buscando encubrir el
antagonismo entre el capital y el trabajo y el dominio del empresario sobre el trabajador
sometido al régimen salarial. Como apuntaba Marx, la “libertad de las partes contratantes”
ensalzada por la economía política ocultaba la coacción ejercida contra los obreros. En
general, esa alienada inversión de la perspectiva en el análisis de la sociedad, que
presentaba a la propiedad privada como algo “natural y eterno” (y no como un fenómeno
social e histórico), llevaba a perder de vista la totalidad para centrarse en sus partes
aisladas, impidiendo ver la realidad de las estructuras capitalistas y apreciando sólo sus
apariencias.
En el cuarto Capítulo del texto, Marx fue a la raíz del asunto y ubicó a la riqueza y al
proletariado como los elementos antagónicos conformantes de una totalidad: la propiedad
privada. Desde la perspectiva socio-económica, tales elementos son la clase poseedora y la
clase desposeída, y la totalidad de la que ambas forman parte constituye una relación de
alienación. “Proletariado y riqueza son términos antagónicos. Forman, en cuanto tales, un
todo. Ambos son modalidades del mundo de la propiedad privada. De lo que se trata es de
la posición determinada que uno y otra ocupan en la antítesis. No basta con decir que son
los dos lados de un todo”, o sea, es necesario dilucidar qué papel desempeña cada una de
estas partes dentro de la contradicción global: “La propiedad privada en cuanto propiedad
privada, en cuanto riqueza, se halla obligada a mantener su propia existencia, y con ella la
de su antítesis, el proletariado. Es éste el lado positivo de la antítesis, la propiedad privada
que se satisface a sí misma. Y, a la inversa, el proletariado en cuanto proletariado está
obligado a destruirse a sí mismo y con él a su antítesis condicionante, que lo hace ser tal
proletariado, es decir, a la propiedad privada. Tal es el lado negativo de la antítesis, su
inquietud en sí, la propiedad privada disuelta y que se disuelve”.
En esta relación antagónica, “la clase poseedora y la clase del proletariado
representan la misma auto-enajenación humana. Pero la primera clase se siente bien y se
afirma y confirma en esta auto-enajenación, sabe que la enajenación es su propio poder y
posee en él la apariencia de una existencia humana; la segunda, en cambio, se siente
destruida en la enajenación, ve en ella su impotencia y la realidad de una existencia
inhumana… Dentro de esta antítesis, el propietario privado es, por tanto, la parte
conservadora y el proletariado la parte destructiva. De aquél parte la acción del
mantenimiento de la antítesis, de éste la acción de su destrucción”. El antagonismo social
es, pues, una relación de mutua dependencia y alienación de ambas clases: la burguesía se
empeña en su propia perpetuación y en la conservación de su poder manteniendo la
alienación (derivada de la explotación social que ejerce); en tanto que la clase obrera,
obligada a someterse a la alienación del trabajo y el salario para poder subsistir, necesita
emanciparse de la opresión burguesa, o sea, auto-destruirse y destruir esa alienación para
acceder a una vida realmente humana. Se trata, entonces, de una contradicción dialéctica de
carácter histórico-concreto que no puede eliminarse sólo en el plano del pensamiento, sino
que únicamente puede resolverse de modo real a través de su propio desarrollo objetivo.
Aunque en esta formulación la relación de alienación todavía no estuviera definida en
toda su amplitud (alcanzando tal nivel sólo cuando Marx develara años después el
significado objetivo y profundo de la división del trabajo y la producción mercantil merced
a sus descubrimientos económicos fundamentales), ya quedaba planteada la vía para su
eliminación: “El proletariado ejecuta la sentencia que la propiedad privada pronuncia sobre
sí misma al crear al proletariado, del mismo modo que ejecuta la sentencia que el trabajo
asalariado pronuncia sobre sí mismo al engendrar la riqueza ajena y la miseria propia. Al
vencer, el proletariado no se convierte con ello, en modo alguno, en el lado absoluto de la
sociedad, pues sólo vence destruyéndose a sí mismo y a su parte contraria. Y entonces
habrán desaparecido tanto el proletariado como su antítesis condicionante, la propiedad
privada”. Asumiendo “este papel histórico-universal”, el proletariado rompe sus propias
cadenas, pero “no puede liberarse a sí mismo sin abolir sus propias condiciones de vida. Y
no puede abolir sus propias condiciones de vida sin abolir todas las inhumanas
condiciones de vida de la sociedad actual, que se resumen y compendian en su situación”.
Como señala enfáticamente Marx, para la clase obrera “su meta y su acción histórica
se hallan clara e irrevocablemente predeterminadas por su propia situación de vida y por
toda la organización de la sociedad burguesa actual”. “Es cierto que los obreros ingleses y
franceses han formado asociaciones en las que no son sólo sus necesidades inmediatas en
cuanto obreros, sino también sus necesidades como hombres las que forman el objeto de
sus mutuas enseñanzas y en las que exteriorizan, además, una conciencia muy amplia y
meticulosa acerca de la fuerza ‘inmensa’ y ‘formidable’ que nace de su cooperación. Pero
estos obreros de masas, comunistas, que trabajan, por ejemplo, en los talleres de
Manchester y Lyon, no creen que puedan eliminar mediante el ‘pensamiento puro’ a sus
amos industriales y su propia humillación práctica. Se dan cuenta muy dolorosamente de la
diferencia que existe entre el ser y el pensar, entre la conciencia y la vida. Saben que la
propiedad, el capital, el dinero, el trabajo asalariado, etc., no son precisamente quimeras
ideales de sus cerebros, sino creaciones muy prácticas y muy materiales de su auto-
enajenación, que sólo podrán ser superadas, asimismo, de un modo práctico y material,
para que el hombre se convierta en hombre no sólo en el pensamiento, en la conciencia,
sino en el ser real, en la vida”. La superación de “la expresión canónica de la auto-
enajenación humana”, es decir, de la propiedad privada, sólo puede ocurrir con la
instalación de su opuesto: la propiedad colectiva, en la que el objeto de la producción sea
“la existencia del hombre para el otro hombre”, o sea, “la actitud social del hombre ante el
hombre”. La vía práctica y material para encarar la superación de la alienación es, pues, la
revolución social y la edificación de una sociedad cualitativamente nueva en la que ya no
tengan lugar la explotación y la opresión que unos hombres perpetran contra otros.
El decisivo punto de inflexión teórico-político
Luego de la publicación de La sagrada familia y ya instalado en Bruselas, Marx
redactó en 1845 sus Tesis sobre Feuerbach (8). En este breve y contundente escrito, rompió
de modo concluyente con el materialismo anterior y liquidó su propio pasado filosófico,
reafirmó el papel decisivo de la práctica en la transformación del mundo y como criterio de
la verdad del conocimiento, desmitificó la “esencia humana” de la filosofía idealista para
definir objetivamente la verdadera esencia del hombre, y realzó el papel de la ciencia como
actividad transformadora y como denuncia de toda alienación. Las once Tesis constituyeron
la formulación de una suerte de programa teórico-político para su efectiva realización
práctica en adelante, al que Marx se ciñó siempre con suma fidelidad; y, al decir de Engels,
“tienen un valor inapreciable por ser el primer documento que contiene el germen genial de
la nueva concepción del mundo” y de la historia humana.
En cuanto a la alienación, en la Tesis IV Marx desentrañó la esencia de la “auto-
enajenación religiosa”, del “desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario,
y otro real”. El primero, el “otro mundo”, es una creación fantástica del hombre, pero que
se superpone al segundo y se convierte en ámbito creador y dominante, ajeno, omnipotente
y dueño del hombre mismo, al que avasalla y reduce a la mísera condición de ser
apabullado y temeroso del Dios que ha concebido. Con tal inversión ideológica, el sujeto
queda separado de sí mismo y dividido en cuerpo y “alma”; sus reales necesidades y
aspiraciones resultan escindidas, por un lado, en sobrenaturales de carácter sublime-sagrado
y, por el otro, en “toscamente” terrenales; y la alienación religiosa otorga a la satisfacción
de las necesidades “divinas” la condición de valor supremo para el hombre. Puesto que el
mundo imaginario es considerado como el “verdadero mundo” y el real es desvalorizado,
entonces el ser material y humano del hombre ya no es su propio ser y él se vuelve un ente
extraño, ajeno para sí mismo y enfrentado a los “enemigos del alma”: el “mundo” (la
realidad objetiva), el “demonio” (el “mal” abstracto y metafísico) y la “carne” (su propio
cuerpo y el cuerpo de los demás). En esta alienación, todos los infortunios terrenales del
hombre pasan a un plano por completo subalterno porque “sólo” golpean su existencia
concreta, aunque abren la puerta para intentar la “redención” a través del esfuerzo para
acceder a una “auténtica” vida espiritual capaz de conducir a la “felicidad” en el “mundo
celestial”.
Marx reprochó a Feuerbach que apreciara semejante auto-desposeimiento humano
sólo como una cuestión conceptual expresada en el simple cambio de roles entre el hombre
y Dios (cambio en el que el creador resulta transformado en creación y ésta en creador, el
sujeto en predicado y el predicado en sujeto), sin preocuparse por las condiciones sociales
concretas que servían de base a esa alienación ideológica. De allí que en las Tesis I, II y
VIII señalara que “todo el materialismo anterior, incluido el de Feuerbach,… sólo concibe
las cosas, la realidad, la sensorialidad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no
como actividad sensorial humana, no como práctica”, anclándose en las abstracciones y
desconociendo que “Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es
decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad
o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente
escolástico”. “Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran
su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica”. Afirmó,
entonces, en la Tesis IV, el principio general básico para combatir la alienación religiosa (y
también cualquier alienación ideológica): “disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su
base terrenal”, ya que el hecho de “que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme
en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento
y la contradicción de esa base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que
hacer es comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente
eliminando la contradicción”. Ésta no es otra cosa que un “desgarramiento” social, una
contradicción de la práctica humana que, por su propia naturaleza, no puede ser “superada”
de modo puramente teórico, sólo pensándola, sino que debe ser entendida objetivamente y
resuelta mediante la “práctica revolucionaria”, en forma práctico-teórica.
Por otro lado, decía Marx en la Tesis VI, como producto de sus insuficiencias y
errores concepcionales “Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana”, es
decir, deja de lado la realidad histórica, enfoca el sentimiento religioso “presuponiendo un
individuo humano abstracto, aislado”; y asume así sin crítica alguna la noción idealista de
“esencia humana” como “género”, como “una generalidad interna, muda, que se limita a
unir naturalmente los muchos individuos”, o sea, como entidad inmutable y eterna. Y en la
Tesis VII precisaba que “Feuerbach no ve, por tanto, que el ‘sentimiento religioso’ es
también un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en
realidad, a una determinada forma de sociedad”, es un individuo histórico. Con ambas
Tesis, Marx rechazó abierta y categóricamente el concepto filosófico y humanístico-
abstracto de “esencia humana” (que había utilizado en los Manuscritos para referirse a la
alienación o “alejamiento del hombre con respecto a su esencia”) convirtiendo ese concepto
en una categoría histórica, en noción de raíz socio-económica. Estableció, así, que “la
esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el
conjunto de las relaciones sociales”, es decir, la urdimbre de nexos que empezaron como
relaciones primitivas de producción y reproducción de la vida para irse desenvolviendo de
manera histórico-social y configurar modos de producción, objetivas estructuras socio-
económicas. Estas Tesis tienen, a la vez, gran importancia en la teoría de la alienación
porque es en ese “conjunto de las relaciones sociales” donde, dentro del capitalismo, el
hombre se aliena por la dominancia de la propiedad privada, la división del trabajo y las
particularidades de la producción mercantil.
Por su carácter histórico y por ser la creación de hombres igualmente históricos, esas
relaciones sociales (la esencia humana) no son fijas y eternas, dadas de una vez para
siempre, sino cambiantes por la actividad práctica consciente de los propios hombres, que
transformándolas se transforman también a sí mismos. En la Tesis III, Marx apuntaba que
“La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la
educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias
distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que
hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado… La
coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede
concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria”. Así, la alienación
generada por contradicciones antagónicas en el seno de las relaciones sociales históricas y
concretas puede y debe ser superada por la actividad de los propios hombres que cambian
la realidad social y se modifican a sí mismos través de la “práctica revolucionaria”.
Y en la Tesis XI, como síntesis brillante y punto de confluencia de todas las demás
Tesis, Marx precisó que “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos
modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”. Variados enemigos del
marxismo han tratado de hacer creer que con esta categórica afirmación el genial sabio
estaba negando la necesidad vital de entender objetivamente la realidad y proponiendo su
voluntarista modificación. Nada más absurdo y falso. Al respecto, es preciso recordar que
en 1845 ya era un hecho concreto la consolidación total y definitiva del capitalismo en
Inglaterra y Francia. Dueña ya de todo el poder y convertida en una clase por completo
reaccionaria, la burguesía se enriquecía aceleradamente intensificando en forma cada vez
más creciente la explotación, la opresión y la deshumanización de los trabajadores y las
masas; y aprisionada por su propia alienación consideraba su sistema exonerado de
cualquier posibilidad de cambio por ser “perfecto” y “eterno”, es decir, tenía la aberrante
ilusión de “congelar” la historia, de detener su avance. En este contexto y aislados
totalmente de la práctica real, los filósofos idealistas estaban dedicados a confeccionar
estériles sistemas especulativos en los que, desdeñando los grandes progresos de la ciencia
a partir del notable impulso que le brindara la revolución industrial, “interpretaban”
metafísica y arbitrariamente la realidad, justificaban sin pudor alguno la dominación de la
burguesía y se hacían eco de su anhelo inmovilista viendo a la sociedad como si fuese algo
estático e inmutable.
Marx había analizado todos estos hechos objetivos y los tuvo en cuenta al redactar
sus Tesis, de modo que al recusar las quiméricas y falaces “interpretaciones” hechas por los
filósofos idealistas denunciaba a la vez a la alienación filosófica como reflejo ideológico de
la alienación material imperante en la sociedad capitalista. Esa alienación ideológica, que
ahondaba el divorcio entre la teoría y la práctica, negaba a esta última como objetivo
criterio de la verdad de cualquier enunciado teórico y sacralizaba el absolutismo de las
“ideas”, hacía que los elaboradores de sistemas especulativos se tornaran esclavos de sus
propias e indemostrables elucubraciones fantasiosas, sin poder entender que el desarrollo
mismo de la sociedad burguesa generaba las condiciones reales para su transformación
concreta, ni que en el seno de esa sociedad se iban gestando los elementos requeridos por la
forja científica de una nueva concepción del mundo. Era la misma alienación filosófica que
había llevado a Feuerbach a “interpretar” la alienación religiosa sólo en el plano de las
ideas sin sustento real y a perder de vista la necesidad de solucionar en forma práctica el
problema.
En general y aunque eventualmente pudieran contener “granos de verdad”, para Marx
las divagaciones “interpretativas” de los filósofos eran pura y simple hojarasca que se lleva
el viento, fantasías acerca de cuestiones ilusorias, siendo el problema real la comprensión
crítica (con los pies bien puestos en la tierra) de la realidad histórico-concreta para llevar
esa comprensión a la práctica y transformar a aquélla de modo efectivo. Por tanto, en la
Tesis XI no sólo reivindicó el entendimiento objetivo del mundo y de la sociedad, es decir,
su auténtica y científica interpretación, sino también el insustituible valor de la praxis, de la
práctica en su inseparable unidad con la teoría: la concreta “comprensión de la base terrenal
en contradicción consigo misma” (o sea, de la sociedad burguesa) tenía que estar engarzada
íntima y coherentemente con la tarea de transformar el mundo en forma consecuentemente
práctica, revolucionaria. Tal transformación era, pues, el requisito ineludible para que los
hombres pudieran rescatar por sí mismos el mundo humano que les había sido arrebatado,
para afrontar y resolver históricamente en sus raíces no sólo el problema de la alienación
filosófico-religiosa, sino también el de toda alienación.
La concepción materialista de la historia y la alienación
Los magistrales criterios expuestos en las Tesis fueron desarrollados y profundizados
por Marx y Engels, en 1845-1846, sobre todo en la primera parte de su segundo trabajo
conjunto: La ideología alemana (9), texto de carácter fundamental que representa el inicio
de la realización plena del programa teórico-político contenido en las Tesis. En esa obra,
ambos pensadores prosiguieron con la caracterización y la crítica del idealismo neo-
hegeliano que desfiguraba la realidad social y postulaba su “cambio” a través de una mera
modificación de la conciencia, pero el centro de su interés estaba puesto en el análisis más
preciso y enfático del campo económico-social con el propósito de establecer los elementos
esenciales y los caracteres distintivos de la concepción materialista de la historia (cuyo
esquema habían ya fijado en La sagrada familia).
Desde la nueva concepción, volvieron a encarar la cuestión de la propiedad privada y
reforzaron la atención puesta antes en la división del trabajo y la producción mercantil,
tipificando al capitalismo como una nueva y superior forma de sociedad que, asentada en la
gran industria, convierte todo el capital en capital industrial y genera la rápida circulación y
centralización de los capitales; elimina todos los vestigios del régimen natural en la división
del trabajo y reduce todas las relaciones naturales a nexos basados en el dinero; universaliza
la competencia e instala el mercado mundial; crea a la burguesía como clase internacional
con intereses comunes en todos los países y a la clase obrera sometida al régimen salarial
como productora de la riqueza social; crea también las grandes ciudades industriales
modernas y nuevos medios de comunicación; genera por primera vez la historia universal
haciendo a toda nación y a todo individuo dependientes del conjunto del mundo para la
satisfacción de sus necesidades; coloca las ciencias naturales al servicio del capital; y, en
fin, ratifica, amplía y vigoriza el fenómeno histórico de la alienación material (de la cual la
alienación ideológica es sólo un reflejo) merced al rol generatriz que cumplen la propiedad
privada, la división del trabajo y la producción mercantil.
Con dicha alienación como base, desde la concepción idealista del mundo y de la
historia se consideraba como un hecho indiscutible que la realidad natural y la sociedad
eran meros derivados de “las ideas”, las cuales (bajo la apariencia de su “existencia propia”,
su “historia independiente” y su “desarrollo autónomo”) determinaban todos los desarrollos
posibles. Marx y Engels desnudaron y derruyeron sin atenuantes estas fantasías, mostrando
su condición de meras creencias, de ilusiones carentes en absoluto de fundamento objetivo,
desenmascarando también su carácter, contenido y utilización de clase. “Las condiciones de
producción de los individuos que hasta ahora han venido dominando no tienen más remedio
que manifestarse también en el plano de las relaciones políticas y jurídicas. Y, dentro del
régimen de la división del trabajo, estas relaciones cobran necesariamente existencia
sustantiva frente a los individuos. Todas las relaciones se pueden expresar en el lenguaje
de los conceptos. Y el que estos conceptos y generalidades se hagan valer como potencias
misteriosas es una consecuencia necesaria de la sustantivación de las relaciones reales y
efectivas, de las que son expresión. Además de esta vigencia en la conciencia usual, dichas
generalidades adquieren también una vigencia y un desarrollo especiales por obra de los
políticos y los juristas, a quienes la división del trabajo encomienda la misión de practicar
el culto a estos conceptos, viendo en ellos, y no en las condiciones de la producción, el
verdadero fundamento de todas las relaciones reales de la propiedad”.
En oposición radical a las representaciones ilusorias, la concepción materialista de la
historia “consiste… en exponer el proceso real de producción a partir de la producción
material de la vida inmediata, y en entender la forma de intercambio correspondiente a
este modo de producción y engendrada por él, es decir, la sociedad civil en sus diferentes
fases, como el fundamento de toda la historia, presentándola en su acción en cuanto
Estado y explicando a base de él todos los diversos productos teóricos y formas de la
conciencia, la religión, la filosofía, la moral, etc., así como estudiando a partir de esas
premisas su proceso de nacimiento, lo que, naturalmente, permitirá exponer las cosas en su
totalidad (y también, por ello mismo, la interdependencia entre estos diversos aspectos). No
se trata de buscar una categoría en cada período, como hace la concepción idealista de la
historia, sino de mantenerse siempre sobre el terreno histórico real, de no explicar la
práctica partiendo de la idea, de explicar las formaciones ideológicas a base de la práctica
real, por donde se llega, consecuentemente, al resultado de que todas las formas y todos los
productos de la conciencia no brotan por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción
a la ‘auto-conciencia’ o la transformación en ‘fantasmas’, ‘espectros’, ‘visiones’, etc., sino
que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales,
de las que emanan estas quimeras idealistas; de que la fuerza propulsora de la historia,
incluso la de la religión, la filosofía y toda otra teoría, no es la crítica, sino la revolución”.
De hecho, toda la historia humana muestra que, para producir sus medios de vida y
garantizar su propia existencia, los hombres siempre se han visto obligados a establecer
entre sí relaciones sociales primordiales, básicas: las relaciones de producción material,
sobre cuya base ellos a su vez han generado en sus conciencias una reproducción ideal de
tales relaciones. La organización social brota constantemente del proceso vital de sujetos
reales activos que, objetivamente, “se hallan condicionados por un determinado desarrollo
de sus fuerzas productivas y por el intercambio que a él le corresponde, hasta llegar a sus
formaciones más amplias”, y dentro de esas condiciones ellos “son los productores de sus
representaciones, de sus ideas, etc.”. De allí que para comprender en su integridad a una
sociedad históricamente dada y dar cuenta de sus productos espirituales, sea por completo
necesario conocer científicamente su modo productivo de bienes y las relaciones sociales
que en ella tienen lugar, puesto que “los hombres que desarrollan su producción material y
su intercambio material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los
productos de su pensamiento”.
En las sociedades de clases antagónicas, la propiedad privada, la división del trabajo
(asentada en la primigenia escisión de la actividad en trabajo físico y trabajo intelectual) y,
ulteriormente, la producción mercantil, determinan que las relaciones materiales entre los
hombres adquieran el carácter de antagonismo social entre propietarios y expropiados, entre
poseedores y desposeídos; y, por ello mismo, esos tres elementos representan los factores
histórico-genéticos de la alienación social e individual. En esas sociedades, tal antagonismo
encuentra expresión ideal en la conciencia de los hombres y la alienación material logra
contextura y refuerzo justificador en la alienación ideológica. Y así como el antagonismo
social en el nivel de las relaciones materiales se concretiza en la configuración de una clase
dominante que posee los medios de producción y maneja la riqueza social de acuerdo a sus
intereses, del mismo modo tal dominio tiene como reflejo la conformación de una ideología
dominante, estructura ideal específica encargada históricamente de justificar y preservar el
ordenamiento social imperante mediante sus expresiones filosóficas, jurídicas, políticas,
religiosas, artísticas, etc. “Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes de cada
época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la
sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante”.
Marx y Engels señalaron que desde la ideología dominante de una clase explotadora
dominante la concepción de la realidad tiene una típica forma alienada, invertida, que
establece característicos procedimientos cognoscitivos conducentes a un resultado concreto:
“Toda la concepción histórica, hasta ahora, ha hecho caso omiso de la base real de la
historia, o la ha considerado simplemente como algo accesorio que nada tiene que ver con
el desarrollo histórico. Esto hace que la historia deba escribirse siempre con arreglo a una
pauta situada fuera de ella; la producción real de la vida se revela como algo protohistórico,
mientras que la historicidad se manifiesta como algo separado de la vida usual, como algo
extra y supra-terrenal. De este modo, se excluye de la historia el comportamiento de los
hombres hacia la naturaleza, lo que engendra la antítesis de naturaleza e historia. Por eso,
esta concepción sólo acierta a ver en la historia los grandes actos políticos y las acciones
del Estado, las luchas religiosas y las luchas teóricas en general, y se ve obligada a
compartir, especialmente en cada época histórica, las ilusiones de esta época”. “Y si en
toda la ideología los hombres y sus relaciones aparecen invertidos como en la cámara
oscura, ese fenómeno responde a su proceso histórico de vida, como la inversión de los
objetos al proyectarse sobre la retina responde a su proceso de vida directamente físico”.
Así, pues, un aporte esencial presente en La ideología alemana es la elaboración
crítica y la fundamentación objetiva de las bases de la teoría general de la ideología, junto
con el delineado de los elementos necesarios para el abordaje más preciso de la alienación
ideológica. Marx y Engels conocían bien las formulaciones de Francis Bacon acerca de los
idola, los “ídolos” o fetiches intelectuales medievales que entorpecían la comprensión de la
realidad del mundo y bloqueaban la adopción de una metodología científica asentada en la
actividad y en la experiencia. También habían estudiado a fondo a Helvetius, Diderot y
Voltaire, que elaboraron una teoría de los “prejuicios” u “opiniones sin juicio” que la
sociedad inducía en los individuos desde la infancia temprana. Y, además, analizaron en
detalle los trabajos de Destutt de Tracy, quien desde posturas idealistas y ahistóricas acuñó
el término “ideología” para designar a una supuesta “ciencia de las ideas” concibiendo a
éstas como fenómenos “naturales”, como “estados de conciencia” que determinaban el
nexo entre los hombres y sus “medios naturales de vida” haciendo posible “el conocimiento
de la verdadera naturaleza humana”.
Los puntos de vista de Bacon y de los enciclopedistas franceses fueron evaluados de
modo crítico, ubicando a los “ídolos” y los “prejuicios” dentro el análisis de las condiciones
económico-sociales y políticas de las respectivas épocas para hacer aparecer diáfanamente
su sentido concreto, otorgando a esas elaboraciones un carácter y un contenido nuevos y
convirtiéndolas en valioso aporte para la comprensión cabal de la función y los mecanismos
materiales que convierten a la ideología dominante en una alienación particular, asociada
de modo íntimo a la alienación general. Y con respecto a Destutt de Tracy precisaron que
en su “ideología” las “ideas” eran apenas creencias y los “juicios” eran sólo prejuicios que
invertían el orden real de los hechos para exhibir a las “ideas” como elemento primordial y
determinante en la historia, desentrañando el carácter reaccionario de sus criterios que
sacralizaban la propiedad privada y presentaban los intereses de una clase como el “interés
general de la sociedad” para encubrir las necesidades, los deseos y los beneficios objetivos
de la burguesía. Para Marx y Engels, la “ideología” cumplía un rol de ocultamiento y
justificación de intereses materiales basados en la desigualdad social, velando la auténtica
estructura de las relaciones sociales, su real carácter histórico (y no “natural”). Por ello,
adoptaron en sentido peyorativo el vocablo “ideología” para referirse a la “falsa
conciencia” de la burguesía y a la conciencia invertida de los “ideólogos” para encarar la
realidad social.
Con firme base en la práctica social-concreta, el análisis científico realizado por
ambos sabios demostró que “si en la concepción del proceso histórico se separan las ideas
de la clase dominante de esta clase misma; si se las convierte en algo aparte e
independiente; si nos limitamos a afirmar que en una época han dominado tales o cuales
ideas, sin preocuparnos en lo más mínimo de las condiciones de producción ni de los
productores de estas ideas; si, por tanto, dejamos de lado a los individuos y a las situaciones
universales que sirven de base a las ideas”; entonces queda instalada alienadamente, como
si fuese una realidad, “toda esta apariencia según la cual la dominación de una clase no es
más que la dominación de ciertas ideas” y “así se imagina las cosas, por regla general, la
propia clase dominante” sumida en su particular alienación. Por eso, para los “ideólogos” el
elemento determinante del carácter de la estructura económico-social burguesa era la
ideología dominante en la sociedad (es decir, la de la burguesía): el conjunto de ideas
jurídicas, políticas, religiosas, etc., consideradas como “autónomas”, pero derivadas en
realidad de esa estructura.
Con el “truco que consiste en demostrar el alto imperio del espíritu en la historia”, los
“ideólogos” presentaban su “falsa conciencia” como un campo superior, separado de la
realidad, independiente y flotante por encima de las estructuras sociales. Y encandilados
por sus propias creencias, ignoraban los cimientos concretos de la sociedad o, en todo caso,
proclamaban que esos cimientos descansaban sobre las elaboraciones intelectuales. Veían,
pues, el mundo invertido, juzgando a las sociedades y a los hombres no en función de las
relaciones sociales objetivas, sino de acuerdo con los ropajes ideológicos que utilizaban, es
decir, por lo que las sociedades y los individuos creían o suponían con respecto a sí
mismos: “Lo que… determinados hombres se ‘figuraron’, se ‘imaginaron’ acerca de su
práctica real se convierte en la única potencia determinante y activa que dominaba y
determinaba la práctica de estos hombres”. Así, los “ideólogos” no iban más allá de las
apariencias sociales, maximizando el ocultamiento y el engaño porque las relaciones
productivas materiales eran relaciones de explotación. Marx y Engels desenmascararon esa
función encubridora y demostraron que, en toda estructura social basada en la explotación
de los hombres, la ideología de la clase dominante cumple un rol activo y cotidiano de
justificación del estado de cosas existente porque se ha generado y se desenvuelve en
función de la propia estructura que la produce, por ella y dentro de ella.
En La ideología alemana quedó muy claro, entonces, que las relaciones sociales de
producción material determinan y dominan todos los aspectos ideológicos de la sociedad (o
sea, el corpus jurídico-político, el Estado y el vasto ámbito de la conciencia y las creencias
sociales), sirviendo de base en las sociedades de clases antagónicas a la alienación general
que impera en ellas. La cuestión de la alienación en el capitalismo fue, entonces, encarada
analizando una determinada variedad de sus aspectos o expresiones, diferentes entre sí pero
orgánicamente enlazados. Se puso en evidencia que el mercado mundial, al crear por
primera vez la historia universal, adquiere el carácter de “poder extraño a los hombres”, se
convierte en una entidad autónoma y omnipotente que somete a sus designios a individuos,
colectividades y naciones, determinando el auge y el enriquecimiento de unos países a costa
de la explotación y el aplastamiento de otros. Se mostró que el Estado constituye una
organización política ubicada en apariencia “por encima de las clases” y supuestamente
representativa de los intereses de “toda la sociedad”, pero que encarna objetivamente los
intereses de la burguesía y cumple una función de defensa y preservación del régimen
existente, asumiendo una forma propia e independiente, alienada y separada de los reales
intereses y necesidades de los individuos.
Se desnudó también la concepción alienada del dinero como “cosa” poseedora de
atributos autónomos y poderes misteriosos determinantes de su reproducción y aumento por
sí misma y sin la intervención de los hombres, lo mismo que la creencia en su carácter
“necesario” e “inherente a la condición humana”, demostrando más bien su calidad de
relación social histórica y el alienante rol concreto que cumple en el proceso productivo y
en la vida de la sociedad (anticipando nuevamente lo que en El Capital Marx denominaría
“fetichismo”, es decir, su función en “la personificación de las cosas y la cosificación de las
personas”). La alienación de las necesidades, antes analizada en los Manuscritos, fue vista
de modo más preciso al apreciarla en su relación con el mercado mundial, que crea nuevas
necesidades, las multiplica y universaliza, pero no como requerimientos humanos reales,
sino como exigencias generadas por el propio mercado y la acumulación del capital. Y el
análisis de la alienación ideológico-filosófica y de la alienación religiosa ratificó y
profundizó lo ya expuesto en obras anteriores.
Partiendo de los cimientos de la vida social, Marx y Engels señalaron que, dentro de
las relaciones monetario-mercantiles propias del modo de producción burgués, la gran
industria y la competencia unifican todas las condiciones de existencia de los individuos
bajo la forma de propiedad privada y trabajo; y que, con el dinero, todas las modalidades de
intercambio (y el propio intercambio) se instalan como algo fortuito para esos individuos,
que son completamente absorbidos por la división del trabajo y reducidos a una total
dependencia entre sí. La propiedad privada está enfrentada al trabajo y se desarrolla en
función de su necesidad de preservación y acumulación, en tanto que la división del trabajo
ha creado de antemano las premisas para la división de las condiciones del trabajo mismo,
las herramientas y los materiales, al igual que para la diseminación del capital acumulado
entre diversos propietarios y para que la propiedad adquiera diferentes formas. Con el
desarrollo de la división del trabajo y el crecimiento de la acumulación, se intensifica la
diseminación del capital y el propio trabajo sólo puede existir bajo esa diseminación.
En tales circunstancias, “las fuerzas productivas aparecen como fuerzas totalmente
independientes y separadas de los individuos, como un mundo propio al lado de éstos, lo
que tiene su razón de ser en el hecho de que los individuos, cuyas fuerzas son aquellas,
existen dispersos y en contraposición los unos con los otros, al paso que estas fuerzas sólo
son fuerzas reales y verdaderas en el intercambio y la cohesión entre estos individuos”. De
tal suerte, “una totalidad de fuerzas productivas adoptan, en cierto modo, una forma
material y para los mismos individuos no son ya sus propias fuerzas, sino las de la
propiedad privada y sólo son las de los individuos en cuanto propietarios privados. En
ningún otro período anterior habían llegado las fuerzas productivas a revestir esta forma
indiferente para el intercambio de los individuos como tales individuos, porque todavía su
intercambio era limitado”. Por otro lado, esas fuerzas productivas separadas de los sujetos
están enfrentadas a ellos, los despojan “de todo contenido real de vida” y los convierten en
sujetos abstractos colocados en condiciones de relacionarse los unos con los otros sólo
como individuos. “La única relación que aún mantienen los individuos con las fuerzas
productivas y con su propia existencia, el trabajo, ha perdido en ellos toda apariencia de
actividad propia y sólo conserva su vida empequeñeciéndola”.
Por consiguiente, “El poder social, es decir, la fuerza de producción multiplicada,
que nace por obra de la cooperación de los diferentes individuos bajo la acción de la
división del trabajo, se les aparece a estos individuos, por no tratarse de una cooperación
voluntaria, sino natural, no como un poder propio asociado, sino como un poder ajeno,
situado al margen de ellos, que no saben de dónde procede ni a dónde se dirige y que, por
tanto, no pueden ya dominar, sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y etapas
de desarrollo peculiar e independiente de la voluntad y los actos de los hombres y que
incluso dirige esta voluntad y estos actos”. Así, pues, en tanto los hombres vivan en una
sociedad natural y las actividades no estén divididas de modo voluntario sino obligado,
dándose una “separación entre el interés particular y el interés común”, entonces “los
actos propios del hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que le sojuzga en vez
de ser él quien los domine”. “Esta plasmación de las actividades sociales, esta
consolidación de nuestros propios productos en un poder material erigido sobre nosotros,
sustraído a nuestro control, que levanta una barrera ante nuestras expectativas y destruye
nuestros cálculos, es uno de los momentos fundamentales que se destacan en todo el
desarrollo histórico anterior”, es decir, constituye un fenómeno que atraviesa todo el curso
de la civilización y que adquiere forma particularizada en el capitalismo (con el fetichismo
de la mercancía, como se verá más adelante).
Esta alienación material y espiritual no es en modo alguno “ontológica”, sino
histórica y, por ello mismo, superable a través no de la simple toma de conciencia, sino de
acciones práctico-cognoscitivas de carácter colectivo. “La transformación de los poderes
(relaciones) personales en materiales por obra de la división del trabajo no puede
revocarse quitándose de la cabeza la idea general acerca de ella, sino haciendo que los
individuos sometan de nuevo a sus manos esos poderes materiales y supriman la división
del trabajo. Y esto no es posible hacerlo sin la comunidad. Sólo dentro de la comunidad
con otros tiene todo individuo los medios necesarios para desarrollar sus dotes en todos los
sentidos; sólo dentro de la comunidad es posible, por tanto, la libertad personal”. Sin
embargo, en las formas de comunidad hasta hoy existentes, en el Estado, etc., “la libertad
personal sólo existía para los individuos desarrollados dentro de las relaciones de la clase
dominante y sólo tratándose de los individuos de esta clase. La aparente comunidad en que
se han asociado hasta ahora los individuos ha cobrado una existencia propia e
independiente frente a ellos y, por tratarse de la asociación de una clase en contra de otra,
no sólo era, al mismo tiempo, una comunidad puramente ilusoria para la clase dominada,
sino también una nueva traba. Dentro de la comunidad real y verdadera, los individuos
adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación”.
La superación real de la alienación a través de la configuración de una comunidad de
nuevo tipo, cualitativamente distinta, exige, pues, la existencia de condiciones objetivas,
concretas: “Con esta ‘enajenación’, para expresarnos en términos comprensibles para los
filósofos, sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas”. En primer lugar, tiene
que haber empujado a una enorme masa de la humanidad a una situación de total
expropiación, de absoluto desposeimiento, que se contradice con “un mundo existente de
riquezas y de cultura”, contradicción que presupone tanto un gran incremento y un alto
grado de desarrollo de las fuerzas productivas, cuanto la conversión de la alienación en “un
poder insoportable contra el cual hay que sublevarse”. Y, en segundo lugar, el alto grado de
desarrollo de las fuerzas productivas, al implicar “una existencia empírica dada en un plano
histórico-universal, y no en la vida puramente local de los hombres”, constituye también
una premisa práctica absolutamente necesaria. Sin tal desarrollo, sólo se generalizaría la
escasez y con la pobreza “comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se
recaería necesariamente en toda la miseria anterior”. El desarrollo universal de las fuerzas
productivas “lleva consigo un intercambio universal de los hombres, en virtud de lo cual,
por una parte, el fenómeno de la masa ‘desposeída’ se produce en simultáneo en todos los
pueblos (competencia general), haciendo que cada uno de ellos dependa de las
conmociones de los otros y, por último, instituye a individuos histórico-universales,
empíricamente mundiales, en vez de individuos locales”.
De este modo, “es, evidentemente, un hecho empírico el que los individuos
concretos, al extenderse sus actividades hasta un plano histórico-universal, se ven cada vez
más sojuzgados bajo un poder extraño a ellos…, poder que adquiere un carácter cada vez
más de masa y se revela en última instancia como el mercado mundial. Pero, asimismo, se
demuestra empíricamente que, con el derrocamiento del orden social existente por obra de
la revolución comunista… y la abolición de la propiedad privada, idéntica a dicha
revolución, se disuelve ese poder tan misterioso para los teóricos alemanes y, entonces, la
liberación de cada individuo se impone en la misma medida en que la historia se convierte
totalmente en una historia universal”. Con la nueva comunidad surgida de esa revolución,
las personas podrán recuperar y poner bajo su control sus propias condiciones de existencia
porque “en ella toman parte los individuos en cuanto tales individuos. Esta comunidad no
es otra cosa, precisamente, que la asociación de los individuos (partiendo, naturalmente, de
la premisa de las fuerzas productivas tal y cómo ahora se han desarrollado), que entrega a
su control las condiciones del libre desarrollo y movimiento de los individuos, condiciones
que hasta ahora se hallaban a merced del azar y habían cobrado existencia propia e
independiente frente a los individuos precisamente por la separación de éstos como
individuos y que luego, con su necesaria asociación y por medio de la división del trabajo,
se había convertido en un vínculo ajeno a ellos”.
En La ideología alemana quedó definitivamente establecido que el advenimiento de
una nueva y superior forma de sociedad, merced a la revolución comunista, es el requisito
indispensable para la superación histórica de la alienación a través de la abolición de la
propiedad privada, la división del trabajo y la producción mercantil burguesas. Y es muy
importante subrayar que para Marx y Engels llevar a cabo creativamente esa revolución
implicaba de modo necesario la fusión íntima e irrompible de la cotidiana actividad práctica
consciente y conjunta del proletariado y las más amplias masas del pueblo, con una
imprescindible teoría científica probadamente capaz de proporcionarle objetividad,
racionalidad y perspectiva al análisis de los procesos, fenómenos, situaciones y tendencias
concretas, lo mismo que a la organización y realización de las acciones (años después,
Lenin sintetizaría tal exigencia al señalar que “sin teoría revolucionaria no hay movimiento
revolucionario”). Por tanto, desecharon de manera terminante todo tipo de practicismo,
espontaneísmo, dogmatismo y voluntarismo, rechazando también la apelación a formas de
lucha carentes de relación estrecha con las condiciones socio-políticas objetivas, formas
desquiciadas, irracionales y contrarias a los reales intereses y el sentir de las masas.
La práctica revolucionaria y el indetenible avance teórico-político
Marx y Engels siempre insistieron en que el cuarto de trabajo de los estudiosos y los
investigadores debía estar plenamente abierto a la realidad del mundo. Fieles a este criterio,
consecuentes con los principios que nutrían su concepción y sin interrumpir su actividad
teórica, encaminaron sus esfuerzos hacia la creación del partido obrero a través de sus
vínculos con el proletariado organizado y la intelectualidad progresista en diversos países.
Por esos años, en el movimiento obrero proliferaba una gran variedad de tendencias y
sectas con añejos orígenes en utopías de épocas anteriores, siendo muy fuerte la influencia
pequeño-burguesa que se traducía en el individualismo y el anarquismo. Ambos sabios
examinaron con ponderación todas estas corrientes, sin rechazos globales y reconociendo
determinados méritos, pero sin renunciar a la crítica para señalar las insuficiencias y errores
en el marco de la necesidad de llevar la nueva concepción del mundo y de la sociedad al
campo de los trabajadores. Se plantearon, pues, el despliegue de una batalla ideológico-
política capaz de permitir la clarificación de las ideas y posiciones y la orientación cabal de
las acciones. Y en 1847, en Miseria de la filosofía, Marx encaró la crítica de los puntos de
vista de Proudhon, importante figura de la corriente pequeño-burguesa, prosiguiendo con el
desarrollo del materialismo histórico, examinando las categorías económicas, señalando la
oposición entre el valor de uso y el valor de cambio, estableciendo los principios
metodológicos básicos de una nueva economía política que recusaba la economía burguesa
y haciendo diversas alusiones a la alienación (sobre todo, analizando la inversión metafísica
de la realidad social en el plano de la ideología y el modo en que el valor de cambio
pervierte las relaciones entre los hombres y convierte en venales todas las cosas, incluidas
las cualidades humanas).
En ese mismo año, Marx y Engels participaron en la creación de la Liga Comunista,
que les encomendó la elaboración del Manifiesto del Partido Comunista, publicado en
Londres en 1848 y en el cual quedó fijada muy precisamente la concepción materialista de
la historia. En el Prólogo a su edición alemana de 1883, con modestia incomparable Engels
apuntó que “fue fruto personal y exclusivo de Marx” la idea fundamental inspiradora del
texto, es decir, que “el régimen económico de la producción y la estructuración social que
de él se deriva necesariamente en cada época histórica constituye la base sobre la cual se
asienta la historia política e intelectual de esa época, y que, por tanto, toda la historia de la
sociedad (una vez disuelto el primitivo régimen de comunidad del suelo) es una historia de
lucha de clases, de luchas entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas,
a tono con las diferentes fases del proceso social, hasta llegar a la fase presente, en la que la
clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la clase que la
explota y oprime (la burguesía) sin emancipar para siempre a la sociedad entera de la
opresión, la explotación y las luchas de clases”. En esa emancipación “para siempre de la
sociedad entera” estaba implícita la superación histórica de la alienación.
El corto pero notable escrito apareció cuando la ascendente burguesía alemana estaba
empeñada en realizar su propia revolución de acuerdo con sus intereses particulares. Ante
el hecho concreto, los fundadores del marxismo viajaron a su país, propugnaron el camino
democrático-popular para el proletariado y trazaron los lineamientos de un programa de
lucha con independencia política de clase por la liquidación del feudalismo en Alemania,
capaz de dar impulso a la revolución democrático-burguesa para llevarla hasta sus últimas
consecuencias y preparar a las masas con miras a la revolución socialista. Desde la Nueva
Gaceta del Rin, ambos tuvieron un activo e intenso rol en la agitación, la propaganda, la
organización y los combates del proletariado revolucionario, con Engels armas en mano en
la primera línea de fuego. El triunfo de la contrarrevolución y la subsiguiente represión los
obligaron a migrar a Inglaterra para continuar su lucha en otras condiciones, habiendo
dejado en claro que no eran simples “intelectuales” (como se esfuerza en presentarlos la
reacción y lo asumen desvergonzadamente variados “marxistas” hoy arrepentidos), sino
intelectuales orgánicos y guías insuperables de la clase obrera revolucionaria que unifican
de modo creativo y permanente la actividad del pensamiento y la acción política principista.
No por nada, Engels dijo de Marx lo que cabe aplicar a su propia vida: “era ante todo un
revolucionario. Su verdadera misión consistió en contribuir por todos los medios a la caída
del régimen capitalista y de las instituciones políticas creadas por éste, así como a la
liberación del proletariado moderno, al cual fue el primero en darle conciencia de su
situación, de sus necesidades y de las condiciones de su emancipación. El combate era su
elemento”.
Con las experiencias de la frustrada revolución de 1848 y habiendo extraído las
enseñanzas del caso, Marx y Engels constataron la emergencia del revolucionarismo en el
movimiento comunista, del aventurerismo aislado por completo de las masas que jugaba a
la revolución y pugnaba por empujar a los trabajadores a confrontaciones irracionales con
el enemigo de clase. Era necesario, entonces, luchar duramente contra esa tendencia y, a la
vez, multiplicar esfuerzos en la difusión de la nueva concepción de la historia y la sociedad.
El combate contra el “izquierdismo” sectario y dogmático tuvo como resultado la escisión
de la Liga Comunista y ambos sabios tuvieron que afrontar diversas dificultades políticas,
pero fueron ampliando poco a poco su radio de influencia gracias al contacto directo con el
movimiento obrero. En 1849, sintetizando varias conferencias realizadas con anterioridad,
Marx escribió Trabajo asalariado y capital, donde describió de modo gráfico y sencillo las
relaciones económico-sociales capitalistas como base material de la lucha de clases y
proporcionó al proletariado un valioso instrumento teórico para la comprensión efectiva del
dominio de la burguesía y de la real esclavitud de los trabajadores. Allí delineó la teoría del
valor-trabajo, desentrañó el carácter del salario (“es el precio de una determinada
mercancía, de la fuerza de trabajo”), estableció los aspectos iniciales de la teoría de la
plusvalía y fijó los rasgos generales de la pauperización relativa y absoluta de la clase
obrera. Y en cuanto a la alienación, reiteró la expropiación que sufre el obrero con respecto
no sólo al producto de su trabajo, sino también de su fuerza de trabajo, de su actividad vital,
de su propia vida, remarcando la alienación en el salario, su refuerzo y el hundimiento del
trabajador en la degradación por obra de la producción mecanizada capitalista.
En los tres últimos escritos anotados, había ya un análisis global de la sociedad
burguesa y un esbozo de las leyes que rigen al capitalismo, que era necesario complementar
con la generalización teórica de las nuevas experiencias originadas en el curso de la lucha
revolucionaria. Esta tarea la cumplió Marx aplicando el materialismo histórico a una parte
de los acontecimientos de su tiempo en La lucha de clases en Francia de 1848 a 1850. Y
luego, entre diciembre de 1851 y marzo de 1852, con El 18 Brumario de Luis Bonaparte
(10), análisis concreto y magistral del golpe de Estado de Napoleón III que era presentado
como “hazaña de la historia universal con la que se abría una nueva época” (siendo en
realidad una “solución” a las contradicciones en el seno de la clase dominante), centrándolo
más en su lógica interna que en la evolución de los sucesos con el propósito de desarrollar
las tesis fundamentales del materialismo histórico: la teoría de la lucha de clases, del
Estado, de la revolución proletaria y de la dictadura del proletariado (señalando que una
revolución obrera triunfante no puede limitarse a utilizar la maquinaria estatal burguesa,
sino que debe demolerla y crear otra nueva en concordancia con sus propios fines).
En este trabajo, Marx mostró la alienación de la clase dominante en la política y en el
Estado, explicando objetivamente la pugna entre sus dos grandes sectores por lograr el
control social y su utilización de todo tipo de justificaciones. Primero, delineando la
alienación social global y precisando cómo los sujetos no son lo que creen ser o lo que
dicen acerca de sí mismos: “Sobre las diversas formas de propiedad y sobre las condiciones
sociales de existencia se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos
de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo peculiar. Los crea y los
forma la clase entera derivándolos de sus bases materiales y de las correspondientes
relaciones sociales. El individuo suelto, a quien se le imbuye la tradición y la educación,
podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta… Y así
como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo
que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las
frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses objetivos,
entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son”.
Segundo, poniendo al descubierto los reales intereses en juego en el seno de la clase
poseedora, el carácter ideológico de su encubrimiento y su total oposición a los intereses de
los trabajadores y las masas: “Lo que… separaba a estas fracciones no era eso que llaman
principios, eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad; era
el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la rivalidad entre el capital y la propiedad
del suelo”. “Si cada parte quería imponer frente a la otra la restauración de su propia
dinastía, esto sólo significaba una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se
divide la burguesía (la propiedad del suelo y el capital) aspiraba a restaurar su propia
supremacía y la subordinación del otro. Hablamos de dos intereses de la burguesía, pues la
gran propiedad del suelo, pese a su coquetería feudal y a su orgullo de casta, estaba
completamente aburguesada por el desarrollo de la sociedad moderna”.
Y tercero, mostrando que en la pugna dentro del Estado burgués, en la que tenía
cierta participación la pequeña burguesía, la alienación se expresaba también en los
disfraces pasatistas que adoptaban los contendientes: “Los hombres hacen su propia
historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos,
sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han
sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como
una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a
transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis
revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del
pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este
disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la
historia universal”. Por ello, “La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía
del pasado, sino sólo del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse
de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban
remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio
contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos,
para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí,
el contenido desborda la frase”.
La continuidad de la lucha y los avances teóricos fundamentales
Apenas instalados en Inglaterra, Marx y Engels habían reforzado sus contactos con la
clase obrera para contribuir en el desarrollo de su conciencia política y su organización, y
prosiguieron con renovado vigor en su actividad teórica. En los inicios de la década de
1850, con poco más de treinta años de edad habían avanzado de modo definido en su
trabajo revolucionario con el movimiento proletario y sus combates, producido obras
esenciales en el camino hacia una teoría madura y utilizado en forma brillante la nueva
concepción de la historia en el análisis de los sucesos de su época. Pese a estar separados
físicamente (Marx en Londres y Engels en Manchester), mantuvieron su comunicación y
colaboración permanentes, decidiendo establecer una suerte de división de tareas con el
propósito de desarrollar, profundizar y ligar de modo cada vez más preciso las tesis del
materialismo histórico a la práctica social revolucionaria. En lo fundamental, Marx se
concentró en el estudio de los problemas de la economía política y Engels se ocupó de la
investigación en las ciencias naturales (física, química, biología), la historia, la lingüística y
los temas militares.
No obstante afrontar serias carencias materiales y problemas diversos, Marx desplegó
una intensa labor teórica que tuvo como gran fruto los Manuscritos de 1857-1858, los
célebres Grundrisse, texto de casi mil páginas que caracteriza y define una etapa básica y
decisiva en la obra económica marxiana. Se trata de una especie de Borrador inconcluso no
destinado a su publicación, sino a ordenar, sistematizar y explicar diversos elementos de la
economía descubiertos y analizados por el propio Marx en años anteriores. Editado en 1939
como Fundamentos de la Crítica de la Economía Política, constituye el resultado de 15
años de investigación económica (iniciada en 1842) y contiene en su integridad la teoría
sobre el capitalismo, desde sus orígenes hasta su derrumbe abarcando todos los aspectos
que Marx consideró esenciales, incluyendo de modo notable la cuestión de la alienación y
el trazado inicial de la teoría del fetichismo mercantil. Allí está presente todo el
instrumental teórico de base para escritos posteriores y la totalidad del bosquejo económico
marxiano (que no fue trasladado por entero a El Capital en función de un plan de trabajo
que contemplaba la elaboración de varios otros textos), desarrollando la economía política
en su forma más completa y más directamente relacionada con el desmoronamiento
capitalista. En los Grundrisse, las doctrinas centrales de la economía política burguesa
fueron demolidas en sus propios fundamentos y resultaron esclarecidos los efectos de esa
teoría reaccionaria sobre el movimiento obrero y el conjunto de la sociedad, exponiéndose
por primera vez de modo radicalmente científico la tarea histórico-revolucionaria del
proletariado.
Hacia 1848, Marx había delineado los rasgos primarios de la teoría de la plusvalía,
pero aún no tenía plena claridad acerca de su enorme importancia como base teórica de sus
descubrimientos en el campo de la economía y como piedra angular de todo su sistema
económico. Diez años después, anotó Engels, “su propia crítica de la economía política
estaba ya perfilada no sólo en líneas generales, sino incluso en sus más importantes
pormenores”, habiendo encarado y resuelto “el problema esencial de la economía política:
la teoría de la plusvalía”, descubriendo la plusvalía absoluta y la plusvalía relativa y
“señalando el papel distinto, pero decisivo en cada caso, que han desempeñado en la
evolución histórica de la producción capitalista. Partiendo de la plusvalía, desarrolló la
primera teoría racional que tenemos del salario, y fue el primero que trazó las líneas
fundamentales de una historia de la acumulación capitalista y un cuadro de su tendencia
histórica”. Marx ya tenía, pues, una idea sumamente precisa acerca de la resolución de los
problemas fundamentales de la economía política incluso en sus detalles menores. A pesar
de ser un Borrador no terminado, en los Grundrisse su pensamiento económico ya estaba
plenamente elaborado y ello se revela en diversos análisis: de la mercancía, el capital en sus
variadas modalidades y el dinero; de la fuerza de trabajo como mercancía y el salario; de la
cuota de ganancia, su tendencia decreciente y la desvalorización del capital; de la teoría
burguesa sobre el supuesto equilibrio de la oferta y la demanda; del rol de la máquina y la
automatización dentro de la producción burguesa; de la súper-producción y las crisis
capitalistas; de las formaciones económicas pre-capitalistas y del desarrollo histórico de las
diversas formas de propiedad; de las circunstancias históricas, económicas y políticas en
que surge el modo de producción burgués; y, algo muy importante, del proceso de creación
de las premisas de la revolución socialista y del modo de producción comunista. En todos
estos análisis está siempre presente, de una u otra forma, directa o indirectamente, la
cuestión de la alienación y el fetichismo mercantil.
Marx tomó una parte de los Grundrisse y la preparó especialmente para su
publicación en 1859 con el título de Contribución a la crítica de la Economía Política (11)
(a la que posteriormente le sería anexada como Apéndice la Introducción a los Grundrisse).
Allí, luego de haber expuesto en su famoso Prólogo, desde el materialismo histórico y en
forma condensada, los rasgos generales del desarrollo de la sociedad humana y las
condiciones de su transformación, explicó de modo científico y sistemático las relaciones
fundamentales existentes en la sociedad burguesa. En el análisis marxiano, el punto de
partida es la mercancía como “forma elemental de la riqueza” en el capitalismo y en su
doble condición de valor de uso y valor de cambio, para pasar en seguida al aspecto
rigurosamente conexo del carácter igualmente dual del trabajo en sus expresiones concreta
y abstracta. En La ideología alemana el trabajo era encarado en el sentido de un vasto
proceso histórico-universal, pero ahora es visto con más precisión y rigor en su dualidad
objetiva, presente de modo íntimo dentro de cada actividad productora de mercancías y
donde el trabajo abstracto (expresión de las relaciones mercantiles burguesas) impone su
ley y su dominio al trabajo concreto.
Para Marx, el descubrimiento y la consideración de este desdoblamiento del trabajo
en las condiciones de la producción mercantil capitalista constituyen la piedra angular en la
elaboración de una economía política científica y radicalmente crítica, es decir, son el
factor decisivo para superar una economía política amurallada en los límites burgueses y
acceder a otra cualitativamente distinta, de nuevo tipo, raigalmente emancipada y puesta al
servicio de la emancipación de los hombres. Por eso, remarcó siempre tal descubrimiento y
dicha consideración. (Poco después de la publicación del primer tomo de El Capital, en
carta a Engels del 24 de agosto 1867, Marx señalaba: “Los mejores puntos de mi libro son:
1) El doble carácter del trabajo, según que sea expresado en valor de uso y valor de
cambio…; 2) El tratamiento de la plusvalía con independencia de sus formas particulares,
beneficio, interés, renta del suelo, etc.”. Y en otra carta, del 8 de enero 1868, le decía: “si la
mercancía tiene el doble carácter de valor de uso y valor de cambio, entonces el trabajo
encarnado en esa mercancía posee también esa doble característica”).
Así, pues, quedó establecida la distinción entre el trabajo concreto y el trabajo
abstracto como conformantes, dentro de la producción mercantil, de una contradictoria
unidad dialéctica de opuestos complementarios que se transforman el uno en el otro, y
viceversa. El trabajo concreto es “fuente de riquezas materiales… (y) trabajo productor de
valores de uso”, existe en todos los modos de producción y es la condición de vida del
hombre; es decir, constituye la actividad independiente de las diversas formas adoptadas
por la sociedad y es la necesidad perenne y natural sin la cual resulta inconcebible el
intercambio orgánico entre el hombre y la naturaleza y, por tanto, la vida humana. Y el
trabajo abstracto como “fuente del valor de cambio” es una categoría histórica inherente a
la producción mercantil: es trabajo social global que expresa determinadas relaciones entre
los productores de mercancías, o sea, es trabajo en general con independencia de la forma
concreta que adopte y que carece de distinciones cualitativas. Obviamente, el trabajo
abstracto implica funciones del organismo humano que ponen en juego actividades de tipo
sensorial, muscular, cerebral, etc.; pero como trabajo social global no puede ser reducido de
modo biologista a simple gasto fisiológico de fuerza de trabajo indiferenciada, puesto que
su principal determinación está constituida por un carácter social indirecto derivado de la
economía mercantil y consubstancial a ella, o sea, una socialidad que adquiere realización a
posteriori con la mediación del mercado y que aparece como tal en el intercambio realizado
por los productores independientes de mercancías (los agentes económicos).
En las condiciones de la producción mercantil, la fuerza de trabajo concreto, creadora
de valores de uso, resulta convertida en mercancía, en valor de cambio: “Lo que el obrero
cambia por el capital es su trabajo mismo (en el momento del cambio, es la facultad de
disponer del mismo); él lo enajena. El precio que obtiene es el valor de esta enajenación.
Ahora bien, él cambia la actividad creadora de valores por un valor predeterminado, sin que
sea tenido en cuenta el resultado de su actividad”. Entonces, “el valor de cambio de las
mercancías… (es) la relación de los trabajos individuales, considerados iguales y generales,
los unos con los otros… (y) es la expresión objetiva de una forma social específica del
trabajo”; es “trabajo general abstracto,… trabajo social que procede de la enajenación
universal de trabajos individuales”. Por tanto, “la mercancía como forma fundamental
elemental de la riqueza y la enajenación como forma dominante de la apropiación, no
pertenecen más que al período de producción burguesa, y… el carácter del trabajo que
crea el valor de cambio es, por consiguiente, específicamente burgués”. El producto del
trabajo concreto tiene un valor de uso que satisface una determinada necesidad y adquiere
realidad en el consumo inmediato; la mercancía generada por el trabajo abstracto tiene un
valor de uso y a la vez un valor (de cambio) que se realiza en la venta, en el intercambio, en
el mercado. Sobre la base de la propiedad privada, en el capitalismo el trabajo concreto se
convierte en trabajo privado cuyo carácter social se expresa a través del trabajo abstracto.
La contradicción entre ambos tipos de trabajo es reflejo de la contradicción antagónica
entre trabajo privado y trabajo social que, en las condiciones burguesas, se transforma en
contradicción entre el carácter social de la producción y la apropiación privada de sus
resultados.
En estas condiciones, con el modo de producción burgués las relaciones que los
individuos establecen entre sí son fetichizadas y ellos resultan inevitablemente alienados:
“lo que caracteriza al trabajo que crea valor de cambio es que las relaciones sociales de
las personas aparecen, por decirlo así, invertidas como relación social de las cosas. Puesto
que un valor de uso se relaciona con el otro como un valor de cambio, el trabajo de una
persona se relaciona con el de otra como con el trabajo igual y general. Si es, pues, correcto
decir que el valor de cambio es una relación entre las personas, conviene añadir: una
relación oculta bajo una envoltura material”. Con la cosificación de los vínculos sociales,
“Únicamente el hábito de la vida cotidiana puede hacer parecer como cosa banal y corriente
el hecho de que una relación de producción revista la forma de un objeto, de manera que
las relaciones de las personas en su trabajo se manifiesten como una relación en la que las
cosas entran en relaciones entre ellas mismas y con las personas. En la mercancía, esta
mistificación es aún simplicísima. Más o menos vagamente, todo el mundo sospecha que la
relación entre las mercancías, como valores de cambio, es más bien una relación entre las
personas en su actividad productora recíproca. En las relaciones productivas más elevadas,
esta apariencia de simplicidad desaparece. Todas las ilusiones del sistema monetario
provienen de que no se ve que el dinero representa una relación de producción social, ni
que la realiza bajo la forma de un objeto natural de propiedades determinadas”.
El dinero tiene, entonces, un papel esencial dentro de un proceso de fetichización y
alienación social e individual: “la relación de las mercancías unas con otras como con los
valores de cambio, reviste, en el proceso de cambio, la forma de una relación general con
una mercancía particular como la adecuada expresión de su valor; lo que inversamente
parece ser la relación específica de esta mercancía particular con todas las demás
mercancías y, por lo tanto, el carácter determinado y, por decirlo así, naturalmente social de
una cosa. La mercancía particular que… representa la forma adecuada del valor de todas
las mercancías, que aparece como una mercancía particular, exclusiva, es el dinero. El
dinero es una cristalización del valor de cambio de las mercancías, producido por ellas en
el proceso de cambio mismo. En tanto, pues, que las mercancías, dentro de los límites del
proceso de cambio, se convierten en valores de uso los unos para los otros, despojándose de
toda fijeza de forma y relacionándose unos con otros bajo su forma material inmediata, les
es necesario, para aparecer una a otras como valores de cambio, adquirir una nueva forma
determinada, evolucionar para llegar a constituir el dinero. El dinero es tan símbolo como
lo es el valor de uso bajo la forma de una mercancía. Lo que caracteriza a todas las formas
sociales del trabajo creador del valor de cambio es la inversión, la mistificación prosaica y
real, y no imaginaria, que supone el hecho de que una relación de producción social
aparezca como algo separado de los individuos, y que las relaciones determinadas en que
entren estos individuos en el proceso de producción de su vida social aparezcan como
propiedades específicas de un objeto. Únicamente en el dinero es donde este hecho llama
la atención más que en la mercancía”.
Estas propiedades ilusorias específicas, fetichistas, con las que se reviste el dinero en
su calidad de equivalente general deforman la actividad y la conciencia de los hombres, los
obligan a participar en la vida social en función del logro monetario (para enriquecerse o
para subsistir), y no en correspondencia objetiva con sus cualidades personales y humanas
ni con sus inclinaciones particulares hacia una u otra actividad. En esclarecedor análisis,
además de dilucidar concretamente esta alienación en el dinero, Marx mostró el origen y
desarrollo contradictorio de la pasión por la acumulación monetaria, por el atesoramiento y
su avariciosa preservación. “El poseedor de mercancías no puede retirar de la circulación
bajo la forma de moneda sino aquello que trae a la circulación bajo la forma de mercancías.
Vender sin cesar, lanzar continuamente mercancías a la circulación es la primera condición
de la tesaurización desde el punto de vista de la circulación de mercancías. Por otra parte, la
moneda desaparece continuamente como medio de circulación en el proceso de circulación
mismo, porque aquella se realiza continuamente en valores de uso y se resuelve en goces
efímeros. Hay que arrancarla, pues, de la corriente devoradora de la circulación o hay que
detener la mercancía en su primera metamorfosis e impedir a la moneda que cumpla su
función de medio de compra. El poseedor de mercancías que se convierte ahora en
atesorador, debe vender todo lo que pueda y comprar lo menos posible… La apropiación de
la riqueza bajo su forma general implica, pues, el renunciamiento a la riqueza en su realidad
sustancial. El móvil impulsor del atesoramiento es la avaricia, que no ambiciona la
mercancía como valor de uso, sino el valor de uso como mercancía”.
Dentro de esta alienación, “El atesoramiento no tiene… límites inmanentes; carece de
medida en sí mismo; es, más bien, un proceso sin fin que, en el resultado obtenido cada
vez, encuentra un motivo para comenzar de nuevo. Si el tesoro aumenta porque se
conserva, también se conserva porque aumenta. El dinero no es sólo una finalidad de la
pasión de enriquecerse, es su finalidad por excelencia. La pasión es esencialmente auri
sacra fames. La pasión de enriquecerse, contrariamente a la de las riquezas naturales
particulares, tales como vestidos, adornos, ganados, etc., no puede existir sino cuando la
riqueza general, como tal, se ha individualizado en un objeto especial y puede, por
consiguiente, ser fijada bajo la forma de una mercancía aislada. El dinero parece ser, pues,
tanto la finalidad como el origen de la pasión de enriquecerse. En el fondo, lo que resulta
finalidad es el valor de cambio como tal y, por lo tanto, su aumento. La avaricia tiene
cautivo el tesoro, impidiendo que la moneda se transforme en medio de cambio, pero la sed
de oro mantiene el alma monetaria del tesoro en constante afinidad con la circulación”.
Luego de la publicación de este texto esencial, ya en la década de l860, la actividad
de Marx y Engels en el movimiento obrero se intensificó y su trabajo teórico prosiguió no
sólo en la investigación económica y científica, sino también desarrollando el materialismo
histórico en lucha permanente contra los ideólogos de la burguesía. En 1894, en el Prólogo
al Libro III de El Capital, Engels rememoraba: “Desde los primeros días de nuestra
actividad pública, nos había tocado a Marx y a mí una gran parte del trabajo de unificación
entre el movimiento obrero y socialista nacionales en distintos países. Este trabajo se
enriquecía a medida que se reforzaba el conjunto. Marx asumió la labor más pesada hasta
su muerte… Sin embargo, quien lleve, como yo, cincuenta años de actividad en este
movimiento, sabrá que éste no puede ni debe desmayar. En nuestra ajetreada época, como
en el siglo XVI, sólo existen teóricos puros al lado de la reacción. Y, por ello, estos
señores no son ya teóricos verdaderos, sino simples agentes encomiásticos de esta
reacción”. En ambos sabios, la inquebrantable unidad de la práctica y la teoría, de la lucha
política y la investigación científica, seguiría expresándose en frutos magníficos.
Entre 1861 y 1863, Marx elaboró un extenso Manuscrito al que tituló Contribución
a la crítica de la Economía Política, donde continuaba la investigación expuesta en el texto
anterior del mismo nombre preparado con materiales de los Grundrisse. Aunque se trataba
de un borrador provisional e incompleto, era un primer proyecto sistemático para escribir El
Capital, el cual comprendería cuatro Libros (o tomos). La parte más trabajada y más
voluminosa del Manuscrito debía corresponder al Libro IV de esa obra y, a diferencia del
contenido teórico-científico de los tres Libros anteriores, se ocupaba de modo histórico-
crítico de las doctrinas acerca de la plusvalía, estudiando toda la trayectoria de la economía
política burguesa desde sus orígenes hasta su descomposición. Como es sabido, a Marx la
vida sólo le alcanzó para ver publicado el Libro I (o primer tomo) de El Capital, corriendo
a cargo de Engels la enorme tarea de editar los Libros II y III y, posteriormente, orientar la
publicación del Libro IV con el nombre de Historia crítica de la teoría de la plusvalía, en
donde el problema del fetichismo y la alienación sigue ocupando un importante lugar.
Este trabajo teórico realizado por Marx nunca dejó de tener ligazón íntima con la
actividad política. En 1864, en Londres, él y Engels tuvieron directa participación en la
fundación de la Asociación Internacional de los Trabajadores o I Internacional, donde
desplegaron la lucha contra las orientaciones reformistas en el trade-unionismo inglés
(como expresión de la influencia ideológica burguesa sobre la clase obrera) y contra las
concepciones pequeño-burguesas (como el anarquismo propugnado por Bakunin, que
menospreciaba la política, rebajaba el papel del proletariado y predicaba el subjetivismo, el
voluntarismo y el rechazo a la efectiva organización de clase). En 1865, a solicitud del
Consejo General de la I Internacional, Marx preparó un informe-discurso que se publicaría
años después con el título de Salario, precio y ganancia (12) y en el que se explicaban los
elementos estructurales y los mecanismos que hacían posible el dominio de la burguesía y
la explotación de la clase obrera, se reseñaba la teoría del valor-trabajo, se exponían por
primera vez en forma pública los fundamentos de la teoría de la plusvalía y se remarcaba el
significado de la lucha revolucionaria organizada del proletariado por la supresión del
trabajo asalariado, la creación de una nueva sociedad y la eliminación de las alienaciones.
Con total claridad, Marx señalaba que para comprender el hecho objetivo de que en
el mercado confluyeran un puñado de propietarios-compradores (dedicados a obtener
ganancias y a enriquecerse gracias a su acaparamiento de tierras y maquinaria, materias
primas y medios de vida generados por el trabajo) y una amplísima gama de desposeídos-
vendedores (sin otra alternativa que “venderse a sí mismos” para poder subsistir), era por
completo necesario remitirse a la llamada “acumulación previa o primitiva… que debería
llamarse expropiación originaria”. Es decir, a la serie de procesos históricos que llevaron a
la violenta destrucción de “la unidad originaria que existía entre el hombre trabajador y sus
medios de trabajo”, fractura que una vez consumada se consolidó y se reprodujo en escala
cada vez más vasta. Sobre la base de esta desposesión, que convierte en jurídicamente
“libre” al trabajador, “lo que el obrero vende no es directamente su trabajo, sino su fuerza
de trabajo, cediendo temporalmente al capitalista el derecho a disponer de ella”. Esto es lo
distintivo en las relaciones burguesas, ya que “si se le permitiese venderla sin limitaciones
de tiempo, tendríamos inmediatamente restablecida la esclavitud. Semejante venta, si
comprendiese, por ejemplo, toda la vida del obrero, lo convertiría de inmediato en esclavo
perpetuo de su patrón”.
En esa venta de la fuerza de trabajo y en la consiguiente explotación del trabajador
está el origen de la plusvalía y del capital. “Tomemos el ejemplo de un hilador… que para
reponer diariamente su fuerza de trabajo… necesita reproducir diariamente un valor de tres
chelines, lo que hace con un trabajo diario de seis horas. Pero esto no le quita la capacidad
de trabajar diez o doce horas, y aún más, diariamente. Y el capitalista, al pagar el valor
diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante
todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias.
Es decir, que sobre y por encima de las seis horas necesarias para reponer su salario o el
valor de su fuerza de trabajo, el hilador tendrá que trabajar otras seis horas, que llamaré
horas de plustrabajo, y tal plustrabajo se traducirá en una plusvalía y en un plusproducto”.
En estas condiciones, la propiedad sobre los medios de trabajo permite al empresario
producir una plusvalía, es decir, apropiarse de una determinada cantidad de trabajo no
retribuido para convertirla en capital; y, además, como el trabajador ha vendido su fuerza
de trabajo a ese empresario, “todo el valor, o sea, todo el producto creado por él pertenece
al capitalista, que es el dueño pro tempore de su fuerza de trabajo”. Así, “La plusvalía, o
sea, aquella parte del valor total de la mercancía en que se materializa el plustrabajo o
trabajo no retribuido del obrero, es lo que yo llamo ganancia”. Esa plusvalía tiene la forma
de rédito empresarial, interés o renta del suelo. El empresario capitalista es quien “extrae
directamente al obrero esta plusvalía, cualquiera que sea la parte que, en último término,
pueda reservarse. Por eso, esta relación entre el empresario capitalista y el obrero
asalariado es la piedra angular de todo el sistema de trabajo asalariado y de todo el
régimen actual de producción”, conduciendo “de modo incesante… a la reproducción del
obrero como obrero y del capitalista como capitalista”, es decir, a la reproducción del
capitalismo como sistema.
Sin embargo, en la realidad de los hechos esta relación de producción no aparece
diáfanamente, sino encubierta, sirviendo de soporte a la alienación social e individual y a
sus diversas formas. “El valor o precio de la fuerza de trabajo reviste la apariencia del
precio o valor del trabajo mismo”. “Aunque sólo se paga una parte del trabajo diario del
obrero, mientras que la otra parte queda sin retribuir, y aunque este trabajo no retribuido o
plustrabajo es precisamente el fondo del que sale la plusvalía o ganancia, parece como si
todo el trabajo fuese trabajo retribuido. Esta apariencia engañosa distingue al trabajo
asalariado de las otras formas históricas del trabajo. Dentro del sistema de trabajo
asalariado, hasta el trabajo no retribuido parece trabajo pagado”. Ahora bien, “El tiempo es
el espacio en que se desarrolla el hombre. El hombre que no dispone de ningún tiempo
libre, cuya vida, prescindiendo de las interrupciones puramente físicas del sueño, las
comidas, etc., está toda ella absorbida por su trabajo para el capitalista, es menos todavía
que una bestia de carga. Físicamente destrozado y espiritualmente embrutecido, es una
simple máquina para producir riqueza ajena. Y, sin embargo, toda la historia de la
moderna industria demuestra que el capital… laborará siempre, implacablemente y sin
miramientos, para reducir a toda la clase obrera a este nivel de la más baja degradación”.
No obstante, “el sistema actual, aún con todas las miserias que vuelca…, engendra en
simultáneo tanto las condiciones materiales como las formas sociales necesarias para la
reconstrucción económica de la sociedad”. Por encima y a pesar de las expectativas y
deseos de la burguesía, las luchas de la clase obrera constituyen uno de los más importantes
factores que determinan, en el curso del propio desarrollo capitalista, la forja de los
elementos económicos, sociales, políticos, ideológico-culturales y psicológicos necesarios y
suficientes para que, llegado el caso, los explotados y oprimidos se propongan encarar la
transformación revolucionaria de la sociedad. Por tanto, como régimen expoliador asentado
en la total separación entre el trabajador y los medios de producción, el capitalismo no tiene
en modo alguno patente de eternidad y durará “hasta que una nueva y radical revolución del
modo de producción lo eche por tierra y restaure la unidad originaria bajo una forma
histórica nueva”, instaurando una sociedad de nuevo tipo en la que resulte viable la
eliminación histórica de la explotación del hombre y la alienación.
La teoría revolucionaria científicamente madura
Llegados a este punto, es necesario regresar a los Grundrisse y remarcar, como lo ha
hecho con justeza Eric Hobsbawm, que ellos “corresponden a la plena madurez de Marx”,
madurez intelectual, científica y política. Muy lejos de estar conformados por notas de
importancia secundaria o puramente casuales, constituyen un texto esencial, orgánicamente
estructurado y claramente representativo de “la etapa de su pensamiento inmediatamente
anterior a la redacción de El Capital durante los primeros años de la década 1860-1870, de
la cual… constituyen una labor preliminar”. Tomando como ejemplo el análisis de las
formaciones económicas pre-capitalistas allí realizado, Hobsbawm precisa que “no sólo
muestra a Marx en su aspecto más brillante y profundo; es, además, en muchos sentidos, su
tentativa más sistemática de abordar el problema de la evolución histórica y el
indispensable pendant del magnífico Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía
Política, escrito poco después y que exhibe al materialismo histórico en su aspecto más
fértil” (13). Concuerda, pues, con el criterio sobre el enorme avance teórico de Marx
anotado por Engels, quien por lo demás, aunque con gran modestia se empeñó en ubicarse
en un plano secundario, cumplió un rol de primer orden no sólo en la elaboración y el
desarrollo de la nueva concepción del mundo y del materialismo histórico, sino también en
el apoyo a la maduración del pensamiento económico marxiano (a través de sugerencias,
apreciaciones y comentarios críticos, precisiones, etc.). Por tanto, es a partir de los
Grundrisse que ya puede hablarse del marxismo plenamente maduro científica y
políticamente, con espléndidas expresiones particularmente en El Capital, Contribución a
la crítica de la Economía Política e Historia crítica de la teoría de la plusvalía.
En los Grundrisse, Marx explicó magistralmente la evolución histórica de la sociedad
humana y de las relaciones entre los hombres para producir sus medios de vida y reproducir
sus propios nexos. En las primeras fases de esa evolución, en la sociedad gentilicia, los
individuos y las relaciones sociales conformaban una unidad concreta asentada en las
condiciones naturales todavía muy poco transformadas, de modo que el escaso desarrollo
de los sujetos y la estrechez de sus nexos directos estaban reforzados recíprocamente,
estableciéndose lazos de dependencia personal. La historia de la humanidad poseía (sobre
todo por su lentitud) la apariencia de una historia natural que no impedía a los individuos
alcanzar una determinada plenitud dentro de los estrictos límites naturales y sociales. Pero
con el advenimiento de la propiedad privada, la división del trabajo y la escisión de la
sociedad en clases antagónicas, esa situación experimentó una radical modificación: la
productividad (la acción sobre la naturaleza) fue acrecentándose y los vínculos entre los
hombres cambiaron de modo esencial, instalándose relaciones sociales asimétricas dentro
de las cuales la independencia individual estaba basada en la dependencia con respecto a
cosas, aunque durante el esclavismo y el feudalismo se mantuviera la apariencia de la
historia como historia natural.
El reemplazo histórico del feudalismo por el capitalismo implicó la implantación
plena y el despliegue de la producción mercantil, llevando paulatinamente a la destrucción
de los vínculos directos aún existentes entre los sujetos e introduciendo (bajo la forma de
dinero) elementos de una universalidad abstracta disolvente de las relaciones concretas y
cuya reproducción a escala creciente se convirtió en un fin en sí mismo para el capital. Tal
universalidad promovió con intensidad el desarrollo impetuoso de las fuerzas productivas,
de los nuevos nexos y de todas las formas de la riqueza social; a la vez, arrancó a los
sujetos de sus antiguas condiciones de producción, los despojó de sus relaciones sociales al
determinar la separación entre ellos, expropió por completo a la masa de individuos, creó
mediante el proletariado una forma de individualidad universal y avanzó hasta convertirse
en una potencia extraña y aplastante cuyo poder creció sin cesar. El antagonismo intrínseco
en esta fase de la historia humana se fue reproduciendo cada vez más ampliamente sobre
una base social (y no natural) para tener como alienada expresión concreta la apropiación
privada de la riqueza social cosificada y el despojo total de los individuos, los cuales sólo
podían desarrollarse “libremente” en el marco de la separación objetiva entre sí.
Sin embargo, el nuevo régimen representó un gran avance en el desarrollo social. Las
fuerzas productivas, la técnica y la acción del hombre sobre la naturaleza experimentaron
un gigantesco despliegue, creándose medios de producción susceptibles de poder atender
con amplitud las necesidades de la sociedad. Al abolir las coacciones extra-económicas y
las servidumbres personales del sistema feudal, la burguesía instauró un sistema en el que
los hombres podían producir en forma independiente y “libre” para el mercado, llevando a
éste no sólo sus productos, sino también sus fuerzas físicas y sus capacidades. En ese
mercado impersonal, reinaba en apariencia una equitativa relación entre los individuos y
cada sujeto se presentaba como un “libre” vendedor o comprador que había dejado atrás,
también aparentemente, cualquier relación jerárquica y toda coacción. De este modo, el
mercado (regido por la ley del valor) instaló en el conjunto de la sociedad burguesa una
competencia universal dentro de la cual cada quien podía cambiar, es decir, traficar
“libremente” con sus mercancías, sus energías materiales o sus talentos.
Marx fue mostrando las objetivas contradicciones y antagonismos fundamentales del
capitalismo a través de un cuadro global en el que ocupa un lugar central la fetichización de
las relaciones sociales y la alienación de los individuos con respecto a sí mismos, a las
fuerzas sociales que generan con su propia actividad y a la naturaleza. Apuntó que con el
régimen burgués se acrecienta el desarrollo de la división del trabajo, se crean nuevas
ramas de producción y, por tanto, también un plus-trabajo cualitativamente nuevo. “La
producción rechaza de su seno los elementos que sirven para crear nuevos valores de uso:
un sistema continuamente más vasto abarca todo género de trabajo y de producción a los
que corresponde un sistema cada vez más rico y variado de necesidades”. La producción
capitalista genera, “de una parte, la industria universal, es decir, el plus-trabajo, al mismo
tiempo que el trabajo creador de valores; y, de otra parte, un sistema de explotación
general de las propiedades de la naturaleza y del hombre. Este sistema descansa en el
principio de utilidad general: utiliza en su beneficio tanto la ciencia como todas las
cualidades físicas y espirituales. Nada grande ni noble puede subsistir mucho tiempo por
sus propias virtudes. Fuera de este círculo de producción y de intercambio sociales, el
capital comienza a crear la sociedad burguesa y la apropiación universal de la naturaleza y
establece una red que engloba a todos los miembros de la sociedad: tal es la gran acción
civilizadora del capital”.
Con la instauración de tal red, el capital forma por primera vez “un sistema general
de metabolismo social, de relaciones universales, de necesidades diversificadas y de
capacidades universales”, es decir, crea “las condiciones de desarrollo de todas las
propiedades del hombre social, de un individuo que tiene el máximo de necesidades y, por
tanto, rico en las cualidades más diversas; en suma, de una creación social tan universal y
total como posible, pues mientras más aumenta el nivel de cultura del hombre más está en
situación de disfrutar”. Pero todo este significativo avance en el desarrollo de la sociedad y
del hombre tiene un inicial y gran costo. El nuevo régimen “se eleva a un nivel social tal
que todas las sociedades anteriores aparecen como los desarrollos puramente locales de la
humanidad y como una idolatría de la naturaleza. En efecto, la naturaleza deviene un puro
objeto para el hombre, una cosa útil. Ya no se le reconoce como una fuerza. La intelección
teórica de las leyes naturales tiene todos los aspectos de la astucia que trata de someter la
naturaleza a las necesidades humanas, ya sea como objeto de consumo, ya sea como medio
de producción”. En suma, desde la perspectiva de la propiedad privada y la producción para
el mercado, el mundo natural es apreciado sólo como elemento pasible de uso desmedido y
depredación omitiendo la exigencia de respetarlo y preservarlo, con lo que el ser humano
resulta alienado con respecto a la naturaleza, a su hábitat vital básico y necesario.
En simultáneo, “el capital se desarrolla irresistiblemente más allá de las barreras
nacionales y de los prejuicios; arruina la exaltación de la naturaleza al mismo tiempo que
las costumbres ancestrales; destruye la satisfacción de sí, encerrada en límites estrechos y
basada en un modo de vida y de reproducción tradicional. Derriba todo ello y está él mismo
en revolución constante, rompiendo todas las trabas al desarrollo de las fuerzas productivas,
a la expansión de las necesidades, a la diversidad de la producción, a la explotación y al
cambio de todas las fuerzas naturales y espirituales”. En este sistema general, “la
producción de cada individuo depende de la de todos los demás” y esa dependencia
recíproca se manifiesta en “la necesidad perpetua del cambio, teniendo al valor como el
intermediario universal”. “La reducción a valores de cambio de todos los productos y de
todas las actividades presupone, a la vez, la disolución de todas las anteriores relaciones de
dependencia que ligan a los individuos a la producción y una interdependencia universal de
los productores”. Por consiguiente, “Las estructuras patriarcales y antiguas (así como las
feudales) entran en decadencia, en tanto se desarrollan el comercio, el lujo, el dinero y el
valor de cambio, de los cuales la sociedad moderna ha tomado su ritmo para progresar”.
Pero dentro del proceso de desarrollo de las nuevas condiciones sociales, se hace
evidente una contradicción como característica esencial de los nexos entre los hombres: “la
dependencia mutua y universal de los individuos, mientras permanecen indiferentes los
unos a los otros”. Estos vínculos sociales contradictorios “se expresan en el valor de
cambio, ya que sólo gracias al mismo es que la actividad o el producto, de cada individuo
deviene para él una actividad y un producto; el individuo tiene que crear este producto
general que es el valor de cambio o, bajo su forma autónoma e individualizada, el dinero.
Por otra parte, el poder que ejerce un individuo sobre la actividad de otro o sobre la riqueza
social se debe al hecho de que es propietario de valores de cambio, de dinero. Tiene así en
su bolsillo todo su poder sobre la sociedad, así como sus relaciones con ella. Cualesquiera
que sean las formas y el contenido particular de la actividad y del producto, se tiene que
lidiar con el valor, es decir, con algo general que es negación y supresión de toda
individualidad y toda originalidad”. Así, todo tipo de actividad humana y sus resultados
están alienados en el valor de cambio y en el dinero como fetiches, subordinándose a ellos.
En este marco, el cambio y la división del trabajo se condicionan recíprocamente.
“Dado que cada cual trabaja en su propio interés y que su producto no es creado para sí
mismo, debe existir acceso al cambio no sólo para participar en la capacidad general de
producción, sino para transformar su propio producto en medio de subsistencia para él. El
cambio, en el que media el valor y el dinero, implica una dependencia universal entre los
productores, así como el completo aislamiento de sus intereses privados y una división
extensa del trabajo social, cuya unidad y complementariedad existen desde ese momento
como un hecho natural y exterior, independiente de los individuos. La oferta y la demanda
constituyen el vínculo entre los individuos indiferentes los unos a los otros”, en una
situación en la que “cada cual entorpece la puesta en valor del interés del otro”. Cada
sujeto está, entonces, alienado con respecto a demás hombres y opuesto a ellos. De este
modo, con el capitalismo y en el curso de su desarrollo, “la división del trabajo engendra la
concentración, la combinación, la cooperación, el antagonismo de los intereses privados,
los intereses de clase, la competencia, la centralización del capital, los monopolios y las
sociedades por acciones, otras tantas formas contradictorias de la unidad que suscita todas
estas contradicciones. El cambio privado produce el comercio mundial, la independencia
privada crea una dependencia completa con respecto al pretendido mercado mundial”, que
se erige como potencia externa y dominante colocada por encima de los individuos, las
colectividades y las naciones.
Ahora bien, la sociedad capitalista y la civilización burguesa tienen como basamento
fundamental la explotación de la fuerza de trabajo del obrero. “Todos los progresos de la
civilización, es decir, todo aumento de las fuerzas productivas sociales o, si se prefiere, de
las fuerzas productivas del trabajo mismo, no enriquecen al obrero sino al capitalista, y
esto al mismo título que los resultados de la ciencia, de los descubrimientos, de la división
y la combinación del trabajo, del mejoramiento de los medios de comunicación, de la
acción del mercado mundial o del uso de máquinas. Todo ello aumenta únicamente la
fuerza productiva del capital; y como el capital se halla en oposición con el obrero, todo
ello no hace más que acrecentar su dominación material sobre el trabajo”, dentro de la
cual “el capital no se contenta simplemente con más ‘riquezas’ en el sentido de Ricardo,
sino que siempre quiere dominar más valores, más trabajo materializado”. En este aspecto,
como en otros casi innumerables, Marx pone objetivamente todo en su sitio real y no deja
pasar la oportunidad de combatir cualquier tipo de ilusiones: en el intercambio realizado
por el trabajo y el capital, “el trabajo como tal, que existe para sí, está necesariamente
personificado por el obrero… El capital se presenta como un valor que existe para sí
mismo, por decirlo así, egocéntrico (lo cual en el dinero es simple tendencia). Pero el
capital que existe para sí mismo, ¿no es el capitalista? Diversos socialistas afirman, sin
embargo, que ellos tienen necesidad del capital, pero no de los capitalistas. Esto es
suponer que el capital no es más que una simple cosa y no una relación de producción que,
reflejada en él, es el capitalista” (14).
En su análisis, Marx explica que en el proceso productivo burgués es necesario que el
instrumento ayude al trabajo a elaborar y modelar la materia, la cual bajo una forma dada
tiene un valor de uso que, a través del cambio en el mercado, deviene valor de cambio en la
medida en que contiene trabajo objetivado. Pero el trabajo vivo no puede crear nada a partir
de sí mismo ya que requiere contar con las condiciones materiales para su realización, y
éstas le han sido expropiadas. “En el proceso de producción, el trabajo vivo hace del
instrumento y de la materia el cuerpo de su alma y los resucita de entre los muertos; este
modo de apropiación está en oposición flagrante con el hecho de que el trabajo es privado
de sus objetos, o de que no existe más que en el organismo inmediato del obrero, mientras
que el instrumento y la materia de trabajo existen por sí mismos en el capital”. Así, pues, en
la sociedad burguesa la existencia del capital y del trabajo está asentada en la separación de
este último con respecto a sus elementos materiales (instrumentos y materia), pero tal
separación, sin la cual el trabajo no podría efectuarse, es de hecho abolida por el capitalista
concreto en el proceso de producción real, sin que ello implique modificar en absoluto las
relaciones de propiedad y sin representar perjuicio o problema alguno para el empresario.
Esto es así porque en el capitalismo, merced a un proceso de inversión en el que el objeto
domina al sujeto, “el trabajo vivo no es más que un simple medio de valorización del
trabajo materializado al cual insufla su alma vivificante, al tiempo que la pierde él mismo.
El resultado del trabajo es que la riqueza producida es extraña al obrero, y que la fuerza de
trabajo viva sufre una miseria creciente”.
De este modo, dentro del proceso productivo la plusvalía creada bajo la presión del
capital aparece como plus-trabajo e incluso como trabajo vivo. A su vez, ese plus-trabajo se
materializa en el plus-producto y éste se divide, por un lado, en condiciones objetivas de
trabajo (instrumentos y materias primas) y, por el otro, en condición subjetiva (medios de
subsistencia del trabajo vivo a poner en acción). La presuposición general es el valor bajo
la forma universal de trabajo materializado, y en particular de trabajo materializado que
sale de la circulación. Además, como objetivación del plus-trabajo, la totalidad del plus-
producto deviene capital adicional (con respecto al capital inicial), es decir, valor de
cambio autónomo frente a su valor de uso específico: la fuerza de trabajo vivo. Por tanto,
“el proceso de valorización del capital corresponde a un simple proceso de producción y se
efectúa gracias a él, debido a que el trabajo vivo tiene un contacto natural con los elementos
materiales de su existencia. Ahora bien, si el trabajo entra en una relación que no es la suya,
sino la del capital, es porque ya constituye un elemento de este último. El capitalista
obtiene gratuitamente el plus-trabajo así como la conservación del valor de las materias
primas y de los instrumentos. Al añadir un valor nuevo al antiguo, el trabajo conserva y
eterniza el capital. La conservación del valor en el producto no cuesta nada al capital. Al
apropiarse del trabajo presente, el capitalista detenta ya una asignación sobre el trabajo
futuro”.
En tal situación “todos los elementos de la producción están ahora reunidos frente a
la fuerza de trabajo viva como fuerzas externas y extrañas que la utilizan y la consumen en
condiciones independientes de ella; pero al mismo tiempo se comprueba que son el
producto y el resultado del trabajo vivo”. De tal suerte, “el valor autónomo y existente por
sí frente a la fuerza de trabajo viva (o sea, el capital) representa la indiferencia del objeto en
sí; hace que las condiciones objetivas del trabajo sean extrañas a la fuerza de trabajo viva.
Todo ello va tan lejos como las condiciones materiales de la persona del obrero que existen
fuera y frente a él; lo que es más, están personificadas en el capitalista, quien tiene una
voluntad y un interés propios. La propiedad, o sea, las condiciones materiales, está por
tanto enteramente disociada y separada de la fuerza de trabajo viva. Los medios de
producción le hacen frente como propiedad ajena, realidad de otra persona jurídica, terreno
absoluto de su voluntad. Es así que el trabajo aparece como trabajo extraño frente al
capitalista que personifica el valor o las condiciones de trabajo”.
Como inevitable resultado, “esta separación absoluta entre la propiedad y el trabajo,
entre la fuerza de trabajo viva y las condiciones de su realización, entre el valor y la
actividad creadora de valor, hace que el contenido mismo del trabajo sea extraño al
obrero” aunque tal separación sea el resultado del trabajo mismo, la materialización de los
diferentes elementos del trabajo. En definitiva, pues, “el mundo material de la riqueza se
ensancha progresivamente por la acción misma del trabajo y se opone a él como una fuerza
extraña: él adquiere una existencia cada vez más vasta y más densa mientras que con
respecto a los valores producidos o a las condiciones reales de la valorización, la
subjetividad miserable de la fuerza de trabajo forma un contraste cada vez más palpable.
Mientras más se objetiva el trabajo, más grande deviene el mundo de los valores
objetivados que le hacen frente como una propiedad extraña”. Así, “el capital restringe y
mutila la fuerza productiva principal: el hombre, en el momento mismo en que se esfuerza
en acrecentar infinitamente las fuerzas productivas”.
Por otro lado, Marx señala que en las diversas etapas del desarrollo de las fuerzas
productivas la relación entre el trabajo necesario y el trabajo superfluo ha ido sufriendo
modificaciones, de modo que todo el despliegue de la riqueza se ha basado en la creación
de tiempo disponible. En las etapas productivas del cambio, los sujetos sólo cambian el
tiempo de trabajo excedente, que constituye la medida de su cambio y que, por tanto, no
afecta más que a los productos superfluos. Pero en la contradictoria producción basada en
el capital es evidente que éste produce plus-trabajo, el cual presupone al propio capital, por
lo que la existencia de tiempo de trabajo necesario está condicionada por la creación de
tiempo de trabajo excedente. De allí que “la ley del capital es la de crear plus-trabajo,
tiempo disponible. No puede hacerlo sino poniendo en movimiento trabajo necesario, es
decir, procediendo al cambio con el obrero. Su tendencia es la de crear la mayor cantidad
posible de trabajo, al mismo tiempo que la de reducir el trabajo necesario a un mínimo. Por
consiguiente, el capital se esfuerza a la vez en aumentar la población obrera y en hacer que
una parte de ésta sea excedente e inútil hasta que el capital pueda utilizarla”. Está, pues,
contradictoriamente obligado a “crear continuamente trabajo necesario para extraer del
mismo plus-trabajo: debe aumentarlo (de ahí la multiplicación de las jornadas simultáneas)
para incrementar su excedente; pero debe, al mismo tiempo, abolir el trabajo necesario para
hacer del mismo plus-trabajo”. Es decir, necesita del trabajo y de la creación de valores,
pero simultánea y paradójicamente los bloquea, convirtiéndose en una traba para su propia
producción
En el curso del proceso productivo (donde se ratifica el cambio entre el trabajo vivo y
el capital), el plus-trabajo y, por consiguiente, la plusvalía, el plus-producto e incluso todo
el resultado del trabajo (plus-trabajo y trabajo necesario) quedan establecidos bajo la forma
de capital, o sea, independientemente de la fuerza laboral viva, que es simple valor de uso
en oposición al valor de cambio. Entonces, “la fuerza de trabajo viva se apropia únicamente
de las condiciones subjetivas del trabajo necesario (medios de subsistencia de la fuerza
productiva del trabajo): se reproduce como simple fuerza de trabajo separada de las
condiciones de su realización. Lo que es más, (tal separación) ha establecido estas
condiciones frente a ella, como cosas, valores que se encarnan en una persona extraña que
la domina”. Por consiguiente, “no sólo el obrero no sale más beneficiado del proceso de
producción, sino que sale más pobre que cuando entró en el mismo. En efecto,… ha
realizado las condiciones para que el trabajo necesario pertenezca al capital; pero la
posibilidad subsistente en el obrero de crear valor existe ahora en el valor adicional, el plus-
producto, en suma, en el capital, que domina a la fuerza de trabajo viva; se trata de un valor
autónomo, dotado de fuerza y de voluntad frente a su pobreza abstracta y privada de todas
las cosas, pura subjetividad. No sólo ha producido la riqueza para otro y la miseria para sí
mismo, sino también la relación de esta riqueza con la pobreza del obrero: al consumir la
fuerza de trabajo, el capital aprovecha nuevos espíritus de vida y se enriquece con nuevos
valores”.
Dentro del capitalismo, “todo esto se deriva del cambio en el cual el capital da una
cantidad de trabajo materializado por la fuerza de trabajo viva; pero… este trabajo
materializado aparece como el propio producto del obrero que ha creado las condiciones
exteriores a su existencia, la autonomía de estas condiciones materiales en oposición a sí
mismo. Si el obrero se ha objetivado él mismo, esta objetivación no es en efecto más que
una facultad material, independiente de sí y que lo domina, aunque sea producida por su
propia actividad”. Así, pues, el enlace orgánico de la propiedad privada, la división del
trabajo y la producción mercantil determina que los nexos entre los hombres se fetichicen,
autonomizando a las cosas y cosificando a los individuos. Con el desarrollo capitalista, las
condiciones materiales de la producción aparecen ya con toda nitidez como el producto del
trabajo, tanto bajo su forma de valor de cambio cuanto la de valor de uso para la producción
misma. “Pero si el capital aparece así como el producto del trabajo, aparece igualmente
como capital. Ya no es sólo un simple producto, ni un valor cambiable, sino capital,
trabajo materializado que domina y ordena el trabajo vivo. El capital aparece igualmente
como producto del trabajo porque este producto es propiedad ajena, modo de existencia
autónomo frente al trabajo vivo; porque el producto del trabajo, el trabajo materializado, es
dotado por el trabajo vivo de un alma propia, de modo que se afirma frente al obrero como
un poder extraño” (15).
Aunque pueda parecer reiterativo y hasta fatigoso, cabe insistir en lo apuntado por
Marx de diversos modos, una y otra vez, acerca de este proceso. “En realidad, las cosas son
bien simples: el proceso de producción establece las condiciones objetivas reales del trabajo
vivo (materia en la cual se valoriza, instrumento por medio del cual se valoriza, y medios
de subsistencia gracias a los cuales la llama de la fuerza de trabajo vivo se mantiene
ardiendo, alimentada con sustancias necesarias para su vida) como modos de existencia
autónomos y extraños, o como el modo de existencia de una persona extraña. Así es como
la fuerza de trabajo viva es aislada y no tiene más que una existencia subjetiva frente a
valores que existen por sí y replegados sobre ellos mismos, o sea, constituyen la riqueza
extraña al trabajador, la riqueza del capitalista. Las condiciones objetivas del trabajo son
valores disociados y autónomos en oposición a la fuerza de trabajo, que tiene una simple
existencia subjetiva y un valor de especie diferente (ya que no es un valor de cambio, sino
un puro valor de uso para ella)”. Con la definida instalación de esta separación, la propia
dinámica del proceso productivo se encarga de reproducirla en escala cada vez más amplia,
de modo que las condiciones objetivas de la fuerza de trabajo quedan fijadas con
independencia de ella misma, representando la objetividad de un sujeto distinto o autónomo
con respecto a tal fuerza. “La reproducción y la valorización, o sea, el acrecentamiento de
estas condiciones objetivas, significan por tanto también la reproducción de la riqueza
extraña, indiferente y separada de la fuerza de trabajo. Lo que se reproduce es no sólo la
existencia de estas condiciones objetivas del trabajo vivo, sino su existencia bajo forma de
valores autónomos que pertenecen a otro y opuestos a la fuerza de trabajo viva. Es más, las
condiciones objetivas del trabajo adquieren una existencia subjetiva frente al trabajo, pues
el capitalista surge del capital”.
Pues bien, considerado en su integridad el proceso productivo social abarca la
producción, la distribución, el cambio (la circulación) y el consumo (en el nivel personal y
en el productivo). Marx anota que el cambio constituye en lo esencial un conjunto fluido de
compras y ventas, cuya primera presuposición es la circulación (natural) de mercancías
partiendo de puntos diversos. Pero esas mercancías circulan sólo merced a la intervención
del valor de cambio, es decir, únicamente por haber sido producidas como valores de
cambio, y no como valores de uso inmediato, de modo que “lo fundamental es que la
apropiación se efectúe a través de la venta y la enajenación”. Por tanto, “el desarrollo
sistemático de los precios implica que el individuo ya no produce directamente sus medios
de subsistencia, sino valores de cambio; dicho de otra manera, su producto debe pasar por
un proceso social antes de ser medios de subsistencia para él”.
En estas condiciones, la circulación constituye el movimiento que hace aparecer la
enajenación universal como la apropiación general, y viceversa. Pero “si bien todo este
movimiento aparece como un proceso social y sus diferentes fases parecen resultar de la
voluntad consciente y de los fines particulares de los individuos, no es menos cierto que el
conjunto de este proceso se desarrolla como un eslabonamiento objetivo y espontáneo;
desde luego, resulta de la acción recíproca de individuos conscientes, pero no depende de
su conciencia ni le es sometido en su conjunto. Los contactos entre los individuos crean
una fuerza social, extraña, que los domina; su interacción crea una fuerza y un proceso
independientes de ellos. Siendo una totalidad del proceso social, la circulación representa la
primera forma en la cual no sólo la relación social, sino también el movimiento de la
sociedad, tienen una forma independiente de los individuos (como, por ejemplo, en la pieza
de moneda o en el valor de cambio). Si esta relación social, independiente de los
individuos, aparece como una fuerza natural, como fruto del azar o de cualquier otra
causa, se debe a que en principio el individuo social no es libre”.
Así, pues, la propia entraña del régimen de producción burgués genera de modo
inevitable la fetichización de las relaciones sociales y la alienación como fenómenos
globales, es decir, sociales e individuales, para envolver a los sujetos, las colectividades y el
conjunto de la sociedad, traduciéndose en la autonomía de las cosas y en la subordinación
de los individuos a ellas. “El carácter social de la actividad y de sus productos, así como la
participación del sujeto en la producción, son aquí extraños respecto al individuo. Las
relaciones que estos fenómenos mantienen constituyen, de hecho, una subordinación a
relaciones que existen independientemente de ellos y que surgen del choque entre los
individuos indiferentes los unos a los otros. El intercambio universal de actividades y de
productos, que se ha convertido en la condición de vida y la relación mutua de todos los
individuos particulares, se presenta a ellos como una cosa extraña e independiente. En el
valor de cambio, las relaciones sociales de las personas son cambiadas en relación social
de objetos: la riqueza personal es cambiada en riqueza material… Cada individuo posee
poder social bajo la forma de objeto”, derivándose hacia una “independencia personal
fundada en la dependencia con respecto a cosas”.
Marx hacía notar que en el seno de relaciones sociales generadoras de un sistema aún
poco desarrollado de los valores, el dinero y el cambio (o correspondientes a un débil nivel
de su desarrollo), era evidente el carácter personal de los nexos entre los individuos, pero
éstos se vinculaban entre sí en determinada forma: como señores y vasallos, terratenientes y
siervos, miembros de un cierto colectivo, etc. Por el contrario, “en las relaciones monetarias
y en el sistema de cambio desarrollado (y la democracia refuerza esta apariencia), los
vínculos de dependencia personal se rompen y caen en pedazos, así como las diferencias de
raza, de cultura, etc.; los lazos personales devienen una cuestión personal. Los individuos
están en libertad de discutir y de cambiar en un clima de libertad; parecen independientes
(por otra parte, esta independencia no es más que una ilusión y sería más correcto llamarla
indiferencia). Desde ese momento, son sencillamente abstraídos de sus condiciones de
existencia y de las relaciones en las cuales traban contacto entre sí (lo que demuestra que
estas condiciones son perfectamente independientes de los individuos); aunque producidas
por la sociedad, aparecen como condiciones naturales; dicho de otro modo, escapan al
control de los hombres. Lo que en el primer caso aparece como una limitación del
individuo por otro sujeto, en el segundo caso es la limitación objetiva del individuo por
condiciones independientes de él y que poseen sus propias leyes”.
Este hecho tiene enormes e incalculables consecuencias en las relaciones entre las
personas, en el desarrollo individual y en el conjunto de la vida y la actividad sociales. “Los
economistas reconocen… que los hombres prefieren fiarse de la cosa (dinero) más bien que
de los propios hombres. ¿Cuál es la razón? Seguramente no es porque las relaciones entre
individuos se congelan en las cosas, porque el valor de cambio es de naturaleza material y
no es más que una relación alienada de la actividad productiva entre las personas. Una
prenda puede ser útil a su poseedor, pero el dinero no lo es sino a título de ‘prenda de
fuerza social’, y esto sólo puede serlo en virtud de su propiedad social (simbólica). Ahora
bien, el dinero posee únicamente esta propiedad nueva porque los individuos enajenan su
relación social en forma de objeto”. Por ello, “Todos los valores figuran en forma de precio
en las listas corrientes, donde el carácter social de las cosas aparece independientemente
de las personas y frente a ellas. De igual modo, allí la actividad del comercio se manifiesta
sobre la base de la enajenación: el conjunto de las relaciones productivas y de distribución
se opone al simple particular, a todos los individuos para someterse de nuevo al simple
particular. La autonomía del mercado mundial (en el cual se inserta la actividad de cada
individuo) aumenta… con el desarrollo de las relaciones de dinero (valor de cambio), y
viceversa”, mostrando objetivamente “la oposición que levantan los individuos frente a sus
propios cambios y productos congelados en una relación materializada e independiente. En
el mercado mundial, los lazos entre los individuos se estrechan, pero se congelan fuera de
ellos y tienen un carácter autónomo”.
Las implicancias profundas de todo esto son más que evidentes: “La posibilidad de
cambiar cualquier producto, actividad o relación por otra cosa que puede cambiarse a su
vez por lo que sea, sin distinción alguna (es decir, el desarrollo de los valores de cambio y
de las relaciones monetarias), corresponde a una venalidad y una corrupción generales.
La prostitución universal (o, si quiere llamársele más cortésmente, el principio general de
utilidad) constituye una fase necesaria de la evolución social de las disposiciones,
facultades, capacidades y actividades humanas. Shakespeare describe admirablemente el
dinero como lo que plantea la igualdad de la desigualdad. No existe verdadera sed de
riquezas sin el dinero: de una parte, toda otra acumulación o sed de acumular tiene un
carácter material y limitado de las necesidades; y de la otra, la naturaleza finita de los
productos (sacri auri fames)”. Como todo, absolutamente todo, queda convertido en
mercancía y sometido a la férula del valor de cambio y del dinero dependiendo de ellos
hasta en los aspectos más ínfimos del quehacer cotidiano, entonces tiene lugar la completa
distorsión de la vida, la actividad y el desarrollo del hombre, y se instalan como “valores
morales” el individualismo extremo, el egoísmo, el utilitarismo, la insolidaridad, la más
brutal competencia, la codicia y la cínica ausencia de escrúpulos.
Acerca de todos estos aspectos dañinos y deformantes, Marx indica que “no hay
nada más inútil y más engañoso que basar en el valor de cambio y en el dinero el control de
la producción por los individuos asociados”. Pero el capital está dominado por la sed de
ganancias y un afán acumulativo en aumento creciente, sin pausa alguna y con gran prisa.
Ello determina que el capital, como representante de la forma general de la riqueza (el
dinero), lleve intrínsecamente consigo “la tendencia desenfrenada e ilimitada a exceder sus
propios límites. Toda limitación es, y debe ser, para él una barrera, de lo contrario dejaría
de ser capital, o sea, dinero que se reproduce a sí mismo. Si un límite determinado le
apareciera no como una barrera exterior, sino como una limitación tolerable e inherente a sí
mismo, se degradaría, pasando de valor de cambio a valor de uso, y de la forma general de
la riqueza a un modo determinado de sustancia. El hecho de que el capital crea una
plusvalía de cantidad determinada, se debe sencillamente a que no puede producir de una
sola vez una cantidad ilimitada. Pero existe el movimiento de su aumento constante. El
límite cuantitativo de la plusvalía se le presenta únicamente como una barrera natural que
tiene que superar, una necesidad que él siempre trata de conquistar”.
Sin embargo, “por su naturaleza misma, el capital impone trabas al trabajo y a la
creación de valores, lo cual está en contradicción con su tendencia a incrementarlos sin
tasa. El capital es una contradicción viviente: impone a las fuerzas productivas un límite
específico, a la vez que las incita a exceder todo límite”. Por consiguiente, “en oposición a
su tendencia general a sobrepasar todos los límites, el capital encierra una limitación
específica de la producción; tal es la base de la súper-producción, que es la contradicción
fundamental del capitalismo desarrollado”, la que lo lleva inevitablemente a sus periódicas
crisis. Ocurre que “el capital siente todo límite como una traba y la supera idealmente, pero
no en la realidad: como cada uno de estos límites está en oposición con la falta de medida
inherente al capital, su producción entra en contradicciones constantemente superadas, pero
igualmente creadas de nuevo constantemente. Hay más. La universalidad a la cual tiende de
modo incansable encuentra límites en su propia naturaleza que, a cierto nivel de su
evolución, revelan que él mismo es la traba mayor a esta tendencia y que, por tanto, lo
empujan a su propia abolición”.
Así, en definitiva, el sometimiento de los hombres a la ley del valor, a un mercado
impersonal y a sus vaivenes, determina que el “destino” de cada individuo dependa de algo
exterior que le resulta extraño y en el que no se reconoce, que aparece cual fuerza de la
naturaleza y obedeciendo a leyes que el sujeto no comprende ni domina, pero que se
imponen con el mismo carácter de necesidad ciega que presentan las estaciones del año o
un sismo. En la sociedad capitalista, se asume (como “verdad evidente por sí misma”) que
todos y cada uno de los productores privados tienen el mismo libre acceso al mercado, pero
también está claro que ignoran quién espera sus productos y para ellos lo que suceda en el
mercado es una cuestión azarosa e imprevisible a la que están obligados a subordinarse.
Como no existe un nexo consciente y racional entre la producción y las necesidades
sociales, cada empresario capitalista sólo busca producir para “vender bien” sus mercancías
y obtener ganancias en el marco de la salvaje competencia con otros productores, por lo que
esa producción es anárquica y generadora de múltiples problemas. En un momento dado,
hay gran abundancia de productos iguales o similares y exceso de oferta en relación con la
demanda o, en caso contrario, escasez de productos y demanda aumentada, caotizando el
mercado al que se atribuye la supuesta condición de “regulador” para lograr, a través de
prolongadas oscilaciones de precios, el “equilibrio” relativo entre lo que se ofrece y lo que
se consume. El empresario se ve obligado a fabricar aquello que le permita emplear menor
trabajo, reducir costos y preservar sus beneficios, inmerso en su alienación con respecto a
su actividad, a sí mismo, al conjunto de seres humanos y a la sociedad.
Por su parte, dentro de su actividad en el seno de la producción y en la propia vida
social, el obrero está aplastado por la explotación, la opresión, la marginalidad y el bloqueo
a sus posibilidades de desarrollo como persona. Él “rechaza de sí constantemente, como
una realidad extraña, lo que realiza bajo la forma de condiciones objetivas. Por eso aparece
como una pura fuerza de trabajo privada de toda sustancia, pero provista de necesidades
frente a esta realidad que él no crea para sí, sino para otro. Esta realidad del trabajo no
existe para él, sino para otro; por tanto, no es su propia realidad, sino la de otro que se
opone a él. Este proceso de realización es, por ende, el proceso de des-realización del
trabajo. El trabajo es objetivo, pero él crea la objetividad como su no-ser propio, o como la
existencia de su no-existencia, o sea, como la existencia del capital. El trabajo retorna a sí
mismo como simple posibilidad de creación de valor o de valorización porque el mundo
entero de la riqueza real, así como las condiciones efectivas de su realización, le hacen
frente bajo modos de existencia autónomos. De simple posibilidad que es en el seno del
trabajo vivo, la riqueza deviene, gracias al proceso de producción, una realidad externa e
incluso extraña al trabajo”. El trabajador existe, pues, agobiado por el enorme peso de la
alienación, que se extiende más allá del campo laboral para abarcar el conjunto de la
sociedad.
Esto va tan lejos, que las condiciones generales de la producción burguesa también
determinan que la especialización laboral quede establecida como cuestión ajena a las
expectativas o deseos de cada trabajador y sometida a las fluctuaciones de un mercado de
trabajo que requiere mano de obra física o intelectual según el desenvolvimiento de la
oferta y la demanda en el campo de la producción y los servicios. En efecto, esencialmente
y en rigor, la elección del oficio o profesión a desempeñar no se hace en función de las
necesidades sociales objetivas, ni es libre porque en enorme cantidad de casos no depende
de las inclinaciones particulares ni de las reales capacidades del individuo dado, sino que es
impuesta por las necesidades del mercado. Constreñidos por la ley del valor, sumidos en la
alienación social global y presionados por la necesidad de lograr los medios para su propia
subsistencia, en general los sujetos son empujados (marginando sus personales cualidades y
aspiraciones, y de acuerdo a una u otra eventual tendencia de la oferta y la demanda en el
mercado laboral) a la adquisición de determinadas destrezas o saberes susceptibles de
ubicarlos en una ocupación más o menos “rentable” y de aprendizaje relativamente más
fácil y menos prolongado. Con esto, se destruye un potencial humano incalculable y se
condena a innumerables personas a desempeñar trabajos que no corresponden a sus
disposiciones y capacidades, que representan objetivos obstáculos a su desarrollo y
realización, y que les resultan asfixiantes e incluso odiosos.
En el capitalismo, con la ley del valor y el mercado no sólo se “nivelan” las diversas
mercancías y los distintos tipos de trabajo, sino que también se establece una pauta general
de uniformización de los sujetos y de sus actividades, con independencia de la conciencia,
la voluntad y las esperanzas y previsiones de los empresarios, los trabajadores y el conjunto
de la población. La decisión de producir tales o cuales mercancías, la elección y el ejercicio
de una u otra ocupación o profesión, los modos de vida, los patrones de consumo, las
actitudes y conductas sociales e individuales, etc., están en general y en última instancia
definidos y orientados desde fuera de las personas, al margen de ellas mismas y de acuerdo
con las férreas y tiránicas leyes del mercado. Además, reforzando tal alienación, dice Marx,
como el dinero “no es sólo un objeto del deseo de enriquecimiento,… sino también la
fuente de la sed de enriquecerse”, entonces, “de finalidad, el dinero pasa… a ser el medio
de llevar a la población activa al trabajo: se produce la riqueza general para apoderarse de
su representante. Así brotan las verdaderas fuentes de la riqueza. El fin del trabajo no es ya,
desde ese momento, un producto específico que tiene relaciones particulares con tal o cual
necesidad del individuo; el fin es el dinero, riqueza que posee una forma universal, de
modo que el celo en el trabajo del individuo ya no conoce límites: indiferente a sus propias
particularidades, el trabajo reviste todas las formas que sirven a este fin. El celo se hace
inventivo y crea objetos nuevos para la necesidad social, etc. Por tanto, es evidente que,
sobre la base del trabajo asalariado, el dinero no obra como un disolvente, sino como
elemento productivo… No puede haber industria universal sino cuando todo trabajo
produce riqueza, no bajo una forma determinada sino general, es decir, si el trabajo del
individuo es pagado en dinero; de no ser así, sólo existen formas particulares (oficios) de
trabajo. El valor de cambio producido directamente por el trabajo es el dinero y el trabajo
que produce directamente el valor de cambio como tal es el trabajo asalariado”.
De esto se desprende que, como fetiche universal, “el dinero… deviene sujeto de la
riqueza al salir de la circulación: como resultado social, representa sólo lo que es general,
sin implicar por tanto absolutamente ninguna relación individual con su propietario; el
hecho de su posesión no desarrolla ninguna cualidad esencial de su individualidad, ya que
esta posesión se refiere a un objeto desprovisto de toda individualidad; en efecto, esta
relación social existe como objeto tangible y exterior que se puede adquirir maquinalmente
y perder de la misma manera. Su relación con el individuo es, por consiguiente, puramente
fortuita. En una palabra, esta relación no está ligada a la persona, sino a una cosa inerte, y
ésta otorga al individuo la dominación sobre la sociedad y el mundo del goce, de los
trabajos, etc.”. Dentro de la dinámica de la sociedad burguesa, estas relaciones sociales
fetichizadas y alienadas someten a los hombres y actúan como un poder casi ilimitado en
todos los aspectos de su existencia y de su actividad. Desde las más elementales cuestiones
relacionadas con la subsistencia material hasta el ocio y el esparcimiento, pasando por los
nexos interpersonales, los vínculos afectivos, las costumbres y el acceso a la educación y la
cultura, toda la vida cotidiana y a futuro de los individuos, al igual que las posibilidades de
su desarrollo como seres humanos, están regidas por relaciones sociales rigurosas que se
han autonomizado y convertido en una fuerza ciega, omnipotente y avasallante.
Pues bien, Marx anota que en el proceso de desarrollo histórico de la sociedad es
indudable que las fuerzas productivas y las relaciones de producción nuevas nunca surgen
de la nada, sino que emergen y se desarrollan sobre la base de una producción ya existente
y en oposición a relaciones de propiedad tradicionales sólidamente arraigadas. En la
sociedad capitalista desarrollada, “toda relación económica supone otra relación bajo su
forma burguesa y económica, la una condicionando a la otra, como sucede en todo sistema
orgánico. Este mismo sistema orgánico, en su conjunto, tiene presuposiciones propias, y su
desarrollo total implica que subordina a todos los elementos constitutivos de la sociedad o
que él crea a partir de sí mismo los órganos que aún le faltan. Así es como deviene
históricamente una totalidad. El devenir hacia esta totalidad constituye un elemento de su
proceso, de su desarrollo”, de modo que desde el momento en que en el seno de la sociedad
las relaciones de producción modernas (o sea, el capital) se desarrollan en una totalidad,
“se apoderan de todo el terreno” social.
Esta es una realidad objetiva que requiere de encaramiento científico y, por eso,
Marx rechaza cualquier naturalismo u ontologismo. Es por demás evidente que para
resultar colocados en una situación en la que son dominados por sus relaciones sociales, los
hombres deben primero crearlas, siendo “una necedad” considerar tales relaciones como un
“lazo natural” o creer que se trata de un “nexo inherente a la naturaleza de los individuos”
y que, por tanto, no se puede separar de ella. Por el contrario, “todo esto es producto del
devenir histórico de la humanidad y constituye una fase determinada de su desarrollo. Si
dicho nexo es todavía exterior y autónomo respecto a los individuos, demuestra
simplemente que ellos todavía están por crear las condiciones de su vida social, cuya
transformación aún no pueden abordar. Estos lazos naturales que unen a los individuos
corresponden a relaciones de producción limitadas”, entre otros aspectos, por la existencia
de antagonismos entre las clases sociales.
Marx agrega que en una etapa superior y cualitativamente nueva del desarrollo social
“los individuos universalmente desarrollados sólo tienen entre sí lazos sociales que nacen
de relaciones comunales que ellos controlan colectivamente; estos individuos no son
productos de la naturaleza, sino de la historia”. Pero “para desarrollar capacidades de
suficiente intensidad y universales y hacer posible semejante individualidad, es necesario,
como condición previa, una producción basada en el valor de cambio a fin de crear la
universalidad de la enajenación del individuo respecto a sí mismo y a los demás, al mismo
tiempo que la universalidad de las relaciones y de las capacidades. En los períodos
anteriores de la evolución, el individuo disfruta de una plenitud mayor precisamente porque
la plenitud de sus condiciones materiales no está separada todavía, al hacer frente a la
misma como a tantos otros poderes y relaciones sociales independientes de él. Es tan
ridículo aspirar a esa plenitud del pasado como querer seguir en la total miseria de hoy
día. Ninguna concepción burguesa jamás se ha opuesto al ideal romántico vuelto hacia el
pasado: por eso es que éste subsistirá hasta el fin bienaventurado de la burguesía”.
Por consiguiente, como etapa necesaria y transitoria en la evolución social, como
histórica “condición previa” para que los individuos logren acceder al control efectivo de
sus relaciones recíprocas, a su vez el propio capitalismo va creando en el curso de su
desarrollo las condiciones concretas y propicias para que los hombres puedan conocer de
modo científico esos elementos objetivos y, llegado el caso, manejarlos en forma adecuada
y eficaz para transformar a fondo sus nexos mutuos y su situación de vida al mismo tiempo
que se modifican a sí mismos. En otros términos, para que puedan llevar a cabo una
revolución social, liberándose de las cadenas que los aherrojan y avanzando hacia su propia
plenitud dentro de una sociedad de nuevo tipo, cualitativamente distinta. Evidentemente,
por su definición misma, una revolución social implica que “las innumerables formas
contradictorias de la unidad social no podrían ser eliminadas mediante apacibles
metamorfosis. Por lo demás, todas nuestras tentativas de hacerlas estallar serían quijotismos
si no encontráramos, escondidas en las entrañas de la sociedad tal cual es, las condiciones
de producción materiales y las relaciones de distribución de la sociedad sin clases” (16).
Así, pues, en el proceso de desarrollo del capitalismo se van configurando nuevas
condiciones materiales, otras relaciones de distribución e inéditas formas de conciencia,
todo lo cual niega de manera radical y definitiva las condiciones y relaciones burguesas,
hasta alcanzar un punto crítico que hace vitalmente necesaria la transformación histórica
del modo productivo burgués y del conjunto de la sociedad asentada en él. Contrariamente
a las ilusiones de los “sicofantes siempre prestos a pintar de color de rosa a la economía
burguesa”, o a cualquier ensueño o anhelo de las “buenas conciencias”, esa transformación
no advendrá por “apacibles metamorfosis” del sistema, es decir, no ocurrirá mediante
sosegadas mutaciones que supuestamente podrían conducirlo a su indefinida e imaginaria
auto-liquidación, o por una azarosa implosión que lo desplomaría de manera espontánea, ni
tampoco por la “buena disposición” de las clases dominantes que cederían voluntariamente
el poder social a los explotados y oprimidos. Las lecciones del desarrollo anterior de la
historia hacen ver que la revolución social tendrá lugar como producto de la objetiva y
cada vez más virulenta exacerbación de las insolubles contradicciones antagónicas que el
capitalismo lleva en sus entrañas; y merced a la acción consciente, racional y eficiente de
los propios hombres, que encauzan su vocación transformadora del mundo teniendo a la
cabeza al proletariado revolucionario como principal, consecuente y dinámico agente
histórico del cambio social.
La creación de las condiciones propicias para revolucionar el capitalismo, es decir,
para transformarlo históricamente de modo radical, no obedece a la voluntad o el capricho
de los individuos dados, ni tampoco al puro azar. Constituye más bien un proceso histórico
objetivo regido por leyes que no representan “entidades” colocadas por encima y al margen
de los hombres, sino que son la expresión de regularidades esenciales en la actividad
concreta de los hombres mismos. La ligazón orgánica del conocimiento científico de esas
leyes con la acción racional humana en correspondencia objetiva con ellas conduce, en
circunstancias específicas, a la transformación cualitativa de la formación económico-
social burguesa. El propio curso de la historia muestra que cuando en las sociedades de
clases antagónicas las fuerzas productivas y las relaciones de producción han ingresado a
una fase de irreductible oposición entre sí, porque las segundas bloquean el desarrollo de
las primeras, se abre una época de revolución social que lleva a la sustitución de una
formación social dada por otra de superior nivel. Objetivamente, tal revolución posee un
carácter necesario y es ajena a cualquier predeterminación fatalista o providencialista. Así
es como se produjo el reemplazo del esclavismo por el feudalismo y de éste por el
capitalismo, última forma antagónico-clasista del proceso de producción social y con la
cual, en palabras de Marx, “termina la prehistoria de la sociedad humana”; y así es como
debe producirse la abolición histórica del régimen burgués para dar paso al socialismo
como formación social transicional hacia la sociedad comunista. Esta es la tendencia
histórica real y universal, aunque naturalmente sea imposible fijar plazos y establecer el
momento preciso en que dicho suceso tendrá lugar.
El relevo histórico del feudalismo por el capitalismo representó un gran avance en el
desenvolvimiento de la sociedad, pero significó a la vez la instalación de un régimen en el
que la explotación del hombre adquiere un carácter extremo, insoportable e insostenible.
Este sistema se ha tornado cada vez más antisocial y, de hecho, radicalmente anti-humano:
impide a la inmensa mayoría de individuos la satisfacción adecuada y suficiente de sus
múltiples necesidades (incluyendo las más elementales), oblitera las vías para su desarrollo
y realización como seres humanos y constituye un real obstáculo para el desarrollo de la
sociedad. Con el análisis científico integral de las estructuras y la dinámica del capitalismo,
destacando las contradicciones cada vez más antagónicas entre las fuerzas productivas y las
relaciones de producción, Marx demostró su carácter de etapa transitoria en la evolución
social y la necesidad histórica de su drástica abolición para abrir el camino hacia la
sociedad comunista, es decir, una sociedad de productores libremente asociados que
controlan de modo racional y efectivo sus relaciones recíprocas, donde no tiene cabida la
explotación de las personas y en la que el libre desarrollo de cada individuo es la condición
para el desarrollo de todos los demás; en otros términos, una sociedad y una vida social
liberadas de ominosas servidumbres y de cualquier tipo de alienación.
Un repaso sucinto de algunos de los aspectos contradictorio-antagónicos del sistema
capitalista analizados por Marx como principales, permite ver con claridad que al alienar y
aplastar a los seres humanos el régimen burgués crea de modo inevitable las condiciones de
su propia ruina y, por tanto, de su necesaria abrogación.
En primer término, desde sus inicios históricos la producción mediante el capital “se
presenta… como una fuerza colectiva y social y, a este título, elimina la atomización,
primeramente en el cambio con el trabajador y luego en el trabajo mismo. La atomización
de los trabajadores todavía implicaba la autonomía relativa de éstos. Su subordinación
plena y entera al capital, su separación completa de las condiciones de producción, supone
que sean reagrupados en torno a un mismo capital, que deviene su única fuente de
sustento… Además, el capital se forma a partir de las condiciones del trabajo libre. La
separación del individuo de las condiciones de producción significa la reunión de un gran
número de obreros en torno a un solo capital”. Así, el capital adquiere una gran potencia
sobre la base de la progresión continua de la actividad, la experiencia y los saberes
colectivos. “Este progreso social forma cuerpo con el capital y él lo explota a fondo. Todas
las formas anteriores de propiedad condenaban a la mayor parte de la humanidad a la
esclavitud, puro instrumento de trabajo. La evolución histórica y política, el arte, la ciencia,
etc., se desarrollaban en las altas esferas por encima de la masa trabajadora. El capital
empieza por hacer prisionero al progreso histórico y lo pone al servicio de la riqueza”, o
sea, de su propio beneficio, instalando así en la sociedad burguesa una alienada e
irreductible oposición entre los intereses particulares y los generales.
Por consiguiente, en la sociedad burguesa la asociación de los trabajadores, la
cooperación y la división del trabajo, es decir, las condiciones fundamentales de la
productividad laboral, “aparecen como fuerzas productivas del capital, así como todas las
fuerzas productivas que determinan la intensidad y la extensión práctica del trabajo. Igual
sucede con la ciencia, la división del trabajo y el intercambio que implica esta división de
las tareas. Todas las fuerzas sociales de la producción son fuerzas productivas del capital, y
él mismo aparece como sujeto de éstas. La asociación de los obreros, tal como existe en la
fábrica, no es por ende obra suya, sino del capital. La asociación de los trabajadores no es
su modo de existencia, sino el del capital. A los ojos del obrero individual, ella aparece
como fortuita. Él considera su propia asociación con los demás obreros y su cooperación
con ellos como modos de acción extraños, pertenecientes al capital”. Ello es así porque éste
acapara el dominio y el control sobre todos los aspectos de la sociedad y la vida social en
detrimento de los trabajadores y las grandes masas.
Dentro de la producción basada en el capital, dice Marx, la condición indispensable
es la más grande masa absoluta de trabajo necesario (es decir, del trabajo invertido por los
trabajadores en la creación del producto necesario, destinado a la reproducción de la fuerza
de trabajo y a la precaria satisfacción de necesidades personales), a la vez que la posible
más grande masa relativa de plus-trabajo. Por ende, la condición esencial es el incremento
máximo de la población, entendida ésta como fuerza de trabajo viva. La apropiación del
plus-trabajo ajeno supone, entonces, la existencia de una población súper-numeraria
inactiva, en oposición a la población necesaria (o sea, a la población que representa el
trabajo necesario para la producción), y en simultáneo una producción excedente. Pero, “la
fuerza de trabajo no puede efectuar el trabajo necesario sino cuando su plus-trabajo puede
tener un valor para el capital, cuando éste puede valorizarlo. Tan pronto esta valorización
es obstaculizada por tal o cual dificultad, 1) la fuerza de trabajo es privada de las
condiciones de reproducción de su existencia (subsiste, entonces, sin sus medios de
existencia; deviene pura y simplemente inoportuna; tiene necesidades sin poseer los medios
de satisfacerlas); 2) el trabajo necesario deviene superfluo, porque el trabajo en exceso ya
no es indispensable. El trabajo es necesario por cuanto sólo es una condición de la
valorización del capital. La relación entre trabajo necesario y plus-trabajo, tal como la
establece el capital, se invierte: una parte del trabajo necesario (del trabajo que reproduce la
fuerza de trabajo) deviene superflua, y esta fuerza de trabajo se convierte en un excedente
con relación a la población activa que no es superflua, porque continúa siendo necesaria al
capital”. Esto significa que el hombre (la fuerza productiva fundamental) es considerado y
tratado utilitarista y fríamente como un simple instrumento, eventualmente prescindible,
para la producción; es visto sólo como mero valor de uso para producir valor de cambio,
riqueza en beneficio ajeno. Al negarle al hombre las condiciones que requiere su vida, el
capital destruye la esencial fuerza productora de valor y, con ello, resulta atentando contra
su propia existencia.
Expresándolo en otros términos, sobre la base capitalista el desarrollo de las fuerzas
productivas determina un aumento de la suma de plus-trabajo con menoscabo del trabajo
necesario, o sea, una merma de éste para la producción de una cantidad dada de plus-
trabajo. Es decir, una parte de la mano de obra resulta superflua puesto que la otra parte es
suficiente para lograr la masa de plus-trabajo producida antes por toda la mano de obra. El
propio carácter de la producción burguesa patentiza, entonces, una contradicción interna
objetivamente irresoluble: el capital “busca constantemente abolir el tiempo de trabajo
necesario (lo cual significa también rebajar al obrero al nivel más bajo, o sea, a su
existencia de pura fuerza de trabajo vivo); pero el tiempo de plus-trabajo no existe más que
en oposición al tiempo de trabajo necesario, de modo que el capital establece el tiempo de
trabajo necesario como necesidad y condición de su reproducción y de su valorización.
Este desarrollo de las fuerzas productivas materiales corre parejo con el desarrollo de las
fuerzas de la clase obrera: elimina de cierta manera el capital mismo”. El capital necesita al
trabajador para garantizar su propia existencia, pero no vacila en destruirlo en busca de
mayores ganancias. De la misma naturaleza internamente contradictoria del capital emerge,
por consiguiente, la tendencia crecientemente acentuada hacia su hundimiento y abolición
histórica.
Aunque desde el fetichismo pueda parecer lo contrario, objetivamente no existe una
fuente original de creación de valor que no sea la explotación del trabajo por el capital; es
decir, “si todo el tiempo de trabajo del obrero no pudiera producir más que su salario, él no
podría, ni con la mejor voluntad del mundo, producir un solo céntimo para el capitalista. La
propiedad es hija de la productividad del trabajo” porque “lo que constituye el valor del
producto no es el trabajo pagado, sino el trabajo efectuado;… (y) los salarios expresan sólo
el trabajo pagado, y no el trabajo efectuado”. Por tanto, “si se raspa el barniz del cambio, se
comprueba que el pago oculta que el obrero trabaja una parte de la jornada para sí y otra
para el capitalista; y, lo que es más, sólo mientras él le permita trabajar, y su trabajo
admita esta división… El acto del cambio no es un elemento, sino una condición del
proceso de producción inmediato”, dentro del cual el capital somete obligadamente a sus
designios al trabajador y lo explota de modo creciente.
Por otro lado, lo que el capitalista recibe en el cambio es la fuerza de trabajo y el
salario que paga “no es ya salario en manos del obrero, sino fondo de consumo. Es salario
en manos del capitalista sólo porque constituye una porción del capital destinado a
cambiarse por la fuerza de trabajo. Para el capitalista, el salario reproducirá una fuerza de
trabajo susceptible de venderse, y en este sentido es que el consumo del obrero se efectúa
al servicio del capitalista. Él no paga en modo alguno el trabajo, sino la fuerza de trabajo, y
sólo lo hace porque esta fuerza posee una virtud”: generar plusvalía. De este modo, “dado
que la reproducción del obrero es una condición para el capital, el consumo del obrero
aparece como reproducción no directamente del capital, sino de las relaciones únicas que le
permite el capital. La fuerza de trabajo viva forma parte de las condiciones de existencia
del capital al mismo título que la materia prima y el instrumento. El capital se reproduce,
por ende, bajo una doble forma, la suya propia y la del consumo del obrero, pero sólo
debido a que reproduce su fuerza de trabajo. El capital no califica como productivo ese
consumo porque éste reproduce al individuo, sino únicamente porque reproduce su fuerza
de trabajo”. Contra toda racionalidad, para el capital el consumo del trabajador (la
satisfacción de sus necesidades aún en los términos más elementales) sólo es viable si
robustece y acrecienta sus ganancias y, por tanto, debe restringirse o eliminarse si las
debilita o reduce, aunque contradictoriamente eso signifique cavar la propia fosa porque tal
consumo es una condición de la existencia y reproducción del capital mismo.
Todo esto demuestra concretamente no sólo el carácter anti-humano del régimen
burgués, sino también el parasitismo de la clase dominante y la destrucción integral de los
trabajadores, a la vez que la insostenibilidad y la ruina históricas del sistema. En efecto, “el
plus-trabajo del obrero implica el no-trabajo del capitalista. El tiempo de éste es tiempo de
no-trabajo, o sea, que no efectúa ningún trabajo necesario. El obrero debe producir plus-
trabajo para poder valorizar, es decir, objetivar, el tiempo de trabajo necesario para su
reproducción. Dado que el obrero produce plus-trabajo, el tiempo de trabajo necesario del
capitalista es tiempo libre, pues no tiene necesidad del mismo para su subsistencia. Como
todo este tiempo libre permite un libre desarrollo, el capitalista usurpa el tiempo libre
creado por el obrero para la sociedad, o sea, la civilización”. Sin embargo, a pesar de esta
usurpación, a través de su propia actividad y luchando contra la explotación y la opresión
que les son impuestas, los trabajadores (con el proletariado en la primera línea de acción y
combate) van creando los elementos de una nueva producción y de nuevas relaciones
sociales, de una cultura y una civilización cualitativamente distintas y superiores, que ya no
serán patrimonio de un ínfimo sector privilegiado, sino que estarán al servicio de toda la
humanidad emancipada y liberada de expoliaciones y oprobios.
En segundo lugar, apelando al análisis histórico Marx mostró que en la comunidad
gentilicia el escaso desarrollo de las fuerzas productivas se correspondía con una forma
determinada y limitada de la vida social. La propiedad colectiva y la comunidad basada en
ella hacían posible la unidad objetiva del individuo con sus condiciones de producción, sin
que la riqueza apareciera como un fin en sí mismo, como finalidad de la producción. La
evolución social reposaba en la reproducción de las antiguas relaciones (tradicionales y más
o menos naturales o históricas) entre el individuo y la comunidad, y sobre la existencia
objetiva y determinada del sujeto asentada a la vez en sus relaciones con las condiciones de
trabajo y en su actitud y comportamiento respecto a los demás miembros de la colectividad.
El desarrollo de las capacidades de los sujetos era tan estrecho o reducido como el de la
comunidad que conformaban. “La finalidad de esta comunidad y de estos individuos, así
como la condición de la producción, es la reproducción de estos medios determinados de
producción y de estos individuos con su particularidad, lo mismo que de las estructuras y
las relaciones sociales que los determinan y de las cuales son los soportes vivientes”. Los
individuos tenían cierta importancia, pero sin que pudiera haber una expansión completa y
libre del sujeto o de la sociedad debido al nivel primitivo de la base social. Desde el inicio,
esta base estaba limitada, pero tan pronto tales limitaciones fueron siendo suprimidas
ocurrió también la decadencia y la ruina de las antiguas estructuras y relaciones sociales.
Ello sucedió con la emergencia de la propiedad privada y la división de la sociedad
en clases antagónicas, que abrieron el paso a nuevos y sucesivos modos de producción en
los que la instauración de nuevas relaciones sociales y el evidente progreso en el desarrollo
de las fuerzas productivas iban de la mano con la consideración de la riqueza como la
finalidad de la producción. Pero con la esclavitud y el vasallaje feudal la producción
continuó centrada en lo fundamental en la explotación de la tierra; el trabajador mismo
formaba parte de las condiciones naturales de producción de otros individuos o de una
comunidad; los sujetos vieron modificada su antigua relación con las condiciones de trabajo
y prosiguieron simplemente reproduciendo su situación de existencia y los nexos propios
del nuevo y respectivo modo de producción; y el desarrollo de sus capacidades y de la
propia sociedad, aunque experimentó una determinada y parcial expansión pese a las
coacciones sociales existentes, tuvo lugar en función del centramiento productivo en la
tierra y de la consecución de riqueza como suprema finalidad para la clase dominante.
La disolución de las relaciones de producción feudales supuso procesos históricos en
los que el predominio del valor de uso, de una producción de utilidad inmediata, resultó
abolido para dar paso a la dominancia del valor de cambio y a la producción mercantil
como expresión del gran desarrollo de las fuerzas productivas materiales (y, por tanto,
también intelectuales) impulsado por la burguesía, nueva clase dominante en el escenario
social. Y además implicó procesos en los que una masa de individuos de una u otra nación
resultó transformada en trabajadores asalariados virtualmente libres, es decir, en sujetos
ubicados en una nueva división del trabajo y obligados a vender su fuerza de trabajo para
subsistir por estar privados de toda propiedad. Con esa nueva división del trabajo, los
sujetos fueron separados de una u otra manera de sus antiguas condiciones objetivas de
trabajo y, a la vez, las nuevas condiciones laborales (tierra, materias primas, instrumentos
de trabajo, subsistencias, dinero, o todo ello en simultáneo) quedaron independizadas de los
lazos con los sujetos formalmente libres. Obviamente, las condiciones objetivas de trabajo
siguieron presentes, pero bajo una forma distinta, como valores existentes por sí mismos y
opuestos a los individuos liberados de su antigua sujeción y desprovistos de toda propiedad.
Así, en el régimen burgués y frente a estos trabajadores todas las condiciones
objetivas de la producción son propiedad ajena, constituyen para ellos no-propiedad, pero
son a la vez muy relativamente cambiables, es decir, susceptibles de ser apropiadas en
cierta medida por el trabajo vivo, canjeables por valores existentes. El trabajador encuentra
ante él y separadas de él las condiciones objetivas del trabajo bajo la forma de capital; el
capitalista halla ante él al trabajador privado de toda propiedad, al trabajador abstracto: las
relaciones entre uno y otro implican el cambio, tal como se efectúa entre el valor y el
trabajo vivo. Aunque el capital y el trabajo asalariado reproducen ellos mismos esta
relación y la desarrollan en toda su extensión objetiva y en toda su profundidad, eso supone
un proceso histórico: el de la génesis del capital y del trabajo asalariado. La riqueza es, de
una parte, una cosa realizada en cosas, producción material en la que el hombre está
opuesto allí como sujeto; y, de la otra, es valor, poder para disponer del trabajo ajeno con el
fin de sacar provecho de ello. La riqueza es un fin en sí, tiene figura material ya sea como
cosa o como relación social influenciada por la cosa contingente y exterior al individuo
En las condiciones del régimen burgués, “el capital supone la producción de la
riqueza como tal, es decir, el desarrollo universal de las fuerzas productivas y el trastorno
constante de su propia base como condición de su reproducción. El valor de cambio no
excluye ningún valor de uso; tampoco tiene como condición absoluta tal o cual tipo de
consumo o de circulación; por eso es que cada nivel del desarrollo de las fuerzas
productivas sociales, de la circulación, de la ciencia, etc.,… no es más que una barrera a
franquear. Su presuposición (el valor) es establecida como producto, y no como algo
superior, suspendido por encima de la producción”. Todo esto representa de modo
innegable una revolución en el desarrollo de la sociedad y un movimiento incesante que no
reconoce pausas. No obstante, “la limitación del capital consiste en que todo su desarrollo
se efectúa de manera antagónica, y en que la elaboración de las fuerzas productivas, de la
riqueza universal, de la ciencia, etc., aparece como enajenación del trabajador que se
comporta respecto a las condiciones producidas por sí mismo como respecto a una riqueza
extraña y a su propia pobreza”.
Sin embargo, “esta forma contradictoria es ella misma transitoria y produce las
condiciones reales de su propia abolición. El resultado es que el capital tiende a crear esta
base que encierra, de manera potencial, el desarrollo universal de las fuerzas productivas y
de la riqueza, así como la universalidad de las comunicaciones, en suma la base del
mercado mundial. Esta base encierra la posibilidad del desarrollo universal del individuo.
El desarrollo real de los individuos, a partir de esta base, en la cual cada barrera es abolida,
les da esta conciencia: ningún límite se considera sagrado”. Por ello, “la universalidad del
individuo ya no se realiza en el pensamiento ni en la imaginación; la misma está viva en
sus relaciones teóricas y prácticas. Se halla, por tanto, en estado de comprender su propia
historia como un proceso y de concebir la naturaleza, con la cual forma verdaderamente
cuerpo, de una manera científica (lo que le permite dominarla en la práctica). En
consecuencia, el proceso es producido y concebido como una premisa. Pero es evidente que
todo ello exige el desarrollo de las fuerzas productivas como condición de la producción: es
preciso que las condiciones de producción determinadas dejen de aparecer como trabas al
desarrollo de las fuerzas productivas”.
Así, pues, en el curso del desarrollo capitalista el veloz, continuo, universal y gran
despliegue de las fuerzas productivas va encontrando crecientes obstáculos en relaciones de
producción cuya tendencia a la esclerosis se acentúa con ese mismo desarrollo. Esta
contradicción se va tornando cada vez más antagónica, agudizándose en el marco del
“trastorno constante” y la ampliación de la base social capitalista. En este proceso, la
misma dinámica del sistema va generando individuos no ya limitados en sus capacidades,
sino tendientes a un desarrollo universal, que van adquiriendo conciencia de la situación de
explotación y opresión que les ha sido impuesta, comprendiendo científicamente el carácter
histórico de la misma, asumiendo que ya no pueden limitarse simplemente a reproducir las
relaciones de producción existentes y avanzando hacia el entendimiento de la necesidad de
cambiarlas, es decir, de revolucionar prácticamente el sistema. Sin proponérselo en modo
alguno, el capital crea a la vez, entonces, las condiciones objetivas de su propia abolición y
los sujetos sociales teórica y prácticamente dispuestos a sepultarlo históricamente.
En tercer lugar, hay otra de las particularidades contradictorio-antagónicas del modo
de producción burgués (y de la sociedad asentada en él) que experimenta un indetenible
despliegue en función del impulso a la cada vez mayor generación de ganancias por parte
del capital, y cuyas consecuencias negativas Marx detectó genialmente en lo que concierne
a la vida, la actividad y el desarrollo del hombre. Como el capital tiende obligadamente a
aumentar las fuerzas productivas y a reducir al mínimo el trabajo necesario, esta tendencia
se realiza con la transformación del instrumento de trabajo en maquinaria, en sistema
automático de máquinas compuesto por diversos órganos mecánicos e intelectuales. Este
desarrollo no es de ninguna manera fortuito, sino que representa la transformación histórica
de los instrumentos de trabajo tradicionales en medios adecuados a la forma capitalista. En
efecto, tal conjunto de instrumentos deviene “modo de existencia particular del capital,
determinado por la totalidad del proceso capitalista: es capital fijo”, por lo que “la
transformación del proceso de producción aparece como una propiedad inherente al capital
fijo, en oposición al trabajo vivo. En adelante, el trabajo individual deja en general de
aparecer como productivo. El trabajo del individuo ya sólo es productivo en los trabajos
colectivos que subordinan a las fuerzas de la naturaleza. Esta promoción del trabajo
inmediato al rango de trabajo social muestra que el trabajo aislado es reducido a la
impotencia respecto a lo que el capital representa y concentra en fuerzas colectivas y
generales”.
Sin embargo, “la introducción de las máquinas presupone históricamente… una
mano de obra supernumeraria. Sólo cuando hay superabundancia de fuerza de trabajo es
que la máquina interviene para reemplazar al trabajo… La máquina no surge para
remediar una escasez de mano de obra, sino para reducir a la parte necesaria al capital
una fuerza de trabajo disponible en masa. La fuerza de trabajo debe existir en masa para
que se desarrollen las máquinas”. Y debido a que “el capital implica por definición que el
acrecentamiento de la fuerza productiva del trabajo se presente como el incremento de una
fuerza externa al trabajo y como el debilitamiento del mismo”, entonces “el capital sólo
utiliza las máquinas en la medida en que permiten al obrero dedicarles una parte más
grande de su tiempo, trabajar más tiempo para el capitalista y menos para sí mismos.
Gracias a las máquinas, la duración necesaria para producir un objeto determinado es,
efectivamente, reducida al mínimo, pero es únicamente porque un máximo de trabajo
valoriza un máximo de objetos”. Por consiguiente, “en su desarrollo real, el capitalista
asocia el trabajo masivo y la destreza. Pero he aquí cómo lo hace: el trabajo masivo pierde
su potencia física, y la destreza deja de existir en el obrero para incorporarse a la máquina
en la fábrica donde el trabajo está regido por la combinación científica del conjunto. El
saber social del trabajo reviste una existencia objetiva, independiente de los obreros”, y
éstos quedan reducidos a la simple condición de “accesorios conscientes” de las máquinas.
En el proceso productivo burgués, con la máquina y, más aún, con el sistema de
máquinas automáticas, “el medio de trabajo es transformado, incluso en su valor de uso y
su naturaleza física, en un modo de existencia correspondiente al capital fijo y al capital en
general… La máquina ya no tiene nada en común con el instrumento de trabajo individual.
Se distingue enteramente de la herramienta que transmite la actividad del trabajador al
objeto. En efecto, la actividad se manifiesta más bien como el único acto de la máquina…
La máquina, que posee habilidad y fuerza en lugar del obrero, es ella misma en adelante la
virtuosa, pues las leyes de la mecánica que obran en ella la han dotado de un alma… La
actividad del obrero, reducida a una pura abstracción, está determinada en todo sentido
por el movimiento del conjunto de las máquinas; lo inverso ya no es el caso. La ciencia
obliga, como resultado de su construcción, a los elementos inanimados de la máquina a
funcionar como autómatas útiles. Esta ciencia no existe ya en el cerebro de los
trabajadores: a través de la máquina, obra más bien sobre ellos como una fuerza extraña,
como la potencia misma de la máquina”. Con el agravante de que, bajo el dominio del
capital, el perfeccionamiento de las máquinas y las innovaciones tecnológicas implican, por
un lado, la creciente expulsión masiva de trabajadores del campo de la producción y, por el
otro, el refuerzo y profundización de su alienación y la negación de su desarrollo como
seres humanos. (En la actualidad, se constata que la llamada “inteligencia artificial” y el
uso cada vez mayor de robots en la producción constituye una alarmante fuente de pérdida
irrecuperable del empleo, llevando a los teóricos de la burguesía a divagar sobre el “fin del
trabajo”, sobre su “extinción” por ser “innecesario”).
La propia naturaleza del capital determina que el trabajo objetivado (el valor en sí) se
apropie del trabajo vivo (la fuerza y actividad valorizadora). En la producción asentada en
la maquinaria, esta apropiación “deviene el acto del proceso de producción mismo, en lo
que concierne por igual a sus elementos físicos y a sus movimientos mecánicos. Por
consiguiente, el proceso de producción deja de ser un proceso de trabajo en el sentido en
que el trabajo constituiría la unidad dominante del mismo. En los numerosos puntos del
sistema mecánico, el trabajo ya no aparece como un ser consciente bajo la forma de
algunos trabajadores vivientes. Dispersos, sometidos al proceso conjunto de la maquinaria,
ya ellos no conforman más que un elemento del sistema, cuya unidad no reside en los
trabajadores vivientes, sino en la maquinaria viviente (activa) que, respecto a la actividad
aislada e insignificante del trabajo vivo, aparece como un organismo gigantesco. En esta
etapa, el trabajo objetivado aparece realmente, en el proceso de trabajo, como la fuerza
dominante respecto al trabajo vivo, mientras que, hasta aquí, el capital sólo era la potencia
formal y se apropiaba así del trabajo. Dado que el proceso de trabajo ya no es más que un
simple elemento de valorización, tiene lugar, incluso desde el punto de vista físico, una
transformación de la herramienta de trabajo en maquinaria, y del trabajador en simple
accesorio viviente de ésta; ya no es más que un medio de su acción”.
Así, pues, apunta Marx, la producción en masa inherente al sistema de maquinaria
elimina toda relación entre el producto y la necesidad directa del productor y, por tanto, el
valor de uso inmediato. El producto, por la forma y las condiciones de su elaboración, sólo
representa una simple relación para el valor de cambio y su utilidad es apenas una
condición. En la maquinaria, el trabajo objetivado no es otra cosa que un simple producto
que sirve de instrumento de trabajo, es la fuerza productiva. Entonces, “la acumulación del
saber, de la habilidad, así como de todas las fuerzas productivas generales del cerebro
social, son… absorbidas en el capital que se opone al trabajo: aparecen en adelante como
una propiedad del capital, o más exactamente del capital fijo, en la medida en que entra en
el proceso de trabajo como un medio de producción efectivo. La maquinaria aparece, por
tanto, como la forma más adecuada del capital fijo y éste como la forma más adecuada del
capital en general, si se considera el capital en su relación consigo mismo”.
En estas condiciones de fetichismo tecnologista, el capital tiende a otorgar un
carácter científico a la producción y a reducir el trabajo inmediato a mero accesorio en ese
proceso. El maquinismo se desarrolla con la acumulación científica (fuerza productiva
general), pero el resultado del trabajo social global no se fija en el trabajo, sino en el
capital. De hecho, la fuerza productiva de la sociedad burguesa se mide según el capital
fijo, que es su materialización, pero a la vez la fuerza productiva del capital se desarrolla
gracias a este proceso general del que el capital se apropia gratuitamente. Por ello, “la
ciencia se manifiesta… en las máquinas y aparece como extraña y externa al obrero. El
trabajo vivo se halla subordinado al trabajo materializado, que obra de manera autónoma.
Por consiguiente, el obrero es superfluo, a menos que su acción sea determinada por el
capital… El conjunto del proceso de producción no está entonces subordinado a la
habilidad del obrero; se ha convertido en una aplicación tecnológica de la ciencia”.
Absolutamente marginado del diseño y control del proceso de producción, y obligado a ser
apéndice de la máquina, el trabajador está constreñido a la realización de operaciones
fragmentarias, mecánicas y repetitivas, sufriendo el aplastamiento y la devastación de sus
capacidades y potencialidades físicas y psíquicas, la mutilación de su creatividad y la
deformación de su conducta (proceso que Charles Chaplin graficó magistralmente en la
película Tiempos Modernos).
Pero objetivamente la técnica y la ciencia forman parte del proceso histórico de
acción del hombre sobre la naturaleza, constituyen elementos constantes en tal proceso y
son condiciones de la existencia humana. Por tanto, como producto material de la técnica,
las máquinas no pueden ser identificadas en modo alguno con la formación económico-
social capitalista que las administra en circunstancias históricas dadas, puesto que poseen
un valor de uso que no resulta anulado con el cambio cualitativo de esa formación. En sí
misma y por sí misma, la maquinaria no es intrínsecamente negativa. Las máquinas (la
técnica, las fuerzas productivas materiales) son creaciones del hombre que funcionan
siempre dentro de una determinada forma social y en correspondencia con las condiciones
establecidas por las relaciones de producción del caso, las cuales caracterizan la modalidad
del nexo del trabajador con los medios productivos, es decir, especifican la forma histórico-
concreta de apropiación de los bienes producidos.
Por eso, Marx puntualiza que “incluso si la maquinaria es la forma más adecuada del
valor de uso del capital fijo, de ello no se sigue de ningún modo que su subordinación a las
relaciones sociales capitalistas representa el modo de producción adecuado y el mejor para
su utilización”. Agrega que, consideradas en sí mismas, las máquinas acortan el tiempo de
trabajo, pero adoptadas como capital alargan la jornada laboral; aligeran el trabajo, no
obstante que en calidad de capital aumentan su intensidad; dinamizan la producción,
mientras que bajo el dominio del capital empujan a la desocupación a vastas masas de
trabajadores; son una victoria del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza, aunque como
capital aumentan la riqueza del empresario burgués y empobrecen y subyugan al hombre.
Representan, pues, uno de los factores concurrentes en la súper-producción mercantil, la
congestión de los mercados y el sub-consumo de las masas, elementos que tipifican las
cada vez más agudas crisis que socavan los cimientos del régimen capitalista y crean las
condiciones de su abolición histórica. Y ya que con la utilización del sistema de máquinas
“el capital reduce al mínimo (sin que, por otra parte, tenga la menor intención de hacerlo) el
trabajo humano, el gasto de fuerzas”, entonces con la eliminación de la férula burguesa
merced a la revolución social “el trabajo emancipado sabrá sacar provecho de este servicio
rendido que es, por lo demás, la condición de su emancipación”.
En cuarto lugar, históricamente la producción basada en el capital y el salario no se
distingue de otros modos de producción sólo en sus aspectos formales, sino que presupone
una revolución total y el enorme desarrollo de la producción material. Desde sus orígenes,
el capital promovió, instaló e impulsó la competencia como medio necesario para su propia
acumulación y reproducción a partir del conjunto general de condiciones de la producción
que el capital mismo determina para su continua auto-valorización. La fue imponiendo
como un elemento opuesto a la cooperación, con la implicancia de la disolución de las
coacciones corporativas feudales, la eliminación de las fronteras internas dentro de cada
país, la negación de los modos de producción anteriores y la abrogación de las trabas y
limitaciones propias de esos modos. Además, el capital presentó a la competencia (la
“lucha de todos contra todos” en la que “el hombre es el lobo del hombre”, Hobbes dixit)
como la fuerza niveladora de los beneficios y el consumo, fuerza que constituiría la
“máxima realización de la libertad humana” y la “condición del desarrollo en general” (y
no el resultado de un determinado tipo histórico de desarrollo social).
Concretamente, “La negación del sistema corporativo medieval por parte del capital,
a través de la libre competencia, significa sencillamente que el capital, suficientemente
afirmado por un modo de circulación adecuado a su naturaleza, derribó las barreras
históricas que entorpecían y obstaculizaban su movimiento”. Sin embargo, la significación
histórica y el papel de la competencia van más allá de tal hecho, porque es sólo mediante
ella que la ley del valor puede encontrar realización y porque “la libre competencia es la
relación del capital consigo mismo, como capital diferente, es decir,… representa el
comportamiento real del capital. Las leyes inherentes al capital (que sólo se manifiestan
como tendencias en las fases preliminares de su desarrollo histórico) se afirman sólo
cuando la producción capitalista ha revestido formas que le son adecuadas; es entonces
cuando la competencia se desarrolla libremente. El libre desarrollo de sus condiciones es
reproducido constantemente por el proceso del capital mismo”.
En ese desarrollo sin trabas, “la competencia no emancipa a los individuos, sino al
capital. Mientras la producción capitalista es una forma necesaria y sigue siendo la más
apropiada para el desarrollo de las fuerzas productivas sociales, los individuos tienen la
impresión de moverse libremente en el seno de las condiciones puras del capital. Esta
libertad es entonces asegurada de manera dinámica: es la imagen reflejada de los obstáculos
constantemente derribados por la libre competencia”. Por tanto, ésta “expresa el desarrollo
real del capital. A través de ella, el capital individual ve imponerse como necesidad externa
lo que corresponde a su naturaleza misma y al modo de producción que descansa en él. La
competencia que los capitales ejercen los unos sobre los otros, sobre el salario, etc. (la
competencia entre los obreros no es más que otra forma de competencia entre los capitales)
expresa el desarrollo libre, al mismo tiempo que real, de la riqueza capitalista”. El
desarrollo de esta riqueza está, entonces, íntimamente enlazado con el fetichismo y la
alienación generadas en las propias raíces de la sociedad y la civilización burguesas.
La competencia es, pues, sacralizada por el capital como una “virtud eterna”, pero en
los hechos constituye una típica manifestación de las históricas contradicciones y tensiones
antagónicas que se desarrollan en el modo burgués de producción y se extienden a todos los
ámbitos de la vida económica y social, expresándose (en gran medida con independencia de
la voluntad individual de quienes la asumen y la llevan a cabo) como una necesidad para la
supervivencia misma no sólo de los capitalistas, sino también de todos los integrantes de la
sociedad. Revela así la alienación de los individuos y su enfrentamiento recíproco en el
marco de la anarquía de la producción y de relaciones sociales fetichizadas y opresivas que
se han autonomizado y dominan a los sujetos. Por consiguiente, la libre competencia “es la
forma adecuada del proceso productivo del capital. Mientras más se desarrolla, más se
manifiestan en su pureza las formas de su movimiento… Ricardo confiesa…, mal que le
pese,… la naturaleza histórica del capital y el carácter limitado de la libre competencia que
corresponde simplemente al libre desarrollo de los capitales… La dominación del capital es
la premisa de la libre competencia, del mismo modo que el despotismo imperial fue en
Roma la premisa del ‘libre derecho’ privado. Mientras el capital es débil, se apoya en
muletas formadas en los modos de producción pasados o en vías de desaparecer luego de su
desarrollo. Tan pronto se siente fuerte, rechaza estas muletas y se mueve conforme a sus
propias leyes. Por último, cuando comienza a sentir y a saber que deviene él mismo un
obstáculo, busca refugio en formas que, al perfeccionar la dominación del capital, frenan
la libre competencia y anuncian la disolución del modo de producción basado en el
capital”. Es decir, el desarrollo del capitalismo y de la competencia llevan inevitablemente
a la centralización del capital y a la formación de consorcios y monopolios que, como
“formas de refugio” del capital, afirman y asfixian a la vez a la competencia misma,
configurándose así una contradicción irresoluble que apuntala más las condiciones del
desbaratamiento del régimen burgués.
Por otro lado, en la vida real la naturaleza contradictoria del capital encuentra
expresión cabal como necesidad externa sólo a través de la competencia, la cual “hace que
los numerosos capitales se impongan a sí mismos y a otros capitales las leyes inmanentes al
capital”. Pero según la fetichista economía política burguesa “ninguna categoría… (la del
valor, la primera, no más que las otras) se realiza por la libre competencia, o sea, por el
proceso real del capital, sino que aparece como interacción de los capitales respectivos y de
todas las demás relaciones de producción y de circulación determinadas por el capital”. La
“libertad” que supuestamente representa la competencia es, de hecho, libertad para el
capital, pero coacción y opresión para los trabajadores y las masas. Por tanto, es una
completa estulticia “presentar la libre competencia como el desarrollo postrero de la
libertad humana y la negación de la libre competencia como la negación de la libertad
individual, puesto que se trata simplemente del desarrollo sobre una base limitada, aquella
de la dominación del capital. Por este motivo, esta especie de libertad individual es a la vez
la abolición de toda libertad individual y el sometimiento del individuo a condiciones
sociales que revisten la forma de potencia material, e incluso de objetos superiores e
independientes de las relaciones de los individuos”. En consecuencia, “ver en la libre
competencia la forma última del desarrollo de las fuerzas productivas y, por ende, de la
libertad humana, significa sencillamente afirmar que la historia del mundo halla su
perfección con la dominación de las clases burguesas”. Pero la propia dinámica de la
sociedad capitalista impulsa el conocimiento científico de la estructura y los mecanismos de
esa sociedad, llevando al cuestionamiento de esa dominación y a la lucha contra ella; de
modo que “tan pronto se disipa la ilusión según la cual la libre competencia es la forma
pretendidamente absoluta de la libertad individual, resulta que las condiciones de la
competencia, o sea de la producción basada en el capital, son profesadas y pensadas como
una traba, o también que ya lo son y lo serán cada vez más”, exigiendo su liquidación
histórica y práctica a través de la revolución social.
Finalmente, Marx indica que las condiciones fundamentales del modo de producción
burgués están representadas por la negación de la propiedad al trabajador y por la propiedad
del trabajo objetivado sobre el trabajo vivo (es decir, la apropiación del trabajo ajeno por el
capital), como elementos o polos opuestos de una misma relación social. La categoría de
capital implica que las condiciones objetivas del trabajo, aunque sean producto de éste,
toman la forma de una persona opuesta al propio trabajo o (lo que viene a ser lo mismo)
que aparezcan como la propiedad de una persona extraña al trabajador. El capital supone,
por tanto, al capitalista y, en lo esencial, la finalidad del proceso de valorización del capital
es producir capitalistas y trabajadores asalariados.
El proceso productivo capitalista tiene como basamento fundamental la explotación
del trabajador para producir valor adicional, de modo que el producto del capital es la
ganancia, otro de los fetiches burgueses. “Al referirse a sí mismo como ganancia, el capital
se presenta como la fuente de producción de valor y la tasa de ganancia expresa la
proporción en la cual incrementa su propio valor. Pero el capitalista no es sólo capital.
Debe vivir; y como no vive de su trabajo, vive de la ganancia, o sea, del trabajo ajeno del
que se apropia”. En la conciencia burguesa, este hecho objetivo es invertido y suplantado
por representaciones ilusorias (fetichistas y alienadas) en las que el trabajo pierde su
condición real y aparece como elemento subsidiario, en tanto “el capital se presenta en
calidad de fuente de la riqueza”. Así, el capital “se realiza no sólo reproduciéndose y, por
ende, perpetuándose, sino también produciendo valor adicional. Produce este valor y
establece constantemente un valor nuevo con respecto a lo que ya es, absorbiendo tiempo
de trabajo vivo en el seno de una circulación que le es propia (siendo establecido el proceso
de los cambios por él mismo como movimiento inherente al trabajo materializado). El
capital se comporta con respecto a la plusvalía como si él mismo la creara, como si fuera
el fundamento de ella. La plusvalía se presenta así como un valor a la vez presupuesto y
creado por el capital”.
Sin embargo, el capital “es una contradicción viviente” y por su propia naturaleza
genera contradicciones que traban su movimiento y operatividad y que se ve obligado una y
otra vez a eliminar, pero sólo para constatar que retornan crecientemente vigorizadas y
agudizadas. En la producción burguesa, “el producto no está verdaderamente terminado
sino cuando se encuentra en el mercado”, por lo que “la circulación es un proceso esencial
del capital. El proceso de producción no puede comenzar de nuevo si la mercancía no ha
sido transformada en dinero. La continuidad infinita del proceso (el paso fluido y fácil del
valor de una forma a otra, de una fase a la otra) es una condición esencial de la producción
basada en el capital, y esto, en un grado infinitamente superior al de todos los modos
anteriores de producción”. De allí que la velocidad de la circulación sea un factor
fundamental ya que “el recomienzo de la producción depende de la venta de los productos
acabados, de la transformación de las mercancías en dinero y de la reconversión del dinero
en medios de producción (materias primas, instrumentos, salarios). En efecto, la trayectoria
seguida por el capital a fin de pasar de una a otra de sus determinaciones está formada de
diversas secciones, y el capital las atraviesa en espacios de tiempo dados”.
Por esta razón, como el capital posee condiciones de producción específicas que
requieren satisfacción y realización a escala universal, necesita crear en todas partes las
presuposiciones de la circulación, los centros productivos de ésta, o asimilar todas las
unidades económicas existentes para transformarlas en producciones exclusivas o
adecuadas al capital. “Esta tendencia propagadora (civilizadora) es propia del capital y lo
distingue de todos los modos de producción anteriores. Los tipos de producción que no
encierran la circulación de manera inmanente y predominante no corresponden a las
necesidades de la circulación específica del capital, ni a la producción de las formas
económicas o de las fuerzas productivas adecuadas al capital”. Por tanto, el modo de
producción capitalista “crea la circulación como su propia condición, estableciendo a la
vez el proceso de producción inmediato como elemento del proceso de circulación y el
proceso de circulación como fase del conjunto del proceso de producción”.
En la actividad productiva real, el valor es creado por el trabajo vivo y la realización
de ese valor corre a cargo de la circulación del capital. Pero los diversos capitales tienen
tiempos de circulación distintos (por ejemplo, unos cuentan con mercados cercanos y
tienen asegurada la transformación de las mercancías en dinero, mientras que otros afrontan
el problema de mercados más o menos alejados y de una transformación azarosa; unas
mercancías se venden con mayor rapidez que otras; la propia competencia puede lentificar
dicha mutación; etc.) y de ello resultan diferencias en la valorización, por lo que en sí
mismo el tiempo de circulación constituye un escollo para la realización del valor hasta el
punto de frenar la creación del propio valor. “No se trata de una traba creada por la
producción en general, sino que es específica de la producción capitalista: la tendencia a
abolirla, como reacción ante ella, forma parte del desarrollo económico típico del
capitalismo”. Este es el punto de partida para que los teóricos burgueses crean que
aboliendo el tiempo de circulación, es decir, aumentando su velocidad (por ejemplo, vía las
instituciones de crédito y las variadas formas de éste, las ventas por internet, etc.), pueden
allanarse los obstáculos que el mismo capital genera para su propia reproducción.
Pero, como anota Marx, el tiempo de circulación no es en sí una fuerza productiva
del capital, sino que éste en su calidad de valor de cambio genera un obstáculo a su propia
fuerza productiva. “El recorrido de las diversas fases de la circulación figura… como traba
de la producción, es una traba establecida por la naturaleza del capital. Todo lo que pueda
acelerar o moderar el tiempo de circulación (el proceso de circulación) está ligado a esta
traba establecida por el capital mismo”. Así, “la continuidad de la producción implica la
abolición del tiempo de circulación; si no, transcurrirá cierto tiempo entre las diversas
metamorfosis sufridas por el capital; hay que deducir su tiempo de circulación de su tiempo
de producción”. Sin embargo, “la naturaleza del capital implica que recorra las diferentes
fases de la circulación no en el pensamiento, donde cada noción puede seguir a la otra tan
rápidamente como se quiera, en un instante, sino en la sucesión de los hechos en el tiempo.
Una mariposa debe ser crisálida durante cierto tiempo antes de alcanzar su forma. Las
condiciones de producción resultantes de la naturaleza misma del capital son, por ende,
contradictorias”.
Estas contradicciones se anudan con otra más: “para que el capital se valorice en la
producción y explote el trabajo, el proceso de circulación implica la condición… de
transformar el capital en dinero, o cambiar el capital por capital. Ahora bien, esto es lo que
constituye una traba al cambio del capital por el trabajo, y viceversa. El capital no existe
como capital sino cuando recorre las fases de la circulación y de su metamorfosis, antes de
recomenzar el proceso de producción; todas estas fases son las de su valorización y, al
mismo tiempo,… de su desvalorización. Mientras el capital permanezca inmovilizado bajo
la forma de producto acabado, no puede operar como capital: es capital denegado. En la
misma medida, su proceso de valorización es paralizado y su valor es proceso denegado.
Para el capital esto significa una pérdida relativa de su valor, pues éste estriba en su proceso
de valorización. En otras palabras, esta pérdida no es otra cosa que tiempo que él mismo
pasa inútilmente; en efecto, sin este tiempo muerto podría apropiarse del tiempo de
plustrabajo ajeno al cambiarse con el trabajo vivo”. Así como el tiempo de trabajo es la
actividad creadora de valor, del mismo modo el tiempo de circulación del capital es el
factor de su desvalorización, por lo que cuando la inmovilización relativa del capital en
forma de productos acabados se ve reforzada por su enlazamiento con las restricciones al
consumo de los trabajadores y las masas se instala una crisis de súper-producción con sub-
consumo que pone a la sociedad burguesa al borde del colapso.
Atenazado sin remedio por estas contradicciones que se acentúan cada vez más,
viendo al trabajo como un simple valor de uso y lanzado desaforadamente hacia el logro de
la forma general de la riqueza, el capital genera una nueva contradicción. Explotando sin
tasa y sin medida el trabajo, explica Marx, lo empuja más allá de los límites de sus
necesidades naturales y, sin proponérselo, va creando los elementos materiales para hacer
posible que el trabajo ya no aparezca como trabajo, sino como pleno desarrollo de la
actividad llevada a cabo por una individualidad rica, universal en su producción y en su
consumo. Bajo su forma inmediata, en este proceso va desapareciendo la necesidad natural
y en su lugar va surgiendo la necesidad producida históricamente. Desde la perspectiva del
avance de la historia, de la actividad humana guiada por fines, el capital constituye una
relación esencial al desarrollo de las fuerzas productivas sociales, y en ese sentido es
provechoso. Pero deja de serlo a partir del momento en que el desarrollo de estas fuerzas
productivas encuentra una barrera en el capital mismo y en las relaciones que le sirven de
base, lo cual impulsa a la nueva y rica individualidad a encarar como necesidad histórica la
liquidación del capitalismo vía la revolución comunista y la creación de relaciones sociales
de tipo cualitativamente distinto para garantizar el propio desarrollo humano y social.
El capital, apunta Marx, lleva en sí una tendencia universal que lo distingue de todos
los modos de producción anteriores: “Aunque esté limitado por su naturaleza, el capital
tiende a un desarrollo universal de las fuerzas productivas y deviene la premisa de un
modo de producción nuevo que no estará fundado en un desarrollo de esas fuerzas
tendiente simplemente a reproducir o a ampliar la base existente, sino cuyo desarrollo
libre, sin trabas, progresivo y universal de las fuerzas productivas será él mismo condición
de la sociedad y, por ende de su reproducción, donde la única premisa será la superación
del punto de partida”. Objetivamente, la tendencia universal del capital “está directamente
en contradicción con su forma limitada de producción que lo empuja a disolverse: aparece,
por tanto, como una forma puramente transitoria” en la que el impetuoso despliegue de las
fuerzas productivas va exigiendo con creciente énfasis la eliminación de las trabas
impuestas por las esclerosadas y fetichizadas relaciones de producción burguesas que
bloquean el progreso de la sociedad.
En el desenvolvimiento histórico-social del pasado, el desarrollo de las fuerzas
productivas fue haciendo sucumbir a todas las formas de sociedad existentes. Ese desarrollo
causó la ruina del mundo antiguo, del mismo modo que el progreso de la industria urbana,
el comercio y la agricultura (junto con invenciones como la pólvora y la imprenta)
hundieron las estructuras y las relaciones feudales. Con el desarrollo de las fuerzas
productivas no sólo ocurrió la disolución de las condiciones económicas en que se asentaba
la comunidad y la ruptura de elementos unificadores como las relaciones políticas, la
religión, el carácter de la concepción de los individuos, etc.; sino que también se produjo el
despliegue de nuevas fuerzas y nuevos vínculos entre los sujetos. Un papel fundamental en
este proceso corrió a cargo del avance de la ciencia. “El desarrollo de la ciencia (o sea, de la
forma más sólida de la riqueza, porque ella la crea al mismo tiempo que es su producto)…,
esta riqueza a la vez ideal y práctica, no es más que un aspecto y una forma del desarrollo
de las fuerzas productivas humanas, es decir de la riqueza”; y el progreso científico es un
factor coadyuvante en la demolición de un modo de producción caduco y de las formas
sociales asentadas en él, transformando también las alienaciones existentes.
En el sistema capitalista, “el desarrollo no aventaja sino a uno de los elementos de la
actividad de la sociedad: el trabajo materializado, que deviene el cuerpo cada vez más
gigantesco del otro elemento, el trabajo subjetivo y vivo. En efecto (y esto tiene una gran
importancia para el trabajo asalariado), las condiciones objetivas del trabajo devienen cada
vez más autónomas en oposición al trabajo vivo a medida que toman una gran extensión y
que la riqueza social aumenta en porciones cada vez más grandes obrando frente al obrero
como poder extraño y predominante… Este trastorno y esta inversión son muy reales; no
existen simplemente en la imaginación de los trabajadores y los capitalistas”. Tal proceso
corresponde a una necesidad histórica, “es necesario para el desarrollo de las fuerzas
productivas a partir de cierto punto de inicio histórico o de una base determinada. Pero no
es de ningún modo una necesidad absoluta de la producción; es más bien efímera. En
efecto, el resultado y el fin (inmanente) de este proceso es el de destruir y transformar esta
base y esta forma de desarrollo”, proceso en el que la ciencia y el progreso científico
cumplen un rol de alta significación.
Por otro lado, “la disolución de cierta forma de conciencia es suficiente para matar
una época entera. En realidad, toda limitación de la conciencia corresponde a un grado
determinado del desarrollo de las fuerzas productivas materiales y, por consecuencia, de la
riqueza. La evolución no se efectúa sólo a partir de la antigua base, sino que esta base
misma se amplía. Esta fase del desarrollo evoca el florecimiento: la planta florece sobre
esta base, se marchita por haber florecido y luego de haber florecido. El más alto desarrollo
de esta base es, pues, el punto en que está más elaborada, en que se concilia con la más alta
evolución de las fuerzas productivas y también con el más amplio desarrollo de los
individuos. Tan pronto este punto es alcanzado, declina toda evolución ulterior y todo
nuevo desarrollo tendrá lugar sobre una base nueva” (17). Al impulsar el enorme
despliegue de las fuerzas productivas y crear las condiciones materiales para el surgimiento
de una nueva individualidad, rica en la ampliación de su actividad y en el desarrollo de su
subjetividad, el propio capital hace posible la emergencia de una nueva y científica
conciencia teórico-política capaz de guiar lúcidamente las acciones prácticas encaminadas a
transformar radicalmente el mundo, a abolir el capitalismo y crear una nueva sociedad de
productores libremente asociados y solidarios en la que no tienen cabida la explotación del
hombre, el fetichismo y la alienación.
En síntesis y en definitiva, pues, los Grundrisse no sólo representaron la diáfana
expresión de la madurez intelectual y política alcanzada por Marx, sino también una sólida
plataforma teórico-científica desde la cual fue posible comprender de modo integral,
concreto y profundo la sociedad burguesa en la totalidad de su dimensión histórica, es
decir, en su carácter de etapa transitoria en la evolución social general, cuya superación
revolucionaria constituye una necesidad absoluta ya que sus estructuras y elementos
dialécticamente enlazados aplastan a los hombres y les niegan una vida y un desarrollo
propios de la condición humana.
El fetichismo de la mercancía
El largo e intensamente laborioso proceso de investigación científica iniciado por
Marx en 1842 se fue concretando en sucesivos resultados de gran importancia, cuyo notable
y creativo desarrollo en el curso de los años adquirió un excepcional carácter plenamente
maduro en los Grundrisse y alcanzó su cumbre en 1867 con El Capital, donde el genial
sabio reunió, reordenó y articuló en una síntesis superior todos los fundamentales
descubrimientos que había ido realizando durante su actividad teórica y política. En ese
monumental texto, Marx formuló la teoría general de las relaciones de producción en la
economía mercantil capitalista, es decir, la teoría del fetichismo de la mercancía, que es la
base objetiva de la teoría del valor y de la crítica revolucionaria a la economía política
burguesa. En el esencial Capítulo I (donde está expuesta la teoría del valor, piedra angular
de El Capital), el análisis de la mercancía tiene como parte terminal “El fetichismo de la
mercancía y su secreto”, que constituye uno de los resultados finales de la reflexión
marxiana y uno de los núcleos principales en el cuestionamiento del capitalismo como
sociedad y de la economía política burguesa como su doctrina justificadora en el terreno de
las ciencias sociales. No es, por tanto, arbitrario ni exagerado el criterio de Isaak Rubin
acerca de la teoría marxiana del fetichismo como el elemento clave central para entender
correctamente no sólo la teoría del valor, sino también El Capital en su conjunto.
De origen muy antiguo, el término fetiche tiene un contenido mágico-religioso y
alude a un objeto o cosa a la que se dota fantásticamente de atributos o cualidades humanas
haciéndole cobrar “vida”, “alma” y movimiento propios, y a la que se le confiere poderes
plenos para actuar sobre quienes la han creado. Marx empleó el término en sentido
rigurosamente materialista-historicista, con un contenido y un significado por completo
distintos, en la explicación científica de un fenómeno sumamente específico y propio del
capitalismo: la autonomía absoluta que dentro de la economía mercantil adquieren
determinados productos de la actividad humana (la mercancía, el valor, el dinero, el capital,
etc.), su ubicación por encima y al margen de los sujetos sociales, sus independientes
relaciones mutuas y su conversión en elementos extraños, dominantes, hostiles y opresores
de los individuos que los han generado. Para Marx, el fetichismo mercantil capitalista es un
quid pro quo, es decir, la sustitución de algo por algún otro distinto. En efecto, ese proceso
fetichista constituye una singular relación que implica la inversión entre el sujeto y el
objeto, la sustitución del sujeto por el objeto, la pérdida de atributos humanos que sufre el
primero y la mistificada adjudicación de esas cualidades al segundo devenido fetiche. En
otras palabras, es la atribución de propiedades humanas a las cosas (“personificación”) y, a
la vez, la asignación de la condición de cosas a las relaciones sociales y a los individuos
(“cosificación” o “reificación”).
En las condiciones capitalistas, señala Marx, el objeto (en realidad, relaciones y
formas sociales) al que se dota de cualidades ajenas a su propia naturaleza y hacia el que se
desplazan atributos humanos, es la mercancía (es decir, la forma social que adoptan los
productos del trabajo del hombre en el marco de la economía mercantil), ocurriendo lo
mismo con el valor, el dinero, el capital, la renta, el interés y el salario. Todos ellos son
“personificados”, trasmutados en “sujetos” autónomos que se vinculan entre sí al margen
de los hombres, en tanto que las relaciones sociales de los individuos (los auténticos
sujetos) se “materializan”, se independizan de ellos mismos, los avasallan y dominan,
convirtiéndolos en “cosas”, o sea, los “cosifican”, los “reifican”. Esta inversión radical, en
la que las cosas son transformadas en sujetos y éstos en cosas, constituye un proceso real
de carácter objetivo-subjetivo cuyas raíces son históricas y sociales; es una apariencia
invertida que opera concretamente en la realidad misma y que de ninguna manera está
encerrada en la conciencia; no es producto de la imaginación, ni menos aún el derivado
metafísico y ontologizante de una supra-histórica y eterna “condición humana”. Tampoco
es el resultado subjetivo de un “error” subsanable mediante la explicación educativa, sino
una ilusoria transposición sólidamente enraizada en el terreno social antagónico-clasista y
que sólo puede superarse transformando a fondo la realidad que la genera y potencia.
Desde 1842, Marx observó diversos aspectos sociales e individuales problemáticos
relacionados con la contraposición entre el mundo de los seres humanos y el mundo de las
cosas. Sus primeros escritos, en la Gaceta del Rin, contenían ya preocupaciones sobre
asuntos como la inversión entre el sujeto y el objeto, la alienación e incluso el fetichismo.
En 1843, con la Crítica a la filosofía del Estado de Hegel avanzó en sus reflexiones sobre
tales cuestiones y en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 la alienación ocupaba
el lugar de noción clave con respecto al trabajo, la mercancía, el dinero, la cosificación del
trabajador, el desposeimiento de sus atributos humanos y la conversión de los resultados de
su labor productiva en entidades ajenas que lo sojuzgan y aplastan. La atención brindada a
la inversión sujeto-objeto, la alienación y el fetichismo prosiguió en La sagrada familia, las
Tesis sobre Feuerbach, La ideología alemana y otros escritos, hasta llegar en 1857 a los
Grundrisse.
En este texto, Marx comenzó la elaboración de la teoría del fetichismo no desde la
mercancía, sino desde el dinero y el capital, y abarcando la alienación, la cosificación, la
independización del dinero con respecto a las mercancías y a los propios productores que
las intercambian, el rol de las máquinas y el endiosamiento tecnologista. Pero en 1859, y no
por casualidad, el primer capítulo de la Contribución a la Crítica de la Economía Política
está dedicado al análisis de la mercancía (y no del dinero, como ocurría en los Grundrisse)
y la formulación del problema del fetichismo se hace ya desde la íntima vinculación de la
mercancía con el trabajo abstracto, describiendo la serie de características inversiones del
proceso de fetichización: entre los individuos y los objetos materiales, entre las relaciones
de las personas y las relaciones de las cosas, entre los sujetos y el dinero, etc. Sin embargo,
en ambas obras la teoría del fetichismo aún no está propiamente encarada como un
elemento teórico especial, sino como parte implícita en la exposición de la teoría del valor y
su vínculo con el trabajo abstracto y, principalmente, en el análisis del dinero. Es ya en la
enorme cantidad de borradores, cuadernos, escritos y versiones preparatorias de El Capital
donde la teoría del fetichismo representa un hilo conductor que atraviesa todos esos
materiales, mostrándose de modo explícito y desarrollado en los Manuscritos de 1861-1863
sobre todo en el análisis de la ganancia y sus fuentes, señalando al capital a interés como la
más irracional, mistificada y extrema forma fetichista.
En esos Manuscritos (cuya parte mayor constituiría la Historia crítica de la teoría de
la plusvalía, es decir, el tomo IV de El Capital), Marx destaca el fetichismo como una
“ficción sin fantasía” y una “religión vulgar” que la sociedad mercantil burguesa “destila
cotidianamente por todos sus poros”; y muestra cómo la inversión fetichista en los nexos
sociales es generada por el mercado en su calidad de verdadero núcleo y corazón de la
sociedad capitalista. Ese mercado está basado en el trabajo abstracto y en la posterior
regulación social a través del intercambio y el equivalente general, que distribuyen el
trabajo social global en las diferentes ramas de la producción. El punto de partida del
análisis crítico marxiano es, pues, la propia realidad social de la cual emana la objetividad
de la inversión fetichista, en la que los objetos funcionan como sujetos y éstos como
objetos, es decir, la inversión que determina la “personificación de las cosas” y la
“cosificación de las personas”. Esto se complementa con el desmontaje de las doctrinas de
la economía política clásica y de la vulgar, que diversifican sus argumentos en procura de
legitimar en el nivel teórico y establecer como “naturales” todas las distorsiones propias de
la inversión fetichista. Por tanto, el cuestionamiento de Marx abarca lo objetivo y lo
subjetivo: la objetividad de la sociedad mercantil capitalista junto con las deformaciones de
la subjetividad que ella genera, en particular las teorizaciones orientadas a justificar la
acción y el imaginario de los agentes económicos (empresarios, banqueros, prestamistas,
agentes de Bolsa, terratenientes); o, lo que es lo mismo con otras palabras, la completa
inversión de las relaciones socio-productivas (alienadas, “materializadas” y autonomizadas,
operantes a espaldas de los propios sujetos sociales) y las representaciones fantasmagóricas
de ese tipo de socialidad mercantil indirecta y transpuesta, desparramadas en el conjunto
social, legitimadas con fórmulas “científicas” en el campo ideológico por los teóricos de la
burguesía y además aceptadas espontáneamente por el “sentido común”.
Posteriormente, la exposición de la teoría del fetichismo, en el Capítulo I de la
primera edición de 1867 del primer tomo (Libro) de El Capital, estaba hecha de un modo
que luego Marx consideró insatisfactorio, por lo que introdujo modificaciones para la
segunda edición alemana del texto publicada en 1873. Allí, la teoría del fetichismo se
muestra ya en su formulación más acabada y definitiva, como final y conclusión de ese
Capítulo fundamental, con denominación explícita y rótulo resaltado: “El fetichismo de la
mercancía y su secreto”. Sus rasgos aparecen una y otra vez en los análisis marxianos a lo
largo de los tres tomos (Libros) de El Capital y en el tercero están presentes de manera
rotunda en el Capítulo XXIV “El capital a interés, forma alienada de la relación capitalista”
y, casi al final del tomo, en el Capítulo XLVIII “La fórmula trinitaria”. La teoría del
fetichismo figura, pues, de manera abierta y sumamente clara en el inicio y el término de la
obra magna de Marx, como evidencia de la importancia central que éste le asignaba.
Antes de reseñar el proceso de fetichización, es pertinente hacer una necesaria
puntualización. Evidentemente, la teoría de la alienación y la teoría del fetichismo de la
mercancía tienen una base común: ambas identifican como problema central la separación
radical del sujeto y el objeto, escisión dualista sobre la que se configura en la sociedad
capitalista el complejo nexo invertido entre la realidad gélida y ferozmente competitiva de
las relaciones mercantiles y el fantasmagórico mundo de predominio de las cosas. Las dos
teorías describen procesos de inversión entre el sujeto y el objeto, refiriéndose a la
alienación de los productos del trabajo humano devenidos elementos extraños y poderosos
que cosifican a los hombres y los oprimen. En esta relación invertida entre los seres
humanos y los productos de su trabajo convertidos en elementos autónomos, misteriosos y
fantásticos, el objeto y el sujeto son dos polos antagónicos, cada cual con rango y funciones
trastocados, profundamente trastornados. Y en ambas teorías tal situación es superable
históricamente por la acción consciente y racional de los hombres mismos, orientados a
transformar revolucionariamente la base social concreta sobre la que reposan todas esas
anomalías.
No obstante su base común, cada teoría tiene aspectos específicos y diferenciales. La
teoría de la alienación empezó a ser diseñada en los Manuscritos económico-filosóficos de
1844. Allí, la historicidad estaba presente en la identificación de la triple raíz histórico-
genética de la alienación (la propiedad privada, la división del trabajo y la producción
mercantil) y en la gran riqueza descriptiva de sus formas principales. Pero esa historicidad
estaba en cierto modo empañada (al hacerse derivar la alienación de la pérdida de una
abstracta “esencia humana” como equivalente de un trabajo lúcido y libre) y aún no poseía
plena centralidad explicativa porque el juvenil Marx todavía no había logrado sus
descubrimientos fundamentales ni elaborado los instrumentos teórico-científicos necesarios
para dotar a la teoría de un carácter por entero concreto. Como antes quedó apuntado, los
rezagos humanístico-abstractos fueron rápidamente eliminados en La sagrada familia y en
las Tesis sobre Feuerbach y en La ideología alemana la esencia humana estaba ya definida
histórica y concretamente como “el conjunto de las relaciones sociales”. En sucesivos
escritos, el análisis objetivo de estas relaciones dentro de las condiciones capitalistas
permitió ir abordando de modo cada vez más concreto el fenómeno de la alienación y la
serie de inversiones que le son inherentes, aunque sin lograr todavía plenitud explicativa.
Pese a esto último, en La ideología alemana quedó magistralmente señalado que
“mientras los hombres vivan en una sociedad natural y las actividades no estén divididas de
un modo voluntario, sino natural, dándose una separación entre el interés particular y el
interés común, los actos propios del hombre se erigen ante él como un poder ajeno y hostil
que lo sojuzga en vez de ser él quien los domine. Esta plasmación de las actividades
sociales, esta consolidación de nuestros propios productos en un poder material erigido
sobre nosotros, sustraído a nuestro control, que levanta una barrera ante nuestras
expectativas y destruye nuestros cálculos, es uno de los momentos fundamentales que se
destacan en todo el desarrollo histórico anterior”, es decir, constituye un fenómeno que
atraviesa todo el curso de la civilización y que adquiere forma particular con expresiones
determinadas en el capitalismo. En el encaramiento de estos aspectos sociales, la teoría de
la alienación también hacía viable investigar en las formaciones pre-capitalistas la inversión
sujeto-objeto y la conversión de las relaciones sociales en un poder autónomo y ajeno que
domina al hombre.
Pero aunque el estudio científico de la alienación no se interrumpió, el análisis
marxiano aún no penetraba en la esencia más íntima del modo productivo burgués al no
abarcar el conjunto estructural y sus diversos mecanismos interconectados, ya que todavía
Marx no había descubierto el doble carácter de la mercancía y del trabajo, ni la generación
del valor por el trabajo abstracto, ni el origen y el papel de la plusvalía, de modo que la
teoría de la alienación no podía dar cuenta del fenómeno en sus determinaciones más
profundas y, por tanto, no poseía plenitud. Esos descubrimientos esenciales ya estaban
presentes en los Grundrisse y en Contribución a la crítica de la Economía Política,
posibilitando tanto la ascendente aprehensión científica madura y precisa del capitalismo
cuanto el análisis más concreto, rico y matizado de la alienación. A partir de ese momento,
con el inicio de la elaboración de la teoría del fetichismo de la mercancía (como teoría
general de las relaciones sociales en el sistema capitalista), se aborda la inversión entre el
sujeto y el objeto, lo mismo que la “personificación” de las cosas y la “cosificación” de
los nexos sociales, para explicarlas íntegra y exclusivamente en función de las relaciones
mercantiles capitalistas como modalidad históricamente superior de los vínculos entre las
personas en las sociedades antagónico-clasistas. Con ello, la teoría de la alienación y toda la
riqueza de sus logros no quedaron desvirtuadas ni menos eliminadas, sino más bien
integradas en el seno de la teoría del fetichismo mercantil, es decir, incorporadas a una
totalidad mayor poseedora de una capacidad explicativa de plena amplitud.
La teoría del fetichismo de la mercancía está, pues, ligada de modo íntimo, directo y
fundamental con el conocimiento científico de la estructura y el carácter de las relaciones
productivas mercantil-capitalistas y con la teoría del valor. Está centrada en circunstancias
determinadas y específicas del desarrollo social en las que, a partir de la acumulación
originaria del capital (basada en la expropiación de las condiciones de vida de las masas) y
de la generalización del intercambio de mercancías, tales relaciones mercantiles adquieren
predominancia vía la explotación de la fuerza de trabajo asalariado, el pleno desarrollo del
valor y la conversión del dinero en equivalente general que se valoriza a sí mismo y
subsume a todas las otras categorías económicas, incluyendo al trabajo asalariado. Es decir,
cuando en el desarrollo histórico las formas sociales simples representadas primitivamente
por el trueque han avanzado hacia su despliegue integral con el comercio y el intercambio,
hasta llegar al mercado mundial y al dinero mundial. Todos esos procesos han podido tener
curso por la universalización del trabajo abstracto, tipo de trabajo humano vivo que sólo
existe dentro de las condiciones mercantiles, en cuyo seno sus productos cristalizan como
valores y se realizan como tales a través del cambio en el mercado, es decir, a posteriori
dado el carácter indirecto de su socialidad. Todo esto determina que las condiciones de vida
y actividad sean transformadas en capital, se tornen “sujeto” y conviertan en “objeto” a los
productores expropiados, o sea, origina el fetichismo en el que las cosas se “personifican” y
los seres humanos dominados por ellas se “cosifican”.
En síntesis, el trabajo abstracto y la cosificación de las relaciones sociales han podido
llegar a ser una realidad objetiva en la sociedad burguesa sobre la base de expropiaciones y
rupturas históricas “originarias” que, a través de relaciones de poder y del uso brutal de la
violencia física, divorciaron a los productores de sus condiciones de vida y actividad, es
decir, apartaron al sujeto del objeto abriendo el camino a la inversión de ambos y al
fetichismo mercantil. La generalización de la sociedad mercantil capitalista y del fetichismo
ha sido entonces posible por esas expropiaciones y rupturas fundadas en el ejercicio del
poder de clase poseedora y en la violencia material contra los desposeídos, llevando al
desarrollo histórico de las formas del valor y, en última instancia, al predominio mundial
del capital, en el que éste aparece como un poder existente al margen de los hombres,
dotado de vida propia y autonomía absoluta. Dentro de este predominio, el dualismo y las
inversiones del sujeto y el objeto tienen definitivamente un sello histórico-clasista,
remitiendo de modo indefectible a un tipo de organización de las relaciones entre los
hombres que regula la distribución del trabajo social global a partir de las consideraciones
posteriores al intercambio de los productos del trabajo (a través de las diferencias de los
precios de mercado, las oscilaciones de los costos de producción y los valores), fenómeno
que ocurre a espaldas de los agentes sociales y al margen de su control racional, es decir,
como una necesidad ciega (18).
Ahora bien, Lukács remarca que “el tráfico mercantil y las relaciones mercantiles
correspondientes, objetivas y subjetivas, ya existieron… en etapas muy primitivas de la
evolución de la sociedad”, pero “el problema del fetichismo de la mercancía es un
problema específico de nuestra época y del capitalismo moderno”. Por ello, no es en
absoluto casual que, en las dos grandes obras de su madurez científico-política, Marx
iniciara la descripción del conjunto de la sociedad capitalista con el análisis crítico de la
mercancía, mostrando claramente los fundamentos de tal sociedad, sus mecanismos y las
representaciones ilusorias que emergen de su propia estructura. En los amplios y profundos
análisis marxianos, “el problema de la mercancía no aparece sólo como un problema
particular, ni aún como el problema central de la economía considerada como ciencia
particular, sino como el problema central, estructural, de la sociedad capitalista en todas
sus manifestaciones vitales”.
En efecto, en la actual etapa del desarrollo histórico-social “no hay problema que no
nos remita, en último análisis, a esta cuestión y cuya solución no deba buscarse en la
solución del enigma de la estructura mercantil”. Por consiguiente, a partir de la mercancía
“se puede descubrir en la estructura de la relación mercantil el prototipo de todas las
formas de objetividad y de todas las formas correspondientes de subjetividad en la
sociedad burguesa”. En otros términos, con la dilucidación del núcleo de la estructura
mercantil queda claro que ella “se basa en el hecho de que una relación entre personas toma
el carácter de una cosa y, de este modo, toma el carácter de una ‘objetividad ilusoria’ que,
por su sistema de leyes propio, riguroso, enteramente cerrado y racional en apariencia,
disimula toda huella de su esencia fundamental: la relación entre hombres” (19).
Así, pues, la esencia real de la mercancía sólo puede comprenderse si se la considera
como categoría universal del ser social íntegro en el capitalismo. En ese mundo alienado en
el que ella reina totalitariamente, el descubrimiento del fetichismo y la cosificación que
surgen de las relaciones mercantiles capitalistas adquiere decisiva importancia tanto para
definir la actitud de los hombres con respecto a tales relaciones y a sus emanaciones, cuanto
para precisar el rumbo objetivo del desarrollo de la sociedad. Es decir, ese descubrimiento
plantea una férrea disyuntiva a los sujetos sociales: o aceptan pasivamente la “naturalidad”
de los fetiches y afianzan indefinidamente su propio sometimiento y el de la conciencia
humana a la constelación dominante de formas sociales alienadas y destructivas; o, por el
contrario, entienden éstas en su realidad concreta y organizan sus acciones para luchar sin
tregua contra su desquiciada irracionalidad y sus efectos deshumanizantes, avanzando con
firmeza hacia la transformación revolucionaria de la sociedad burguesa y la liberación de
las servidumbres que ella impone.
En el desentrañamiento del problema de la mercancía, Marx señaló en el Libro I de
El Capital que obviamente Smith y Ricardo sabían muy bien que en la sociedad burguesa
las mercancías eran productos del trabajo humano (al que entendían sólo como actividad
“natural” independiente del marco histórico-concreto), pero nunca atinaron a preguntarse
por qué y cómo ese trabajo generaba valor, limitándose a establecer el aspecto cuantitativo
de éste, es decir, a determinar la cantidad de valor contenido en las mercancías en función
del tiempo de trabajo utilizado en producirlas. La cuestión crucial de ese “por qué y cómo”
era absolutamente ajena para ambos teóricos de la economía política burguesa clásica
porque no tenían la menor idea acerca de las contradicciones originadas por el carácter dual
de la mercancía y del trabajo, ni de las incalculables repercusiones de tal dualidad; por
tanto, jamás podía tener cabida en su entendimiento el problema del proceso de
fetichización de las relaciones sociales mercantil-capitalistas.
Marx resolvió de modo concluyente, en un alto nivel de abstracción científica, el
asunto del “por qué y cómo” en su exposición de la teoría del valor-trabajo a partir de la
mercancía. Explicó que un objeto puede ser útil y tener un valor de uso incluso sin provenir
del trabajo (como ocurre con el agua, el suelo virgen, los prados naturales, etc.), es decir,
puede ser un valor de uso sin ser un valor, tener utilidad sin ser una mercancía. Al producir
algo que satisface las propias necesidades, sólo se crea un valor de uso personal, poseedor
de determinadas cualidades materiales y que se hace efectivo en el consumo. Considerado
como valor de uso, un objeto dado no tiene nada de misterioso: sus propiedades son
producto del trabajo concreto del hombre y satisfacen necesidades humanas. “Es evidente
que la actividad del hombre transforma los materiales suministrados por la naturaleza con
el propósito de hacerlos útiles; por ejemplo, la forma de la madera si con ella hacemos una
mesa. Sin embargo, la mesa sigue siendo madera, una cosa corriente y que se aprecia con
los sentidos”.
Pero el conjunto de valores de uso de muy variado tipo se corresponde con una serie
por igual diversa de trabajos útiles distintos por su género y especie, con una división social
del trabajo. Y la producción de mercancías implica, entonces, crear no sólo valores de uso,
sino también valores de uso sociales, valores de uso para otros, puesto que un objeto para
ser mercancía debe ser entregado a través del cambio a quien lo requiere o consume. Así,
sólo los productos del trabajo privados e independientes unos de otros revisten el carácter
de mercancías cambiables entre sí. Por ello, producida como mercancía la mesa del ejemplo
aparece de modo por completo distinto: se vuelve “una cosa muy compleja, llena de
sutilezas metafísicas y de argucias teológicas” hasta el punto de constituir un enigma
porque, “como es a la vez inteligible e ininteligible, no le basta con asentar sus patas en el
suelo; levanta su cabeza de madera frente a las demás mercancías y se entrega a caprichos
aún más extravagantes que si se pusiera a bailar”. Tal carácter enigmático se debe a que la
mercancía posee una doble condición: es un valor de uso/objeto útil y también un valor
(cuya expresión cuantitativa es el valor de cambio), como componentes dialécticamente
contradictorios de una misma unidad.
Los valores de uso, que se hacen efectivos en su utilidad o su consumo, “constituyen
la materia de la riqueza, cualquiera que sea la forma social de ésta… (y) son al mismo
tiempo los soportes materiales del valor de cambio”, en tanto que éste “se presenta en
primer lugar como la relación cuantitativa, la proporción en que valores de uso de una
clase se cambian por valores de uso de otra, relación que varía constantemente con el
tiempo y el lugar”. Por tanto, “como valores de uso, las mercancías tienen ante todo
cualidades distintas; como valores de cambio, sólo se diferencian por la cantidad… (y)
deben ser reducidos a un algo común del que representan un más o un menos. Este algo
común no puede ser una propiedad natural cualquiera, geométrica, física, química, etc., de
las mercancías. Sus cualidades sólo interesan en la medida en que les dan una utilidad que
las convierte en valores de uso. Pero, por otra parte, es evidente que al cambiar las
mercancías se hace abstracción de su valor de uso y que toda esta relación de cambio está
caracterizada por esta abstracción. En el cambio, un valor de utilidad vale justamente
tanto como otro cualquiera, siempre que se halle en la proporción adecuada”.
Con la abstracción del valor de uso de las mercancías, a éstas sólo les queda como
propiedad ser productos del trabajo (el cual ya ha sufrido una primera metamorfosis con la
conversión del valor de uso en valor de cambio) y “al mismo tiempo desaparecen todos los
elementos materiales y formales que le daban ese valor. Ya no es, por ejemplo, una mesa,
una casa, hilo o un objeto útil cualquiera; tampoco es ya el producto del trabajo del tornero,
del albañil o de cualquier otro trabajo productivo determinado. Con los caracteres útiles
particulares de los productos del trabajo, y al mismo tiempo que ellos, desaparece el
carácter útil de los trabajos en ellos encerrados y las diversas formas concretas que
distinguen unos tipos de trabajo de otros. Por tanto, ya no queda más que el carácter común
de estos trabajos; todos se reducen al mismo trabajo humano, a un gasto de fuerza humana
de trabajo, siendo indiferente la forma concreta en que dicha fuerza haya sido gastada”.
Si luego se considera el resto de los productos del trabajo, “cada uno de ellos es por
completo semejante al otro. Todos tienen la misma realidad fantasmagórica. Convertidos
en sublimados idénticos, en especímenes del mismo trabajo indiferenciado, todos estos
objetos sólo manifiestan una cosa: que en su producción se invirtió fuerza de trabajo
humano, que en ellos se ha acumulado trabajo humano. Son considerados valores en tanto
que son la cristalización de esta sustancia social común. Por consiguiente, aquello que les
es común y que se manifiesta en la relación de cambio o en el valor de uso de las
mercancías, es su valor; y un valor de uso o un artículo cualquiera no tiene más valor que el
del trabajo humano materializado en él. ¿Cómo medir ahora la magnitud de su valor? Por el
quantum de la sustancia ‘creadora de valor’, es decir, del trabajo que contiene. La medida
de la cantidad de trabajo es el tiempo de su duración y, a su vez, el tiempo de trabajo se
mide en partes como la hora, el día, etc.”.
En estas condiciones, si el trabajo como sustancia del valor de las mercancías es igual
e indistinto, un gasto igual de fuerza de trabajo, entonces la fuerza de trabajo de toda la
sociedad, manifestada en el conjunto de los valores, no es otra cosa que una fuerza única
pese a componerse de innumerables fuerzas individuales. Esa fuerza única es el trabajo
abstracto, trabajo social global. “Toda fuerza individual de trabajo equivale a otra
cualquiera, siempre y cuando tenga el carácter de fuerza social media y funcione como tal,
es decir, que sólo emplee en la producción de una mercancía el tiempo de trabajo necesario
por término medio o el tiempo de trabajo socialmente necesario”, o sea, “aquel que requiere
un trabajo realizado con la destreza e intensidad habituales en condiciones normales con
relación al medio social”. Por tanto, “lo que determina la cantidad de valor de un artículo es
sólo el quantum de trabajo, o sea, el tiempo de trabajo necesario para su producción en una
sociedad dada. Cada mercancía particular se considera en general como un ejemplar medio
de su especie. Las mercancías que contienen cantidades de trabajo iguales, o que pueden ser
producidas en el mismo tiempo, tienen… el mismo valor. El valor de una mercancía es al
valor de cualquier otra, lo que el tiempo de trabajo necesario para la producción de una es
al tiempo de trabajo necesario para la producción de la otra”. Por otro lado, la cantidad de
valor de una mercancía varía con cada modificación de la fuerza productiva del trabajo, la
cual depende a su vez de circunstancias diversas: entre ellas, el grado medio de destreza de
los trabajadores, el desarrollo de la ciencia y su nivel de aplicación en la técnica, la
organización social de la producción, la extensión y eficacia de los medios de producción, y
las condiciones puramente naturales.
Así, pues, dice Marx, las mercancías vienen al mundo bajo la forma de valores de uso
u objeto materiales (hierro, tela, lana, etc.) que constituyen su forma natural. Pero adquieren
el carácter de mercancías sólo siendo a la vez objetos útiles y materializaciones del valor; y
sólo pueden entrar en circulación si se presentan bajo su doble forma: natural y de valor. De
allí que resulte sumamente dificultoso aprehenderlas: “En contraste con la tosquedad del
cuerpo de la mercancía, en su valor no penetra ni un átomo de materia. Por tanto, se puede
dar todas las vueltas que se quiera a una mercancía; en tanto que objeto de valor permanece
siempre inaprehensible. No obstante, si recordamos que los valores de las mercancías sólo
tienen una realidad puramente social, la que únicamente adquieren en la medida en que son
expresiones de la misma unidad social, del trabajo humano, resulta claro que esta realidad
social sólo puede revelarse en las transacciones sociales, en las relaciones de unas
mercancías con otras”. Estas relaciones constituyen una relación de valor o de cambio, que
en su forma más sencilla es la relación de una mercancía con otra de especie diferente
(cualquiera que ella sea) y en la que cada una expresa del modo más simple su valor
particular. Éste, que contrasta ostensiblemente con sus diversas formas naturales, es “la
forma dinero que salta a la vista de todo el mundo”.
Pues bien, en su condición de valores todas las mercancías son expresiones iguales de
una misma unidad (el trabajo humano) y pueden sustituirse unas a otras, es decir, una
mercancía es intercambiable por otra desde el momento en que tiene una forma que la
presenta como valor. Considerarlas como valores, como trabajo humano cristalizado,
supone reducirlas a la abstracción valor, pero ellas siguen teniendo su forma natural de
objetos útiles. Esto último cambia por completo cuando se establece una relación de valor
entre una mercancía y otra, pues desde ese momento surge y se afirma el carácter de valor
de cada cual como su propiedad inherente que determina su papel y la relación entre
ambas. Cuando una determinada mercancía (por ejemplo, tela) expresa su valor en el valor
de uso de una mercancía diferente (por ejemplo, ropa), adquiere una forma relativa e
imprime a la otra una forma particular de valor, la forma de valor equivalente. De tal
suerte, una mercancía es inmediatamente intercambiable por otra que equivalga a ella, o
sea, que el lugar que ocupa en la relación de valor convierte su forma natural en la forma
valor de otra mercancía, sin necesitar revestir una forma distinta a la que tiene para
presentarse como valor ante la otra mercancía, para valer tanto como ella y para ser
intercambiable por ella (aunque esto no determine la proporción en que puede efectuarse el
cambio).
La mercancía cuyo valor se encuentra bajo una forma relativa se expresa siempre
como cantidad de valor, mientras que, por el contrario, bajo la forma equivalencial figura
en la ecuación como simple cantidad de una cosa útil (valor de uso). En su forma
equivalencial, una mercancía figura como mera cantidad de una materia cualquiera
precisamente porque la cantidad de su valor no está expresada. “El misterio de toda forma
de valor reside en esta forma simple o accidental… La forma relativa y la forma
equivalencial son dos aspectos correlativos, inseparables, pero que al mismo tiempo son
extremos opuestos que se excluyen recíprocamente, o sea, son los dos polos de la misma
expresión del valor. Siempre se desdoblan entre las diversas mercancías relacionadas por
esta expresión”, pero “las contradicciones que encierra la forma equivalencial exigen… un
examen más profundo de sus particularidades”.
Marx precisa que una primera particularidad está dada por el hecho de que como
ninguna mercancía puede relacionarse consigo misma como equivalente, ni tampoco hacer
de su forma natural la forma de su propio valor, tiene entonces que tomar como equivalente
a otra mercancía cuyo valor de uso le sirva de forma de valor. Así, “el valor de uso se
convierte en la forma de manifestación de su contrario, el valor”, es decir, “la forma
natural de las mercancías se convierte en su forma de valor”. Una segunda particularidad
consiste en que, en la expresión del valor de una mercancía, el cuerpo del equivalente
figura siempre como materialización del trabajo humano abstracto y es siempre producto de
un trabajo particular, concreto y útil, de modo que ese trabajo concreto sólo sirve para
expresar trabajo abstracto, Por tanto, “el trabajo concreto se convierte en la forma de
manifestación de su contrario, el trabajo humano abstracto”. Y una tercera particularidad
reside en que el trabajo privado que produce el equivalente y sirve de simple expresión del
trabajo humano indiferenciado, reviste la forma de igualdad con otro trabajo y se convierte
así (aunque sea trabajo privado, como cualquier otro trabajo productor de mercancías) en
trabajo en forma socialmente directa que se realiza “en un producto directamente
cambiable por otra mercancía”.
En este punto, Marx indica que las dos últimas particularidades resultan aún más
comprensibles si se recuerdan los análisis de Aristóteles, quien fue el primero en estudiar
la forma valor y en señalar que la forma dinero de la mercancía es sólo el aspecto
desarrollado de la forma simple del valor, es decir, de la expresión del valor de una
mercancía en otra mercancía cualquiera. Sin embargo, “lo que impedía a Aristóteles ver
que en la forma valor de las mercancías están expresados todos los trabajos como trabajo
humano indistinto, era que la sociedad griega se basaba en el trabajo de los esclavos y tenía
como base natural la desigualdad de los hombres y de sus fuerzas de trabajo. El secreto de
la expresión de valor, la igualdad y equivalencia de todos los trabajos, en la medida en que
son trabajo humano y por el hecho de serlo, sólo puede descubrirse cuando la idea de la
igualdad humana ha adquirido ya la firmeza de un prejuicio popular. Pero ello sólo sucede
en una sociedad en la que la forma mercancía haya llegado a ser la forma general de los
productos del trabajo y en la que, por consiguiente, la relación de los hombres entre sí
como productores y cambistas de mercancías sea la relación social dominante”.
La forma simple del valor de una mercancía es, entonces, la forma sencilla en que se
manifiestan las contradicciones entre su valor de uso y su valor. Esa forma simple y común
es, por tanto, general. En cualquier tipo de sociedad, el producto del trabajo es un valor de
uso, un objeto útil; pero sólo en una determinada etapa del desarrollo histórico de la
humanidad ese producto es convertido en mercancía de modo generalizado: en aquélla en la
que el trabajo invertido en la producción de objetos útiles reviste el carácter de cualidad
inherente a ellos, de su valor. El producto del trabajo adquiere la forma de mercancía
cuando su valor toma la forma de valor de cambio y se opone a su forma natural, o sea,
cuando está representado como unidad en la que se basan estas contradicciones. De allí que
la forma simple que reviste el valor de la mercancía sea, a la vez, la forma primitiva con la
que el producto del trabajo se presenta como mercancía; que el desarrollo de la forma
mercancía sea simultáneo al desarrollo de la forma valor; y que la forma simple del valor
constituya un germen que debe pasar por una serie de metamorfosis para llegar a
convertirse en la forma precio, la cual de por sí y por lo general es una cierta forma del
valor.
La forma general relativa del valor sólo se presenta como propiedad común de las
mercancías en su conjunto. Una mercancía adquiere su expresión de valor porque al mismo
tiempo todas las otras expresan sus valores en el mismo equivalente y porque cada nueva
especie de mercancía debe hacer lo propio. Además, desde el punto de vista del valor, es
evidente que las mercancías son objetos puramente sociales y sólo pueden expresar esta
existencia social a través de una serie que abarque todas sus relaciones recíprocas, por lo
que su forma valor debe ser socialmente válida. La forma natural de la mercancía que se
convierte en equivalente común es ahora la forma oficial de los valores, de modo que las
mercancías se muestran unas a otras no sólo en su igualdad cualitativa, sino también en sus
diferencias cuantitativas de valor. La forma general relativa del valor que abarca el mundo
de las mercancías imprime a la mercancía equivalente excluida de él la forma de
equivalente general, por lo que su forma natural es a la vez su forma social. Por su propia
estructura, la forma general del valor demuestra que es la expresión social del mundo de las
mercancías y, por tanto, revela que en ese mundo el carácter humano o general del trabajo
constituye su carácter social específico.
En este curso, “la forma equivalencial se desarrolla de un modo gradual y simultáneo
con la forma relativa; pero, y esto debe quedar bien claro, el desarrollo de la primera es sólo
el resultado y la expresión del desarrollo de la segunda. De aquí parte la iniciativa. La
forma relativa simple o aislada de una mercancía supone otra mercancía cualquiera como
equivalente accidental. La forma desarrollada del valor relativo, expresión del valor de una
mercancía en todas las demás, imprime a todas ellas la forma de equivalente particular de
diversa especie. Por último, una mercancía específica adquiere la forma de equivalente
general cuando todas las demás mercancías la convierten en materia de su forma general
relativa de valor”. No obstante, a medida que se desarrolla la forma del valor en general,
también se desarrolla la oposición entre sus dos polos, entre valor relativo y equivalente:
“la forma general relativa del valor y la forma equivalente general son los dos polos
opuestos de la misma relación social de las mercancías, polos que se suponen el uno al otro
y al mismo tiempo se repelen”.
Como la forma equivalencial es una forma del valor en general, puede corresponder a
cualquier mercancía, pero ésta sólo adquiere tal forma cuando todas las demás la han
aislado como equivalente. Únicamente a partir del momento en que ese carácter exclusivo
se concreta en una clase especial de mercancía, la forma relativa del valor toma
consistencia, se fija en un objeto único y adquiere autenticidad social. La mercancía
especial con la forma natural cuya forma de equivalente se identifica poco a poco con la
sociedad, se convierte en mercancía dinero o funciona como dinero. Su función social
específica y, por tanto, su monopolio social, es desempeñar el papel de equivalente
universal en el mundo de las mercancías. La forma simple de la mercancía es, entonces, el
germen de la forma dinero. Así, “La forma valor del producto del trabajo es la forma más
abstracta y más general del actual modo de producción, el cual adquiere, por tanto, un
carácter histórico: el de un modo particular de producción social. Si se comete el error de
considerarla como la forma natural, eterna, de cualquier producción en cualquier sociedad,
se pierde forzosamente de vista, en primer lugar, el aspecto específico de la forma valor;
después, el de la forma mercancía y, en un grado superior, el de la forma dinero, de la
forma capital, etc.” (20).
Habiendo establecido científicamente todos estos aspectos del trabajo, la mercancía y
el valor, esclareciendo a la vez la índole de sus nexos recíprocos, Marx señala que el
carácter místico de la mercancía no deriva de su valor de uso, ni proviene del contenido de
las determinaciones de su valor. Primero, porque los trabajos o las actividades productivas
pueden ser muy diversos, pero constituyen ante todo funciones del organismo humano y
representan esencialmente (cualquiera que fuese su contenido y su forma) un determinado
gasto de energía cerebral, muscular, sensorial, etc. Segundo, porque, con respecto a lo que
sirve para determinar la cantidad de valor, o sea, el tiempo en que ocurre tal gasto o la
cantidad de trabajo, esta cantidad de trabajo se diferencia claramente de su calidad. En
todas las sociedades, siempre ha sido motivo de interés del hombre, aunque de modo
desigual en las distintas etapas de la civilización, el tiempo de trabajo necesario para
producir sus medios de consumo o subsistencia. Tercero, porque en tanto los individuos
han trabajado de un modo u otro para los demás, su trabajo siempre ha tenido una forma
social, se ha realizado en consonancia con determinadas relaciones sociales de producción.
Marx apunta entonces con toda precisión que el carácter enigmático que presenta el
producto del trabajo cuando reviste la forma de mercancía proviene evidentemente de esa
forma social, de esas relaciones sociales de producción. Por ellas, la igualdad de los
trabajos humanos se expresa en la forma material de una y la misma objetivación del valor
de los productos del trabajo; la expansión de la fuerza laboral humana medida por el tiempo
aparece como forma de la cantidad de valor de los productos del trabajo; y, finalmente, las
relaciones entre los productores, dentro de las cuales se realizan aquellas determinaciones
sociales del trabajo, se manifiestan en la forma de una relación social de los productos del
trabajo. Por consiguiente, “el misterio de la forma mercancía consiste, sencillamente, en
que esa forma proyecta ante los hombres el carácter social de su trabajo como si fuese un
carácter material de los propios productos de su trabajo, como propiedades sociales
naturales de las cosas mismas. Y, de igual modo, la relación social de los productores con
su trabajo conjunto se manifiesta como una relación social de objetos, existente por fuera y
al margen de aquéllos. Este quid pro quo es lo que convierte a los productos del trabajo en
mercancías, en cosas suprasensibles, en objetos que se aprecian y no se aprecian con los
sentidos, en cosas sociales”.
Ocurre que la forma valor y la relación de valor de los productos del trabajo no tiene
nada que ver en absoluto con su naturaleza física, ni con las relaciones reales derivadas de
ella. “Se trata sólo de una relación social determinada entre los hombres mismos que aquí
toma la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas. Para hallar un proceso
análogo, hay que trasladarse a la nebulosa región del mundo religioso, en el que los
productos del cerebro humano parecen seres independientes, dotados de cuerpos
particulares y relacionados entre sí con los hombres. Lo mismo sucede en el mundo de las
mercancías con los productos de la mano del hombre. Esto es lo que se puede llamar el
fetichismo que va unido a los productos del trabajo tan pronto se presentan como
mercancías, fetichismo que es inseparable de este modo de producción”. Esta inversión del
sujeto y el objeto, este carácter fantasmagórico y fetichista del mundo de las mercancías
procede, pues, del carácter social peculiar del trabajo que produce mercancías dentro de
específicas relaciones productivas.
Marx destaca que, realmente y en general, los objetos útiles sólo se tornan
mercancías cuando son productos de trabajos privados realizados independientemente unos
de otros, constituyendo el conjunto de ellos trabajo social global (trabajo abstracto). Los
productores se relacionan socialmente sólo a través del cambio de sus productos, por lo que
el carácter social específico de esos productos privados se afirma únicamente dentro de los
límites de dicho cambio. En otros términos, los trabajos privados sólo se manifiestan, en
realidad, como divisiones del trabajo social global a través de las relaciones que el cambio
establece entre los productos del trabajo y, de un modo indirecto, entre los productores. De
tal suerte, ante estos últimos las relaciones entre sus trabajos privados no aparecen como
relaciones sociales inmediatas de las personas, sino invertidamente como relaciones
sociales entre cosas.
Los productos del trabajo adquieren una existencia social idéntica y uniforme como
valores, distinta de su existencia material y multiforme como objetos útiles, sólo dentro del
cambio, en el mercado. Este desdoblamiento del producto del trabajo en cosa útil y en valor
aumenta en la práctica en tanto el cambio adquiere suficiente amplitud e importancia para
determinar que los objetos útiles sean producidos con miras a su intercambio, de modo que
la condición de valor de tales objetos se toma en cuenta ya al producirlos. A partir de este
momento, los trabajos privados de los productores adquieren de hecho un doble carácter
social. Por un lado, tienen que acreditarse como trabajos concretos útiles que satisfacen una
determinada necesidad social, justificándose así como partes integrantes del sistema natural
del trabajo global, de una división social del trabajo que se establece de manera espontánea.
Por el otro, deben considerarse como medios para satisfacer las variadas necesidades de los
propios productores ya que como trabajos concretos útiles podrán ser cambiados en el
mercado por otros trabajos concretos útiles, fijándose así una igualdad entre ellos.
Esta igualación de trabajos que se diferencian por completo unos de otros resulta de
una abstracción de su desigualdad real, de la reducción a su carácter común de gasto de
fuerza de trabajo humano en general, siendo el cambio el único que puede llevar a cabo esta
reducción y enfrentar a los productores de los más diversos trabajos sobre una base de
igualdad. El doble carácter social de sus trabajos privados sólo se refleja en la conciencia de
los productores bajo la forma que les imprime el intercambio de los productos, la
circulación práctica. “Cuando los productores enfrentan y relacionan como valores los
productos de su trabajo, no es porque vean en ellos una simple envoltura bajo la que se
oculta un idéntico trabajo humano; todo lo contrario: al considerar iguales en el cambio sus
diferentes productos, lo que hacen es establecer que sus distintos trabajos son iguales. No lo
saben, pero lo hacen. Por tanto, el valor no lleva escrito en la frente lo que es. Antes bien,
convierte cada producto del trabajo en un jeroglífico”. El valor es, pues, una relación entre
individuos, pero “una relación oculta bajo la envoltura de las cosas”.
El amplio, complejo y profundo proceso de fetichización mercantil, condensado y
explicado por Marx desde el trabajo abstracto, es un hecho social real dependiente de un
específico tipo de organización histórico-social; es un elemento propio del modo capitalista
de producción y está incrustado en lo más íntimo de su existencia objetiva. En las
condiciones capitalistas, los productos del trabajo humano se transforman en valores porque
han sido elaborados sobre la base de relaciones sociales específicas que hacen posible
diversas series de transferencias fetichistas y de cosificaciones objetivas cuya raíz es
mercantil: el carácter social del trabajo es transferido a las cosas para aparecer como valor
de las mercancías; la relación entre los productores independientes y el trabajo social global
es transferida a las mercancías y aparece como relación entre ellas mismas; la igualdad del
trabajo social global es transferida a los valores para presentarse como igualdad de valores;
la medida de la cantidad de trabajo se transfiere y se convierte en medida de la cantidad de
valor; finalmente, el trabajo útil del conjunto de la sociedad se expresa reificadamente
como la apreciación de toda la sociedad cual un simple valor de uso.
Este proceso objetivo-subjetivo, consubstancial al modo burgués de producción,
atraviesa todo el recorrido histórico del capitalismo, apareciendo larvado en sus orígenes y
alcanzando contextura y generalización con el propio desarrollo capitalista. Y, como
puntualiza Marx, el conocimiento que se tenga acerca de su existencia y peculiaridades no
es suficiente para originar su eliminación. En el curso del tiempo, los hombres han
intentado descifrar el “jeroglífico” y penetrar en el secreto de su generación social misma:
“El descubrimiento científico posterior de que los productos del trabajo, considerados como
valores, son la expresión pura y simple del trabajo humano invertido en su producción,
señala una época en el desarrollo histórico de la humanidad, pero no desvanece en modo
alguno la fantasmagoría que presenta el carácter social del trabajo como el carácter
propio de las cosas, de los productos de ese trabajo. Esto sólo rige para una forma
particular de producción, la producción mercantil, en la que el carácter social de los
trabajos más diversos reside en su igualdad como trabajo humano y en la que este carácter
social específico reviste una forma objetiva, la forma valor de los productos del trabajo,
apareciendo ante el hombre atrapado en los engranajes y las relaciones de la producción
de mercancías, tanto antes como después del descubrimiento de la naturaleza del valor,
como algo tan invariable y tan natural cual la forma gaseosa del aire, que sigue siendo la
misma aún después de hecho el descubrimiento de sus elementos químicos”. Esa inversión
y las ilusiones derivadas se han incorporado a fondo en el llamado “sentido común” y su
eliminación pasa necesariamente por la transformación cualitativa práctica, revolucionaria,
de la base material que le sirve de sustento.
Dentro de los marcos del capitalismo, esta “invariable naturalidad” no es, pues, en
modo alguno imaginaria o puramente subjetiva, sino que obedece a determinaciones
objetivas. En la economía mercantil, el interés concreto, práctico y preciso de cada uno de
los que intercambian mercancías reside en saber cuánto obtendrán por las suyas, o sea, la
proporción en que ellas se cambiarán entre sí. Al adquirir esta proporción cierta estabilidad
habitual, los sujetos creen que proviene de la propia naturaleza de los productos, les parece
que tales objetos poseen en sí mismos la propiedad de cambiarse en proporciones
determinadas. Pero, “de hecho, el carácter de valor de los productos del trabajo sólo se
manifiesta cuando se determinan como cantidades de valor. Estas cantidades cambian sin
cesar con independencia de la voluntad y de las previsiones de los productores, para
quienes su propio movimiento social toma así la forma de movimiento de las cosas,
movimiento que los controla y al que no pueden dirigir”. Tales relaciones ilusorias entre las
cosas suplantan y someten a los nexos sociales reales entre los propios individuos.
Marx recalca que en la sociedad feudal los hombres se vinculaban entre sí en
términos de dependencia personal, de modo que en lugar de sujetos independientes cada
quien dependía de alguien: siervos y señores, vasallos y soberanos, laicos y clérigos. “Esta
dependencia personal caracteriza tanto las relaciones sociales de la producción material
como todas las demás esferas de la vida a las que sirve de fundamento. Y precisamente por
basarse la sociedad en la dependencia personal, todas las relaciones sociales aparecen como
relaciones entre las personas. Por consiguiente, los diversos trabajos y sus productos no
necesitan adoptar una apariencia fantástica distinta de su realidad. Se presentan como
servicios, prestaciones y pagos en especies. La forma natural del trabajo, su particularidad
(y no su generalidad, su carácter abstracto, como en la producción mercantil), es también
su forma social… Por tanto, de cualquier modo que se juzguen las máscaras que llevan los
hombres en esta sociedad, las relaciones sociales de las personas en sus trabajos respectivos
se revelan claramente como sus propias relaciones personales, en vez de disfrazarse de
relaciones sociales de las cosas, de los productos del trabajo”.
Pero con el trabajo abstracto y la inversión fetichista, en la sociedad burguesa los
nexos sociales adquieren impersonalidad, instalándose la deformación de la conciencia, el
reinado ilusorio de las cosas y la impotencia de los individuos ante el incontrolable
movimiento “autónomo” de los objetos creados por ellos mismos. Al amparo de la fuerza
de la costumbre, esta ilusión y esta impotencia se mantienen a pesar de que el completo
desarrollo de la producción mercantil hace emerger de la propia experiencia la verdad
científica. No obstante que los distintos trabajos privados, realizados con independencia los
unos de los otros, se entrelazan como ramificaciones del sistema social y espontáneo de la
división del trabajo, son reducidos de manera constante a su medida social proporcional,
porque “en las relaciones de cambio accidentales y siempre variables de sus productos, el
tiempo de trabajo social necesario para su producción se impone siempre como ley natural
reguladora, tal como la ley de la gravedad que se hace sentir ante cualquiera cuando la casa
se le derrumba encima. La determinación de la cantidad de valor por la duración del trabajo
es, pues, un secreto oculto bajo el movimiento aparente de los valores de las mercancías;
pero si bien su solución muestra que la cantidad de valor no se determina por azar, como
parecería, no hace desaparecer la forma que representa esa cantidad como una relación de
magnitud entre las cosas, entre los productos mismos del trabajo”. Esto es así porque “las
formas que imprimen a los productos del trabajo el sello de mercancías y que, por tanto,
presiden su circulación, poseen ya la fijeza de formas naturales de la vida social antes de
que los hombres traten de darse cuenta no ya del carácter histórico de esas formas que les
parecen inmutables, sino también de su sentido íntimo. Así, pues, sólo el análisis del precio
de las mercancías ha conducido a la determinación de su valor cuantitativo, y sólo la común
expresión de las mercancías en dinero ha llevado a la fijación de su carácter de valor. Pero
esta forma adquirida y fija del mundo de las mercancías, su forma dinero, en vez de revelar
los caracteres sociales de los trabajos privados y las relaciones sociales de los
productores, lo que hace es encubrirlos”.
Esta mistificación, este ocultamiento objetivo es reforzado y justificado teóricamente
por la economía política burguesa aprisionada por el fetichismo mercantil. Esa disciplina
“ha analizado, por cierto, el valor y la magnitud del valor aunque de un modo muy
imperfecto. Pero nunca se ha preguntado por qué el trabajo está representado en el valor, ni
por qué la medida del trabajo lo está, según su duración, en la magnitud de valor de los
productos. Unas formas que, a la primera ojeada, manifiestan que pertenecen a un período
social en el que la producción y sus relaciones gobiernan al hombre en vez de ser
gobernadas por él, le parecen a la conciencia burguesa una necesidad tan natural como el
propio trabajo productivo. No es nada extraño que trate a las formas de producción social
que han precedido a la producción burguesa del mismo modo que los padres de la Iglesia
trataban a las religiones que habían precedido al cristianismo”. (Aquí Marx recuerda en
nota de pie de página lo que ya había señalado en Miseria de la filosofía: “Los economistas
tienen una manera singular de proceder. Para ellos, no hay más que dos clases de
instituciones, las artificiales y las naturales. Las instituciones del feudalismo son
instituciones artificiales; las de la burguesía, naturales. En esto se parecen a los teólogos,
que establecen dos clases de religiones. Toda religión que no sea la suya propia es un
invento de los hombres, mientras que la suya es una emanación de Dios… Así, hubo una
historia, pero ya no la hay”).
Marx agrega que, en la sociedad capitalista, “la forma económica más general y más
sencilla que va unida a los productos del trabajo, la forma mercancía, resulta tan familiar a
todo el mundo que nadie ve en ella engaño alguno. Pero consideremos otras formas
económicas más complejas. Por ejemplo, ¿de dónde provienen las ilusiones del sistema
mercantil? Provienen evidentemente del fetichismo que la forma dinero imprime a los
metales preciosos. Y la economía moderna, que tanto desdeña el fetichismo de los
mercantilistas y no se cansa de repetir sus necedades contra él, ¿no es también juguete de
las apariencias? ¿No es su primer dogma que los objetos, por ejemplo, los instrumentos de
trabajo, son por naturaleza capital y que cuando se los quiere despojar de ese carácter
puramente social se comete un crimen de lesa natura? En fin, los fisiócratas, tan superiores
en muchos sentidos, ¿no se imaginaron que la renta del suelo no es un tributo arrancado a
los hombres, sino un regalo hecho por la propia naturaleza a los propietarios?”.
Así, pues, las categorías de la economía burguesa “son formas del intelecto que
contienen una verdad objetiva sólo en la medida en que reflejan relaciones sociales reales,
pero estas relaciones sólo corresponden a la época histórica determinada en la que la
producción de mercancías es el modo de producción social. Por tanto, si examinamos otras
formas de producción veremos desaparecer en el acto todo ese misticismo que nubla los
productos del trabajo en el período actual”. Justamente, ese examen no lo hace, ni lo puede
hacer, la economía burguesa, que concibe al capitalismo como “natural” y “eterno” y se
halla empantanada en su apología y defensa a rajatabla. Incluso sus más lúcidos exponentes
asumen como verdad indiscutible que “si las mercancías pudieran hablar dirían: Nuestro
valor de uso bien puede interesar al hombre, pero a nosotras, que somos objetos, esto no
nos importa. Lo que nos interesa es nuestro valor. Nuestras propias relaciones como objetos
de compra y venta lo demuestran: Nosotras sólo nos enfrentamos unas a otras como valores
de cambio”. No tiene nada de extraño, por tanto, que “la ilusión producida en la mayoría de
economistas por el fetichismo inherente al mundo mercantil, o sea, la apariencia material
de las condiciones sociales del trabajo, esté demostrada, entre otras cosas, por su larga y
estúpida discusión acerca del papel de la naturaleza en la creación del valor de cambio”
(21).
Con las fundamentales formulaciones científicas contenidas en el Capítulo inicial del
Libro I de El Capital, fueron entonces precisados con toda nitidez el doble carácter del
trabajo, la desmitificación de la mercancía y el valor, y la explicación de la inversión
fetichista que sirve de base a las ilusiones de la alienada economía política burguesa. Y los
diversos análisis realizados en el conjunto de esta obra establecieron de manera objetiva y
definitiva la estructura real y los mecanismos esenciales del modo de producción capitalista
ligados orgánicamente con el fetichismo propio de las relaciones mercantiles y la
cosificación de éstas. Sobre esto último y examinando en el Libro III el capital que se da a
préstamo para obtener réditos, Marx señaló que “la relación capitalista alcanza su forma
más externa, más fetichista, en el capital a interés”, es decir, en D-D’, dinero que engendra
más dinero, un valor que se revaloriza a sí mismo merced a la usura. “En el capital
mercantil, tenemos al menos la forma general del movimiento capitalista: D-M-D’, aunque
permanezca restringida dentro de la esfera de la circulación y la ganancia aparezca… como
el simple resultado de una enajenación. No obstante, representa realmente el producto de
una relación social, y no el de un simple objeto. A pesar de todo, la forma del capital
mercantil representa un proceso, la unidad de dos fases opuestas, un movimiento que se
descompone en dos procesos contrarios, en compra y venta de mercancías. Este factor
desaparece en D-D’ ”. El dinero elimina en la fórmula D-M-D’ la intermediación de la
mercancía (M) y se reduce a los dos extremos, de modo que el dinero generando más
dinero constituye “la fórmula general y primaria del capital condensada en un resumen
absurdo”.
Esta fórmula “es el capital realizado, que unifica los procesos de producción y de
circulación y que produce, al cabo de ciertos intervalos, una determinada plusvalía. Este
carácter se revela directamente en la forma del capital a interés que no implica un eslabón
intermedio de los procesos de producción y de circulación. El capital se revela como la
fuente misteriosa que crea por sí mismo el interés, su propio incremento. La cosa (dinero,
mercancía, valor), simplemente como tal, es ahora ya capital y el capital aparece como
simple cosa. El resultado de todo el proceso de reproducción es, pues, una propiedad
inherente, de modo natural, a un objeto; es asunto del propietario del dinero, es decir, de la
mercancía en su forma constantemente cambiable, decidir si va a gastarlo como dinero o
alquilarlo como capital. Es, pues, en el capital a interés donde este fetiche automático se
presenta claramente: el valor que se revaloriza a sí mismo, el dinero que engendra dinero;
en este sentido, ya no lleva las marcas de su origen. La relación social se reduce a la forma
de relación de un objeto, el dinero, consigo mismo. En vez de la conversión real del dinero
en capital, vemos aquí únicamente su forma vacía de contenido”.
Marx anota que, como sucede con la fuerza de trabajo, el valor de uso del dinero
consiste ahora en crear valor, un valor superior al que el dinero mismo contiene. El dinero,
como tal, es ya potencialmente valor que se revaloriza, y es en esa calidad que se presta:
ésta es la forma que adopta la venta de tan singular mercancía. “El dinero adquiere, de este
modo, la propiedad de crear valor, de producir interés, lo mismo que el peral produce
naturalmente peras. Bajo esta forma de objeto que produce interés es como el prestamista
vende su dinero. Pero esto no basta. El capital realmente en función… se presenta de tal
modo que no produce interés en tanto que capital en función, sino como capital en sí, como
capital-dinero. Sin embargo, también esto aparece ahora invertido: mientras que el interés
es sólo una parte de la ganancia, es decir, de la plusvalía que el capitalista en activo arranca
al obrero, el interés se presenta ahora, a la inversa, como el fruto propiamente dicho del
capital, como la cosa originaria; por el contrario, la ganancia que adopta ahora la forma de
ganancia de empresa aparece como simple accesorio y aditamento, como añadido en el
proceso de reproducción”.
Por consiguiente, “la forma fetichista del capital y la representación del fetiche
capitalista alcanza aquí su culminación”. El dinero que se auto-revaloriza (D-D’) se
muestra así como la forma vacía de contenido del capital, representando “la inversión y la
materialización de las relaciones de producción elevadas a la máxima potencia” ya que
ese dinero es la forma generadora de interés, la forma simple del capital que es la condición
previa de su propio proceso de reproducción. “La capacidad del dinero o de la mercancía
para hacer fructificar su propio valor (independientemente de la reproducción) es la
mistificación capitalista en su forma más brutal. Para los economistas vulgares que
intentan presentar el capital como fuente independiente del valor y de la creación de valor,
esta forma es, evidentemente, una ganga, puesto que hace incognoscible el origen de la
ganancia y confiere una existencia independiente al resultado del proceso capitalista de
producción (por separar ese resultado del proceso mismo). Es únicamente en el capital-
dinero donde el capital se transforma en una mercancía cuya cualidad de revalorizarse a sí
misma posee un precio fijo que expresa el tipo de interés en cada momento”.
Así, pues, “como capital a interés y bajo su forma directa de capital-dinero a interés,
es como el capital adopta su forma fetiche más pura: D-D’, como sujeto, como cosa
susceptible de venta (las restantes formas de capital a interés… son, a su vez, derivadas de
esta forma y la presuponen)”. Primero, porque el capital existe constantemente bajo la
forma de dinero, forma en la cual desaparecen todas sus determinaciones y se vuelven
invisibles sus componentes reales. Con la forma dinero se esfuma la diferencia de las
mercancías como valores de uso y, por tanto, también la diferencia entre capitales
industriales constituidos por esas mercancías y sus condiciones de producción; con esa
forma existe el valor (aquí, el capital) como valor de cambio independiente. En el proceso
de reproducción del capital, la forma dinero es efímera, un elemento puramente transitorio;
por el contrario, en el mercado monetario el capital existe siempre en esa forma. Y
segundo, porque la plusvalía que el capital produce, aún bajo la forma de dinero, parece
corresponderle a él mismo como tal, como propiedad inherente: “de igual modo que lo
propio de los árboles es crecer, análogamente engendrar dinero parece ser lo peculiar del
capital en su forma de capital-dinero”.
Marx indica que, en la economía política burguesa y “merced a las cualidades
intrínsecas de los escolásticos”, este objetivo proceso de fetichización tiene reflejo a nivel
subjetivo en “la concepción del capital como valor que se revaloriza por sí mismo al
incrementarse en esa reproducción gracias a su cualidad inherente de valor que se conserva
y aumenta de modo incesante”. Manejándose con esta concepción, “Pitt convierte… la
teoría de la acumulación de Smith en el enriquecimiento de un pueblo con el logro de
acumulación de deudas y, con la halagüeña progresión de empréstitos hasta el infinito, llega
al pago de empréstitos con otros empréstitos destinados a ello”. Esta sacralización de la
explotación más inescrupulosa realizada por una clase dominante implica que, debido a su
cualidad de capital a interés, “al capital le pertenece toda la riqueza que pueda producirse, y
que todo lo que ha obtenido hasta ahora no sea más que un pago a cuenta para ir saciando
un apetito que hace regresar todo a sí mismo. Según sus leyes naturales, al capital le
pertenece todo el trabajo excedente que la humanidad pueda entregar mientras exista. Es
Moloch”, el dios al que hay que rendir culto sacrificando seres humanos.
En definitiva, “en el capital a interés se halla consumada la idea del fetiche
capitalista, la concepción que atribuye al producto acumulado del trabajo y, además,
plasmado como dinero, la virtud de producir plusvalía gracias a una cualidad intrínseca
innata, de un modo puramente automático y de acuerdo a una progresión geométrica; de tal
manera que ese producto acumulado de trabajo… ha asegurado, desde hace ya mucho
tiempo, toda la riqueza de la Tierra por toda la eternidad como algo que le pertenece y le
corresponde por derecho propio”. Sin embargo, tal concepción resulta demolida tan pronto
es confrontada con la terca realidad de los hechos: “El producto del trabajo del pasado, el
trabajo pretérito mismo, se halla fecundado por una partícula de plustrabajo vivo presente o
futuro… También la reproducción del valor de los productos del trabajo pretérito es, de
hecho, sólo el resultado de su contacto con el trabajo vivo; y… el predominio de los
productos del trabajo pretérito sobre el trabajo viviente se mantiene solamente mientras
perdura la relación capitalista, la relación social determinada en la que el trabajo pasado se
opone de un modo independiente y omnipotente al trabajo vivo” (22).
En el mismo Libro III, Marx insistió en la desmitificación del modo de producción
burgués y de la impostura sobre su carácter “natural”, volviendo a mostrar la esencia de la
inversión fetichista en las relaciones mercantiles. Explicó que el proceso productivo
capitalista es una forma históricamente determinada del proceso productivo social. Este
último refiere a las condiciones materiales de existencia del hombre y representa, a la vez,
un proceso que se desarrolla en el marco de específicas relaciones de producción histórico-
económicas. Produce y reproduce esas relaciones productivas y, con ellas, los factores de
ese proceso, sus condiciones objetivas de existencia y sus relaciones recíprocas, es decir, la
forma económica determinada de la sociedad dada. Efectivamente, “el conjunto de
relaciones de los factores de la producción entre sí y con la naturaleza, sus condiciones de
producción constituyen precisamente la sociedad bajo el aspecto de su estructura
económica. Como todos los que le precedieron, el proceso de producción capitalista se
desarrolla bajo ciertas condiciones materiales que, al mismo tiempo, son las bases de ciertas
relaciones sociales en las que se hallan comprometidos los individuos en el curso del
proceso de su reproducción. Estas condiciones materiales y estas relaciones sociales son, de
una parte, premisas y, de la otra, resultados y creaciones del proceso capitalista de
producción; es él quien las produce y reproduce”.
En el contexto de la sociedad burguesa y de las ilusiones que su propia estructura
genera, los elementos que intervienen en la producción están por completo mistificados.
Marx señala que “capital-beneficio (beneficio del empresario más interés), tierra-renta de la
tierra, trabajo-salario: he aquí la fórmula trinitaria que engloba todos los misterios del
proceso social de producción”. “En esta trinidad económica, que quiere establecer la
conexión interna entre los elementos de valor y de riqueza y sus fuerzas, la mistificación
del modo capitalista de producción, la materialización de las relaciones sociales, la
imbricación inmediata de las relaciones de producción materiales con su determinación
histórico-social, se encuentran consumadas; y es en este mundo encantado e invertido, en
el mundo al revés, donde Monsieur le Capital y Madame la Terre, caracteres sociales a la
par que meras cosas, danzan sus rondas de fantasmas”. Esa quimérica trinidad constituye y
concentra de modo ideológico el ilusorio mundo económico-social de la burguesía.
Sin embargo, en la concreta realidad, y desechando de plano cualquier consideración
mistificadora, “el capital no es un objeto, sino una determinada relación social de
producción, relación que corresponde a una cierta estructura social históricamente
determinada y que está representada en un objeto al que infunde un carácter social
específico”. El capital no es, entonces, el conjunto de medios de producción material
producidos, sino los medios de producción convertidos en capital y que, “por sí mismos,
tienen tan poco de capital como el oro o la plata de dinero”. Los medios de producción
monopolizados por un sector determinado de la sociedad conforman el capital: “son los
productos materializados y las condiciones de actividad de la fuerza de trabajo vivo
enfrentados a esa fuerza de trabajo y que, por el hecho de tal antagonismo, se personifican
en el capital. No son sólo los productos de los obreros convertidos en fuerzas
independientes que dominan a quienes los producen y los compran, sino igualmente
también las fuerzas sociales… de este trabajo que se enfrentan a ellos como cualidades de
su propio producto”. Por tanto, se trata de “una determinada forma social, en principio muy
mística, de uno de los factores del proceso social de producción al que la historia ha dado
su forma específica”.
En cuanto a la tierra, es decir, la naturaleza inorgánica, “masa ruda y caótica en toda
su originalidad primitiva”, no es en sí misma valor, sino que adquiere esa condición y sirve
de base en la creación de valor merced al trabajo. “La tierra puede realizar la acción de un
agente de la producción en la elaboración de un valor de uso, de un producto material, por
ejemplo del trigo. Pero no tiene nada que ver con la generación del valor del trigo”. En la
medida en que éste representa valor, sólo constituye la materialización de una cierta
cantidad de trabajo social, sin que importe la materia particular en que ese trabajo se
expresa, ni el valor particular de uso de esa materia. Esto no contradice el hecho de que, en
igualdad de condiciones, la baratura o la carestía del trigo dependen de la productividad del
suelo. “La productividad del trabajo agrícola está unida a ciertas condiciones naturales y, de
acuerdo con su productividad, la misma cantidad de trabajo se traducirá en una cantidad
mayor o menor de productos, de valores de uso… El valor se presenta en forma de valor de
uso y éste es una condición de la creación de valor”. Por tanto, si el valor depende de la
cantidad de trabajo, la plusvalía (un excedente de valor) no puede ser la tierra. “La
fertilidad absoluta del suelo sólo determina que una cierta cantidad de trabajo genere un
determinado producto, condicionado por la fertilidad natural del suelo. La diferencia en
cuanto a la fertilidad del suelo origina que la misma cantidad de trabajo y de capital y, por
consiguiente, el mismo valor, se expresen en cantidades diferentes de productos agrícolas
que tienen valores individuales distintos”. Marx recuerda que el propio Ricardo había
señalado que la nivelación de tales valores individuales en los valores del mercado significa
que “las ventajas de un suelo fértil sobre un suelo menos fértil… se transfieren del
cultivador o del consumidor al terrateniente”, para dar lugar a la renta del suelo.
Y el tercer elemento en la fórmula trinitaria, “el” trabajo, no es otra cosa que “un
simple fantasma”, una mera abstracción que lo aísla del marco histórico-concreto y lo
convierte en labor “natural”, ahistórica. En su consideración genérica objetiva, el trabajo
constituye la actividad productiva del hombre en todo tiempo y lugar, permitiéndole
realizar el intercambio de materia con la naturaleza. Incluso en su simple existencia natural,
el trabajo es independiente de cualquier forma de sociedad y está despojado de todo
carácter determinado. “Esta actividad es una manifestación y una afirmación de la vida y,
como tal, común al hombre que aún no es social y al hombre socialmente determinado en
cualquiera de sus modos”. Pero en las condiciones del modo de producción capitalista, el
trabajo es objeto de explotación para beneficio del empresario burgués y, bajo su aspecto de
creador de valor (expresado en el valor de las mercancías), “nada tiene que ver con la
distribución de este valor entre las diversas clases… El salario como precio del trabajo es
sólo una expresión irracional del valor o precio de la fuerza de trabajo; nada hay de
común entre las condiciones determinadas en las que se vende la fuerza de trabajo y el
trabajo como factor general de producción. El trabajo se materializa también en un
elemento del valor de la mercancía que, bajo la forma de salario, constituye el precio de la
fuerza de trabajo. Crea esta parte del producto al igual que las demás, pero no se incorpora
en ella ni más ni menos que en las partes que constituyen la renta o el beneficio”. Por
consiguiente, el trabajo real no encaja en la fórmula trinitaria burguesa: en el capitalismo,
se realiza en un definido marco social-concreto que le imprime sus rasgos y peculiaridades
de carácter histórico, siendo imposible su consideración como puramente “natural”.
Así, pues, concretamente “el trabajo asalariado y la propiedad privada, igual que el
capital, son formas sociales históricamente determinadas; la primera es la del trabajo y la
otra es la del monopolio del planeta terrestre; ambas corresponden al capital y pertenecen a
la misma estructura económica de la sociedad”. En el curso del proceso productivo social
dentro de la sociedad burguesa, el capital (“el capitalista no es otra cosa que capital
personificado; en el proceso de producción sólo actúa como portador del capital”) extrae
una cierta cantidad de plus-trabajo a los trabajadores o a los productores directos. A la vez
y sin ningún equivalente, el capital hace suyo ese plus-trabajo que conserva esencialmente
su carácter de forzoso pese a que pueda parecer el resultado de una contratación libremente
consentida. “El plus-trabajo, en tanto trabajo que excede el nivel de las necesidades dadas,
tendrá que existir siempre. Pero en el sistema capitalista, como en el sistema esclavista,
etc., reviste una forma antagónica y se complementa con la ociosidad total de una parte de
la sociedad”. Ese plus-trabajo se plasma en una plusvalía, que consiste en un plus-producto.
Desde la óptica de la burguesía, en este proceso son por completo necesarias la generación
continua y la retención de una cierta cantidad de plus-trabajo, es decir, de una acumulación,
para asegurarse contra los azares de la producción y la extensión progresiva del proceso de
reproducción, que llevan consigo de modo inevitable el desarrollo de las necesidades y el
aumento de la población.
La plusvalía o el plus-producto, anota Marx, son repartidos en forma de dividendos
de modo proporcional a cada parte alícuota del capital social dado, sin tener en cuenta las
fluctuaciones fortuitas de esta distribución y considerando sólo su ley reguladora y sus
límites normales. Bajo esta forma, la plusvalía reviste el aspecto de beneficio medio
correspondiente al capital y que, a su vez, se divide en beneficio a interés del empresario,
yendo a parar en ambas formas a diferentes tipos de capitalistas. Esta apropiación y esta
distribución de la plusvalía (o del plus-producto) por parte del capital están siempre
limitadas por la propiedad de la tierra. “Igual que el capitalista activo arrebata al obrero el
plus-trabajo y, por tanto, la plusvalía y el plus-producto en forma de beneficio, también el
terrateniente extrae del capitalista una parte de esta plusvalía o del plus-producto” gracias a
la ley reguladora indicada.
Por consiguiente, “el beneficio del capital (beneficio del empresario más interés) y la
renta de la tierra son… simplemente elementos particulares de la plusvalía, categorías en
que ésta se divide según que corresponda al capital o a la propiedad territorial y sin que tal
división pueda modificar la esencia misma de la plusvalía, obteniéndose la suma de ésta al
unir ambas partes. El capital extrae directamente a los obreros el plus-trabajo representado
en la plusvalía y el plus-producto y, sólo en tal sentido, puede considerársele productor de
la plusvalía”. De hecho, entonces, la propiedad de la tierra no tiene nada que ver con el
proceso real de la producción, puesto que “su papel se limita a hacer pasar una parte de la
plusvalía producida del bolso del capitalista al suyo propio. Sin embargo, si el terrateniente
desempeña un cierto papel en el proceso capitalista de producción, no es simplemente
porque ejerza una presión sobre el capital, ni tampoco porque la gran propiedad de la tierra
sea una condición previa y sine qua non de la producción capitalista (desposeer de sus
medios de trabajo a los obreros), sino porque se presenta en especial como personificación
de una de las condiciones esenciales de la producción”.
De este modo, el capitalista considera al capital como un instrumento eterno de
extracción de plus-trabajo y el terrateniente aprecia la tierra cual elemento de perpetua
atracción de una parte de la plusvalía arrebatada por el capital. Para ambos, el trabajo es la
condición y el medio renovados de modo incesante que hacen viable su enriquecimiento a
cambio del salario “contractual” con el que el trabajador afronta su propia subsistencia
(salario que constituye parte del valor que éste crea y, por tanto, parte del producto social
correspondiente): “el obrero, propietario y vendedor de su fuerza personal de trabajo, recibe
bajo el nombre de salario una parte del producto que representa la parte de su trabajo que
llamamos necesario; este trabajo… es necesario para el sostenimiento y la reproducción de
esa fuerza de trabajo, sin que importe que las condiciones en que se realiza sean más o
menos ricas, o más o menos favorables”. No obstante, “el capital, la propiedad de la tierra y
el trabajo aparecen ante estos agentes de la producción como tres fuentes diferentes y
autónomas de tres elementos distintos del valor… producido y, por consiguiente, del
producto en el que este valor existe”. Así, en la fórmula trinitaria, la renta, el beneficio y el
salario parecen surgir espontáneamente de la función que en el proceso laboral cumplen la
tierra, los medios de producción creados y el trabajo; y estos tres últimos elementos son
tomados como simples medios materiales de producción sin tener en cuenta la relación
social entre el capitalista y el obrero, ni la consideración del capital como valor.
Dentro de esta dinámica objetiva de las relaciones mercantiles, “La independencia
formal que las condiciones de trabajo han adquirido frente al trabajo, la forma particular de
esa independencia en relación al trabajo asalariado se convierte entonces en una cualidad
inherente de esos medios de trabajo en tanto cosas, condiciones materiales de producción;
se convierte en un carácter innato, inmanente, que necesariamente le pertenece como
elemento de la producción. Este carácter social determinado por un período histórico dado
y que tales medios de trabajo poseen en el proceso de producción capitalista, se torna así en
un carácter material innato, propio de su naturaleza y que, por así decirlo, mantiene
durante la eternidad en su calidad de elementos del proceso de producción”. De este modo,
tienen entonces lugar “la materialización de las relaciones productivas y su autonomía
frente a los agentes de la producción”. Con ello, debido a la inversión fetichista entre el
sujeto y el objeto, “el capital se convierte en un ‘ser’ profundamente místico; en efecto,
todas las fuerzas productivas sociales del trabajo parecen originarse en el capital, parecen
fluir de su seno, y no del trabajo mismo”. Entonces, “en el capital, en la persona del
capitalista (pura simplificación del capital), los productos adquieren un poder autónomo
frente a los agentes de la producción; y el terrateniente personifica a la tierra, que también
se levanta como fuerza autónoma reclamando su parte en el producto a cuya creación ha
contribuido”.
Como resultado, todas las categorías del modo productivo capitalista (incluyendo las
de la producción de mercancías, la mercancía misma y el dinero), quedan aprisionadas por
“la mistificación que transforma las relaciones sociales (que en la producción sirven de
sustrato de los elementos materiales de la riqueza) en propiedades de estas mismas cosas
(mercancías) y que, aún con mayor claridad, transforma en cosa la misma relación de
producción (dinero). Participan de esta mistificación todas las formas de sociedad que
conocen la producción de mercancías y la circulación de dinero. Pero en el modo capitalista
de producción y para el capital, que es su categoría dominante, la relación de producción
dominante, este universo invertido y mágico, conoce aún otros desarrollos”. En efecto, “el
proceso real de producción, es decir, la totalidad del proceso inmediato de producción y del
proceso de circulación, da origen a nuevas estructuras en las que el hilo conductor de las
conexiones y de las relaciones internas se pierde cada vez más, las relaciones de
producción se independizan unas de otras y, finalmente, los componentes del valor se
concretan respectivamente en formas autónomas”. Con la ley del valor se instala así una
fragmentación social, con partes autonomizadas y absolutizadas, que dificulta o impide la
aprehensión de la totalidad del sistema.
En definitiva, como “los diferentes productores capitalistas aislados… compiten sólo
en su calidad de propietarios de mercancías, intentando cada uno vender la suya lo más caro
posible (y la producción misma aparenta ser regida por el libre arbitrio individual), la ley
interna sólo se afirma por su competencia y por las presiones mutuas que ejercen, lo que
compensa las diferencias en un sentido y en el otro. La ley del valor funciona aquí de modo
exclusivo como ley inmanente y, para los diversos agentes, como una ley natural ciega;
impone el equilibrio social de la producción en medio de sus fluctuaciones accidentales”.
Es decir, “los nexos internos de la producción social se imponen sólo bajo la forma de ley
natural omnipotente opuesta a la arbitrariedad individual”. Por consiguiente, “la mercancía
y, a fortiori, la mercancía como producto del capital, incluye la cosificación de las
determinaciones sociales de la producción y la subjetivación de sus fundamentos
materiales, características del modo capitalista de producción”.
Con honestidad profunda y proverbial, Marx no dejó de reconocer el esfuerzo de los
economistas políticos clásicos por acercarse a la ciencia y tratar de entender el proceso
productivo burgués. Señaló que esos teóricos ya habían enfocado el interés como una parte
del beneficio y la renta como excedente sobre el beneficio medio, de modo que ambos
elementos quedaban incluidos en la plusvalía; además, exponían el proceso de circulación
como una simple metamorfosis; y, por último, reducían el valor y la plusvalía de las
mercancías al trabajo realizado en el proceso productivo directo. Tenían, pues, el mérito de
haber contribuido, aunque involuntariamente, en la demolición de las falsas apariencias y
las ilusiones inherentes al modo de producción burgués, es decir, de “la sustantivación y la
cristalización de los diversos elementos sociales de la riqueza, la personificación de las
cosas y la materialización de las relaciones de producción; esta religión de la vida
cotidiana”.
Sin embargo, reconocer el intento de la economía burguesa clásica no implicaba de
ningún modo complacencia ni merma en la crítica científica, puesto que incluso sus más
lúcidos representantes al defender intereses de clase poseedora seguían de uno u otro modo
“prisioneros de las apariencias de este universo que su crítica ha destruido (sin que pudiera
ocurrir de otro modo desde el punto de vista burgués); todos, más o menos, incurren, por
tanto, en inconsecuencias, verdades a medias y contradicciones no resueltas. Por otro lado,
es también natural que los agentes reales de la producción se sientan como en su casa
dentro de estas formas alienadas e irracionales: capital-interés, tierra-renta, trabajo-
salario, porque son precisamente las formas ilusorias entre las que se mueven todos los
días y en las que tienen que desenvolverse”. Por ello, tampoco resultaba menos lógico que
“la economía vulgar, simple interpretación didáctica más o menos doctrinaria de las
concepciones corrientes de los agentes reales de la producción (en las cuales introduce
además un cierto orden inteligible), encuentre la base natural en esta trinidad donde se han
borrado todas las conexiones internas, sin preocuparse por poner en duda sus jactanciosas
necedades. Esta fórmula responde también a los intereses de las clases dominantes, ya que
proclama la necesidad natural y la legitimidad eterna de sus fuentes de renta, elevándolas a
la categoría de dogma”.
Marx agregaba que con “la materialización de las relaciones productivas y su
autonomía frente a los agentes de producción,… las interferencias del mercado mundial y
sus coyunturas, el movimiento de los precios comerciales, los períodos de crédito, los ciclos
de la industria y el comercio, las alternativas de prosperidad y de crisis, aparecen ante estos
agentes como leyes naturales omnipotentes, como expresión de un dominio fatal, y se
manifiestan ante ellos bajo el aspecto de una necesidad ciega”. Por eso, la economía
política vulgar “se limita, de hecho, a trasponer sobre el plano doctrinal, a sistematizar las
ideas de los agentes de la producción, prisioneros de las relaciones productivas burguesas, y
a hacer apología de tales ideas. No hay que extrañarse, pues, de que se sienta a sus anchas
precisamente en esta apariencia extraña de las relaciones económicas, fenómeno
evidentemente absurdo y perfectamente contradictorio (por otra parte, cualquier ciencia
sería superflua si la apariencia y la esencia de las cosas se confundiesen)”. Tampoco debía
sorprender que a los economistas vulgares “estas relaciones les parezcan tanto más
evidentes cuanto más disimulados queden sus lazos internos, ya que esas relaciones son
corrientes en la idea que de ellas se tiene ordinariamente” (23).
Hasta aquí, hemos reseñado la versión acabada de la teoría marxiana del fetichismo
de la mercancía contenida en El Capital. El propio curso del proceso social ha demostrado
y confirmado no sólo su carácter científico y su total veracidad, sino también su enorme
importancia con respecto a la intelección objetiva de la vida, la actividad y el desarrollo
reales de los hombres concretos, subrayando su plena vigencia en las condiciones actuales
del capitalismo. Por ello mismo, es muy necesario detenerse en algunos de sus aspectos
más relevantes.
Fetichismo mercantil, subjetividad alienada y poder de clase
En primer lugar, es indispensable señalar como elemento básico la subordinación de
El Capital y toda la obra teórico-política de Marx a una activa posición y un riguroso punto
de vista de clase, científicos, críticos, revolucionarios y por completo idóneos para
desmantelar el deformado horizonte burgués, sus inherentes ilusiones y sus desvaríos.
Marx adoptó tempranamente esa posición y ese punto de vista clasistas no como una simple
elección individual de tipo afectivo-moral y de algún modo arbitraria, sino asumiendo
racionalmente una decisiva opción política relacionada en forma directa con el desarrollo
histórico de la lucha de clases, en la que él tomó partido por el proletariado y llevó a cabo
las tareas teóricas y políticas susceptibles de contribuir en el desarrollo de la conciencia de
la clase obrera, en el avance organizativo de sus sectores más combativos, y en la lúcida y
definida orientación de sus acciones hacia la transformación revolucionaria de la sociedad.
Como expresión concreta y madura de tal toma de posición, desde esa postura
intelectual y político-práctica centrada en la preocupación por la situación, el desarrollo y
el destino de los hombres reales, con la teoría del fetichismo Marx se propuso describir y
explicar científicamente la objetividad social capitalista en la que se estructura y organiza
de modo en general irracional el conjunto de las relaciones sociales, a la vez que la alienada
subjetividad de los individuos que emergen de esas relaciones y se insertan en ellas. El
análisis de la propiedad privada, de la división social del trabajo y de las relaciones
mercantiles que tal división presupone, se extendió hacia el examen crítico del conjunto de
las instituciones burguesas y de las prácticas y saberes colectivos, los modos de vida, las
formas de percibir la realidad y de pensarla, todos ellos sometidos a las exigencias de
reproducción del capital como relación de producción, es decir, a la edificación de una
sociedad adecuada a las necesidades de la economía capitalista.
Aunque pudiera parecer repetitivo, tiene vital importancia remarcar el vínculo
esencial, directo y profundo de la teoría del fetichismo (como análisis crítico y teoría
general de las relaciones sociales de producción mercantil-capitalistas) con la teoría del
valor y la crítica de la economía política burguesa, señalando en todas ellas el énfasis
puesto en la índole del trabajo representado en el valor, es decir, el trabajo abstracto, la
sustancia social del valor. Para Marx, tal vínculo tenía un carácter fundamental y decisivo
porque “La tematización del trabajo abstracto, sustancia del valor, del cual dependía la
elaboración de las categorías claves: fuerza de trabajo, plusvalía (independientemente de
sus modalidades concretas: ganancia, interés, renta del suelo); de la pareja conceptual
capital constante/capital variable y, más allá, de la ley fundamental del modo de producción
capitalista (tendencia decreciente de la cuota de ganancia); suponía que fuese reconocida la
especificidad de las relaciones de producción capitalistas, único ejemplo histórico donde el
trabajo es radicalmente separado de las condiciones objetivas de su ejecución, donde
aparece por lo tanto como pura potencialidad cuya realización está sometida a la previa
venta de la fuerza de trabajo al capital. En otras palabras, suponía que fuese reconocido el
fenómeno de la explotación” (24) que, enlazado orgánicamente con el poder y la opresión
ejercidos por la burguesía, aplasta a la inmensa mayoría de seres humanos, pero que está
ocultado precisamente por la multiplicidad de las formas sociales fetichizadas en la
sociedad capitalista y, al mismo tiempo, edulcorado y justificado por la economía política
burguesa.
Así, pues, la teoría del fetichismo está orgánicamente unida a la categoría de trabajo
abstracto, a esa socialidad indirecta (mediada por el mercado) del trabajo social global que
se cosifica en sus productos, los cuales se independizan de los productores, funcionan
según su propio movimiento e instalan su dominio absoluto sobre los hombres. (El trabajo
abstracto y el trabajo alienado son, pues, sinónimos: la abstracción implicada en la
igualación de las fuerzas de trabajo individuales reposa en la separación del trabajo con
respecto al propio trabajador). En el conjunto de la sociedad capitalista, decía Marx en el
Libro I de El Capital, la ley del valor “se impone al capricho y la arbitrariedad de los
productores de mercancías” porque las proporciones del cambio evolucionan “sin que en
ello intervengan la voluntad, el conocimiento previo y los actos de las personas que realizan
el cambio”. Y ello es así, anotaba Engels en el Anti-Dühring, debido a que la ley del valor,
“como ley natural de acción ciega, (está) contenida en las cosas y en las relaciones, con
independencia del querer o el hacer de los productores mismos”. De tal suerte, la inversión
fetichista y el accionar autónomo de los fetiches determinan que los sujetos colectivos
(pueblos, clases, grupos) resulten impotentes para controlar los mecanismos específicos de
producción, distribución y circulación: no sólo están subordinados por estos procesos
objetivos, sino que también son compelidos a elaborar representaciones deformadas e
ilusorias sobre los mismos. (En la actualidad, como encarnación cosificada del trabajo
social global realizado a nivel mundial bajo formas mercantil-capitalistas y como producto
típico de relaciones fetichizadas, el capital-dinero “globalizado” y su dinámica generan
burbujas financieras que se autonomizan, asumen vida propia, crecen en apariencia por sí
mismas sin la mediación productiva de trabajo alguno, aparecen como entidades azarosas e
imprevisibles que se imponen de modo fantástico sobre los sujetos, y dominan sin
concesión de ningún tipo a naciones, pueblos, colectividades e individuos).
Además, dado que cada empresa capitalista es una unidad productiva independiente
(en cuyo interior se realizan trabajos privados que constituyen fragmentos del trabajo social
global), y como cada cual funciona por su lado y en competencia con las demás, entonces la
anarquía de la producción es la norma irracional que refleja a nivel social el individualismo
burgués y que representa un real e insalvable obstáculo objetivo para la planificación del
conjunto social (pese a que dentro de cada empresa o corporación pueda existir una cierta
racionalidad productiva parcial que no se extiende a toda la sociedad). Por tanto, en el
capitalismo existe una permanente discordancia entre los fines perseguidos y los resultados
obtenidos porque una necesidad exterior y ciega orienta y dirige las acciones de los agentes
sociales sin que ellos mismos lo sepan. En último análisis, dentro de la sociedad burguesa
las intenciones, actos y pasiones de los individuos están dictadas por esa ciega necesidad,
multiplicándose las oposiciones, choques de voluntades y luchas que configuran en su
conjunto lo que Marx llamó “formas animales de la economía”. Por eso, Engels explicaba
que dentro de ese espontaneísmo “la historia se hace ella misma de modo tal que el
resultado final proviene siempre de conflictos entre gran número de voluntades
individuales, cada una de las cuales está hecha a su vez por un cúmulo de condiciones
particulares de existencia. Hay, pues, innumerables fuerzas que se entrecruzan, una serie
infinita de paralelogramos de fuerza que dan origen a una resultante: el hecho histórico. A
su vez, éste puede considerarse como producto de una fuerza que, tomada en su conjunto,
trabaja inconscientemente y sin volición. Lo que desea cada individuo es obstaculizado por
otro, resultando algo que nadie quería” (25).
En la base objetiva de esta situación se encuentra el hecho de que, en la producción
mercantil capitalista, las relaciones sociales fetichizadas tienen la apariencia de relaciones
entre cosas y de relaciones de cosas entre personas. La economía política burguesa no sólo
está incapacitada para dar cuenta cabal de este hecho, sino que también lo oculta, sin poder
entender que esos vínculos “naturales” entre objetos son en realidad relaciones enajenadas
de los hombres entre sí, relaciones sociales alienadas. Por ello, “la economía política no
puede partir sino de estos elementos, pero al hacerlo… sólo puede pretender ser un
conocimiento de los lazos internos entre relaciones enajenadas, considerando esos lazos
como objetivos sólo en la medida en que se les toma separadamente y en oposición a los
hombres”. Así, “la existencia de la economía política está ligada a la existencia de la
producción de mercancías en la sociedad capitalista y a la existencia de la fuerza social en
tanto que valor y capital. Las bases de la economía política sólo subsisten en el interior de
ese fundamento real que es el capital y criticar a una de ellas significa criticarlas a todas. He
aquí, en pocas palabras, por qué El Capital lleva como subtítulo Crítica de la economía
política”. En definitiva, entonces, “es evidente que si no se comprende que la teoría del
valor no es otra cosa que la teoría del fetichismo, de la enajenación, o sea, si no se
comprende la inversión por medio de la cual la fuerza social en tanto que valor se coloca
como entidad autónoma respecto a los hombres y, al volverse así fuerza de una parte de la
sociedad contra la otra, utiliza trabajo vivo con el fin de acrecentarse ella misma, tampoco
se comprende por qué Marx hace una crítica de la economía política en tanto que tal, como
ciencia de las relaciones sociales enajenadas” (26).
Todo lo anterior permite tener claro que la columna principal en El Capital, el eje
objetivo de su estructura lógico-científica, es la teoría del valor y que la clave de ésta reside
en el trabajo abstracto, en ese singular carácter social que adquiere el trabajo humano sólo
dentro del capitalismo y que constituye el núcleo de las relaciones mercantiles sobre las que
se asientan las ilusiones inherentes a la sociedad burguesa. El entendimiento de tal trabajo y
de sus determinaciones hace viable dar cuenta de sus nexos con la “materialización” de las
relaciones sociales, con el proceso de inversión fetichista en el que el sujeto es sustituido
por el objeto y con las cosificaciones derivadas. En consecuencia, si la teoría del valor está
basada en el trabajo abstracto y éste sólo puede ser cabalmente comprendido desde el
fetichismo reinante en la sociedad capitalista, entonces la teoría del fetichismo resulta la
clave de la teoría del valor y, por tanto, de todo El Capital.
Sin embargo, esto es lo que jamás han llegado a comprender quienes desde posturas
academicistas y cientificistas (tributarias de un rancio positivismo) rechazan la teoría del
fetichismo y pretenden asignarle la absurda condición de “extravío” marxiano; o de simple
“lastre”, de efímera “reminiscencia filosófica juvenil” que remitiría a Hegel o a Feuerbach
y que se habría “infiltrado” de modo aislado, ilegítimo e injustificado en el inicio de El
Capital por “descuido” de Marx, para enseguida evaporarse y dar libre paso a una
exposición “científica pura” centrada ya en las leyes de la economía política. Tal es el caso,
por ejemplo, de L. Althusser, quien no sólo rechazó la dialéctica materialista debido a sus
“infecciones hegelianas”, sino que además hizo recomendaciones “para leer El Capital”
(aunque, según versión de alguno de sus discípulos, al parecer él nunca lo estudió en su
integridad) prescindiendo por entero de su esencial primer Capítulo por incluir
“deformantes” contaminaciones “ideológicas”, “no-científicas”.
En segundo lugar, en El Capital y en la teoría del fetichismo de la mercancía está
nítidamente perfilado el humanismo materialista-historicista marxiano con su central
preocupación por el hombre real y su desarrollo objetivo presente y futuro, mostrándose a
fondo en la plenitud de su dimensión socio-política y en la integridad de su significación
axiológica como humanismo proletario. Obviamente, Marx no tomó como punto de partida
el “Hombre” abstracto, “en general”, sino el ser humano de carne y hueso que vive y actúa
en una época histórica determinada; ni tampoco el individuo aislado y supuestamente auto-
suficiente típico de la ideología burguesa, sino los individuos que establecen relaciones
entre sí para producir material y espiritualmente dentro de una sociedad concreta. Por ello,
recusó el prototipo burgués de hombre, es decir, la simple ficción jurídica del sujeto “libre”
y “autónomo”, propietario de capital y mercancías, contractualista y calculador egoísta,
cuyas decisiones son por completo “auto-conscientes y soberanas” (o sea, el sujeto que el
individualismo liberal contrapone a toda forma de Estado, el sujeto de la “racionalidad
instrumental” orientado en función del ventajismo y la ganancia, el homo economicus de las
teorías burguesas neo-clásicas, etc.). En oposición radical a tales fabulaciones, la
concepción marxiana del hombre parte del sujeto colectivo que produce en sociedad, se
configura como tal a través de la incorporación de las múltiples individualidades concretas
e identidades de grupo, y crea con su trabajo la riqueza social y la cultura en sus diversas
expresiones. Arranca, pues, de la clase trabajadora explotada cuya racionalidad no es
“instrumental” sino histórica, que se rebela contra la expoliación y lucha para eliminarla,
aspirando a conquistar formas de vida social liberadas de opresiones y servidumbres y en
las que el auténtico e integral desarrollo de todos y cada uno los hombres llegue a ser una
realidad objetiva.
La noción de hombre concreto ocupa, entonces, un lugar central en las categorías
fundamentales utilizadas en la teoría del fetichismo expuesta en El Capital: la fuerza de
trabajo es “el conjunto de las condiciones físicas y espirituales que se dan en la
corporeidad, en la personalidad viviente de un hombre”; y las relaciones de producción
constituyen “la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales que no es
más que una relación social concreta establecida entre los mismos hombres”. Por eso, con
el descubrimiento científico del modo en que las formas reificadas de la economía
mercantil (valor, dinero, capital, etc.) y sus nexos “autonomizados” suplantan a los hombres
y a sus relaciones sociales, Marx demostró que el trabajo humano toma la apariencia de
atributo materializado de las cosas, que en la forma mercancía desaparece una determinada
relación social para ser sustituida por un vínculo entre objetos y que el propio capital “no es
una cosa, sino una relación social entre personas que se sirven de las cosas como vehículo”.
Rompió, pues, la “envoltura” reificada en la que “el trabajo humano invertido adopta una
forma cosificada”, descifró el “jeroglífico” del valor y rasgó el “velo místico” de la
reificación para penetrar en la esencia del distorsionante fetichismo capitalista y aprehender
la realidad social y humana oculta por la opacidad del mercado. Recuperó así al hombre
vivo y actuante en su auténtica situación concreta e impulsó científicamente el despliegue
de la crítica objetiva y radical de la sociedad burguesa (cuyo carácter violento, explotador y
rapaz es destructivo para las personas), abriendo el camino para el desarrollo práctico-
cognoscitivo del humanismo proletario y promoviendo la lucha consecuente y racional para
modificar cualitativamente, en sus propias raíces, la sociedad y lograr nuevas formas de
convivencia y actividad sociales.
Evidentemente, en Marx la crítica científico-revolucionaria del capitalismo contiene
una denuncia moral, pero de ningún modo esa crítica puede ser reducida a mera “protesta
ética” contra el sistema. Para él, la ciencia no era un quehacer abstracto, impersonal y
ubicado por encima de los individuos, sino una actividad social puesta al servicio de la
transformación del mundo para beneficio efectivo de los seres humanos, orientada de modo
concreto al logro de su bienestar y su más amplio y profundo desarrollo reales. Por eso,
toda su labor teórico-política y en particular El Capital constituyen una obra científica en
cuyos análisis y conclusiones objetivos se constata sin mayor esfuerzo la presencia de una
dimensión moral, de juicios valorativos. Por eso mismo, caracterizó al capitalismo como
“un régimen de producción en el que el obrero existe para las necesidades de explotación
de los valores ya creados, en vez de que la riqueza material exista para las necesidades del
desarrollo del obrero” y del conjunto de la población oprimida, situación objetiva que
incluye todos los niveles de la subjetividad social e individual. En la sociedad burguesa,
dentro de la típica anarquía mercantil y la explotación del quehacer atomizado de los
hombres, el movimiento social de las personas toma la forma de movimiento de cosas y las
relaciones productivas, los medios de producción y los productos en general se reifican,
autonomizan y funcionan de acuerdo a su propia dinámica. El resultado necesario de esta
inversión fetichista es la cosificación de los hombres, su alienación, el despojo de sus
atributos y fuerzas humanas que los lleva a ser “esclavizados por los productos de sus
propios brazos”, por las cosas que los someten, controlan y aplastan.
En los marcos del capitalismo, ese despojo fetichista de los atributos y fuerzas
inherentes al hombre que sufren los individuos implica considerarlos simples engranajes
impersonales del proceso productivo y, a la vez, negarles las condiciones materiales y
espirituales exigidas por una vida realmente humana. Por tanto, la propia dinámica de la
economía mercantil genera de manera inevitable la degradación física e intelectual de los
trabajadores y las más amplias masas sociales. El capital no sólo les roba el sol, el aire
puro, el alimento, el sueño, la salud y la propia vida, instalando como “naturales” la
miseria, la tugurización, la insalubridad ambiental, la sub-nutrición, la alteración del
desarrollo corporal, la pérdida de resistencia a los agentes patógenos, la aceleración del
agostamiento físico e incluso la muerte prematura; sino que también les impone la sumisión
ante el despotismo de los propietarios, una vida cotidiana sin horizonte, la deformación de
las relaciones familiares, la ignorancia, el embrutecimiento y el envilecimiento moral,
arrebatándoles el tiempo necesario para la educación y el acceso a la cultura, la
participación en las actividades sociales y el mejoramiento de las cualidades personales.
Constreñido por la división capitalista del trabajo, convertido en cosa y explotado, el
individuo “común y corriente” está aislado y aprisionado por una suerte de camisa de
fuerza que le impide el despliegue de sus potencialidades y el desarrollo de sus
capacidades, haciéndole sentirse tullido en su creatividad, reprimido en su afectividad y
mutilado en su personalidad.
Desde el inicio de su actividad teórico-política y en el curso de esta labor, Marx fue
examinando desde el punto de vista del proletariado las contradicciones y antagonismos
inherentes a la sociedad burguesa y el modo altamente agresivo de su impacto en la vida, el
quehacer y el desarrollo de los hombres concretos. Y en sus obras de madurez intelectual y
científica, especialmente en El Capital, desentrañó objetiva y definitivamente el carácter y
el contenido históricos del modo de producción capitalista, poniendo a luz con gran
minuciosidad su estructura, su funcionamiento, sus mecanismos y sus terribles efectos en la
existencia de las personas. Los análisis de la jornada de trabajo, de la maquinaria y la gran
industria, de la acumulación originaria del capital o de la ley general de la acumulación
capitalista, entre muchos otros, muestran cómo la producción burguesa destruye a los
trabajadores en general y a las mujeres y niños en particular. Así, en Marx el examen
científico-crítico de la objetividad social jamás estuvo divorciado de la consideración del
hombre como valor supremo, de la preocupación por los sujetos reales que construyen esa
objetividad y que son condicionados por ella misma.
Por tanto, en el estudio del capitalismo unificó dialécticamente la tarea científica
económico-social, la crítica política y la denuncia moral para demostrar que constituye un
sistema intrínsecamente anti-humano asentado en la salvaje explotación de las personas y
en la transformación de “el sudor y la sangre de los hombres en mercancías”, representando
“una dilapidación sin escrúpulos de la vida humana”. Marx mostró con exactitud, por
ejemplo, que la extracción de plusvalía es un mecanismo de expoliación, sojuzgamiento y
opresión de los trabajadores, mecanismo vital en la dinámica de las fetichizadas relaciones
mercantiles capitalistas que rebajan a los hombres a la mera condición de instrumentos de
la producción, con todas las perversas consecuencias del caso. Y, a la vez, evidenció que
para la burguesía, sus economistas políticos y sus ideólogos tal extracción es algo
“aséptico” y carente de cualquier tipo de implicación moral puesto que está en relación
directa con un “contrato libre y justo” en el que la venta de la fuerza de trabajo se realiza de
acuerdo con todas las reglas del mercado. La develación científica del objetivo significado
económico-social y político de la plusvalía no sólo mostró, entonces, la entraña rapaz y
opresora del capitalismo, sino que también desnudó en toda su miseria el ampuloso,
embustero y amoral discurso de la ética burguesa (27).
Históricamente, en el despliegue de la civilización y de la lucha de clases, desde su
particular condición los esclavos y los siervos pusieron en alto valores morales concretos
como la vida humana, la libertad, la igualdad y la justicia; por su parte, los explotadores se
apropiaron de esos valores y los vaciaron de contenido objetivo para presentarlos como
propios y utilizarlos en el logro de sus fines de clase. La burguesía hizo lo mismo con la
libertad, la igualdad y la fraternidad levantadas por las grandes masas desposeídas,
convirtiéndolas en trampas discursivas encubridoras de la coerción del trabajo asalariado, la
inequidad y el aplastamiento de los hombres, y la ferocidad competitiva típica del régimen
mercantil. Marx reivindicó para el proletariado los históricos valores morales de los
oprimidos, les dio un contenido nuevo y un sentido revolucionario y, como fundamento
ético, los esgrimió en la denuncia del capitalismo. Contra el avasallamiento y la alienación
de los trabajadores, planteó que su libertad tenía que significar unión consciente para luchar
por la abolición de la tiranía del fetichizado y anárquico mercado burgués, abrir paso al
control racional sobre la naturaleza, la producción y la vida social en general, y acabar a la
vez con la imperante desigualdad y el desarrollo limitado y deformado de los hombres
permitiendo el amplio e integral despliegue de todas las facultades humanas.
Frente al explícito humanismo proletario marxiano, expuesto particularmente en El
Capital y en la teoría del fetichismo de la mercancía, aparece como un total sinsentido el
“anti-humanismo” postulado por Althusser y la llamada “Escuela de París”. Tergiversando
a Marx y atribuyéndole criterios por completo ajenos a su pensamiento, ese intelectual
aseveró que el marxismo debe “prescindir por completo de los servicios teóricos del
concepto hombre”, ya que “los conceptos a través de los cuales Marx piensa la realidad…
no hacen intervenir ni una sola vez, como conceptos teóricos, los conceptos de hombre o de
humanismo”; y consideró necesario colocar en lugar de éstos las nociones de fuerzas
productivas, relaciones de producción, etc. (28). Evidentemente, para el académico francés
esas fuerzas y relaciones han “surgido” sin requerir de los hombres para su creación y
transformación históricas. Sin embargo, incluso una simple ojeada a cualquiera de los
escritos de Marx, para no hablar ya específicamente de los de su madurez teórico-política,
desbarata esa opinión a la que cabe calificar con suavidad como de suma extravagancia y
contraria al más elemental sentido de la realidad.
Pero ese despropósito “anti-humanista” althusseriano no es algo aislado, sino que
ensambla con otro igualmente absurdo que reduce al ser humano a casi nada: el hombre no
sería sujeto de la historia, es decir, no la construiría, porque la historia es un “proceso sin
sujeto”; en esencia, el hombre sería apenas mero “soporte” pasivo de relaciones de
producción que lo manejan cual marioneta y deciden por él. Si por ventura fuese así,
entonces los hombres jamás habrían podido usar su conciencia, su voluntad y sus propias
acciones para modificar el mundo de acuerdo a sus propios fines y modificarse a sí mismos
en tal proceso; ni tampoco revolucionar históricamente la sociedad y transformar con ello
las relaciones sociales dadas para dotarse de otras nuevas y superiores. La insensatez es,
pues, más que evidente, aunque a través del ejemplo de Althusser resulta viable graficar la
dramática condición del académico inicialmente progresista (o incluso revolucionario) que
por insuficiencias de su práctica concreta afloja y debilita sus vínculos con el quehacer
social real, ignora o deja de lado el punto de vista clasista y la lucha de clases, se torna muy
vulnerable a la influencia ideológica burguesa, pierde lastimosamente la perspectiva, se
refugia en la torre de marfil de su cátedra y desde ese triste aislamiento se dedica a
elucubrar absurdidades deshumanizadoras y pesimistas que, de uno u otro modo, coinciden
con los engendros “teóricos” que siempre está fabricando la reacción.
En tercer lugar, sintetizando un amplio conjunto de investigaciones realizadas en el
curso de años de actividad teórico-política, en El Capital y en la teoría del fetichismo de la
mercancía está presente una teoría del poder, de la dominación socio-política burguesa y
del Estado como su elemento instrumental (29). En las Tesis sobre Feuerbach, Marx había
puesto en evidencia que toda la realidad del hombre concreto es práctica y está determinada
por la praxis, es decir, por las interacciones objetivo-subjetivas de los individuos para
producir y transformar el mundo socio-natural en el que se insertan, lo que equivale al
proceso histórico entendido como el sucesivo y cambiante conjunto de las relaciones
sociales. Y ya desde el materialismo histórico precisó en La ideología alemana que durante
la comunidad gentilicia en esa práctica estaba implícita la dimensión política en su sentido
más amplio, o sea, como uno de los aspectos básicos de los nexos entre las personas, como
actividad extensiva a toda la sociedad y ejercida por todos los sujetos en condiciones de
igualdad (sin reducciones al ámbito grupal, formal o institucional). Pero en las sociedades
de clases antagónicas (esclavismo, feudalismo, capitalismo), la propiedad privada sobre los
medios de producción instaló históricamente una particular división social del trabajo,
estableció específicas relaciones sociales de desigualdad y explotación de los hombres en
beneficio de la clase propietaria dada, y la política se tornó clasista. En esas sociedades,
tales nexos entre los individuos están siempre atravesados por relaciones políticas de clase,
por relaciones de fuerzas y tensiones entre clases y grupos con intereses contrapuestos que
pugnan, cada cual desde posiciones diferenciadas y según sus propias expectativas, por
edificar un orden económico y socio-cultural determinado (y no otro).
La clase propietaria de los medios de producción asegura, entonces, la vigencia y
reproducción de su sistema de explotación imponiendo su dominio sobre el resto de la
sociedad a través del Estado (organismo político organizativo-represivo que responde a sus
intereses particulares), monopolizando los medios de control social y utilizando en general
y para sus propios fines el conjunto de la superestructura ideológico-jurídica. Ejerce así el
poder global como función de la organización social histórico-concreta y lo orienta hacia la
dirección/ajuste de las acciones de los individuos para lograr un determinado equilibrio de
los contradictorios intereses existentes (clasistas, grupales y personales) y subordinarlos a
una voluntad única apelando tanto a la coerción como a la persuasión. Por consiguiente, el
poder y su ejercicio nunca son espontáneos, sino que constituyen el resultado de una
compleja urdimbre de relaciones entre clases/grupos y medios de control social, cuya
configuración exige el diseño y la organización de formas específicas de manejo de la
sociedad para garantizar la conservación y reproducción de las relaciones sociales sobre las
que se asienta el modo de producción concreto. El poder está, pues, ligado siempre y de
modo inseparable a la economía, la política (actividad social referida a las relaciones entre
los grupos, las clases y las naciones), la ideología y la cultura; y su esencia radica en la
posesión, la utilización y el mantenimiento del aparato estatal y la autoridad indiscutible
que éste lleva consigo.
Sobre estas bases materialista-históricas, en El Capital y con la teoría del fetichismo
de la mercancía Marx no sólo elaboró una teoría de la explotación económica centrada en la
generación, extracción y utilización de plusvalía, sino que también forjó una teoría del
poder y la dominación socio-política que abarca tanto el mando y la opresión dentro de la
economía mercantil, cuanto la dinámica de la superestructura: el Estado, los partidos
políticos, el derecho, la cultura, el arte, etc. Es decir, elaboró una teoría del poder
correspondiente de modo específico a la sociedad capitalista, en la que la economía y el
mercado “puros” son simples ilusiones ya que ambos están siempre configurados y
atravesados en su esencia más íntima por relaciones de poder y de fuerza entre clases
sociales con intereses antagónicos. El poder/dominación de la burguesía engloba así las
relaciones sociales de producción, intercambio, distribución y consumo, o sea, la totalidad
de la economía, junto con la política, el Estado, la ideología y la cultura. Por ello, la crítica
marxiana de ese poder/dominación (al igual que la crítica de la economía política y del
fetichismo mercantil) es inseparable del análisis del papel de la subjetividad social y de la
lucha de clases como claves de la dinámica histórica.
De ninguna manera, entonces, ese poder/dominación es un simple accesorio social, ni
sólo un elemento superpuesto en la estructura económica de la sociedad burguesa. Por el
contrario, constituye objetivamente un componente esencial en las relaciones sociales
mercantil-capitalistas, un vital e ínsito integrante de esas relaciones de explotación del
trabajo humano desnudadas por Marx. En El Capital, quedó claramente evidenciado que
históricamente tal poder estaba ya presente, en sus formas embrionarias, en el doble
proceso dialéctico de formación del capital como relación de producción y de configuración
de la burguesía como clase. Se encuentra en la génesis del capital comercial dentro del
feudalismo, cuando el artesano enriquecido incursionó con gran vigor en el comercio de
diversos productos y mercancías elaboradas por otros, compitiendo a brazo partido para
acumular y concentrar dinero, actuando además como banquero de príncipes y señores,
acrecentando sus caudales con el cobro de altos intereses en cada préstamo, llevando el
lucro al nivel de dogma, deviniendo capitalista mercantil, ampliando sus espacios sociales y
adquiriendo influencia y poder en la actividad y las decisiones de la clase dominante. Y
también en el origen del capital industrial, cuando el artesano boyante comenzó a utilizar en
su taller la mano de obra de otros artesanos a cambio de un pago (de un proto-salario)
apropiándose del producto del trabajo para venderlo con ventaja, a explotar a los artesanos
rurales mediante la usura y la compra a bajos precios de sus productos, a condicionar de
modo paulatino y sin escrúpulo alguno la vida y actividad de los operarios y de la
población, a ampliar cada vez más su producción expandiendo las relaciones monetario-
mercantiles, a rendir pleitesía a la ganancia, a ejercer un determinado y ascendente control
de los mercados, a irse convirtiendo en capitalista industrial y a lograr un creciente poder
económico-social. Sin la mediación de relaciones de poder, pues, el capital no habría
podido formarse históricamente como relación social, ni la burguesía configurarse como
clase.
El embrionario poder burgués, implícito en las nacientes relaciones sociales
capitalistas, se fue desplegando y robusteciendo con la expansión de éstas a través del
comercio y la producción de mercancías, hallando coberturas concretas para expresarse con
vigor y hacerse más evidente en el proceso de acumulación originaria del capital. Este
proceso histórico implicó la alianza socio-política de la burguesía con un sector
terrateniente ávido de dinero y el uso del poder económico y de la fuerza más brutal para
despojar de todo medio de producción y consumo independientes a los productores directos
(campesinos y pequeños artesanos) dejándoles como única posibilidad de subsistencia la
venta de su fuerza de trabajo, es decir, transformándolos violentamente en obreros
asalariados sometidos a la férula del patrón. Quedó abierto así el camino para el
acrecentamiento constante de la fuerza social de la burguesía con la conversión acelerada
de los medios de producción y del dinero en capital. Con el vuelco de grandes masas hacia
el trabajo asalariado, la producción manufacturera se vio impulsada de modo notable,
extendiéndose las relaciones monetario-mercantiles y aumentando el poder de la nueva
clase en ascenso. De allí y en adelante, las relaciones sociales propugnadas e impulsadas
por la burguesía se fueron mostrando abiertamente como opuestas y alternativas a las
relaciones feudales; y, a medida que esa clase iba forjando sus propios instrumentos
ideológico-políticos, institucionales y culturales, el poder burgués fue apareciendo cada vez
más como un poder político orientado al derrocamiento del Estado y el poder de la
aristocracia terrateniente. Esto último se hizo realidad con la Revolución Francesa para
implantar a plenitud y con carácter dominante las relaciones sociales capitalistas,
edificando la sociedad, el Estado y la cultura correspondientes en su totalidad al poder y los
intereses, necesidades y expectativas del capital.
Así, pues, el poder/dominación socio-política de la burguesía es un elemento ingénito
en las relaciones sociales mercantiles capitalistas. En consecuencia, en El Capital y en la
teoría del fetichismo de la mercancía Marx no sólo explicó científicamente el trabajo
abstracto, el valor y las relaciones sociales capitalistas, sino que también dio amplia cuenta
del poder burgués, del Estado que sirve a sus intereses y de los mecanismos de dominación
social, política e ideológico-cultural. Ahora bien, como ya quedó anotado antes, el carácter
fetichista del mundo mercantil se origina en la peculiar índole del trabajo que produce
mercancías, en el trabajo social global o trabajo abstracto existente sólo en los marcos del
capitalismo. La socialidad indirecta de ese trabajo escapa al control racional a priori de los
productores porque la homologación de los productos ocurre a posteriori, a través de su
cambio en el mercado, dando lugar a su fetichización. Con ello, el carácter social del
trabajo de los sujetos sociales se traduce en el valor de los objetos (mercancías) y la
relación entre el trabajo social global y las independientes unidades productoras de
mercancías queda convertida en una relación “autónoma” de las propias mercancías entre
sí. Por último, la igualación de todos los tipos de trabajo en el trabajo abstracto se proyecta
como igualdad de los valores de las mercancías, las cuales pueden ser comparadas e
intercambiadas porque supuestamente contienen “en sí mismas” valor (es decir, en la
conciencia inmediata desaparece el trabajo social global y el valor aparece como una
propiedad de las propias cosas). Todo este proceso implica una inversión entre el sujeto
productor y el objeto (o relación) producido: el primero es sustituido por el segundo que
deviene fetiche con vida y vínculos propios, autonomizado y ubicado por encima de su
creador para dominarlo.
Así, el modo de producción capitalista introduce históricamente en la sociedad
humana el fetichismo mercantil que compagina la personificación de las cosas y la
cosificación de las personas, determinando que las relaciones sociales resulten reificadas,
que los nexos reales entre los hombres sean suplantados por vínculos entre objetos (como
mediadores exclusivos de los lazos objetivos e intersubjetivos a nivel social) y que los
procesos sociales cosificados se impongan aplastando a las subjetividades, apareciendo de
modo ilusorio como externos a los sujetos y sin nexos con ellos. La dinámica de esta
“objetividad absoluta” se libera de todo control humano y no sólo se torna independiente de
la conciencia y la voluntad colectivas e individuales, sino que también rige tiránicamente la
vida social. Con el proceso de fetichización, entonces. la percepción y el entendimiento de
la realidad resultan profundamente distorsionados: la totalidad social aparece fragmentada;
cada parte aislada adquiere fantasmagórica independencia y “racionalidad” propia para
elevarse a la condición de máxima categoría; cualquier proceso de desarrollo parece estar
congelado y cristalizado con lo que cada instancia de lo social se considera, ideológica o
discursivamente, fija e inmodificable; y la irracionalidad del conjunto fragmentado se
presenta como “natural” y “eterna”.
Este complejo y multifacético proceso objetivo depende de la existencia histórica del
capital y obedece por completo a su movimiento, siendo altamente funcional para el
encubrimiento y justificación de la esclavitud del trabajo asalariado y del conjunto de
elementos que hacen posible el poder/dominación de la burguesía insertado en la entraña
misma de las relaciones sociales capitalistas. El proceso de fetichización mercantil genera
un sujeto abstracto y alienado, que no controla sus propias prácticas y es empujado a
subordinarse a una lógica social ajena a él mismo, tiránicamente impuesta como necesidad
ciega y operante a sus espaldas para coaccionarlo y someterlo. Como dice Marx, el sujeto
social avasallado por los fetiches construye una “objetividad espectral” que se corresponde
con una “subjetividad espectral”.
Con el fetichismo imperante en la sociedad mercantil capitalista (que desde sus
orígenes históricos ha ido desplegando sus potencialidades para estar en la actualidad
“mundializada”), los seres humanos quedan borrados, su soberanía política es arrasada y
sus posibilidades de decisión racional resultan desbaratadas dentro del ordenamiento social
alienado que ejerce un control despótico sobre su vida cotidiana y agrede sin pausa su
psiquismo y su salud mental. En este proceso, el capital y su poder/dominación se presentan
como elementos misteriosos y místicos, dotados de características absolutas, omnipotentes
y “auto-suficientes”, carentes de todo vínculo concreto con los sujetos sociales que, en
realidad, son la fuente que los nutre. Por extensión, lo mismo ocurre con el Estado burgués,
con su presunto carácter “neutral” y su aparente ubicación “por encima” de los sujetos y las
clases. Ese Estado cumple una vital función organizativa: la permanencia y la reproducción
de las condiciones de existencia del modo productivo capitalista exigen necesariamente que
esas condiciones adquieran forma jurídica, calidad de derecho general emanado de un
Estado que se auto-define como representante de “todos” los individuos, pero que de hecho
constituye la institucionalización (legitimada por la ideología, la costumbre y la coerción)
de los intereses concretos y particulares de la burguesía como clase.
En el capitalismo, señala Marx, la existencia, las funciones y la sostenibilidad del
sistema social requieren que el poder/dominación económico de los intereses privados
burgueses sea impuesto al conjunto de la sociedad mediante formas jurídico-políticas
típicas y plenamente diferenciadas. El interés privado general (es decir, el de la propiedad y
la libertad burguesas como condición del movimiento autónomo del capital) asume,
entonces, el carácter de público y con esta asignación política encubre su raíz y su
naturaleza de clase, de modo que bajo la forma jurídico-política (derecho y Estado) se
promueve e impulsa el interés privado que surge natural y espontáneamente de la esencia
de la estructura económica capitalista. Así, el nivel súper-estructural jurídico-político
aparece configurado idealmente como instancia teórico-conceptual: la “sociedad política” y
la “ciudadanía” separadas de la “sociedad civil” y el productor privado. Frente a esto, el
poder real dominante en la sociedad, o sea, la riqueza en forma de movimiento del capital,
es percibido como la capacidad de una entidad ideal: el Estado, cuya función social es
permitir y garantizar el ejercicio de los derechos individuales (la propiedad y la libertad de
la clase dominante). El Estado justifica y legitima su actividad apelando al supuesto origen
contractual del poder que, en última instancia, emanaría de los propios derechos “naturales”
de los individuos y, con ello, el contenido económico objetivo del “contrato social” queda
recubierto y ocultado por una forma política. Además, el Estado asegura su actividad con la
monopolización del ejercicio de la coerción: ya en el Manifiesto Marx y Engels habían
señalado que “el poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una
clase para la opresión de la otra”.
Por consiguiente, merced al fetichismo mercantil, la realización del proceso de
producción y reproducción del capital se efectúa a través de un “contrato” supuestamente
basado en el “libre acuerdo” de voluntades privadas y cuya vigencia está garantizada por el
Estado, pero en los hechos ello sólo expresa un poder económico y un dominio social
ejercidos de modo despótico por el propio movimiento del capital, asegurado a su vez por
la protección jurídico-represiva a la propiedad y a la libertad burguesas. Esta dominación
social para explotar el trabajo humano está, entonces, disfrazada y justificada: reviste una
forma política (la relación contractual), pero su contenido es económico. Mucho antes de
escribir El Capital, Marx ya había detectado esta trampa ideológico-práctica: “Si se ve en el
poder el fundamento del derecho,… tendremos que el derecho, la ley, etc. son sólo el signo,
la manifestación de otras relaciones, sobre las que descansa el poder del Estado. La vida
material de los individuos, que en modo alguno depende de su simple ‘voluntad’, su modo
de producción y la forma de intercambio, que se condicionan mutuamente, constituyen la
base real del Estado y se mantienen como tales en todas las fases en que siguen siendo
necesarias la división del trabajo y la propiedad privada, con absoluta independencia de la
voluntad de los individuos”.
Marx agregaba que “estas relaciones reales, lejos de ser creadas por el poder del
Estado, son, por el contrario, el poder que lo crea. Los individuos que dominan bajo estas
relaciones, con independencia de que su poder deba constituirse como Estado, tienen que
dar necesariamente a su voluntad, condicionada por tales determinadas relaciones, una
expresión general como voluntad del Estado, como ley (expresión cuyo contenido viene
siempre dado por las relaciones de esta clase, como con la mayor claridad demuestran el
derecho privado y el derecho penal)… Su dominación individual ha de ser, al mismo
tiempo, una dominación general. Su poder individual descansa sobre condiciones de vida
que se desarrollan como comunes a muchos y cuya continuidad ha de afirmarlos como
dominantes frente a los demás y, a la vez, como vigentes para todos. La expresión de esta
voluntad condicionada por sus intereses comunes es la ley”. Por tanto, “como el Estado es
la forma bajo la que los individuos de una clase determinada hacen valer sus intereses
comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época,… todas las
instituciones tienen como mediador al Estado y adquieren a través de él una forma política.
De ahí la ilusión de que la ley se basa en la voluntad y, además, en la voluntad desgajada de
su base real, en la voluntad libre. Y, del mismo modo, se reduce el derecho, a su vez, a la
ley” (30).
Así como en todo este proceso el fetichismo oculta las relaciones reales y las suplanta
por otras aparentes, del mismo modo con el dominio general del mercado se impone una
falsa idea de comunidad, la cual ha sido objetivamente expropiada a los sujetos sociales.
Históricamente, la propiedad privada y el poder de clase dominante destruyeron de hecho
los nexos comunitarios que primigeniamente unían solidariamente a los hombres; y en el
capitalismo esos vínculos han sido pulverizados por el brutal predominio de las relaciones
mercantiles, el valor, el dinero y el capital que, como dice Marx, sumergen a los individuos
en “las heladas aguas del cálculo egoísta”. Pero esos nexos triturados retornan de modo
ilusorio y deformado en la fantasmagórica “objetividad espectral” del trabajo abstracto. La
comunidad aplastada y reprimida regresa como ficticio conjunto de relaciones entre
fetiches (mercancías, valores, dinero, capital) que suplantan a las relaciones entre los
individuos y sacralizan el poder/dominación de la burguesía. En esa quimérica comunidad,
tal poder/dominación está ya extendido desde el campo de la producción a la totalidad
social.
En concordancia con su particular estructura, las sociedades de clases antagónicas del
pasado produjeron sus propias supersticiones. Dentro del capitalismo, el fetichismo de la
mercancía determina la alienación del conjunto de la sociedad burguesa: el mercado es una
suerte de deidad a la que se rinde pleitesía y se trata con unción religiosa, ya que aparenta
tener vida propia y capacidad ilimitada para reproducirse por sí mismo al margen de los
hombres. Aparece, pues, como algo radicalmente externo a la historia y a su discurrir
objetivo, como una “entidad” en la que las leyes y categorías económicas tienen una
dinámica exclusiva y están exoneradas de todo vínculo con los sujetos sociales y sus reales
relaciones mutuas (de poder, conflictos y luchas entre clases contrapuestas), sancionándose
así la “eternidad” de la explotación y del poder/dominación de la burguesía. Este reflejo
fantástico de la realidad social deforma la conciencia y las prácticas de los individuos
expoliados, los confunde, embota y extravía, les presenta como “natural” e inmodificable
su sometimiento social y les impide el entendimiento del origen de su calamitosa situación,
imponiéndoles el opresivo reinado de un yugo irracional.
Ahora bien, uno de los grandes logros científicos de Marx en el campo político fue el
descubrimiento del carácter de clase del Estado y de todo fenómeno estatal, mostrando que
su “autonomía” y “superioridad” tienen origen y explicación en las contradicciones entre
las clases propias de una sociedad dada como totalidad. El Estado surge por la división de
la sociedad en clases antagónicas y su función reside en conservar y reproducir tal división
y las relaciones sociales correspondientes, garantizando que los intereses particulares y la
cultura de la clase dominante se impongan como interés general de la sociedad. En el modo
de producción capitalista, las relaciones de poder constituyen una de las determinaciones de
las relaciones sociales y, por ello, están necesariamente presentes en su configuración. Esas
relaciones sociales remiten a las categorías económicas fundamentales (mercancía, valor,
dinero, capital) y a su estrecha relación con el enfrentamiento de fuerzas en disputa, con la
lucha de clases que atraviesa sin excepción alguna la totalidad de las relaciones sociales
mismas.
Así, el ámbito del poder es aquel en el que se generan, conforman y reproducen las
relaciones sociales; es el campo en que, partiendo de relaciones históricamente anteriores,
se configuran y realizan relaciones nuevas que luego despliegan su proceso reproductivo.
En el capitalismo, las relaciones sociales están constituidas desde relaciones de fuerza entre
los polos sociales, es decir, sobre la base de contradicciones antagónicas y confrontaciones
de los sujetos históricos en presencia. Por ello, teniendo en cuenta el despotismo inherente a
las relaciones sociales capitalistas y el carácter de la estructura estatal, Marx enfatizó en la
identificación del Estado con sus aparatos coercitivos, ubicando en segundo plano los
aspectos persuasivos; o sea, consideró que en el Estado burgués (y en el Estado en general)
la represión era la modalidad principal utilizada por ese organismo no sólo para validar su
naturaleza y autoridad de clase, sino también para garantizar el mantenimiento del sistema
de explotación del trabajo asalariado. Esta apreciación marxiana del aspecto represivo
como elemento principal del poder/dominación socio-política de la burguesía correspondía
por entero al carácter real del Estado en un momento histórico en el que la expoliación y la
opresión de los trabajadores tenían las formas más brutales, con la participación política del
proletariado todavía reducida y realizada a través de la acción de combativas vanguardias
revolucionarias poco numerosas que desafiaban la autoridad estatal y estaban obligadas a
operar en la clandestinidad. Por tanto, la actividad represiva del Estado burgués ocupaba el
primer plano y, con total lógica, era objeto de atención prioritaria para Marx.
Sin embargo, en el tercio final del siglo XIX (y en los inicios del XX) el propio
desarrollo capitalista fue generando fenómenos nuevos: se aceleró la dinámica del capital,
ingresando raudamente a su fase monopólica y desplegándola; aumentó la magnitud del
proletariado y se diversificaron los métodos de explotación del trabajo asalariado; en
función del incremento y el perfeccionamiento de la producción, se concedió mayor
atención e importancia a la educación y la escolaridad; se expandió la institucionalidad
burguesa y aparecieron medios de difusión de vasto radio; avanzó la organización de la
clase obrera, surgiendo sindicatos que reunían a gran número de trabajadores, partidos
políticos obreros y populares legales y de masas, y periódicos proletarios de amplio tiraje;
se fue generalizando la “elección democrática” de gobiernos y parlamentos vía el sufragio
universal directo y secreto; empezó a manifestarse la lucha de las mujeres por la conquista
de derechos ciudadanos y laborales; etc. (31). Todo esto se reflejó en la expansión de la
acción política del proletariado y las masas, cuyos combates se intensificaron determinando
a la vez como exigencia para el mantenimiento del orden burgués, por un lado, una mayor
complejidad y generalización de las estructuras y la actividad del Estado; y, por el otro, la
conformación orgánica dentro del Estado mismo de un ámbito nuevo dotado de funciones y
leyes específicas, espacio relativamente autónomo frente al campo económico y a los
propios aparatos represivos estatales.
Como todos los cambios anotados no ocurrieron de golpe ni simultáneamente, Marx
(que había fallecido en 1883) sólo pudo conocer el inicio de algunos de ellos, sin alcanzar a
verlos en su conjunto y en su proceso de desarrollo. Aunque los elementos esenciales de su
teoría del poder/dominación y del Estado ya estaban precisados y expuestos, le resultó
imposible afinarla incorporando en ella los cambios socio-políticos e ideológico-culturales
producidos y las funciones específicas del nuevo y esencial ámbito de las relaciones de
poder/dominación en la sociedad capitalista desarrollada, es decir, las características
funciones de lo que él denominó “trama privada” dentro de la llamada “sociedad civil”. Por
tanto, la realización de esa tarea tendría que correr a cargo de sus más consecuentes y
firmes continuadores. Lenin, el principal y más importante de éstos, registró los cambios
económicos, sociales y políticos que tenían lugar en la sociedad capitalista y desarrolló en
las nuevas condiciones la teoría marxiana del poder/dominación y del Estado burgueses. En
numerosos escritos (por ejemplo, en El Estado y la revolución de 1917 y en Acerca del
Estado de 1919) insistió en el carácter represivo del aparato estatal, pero también resaltó el
papel activo de los aspectos ideológico-culturales tanto en el ejercicio del poder de clase
explotadora cuanto en la lucha de los oprimidos contra ese poder. Por eso, Antonio Gramsci
señalaría que “Ilich” (como designaba a Lenin para evadir la censura carcelaria a sus
escritos), “el más grande teórico moderno de la filosofía de la praxis en el terreno de la
lucha y la organización política, con terminología política en oposición a las diversas
tendencias ‘economicistas’, ha revalorizado el frente cultural y construido la doctrina de la
hegemonía como complemento de la teoría del Estado-fuerza”. El propio Gramsci sería el
encargado de completar y enriquecer las elaboraciones de Marx, Engels y Lenin con una
“concepción ampliada del poder y del Estado” (32) en una época en la que la complejidad y
extensión de ambos era aún mayor. En consecuencia, es necesario anotar, aunque sólo fuere
en sus grandes líneas y sumariamente, los aspectos principales del cardinal aporte
gramsciano (33).
En la senda de Marx y asumiendo a plenitud sus esenciales descubrimientos, Gramsci
centró sus preocupaciones en el hombre y su praxis (acción y pensamiento fusionados), y
en la historia de esa praxis con la que los seres humanos transforman la naturaleza, edifican
la sociedad, crean la cultura y cambian a ambas dentro de un proceso en el que se van
modificando a sí mismos. Por ello, “interpretó” políticamente el materialismo histórico en
dos aspecto fundamentales: como filosofía de la praxis que, en calidad de nivel superior de
aprehensión de la realidad, deshace las disciplinas tradicionales (usualmente segmentadas
de modo metafísico en una ontología, una gnoseología y una antropología ahistóricas) y a
la vez reformula críticamente las elaboraciones válidas que contienen para integrarlas en
una totalidad orgánica y nueva, en un único molde historicista; y como teoría política de la
hegemonía, que se propone ligar de manera interna y coherente el materialismo histórico y
la ciencia política de la revolución. El gramsciano término “interpretación” significaba,
pues, evaluar críticamente las nuevas condiciones históricas del desarrollo capitalista y el
despliegue del poder/dominación de la burguesía, repensando los mecanismos políticos que
posibilitan aplicar creativamente la teoría revolucionaria al ámbito concreto de actuación.
En la línea de Marx, Engels y Lenin, asumió que la producción/reproducción de la
vida material de los hombres es el elemento socio-ontológico primario y el necesario punto
de partida para comprender y explicar la historia. Concibió, entonces, la sociedad como una
totalidad histórica cuyos componentes articulados e interactuantes están ligados orgánica
e indisolublemente entre sí, es decir, como una totalidad de relaciones sociales históricas y
concretas atravesadas en su integridad por la política, por la lucha de clases en la que
cumplen un papel central la ideología y la cultura. De este modo, rechazó la visión
metafísica de la sociedad como sumatoria arbitraria y mecánica de “factores” separados y
yuxtapuestos: “lo” económico, “lo” político y “lo” ideológico, cada cual marchando por su
lado. Se opuso así, por tanto, a un cierto “marxismo” rústico y vulgar que rebajaba los
postulados marxianos a un nivel economicista y tecnologista-productivista para asignar
dogmáticamente al “factor económico” el rol de determinante fundamental e inflexible de
los otros “factores”, que sólo serían epifenoménicos y subsidiarios. Gramsci, al igual que lo
hiciera Lukács, sometió a crítica el fetichismo implícito en la artificiosa separación entre las
relaciones sociales reducidas sólo a “económicas”, el poder circunscrito al campo “político”
y la ideología encerrada de hecho en el plano de las “ideas”, convertidos todos ellos en
“factores” aislados entre sí, reificados y autonomizados por diversos teóricos (entre ellos,
Bujarin).
Desde esta perspectiva materialista-histórica, Gramsci encaró el desarrollo social y la
cuestión del poder y el Estado burgueses. En sus Cuadernos de la cárcel (vasto y magnífico
mural teórico-político que reúne de modo aparentemente inorgánico diversos análisis de
aspectos de la filosofía y la ciencia, la economía y la política, las clases sociales y su
actividad, la ideología y la vida cotidiana, la intelectualidad y el conocimiento, la cultura, la
producción literaria y el arte), acuñó la fundamental noción de bloque histórico: “La
estructura y las superestructuras forman un ‘bloque histórico’, o sea, el conjunto complejo y
discordante de las superestructuras es un reflejo del conjunto de las relaciones sociales de
producción”. Como unidad de ambos elementos, el bloque histórico es equiparable a la
sociedad concreta, al Estado-nación, al Estado en sentido amplio o integral: en el bloque
existe una estructura social (las clases) en dependencia directa de las relaciones
productivas, y una superestructura ideológico-política derivada de tales relaciones y que
interactúa con ellas. Por tanto, la economía, la política, la ideología y la cultura constituyen
esferas distintas de la realidad social integradas en una infracturable unidad dialéctica y, a
la vez, poseedoras de una autonomía relativa; para decirlo con Marx, conforman la “unidad
de la diversidad”.
A partir de esta noción fundamental, en el proceso de elaboración de una teoría
política de la hegemonía Gramsci puso principalmente el acento en el estudio de tres
cuestiones centrales conectadas entre sí de modo interno y necesario. Primero, en el
vínculo entre estructura y superestructuras, en la naturaleza del nexo que realiza su unidad,
ya que “es el problema de las relaciones entre estructura y superestructuras el que es
necesario plantear exactamente y resolver para llegar a un análisis justo de las fuerzas que
operan en la historia en un período determinado y definir su relación”. La articulación
concreta del bloque histórico, la vinculación orgánica de sus componentes, corre a cargo de
ciertos grupos sociales diferenciados y especializados que tienen como función operar en el
nivel superestructural (y no en el económico): los intelectuales o “funcionarios de las
superestructuras”, cuyo carácter “orgánico” está en íntima relación con las clases a las que
representan, ante todo a la clase dominante en la sociedad. Segundo, en el modo en que la
“ideología” (sistema de valores culturales) penetra, se extiende ampliamente y cohesiona la
totalidad social, la cual sólo adquiere integridad cuando en su interior se ha construido y
establecido un “sistema hegemónico” bajo la dirección de la clase dominante y cuya
gestión está confiada a sus intelectuales orgánicos. Bloque histórico (es decir, unidad de la
estructura y las superestructuras) y hegemonía son, por tanto, dos nociones inseparables:
una determinada hegemonía sólo se realiza dentro del bloque histórico dado y éste se
articula alrededor de aquélla. Y Tercero, como cuestión más ligada a la acción política, en
las condiciones en que se produce la fractura de la hegemonía de la clase dominante, se
construye un nuevo sistema hegemónico y se crea un nuevo bloque histórico (34). Es
pertinente, entonces, examinar rápidamente los elementos anotados y su interconexión.
Analizando el bloque histórico, Gramsci señaló que las superestructuras vistas en sí
mismas conforman una totalidad compleja y dialécticamente contradictoria en cuyo seno se
pueden distinguir dos “planos” o esferas esenciales: a) la “sociedad política”, es decir, el
“Estado en sentido estricto” o “Estado-coerción” , el aparato estatal y sus organismos; y b)
la “sociedad civil”, el ámbito privado, la “trama privada” señalada por Marx, que constituye
“la base y el contenido ético” de la primera esfera, englobando la mayor parte de las
superestructuras y representando el elemento de intermediación entre la estructura
económica y la sociedad política. Desde esta distinción (“puramente metódica y no
orgánica”, puesto que “en la vida histórica y concreta la sociedad civil y la sociedad política
son una misma cosa”) y diferenciando también las funciones que cumple cada esfera en la
organización de la vida social y en la articulación y reproducción de las relaciones de
poder, Gramsci centró en las nuevas condiciones del desarrollo capitalista la cuestión del
poder/dominación y del Estado: conservó los fundamentos de la teoría marxiana y, al
mismo tiempo, la desarrolló y enriqueció con nuevas determinaciones.
Siguiendo puntualmente a Marx, señaló que la sociedad política corresponde a “la
función… de ‘dominio directo’ o de mando que se expresa en el Estado y en el gobierno
‘jurídico’ ”. Representa la “dictadura o aparato coercitivo para conformar a las masas del
pueblo de acuerdo al tipo de producción y de economía en un momento dado”; es decir, se
trata del “aparato de coerción estatal que asegura ‘legalmente’ la disciplina de aquellos
grupos que no ‘consienten’ activa ni pasivamente, pero que está constituido considerando
toda la sociedad en previsión de los momentos de crisis en el mando y en la dirección,
casos en los que no se da el consenso espontáneo”. La sociedad política está conformada
por el conjunto de organismos, instancias, mecanismos y actividades estatales capaces de
asegurar el poder de la clase dominante y la conservación del orden establecido mediante el
monopolio legalizado de la represión y la violencia, aunque sin limitarse al campo
policíaco-militar y abarcando también el gobierno jurídico como coacción legal. En tal
sentido, representa la prolongación y realización de la dirección económica e ideológica
dada por la clase dominante al conjunto de la sociedad.
En lo concerniente a la sociedad civil, Marx descartó la invertida noción hegeliana
acerca de ella como producto de las “propiedades naturales” del hombre, no dependiente de
la producción y basada en las acciones políticas, las legislaciones, la moral, etc. Por el
contrario, en La ideología alemana señaló que se trata del “verdadero hogar y escenario de
toda la historia”, es decir, del conjunto de relaciones sociales que en su integridad “abarca
todo el intercambio material de los individuos en una determinada fase del desarrollo de las
fuerzas productivas” e incluye las relaciones ideológico-políticas y las formas del Estado en
un período dado. Más adelante, destacando los aspectos súper-estructurales, puntualizó que
“la burguesía, después del establecimiento de la gran industria y el mercado universal,
conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el Estado representativo
moderno”. Luego, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte precisó que “mientras la
dominación de la clase burguesa no se hubiese organizado íntegramente, no hubiese
adquirido su verdadera expresión política, no podía destacarse tampoco de un modo puro el
antagonismo de las otras clases, ni podía, allí donde se destacaba, tomar el giro peligroso
que convierte toda lucha contra el poder del Estado en una lucha contra el capital”.
Describió, entonces, tal Estado, esa “verdadera expresión política” de la dominación, como
instrumento coercitivo en la lucha de clases (en otro lugar lo denominaría “máquina de
guerra nacional del capital contra el trabajo”) y también como ámbito de negociaciones y
compromisos políticos entre diferentes fracciones de la burguesía para distribuirse el poder
y arrastrar tras de sí a amplios sectores sociales, o sea, como espacio en el que se logran
consensos, anotando irónicamente: “Si los que están en las cimas del Estado tocan el violín,
¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?”. Posteriormente, en Crítica del
Programa de Gotha, Marx insistió en las funciones súper-estructurales del aparato estatal y
apuntó que el partido obrero alemán “en vez de tomar a la sociedad existente (y lo mismo
podemos decir de cualquier sociedad en el futuro) como base del Estado existente (o del
futuro, para una sociedad futura) considera más bien al Estado como un ser independiente,
con sus propios ‘fundamentos espirituales, morales y liberales’ ”.
Gramsci tuvo muy en cuenta los criterios marxianos, pero los ubicó dentro de las
nuevas condiciones del devenir capitalista y con notable originalidad los llevó más lejos.
Utilizó creativamente el método materialista-histórico para repensarlos y desarrollarlos,
centrando en el campo de las superestructuras a la sociedad civil, penetrando a fondo en
ella, descubriendo nuevas determinaciones del poder y de la función del Estado, y haciendo
un fundamental aporte a la teoría marxiana. Sobre la base de un examen minucioso de las
superestructuras y sus aspectos, renovó, precisó y enriqueció la noción de sociedad civil
estableciendo que en ella gran parte de esos aspectos refieren a los “aparatos privados de
hegemonía”, al “conjunto de los organismos vulgarmente llamados ‘privados’… y que
corresponden a la función de ‘hegemonía’ que el grupo dominante ejerce en toda la
sociedad”, o sea, a los organismos promotores de la participación socio-política voluntaria
basada en el consenso (y no en la coerción). La sociedad civil representa, entonces, “la
dirección intelectual y moral” del sistema social, “la hegemonía cultural y política de un
grupo social sobre el conjunto de la sociedad como contenido ético del Estado”, es decir, el
dominio ideológico-político ejercido por ese grupo.
Al respecto, apuntó que tomado en su sentido amplio o integral “cada Estado es ético
en cuanto una de sus funciones más importantes es la de elevar a la gran masa de la
población a un determinado nivel cultural y moral, nivel (o tipo) que corresponde a las
necesidades de desarrollo de las fuerzas productivas y, por consiguiente, a los intereses de
las clases dominantes. La escuela como función educativa positiva y los tribunales como
función educativa represiva y negativa son las actividades estatales más importantes en tal
sentido. Pero, en realidad, hacia el logro de dicho fin tienden una multiplicidad de otras
iniciativas y actividades denominadas privadas que forman el aparato de la hegemonía
política y cultural de las clases dominantes”. En otros términos, el Estado en su sentido
amplio “tiende a crear y mantener un cierto tipo de civilización y de ciudadano (y, por
ende, de convivencia y de relaciones individuales), tiende a hacer desaparecer ciertas
costumbres y actitudes y a difundir otras”, y para ello se vale como instrumentos del
“derecho… junto a la escuela y otras instituciones y actividades… logrando el máximo de
eficacia y de resultados positivos”.
Así, pues, en el seno de las superestructuras la sociedad civil está conformada por el
conjunto de las instituciones y organizaciones privadas que tienen a su cargo el logro de la
hegemonía, del consenso social, vía la elaboración y/o la difusión de las ideologías: los
partidos políticos, los gremios empresariales, las Iglesias, los sindicatos, las instituciones
educativas, las corporaciones que ordenan materialmente la cultura (a través de periódicos,
revistas, editoriales, medios de difusión masiva), las agrupaciones profesionales, etc. Y
junto a ella está la sociedad política aglutinando al conjunto de organismos y actividades
públicas de la superestructura que dan cuenta de la función coercitiva y gubernativa estatal,
y en ese sentido constituyendo una prolongación de la sociedad civil. Cada una de estas
esferas súper-estructurales se diferencia funcionalmente dentro de la organización global de
la vida social y del enlace y conservación/reproducción de las relaciones de poder; pero
ambas se interpenetran y condicionan recíprocamente para conformar el “Estado (en su
significado integral: dictadura + hegemonía)”, es decir, el Estado que Gramsci también
define como “sociedad política + sociedad civil, esto es, hegemonía acorazada de
coerción”. Por tanto, es absurdo pensar la dominación separada del consenso, o viceversa,
obviando su irrompible nexo orgánico y sus necesarias relaciones mutuas. (Sin embargo, en
la tarea de defender al capitalismo hay una legión de “teóricos” reformistas y reaccionarios
afanosamente empeñados en velar la coerción y deformar el pensamiento gramsciano para
presentarlo como si en él se privilegiara fetichistamente el consenso, intentando con ello
convertir esa artera falacia en el eje de una “teoría democrática” que convalida el
poder/dominación de clase en la sociedad vía la sacralización del electoralismo y el
parlamentarismo burgueses).
Gramsci, siguiendo a Marx, pone muy en claro que la sociedad civil no es un ámbito
idílico y armónico asentado en el “consenso ciudadano” y en el triunfo de la “democracia”,
ya que su historia es la historia de la lucha de clases, del dominio de unos grupos sociales
sobre otros; y que el tramado de la hegemonía está confeccionado por el monopolio del
poder, subordinaciones, exclusión social y hasta evidente corrupción. Por ello mismo, las
funciones de los dos ámbitos de las superestructuras “son precisamente organizativas y
conectivas”, siendo “los intelectuales… los ‘encargados’ por el grupo dominante para el
ejercicio de las funciones subalternas de la hegemonía social y del gobierno político, esto
es: 1) del consenso ‘espontáneo’ dado por las grandes masas de la población a la
orientación que imprime a la vida social el grupo dominante fundamental, consenso que
nace ‘históricamente’ del prestigio (y por tanto de la confianza) derivado por el grupo
dominante de su posición y de su función en el mundo de la producción; 2) del aparato de
coerción estatal”. Esta diferenciación funcional ocurre en el marco de una unidad dialéctica
que implica el uso alternativo o rotativo del consenso y la coerción: ningún sistema social
tiene al consenso como única base de la hegemonía, ni existe nación alguna en el que un
mismo grupo social puede mantener duraderamente su dominación utilizando sólo la
coerción. Esto remite, pues, a la unidad del bloque histórico, a la naturaleza del vínculo
orgánico que une a la estructura y las superestructuras y, en el seno de éstas, a sociedad
política y sociedad civil. Las diferentes fases evolutivas por las que atraviesa el bloque
histórico y el carácter de los nexos entre sus componentes en cada una de esas fases,
determinan la predominancia relativa de una u otra instancia de las superestructuras en un
momento dado según los intereses y necesidades concretos de la clase dominante, lo que se
traducirá en la práctica en un régimen abiertamente coercitivo (que no hace desaparecer la
hegemonía) o en uno ampliamente hegemónico (donde la coerción sigue cumpliendo su
rol). Una crisis orgánica del bloque histórico se resolverá, entonces, en un sentido o en el
otro. Sin embargo, la sociedad civil posee una autonomía relativa y, como portadora
material de la hegemonía, constituye la esfera de mediación entre la estructura económico-
social y la sociedad política (el Estado en su sentido estricto).
Por tanto, ambas esferas de la superestructura se complementan para conservar e
impulsar una base económica específica en correspondencia con los intereses y necesidades
de la burguesía como clase social fundamental que ejerce el poder/dominación. Pero cada
una de ellas establece también una objetividad social propia. Los portadores materiales de
la sociedad política son los aparatos del Estado desplegados y controlados por las
burocracias encargadas de viabilizar las acciones gubernamentales y la actividad policíaco-
militar. La sociedad civil tiene como portadores materiales a los “aparatos privados de
hegemonía”, es decir, a los organismos sociales encargados de promover la adhesión
colectiva y voluntaria al sistema y que son relativamente autónomos con respecto a la
sociedad política. Gramsci explica que el campo que abarcan tales organismos de la
sociedad civil es extremadamente vasto: es el terreno de la ideología entendida como
“concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, el derecho, la actividad
económica, en todas las manifestaciones de la vida intelectual y colectiva”. Así, en la
sociedad civil operan elementos que se interpenetran y complementan: a) la concepción del
mundo oficialmente asumida y difundida en todas las clases sociales, adaptándose a todos
los grupos para así ligarlos y subordinarlos a la clase dominante; b) la ideología específica
de esta clase, que engloba todas las ramas de la ideología, desde la economía y el derecho
hasta la ciencia, el arte, etc.; y c) la dirección ideológico-política de la sociedad, articulada
a su vez en tres niveles: las organizaciones que crean y difunden la ideología (la escuela,
los partidos, las Iglesias, etc.), la ideología propiamente dicha y los instrumentos técnicos
de difusión del material ideológico (los periódicos y revistas, las editoriales, las bibliotecas,
los medios de difusión masiva, etc.). La permanente acción conjunta de todos estos
elementos asegura el predominio intelectual y moral de la clase dominante, es decir, su
hegemonía.
Gramsci indica que por lo general el “Estado… se entiende como sociedad política (o
dictadura o aparato coactivo para configurar la masa popular según el tipo de producción y
la economía en un momento dado) y no como un equilibrio de la sociedad política con la
sociedad civil (o hegemonía de un grupo social sobre la sociedad nacional entera, ejercida a
través de organizaciones que suelen considerarse privadas, como la Iglesia, los sindicatos,
la escuela, etc.)”. Por tanto, es preciso discernir que “la supremacía de un grupo social se
manifiesta de dos modos, como ‘dominio’ y como ‘dirección intelectual y moral’. Un grupo
social es dominante respecto de los grupos adversarios que tiende a ‘liquidar’ o a someter
incluso con la fuerza armada, y es dirigente de los grupos afines o aliados. Un grupo social
puede y hasta tiene que ser dirigente desde antes de conquistar el poder gubernativo (esta es
una de las condiciones principales para la conquista del poder); luego, cuando ejerce el
poder y aunque lo tenga firmemente en las manos, se hace dominante, pero tiene que seguir
siendo también ‘dirigente’ ”. Esto constituye una necesidad para “la absorción gradual, pero
continua y obtenida con variada eficacia, de los elementos activos salidos de los grupos
aliados y hasta de los grupos adversarios y que parecían enemigos irreconciliables. En este
sentido, la dirección política se ha convertido en un aspecto de la función de dominio,
porque la absorción de las élites de los grupos enemigos lleva a la decapitación de éstos y a
su aniquilación por un período a menudo muy largo”, de modo que “puede y debe haber
una actividad hegemónica incluso antes de llegar al poder… y no se tiene que contar sólo
con la fuerza material que da el poder para ejercer una dirección eficaz”.
En este marco, “el hecho de la hegemonía presupone, sin duda, que se tengan en
cuenta los intereses y las tendencias de los grupos sobre los cuales se ejercerá la
hegemonía, que se constituya un cierto equilibrio de compromiso, o sea, que el grupo
dirigente haga sacrificios de orden económico-corporativo, pero también es indudable que
tales sacrificios y el mencionado compromiso no pueden referirse a lo esencial, porque si la
hegemonía es ético-política no puede dejar de ser también económica, no puede renunciar
a su fundamento en la función decisiva que ejerce el grupo dirigente en el núcleo decisivo
de la actividad económica”. Como anota M-A. Macciochi, “la clase dominante ejerce su
poder independientemente de los compromisos materiales con otras fuerzas sociales, no
sólo por medios de coerción, sino además por su visión del mundo, es decir, una filosofía,
una moral, costumbres, un sentido común que favorece el reconocimiento de su dominación
por las clases dominadas. En lenguaje histórico-político, esto significa que el ejercicio del
poder por una clase en un momento histórico determinado no sólo es la expresión de las
relaciones económicas dominantes en ese momento, sino que sirve para difundir ciertos
valores que, a su vez, están determinados por esas relaciones y por los compromisos
mediante los cuales dicha clase consigue agrupar en torno a ella a todo un conjunto de otras
fuerzas sociales con las que comparte, o aparenta compartir, su poder, aislando de este
modo, para oprimirla mejor, a la clase directamente antagónica” (35). Todo esto pone en
relieve la importancia de la sociedad civil y de los intelectuales que operan en ella para el
mantenimiento/reproducción del bloque histórico y de las relaciones de poder dentro de él,
porque, precisa Gramsci, “en los Estados más adelantados… la ‘sociedad civil’ se ha
convertido en una estructura muy compleja y resistente a los ‘asaltos’ catastróficos del
elemento económico inmediato (crisis, depresiones, etc.): las superestructuras de la
sociedad civil son como el sistema de trincheras de la guerra moderna”.
Ahora bien, como articulación interna de una situación histórica dada, el bloque
histórico no es estático, sino dinámico; pero su curso evolutivo no altera su esencia aunque
introduzca determinadas modificaciones en su propia estructura y en las superestructuras
correspondientes, cambios que, en todo caso, aseguran la vigencia del bloque mismo. En
función de ello y por estar fundamentalmente constituido alrededor de la hegemonía de la
clase explotadora dominante, su “sistema ideológico envuelve por completo al ciudadano,
lo integra desde la infancia en el universo escolar y más tarde en el de la Iglesia, el ejército,
la justicia, la cultura, el ocio y aún el sindicato, y así hasta la muerte, sin dejarle el menor
respiro; esta prisión de mil ventanas simboliza el reinado de una hegemonía cuya fuerza
reside menos en la coerción que en el hecho de que sus barrotes son tanto más eficaces
cuanto que son menos visibles” (36). Ese sistema ideológico ha penetrado a profundidad en
la conciencia individual y colectiva y es muy poderoso porque históricamente, como señala
Gramsci, “la concepción del mundo y de la objetividad del mundo… ha sido enraizada en
el pueblo por las religiones y las filosofías tradicionales convertidas en ‘sentido común’ ”,
es decir, en el conjunto de “caracteres difundidos y dispersos de un pensamiento genérico
de cierta época en determinado ambiente popular”.
Ese “sentido común” tiene como base la aceptación natural de una realidad exterior
al sujeto cognoscente, el cual considera verdaderas sus apreciaciones y afirmaciones acerca
de ella si corresponden y se adecúan (hasta cierto punto) a sus características, o falsas si son
discordantes con las mismas. Está asentado, pues, en un realismo ingenuo, en un
objetivismo simple e inmediatista que capta el mundo socio-natural de modo fraccionado y
estático (y no como una totalidad integrada en movimiento incesante, en cuyo seno surgen
y se despliegan múltiples procesos y relaciones esenciales y prácticas), quedando así
aprisionado por las apariencias y volviéndose una suerte de dogma sometido a una cuestión
de autoridad. Este hecho (vinculado inequívocamente con el fetichismo mercantil y la
alienación respectiva) tiene gran importancia porque, como apunta Gramsci, “el hombre
activo de la masa trabaja prácticamente, pero no tiene una clara conciencia de su operar no
obstante ser este obrar un conocimiento del mundo en la medida en que lo transforma. De
este modo, su conciencia teórica puede estar en contradicción histórica con su obrar. Poco
más o menos se diría que tiene dos conciencias teóricas (o una conciencia contradictoria):
una, implícita en su obrar y que le une en verdad a sus colaboradores en la transformación
práctica de la realidad; y otra, superficialmente explícita o verbal, que ha heredado del
pasado y recogido sin crítica. Sin embargo, esta conciencia verbal no deja de tener
consecuencias, pues con más o menos fuerza une a un grupo social determinado, influye
sobre su conciencia moral, sobre el trazado de su voluntad, y puede llegar al punto en que
la contradicción de la conciencia impide cualquier acción, decisión o elección produciendo
un estado de pasividad moral y política”.
En el logro de su hegemonía sobre el conjunto de la sociedad y luego en el de su
consolidación y refuerzo, la clase dominante explota de modo conveniente a sus intereses y
necesidades estas particularidades de la conciencia del “hombre activo de la masa” y de su
“filosofía” del sentido común impregnada de ideología. Esta “filosofía”, afirma Gramsci, es
“la ‘filosofía de los no filósofos’, o sea, la concepción del mundo absorbida acríticamente
por los diversos ambientes sociales y culturales en los que se desarrolla la individualidad
moral del hombre medio. El sentido común no es una concepción única, idéntica en el
tiempo y en el espacio: es el ‘folklore’ de la filosofía y, como el folklore, se presenta en
formas innumerables: su rasgo fundamental y más característico es el de constituir una
concepción (incluso en los cerebros individuales) disgregada, incoherente, inconsecuente,
correspondiente a la posición social y cultural de las multitudes de las que aquél es la
filosofía”. No obstante, esto “no significa que en el sentido común no haya verdades.
Significa que el sentido común es un concepto equívoco, contradictorio, multiforme, y que
referirse al sentido común como confirmación de la verdad es una insensatez”, porque se
trata de “un agregado caótico de concepciones dispersas y en él puede hallarse todo lo que
se quiera”.
Como ámbito de las opiniones cotidianas, en apariencia el sentido común se presenta
como una suerte de saber estático, “puro” y monolítico compartido por la generalidad de
sujetos de una colectividad o de un país. Pero en realidad se trata de un terreno que exuda
ideología por todos sus resquicios y de un móvil campo de batalla entre diversas maneras
de entender y explicar el mundo desde disímiles intereses y escalas de valores. El sentido
común imperante en un momento histórico dado constituye, pues, el resultado del
entrecruzamiento de diversas y, en innumerables ocasiones, contradictorias visiones de la
realidad; es el fruto de una prolongada conjunción de operaciones ideológicas y procesos
hegemónicos mediante los cuales la clase dominante logra generalizar e imponer como
universales sus particulares intereses, valores y puntos de vista cual si fuesen los de
“todos”. En este curso, la supremacía cultural de tal clase necesita ser “elástica” y poseer
amplia eficacia, lo que se consigue incorporando a la matriz ideológica elementos
culturales propios de las clases subalternas para dotarlos de otro contenido y subordinarlos
a las jerarquías de poder existentes. Sin embargo, a pesar de esta absorción el sentido
común resultante no es compacto y homogéneo, sino difuso y esencialmente contradictorio,
presentando también, como dice Gramsci, “núcleos de buen sentido” cuyo origen hay que
buscarlo en la memoria histórica colectivo-práctica y que, aun dispersos, siguen existiendo
con cierto vigor en los trabajadores y las masas populares. Así, el sentido común general
alberga los criterios más reaccionarios y, al mismo tiempo, los más democráticos: aquéllos
predominan sobre éstos en el contexto de la hegemonía socio-cultural de la clase
dominante, pero ambos encuentran expresión en la multiplicidad de tendencias políticas y
culturales contradictorias dentro de la vida social y del propio sentido común.
De este modo, el sentido común es utilizado por “los elementos de trinchera y de
fortaleza representados por los elementos de la sociedad civil” como un poderoso puntal
para la construcción y vigencia de la hegemonía de la clase explotadora dominante, pero
lleva en sí mismo el germen de su propia transformación. Esa hegemonía, reitera Gramsci,
constituye un proceso que expresa la conciencia y los valores organizados de modo práctico
a través de significaciones específicas y dominantes en un proceso social vivido de manera
contradictoria, incompleta y muchas veces hasta difusa. Es decir, la hegemonía de tal clase
equivale a la cultura que ella logra generalizar para otros segmentos sociales: su hegemonía
es idéntica a su cultura, pero a la vez es algo más que esa cultura porque también “incluye
necesariamente una distribución específica de poder, jerarquía e influencia”. Como
dirección política y cultural sobre los segmentos sociales “aliados” influidos por ella, la
hegemonía no se limita a ser consenso sino que también presupone violencia y coerción
sobre los “enemigos”. Por tanto, “la hegemonía nunca se acepta de forma pasiva, está
sujeta a la lucha, a la confrontación, a toda una serie de ‘tironeos’ ”. Debido a ello, tiene
que ser actualizada de modo constante, recreada, modificada continuamente y defendida a
toda costa en procura de neutralizar al adversario incluso incorporando cierto tipo de sus
reclamos para despojarlos de toda peligrosidad.
Esto implica que de ningún modo la hegemonía de la clase dominante puede ser
reducida a un sistema formal y cerrado de ideas “puras”, por completo homogéneas y
perfectamente ensambladas que apoyadas en el sentido común popular se imponen sin
mayor resistencia al conjunto de la sociedad. Constituye, más bien, un sistema abierto
donde convergen y se articulan diversos y contrapuestos intereses económico-sociales y
político-culturales, que objetivamente chocan entre sí de modo práctico e ideológico
aunque inicialmente sólo fuere en forma fragmentaria, heterogénea y dispersa por la
influencia del pasivo sentido común predominante. Pero dentro de estas con frontaciones
uno u otro grupo social subalterno va configurando su unidad orgánica y su cohesión
interna y elaborando, sobre la base de una orientación cultural, un sentimiento colectivo y
una estrategia política, una perspectiva de confrontación para el logro de su propia
hegemonía, ejerciendo constante presión sobre el sentido común de las masas para
dinamizarlo, modificarlo y ganarlo a sus posiciones en su intento de avanzar hacia la
conquista del poder.
Por tanto, la elasticidad del vínculo del sistema hegemónico de carácter abierto con
un sentido común en esencia contradictorio encierra la posibilidad real de operar sobre la
hegemonía burguesa para irla erosionando desde la crítica científica radical y la oposición
práctica al sistema social, es decir, desde la contra-hegemonía (que es afrontada en forma
continua por la hegemonía existente para contrarrestarla a través de remozamientos y
“recreaciones” e incluso de la coerción). Por su carácter histórico, el poder de la clase
explotadora nunca es absoluto: como no puede suprimir las contradicciones sociales y las
tensiones entre las clases, ni borrar las intenciones y los combates por la transformación
social, su propia dinámica genera resistencia y lucha para eliminarlo y, por ello mismo, su
hegemonía no es ni puede ser completamente determinante. El poder capitalista, presentado
ideológicamente y vivido por el sentido común como si fuese autónomo e inmodificable,
choca cada vez más abiertamente con la resistencia a él vigorizada desde una práctica
colectiva concreta de lucidez creciente por el aporte del conocimiento científico, lo que se
va traduciendo en la disolución progresiva de la ilusión de “eternidad” y “auto-suficiencia”
de la dominación (graficadas, por ejemplo, en distopías literario-políticas como las de
Aldous Huxley en Un mundo feliz o George Orwell en 1984), en el cambio paulatino y cada
vez más crítico del contenido del sentido común de las masas que se incorporan a la lucha
social, y en el debilitamiento de la hegemonía burguesa.
Todo esto pone en evidencia que la sociedad civil no es única y exclusivamente el
ámbito de operaciones de las instituciones y organismos privados encargados de construir y
mantener la hegemonía de la clase que domina socialmente, sino que también da cabida a la
presencia y acción de elementos representativos de los intereses y expectativas de las clases
subalternas. Constituye, pues, el campo de concurrencia de múltiples relaciones de poder,
un lugar de confrontación entre fuerzas sociales opuestas que ponen en juego sus propios
proyectos económico-sociales y político-culturales, pugnan por influir en la formación de
las subjetividades y colisionan en la definición de las agendas públicas; es decir, la
sociedad civil representa un espacio privilegiado de la lucha de clases. En la sociedad
civil, cada clase subalterna (o sectores determinados de ella) despliega esfuerzos para
construir su propia hegemonía, busca ampliar sus espacios de actuación formando y
haciendo actuar a sus intelectuales orgánicos, difunde sus proyectos, persigue ganar aliados
y vigorizarse políticamente con el logro de un consenso específico y un ejercicio dirigente.
A través de esa actividad, intenta generalizar la confrontación con la clase dominante
tratando de articular múltiples rebeldía particulares dentro de un proceso que expresa su
conciencia política, su ideología y sus valores, organizados todos de modo concreto
mediante significaciones y prácticas sociales.
Sin embargo, dentro del capitalismo las contradicciones entre la clase dominante y
las clases subalternas no tienen un signo único, ya que en un caso corresponden a conflictos
con clases “heredadas” de sistemas anteriores (el campesinado y la pequeña burguesía) y en
otro al antagonismo con una clase propia del sistema: el proletariado, clase fundamental al
igual que la burguesía. Por tanto, desde la perspectiva política las acciones de las diversas
fuerzas contra-hegemónicas no son equivalentes en términos absolutos. Las luchas que
realizan las clases no-fundamentales (por ejemplo, por mejores precios para los productos
del agro, la ampliación de oportunidades laborales para mujeres y jóvenes mesocráticos,
reformas en el sistema educacional, etc., o contra la discriminación étnica, social, de género
o preferencia sexual, etc.) son irrestrictamente legítimas, importantes y necesarias, pero no
atacan la esencia y las bases del sistema, sino que se centran en sus consecuencias y no son
generalizables por completo, de modo que en un momento dado y a través de determinadas
transacciones pueden ser absorbidas, desfiguradas y neutralizadas por el sistema mismo.
Para la existencia y estabilidad de la dominación burguesa esas luchas no poseen, pues, la
misma peligrosidad que los combates de la clase obrera revolucionaria contra el capital
para derrocarlo y edificar una sociedad de nuevo tipo donde la explotación y la opresión de
los trabajadores y las masas queden abolidas.
De allí que, para hacer viable la consecución de una alianza estratégica de fuerzas
contra-hegemónicas potencialmente anti-capitalistas, la clase obrera (como sujeto social
colectivo opuesto antagónicamente al sistema y al poder/dominación burgueses) tiene que
desempeñar un papel convocante y aglutinador para la lucha contra el capital como único
medio que posee un carácter por completo generalizable. En tal convocatoria unitaria, está
excluida cualquier posibilidad de tramposa manipulación de las demandas singulares de los
grupos integrantes de la alianza estratégica y, sin desdeñar el valor de la convergencia en la
lucha por específicas reivindicaciones concretas, se propone la articulación política de los
combates parciales alrededor de un objetivo común y de mayor envergadura: la revolución
social para la liberación de los hombres, la erradicación de la explotación, desigualdades,
sometimientos e injusticias, y la construcción de una nueva sociedad y un nuevo Estado.
Así, la lucha contra la dictadura de la burguesía (con su aparato coercitivo judicial-policial-
militar y el despliegue de una hegemonía ideológica, elementos con los que se neutraliza o
influencia de modo físico y subjetivo al conjunto de fuerzas potencialmente revolucionarias
o indispensables para la revolución: el campesinado, la intelectualidad y las masas
pequeño-burguesas) exige esa alianza estratégica y una permanente actividad contra-
hegemónica para ir debilitando el poder/dominación burgués ya desde el período pre-
revolucionario. Por tanto, ya lo había puntualizado Lenin, tal alianza no sólo es necesaria
para poder disponer de una amplia fuerza social en el enfrentamiento revolucionario con la
burguesía, sino que también tiene como exigencia vital una sostenida acción educativa y
actuar siempre en plena concordancia con los intereses y necesidades de las más vastas
masas de la sociedad.
Obviamente, cuando la clase obrera plantea y propone una transformación de la
sociedad desde sus raíces está excluyendo todo voluntarismo y cualquier espontaneísmo, ya
que una revolución social está condicionada histórica y concretamente: “La revolución
proletaria”, precisa Gramsci, “no es el acto arbitrario de una organización que se afirma
revolucionaria, ni de un sistema de organizaciones que se afirmen revolucionarias. La
revolución proletaria es un larguísimo proceso histórico que se realiza con el nacimiento y
desarrollo de determinadas fuerzas productivas (que resumimos con la expresión
‘proletariado’) en un determinado ambiente histórico (que resumimos con las expresiones
‘modo de propiedad individual, modo de producción capitalista, sistema de fábrica o fabril,
modo de organización de la sociedad en el Estado democrático-parlamentario’). En una
determinada fase de ese proceso, las fuerzas productivas nuevas no pueden ya desarrollarse
y organizarse de manera autónoma en los esquemas oficiales en los que discurre la
convivencia humana; en esa determinada fase se produce el acto revolucionario, el cual
consiste en un esfuerzo tendiente a destruir violentamente esos esquemas, a destruir todo
aparato de poder económico en el que las fuerzas productivas revolucionarias estaban
oprimidas y contenidas; un esfuerzo tendiente a romper la máquina del Estado burgués y a
construir un tipo de Estado en cuyos esquemas las fuerzas productivas liberadas hallen la
forma adecuada para su ulterior desarrollo y su ulterior expansión, y en cuya organización
encuentren la defensa y las armas necesarias y suficientes para suprimir a sus adversarios”.
En relación con esto, Gramsci había anotado (en su artículo Democracia obrera, en
el diario comunista L’Ordine Nuovo) que “el Estado socialista existe ya potencialmente en
las instituciones de vida social características de la clase obrera explotada. Relacionar esos
institutos entre sí, coordinarlos y subordinarlos en una jerarquía de competencias y de
poderes, concentrarlos de modo intenso, aun respetando las necesarias autonomías y
articulaciones, significa crear ya desde ahora una verdadera y propia democracia obrera en
contraposición eficiente y activa con el Estado burgués, preparada ya desde ahora para
sustituir al Estado burgués en todas sus funciones esenciales de gestión y de dominio del
patrimonio nacional”. Por tanto, se debe actuar en el seno del movimiento obrero para
“suscitar consentimiento y deseo de trabajar provechosamente para la llegada del
comunismo en grupos e individuos hasta ahora ausentes de la lucha política. Es necesario
dar forma y disciplina permanente a esas energías desordenadas y caóticas, absorberlas,
componerlas y potenciarlas, hacer de la clase proletaria y semi-proletaria una sociedad
organizada que se eduque, que consiga una experiencia, que adquiera conciencia
responsable de los deberes que incumben a las clases llegadas al poder del Estado… La
vida social de la clase trabajadora es rica en instituciones, se articula en actividades
múltiples. Esas instituciones y esas actividades es precisamente lo que hay que desarrollar,
organizar en un conjunto, correlacionar en un sistema vasto y ágilmente articulado que
absorba y discipline a la entera clase trabajadora”.
Posteriormente, en La cuestión meridional (escrito anterior a sus Cuadernos de la
cárcel), Gramsci utilizó la noción de hegemonía para referirse a la tarea histórica de la clase
obrera y a su función revolucionaria como dirigente-guía en las luchas unificadas de las
clases explotadas y oprimidas: “El proletariado puede convertirse en clase dirigente y
dominante en la medida en que consigue crear un sistema de alianzas de clase que le
permita movilizar contra el capitalismo y el Estado burgués a la mayoría de la población
trabajadora”. La clase obrera fundamenta el logro de su hegemonía no sólo en su
capacidad para concretar la convergencia de los intereses materiales de sus aliados con los
intereses que le son propios, sino también en la amplia difusión de su inherente y nueva
concepción del mundo y de los elementos de una nueva cultura en el seno de las masas.
Entre otros aspectos, para hacer efectiva su hegemonía tiene, entonces, que contar con una
teoría científico-revolucionaria que le permita perfilar una inequívoca estrategia política y
correctas tácticas de lucha; poseer férrea unidad, consistencia interna y accionar coherente;
disponer de intelectuales orgánicos formados dentro de sus propias filas, ganar influencia
entre los intelectuales de otros sectores subalternos y fomentar la creatividad de las masas
populares; auto-educarse y templarse en el curso de su actividad y sus combates merced a
un objetivo, riguroso y permanente análisis de lo que va realizando, desterrando cualquier
triunfalismo ante los éxitos y todo derrotismo frente a los reveses; desechar las tendencias
exclusivistas y desplegar una honesta política de alianzas, llevando a la práctica concreta
diaria una moral de solidaridad y cooperación opuesta radicalmente al individualismo
burgués; y poner a luz, combatir a fondo y erradicar las lacras y vicios (economicismo,
colaboracionismo de clase, corporativismo, conservadurismo sindicalista, “aristocracia
obrera”, etc.) que la influencia de la ideología burguesa ha introducido en su seno.
Ninguna de estas condiciones para la conquista de la hegemonía proletaria puede
hacerse realidad sin la existencia, indispensable presencia activa e intervención permanente
del “Príncipe moderno” como lo designa Gramsci; es decir, del destacamento de avanzada
de la clase obrera, del partido revolucionario que la representa ideológica y políticamente y
encabeza sus combates, del “complejo elemento de sociedad en el cual comienza a
concretarse una voluntad colectiva reconocida y afirmada parcialmente en la acción”, y que
encarna “la primera célula en la que se resumen los gérmenes de voluntad colectiva que
tienden a devenir universales y totales”. Ese partido revolucionario “debe ser, y no puede
dejar de ser, el abanderado y el organizador de una reforma intelectual y moral, lo cual
significa crear el terreno para un desarrollo ulterior de la voluntad colectiva nacional-
popular hacia el cumplimiento de una forma superior y total de civilización moderna…
¿Puede haber una reforma cultural, es decir, una elevación civil de los estratos más bajos de
la sociedad, sin una precedente modificación económica y un cambio en la posición social
y en el mundo económico? Una reforma intelectual y moral no puede dejar de estar ligada a
un programa de cambio económico, o mejor, el programa de cambio económico es
precisamente la manera concreta de presentarse de toda reforma intelectual y moral. El
Príncipe moderno, al desarrollarse, perturba todo el sistema de relaciones intelectuales y
morales en cuanto su desarrollo significa que cada acto es concebido como útil o dañoso,
virtuoso o perverso, sólo en cuanto tiene como punto de referencia al Príncipe moderno
mismo y sirve para incrementar su poder u oponerse a él”.
En calidad de necesario instrumento histórico (y no de privilegiado fin en sí mismo),
el partido del proletariado es, pues, apunta Gramsci, “el órgano de la educación comunista,
el foco de la fe, el depositario de la doctrina, el poder supremo que armoniza y conduce a la
meta las fuerzas organizadas y disciplinadas de la clase obrera y campesina”. Es el
encargado de hacer efectiva la fusión de la verdad universal de la teoría revolucionaria con
la práctica concreta de lucha de la clase obrera y sus aliados por la radical transformación
de la sociedad, cumpliendo una vital función de organización, orientación, conducción y
dirección ideológico-política tanto para el logro de la hegemonía como para la conquista
del poder y la construcción de la nueva sociedad y el nuevo Estado. “En la fase actual, el
movimiento proletario tiende a realizar una revolución de la organización de las cosas
materiales y de las fuerzas físicas; sus rasgos característicos no pueden ser los sentimientos
y las pasiones difusas en la masa y que sostienen la voluntad de la masa; los rasgos
característicos de la revolución proletaria no pueden encontrarse más que en el partido de la
clase obrera, en el Partido Comunista, el cual existe y se desarrolla en cuanto es la
organización disciplinada de la voluntad de fundar un Estado, de la voluntad de dar una
estructuración proletaria a la ordenación de las fuerzas físicas existentes y de poner las
bases de la liberación popular”. Sin embargo, “el partido político de la clase obrera sólo se
justifica en la medida en que, centralizando y coordinando enérgicamente la acción
proletaria, contrapone un poder revolucionario de hecho al poder legal del Estado burgués
y limita la libertad de iniciativa y de maniobra de éste; si el partido no realiza la unidad y
simultaneidad de los esfuerzos, si el partido resulta ser su mero organismo burocrático, sin
alma y sin voluntad, la clase obrera tiende instintivamente a constituir otro partido y se
desplaza hacia las tendencias anarquistas, las cuales se dedican precisamente siempre a
criticar ásperamente la centralización y el funcionarismo de los partidos políticos”.
Para el partido proletario, la hegemonía implica establecer el carácter específico de
una situación histórica dada, ser el portavoz permanente y el consecuente defensor activo
de las reivindicaciones de los más vastos sectores sociales, educar políticamente a los
aliados reales y potenciales a través del ejemplo práctico-concreto y persuadirlos acerca de
la necesidad de una solución global a los problemas que afrontan, fundamentando con
hechos la importancia vital del consenso y la unidad orgánica de los explotados mediante
una alianza que represente un frente anticapitalista para aislar a la burguesía y derrocarla.
Por tanto, dice Gramsci, plantear la cuestión de la hegemonía proletaria significa definir y
precisar el papel revolucionario nacional de la clase obrera tanto en la lucha por la
conquista del poder, cuanto en la construcción de un nuevo y radicalmente distinto bloque
histórico.
Ese nuevo bloque histórico no puede comprenderse sino a partir de la hegemonía
proletaria que lo determina y en ningún caso el bloque mismo constituye una simple alianza
o una amorfa amalgama de clases sociales diversas, ya que la hegemonía susceptible de
asegurar la cohesión del bloque corresponde a una visión global y cualitativamente nueva
del mundo (las superestructuras) y se presenta como la capacidad de la clase dirigente en
ascenso para tomar a su cargo y resolver el conjunto de problemas de la realidad nacional
(la estructura): “Para ser capaz de gobernar como clase, el proletariado tiene que despojarse
de todo residuo corporativo, de todo prejuicio o incrustación sindicalista… El metalúrgico,
el carpintero, el albañil, etc. tienen que pensar no ya sólo como proletarios (y no como
metalúrgico, carpintero, albañil, etc.), sino que tienen que dar un paso más: tienen que
pensar como obreros miembros de una clase que tiende a dirigir a los campesinos y a los
intelectuales, como miembros de una clase que puede vencer y puede construir el
socialismo sólo si está ayudada y seguida por la gran mayoría de estos estratos sociales. Si
no se obtiene eso, el proletariado no llega a ser clase dirigente, y esos estratos, que…
representan la mayoría de la población, se quedan bajo dirección burguesa y dan al Estado
la posibilidad de resistir al ímpetu proletario y de debilitarlo”.
En el curso de la lucha revolucionaria por la conquista del poder, el ejercicio de la
hegemonía proletaria implica, por un lado, la conducción y dirección ideológico-política de
las clases y sectores aliados basada en el consenso; y, por el otro, la respuesta justa, precisa
y oportuna, en todos y cada uno de los campos de confrontación, a las arremetidas
reaccionarias contra los trabajadores y las masas. Luego, con el derrocamiento de la
burguesía y la demolición de su aparato estatal, en el escenario social de edificación de la
nueva sociedad y el nuevo Estado ejercer la hegemonía presupone la obtención de un
consenso social general a través de la argumentación racional, la persuasión, la educación
política y la activa participación de las más amplias masas de la población, o sea, la
democracia obrero-popular; y, a la vez, el aplastamiento coercitivo y la desarticulación del
enemigo de clase, de sus intenciones y acciones para restaurar el viejo régimen atentando
contra el nuevo poder, es decir, la dictadura y el uso de la fuerza para dominar y reprimir a
ese enemigo.
Esto significa, ni más ni menos, la instauración de la dictadura del proletariado,
afirmada y preconizada explícita y categóricamente por Marx y Engels, reivindicada con
suma energía por Lenin frente al rechazo efectuado por los renegados y oportunistas de la II
Internacional (37), y actualizada en las nuevas condiciones del desarrollo capitalista por
Gramsci: “Decir la verdad, llegar juntos a la verdad, es realizar acción comunista y
revolucionaria. La fórmula ‘dictadura del proletariado’ tiene que dejar de ser una mera
fórmula… El que quiera el fin, tiene que querer también los medios. La dictadura del
proletariado es la instauración de un nuevo Estado, típicamente proletario, en el cual
confluyan las experiencias institucionales de la clase obrera y campesina; se convierte en
sistema general y fuertemente organizado” en el cual se hallan unidas de modo dialéctico e
inseparable la plena democracia para los más amplios sectores del pueblo y la dictadura sin
tapujos sobre sus enemigos de clase.
(En las actuales condiciones sociales, la posibilidad real de existencia de este
“sistema general y fuertemente organizado” no sólo es causa de pánico y terribles
pesadillas para la gran burguesía imperialista y las clases explotadoras en cada país de la
periferia capitalista, sino que también desasosiega y aterra a quienes de uno u otro modo
están a su servicio, abiertamente por interés o en forma soterrada por claudicación. Este
último caso es el de los antiguos revolucionarios hoy “arrepentidos” y que han renunciado a
la revolución, pero que se siguen auto-calificando como “marxistas” pese a haberse
convertido en social-demócratas vergonzantes. Ellos retuercen “argumentos” negando de
plano la dictadura del proletariado en su objetivo y servil empeño de hacer “méritos” para
ser tenidos en cuenta en la farsa politiquera burguesa y lograr “legítimo” acceso a algunos
de los mendrugos que la burguesía arroja de vez en cuando a sus criados de cuarta o quinta
categoría. En su tiempo, Gramsci se refirió con sarcasmo a los “reformistas y oportunistas
que reivindican la propiedad privada y monopolizada de la interpretación del marxismo” y
han desterrado la necesidad de la revolución porque consideran “siempre más higiénico
jugar a las cartas o intrigar en el Parlamento” que ligarse a las masas, bregar por su
organización y educación, y luchar junto a ellas por la conquista de los objetivos concretos
e históricos del proletariado y el pueblo).
Todos estos criterios gramscianos (expuestos hasta aquí en sus líneas centrales de
modo sumamente apretado) están sólidamente asentados en la realidad concreta de la
sociedad capitalista contemporánea y contienen y expresan lo que el gran revolucionario
italiano consideró la “unidad de los elementos constitutivos del marxismo”: “La unidad está
dada por el desarrollo dialéctico de las contradicciones entre el hombre y la materia
(naturaleza-fuerzas materiales de la producción). En la economía, el centro unitario es el
valor, o sea, la relación entre el trabajador y las fuerzas industriales de producción (los que
niegan la teoría del valor caen en el craso materialismo vulgar al poner la máquina en sí,
como capital constante y técnico, como productora de valor fuera del hombre que la guía).
En la filosofía, la práctica, o sea, la relación entre la voluntad humana (superestructura) y
la estructura económica. En la política, la relación entre el Estado y la sociedad civil, o sea,
intervención del Estado (voluntad centralizada) para educar al educador, al ambiente social
en general”.
De este modo, la teoría del poder/dominación, cuyas bases sentaran claramente Marx
y Engels y desarrollara Lenin, resultó notablemente enriquecida y completada por Gramsci
con el descubrimiento de los elementos y mecanismos que hacen posible tanto la vigencia y
reproducción del poder burgués, cuanto la preservación y continuidad del sistema de
explotación de los hombres en la sociedad capitalista desarrollada. Con la teoría de la
hegemonía, que encara de manera integral la dominación en sus aspectos materiales e
ideológico-políticos, Gramsci aportó a la clase obrera revolucionaria un instrumento clave
para guiar sus luchas concretas y avanzar hacia la conquista de sus metas históricas.
Finalmente, en cuarto lugar y para concluir con la reseña de algunos de los aspectos
esenciales contenidos en El Capital y la teoría del fetichismo de la mercancía, nunca está de
más insistir en un hecho concreto que tiene importancia fundamental en la comprensión de
la situación real de los hombres y de las perspectivas del necesario cambio social como
condición para el logro de su desarrollo integral objetivo. En El Capital y en la teoría del
fetichismo mercantil, Marx analizó de modo científico-crítico y en su inseparable unidad,
por un lado, procesos y fenómenos directamente relacionados con la producción material y
el mercado capitalistas; y, por el otro, elementos ideológicos y políticos derivados de esos
procesos y referidos a las representaciones ilusorias que distorsionan la visión de la
realidad, es decir, al mundo de las apariencias donde todo está invertido y las esencias
quedan veladas, constituyendo obstáculos sistemáticos que incluso en el nivel de la ciencia
impiden comprender a cabalidad los hechos y procesos objetivos. Abarcó al mismo tiempo,
pues, el nivel propio del movimiento socio-histórico práctico-material y el correspondiente
nivel característico de la subjetividad, abordando a la vez, orgánicamente y en sus nexos
dialécticos, elementos del ser social y la conciencia social.
En este simultáneo afrontamiento, no sólo desmontó las estructuras y mecanismos de
la producción burguesa evidenciando sus contradicciones y antagonismos, sino que también
criticó de modo radical las concepciones vigentes y sus métodos académicos tradicionales
que, con una visión fraccionada, unilateral y estática de la realidad, parcelaban el saber, lo
encerraban en compartimentos aislados entre sí y se incapacitaban para dar cuenta de la
objetividad del mundo social como totalidad en movimiento permanente, reflejando en sus
propios ámbitos las distorsiones típicas del fetichismo mercantil. (Hoy mismo, esa
parcelación/tabicamiento es sumamente visible en las disciplinas académicas tradicionales:
la ontología, la gnoseología, la epistemología y la lógica están por completo separadas entre
sí dentro de la filosofía, no obstante declararse sus “vínculos”; y particularmente en el
campo de las ciencias sociales, la historia, la economía, la antropología, la sociología, la
psicología, la pedagogía, etc., constituyen territorios “soberanos” aislados de hecho unos de
otros pese a los tan cacareados “nexos interdisciplinarios”, fraccionamiento que representa
un objetivo impedimento para acceder a una visión integral del ser humano y de su
desarrollo real).
Con la teoría del fetichismo mercantil, como teoría general de las relaciones sociales
dentro del sistema burgués, Marx estableció una suerte de bisagra teórico-dialéctica entre la
objetividad y la subjetividad, entre las formas socio-institucionales fetichizadas/cosificadas
de la objetividad social capitalista y las formas alienadas de la subjetividad individual y
colectiva que emanan de ella. Describió y explicó científicamente, desde la mercancía y el
trabajo abstracto, cómo y por qué en la sociedad mercantil capitalista el trabajo humano
genera valor; y, al mismo tiempo, desgarró los velos místicos que a través del imaginario
social envuelven la conciencia invertida y la cultura en esa sociedad, poniendo a la luz las
deformaciones ideológicas que producen errores sistemáticos y constituyen trabas en el
avance hacia la verdad científica. Es decir, mostró y dilucidó en simultáneo la “objetividad
espectral” del valor, el mercado y la explotación del trabajo asalariado; y la “subjetividad
espectral” resultante de la dinámica autonomizada de ellos: sin dar cuenta de las relaciones
sociales capitalistas (de la realidad social-concreta que presuponen y en cuyo seno se
constituyen) resulta imposible entender la subjetividad avasallada y heterónoma, cosificada,
alienada y subordinada que tales relaciones generan. Por tal razón, la crítica de las
relaciones de producción capitalistas y del mercado tenía que ir obligadamente de la mano
con la crítica de la conciencia que de esas relaciones y ese mercado elaboran en su práctica
los agentes burgueses de la producción (empresarios, banqueros, terratenientes, rentistas),
conciencia sistematizada y justificada teóricamente por los economistas políticos y los
ideólogos a su servicio.
Por consiguiente, la orgánica, fuerte e inseparable unidad de la teoría del fetichismo
mercantil con la teoría del valor, con la crítica de la economía política burguesa y con la
teoría de la lucha de clases, determina que de ninguna manera se pueda considerar el
proceso de fetichización exclusivamente en el plano de la “ideología” o la “cultura”, es
decir, limitado al ámbito “puro” de la conciencia social o individual y desgajado de sus
raíces social-concretas. Dentro de esa unidad irrompible, resulta evidente que la teoría del
fetichismo presupone y contiene elementos referidos a la conciencia, la voluntad, la
afectividad, etc., pero no se reduce a una teoría de la subjetividad, de la ideología o de las
representaciones ilusorias, sino que por su propio desarrollo y su capacidad explicativa
integral va mucho más lejos y las abarca. En otros términos, en la teoría marxiana el
proceso de fetichización implica, de modo fundamental, la objetiva inversión de la realidad
social, el concreto trastrueque de roles entre el sujeto y el objeto con los típicos trastornos
resultantes, en un curso real que se reproduce de manera incesante; y también, como
derivado, una profunda distorsión subjetiva que conduce a la alienada aproximación al
mundo social y a la fijación en el plano de las apariencias convalidadas por la ideología.
En la sociedad burguesa, la “objetividad espectral” de los fetiches existentes en el
nivel concreto de la producción capitalista genera como contraparte una subjetividad no
menos “espectral” en el nivel de la conciencia, el intelecto, la afectividad, el sentido común
y las propias prácticas de los trabajadores y las masas. Cuanto mayor es la “autonomía” de
las mercancías, el valor, el dinero, el capital y el mercado, mayor es el aplastamiento, la
miseria física e intelectual y la abstractización de los sujetos sociales hundidos en la
impotencia porque su vigor y sus capacidades les han sido arrebatados y subsumidos por el
poder de clase explotadora. La cosificación de los hombres, la real degradación que les
impone el fetichismo mercantil, está resumida y consagrada en el plano teórico por la
economía política burguesa que los considera apenas como “capital humano” dentro de la
producción y la vida social. El resultado objetivo del dualismo y la inversión fetichista es
un sujeto heterónomo, apático e indiferente, constreñido por pautas homogeneizadoras y
frustrado en sus posibilidades de vida y desarrollo individual y colectivo; que ha
internalizado el proceso de fetichización y acepta como “normal” la abrumadora
“disciplina” del mercado y del poder considerándola al margen de las relaciones sociales
imperantes. Así, con una subjetividad deformada y domesticada, el sujeto no tiene otra
alternativa que postrarse ante sus propios productos y admitir también sin mayor crítica el
reinado de los fetiches ideológicos que lo absorben: la “neutralidad” del Estado y sus
aparatos represivos, la “libertad” existente en el mercado y la sociedad, el carácter “ético”
del trabajo asalariado, el “rostro humano” del capitalismo, la supuesta superioridad de la
“sociedad occidental y cristiana”, etc.
De hecho, esta situación no ha surgido por “generación espontánea”, sino que está
enraizada en la realidad objetiva de la producción mercantil capitalista generadora de la
fetichización y autonomización de los productos de la propia actividad de los hombres; y
representa en el plano de la conciencia una construcción de carácter artificioso dentro de un
proceso histórico signado por complejas operaciones ideológico-políticas que subordinan la
subjetividad individual y colectiva y sancionan la hegemonía de la clase dominante. Como
proceso histórico-concreto, el fetichismo no constituye algo concluido y acabado, dado de
una vez para siempre, sino que se renueva y reproduce de manera constante, en la misma
forma en que se renueva y reproduce la generación del capital a partir de las formas del
valor y el dinero, el paso del trabajo asalariado desde la subsunción formal (contractual) a
la real expoliación que perpetra el capital, el tránsito de la extracción de plusvalía absoluta
a la de plusvalía relativa, etc. Todos estos procesos tienen un carácter abierto, se reiteran sin
cesar y a escala cada vez más amplia; y como dependen de relaciones de poder y de fuerza
entre las clases, se hallan sometidos a una lucha continua marcada por la contradicción
antagónica entre los polos sociales.
En el curso real del modo capitalista de producción y de la sociedad burguesa
asentada en él, todas las categorías y procesos sociales remiten objetivamente a un
determinado y específico tipo de organización de las relaciones entre los hombres en las
que un puñado de propietarios explota y oprime a la gran masa de desposeídos. Estos nexos
antagónicos implican necesariamente confrontación y lucha entre los que se empeñan en
mantener el estado de cosas imperante y quienes bregan para abolirlo. Por su propia inercia
social alienante, talen vínculos tienden a cristalizarse y perennizarse, pero a su vez la
resistencia activa a ellos representa una fuerza disolvente. Por tanto, el capital debe poner
en juego todas las medidas requeridas por su reproducción y perpetuación transformando el
trabajo vivo en algo muerto y petrificado, las relaciones vivas entre las personas en
relaciones cosificadas, las necesidades humanas en demandas mercantiles expresadas en
valor y dinero, etc. Día a día, el capital necesita reforzar los generalizados engranajes del
mercado y asegurar el predominio absoluto del dinero como equivalente general (es decir,
su omnipresencia en todos los actos humanos), lo que significa ensamblarlos de modo cada
vez más estrecho con la expropiación, desarticulación, cosificación y represión de los
trabajadores y las masas como parte de los mecanismos para neutralizar sus combates,
“disciplinarlos” con rigor creciente y subordinarlos en mayor medida. Todo esto significa
no sólo promover, sino también hacer cada vez más profunda la escisión entre la conciencia
del hombre y su ser auténtico, entre las leyes de desarrollo de su vida social y su conciencia
individual que ha adquirido formas fantásticas y apuntala muchas otras servidumbres
concretas.
Sin embargo, en función de sus propios intereses y necesidades la burguesía siempre
ha estado y está objetivamente obligada a impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas
materiales y a intensificar la explotación del trabajo asalariado, aunque ello implicara el
despliegue de las capacidades humanas, de la conciencia y el conjunto de la subjetividad de
los hombres. De allí que la emergencia histórica del proletariado como nueva y real fuerza
social-concreta, cuya propia existencia se ve agredida por el desquiciamiento fetichista y la
alienación que lo acompaña, resultara necesaria para que la conciencia humana estuviera en
condiciones de penetrar en la esencia perversa de esos procesos, explicarlos como típicos
de una etapa transitoria en el desarrollo histórico de la sociedad y marcar las vías para su
eliminación. A Marx, como genial encarnación del nivel superior de acción y conciencia
alcanzado por la clase obrera revolucionaria, le correspondió realizar con brillantez y gran
rigor la enorme tarea de descubrir y explicar científicamente el carácter y el contenido de
un sistema social que sacraliza como fin supremo la obtención de beneficios monetarios y
que, en ese cometido, fomenta e impulsa la depredación sin contemplaciones del mundo
natural y niega radicalmente el bienestar, el desarrollo y la propia vida de los hombres.
Marx demostró que dentro del capitalismo no sólo se produce la destrucción de los vínculos
solidarios entre los seres humanos, sino que también se despersonaliza a los individuos, se
impide de manera brutal la conversión de sus potencialidades en capacidades, se obstruye
el ejercicio de las capacidades que ya poseen y el despliegue de su creatividad, se mutilan
sus posibilidades de desarrollo integral, se les condena a una vida mísera, gris y sin
horizonte, y se les desecha sin miramientos como “inservibles” cuando no encajan con los
propósitos crematísticos del capital.
Junto con la irrebatible denuncia de tal sistema, Marx notificó que el proletariado
tiene a su cargo concretar la abolición histórica del mundo burgués (un mundo basado en la
expoliación y el envilecimiento de las personas y que para existir necesita categóricamente
del engaño y las ilusiones) y la edificación de un mundo nuevo donde los hombres puedan
empezar a vivir y desarrollarse propiamente como seres humanos sólidamente asentados en
una realidad que pueden conocer objetivamente, dominar y controlar de modo racional en
función de la satisfacción de sus necesidades reales. Con el derrocamiento del capitalismo,
se abren las vías para iniciar la eliminación de la explotación y la liquidación del fetichismo
mercantil y las alienaciones que lo acompañan, marchando a paso firme hacia la sociedad
comunista en la que los hombres habrán conquistado definitivamente su libertad: “el reino
de la libertad comienza allí donde cesa el trabajo por necesidad y por la coacción impuesta
desde el exterior; por su esencia se sitúa más allá de la esfera de la producción material
propiamente dicha. Lo mismo que el hombre primitivo tenía que luchar contra la naturaleza
para satisfacer sus necesidades, conservarse y reproducirse, también el hombre civilizado se
encuentra forzado a hacerlo cualquiera que sea la estructura de la sociedad y el modo de
producción. Con su desarrollo se extiende igualmente el dominio de la necesidad natural,
porque las necesidades aumentan; pero al mismo tiempo crean las fuerzas productivas para
satisfacerlas. En ese dominio, la única libertad posible reside en que el hombre social, los
productores asociados, regulen racionalmente sus intercambios con la naturaleza y los
controlen en su conjunto en vez de ser dominados por su poder ciego, de modo que los
lleven al intercambio con el mínimo gasto de fuerza y en las condiciones más dignas, más
de acuerdo con la naturaleza humana. Pero esta actividad constituirá todavía el reino de la
necesidad. Más allá, comienza el desarrollo de las fuerzas humanas como un fin en sí, el
verdadero reino de la libertad que sólo puede entenderse sobre la base del otro reino, sobre
la otra base, la de la necesidad” (38).
Con el resumen hecho hasta aquí de los criterios fundamentales de Marx sobre el
fetichismo mercantil, se puede contar con elementos de juicio básicos para afirmar que tal
cuestión es un elemento central en el pensamiento marxiano maduro y que es inseparable
de la idea de alienación entendida a la vez como separación y esclerosis de las formas
sociales con respecto a su contenido y, en términos más específicos, como cosificación de
las relaciones entre las personas. Este conjunto de procesos mediante los cuales se
autonomizan y deforman cada vez más las formas sociales reificadas hasta el punto de
volver irreconocible su esencia, no sólo constituye una dinámica alienada en el sentido de
objetivación o exteriorización, sino también la conversión de tales formas exteriores en una
potencia extraña que domina y reduce a la servidumbre a los sujetos sociales, a los
individuos. La cosificación, el devenir de las relaciones entre los hombres en cosa, se
corresponde con la personificación de esa cosa misma, ya que el capital implica al
capitalista y la dominación ejercida por potencias extrañas cosificadas sobre los individuos
toma al mismo tiempo la forma de la dominación de una clase social (los capitalistas) sobre
los trabajadores trasmutados a la vez en simples cosas: doble alienación producida por el
capitalismo en una escala que crece sin cesar.
Resulta, entonces, de suma importancia examinar, en las condiciones de senilidad y
descomposición generalizada del capitalismo actual, el modo en que la burguesía como
clase dominante considera a los seres humanos e impone una regimentación totalitaria a su
vida y actividad, y la forma en que concibe e “impulsa” el desarrollo humano, cuestión a
ver en el último capítulo de esta Primera Parte.

Notas

(1) Gaylord C. Le Roy: “El concepto de alienación”, en Herbert Aptheker y otros:


“Marxismo y alienación”, Península, Barcelona 1972, pp. 11 y 32
(2) Engels apuntó que, para Hegel, “la idea absoluta (que lo único que tiene de absoluto es
que no sabe decirnos absolutamente nada acerca de ella misma) se ‘enajena’, es decir, se
transforma en naturaleza, para recobrar más tarde su ser en el espíritu, o sea, en el
pensamiento y en la historia”. “Mientras que para el materialismo lo único real es la
naturaleza, en el sistema hegeliano ésta representa tan sólo la ‘enajenación’ de la idea
absoluta, algo así como la degradación de la idea; en todo caso, aquí el pensar y su
producto discursivo, la idea, son lo primario, y la naturaleza lo derivado, lo que en general
sólo puede existir por condescendencia de la idea” (“Ludwig Feuerbach y el fin de la
filosofía clásica alemana”, en K. Marx y F. Engels: “Obras Escogidas”, Progreso, Moscú
1980, pp. 619 y 622). Por tanto, según Hegel la realidad socio-natural y el hombre y sus
obras serían sólo objetivaciones o emanaciones ontológicamente alienadas de la Idea
Absoluta, lo que implica confundir alienación con objetivación e identificar “mundo
alienado” con “mundo humano objetivado”, negando toda posibilidad de objetivación real
de las capacidades del hombre en las obras que es capaz de crear en un mundo no-alienado;
es decir, considerar inconmovible lo existente, sacralizarlo y renunciar a la transformación
del mundo.

(3) Sobre este aspecto, Ludovico Silva anota que “en el mismo momento en que el hombre
deja de ser el animal que se alimenta de lo que encuentra, esto es, en el momento en que el
hombre en cuanto tal, convertido ya en un ser histórico por un determinado desarrollo
biológico que le permite fabricar instrumentos para producir su vida, se enfrenta a la
naturaleza, encuentra que ésta a su vez se le enfrenta como un gigantesco alienum, una
potencia extraña que él no puede dominar y de la cual, al mismo tiempo, él depende para
producir y reproducir su vida. Nada de extraño tiene, entonces, que las primeras divinidades
de la ‘religión natural’ sean precisamente objetos de la naturaleza: animales, árboles, ríos
(piénsese en los bisontes de las cuevas prehistóricas, en las divinidades vegetales o en los
ríos que, todavía en Homero, hablan, sienten y ejercen dominio). En otras palabras, la
naturaleza actúa como el primer factor de alienación, pero entiéndase que no se trata aquí
de ninguna ‘categoría originaria’, perteneciente a una ‘esencia’ del hombre, sino que, al
contrario, se trata de un fenómeno de alienación que aparece históricamente, cuando el
hombre comienza su historia de hombre. Claro que se trata de una frontera imprecisa, que
en términos temporales duró miles de años, durante los cuales, por un desarrollo meramente
biológico, se pasó de la percepción animal de la naturaleza a la percepción consciente de la
misma”.

Agrega que “si abandonamos la fase aún casi puramente animal del hombre para
fijarnos en el momento en que ya aparece como sociedad constituida, identificamos
inmediatamente el primer gran factor histórico de la alienación: la división del trabajo,
surgida por las necesidades de la producción. A la división del trabajo, y como creación
dentro de ella misma, sucederá históricamente el segundo gran factor de la alienación: la
propiedad privada, caracterizada por la ‘distribución desigual, tanto cuantitativa como
cualitativa, del trabajo y de sus productos’. Y, como producto de la combinación histórica
de esos dos elementos, en una determinada fase del desarrollo social surgirá el tercer gran
factor: la producción de mercancías, y más aún: la economía monetaria, con lo que nos
encontramos ya en plena historia conocida”. “Precisamente por ser la alienación, desde el
comienzo, algo histórico (algo que nace con la historia misma), es dable suponer que la
sociedad humana, en el curso de su evolución hacia formas más perfectas de producción de
su vida, una vez desaparecidos y superados todos los factores que hasta ahora han causado
la alienación, arribará históricamente a la supresión de la alienación. Cosa que no podría
ocurrir si ésta fuese una nota metafísica de la ‘esencia’ humana” (“Marx y la alienación”,
Monte Ávila, Caracas 1974, pp. 190, 193 y 192).

(4) Cf. Bogdan Suchodolski: “Teoría marxista de la educación”. Grijalbo, México 1966

(5) Lucien Séve: “Análisis marxista de la enajenación”, en “Filosofía y religión”, Ediciones


de Cultura Popular, México 1977, pp. 15-16

(6) Cf. K. Marx: “Manuscritos económico-filosóficos de 1844”, en K. Marx y F. Engels:


“Escritos económicos varios”, Grijalbo, México 1962

(7) Cf. K. Marx y F. Engels: “La sagrada familia”. Grijalbo, México 1967

(8) Cf. K. Marx: “Tesis sobre Feuerbach”, en K. Marx y F. Engels: “Obras Escogidas”,
ed. cit.

(9) Cf. K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”. Editora Política, La Habana 1979

(10) Cf. K. Marx: “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. Ediciones en Lenguas Extranjeras,
Pekín 1978

(11) Cf. K. Marx: “Contribución a la crítica de la Economía Política”. Edinal, México


1961

(12) Cf. K. Marx: “Salario, precio y ganancia”. Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín
1976
(13) Eric Hobsbawm: “Prólogo”, en K. Marx: “Formaciones económicas pre-capitalistas”
Platina, Buenos Aires 1966, p. 8 (Este texto es la reproducción de una parte de los
Grundrisse)

(14) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse (2 vol.).


Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1970, t. I, pp. 306, 307, 89, 90, 91, 92-93, 219,
257 y 215

(15) Ibid, t. I, pp. 267, 353, 268, 344, 345, 297, 348, 298 y 346

(16) Ibid., t. I, pp. 353-354, 123, 120, 124, 90, 95, 92-93, 91, 241, 316, 311, 367, 347 y 94

(17) Ibid., t. II, pp. 81, 77, 99, 38, 66, 63, 84-85, 168, 124, 36-37, 187, 189, 25, 185-186,
188, 148-149, 150, 244, 231, 31, 38, 40, 43, 41, 318 y 35-36

(18) Cf. István Mészáros: “La teoría de la enajenación en Marx”. Editorial de Ciencias
Sociales, La Habana 2004

(19) Georg Lukács: “Historia y conciencia de clase”. Editorial de Ciencias Sociales, La


Habana 1970, pp. 111 y 110

(20) K. Marx: “El Capital” (2 vol.). EDAF, Madrid 1967, t. I, pp. 74, 40, 41, 42, 43, 51,
52, 59, 61, 62, 63, 70 y 73

(21) Ibid., t. I, pp. 75, 76, 77, 78, 83, 79, 80, 86 y 84

(22) Ibid., t. II, pp. 801, 802, 803, 805, 807 y 810

(23) Ibid., t. II, pp. 1267, 1263, 1279, 1264, 1266, 1272, 1265, 1270, 1274, 1280, 1276,
1332, 1333, 1273 y 1277

(24) Catherine Colliot-Théléne: “Releer El Capital”, en Michel Löwy y otros: “Sobre el


método marxista”, Grijalbo, México 1974, p. 85

(25) F. Engels: “Carta a Joseph Bloch, 21 setiembre 1890”, en K. Marx y F. Engels:


“Correspondencia”, Cartago, Buenos Aires 1957, p. 309

(26) A.G. Ricci: “Marx, crítico de la economía política”, en Michel Löwy y otros: ob.cit.,
pp. 179 y 180

(27) Sobre el contenido y las argumentaciones de la ética de la burguesía, cf. K.A.


Schwartzman: “Una ética sin moral. Crítica de las teorías éticas burguesas
contemporáneas”. Pueblos Unidos, Montevideo 1968

(28) Louis Althusser: “La revolución teórica de Marx”. Siglo XXI, México 1967, pp. 202-
203
(29) Ante los innumerables y reiterados fracasos en sus intentos de “refutar” frontalmente a
Marx, los ideólogos de la reacción y el reformismo se ven obligados a optar por caminos
oblicuos. A lo más y en el “mejor” de los casos, sostienen a regañadientes que el sabio
revolucionario habría elaborado una discutible teoría de la explotación económica, pero que
nunca formuló una teoría política del poder y la dominación sociales en la que pudiera estar
incluida la subjetividad, las clases y sus luchas. Este sesgo es particularmente evidente en
diversos teóricos reformistas que se sirven de Marx para rechazarlo. Por ejemplo, Norberto
Bobbio, gran gurú socialdemócrata con oscuro pasado militante en las huestes fascistas de
Mussolini, recalca tal sesgo en numerosos trabajos y afirma sin aportar pruebas objetivas
que “el marxismo ha sido y sigue siendo la teoría de la primacía de lo económico sobre lo
político” (“Estudios de historia de la filosofía. De Hobbes a Gramsci”, Debate, Madrid
1985, p. 246). Por su parte, el estructuralista Michel Foucault reconoce su oportunista e
inescrupuloso saqueo intelectual y político: “yo cito a Marx sin decirlo, sin ponerlo entre
comillas,… sin sentirme obligado a adjuntar la pequeña pieza identificatoria que consiste…
en poner cuidadosamente la referencia a pie de página”, porque “es imposible hacer historia
en la actualidad sin utilizar una serie interminable de conceptos ligados directa o
indirectamente al pensamiento de Marx y sin situarse en un horizonte que ha sido descrito y
definido por Marx”. Esta cínica confesión se ensambla con la negación de una teoría
marxiana del poder: “Nietzsche es el que ha dado como blanco esencial, digamos al
discurso filosófico, la relación de poder. Mientras que para Marx era la relación de
producción, Nietzsche es el filósofo del poder, pero que ha llegado a pensar el poder sin
encerrarse en el interior de una teoría política para hacerlo” (“Microfísica del poder”, La
Piqueta, Madrid 1992, pp. 100 y 101). Aceptando lastimosamente criterios de este tipo y
sometiéndose a ellos, Louis Althusser incurre en uno más de sus absurdos y se desbarranca
sin remedio con su aseveración de que, “a propósito de la sociedad capitalista y el
movimiento obrero, la teoría marxista dice casi nada acerca del Estado, ni sobre la
ideología y las ideologías, ni sobre la política, ni sobre las organizaciones de la lucha de
clases (estructuras, funcionamiento). Es un ‘punto ciego’ que atestigua ineludiblemente
algunos límites teóricos con los cuales ha tropezado Marx como si hubiese sido paralizado
por la representación burguesa del Estado, de la política, etc.” (“El marxismo como teoría
‘finita’ ”, en Autores Varios: “Discutir el Estado. Posiciones frente a una crítica de Louis
Althusser”, Folios, Buenos Aires 1983, p. 13).

(30) K. Marx y F. Engels: “La ideología alemana”, ed. cit., pp. 336-337 y 69

(31) Cf. Eric Hobsbawm: “La era del imperio (1875-1914)”. Labor, Barcelona 1989

(32) Cf. al respecto Christine Buci-Glucksmann: “Gramsci y el Estado (hacia una teoría
materialista de la filosofía)”. Siglo XXI, México 1985. La autora remarca en particular el
nexo orgánico del pensamiento de Gramsci con el de Lenin, señalando que los Cuadernos
de la Cárcel “deben ser ‘leídos’ como una continuación del leninismo en otras condiciones
históricas y con otras conclusiones políticas. Ello implica que toda tentativa de oponer
Gramsci a Lenin… no puede conducir sino a una nueva forma de idealismo. Quien dice
continuar a Lenin enuncia una relación productiva y creadora que no se agotará jamás en la
sola aplicación… del leninismo, sino que será más bien una traducción y desarrollo del
leninismo” (p. 25)
(33) Con respecto a las citas textuales de las formulaciones de Gramsci remitimos a los
seis volúmenes de “Cuadernos de la cárcel” (Edición crítica del Instituto Gramsci, a cargo
de Valentino Gerratana; Era, México 1981, 1984, 1986, 1992 y 1993); y también a “El
materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce” (Nueva Visión, Buenos Aires
1971), “Notas sobre Maquiavelo, sobre política y sobre el Estado moderno” (Lautaro,
Buenos Aires 1962), “Los intelectuales y la organización de la cultura” (Nueva Visión,
Buenos Aires 1972), “La política y el Estado moderno” (Península Barcelona 1971),
“Cartas desde la cárcel” (Lautaro, Buenos Aires 1950) y “Antonio Gramsci. Antología”
(Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán; Siglo XXI, México 1980).

(34) Cf. Hugues Portelli: “Gramsci y el bloque histórico”. Siglo XXI, Buenos Aires 1974

(35) Maria-Antonietta Macciochi: “Gramsci y la Revolución de Occidente”. Siglo XXI,


México 1975, p. 153

(36) Ibid., p. 155. Como se sabe, Marx y Engels identificaron la ideología con la “falsa
conciencia” de la clase dominante con respecto a la realidad y a sí misma, pero no
absolutizaron este uso particular del término y dejaron indicaciones para proveerlo de un
significado más amplio. Gramsci encaró esta cuestión y, siguiendo a Lenin, consideró la
ideología como una concepción del mundo que atraviesa todas las formas de la conciencia
social, llevando consigo conocimientos, normas de conducta y una ética; y constituyendo
una perspectiva dada para el abordaje de la realidad que, en su conjunto y a través de
diversas mediaciones, remite a la situación, a la práctica y, en última instancia, a los
intereses histórico-concretos de las clases sociales, los grupos y los individuos. El carácter,
el contenido y la proyección de esos intereses tienen una índole específica y determinan un
punto de vista de clase que puede ser verdadero o falso en tanto está orientado a
transformar el mundo social para beneficio de las grandes mayorías oprimidas o a
estancarlo para mantener los privilegios de un determinado sector. Por tanto, la ideología
no es necesariamente y en todos los casos “falsa conciencia” que aprisiona a los sujetos y
deforma su práctica, no es incompatible con la ciencia ni es siempre una traba para acceder
al conocimiento científico, y tampoco está reñida con la aspiración a la verdad. De allí que
una de las funciones de la filosofía de la praxis, encarnada en la clase obrera revolucionaria,
sea desmontar las ideologías opuestas confrontándolas con la realidad social objetiva, sin
dar por supuesto un acceso automático e inmediato a la verdad, o sea, sin pasar por la
mediación y el filtro de la ideología entendida como el terreno donde los sujetos sociales
toman conciencia de los conflictos de intereses de clase en juego (Cf. “Apuntes para una
introducción y una iniciación en el estudio de la filosofía y de la historia de la cultura”, en
“Cuadernos de la Cárcel”, ed. cit., t. IV)

(37) Sobre esta cuestión, las formulaciones de los clásicos del marxismo son abundantes e
inequívocas. Aquí sólo basta recordar, primero, lo precisado por Marx: “Entre la sociedad
capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de
la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de
transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del
proletariado” (“Crítica del Programa de Gotha”, Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín
1979, p. 30). Luego, lo anotado por Engels en 1891: “Últimamente las palabras ‘dictadura
del proletariado’ han vuelto a sumir en santo terror al filisteo socialdemócrata. Pues bien,
caballeros, ¿queréis saber que faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he
allí la dictadura del proletariado!” (Introducción al libro de Marx “La guerra civil en
Francia”, Ediciones en Lengua Extranjeras, Pekín 1978, p. 18). Y, finalmente, las
indicaciones de Lenin: “El problema de la dictadura del proletariado es el problema de la
actitud del Estado proletario frente al Estado burgués, de la democracia proletaria frente a
la democracia burguesa”. “Puede decirse sin exagerar que es el problema principal de toda
la lucha de clase del proletariado”. Esta cuestión “es precisamente la esencia de la doctrina
de Marx” (“La revolución proletaria y el renegado Kautsky”, en “Contra el revisionismo”,
Progreso, Moscú 1976, pp. 392 y 393). Lenin puntualiza que “la revolución debe consistir
no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino
en que destruya esta máquina y mande y gobierne con ayuda de otra nueva”, o sea, en que
edifique un Estado de nuevo tipo. “El proletariado necesita del poder estatal,… tanto para
sofocar la resistencia de los explotadores como para dirigir a una gigantesca masa de la
población, a los campesinos, a la pequeña burguesía y a los semiproletarios, en la obra de
‘poner a punto’ la economía socialista”. Por tanto, “el Estado, es decir, el proletariado
organizado como clase dominante” es la “teoría de Marx… vinculada de manera
indisoluble a toda su doctrina acerca de la misión revolucionaria del proletariado en la
historia. El coronamiento de esta misión es la dictadura del proletariado, la dominación
política del proletariado”. Así, “la transición del capitalismo al comunismo no puede por
menos de proporcionar una ingente abundancia y diversidad de formas políticas; pero la
esencia de todas ellas será necesariamente una: la dictadura del proletariado”. En definitiva,
“quien reconoce solamente la lucha de clases no es aún marxista, puede resultar que no ha
rebasado todavía el marco del pensamiento burgués y de la política burguesa. Circunscribir
el marxismo a la teoría de la lucha de clases significa limitarlo, tergiversarlo, reducirlo a
algo aceptable para la burguesía. Únicamente es marxista quien hace extensivo el
reconocimiento de la lucha de clases al reconocimiento de la dictadura del proletariado.
En ello estriba la más profunda diferencia entre un marxista y un pequeño (o un gran)
burgués adocenado. En esta piedra de toque es en la que debe contrastarse la comprensión
y el reconocimiento verdadero del marxismo” (“El Estado y la Revolución”, en “Obras
Escogidas en Doce Tomos”, t. VII, Progreso Moscú 1977, pp. 111, 24, 33 y 31-32)

(38) K. Marx: “El Capital”, ed. cit., t. II, pp. 1268-1269

VI: El desarrollo humano en el capitalismo neoliberal

En 1994, transcurridas más de dos décadas desde la irrupción de la crisis de sobre-


acumulación del capital que agrietando al sistema instauró la hegemonía del capital
financiero e impuso el neo-liberalismo a nivel mundial, y ante la inminencia del cambio de
siglo y el ingreso a un nuevo milenio, Eric Hobsbawm señalaba de modo inequívoco al
capitalismo como el fundamental y gran peligro para los seres humanos: “Vivimos en un
mundo transformado por un desarrollo económico y tecno-científico que ha dominado los
últimos dos o tres siglos. Sabemos, o al menos es razonable suponer, que esto no puede
continuar hasta el infinito. El futuro no puede ser una continuación del pasado y hay
indicios, tanto externos como internos, de que hemos llegado al punto de una gran crisis
histórica”. “Las fuerzas generadas por la economía y la tecno-ciencia son ahora lo
suficientemente poderosas como para destruir el medio ambiente, es decir, los fundamentos
materiales de la vida humana. Las estructuras de las sociedades y las bases sociales de la
propia economía capitalista están a punto de ser destruidas por una degradación que se
sigue reproduciendo”. “Nuestro mundo arriesga una explosión o una implosión. No
sabemos a dónde vamos. Sólo sabemos que la historia nos ha llevado a este punto. Sin
embargo, una cosa es clara: si la humanidad tiene un futuro posible, ese futuro no puede ser
la prolongación del pasado o del presente. Si intentamos construir un tercer milenio sobre
esta base, con seguridad fracasaremos. Y el precio del fracaso será una sociedad donde
predomine la oscuridad” (1).

Estas apreciaciones fueron tildadas de pesimistas y hasta de catastrofistas por los


abanderados ideológicos del gran capital y por las recalcitrantes corrientes reformistas
deslumbradas por el circunstancial y pasajero auge neoliberal. En ambos casos, ocupaban el
primer plano las ilusorias expectativas acerca de un “renovado” desarrollo capitalista
supuestamente liberado de “tensiones” significativas, generador de “progreso y bienestar”
y, por tanto, carente de riesgos para la humanidad. Se desechaba alegremente el hecho de
que los criterios de Hobsbawm tenían sólida base objetiva en el análisis concreto e integral
de lo ocurrido durante más de veinte años, pero el conjunto de sucesos posteriores se
encargaría de confirmar categóricamente su pleno ajuste con la realidad. En efecto, en el
2012 y dentro de la gran crisis económico-financiera mundial iniciada cuatro años antes, S.
Motesharrei, J. Rivas y E. Kalnay (científicos altamente calificados de la NASA y ajenos
por completo a la sospecha de “pesimistas” o “subversivos”) realizaron complejos estudios
matemáticos para elaborar su Informe A Minimal Model for Human and Nature Interaction
en el que pronosticaban el posible colapso, en pocas décadas, de “la civilización humana”
debido principalmente a dos causas: la insostenible sobre-explotación de los recursos del
planeta y “la cada vez mayor desigualdad social entre ricos y pobres”. De un organismo
emblemático del propio sistema surgía esta vez la denuncia de dos de los más evidentes
rasgos del capitalismo: la absoluta indiferencia con respecto a la sostenibilidad ecológica y
la insultante y abrumadora insensibilidad ante la injusticia y el sufrimiento de la mayoría de
la población mundial. Y así se ratificaba de modo fehaciente la enorme amenaza que
representa el capitalismo no sólo para el vivir y el desarrollo de los hombres, sino también
para la existencia de vida en la Tierra.
Por tanto, antes de realizar el análisis del desarrollo humano en las condiciones
sociales actuales es necesario hacer una síntesis apretada de lo que ya hemos glosado en el
Capítulo II con respecto a los cambios económicos en el sistema capitalista desde la
instalación de la crisis en los años ’70, al rumbo neoliberal y sus consecuencias socio-
políticas, ideológico-culturales y ecológicas, y al enlace orgánico de dicha crisis con la que
irrumpió el 2008. Ello permitirá tener una visión más clara de su profundamente ominoso
impacto sobre la vida y el desarrollo de hombres, mujeres y niños dentro de “una sociedad
donde predomina la oscuridad”.

La crisis irresuelta del sistema


La sobreacumulación del capital es una calamidad crónica del sistema capitalista y en
el inicio de los años ’70 del siglo XX tuvo nítida expresión en el estancamiento del régimen
productivo. La excesiva concentración tecnológica por unidad de producción a costa del
trabajo humano se tradujo en una pérdida generalizada de rentabilidad de las inversiones
empresariales en la industria y en una caída de la inversión en el campo de la producción
con el respectivo descenso de la productividad. Como únicamente la explotación de la
fuerza de trabajo genera plusvalía, la tasa de ésta disminuyó de modo significativo
comprometiendo la ganancia final de los capitalistas en la venta de mercancías producidas
o servidas por los trabajadores. Esto representaba una seria amenaza para la valorización y
reproducción del capital a nivel internacional, obligando a la gran burguesía a tener muy en
cuenta las “recomendaciones” de la Sociedad Mont-Pélerin y la Escuela de Chicago,
teóricos y valedores del gran capital financiero, para implementar drásticas medidas en
procura de conjurar el problema del hundimiento de la tasa de beneficio.

Barriendo las políticas keynesianas hasta entonces vigentes, fueron puestas en acción
políticas neoliberales que respondían claramente a los intereses del gran capital financiero y
restauraban su antigua hegemonía económico-social e ideológico-política. Con ello, se
desregularon y liberalizaron los mercados, se aceleraron los movimientos de capital en las
metrópolis imperiales y hacia la periferia del sistema, y se activó el desplazamiento técnico-
organizativo a nuevas ramas de inversión (sobre todo, en la llamada “economía inmaterial”)
y también a los recintos todavía considerados como secundarios en la acumulación del
capital (tierras, viviendas, hipotecas, etc.) para su gestión y valorización especulativa. Estas
medidas estaban íntima e inseparablemente asociadas a otras de similar importancia. En
primer lugar, el estímulo a la “fuga” de capitales del sector productivo (es decir, de la
habitual y “limpia” actividad de acumulación en la industria) para lograr su concentración
en el campo financiero sobre la base del desmantelamiento de los organismos keynesianos
de regulación y control de las finanzas, la desregulación del sistema financiero y bancario,
la liberación del capital a interés para vigorizar la especulación rentista y el impulso al
crecimiento en función del crédito y el endeudamiento. En segundo lugar, el desmontaje del
“Estado de Bienestar”, haciendo viable la apropiación privada por parte del gran capital de
cada vez mayores porciones de la riqueza social con el incremento de las oportunidades de
inversión del capital excedente mediante la privatización de empresas y propiedades
estatales, la reducción de los aportes patronales a la seguridad social, el cercenamiento de
los derechos sociales de los trabajadores, la implantación de una “tributación regresiva”
para favorecer con menores impuestos a los mayores poseedores, el aumento de la sobre-
explotación de la fuerza de trabajo, la caída del empleo, la legalización del trabajo
precarizado, el gran recorte del gasto social y la desposesión masiva de la población. Y en
tercer lugar, la implementación de una serie de políticas orientadas a deteriorar de modo
creciente la condición salarial a través de la desinversión selectiva y el impulso hacia un
tipo de producción “flexibilizada” signada por los despidos masivos, la caída de los salarios
reales por su desvinculación con respecto a la productividad, la notable reducción de la
masa salarial (incluyendo los salarios en el sector estatal) y el radical recorte del gasto
público.

Con este “paquete” de medidas, el gran capital financiero allanó el camino para
lograr beneficios mediante las finanzas “puras”, desligadas de la actividad productiva real,
y fue acentuando de modo creciente el trasvase de la renta y el ahorro (presentes o en forma
de pensiones o reservas futuras) hacia los mercados financieros para la obtención de un
determinado interés. Esos mercados, cada vez más grandes y con sus cotizaciones bursátiles
en aumento, desplegaron y desarrollaron los famosos “derivados” para especular sobre las
posibilidades futuras de divisas y valores, y se apoyaron en las nuevas fluctuaciones
creadas por la eliminación de los controles financieros para generar una enorme masa de
capital ficticio. El estancamiento de la ganancia obtenida a través de la plusvalía industrial
y las expectativas de logro de beneficios en el ámbito financiero-especulativo, estimularon
a muchas y variadas corporaciones y empresas productivas para ensamblarse directamente
con las finanzas y éstas comenzaron a regir y regular la actividad empresarial y a fijar las
normas en todos los mercados. El conjunto de la economía se “financiarizó”, el capital
industrial quedó subordinado al capital financiero y el artificialmente abultado valor
bursátil de activos y propiedades determinó que cada vez más amplios sectores de la
sociedad se incorporaran al juego desquiciado de la “puesta en valor” y la mercantilización
de todo lo habido y por haber de acuerdo con las pautas establecidas por la especulación
financiera.

En esta situación, resultaba indiscutible la hegemonía del gran capital financiero,


pero garantizarla y preservarla requería no sólo subordinar al Estado burgués, eliminar su
supuesto carácter “neutral” y convertirlo en un ya abierto instrumento al servicio de las
necesidades e intereses de las corporaciones financieras, sino también poner en marcha
mecanismos de contención y aplastamiento de las protestas y luchas de las masas
populares. Fue impuesta, entonces, la totalitaria regimentación de la vida social vía la
represión y el sometimiento de las poblaciones sin vacilar en la flagrante promoción de
golpes de Estado y en el apoyo irrestricto a sanguinarias dictaduras militares en todo el
mundo, regimentación acompañada por el recorte y la violación de los derechos
ciudadanos, el control casi absoluto de los medios de difusión, la abrumadora propaganda
en procura de generalizar el individualismo y el pragmatismo burgueses, la manipulación
ideológica para sacralizar el “pensamiento único” e implantar la pasividad político-social,
el manejo deformante de la educación y la degradación de la cultura. Quedaron despejadas
así las rutas para que el gran capital imperialista, luego de haber saqueado la mayor parte de
territorios del planeta mediante sucesivas colonizaciones, pudiera estar en condiciones de
lanzarse hacia el apoderamiento de todo el patrimonio de la humanidad, intensificando la
sobreexplotación de los trabajadores y las masas y fagocitando la riqueza social
previamente creada en un proceso de despojo universal (que no excluía a las poblaciones
de los propios países imperialistas).

En paralelo, el hundimiento de la ex Unión Soviética y de los países europeos del


“socialismo real” hizo posible la implantación del capitalismo como sistema planetario y de
un mercado global único (facilitados por las peculiaridades capitalistas en China, con su
“socialismo de mercado”, su conversión en “factoría del mundo” y su incorporación a la
OMC aceptando de modo pleno sus normas), uniformizándose la fuerza de trabajo mundial
y contándose con un vastísimo ejército laboral de reserva utilizable por las economías
centrales del sistema tanto para explotar la fuerza de trabajo masiva y barata de la periferia
como para importarla hacia las metrópolis. En el marco de la hegemónica “unipolaridad”
imperialista yanqui, el resultado directo de esto fue la notable reducción, hasta la casi
eliminación, del poder social de negociación colectiva de los trabajadores asalariados a
escala universal y la destrucción de las condiciones requeridas por la satisfacción de sus
demandas salariales, socio-laborales y humanas, lo mismo que las del conjunto de la
población.

Pero todos los “éxitos” conseguidos y acentuados por el gran capital financiero
merced a su hegemonía mundial, tenían un costo ineludible y de incalculables efectos: de
un lado, la debacle de la producción real agobiada por la desinversión y, del otro, el
incontenible y abultado crecimiento del parasitismo rentístico en el campo de las finanzas.
Esto representaba tanto la imposibilidad objetiva de resolver la crisis que arrastraba el
sistema desde años antes para sólo administrarla, cuanto una presión continua sobre el gran
capital especulativo que tenía como única salida para el logro del beneficio inmediatista el
impulso sin trabas a la depredación de la sociedad y la naturaleza en calidad de pauta
general y obligada del capitalismo en su senil forma neoliberal. En el contexto de la
“financiarización” planetaria de la economía y de su real divorcio de la producción
concreta, el capital financiero desplegó múltiples acciones en procura de incrementar sus
“activos” y robustecer su poder, privatizando con cada vez mayor cinismo la riqueza social
y cultural acumulada en el curso de generaciones, agrediendo los servicios públicos (salud,
educación, transportes, comunicaciones, etc.), apoderándose de las infraestructuras (redes
viales, instalaciones estatales, etc.) y disponiendo a su antojo del patrimonio general.
También perpetró la privatización y mercantilización de inmensos ámbitos de la naturaleza,
adueñándose de grandes extensiones de tierras y eliminando las propiedades colectivas o
comunales, promoviendo y acentuando la desaparición de formas de producción y consumo
tradicionales con la sustitución de la agricultura campesina o familiar por la agroindustria,
destruyendo vastos ecosistemas y desplazando a las poblaciones rurales. A la vez, se
apropió militar y directamente de fuentes de recursos y materias primas, mercantilizando la
biodiversidad y los recursos genéticos, imponiendo sus “derechos” de propiedad intelectual
o patentes sobre bienes ajenos y saberes colectivos tradicionales, y permeando con su
grosera y corrupta lógica de la rentabilidad las instituciones públicas e incluso la propia
administración sistémica.

No obstante, la rapiña y el despojo universales no podían evitar que el conjunto del


sistema ingresara a un círculo vicioso recesivo que agravaba y hacía más notoria la crisis
irresuelta: la preponderancia financiera iba de la mano con la gran caída de la inversión
productiva, el notable descenso de la productividad, el desplome de la tasa de plusvalía, la
disminución del crecimiento económico, el aumento del desempleo, el creciente deterioro
de los salarios y la significativa merma en la capacidad de consumo de las poblaciones pese
a la mayor mercantilización de las necesidades sociales. Mientras el volumen del capital
ficticio crecía en desmesura, la producción real languidecía acogotada e incapacitada para
afrontar el problema de la exigua generación de plusvalía y el acortamiento del consumo de
masas significaba no sólo el hundimiento de la venta de productos, sino también algo peor:
la desvalorización del capital real. El círculo vicioso recesivo se intentó solventar de modo
urgente con la amplia extensión del crédito y el fomento del endeudamiento generalizado
de familias, empresas, gobiernos y Estados, llevando a los bancos y grupos financieros a
crear burbujas crediticias dentro de un paroxismo en el que los préstamos se concedían casi
indiscriminadamente en procura de una rentabilidad usurera, sobre todo en el sector
inmobiliario Pero la sobreacumulación de capital ficticio y la enormidad de los créditos se
enlazaban para augurar una gran crisis financiera en tanto comenzaran a estallar las
burbujas por los incumplimientos de pago de los préstamos otorgados. Cuando en el 2008
ocurrió ese estallido, quedó instalada a nivel mundial una crisis de sobreacumulación de
capital ficticio y sub-consumo masivo que fue temporalmente afrontada, por un lado, con la
creación de dinero de la nada para “aliviar” la quiebra de los mega-consorcios financieros y
bancarios (que desplazaron los montos multibillonarios destinados a su “rescate” hacia
otras áreas de especulación logrando siderales beneficios y, a la vez, liquidaron a
competidores debilitados para efectivizar una enorme concentración del capital); y, por el
otro, con medidas encaminadas a incrementar de modo salvaje la sobreexplotación y las
penurias de las poblaciones del planeta. Sin embargo, esa crisis, que continuaba la crisis de
los años ’70 del siglo pasado, tampoco fue resuelta, sino administrada en el día a día hasta
la actualidad, descargándola despóticamente como siempre sobre los trabajadores y las
masas del pueblo en espera ilusoria de algún “milagro” capaz de reactivar al sistema.

Las maniobras del hegemónico gran capital financiero son innumerables y aunque en
diversos casos están coronadas por el “éxito”, la propia realidad muestra sin atenuante
alguno el concluyente fracaso de las criminales políticas neoliberales implementadas
durante más de 40 años, que agreden sin pausa a los seres humanos y a la naturaleza y que,
al mismo tiempo, aceleran la decrepitud y descomposición del sistema capitalista. Hoy, los
resultados de las medidas neoliberales son de suma evidencia: la caída sin remedio a la
vista del crecimiento económico y el comercio mundiales y el aumento alucinante del
endeudamiento global (público y privado); la exacerbación de la explotación irracional de
los recursos del planeta y el frenesí extractivista, que agravan la crisis medio-ambiental y
alimentaria y acentúan los efectos catastróficos del cambio climático; la búsqueda cada vez
más frecuente de salidas bélicas a los problemas de desvalorización del capital; la clara
declinación de la hegemonía yanqui y la agudización de las contradicciones inter-
imperialistas, el reforzamiento del proteccionismo y las guerras comerciales que implican
también a China y Rusia; la extensión y profundización de las desigualdades sociales, la
miseria y la precariedad existencial de muy vastos sectores poblacionales; el aumento
imparable de los flujos migratorios hacia las metrópolis de millones de personas de la
periferia desplazadas por la pobreza o que huyen de la guerra y la delincuencia imperantes
en sus países y el surgimiento en el centro del sistema de virulentos “nacionalismos”
racistas y xenófobos; la situación de agobio social y la crisis política del Estado burgués en
los países del centro, que son exportadas hacia las naciones periféricas en demolición
incesante; la continua degradación de la vida social y la expansión irrefrenable de la
corrupción en todas los niveles e instancias de la sociedad burguesa “globalizada”; y, lo que
tiene una importancia desastrosa dentro de un etcétera interminable, la concentración jamás
vista antes de la riqueza social, incluyendo a los medios de producción y comercialización
con el acaparamiento de los medios de vida por parte de menos del 1% de la población del
mundo y el dramático y letal empeoramiento de las condiciones de existencia del 99%
restante.

Con todo esto, en definitiva, el capitalismo neoliberal no está haciendo otra cosa que
llevar a extremos inauditos la barbarie inherente al sistema y, por tanto, presente en todo su
recorrido histórico. Ya en 1913, en su artículo “Barbarie civilizada”, Lenin anotaba que “la
barbarie capitalista es más fuerte que toda civilización. Por donde se mire, se encuentran a
cada paso problemas que la humanidad está en perfectas condiciones de resolver de
inmediato. Pero el capitalismo estorba. Ha acumulado a montones la riqueza y ha hecho a
los hombres esclavos de esa riqueza. Ha resuelto complejísimos problemas de la técnica
y… ha condenado a la miseria y la ignorancia a cientos de millones de personas… La
civilización, la libertad y la riqueza en el capitalismo sugieren la idea de un viejo y saciado
ricachón que se pudre en vida y no deja vivir lo que es joven. Pero lo joven crece y, pese a
todo, triunfará”.

Por eso, atinadamente James Petras ha hecho ver que en la Antigüedad greco-latina
se atribuía la barbarie a las poblaciones que vivían en el régimen tribal donde aún no existía
la división en clases y que, como “bárbaras”, acosaban e invadían las sociedades clasistas
existentes sembrando a su paso la destrucción y la ruina en calidad de elementos externos a
la civilización. Pero hoy, en las seniles condiciones del capitalismo neoliberal, la barbarie
que está en su esencia ha adquirido una brutal ferocidad teniendo como portadora interna y
activa impulsora a la gran burguesía imperialista, cuyo desquiciado afán de ganancias
monetarias va conduciendo a la demolición de las bases materiales de la sociedad, al
creciente exterminio de seres humanos “sobrantes”, a la devastación de la naturaleza y a la
liquidación de la propia civilización burguesa. Y no puede ser de otro modo porque al haber
llegado a una fase de creciente descomposición y desorden que va abriendo paso a su
agonía, el capitalismo ya ni siquiera puede ofrecer vacuas promesas de “progreso” y
“bienestar”, sino que funciona mafiosamente y acomete con cada vez más saña contra la
inmensa mayoría de la humanidad, desparramando el sufrimiento, el dolor y la muerte.

Petras anota también que la barbarie capitalista tiene como expresiones específicas
las diversas y corruptas técnicas financieras de despojo universal. Entre ellas, la promoción
artificial, fraudulenta y muy amplia de valores y títulos bursátiles; la destrucción deliberada
de activos a través de políticas inflacionarias y fusiones y absorciones empresariales; el
endeudamiento generalizado por encima de la capacidad de pago, orientado a “disciplinar”
a empresas y familias y a generar formas modernas de servidumbre en función de las
deudas; la desposesión de activos mediante la manipulación del crédito y las cotizaciones,
como en el caso del saqueo de los fondos de pensiones; la ofensiva especulativa de los
fondos de riesgo (“hedge founds”) y las estafas empresariales; la creación y ampliación de
paraísos fiscales que, según datos de Tax Justice Network (Red para la Justicia Global),
ocultaban en el 2015 más de 26 billones de euros libres de impuestos, es decir, un tercio del
PBI mundial; etc. El conjunto de actividades delictivas es potenciado a escala planetaria
tanto por la liberalización comercial regida por la OMC como por los “tratados de libre
comercio” según el diseño y el control establecidos por los intereses “globalizadores” del
imperialismo norteamericano, cuya hegemonía en declinación acelera y expande no sólo las
exacciones, sino también las prácticas corruptas (2).
Por su parte, el sociólogo marxista John Bellamy Foster, que estudia críticamente los
procesos y fenómenos capitalistas desde hace muchos años, precisa que el neoliberalismo
es la forma adoptada por el capitalismo en su actual fase financiero-monopólica y alerta
contra cualquier tipo de ilusión reformista. Señala, en efecto, que en diversos ambientes
políticos, sociales, intelectuales, académicos, etc., impera como “lúcida” visión la idea de
atribuir el irracional desastre humano, social y natural en curso, no a las características
intrínsecas del sistema, sino apenas al neoliberalismo en calidad de “modelo particular” del
desarrollo capitalista. Merced a determinadas reformas, tal “modelo” podría ser sustituido
por otro de carácter “racional” sin tocar el dominio del capital y el poder burgués. Así, la
“réplica” al neoliberalismo sería el retorno al “Estado de Bienestar”, la “regulación del
mercado” o algunas otras formas de “democracia social” aunque sólo fueren limitadas, es
decir, un capitalismo “sensato”, “perfeccionado”, con “rostro humano”. No estaría a la
vista, pues, el indiscutible fracaso histórico del capitalismo, sino sólo la bancarrota de su
“eventual modelo” neoliberal. Pero de hecho el reformismo pasa por alto lo substancial, lo
medular de la cuestión: en su actual estado, para preservar y prolongar las condiciones de
su expoliación y lograr sobrevivir, el sistema necesita obligadamente, por completo y de
modo férreo tener como elemento dominante y guía al gran capital financiero-monopólico,
que impone el neoliberalismo como fase y política global de un capitalismo senil,
degenerado y en avanzada descomposición. En esta situación concreta, para poder
garantizar tanto la existencia y el desarrollo de los seres humanos cuanto la presencia de
vida en el planeta, la transformación radical de ese capitalismo destructivo e históricamente
agotado constituye una exigencia ineludible (3).

Ahora bien, en el apartado referido a la cuestión del humanismo en un Capítulo


anterior, examinamos la concepción burguesa del hombre y los sucesivos cambios
históricos que fue sufriendo en función de las particularidades del desarrollo capitalista, las
necesidades e intereses de la burguesía, y la indispensable preservación y refuerzo de las
condiciones de explotación y opresión de las personas. El advenimiento de la fase
imperialista del capitalismo implicó el empeño de varios teóricos al servicio del sistema
para “poner al día” esa concepción en correspondencia con el rol hegemónico desempeñado
por el gran capital financiero, pero sin lograr incorporar sus planteamientos a las ideas
burguesas propiamente oficiales. A partir de 1945, la hegemonía del capital industrial, la
instalación del “Estado de Bienestar”, el transitorio y parcial control sobre el capital
financiero, el impulso al desarrollo capitalista y la necesidad de contrarrestar el avance de
las masas y el “peligroso ejemplo soviético”, determinaron que la concepción burguesa del
hombre (la del homo economicus) fuera manejada con un sentido político marcado por el
equilibrio relativo e inestable entre el reaccionarismo autoritario y ciertas concesiones a los
trabajadores y las masas. Esta situación se mantuvo durante un período prolongado sin
cambios significativos pese a la instalación de la llamada Guerra Fría, aunque no sin la
respuesta ideológica de los representantes teóricos del capital financiero aposentados en la
Sociedad Mont-Pélerin. Pero la crisis de los años ’70 y la caída de la tasa de beneficio,
aunadas a factores socio-políticos y militares, exigieron el retorno hegemónico del gran
capital financiero y la implantación del neoliberalismo y la “globalización”, con lo cual los
postulados económicos, sociales, políticos e ideológico-culturales de esa Sociedad fueron
consagrados y oficializados por el sistema convirtiéndose en dominantes a nivel mundial, al
igual que la visión del hombre subyacente a ellos.

Es importante, entonces, tener en cuenta esta visión y la implantación de la “sociedad


de mercado” a escala planetaria para comprender de qué modo determinan la situación
concreta de los individuos y las particularidades del desarrollo humano en el capitalismo
actual.

La concepción neoliberal del hombre y la sociedad

Desde el inicio del siglo XX, dentro de las condiciones de la fase imperialista del
capitalismo y del predominio del gran capital financiero, se fueron agudizando tanto la
voracidad de ese capital monopólico como las pugnas inter-imperialistas por la conquista
de mercados y fuentes de materias primas. Estas encarnizadas luchas por el logro de un
nuevo y determinado reparto del mundo sólo podían tener una salida bélica y condujeron en
1914 a la carnicería de la I Guerra Mundial, luego de la cual los regímenes europeos
tuvieron que hacer frente a la devastación resultante y a las poblaciones sumidas en el
hambre, el desempleo y la miseria, cuyos combates de masas contra la explotación y la
opresión se incrementaron bajo la influencia política del socialismo y el impacto de la
Revolución de Octubre. En el curso de los años ’20, el economista austriaco Ludwig von
Mises fue observando con gran atención el desarrollo de los acontecimientos y tomando
aguda conciencia de los riesgos que representaban para el sostenimiento del sistema,
llegando a la conclusión de que era necesario “renovar” el liberalismo clásico para darle
nuevos aires al capitalismo.

Aspirando a contribuir en el “ordenamiento” de las acciones de la gran burguesía y a


proporcionar elementos ideológicos susceptibles de servir eficazmente en la contención del
movimiento popular, Mises sentó las bases fundacionales del neo-liberalismo. A partir de la
defensa irrestricta de la propiedad privada, el capital financiero y la “libertad de mercado y
empresa”, buscó darle un cierto tipo de “racionalidad” a la actividad de ese capital y de los
monopolios, es decir, proporcionar una base intelectual al dominio de clase burgués a
través de la recusación de todo intento de regulación social y de posibilidad democrática y,
al mismo tiempo, de una guerra abierta y sin cuartel contra los trabajadores y el socialismo
revolucionario. En 1927, en su texto Liberalismo diferenció al liberalismo “renovado” del
envejecido liberalismo clásico: éste aceptaba “erróneamente” el concepto de igualdad, en
tanto que el primero lo rechazaba y lo sustituía por la “igualdad de oportunidades”.
Sostuvo, entonces, que la “libre competencia” tenía como elementos consubstanciales a la
desigualdad y al accionar monopólico, y que la “democracia” debía ser entendida desde el
mercado puesto que cada compra hecha por los consumidores equivalía a un voto en un
proceso electoral. Abogó por un Estado con mínima participación en la economía y en la
vida social, pero “fuerte” para frenar o barrer las luchas de los trabajadores (ya que
“cualquier acción contra el libre mercado es una forma de terrorismo”). Por tanto, en aras
de la “libertad individual” criticó acremente el “intervencionismo estatal”, execrando las
estatizaciones de industrias y empresas, los impuestos a los grandes propietarios, la
planificación económica, la inflación como factor de disminución de la riqueza acumulada
en forma de activos monetarios, la legislación laboral, los sindicatos, el seguro social
obligatorio y el seguro contra el desempleo, propugnando un auténtico fetichismo del
mercado. Para Mises, era necesario “un capitalismo armonioso basado en el libre mercado”,
puesto que “el único sistema económico racional es un capitalismo no regulado” que
requiere como garantía “un liberalismo renovado para derrotar al socialismo y su
destructividad”.

En ese mismo texto, suerte de venerada Biblia neoliberal, evaluó pragmáticamente la


significación del concepto de homo economicus (sobre todo en lo concerniente a su carácter
“racional”) y, con una visión particularmente grosera y grotesca del ser humano, desde la
perspectiva del capital financiero sentó también las bases para introducir modificaciones en
la concepción burguesa del hombre. Allí señalo: “El liberalismo es un teoría que se interesa
exclusivamente por la actuación del hombre. Procura, en última instancia, el progreso
externo, el bienestar material de los humanos y, desde luego, no se ocupa directamente de
sus necesidades metafísicas, espirituales o internas. No promete al hombre felicidad y
contento; simplemente, la satisfacción de aquellos deseos que, a través del mundo exterior,
cabe atender” “No es que el liberalismo desprecie la espiritualidad y, por eso, concentre su
atención en el bienestar material de los pueblos; adopta esta postura sólo en razón de que
advierte que lo alto y sublime no puede ser procurado por recursos externos. Se empeña
exclusivamente en promover el bienestar material al percatarse de que, por desgracia, las
riquezas íntimas y espirituales no pueden ser insufladas en el alma desde fuera, ya que
brotan del propio corazón del hombre”. Así, a diferencia del liberalismo clásico que
formalmente concedía una determinada importancia a la “racionalidad”, “lo espiritual” y la
“democracia” burguesa, Mises propugnó el practicismo y el utilitarismo sin cortapisas
acompañados por un claro anti-intelectualismo ligado estrechamente al irracionalismo, y
rechazó cualquier posibilidad de atisbo democrático.

Sin embargo, en su momento este esfuerzo “renovador” no fue tenido en cuenta por
el gran capital imperialista (preocupado por el descenso de la tasa de beneficio y la nueva
crisis general que se gestaba en el sistema) pues contaba con el fascismo y luego con el
nazismo para intentar una salida más directa y duramente expeditiva a sus problemas sin
necesidad de trámites engorrosos o cambios basados en las teorizaciones de uno u otro
profesor. Además, tenía en lo inmediato al reformismo socialdemócrata para disputarle al
socialismo revolucionario la dirección y la conducción de los movimientos y las luchas de
las masas explotadas. La bancarrota de Wall Street en 1929 y la gran crisis financiera
resultante, que se extendió al conjunto de la economía capitalista mundial, pusieron en
evidencia el rol delictivo del capital financiero, haciendo más ostensible el relegamiento de
los puntos de vista de Mises. Éste, luego del ascenso del nazismo, tuvo problemas por su
origen judío y se vio obligado a migrar a EEUU para dedicarse a la actividad académica y
a la formación de discípulos con el patrocinio de la Fundación Rockefeller y el National
Bureau of Economics Research, que financiaron sus investigaciones y publicaron sus
libros.

La crisis del capitalismo encontró salida a través de la II Guerra Mundial, conflicto


inter-imperialista por un nuevo reparto del mundo, con los resultados de sobra conocidos y
una situación mundial hasta entonces inédita. Europa quedó en ruinas, con una mitad regida
por el ya hegemónico imperialismo norteamericano y sus aliados, y otra influenciada por la
URSS (cuya intervención en la guerra respondió a la agresión nazi y fue decisiva para el
desenlace final, pese a sus enormes pérdidas humanas y materiales). Desde años antes,
durante la administración Roosevelt, ese imperialismo había encarado la crisis asumiendo
el keynesianismo, lo cual implicó el fomento de la inversión productiva y el gasto público
en el montaje de una economía de guerra, el encumbramiento del capital industrial, un
determinado control sobre el capital financiero y ciertas concesiones a los trabajadores para
frenar sus luchas como anticipación del “Estado de Bienestar”. Al finalizar la guerra, el
imperialismo yanqui siguió utilizando las políticas keynesianas tanto para dinamizar su
economía e impulsar su propio desarrollo, como para afrontar los problemas concernientes
a la reconstrucción europeo-occidental y japonesa y a la recomposición del sistema
capitalista.

Esto significaba un verdadero desastre para el liberalismo clásico que vivía su peor
momento por ser el fundamento del desacreditado capital financiero, cuyos representantes
teóricos más connotados contemplaban con horror el panorama social y político. En EEUU
empezaba a tener vigor el “Estado de Bienestar”, lo mismo que en Gran Bretaña (donde los
laboristas habían estatizado las industrias básicas), Escandinavia y los Países Bajos. En
Francia e Italia, el Partido Comunista y sus aliados se perfilaban como una “amenaza” que
podía llegar a ser gobierno; y en Alemania, bajo ocupación yanqui, la reconstrucción
económica estaba orientada por el “controlismo” y el “dirigismo” keynesianos. Según esos
teóricos, en tales lugares tenía vigencia una “democracia” que ponía en riesgo la “libertad”
por estar basada en el “languidecimiento de los mercados libres” y en la “peligrosa
confianza” de las poblaciones en los Estados y los gobiernos para resolver los problemas
económicos y garantizar una seguridad social. A la vez, en España y Portugal regían
dictaduras fascistas y ni hablar de Europa del Este donde la URSS había “aposentado la
esclavitud de los hombres con su nefasto socialismo”. Así, pues, para los teóricos del
capital financiero “la humanidad” transitaba por una ruta indeseable que era muy necesario
rectificar. Pero la posibilidad de un cambio de rumbo era inviable en las condiciones de la
supremacía del capital industrial que comandaba el reflotamiento y desarrollo capitalista,
impulsaba el “Estado de Bienestar” keynesiano y garantizaba la generación, reproducción y
acumulación del capital. En tales circunstancias, dichos teóricos buscaron refugio en
diversos centros académicos, principalmente en la London School of Economics y la
Universidad de Chicago, para encargarse de difundir las tesis liberales “renovadas” y hacer
escuela (con la protección y el apoyo económico de los grandes consorcios de las finanzas)
siguiendo el ejemplo de Mises que años antes había formado con sus discípulos una
organización oficiosa en tal dirección.

Sin embargo, esos esfuerzos requerían superar el aislamiento y dotarse de una cierta
organicidad, de modo que en 1947 Friedrich von Hayek (antiguo alumno de Mises y, como
él, economista austriaco de origen judío) tomó la iniciativa y convocó a una treintena de
filósofos, historiadores, economistas, banqueros, políticos y hombres de prensa para
intercambiar ideas acerca del liberalismo, su posible rumbo teórico y la definición de sus
acciones prácticas. Estos personajes, entre ellos Mises, Wilhelm Röpke, Karl Popper,
Milton Friedman, Salvador de Madariaga, Ludwig Erhard, Walter Lippman, Luigi Eunaudi
y otros de similar renombre, se reunieron en Suiza con el auxilio económico de varios
grupos empresariales y decidieron crear la Sociedad Mont-Pélerin teniendo en mente el
examen de los diversos problemas que aquejaban “a la civilización”, en particular la
“amenaza a la libertad y los derechos humanos” por la difusión de ideologías “totalitarias”
(el marxismo), “relativistas” (el keynesianismo) o análogas encaminadas a extender un
“poder arbitrario”. De esa reunión, en la que se acuñó el término “neo-liberalismo”, emanó
una Declaración de Principios en la que la Sociedad expresaba su interés “exclusivamente
científico y doctrinario” ya que aspiraba a “realizar propaganda. No busca establecer una
ortodoxia meticulosa ni obstaculizadora. No se alinea con ningún partido concreto. Su
objetivo, al facilitar el intercambio de opiniones entre mentes inspiradas por ciertos ideales
y concepciones generales sostenidas en común, es sólo contribuir a la preservación y
mejora de la sociedad libre”.

Dentro de esta tónica, mostraba su preocupación por la “crisis de los valores de la


civilización”, jaqueados por la inexistencia de condiciones esenciales para “la dignidad
humana y la libertad” en vastas regiones o por el predominio de circunstancias políticas
“inadecuadas” en otros lugares. Las “amenazas a la propiedad privada y el libre mercado”
conspiraban para hacer difícil concebir una sociedad donde la libertad estuviera preservada,
puesto que la posición de los individuos y los grupos se debilitaba por la extensión de la
“arbitrariedad del poder”; la libertad de pensamiento y de expresión (“las más preciadas
posesiones del hombre occidental”) se hallaban en riesgo por la acción de credos orientados
a establecer posiciones de poder para suprimir las ideas contrarias; el fortalecimiento de
una cierta visión de la historia llevaba a negar las normas de una “moral absoluta”; y el
auge de “teorías extrañas” implicaba cuestionar “la validez y vigencia del imperio de la ley
y el Estado de Derecho”. Sobre tales bases, la Sociedad puso en el centro de su interés el
análisis del carácter de la “crisis de valores”; la redefinición de las funciones del Estado
para diferenciar con suma claridad un orden neo-liberal de un orden “intervencionista” y/o
“totalitario”; el establecimiento de reglas precisas que permitieran el cabal funcionamiento
del “libre mercado” y el fomento de la iniciativa privada; la definición de métodos tanto
para “restablecer el imperio de la ley” a través de la vigorización del Estado de Derecho y
la división de poderes, asegurando así su vigencia y desarrollo, cuanto para combatir el
“uso indebido de la historia” en servicio de “credos hostiles a la libertad”; y el impulso a la
creación de un orden internacional capaz de salvaguardar “la paz y la libertad” haciendo
viables relaciones económicas “armoniosas”.

Con todo esto, la Sociedad ofrecía el neo-liberalismo no como la ideología política


requerida por una clase poseedora y dominante interesada vitalmente en defender y
mantener indefinidamente las condiciones de su supremacía, sino como una suerte de
patrimonio intelectual, afectivo y práctico de “todos los hombres” y, por ello mismo, como
un elemento inseparable de la “naturaleza humana”. Hablaba astutamente y en abstracto de
“libertad”, “dignidad” y “derechos humanos”, pero no decía una sola palabra sobre la
situación concreta de los trabajadores y las masas, ni de su carencia de derechos reales y su
aplastamiento por la explotación y opresión del gran capital. Mostraba al neo-liberalismo
como una continuación doctrinaria “renovada” del liberalismo clásico, que propugnaba la
“paz” y la “armonía” internacionales, pero guardaba total silencio sobre la Guerra Fría que
en ese mismo momento el imperialismo ponía en práctica para aislar y destruir al
socialismo. En síntesis, la Sociedad tendía un manto sobre las intenciones de convertir al
neo-liberalismo en la punta de lanza teórica que necesitaba el gran capital financiero para
restablecer su hegemonía en la perspectiva de implantar una salvaje economía de mercado
y una dictadura totalitaria a escala mundial, remachando con mayor solidez las cadenas que
aprisionaban a los desposeídos del planeta.

Así las cosas, los integrantes de la Sociedad aparecieron como los adalides del “libre
mercado” ajeno a cualquier control estatal y del individualismo empresarial, para llevar a
cabo orgánicamente las tareas propias de un programa ultra-reaccionario centrado en la
defensa sin tapujos del capital financiero-monopólico y en el que ofrecían cierta “lógica”
justificadora del poder de los monopolios y de una economía dominada por las grandes
empresas, propugnaban la privatización y la mercantilización totales de la vida social,
proponían una estrategia político-económica eficaz para reforzar el dominio gran burgués y
atacaban sañudamente al socialismo. Estaban unidos por un objetivo común, pero entre
ellos existían envidias académicas, choques de personalidades, desacuerdos individuales,
rencillas y rivalidades (por ejemplo, Röpke calificaba a Mises de “paleo-liberal” y lo
consideraba “uno de los últimos sobrevivientes de la categoría de liberales que han
provocado la catástrofe actual”). Para poder concretar los acuerdos tomados, necesitaban un
liderazgo fuerte orientado a colocar en un plano secundario las contradicciones personales,
que unificara sin contemplaciones al conjunto y lo hiciera avanzar. Con el beneplácito de
los financiadores de la Sociedad, ese rol lo desempeñó Hayek, por entonces probablemente
el miembro del grupo con mayor claridad acerca del carácter, contenido y perspectivas
teórico-políticas del anti-popular proyecto neoliberal (4).

Hayek sostenía que las instituciones sociales (Estado, gobierno, leyes, mercado y
sistemas de precios e incluso el lenguaje) no constituyen un diseño humano deliberado para
responder a determinadas necesidades, sino el producto de un “orden espontáneo” que
emana de las acciones individuales. Por eso, éstas no deben ser interferidas ni amenazadas
por cualquier pretensión “racionalista” de regular conscientemente el mundo ya que con
ello se pone en riesgo “la civilización” surgida precisamente de la espontaneidad de tal
orden, dentro del cual la propiedad privada y el libre mercado tienen un carácter
fundamental. Sin ambos, impera la dependencia con respecto al Estado y los hombres se
convierten en “esclavos”: la intervención estatal en la economía, la planificación económica
y el “Estado de Bienestar” conducen a resultados distintos a los “naturalmente” esperados y
son perjudiciales para la sociedad porque generan el caos a largo plazo. Por tanto, el Estado
no debe fomentar ni asegurar tipo alguno de redistribución en función de criterios de
“justicia social” porque ello implicaría derivar hacia el “socialismo”, poniendo en riesgo la
“libertad individual” y llevando al “totalitarismo”. En base a estos criterios, Hayek elaboró
un programa político-tecnocrático neoliberal a tono con los intereses, necesidades y
expectativas del gran capital financiero: mercado absolutamente eximido de cualquier
restricción, privatizaciones, desregulaciones, eliminación de controles a la circulación de
capitales, abrogación de impuestos “elevados” a las grandes empresas, reducción drástica
de los gastos de seguridad y asistencia social, disminución al mínimo de los programas
contra el desempleo, abolición del control de alquileres y de las subvenciones para
vivienda, y “poder sindical” muy limitado cuando no suprimido.

Para Hayek, la cuestión del rol del Estado en la sociedad tenía una importancia
central. En principio, compartía con su maestro Mises la tesis del “Estado mínimo” y de la
eliminación de las intervenciones económicas y sociales de ese organismo, limitándolo sólo
a proporcionar el marco jurídico (“las reglas del juego”) capaz de garantizar las normas
básicas del intercambio y del mercado. Pero mientras Mises asumía esta tesis de modo
absoluto y sin matices (postura que su ex alumno le reprochó como propia de un “liberal
intransigente y aislado”), Hayek postulaba con pragmatismo la necesidad de “hacer más
atractiva la sociedad libre” encargando al Estado el eventual manejo de “ciertos efectos
redistributivos”, ya que está en condiciones de proveer de bienes que el mercado no logra
generar por sí mismo y se le puede hacer actuar en “circunstancias excepcionales y
anómalas de la vida económica” (como las crisis cíclicas del sistema) para asegurar la
reproducción del capital. Sin embargo, ambos concordaban a plenitud en la existencia de un
mercado totalmente libre y un Estado sin obligaciones sociales, en la crítica radical al
socialismo y a la idea de justicia social, en el “anti-totalitarismo” y en las apreciaciones
hayekianas de que “es mucho mejor un régimen no-democrático que garantice el orden
espontáneo que una democracia planificadora”, puesto que “debemos enfrentar el hecho de
que la preservación de la libertad individual es incompatible con la justicia distributiva”.
De hecho, si “no hay más opciones que el orden gobernado por la disciplina impersonal del
mercado o el dirigido por la voluntad de unos cuantos individuos”, entonces queda
justificado a plenitud que “una dictadura puede ser un sistema necesario para un período de
transición. A veces es necesario que un país tenga, por un tiempo, una u otra forma de
poder dictatorial… Mi preferencia personal se inclina a una dictadura liberal, y no a un
gobierno democrático donde todo liberalismo está ausente”. Estos criterios se plasmaron
de modo práctico posteriormente cuando, con la plena complacencia de Hayek, la criminal
dictadura de Pinochet recibió el apoyo total y la directa “asesoría” de Milton Friedman y
los Chicago Boys para convertirse en la punta de lanza del neo-liberalismo a escala
mundial, antecediendo a la implantación neoliberal en Inglaterra con Thatcher y en EEUU
con Reagan. No incurre en exceso alguno Atilio Boron, entonces, al afirmar que “el neo-
liberalismo es la reencarnación de los principios fundamentales del liberalismo clásico, sólo
que en clave mucho más reaccionaria”.

De este modo, pues, para Hayek la sociedad no es ni puede llegar a ser producto de
un “plan deliberado”, sino que constituye sólo “un conjunto de vínculos entre individuos y
grupos organizados” que actúan “espontáneamente” en procura de su propio beneficio. En
la sociedad así entendida, no tiene cabida alguna “el erróneo antropomorfismo que la
concibe como ‘actuando’ o ‘deseando’ algo”. Esta concepción de base antropologista
remite principalmente al liberalismo inglés de los siglos XVII y XVIII (Locke y la
Ilustración escocesa, con Hume, Ferguson, Mandeville y Smith) que, ante la crisis del
Estado absolutista y su cultura aristocrática, se esforzó en la elaboración de una nueva
concepción del hombre, la sociedad y la política, es decir, de un “modelo” de sociedad
asentada en relaciones mercantiles desarrolladas dinamizadas por la “mano invisible del
mercado” y correspondiente por completo a la “auténtica naturaleza del hombre”. En las
nuevas condiciones capitalistas, Hayek actualizó tal proyecto buscando forjar una teoría
sobre la sociedad y el mercado con la pretensión de “refundar” la sociedad burguesa
mediante su “transformación radical”. A la vez, encaró propiamente la cuestión de la
concepción del hombre en el curso de un proceso iniciado con los criterios expuestos en
Camino de servidumbre y extendidos hasta La fatal arrogancia. Los errores del socialismo.

Desde su perspectiva, en el Neolítico habría empezado un largo proceso que ha


conducido a la “sociedad de mercado” u “orden extendido” como fase actual del desarrollo
de la humanidad. En los ámbitos biológico y social, esa evolución habría sido facilitada
por la existencia de una “tendencia espontánea hacia el progreso”, entendido éste como una
creciente capacidad de adaptación dentro de una “lucha por la supervivencia de los más
eficaces en el aspecto reproductivo”. El hombre “universal” resultante (que no es otro que
el homo economicus) sería un sujeto individualista, creador “espontáneo” de normas y
tradiciones económicas, sociales, jurídicas, lingüísticas y otras, que ha ido evolucionando
desde la “sociedad tribal” hasta la “sociedad extendida”. Los individuos “universales”
serían “desiguales por naturaleza”, poseerían una “razón limitada” y estarían normados por
una “ética heterónoma” esencialmente funcional al mercado e inherente a la “reproducción
de la sociedad de mercado” y cuyo valor central sería la “libertad” como condición de
posibilidad del desarrollo de la “civilización occidental”. La evolución no tendría, entonces,
nada de azaroso, sino que se habría realizado de acuerdo con ciertas leyes acerca de “la
condición humana, la sociedad y la historia”. La ley del “progreso” sería la principal de
ellas (pues las sociedades poseerían una “tendencia inmanente” hacia formas superiores de
adaptabilidad, tal como ocurre en las especies animales) junto con la de la “tendencia a la
auto-regulación de los órdenes auto-generados”, en especial del mercado. Hayek precisa,
pues, qué es y cómo es, para él, el ser humano de acuerdo con su “filosofía de la libertad”,
de una concepción articulada por una noción de “libertad” apreciada de modo individualista
y voluntarista.

Según él, con Descartes, Rousseau, los Enciclopedistas, los fisiócratas y J. Stuart
Mill primó un “falso individualismo” de carácter “racionalista”, tendiente al colectivismo y
al “socialismo”; y es sólo con Locke, Hume, B. Mandeville, Smith, E. Burke, Tocqueville y
otros que se puede hablar de un “verdadero individualismo”. De acuerdo con esto, Hayek
caracteriza su propia concepción del hombre como un “auténtico individualismo” liberal,
“anti-racionalista” y opuesto radicalmente al del viejo liberalismo. A partir del supuesto
“ontológico” de que la realidad constituye una sumatoria de elementos, individuos y
sucesos que coinciden consigo mismos, y de que, por consiguiente, no está conformada por
totalidades, sino que posee un carácter agregatorio, toma como base la concepción
mecanicista de Hobbes acerca del hombre y la sociedad. Se centra, entonces, en el llamado
“individualismo metodológico” que recusa terminantemente cualquier criterio sobre la
sociedad como totalidad y sujeto de deberes: todos los fenómenos sociales, sobre todo el
funcionamiento de las instituciones, deben ser siempre considerados como el resultado de
las actitudes, decisiones y acciones de los individuos, y de ningún modo en función de “los
colectivos” (Estados, naciones, etnias, clases, etc.), por lo que el “colectivismo ingenuo”
debe ser sustituido “genuinamente” por el individualismo radical.

En esta perspectiva, desde una postura reduccionista-biologista y tal como antes lo


había postulado Spencer, para Hayek las desigualdades económicas, sociales, políticas y
culturales entre los hombres tendrían un carácter “natural” basado en la disparidad genética
reforzada por las diferencias de educación y formación, lo cual quedaría expresado en las
distintas “capacidades adaptativas” en la vida práctica y, particularmente, en el mercado.
Así, las “élites” poseerían plenas capacidades de adaptación, en tanto que las “masas”
carecerían de ellas en medida altamente considerable. Por tanto, en la “sociedad de libre
mercado” las desigualdades económico-sociales serían las “consecuencias esperables y
deseables” del ejercicio de la “libertad” y la competencia entre individuos desiguales que
convergen en el mercado. Según Hayek, la “pasión por la igualdad” es sólo una forma de
envidia, puesto que “la libertad no tiene nada que ver con cualquier tipo de igualdad, sino
que produce desigualdades en muchos aspectos. Se trata de un resultado necesario que
forma parte de la justificación de la libertad individual”. Sin embargo, es aceptable la
existencia de igualdad ante la ley, la justicia y el mercado como formas de “nivelación”
funcionales a la reproducción de la “sociedad de mercado”. Con respecto a éste, “la libertad
que reivindica el liberalismo exige… la eliminación de todos los obstáculos de naturaleza
social que encuentran los esfuerzos individuales, pero no la concesión de ventajas
concretas por parte de la autoridad estatal”. De este modo, Hayek rechaza el concepto
objetivo de libertad como posibilidad colectiva consciente y efectiva de los seres humanos
para actuar sobre la sociedad y la naturaleza en procura del bienestar general, y lo suplanta
por la noción individualista y pragmática de “libertad” como abolición de toda “coerción” e
impedimento “intencional e ilegítimo” provenientes del Estado o de grupos de terceros que
se oponen a la “prosperidad personal”.

En este encadenamiento de formulaciones profundamente reaccionarias y de hecho


anti-humanas, Hayek asevera que la existencia de una “tendencia a la auto-regulación” por
parte de los factores del mercado determinaría que las conductas orientadas por el interés
individual o grupal generen necesariamente un “orden que favorece a todos”. Sería iluso,
por ello, buscar directamente el “bien social”, ya que éste no es otra cosa que el resultado
“espontáneo” de acciones individuales guiadas por las normas abstractas de la “sociedad
extendida”. Como las pautas del mercado poseen un carácter funcionalmente “ético”, su
sentido utilitarista lleva al “provecho social” porque mantiene un “orden extendido” y
reproduce la “sociedad de mercado”. Si tal orden es negado o rechazado, como ocurre en el
“Estado de Bienestar”, sólo se podría recorrer un “camino de servidumbre” que conduce
necesariamente al “totalitarismo” o al caos generalizado. De allí que la instauración de la
igualdad (o, al menos, la reducción de las desigualdades económicas y sociales) implicaría
“imponer un modelo de distribución económica”, puesto que “la pretensión de igualdad es
el credo profesado por aquellos que quieren imponer a la sociedad un preconcebido patrón
de distribución deliberadamente escogido”. La distribución “espontánea” de la renta
nacional dentro de la “sociedad de mercado” no puede ni debe ser modificada ya que eso
alteraría el propio y libre funcionamiento del mercado y “perjudicaría a todos”, incluyendo
a los que se busca favorecer con medidas redistributivas.

Todo esto está “justificado”, dice Hayek, porque reposa sobre el criterio de que las
acciones sociales sólo pueden entenderse como conjuntos de acciones individuales: la
sociedad es apenas el nombre que se da al agregado de interacciones de los sujetos; no es
una entidad colectiva económico-social, política, ética y cultural; no puede ser interpelada
ni se le debe atribuir responsabilidad o deber alguno; y los intereses “llamados sociales”
nunca están por encima de los intereses individuales. La sociedad es sólo una forma de
“orden espontáneo”, es decir, “un estado de cosas en el cual una multiplicidad de elementos
de diversa especie se relacionan entre sí, de tal modo que el conocimiento de una porción
especial o temporal del conjunto nos permite formular acerca del resto unas expectativas
adecuadas o que por lo menos gocen de una elevada probabilidad de resultar ciertas”.
Definitivamente, la sociedad sería una articulación de “órdenes auto-generados” y de
“organizaciones”, primando los primeros y teniendo al mercado y a la propiedad privada
como los fundamentales. El mercado es “espontáneo”: no constituye el resultado de un plan
o una acción humana consciente y su desarrollo no depende de la voluntad o el cálculo,
sino que aun siendo producto de la actividad de los individuos no se corresponde con un
diseño previo ni se orienta a la realización de metas pre-establecidas. Es, entonces, un
conjunto de interacciones que representan “formas espontáneas de cooperación” y que se
adecúan a las “normas y leyes tradicionales y permanentes del proceso económico”,
expresándose su carácter “exitoso” en que los resultados de su funcionamiento son
“beneficiosos” para los participantes en las interacciones económicas y los miembros del
propio mercado. Así, pues, la “sociedad de mercado” haría viable la existencia de una
mayor cantidad de personas en comparación con cualquier otro tipo de sociedad, aunque
eso no significa en modo alguno que esté obligada a garantizar la vida de todos: el mercado
no está obligado a reconocer el conjunto de derechos humanos, sino que sólo debe aceptar y
propiciar algunos de ellos, precisamente los que son necesarios para asegurar el
funcionamiento de la “sociedad de mercado” misma.

En esta línea, Hayek considera que las políticas sociales sólo logran “generalizar las
injusticias infligidas a los individuos por la acción del Estado y en interés de un grupo”,
vulnerando fundamentalmente “las libertades individuales” en el terreno económico. Como
es obvio, “los individuos” supuestamente perjudicados en su “libertad” económica por la
intervención del Estado burgués son las grandes empresas corporativas y los sujetos con
millonarios ingresos o rentas que, se presume, resultarían afectados por impuestos directos
utilizables para financiar las prestaciones sociales. Y ese “grupo”, en cuyo “interés” se
elaboraría una legislación social para “favorecerlo”, estaría constituido por las mayorías o
por parte importante de la población: asalariados, mujeres, niños, ancianos o ciertos
sectores “considerados en desventaja”. Hayek aborrece y condena, pues, cualquier posible
responsabilidad social del Estado burgués y de la propia sociedad capitalista en relación
con el encaramiento de las necesidades de la mayoría de personas, y rechaza airadamente el
concepto y la práctica de justicia social como “mitos erróneos y peligrosos”. Para él, las
normas morales fundamentales son de carácter económico (es decir, el respeto a la
propiedad privada, a los contratos y a la ganancia, la “honestidad” en los negocios, etc.), de
modo que la ética y las responsabilidades sólo tienen carácter individual, cabiendo negar
cualquier valor moral a las conductas “altruistas” que no provengan de decisiones
personales.

En definitiva, y compendiando esta zafia, bárbara y rapaz concepción neoliberal,


Hayek entiende al hombre como “ser natural” cuyo desarrollo obedecería a las mismas
“fuerzas competitivas” que rigen la evolución de las agrupaciones animales; y, con la
pretensión de ofrecer una “interpretación histórica” acerca del proceso evolutivo humano,
elabora especulativamente una narrativa signada por el “progreso adaptativo” que va desde
la “etapa tribal” hasta la “sociedad extendida”. Por eso, concede gran importancia al lento y
progresivo “cambio civilizatorio” que habría desembocado en la “gran sociedad” regida por
el mercado. Afirma que las sociedades tribales se caracterizaban por no brindar espacios a
la “iniciativa individual”, con lo que todas las conductas se regían por pautas comunitarias;
mientras que en la “sociedad extendida” la “disciplina de la libertad” es la que establece la
adecuación a un “nuevo orden” de tradiciones individuales y abstractas, es decir, a las
normas del mercado. En la “gran sociedad”, la conducta de cada quien no está subordinada
a intereses colectivos ni sujeta a control alguno, sino que cada sujeto puede decidir sobre
sus propios fines y cómo realizarlos de modo efectivo sin ninguna restricción.

Basada en una supuesta “teoría de la evolución”, la concepción naturalista-biologista


de Hayek presenta a las sociedades humanas rigiéndose, al igual que las agrupaciones
animales, por el “principio de la competencia”, desprendiéndose de esto un conjunto de
enunciados “universales” sobre las características “permanentes” del hombre. Las pautas
principales de la conducta de éste serían producto de la herencia genética y en la sociedad
contemporánea las mayorías sociales estarían gobernadas por “atavismos arcaicos” que las
“inferiorizan”, subordinándolas “necesariamente” y haciéndolas dependientes de las
“élites”, poseedoras de una “superioridad evolutiva” y de capacidades determinantes de su
“éxito” en el mercado. Por ello, “el deseo de lograr una justa distribución de la riqueza
basada en el principio de la adjudicación a cada ciudadano, en forma coactiva, de aquello
que realmente merece, constituye, en el más estricto sentido del término, un puro atavismo
basado en las más primitivas posturas emocionales del hombre”.

Hayek impugna categóricamente la idea de dignidad humana como patrimonio de


todos los hombres porque considera que “el solo hecho de existir no otorga derecho
alguno” y, desde su sórdida perspectiva, recusa los derechos humanos “innecesarios” para
el funcionamiento del mercado. Su concepción de la “libertad” es perfectamente compatible
no sólo con el rechazo del derecho a la vida, la salud, la alimentación y la educación para
las más vastas mayorías, sino también con la completa negación de derechos económicos,
sociales, políticos y culturales a los trabajadores y el pueblo. El humanismo entendido
como suprema valoración y respeto por el hombre y su existencia real, como solidaridad y
cooperación, empatía y fraternidad, constituye para Hayek sólo un conjunto de “atavismos
primitivos” que deben ser minimizados en las condiciones de la “sociedad de mercado”
donde rigen las “leyes abstractas de la vida social”, sobre todas las económicas. De allí que
el “gran teórico” neoliberal sea enemigo acérrimo incluso de cualquier tipo de asistencia
humanitarista burguesa a los más afectados por la explotación y la marginación social, o de
la eventual “ayuda” a los pueblos de los países empobrecidos que sufren hambrunas por
catástrofes naturales. De allí también que se declare partidario de un tácito exterminio de
los más necesitados: “Yo no creo que se pueda curar la desnutrición de la extrema pobreza
mediante la redistribución. Si… se subvenciona la expansión de una población que es
incapaz de alimentarse a sí misma, se contrae una responsabilidad permanente de
mantener vivas a millones de personas en el mundo, que no podemos mantener vivas. Por
tanto, debemos confiar en el control tradicional del aumento demográfico”.

Evidentemente, este amplio conjunto de criminales aberraciones postuladas como


concepción neoliberal del hombre y la sociedad no tiene nada de “original” y sólo repite en
las nuevas condiciones del desarrollo capitalista las formulaciones de Malthus, Bentham,
Spencer y Gobineau, pero llevándolas a su más brutal extremo en correspondencia con las
necesidades de reproducción y acumulación del capital bajo la hegemonía del capital
financiero-monopólico. Sin embargo, hay que resaltar lo que Stephen Jay Gould ya había
hecho notar (5): el resurgimiento, con bríos renovados, del reduccionismo biologista en
apoyo de la salvaje ideología irracionalista y las políticas anti-humanas del gran capital
imperialista. Según tal reduccionismo, las diferencias económico-sociales existentes en la
sociedad burguesa, lo mismo que las normas de conducta compartidas en los diversos
grupos y clases, serían sólo el simple y llano derivado de ciertas “distinciones innatas”
heredadas genéticamente, por lo que esa sociedad constituiría un fiel reflejo del acontecer
en el mundo biológico. Gould apuntó que los rebrotes y expansiones del determinismo
biologista se correlacionan con circunstancias de retroceso político, social y cultural, en
especial con el temor de las clases dominantes cuando ven tambalearse al sistema y los
explotados intensifican sus reclamos y combates sembrando la “intranquilidad social” y
amenazando incluso con “usurpar” el poder; con las campañas para reducir el gasto del
Estado burgués en los programas sociales; etc. Y, además, el notable científico identificó
tres de estos momentos: las crisis económicas frecuentes y repetitivas en Inglaterra en el
último tercio del siglo XIX; la gran crisis económico-financiera de 1929, que propició el
ascenso del fascismo y el nazismo; y la crisis económica y política del sistema entre 1970 y
1980 que hizo posible la instalación y el auge del neo-liberalismo. En estos tres momentos,
las “disparidades biológicas” han sido objeto de manipulación ideológica para justificar las
hondas desigualdades económico-sociales, políticas y culturales, abarcando a las clases
(para sancionar la “inferioridad” de los explotados), las razas (para establecer la
“supremacía blanca”) y los sexos (para reforzar la idea de “superioridad” del hombre con
respecto a la mujer).

Por consiguiente, cabe considerar al neo-liberalismo no sólo como la forma


económica y socio-política que, en su fase senil y degenerativa, adopta el capitalismo bajo
la conducción del gran capital financiero norteamericano, sino también como una ideología
en el más estricto sentido del término; es decir, como una manera de concebir el mundo y
de actuar sobre él, como un modo específico de pensar, sentir, desear, auto-percibirse y ver
a los demás. Con el neo-liberalismo, la subjetividad de la gran burguesía imperialista se
abre hacia renovadas formas de considerar subalternos a “los otros”, en la perspectiva de
diseñar mecanismos de extensión y refuerzo de la sobre-explotación de los trabajadores y
las masas, multiplicar los medios de opresión y exclusión social de las mayorías y, de
hecho, decretar la condena a muerte de todos aquellos que no ofrecen garantía de
“rentabilidad” y son “superfluos” en el sistema. Como ha precisado Samir Amir, el
capitalismo neoliberal segrega y aplasta a las personas e instala un mortífero y “nuevo
apartheid a escala global”.

Además, en su fase neoliberal el capitalismo no se limita a mercantilizar las


relaciones sociales, a implantar y fortalecer la dictadura totalitaria de los mercados
financieros o a trazar políticas económicas que agreden a las masas, sino que también
impone una “racionalidad” ideológico-política basada en la lógica explotadora del gran
capital imperialista. Así, como imperativo para la propia supervivencia del capitalismo, el
neo-liberalismo constituye un reaccionarismo extremo que busca satisfacerse tanto con la
reproducción ampliada de las estructuras de desigualdad imperantes, cuanto con el refuerzo
y la totalización de su sistema de poder mundial en procura de convertir la lógica del gran
capital en el contenido predominante de las subjetividades a nivel global y en la norma
fundamental de la existencia humana. Para ello, utiliza la articulación y el juego de
relaciones internacionales de competencia y dominación mediadas por las grandes
organizaciones de “gobernanza” planetaria a su servicio (FMI, BM, OMC, Unión Europea,
etc.) que regimentan sin contemplaciones a individuos, grupos, pueblos, gobiernos y
Estados. Por tanto, con el neo-liberalismo la gran burguesía imperialista ya no necesita de
una imagen “democrática” o “liberal” puesto que tal figura es incluso un estorbo para su
dominación. Su ampuloso discurso del pasado acerca del “progreso”, las “libertades
individuales”, el “Estado de Derecho”, etc., ha sido desechado para dar paso práctico al
cierre de fronteras, la represión a los migrantes hacia las metrópolis centrales, el
chauvinismo y la xenofobia, la abierta ofensiva contra los derechos humanos y modalidades
más que evidentes de un neo-fascismo absolutista e híper-autoritario.

Ahora bien, la crisis de los años ’70 hizo viable el retorno hegemónico del gran
capital financiero, implicando el ingreso triunfal y arrasador del neo-liberalismo en el
escenario socio-político capitalista en trance de “globalización”. En consonancia con ello y
con las nuevas condiciones en que debía actuar la gran burguesía imperialista, la
concepción neoliberal sobre la sociedad y el ser humano, cuyas bases fundamentales
estableciera centralmente Hayek, no podía continuar siendo exactamente igual a la fijada en
su formulación primigenia, sino que necesitaba determinados “enriquecimientos” y requería
ser “matizada” sin que variara su color esencial. Entonces, en la versión “perfeccionada” de
esa concepción los supuestos utilizados por Hayek como punto de partida se mantuvieron
vigentes en calidad de bases, pero fueron “desarrollados” por sus epígonos.

Así, para los nuevos “teóricos” la sociedad sería inexistente y “en la realidad” sólo
existiría un agregado de individuos con intereses particularizados que, a través del mercado,
buscan maximizar el logro de beneficios económicos. Tales individuos están comprendidos
en la noción-eje neoliberal de homo economicus, que define a un sujeto asocial y ahistórico,
“autónomo” y egoísta, cuya actuación se puede identificar con determinados patrones
conductuales asentados en una específica base bio-neurológica. Con esta caracterización,
el hombre es despojado de su condición real y queda convertido en un “ser natural”, de
modo que para “entenderlo” no se requiere de criterios sociales e históricos, sino biológicos
“en última instancia”. Por tanto, la explicación última de “lo social” como realidad y
problema es dada desde lo biológico-individual, vaciando a la política y a su carácter
relacional-concreto de contenido objetivo; a la vez, la economía ya no se considera en el
campo de la sociedad porque es desplazada hacia el de la naturaleza. En este ámbito, la
lógica del individualismo equivale a la lógica de la “supervivencia del más apto y más
fuerte”, y el egoísmo adquiere importancia “estratégica” porque sirve de fundamento al
“hecho social” sin necesidad de recurrir a la sociedad y a la historia.

La operación de vaciar de contenido a la política tiene el significado de fijar las


condiciones para que ésta sea configurada y definida desde el mercado convirtiendo las
formulaciones económicas en discurso de poder y dominio, de modo que el espacio social
ocupado antes por “lo político” se vuelve de hecho intrascendente ya que las decisiones y
políticas reales se adoptan y asumen en función de la lógica del mercado. Éste, y en su
interior el capital financiero y sus corporaciones, se constituye en la plataforma del “Estado
de Derecho” por haber adquirido la capacidad y la soberanía políticas que le transfiere el
Estado. En la base de todo esto se halla la necesidad de identificar y ubicar al “sujeto”
actuante al que se refiere el discurso de poder y dominación, es decir, el homo economicus
construido, moldeado y caracterizado ya sin tapujos dentro de coordenadas de control,
disciplina y sometimiento de las poblaciones. Con ello, ese homo “supera” la urdimbre
metodológica hayekiana y es entendido como mero conjunto de procesos neuro-corticales,
o sea, como rígida condición biológica de la conducta y el psiquismo del hombre.

Por otro lado, la biologizada agregación de individuos egoístas, a la que de manera


convencional se designa como “sociedad”, crea un régimen real que no es otro que el de la
economía, es decir, el de la “sociedad de mercado”. Ésta encuentra a su vez razón de ser en
la mercancía, por lo que al actuar en el universo de mercancías y en consonancia con ellas
los individuos (y sus esenciales capacidades, conocimientos, habilidades y prácticas) se
mimetizan para constituirse también en mercancías, en “capital humano” como fuente de
producción, productividad y ganancias. Gary Becker (6), economista yanqui de la Escuela
de Chicago y premio Nobel 1992, sacralizó la objetiva cosificación del hombre dentro de la
sociedad burguesa desarrollando la neoliberal “teoría del capital humano”, según la cual
todos los atributos del hombre (inteligencia, afectividad, creatividad, valores, etc.) y todo lo
concerniente a su vida y actividad (trabajo, familia, procreación, cuidado de los hijos,
educación, seguridad social e incluso la delincuencia y el crimen) están incluidos en el
cálculo económico del costo-beneficio y quedan sometidos a él. Además, Becker consideró
al hogar como una fábrica que combina bienes de capital, materias primas y trabajo para
“producir mercancías útiles” (los hijos); postuló enclaustrar a las mujeres en el trabajo
doméstico; y hasta propuso la venta del “derecho a migrar” hacia los países del centro
capitalista en busca de trabajo, es decir, pagar para tener acceso al mercado laboral y sufrir
la explotación en las metrópolis.
De este modo, la condición del homo economicus es considerada como “conducta
humana universal” basada en el cálculo económico y susceptible de ser “medida”
empíricamente utilizando la “neuro-economía”, o sea, a través del seguimiento de los
procesos neuro-biológicos del individuo dado conformante del “capital humano”. Y con el
discurso económico desplazado neoliberalmente desde el plano social al campo natural, la
economía queda eximida de describir dinámicas propiamente sociales para centrarse en
procesos biológicos y apelar a una “teoría del comportamiento individual” marcada por el
fetichismo mercantil y asentada en disciplinas (antropología, psicología, etnología y otras
afines) que, con un contenido deformado y predominantemente burgués, fundamentan en
última instancia el carácter “decisivo” de los procesos córtico-cerebrales de ese homo.
(Dicho sea al pasar, esto permite entender el actual bastardo interés de la gran burguesía
imperialista por el despliegue y utilización de las neuro-ciencias como uno de los puntales
de su hegemonía ideológica). La reducción y ubicación de la conducta humana en las
coordenadas “estratégicas”, egoístas y utilitaristas del homo economicus la convierte en
“algo” por completo previsible y utilizable, lo que resulta vital para “elevar” los procesos
biológicos más íntimos del sujeto al nivel de clave fundamental en el “entendimiento” de la
vida social y el discurrir histórico y, de paso, también para tornar la actividad individual
característica de la micro-economía en la base de la macro-economía. Así, se refuerza el
vaciado de contenido de la política y se hace desaparecer radicalmente el escenario objetivo
(con sus multifacéticos aspectos) en el que los hombres crean y reproducen colectivamente
sus propias condiciones económicas, socio-políticas y culturales de vida y actividad, para
suplantarlo por una individualista y mezquina “actividad económica” que no es más que un
amorfo y viciado conjunto de datos biológicos “incuestionables” por tratarse de “hechos
naturales”.

Además, hacer intervenir en la vida social a los procesos neurales de los individuos
cual elemento excluyente, decisivo y definitorio, sirve para dar “explicación” distorsionada
y fraudulenta a fenómenos considerados real, racional y tradicionalmente como sociales,
pero que ahora desde la concepción neoliberal son vistos y entendidos de modo “científico”
apelando a la biología. Para citar sólo un caso, las abismales diferencias económico-
sociales y político-culturales entre los países del centro capitalista y los sometidos y
empobrecidos de la periferia son atribuidas al “insuficiente desarrollo del córtex cerebral”
de las poblaciones en las naciones y regiones avasalladas, ocultando procazmente las
relaciones de poder y dominación de clase imperantes a nivel global y las asimetrías
derivadas en el mercado mundial. De un plumazo son borradas la imposición de una
división internacional del trabajo, las exacciones imperialistas en la periferia que permiten
el crecimiento y desarrollo económicos en el centro del sistema, la distribución clasista de
la renta nacional, etc. Y como tal supuesta deficiencia neurológica sería “determinante”
para marcar en los países periféricos el atraso, el desorden, la pobreza, la debilidad
institucional, el “escaso respeto a las normas y los contratos”, las “limitaciones” para
asumir a plenitud “los valores y la ética” del mercado, la “tendencia a la violencia”, etc.,
entonces para los nuevos “teóricos” neoliberales es imprescindible impulsar su “progreso”
y su “desarrollo humano” creando las condiciones “civilizatorias” que permitan a esas
vastas poblaciones incorporar a sus procesos neuro-biológicos la “comprensión” del interés
egoísta, la “necesidad vital” del cálculo económico y la “verdad” que emana del mercado.
Las políticas neo-coloniales del imperialismo reciben así un poderoso refuerzo ideológico.
Según esos “teóricos”, la condición “universal” del homo economicus constituye la
base fundamental del comportamiento humano centrado neuro-corticalmente, con obvia
independencia de las particularidades sociales, étnicas, culturales o identitarias. De allí que
todo sujeto tenga que ser comprendido dentro de la noción de “capital humano” y que la
llamada por Mises “acción humana” posea siempre, en toda circunstancia, carácter
“estratégico”. En el cuadro de la condición de ese homo, la “acción humana” instrumental y
“estratégica” de los individuos configura una “acción colectiva”, cuyo significado es muy
claro: no representa una posición crítica de las personas ante su propia situación, ni su
capacidad para interpretarla y transformarla, sino sólo la actualización y convergencia de
intereses estratégicos individuales que refuerzan la realidad del “capital humano” entendido
como “capital social”. En los hechos, era sumamente necesario fijar esta equivalencia,
íntimamente asociada con la biologización de los individuos y el vaciamiento de la política,
para justificar la “ética” del mercado y el propio proyecto neoliberal; pero presentaba el
“gran inconveniente” de ser por completo contradictoria con las proclamadas asocialidad y
ahistoricidad del homo economicus. Los diversos y bien rentados académicos neoliberales
(G. Stigler, G. Buchanan, E. Ostron, O. Williamson y otros) ubicados en “prestigiosas”
universidades dedicaron mucha atención a este serio problema y se esforzaron en darle una
salida “científica”, buscando definir un contexto social y un marco histórico para la “acción
estratégica” y el desarrollo de la “racionalidad” de tal homo. Con el típico pragmatismo
burgués, Douglass North, economista e historiador de la Universidad de Cambridge, se
encargaría de “solucionar” la cuestión con la “teoría de las instituciones” o “neo-
institucionalismo económico” (7).

North encontró la clave de esa “solución” en las formulaciones de Hayek acerca del
Estado como institución que forma parte del “orden extendido” y como garante de la
libertad de mercado mediante la fijación de “las reglas del juego”, del marco jurídico
susceptible de permitir a los actores del mercado maximizar sus ganancias. Sobre esta base,
con la misma lógica utilizada antes para vaciar de contenido a la política y crear un discurso
de poder originado en el mercado y externo a la propia política, North elaboró en su “teoría
de las instituciones” una noción de “sociedad” externa y contrapuesta al acontecer social
objetivo. Según él, la conducta “estratégica” del homo economicus se pone de manifiesto en
el mercado y, por tanto, las instituciones (o “normas y convenciones de una sociedad en el
largo plazo del desarrollo económico”) tienen que ser entendidas y explicadas de acuerdo
con el funcionamiento del mercado mismo. Así, la “sociedad” queda subsumida en la
“economía social de mercado” y las instituciones resultan cohesionadas dentro del “Estado
social de Derecho” basado en el mercado. Por ello, “las instituciones son las reglas del
juego en una sociedad o, más formalmente, son las limitaciones ideadas por el hombre que
dan forma a la interacción humana. Por consiguiente, estructuran incentivos en el
intercambio humano, sea político, social o económico”. Tales limitaciones conforman
reglas formales (derechos de propiedad, leyes, Constituciones) e informales (costumbres,
tradiciones códigos de conducta, prohibiciones, sanciones, etc.) que hacen posible “la
continuidad del orden y la seguridad establecidos dentro de un mercado o una sociedad”,
reglas que se hacen efectivas y se mantienen merced a la organización estatal y su fuerza
coercitiva o por “el mandato de un imperativo precepto religioso”.

Con todo esto, los hechos sociales resultan ser sólo “coincidencias de intereses
individuales” y la gran complejidad de la actividad de los hombres queda reducida a
abstracta “interacción humana” y a “procesos de intercambio humano” en los ámbitos
económico, político, jurídico, cultural, etc. Naturalmente, para North el lugar esencial y
privilegiado de esa “interacción” es el mercado, donde se expresa la “libre acción humana”
y cuya lógica explica los cambios que ocurren en las instituciones, de tal suerte que “el
cambio institucional constituye el modo en que las sociedades evolucionan a lo largo del
tiempo, por lo cual es clave para entender el cambio histórico”. Es casi innecesario apuntar
que dentro de su apreciación el mercado como fuerza motriz del cambio institucional
carece de cualquier referencia histórico-concreta, no tiene vínculos con las modificaciones
tecnológicas y es absolutamente ajeno a la lucha de clases y a su desarrollo objetivo. Más
bien, los cambios institucionales que el mercado genera e impulsa se deben a cambios en la
estructura de los precios relativos de tipo incremental dentro de la “economía social de
mercado”, por lo que la “racionalidad” de la historia descansa en el interés egoísta y el
cálculo económico individuales.

Pero hay más. El auténtico eje de la “teoría de las instituciones” queda establecido
con el puntual señalamiento de que “las reglas del juego” se estructuran y definen en
función de los “derechos de propiedad” (obviamente, de la gran burguesía), lo que facilita
el interjuego de los propietarios, la libre circulación de capitales, el aligeramiento de los
costos transaccionales, la distribución de los beneficios y la producción de cambios en los
precios relativos que, a su vez, generan los cambios institucionales y, por consiguiente, los
“cambios históricos”. La total claridad con respecto al significado y las consecuencias de
los “derechos de propiedad” está en la base de los instrumentos jurídicos internacionales y
nacionales que protegen la circulación de capitales, las inversiones y el libre comercio en la
“economía social de mercado” y en el “Estado social de Derecho”, nociones esenciales
para el neo-liberalismo actualizado. Sin duda, la “teoría del neo-institucionalismo
económico” representó un “aporte” de alta importancia para la concepción neoliberal y los
“méritos” de North fueron premiados con el otorgamiento del Nobel en 1993.

De este modo, el conjunto de prestidigitaciones de sus nuevos “teóricos” resultó de


enorme utilidad para mitificar en mayor medida el mercado y reforzar más aún las
supersticiones sobre su carácter taumatúrgico y el poder de su “mano invisible”, poniéndole
piso “social” e “histórico” al homo economicus y estableciendo las condiciones de
“comprensión” de la sociedad, la historia y los cambios que ocurren en ellas. Así las cosas,
la “teoría del capital humano” y la “teoría de las instituciones” están íntimamente
ensambladas conformando un ariete ideológico-político utilizado por la gran burguesía
imperialista para justificar la sórdida realidad del sistema, revestir de “legitimidad” y
“legalidad” a su violenta dominación de clase en las nuevas condiciones del desarrollo
capitalista “globalizado”, disciplinar a las personas y castigar toda “infracción a la norma”.
Quien no se inserta en el “capital humano” y no se ciñe a “las reglas del juego” (tal como
ocurre con vastos sectores sociales empobrecidos y marginados), es automáticamente
excluido del mercado, se torna “invisible”, “prescindible” y sometido a las directrices de
administración económica, política y social de la muerte, es decir, a la necro-política del
gran capital. Con el capitalismo neoliberal y la hegemonía mundial del capital financiero
yanqui, enormes contingentes humanos calificados como “improductivos” y, por tanto,
incapaces de generar “rentabilidad”, están condenados a la eliminación y son víctimas de
un atroz genocidio. Como bien lo señalara en El terror y la gracia el filósofo argentino
León Rozitchner, “Para la aritmética de la economía de mercado, ¿cuántos guetos de
Varsovia caben en Hiroshima y Nagasaki, en Kósovo, en África, en América Latina?...
Aunque finja indignarse contra el nazismo,… el capitalismo globalizado y a su frente los
EEUU corporativos constituyen (para decirlo sin eufemismos) la figura de los nuevos nazis
de la Tierra… Los EEUU son el Cuarto Reich postmoderno que como Estado, al igual que
el proyecto de los alemanes de otrora, están al frente de un poder absoluto para succionar la
vida del planeta con los inmensos instrumentos de muerte planificados desde la economía
globalizada, el FMI, sus Fuerzas Armadas, sus servicios de inteligencia, su propaganda y su
‘democracia’ usada como un ariete astuto”.

Desde los orígenes históricos del capitalismo y a lo largo de todo su trayecto, la


burguesía siempre se manejó a través del diseño y la implementación de políticas que
tenían como objetivo el despojo, la explotación y la opresión de los trabajadores y las
masas, con sus ominosas consecuencias: miseria, hambre, alienación, marginalidad social,
desprotección, penurias extremas, enfermedades desatendidas y muerte para los expoliados.
En el Libro I de El Capital, Marx anotaba que en el capitalismo se abona el terreno para el
desarrollo social y la elevación del nivel de la cultura humana, pero que también la clase
dominante sólo utiliza las múltiples capacidades de las personas como instrumentos para la
generación y el incremento de sus propios beneficios materiales. Se persigue de modo
infatigable la universalidad, pero se mutila y sacrifica a los hombres impidiéndoles la
concretización de sus potencialidades y su desarrollo multilateral, propiciándose así
únicamente la unilateralidad universal: “En toda producción capitalista, dado que ésta no se
limita a crear cosas útiles, sino además plusvalía, las condiciones de trabajo dominan al
obrero, lejos de estarle sometidas”; y “como el capital es nivelador por naturaleza exige, en
nombre de su ‘derecho innato’, que las condiciones de explotación del trabajo sean iguales
para todos en todas las esferas de la producción”. Así, “en manos capitalistas aumenta no
sólo el material humano explotable, sino también el grado de su explotación, apoderándose
de las mujeres y los niños, confiscando la vida entera del obrero mediante la prolongación
desmesurada de su jornada y haciendo su trabajo cada vez intenso a fin de producir en un
tiempo siempre decreciente una cantidad siempre creciente de valores”.

Por tanto, tal como ocurre hoy en la “sociedad de mercado” y en el “Estado social de
Derecho”, con la explotación y la prolongación de la jornada de trabajo “la producción
capitalista, que es esencialmente producción de plusvalía, absorción de trabajo excedente,
no sólo ocasiona el deterioro de la fuerza de trabajo del hombre, privándola de sus
condiciones normales de funcionamiento y desarrollo físico y mental; produce, además, el
agotamiento y la muerte prematura de dicha fuerza. Prolonga el período productivo del
trabajador durante un determinado espacio de tiempo a costa de abreviar la duración de su
vida”. Marx anotaba que éste no es un rasgo aleatorio o circunstancial del capitalismo, sino
un carácter enclavado en lo más profundo de su esencia y que lo define típicamente a pesar
de los cambios de forma que puede experimentar históricamente: “La naturaleza del capital
es siempre la misma, tanto en sus formas apenas esbozadas como en las ya desarrollas
completamente”, puesto que “el objeto especial, el objeto real de la producción capitalista
es la generación de una plusvalía o extracción de trabajo excedente, cualesquiera que sean
los cambios del modo de producción que provengan de la subordinación del trabajo al
capital”. Y como si tuviera al frente al especulativo y parasitario capital financiero de
nuestros días que en pos de la máxima ganancia destruye a las personas y va llevando al
planeta hacia el colapso, agregaba: “En todo negocio de especulación se sabe que un día
llegará el desastre, pero todo el mundo tiene la esperanza de que caerá sobre el vecino,
después de haber recogido la lluvia de oro y haberla puesto a salvo. Aprés moi le diluge!
(¡Después de mí, el diluvio!). Tal es la divisa de todo capitalista y de toda nación
capitalista. Así, pues, el capital no se inquieta por la salud ni por la durabilidad de la vida
del trabajador a no ser que lo obligue a ello la sociedad. A toda queja elevada contra él
acerca de la degradación física e intelectual, la muerte prematura y las torturas del trabajo
excesivo, el capital responde (haciendo suya una frase de Goethe) ‘¿Por qué atormentarnos
con estos tormentos si ellos aumentan nuestras alegrías?’ ”. A despecho de las ilusiones del
reformismo, anhelante del reemplazo “gradual” de las intenciones y prácticas brutalmente
devastadoras de un “capitalismo malo” por las de un “capitalismo bueno” y “más humano”,
Marx era concluyente: “Lo cierto es que eso no depende de la buena o mala voluntad de
cada capitalista. La libre concurrencia impone a los capitalistas las leyes inmanentes de la
producción capitalista como leyes coercitivas externas” (8) que no se pueden evadir y que
eliminan cualquier quimera acerca de la “humanización” del capital.

En fin, en las actuales condiciones económico-sociales, políticas e ideológico-


culturales alcanzadas por el capitalismo, aquello que la gran burguesía imperialista define,
orienta e impulsa como “desarrollo humano” se realiza en total dependencia de la
producción y acumulación del capital y de la máxima generación de utilidades económicas
teniendo como puntual guía la concepción neoliberal sobre la sociedad y el hombre. Con la
política real vaciada de contenido, todas las decisiones y medidas prácticas emanan de la
lógica del mercado, surgen de acuerdo con su movimiento y, bajo la vigilante mediación
tecno-burocrática de los organismos financieros internacionales (FMI, BM, BID, etc., y en
general con la ONU y sus diversas organizaciones como simple caja de resonancia), son
fielmente ejecutadas por los gobiernos y Estados a nivel mundial. Las resoluciones y las
medidas llevadas a la práctica para “afrontar” los gravísimos problemas que afectan a la
inmensa mayoría de la humanidad, son presentadas como “respuestas técnicas” que no sólo
ocultan el propósito objetivo del gran capital, sino que además reducen a las personas a la
condición de números fríamente manipulados en las estadísticas oficiales. Hoy, el
capitalismo neoliberal tanto saquea y depreda la naturaleza y sus recursos renovables y no-
renovables, cuanto atenta con sevicia contra la existencia del grueso de la población
mundial, explota salvajemente a los trabajadores, extiende y profundiza cada vez más la
miseria y la opresión, impide la satisfacción de las necesidades incluso más básicas de las
personas y agrede de modo brutal su salud física y mental (9), destruye el tejido social y
aniquila sin contemplaciones a hombres y mujeres, niños y ancianos. Con todo esto, la gran
burguesía imperialista niega terminantemente a las grandes mayorías sociales cualquier
posibilidad de desarrollo humano real, aunque sus huecas y falaces declaraciones junto con
sus prácticas “filantrópicas” pretendan sostener lo contrario.

El desarrollo humano en el capitalismo neoliberal

En la concepción materialista y dialéctica, científica y auténticamente humanista del


proletariado revolucionario, los seres humanos ocupan un plano privilegiado como valor
supremo, merecedor de respeto total y permanente a su dignidad, libertad y derechos, de
preocupación constante por su cabal bienestar y desarrollo polifacético, de atención efectiva
y eficiente a sus múltiples necesidades presentes y futuras, y de observación cuidadosa de
su actividad como sujeto de la historia que transforma la naturaleza y la sociedad y se
modifica a sí mismo. El desarrollo humano es apreciado, entonces, como un proceso
histórico-social real orientado definidamente hacia la adecuada configuración física,
psíquica y moral de las personas merced al despliegue irrestricto de todos los atributos
propios del hombre que portan, al impulso y concretización de su activa y creativa
asimilación de la cultura históricamente elaborada y enriquecida por las generaciones
precedentes, y al fomento de la extensión armónica e integral de sus capacidades y
actividades individuales y colectivas susceptibles de proporcionarles bienestar y permitirles
realizarse en todos los ámbitos y aspectos de su existencia. Por consiguiente, en esta visión
el desarrollo humano no es abstracto e intemporal, sino concreto e histórico; no es estático e
inmutable, sino dialéctico y modificable a través del interjuego de contradicciones cuya
correcta y sucesiva resolución pauta el avance de lo simple-inferior a lo complejo-superior
en el marco de adecuadas relaciones con el entorno natural; y no está exclusivamente
limitado a lo individual o grupal, sino que al ocurrir dentro de coordenadas de vida y
producción sociales abarca a todos los integrantes de la especie sin excepción alguna.

Pues bien, como ya fue señalado antes y es más que patente, la adecuada formación,
desarrollo y realización de las personas como seres humanos no ocurre en el vacío, sino que
para ser viable exige de modo necesario tanto una orientación científica y precisa, cuanto la
presencia de condiciones materiales y espirituales concretas, claras y propicias: seguridad
social, atención y protección preferencial de la madre gestante y del niño, garantía de buena
alimentación, efectivo cuidado y mantenimiento de la salud, vivienda digna, salubridad
ambiental, trabajo e ingresos asegurados, acceso sin limitaciones a la educación y la
cultura, consideración de las particularidades de la individualidad y la personalidad, amplia
y libre participación en la vida social y política, múltiple y positiva estimulación socio-
cultural, espacios favorables para el fomento y el despliegue de la creatividad, ámbitos
reales de expansión y recreación, etc. Por tanto, cuando en una determinada sociedad estas
condiciones objetivas y subjetivas sólo favorecen a una privilegiada minoría poseedora y
son, al mismo tiempo, muy precarias y prácticamente inexistentes para las grandes
mayorías poblacionales desposeídas, entonces resulta imposible hablar con propiedad de
desarrollo humano integralmente considerado. Este es el caso del sistema capitalista
convertido hoy en régimen planetario, dentro del cual el desarrollo de los trabajadores y las
masas está bloqueado y tiene un carácter fraccionado e incompleto, truncado.

Al respecto, Merani apunta que “una ‘manera de vivir’ no depende únicamente de la


voluntad o de las directivas que se dan o se pueden dar, sino de las circunstancias que
moldearon al individuo, que lo acogen en este momento y que lo recibirán en el futuro”.
Por ello, “si las condiciones hacen a los hombres, nunca la humanidad las tuvo humanas y
representan el camino ancho de la alienación en su más amplio sentido”, de modo que al
hacer referencia al desarrollo humano no hay que olvidar que éste se hallará siempre
trabado para el conjunto de la especie “en tanto haya hambre, ignorancia, desequilibrio
entre el hartazgo y la miseria” (10), y otros elementos dañinos similares. En consecuencia,
las estimaciones y declaraciones oficiales u oficiosas acerca de los “avances” logrados en lo
pertinente al desarrollo humano dentro del capitalismo, sólo revelan la unilateralidad propia
de una clase dominante explotadora y la función ideológica que esos enunciados cumplen
al servicio del poder económico-social y político imperante, quedándose sólo en las
palabras y sin ser otra cosa que una simple ficción que busca justificar el estado de cosas
vigente.
Históricamente, el desarrollo humano siempre ha constituido un problema concreto
que ha encontrado “resolución” concreta en cada una de las formaciones económico-
sociales antagónico-clasistas por las que ha atravesado evolutivamente la sociedad. Ha sido
encarado y “solucionado” desde la óptica de la clase dominante y de su poder, aunque sin
lograr la eliminación de las aspiraciones de las clases subalternas a una existencia digna y
de sus luchas para conquistarla. En la formación económico-social dada, cada clase
dominante ha afrontado la cuestión del desarrollo humano en ajustado engarce con el
impulso al despliegue del modo de producción que instauró, la importancia concedida a sus
propios intereses y necesidades, la apropiación y el acaparamiento de la riqueza social y los
propósitos de mantenimiento indefinido de su poder; y ha justificado ideológicamente la
imposición de un carácter fragmentario y mezquino al desarrollo de los integrantes de las
mayorías sociales avasalladas. Por eso, con independencia de las formulaciones teóricas de
sus ideólogos o de huecas “declaraciones de principios”, el ideal de configuración plena del
individuo, la vida concreta colmada de bienestar y ventajas, el ejercicio sin trabas de los
derechos sociales y políticos, el confortable acceso a la educación, el disfrute de la cultura
como privilegio y las oportunidades de realización personal, han estado (y siguen estando)
fundamentalmente reservados sólo para los minoritarios conformantes de la clase que
detenta el poder económico y socio-político, postergando y marginando al resto de
miembros de la sociedad vistos únicamente como instrumentos de ese poder.

Así fue “resuelto” el problema del desarrollo humano en el esclavismo y en el


feudalismo. Y esa misma “solución” empezó a regir desde el advenimiento histórico del
sistema burgués, para irse consolidando al compás del desarrollo capitalista y adquirir en la
actual fase neoliberal dimensiones brutalmente trágicas con la depredación social y natural
impuesta, impulsada y ejecutada como norma general del funcionamiento sistémico. Hoy,
las desigualdades económico-sociales y políticas han alcanzado niveles jamás registrados
en la historia. Mientras una ínfima minoría privilegiada utiliza la violencia de su poder
opresor para hacerse dueña de la riqueza social, acapararla, acumularla y disfrutar de todos
los provechos que ello implica, cada vez más amplios contingentes humanos soportan el
mortal agobio originado por la total inseguridad y desprotección, la pobreza y la miseria
extrema, el hambre y la desnutrición, el hacinamiento en viviendas y lugares insalubres, la
negación del derecho al cuidado de la salud, la ineducación y el analfabetismo, etc., los
cuales se ceban en y diezman en particular a niños, mujeres y ancianos. Por su parte, el
“capital humano” directo, cuya fuerza de trabajo es imprescindible para la generación de
plusvalía, está crecientemente golpeado por la sobreexplotación, los míseros y descendentes
salarios, el empeoramiento de las condiciones laborales, la carencia de derechos sociales y
el desempleo masivo. Todo esto, muy lejos de registrar alguna disminución, va en aumento
continuo e indetenible.

Desde la implantación del neo-liberalismo en el campo capitalista en los años ’70 del
pasado siglo, la situación ruinosa de los trabajadores y las masas fue experimentando un
mayor y rápido deterioro, en tanto que la prosperidad de los consorcios y mega-empresas
imperialistas ascendió considerablemente y se acentuó aún más con la implosión de la ex
Unión Soviética, la “triunfal” hegemonía “unipolar” yanqui y la extensión del capitalismo
neoliberal y la “sociedad de mercado” a escala planetaria. En esos momentos de euforia, la
gran burguesía imperialista norteamericana mostró su soberbia y se jactó con insolencia de
su poder: el “halcón” Zbigniew Brzezinski, Consejero de Seguridad en el gobierno de
Jimmy Carter y factótum de la Trilateral, declaró enfáticamente que el FMI y el Banco
Mundial eran simples “extensiones del Departamento del Tesoro” de EEUU. Sin embargo,
una doble preocupación opacaba el “éxito”: de un lado, la lenta pero sostenida organización
de las protestas y luchas populares contra la barbarie neoliberal; y, de otro, la constatación
de que las pésimas condiciones de existencia de las poblaciones, junto con la degradación
ambiental, afectaban y mermaban de modo notable el rendimiento del “capital humano”
directo y representaban un peligro para la valorización y reproducción del capital. Lo
primero podía encararse vía el reforzamiento de los aparatos de propaganda y de las
medidas de contención de las masas; pero lo segundo requería inmediata información
específica para la correspondiente “solución técnica”. La gran burguesía imperialista
yanqui consideró necesario, entonces, evaluar y monitorear el estado del “capital humano”,
haciendo que el BM trasladara hacia la ONU dicha tarea para su ejecución a través del
Programa para el Desarrollo (PNUD). Éste acuñó en 1990 el concepto de “Índice de
Desarrollo Humano” (IDH) y lo comenzó a utilizar en sus Informes anuales como indicador
del grado de desarrollo socio-económico de los distintos países del mundo, considerando el
nivel de renta, salud y educación, y combinando datos sobre la esperanza media de vida al
nacer, la tasa de alfabetización de la población adulta, el promedio de años de escolaridad y
la renta per cápita.

En su Informe de 1997, el PNUD recogía las inquietudes imperialistas y señalaba que


“las batallas ideológicas del pasado han cedido paso a enfoques conceptuales realistas que
apuntan a combinar la eficiencia del mercado con la solidaridad social… (para) priorizar
la participación popular y avizorar sociedades futuras”. Sobre esta base, concebía el
desarrollo humano como un proceso de “ampliación de las oportunidades del ser humano”
con tres componentes esenciales: “disfrutar de una vida prolongada y saludable, adquirir
conocimientos y tener acceso a los recursos necesarios para lograr un nivel de vida digno”.
Con este enfoque se podría “colocar al hombre como centro”, “valorar la vida en sí misma”
y entender de modo “integral y universal” el desarrollo de las personas en función de tres
“principios”: “participación” (con los individuos como “gestores de su propio desarrollo”,
dejando atrás “el paternalismo y el asistencialismo” y aproximándose al “ejercicio pleno de
su ciudadanía”), “equidad” (con “igualdad de acceso a las oportunidades económicas y
políticas”, eliminando los obstáculos para su aprovechamiento) y “sustentabilidad” (para
“asegurar la igualdad de oportunidades a las generaciones actuales y futuras” y “garantizar
la supervivencia del planeta y sus habitantes”). Por tanto, el desarrollo humano tenía que
configurarse “en torno a dos dimensiones complementarias: de una parte, la formación de
las capacidades humanas, tales como el logro de un mejor estado de salud o la adquisición
de conocimientos y destrezas; y, de la otra, el uso que las personas hacen de las capacidades
adquiridas, para el descanso, la producción o las actividades culturales, sociales y políticas.
Si el desarrollo humano no consigue equilibrar ambas dimensiones, puede generarse una
considerable frustración”. Este conjunto de formulaciones transparentaba la necesidad gran
burguesa de apuntalar su “gobernabilidad democrática” vía la pasiva aquiescencia de los
explotados.
El ampuloso discurso era una pura y simple patraña que no resistía la confrontación
con la dura realidad de los hechos, pero resultaba muy útil para hacer creer en la “buena
voluntad” de la gran burguesía y sembrar ilusiones entre los avasallados. No obstante,
terminó en el sumidero cuando las evaluaciones hechas con “veracidad técnica” año tras
año sólo mostraron la situación catastrófica y terrible de las grandes masas humanas en el
planeta, poniendo en evidencia que el sistema burgués estaba asentado sobre un polvorín
que crecía a medida que aumentaban las penurias y sufrimientos de las poblaciones,
obligando a la clase dominante a desplegar con amplitud su demagogia anunciando el
impulso a ciertas “medidas humanitarias” para “reducir” los efectos del desastre. Con el
propósito de paliar el grave problema y desviar las protestas y luchas populares, de nuevo a
través de la ONU/PNUD quedaron oficializados en el 2000 los llamados ocho “Objetivos
del Milenio” supuestamente orientados a: a) erradicar la pobreza y el hambre; b) extender
de modo universal la enseñanza primaria; c) promover la igualdad de los géneros y la
autonomía de la mujer; d) reducir la mortalidad infantil; e) mejorar la salud materna; f)
combatir el sida, el paludismo y otras enfermedades graves; g) garantizar la sostenibilidad
del medio ambiente; y h) impulsar una asociación mundial para el desarrollo. El plazo para
el “cumplimiento parcial” de estas medidas se fijó en el 2015.
Curándose en salud, en su Informe del 2002 el PNUD adelantaba que el desarrollo
humano “no sólo se circunscribe al crecimiento económico”, sino que “es una práctica real
con avances y retrocesos en la historia”, produciéndose “de manera persistente, aunque
lenta y desigualmente”. Afirmaba que la gente “ahora vive más tiempo y es más instruida,
aunque sus ingresos no han progresado con la misma tendencia”. “En realidad, la gente
busca el desarrollo humano por definición. Solamente requiere contextos favorables,
oportunidades iguales y éticas que le permitan desempeñarse en libertad y con respeto por
los demás, a fin de que el progreso de sus capacidades y oportunidades pueda hacerse
presente de forma más intensa”. Pero luego, en el Informe del 2011 emitido en medio de la
gran crisis general del sistema, se “alarmaba” por los 1200 millones de personas sumidas en
la pobreza extrema, el aumento sin pausa del hambre y la desnutrición, la gran mortalidad
infantil y materna, el analfabetismo, etc., sin decir una sola palabra sobre los billonarios
desembolsos estatales para el “rescate” de los quebrados grandes consorcios financieros y
bancarios. Además, se “lamentaba” por el calentamiento planetario global y las cada vez
más frecuentes y violentas catástrofes naturales derivadas, que castigaban sobre todo a los
países empobrecidos a un costo de 365 mil millones de dólares (el triple de la “ayuda” total
al “desarrollo” en el 2010); y predecía que la cifra de pobres extremos llegaría a los 3200
millones en el 2050 si no se producían “cambios significativos en las políticas medio-
ambientales”, aunque sin hacer referencia alguna a los auténticos responsables del desastre
humano y ecológico.

Y en el Informe del 2013, no podía dejar de admitir que en el planeta nunca se había
producido tanta riqueza como en ese momento y que “si su distribución fuese realizada en
términos de igualdad una familia media en el mundo (2 adultos y 3 hijos) podría disponer
de 2850 dólares al mes”, cantidad más que suficiente para proporcionar a todos los
individuos instalaciones sanitarias adecuadas, alimentación, agua, electricidad, vivienda
confortable, etc. Sin embargo, 1 de cada 3 personas carecía de las instalaciones sanitarias
más elementales, 1 de cada 4 no tenía electricidad, 1 de cada 7 vivía en barrios miserables,
1 de cada 8 sufría hambre y 1 de cada 9 no tenía acceso al agua potable. Con la riqueza
producida, “cada persona podría disponer de un ingreso medio de 19 dólares por día”, pero
1 de cada 6 individuos subsistía con menos de 1.25 dólares diarios. Así, pues, con una
mezcla de jeremiadas, afirmaciones en condicional y evasivas en el señalamiento de los
causantes de la profunda tragedia social, el PNUD desnudaba su condición de estéril
organismo burocrático encargado sólo de buscar justificaciones al estado de cosas existente.
En este trance, no resultó extraño que en enero del 2014 Christine Lagarde, la mandamás
del FMI, acudiera en su auxilio pontificando sobre la necesidad de “superar” tal situación
con las supuestas “ventajas” aportadas por un imposible “capitalismo inclusivo” en el que
“los pobres tengan cabida digna”. Esto no significaba otra cosa que reconocer de antemano
el clamoroso fracaso en el logro “parcial” de los “Objetivos del Milenio”.

Pero casi simultáneamente Oxfam demolía, en su Informe Trabajando para los


pocos, todas las justificaciones y apologías al señalar que el aumento de la desigualdad
económica global, “causada por la creciente riqueza de los más ricos”, significaba una
“amenaza al progreso humano”. En el 2013, a las 1426 personas que poseían más de mil
millones de dólares cada una, con un patrimonio neto de 54 billones, se le sumaron otras
210; y en ese momento los 85 individuos más ricos del mundo tenían tanto dinero como los
3500 millones de personas más pobres del planeta (es decir, la mitad de la población
mundial) y el 1% más rico de sujetos acumulaba 110 billones de dólares. Escandalizada,
Winnie Byanjima, ejecutiva de Oxfam, calificó de “sorprendente” el hecho de que en “en el
siglo XXI la mitad de la población mundial no posea más riqueza que una ínfima élite que
podría caber confortablemente en un autobús de dos pisos”. Y la consultora Bloomberg,
insospechable de actitudes “anti-sistema”, ahondó más la estocada: los propietarios de
empresas transnacionales, o los sujetos en directa relación con ellas, eran los “beneficiados
con la globalización de la economía mundial” y habían forjado, acumulado y acrecentado
sus capitales de modo incontrolable gracias al comportamiento de los mercados, al
incremento de los índices bursátiles y a la reducción de sus obligaciones sociales. Entre
esos afortunados mencionaba a Bill Gates, dueño de Microsoft e inversionista en Ecolab y
Canadian National Railway, poseedor de 75,800 millones de dólares; Carlos Slim, magnate
de las comunicaciones y rubros diversos, de 73,800 millones; Amancio Ortega, fundador
del imperio textil español Inditex, de 66,400 millones (y su hija Sandra, de 7300 millones);
Sheldon Adelson, inversor en casinos y promotor de ese negocio en Asia, de 37,100
millones; y otros más.

Bloomberg se refería a la “globalización” sólo en términos de “apertura de espacios


de integración”, “intensificación de la vida económica” y “libre circulación de capitales
financieros, comerciales e industriales”, dejando en la sombra que el enriquecimiento
exorbitante de una élite en el centro del sistema estaba acompañado de profundos cambios
en los países periféricos: pérdida de la soberanía económica, política, jurídica y cultural;
subordinación a los mercados internacionales y eliminación de barreras al movimiento de
capitales, bienes y servicios; amplias y múltiples facilidades para el ingreso incondicional
de capitales transnacionales dedicados a la compra de empresas locales y medios básicos de
producción, repatriación de sus beneficios y logro de una gran reducción y/o exoneración
impositiva; conversión del Estado en simple aparato de seguridad de las mega-empresas
foráneas; y, naturalmente, estancamiento salarial, brutal recorte de los gastos sociales,
empobrecimiento forzado de la población, etc. Con la sobreexplotación de las masas en los
países periféricos, no causaba sorpresa que en octubre 2013 el Credit Suisse precisara que
el 1% más rico de la población mundial controlaba el 50% de la riqueza total del planeta, ni
que Oxfam volviendo a la carga apuntara que en el globo se había más que duplicado el
número de multimillonarios desde la emergencia de la crisis en el 2008 y que para el 2016
ese 1% tendría más riqueza que el 99% de personas.

Por consiguiente, ante realidades sociales en empeoramiento creciente era por


completo esperable que la llegada del 2015 mostrara el total fracaso de las medidas tecno-
burocráticas para el muy limitado cumplimiento de los “Objetivos del Milenio”, mientras
los llamados “ricos” incrementaban sus fortunas a placer. No podía ser de otra forma con la
rapaz gran burguesía imperialista rigiendo el destino del mundo y desplegando su poder
para imponer y reforzar el aplastamiento incesante de las poblaciones, el apoderamiento de
la riqueza social y el saqueo de la naturaleza. Ese fracaso encontró dramática expresión
cuando en el mismo 2015 más de un millón y medio de refugiados africanos y asiáticos,
altamente empobrecidos, hambrientos y en busca de sobrevivencia, se volcó sobre Europa;
y masas crecientes de latinoamericanos en situación similar intentaban migrar hacia EEUU.
Ya en el 2011 la FAO había registrado un aumento del 40-50% en la producción de
alimentos y señalado que era posible nutrir adecuadamente a toda la población del mundo,
pero que el hambre y la desnutrición seguían siendo la principal causa de muerte por la
desmesurada desigualdad social en el acceso alimentario. A las gigantescas empresas
yanquis y europeas, interesadas sólo en obtener pingües beneficios (particularmente con la
producción de armamentos), la situación de los expoliados no les generaba preocupación
alguna porque, como dijera Bertold Brecht, “para los de arriba hablar de comida es una
pérdida de tiempo. Y se comprende, porque ya han comido”.

Definitivamente, hasta el examen más superficial de lo que ocurre en el planeta


muestra sin atenuantes el avance indetenible de la gravísima crisis humanitaria y ecológica
en las letales condiciones propias del capitalismo neoliberal “globalizado”. La acelerada
depredación extractivista de la naturaleza ha ido generando el cambio climático y la
desertificación, la pérdida de agua dulce, la desaparición de los bosques, la acidificación de
los océanos, la destrucción del nitrógeno y del ciclo del fósforo, y la tóxica contaminación
química y radioactiva del ambiente. Esto va en paralelo con la intensificación altamente
perniciosa de la devastación de la biodiversidad y el exterminio de especies (el 60% de
mamíferos, reptiles, anfibios, aves y peces ha disminuido peligrosamente, junto con el 45%
de invertebrados). Buscando obtener grandes beneficios, las principales corporaciones
energéticas agilizan la extracción y utilización de combustibles fósiles, sobre todo de los
que producen mayor cantidad de gases de efecto invernadero; y el derretimiento del hielo
ártico producido por el calentamiento global es visto por las grandes corporaciones como
“favorable” porque les permitirá explotar grandes reservas de petróleo y gas. En el modo de
producción burgués, lo primordial es la generación y acumulación del capital merced al
acrecentamiento brutal de la explotación de la fuerza de trabajo asalariado, considerando
como valor todo lo que puede circular por el mercado para producir réditos y, por tanto,
haciendo predominar ese mercado en todos los ámbitos y aspectos de la vida social. La
inmolación y el derroche de vidas humanas junto con el agotamiento de los recursos
naturales y la alteración/degradación ecológica, es decir, los costos sociales y ambientales
generados por el salvaje dominio de clase, son asumidos como “externalidades” que existen
“fuera del mercado”, con lo que la incesante acumulación de riqueza en pocas manos está
asentada en la continua destrucción de las condiciones socio-ambientales de vida de los
hombres y, por extensión, de todos los seres vivientes.
La gran burguesía imperialista desprecia absolutamente la existencia concreta de las
personas y expresa ese desdén con hechos cada vez más calamitosos. En todas las regiones
del mundo, la desigualdad económico-social, política y cultural ha alcanzado niveles y
grados pasmosos, profundizándose la enorme brecha entre los países “desarrollados” y las
naciones empobrecidas a la fuerza. La alimentación adecuada, el agua sana, el aire limpio,
la vivienda digna, la preservación de la salud, la asistencia sanitaria, la protección de la
niñez y la educación, están crecientemente alejadas y fuera del alcance de inmensos
sectores de la población. Han ido resurgiendo enfermedades directamente ligadas con la
amplia extensión de la pobreza y la miseria, el hambre y la desnutrición, disminuyendo con
rapidez la esperanza de vida en los sectores sociales más afectados; y, peor aún, con el
calentamiento global se ha propiciado la aparición de letales virus o de súper-bacterias que
agreden con más facilidad por la peligrosa resistencia humana a los antibióticos (elaborados
y publicitados sin descanso por las transnacionales farmacéuticas) cuyo uso indiscriminado
se extiende a la producción de cárnicos y vegetales, configurándose lo que la Organización
Mundial de la Salud ya denominó “emergencia sanitaria mundial”. Los niños de las clases
populares carecen de derechos reales, están atacados de innumerables modos, forzados en
enorme cantidad a trabajar incluso en formas de labor esclavizada, sufren por la mutilación
del desarrollo de sus capacidades y tienen que afrontar una escolaridad deformada por la
imposición de “modelos” pedagógicos ajenos a su realidad vital y además estragada por
una educación privatizada. Las mujeres trabajadoras son sobreexplotadas a cambio de
bajísimos salarios y las que sólo realizan labores domésticas ven su vida expropiada sin
compensación alguna, otras padecen por la mercantilización de sus cuerpos como objeto
sexual “rentable” dentro del sistema de mercado y, en general, las condiciones de pobreza,
opresión e ineducación alientan contra todas ellas una bárbara violencia física y psicológica
que llega al feminicidio. Los ancianos están condenados a una muerte lenta por la absoluta
desprotección en que se hallan y los jubilados se ven obligados a intentar subsistir con
pensiones de hambre estancadas y en constante deterioro.

Aunque con ciertas omisiones y evasivas, los datos registrados por la OIT
evidencian la situación inclemente y humillante en que están sumidos los trabajadores, con
la calamidad agregada y permanente del desempleo que aumenta sin cesar. Según ese
organismo, “el principal problema de los mercados de trabajo en el mundo es el empleo de
mala calidad” y “la mayoría de los 3300 millones de personas empleadas no goza de un
nivel suficiente de seguridad económica, bienestar material e igualdad de oportunidades”.
Sin contar a los trabajadores en paro forzado y que nunca recuperarán el puesto perdido,
hoy más de 2700 millones están precariamente insertados en una economía “informal” que
no brinda estabilidad laboral y los sobreexplota con jornadas extensas, pésimas condiciones
de trabajo, salarios miserables y total negación de sus derechos sociales, empujándolos sin
remedio hacia la pobreza extrema. Y, ahondando más el desastre, según los estudios de la
South Wales Bussiness School el impacto de las nuevas tecnologías en la producción
determinará que en los próximos 15 años no menos del 30% de empleos en el mundo estará
automatizado, expulsando del mercado laboral a gran cantidad de personas.

En el 2016, el gran burgués Foro Económico Mundial de Davos señaló en su Informe


que, con la “tormenta perfecta” de cambios tecnológicos asociados a los factores socio-
económicos neoliberales, para el 2020 se iba a contabilizar una pérdida de 5 millones de
empleos teniendo incluso en cuenta los nuevos a crear por idénticas razones. Por cierto, tal
cifra se queda corta y la pérdida será mucho más cuantiosa porque los grandes consorcios
imperialistas asumen que el trabajo humano ya no será necesario dentro de lo que
consideran una “cuarta revolución industrial” en la que convergen robótica, nanotecnología,
biotecnologías, inteligencia artificial, tecnologías de la comunicación e información y otras.
Obviamente, no dicen una sola palabra sobre las repercusiones de esa “revolución” en el
medio ambiente, la salud, la vida de las poblaciones, la producción de armas cada vez más
sofisticadas y destructivas, la vigilancia y el control social, etc. En el contexto de la enorme
concentración de capitales financiero-corporativos, el progreso de las nuevas tecnologías
implica su venta para la generación de ingentes ganancias, con una diseminación y un uso
carentes de evaluación de sus impactos negativos y con prescindencia de precauciones y
regulaciones de cualquier tipo. Pero el reciclaje del mito acerca del carácter “benéfico” por
sí mismo de los avances tecnológicos (como se encarga de repetirlo en todos los tonos la
Fundación para la Tecnología de la Información e Innovación, ITIF, lobby yanqui
financiado por Google, Microsoft, Dell y otras corporaciones), forma parte del proyecto de
la gran burguesía imperialista de destruir empleos y personas y reducir la población del
mundo a no más de mil millones de individuos (es decir, 6500 millones menos que la
presente) para que el planeta entero siga indefinidamente a disposición plena del actual 1%
de billonarios con el 99% de sujetos sometidos a su servicio.

Por otro lado, con el capitalismo neoliberal las ciudades han crecido de modo
explosivo y anárquico en medio de la agudización de antiguos problemas irresueltos. En su
Informe del 2016 “Ciudades sostenibles. Del sueño a la acción”, el Worldwacht Institute
señalaba que 3900 millones de personas (más de la mitad de la población mundial) vivían
en zonas urbanas, esperándose un aumento considerable para el 2050. Ocupando entre 1.5 y
3% del territorio global, las ciudades generan 80% del PBI planetario, pero consumen 70%
de la energía existente y emiten 80% de los gases de efecto invernadero. A la vez que
motores de la economía, son en general lugares donde núcleos de moradores enriquecidos
están rodeados por asentamientos marginales en los que se concentra la pobreza y donde los
habitantes ocupan tugurios colindantes con basurales careciendo de servicios básicos. En
atención a las pautas del mercado y a las necesidades del capital financiero, las ciudades
han sido mercantilizadas por completo. Mientras se destinan sumas enormes a la
construcción de grandes infraestructuras muchas veces innecesarias y se edifican complejos
de viviendas para capas sociales con capacidad de pago, amplios sectores populares son
ignorados y relegados aumentando así el número de personas sin techo que se ven
obligadas a vivir en las calles. Y avanza sin pausa la “gentrificación” (expropiación de
barrios casi enteros de pequeños propietarios en zonas urbanas empobrecidas para levantar
ostentosos “centros” gastronómicos, comerciales y artístico-recreativos puestos al servicio
de grupos pudientes) en el marco una especulación financiera cada vez más voraz: el
mercado inmobiliario mundial se valoriza hoy en más de 163 billones de dólares que
contrastan con los 8 billones del valor del oro extraído en toda la historia.

En estas condiciones, la lógica de los negocios y la rentabilidad impuesta por el gran


capital se apodera de lo público, elimina lo que es común y resalta con gran énfasis los
“éxitos” de lo privado. En el entorno urbano, la privatización de los espacios públicos
ahonda más las desigualdades, imponiendo una mayor segmentación socio-espacial y la
segregación de quienes poseen escasos recursos y/o carecen por completo de ellos; y como
mantener los parques “no es rentable”, esos lugares de tradicional convergencia y solaz
ciudadanos son condenados a la desaparición, y se busca suplantarlos promoviendo el
shopping en los grandes recintos comerciales donde los individuos son sólo potenciales
clientes que se “recrean” viendo las mercancías expuestas y publicitadas con la promesa de
que su consumo significa la “realización” personal. El Informe anotado precisa que “una
ciudad sostenible es incompatible con un sistema económico basado en el crecimiento
indefinido y la explotación de las personas del planeta”, sistema que hace más ostensible la
insostenibilidad ambiental unida a las desigualdades, la pobreza en vastos sectores urbanos
y la exclusión popular en la toma de decisiones. Todos estos problemas resultan
exacerbados por la alienación urbana con respecto a la vida rural y por el nexo de lo que
sucede en las ciudades y lo que ocurre en el campo, donde el capital privado y los
especulativos fondos de riesgo orientados hacia los agro-negocios usurpan los bienes
comunitarios de las poblaciones y expropian las tierras de los pequeños agricultores. Allí
las personas son expulsadas de sus hábitats ancestrales y hundidas en la miseria, siendo
forzadas a migrar masivamente para hacinarse en las ciudades ya congestionadas que ven
estallar los servicios y extenderse más la tugurización, configurándose un proceso mundial
que constituye el mayor desalojo y desplazamiento de personas en la historia.

En este contexto, y con una clara orientación hacia su refuerzo, la propaganda,


diseminada tenazmente por el conjunto de medios masivos para ensalzar al sistema, se ha
fusionado de modo íntimo con una profusa y permanente publicidad que impulsa el
consumismo más desaforado (llevando al periodista canadiense Emile Henri Gauvreau a
señalar con amargura: “Hemos construido un sistema que nos persuade a gastar el dinero
que no tenemos en cosas que no necesitamos, para crear impresiones que no durarán en
personas que no nos importan”). Un puñado de mega-corporaciones concentra como nunca
antes dinero y poder, utilizando a su antojo y sin traba alguna tecnologías digitales de punta
y sofisticadas mercadotecnias, junto con un complejo aparato de vigilancia y control de
masas, para instalar modalidades de compra-venta que se sirven sin escrúpulos de los datos
privados de cientos de millones de personas, dominar todas las interacciones reales y
digitales induciendo el conformismo y la pasividad, y desparramar a diario en todos los
ámbitos falsas noticias (fake-news). Al amparo de esas corporaciones gran burguesas o
como subsidiarias suyas, han surgido en el mundo entero innumerables empresas dedicadas
a la manipulación en todos los órdenes de la vida social, sobre todo en el campo político
donde ofrecen “asesoría” a los partidos prohijados por el sistema en las “elecciones
democráticas” y actúan muchas veces como intermediarios en la circulación de dinero
proveniente de la corrupción o de actividades delictivas. El poder mediático del “Gran
Hermano” descrito novelísticamente por Orwell empalidece y se miniaturiza ante el
abrumador y desmovilizador despliegue propagandístico-publicitario realizado en todo
instante por el totalitario gran capital imperialista.

Sin embargo, como lo recalca Francois Chesnais, transcurridos más de 10 años desde
el estallido de la crisis económico-financiera en el 2008 la incapacidad de la economía
mundial para retomar la senda del crecimiento revela una seria avería en el motor de
acumulación capitalista a largo plazo y acentúa las consecuencias del punto crítico al que
ha llegado el sistema burgués. La “financiarización” neoliberal muestra claramente un gran
atasco para la realización plena del mercado mundial y la valorización “globalizada” del
capital en sus tres formas: capital monetario, capital a interés y capital productivo. En estas
condiciones, para la gran burguesía imperialista yanqui la guerra representa un recurso
clave en el intento por salir del atolladero. Por un lado, multiplicando las inversiones en el
complejo militar-industrial; impulsando más la venta de armamentos y una carrera
armamentista con China y Rusia; arrastrando a sus aliados hacia una guerra permanente en
las regiones petroleras estratégicas que amenaza convertirse en un conflicto termonuclear
global; utilizando la represión, la tortura y el asesinato como instrumentos contra
individuos, países y regiones tildadas abusivamente de “terroristas”; articulando una nueva
Guerra Fría y militarizando el espacio extra-terrestre. Y, por el otro, desplegando una
guerra comercial, tecnológica y de divisas contra China, Rusia y sus propios aliados de los
Estados centrales del sistema, guerra que golpea duramente a los países de la periferia
capitalista. En todos los casos, las medidas belicistas repercuten en las poblaciones de estos
últimos al ir acompañadas por la activa promoción burguesa de barreras racistas en EEUU
y Europa para contener a más de 60 millones de refugiados y personas desplazadas que
huyen de lugares devastados por la guerra, la miseria y el hambre, mientras 250 millones
intentan migrar hacia las metrópolis imperiales en búsqueda ilusoria de una vida menos
apremiante. El establecimiento de murallas aislantes en los países “desarrollados” y la
vigorización de las políticas de control interno dentro de ellos para defender privilegios de
clase dominante, significan a la vez el temor ante el encrespamiento creciente de los
desposeídos y explotados del mundo entero, y la desconfianza ante posibles reacciones de
sus propios pueblos por los vejámenes que soportan (por ejemplo, en EEUU más de 50
millones de personas, incluidos 14 millones de niños, viven por debajo de la línea de
pobreza, sufren por déficits alimentarios y carecen de servicios y de toda seguridad social).

Así, pues, la depredación social y natural perpetrada por el gran capital imperialista
para obtener enormes beneficios monetarios sólo ha tenido como resultado la exacerbación
de las contradicciones inherentes al sistema, la potenciación y el creciente descontrol de sus
tendencias destructivas, la mayor extensión y profundización de los antagonismos de clase
que están en la base misma del régimen capitalista, la creciente degradación del desarrollo
humano y la aceleración del proceso de decadencia y degeneración de la sociedad y la
civilización burguesas. En este proceso es cada vez más notoria la desenfrenada corrupción
y delincuencia de la clase dominante y su mafiosa acción en todos los ámbitos y aspectos
de la vida social, escandalizando incluso en las propias metrópolis imperiales a ciertos
sectores académicos interesados en abogar por un “capitalismo sano” y que no vacilan en
denunciar y condenar las prácticas depravadas de las grandes empresas monopólicas. Dos
libros publicados recientemente por la Universidad de Princeton dan testimonio objetivo de
ello. El primero es Darkness by Design: The Hidden Power in Global Capital Markets
(Oscuridad deliberada: el poder escondido en los mercados mundiales de capital), de
Walter Mattli, economista de la Universidad de Oxford. En este texto se demuestra que, en
el curso de las tres últimas décadas, los mercados mundiales de capital se han ido volviendo
cada vez más “oscuros” para ocultar actividades dolosas. Las fusiones y adquisiciones
compulsivas de bancos de inversión y corporaciones bursátiles han implicado una gran
concentración de capital financiero y dejado el sector bursátil y la Bolsa de Wall Street en
manos de un reducido número de mega-empresas: Goldman Sachs, Citigroup, Morgan
Stanley y UBS, entre otras. Además de sus delictivas actividades especulativas, estas
entidades cumplen un rol muy importante en el desarrollo del “comercio oscuro” que
genera dinero ilícito necesitado de “blanqueo” para poder entrar en circulación, tarea de
“lavado” que deja grandes beneficios a sus realizadores: ya Citibank, Wachovia, HSBC y
Deutsche Bank fueron descubiertos en esa acción y “multados” cuantiosamente. Y existen
evidencias concretas de que Western Union constituye una poderosa correa de trasmisión
del dinero proveniente del narcotráfico entre México y EEUU, con participación relevante
en la venta de armas a los cárteles mexicanos de la droga y que obtiene ganancias del
tráfico sexual entre Europa occidental y Europa del Este.

El segundo libro editado por Princeton Press es de la investigadora Louise Shelley,


profesora de la Universidad George Mason: Dark Commerce. How a New Illicit Economy
Is Threatening Our Future (Comercio oscuro. Cómo una nueva economía ilícita amenaza
nuestro futuro). Aunque no especifica la participación de los grandes consorcios financieros
y bancarios en esa “economía ilícita”, Shelley registra diversas actividades ilegales cuyos
enormes montos no dejan dudas sobre la intervención encubierta de los mismos. El ingreso
anual del conjunto de tipos de delincuencia transnacional, contabilizado por la Oficina de la
ONU contra la Droga y la Delincuencia, oscila entre 1.6 y 2.2 billones de dólares, es decir,
más o menos el 7% del comercio mundial; y la venta de drogas ilegales mueve más de 320
mil millones por año. Los negociados con productos pirateados (como la venta on line de
medicamentos elaborados furtivamente y “rebajados” en su efectividad) dejan cada año 461
mil millones, y los de fármacos falsificados y de uso nocivo 75 mil millones. El comercio
ilegal de pescado, especies silvestres, minerales y residuos llega a 95 mil-260 mil millones;
la tala ilegal y la exportación fraudulenta de maderas, a 50 mil-100 mil millones; la minería
ilícita, a 15 mil-48 mil millones; y el contrabando de tabaco, a 8700-11800 millones. Como
rubros “menores”, están el tráfico de refugiados y trabajadores forzados o en condiciones
de servidumbre que alcanzó 4700-5700 millones de euros sólo en Europa el 2015; la venta
clandestina de armas ligeras y de pequeño calibre, 1700-3500 millones; el saqueo de
antigüedades en los países de la periferia o en aquellos devastados por conflictos bélicos,
1500 millones de dólares; y la venta de órganos humanos, 1000 millones. Al parecer, a
Shelley le ha resultado dificultoso cuantificar los réditos obtenidos por la difusión de
pornografía adulta e infantil, el tráfico con la biodiversidad y los saberes ancestrales de las
poblaciones indígenas, y el comercio de mujeres para la prostitución (aunque según la OIT
este “negocio” junto con el del trabajo femenino forzado abarca a 25 millones de personas).
Todos estos corruptos montos, conformantes de una gigantesca masa dineraria, necesitan de
un obvio “lavado” para su ingreso a la economía “normal” y está claro quiénes se encargan
de esa faena cosechando ingentes ganancias.

Pues bien, la sintética exposición hasta aquí hecha del conjunto de datos objetivos
empíricamente verificables acerca de la vida y actividad de las personas en la sociedad
burguesa actual, permite extraer una conclusión terminante: el capitalismo neoliberal en
curso y la gran burguesía imperialista mundial acaudillada por la yanqui han ido llevando a
la humanidad y al planeta mismo a una situación no sólo insostenible e insoportable, sino
también superlativamente peligrosa. Durante más de cuatro décadas, los apologistas del
capital financiero y la “globalización” neoliberal han atosigado a la población mundial con
un almibarado discurso sobre la “apertura de espacios de integración” e “intensificación de
la vida económica” merced a la irrestricta circulación de capitales capaz de propiciar una
“interrelación de pueblos e individuos en busca del bien común”. Han pregonado como
vital “necesidad” ir más allá de las fronteras nacionales, las condiciones socio-económicas
y culturales particulares, las barreras a la difusión de capitales y mercancías, las diferencias
étnicas, los credos religiosos y las ideologías políticas, para instalar una “sociedad
planetaria” en la que los hombres puedan “convivir en paz” y “desarrollarse como
personas”. Pero detrás de esa prédica fraudulenta y mendaz sólo podían estar emboscados
el vesánico afán de lucro, la rapacidad, la monstruosa deformación de la conciencia y la
total carencia de solidaridad y escrúpulos de la gran burguesía imperialista, con su absoluto
desprecio por la inmensa mayoría de personas en el mundo, su criminal desdén por la
preservación de la naturaleza y su rechazo a cualquier consideración racional acerca de la
defensa y continuidad de la vida en la Tierra.

Con la neoliberal “financiarización” de todos los ámbitos y aspectos del ser social y
natural, la gran burguesía imperialista logró contrarrestar en cierta medida las tendencias al
estancamiento económico, el decrecimiento de la tasa de ganancia y la desvalorización del
capital, acelerando la acumulación y concentración de la riqueza social. Pero el predominio
del capital financiero ha hecho aún más vulnerable un aspecto débil del capitalismo: la
generación excesiva de capital y su sobreacumulación. Este exceso ya no es derivado como
inversión e innovación tecnológica hacia la producción real, sino que busca refugio en la
Bolsa y encara el crecimiento económico promoviendo el crédito, el endeudamiento y las
inversiones especulativas, convertidos en “activos” (títulos, bonos, acciones de empresas,
papeles de deuda, etc.) que buscan una rentabilidad inmediata a través de la creación de
burbujas financieras. El continuo abultamiento de éstas hace que esos “activos” resulten
sobrevalorados y dejen grandes ganancias, pero todo eso se termina cuando las burbujas
estallan inevitablemente instalando periódicas, serias y cada vez menos espaciadas crisis
financieras extendidas al conjunto de la economía y de la sociedad. Así, pues, las políticas
neoliberales no constituyen una eventualidad, sino que son expresión del movimiento de los
rasgos característicos y obligados del capitalismo en su fase monopólico-financiera, dentro
de la cual son por completo “normales” el estancamiento económico, la recesión, las
privatizaciones, la mercantilización del Estado, la reducción de las personas a “capital
humano” y la conversión de la naturaleza en “capital natural”. En tal fase, el irracionalismo
y el proceso de mercantilización son llevados de modo compulsivo y necesario a extremos
antes inconcebibles. Hoy, en la “era de las finanzas” absolutamente todo ha sido convertido
en mercancía y está regido por el mercado: trabajo, alimentación, salud, capacidades,
vivienda, seguridad social, pensiones, educación, comunicación, transporte, ciudades,
tierras, entretenimiento y hasta cárceles.

En estas condiciones, con el mercado y el dinero convertidos en deidades que


deciden sobre la vida y la muerte de las personas, el desarrollo humano de las más amplias
mayorías sociales resulta una imposibilidad objetiva. Pero como admitir esta cruda realidad
implica una responsabilidad social y un costo político que la gran burguesía imperialista
yanqui no está dispuesta a asumir en modo alguno, vuelve entonces la vista al pasado para
rememorar anteriores prácticas que le permitieron desviar el problema y obtener “réditos”
apelando a la “ayuda para el desarrollo” y los “donativos”. Luego de la II Guerra Mundial,
apeló al Plan Marshall para “salvar” a Europa del “peligro soviético”, recompuso el campo
capitalista, creó el marco para la inversión de grandes capitales estadounidenses, recicló y
puso bajo su mando a las grandes burguesías europeas y japonesa, y sentó las bases para el
desenvolvimiento de las multinacionales modernas. Y luego, en el curso de la Guerra Fría y
con la Alianza para el Progreso, destinó miles de millones de dólares a “programas de
desarrollo”, “donación” de alimentos y refuerzo de los mecanismos de contención de masas
en América Latina, Asia y África en la perspectiva de subordinar más las soberanías, ganar
mercados y propiciar un mayor saqueo de los recursos naturales. Por supuesto, sobre todo
en este segundo caso, la situación concreta y las necesidades urgentes y desatendidas de las
poblaciones nunca tuvieron importancia, como lo prueba irrefutablemente el hecho de que
la miseria, el hambre, la mortalidad materno-infantil, la marginalidad social y la opresión
continuaran su marcha ascendente en el Tercer Mundo.

Por eso, no resultó insólito que en un momento muy agudo de la actual crisis mundial
del sistema un sector de la clase dominante, preocupado por la posible respuesta de los
explotados y oprimidos del planeta obligados a cargar con todo el peso de la catástrofe,
usara el manto del humanitarismo burgués buscando neutralizar la indignación y la protesta
populares y montara un circo publicitario alrededor de la “filantropía” y la caridad. En
efecto, con gran propaganda en medios diversos, en el 2010 los magnates yanquis Warren
Buffett y Bill/Melinda Gates encabezando a grandes empresarios (dueños de un patrimonio
de más de 300 mil millones de dólares) prometieron “donar al menos la mitad de sus
fortunas, en vida o después de muertos, a obras de caridad”. Esta iniciativa, “The giving
pledge” (“La promesa de donar”), recibió la adhesión de otros multimillonarios. Pero, para
decirlo en lenguaje popular, la burguesía nunca da puntada sin hilo e introduce una aguja
para sacar una barreta: los posibles “donativos” estaban silenciosamente condicionados a su
canje por el pago de impuestos y a lograr que el gobierno otorgara variadas gollerías. Sin
embargo, muchos opulentos, entre ellos Carlos Slim, rechazaron de forma casi airada la
propuesta y la farsa pasó rápidamente al olvido no sin que antes la revista Fortune calculara
que “podría haber recaudado 600 mil millones para disminuir las desventuras de los más
débiles”.

En los hechos, bajo el dominio de la burguesía el “filántropo” necesita siempre un


sujeto mendicante, relación en la que ambos se retroalimentan y cuyo inevitable resultado
es el aumento de la degradación del receptor del óbolo. Así, la caritativa “beneficencia” es
una “suave” modalidad no-militar de estrategia “contra-insurgente” orientada a reforzar las
desigualdades e injusticias sociales existentes y a lograr que todo se mantenga igual. Las
“donaciones” están basadas en previas y excluyentes apropiaciones privadas de la riqueza
social que niegan la dignidad y autonomía de las personas y su derecho al bienestar: la
caridad es una expresión más de la estructura antagónico-clasista de la sociedad y, además
de representar un estéril acto unidireccional, sólo consagra y consolida la situación de
explotación y opresión de los desposeídos. La caridad institucionalizada a través de
políticas estrictamente condicionadas para “necesitados”, no tiene nada que ver con la
solidaridad y la generosidad sociales. Tampoco constituye una acción “desinteresada” y
“noble” de la clase propietaria, que pretende su realce promoviéndola entre las celebrities e
influencers del mundo de los negocios, la política, el espectáculo, la moda, la literatura, el
arte, los deportes, etc. En la sociedad burguesa, los trabajadores asalariados, las mujeres,
los niños, los ancianos y los “pobres” en general no son personas libres, sino sujetos
despojados, dependientes y, por ello, sometidos a los intereses y la arbitrariedad de quienes
los oprimen y se dan el lujo de practicar la “filantropía”. De modo opuesto, la caridad
carece por completo de sentido y no tiene lugar en una sociedad que aprecie la libertad
como un valor y un derecho humanos que las personas ejercen y disfrutan en igualdad de
condiciones para organizar colectivamente y con autonomía su propia vida, producir de
acuerdo a sus propias decisiones y garantizarse a sí mismas una digna existencia material,
la satisfacción cabal de sus necesidades y el amplio y multifacético desarrollo de sus
potencialidades y capacidades.
En las condiciones concretas del capitalismo neoliberal comandado por el capital
financiero-monopólico, el desarrollo humano de las grandes mayorías es un asunto
subordinado totalmente al cálculo económico y la ganancia monetaria privada y, por tanto,
ha sido divorciado del pleno ejercicio de los derechos de las personas a una vida realmente
humana. Con eso, la “filantropía” y la caridad apuntalan el disfrute de los privilegios de la
clase dominante y cumplen una función de contención social. En su momento, los jóvenes
Marx y Engels desmitificaron la caridad y pusieron al desnudo su carácter, contenido y
utilización de clase. Señalaron que “hace ya mucho tiempo que la caridad se halla
organizada como un entretenimiento”. “La caridad sólo brinda… el motivo externo, el
pretexto o la materia para una especie de entretenimiento, que lo mismo podría tener como
contenido otra materia cualquiera. La miseria es conscientemente explotada para procurar a
quien se dedica a la caridad ‘lo tentador de la novela, la satisfacción de la curiosidad, la
aventura, los disfraces, la fruición de la propia bondad, estremecimientos nerviosos’ y otras
cosas por el estilo… La miseria humana, los seres infinitamente caídos que viven a fuerza
de la limosna, sirven a la aristocracia del dinero y de la cultura como juguete para la
satisfacción de su amor propio, para cosquillear su soberbia, para divertirse”. Esa caridad,
practicada en nombre de la “solidaridad” con los indigentes, sólo puede tener lugar porque,
“en la sociedad moderna, cada cual es a un tiempo miembro de la esclavitud y de la
comunidad. Precisamente la esclavitud de la sociedad burguesa es, en apariencia, la más
grande libertad, por ser la independencia aparentemente perfecta del individuo, que toma
el movimiento desenfrenado de los elementos enajenados de su vida, no vinculados ya por
los nexos generales, ni por el hombre, por ejemplo, el movimiento de la propiedad, de la
industria, de la religión, etc., por su propia libertad, cuando es más bien su servidumbre y
su falta de humanidad acabada” (11). Entonces, el privilegio se trastrueca en derecho.

Definitivamente, en el marco del capitalismo neoliberal las terribles condiciones de


existencia de la gran mayoría de la población mundial y su incesante empeoramiento
desmienten por completo las mendaces declaraciones oficiales sobre los “avances” logrados
en la “lucha” contra la miseria, el hambre, la desnutrición, las enfermedades infecto-
contagiosas y otros males. En realidad, la “lucha” que mencionan los gobiernos y los
Estados burgueses no es la que hipotéticamente podría cambiar siquiera en forma mínima el
estado de cosas imperante, sino esa otra lucha real y continua que libra a lo largo y ancho
del planeta el gran capital imperialista contra los desposeídos y empobrecidos pueblos,
colectivos y personas para someterlos más a su despótico poder y saquear el entorno natural
y sus recursos. Y, por otro lado, la misma realidad que pulveriza el discurso oficial y
oficioso se encarga de poner en tela de juicio las tan publicitadas “mediciones científicas”
del “desarrollo humano” hechas por los organismos que sirven al sistema. Como no pueden
dejar de presentar realidades escalofriantes, son manipuladas para terminar apareciendo en
su total carácter unilateral y sesgado: sólo cuantifican y relativizan hechos sin referirse a
las causas objetivas de los mismos y sin proponer soluciones reales a los problemas. Están,
pues, de uno u otro modo orientadas a maquillar la realidad y a mostrarla de manera
deformada para servir a los fines de la clase dominante. Conviene, entonces, hacer un
rápido repaso de algunos de los aspectos de ambas cuestiones.

Con respecto a la situación de las grandes mayorías humanas, cuando en el 2008


estalló la crisis financiera y se extendió a toda la economía mundial 6 bancos centrales (de
EEUU, Unión Europea, Japón, Gran Bretaña, Canadá y Suiza) actuaron concertadamente
para derivar 180 mil millones de dólares al mercado financiero como auxilio a las mega-
corporaciones en quiebra. Poco después de esta inyección, el Senado yanqui destinó para el
mismo fin 700 mil millones, dos semanas más tarde aprobó otros 850 mil millones y el
paquete de “rescate” siguió creciendo al infinito, calculándose que en septiembre del 2009
era de 17 billones para luego llegar a los 25 billones. A la vez, las medidas de “austeridad”
para encarar el crack sólo estaban diseñadas para descargar sobre las masas populares del
mundo todo el peso del desastre. Con esto quedaba completamente demostrado que para la
gran burguesía imperialista evitar la debacle de las grandes empresas financieras tenía
infinitamente más importancia que alimentar a millones de niños y adultos, atender a las
enfermedades de las poblaciones o brindar apoyo a las víctimas de los desastres naturales.
Y también que, de acuerdo con esa lógica, los negocios no podían detenerse, sobre todo los
del complejo militar-industrial. El Instituto de Estudios para la Paz de Estocolmo (el más
prestigioso centro de investigaciones sobre el desarrollo de armamentos, gastos militares,
comercio de armas y seguridad internacional) puso en conocimiento de la opinión pública
los montos de algunos de esos negocios. El nuevo portaviones yanqui de clase Ford, que
sería puesto al mar luego de algunos años, tenía un costo de 12 mil millones de dólares; un
bombardero F/2, 400 millones; un caza-bombardero F/22 Raptor, 350 millones; y un caza
de cuarta generación F/18 Hornet, 94 millones. En contraste muy significativo, un hospital
pediátrico costaba 70 millones de dólares y su mantenimiento anual requería de una suma
similar, de modo que con el valor de un portaviones se podrían construir 100 de esos
hospitales y garantizar sus servicios durante 70 años. Es más, ante la epidemia del ébola la
OMS solicitó 100 millones de dólares para combatirla y la Unión Europea en gesto
“magnánimo” aportó 5.9 millones, cuando sólo habría bastado derivar el costo de un F/18.

En el 2013, dos años antes del vencimiento del plazo para lograr los “Objetivos del
Milenio”, la FAO indicaba que el costo anual para la erradicación del hambre en el mundo
ascendía a 30 mil millones de dólares, cantidad equivalente al 0.004% del volumen de
negocios realizados en el mercado financiero de derivados, o al 0.6% de las transacciones
en el mercado alimentario, o a una séptima parte del monto que los países “desarrollados”
destinan para subsidiar a su agricultura, o al 10% del consumo europeo de gaseosas. Sin
embargo, a pesar de los compromisos asumidos por los 191 Estados signatarios de los
“Objetivos” dicho costo estaba muy lejos de ser cubierto, y los reportes de la FAO y de
instituciones no-oficiales ponían a luz datos de espanto. A los 1200 millones de personas
sumidas en la extrema pobreza, cada una subsistente con menos de 1.25 dólares por día, se
les sumaban 300 millones de pobres que contaban con menos de 3 dólares diarios; 1300
millones de personas sufrían por desnutrición; 160 millones de niños tenían retrasos
diversos por alimentación deficiente cuya permanencia durante los 3 primeros años de vida
produce daños irreversibles y anualmente entre los 20 millones de menores de 5 años con
alta vulnerabilidad un tercio perecía por dicha causa. La carencia de micronutrientes
(vitaminas y minerales) que caracteriza al “hambre oculto” afectaba a 2000 millones de
seres humanos: la falta de hierro es uno de los factores generadores de anemia (registrada
en el 49.7% de niños) que, a su vez, afecta la motricidad y el desarrollo cognitivo, siendo
una de las causas de la mortalidad materna durante la gestación; los déficits en vitamina A
(en el 30.7% de niños) impiden el funcionamiento normal del sistema visual y los de yodo
(30.3% en niños) alteran el desarrollo psíquico y la conducta. Además, a la desnutrición se
le sumaba el aumento de la obesidad debido a la ingesta de “comida basura” llena de grasas
ultra-saturadas y sodio en exceso acompañada por bebidas sobre-azucaradas, “dieta” que
pese a producir daños circulatorios, diabetes y otras enfermedades es fomentada de modo
continuo por las grandes empresas transnacionales entre los sectores populares. La total
desatención a esta enorme tragedia social-humana adquiría un carácter criminal si se tiene
en cuenta que la guerra de Irak, desde marzo del 2003 hasta diciembre del 2011, tuvo para
el imperialismo yanqui un costo conservadoramente estimado en 850 mil millones de
dólares.

En el 2014, estos problemas se agudizaron y Jean Ziegler (ex relator de la ONU para
la Alimentación y luego miembro del Comité Consultivo de Derechos Humanos ONU) se
refería al dominio y control sobre cultivos ajenos, a la imposición de aranceles y a la
especulación financiera como prácticas de una “red del crimen organizado” que operaba
para “provocar la inanición explayada y los asesinatos masivos”. En su denuncia, señalaba
que “vivimos en un orden caníbal del mundo. El mercado alimentario está manejado por
una decena de sociedades multinacionales inmensamente poderosa que controla el 85% del
maíz, arroz, aceite, etc. Estos amos del mundo fijan los precios y deciden quién va a morir
y a vivir”. Y en el 2017, en su Informe “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición
en el mundo”, la FAO apuntaba que en el año anterior el hambre había afectado al 15% de
la población del mundo; 155 millones de niños menores de 5 años estaban hundidos en la
desnutrición crónica y 52 millones en la desnutrición aguda; 146 millones de niños
africanos y asiáticos presentaban retraso en el crecimiento o deficiencias en la talla para la
edad por la mala alimentación; 45 millones de latinoamericanos/caribeños sufrían hambre;
613 millones de mujeres entre 15 y 49 años (es decir, el 33% de mujeres en edad fértil del
planeta) padecían de anemia; y 641 millones de adultos y 41 millones de niños eran obesos
ya que, como las grandes empresas dominan cada vez más los mercados, “los alimentos
altamente procesados son más fáciles de conseguir, en detrimento de los alimentos y
hábitos dietéticos tradicionales”.

En el mismo año, Oxfam asociaba todos estos hechos con la existencia de enormes
desigualdades sociales y la gigantesca acumulación/concentración de capital: el 1% más
rico del mundo acaparaba casi el 50% de la riqueza global y el 20% siguiente el resto,
dejando apenas migajas para el 80% de la población. Ya en el 2016, The Economist,
portavoz de la gran burguesía internacional, apuntaba que los beneficios dejados por los
súper-negocios eran “anormalmente altos” e incluso “demasiado elevados para ser buenos”
hasta el punto de que “las empresas no saben qué hacer con ellos”; en el año anterior, el
conjunto de mega-corporaciones yanquis logró ganar 1 billón 600 mil millones de dólares,
pero sólo invirtió 500 mil millones, con un excedente de capital de más de 1 billón. Según
UNCTAD, en el 2015 las 100 empresas transnacionales más importantes tenían en activos
13 billones de dólares, cantidad superior en 159% al PBI de América Latina/Caribe, en
789% al de África subsahariana y en 3194% al del conjunto de países que el BM denomina
de “ingresos bajos”. El atesoramiento de activos de empresas como Royal Dutch Shell,
General Electric, British Petroleum, Exxon Mobil, Chevron, Total, Volswagen, Vodafone y
Apple, ascendía en conjunto a 3.5 billones de dólares, equivalentes al 28% del PBI de la
zona euro, al 63% de América Latina/Caribe y al 731% de los países de “ingresos bajos”.
Las gigantescas empresas, por tamaño, volumen de activos y montos de exportaciones,
poseen nexos accionarios entre sí y con diversas otras firmas, creando una densa red de
intereses y relaciones dentro de un marco corporativo en el que la concentración de
capitales y empresas es mucho mayor que la registrada por las estadísticas oficiales. Una
tendencia intrínseca del capitalismo es la concentración empresarial, que ha adquirido en la
fase neoliberal un vigor inédito en función de la competencia exitosa en los mercados
globales y nacionales, conduciendo a la formación de alianzas y grupos de presión que
refuerzan el poder de las mega-corporaciones y su capacidad de fijar las “reglas del juego”.
La crisis en curso no ha atenuado, sino impulsado este proceso de concentración con el
aumento de las fusiones y adquisiciones, la mercantilización de lo público y la renuncia de
los Estados a establecer controles y regulaciones, de modo que el capitalismo neoliberal es
cada vez más corporativo, plutocrático y oligárquico.

Esto es muy notorio en el campo de la salud y su cuidado. Las grandes empresas


farmacéuticas concentradas, con sede en las metrópolis imperiales y presencia internacional
a través de filiales, son tecnológicamente muy avanzadas (abarcan biología, bioquímica,
microbiología, medicina, farmacia, farmacología, etc.) y tienen actividad en investigación y
desarrollo, producción de fármacos, control de calidad, marketing, representación médica,
administración y relaciones públicas. Esas mega-empresas están en crecimiento continuo,
dominan el mercado de fármacos a nivel mundial y acaparan su mayor parte gracias al
control de la innovación y desarrollo, estableciendo una competencia oligopólica en la que
25 de ellas logran enormes ganancias merced a la compra de materias primas baratas en los
países periféricos del sistema, la instalación de fábricas donde las condiciones laborales les
resultan más ventajosas, el abusivo sistema de patentes, el manejo de las cadenas de
comercialización y la fijación antojadiza de los precios de fármacos, por lo general
mafiosamente concertados, altos e incluso prohibitivos para las mayorías poblacionales.
Con la “globalización”, por cada dólar invertido ganan mil en la producción de
medicamentos y los beneficios del mercado farmacéutico están casi al tope, superando
incluso las ganancias por la venta de armas o el uso de las telecomunicaciones.

Las corporaciones farmacéuticas yanquis, europeas y japonesas controlan casi la


totalidad de la investigación, la producción y el comercio de fármacos en el mundo, tratan
por todos los medios de bloquear y anular la independencia de esas actividades en los
países del Tercer Mundo (sobre todo, la producción de medicamentos genéricos de bajo
costo en Brasil e India), utilizan múltiples tipos de trampas y presionan a los gobiernos para
asegurar sus réditos. Definidamente criminales, sus estrategias son, entre otras, explotar al
máximo y monopólicamente los medicamentos, sin tener para nada en cuenta las
necesidades de las personas y su capacidad adquisitiva real; reducir la investigación sobre
dolencias que no son “rentables” porque golpean ante todo a los menos pudientes en los
países empobrecidos y concentrarse en las aflicciones de sectores con alto poder de compra
pese a que no son propiamente enfermedades (disfunción eréctil, envejecimiento natural,
reducción del dinamismo, estrías dérmicas, aumento de arrugas, etc.); forzar las
legislaciones nacionales e internacionales para favorecer sus intereses, atentando contra la
salud y la vida de millones de personas; desplegar una intensa presión propagandístico-
publicitaria para fomentar el consumo de sus productos, aunque no sean beneficiosos para
la salud e incluso resulten nocivos y altamente peligrosos; y reforzar la imposición y
vigencia del sistema de patentes con el propósito de favorecer sus intereses a costa de la
mayoría de la población, impedir la producción de genéricos dificultando más la
disponibilidad de medicamentos esenciales para el cuidado de la salud y el acceso a la
atención sanitaria oportuna, imposibilitar una verdadera competencia y hundir en mayor
medida a las poblaciones. Con todo esto, no resulta puramente ocasional que la neumonía,
la malaria, las diarreas y otras dolencias evitables y curables cuando ocurren aniquilen a
millones de niños pobres, ni que la anemia y las infecciones incrementen la mortalidad
materna hasta cifras de espanto en los sectores populares.

En el marco de la barbarie capitalista neoliberal, los ideólogos y publicistas de la


gran burguesía financiero-monopólica auguran “avances en el desarrollo humano” a través
del “crecimiento económico con inclusión social”, basado a su vez en la “inclusión
financiera”. Ésta es una de las principales iniciativas neoliberales tenazmente impulsada
por el BM con la pretensión de colocar a toda la población del planeta en dependencia
directa e irrestricta del sistema bancario (y, en paralelo, restringir el dinero físico). En el
2015, el BM se quejaba porque “Dos mil millones, el 38% de adultos en el mundo, no
utiliza servicios financieros formales y un porcentaje aún mayor de pobres no tiene cuenta
bancaria”, hecho que sería una gran traba para su “inclusión como ciudadanos”, “reducir la
pobreza”, “empoderar a las mujeres”, “promover la prosperidad compartida” y “combatir el
narcotráfico y el lavado de activos”. Alentaba así que todos los ingresos (adjuntando
ahorros, prestaciones sociales, etc.) y gastos de los sectores populares sean realizados a
través de las vías electrónicas del sistema bancario, acentuando y haciendo avanzar la
“financiarización” en los países de la periferia capitalista, incrementando su despojo y
creando las condiciones para la masificada apertura de créditos, el endeudamiento de
individuos y familias y el mayor estímulo al consumismo, llegando al extremo de sostener
que la posible expedición de tarjetas de crédito para adolescentes y niños representaría un
factor de apoyo a su “independencia como personas” y al “desarrollo de su personalidad”.
La cacareada “inclusión financiera” está concebida como primer paso para eliminar el
dinero físico y asegurar la ficticia liquidez de los bancos, sometiendo más a las personas a
los dictados del sistema financiero y dificultando al máximo o anulando la autonomía
individual y colectiva; y también para garantizar el pago de la deuda externa y acrecentar la
subordinación y dependencia de los países periféricos con respecto al mercado mundial. En
lo fundamental, está pensada para excluir completa y definitivamente la gestión económica
estatal en los países avasallados y barrer con cualquier posibilidad legislativa capaz de
contrariar a los “socios inversionistas” de los organismos financieros internacionales que
manejan las economías y ejecutan las decisiones políticas del mercado. El gran capital
imperialista está interesado en preservar y consolidar su sociedad basada en la explotación
de los trabajadores y el consumo de masas, eliminando todo obstáculo a su dominación
asentada en desigualdades estructurales y socio-políticas; y en tal cometido la “inclusión
financiera” tiene asignado un lugar de primer orden como forma específica de dominio
dentro de un espectro global en el que la fementida referencia al “desarrollo humano” es
sólo un vulgar pretexto

Las medidas concretas y visibles de la gran burguesía imperialista y de su Estado que


atentan seriamente contra la existencia de la inmensa mayoría de hombres mujeres y niños
en el mundo, están complementadas de modo íntimo con una serie de tretas ideológicas en
gran parte invisibles encaminadas tanto a justificar la dominación de clase y el total
desprecio por las personas cuanto el relegamiento indefinido del desarrollo real de éstas. En
el curso de la historia y en toda forma de civilización, las clases dominantes han ejercido
siempre su poder mediante el brutal lenguaje de la violencia física, pero también con las
argucias del discurso ideológico. La creación histórica de diversas instituciones (familia,
Estado, escuela, agrupaciones políticas, iglesias y la cultura en su más amplio sentido) ha
permitido la trasmisión de la ideología que apuntala la explotación de las mayorías y
garantiza su continuidad con “raciocinios” que la muestran como “inevitable” y ante la que
no cabría más que la pasividad y la resignación. Así, la ideología es una suerte de argamasa
que solidifica a la sociedad de clases antagónicas dada presentando como “naturales” las
diferencias económico-sociales y políticas, a la vez que condena, injuria u oculta la lucha
de clases que atraviesa a esa sociedad. En los marcos capitalistas, la manipulación
ideológica ha alcanzado máximos niveles y grados debido al rol desempeñado, entre otros
factores, por la universalización de la escolaridad, el despliegue de los medios de difusión
masiva (televisión, radio, prensa, etc.) y la revolución científico-tecnológica (introductora
de internet, telefonía celular, redes sociales, etc.), que dan a la ideología dominante la
sutileza y capacidad de penetración que nunca tuvo antes y diseminan el discurso de poder
burgués de modo abrumador. Y con la instalación del neoliberalismo, la “unipolaridad” y la
hegemonía del imperialismo yanqui, la proclamación triunfalista del “fin de las ideologías”
fue un recurso para imponer con fuerza demoledora la ideología burguesa del ultra-
individualismo y el híper-consumismo, la conversión del mercado y la “democracia” en
deidades indiscutibles e intocables, y la coerción totalitaria de una bárbara regimentación
cuyo cuestionamiento, crítica y oposición combatiente acarrean el vilipendio, la exclusión
social y la represión por todos los medios posibles. Con la “economía de mercado”, los
seres humanos trasmutados ya por completo en mercancías son forzados al consumo
compulsivo, empujados sin respiro a la negación de su propio desarrollo y compelidos a
destruirse a sí mismos y a la naturaleza, pero pese a ello despliegan diversas resistencias.
Aunque están aprisionados en las estructuras frías e impersonales de un sistema senil en
crisis generalizada y estancado, nunca detienen su batallar contra el dominio de la gran
burguesía que, jaqueada por la lucha de clases, deja de lado los discursos “humanistas” y
apela a todas las formas de violencia y a la guerra como privilegiada válvula de escape.

En lo que concierne específicamente al desarrollo humano, la ideología dominante


tiene una función de alta eficacia en la atomización de los hombres. Ha venido sirviendo,
entre muchos otros aspectos, para desplazar tramposamente el desarrollo de las personas
desde el objetivo y necesario nivel social, colectivo-concreto en que ellas existen y actúan,
al plano puramente individual y subjetivo. Esto es hoy mucho más notorio en las
condiciones del capitalismo neoliberal. El discurso ideológico introduce a fondo la idea de
que el “éxito” o el “fracaso” en la vida de un sujeto dependen exclusivamente de su
posesión o su carencia de “capacidades y habilidades eficaces” cuya adquisición y
utilización son de su absoluta responsabilidad personal, con total independencia de las
condiciones reales en que ese sujeto vive y despliega su actividad (sobre todo, de la
explotación y opresión sociales y de la lucha de clases). Por tanto, si no quiere ingresar en
las filas de los “fracasados”, cada individuo estaría obligado a dotarse por sí mismo y ante
sí mismo de las “capacidades y habilidades” requeridas para el logro de una “vida exitosa”,
es decir, debe “auto-ayudarse”. Así, en la nueva situación del desarrollo capitalista la
llamada “cultura de auto-ayuda”, además de reforzar el individualismo burgués, está
orientada hacia la actividad integral de las personas en procura de la “auto-transformación”
de su “interioridad”, de su “Yo”. De hecho, sus ámbitos de expresión abarcan la totalidad
de dimensiones de la vida del hombre: actividad económico-laboral e intelectual, vida
cotidiana, relaciones familiares, interpersonales y comunitarias, identidad de género,
sexualidad, amor, amistad, etc.
Desde esa “cultura”, se proporcionan diversas recetas para que el individuo pueda
encarar su “auto-transformación” subjetivista como gran clave adaptativa que le permitiría
resolver inquietudes, carencias materiales y afectivo-emocionales, dificultades económicas,
problemas laborales, deficiencias comunicativas y cuanto hay. Con su “auto-superación”
lograría una adecuada afirmación de sí mismo, “desarrollo” de su personalidad, mayor
eficiencia y eficacia en sus acciones, manejo del estrés, racionalización, uso y control del
tiempo, etc., en el marco de una competencia generalizada que exige tenacidad, velocidad y
flexibilidad para alcanzar el “éxito”, “subir en la escala social” y “gozar”. Una multitud de
“teóricos”, conferencistas y publicistas en todo el planeta tiene a su cargo la promoción de
la “auto-ayuda” con el apoyo de las “industrias culturales” y una profusa producción
editorial que satura el mercado de libros, revistas, folletos y audio-visuales desparramando
el ventajismo y el arribismo (encubiertos tras el rótulo de “meritocracia”); y su impulso
práctico, sobre todo en los sectores medios y amplias capas populares de la población, corre
a cargo de entrenadores que con el método de coaching adiestran para el “desarrollo de
habilidades específicas” encaminadas hacia el “logro efectivo de metas”. Con el ilusorio
“sí se puede” como divisa y mantra, el egoísta e insolidario individualismo burgués halla
expresión descarnada, por ejemplo, en los delirios del “teórico” y publicista Marv Ecker
que en Los secretos de la Mente Millonaria recomienda: “Póngase una mano en el pecho y
diga: ¡Admiro a la gente rica¡ ¡Bendigo a la gente rica¡ ¡Y yo también voy a ser una de esas
personas ricas¡”.

Es casi innecesario señalar que el formidable despliegue propagandístico-publicitario


sobre la individualista “auto-ayuda” (que persigue eliminar de modo terminante cualquier
consideración sobre el desarrollo humano real dentro de un marco colectivo, junto con las
luchas populares para conquistarlo) está inseparablemente asociado a la promesa de que su
práctica garantizaría a cada sujeto poder lograr una “vida feliz”. En el pasado, al sostener la
necesidad de un liberalismo “renovado” para dar nuevos aires a la dominación gran
burguesa y enfrentar eficazmente al socialismo, el patriarca Mises utilizaba un lenguaje
anfibológico para aseverar el interés “exclusivo” de esa doctrina por “el bienestar material
de los humanos” sin prometer “felicidad y contento al hombre”: con el término “humanos”
se refería de hecho a la burguesía y con el de “hombre” hablaba de los otros hombres,
marcando así la diferencia y la distancia entre unos pocos poseedores y la inmensa mayoría
de desposeídos. Pero en la fase neoliberal del capitalismo era muy necesario reforzar
ideológicamente la hegemonía del capital financiero y la dominación de la gran burguesía
imperialista, de modo que el discurso debía engarzar la promesa del “bienestar” que podría
ser conseguido con la “auto-ayuda” y la promesa de “felicidad en la vida” y “pleno goce” a
sus adherentes y practicantes, es decir, a los “otros” (12).

Ahora bien, toda concepción del hombre porta en su esencia un determinado


humanismo y contiene una específica teoría sobre la felicidad, o sea, un conjunto de
reflexiones y formulaciones enraizadas en criterios y valoraciones sobre lo que es una vida
dichosa y las condiciones que requiere su existencia. Pero para poder auténticamente dar
cuenta de los seres humanos, esa concepción y su humanismo necesitan ver a los hombres
como seres concretos de carne y hueso y, además, ubicarlos de modo objetivo y veraz en la
realidad social-concreta en la que pueden insertarse para interactuar libremente y producir
colectivamente en el marco de determinadas relaciones sociales de igualdad y reciprocidad,
vivir sin apremios materiales abrumadores, decidir con autonomía acerca de las condiciones
integrales para realizarse como personas dentro de su comunidad y acceder a una vida feliz.
Por consiguiente, esa concepción, su humanismo y la correspondiente teoría de la felicidad
rechazan por completo cualquier tipo de especulación, abstracción hueca, mistificación o
falseamiento. Eso es justamente lo que de modo científico hicieron Marx y Engels al
apreciar al hombre desde la perspectiva del proletariado revolucionario. Y eso es lo que de
ningún modo pueden acreditar las concepciones del hombre y los respectivos humanismos
elaborados por una clase dominante explotadora, en particular la concepción burguesa
cuyo carácter unilateral y mistificador impregna por completo su humanismo y la
consideración de la felicidad que contiene.

La burguesía concibe al hombre como un ser abstracto y aislado, individualista y


utilitarista, auto-suficiente y opuesto radicalmente a la sociedad; mistifica la propiedad
privada, coloca los intereses particulares por encima de los colectivos, fetichiza el capital,
atribuye la producción de bienes materiales a una suerte de acto demiúrgico de ese capital,
justifica ideológicamente como “naturales” la explotación y opresión que ejerce sobre los
no-propietarios y la apropiación privada de la riqueza social; y reserva para sí misma todos
los derechos y el disfrute de todos los privilegios derivados de su poder económico-social y
político. De este modo, en el capitalismo existen todas las condiciones para que el
individuo burgués entienda la felicidad en función de la posesión privada de bienes
materiales, tenga sobre esa base una “vida feliz”, experimente en alto grado el sentimiento
de felicidad personal y se vea a sí mismo contrapuesto a las mayorías sociales desposeídas,
es decir, a la sociedad. Y como el “resto” social, los “otros”, los no-propietarios son vistos
sólo como elementos al total servicio de la producción burguesa (y de ninguna manera al
contrario), o sea, como simples engranajes que pueden ser cambiados y recambiados
cuantas veces sea necesario hacerlo, entonces su situación de vida, su desarrollo como seres
humanos y su felicidad carecen por completo de importancia y de interés. Si por ventura la
burguesía se ve obligada a referirse a ellas, lo hace apelando a la simple y llana demagogia
en procura de defender sus intereses particulares y preservar su dominación.

No es producto del azar, entonces, que esta situación y la lucha de clases se reflejaran
en diversas distopías literarias abierta o soterradamente anticomunistas (como las de
Orwell, Samiatin, Huxley y otros) acerca de una sociedad abstracta y ahistórica equiparada
con el “socialismo”, donde el Estado ambiciona “fusionar” al individuo con la sociedad
para implantar un igualitarismo despersonalizador y una generalizada y obligatoria
“felicidad humana” (apuntalada por el uso masivo de una droga o la estupidización
televisiva), lo que lleva sin remedio a una horrenda tiranía que asfixia por completo a la
individualidad e introduce una extrema deshumanización en la vida de las gentes. Es
evidente que al asumir totalmente la concepción burguesa del hombre, pasando por alto
tendenciosamente o deformando la contradictoria unidad dialéctica individuo-sociedad, los
autores de tales distopías elaboraron ficticias pesadillas en las que el “totalitarismo” de lo
colectivo hace desaparecer al sujeto y marchita su personalidad. Sin embargo, jamás el
marxismo ha postulado la “fusión” de individuo y sociedad, sino la compatibilidad de los
intereses individuales con los intereses sociales; ni un absurdo igualitarismo que hace tabla
rasa de la singularidad de cada ser humano y de sus particularidades personales, sino la
existencia de condiciones reales y adecuadas para que el hombre pueda desarrollarse y
expresar libremente sus cualidades; ni menos aún la imposición de una felicidad obligatoria
y uniforme, que carece de sentido puesto que el sentimiento de felicidad tiene un carácter
subjetivo e individual dependiente de la estructura y peculiaridades de la personalidad de
cada sujeto. Es más, desde sus años mozos Marx se pronunció contra las despóticas
restricciones burguesas a la libertad de los hombres no sólo por ser contrarias al ejercicio
pleno de sus derechos como personas, sino también porque tales barreras estaban apareadas
con intenciones autoritarias de “hacerlos felices desde arriba”, generando una infelicidad
masiva al cercenar las oportunidades para que los individuos pudiesen realizarse
humanamente y fuesen realmente felices.

Contrariamente a los groseros y falsos criterios de la burguesía, para el marxismo es


por completo claro que ninguna persona normal puede ser feliz si su libertad está aplastada
por un régimen opresor, si es explotada o no tiene trabajo y está impedida para satisfacer
necesidades propias y familiares, si sufre por hambre, falta de techo y total inseguridad, si
su vida está amenazada porque no puede atender con solvencia el cuidado de su salud, si su
existencia es flagelada por las crisis económicas o las guerras, etc. Por tanto, aunque es
imposible dar una definición genérica y obligatoria de la felicidad humana (debido a que el
sentimiento de felicidad es de carácter personal), sí es perfectamente viable identificar las
causas de la infelicidad de los trabajadores y las más amplias masas sociales: ausencia de
libertad, todas las formas de explotación, avasallamiento, desprotección social, hambre,
enfermedad evitable y muerte prematura, obstrucción a su desarrollo, desarraigo forzado,
guerras, etc. En términos práctico-concretos, la cuestión de la felicidad de los seres
humanos tiene que ser planteada, entonces, no en el sentido de proponerse hacer felices de
modo uniforme a todos los hombres, sino de luchar para eliminar las causas que generan
masivamente su infelicidad. Los objetivos son, entonces, muy concretos: promover e
impulsar la conquista de su auto-liberación social y crear las condiciones objetivas para la
existencia de una vida colectiva feliz.

Por eso, el humanismo marxista postula la lucha frontal e irreconciliable contra las
causas de la infelicidad humana como fenómeno de masas, es decir, contra sus causas
sociales. Bien visto, ningún sistema social puede proporcionar garantía absoluta para la
plena felicidad de cada hombre, ya que ella es experimentada como una cuestión individual
y uno u otro sujeto puede ser infeliz en lo personal aún dentro de condiciones sociales y
materiales ideales. Ningún sistema de vida y actividad sociales, por más adecuado que sea
para la existencia humana, puede por ejemplo impedir los amores desdichados, la ocasional
enfermedad limitante, el pesar por la gradual pérdida de facultades en la vejez, la tristeza
por la desaparición de un ser querido, el sentimiento real o imaginario de frustración, los
temores ilusorios que lindan con lo patológico, etc., todos ellos posibles generadores de
desventura individual. De allí que el marxismo considere absurdo prometer un quimérico
paraíso en el que estaría excluida toda posibilidad de infortunio personal para el hombre, en
tanto lo racional y objetivo apunta a liquidar las causas de la infelicidad masiva cuyas
fuentes no están en el individuo, sino fuera de él, en las relaciones y condiciones sociales
asimétricas. Es preciso, pues, eliminar revolucionariamente los elementos que originan las
desgracias de las grandes masas para crear las nuevas, concretas y favorables condiciones
materiales y espirituales y los más amplios espacios sociales que permitan a cada sujeto
construir su propia felicidad a su propio modo y por su propia acción. Con esta libertad,
que de ninguna manera se opone al socialismo, sino que está garantizada por él, se despejan
las vías para un auténtico y pleno desarrollo humano.
En el capitalismo, como una suerte de crematístico y vulgar axioma la burguesía
concibe la felicidad en términos monetarios y en completa dependencia del nivel de renta y
la capacidad adquisitiva de bienes materiales: “el dinero da la felicidad” es un lugar común
utilizado para caracterizar el sentido de la existencia humana. Y entender ésta de esa forma
y como medida para alcanzar una “vida feliz”, es tal vez el más poderoso instrumento
psicológico, ideológico y moral del capitalismo. Sin embargo, aceptar acríticamente ese
axioma y practicarlo de modo obediente implica cegarse ante una realidad social-concreta
de poseedores/explotadores y desposeídos/explotados, en la cual aumentan y se ahondan las
ya enormes desigualdades económico-sociales y político-culturales, y en la que el sobre-
consumo innecesario de una ínfima minoría se realiza a costa de las carencias vitales de las
mayorías. Esto lo han percibido los epidemiólogos sociales ingleses Richard Wilkinson y
Kathe Pickett (13), que no tienen nada de marxistas ni de comunistas y que han demostrado
con sus investigaciones algo ya evidenciado por la propia práctica social: que la felicidad
humana y la justicia social están ligadas íntimamente. Al examinar con gran minuciosidad
problemas sociales y de salud pública (salud física y mental, educación, movilidad social,
confianza interpersonal, bienestar infantil, embarazo adolescente, obesidad, violencia física
y psicológica, consumo de drogas y reclusión carcelaria), llegaron a la conclusión de que el
incremento de las desigualdades sociales incide muy negativamente sobre todos los
aspectos de la vida y afecta de modo directo el bienestar y la felicidad de las personas: “la
desigualdad tiene nocivos efectos en las sociedades y en los individuos”: repercute en la
vida familiar, reduce la esperanza de vida, incrementa la predisposición a las enfermedades
y la mortalidad infantil, golpea con dureza la auto-estima individual, erosiona la confianza
en los demás y las relaciones con ellos, produce múltiples frustraciones personales y
colectivas, sirve de base a la ansiedad y a diversos males psíquicos, empuja hacia el
consumismo y bloquea posibles avances educativos, para no hablar de su influencia en el
crecimiento y extensión de la violencia, los homicidios, el narco-consumo, etc. No
obstante, aunque en su análisis no están ausentes la objetividad y la honestidad científica, la
concepción social que portan esos científicos los aleja de cualquier planteamiento sobre la
radical transformación de la sociedad y los lleva más bien a proponer la implementación de
“medidas adecuadas para reducir las desigualdades”.

Pero ya resulta de suma obviedad que una propuesta de ese tipo no garantiza nada.
Por ejemplo, un simple y posible incremento del nivel de renta no disminuye en modo
alguno la desigualdad social y eso está patentizado en la extrañeza del economista británico
Richard Layard: “La mayoría quiere aumentar sus ingresos y se esfuerza por lograrlo; sin
embargo, aunque las sociedades occidentales se han hecho más ricas, las personas que
viven en ellas no son más felices”. De allí que la muestra de “interés” por la cuestión de la
“felicidad” soslayando las flagrantes desigualdades sociales represente hoy la más elegante
moda para los empresarios y los políticos, filósofos, sociólogos, economistas, psicólogos,
etc. afines al sistema, hasta el punto de que la ONU maneja un llamado “Índice global de
felicidad” que aplica en 157 países para hacer anualmente “mediciones de la felicidad” de
sus poblaciones en base a factores diversos, principalmente el PBI per cápita. En 1972, en
el pequeño y remoto reino asiático de Bhutan fue inventado un “Índice nacional de
felicidad” combinando indicadores en salud, educación, diversidad ambiental, nivel de
vida, “gobernanza”, bienestar psicológico, uso del tiempo, vitalidad comunitaria y cultura.
Por cierto, la “medición” hacía total abstracción del carácter y el contenido del régimen
social imperante, registrando sólo cuantitativamente un determinado estado de la población
en los aspectos anotados y, con ello, calificaba a Bhutan como “el país más feliz del
mundo”. Con similares criterios abstraccionistas y cuantitativos, aunque con menos
indicadores a combinar, la ONU utiliza su “Índice” y publicita los “resultados” sin rubor
alguno, ante lo que no cabe sino preguntarse sobre el significado de “medir” una felicidad
popular inexistente por completo.

Desde una óptica esencialmente distinta, una gran cantidad de investigadores en todo
el mundo, como Isabelle Garo (14) o Jorge Riechmann y Joaquim Sempere (15) entre
muchos otros, luego de analizar de modo circunstanciado e integral el sistema capitalista
consideran que constituye una mortífera amenaza para la supervivencia de la humanidad y
la continuidad de la vida en la Tierra, por lo que debe ser históricamente abolido y
reemplazado por una nueva forma de convivencia humana en la que las personas puedan
existir sin aplastamientos materiales y espirituales, accediendo a una vida digna. Está
demostrado hasta el hartazgo y sin pizca de duda que, en procura de obtener gigantescos
réditos particulares, la gran burguesía imperialista defiende a ultranza el peligroso mito del
crecimiento económico indefinido, que no es otra cosa que un sinsentido social y una
inviabilidad biofísica. En concordancia con tal mito, la producción burguesa está asentada
en la depredación incesante y por completo irracional de la naturaleza para proveerse de los
materiales y la energía que requiere, con lo que violenta los límites biofísicos del planeta y
envenena la tierra, el agua y la atmósfera dentro de un marco social-concreto absolutamente
insostenible en el tiempo. Y el mismo mito alimenta la más salvaje explotación de los
trabajadores y las masas, que junto con la exclusión social, la miseria, el hambre y las
guerras están conduciendo desde tiempo atrás al exterminio de cada vez mayores
contingentes de hombres, mujeres y niños. El desastre humano y ecológico en escalada
continua ha ido acentuándose en la fase neoliberal del capitalismo colocando a la
humanidad en riesgo extremo y planteando como urgencia vital la radical cancelación de un
sistema social que promueve la destrucción y la muerte, para instaurar una forma de
sociedad capaz de garantizar la digna existencia de las personas y la preservación de la
vida en la Tierra. Por eso, Jorge Riechmann anotaba que el capitalismo es “un enemigo
declarado del ser humano y de su felicidad”, de modo que “los partidarios del hombre y de
la felicidad humana no pueden ser sino anti-capitalistas” (16). Por eso mismo, los seres
humanos explotados y oprimidos por el gran capital estamos ante el gran reto de luchar por
la extirpación del capitalismo desde sus raíces más profundas para conquistar y edificar una
nueva sociedad, teniendo en mente que hoy es más actual que nunca la disyuntiva que,
entre otros revolucionarios, expusiera en su momento Rosa Luxemburgo: socialismo o
barbarie.

Finalmente, es necesario hacer una breve puntualización acerca de las “mediciones”


del desarrollo humano. Abordar éste implica tener necesariamente en cuenta el bienestar de
los hombres, asunto que ha sido históricamente motivo de preocupación a lo largo del curso
de la civilización, pero que sólo ha tenido definiciones en términos elitistas y nunca en
función de alcance de masas dados los intereses de clase dominante en juego. El bienestar
humano siempre ha sido pensado en beneficio de una exigua minoría y, además, su
comprensión ha sufrido serias distorsiones debido a la complejidad real de sus dimensiones
y componentes. En efecto, ese bienestar posee dos dimensiones básicas, inter-relacionadas
para conformar una unidad inseparable: la dimensión objetiva, centrada en lo fundamental
en aspectos materiales; y la dimensión subjetiva, referida a la evaluación hecha por los
sujetos acerca de su propia situación real, o sea, lo que piensan y sienten con respecto a
ella. Para todos los efectos prácticos, en las consideraciones de clase dominante sobre el
bienestar de los hombres la dimensión objetiva siempre ha sido privilegiada, relegándose la
dimensión subjetiva hasta casi hacerla desaparecer. No es casual, por tanto, que en los
marcos del capitalismo neoliberal, con el predominio del mercado y del dinero, en el
discurso de la gran burguesía la atención esté concentrada casi exclusivamente en los
aspectos materiales del bienestar burgués presentado ideológicamente como “bienestar
humano”, desechándose la apreciación subjetiva de la inmensa mayoría de personas con
respecto a su precaria situación de vida, actividad forzada y desarrollo obliterado.

Así, con este arbitrario e interesado reduccionismo, el entendimiento del bienestar


humano ha tenido y tiene un carácter doblemente unilateral y ha podido ser oficialmente
fijado considerándolo sólo como “bienestar económico” o como “nivel material de vida”
(nominaciones que de ninguna manera corresponden a lo que constituye objetivamente una
buena vida, pero que han penetrado a profundidad en el imaginario colectivo y actúan como
“guía social”). En consonancia con ello, el progreso y el bienestar de una nación y de su
población han quedado, a su vez, reducidos a los índices estadísticos de un determinado
PBI que establecen el “nivel medio de ingresos”, es decir, el PBI per cápita. Por tanto, el
“desarrollo humano” se pretende “medir” con un “Índice de Desarrollo Humano” basado en
tres componentes: el desarrollo económico (medido según lo que estadísticamente le asigna
en promedio a cada individuo dicho ingreso nacional bruto), la salud (evaluada de acuerdo
con lo que promedialmente muestran las estadísticas acerca de la esperanza de vida al
nacer) y la educación (medida por los años de escolaridad de las personas adultas mayores
de 25 años y los años de escolaridad prevista para los niños en edad de ir a la escuela). Es
evidente que el abusivo manejo de promedios sirve para esfumar la realidad de vida
concreta de los individuos y ello explica por qué, en innumerables casos, los resultados de
las “mediciones” realizadas son tan unilaterales y sesgados que no soportan una rigurosa
prueba de confiabilidad.

Aquí cabe recordar lo que sarcásticamente decía Mark Twain sobre las estadísticas
usadas para falsear la realidad: “Hay tres clases de mentira: la mentira simple y llana, la
maldita mentira y las estadísticas”. Como debe ser obvio, rememorar este dicho no tiene la
menor intención de desacreditar las estadísticas, ni de rebajar su importancia instrumental,
sino resaltar la forma en que su constricción y su manipulación de acuerdo con ciertos
intereses están orientadas a crear una imagen que no se corresponde con el objetivo estado
de cosas vigente. Por ejemplo, en un caso grotesco, hay “mediciones de la pobreza”
centradas de modo exclusivo en el nivel de ingresos (arrinconando todos los otros factores
y elementos que caracterizan integralmente ese fenómeno social: alimentación, salud,
vivienda, vestimenta, salubridad ambiental, acceso a la educación y la cultura, etc.) y que
parten de considerar a una persona como “pobre” cuando su ingreso mensual es muy
exiguo, por decir, 80 dólares, pero que deja atrás automáticamente esa condición si su renta
por mes “sube” a 81 dólares. Entonces, en el registro estadístico oficial el hecho queda
consignado como acreditación de “avance en la lucha contra la pobreza”, lo que sirve para
encubrir el aplastamiento de las masas y justificar a la clase dominante que genera y
mantiene tal situación.
Subterfugios tan groseros como éste, junto con otros de carácter “refinado”, son
promovidos y avalados por los organismos financieros internacionales como agravio
insolente a cualquier criterio racional y humano. Pero en todas las maniobras reaccionarias
de la tecno-burocracia al servicio del gran capital imperialista para hermosear las brutales
condiciones que soporta la vida popular, lo predominante son los aspectos puramente
materiales apreciados de modo cuantitativo, es decir, “mensurable” en atención a ese rasgo
burgués particular de pretender reducir todo al número y al cálculo propios de los negocios.
Los círculos políticos funcionales al sistema y los sectores reformistas pequeño-burgueses
hacen coro para asegurar que la cuantificación es la “única forma objetiva” para hacer
posible el entendimiento y el monitoreo del desarrollo humano, puesto que no existiría
modo confiable alguno para “medir” el bienestar subjetivo de las personas. Sin embargo,
las propias limitaciones concretas del “Índice de Desarrollo Humano” implican una merma
cada vez más acusada en las posibilidades de su manipulación ideológico-política y hacen
necesario reforzarlo usando determinadas nociones abstractizadas y vaciadas por completo
de contenido real. Una de estas nociones es la de “calidad de vida humana” en la que se
evade cualquier referencia precisa a las condiciones sociales concretas de existencia de las
personas y, a la vez, se pretende considerar aspectos como “seguridad”, “equidad”, “tiempo
de ocio” y “satisfacción” junto con desempleo o degradación ambiental.

No obstante, es objetivamente imposible aludir a la calidad de vida de los individuos


y las colectividades sin examinar y evaluar el conjunto de condiciones económico-sociales,
políticas, culturales y ecológico-ambientales dentro de las cuales tiene lugar su existencia y
actividad. En dichas condiciones, tienen que estar necesariamente consideradas la libertad y
la igualdad sociales, el trabajo, alimentación, salud, vivienda y vestimenta, el acceso a
bienes y servicios, la educación, la participación política, el tiempo y la organización del
descanso, la recreación, los espacios culturales disponibles, la salubridad pública, la
seguridad social, la conservación ambiental, etc. Por tanto, para establecer el nivel de la
calidad de vida de las personas es preciso evaluar si son cubiertas (o no) de modo
satisfactorio y suficiente sus necesidades materiales básicas y las necesidades subjetivas
que dan específicas complexión, significación y densidad a la vida humana. En todas y cada
una de tales necesidades, están siempre presentes y unidas de manera inseparable la
materialidad aportada por la situación concreta y la apreciación particular que de ella tienen
las personas, de modo que las dimensiones objetiva y subjetiva de su bienestar (o de su
malestar) están unificadas en forma irrompible. Es evidente, por ejemplo, que el trabajo
concreto puede ser emocionalmente gratificante al ser disfrutado como intercambio de
acciones dentro de un colectivo que impulsa la creatividad, el desarrollo personal, la
solidaridad y la amistad; o, a la inversa, como ocurre por lo general en el capitalismo,
puede representar una actividad atomizada, competitiva y obtusa, en la que cada sujeto
funciona por su lado sin reales posibilidades interactivas, sintiéndose aislado, limitado,
frustrado y de hecho infeliz. En el caso de la alimentación, las ingestas no implican sólo
necesarias incorporaciones nutricias requeridas por el metabolismo orgánico, sino también
gustos peculiares, desarrollo de la sensorialidad, comunicación, inventiva, experimentación
y generación de placer, ya que comer es un acto social en el que intervienen elementos de
compañía y reciprocidad, de intercambio cognitivo y afectivo, de despliegue subjetivo. Y la
vivienda no es un simple lugar que pone a cubierto de la intemperie, sino un espacio de
convivencia con una específica dinámica intersubjetiva, organizado de modo particular
como proyección de la personalidad en la disposición de los ambientes, la decoración y la
búsqueda de comodidad vital, etc.

Todo esto es muy importante y determina que, en muchas de las apreciaciones


científicas y progresistas sobre el desarrollo humano, las nociones de bienestar y calidad de
vida sean empleadas como equivalentes. Aunque en uno u otro uso el énfasis esté puesto en
la dimensión objetiva o en la subjetiva, ambas son encaradas en su necesaria unidad.
Bienestar es utilizado refiriéndolo a elementos objetivos provechoso relacionados con la
atención idónea de necesidades materiales esenciales y la respectiva satisfacción subjetiva:
alimentación adecuada y suficiente, favorable conservación de la salud, acceso a vivienda
decorosa, vestimenta indispensable, trabajo garantizado, protección social, etc., todos ellos
susceptibles de correcta medición y ubicación en rangos estadísticos auténticos; en tanto
que calidad de vida se usa para aludir, sobre la base de condiciones materiales beneficiosas,
a aspectos subjetivos y más cualitativos que incluyen presupuestos culturales propios de
una determinada sociedad vinculados a los niveles y grados de satisfacción experimentados
por las personas y a sus expectativas presentes y futuras. De cualquier modo, ambas
nociones se diferencian muy poco entre sí y de hecho remiten a lo mismo, es decir, a la
aspiración de las grandes masas humanas de conquistar una existencia concreta y soberana
concordante con la dignidad del hombre y en la que estén objetivamente garantizados tanto
el cubrimiento adecuado de sus necesidades materiales y espirituales, cuanto la correcta
canalización de sus esperanzas actuales y venideras.

Sin embargo, las nociones de bienestar o de calidad de vida resultan limitadas y, por
tanto, insuficientes en el encaramiento del desarrollo humano si no están contextualizadas a
través de su inclusión en una categoría histórico-social más amplia y de mayor alcance: la
categoría modo de vida. Ésta remite a la forma típica de actividad vital de las personas en
una determinada forma histórico-concreta de sociedad y en una clase dada (17), modalidad
determinada en última instancia por el nivel de desarrollo alcanzado por las fuerzas
productivas y el carácter de las relaciones de producción: es decir, manera de manifestación
de la actividad social en el terreno del trabajo y el ocio, de las relaciones familiares y la
vida cotidiana, de la política, la ideología y la cultura. Todo esto caracteriza la forma en que
las personas manifiestan su ser en correspondencia con la situación real de su propia vida, o
sea, como conjunto de variedades típicas de la actividad vital de individuos, grupos, clases
y naciones que se halla vinculada a (y en dependencia de) las condiciones histórico-sociales
de existencia humana.

Con la investigación del modo de vida, se hace factible el conocimiento integral de


los ámbitos principales de la actividad vital de las personas, la cual está condicionada por la
correspondiente ubicación y función social: trabajo, ingresos económicos, vida cotidiana
(incluyendo las relaciones parejales, familiares, etc.), interacciones sociales, participación
política, educación y cultura, orientaciones axiológicas, estilo de vida como causal de la
conducta, y nivel y calidad de vida (bienestar material y espiritual). Por tanto, con la
categoría modo de vida el desarrollo humano puede ser encarado de forma histórico-
concreta en la íntima e inescindible unidad de sus dos aspectos esenciales: el aspecto
cuantitativo, expresado fundamentalmente en determinado sistema de exponentes del
bienestar material; y el aspecto cualitativo, que encuentra expresión ante todo en el grado
de libertad política y social, en las condiciones de desarrollo integral del individuo y en sus
valores morales, espirituales y culturales.

En términos concretos, la investigación del modo de vida de los individuos y las


colectividades dentro del capitalismo neoliberal no puede estar, en modo alguno, desligada
del análisis de la gran crisis integral y sin salida viable que atraviesa al sistema. Este hecho
tiene una importancia fundamental porque, como lo recalca Andrés Piqueras, desde su
instauración histórica el capitalismo ha ido incubando, de modo continuo y periódico, crisis
convertidas en recesiones e incluso depresiones. Según el National Bureau of Economic
Research yanqui, sólo desde 1854 hasta hoy han ocurrido 33 de envergadura significativa,
o sea, una media de dos por década, sin que nunca haya existido un período sin crisis por
más de 11 años. Estas crisis estructurales han tratado de ser explicadas por los economistas
políticos al servicio de la burguesía trajinando con factores de diverso tipo, pero en realidad
tales crisis tienen un cardinal denominador común que esos economistas nunca han logrado
entender: el desplome del valor, elemento que es una suerte de sangre circulante por todo el
cuerpo del sistema capitalista y que está en relación intrínseca con el tiempo socialmente
necesario para la producción de unas u otras mercancías.

Hoy, en las actuales condiciones de desarrollo del sistema burgués, existe una
objetiva e irresoluble contradicción entre la reducción del tiempo de producción de las
mercancías y la gran contracción de los mercados, con su traducción en la superproducción,
el hundimiento del consumo, la creciente merma del valor y la caída de la tasa de beneficio,
y el endeudamiento masivo y en aumento continuo de Estados, instituciones públicas,
empresas y familias. Ocurre que la automatización de la producción no sólo ha ido llevando
a la expulsión de los trabajadores de los procesos productivos y a su condena al crónico
desempleo o a un empleo cada vez más precario (como forma de desempleo camuflado),
sino que también va reduciendo el tiempo necesario de producción de mercancías que se
acumulan, desvalorizan y condenan al hundimiento al elemento vital del capitalismo: el
valor. En consecuencia, el sistema se va gangrenando aceleradamente con cada vez menos
posibilidades reales de hallar una “curación” efectiva para su “enfermedad”. Por ello,
incapacitada para comprender lo que sucede ante sus narices y guiada por el individualismo
salvaje, la codicia y la rapacidad, la gran burguesía imperialista se ha lanzado a una
demencial huida hacia adelante en pos de la obtención de cada vez mayores beneficios vía
la depredación de la naturaleza y la sobreexplotación del trabajo humano, cegándose ante el
hecho objetivo de que con ello corroe las bases mismas de su sistema, degrada la vida
social y hace peligrar la existencia de vida en el planeta. Así, con independencia de los
deseos y expectativas de las “buenas conciencias” que reclaman un “rostro humano” para el
capitalismo, éste se vuelve cada vez más brutal a medida que avanza su decrepitud y
descomposición, aplastando sin pausa y sin medida a la enorme mayoría de personas en el
mundo.

En conclusión, el análisis crítico de las condiciones económico-sociales, políticas e


ideológico-culturales dentro de las que discurre la existencia de los hombres en la fase neo-
liberal del capitalismo provecto y en acelerada degeneración, demuestra la imposibilidad
objetiva del desarrollo humano integral de la inmensa mayoría de personas en el mundo.
Claramente, tal desarrollo presenta hoy un carácter mutilado y sumamente parcial, pero no
está ni puede estar absolutamente congelado porque la historia no se halla inmovilizada.
Por el contrario, pese a todas las vilezas y agresiones de la gran burguesía imperialista
contra los trabajadores y las masas, el desarrollo humano encuentra en la lucha de clase de
los expoliados de la Tierra vías inéditas para mostrar avances aunque todavía sea en
aspectos focalizados y relativamente aislados. A través de la resistencia ante el oprobio y
los combates contra la explotación y la opresión, se va desplegando con lentitud pero
firmemente la conciencia crítica de los individuos y las masas, abriéndose paso en forma
paulatina la necesidad de transformar radicalmente el mundo y de conquistar una sociedad
en la que los hombres liberados de servidumbres puedan ser artífices de su propio destino.
Los plazos históricos son cada vez más cortos y con la cancelación histórica del capitalismo
se abrirá definitivamente el camino para avanzar hacia un desarrollo humano integral y
crecientemente armónico de todos y cada uno de los integrantes de nuestra especie.

**************************

Apunte final a la Primera Parte

A lo largo de los Capítulos precedentes, hemos tratado de mostrar el marco social


general en el que tiene lugar el desarrollo humano, las premisas histórico-concretas que lo
hacen viable y los agentes objetivo-subjetivos que intervienen en su movimiento. La unidad
dialéctica de estos elementos fue sintetizada científica y magistralmente por Marx: “¿Qué
es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción recíproca de los
hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso.
A un determinado nivel de desarrollo de las fuerzas productivas de los hombres
corresponde una determinada forma de comercio y de consumo. A determinadas fases de
desarrollo de la producción, del comercio y del consumo, corresponden determinadas
formas de constitución social, una determinada organización de la familia, de los
estamentos, de las clases; en una palabra, una determinada sociedad civil. A una
determinada sociedad civil, corresponde un determinado régimen político, que no es más
que la expresión oficial de la sociedad civil”.

En esta dinámica, “Huelga añadir que los hombres no son libres de escoger sus
fuerzas productivas (base de toda su historia), pues toda fuerza productiva es una fuerza
adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el
resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla
determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las
fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no han
creado y que es producto de la generación anterior. El simple hecho de que cada generación
posterior se encuentre con fuerzas productivas adquiridas por la generación precedente, que
le sirven de materia prima para la nueva producción, crea en la historia de los hombres una
conexión, crea una historia de la humanidad, que es tanto más la historia de la humanidad
por cuanto las fuerzas productivas de los hombres y, por consiguiente, sus relaciones
sociales han adquirido mayor desarrollo. Consecuencia obligada: la historia social de los
hombres no es nunca más que la historia de su desarrollo individual, tengan o no ellos
mismos la conciencia de esto. Sus relaciones materiales forman la base de todas sus
relaciones. Estas relaciones materiales no son más que las formas necesarias bajo las
cuales se realiza su actividad material e individual”.

Todo esto lleva objetivamente a tener en cuenta que “Los hombres jamás renuncian a
lo que han conquistado, pero esto no quiere decir que no renuncien nunca a la forma social
bajo la cual han adquirido determinadas fuerzas productivas. Todo lo contrario. Para no
verse privados del resultado obtenido, para no perder los frutos de la civilización, los
hombres se ven constreñidos, desde el momento en que el tipo de su comercio no
corresponde ya a las fuerzas productivas adquiridas, a cambiar todas sus formas sociales
tradicionales. Hago uso aquí de la palabra comercio en su sentido más amplio”. “Por tanto,
las formas de la economía bajo las que los hombres producen, consumen y cambian, son
transitorias e históricas. Al adquirir nuevas fuerzas productivas, los hombres cambian su
modo de producción y con el modo de producción cambian las relaciones económicas, que
no eran más que las relaciones necesarias de aquel modo concreto de producción” (17).
Obviamente, la transformación del modo de producción dado y de sus inherentes relaciones
sociales implica cambios en las prácticas y en la subjetividad de los individuos, en sus
acciones y en sus concepciones, ideas, sentimientos, valoraciones, aspiraciones y, en
general, en su cultura, que por consiguiente son también transitorias e históricas.

Este conjunto de formulaciones científicas fundamentales constituye la referencia


imprescindible para contextualizar con objetividad el desarrollo humano, permitiendo
entender cómo y por qué se produjo la emergencia histórica del hombre y la configuración
de la especie Homo sapiens (es decir, la filogenia humana); y, a la vez, para para precisar
los elementos reales que participan en la formación y desarrollo del individuo típico de tal
especie (o sea, la ontogenia humana). El examen de estos dos procesos será materia de la
Segunda Parte de este texto.

Notas

(1) Eric Hobsbawm: “La edad de los extremos”. Rambla, Barcelona 1996, pp. 498-499
(2) Cf. James Petras: “Imperio con imperialismo: La dinámica globalizadora del
capitalismo neoliberal”, Siglo XXI, México 2007; “El nuevo orden criminal”, Libros del
Zorzal, Buenos Aires 2003; “El imperialismo en el siglo XXI”, Editora Popular, Madrid
2002
(3) Entre los numerosos trabajos de John Bellamy Foster, cf. “El nuevo imperialismo”,
El Viejo Topo, Barcelona 2016; “La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza”, El
Viejo Topo, Barcelona 2004; “El redescubrimiento del imperialismo”, Monthly Review,
Vol. 54, N° 6, New York, Noviembre 2002
(4) Las citas textuales de los planteamientos de Friedrich von Hayek corresponden a
sus obras “Camino de servidumbre”, Alianza, Madrid 1976; “Individualismo y orden
económico”, Acacia, Buenos Aires 1979; “Los fundamentos de la libertad”, Unión
Editorial, Madrid 1988; “La fatal arrogancia. Los errores del socialismo”, Centro de
Estudios Públicos, Santiago de Chile 1990; y “Liberalismo”, en “Principios del orden
social liberal”, Unión Editorial, Madrid 2001. Al respecto, tienen utilidad los análisis
críticos de Jorge Vergara Estévez: “Mercado y sociedad. La utopía política de
Friedrich von Hayek”, CLACSO/Universidad de Chile, Bogotá 2015
(5) Cf. Stephen Jay Gould: “La falsa medida del hombre”. Orbis, Buenos Aires 1988
(6) Cf. Gary S. Becker: “El capital humano”, Alianza, Madrid 1983; y “Tratado sobre
la familia”, Alianza, Madrid 1987
(7) Cf. Douglass North: “Instituciones, cambio institucional y desempeño económico”.
FCE, México 2006
(8) K. Marx: “El Capital” (2 vol.). EDAF, Madrid 1967, t. I, pp. 443, 416, 439, 278,
302, 313 y 283
(9) Cf. Enrique Guinsberg: “La salud mental en el neoliberalismo”, Plaza y Valdés,
México 2001; y “Normalidad, conflicto psíquico, control social”, Plaza y Valdés,
México 1996. A. Campaña Karolis: “Salud mental: conciencia vs. seducción por la
locura”. CEAS, Quito 1995. Cf. además Epifanio Palermo: “Salud-enfermedad y
estructura social”, Cartago, Buenos Aires 1986; y Vicente Navarro: “La medicina bajo
el capitalismo”, Crítica, Barcelona 1980
(10) Alberto Merani: “Psicología genética”. Grijalbo, México 1962, p. 10
(11) K. Marx y F. Engels: “La sagrada familia”. Grijalbo. México 1967, pp. 259, 260 y
183
(12) En las condiciones del capitalismo, indica Norbert Lechner, “El postulado de la
‘auto-realización del individuo’ se revela como ideología en cuanto es, por una parte,
una promesa de felicidad que no encuentra redención y, por otra parte, es norma moral
que orienta la adaptación total del individuo al proceso capitalista de producción. La
idea del Yo manifiesta una perversión ideológica cuando vincula la realización de una
felicidad individual a la competencia explotadora entre los hombres. En la medida en
que el goce es identificado con la posesión de bienes, la proclamada auto-realización del
individuo se realiza en contra y a costa de los otros individuos. Mientras que la
concepción burguesa de la individualidad se desenmascara como la moral del capital que
requiere la frustración y la satisfacción sustitutiva para mantenerse vigente, el concepto
comunista de la liberación del hombre en cuanto individuo social apunta a lo que es goce
verdadero y objetivo” (“Represión sexual y manipulación social”, en Franz
Hinkelammert y otros: “Sexualidad, autoritarismo y lucha de clases”, Distribuidora
Baires, Buenos Aires 1974, p. 40). En los Manuscritos económico-filosóficos, Marx ya
se había referido en términos generales al “goce humano”, pero en los Grundrisse lo
caracterizó de modo muy preciso como “libre despliegue de las fuerzas del hombre” y
como criterio organizativo para la satisfacción cabal de sus necesidades. Así, el
desarrollo del trabajo social (y, sobre todo, del conocimiento social) se realiza como
desarrollo del goce y, tal cual el mismo Marx señaló en otro de sus escritos juveniles,
“una revolución radical sólo puede ser una revolución de necesidades radicales”.
(13) Cf. Richard Wilkinson y Kathe Pickett: “Desigualdad: Un análisis de la
(in)felicidad colectiva”. Turner, Madrid 2009
(14) Cf. Isabelle Garo: “Foucault, Deleuze, Althusser & Marx: La politique dans la
philosophie”, Demópolis, Paris 2011; y “Marx, une critique de la philosophie”, Seuil,
Paris 2000
(15) Cf. Jorge Riechmann y Joaquim Sempere: “Sociología y medio ambiente”.
Síntesis, Barcelona 2014
(16) Jorge Riechmann: “¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena”. Los Libros de la
Catarata. Madrid 2011, p. 28
(17) Marx remarcó muy precisamente estos aspectos: “En la medida en que millones de
familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su
modo de vivir, sus intereses y su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo
hostil, aquéllas forman una clase” (“El 18 Brumario de Luis Bonaparte”, Ediciones en
Lenguas Extranjeras, Pekín 1978, p. 130)
(18) K. Marx: “Carta a P.V. Annenkov”, 28 diciembre 1846, en K. Marx: “Miseria de
la filosofía”, Progreso, Moscú 1981, pp. 148-149 y 150
SEGUNDA PARTE
ASPECTOS CIENTÍFICO-PARTICULARES

VII: La filogenia humana

En 1543, se publicó Acerca de las revoluciones en el mundo celeste, obra en la que


Copérnico demostraba inobjetablemente que la Tierra no es el centro del universo, sino un
pequeño planeta que orbita alrededor de una estrella de rango secundario, el Sol. Más tarde,
en 1859, Darwin puso en evidencia en El origen de las especies que nuestro entorno
biológico no constituye el producto de un acto creacionista sobrenatural, sino el resultado
de sucesivos cambios evolutivos que, en el transcurso del tiempo, fueron transformando las
especies primitivas y rudimentarias en otras cada vez más complejas y perfeccionadas; y en
1871 verificó en El origen del hombre el entroncamiento de la especie humana con sus
ancestros animales. Hoy es sabido y ampliamente admitido que los descubrimientos de
ambos científicos, con independencia de la intencionalidad de cada cual, constituyeron
demoledores golpes a las concepciones teológico-creacionistas históricamente imperantes;
y que no sólo despejaron vías para la correcta orientación y el desarrollo de las ciencias
naturales en sus respectivas épocas y en sus correspondientes campos, sino que también
proporcionaron elementos esenciales para la elaboración de una nueva concepción del
mundo y del propio hombre (1).
Resultaron decisivos, pues, junto con diversos y subsiguientes descubrimientos
científicos de gran significación, para evidenciar, sin lugar a dudas, la unidad del mundo
material y la concatenación universal de sus procesos y fenómenos. Con ello, se ha llegado
a comprender en definitiva, como anotan Lewis y Towers, que “La evolución considera la
historia de nuestro planeta como un desarrollo continuo ajeno a las intervenciones
sobrenaturales”. En ese desarrollo, “la materia inorgánica origina… un nuevo nivel de
realidad, la vida; y ésta, al evolucionar desde los organismos simples hacia otros
inmensamente complejos, pasa por una serie de niveles ascendentes para llegar al más
eminente alcanzado por ahora: el hombre pensador. Estas fases consecutivas se conocen
por la denominación generalizada de niveles integradores, porque su carácter diferencial
representa la máxima complejidad esquemática”. Este proceso tiene como fundamento, “en
primer lugar, la existencia de cosas con una estructura determinada y un carácter propio
inconfundible; y, en segundo lugar, la disposición de esas cosas en un nuevo esquema que
posee, en conjunto, nuevos tipos estructurales y nuevos órdenes cualitativos. Ello entraña
un concepto esencial, o sea, que la calidad depende del esquema”.
De este modo, “Los procesos y cualidades que nacen en cada nivel son las
características y leyes de una forma superior de organización que se encuentran sólo en ese
nivel de complejidad. Desde luego, la calidad más compleja comprende los elementos de
otras menos complicadas (no puede haber vida orgánica sin sus procesos constitutivos
físico-químicos), pero los elementos del antiguo sistema representan una innovación
relativa tan pronto como se subordinan al nuevo sistema y entran en una nueva síntesis.
Dentro del organismo (es decir, la cosa viva) experimentan un cambio radical; no quedan
ya circunscritos a las reacciones impuestas por las leyes existentes. Así, pues, la condición
única de los procesos químicos dentro del organismo es tal, que les permite conseguir
resultados totalmente inalcanzables en condiciones inorgánicas. Las nuevas propiedades y
leyes pertenecen exclusivamente a este conjunto recién organizado. Es una forma
cualitativamente única de estructura y movimiento que, al iniciarse en etapas anteriores del
desarrollo, contiene elementos de un sistema antiguo y los refunde para formar otro nuevo”.
Por tanto, “cabe describir la evolución como la aparición activa de nuevos conjuntos con
nuevas propiedades” (2), es decir, como un desarrollo progresivo o ascendente.
Al respecto, es importante hacer una puntualización. En el desarrollo del mundo
material (que incluye el desarrollo social y el cerebral-psíquico), la evolución no constituye
un discurrir apacible y lineal. Es, por el contrario, un proceso dialéctico dinamizado por las
concretas contradicciones internas existentes en cada objeto o sistema, proceso en el que la
lenta y continua sumatoria de cambios escalonados (acumulación cuantitativa) en un
determinado nivel se resuelve bruscamente mediante un “salto” (cambio de calidad). Éste
representa de hecho la transformación del sistema u objeto y el surgimiento de un nivel
cualitativamente nuevo y superior en el desarrollo, estableciéndose así un curso progresivo
de ruptura y continuidad. Por ello, “tendríamos un concepto pueril de la evolución si no
contáramos con los saltos. Un concepto genuino de la evolución que responda a la realidad
presente no sólo debe abarcar los cambios graduales, sino también los cambios súbitos, los
saltos, las rupturas en la continuidad, Sin tales saltos no se podría explicar ningún
fenómeno, pues para ello sería necesario presuponer que nunca surge nada nuevo y que
toda aparición eventual ha tenido ya una existencia anterior” (3).
En el desarrollo del mundo material, apunta Zavadski, “el progreso es el resultado
de la lucha de contrarios. Para que a través del proceso de resolución de las
contradicciones tenga lugar la formación de una organización superior, se requiere el
aumento de la heterogeneidad de los elementos del sistema dado (diferenciación) en
simultáneo con el aumento de los vínculos entre los mismos y entre el sistema y las
condiciones que lo rodean, así como también que algunos de los vínculos se diferencien
como directores (integración). El desarrollo progresivo tiene carácter acumulativo: lo
nuevo, una vez surgido, no desplaza por completo a lo viejo, pero lo transforma; y en el
nuevo sistema no sólo se conserva lo nuevo, sino también lo viejo. En otras palabras, se
opera una acumulación de elementos y vínculos. Una vez afianzado, lo nuevo ejerce una
influencia creciente sobre lo viejo, lo controla de más en más y termina sometiéndolo. A
través de esta acción mutua se produce el desarrollo ascendente de la totalidad del sistema.
Al mismo tiempo, el progreso coincide siempre con la destrucción de ciertas relaciones
internas y de ciertos elementos del sistema. No existe, entonces, un progreso ‘puro’ o, lo
que es lo mismo, el progreso no tiene carácter absoluto”. Por tanto, se puede definir el
progreso, en su sentido más amplio, como “una concatenación de modificaciones
irreversibles de un objeto dado que van desde los estados más simples a los más complejos,
de los grados de organización más inferiores a los más superiores… El progreso constituye
la dirección principal del desarrollo o, por lo menos, la forma principal que adopta este
último. Pero no representa una característica general del desarrollo… El desarrollo hacia
una organización superior no se da en todo ni siempre, ya que también existen
modificaciones regresivas” (4), o sea, involutivas.
Todo esto permite comprender que, en el específico ámbito orgánico, “La esencia
de la evolución no consiste en la simple continuidad, es decir, en el hecho escueto de que
los seres superiores hayan ido evolucionando a partir de los inferiores, sino en la
diferenciación, es decir, en la realidad de que las sucesivas fases de la evolución señalan el
auténtico progreso. El animal no es tan sólo producto de la reacción de unos elementos
químicos, a semejanza de la que se espera en un tubo de ensayo; es un ser vivo que posee
características no halladas en el simple plano físico-químico. Y, paralelamente, tampoco es
el hombre un mero organismo viviente, sino un ser pensante y constructor de herramientas.
Todavía más, el concepto de evolución entraña la noción de que la diferencia no es algo
que sólo se va sumando, que se va adicionando sucesivamente, algo instalado de modo
milagroso en la forma viva inferior; es, por el contrario, una nueva modalidad de
funcionamiento derivada de la forma, cada vez más elevada, de la materia organizada”. De
tal suerte, “en tanto que ser vivo diferente de los animales inferiores, el hombre no puede
ser meramente considerado como más ‘evolucionado’ o más ‘eficiente’ o, simplemente,
más (en un sentido cuantitativo) que otra especie animal cualquiera. El hombre difiere de
todas las demás especies por el hecho de poseer cultura; y es el único caso en todo el reino
animal cuyo proceso vital es examinado y evaluado desde el punto de vista de los mismos
en quienes dicho proceso está teniendo lugar. El hombre es el único animal a quien
podemos aplicar, en todos los sentidos, el término ‘moral’ ” (5).
En el marco de esta concepción científica, en nuestro planeta la historia de la
evolución del mundo orgánico (es decir, del desarrollo de la vida) se divide en dos grandes
etapas, cualitativamente distintas y, a la vez, de duración incomparable, cuya cronología
está en casi permanente rectificación en función de los avances de la ciencia. En la primera
etapa, que comprende más de 2 mil millones de años y en la que aparecieron y dominaron
exclusivamente las leyes biológicas, surgieron en la Tierra las primigenias sustancias vivas
cuyo desarrollo evolutivo, a través de sucesivos niveles de complejidad e integración,
desembocó en la aparición del hombre. La segunda etapa, mucho más corta, abarca algo
más de 1 millón de años y en ella nacieron y se fueron desarrollando con gran lentitud
nuevas leyes hasta entonces por completo inexistentes: las leyes sociales, que empezaron
coexistiendo con las leyes biológicas, interactuaron con ellas y luego las dominaron,
integraron y subordinaron. Esta etapa es la de la emergencia del hombre, de su adaptación
creciente al medio natural y de su progresiva acción sobre la naturaleza para transformarla
y adecuarla a la satisfacción de sus necesidades, logrando simultáneamente transformarse a
sí mismo a través de sus propias actividades y acciones. En esta ya lejana época se
encuentran las raíces de la configuración de nuestra especie y de todo el ulterior desarrollo
humano. Su importancia es enorme porque en su curso se fueron conformando las
particularidades somático-funcionales y mentales del ser humano actual, se produjo la
emancipación del hombre con respecto al mundo zoológico y se pusieron los cimientos
para toda la historia posterior del desarrollo social y cultural de la humanidad.
Paulatinamente, en el curso de esta segunda etapa se fueron formando, definiendo y
desarrollando las características específicamente humanas, tanto las físicas (morfológicas y
fisiológicas) como las psíquicas (disposiciones, funciones, capacidades y habilidades),
sobre la base de un elemento esencial y decisivo: el carácter social del hombre, constituido
por la unidad dialécticamente contradictoria de lo socio-cultural y lo biológico. Esta unidad,
determinante de la condición humana, no representa el sencillo paralelismo de ambos
elementos, ni su interacción puramente externa, sino que, por el contrario, especifica la
conformación de una compleja totalidad dinámica internamente jerarquizada en la que lo
biológico como nivel de organización anterior y primario mantiene su importancia dentro
de sus propios límites, pero es integrado como soporte orgánico-funcional, reestructurado y
subordinado por lo socio-cultural en calidad de nivel más nuevo y superior. Tal integración
dialéctica tiene como resultante y expresión definida la configuración de un psiquismo de
nuevo tipo inexistente en el mundo zoológico. Por tanto, el segundo nivel, el socio-cultural,
es el que ejerce el rol dominante en dicha totalidad, sin perjuicio de la existencia y
funciones del nivel biológico. De este modo, “el devenir humano (el devenir de la especie
humana) es un devenir social, un devenir en el plano de la actividad y de la conciencia (es
decir, una historia propiamente dicha) en lugar de seguir siendo un devenir biológico y
fisiológico en el plano de la naturaleza y de la evolución natural” (6).
En este aspecto, tiene particular importancia precisar que dentro de una realidad en la
que imperaban las leyes antiguas de carácter biológico se fueron creando las condiciones
necesarias para el surgimiento de las nuevas leyes de índole social y cultural. Esto no
significa afirmar en modo alguno que la antropogénesis obedeciera a “leyes bio-sociales”, a
leyes de carácter “mixto” que en realidad no existieron en ningún momento. La aparición
del hombre fue el resultado del tránsito de un determinado estado cualitativo en el mundo
orgánico a otro de nivel superior a través de un proceso gradual y prolongado resuelto por
un “salto” dialéctico, es decir, del paso de una calidad antigua a una nueva calidad como
producto de la progresiva acumulación de elementos nuevos y de la desaparición paulatina
y/o la subordinación de los viejos elementos. Este proceso único tuvo dos puntos cruciales:
el primero, culminando una larga gestación, fue el surgimiento de las leyes sociales; y el
segundo, después de coexistir e interactuar con las leyes biológicas, el afianzamiento de
aquéllas y su completo y definitivo dominio en el devenir humano.
Múltiples evidencias científicas muestran ya en los primeros homínidos la presencia
de embriones de producción material colectiva y de rudimentarios instrumentos naturales
como elementos de un primitivo trabajo y, por consiguiente, de condiciones propicias
susceptibles de impulsar en el curso evolutivo un ascendente nivel de organización social,
la eventual configuración del lenguaje y la formación de la conciencia. De este modo, todas
las modificaciones orgánico-funcionales producidas en los homínidos por la influencia de
la actividad laboral en desarrollo incesante, todos los cambios en la estructura corporal
transmitidos por herencia y todas las ventajas que ellos supusieron para sus poseedores,
fueron teniendo lugar de acuerdo con leyes biológicas. Pero en la medida en que los
homínidos pudieron irse dotando progresivamente de herramientas para producir, también
las fueron perfeccionando y, con ello, impulsando la gran superioridad de la colectividad
que las había creado, con independencia de las particularidades biológicas de los sujetos
aislados y de las del conjunto de la propia colectividad. Por tanto, para la aparición de las
leyes sociales fue de absoluta necesidad tanto la actividad de trabajo de sujetos capaces de
crear herramientas y de organizar una vida comunitaria, cuanto la posición vertical y la
bipedestación, el carácter instrumental de la mano y el diferenciado desarrollo del cerebro
de los individuos. En su inextricable unidad, estos fenómenos fueron ocurriendo bajo la
creciente influencia de leyes sociales surgidas de modo muy primario con la fabricación de
los primeros instrumentos y asentadas en una constitución física bien definida, aunque aún
imperfecta, incompleta e insuficiente para la plena manifestación de dichas leyes que irían
desplegándose paulatinamente.
Evidentemente, la formación de los nuevos atributos morfo-fisiológicos, necesarios y
útiles para la actividad de trabajo primitivo, resultaba estimulada por la ascendente vida
comunitaria y en el curso de ésta se iban desechando las peculiaridades que resultaban
nocivas para su propia existencia, incluyendo la lenta y progresiva desaparición de los
elementos biológicos “inútiles”. Las leyes sociales no sustituyeron, pues, de inmediato a las
antiguas leyes biológicas en la vida colectiva y en las relaciones recíprocas de los
individuos, sino que lo nuevo sólo triunfaría con la aparición del hombre ya completamente
formado: el homo sapiens, cuya constitución física superior le permitiría organizar una vida
social en la que la selección biológica de la especie ya no era necesaria, siendo por tanto
eliminada. En adelante, todas las comunidades de la nueva especie, sin excepción alguna,
pasarían a depender en proporción creciente de las condiciones socio-históricas generales
de desarrollo, subordinando a ellas sus particularidades concretas. De allí que todas las
colectividades conformantes de la humanidad pudieran estar en condiciones de dotarse de
fuerzas productivas en correspondencia con el nivel del desarrollo social alcanzado,
establecer específicas relaciones de producción, desplegar la vida social y crear la
respectiva cultura, sin necesitar de la modificación del caudal genético común y de cambios
en su constitución física. Así, culminado el proceso de hominización, ya los hombres
pudieron ingresar a la fase histórica de la comunidad gentilicia y, a partir de ella, iniciar su
proceso de humanización. Trazando un rumbo social ascendente, habían ido avanzando
desde el estado de salvajismo propio del homo erectus hacia el estado de barbarie
característico del homo sapiens fossilis, para alcanza con el homo sapiens-sapiens el estado
de civilización y de las sociedades de clases antagónicas que llega hasta nuestros días.
El método de investigación
En el estudio de este proceso de formación y consolidación del hombre, de su
elevación evolutiva desde el nivel biológico hacia el socio-cultural, es de suma obviedad
que resulta imprescindible la utilización del método histórico-dialéctico para establecer sus
antecedentes y emergencia, precisar sus características y propiedades, registrar los cambios
cuantitativos y cualitativos producidos en su curso, determinar las etapas de su desarrollo y
poner en claro las tendencias y regularidades inherentes. Es decir, tal método es necesario
para estar en condiciones de describir y explicar de modo científico el origen, auto-
movimiento, despliegue y cristalizaciones de tal proceso. Vigotski anotaba que “el estudio
histórico… simplemente significa aplicar las categorías del desarrollo a la investigación de
los fenómenos. Estudiar algo históricamente significa estudiarlo en movimiento. Esta es la
exigencia fundamental del método dialéctico. Cuando en una investigación se abarca el
proceso de desarrollo de algún fenómeno en todas sus fases y cambios, desde que surge
hasta que desaparece, ello implica poner de manifiesto su naturaleza, conocer su esencia”
(7). Se trata, entonces, de evidenciar cómo el hombre ha llegado a ser lo que es en la
actualidad luego de recorrer el largo y espinoso camino de su desarrollo histórico (o sea, de
esclarecer el modo en que sus primigenias potencialidades pudieron irse concretizando en
función del paulatino desenvolvimiento de su esencia social), pero incorporando al método
un vital elemento complementario: el pasado de la humanidad, desde sus más remotos
comienzos, sólo puede ser correctamente comprendido y explicado a partir de su presente.
En tal sentido, el profundo significado metodológico de la tesis de Marx al precisar
el método de la economía política tiene primordial importancia: “La sociedad burguesa
constituye la organización histórica de la producción más desarrollada y más diversificada.
Las categorías que expresan las relaciones de esta sociedad y aseguran la comprensión de
sus estructuras, nos permiten al mismo tiempo entender la estructura y las relaciones de
producción de todas las sociedades del pasado, sobre cuyas ruinas se halla edificada la
sociedad burguesa, la cual conserva ciertos vestigios de las primeras, mientras que algunas
virtualidades, al desarrollarse, han tomado en ella todo su sentido. La anatomía del hombre
da la clave de la anatomía del mono. Las virtualidades que anuncian una forma superior
en las especies animales inferiores no pueden comprenderse sino cuando la forma superior
misma es finalmente conocida”. “Así es como la economía burguesa nos da la clave de la
economía antigua, etc. Pero de ningún modo a la manera de los economistas que borran
todas las diferencias históricas y ven la forma burguesa en todas las formas sociales” (8). El
conocimiento de lo más maduro y complejo facilita, pues, la intelección de lo menos
desarrollado y simple: lo históricamente posterior permite la comprensión de lo anterior.
El carácter fundamental de este fecundo principio metodológico se revela con suma
claridad al investigar (en el marco de las relaciones de nuestros más lejanos antepasados
con el ambiente en el que se insertaban, y en función de la contradicción dialéctica entre su
condición animal y las rudimentarias relaciones sociales y laborales que iban forjando
paulatinamente) la progresión de los cambios producidos en la estructura física y psíquica
de los individuos y su avance, en el curso del proceso de hominización, de formación del
hombre, hacia las formas definidas que presenta en el ser humano actual. En tal rumbo, la
descripción de las formas embrionarias y de su tránsito a otras más desarrolladas para
terminar en sus expresiones maduras, requiere estar unida a la precisión de las tendencias
necesarias de su desarrollo y de las leyes condicionantes de la formación de las propiedades
y nexos que caracterizan su esencia como totalidad. Ello es indispensable para constatar y
comprender desde el presente cómo el conjunto de cambios sociales e individuales se fue
produciendo según una determinada orientación histórica capaz de permitir que las
virtualidades fueran convirtiéndose paso a paso en realidades y cristalizaran en estructuras
de tipo superior, cuyo conocimiento posibilita el entendimiento de las virtualidades
mismas.
Por tanto, “los gérmenes de unas u otras propiedades y conexiones que constituyen
la esencia del objeto estudiado pueden ser advertidas en las formaciones que representan las
formas iniciales, inmaduras, de su devenir y desarrollo sólo en caso de que se los conozca
con respecto al estado maduro del objeto, de que ya se haya descubierto su lugar, papel y
significación en el todo desarrollado” (9). En consecuencia, por ejemplo, la comprensión
del significado y la importancia de las virtualidades que albergaba el cerebro de los
homínidos sería imposible sin poseer el conocimiento científico acerca de la estructura y
funciones del cerebro del hombre contemporáneo. Tampoco se podrían entender las
modalidades de influencia de las relaciones sociales elementales y el trabajo rudimentario
sobre aquel cerebro primitivo para dar origen a un psiquismo de nuevo tipo, si no se contara
con el bagaje cognoscitivo acumulado por las ciencias sociales acerca de la sociedad
humana y la actividad laboral, especialmente bajo el capitalismo. Y de ninguna manera se
podría dar cuenta de la lenta configuración histórica de las funciones psíquicas superiores al
margen de los logros cognitivos de la psicología científica actual sobre la estructura del
psiquismo del hombre. En esta línea, Vigotski recordaba cómo los resultados de la
investigación de la actividad nerviosa superior por el método de los reflejos condicionados
hicieron posible ver bajo una nueva y más clara luz las raíces biológicas de la conducta
humana y sus premisas genéticas (10).
Por otro lado, para evitar cualquier posible unilateralidad en la apreciación del
proceso de formación y desarrollo del hombre es preciso tener en cuenta el principio de
unidad de lo histórico y lo lógico. Como elemento primario, lo histórico corresponde al
proceso objetivo, a su auto-movimiento y desarrollo concretos; en tanto que lo lógico, en
calidad de elemento derivado o reflejo de lo histórico en la conciencia, es el conocimiento
del proceso objetivo, una determinada forma de movimiento del pensamiento que
reproduce en imágenes ideales (conceptos, juicios y razonamientos) la lógica del
movimiento real, es decir, las correlaciones, nexos, interacciones y leyes operantes en el
curso del proceso. De allí que el empleo del método histórico-dialéctico implique la
reproducción cognitiva del proceso de formación y desarrollo del hombre como ser social
y, al mismo tiempo, la demostración de la conexión necesaria en la sucesión de los
fenómenos en el curso de su paulatina aparición, de las leyes que condicionan el paso de
una a otra etapa en dicho proceso.
En su más amplio sentido, lo lógico está constituido por lo necesario en el
movimiento del pensar y se corresponde con lo histórico cuando en la ilación de los
pensamientos, en la interconexión de conceptos, juicios y razonamientos, reproduce la
historia real del objeto de investigación, o sea, el proceso objetivo de su movimiento y
desarrollo. Engels señalaba que dicha correspondencia nunca es completa ni absoluta
porque a menudo la historia es zigzagueante y se desarrolla mediante saltos, de modo que si
se intentara reproducir en el conocimiento todos los detalles históricos se registrarían
muchos elementos irrelevantes y habría que interrumpir continuamente la ilación lógica.
Por eso, en el movimiento de las ideas, de los conceptos, se refleja sólo lo necesario, lo que
está regido por leyes; y el nexo orgánico entre lo histórico y lo lógico remite a los vínculos
y relaciones necesarios que constituyen la expresión de las leyes de un proceso que se
desarrolla objetivamente. Esto no implica, en modo alguno, negar el papel que cumple el
azar en el proceso de desarrollo de lo histórico, sino más bien considerar lo causal como
elemento predominante sobre lo fortuito, lo casual. Únicamente así lo histórico puede ser
presentado bajo una forma despojada de casualidades e irrelevancias, “depurada” en
consonancia con las leyes del propio proceso histórico; y, por tanto, como una modalidad
del movimiento de lo lógico en la que se reflejan los nexos y relaciones necesarios
manifestados en el proceso de emergencia y desarrollo del objeto de estudio.
Desde la perspectiva teórico-metodológica hasta aquí precisada en sus aspectos
fundamentales, cabe entonces, para facilitar la exposición, abordar de modo global la
descripción de los rasgos más generales de la antropogénesis, del proceso de formación del
hombre; y señalar luego, a modo de síntesis, las grandes etapas de su desarrollo.
El punto de partida del proceso de hominización
Para la ciencia contemporánea, está fuera de discusión que el hombre es el resultado
del desarrollo progresivo del mundo zoológico. En particular, los datos aportados por la
paleontología, la biología, la embriología, la anatomía comparada y la antropología, entre
otras ciencias, indican que la línea evolutiva que culmina en el hombre tiene como punto de
partida (hace aproximadamente 75 millones de años) la diferenciación de un orden peculiar
de mamíferos: los primates. Sus primigenios representantes originaron varios sub-órdenes y
familias de monos, entre ellas cuatro aún existentes: los lémures, los tarsos, los monos del
Viejo Mundo (catirrinos) y los monos del Nuevo Mundo (platirrinos); y también dieron
origen a la súper-familia hominóideos.
Hace más o menos 30 millones de años, los hominóideos se subdividieron en dos
ramas principales: una condujo a los póngidos, familia de los monos antropomorfos que
tiene como exponentes actuales al gibón, el orangután, el gorila y el chimpancé; y otra, a
los homínidos, familia del hombre (11). Por consiguiente, en estricto sentido, “el hombre no
desciende de ningún mono. La línea de remotos ascendientes, anterior a cualquier clase de
monos (retrocediendo unos 35 millones de años), tiene dos ramificaciones divergentes: una
conduce a los antropoides o Pongidae… y otra a los Hominidae, la que nos lleva hasta el
hombre pasando por los Australopithecus. Puesto que los monos antropoides adoptaron una
vida excepcionalmente peculiar tanto por sus hábitos como por su anatomía, no se puede
establecer ninguna analogía con los Hominidae, que han seguido una trayectoria muy
diferente” (12).
De allí que, reconociendo el originario y el actual parentesco entre hombre y
antropoides, carezca de sentido la propuesta especulativa de buscar un “eslabón perdido”
que supuestamente uniría a ambos, como si hubiesen tenido idéntica línea evolutiva y no
derivaran, cada quien, de ramas diferentes: “la organización de ambos grupos arranca de un
origen común y, al mismo tiempo, corresponde a dos tipos de especialización muy antiguos
y exclusivos, tanto desde el punto de vista de la mecánica de las funciones de relación
como de la estructuración neurológica. Todos los descubrimientos realizados hasta ahora
demuestran sin excepción que origen común y diferenciación funcional destacan la
independencia, como especies, entre Antropoides y Hominida” (13).
Los homonóideos, antes de ramificarse para dar origen a póngidos y homínidos,
vivían gregariamente en los árboles, utilizando manos y pies para desplazarse por ellos
cogiendo sus ramas y manteniendo el cuerpo en posición semi-vertical. Esa forma de vida y
desplazamiento condicionó el desarrollo de su estructura ósea, muscular y visceral, lo
mismo que la del cerebro y los órganos de los sentidos, confiriéndoles características
particularizadas: determinado nivel y grado de desarrollo de los hemisferios cerebrales y de
su córtex; gran disposición motriz; manos dotadas de singular destreza, con cinco dedos
flexionables; notable desarrollo psíquico; comunicación basada en señales sonoras y en
gesticulaciones; visión binocular, en color y estereoscópica (en relieve, que permite
apreciar las distancias por superposición de imágenes); menor dependencia del olfato y
mayor de la vista; pies con disposición plantígrada; uñas planas en lugar de garras;
dentadura peculiar; carencia de cola; etc.
Pero en esa época se produjeron enormes cambios en la naturaleza. Se modificó la
corteza terrestre con la aparición de las grandes cordilleras en los continentes y el clima
experimentó muy intensas variaciones, alterándose los macizos de bosques tropicales y
subtropicales donde los vegetarianos hominóideos vivían en manadas. Tales cambios
afectaron radicalmente su modo de vida, porque destruyeron bosques en ciertas zonas y en
otras hicieron escasear el alimento en los árboles, lo que en definitiva fue el factor que
condujo a su separación en dos ramas divergentes. Mientras una parte de los hominóideos
(los póngidos) mantuvo su vida arbórea y prosiguió su desarrollo en ese ámbito, la otra
parte (los homínidos) se vio obligada a bajar a tierra y a poner en práctica otra forma de
existencia.
En este nuevo modo de vida, constituía una primordial exigencia adaptativa a las
condiciones del ambiente adoptar la posición vertical para abarcar visualmente el horizonte
y usar dos extremidades (y no cuatro) en el desplazamiento por los espacios abiertos. Al
mismo tiempo, el medio presentaba diversas dificultades y grandes riesgos, casi ausentes en
la antigua vida arbórea. En calidad de satisfacción de una necesidad vital y sobre la base del
gregarismo ancestral, tales hechos impulsaron la conformación más o menos estable de
grupos biológicos de individuos elementalmente orientados hacia una primaria cooperación
para afrontar en común las contingencias de la existencia concreta (preservación de la vida,
búsqueda de alimentos, protección grupal ante la amenaza de las grandes fieras, etc.),
estableciéndose así los embriones de las actividades conjuntas con los más simples
rudimentos del trabajo y la propia defensa como su forma fundamental. Así, desde sus
orígenes, la paulatina configuración biológica del futuro hombre a partir de su condición
animal y el surgimiento básico y lento desarrollo de la vida social asentada precariamente
en el trabajo rudimentario (como primitivo presupuesto para la eventual emergencia de
leyes sociales), quedaron vinculados de modo íntimo e inseparable como los dos aspectos
contradictorios y complementarios de un único proceso dialéctico.
Ahora bien, desde la perspectiva de la teoría de la evolución, la influencia del medio
ambiente determina la estructura y las condiciones de vida de los organismos en general,
así como las formas de su actividad y los mecanismos de su adaptación a ese medio, por lo
que su desarrollo implica una serie de modificaciones estructurales y funcionales que se
producen de modo a la vez continuo y discontinuo en correspondencia con la variabilidad
ambiental, es decir, de cambios adaptativos según el caso dado. La forma antigua de un
organismo no cede su lugar a otra nueva sino bajo la presión de la sumatoria cuantitativa de
modificaciones impuestas por el medio. Por eso, los organismos se desarrollan a través de
la adquisición de caracteres, formas o estructuras nuevas (órganos o sistemas, relaciones
bioquímicas intra-orgánicas, etc.) que se van transmitiendo por herencia de generación en
generación en la medida en que lo permiten las condiciones del ambiente.
En consecuencia, tal herencia es el resultado genético de las modificaciones
experimentadas por las generaciones precedentes, siempre bajo la influencia de las
condiciones de vida y del propio desarrollo de la especie del caso. Por otro lado, las
modificaciones estructurales que se producen en el curso del desarrollo de los seres
vivientes tienen como punto de partida y como mecanismo la llamada “reproducción
diferencial” de las variaciones genéticas que ocurren en una población determinada,
variaciones debidas a su vez a dos procesos: mutaciones genéticas al azar y recombinación
sexual. En todo esto están presentes leyes biológicas que explican el proceso evolutivo en
plantas y animales y que, presumiblemente, permitirían dar cuenta también del proceso de
formación del hombre y de la especie humana desde sus más remotos orígenes hasta llegar
al hombre contemporáneo.
No obstante, sin dejar de considerar lo anterior con respecto a las fases iniciales de
la hominización, ésta constituyó un viraje en el curso evolutivo al representar el
surgimiento de un fenómeno cualitativamente nuevo y ajeno al mundo zoológico: el
dialéctico y paulatino entrelazamiento del carácter estrictamente biológico (animal) de los
homínidos con las nacientes relaciones colectivas que ellos mismos iban creando de modo
progresivo durante su vida y su rudimentaria actividad laboral, para dar como resultado que
el hombre y la especie en formación se fueran configurando física y mentalmente en
función de su ascendente naturaleza social (14). Acerca de este proceso, resulta pertinente
hacer dos acotaciones de carácter fundamental para dejar de lado cualquier posible
ambigüedad en el encaramiento de la hominización y, por consiguiente, de la concepción
acerca del hombre.
Primera acotación fundamental: la adaptación humana
La primera acotación está referida a las modalidades de adaptación de los seres
vivos en el medio ambiente en el que se insertan.
Para sobrevivir como individuos y como especie, los seres vivos están obligados a
desarrollar procesos y mecanismos de carácter adaptativo con respecto a las condiciones de
su entorno. Las posibilidades de adaptación están ligadas a una propiedad esencial de la
materia viviente: la excitabilidad o irritabilidad ante la acción de los agentes ambientales,
cuyo corolario es la reacción o respuesta. En los seres elementales (como los unicelulares),
esta propiedad abarca al conjunto del organismo, pero a medida que se asciende en la escala
zoológica un determinado tipo de células se va diferenciando y agrupando como sistema
cuya función es captar los estímulos ambientales y elaborar las correspondientes respuestas.
Al principio rudimentario, dicho sistema se convierte en las especies más evolucionadas en
sistema nervioso capaz de elaborar reflejos, caracterizados por Pávlov como el fundamento
fisiológico de la adaptación. Los reflejos constituyen elementos de adaptación constante del
organismo al medio circundante y le permiten un estado de equilibrio relativo con él. Las
investigaciones filogénicas han demostrado que en los animales superiores la función
fundamental del sistema nervioso es la actividad refleja como base de ese estado de
equilibrio, el cual está garantizado por las dos clases de reflejos a los que Pávlov denominó
incondicionados y condicionados.
El reflejo incondicionado (RI) es una conexión nerviosa estrictamente orgánica y
permanente entre un excitante preciso e inmutable y una acción bien determinada del
organismo; representa un estado de equilibrio con un elemento fijo del medio, es absoluto y
se transmite por herencia. Los RI están ligados a las necesidades vitales del organismo y se
particularizan de acuerdo con su significación biológica: alimenticios, defensivos, sexuales,
orientativos, de reconocimiento, etc. Son, pues, innatos, estables, necesarios y típicos de la
especie. Se trata de nexos que involucran la actividad de estructuras neurales situadas por
debajo de la corteza cerebral y que se realizan mediante vías preestablecidas, hallándose
presentes en el individuo desde su nacimiento y permitiéndole asegurar su existencia hasta
que pueda adquirir un sistema de equilibrio más perfeccionado. En el ser humano, se
observan como reflejos tónicos, posturales, rotulianos, pupilares, de succión, etc. En
apretada síntesis, los RI son los reflejos de la fisiología clásica que cuando se enlazan en
una determinada cadena conforman lo que se denomina instinto y constituyen un sistema
estático e innato de conexión que sirve de punto de partida para el desarrollo de una
compleja actividad adaptativa.
Si las relaciones entre el organismo y las condiciones ambientales fuesen siempre
idénticas, tal sistema bastaría para lograr el equilibrio capaz de preservar al individuo y a la
especie. No obstante, el medio presenta a la vez características constantes y durables (con
las que los individuos de una especie dada se equilibran mediante el sistema fijo de RI), y
otras cambiantes y de hecho innumerables que exigen la configuración de un sistema de
reflejos temporales (provisionales) y móviles para hacer viable la adaptación del organismo
y, con ello, garantizar su sobrevivencia. Este nuevo sistema, ligado al devenir de la
realidad, es decir, a condiciones históricas precisas, es el sistema reflejo condicionado
descubierto por Pávlov, expresión del tipo de actividad más característico del cerebro y
fundamento de la realización de la actividad nerviosa superior (actividad conjunta del
córtex y la sub-corteza) y de gran parte de la totalidad del comportamiento de un organismo
evolucionado.
El reflejo condicionado (RC) se forma sobre la base de un RI y, en calidad de
fenómeno central de la adaptación a un ambiente en continua mutación, es adquirido
(aprendido), temporal, móvil, frágil, contingente y típico del individuo. Es un nexo nervioso
entre los variables e innumerables factores del entorno y una actividad bien determinada del
organismo, requiriendo el establecimiento de una vía neural nueva (y no ya preestablecida)
y el “cierre” de un circuito específico. Pávlov demostró en forma definitiva que cualquier
agente de la realidad exterior puede convertirse en el estímulo condicionado de un reflejo y
que los RC constituyen la modalidad de funcionamiento del córtex cerebral, por lo que la
configuración de mecanismos y procesos adaptativos aprendidos aparece como el contenido
de la actividad nerviosa superior. Los fundamentos más generales de ésta, lo mismo que de
la principal función cortical, están dados por el proceso de signalización o señalización de
las variaciones objetivas producidas en el mundo externo, de modo que el nexo nervioso
temporal y su “cierre” ocurren necesariamente en la corteza.
Para el ser humano o los animales superiores, muchos de los enormemente variados
objetos y fenómenos del medio circundante resultan indiferentes, pero otros adquieren un
valor inmediato para la preservación del organismo y, en calidad de estímulos captados por
los órganos de los sentidos, son transmitidos al sistema nervioso central como información
que asume la forma de señal desencadenante de un RC. Puede ocurrir que una determinada
propiedad de por sí secundaria de cualquier objeto acompañe fortuitamente a otra de
carácter esencial, convirtiéndose también en señal anunciadora de la proximidad de un
agente exterior importante para el organismo. Pero si las circunstancias cambian, ese agente
puede perder su anterior calidad para retornar a su condición secundaria o incluso puede
adquirir una condición opuesta. El rasgo característico de las señales es, pues, su carácter
concreto y provisional, ligado en forma inmediata con necesidades vitales; y su posibilidad
de organización en variados complejos aprendidos y útiles para la orientación dentro de las
cambiantes condiciones ambientales.
Así, gracias a los RC, poseedores ya de un contenido psíquico, el individuo puede
desplegar su actividad bajo la influencia de estímulos fijos y de estímulos temporales que
provienen de la realidad objetiva. En cierta forma, estos últimos asumen el papel de señales
concretas, de anunciadores, desplazando así a los estímulos permanentes y permitiendo que
las reacciones sean más finas, ajustadas y complejas. Una señal es un elemento inicialmente
indiferente para el organismo, pero que desencadena una reacción biológica si se convierte
en el estímulo condicionado de un reflejo, siendo de algún modo un estímulo “a distancia”
que permite al cerebro signalizar los factores concretos que poseen importancia directa para
el organismo. La calidad de señal no es definitiva, sino que se adquiere y se pierde, estando
su eficacia definida en lo esencial por las condiciones históricas de su modalidad de
configuración: en cuanto cambia de sentido, modifica su eficacia de acuerdo con las propias
variaciones de las condiciones en que surgió. Por tanto, los RC se elaboran, se encadenan
unos con otros, se transforman y se extinguen.
La incesante actividad de análisis y síntesis de la corteza cerebral, estrechamente
ligada a la dialéctica y permanente unidad y oposición de sus procesos de excitación e
inhibición, permiten comprender la diferenciación sumamente fina de los estímulos, la
selectividad, carácter, orientación y durabilidad de las respuestas, la complejidad de los
aprendizajes y la plasticidad que adquiere la adaptación. Por eso, el condicionamiento
constituye ley esencial para el córtex cerebral, punto de confluencia de todos los excitantes
provenientes del mundo exterior y del medio interno del organismo y cuya función reafirma
la unidad dialéctica de éste y el ambiente en que se desenvuelve. En consecuencia, las cosas
y fenómenos del entorno, las relaciones existentes entre ellos, sus imágenes sensoriales, las
emociones que generan, las respuestas motrices y los estímulos del propio organismo,
conforman un primer sistema de señales directas de la realidad: el Sistema Signalizador I,
común a los animales superiores y al ser humano y que permite el acceso a un nivel vital
de adaptación concreta, amplia y eficaz.
Entre los RI y los RC existe dialécticamente la unidad y oposición de lo innato y lo
adquirido en el organismo. El RC está emplazado sobre un RI y no puede tener lugar si éste
no existe con anterioridad. Pávlov indicaba que, una vez formado como conexión temporal,
el RC puede transformarse (en correspondencia con determinadas condiciones vitales y en
el curso de las generaciones) en nexo permanente, innato, enriqueciendo así la herencia de
la especie. La exigencia para ello es que ciertas relaciones a las cuales responde el reflejo
lleguen a ser relaciones duraderas. Por consiguiente, la oposición no es absoluta ni
irreductible ya que, conjuntamente, ambos tipos de reflejo conforman la trama fisiológica
de los procesos adaptativos: los RI, en la escala de la especie y respondiendo a relaciones
permanentes; los RC, en la del individuo y en consonancia con relaciones temporales. Y así
como un RC puede convertirse en RI, éste puede desaparecer si las relaciones a las que
respondía se han transformado.
Esta brevísima descripción del RC de ningún modo puede dar pie para obviar su
enorme complejidad, ligada al extremo enriquecimiento del condicionamiento cortical. Esta
riqueza se halla determinada por la casi infinita variabilidad de los excitantes condicionados
que hacen posible la formación de RC exteroceptivos (generados por agentes de la realidad
exterior), interoceptivos (provocados por estímulos provenientes del interior del organismo)
y propioceptivos (derivados de incitaciones de los músculos y anexos). Los innumerables
excitantes externos, cualquier modificación o perturbación del medio interno, todas las
estimulaciones que tienen lugar en el curso de la actividad o del reposo, pueden operar
como señales de excitantes condicionados y ser el punto de partida de un RC; el tiempo
mismo puede hacer las veces de señal y convertirse en estímulo condicionado; e incluso la
interrupción o la desaparición de un determinado fenómeno pueden asumir dicho rol. A la
vez, el enriquecimiento del condicionamiento cortical puede aumentar según sea el tipo de
la respuesta, existiendo RC que conducen a una determinada actividad motriz, secretora o
neuro-vegetativa, o que se caracterizan por fenómenos hematológicos o séricos.
La extrema complejidad y la enorme diversidad estimulatoria del medio exterior
determinan no sólo la complejidad de los RC y de los aprendizajes, sino también la muy
amplia y asombrosa gama de respuestas por parte del mosaico cortical como expresión del
grado de análisis/síntesis que despliega el sistema nervioso ante el aparente desorden de un
medio sumamente complicado. Por lo general, las señales actúan como “aluviones” o
grupos que dan lugar a la intrincada formación de RC de 2°, 3°, 4° o más grados. Y una
serie de señales reunidas en forma repetida en el espacio y en el tiempo pueden adquirir
relaciones definidas entre sí, originando cadenas de RC que sirven de base a agrupaciones
funcionales denominadas estereotipos dinámicos. Éstos se hallan conformados por el
conjunto de elementos que suministra el análisis cortical para la realización de una
actividad coherente y continua, adaptada al orden real del ambiente; y, al constituir la
expresión de una síntesis, pueden ser activados por una sola de las señales participantes en
su formación, permitiendo la seriación de las acciones y la formación de costumbres y
hábitos. Así, la actividad nerviosa superior no presenta la forma de un conjunto de actos
reflejos dispares, sino la contextura de un complicado sistema de reflejos constituidos en el
curso de la experiencia previa del individuo (animal o humano).
Ahora bien, los procesos fundamentales (excitación e inhibición) y las leyes
generales (concentración, irradiación, inducción recíproca, etc.) de la actividad nerviosa
superior son los mismos para los animales evolucionados y el hombre. Sin embargo, la gran
complejidad de tal actividad se acrecienta aún más en el caso del ser humano. El carácter
social de éste constituye el factor esencial y determinante para que su actividad nerviosa
superior tenga atributos propios y cualidades específicas que la diferencian radicalmente de
la que posee el animal. En efecto, el Sistema Signalizador I, común a esos animales y al
hombre, está formado por señales directas y concretas (sensitivas, sensoriales, kinestésicas,
cenestésicas, etc.) acerca de la realidad exterior e interior que permiten la elaboración de
RC y de aprendizajes relacionados con una adaptación inmediata al ambiente; o sea, está
constituido por las primeras señales ligadas al entorno y al medio interno del individuo.
Pero la inserción del hombre en las relaciones sociales y el desarrollo del trabajo han hecho
posible que, sobre la base del primer sistema de signalización, se elaboren, desarrollen y
perfeccionen las señales materiales de segundo grado, aquellas que mediante su contenido
abstracto-generalizado signalizan a las señales concretas adoptando la forma de palabras
pronunciadas, oídas, leídas o pensadas. Estas segundas señales conforman el Sistema
Signalizador II, es decir, el lenguaje, atributo cualitativamente nuevo y exclusivamente
humano que eleva el aprendizaje a un plano superior de carácter racional y confiere a la
adaptación humana a la realidad objetiva una esencia inexistente en el ámbito zoológico.
Las palabras, señales de señales, representan una abstracción de elementos de la
realidad que hace viable su generalización para dar curso al pensamiento, instrumento
superior de adaptación dinámica del hombre a su entorno en la perspectiva de transformarlo
de acuerdo a fines preestablecidos por él mismo. Constituyen, pues, un nuevo principio de
la actividad nerviosa superior, y un nuevo análisis y una nueva síntesis de las señales
concretas generalizadas, siendo estímulos condicionados tan reales como las cosas que
designan para cumplir un rol de mediación entre el ser humano y el mundo objetivo. La
palabra y el objeto o fenómeno dado que ella señala están unidos por un nexo sólido e
irrompible: de hecho, si el objeto posee el carácter de estímulo condicionado, la palabra
tiene el poder para convertirse simultáneamente en un excitante de ese tipo. Merced a esta
unidad, resulta posible que la palabra reemplace al objeto, que el estímulo del Segundo
Sistema Signalizador pueda cumplir con creces las funciones del estímulo del primer
sistema de señales. De modo general, la palabra señala abstractamente al objeto concreto
señalado a su vez por el estímulo condicionado, y representa así una señal de señal
perteneciente a un segundo sistema (el lenguaje) que signaliza al primero. El nexo entre
palabra y objeto, establecido en el proceso histórico de configuración del hombre, se
adquiere en la ontogénesis a través del aprendizaje y es independiente de la experiencia
particular, siendo universal para todos los individuos debido a las peculiaridades del
lenguaje.
Los sistemas signalizadores I y II están dialécticamente unidos y relacionados en
forma recíproca. Cada uno posee su propia naturaleza, pero las diferencias entre ambos no
son absolutas y las funciones que cumplen son complementarias. El primero asegura los
vínculos directos del organismo (animal o humano) con el ambiente, posibilitando una
adaptación inmediata a sus condiciones concretas. El segundo, privativo atributo humano
(social por su esencia, orígenes, adquisición en la ontogenia y función comunicativa), se
edifica y desarrolla sobre la base del primero; abstrae y generaliza la realidad; constituye
una mediación entre el hombre y su entorno; introduce inéditas posibilidades para la
configuración de nexos temporales de nuevo tipo, radicalmente distintos a los del animal; y
modifica de modo cualitativo el carácter y el contenido de la adaptación al enriquecerla
específica y vastamente a través de aprendizajes de suma plasticidad. Por consiguiente, el
Sistema Signalizador II (el lenguaje, las palabras y las formas gramaticales que designan a
las primeras señales y sus relaciones objetivas) posee un carácter superior con respecto al
Sistema I, al cual domina, integra y reestructura, siendo el sistema regulador de la
conciencia y la conducta humanas. Tal prevalencia tiene una importancia esencial, aunque
vaya acompañada de una mayor fragilidad ante las diversas influencias externas e internas,
particularmente las patológicas, debido a su condición de última adquisición ontogenética
cuya consolidación es tardía.
Mediante la palabra, se intercambian y transmiten los conocimientos obtenidos en el
curso de la actividad social acerca de los rasgos y peculiaridades de la realidad natural, la
sociedad y el propio hombre. Y al cumplir la función de medio de comunicación, el
lenguaje permite los individuos coordinar y concentrar esfuerzos colectivos en torno al
avance de la vida social, el despliegue de la actividad laboral, la transformación del mundo
material y la edificación de la cultura, constituyendo así un factor fundamental que
garantiza las relaciones sociales e impulsa el propio desarrollo humano. Merced al Sistema
Signalizador II y a sus diversas funciones, adquiere rasgos privativos y cualitativamente
nuevos la acumulación de la experiencia humana individual y colectiva. A diferencia del
animal, que sólo dispone de impresiones concretas de la realidad recogidas directamente
por él mismo y que se pierden con su muerte, gracias al lenguaje el hombre está equipado
en el curso total de su existencia personal con la experiencia de todas las generaciones
precedentes, con toda la cultura material y espiritual de la humanidad que se transmite de
una a otra generación. Mientras el animal sólo recibe de sus antecesores un determinado
caudal de RI como herencia genética y está rigurosamente obligado a adquirir de nuevo e
individualmente todos los demás comportamientos para poder sobrevivir, el hombre pone
en función el lenguaje para guiar su actividad, regular su conducta y apropiarse de la
herencia social, de los conocimientos y las formas de actuación elaborados y acumulados
por la humanidad en el curso de su desarrollo.
Por otro lado, el Sistema II constituye la base fundamental para la configuración de
la conciencia y el pensamiento, formas superiores de la actividad psíquica. Dota al ser
humano de la capacidad de diferenciarse de su entorno, conocer y designar los objetos por
sus nombres, abstraer/generalizar las relaciones y caracteres comunes de cosas diferentes
(es decir, pasar de la cognición de los objetos aislados al reflejo generalizado de los mismos
en forma de conceptos), imaginar la realidad en sus transformaciones posibles planificando
actividades, acciones y operaciones para actuar sobre ella, y tener una proyección hacia el
futuro. Con todo ello, suministra al pensamiento el material para su actividad (ya que se
piensa con palabras) y le abre la vía para su expresión, convirtiéndose así en su
instrumento. Torna viable, entonces, la transmisión de los conocimientos adquiridos a lo
largo del proceso histórico y, a la vez, proporciona al hombre un medio de conocimiento, o
sea, la posibilidad de abstraer de las primeras señales su aspecto más profundo y las leyes
que rigen en la naturaleza.
En efecto, únicamente contando con una representación de la realidad diferente a la
que proporciona la percepción inmediata de las cosas es como se puede afrontar el reto de
transformarla creativamente en función de la satisfacción de las necesidades y aspiraciones
humanas. La capacidad del hombre de abstraer/generalizar las particularidades del mundo
objetivo es una condición absolutamente necesaria para que la conciencia no sólo lo refleje
de modo cada vez más adecuado, sino también para que pueda estar en condiciones de
elaborar y precisar los fines, las acciones y las operaciones orientados a modificarlo
activamente, a recrearlo. De allí que con la existencia y desarrollo del Sistema Signalizador
II resulten especificados de modo definitivo y cualitativamente superior el carácter, el
contenido y la proyección de la adaptación humana a la realidad circundante. Si para los
animales es típica su adaptación pasiva e individual al ambiente, en el hombre la dinámica
adaptación social es el paso previo a la activa y creativa transformación colectiva de la
naturaleza, la sociedad y su propia condición humana.
Segunda acotación fundamental: la actividad humana
La segunda acotación tiene relación con el carácter de la actividad de los seres vivos
en el entorno donde desarrollan su existencia en la perspectiva de lograr adaptarse de modo
específico a él.
Vigotski reconocía la importancia de la noción “sistema de actividad” (acuñada en
las ciencias biológicas e introducida en Psicología por H. Jennings) que designa el conjunto
de modalidades y formas de comportamiento (actividad) desplegadas por los integrantes de
una especie animal dada. Estas modalidades y formas constituyen un sistema condicionado
por el tipo de órganos que tal especie posee y por la organización de los mismos en una
determinada estructura vital. Tal sistema de actividad experimenta variaciones a medida
que se asciende en la escala zoológica, en tanto van apareciendo nuevos tipos de órganos y
nuevos niveles y grados en su organización. Así, “junto con la evolución de las especies
animales ha evolucionado también la conducta”, por lo que “el ser humano no constituye
una excepción de la ley general de Jennings. También el hombre posee un sistema de
actividad que delimita su modo de conducta. Por ejemplo, en este sistema no está incluida
la posibilidad de volar”.
Sin embargo, por su esencia socio-cultural la actividad del hombre posee un
carácter, un contenido y una proyección cualitativamente nuevos y superiores, con una muy
amplia diversificación y especificación de formas conductuales. En el caso humano, “a un
nuevo tipo de conducta debe corresponder forzosamente un nuevo principio regulador de la
misma, y lo encontramos en la determinación social del comportamiento que se realiza con
ayuda de los signos. Entre todos los sistemas de relación social, el más importante es el
lenguaje… El hombre, por tanto, ha creado un aparato de señales, un sistema de estímulos
condicionados artificiales con cuya ayuda él crea cualquier clase de conexiones artificiales
y provoca reacciones necesarias en el organismo”. En consonancia con tal creación, puede
reflejar la realidad de manera altamente diferenciada y elaborar instrumentos (en calidad de
extensiones artificiales de sus órganos naturales) para actuar sobre ella y transformarla: “el
ser humano es superior a todos los animales por el hecho precisamente de que el radio de
su actividad se amplía ilimitadamente gracias a las herramientas. Su cerebro y su mano
han extendido de manera infinita su sistema de actividad, es decir, el ámbito de alcanzables
y posibles formas de conducta”. Por tanto, “el empleo de herramientas genera una
condicionalidad básicamente distinta del sistema de actividad del hombre” (15). En este
sistema exclusivamente humano, y en su nexo íntimo e inseparable con el pensamiento,
tiene una importancia cardinal el lenguaje tanto por sus funciones comunicativo-relacional
y reguladora de la acción, cuanto porque permite fijar, conservar, reproducir y transmitir las
experiencias de la actividad colectiva e individual, haciendo así viable y garantizando la
continuidad histórica de la sociedad, la elaboración de la cultura y la formación de las
nuevas generaciones.
El hombre posee una estructura morfológica (conformada por órganos de nuevo
tipo) históricamente configurada y sucesivamente reestructurada en su curso evolutivo por
la decisiva influencia de las relaciones sociales y el trabajo. Esto ha permitido no sólo la
emergencia de un psiquismo superior de esencia social, sino también una actividad en
concordancia con la existencia de niveles funcionales cualitativamente nuevos que, en
estrecha relación con el desarrollo del pensamiento y el lenguaje, propician la creación de
órganos artificiales (las herramientas) que se acoplan a los naturales, siendo capaces de
incrementar exponencialmente las posibilidades de acción sobre la realidad socio-natural
para modificarla y de operar retroactivamente sobre el propio ser humano para contribuir en
su auto-transformación.
El animal, dentro de sus condiciones naturales de existencia y cualquiera que sea su
nivel y grado de organización, está vinculado directamente con el ambiente, conformando
una unidad también directa con las acciones vitales que despliega y sin diferenciarse de
ellas. Cualquier actividad del animal está determinada rigurosamente por el tipo de órganos
que posee y responde de modo invariable e inmediato a una imperiosa necesidad biológica
generada por un objeto capaz de satisfacerla, es decir, por un agente de significación vital
para el individuo. Así, objeto de la actividad y pulsión biológica están siempre fundidos en
forma directa, teniendo tal actividad un carácter instintivo (o, como Leóntiev lo precisa,
“inmediatamente natural”) que se ubica dentro de los límites de las relaciones biológicas
del animal con la naturaleza sin poderlos sobrepasar. Esto constituye el marco de la
adaptación pasiva de aquél a las condiciones naturales del ambiente, en cuyo curso puede
realizar una actividad instrumental rudimentaria (16) expresada en la utilización de medios
externos en calidad de “instrumentos” para efectuar cierto tipo de acciones y operaciones
susceptibles de repetirse cada vez que resulten necesarias para la existencia del individuo,
pero sin trascender los límites instintivos y sin representar un factor significativo en el
desarrollo de la especie. En particular en el caso de los póngidos (antropoides), es evidente
que en tal actividad el aprendizaje sensorio-motriz primario de índole individual cumple un
determinado y específico papel, aunque subordinado en toda situación al carácter instintivo
básico de la actividad y limitado a la vida del individuo dado, sin poder ser transmitido a
los descendientes.
La actividad instrumental animal adquiere en ciertos casos una complicada precisión
y hasta cierta finura que asombra, pero siempre tiene lugar en puntual correspondencia con
las pautas instintivas y el individualismo zoológico. Esta es la razón básica y determinante
que hace imposible su realización colectiva, lo que implica la imposibilidad de generar un
psiquismo cualitativamente distinto y de establecer relaciones de comunicación propositiva;
por tanto, jamás puede adquirir el carácter de proceso social orientado a la producción y a
la transformación de la realidad según un fin prefijado. La comunicación instintiva entre los
individuos de una determinada agrupación animal puede presentar rasgos más o menos
complejos, pero nunca está unida a una actividad productiva, no depende de ella ni actúa
como mediación dentro de ella, por lo que tampoco puede alcanzar el nivel superior de
complejidad propio del lenguaje articulado humano. De allí que las acciones y operaciones
llevadas a cabo con el medio externo natural usado como “instrumento” no queden fijadas
en éste: cuando ha cumplido su función, recobra su condición de objeto cualquiera, que no
ha alcanzado la calidad de soporte permanente de las acciones y operaciones dadas, y que
carece de interés. Por ello, los animales no conservan los objetos que emplean como
“instrumentos” y, obviamente, tampoco pueden fabricarlos. Además, el objeto instrumental
nunca constituye un elemento de creación de nuevas acciones y operaciones porque está
incorporado y sometido a los movimientos naturales del animal, conformantes de una
“cadena” que incluye a tal objeto sin diferenciarlo. En éste, el animal sólo puede encontrar
una posibilidad de concretización de su actividad instintiva dentro de los límites orgánicos
de esa actividad.
En lo que se refiere al hombre, su vínculo íntimo y consciente con la naturaleza que
el Marx juvenil caracterizó certeramente (17) y su actividad sobre ella, están mediados por
las relaciones sociales. La modalidad específicamente humana de relación con el mundo
natural es el trabajo, particularizado por dos elementos inseparables e interdependientes:
por un lado, su índole colectiva para producir los medios de vida del hombre; por el otro,
el uso y la fabricación de herramientas necesarias para esa producción. Ese aspecto social
ya había sido enfatizado tempranamente por el mismo Marx en la Nueva Gaceta del Rin:
“En la producción, los hombres no sólo actúan sobre la naturaleza. No pueden producir sino
colaborando de determinada manera e intercambiando sus actividades. Para producir, se
relacionan unos con otros y sólo dentro de estas relaciones pueden establecer su acción
sobre la naturaleza, sobre la producción”. Así, desde sus orígenes, el trabajo es un proceso
mediado por la herramienta (entendida en su sentido más amplio) y las relaciones sociales
históricas y concretas. Está basado en la interacción, la comunicación recíproca y la
cooperación consciente de los individuos participantes. Representa el vehículo necesario
para transformar la realidad y “humanizarla” con la finalidad de adecuarla a la satisfacción
de necesidades socialmente condicionadas; y, a la vez, constituye el medio del que se vale
el hombre para construirse a sí mismo en ese proceso y la causa inmediata de la existencia
de una forma específicamente humana de reflejar la realidad: la conciencia. Por eso, el
individuo humano nunca está fundido con su propia actividad, puede diferenciarse de ella
(“desdoblarse”, como decía Marx, para apreciarla objetivamente), reflexionar sobre sus
acciones y reorientarlas todas las veces que así resulte necesario.
En términos marxianos, “El trabajo es, ante todo un acto que tiene lugar entre el
hombre y la naturaleza. Al trabajar, el hombre desempeña, frente a la naturaleza, el papel
de un poder natural. Pone en acción las fuerzas de que está dotado su cuerpo, brazos y
piernas, cabeza y manos, a fin de asimilarse las materias, dándoles una forma útil para su
vida. Al mismo tiempo que, mediante este proceso, actúa sobre la naturaleza exterior y la
transforma, también transforma su propia naturaleza, desarrollando las facultades que en
ella dormitan”. Esta actividad “pertenece exclusivamente al hombre” y se hace efectiva
usando herramientas o instrumentos, o sea, medios de trabajo, “una cosa o un conjunto de
cosas que el hombre interpone entre él y el objeto de su trabajo para encauzar su actividad.
El hombre utiliza las propiedades mecánicas, físicas y químicas de determinadas cosas para
hacerlas actuar como fuerzas sobre otras cosas, conforme al fin perseguido”. A diferencia
de la actividad animal, “No sólo opera un cambio de forma en las materias naturales; al
mismo tiempo, realiza su propio fin, fin que él sabe que determina como una ley su modo
de acción y al cual tiene que subordinar su voluntad. Y esta subordinación no es
momentánea” (18).
Por tanto, el ser humano hace de su actividad laboral el objeto de su conciencia y su
voluntad, orientándola de acuerdo con fines preestablecidos y otorgándole un lugar
preeminente dentro de ella a la cognición, ya sea utilizando en su curso los conocimientos
acerca del mundo real adquiridos por las generaciones precedentes a través de la práctica
social y que forman parte de la herencia cultural de la humanidad, o bien apoyándose en esa
base para descubrir nuevas propiedades concretas en los objetos sobre los que actúa. Estos
conocimientos (incluidas las acciones y operaciones del caso) y las capacidades humanas
que los han hecho realidad, están cristalizados en las herramientas. Éstas son objetos
sociales que poseen una determinada modalidad de empleo elaborada socialmente a través
del desarrollo del trabajo colectivo y en relación con él, por lo que disponer de una
herramienta no implica únicamente poseerla, sino también haber adquirido la capacidad
para su manejo y dominar la modalidad de acción de la cual es objeto material de
realización; y al conservarla, se conservan también las acciones, operaciones y capacidades
fijadas en ella.
Además, y este es un aspecto fundamental, el desarrollo de la sociedad y del hombre
se ha realizado en el curso de su historia sobre la base de un creciente perfeccionamiento
del trabajo productivo y de una gran diversificación de los medios para llevarlo a cabo. Esto
ha significado, correlativamente, el respectivo despliegue en ascenso de las capacidades y
habilidades humanas configuradas históricamente haciendo posible que el hombre elabore
y utilice herramientas para fabricar otras herramientas de variada y mejor calidad, hecho
que implica la creación multiplicada de nuevas acciones y operaciones cada vez más
perfectas para actuar sobre la realidad. De allí que “El uso y la fabricación de medios de
trabajo, aunque se encuentre en germen en algunas especies animales, caracterizan
particularmente el trabajo humano. Por eso, Franklin da esta definición del hombre: el
hombre es un animal que fabrica herramientas”; y al hacerlo, “convierte cosas exteriores en
órganos de su propia actividad, órganos que añade a los suyos, prolongando, a pesar de la
Biblia, su naturaleza natural”. Así, “Los medios de trabajo son los barómetros que indican
el desarrollo del trabajador y los exponentes de las relaciones sociales en que trabaja”, hasta
tal punto que “Lo que distingue a una época económica de otra no es tanto lo que se fabrica
como el modo de fabricarlo, los medios de trabajo con los que se fabrica” (19).
Hasta aquí, las dos puntualizaciones científicas esenciales que permiten establecer
diferencias cualitativas insubsanables entre el hombre y el animal (por alto que pudiera ser
su grado de desarrollo), a la vez que proporcionan elementos de juicio para comprender el
proceso de hominización como un viraje crucial en el curso evolutivo de los seres vivos. En
su discurrir dialéctico, este viraje implicó, por un lado, la configuración morfológico-
funcional específica del hombre como representante del nivel más elevado de la vida en el
planeta, con la emergencia de un psiquismo superior de esencia social y de una actividad
transformativo-creativa por completo ausente en el mundo zoológico; y, por otro, el
sentamiento de bases para la edificación de la sociedad y el desarrollo de toda la historia
humana.
La transformación progresiva de los homínidos
Pues bien, originalmente los homínidos eran animales gregarios que, en las fases
iniciales de su adaptación a las condiciones de vida a ras del suelo, se vinculaban con la
naturaleza en forma pasiva y sin variaciones substanciales con respecto al modo de relación
de otros animales con ella. Se sustentaban de lo que podían recoger en el entorno natural y
se servían de objetos tomados directamente del ambiente (palos, piedras, etc.), carentes de
cualquier tipo de elaboración y utilizados en forma inmediata, para realizar elementales
acciones instrumentales individuales y primariamente grupales en procura de alimento o
intentando defenderse. Pero la adopción de la posición vertical, asumida inicialmente como
simple actitud postural, se convirtió en necesidad por su nexo íntimo con la locomoción
erecta y bípeda; y ambas empezaron a cambiar la relación de los individuos con el medio,
tornándola paulatinamente activa debido a su inseparable ligazón con los actos concretos de
la vida cotidiana y, en especial, con las rudimentarias actividades laborales colectivas. Por
ello, esas disposiciones de la estructura corporal comenzaron a adquirir, dentro de las
exigencias propias de las acciones cooperativas y bajo su directa influencia, el carácter de
condición decisiva para el despliegue del proceso de creciente transformación morfológica
y psíquica de los homínidos, ya que de ellas fueron derivando en mayor o menor medida las
características específicas del futuro hombre (20).
En efecto, la postura vertical y la locomoción bípeda dieron lugar a una serie de
graduales y peculiares modificaciones anatómicas correlativas y a los respectivos cambios
funcionales en la columna vertebral (con su doble curvatura para amortiguar los efectos del
andar bípedo y flexibilizar los movimientos del tronco), el tórax y la pelvis (que se
alargaron y ensancharon para poder contener mejor y afirmar las respectivas vísceras, que a
su vez cambiaron de forma), las extremidades (diferenciándose sus funciones y variando
sus proporciones), el pie (cuya estructura se arqueó adecuándose a la sustentación del
cuerpo y a la marcha), el sistema cardiovascular y el conjunto de la musculatura. Además,
la verticalidad y el andar erecto cambiaron la posición craneal y la del agujero occipital
(permitiendo que la médula espinal se conectara de modo más efectivo con el cerebro a
través del bulbo raquídeo), liberando al cráneo de la presión de poderosas inserciones
musculares y posibilitando el aumento de su volumen (lo que constituyó una de las causas
básicas de la modificación de los rasgos estructurales y funcionales del cerebro). Y con la
diferenciación funcional de las extremidades, se estableció la inutilidad de los miembros
superiores en la locomoción. La mano quedó, entonces, exonerada de su rol de apoyo y
complemento para el desplazamiento físico, representando este hecho un momento
antropogénico crucial.
La liberación de la mano no implicó modificaciones sustanciales en su morfología,
pero sí un cambio radical en sus funciones. Su escasa diferenciación estructural quedó
compensada con las posibilidades abiertas por el aparentemente insignificante movimiento
de pinzas realizado por los dedos pulgar e índice, cuya importancia resultó fundamental
para afinar el manejo de las cosas y lograr que la mano tuviera un carácter instrumental.
Adquirió también una nueva sensibilidad con la migración de los corpúsculos de Paccini,
órganos periféricos de la sensibilidad táctil, desde la palma hacia el nacimiento de los dedos
y su concentración en las yemas. Así, la mano fue reuniendo en sí todas las capacidades y
el poder de la acción sensorio-motriz tanto para explorar, cuanto para alterar el orden y la
estructura de los objetos: inició su conversión en órgano del conocimiento primario y del
trabajo incipiente. Por otro lado, el desarrollo de la actividad manual eximió a los maxilares
de sus funciones de desgarramiento, troceado, trituración y arrastre, llevando a la
modificación de la dentadura y contribuyendo en la disminución de la fuerza de tracción de
las inserciones musculares sobre el cráneo, permitiendo que éste se expandiera (sobre todo
en su porción frontal) y aumentara así su capacidad encefálica.
Debido a su calidad de órgano del naciente trabajo, las acciones de la mano fueron
extendiéndose y haciéndose más precisas. Ello repercutió en la estructura y funciones del
cerebro cuyo progreso empezó a realizarse con la guía de la mano, que proporcionó un
poderoso impulso para la formación y desarrollo de áreas corticales nuevas como condición
ineludible de la organización/ regulación de las funciones somáticas emergentes y el control
global del organismo en la vida de relación (21). A su vez, el desarrollo de la actividad
manual condujo a una reestructuración de los órganos de los sentidos y a una radical
modificación de las prioridades en la sensibilidad. Con el despliegue funcional de las
nuevas áreas corticales, el homínido fue perdiendo agudeza olfatoria (pasando lentamente
de microsmático a macrosmático), pero la mano transformada le significó la incorporación
de un órgano del tacto afinado que podía ser dirigido selectivamente para buscar y realizar
contactos precisos, es decir, ganó una capacidad táctil orientada (22). Con la libertad de
movimientos horizontales y verticales que podía realizar la cabeza pivoteando sobre la
vertical corporal, en correlación con los movimientos conjugados de ambos ojos, la función
visual se modificó, la estereoscopía fue desarrollándose (mejorando la apreciación de
distancias, profundidades, formas, volúmenes y contrastes de luces y sombras) y el eje de
todas las sensaciones se trasladó del olfato a la visión, convirtiendo al homínido en un
“animal óptico” por excelencia (23) y llevándolo a la reorganización de su conducta. Y las
posibilidades de la visión para cumplir la función de prevención y alarma ante eventuales
riesgos, recortaron esas obligaciones para el oído, el cual se orientó hacia otra modalidad de
especialización funcional, particularmente para la percepción de las emisiones vocales.
En paralelo, todas estas transformaciones en la estructura corporal de los homínidos,
producidas sobre la base de las actividades laborales colectivas en desarrollo constante, se
reforzaron con el enriquecimiento de la dieta inicialmente centrada en bayas que incorporó
proteínas animales (carnes, huevos, gusanos, etc.) e hidratos de carbono (tubérculos y raíces
feculentas), con lo que los individuos se tornaron omnívoros, se fortalecieron y fueron
haciéndose cada vez más aptos para el trabajo. Por efecto inverso, este cambio representó
una estimulación que aceleró las transformaciones orgánico-estructurales y repercutió en
sucesivas reestructuraciones de la actividad del cerebro y de los órganos de los sentidos,
merced a lo cual se dinamizó el perfeccionamiento y el progreso continuo de las funciones
senso-perceptivas, motrices, afectivas y evocativas, apareciendo la memoria topológica e
instrumental que posibilitó el recuerdo del instrumento natural y de su utilización, es decir,
de la situación en que fue empleado exitosamente por primera vez.
Estos avances vigorizaron el desarrollo de las actividades comunitarias, acercaron
más a los individuos conformantes de los grupos, aumentaron su compenetración mutua y
promovieron, como necesidad que urgía cada vez más de satisfacción, el establecimiento de
una comunicación en correspondencia con los cambios que iban ocurriendo. En efecto, en
el transcurso de su actividad concreta los homínidos habían ido acumulando numerosos y
diversificados elementos cognitivos rudimentarios condicionados por una “producción”
crecientemente colectiva, los cuales se transmitían a través de la mímica, los gestos y los
sonidos guturales como señales directas que servían de orientación inmediata a cada sujeto
y a los miembros del colectivo. Pero la complicación en constante ascenso de las rústicas
actividades socio-laborales (dentro de las cuales la aún primaria elaboración de útiles para
la caza o la defensa iba adquiriendo creciente importancia) requería crear contactos más
estrechos entre los individuos e intercambiar experiencias para ampliar y mejorar la
observación y el control de las acciones productivas. Era, entonces, insistentemente
indispensable contar con un medio más eficaz de comunicación recíproca que al mismo
tiempo constituyera el instrumento cognoscitivo exigido por el despliegue del trabajo
primitivo. La satisfacción de esta necesidad fue encontrando vías de concretización con la
acumulación cuantitativa de señales directas que promovía un “salto” dialéctico capaz de
representar la emergencia de un nivel comunicativo de nuevo tipo, de significar un cambio
cualitativo en la modalidad de comunicación y el surgimiento de señales nuevas con
características diferenciadas.
Por su propia esencia, tales señales debían expresar principalmente las relaciones
colectivas en ascenso (sin dejar de lado los aspectos individuales y emocionales de la
actividad, pero sin circunscribirse a ellos), poseer validez general y ser accesibles a todos
los sujetos por igual. Para cumplir con estos requisitos y poder garantizar su propia
transmisión, las señales de nuevo tipo tenían que estar plasmadas en una forma material
diferenciada y a la vez unida con el objeto o con la acción que signalizaban; y, además, al
constituir un medio de comunicación necesitaban tener una estructura de fácil reproducción
por parte de cada sujeto dentro de la organización de la actividad colectiva. Por estar dotado
con todos estos atributos, el lenguaje articulado respondía con enorme ventaja a las nuevas
necesidades comunicativas y las nacientes palabras se fueron incorporando gradualmente
como señales de nuevo tipo al proceso de desarrollo de los nexos sociales y del trabajo,
iniciando al mismo tiempo su decisivo rol como instrumento cognoscitivo y regulador
primario de la actividad, que influía de modo cada vez más acentuado en la reconfiguración
mental de cada individuo.
Evidentemente, las nuevas señales no surgían en el vacío, sino que representaban la
culminación del prolongado curso de desenvolvimiento de las reacciones fónico-motrices y
emocionales en el mundo zoológico. En el proceso de formación y desarrollo de las
palabras, a tal herencia sonora se le agregaban como material básico las emisiones de otros
animales, los ruidos de la naturaleza y los numerosos estímulos auditivos relacionados con
la primaria elaboración de útiles. Todos estos elementos fueron objeto de imitación y
combinación diversificada, teniendo como mecanismo fisiológico el establecimiento de
reflejos condicionados que asociaban la emisión al inicio espontánea de un sonido con el
movimiento muscular de los órganos de la fonación, la imagen del objeto que provocaba la
reacción sonora y la emoción que acompañaba al sonido dado. En función de los estímulos
en continua variación, la múltiple repetición de estos nexos en el curso de la rudimentaria
producción social condicionaba su diferenciación y complicación, de modo que la práctica
colectiva ejercía una influencia y un control permanentes sobre el desarrollo de la actividad
analítico-sintética de los órganos fono-auditivos en relación con la satisfacción de una u
otra necesidad.
En su continua repetición, tal satisfacción actuaba como reforzador de la apropiada
percepción del sonido y de la reacción vocal adecuada, fijándose en el cerebro las
asociaciones útiles e inhibiéndose o eliminándose las innecesarias. La mímica y los gestos
desempeñaban un enorme papel en la formación del vínculo entre los sonidos emitidos, las
sensaciones audio-motrices que provocaban, las emociones suscitadas, las imágenes de los
objetos y las acciones del caso. El gesto determinaba la dirección del sonido al acoplarlo a
un objeto o fenómeno, convirtiéndolo así en la designación dada. Por la correlación de los
movimientos de las manos con los órganos de la articulación vocal, los gestos influían en el
carácter de ésta y, a través de ella, sobre la naturaleza de los sonidos emitidos. El punto
crítico en el surgimiento de las señales de nuevo tipo fue alcanzado cuando el sonido se
transformó en medio deliberado de designación de objetos y acciones, en rústica palabra
dotada de significación básica.
Así, la paulatina complejización de la vida social y el desarrollo de la actividad
laboral fueron generando una inédita y creciente necesidad comunicativa. Al mismo
tiempo, constituyeron el factor determinante de un conjunto de modificaciones estructurales
en los órganos fono-auditivos y en las áreas córtico-cerebrales correspondientes (frontales,
temporales y parietales), abriéndose así el camino para la lenta pero efectiva transformación
de la emisión de sonidos guturales en cadenas moduladas, crecientemente articuladas y
progresivamente dotadas de significación, con el paralelo despliegue funcional del oído
fonemático. El surgimiento del lenguaje implicaba la formación de nexos neurales de nuevo
tipo en el cerebro del homínido, permitiéndole a éste crear estímulos artificiales, señales
abstractas de las señales concretas, es decir, el segundo sistema de señales que empezó a
dominar la actividad signalizadora de los grandes hemisferios. Comenzó, entonces, a
remarcarse poco a poco el atributo psicológico diferencial del hombre en formación: la
significación, es decir, la creación y el empleo todavía rudimentario de los signos, de las
señales artificiales.
Fijando en su contenido las imágenes generalizadas de la realidad concreta, la
palabra inició su influencia esencial sobre la percepción: la imagen del objeto percibido se
incluyó gradualmente en el complicado sistema de asimilación de la experiencia individual
y la palabra fue correlacionándose con una determinada clase de objetos. Todo lo que los
sujetos percibían en el mundo exterior empezaba a ser elementalmente designado con
palabras y se transmitía a los demás a través de ellas, con el respectivo progreso de la
comunicación colectiva y el avance de las actividades laborales. De este modo, el lenguaje
contribuía a sentar las bases para el desarrollo y la relativa independencia de la ascendente
actividad mental, premisa subjetiva absolutamente indispensable para encarar de manera
creciente y efectiva la transformación creativa del entorno natural. Merced a la función
abstractivo-generalizadora del lenguaje, fueron despejándose las vías para que el homínido
sobrepasara los límites del inicial contenido sensitivo-sensorial de su reflejo de la realidad
(linderos típicos de ese individuo en los grados tempranos de su transformación evolutiva)
y se proyectara en forma paulatina hacia la rudimentaria elaboración de conceptos
generales, o sea, hacia los fundamentos del pensamiento abstracto.
Por tanto, con el gradual desarrollo del lenguaje, ligado inextricablemente en sus
inicios a la actividad práctica y a las representaciones concretas, se fue desbrozando el
camino para que él pudiera servir de base a la progresiva configuración de la conciencia
(forma cualitativamente nueva y superior del reflejo de la realidad y del psiquismo); y, a la
vez, se dio inicio a la creación de las condiciones propicias para que, posteriormente,
tuvieran lugar los primeros brotes de la abstracción y la generalización, es decir, para la
emergencia de los rudimentos del pensamiento y las representaciones simbólicas. De este
modo, lentamente, el individuo se fue volviendo apto para reelaborar las estimulaciones
directas provenientes del medio, regular sus acciones en función de su propia actividad y
retardar y hacer selectivas sus respuestas. Iniciaba así su emancipación progresiva de la
inmediata influencia ambiental y propiciaba la formación y el curso ascendente de su
imaginación (24).
Objetivamente, los albores en la formación de la conciencia estaban precedidos por
el dilatado período de más de 1500 millones de años demandados por el desarrollo del
psiquismo animal. Al respecto, Engels apuntaba que sin tener en cuenta la evolución
psíquica en el mundo zoológico la génesis de la conciencia humana sería considerada
absurdamente como un milagro. Con ese desarrollo se había ido preparando el surgimiento
de lo nuevo y específico dentro de un mundo viviente dominado por las leyes biológicas, es
decir, la emergencia de la conciencia como el modo social del reflejo de la realidad, a
diferencia de las formas biológicas del reflejo propias de los animales. A través de
sucesivos niveles de creciente complejidad, el curso evolutivo había llevado hasta el
psiquismo de los hominóideos, a partir del cual se produciría el surgimiento y despliegue
del psiquismo homínida. Sin embargo, en virtud del trabajo y la vida social, el desarrollo de
este último no tenía como tendencia esencial la obtención de información en sí misma, ni la
simple adaptación al ambiente, sino la actividad práctica transformadora de la realidad, con
respecto a la cual el conocimiento representaba un medio totalmente necesario. Por ello, esa
conciencia primitiva emergía merced al estímulo de las elementales actividades laborales
colectivas aún inconscientes, pero cuyo desenvolvimiento ya exigía la previsión de su
resultado. Y éste, gradualmente reflejado como rústico esbozo en el cerebro y transmitido a
través de la comunicación en progreso, empezó a presentarse como finalidad, como visión
anticipatoria de la actividad subsiguiente.
La actividad colectiva había ido adquiriendo los rasgos elementales de orientación
hacia una finalidad y la secuencia de acciones prácticas era cada vez más mediatizada por
las representaciones previas de los actos proyectados, regulándose así primariamente el
proceso de relación entre las conductas. Con ello, la actividad se iba organizando teniendo
en cuenta los medios y los resultados de su realización. La disposición para ir más allá de
los límites de la situación inmediata, considerando las consecuencias cada vez más
distanciadas de las acciones concretas, comenzaba a prefigurar la capacidad de planificar
mentalmente y prever el resultado de los actos, es decir, la elemental capacidad de pensar.
Las condiciones embrionarias de la conciencia sólo podían mantenerse sin cambios
estimables mientras los sujetos permanecieran anclados en la percepción de los eslabones
más directos de sus acciones. Pero, como lo precisaba Engels en Dialéctica de la
naturaleza, cuanto más se alejaban los individuos de la condición animal por el carácter
crecientemente social de su actividad, en mayor medida ésta adquiría proyección, iba
quedando sometida a un plan y persiguiendo determinados fines establecidos de antemano.
El resultado de las acciones prácticas, percibido con cada vez mayor claridad, se fue
volviendo paulatinamente elaboración mental, plan ideal que en lo sucesivo antecedería al
proceso de trabajo, de modo que el resultado de éste representaría la realización de la
finalidad. Comenzó, entonces, a desplegarse en forma progresiva un proceso en el que la
secuencialidad objetiva de las acciones concretas (en la rústica actividad laboral colectiva y
en el plano de la comunicación), serie registrada y coordinada dinámicamente por el
cerebro, se fue convirtiendo en secuencialidad subjetiva de acciones mentales, en la
primaria síntesis de una práctica colectiva y en la inauguración de una rudimentaria
“reflexión” social acerca de la realidad. Para decirlo en términos actuales, la lógica objetiva
de la actividad concreta se fue transformando gradualmente en lógica subjetiva de la
actividad mental.
Así, sobre la plataforma fundamental de las actividades laborales cada vez más
eficaces y las relaciones colectivas en despliegue, mediadas ambas por el naciente lenguaje,
los homínidos fueron experimentando una paulatina complejización anatómico-funcional y
un desarrollo psíquico correlativo, traducidos en la radical transformación tanto de las
autorregulaciones esenciales cuanto de la relación individuo/medio, modalidades básicas
para la sobrevivencia del organismo como totalidad biológica. La evolución física y mental
del futuro hombre se realizaba de acuerdo a la tendencia de adecuar sus órganos y sistemas
funcionales a la ascendente complejidad de la vida social y del trabajo; por ejemplo, entre
otras adecuaciones, acortándose la disposición ósea de la cara ligada a las funciones de
comunicación fónica, desarrollándose el aparato periférico del habla y, particularmente,
produciéndose multiformes modificaciones en la estructura del cerebro cuyos cambios
cuantitativos (aumento de tamaño de las células corticales, ensanchamiento de las
superficies de ciertas regiones) se correspondían con una esencial reestructuración
cualitativa.
En este largo y sinuoso recorrido, las interacciones de la posición erecta, el carácter
instrumental de la mano y el desarrollo del cerebro y de su actividad (junto con el rol
decisivo del lenguaje, sobre todo de su función comunicativa y reguladora de la acción),
flexibilizaron la estructura corporal, ampliando y mejorando su disposición motriz;
aumentaron y cualificaron la capacidad cerebral para recibir/procesar información, elaborar
respuestas más ajustadas a las estimulaciones dadas y hacer más dúctil la adaptación al
medio; perfeccionaron los órganos de los sentidos; y reestructuraron la actividad sensorio-
motriz, otorgándole mayor eficacia y eficiencia a las acciones instrumentales. Todo ello fue
llevando gradualmente a los individuos a un punto en el que se imponía el tránsito desde las
estructuras concretas sensorio-motrices hacia el primigenio nivel abstracto del pensamiento
y el conocimiento (25), es decir, hacia el nuevo plano evolutivo de una actividad psíquica
superior ausente en el espacio zoológico.
A estas alturas del proceso de hominización, ya los individuos habían logrado
dotarse de atributos anatómico-funcionales característicamente propios y contaban con un
cerebro no sólo más voluminoso y estructuralmente más desarrollado, sino también y sobre
todo funcionalmente más elaborado y complejo que el de cualquier otro animal. Un
aumento en la altura de la bóveda craneana estaba correlacionado con el incremento del
tamaño de los lóbulos frontales, vinculados con las funciones motrices y comunicativas
desde las fases tempranas de la antropogénesis. Las funciones táctiles, ópticas y auditivas
habían adquirido un notable despliegue y eran psíquicamente sintetizadas y coordinadas
con cada vez mayor precisión y eficacia debido al considerable desarrollo de los lóbulos
parietales, occipitales y temporales, progresando así la cognición de las características de
los objetos del mundo exterior, de sus relaciones recíprocas y de sus cambios, lo mismo que
el conocimiento de las reacciones corporales suscitadas por las estimulaciones en el curso
de la actividad. De tal suerte, el ascendente proceso de la actividad laboral había promovido
e impulsado el intenso desarrollo de regiones cerebrales ligadas a la cualificación de las
acciones, al habla en expansión y a la cognición sensorial concreta de la realidad
circundante y del propio organismo.
La incesante influencia de las relaciones sociales en despliegue y los requerimientos
crecientemente complicados de la actividad laboral, habían ido exigiendo la interacción
cada vez más precisa de las diferentes partes corporales, el perfeccionamiento de las
sinergias de variada jerarquía entre los diversos órganos para la realización de las
correspondientes funciones, la configuración de nuevos dinamismos neurales relacionados
con los avances en la comunicación y el paulatino afinamiento de las destrezas para el uso y
la elaboración de instrumentos, exigencias que el cerebro fue satisfaciendo en su calidad de
comando central encargado de la regulación interna y de la vida de relación del organismo.
De estas particularidades funcionales del cerebro, basadas en su complejidad estructural,
iban derivando en lo fundamental la mayoría de las características específicas y
exclusivamente humanas del hombre en formación.
El papel del cerebro
En efecto, a medida que a impulsos del trabajo y la vida social se producían avances
en el proceso de hominización, fue haciéndose cada vez más evidente la característica
neuropsicológica fundamental que habría de constituir el factor de radical distinción entre
el hombre y los animales, incluso con aquellos de más cercano parentesco: el desarrollo
cito-arquitectónico y el perfeccionamiento funcional de la corteza cerebral o neo-pallium.
Este progreso se manifestó concretamente, en primer lugar, en el desarrollo crecientemente
acentuado de las áreas motrices, afinándose y consolidándose una regulación más precisa
de los movimientos y aumentando su complejidad. En segundo lugar, en la extensión y el
afinamiento de las áreas especializadas en el acopio, interconexión, reelaboración y
conservación de las informaciones visuales, auditivas y táctiles, áreas que adquirieron
jerarquía funcional superior sobre las asignadas a la recepción de las estimulaciones
olfatorias y gustativas. Y, finalmente, en el desarrollo del área pre-frontal, región anterior
del cerebro y última adquisición filogenética en el proceso de cerebración progresiva (es
decir, de constitución de un cerebro más completo y complejo a medida que se asciende en
la escala zoológica), dotada de particular riqueza en neuronas y en fibras asociativas. Bajo
el progresivo comando de esta área pre-frontal, se fue perfilando la formación de neuro-
dinamismos de nuevo tipo, superiores, como factor gravitante para la aceleración de
sucesivos perfeccionamientos de la actividad nerviosa superior y el fuerte impulso al
desarrollo psíquico de los seres en proceso de conversión en hombres.
Al igual que cualquier otra actividad orgánica, la actividad cortical constituye el
resultado de la participación de variados elementos correlativamente dispuestos. El número
de éstos (factor cuantitativo) tiene directa relación con la importancia de la función
realizada (factor cualitativo) (26). El aparato cortical está constituido por la red de más o
menos 15 mil millones de neuronas unidas mediante las sinapsis (innumerables puntos de
contacto funcional) y la red de células gliales en proporción de 10 por cada neurona. Desde
la perspectiva neurofisiológica, el córtex representa una totalidad funcional cuyas capas y
zonas diferenciadas sirven de principal asiento a los neuro-dinamismos. En los animales
con cerebro y córtex desarrollados, tales circuitos neurales posibilitan la recepción y el uso
de la información suministrada por los estímulos ambientales, constituyendo el basamento
de su actividad y generando el comportamiento vegetativo-afectivo y motriz. Pero en el
caso humano, con la inclusión del individuo en las relaciones sociales y el despliegue de su
actividad utilizando elementos mediadores de diversos tipos (particularmente, el lenguaje),
el desarrollo estructural y las funciones de la región pre-frontal permiten que las acciones
práctico-gnósicas resulten coordinadas y unificadas para hacer posible la existencia de
neuro-dinamismos superiores que sirven de base material a las simbolias, al pensamiento,
caracterizando la postura racional que armoniza la actividad y lleva a actuar con fines
espaciales y temporales. Así, bajo el influjo de la actividad y la vida sociales y de la
intervención multiforme de las estimulaciones del lenguaje, el área pre-frontal constituye el
órgano exclusivamente humano de la integración neuro-dinámica superior y, por tanto, de
la unidad mental.
La corteza cerebral humana tiene un área total tres veces mayor que la del
chimpancé y su región parietal inferior (filogenéticamente nueva y en estrecha conexión
con las funciones del lenguaje, la lectura y la escritura) supera en diez veces a la de los
antropoides. La región frontal también presenta rasgos nuevos y esencialmente
diferenciales: sus áreas 44 y 45, los llamados “centros de Broca” situados en la
circunvolución frontal inferior, son las áreas vinculadas con las funciones del lenguaje
articulado en estrecho nexo con las áreas parietal y temporal inferiores. La región temporal
está relacionada con la percepción de los sonidos, en particular del lenguaje articulado; su
área 41, o “de Wernicke”, es el área auditiva del córtex. Y la región occipital constituye el
principal órgano humano para la recepción de los estímulos visuales y su conversión en
imágenes dotadas de significación diferenciada por sus nexos con el lenguaje. Todas estas
regiones conforman una totalidad funcional cualitativamente nueva, dotada de enorme
plasticidad y poseedora de una variabilidad casi infinita en lo concerniente a la cantidad, la
orientación y la finalidad de los neuro-dinamismos. Éstos constituyen el producto de la
activación físico-química neuronal, es decir, representan la actividad dinámica de las
células nerviosas que de modo sumamente complejo reúne y unifica en grupos homogéneos
(según estratos histológicos) elementos de las distintas regiones corticales para la
realización de las funciones del caso.
En cuanto a la región cortical pre-frontal, su decisiva importancia se hace más
manifiesta si se tiene en cuenta que representa un 8% del córtex en los monos inferiores
(como los lemúridos), un 12% en los monos comunes, un 17% en los antropoides (como el
chimpancé) y un 30% en el hombre actual. Más aún, cuando en éste la zona pre-frontal no
es indispensable para la motricidad, la sensibilidad o la inteligencia (que es función del
córtex como totalidad), pero constituye un auténtico sistema de control y regulación de los
procesos psíquicos y de la conducta, siendo responsable de la generación de intenciones o
propósitos, la programación y coordinación de las actividades, y la verificación de los
resultados de las acciones, además de tener como función específica e insustituible (en
estrecha relación con las estructuras rinencefálicas) la regulación de los estados de ánimo,
el carácter y la afectividad, definiendo y pautando la individualidad y el auto-control, es
decir, la personalidad.
En el hombre en formación, sobre la base de las relaciones sociales y la actividad
productiva desplegada por los sujetos con la participación cada vez mayor del lenguaje, la
creciente intervención funcional del área pre-frontal fue permitiendo que la interacción de
los procesos corticales con las simbolias (rudimentarias, pero en producción ascendente)
incidiera de modo profundo sobre los nexos afectivos entre los individuos y entre cada
individuo y el grupo. Esto tuvo como resultado la modificación progresiva de la primigenia
actividad propioplástica (expresión emocional, mímica, actos imitativos), que tenía gran
importancia en la vida comunitaria y la comunicación. En sus comienzos, los estímulos
para esa actividad, aún lastrada de animalidad, provenían en lo fundamental de los estados
del organismo, pero en concordancia con los progresos funcionales del cerebro esa relación
comenzó a transformarse. La estimulación orgánica se mantuvo dentro de sus propios
límites y continuó cumpliendo su rol específico, pero cedió su lugar central y preeminente a
los estímulos característicos de las relaciones entre los componentes del grupo; es decir, la
propioplasticidad pasó del plano de las regulaciones internas al nivel de la vida social. Con
ello, el individuo definió mejor el nexo de sus reacciones afectivas con los objetos y
modificó su carga subjetiva, proyectándolas y confiriéndoles finalidad; y por su intrínseca
ligazón con necesidades surgidas en el curso de las actividades colectivas, esas reacciones
se fueron paulatinamente transformando en sentimientos (como las primarias solidaridad y
reciprocidad) que, a diferencia del carácter circunstancial y fugaz de las emociones, eran
constantes porque reflejaban el consenso y la permanencia de la vida social que los
propiciaba.
Así, con la emergencia y desarrollo funcional del área pre-frontal, los individuos en
proceso de configuración humana comenzaron progresivamente a unificar afectividad y
rudimentarios esbozos de pensamiento, dotando a sus acciones particulares y comunitarias
(especialmente, las instrumentales) de nuevas cualidades que las fueron haciendo cada vez
más eficaces y proyectivas, preparando con ello el terreno para otro necesario “salto”
cualitativo en el proceso antropogénico. El cerebro hominizado se había ido tornando cada
vez más apto para servir de asiento y de soporte funcional a una actividad psíquica de
nuevo tipo generada por las específicas condiciones de vida y labores sociales. Y con el
progresivo despliegue de esa actividad, y a través de ella, los sujetos fueron creando las
condiciones para irse volviendo capaces de elaborar sistemas funcionales complejos en su
propia estructura cortical: los denominados “órganos funcionales” o “neoformaciones”
reguladoras, constituidas por la solidaridad funcional de diversas áreas corticales y la
acción de nuevos neuro-dinamismos (27). Estas “neoformaciones”, elaboradas por cada
individuo en función de su actividad y sus vivencias/experiencias particulares y poseedoras
a su vez de capacidad auto-reguladora, harían posibles acciones crecientemente precisas y
controladas y el surgimiento del sentido de anticipación y de autonomía para la acción en
procura de asegurar la existencia, rompiendo así con la dependencia directa y exclusiva del
ambiente y orientando mejor hacia su deliberada transformación para edificar un hábitat
peculiar y propio.
Es evidente que los progresos en la estructura y las funciones cerebrales constituían
un factor de primordial importancia para la emergencia de un psiquismo cualitativamente
diferente y la aceleración del proceso de hominización. Pero, al mismo tiempo, esos
avances eran, de hecho, productos del desarrollo de las relaciones sociales y del trabajo.
Aquí es necesario recalcar que el cerebro no es capaz por sí mismo de generar el
psiquismo. Sin minimizar en absoluto su muy especial significación y su fundamental
importancia, es el órgano humano que sirve de asiento y actúa como soporte funcional de la
actividad psíquica, pero ésta sería imposible sin los estímulos e influencias proporcionados
por las condiciones concretas de la vida y actividad sociales. El examen de los niños
fortuitamente privados de contacto y estimulación sociales desde edad temprana demostró,
sin asomo de duda, que carecían de un psiquismo propiamente humano a pesar de poseer
estructuras neurales normales, con la configuración típica de la especie.
Por eso, dice Merani, quien pretenda mecanicistamente “hallar” en determinados
estratos histológicos del cerebro o identificar con determinados cambios físico-químicos
neuronales fenómenos psíquicos como el pensamiento, la voluntad, la memoria o la
inteligencia, ignora por completo la complejidad dialéctica de los procesos mentales. “La
actividad psíquica del cerebro no proviene de sus estructuras en particular, ni siquiera de
las funciones fisiológicas que como a cualquier órgano le competen en exclusividad.
Órgano activo en cuanto a las funciones de regulación orgánica (respiración, equilibrio,
movimientos coordinados, reflejos, etc.), carece de actividad propia, que pueda relacionarse
con su estructura y funciones vegetativas, cuando se trata de los niveles cualitativos del
pensamiento” (28). La causa primaria del funcionamiento cerebral y de la emergencia del
psiquismo y la conciencia se halla en la realidad exterior, es decir, fuera del organismo. El
psiquismo y la conciencia están determinados por la influencia de las cosas y fenómenos
del mundo objetivo, que representan estimulaciones suscitadas en el curso de la actividad
práctico-social del hombre (la cual, como señalaba Marx, es el proceso real de su vida). Por
tanto, el cerebro es el órgano en el que el objeto estimulante resulta transformado para
obtener una forma ideal, subjetiva de existencia. De este modo, la forma real de existencia
del psiquismo y la conciencia es la actividad humana práctica o teórica basada en el
pensamiento y el lenguaje y orientada hacia un fin determinado.
Para decirlo de modo esquemático, el cerebro constituye un complejísimo sistema
auto-regulado capaz de desplegar una actividad analítico-sintética de los estímulos del
mundo exterior, trasladando los aportes sensoriales al nivel consciente para su integración
con las abstracciones y generalizaciones haciendo viable la generación de la razón, a la vez
que transmite al conjunto del organismo los resultados de las acciones decididas a nivel
pensante. Es decir, en el curso de la actividad del individuo los órganos de los sentidos
recogen los estímulos socio-ambientales para su envío al córtex (unificador, además, de las
actividades arquineural y paleoneural) que los recibe, los articula en forma de percepciones
y representaciones, y merced a un activo tratamiento superior los configura de modo
específico en concordancia con su propia naturaleza. En función del nivel de desarrollo
particular y de la actividad de cada sujeto, todas estas informaciones resultan integradas y
sintetizadas por el pensamiento (con la imprescindible participación del lenguaje) en
formas propias y en una expresión de conjunto que, en el plano individual, establecen las
diferencias de mentalidad. Obviamente, este intrincado proceso no ocurre en el vacío, sino
en el seno de las relaciones sociales, bajo su impulso y su decisiva influencia. De allí que
una determinada función cerebral tenga más elevado rango en tanto se halla ligada más
estrechamente a la vida de relación del organismo y que los neuro-dinamismos vinculados
con esa vida sean característicos de la actividad nerviosa superior humana.
Con un equipamiento orgánico-funcional de tal naturaleza, en la especie humana ha
llegado a su culminación el proceso evolutivo de cerebración progresiva, estando por ello
dotada, como ninguna otra especie, para el despliegue de la praxis, de la intervención de los
individuos en el proceso de racional y activa transformación de la realidad natural y social,
proceso a través del cual se desarrollan y transforman a sí mismos (29). Y como la zona
pre-frontal regula la personalidad, unifica a la vez las demás funciones corticales y hace
viable el equilibrio entre la afectividad y el intelecto reflexivo-verbalizado. Al quedar
sintetizados lo afectivo y lo racional, se combina al mismo tiempo la experiencia concreta y
la temporalidad permitiendo actuar en función del porvenir, cualidad distintiva de la
actividad práctico-gnósica humana, es decir del pensamiento. Así, insertado en las
relaciones sociales y mediante su actividad práctica y cognoscitiva, el hombre se ha auto-
construido históricamente dotándose de un cerebro y un psiquismo superiores capaces de
analizar dinámicamente el presente, tomar el pasado como referente y elaborar propósitos y
planes que formulan el futuro, subordinando a éste su conducta.
Hay, entonces, que remarcar un hecho notable: “según J.S. Huxley, el cuerpo
humano es el único en el que pudo haberse desarrollado un cerebro capaz de pensamientos
conceptuales. Pero la mano, y toda la secuencia de concomitancias anatómicas paralelas,
son condiciones indispensables y causas de ese desarrollo cerebral. Lo sucedido… es que el
acrecentamiento de las áreas asociativas ha determinado la aparición de un mecanismo
mediante el cual se puede relacionar una actividad mental con cualquier otra, de tal forma
que se sintetiza e interioriza una inmensa cantidad de información, retenida en la mente y
asociada de un modo consciente con experiencias anteriores y proyectos imaginados para
superar la dificultad inmediata de determinar el proceder más conveniente. Ideas de este
tipo gobiernan y dirigen siempre las acciones presentes o futuras. Esta actividad mental tan
compleja e integrada es lo que guía a la especie humana por el sendero del progreso.
Nosotros lo denominamos desarrollo del pensamiento conceptual; y va acompañado de la
percepción consciente del propio ser, agregada a la percepción del medio ambiente. Ambas
peculiaridades se manifiestan de un modo exclusivo en el hombre” (30).
Así, el conjunto de transformaciones somático-estructurales experimentadas por los
homínidos en el curso evolutivo, particularmente las del desarrollo paulatino de su cerebro
con los bruscos cambios en la complejización de su calidad funcional, representa un factor
de suma importancia para poder desentrañar la esencia de ese proceso, en el que la
apelación a las leyes biológicas tiene su lugar y resulta necesaria aunque insuficiente para
explicar la condición racional del hombre, lo que sólo puede realizarse a la luz de la
dominancia de las leyes sociales, es decir, de la historia. Desde esta perspectiva dialéctica,
en la que se entretejen continuidad y ruptura, el ser humano “es un mamífero, pero no sólo
un mamífero. Su organismo físico muestra, en ciertos aspectos vitales, un progreso
definitivo, pues esas diferencias anatómicas constituyen la base para la aparición del
raciocinio abstracto, un nuevo nivel de inteligencia que proyecta al hombre en una nueva
carrera no de cambios corporales, sino de evolución psicosocial,… es decir, la creación y
el desarrollo de una civilización. Sobre este plano…prosigue ahora la evolución: en el
desarrollo de la civilización y la recreación del propio hombre cada vez que da un paso
adelante” (31).
El carácter decisivo del trabajo
Pues bien, aunque ya resulte reiterativo indicarlo, la enorme cantidad y calidad de
evidencias científicas acerca del proceso de hominización, de formación del hombre,
demuestra sin atenuantes que se trata de un proceso único que, en el marco de relaciones
sociales en creciente desarrollo, tuvo como fuerza dinamizadora fundamental y como factor
de influencia predominante al trabajo, es decir, a la producción de bienes materiales y de
instrumentos para hacer éstos realidad. Todos los cambios en la estructura corporal y
mental, todos los progresos que fueron teniendo lugar en el curso de la antropogénesis a
partir de las iniciales y primitivas actividades cooperativas de los homínidos, ocurrieron en
función del trabajo y en íntima ligazón con él. En las antípodas de la execración bíblica del
trabajo y de su rebajamiento a la condición de “castigo divino”, Engels ya había remarcado
que “El trabajo es la primera condición fundamental de toda la vida humana, hasta tal punto
que, en cierto sentido, deberíamos afirmar que el hombre mismo ha sido creado por obra
del trabajo” (32).
En el proceso de formación del hombre, el desarrollo y la diversificación de la
actividad laboral fueron demandando, a su vez, el avance de la técnica y la concomitante
adquisición de medios materiales crecientemente más apropiados para la realización de las
acciones y operaciones correspondientes, es decir, de instrumentos o herramientas. Y, en
una determinada fase de la antropogénesis, el homínido ya había logrado la posesión de las
condiciones orgánicas y psíquicas no sólo para utilizarlas convenientemente, sino también
para fabricarlas. Por ello, A. Montagu no incurre en exageración alguna al definir como “el
‘momento’ más crítico de la historia de la humanidad… aquel en que una criatura, por vez
primera, tomó una piedra, le quitó una o dos astillas para dejarle un borde afilado y la usó
como herramienta para hacer otras herramientas, siguiendo el mismo método y empleando
los mismos materiales. En ese momento, un animal pre-humano se convirtió en animal
humano… (que) no sólo hizo herramientas, sino que fijó la norma para fabricarlas y
comunicó la técnica a sus congéneres. De esta manera se iniciaron y establecieron los
fundamentos de la cultura humana” (33).
De hecho, el uso primario de instrumentos realizado por el homínido tenía como
antecedente filogénico la acción instrumental del animal. Sin embargo, con la fabricación
de herramientas quedó establecida una radical e insalvable distinción cualitativa entre tal
uso y dicha acción, dando lugar a una auténtica revolución no sólo porque los homínidos
abrieron el camino para producir, por primera vez y aún en forma por demás rudimentaria,
sus propios medios de existencia, sino también porque ello representó la expresión de un
desarrollo psíquico en el que la práctica concreta (actividad instrumental intencionada sobre
el medio) y la gnosis (conocimiento igualmente intencional acerca de las condiciones del
ambiente) iniciaban su proceso de conjugación. En efecto, el trabajo en creciente desarrollo
había ido modificando la estructura general de la actividad de los individuos y generando
acciones cada vez más orientadas; y con la elaboración de herramientas, sólo posible en su
nexo con una conciencia todavía muy primaria del objetivo de la acción, fue cambiando
cualitativamente el contenido mismo de la actividad, es decir, las operaciones.
A partir de una elaboración elemental, el ser en proceso de transformación empezó a
convertir en herramientas los objetos naturales más sencillos para efectuar originales
acciones instrumentales colectivamente útiles y fue avanzando gradualmente hacia una
fabricación de complejidad ascendente, con formas cada vez más adecuadas a los fines
productivos establecidos por el grupo social. Su propia mano perfeccionada quedó incluida
en un sistema de operaciones que se fijaba en la herramienta y sometía ésta a tal sistema. El
uso de la herramienta llevaba por sí mismo a adquirir conciencia primaria de la finalidad de
la acción en sus aspectos reales, puesto que reflejaba concretamente las propiedades del
objeto de trabajo y posibilitaba un análisis práctico y una generalización simple de las
cualidades efectivas de las cosas según un determinado indicador materializado en la propia
herramienta. De modo que ésta resultó “portadora, en cierta manera, de la primera auténtica
abstracción consciente y racional de la primera generalización consciente y racional” (34),
ambas obviamente muy primitivas. El instrumento fabricado poseía una forma determinada
y en esa estructura material quedaba fijado el procedimiento operativo, la primaria lógica
colectiva en la actividad laboral. Con la elaboración de tales objetos, representativos de
estadios sui géneris en el desarrollo del primitivo trabajo comunitario cristalizado, se
materializaban las ideas elementales del fabricante y empezaba a edificarse una cultura
material y espiritual en el plano histórico.
Las herramientas son objetos sociales. Constituyen el producto de una experiencia
laboral asociativa, de una práctica social en cuyo curso la interacción de un determinado
colectivo con el objeto de trabajo no sólo va formando y desarrollando las capacidades de
los individuos participantes, sino también permitiendo la elaboración del reflejo de las
propiedades reales de ese objeto, es decir, de un conocimiento que, materializado a su vez
en las propias herramientas, se transmite a las siguientes generaciones. Por tanto, en las
herramientas también está cristalizada la práctica individual, aunque no como agente
primordial ya que ella, pese a toda su importancia, no define el carácter y el contenido de
los instrumentos como elementos sociales. Por esta razón, para realizar con ayuda de una
herramienta o un instrumento cualquier operación laboral concreta, incluso la más simple,
se debe haber aprendido a hacerlo a través de la educación y la enseñanza, adquiriéndose
así la capacidad para su manejo; o sea, es preciso haber asimilado la experiencia de la
práctica y la cognición socio-históricas que han hecho posibles la existencia y el uso de esa
herramienta con un propósito específico socialmente elaborado. Y esto es tan válido para el
uso efectivo de un simple y modesto martillo, como para la utilización de los complejos y
sofisticados dispositivos empleados por la ciencia contemporánea.
Además, las herramientas presentan una característica dialécticamente dual. Por un
lado, en su calidad de objetos, forman parte del organismo humano: son aparatos y/o
mecanismos que, como órganos artificiales, se articulan a los órganos naturales, sirven a los
mismos fines que éstos, complementan y refuerzan la actividad del organismo, y amplían
de modo significativo las posibilidades de acción sobre las cosas. A través del uso de
herramientas o instrumentos, el individuo es capaz de percibir, analizar y sintetizar las
propiedades concretas del objeto sobre el que opera tal como si estuviera poniendo en
función peculiares órganos de los sentidos, de modo que una herramienta cualquiera
representa una prolongación de su sensorialidad, motricidad, afectividad e intelecto. Por
otro lado, las herramientas son elementos separados del individuo: en su conjunto,
conforman una estructura material mediante la cual se refracta la actitud humana con
respecto a la realidad y a los propios hombres, y cuya calidad funcional no queda encerrada
en la vida actual de un determinado grupo, sino que se transmite de generación en
generación. Como objetos creados y transformados por el hombre para servir a sus propios
fines, portan el sello de su actividad, son parte de la herencia socio-cultural y, a través del
trabajo, se convierten en realidad humanizada, en fuerza social (e incluso en categoría
socio-histórica) que es patrimonio de la sociedad y de la humanidad.
En el caso de los homínidos, únicamente con la fabricación y uso de las primeras
herramientas, que desde el inicio tuvo un carácter colectivo, sus primigenias actividades
biológicas pudieron irse transformando progresivamente en trabajo, rudimentario en sus
comienzos pero no menos real. Y sólo desde que comenzó el proceso de producción de
instrumentos laborales, las relaciones fundamentalmente biológicas entre los individuos del
grupo empezaron a tener como eje las condiciones concretas de trabajo, o sea, iniciaron su
gradual adquisición de rasgos elementalmente sociales. En el desarrollo de ambos procesos
y de su inseparable unidad, resultó decisiva la participación del lenguaje primario. Con todo
esto, el ámbito de los objetos de la actividad práctica se amplió de modo considerable,
dándose curso a la vez al incremento de los procedimientos comunitarios para operar sobre
ellos; y el sujeto primitivamente actuante fue desbrozando y ensanchando el camino para
reflejar el mundo real de un modo cualitativamente nuevo, para conocerlo de forma más
variada y cada vez más honda. Así, la utilización de herramientas creadas para cambiar la
estructura de las cosas no sólo se tradujo en modificaciones ambientales, sino que también
estimuló el desarrollo psíquico de los individuos y de sus vínculos colectivos, dinamizando
con ello las incipientes actividades sociales y culturales. Paralelamente, el descubrimiento
del uso y la conservación del fuego y de su importancia en la alimentación, el trabajo y la
vida colectiva, potenciaron las cualidades de cambio y desarrollo que pese a su carácter
primitivo encerraba la producción en sí misma y, aunque fuese muy lentamente, hizo más
efectiva la acción sobre la naturaleza y propició la difusión de los grupos de seres en
hominización que extendieron su hábitat a diversas zonas climáticas.
Por otra parte, y esto tiene singular trascendencia, incidió decisivamente en el
desarrollo particular de cada uno de los integrantes del grupo primariamente social. El
inicio de las rústicas actividades cooperativas de los homínidos (es decir, la primitiva
elaboración de cimientos para dar origen a la sociedad humana) tuvo el carácter de proceso
uniforme en el que individuos zoológicos básicamente indiferenciados participaban
aglutinados (todos de la misma manera, “en masa”) en las actividades grupales. Sin
embargo, con determinada prontitud, la fuerte presión de necesidades vitales impuso el
establecimiento de una suerte de reparto de funciones que empezó siendo casual e inestable,
pero que en el curso de su desarrollo fue adquiriendo la forma primaria de lo que podría
denominarse “división técnica” en la actividad del grupo. De modo natural, los individuos
se distribuyeron en la búsqueda y recolección de frutos, la provocación de estampidas de
animales para la caza, el acecho y la liquidación de las posibles presas, etc., modificándose
así las relaciones intragrupales.
Este reparto de funciones y los nuevos nexos en el seno del grupo implicaron un
profundo y radical cambio en la estructura de la actividad de los participantes en las
rudimentarias labores, lo que se expresó en el paulatino surgimiento de diferencias en el
psiquismo en proceso de reconfiguración de cada uno de los miembros del primario
colectivo. Poco a poco, las nuevas relaciones comunitarias comenzaron a disolver la
actividad de las individualidades zoológicas indiferenciadas y aglutinadas, propiciando la
aparición gradual de rudimentarias individualidades distintas y particularizadas cuyas
acciones e interacciones incidieron en el enriquecimiento de la vida grupal. Ésta se fue
dinamizando, cambiando y adquiriendo las condiciones para proporcionar, por efecto
inverso, un nuevo tipo de estimulación capaz de propulsar el desarrollo de cada individuo a
través de las actividades conjuntas. Se empezó, entonces, a conformar la base material
objetiva de la estructura específica de la actividad del futuro hombre y de la singularidad
de su psiquismo individual.
El desarrollo de la vida colectiva y la fabricación de instrumentos significaron
cambios sustantivos que llevaron a la horda primitiva a emprender nuevas actividades
laborales para modificar el entorno natural en procura de solventar sus necesidades,
empezando así su liberación del enorme peso de la influencia ambiental. Hasta entonces,
bajo la acción de las leyes biológicas, la evolución de los homínidos estaba íntimamente
fusionada con la de las especies animales. Pero con la elaboración y empleo de
herramientas empezó la gradual estructuración de un rudimentario medio social que no sólo
representó el comienzo de la ruptura de tal fusión, sino también el hábitat propicio para la
paulatina emergencia de individuos elemental y muy relativamente “autónomos”, dotados
de incipiente iniciativa particular dentro de la vida y la actividad grupales. Como resultado,
en adelante las reacciones psico-biológicas existentes en el conjunto de los homínidos se
fueron generando en dos ámbitos distintos ligados entre sí: por un lado, en el interior de
cada grupo y, por el otro, entre los más o menos diversos grupos; de modo que con las
nacientes relaciones sociales se inició la creación de intercambios selectivos entre los
individuos y entre los grupos sociales rudimentarios. Así, sometido aún al dominio de las
leyes biológicas, lo social comenzó lentamente a caracterizarse con rasgos propios y de
acuerdo a sus propias leyes en cada grupo y en las relaciones intergrupales, influyendo
(paso a paso, pero a fondo) tanto en el desarrollo somático como en el perfilamiento y la
singularidad de la estructura mental de cada individuo.
En este rumbo, los homínidos siguieron desarrollándose en el nivel orgánico y, por
tanto, en correspondencia con normas biológicas, bajo la forma de selección natural de los
individuos mejor constituidos, más estables y, en consecuencia, pertrechados en mayor
medida para una vida más o menos duradera, desapareciendo con rapidez los menos
dotados. Es muy probable que algunos tipos de homínidos conservaran en el curso del
tiempo sus relativas ventajas constitucionales y la constancia de sus rasgos psico-biológicos
para jugar así un determinado papel en la serie evolutiva, mientras que otros tipos se
disolvieron sin dejar rastro de su existencia. En todo caso, la elaboración y utilización de
herramientas representó el inicio de la sustitución del lento proceso biológico de formación
de órganos por la creación incipientemente social de extensiones artificiales de los
órganos de los sentidos y del conjunto del organismo, cambiando a fondo las relaciones
con el medio natural y acelerando el proceso de hominización (35). La naciente actividad
fabril fue provocando una serie de acciones y reacciones nuevas traducidas en significativos
progresos en el desarrollo de las relaciones sociales y el trabajo, lo mismo que en la
ascendente modificación de las estructuras funcionales de los individuos, en especial de las
psíquicas, todo lo cual revirtió en la creciente creación de nuevos instrumentos para operar
sobre la realidad.
En este proceso, el ser en hominización representaba la continuidad evolutiva de las
especies vivientes, pero a la vez se fue convirtiendo dialécticamente en la ruptura de ese
curso, en la perspectiva de alcanzar la condición humana (cuya esencia es social) como
nivel de desarrollo más elevado de la vida en el planeta. Esto se hacía factible porque lo que
le asigna al hombre un lugar excepcional dentro de las especies animales “es la unicidad y
la complejidad de sus herramientas, no simplemente el número y la variedad de éstas, sino
su calidad. Lo más importante de estos instrumentos no es tanto el conjunto de los objetos
materiales que fueron transformados en herramientas (y en herramientas con las que se
hacen otras herramientas), sino la organización de pensamientos, de ideas, que permiten al
ser humano transformar y, en alguna medida, controlar no sólo el mundo que él encuentra,
sino también el mundo que él mismo rehace ininterrumpidamente. El homo faber, el
hombre hacedor no se limita a hacer cosas, también se hace a sí mismo. Desde luego, el
hombre es la más notable de sus creaciones. Y el ser humano debe casi totalmente esta
capacidad creadora al hecho de ser, al mismo tiempo, un creador de ideas y una criatura de
las ideas, una criatura que manipula su ambiente para adecuarlo a sus propósitos mediante
conceptos, imágenes mentales, abstracciones, en una palabra, mediante símbolos” (36).
Así, al empezar a desplegarse en el nivel socio-cultural y psíquico, la evolución
homínida no sólo marcó su radical distinción cualitativa con la de cualquier otra especie
zoológica, sino que también significó cambios esenciales en el plano de la inteligencia
vinculados al proceso de individuación. En efecto, en los mamíferos superiores, y en
particular en los antropoides, el desarrollo del cerebro y su córtex hace posible la existencia
de un psiquismo animal con un grado característico de diferenciación y, sobre esa base, de
una determinada inteligencia práctica, sensorio-motriz y propia de la especie, que avanza
hasta los rudimentos de intelecto pero sin poder ir más allá de los marcos de la situación
concreta. Desde la perspectiva científica, tal inteligencia es concebible como el rendimiento
general de los mecanismos psíquicos capaces de permitir una actividad concreta para lograr
la adaptación pasiva a las condiciones ambientales; y dicho intelecto rudimentario, como
esbozo elemental, tosco y sumamente primario de las elevadas operaciones del pensamiento
desarrolladas en el ser humano.
Como patrimonio global básico e instintivo, esa inteligencia animal se transmite por
herencia biológica y es uniforme, común a todos los integrantes de la especie en calidad de
pauta global prácticamente inmodificable en el curso del tiempo, lo que determina que los
parámetros del comportamiento sean muy rigurosos y que la actividad de los individuos
difiera poco de unos a otros en consonancia con un esquema general constante (aunque
puedan existir ciertas variaciones en los detalles). Así, debido a que los mecanismos de las
acciones y actividades son transmitidos genéticamente, el comportamiento es puramente
natural y el animal joven no necesita un aprendizaje previo para efectivizarlo. Por su mismo
carácter hereditario, dicho comportamiento posee gran estabilidad y se halla muy próximo a
las reacciones estrictamente orgánicas. Sin embargo, la posesión de tal inteligencia no
constituye garantía de supervivencia para el individuo y la especie en las condiciones de un
medio cambiante, haciéndose necesario su despliegue hacia los rudimentos de intelecto.
La esencia de estos rudimentos, que tienen como base la experiencia biológica
individual, consiste en la capacidad córtico-cerebral para elaborar reflejos ligados al
análisis y la síntesis de las diferentes propiedades concretas de los objetos y de sus
inmediatas relaciones en el espacio y el tiempo, bajo la forma de asociación de sensaciones,
percepciones, imágenes y evocaciones. En posesión de tales rudimentos, el animal influye
indirectamente de uno u otro modo sobre la realidad y sin una correlación específica con la
satisfacción directa de tal o cual necesidad natural. Esto se expresa en el plano de las
acciones prácticas orientadas hacia los objetos, cuya presencia suscita la asociación de su
percepción e imagen con la experiencia general anterior, haciendo posible el encaramiento
más o menos eficaz de situaciones problemáticas con el apoyo de esa experiencia. El fondo
básico de las fuerzas impulsoras de la acción de los rudimentos de intelecto está dado por
las necesidades biológicas (alimentación, defensa, reproducción) y se reduce a ellas, de
modo que la actividad para satisfacerlas utilizando objetos naturales como instrumentos es
esporádica, no ejerce influencia esencial sobre el modo de vida y no determina la postura
del animal ante la realidad.
Diciéndolo en otros términos, las funciones asociativas del córtex animal tienen un
límite, pero posibilitan un determinado y relativamente alto nivel de aprendizaje motriz-
afectivo (que incluye la disposición para generar hábitos primarios) y el despliegue de una
modalidad de actuación individual que, sobre la base dominante de la inteligencia instintiva
de la especie, permite al animal ser capaz de adaptaciones particulares para comportarse de
acuerdo con sus experiencias anteriores conservadas en la memoria. Ello dota al individuo
de condiciones para elaborar una figura sensorial-concreta de sus acciones, del objetivo
perseguido y de los medios para lograrlo (lo que Pávlov denominó “pensamiento manual-
concreto” como atributo de los simios), pero siempre bajo la dominancia instintiva y
limitando esas adquisiciones a su propia existencia particular sin poderlas transmitir a sus
descendientes. En consecuencia, la vida y actividad de mamíferos superiores y antropoides
se desarrolla en un marco puramente biológico, que no puede ser trascendido por la
absoluta imposibilidad objetiva para acceder al nuevo y superior nivel de las relaciones
sociales, la comunicación correspondiente y el trabajo productivo. De tal suerte, entonces,
el individuo está totalmente subsumido en la especie, y ésta es la determinante de aquél.
En lo que corresponde al hombre, siendo portador de un psiquismo de nuevo tipo,
cualitativamente superior (como resultante dialéctica de la interacción de un cerebro de
suma complejidad estructural-funcional con un medio socio-cultural susceptible de brindar
una gama inmensamente rica de estimulaciones de la más variada índole), con el apoyo del
lenguaje puede configurar su conciencia y su inteligencia reflexivo-verbalizada, racional-
abstracta. Ésta integra los elementos senso-perceptivos, representativos y afectivos con las
acciones y operaciones del lenguaje y el pensamiento creativo, proyectándose hacia el
mundo real y hacia el futuro en actividades previamente concebidas, programadas y
reguladas en su ejecución en correspondencia con necesidades y aspiraciones socialmente
determinadas. Por eso, la inteligencia humana no está orientada hacia la simple adaptación
pasiva a las condiciones del ambiente natural, sino a su consciente, deliberada y activa
transformación a través de las relaciones histórico-sociales establecidas entre los individuos
para producir/reproducir sus medios de existencia y edificar una cultura material y
espiritual, cuyos elementos se transmiten socialmente de generación en generación. Por
tanto, la inteligencia del hombre no posee un carácter y un contenido instintivos, sino socio-
culturales, de modo que no se hereda biológicamente: entre las condiciones de viabilidad
de la inteligencia humana, el aporte biológico consiste únicamente en la transmisión por vía
genética de las premisas orgánico-estructurales básicas y las posibilidades funcionales
inherentes a tales premisas.
De allí que aunque sea típica y exclusiva de la especie, en lo fundamental dicha
inteligencia se adquiere y se concretiza sólo en términos individuales. Obviamente,
constituye la traducción en el plano funcional de la complejidad córtico-cerebral humana.
Pero su adquisición y su concretización se realizan esencialmente en función de las
objetivas condiciones sociales de existencia de cada sujeto; del nivel y grado de su
desarrollo orgánico-funcional posibilitado por esas condiciones de existencia; del carácter y
el contenido de sus nexos familiares, de grupo y de clase; de su asimilación particular de
los elementos de la cultura (a través de la educación y la enseñanza) para formar en sí
mismo, mediante su propia actividad, las cualidades y capacidades humanas socialmente
determinadas; y de la modalidad específica de su participación en la vida colectiva. En
otras palabras, al igual que la configuración del psiquismo, la adquisición de la
inteligencia se realiza en concordancia con la historia personal dada y tiene una definición
diferenciada, singularizada. Para decirlo con Merani, “la inteligencia se da en la filogénesis
pero se realiza en la ontogénesis”: el individuo nace con los mecanismos neuro-dinámicos
propios de la especie homo sapiens como estructura en sí que tiene un valor potencial para
la conducta, pero que necesita transformarse en estructura para sí en correspondencia con
la cantidad y calidad de los estímulos provenientes del ambiente socio-cultural y con la
propia práctica del sujeto dado. En el nivel de la ontogenia humana, las diferencias de tipos
psicológicos, de mentalidades (fuera de lo determinado por las bases físicas del psiquismo y
la personalidad), se definen en función de las incitaciones proporcionadas por la vida social
y cultural y por la actividad del individuo.
Así, las particularidades de la evolución orgánico-funcional del individuo y las
peculiaridades de su actividad, aunadas íntimamente al carácter y el tipo de las condiciones
objetivas del medio familiar y social en el que se inserta desde su nacimiento, pueden
favorecer la adquisición y el desarrollo adecuados de dicha inteligencia, limitar ambos
aspectos o, definitivamente, anularlos. En consecuencia, la inteligencia humana no es
uniforme, no engloba mecánica y forzosamente al conjunto de la especie, sino que presenta
variaciones significativas de individuo a individuo; es decir, está personalizada. Y ello
encuentra expresión tanto en la multiplicidad de modalidades de manifestación del intelecto
junto con sus componentes afectivo-emocionales, cuanto en la extrema variabilidad de la
conducta de la personas (no sólo ante la diversidad estimulatoria, sino incluso ante los
mismos estímulos) y en las sumamente numerosas variedades de adaptación/acción en el
medio social.
Con ello, se abre el cauce para las casi infinitas posibilidades creativas de la
humanidad, del conjunto de seres humanos concretos, pensantes y actuantes, es decir, de
los individuos reales. Éstos, merced a su inserción en las relaciones sociales histórico-
concretas específicas que sirven de asiento a la vida y las actividades de una determinada
colectividad, empiezan a ser formados y desarrollados desde el momento mismo de su
nacimiento a través de la educación y la enseñanza, que posibilitan su asimilación activa y
singularizada de los logros cognoscitivos y prácticos de las generaciones anteriores. Su
psiquismo y su inteligencia poseen un carácter y un contenido socio-cultural, pero son
configurados individualmente, por lo que el sujeto portante resulta inconfundible con
cualquier otro representante de la especie ya que es poseedor de un “mundo interior” propio
cuyo valor es único e intransferible, o sea, se construye para llegar a ser persona. Y, sobre
la imprescindible base de este conjunto de elementos, son tales individuos los que de modo
personal y/o grupal perciben y analizan las necesidades y los problemas del colectivo dado,
los interpretan en consonancia con su propia ubicación dentro de la sociedad, plantean
creativamente las soluciones viables, diseñan los medios y las actividades exigidos por su
concretización histórico-social, y trasmiten los resultados de su labor a sus contemporáneos
y a las nuevas generaciones, enriqueciendo así el patrimonio práctico e intelectual de su
sociedad y la herencia cultural de la humanidad.

En el caso humano, la elevación del plano evolutivo por encima del nivel biológico
para adquirir un carácter socio-histórico, determina que el proceso de configuración de la
individualidad y la inteligencia posean un contenido y una proyección cualitativamente
nuevos y superiores. De tal suerte, “Junto a las transformaciones colectivas, se produce una
marcha paralela de la individualización. El individuo se vuelve, a la vez, medio y fin;
medio como persona, fin como ente colectivo. Aparece una valoración creciente del
individuo en relación con la especie. Ésta ya no determina lo que será el individuo, que se
convierte en determinante de la especie. Al trasladarse la evolución, con el pensamiento,
del plano biológico al socio-cultural, el individuo queda dotado de poder evolutivo
indefinido” (37). Por ello, en rigor, no es el conjunto de la especie quien lleva consigo la
inteligencia y la creatividad, sino que son los individuos socialmente determinados y
racionalmente orientados, que han adquirido la condición de personas dentro de relaciones
sociales históricamente específicas, quienes portan la inteligencia singularizada y la
capacidad creativa para actuar en consonancia con ellas. Dialécticamente, son integrantes
de la especie Homo sapiens, de la humanidad, de la sociedad, aunque particularizados,
personalizados; y la especie no crea directamente en procura de resolver sus apremios, sino
a través y en función de ellos para garantizar su propio desarrollo y su continuidad.
Este rasgo fundamental empezó a emerger y a manifestarse de modo primario
cuando, en cierto remoto momento de la hominización, los requerimientos colectivos
incitaron a determinados individuos para intentar la fabricación de instrumentos destinados
a transformar el entorno natural en procura de satisfacer las necesidades comunitarias.
Ahora bien, las relaciones sociales nacientes vinculaban entre sí a los hombres en
formación y, a través de ellas, el rudimentario trabajo los ponía en contacto de nuevo tipo
con el mundo real. En tal proceso, la interdependencia de la mano, el cerebro y el lenguaje
impulsaban crecientes progresos psíquicos y otorgaban cada vez mayor importancia a la
actividad mental. El trabajo implicaba la interacción con objetos concretos que al resultar
modificados exigían, a su vez, nuevas adaptaciones de la actividad física y psíquica para
seguir transformando el ambiente. La básica constatación objetiva de que ciertas acciones
específicas se correspondían con resultados más o menos precisos iba conduciendo
inevitablemente al descubrimiento de una elemental causalidad, lo que reforzaba la
necesidad de impulsar una y otra vez las adaptaciones orgánicas y mentales. De modo que
esas acciones fueron dejando paulatinamente de ser pura y exclusivamente sensorio-
motrices para irse elevando al nivel de procesos intelectuales primarios; y la actividad
laboral se fue orientando hacia la consecución de objetivos planeados con rústica
simplicidad, de fines previamente definidos con alguna claridad. Esto significó el tránsito
de la acción al conocimiento y la transformación consecutiva de la práctica concreta en
praxis, en actitud gnósico-práctica.

En el curso de la hominización, la fabricación de herramientas presupuso individuos


con una estructura corporal cada vez más específica y poseedores de una corteza cerebral
con áreas en creciente especialización, capaces de permitir un ascendente procesamiento de
información táctil, visual y auditiva. Sobre esta base informativa y en correspondencia con
el desarrollo de la imaginación, tal labor exigía además la configuración de una
representación básica del futuro, es decir, de la imagen previa de una serie más o menos
extensa de acontecimientos sucesivos conducentes a la obtención de un determinado
resultado; y requería también de las adecuaciones afectivo-emocionales y sensorio-motrices
necesarias para la acción. En su momento, las informaciones, las representaciones previas y
las adecuaciones constituían datos confirmados por la experiencia práctica que los sujetos
intercambiaban a través de la comunicación, convirtiéndolos gradualmente en símbolos
rudimentarios gracias al progresivo desarrollo de la función abstractivo-generalizadora del
lenguaje. Con la palabra, los individuos no sólo cambiaban su actitud ante las cosas y ante
sí mismos, sino que también modificaban las actitudes y reacciones de aquellos con quienes
compartían ese elemental símbolo abstracto. En calidad de instrumento mental que paso a
paso los iba elevando por encima de la motricidad y la afectividad hacia un plano
elementalmente racional, la palabra transformaba, así, la relación de los sujetos con la
realidad y las relaciones entre ellos mismos.
Ligado inseparablemente a la vida social a través de la actividad práctica, el lenguaje
constituía un nexo colectivo que determinaba la naturaleza y la calidad de los símbolos en
formación, del pensamiento primario que expresaba; y éste representaba, en el cerebro
homínida, el reflejo de la realidad concreta en formas crecientemente sintéticas y abstractas,
marcando en las etapas de su desarrollo y en los grados correspondientes los cambios
cuantitativos y cualitativos que se iban produciendo en el proceso cognoscitivo. De este
modo, merced a la comunicación establecida en el curso de las labores comunitarias, el
tránsito de la acción al conocimiento resultaba cada vez más efectivo y el nivel ascendente
de las simbolias estaba íntimamente vinculado al reflejo de la relación entre el acto
realizado y el efecto conseguido, perfilándose así cada vez más claramente la finalidad a
lograr a través de las acciones del caso. Desde el plano más simple y rudimentario, la
progresiva sistematización y generalización de las finalidades fue constituyéndose en una
suerte de plataforma para el naciente saber y, en correspondencia con éste, la fabricación de
herramientas se fue realizando mediante la compatibilización de la naturaleza del objeto
dado con las acciones y operaciones para transformarlo.

Esta permanente interacción con el ambiente mediante el trabajo multiplicaba el


surgimiento de nuevas y cada vez más complejas circunstancias, las cuales representaban
estímulos para el desarrollo de las funciones mentales. A través de la sensorio-motricidad,
la actividad práctica hacía posible el conocimiento directo de los objetos, la asimilación de
sus cualidades concretas y de sus relaciones inmediatas, el establecimiento de similitudes y
diferencias mediante comparaciones específicas para organizar los hechos en el plano
sensorial. De forma correlativa, el incipiente pensamiento comenzaba a generalizar esas
estructuras cognitivas básicas mediante la elaboración de primarias formas conceptuales, o
sea, transformando tales estructuras en representaciones abstractas con el auxilio de la
palabra. Ésta sintetizaba la relación entre el acto y el pensamiento, posibilitando que con la
utilización de símbolos resultara viable aislar determinadas propiedades de los objetos y
discriminar sus vínculos prescindiendo de la materialidad de los fenómenos; y, al mismo
tiempo, permitiendo que la praxis adquiriera cada vez más un carácter intencional, se
independizara de la fuerte presión de los estímulos naturales y tuviera cauce ancho hacia los
fines preconcebidos. De este modo, condicionando el surgimiento y desarrollo del
pensamiento, transformando el estímulo directo proveniente de la acción en conocimiento,
la palabra fue convirtiéndose en instrumento del pensar y en vehículo imprescindible para
transmitir (entre los sujetos y de una a otra generación) la síntesis de los conocimientos
adquiridos a través de las acciones prácticas y mentales individuales.
Así, el trabajo (praxis intencional, actividad orientada hacia la producción de los
objetos requeridos por la vida colectiva) no sólo fue unificando las necesidades de los
individuos y dando forma definida al grupo productor, sino también presuponiendo el
creciente uso de herramientas. Y en la base de la fabricación de éstas para un determinado
propósito, lo que implicaba el inicio de la edificación de una cultura, se encontraba la
utilización de símbolos. Es decir, las elementales abstracciones y generalizaciones de las
propiedades de los objetos concretos; la representación mental simple de sus posibles
transformaciones; la primaria síntesis racional de ambos aspectos, definiendo el tipo de
operaciones compatibles con el fin preconcebido; la idea primigenia del instrumento
necesario, orientada hacia las acciones experimentales rudimentarias para su elaboración; y
las palabras con las que se informaba sobre los resultados de esas acciones y se transmitían
los procedimientos de confección instrumental.

En este proceso, como componente indisociable, cobraba especial y ascendente


importancia la obtención de gratificación emocional individual y colectiva: el gozo
derivado de los logros progresivos y de la creativa incorporación de un instrumento capaz
de incrementar el poder para actuar sobre la realidad circundante y modificarla. Tal
regocijo, expresión del éxito logrado con acciones específicas, era también convertido en
símbolo a través del rito y la representación; y de hecho constituía una incitación para
perseverar en la actividad creativa (impulsando el desarrollo de la imaginación, la
motivación y la voluntad) y un acicate para el despliegue de la afectividad, remarcándose
así el significado y el valor socio-cultural de las emociones y sentimientos (38).

La vida social y el lenguaje hacían posible que, mediante la transmisión de un sujeto


a otro de las prácticas y habilidades en la fabricación de instrumentos, las creaciones
individuales se incrementaran y de ese modo se diversificaran las técnicas de la comunidad,
que eran conservadas por los adultos y aprendidas por las siguientes generaciones. Con
ello, desde el nivel más simple, los símbolos fueron adquiriendo la función de herramientas
mentales, de rústicas conceptualizaciones proyectadas hacia la realidad para transformarla y
también susceptibles de aprendizaje en el curso de la actividad y la comunicación. Así,
debido a su ascendente capacidad para expresar de modo abstracto y generalizado las
cualidades de las cosas y los fenómenos, lo mismo que el sentido de las acciones dirigidas a
la producción, los hombres en formación fueron consolidando su actividad mental como
nuevo plano de la práctica colectiva. El desarrollo del lenguaje incidió decisivamente sobre
su equipamiento reflejo-condicionado (conjunto adquirido de mecanismos psíquicos
básicos) e impulsó su reestructuración a fondo y su incesante perfeccionamiento, tornando
a los sujetos cada vez más aptos para sintetizar una u otra acción en el símbolo dado, es
decir, dotando definitivamente a los individuos y a la especie de la característica humana
fundamental: el pensamiento. De tal suerte, “La aparición del pensamiento conceptual
domina todas las transformaciones psíquicas correlativas a la hominización” (39).
En el marco de relaciones sociales y laborales en progreso constante, el indetenible
desarrollo del lenguaje y el pensamiento estaba íntimamente ligado al afinamiento y la
continua amplificación de la conciencia. Ello permitía a los individuos reflejar más
apropiadamente los aspectos y características del mundo exterior y de su propia vida,
abstrayéndolos y generalizándolos con cada vez mayor efectividad para ir comprendiendo
paso a paso hechos como la sucesión del día y de la noche y de la vigilia y el sueño; el
cambio de las estaciones y los efectos de los fenómenos naturales en su existencia; las
modificaciones que sus acciones introducían en el ambiente y las repercusiones de las
variaciones climáticas en su vida y actividad (por ejemplo, las épocas de lluvia o de sequía
en cuanto a la posibilidad de abundancia o escasez en la provisión de alimentos); el ciclo de
gestación de las hembras y el nacimiento de nuevos seres; el envejecimiento y la muerte de
los individuos, etc. Incrementaban, pues sus conocimientos sobre la realidad objetiva y, a la
vez, se iban haciendo más capaces para trascender la situación concreta y diseñar planes de
actividad a efectivizar mediante las llamadas “conductas abstractas”, es decir, aquellas que
se elaboran mentalmente para su realización futura (40).

Con creciente claridad, el despliegue de la conciencia y de la inteligencia reflexivo-


verbalizada fueron introduciendo de modo progresivo en la vida social y en la actividad
práctico-cognoscitiva la dimensión temporal, el sentido del tiempo bajo la forma de proceso
histórico (es decir, de la comprensión de la secuencialidad y el encadenamiento de los
sucesos, de la duración de las acciones y el transcurrir de los individuos, del ciclo vital de
animales y plantas, etc.); y, por consiguiente, el entendimiento todavía elemental de la
necesidad de anticiparse a los hechos y prever sus consecuencias. Y en función de este
avance psíquico, la existencia y las labores comunitarias fueron enriqueciéndose con
significativos progresos en el uso y conservación del fuego y en el uso del agua de los ríos
con la muy incipiente utilización de la tierra para hacer cultivos elementales; en el lento
inicio del descubrimiento de la domesticación de animales y plantas; en la progresiva
modificación de las condiciones de resguardo ante los cambios climáticos y en el primario
acopio de provisiones y pieles para afrontar los rigores invernales; en la cada vez mayor
atención brindada al cuidado de las nuevas generaciones, cuya infancia más prolongada que
en la de cualquier otra especie próxima exigía formas ascendentemente mejoradas de la
vida social; etc.

A estas alturas de su devenir, los seres crecientemente hominizados ya estaban en


situación de establecer una separación entre su actividad laboral y el simple consumo, así
como de mediatizar cada vez más el nexo entre ambos, puesto que tanto la realidad exterior
como su propia actividad iban adquiriendo la condición de fines. Las acciones prácticas
eran ya simultáneamente asumidas como proceso objetivo y como realización de la
conciencia. Con respecto al mundo exterior, la actividad concreta se les presentaba como
subjetiva ya que la transformación de los objetos reales llevaba el sello de sus ideas y su
voluntad, mientras que en relación con la conciencia aparecía como proceso objetivo en el
que al percibir las cosas que creaban iban comprendiendo mejor sus propios fines.
Paulatinamente, iba sedimentando en ellos lo que Marx señalaba como una de las
características del trabajador moderno: su real desdoblamiento al contemplarse a sí mismos
en el mundo que iban creando y, también, su desdoblamiento intelectual en su propia
conciencia.
Con el desarrollo continuo del trabajo no sólo resultaba modificado el medio natural
como objeto de la cognición, sino que también se transformaba al sujeto cognoscente.
Cuando los individuos operaban sobre la realidad circundante, constataban y tomaban
conciencia de los cambios que sus acciones introducían en ella, extendían y ahondaban sus
conocimientos y, a la vez, entendían mejor el sentido del tiempo. En el curso de la actividad
práctica, a través de los elementos materiales creados por su labor colectiva, el sujeto iba
descubriendo la estructura y el funcionamiento de su propio cuerpo y dándose cuenta de sus
capacidades físicas; y ejercitando su intelecto en desarrollo advertía poco a poco el cúmulo
de elementos que se articulaban para ir dando forma a su mundo interior particularizado y
exclusivo. Al reflejar de modo crecientemente ordenado las relaciones reales entre las
cosas, cada individuo se percataba también de los vínculos entre él mismo, la realidad y los
demás integrantes de la comunidad, presentándose esta conciencia como cognición y como
vivencia de lo conocido.

A través de la vida social, el trabajo y el intercambio de experiencias, ese individuo


iba contribuyendo en la conformación de la memoria colectiva y ésta influía sobre él
haciéndolo percatarse cada vez mejor no sólo de las características y peculiaridades de sus
congéneres, de sus semejanzas y diferencias, sino también de las modificaciones que el
paso del tiempo iba produciendo en ellos. Y viendo a quienes compartían con él actividad y
existencia comunitarias se veía a sí mismo, se iba haciendo consciente de sus propias
particularidades, de su privativo transcurrir y de sus acciones, de los nexos objetivos con
sus ascendientes en envejecimiento y sus descendientes en desarrollo. En otras palabras, la
percepción de los otros lo impulsaba a desplegar su propia memoria de los hechos y
acontecimientos pasados que se actualizaban en el curso de sus acciones y afloraban en los
sueños, es decir, a empezar a tener conciencia de sí mismo en el seno del colectivo, a iniciar
la configuración de su autoconciencia.

Desde su primaria racionalidad en ascenso, el individuo comenzaba a acceder al


conocimiento de sí mismo únicamente asimilando sus relaciones con otros individuos:
aprehendiendo a los otros, lograba aprehender su propia condición. Al respecto, Marx
apuntaba: “En cierto sentido, al hombre le pasa lo mismo que a la mercancía. Como no
llega al mundo con un espejo, ni filosofando a la manera de Fichte (cuyo Yo no necesita de
nada para afirmarse), en un principio sólo se contempla y se reconoce en otro hombre. De
este modo, el otro le parece, con pelos y señales, la forma fenoménica del género humano”
(41). Es decir, la generación directa, puramente individual, de la autoconciencia (como si el
sujeto se observara en un “espejo espiritual”) constituía una imposibilidad objetiva. En la
medida en que, mediante los nexos y acciones colectivas, aumentaba su poder real sobre los
objetos y procesos del mundo concreto, se autoafirmaba y aprendía a comprenderse a través
del universo de cosas creadas en el proceso de producción social. El avance hacia la
autoconciencia tenía como base las relaciones sociales y la práctica concreta en continua
realización para transformar el medio natural, que conducían inevitablemente a la distinción
clara entre lo objetivo y lo subjetivo.
La autoconciencia emergía, pues, no como ociosa contemplación de sí mismo por
parte del sujeto, sino como necesidad histórica, como medio imprescindible de autocontrol
y auto-regulación de la conducta en el cada vez más complicado sistema de las inter-
relaciones individuales para producir en el marco de la vida y actividad colectivas. El
surgimiento de la autoconciencia habría sido imposible sin las relaciones sociales y el
trabajo, pero sin su aparición es sumamente improbable que la sociedad y el trabajo
propiamente humano hubiesen podido desarrollarse adecuadamente. Con su formación y
continuo despliegue, cada sujeto estaba en condiciones de percatarse cada vez mejor de sus
propias acciones, de sus sentimientos y elaboraciones mentales, de sus rasgos particulares y
de su posición en el cuadro de la producción social; vale decir, de tomar conciencia de su
“Yo” como algo privativo e intransferible dentro de un naciente sistema de relaciones
históricamente constituidas. Estaba, pues, más adecuadamente equipado no sólo para
incorporar a su bagaje cognitivo aquello que los otros individuos tenían de particularizado,
sino también para establecer comparaciones entre su actuación y la de los demás,
reproducir en consonancia con sus propios rasgos las conductas sociales fijadas en la
tradición colectiva, perfilar su propia identidad, incrementar su repertorio de respuestas y
desplegar múltiples procesos de un aprendizaje de nuevo tipo basado en la transmisión de
la experiencia social. Sobre esta base, emergió la necesidad de promover, impulsar y
reforzar el adiestramiento de los descendientes, de las nuevas generaciones; y la educación
fue surgiendo como primaria función ya propiamente humana y como elemental método
psicológico para transmitir una herencia social que asumía creciente predominancia y
empezaba a subordinar y reemplazar a la herencia biológica.

La creciente capacidad de aprender encontró, pues, un feliz complemento en la


disposición para enseñar y ambas se fueron fusionando de modo íntimo para hacer viable la
instalación histórica de la educabilidad como característica propia y específica del ser
humano. Esta peculiar posibilidad de aprender y enseñar como rasgo típico y privativo del
hombre, esta educabilidad, indica Montagu, “le confiere una posición única en el reino
animal. Tal adquisición le permite soslayar la restrictiva gama de respuestas biológicas pre-
determinadas. Lo capacita para actuar en forma más o menos reguladora sobre su medio
ambiente físico, en vez de dejarse gobernar por él. La ductibilidad, la plasticidad humana y,
lo que es aún más importante, la habilidad para aprovechar la experiencia y la educación,
son únicas. Ninguna otra especie puede comparársele por su capacidad para adquirir nuevos
esquemas de comportamiento y descartar los viejos fundándose en su creciente
entrenamiento… En relación con sus respuestas psicológicas al mundo, el hombre ha
conseguido emanciparse casi totalmente de las disposiciones biológicas hereditarias,
perfeccionándolas de forma incomparable mediante la aptitud para aprender lo que le
ofrecen su herencia social y su cultura” (42). Esta capacidad de aprender encuentra notable
diversificación y potenciación merced a otra capacidad complementaria: la plena
disposición para transferir lo aprendido en un determinado ámbito de actividad a otros por
completo distintos, ampliando exponencialmente las posibilidades de la acción humana.

La culminación de la hominización
A estas alturas del proceso antropogénico, el desarrollo de las actividades sociales y
del trabajo había expandido de modo considerable el horizonte vital de colectividades e
individuos, introduciendo mejoras muy significativas en su constitución somato-psíquica,
en sus condiciones de existencia y en sus elaboraciones culturales, de modo que aunque en
forma aún muy primitiva los sujetos ya eran verdaderos hombres (43). Aún no tenían una
vida sedentaria y eran típicos cazadores y recolectores cuyo nomadismo resultaba necesario
porque su ubicación en una u otra zona dependía exclusivamente de contar con suficientes
recursos alimenticios, y cuando éstos escaseaban se imponía la migración. Sin embargo, el
continuo perfeccionamiento en la fabricación de útiles y herramientas había hecho viable el
descubrimiento de los medios para producir el fuego (sobre todo utilizando la fricción),
superando así la antigua limitación a su uso y conservación. Con su dominio y gran
disponibilidad, por una parte, los sujetos mejoraron sus procedimientos de caza y lograron
desalojar a los peligrosos carnívoros de las cuevas, para convertirlas en moradas donde la
vida estaba mejor protegida y era más confortable merced a la posibilidad de abrigo e
iluminación; y, por la otra, el reemplazo de la ingesta de carnes y vegetales crudos por un
régimen de alimentos cocidos significó la modificación de la cadena de masticación,
digestión y asimilación (ya que el cocimiento ablanda las fibras duras de carnes, raíces y
tubérculos, libera los aminoácidos y azúcares, aumenta de algún modo el valor nutritivo de
los productos y reduce el tiempo y la energía de la asimilación), repercutiendo este hecho
en el fortalecimiento corporal y en el probablemente relativo aumento del tiempo de vida.

Además, la hominización ya mostraba a individuos con meditaciones simples sobre


la existencia, expresadas en una actitud de compasión y respeto hacia quienes morían, que
eran enterrados y cuyas tumbas se convertían en repositorios de diversos objetos, armas y
alimentos. La imagen de esos muertos emergía eventualmente en los sueños de cada sujeto
y tales evocaciones oníricas hacían suponer la existencia de una vida de ultratumba que
representaba una prolongación diferenciada de la vida real; así, los ritos funerarios tenían
como probable fondo tanto el pesar por la desaparición física de congéneres como el pavor
por la manifestación de la muerte y la “reaparición” de los extintos. En esta remota época
se encuentran los orígenes del animismo, extendido a animales admirados por su fuerza y
poder (como el oso), a plantas y objetos de la naturaleza, lo mismo que de los rituales
mágicos con respecto a la caza y la fertilidad. También es la época del comienzo de las
representaciones religiosas en forma de culto a determinados animales y a lugares de
significación peculiar; y la del surgimiento de los primeros hechiceros.
Ahora bien, el conjunto de los procesos y fenómenos materiales propios de la vida
social, al igual que el de los cambios somáticos y psíquicos producidos en los individuos,
indicaban objetivamente que la hominización se acercaba con determinada rapidez a su
momento culminante, hecho que tuvo lugar con la emergencia de un nivel superior de
desarrollo, es decir, del homo sapiens fossilis o neantropo. En éste ya la configuración
morfológico-funcional estaba completada, teniendo como expresión una forma esbelta y
rasgos generales finos, extremidades de huesos largos con las mismas proporciones del
hombre actual, bóveda craneana grande y bien moldeada, frente alta y amplia, y cerebro
estructuralmente complejo con funciones altamente desarrolladas. El neantropo ya tenía
una vida sedentaria y una inventiva en expansión continua manifestada en la fabricación de
cada vez más perfectas herramientas, armas y utensilios, en la domesticación de plantas y
animales (perro, oveja, cerdo), en el inicio lento de actividades agrícolas y en elaboraciones
cerámicas. Era un excelente cazador capaz de diseñar ingeniosas trampas, pescaba con
anzuelos y conservaba las carnes secándolas y ahumándolas. Y su actividad espiritual se
había desarrollado y complejizado notablemente. El desarrollo de todas estas características
fue creando las condiciones para un “salto” dialéctico traducido en la aparición del homo
sapiens sapiens, del ser humano con todos los rasgos típicos del hombre contemporáneo y
que inauguró la comunidad gentilicia como nueva forma de vida social con características
diferenciales en relación con la del neantropo. Quedó así abierto definitivamente el camino
para la posterior superación de la barbarie a través de la organización natural del trabajo y
el despliegue de la producción, las cuales evolucionarían hacia la aparición de la propiedad
privada, la división de la sociedad en clases y la emergencia de la civilización que sigue su
desarrollo hasta nuestros días.

Resumen del proceso filogénico humano

En la actualidad, está fuera de discusión que la esencia del ser humano, es decir,
aquello que lo caracteriza y lo diferencia de todos los demás seres vivientes, radica en su
naturaleza social, constituida por la unidad dialéctica de lo socio-cultural y lo biológico
con un psiquismo de tipo superior y cualitativamente nuevo como su resultante. Así lo han
confirmado y establecido definitivamente los logros científicos de la antropología, la
sociología, la psicología, la paleontología, la biología, la embriología, la neuroanatomía, la
neurofisiología, la neuropsicología, la anatomía comparada, la medicina y otras diversas
disciplinas. Esa esencia social no apareció de modo súbito, sino que se fue configurando
históricamente en el curso milenario del proceso de hominización o antropogénesis, en el
avance evolutivo desde el animal hacia el ser humano, abarcando un extenso recorrido
marcado por etapas sucesivas y variados estadios. En lo fundamental, dicho proceso se
puede esquematizar señalando los grandes períodos o épocas de: a) Preparación biológica
del hombre; b) Tránsito hacia el hombre como primitivo ser social; y c) Surgimiento del
hombre contemporáneo.
Etapa de preparación biológica del hombre
Hace 12 millones de años, a fines del período Terciario, se inició esta etapa extendida
hasta los comienzos del Cuaternario (hace más o menos 1 millón de años). A este largo
tramo, regido exclusivamente por leyes biológicas, corresponden los fósiles más antiguos
considerados como homínidos, con el Australopitheco (emergente hace algo más de 2
millones de años) como su representante y expresión más acabada. Este ser, morador en
vastas zonas de África, Asia y Europa, ya mostraba posición vertical y bipedestación,
cráneo de dimensiones similares a las del chimpancé, agujero occipital casi tan horizontal
como el del hombre actual, mandíbula saliente que daba a la cara la forma un poco oblonga
de hocico, dentadura de omnívoro y cerebro de 450-550 c.c. (casi como el del gorila). Y
evidenciaba dos rasgos peculiares como importante herencia de los hominóideos, sus
antepasados arborícolas: tendencia y habilidad para la manipulación de objetos, y desarrollo
significativo de las relaciones gregarias.
Las propiedades específicas del cerebro y el córtex del Australopitheco favorecieron
una manipulación en la que la buena coordinación motriz y el notable desarrollo del tacto y
la vista permitían la relación con un objeto dado sin la existencia obligatoria de un nexo con
la alimentación, representando a la vez un ejercicio motor y el análisis práctico del objeto,
la distinción de sus detalles y la elaboración de una síntesis primaria de los mismos. Esto
constituyó de hecho una primera fase en el rumbo hacia la utilización rudimentaria de
elementos puramente naturales, sin ninguna elaboración, en calidad de instrumentos; y
abrió el camino para una segunda fase signada por una actividad de orientación y búsqueda
enfocada no tanto en los objetos aislados, sino en sus vínculos espaciales. Así, con sus
primitivas acciones el Australopitheco empezó a modificar gradualmente las relaciones
entre las cosas y a “crear” otras nuevas, diversificando y ampliando las funciones de la
mano y haciendo alcanzar a su disposición manipulatoria un nivel cada vez más elevado
gracias al desarrollo de variadas estructuras del tronco encefálico ligadas a la actividad
cortical (asiento de nexos entre las percepciones táctiles, visuales y kinestésicas).
Por su parte, la vida gregaria propició y facilitó diversos nexos entre los individuos y
la realización de elementales actividades cooperativas (defensa, recolección de frutos, caza,
etc.) en procura de la sobrevivencia. A la vez, fue instaurando relaciones poco a poco más
complejas entre los conformantes del grupo biológico, influenciando el desarrollo de la
actividad nerviosa superior, haciendo surgir reflejos condicionados a partir de la imitación
de unos sujetos por otros, introduciendo cada vez más modificaciones en la conducta grupal
e individual, y creando las premisas para el despliegue de la comunicación a través del
enriquecimiento de la mímica, el afinamiento del oído, los cambios estructurales de la
laringe y el desarrollo del campo cortical 41 (que hace viable la gran variedad de emisiones
fónicas) en la circunvolución temporal superior. Con todo esto, fue ocurriendo el paulatino
perfeccionamiento de la bipedestación y el equilibrio que, a su vez, impulsó cambios en la
estructura corporal del Australopitheco para llevarlo al creciente uso de piedras y palos
como instrumentos primarios de defensa y ataque, y a la búsqueda de piedras de aristas
afiladas para desenterrar raíces, tubérculos o bulbos y desollar, trinchar y deshuesar los
animales cazados. La interdependencia de los integrantes del grupo y la cohesión de sus
acciones se fue afianzando a través de la primitiva actividad conjunta que dio más variedad
y complejidad a los nexos entre los sujetos, incrementó su comunicación y los estimuló
para brindar atención y cuidado a sus descendientes garantizando su sobrevivencia.
En la lucha por la existencia, el factor subyacente a todos estos cambios fue la
gradual transformación de los rasgos útiles en cualidades necesarias. En esa orientación, las
cada vez más diferenciadas actividades colectivas, la ascendente precisión en el manejo de
instrumentos naturales simples y el mejoramiento continuo de una comunicación aún de
tipo animalesco, se fueron ensamblando paulatinamente con el creciente perfeccionamiento
corporal y el incremento progresivo de la diversificación en el uso de la mano. De modo
correlativo, fue aumentando la masa del cerebro y el desarrollo de las regiones cerebrales
más importantes para el despliegue de la actividad nerviosa superior. Durante los varios
millones de años que median entre los probables primeros homínidos y el Australopitheco
como primer pre-hombre, el tamaño del cerebro se duplicó en una proporción similar al
aumento del volumen del cuerpo, con el consiguiente incremento neuronal. Este hecho tuvo
una enorme significación: “El aumento del número de neuronas implica que el número de
conexiones asociativas entre ellas se acrecentará en proyección geométrica. Se producirá
así un gran incremento de las habilidades y capacidades funcionales. Hacemos hincapié en
las capacidades y habilidades funciónales, y es necesario subrayar este hecho, pues el
tamaño del cerebro se relaciona más estrechamente con estos rasgos” (44).
Dentro de este curso, el conjunto de progresos objetivos en la estructura corporal y en
la rústica vida y actividad colectiva del Australopitheco significó una acumulación de
cambios cuantitativos que condujo dialécticamente a un “salto” cualitativo en el proceso
antropogénico. Tal “salto” tuvo lugar con la primera elaboración de instrumentos y los
brotes de leyes sociales. Como apunta Roguinski, “El paso a la fabricación de herramientas
señaló el límite entre el estadio del australopiteco y el estadio del más antiguo hombre: el
pitecántropo” (45).
Etapa de tránsito hacia el hombre como primitivo ser social
Dentro del período Terciario, la etapa evolutiva en la que apareció y se desarrolló el
Australopitheco como primer ser pre-humano fue también la de la lenta creación de las
premisas necesarias para que a principios del Cuaternario (en el Pleistoceno inferior y
medio) emergiera el primer antecesor del verdadero hombre: el Pitecántropo, el Homo
erectus llamado también Homo habilis, el tipo humano más primitivo cuya evolución
conduciría hacia el Homo sapiens. En el Australopitheco, la gradual diversificación en el
uso de la mano y los incipientes nexos colectivos (con sus rudimentarios medios de
comunicación) habían logrado una determinada unión, pero su ligazón no podía alcanzar un
nivel vigoroso y de ascendente consolidación por la carencia de elementos susceptibles de
soldarlos internamente. Sin embargo, el “salto” hacia la fabricación de herramientas y a una
vida grupal que comenzó lentamente a regirse por las nuevas leyes sociales determinó que
el Pitecántropo las fuera vinculando de modo inseparable y permanente, integrándolas en
una inédita síntesis capaz de impulsar grandes modificaciones en su propia estructura
corporal, hacer viable el surgimiento de un psiquismo cualitativamente nuevo y, con ello,
marcar una diferencia fundamental en el comportamiento de la colectividad y de los
individuos. En el curso de la configuración de tal síntesis, el contenido de ambos elementos
fue experimentando transformaciones cualitativas: la manipulación de los objetos se
desplegó para irse convirtiendo en dinámico embrión de la actividad de trabajo y la horda
primitiva avanzó hacia su constitución en fase inicial de la estructuración de la sociedad.
En el desarrollo de esta etapa de tránsito, apunta Leóntiev, se produjo la coexistencia
e interacción de leyes biológicas y leyes sociales: “la evolución del hombre continuó
sometida a las leyes biológicas, es decir, se manifestó, como antes, en modificaciones
anatómicas transmitidas de generación en generación bajo la acción de la herencia. Pero al
mismo tiempo fueron apareciendo elementos nuevos en el desarrollo. Se trató de cambios
en la estructura anatómica que concernían al cerebro, los órganos de los sentidos, las manos
y los órganos del lenguaje. Estos cambios se produjeron, pues, bajo la creciente influencia
del trabajo y de los intercambios verbales que él genera. En resumen, el desarrollo
biológico del hombre se cumplió bajo la influencia del desenvolvimiento de la producción.
Pero la producción fue, desde su comienzo, un proceso social que se desarrolló según sus
propias leyes objetivas de carácter socio-histórico. Por eso, la biología se ‘inscribió’ en la
estructura anatómica del hombre cuando comenzó la historia de la sociedad humana”. “Así,
convertido en sujeto del proceso social del trabajo, el hombre evolucionó bajo la influencia
de dos tipos de leyes: en primer lugar, de leyes biológicas, en virtud de las cuales se operó
la adaptación de sus órganos a las condiciones y exigencias de la producción; y en
segundo lugar, por intermedio de esas leyes iniciales, de leyes socio-históricas que rigieron
el desarrollo de la producción y los fenómenos que ella genera” (46).
En correspondencia con estas nuevas condiciones, el Pitecántropo apareció hace unos
600 mil años y su existencia se desplegó hasta el surgimiento paulatino de nuestra propia
especie, es decir, del Homo sapiens, hace más o menos 200 mil años. Originado en África,
el Pitecántropo vivió en estado de salvajismo y se desplazó muy ampliamente hacia el
sudeste asiático, China y Europa, teniendo como característica primordial no ya tomar
elementos directamente del medio para usarlos como instrumentos, sino la fabricación de
herramientas, la modificación deliberada de los objetos naturales para convertirlos en
utensilios en función de formas embrionarias de trabajo y de vida social. Este primer tipo
de ser humano ya poseía una postura completamente erguida, con tronco y extremidades de
estructura similar a las del hombre actual, cráneo alargado de huesos macizos, frente
aplanada e inclinada, arcos superciliares salientes que formaban una suerte de visera sobre
los ojos, cara con claro prognatismo, mandíbula poderosa sin mentón, dentadura grande y
un cerebro de 800-1100 c.c. (el doble de volumen que el del Australopitheco). Era un hábil
cazador que elaboró eficaces herramientas de tipo bifaz con pedernal y hueso; vivió en
cuevas y campamentos al aire libre integrando grupos familiares dedicados a la recolección
y la caza; abandonó las calurosas tierras africanas para establecerse en climas templados;
utilizó el fuego para reblandecer los alimentos (disminuyendo así el gasto energético de la
masticación, con su paulatina repercusión en la forma general del cráneo y la reducción de
la mandíbula y de los músculos masticatorios) y protegerse de los rigores invernales;
construyó hace 300 mil años las primeras “viviendas” con pieles, maderas y cañas; y
realizó primigenios rituales mágicos en relación con la caza y la fertilidad. Del Pitecántropo
como tipo humano más primitivo, se conocen antiguos sub-tipos en distintos lugares del
planeta: el hombre de Rodhesia, en África; el Sinantropus pekinensis, en China; el hombre
de Solo, en Java; el hombre de Swanscombe, en Inglaterra; y el hombre de Neanderthal, en
Europa y Asia.
Ahora bien, con el uso de instrumentos naturales sin elaboración en el seno del grupo
biológico, el Australopitheco había logrado un determinado nivel de adaptación pasiva y
precaria a las condiciones del ambiente. En cambio, fabricando herramientas, impulsando
la actividad de trabajo y dinamizando cada vez más su vida social y su comunicación, el
Pitecántropo no sólo empezó a modificar la realidad circundante y a garantizar su propia
existencia, sino también a transformar profunda y crecientemente su estructura corporal y
su psiquismo. En efecto, bajo la influencia de los nuevos factores objetivos se fueron
desarrollando la mano, el cerebro y su córtex y los órganos de los sentidos: aumentó el
volumen cerebral y se extendió la superficie de los lóbulos frontales, temporales, parietales
y occipitales, perfeccionándose su especialización funcional y su interacción en la
recepción, procesamiento y conservación de la información sobre el mundo exterior. Y
comenzó a definirse muy lentamente la formación de la última adquisición filogenética
como atributo exclusivo del nuevo ser: las zonas pre-frontales (asiento del pensamiento
abstracto y de su regulación), que hacen viable en el hombre actual la capacidad de
proyectar las acciones presentes hacia una dimensión de futuro permitiendo el planteo de
intenciones y propósitos, la planificación, organización y control de la actividad, la elección
de los medios más idóneos para realizarla, la confrontación de los resultados de las
acciones con las intenciones iniciales, la evaluación racional de actos que aún no se han
llevado a cabo y la previsión de sus posibles consecuencias, la simbolización, la
imaginación, etc.
Así, los progresos en el desarrollo del cerebro en función de las exigencias del
trabajo, la vida comunitaria y la comunicación, implicaron tanto una reestructuración a
fondo de las funciones corporales cuanto una transformación profunda de la actividad
psíquica y el surgimiento de la conciencia como nivel superior (“objetivado”, es decir,
determinado por las relaciones con el mundo de los objetos) que descubre en las cosas su
significación permanente con independencia de los cambios en la situación en que se
presentan y que va más allá del dato inmediato. En la base de todas estas modificaciones
fundamentales, la necesidad social de fabricar intencionalmente herramientas estaba
íntimamente vinculada con el desarrollo del lenguaje que permitía designar a las cosas y a
las acciones sobre ellas, junto con la creciente formación de ideas primarias y la cada vez
más precisa compresión del carácter de los instrumentos y de los procedimientos para su
elaboración. Con el Homo erectus o habilis surgió, pues, la nueva realidad del trabajo, la
vida social y la comunicación, dentro de la que se fue desplegando la armónica articulación
del cerebro/órganos de los sentidos, la mano y los órganos de la fonación.
Durante los aproximadamente 500 mil años que abarcó el avance evolutivo del Homo
erectus hacia el Homo sapiens, las dimensiones corporales se mantuvieron relativamente
invariables, pero el volumen del cerebro volvió a duplicarse y determinadas regiones
crecieron y se desarrollaron mucho más que otras. Las modificaciones estructurales del
cerebro y los órganos de los sentidos se correlacionaron con ciertos cambios en la
contextura de las manos que hicieron más fina su funcionalidad y con el perfeccionamiento
de los órganos de la fonación, constituyéndose en cualidades morfológicas básicas para la
realización de tipos diversos de actividad inexistentes en el ámbito zoológico. Con ello,
quedó marcada la esencial diferenciación cualitativa del hombre emergente con respecto al
mundo animal del que procedía y del cual se iba distanciando de modo creciente.
El conjunto de cambios objetivos repercutió en el propio proceso antropogénico,
expresándose en mutaciones genéticas que lentificaron el curso del desarrollo embriológico
y fueron conduciendo hacia la neotenia; es decir, hacia la retención, durante el desarrollo,
de caracteres fetales o juveniles en el adulto (47). Este proceso da lugar a la conservación
de la plasticidad fetal o juvenil de las formas ancestrales en las etapas posteriores del
desarrollo postnatal, permitiendo a los individuos de una especie dada mantener los
caracteres embrionarios o juveniles después de haber alcanzado el estado adulto. En la
especie humana en formación, la neotenia se fue manifestando ante todo en la sustancial
dilatación del ciclo biológico en su conjunto (incluida una infancia/puericia más larga y,
por tanto, un estado de desvalimiento más prolongado que el de cualquier otro mamífero,
pero que favorece la creación de bases para la multiplicidad de los aprendizajes) y en la
progresiva configuración de los caracteres neoténicos propios del hombre: redondez de la
cabeza, delgadez de los huesos craneanos y cierre tardío de sus suturas, chatura de la cara,
retención de la flexión craneana, cuello largo, cerebro de gran volumen (en relación con las
necesidades de aprendizaje y desarrollo cultural), esqueleto de huesos finos y delicados,
dientes pequeños de surgimiento tardío, uñas delgadas, relativa ausencia de pelo corporal,
prolongado período de crecimiento y dependencia, etc. El rasgo esencial de la evolución
humana por neotenia, precisa A. Montagu, ha sido el desarrollo de caracteres nuevos
mediante la retención de caracteres embrionarios, fetales e infantiles.
Dicho esto, cabe precisar que en el proceso evolutivo los cambios genéticos no son
capaces de garantizar por sí mismos la supervivencia, sino que ésta es el resultado de una
fuerte presión adaptativa que estimula la reproducción de los individuos en tanto favorece
la relación de la especie dada con el entorno en el que despliega su existencia. En el caso
humano, el trabajo y la vida social, como nuevas cualidades que el Homo erectus introdujo
en su relación con el ambiente natural, interaccionaron con las leyes biológicas para dar
cuenta tanto de las transformaciones del conjunto corporal cuanto del desarrollo del cerebro
y el surgimiento de la conciencia. En tales cambios influyó el crecimiento poblacional, el
aumento de la productividad y las necesidades, y la propia división natural del trabajo. Con
todo esto, la aparición y el paulatino desarrollo del primer hombre alteraron el sentido de la
evolución y elevaron el progreso a un nuevo nivel, teniendo como expresión significativa el
desarrollo cerebral. Lewis y Towers señalan que “Hace 500 mil años, el cerebro adquirió
doble tamaño y el verdadero hombre, Homo erectus, encendía ya hogueras, labraba
pedernales y llevaba una vida cavernícola en las inmediaciones de Pekín (también en Java y
posiblemente otros lugares). El desarrollo del cerebro habría de recorrer todavía un largo
proceso, desde los 1100 c.c. del Homo erectus hasta los 1500 c.c. del hombre moderno,
Homo sapiens, pero ya se había dado el salto más importante al dejar atrás los 500 c.c. del
Australopithecus (y del gorila)”. “Es preciso discernir las sucesivas etapas en la evolución
del cerebro y sus funciones. Ante todo, encontramos una serie de escalones que constituyen
la base de simples reacciones estructurales y, más tarde, de una considerable capacidad para
la modificación experimental. Lo determina, sin excepción, la genética y el mecanismo de
la respuesta (las ‘instrucciones’) se transmite por herencia. Pero con el hombre alcanzamos
una nueva etapa: la transmisión no genética mediante el cerebro que nos permite enseñar y
aprender. He aquí una nueva forma de herencia que no tiene por base los cromosomas, sino
la información memorizada y transmitida por la tradición. Es el carácter que define a los
seres humanos y que funciona desde hace 300 mil años aproximadamente” (48).
Entre los sub-tipos del primer hombre, el mejor conocido es el hombre de
Neanderthal o paleoantropo (que constituye un escalón evolutivo previo al del Homo
sapiens fossilis y al del hombre moderno u Homo sapiens recens). Tal ser existió en el
Paleolítico inferior/medio hace unos 200 mil años y desapareció hace aproximadamente 35
mil años, habitando en Europa, Asia Menor y Central, Rusia, Palestina, Turquía, Java y
algunas regiones africanas. Físicamente corpulento y de mayor estatura que la de otros sub-
tipos, poseía un tórax voluminoso, músculos fuertes, cráneo grande y alargado (diferente al
del hombre actual), arcos superciliares marcados y salientes, prognatismo evidente, arcos
cigomáticos muy pronunciados, mandíbulas y dientes grandes, y poderosos músculos del
cuello y masticatorios. Su cerebro, algo más voluminoso que el del hombre moderno, ya
mostraba asimetría funcional (con una mano derecha más desarrollada que la izquierda por
el ejercicio y el hábito), pero el desarrollo de la región frontal era aún insuficiente y ello
frenaba el despliegue del lenguaje, limitado además por la posición un poco distinta de su
laringe. No obstante, como compensación a un lenguaje todavía muy rudimentario, este
hombre había logrado un gran desarrollo de sus órganos sensoriales visuales, auditivos y
olfatorios (y de las respectivas áreas corticales) y estaba en capacidad de manejarse con
formas primitivas de pensamiento, necesarias para resolver de modo efectivo los problemas
de su existencia, fabricar y perfeccionar sus herramientas, y hacer avanzar su vida socio-
cultural.
Bien adaptados a climas extremos, los neanderthales eran cazadores expertos e
ingeniosos que usaron el fuego de modo habitual y desplegaron una industria lítica de gran
diversidad: hachas de mano, punzones, raspadores, puntas de cuchillo, etc. Conformaban
pequeños grupos que vivían en cuevas, pero su modo de vida exigía gran movilidad y los
empujaba a trasladarse de un lugar a otro en busca de mejores condiciones para asegurar su
alimentación. Aunque eran seres curtidos y resistentes, su dura lucha por la sobrevivencia
dentro de un inclemente hábitat natural, en el que abundaban amenazantes grandes fieras y
donde los accidentes mortales eran frecuentes, fijaba la relativamente corta duración de su
vida, aquejada además por parasitosis y diversas enfermedades. (Es muy probable que esto
repercutiera en su afectividad, llevándolo a dar muestras de compasión y respeto hacia los
muertos a través del entierro de los fallecidos y la realización de ritos funerarios similares a
cultos cigenéticos de carácter mágico). Usaban toscas vestiduras de pieles de animales y se
alimentaban con carne de oso, cabra y peces, y de frutos, bayas, yemas, bulbos y rizomas
de diversas plantas. Al parecer, formando parte de una vasta cadena de sucesos evolutivos
que remarcaron la marcha hacia el homo sapiens, la fuerte inclusión de carnes en la dieta
jugó un importante papel en el impulso al avance de la vida y actividades comunitarias, lo
mismo que al desarrollo a lo largo de milenios de la región frontal y del conjunto del
cerebro, aunque sin lograr el acceso a los niveles funcionales superiores y propios de
posteriores escalones antropogénicos.
En efecto, la eficacia y eficiencia en la caza de animales para la consecución de
carnes exigía acciones grupales cada vez más perfeccionadas dentro de una vida social en
continuo despliegue y el uso aunque fuese limitado del lenguaje; y también el diseño de
planes colectivos, la coordinación y regulación de las actividades, y el cálculo y las
decisiones con respecto a las acciones en función de las condiciones concretas, las
posibilidades reales y los medios disponibles. Así, conformando una dimensión social que
representaba la condición ineludible para la supervivencia biológica, el trabajo (como
nueva relación con la naturaleza), la comunicación y la cooperación ejercieron una presión
selectiva orientada hacia el logro de los cambios más favorables para la adaptación grupal e
individual que impulsó la reproducción de los sujetos y la especie. El rol jugado por el
factor nutricional no fue, pues, de segundo orden, ni mucho menos irrelevante, en lo que
concierne tanto al mejoramiento de la configuración física del hombre en evolución cuanto
al estímulo para el desarrollo de su vida social y su psiquismo.
Y tal como había ocurrido en la existencia aún animalesca del Australopithecus, los
diversos cambios cuantitativos acumulados en la vida y actividad en estado de salvajismo
del hombre de Neanderthal crearon las condiciones concretas para la producción de un
nuevo “salto” dialéctico en la antropogénesis. Este “salto” cualitativo representó un viraje
fundamental en el proceso evolutivo humano al implicar a la vez la emergencia del homo
sapiens fossilis (con su avance hacia el estado de barbarie) y la sustancial modificación del
rol que venían cumpliendo respectivamente las leyes biológicas y las leyes sociales.
Etapa de surgimiento del hombre contemporáneo
En el Paleolítico superior, hace más o menos 50 mil años, emergió de modo definido
un nuevo tipo de hombre dotado de inéditas cualidades como ser social: el hombre de
Cromagnon, Homo sapiens fossilis o neantropo, cuya existencia se extendió hasta hace
unos 20 mil años para luego dar paso, ya en el Neolítico, al Homo sapiens recens o sapiens-
sapiens. Su aparición está relacionada con la rápida extinción del Neanderthal (del que no
era descendiente directo) y, como nivel superior del desarrollo, con él la evolución humana
se emancipó categóricamente de las modificaciones biológicas y quedó sometida en forma
exclusiva a las leyes de la sociedad y la historia; es decir, dejó de depender de los
necesariamente lentos cambios en la estructura corporal que se transmitían por herencia. El
hombre definitivamente formado ya estaba en posesión de todos los atributos biológicos
necesarios para darle un carácter veloz e ilimitado a su desarrollo social e histórico; en
otros términos, para estar en condiciones de edificar una sociedad de creciente complejidad,
ya no requería experimentar decisivas variaciones biológicas. Como anotan Roguinski y
Levin, “En un lado de la frontera, se ubica el hombre en formación con su actividad de
trabajo íntimamente relacionada a la evolución morfológica; en el otro lado de la frontera,
se halla el hombre contemporáneo ‘completamente formado’ cuya actividad de trabajo se
efectúa con independencia de la evolución morfológica” (49).
Obviamente, este hecho no significó la total desaparición o el cese de la acción de las
leyes que rigen la variación y la herencia biológicas, ni tampoco que el hombre ya
conformado dejara de experimentar ciertos cambios en su naturaleza física. Es imposible
que el ser humano pueda colocarse por completo al margen de las leyes biológicas, pero las
modificaciones dependientes de ellas y transmisibles por vía genética ya no determinan el
desarrollo social e histórico de los individuos y de la especie, sino que ese desarrollo
depende de otro tipo de fuerzas que subordinan a las leyes biológicas y lo impulsan de un
modo ausente en el ámbito animal. En la nueva situación, señala el biólogo A. Vandel, “la
condición humana reposa sobre la débil e inestable base del medio social y la educación;
pero al liberarse del despotismo de la herencia, la humanidad ha podido transformarse y
crecer con una rapidez desconocida en el mundo zoológico”, puesto que “procesos de
orden intelectual han sustituido a funciones de adquisición y transmisión de tipo orgánico,
tales como la herencia y el instinto” (50). Con toda claridad, Stephen Jay Gould asevera
que la evolución biológica continúa en nuestra especie; pero su ritmo, comparado con el de
la evolución cultural, es tan desmesuradamente lento que su influencia sobre la historia del
Homo sapiens ha sido muy pequeña. Con igual énfasis, Leóntiev precisa que “durante las
cuatro o cinco decenas de milenios que nos separan de la aparición de los primeros
representantes de la especie homo sapiens, la vida de los hombres ha experimentado
modificaciones sin precedente a un ritmo cada vez más acelerado. Pero las particularidades
biológicas de la especie no se han modificado o, con más exactitud, las modificaciones no
han traspuesto los límites de las variaciones reducidas, sin mayor importancia en las
condiciones de la vida social” (51).
De hecho, en los representantes de anteriores niveles evolutivos el enérgico progreso
somático-funcional mostraba disparidad con respecto a la lentitud del desarrollo social y de
las técnicas de fabricación de herramientas. En cambio, los caracteres específicos de la
estructura corporal del hombre de Cromagnon ya poseían gran estabilidad, contrastando
con el considerable desarrollo en el plano socio-cultural. El nuevo hombre había alcanzado
un nivel y grado de organización corporal capaz de permitirle el despliegue colectivo y en
continuo ascenso de la actividad productiva y el perfeccionamiento de sus instrumentos: la
adquisición esencial de nuevos y específicos caracteres hereditarios le era ahora innecesaria
porque había definitivamente superado la selección natural como factor de formación de la
especie y existía ya en correspondencia con el carácter dominante de las leyes sociales. En
el curso del proceso de evolución biológica, se había ido forjando un ser dotado de
cualidades específicas que, en un momento dado, influyeron para lentificar en enorme
medida la ulterior evolución natural de la especie humana, dando lugar a una suerte de
“auto-restricción” del proceso biológico que había implicado rotundas transformaciones
físicas y significado un gran avance evolutivo hacia la emergencia del homo sapiens. Pero
con el surgimiento de éste, el proceso biológico fue desplazado a un plano secundario,
cedió el paso a la dominancia integral y definitiva de la historia social del hombre y quedó
subordinado a ella. Las particularidades biológicas del nuevo tipo de hombre siguieron
cumpliendo un determinado papel concreto en el desarrollo humano, pero sin llegar a tener
la importancia decisiva del pensamiento y el lenguaje. En adelante, la formación de nuevas
capacidades y el desarrollo de habilidades y destrezas en los individuos, el mejoramiento de
las herramientas y las armas para la caza, la confección de útiles variados, etc., ocurrirían
en su totalidad bajo el signo de las leyes sociales y en el marco definido del progreso hacia
formas de organización social más estables y en continuo desarrollo, de la transmisión
social de la herencia cultural y de modalidades cada vez más racionales, específicas y
afinadas de ordenamiento y coordinación de las actividades colectivas e individuales.
El hombre de Cromagnon, homo sapiens fossilis, era un ser robusto y esbelto, con
osamenta ligera, rasgos generales finos, piernas largas y caderas estrechas; cráneo grande,
redondeado y bien moldeado; frente recta, amplia, vertical y sin inclinación hacia atrás;
ausencia de arcos superciliares prominentes, mentón bien desarrollado y sin prognatismo.
Su capacidad craneal era de 1400 c.c. y en su cerebro se había producido un notable
desarrollo de la zona pre-frontal, de los lóbulo temporal y parietal, y de las regiones más
importantes para el despliegue del lenguaje y el pensamiento, evidenciando un nivel
superior de desarrollo de la inhibición cortical necesaria para la regulación y control de las
acciones en el marco de la vida social. Poseedores de estos atributos, el cerebro y el córtex
del neantropo ya estaban en condiciones de configurar los “órganos funcionales” que
operan del mismo modo que los órganos morfológicamente permanentes, habituales, pero
que a diferencia de éstos son neo-formaciones ontogénicas, generadas en el curso del
desarrollo individual para constituirse en el substrato material de las capacidades y
funciones específicas que se van plasmando a medida que el sujeto asimila el mundo de los
objetos y fenómenos creados por el propio hombre, es decir, las obras de la cultura. En
otros términos, ya los individuos “construyen en ellos mismos, con la actividad psíquica,
órganos reguladores (capaces a su vez de auto-regularse) cuya función convierte al ser en
autónomo para la acción y traslada a su propia actividad, con independencia del medio
ambiente, la función de asegurar la sobrevivencia” (52).
En tanto las prácticas del hombre de Neanderthal presentaban marcadas limitaciones,
expresadas en la realización dominante de operaciones analítico-destructivas (rupturas,
fraccionamientos, desmenuzamientos, etc.) y en la gran dificultad concreta de elaborar
objetos sintéticos y duraderos; las prácticas del hombre de Cromagnon evidenciaban su ya
inseparable nexo con el lenguaje, el pensamiento y un sistema aún rudimentario de
símbolos, y su orientación hacia la abundante producción de algunas herramientas para
fabricar herramientas. En sus operaciones para crear objetos de compleja construcción, ya
existía una clara representación del todo y las partes (de la síntesis y el análisis), un eficaz
ejercicio de la memoria y una proyección más clara hacia el futuro al realizar acciones
seriadas presentes y ligarlas con otras a realizar posteriormente (a través de primarias
abstracciones y generalizaciones). De allí que fuera logrando niveles cada vez más altos de
desarrollo productivo, social y cultural. Con formas de vida comparables a las de los
cazadores-recolectores que aún hoy existen en ciertos lugares del planeta, elaboró
numerosas, variadas y muy perfeccionadas herramientas de piedra, hueso y marfil; utilizó
lanzas y dardos con agudas puntas de piedra o hueso, bolas pétreas, cuchillos con mango y
agujas óseas para coser pieles de animales y hacer toscas vestiduras. Además de excelente y
experto cazador capaz de inventar ingeniosas y sutiles trampas, fue un eficiente pescador
que empleaba anzuelos, arpones y tal vez redes y botes. Construyó chozas en la superficie
del territorio en que moraba, se alimentaba con carnes y vegetales, y aprendió a conservar
las carnes soleándolas, secándolas al fuego y ahumándolas. Dentro de su vida social, realizó
diversas ceremonias y rituales relacionados esencialmente con la fecundidad y expresados
en las pequeñas esculturas pétreas llamadas venus; creó las primeras obras de arte en forma
de admirables pinturas rupestres en cuevas y abrigos rocosos (como en Altamira, Lascaux,
etc.); hizo grabados en hueso y estatuillas de marfil; inventó silbatos y flautas, y empleó
objetos de uso común como ornamentos o decoraciones.
En su modo de vida y en sus logros culturales materiales y espirituales, el hombre de
Cromagnon daba testimonio de haber superado el estado de salvajismo del hombre de
Neanderthal e ingresado de modo claro al estado de barbarie basado en una nueva división
natural del trabajo. En tal superación, un paso de suma trascendencia fue el descubrimiento
(hecho con alta probabilidad por las mujeres mientras los varones estaban dedicados a la
caza) de que la siembra deliberada de semillas de ciertas plantas silvestres, precursoras del
trigo y la cebada, podía convertirse en una fuente de alimentos. Ello implicaba haber
llegado a conocer cuáles plantas eran las adecuadas para ser sembradas en suelo propicio, el
acopio de semillas, la preparación del terreno y, también, el invento de los útiles especiales
para la labranza y de los métodos apropiados de cultivo. Con todo esto, se inició la activa
producción de alimentos y el consecuente y potencial aumento de los víveres para nutrir a
una población en incremento. A ello se le agregó el descubrimiento de la importancia de la
domesticación y crianza de animales comestibles (ovejas, cabras, vacas, cerdos) cuyas
pieles podían tener diversos usos, entre ellos la confección de vestimentas. Además, en el
curso de su actividad el neantropo fue creando nuevas sustancias que no existían en la
naturaleza: por ejemplo, calentando arcilla desmenuzable y plástica provocaba un cambio
químico en ella, le daba cualidades sensibles muy distintas que ya no eran disociables por el
agua, la volvía apta para el moldeo a voluntad y la fabricación de objetos diversos, y abría
así el paso a la alfarería.
Al finalizar el Paleolítico superior, se fue produciendo un retroceso de los hielos y el
mejoramiento del clima, ocurriendo una notable expansión demográfica traducida en la
amplia diseminación del Cromagnon que, habiendo ya introducido transformaciones
esenciales en su modo de vida y en su organización social, empezó a colonizar de hecho
todo el planeta. Ello marcaba el término de la Edad de la Piedra y la creación de las
condiciones para el paso al Neolítico a través de la lenta conversión de los grupos de
cazadores-recolectores en comunidades dedicadas a la agricultura y la crianza de animales
y asentadas en un tipo de existencia sedentaria, propia ya de la comunidad gentilicia.
Gordon Childe ha señalado que la revolución neolítica, mediante la cual las culturas
bárbaras iniciaron el camino que habría de conducir hacia la civilización, tuvo en su base el
cultivo de cereales y la cría de animales, lo que significó un modo de subsistencia mejor y
más seguro que el de la caza y la recolección de frutos naturales. De tales cambios,
coincidentes con la paulatina extinción del homo fossilis, derivó hace unos 20 mil años la
aparición de comunidades más extensas, primero bajo la forma de habitaciones y aldeas y
luego de poblados más grandes. Con todo esto, hace más o menos 10 mil años se produjo la
emergencia del hombre contemporáneo, del homo sapiens-sapiens cuyo desarrollo llega
hasta la actualidad.
Con el surgimiento de la nueva forma de existencia, fueron ocurriendo notables
progresos en la técnica, la producción y el desarrollo de la sociedad, introduciéndose
grandes cambios en el modo de vida de los individuos. Hace aproximadamente 7 mil años,
en los albores de la división de la sociedad en clases y la civilización, en los valles aluviales
del Nilo, Éufrates-Tigris e Indo, apunta Childe, algunas aldeas ribereñas se transformaron
en ciudades gobernadas por una dominante minoría social. Ésta, por la persuasión o la
fuerza, obligó a los labriegos “a producir un excedente de alimentos por encima de sus
demandas domésticas, el cual se concentró y utilizó para mantener a una población urbana
de sacerdotes, artesanos especializados, comerciantes, funcionarios, escribas y soldados…
La escritura fue un subproducto necesario de esta evolución urbana que se introdujo en la
civilización e inició la crónica histórica”. Los primeros 2 mil años de civilización
“coinciden con lo que los arqueólogos describen como Edad del Bronce porque el cobre y
el bronce eran los únicos metales usados para armas y herramientas” y también, junto con
el oro y la plata, para acuñar monedas. Derivado fundamentalmente de la agricultura de
regadío a cargo de trabajadores esclavos, el excedente social se concentró en manos de un
círculo muy reducido de propietarios, sacerdotes y funcionarios, “cuyos limitados gastos
limitaron también el desarrollo de la población urbana industrial y comercial”.
No obstante, alrededor del año 1200 a.n.e. la propia dinámica de la producción y la
vida social dentro de las condiciones del esclavismo condujo hacia la Antigua Edad del
Hierro, caracterizada por la difusión de un método económico de producir hierro forjado, la
modificación de las herramientas y armas y la expansión de los equipos de metal. En
simultáneo, la moneda y su utilización experimentaron cambios que ampliaron y agilizaron
los negocios y el comercio; y la invención de una escritura alfabética en el Cercano Oriente
extendió a variados sectores el uso escritural (acaparado hasta entonces por reducidos
grupos de sacerdotes y escribas), incrementando el número de individuos necesarios para la
administración del Estado y la sociedad esclavistas. En Grecia y luego en Roma, la
dominante clase esclavista y sus funcionarios prosperaron aprovechando estas innovaciones
y combinándolas con las facilidades del transporte barato ofrecidas por el Mediterráneo. El
excedente económico derivado ahora en parte de la agricultura intensiva y especializada se
distribuyó en forma más amplia entre sectores enriquecidos de financistas, comerciantes y
agricultores. “Esto permitió un notable crecimiento de la población, por lo menos en la
cuenca del Mediterráneo, que sin embargo se detuvo por el empobrecimiento relativo o la
verdadera esclavización de los artesanos y productores directos” (53). En este curso, las
irresolubles contradicciones internas del sistema esclavista, basado en la brutal explotación
de grandes masas humanas, fueron llevando a la ruina al mundo antiguo, creándose las
condiciones necesarias y suficientes para el hundimiento de una sociedad históricamente
agotada y la eventual instauración del modo de producción feudal. Posteriormente, con la
caducidad y la destrucción de éste por la acción de las masas populares encabezadas por la
burguesía, fue instalado el modo productivo capitalista que se mantiene hasta la actualidad.
Conclusiones
Luego de este apretado resumen del largo, duro y sinuoso camino recorrido por la
formación, desarrollo y consolidación del hombre, es preciso reafirmar el criterio científico
y rechazar las apreciaciones providencialistas, metafísicas o especulativas. Al respecto,
cabe concordar con Merani en que la aparición del hombre no fue algo “portentoso” y por
completo diferente o ajeno a lo que ocurre en otras especies, pero remarcando el hecho de
que en la ascendente complejización de la materia viva representó el último estadio del
proceso de cerebración progresiva y, por tanto, un viraje fundamental en el curso evolutivo
del mundo orgánico. En efecto, “los Hominida no fueron un azar en la marcha de la
evolución, ni tampoco su finalidad: constituyeron un momento, entre otros tantos, de la
transformación de los seres vivos y biológicamente hablando gozaron de posibilidades
similares, o disminuidas, con respecto a las de otras especies. Sin embargo, el hombre creó
industrias y adquirió un dominio singular sobre la naturaleza. Fue hombre antes de saberlo
porque su especie desarrolló un cerebro mejor y su práctica con las cosas se convirtió por lo
mismo en organizada, lo que de por sí significa intencionada… Las relaciones sociales de
cooperación, que hicieron nacer los procesos sociales del pensamiento que denominamos
mentalidad, únicamente pudieron constituirse después que los individuos agotaron las
posibilidades biológicas de crear un equilibrio inestable con el medio” (54).
En este orden de cosas, la hominización constituyó un proceso de modificaciones
esenciales en la estructura somato-psíquica y en las condiciones de existencia del futuro
hombre, llegando a su término con el advenimiento de la historia social de la humanidad.
Los atributos físicos y sus particularidades, adquiridos durante la evolución, se acumularon,
estabilizaron y fijaron para su transmisión de generación en generación como medio
orgánico para asegurar la continuidad del proceso histórico. En el curso de éste, con la
unión inseparable y cada vez más perfeccionada del trabajo, el pensamiento y la vida social,
el hombre fue modificando creativamente la realidad, dotando de un carácter de creciente
complejidad a sus condiciones y formas de vida, impulsando ininterrumpidamente su auto-
transformación (a través del proceso de desarrollo histórico de sus prácticas concretas y su
subjetividad, de sus conocimientos, capacidades y habilidades, todos plasmados en los
elementos materiales y espirituales de la cultura) y avanzando en su humanización. En el
conjunto de este proceso, resalta con toda nitidez un cambio fundamental: la transmisión
de las características cardinales que definen la condición humana ya no ocurre por vía
genética, sino de modo absolutamente distinto y superior bajo la forma de asimilación
individual de los procesos y fenómenos externos de la cultura social material y espiritual.
En efecto, en función de la satisfacción de sus necesidades actuales y futuras el ser
humano utiliza los saberes y procedimientos legados por las generaciones anteriores para
transformar la naturaleza y crea otros nuevos de complejidad creciente, a la vez que elabora
y desarrolla su cultura a través de los avances en la producción social de bienes materiales,
aumentando así su conocimiento del mundo y de sí mismo, impulsando el progreso de la
ciencia y el arte, y promoviendo y dando curso a su propia transformación. Este conjunto
de elementos constituye un patrimonio y una herencia socio-culturales que, en el marco de
la vida y actividad concretas de la sociedad dada, se transmite necesariamente a las nuevas
generaciones. Todas estas capacidades y peculiaridades específicamente humanas, que ya
no son transmisibles vía la herencia biológica, cada individuo debe adquirirlas en el curso
de su actividad y a lo largo de su vida mediante un proceso de apropiación de la cultura
creada por las generaciones precedentes.
Como integrante de una determinada generación, el sujeto inicia su existencia en un
medio familiar específico dentro de una clase conformante de una sociedad histórico-
concreta, que constituye una suerte de mundo de objetos y fenómenos generados con
anterioridad. En ese medio, en íntima y dinámica relación con las personas de su entorno y
con el auxilio de la educación y la enseñanza (entendidas en su sentido más amplio), va
asimilando el patrimonio socio-cultural para ir configurando en sí mismo los atributos
propios del hombre merced al despliegue de su propia actividad y su participación en las
diversas modalidades de la práctica social, particularmente el trabajo y la producción.
Únicamente dentro del ambiente social-concreto, y actuando en correspondencia con sus
particularidades objetivas, puede el individuo alcanzar la condición de ser humano; es
decir, sólo en el seno de la sociedad y bajo su influencia formativa el individuo puede
convertir en capacidades y habilidades reales el conjunto de potencialidades inherentes a la
especie que porta al momento de nacer. La posición erecta, la bipedestación y la marcha
propias del hombre tienen que ser aprendidas en el entorno social, lo mismo que las formas
de conducta que definen el modo de vida humano, e incluso la capacidad para adquirir y
utilizar el lenguaje articulado se va formando socialmente en estrecho vínculo con los
demás, en la práctica socio-familiar y el aprendizaje de una lengua cuyas características
objetivas (al igual que las del pensamiento o los variados saberes) se han ido conformando
y desarrollando en el curso de un proceso histórico.
Así, pues, al margen de la sociedad es imposible la formación y desarrollo de las
propiedades y peculiaridades que definen al hombre como tal. En su análisis del fenómeno
humano, A. Vandel afirma de manera contundente que “la sociedad ha jugado un papel de
primera importancia en la génesis de la humanidad. No se podría concebir el pensamiento
humano y su desarrollo fuera del medio social. Esto es lo que olvidan con frecuencia los
individualistas. Pensamiento, lenguaje y sociedad constituyen una indisoluble trinidad”
(55). Las leyes sociales tienen un rol preponderante en el desarrollo humano, desplazando a
un segundo plano e integrando y subordinando a los factores biológicos. Así lo demuestran
sin incertidumbre alguna los casos de los “individuos ferales”, los “niños-lobo”, los “niños
aislados”, etc., que han llamado poderosamente la atención de los estudiosos en diversas
épocas; o sea, la situación de los sujetos apartados temprana y extremadamente, de modo
fortuito o deliberado, de la influencia socio-cultural. Cuando fueron incorporados a la vida
social, aunque portaban los atributos biológicos típicos de la especie, nunca pudieron
convertir las potencialidades funcionales inherentes a ellos en capacidades y habilidades
para alcanzar a plenitud el nivel propiamente humano; primero, por la ausencia inicial del
medio socio-cultural y su estimulación integrativa y, luego, porque ya había pasado el
llamado “momento crítico” en el que se forman tales capacidades y habilidades socialmente
condicionadas, impulsándose su despliegue. Lucien Malson ha registrado y expuesto en sus
detalles los 53 más importantes de esos casos, entre los que cabe mencionar a los “niños-
oso” de Lituania, que preocuparon a Condillac en 1746 y a Linneo en 1758; a “Víctor”, el
“niño de Aveyron” estudiado en 1799 por el médico y educador Jean-Marc Gaspard Itard;
al adolescente “Kaspar Hauser”, descrito en 1828 por Anselm Feuerbach; a “Kamala” y
“Amala”, niñas criadas por lobos que L. Singh y N. Zingj investigaron en 1920; a “Anne”
e “Isabelle”, colocadas en riguroso y brutal aislamiento por sus familiares y observadas en
1938 por Kingsley Davis; y al “niño-gacela de Mauritania” que examinó Auger en 1963
(56).
Para la ciencia contemporánea, en todos los casos registrados la dotación potencial
de los individuos llevaba consigo la posibilidad real del logro de la condición de seres
propiamente humanos a través de su inserción de inicio y en general adecuada en el
ambiente social del hombre. Sin embargo, la privación extrema del contacto con otras
personas (o su fundamental déficit) y la ausencia de los estímulos que proporcionan la vida
social y la cultura determinaron la frustración casi total de esa posibilidad. Su contextura
física era humana, pero la convivencia con animales desde la más corta edad o el
aislamiento radical habían dejado profunda huella en la estructura de sus cuerpos, en su
actitud postural y la forma de desplazarse, en las modalidades de conducta y comunicación
empleadas, y en las particularidades de su alimentación. Carecían de pensamiento y
lenguaje articulado (o ambos mostraban severas e irremediables anomalías configurativas)
y evidenciaban alteraciones en la integración sensorial aunadas a una motricidad y
afectividad animalescas. Cuando fueron ubicados en nuevas condiciones de existencia, el
nivel general de su desarrollo y su conducta ya estaban marcados a fondo por la anterior
forma de vida asocial, constituyendo un enorme obstáculo para la adquisición tardía de los
atributos inherentes al ser humano. Por ello, pese a todas las ayudas educativas que les
fueron brindadas, el bloqueo de su educabilidad potencial impidió su conversión a plenitud
en personas, quedando limitados a la asunción de algunos rasgos humanos muy simples y
superficiales. Desde la perspectiva de las características somato-psíquicas y sociales que
distinguen al hombre, todos ellos permanecieron anclados en un plano que podría ser
considerado como subhumano.
En la totalidad y en cada uno de estos casos, el impedimento objetivo para acceder al
rango humano representa una gran tragedia. No obstante, esos mismos sucesos no sólo
ponen en evidencia la decisiva importancia del medio histórico-social en la formación y el
desarrollo de los individuos, sino que también reafirman un hecho concreto y definitivo ya
establecido por la ciencia: con independencia del grupo étnico que integran, todos los seres
humanos pasibles de ubicación en el nivel de “normalidad” poseen las posibilidades
adquiridas en el curso de la antropogénesis y están en disposición de desarrollarse de
modo adecuado y creciente si cuentan con las necesarias y favorables condiciones
económico-sociales, políticas y educativo-culturales. Pero la maciza realidad de este hecho
es ocultada y/o tergiversada en función de la defensa y mantenimiento indefinido de los
intereses socio-políticos y el poder de la actual clase dominante expoliadora, que utiliza las
falacias del determinismo biologista para diseminar criterios racistas, supremacistas,
discriminadores y excluyentes en su empeño por imponer y legitimar ideológicamente la
supuesta existencia de “razas superiores” y “razas inferiores” basada en fraudulentas
“diferencias genéticas” entre ambas. Esas seudo “diferencias” no sólo generarían innatas e
insalvables desigualdades sociales, intelectuales y conductuales tanto entre las clases y los
individuos, cuanto entre varones y mujeres, sino que también establecerían la preeminencia
de la clase dominante y marcarían toda posibilidad de “cambio social” digitado por ella.
Sin embargo, en total impugnación y rechazo a los infundios biologistas, la ciencia
ya ha demostrado sin asomo de duda que las llamadas “razas humanas” son sólo variantes o
tipos de la especie Homo sapiens-sapiens, diferenciables únicamente y en última instancia
por rasgos puramente externos, es decir, por caracteres morfológicos de muy escasa
importancia, como la pigmentación de la piel, la estatura, la longitud de los miembros, el
trazo de los ojos, la forma y tamaño de la nariz, el cabello, etc. Por tanto, todas las
poblaciones humanas que configuran “razas” comparten la misma dotación genética,
aunque según cada tipo existan determinadas variaciones de frecuencia en ciertos genes
pero sin afectar los fundamentos del genoma humano. Consiguientemente, portan por igual
las cualidades distintivas del hombre contemporáneo, las particularidades principales que lo
definen como ser único capaz de transformar la realidad y modificarse a sí mismo: alto
nivel de desarrollo del cerebro y de su especialización funcional, estructura típica de la
mano, posibilidades ilimitadas de formación de capacidades y adquisición de habilidades,
de realización de aprendizajes complejos, de despliegue de la inteligencia y la creatividad,
etc.
Con toda la autoridad que le otorga el reconocimiento mundial a sus investigaciones,
el notable biólogo Stephen Jay Gould ha señalado categóricamente que el “Homo sapiens
sólo tiene decenas de miles o, a lo sumo, unos pocos centenares de miles de años de edad y
probablemente todas las razas modernas se desprendieron de un linaje ancestral común
hace apenas unas decenas de millares de años. Unos pocos caracteres ostensibles de la
apariencia externa nos conducen a considerar subjetivamente que se trata de diferencias
importantes. Pero… las diferencias genéticas globales entre las razas humanas son
asombrosamente pequeñas. Aunque la frecuencia de los distintos estados de un gen difieren
entre las razas, no hemos encontrado ‘genes de la raza’, es decir, estados establecidos en
ciertas razas y ausentes en todas las demás razas”. Es perfectamente comprobable una
“notable falta de diferenciación genética entre los grupos humanos (argumento biológico
clave para desmitificar el determinismo)”. Además, “en contra de la existencia de una base
genética para la mayor parte de las diferencias de comportamiento entre los grupos
humanos y para el cambio en la complejidad de las sociedades humanas en el curso de la
historia”, está el hecho verificable de que “las distintas actitudes y los distintos estilos de
pensamiento entre los grupos humanos son por lo general productos no genéticos de la
evolución cultural. En una palabra, la base biológica del carácter único del hombre nos
conduce a rechazar el determinismo biológico. Nuestro gran cerebro es el fundamento
biológico de la inteligencia,… (que) es la base de la cultura; y la transmisión cultural crea
una nueva forma de evolución, más eficaz, en su terreno específico, que los procesos
darwinianos: la transmisión ‘hereditaria’ y la modificación de la conducta aprendida”. En
definitiva, “el carácter único del hombre reside esencialmente en nuestro cerebro. Se
expresa en la cultura construida sobre nuestra inteligencia y el poder que nos da para
manipular el mundo. Las sociedades humanas cambian por evolución cultural, y no como
resultado de alteraciones biológicas” (57).
Así, pues, la artera división de los grupos humanos y de los individuos en razas
“superiores” e “inferiores” es por completo artificiosa e interesada y sólo está al servicio de
una clase parasitaria y de la preservación de su sistema social en avanzada descomposición.
Nadie puede negar el carácter singular de cada individuo, ni la particularidad intransferible
de su personalidad, ni su pertenencia a uno u otro grupo étnico, pero tales hechos ocurren
dialécticamente en el seno de la unidad de la especie humana, y de ningún modo pueden
conducir a absolutizar diferencias puramente externas utilizadas para implantar prejuicios y
exclusiones que atentan contra los derechos del hombre. La actual exacerbación de esa
absolutización tramposa de diferencias irrelevantes en busca de sancionar “superioridades”
e “inferioridades” étnicas, sociales, intelectuales y culturales (además de aquellas de sexo y
de género), es una de las expresiones ideológicas de la crisis integral de un sistema
históricamente agotado que avanza sin remedio ni pausa hacia su ruina total. No es más que
una de las aberraciones de una clase y una sociedad que necesitan radicalizar abusivamente
ciertas diferencias concretas en la naturaleza de las cosas para poder envolverse mejor en
las fantasías e ilusiones que elaboran con respecto a sí mismas, pero sólo para arrastrarse
por completo en el camino de la alienación y la irracionalidad.
Son casi innumerables las razones para sostener que todo cuanto los seres humanos
han logrado saber, realizar y conquistar hasta el momento presente constituye sólo una
suerte de preámbulo a la historia futura del hombre, a su plena humanización y a su
ennoblecimiento definitivo. Objetivamente, ya no son en absoluto necesarios cambios
biológicos que pudieran implicar una fase de desarrollo somático más elevada, dado que las
posibilidades del cerebro humano están muy lejos de haberse agotado y el imparable
despliegue cultural determina que lo que puede ser hecho para impulsar el progreso social e
individual está perfectamente al alcance de la ciencia de la sociedad y la moderna teoría
sociológica y psicológica. Merced a su tenacidad y esfuerzos, los grupos humanos y los
individuos se han dotado a sí mismos de capacidades y destrezas susceptibles de permitirles
comprender cada vez mejor el mundo, modificarlo con creciente eficacia para solventar sus
necesidades y encarar su propia e indispensable transformación. Sin embargo, hasta ahora
continúan instalados en lo que Marx denominó “la pre-historia humana”, es decir, siguen
aprisionados en formas de convivencia social signadas por el dominio de un minúsculo
sector privilegiado sobre el conjunto de la población, la explotación, la desigualdad, la
injusticia y la opresión, la alienación de carácter histórico y las supersticiones resultantes, y
la depredación y destrucción de la naturaleza.
Así, pues, hoy la humanidad tiene ante sí un reto cualitativamente superior, la
realización de una tarea de envergadura inédita porque está planteada en un nivel decisivo
no sólo para la conversión de los hombres en seres auténticamente humanos, sino también
para la propia supervivencia de la especie y la existencia de vida en el planeta. Esa tarea de
necesidad vital consiste en derribar el gran obstáculo representando por el capitalismo en
calidad de última formación económico-social de clases antagónicas, para abrir paso a la
liberación de todas las personas dentro de una nueva forma de sociedad capaz de garantizar
de modo ascendente la vida y la actividad sin coerciones ni sumisiones. En pocas palabras,
consiste en luchar por la conquista del socialismo como fase intermedia hacia la sociedad
sin clases donde la completa humanización del hombre sea una realidad incuestionable.
Con lucidez y pertinencia, John Lewis afirma que “La crisis de nuestro tiempo
presenta las características de ser una de las últimas grandes convulsiones en el proceso de
conversión de toda la humanidad en una comunidad mundial auto-dirigida. La falta de
idoneidad, de inteligencia para organizar, dominar y encauzar sus propias fuerzas en una
cooperación social (fuente de todos los fracasos de nuestros días), hay que buscarla en la
propia sociedad. Tales fallas no pueden ser superadas recurriendo a la ciencia natural y a
sus técnicas, sino que, para conseguirlo, hay que echar mano a las fuerzas dimanantes de la
misma sociedad. Esas fuerzas han adquirido ya una potencialidad enorme y están
ejerciendo su acción en todo el ámbito mundial, tanto en la esfera de la ideología como en
el campo de la transformación radical de las sociedades clasistas, hasta aquí existentes, en
un socialismo” (58) que no es otra cosa que la antesala histórica del comunismo. Con éste,
la humanidad habrá ingresado ya al “reino de la libertad”, a la verdadera historia del
hombre.

Notas

(1) Cf. J. Vernet: “Astrología y astronomía en el Renacimiento. La revolución


copernicana”, Acantilado, Barcelona 2000; G.V. Platonov: “Darwinismo y filosofía”,
Lautaro, Buenos Aires 1963; Marcel Prenant: “Darwin y el darwinismo”, Grijalbo,
México 1969
(2) John Lewis y Bernard Towers: “¿Mono desnudo u Homo sapiens?”. Plaza & Janés,
Barcelona 1970, pp. 80-81 y 82.
(3) Ibid., p. 84.
(4) K. Zavadski: “Hacia una comprensión del progreso en la naturaleza orgánica”, en I.
Kon y otros: “El desarrollo en la naturaleza y en la sociedad”, Platina, Buenos Aires 1962,
pp. 91-92. Cf. además Mao Tse-tung: “Sobre la contradicción”, en “Obras Escogidas”, t. I,
Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín 1976
(5) John Lewis: “Hombre y evolución”. Grijalbo, México 1968, pp.7-8
(6) Henri Lefebvre: “El marxismo”. Eudeba, Buenos Aires 1964, p. 42
(7) L.S. Vigotski: “Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores”, en
“Obras Escogidas”, t. III, Visor, Madrid 1995, p. 67
(8) K. Marx: “Fundamentos de la Crítica de la Economía Política” Grundrisse. Editorial de
Ciencias Sociales, La Habana 1970, t. I, p. 42
(9) A.P. Sheptulin: “El método dialéctico de conocimiento”. Cartago, Buenos Aires 1983,
p. 133
(10) L.S. Vigotski: ob. cit., pp. 31 y ss. Cf. al respecto Ezras Asratian y Pavel Simonov:
“La función del cerebro”, Grijalbo, México 1968
(11) Cf. M. F. Niésturj: “El origen del hombre”. Mir, Moscú 1972
(12) John Lewis y Bernard Towers: ob. cit., p. 60. En su clásico estudio El papel del
trabajo en la transformación del mono en hombre, Engels se basó en los hallazgos
científicos todavía limitados y propios de su época, utilizando el término “mono” para
referirse simplemente a los ancestros animales del hombre. En la actualidad, numerosos
hombres de ciencia siguen empleando el término por razones de “comodidad” y como
expresión figurada que de ninguna manera establece la unidad evolutiva entre el hombre y
los antropoides. Resulta necesario recalcar este hecho, verificado por la ciencia, pues aún
persiste la creencia de que “el hombre desciende del mono”.
(13) Alberto Merani y Susana Merani: “La génesis del pensamiento”. Grijalbo, México
1971, p. 25
(14) Alberto Merani apunta que “En el curso de la evolución, la sinergia funcional de
mano, cerebro y lenguaje desemboca en un tipo adaptativo nuevo y distinto de los demás
seres organizados; necesariamente representó un cambio en la dirección de la evolución
para nuestra especie: su eje se trasladó del plano biológico al social y las transformaciones
consiguientes crearon la cultura, a través de la cual se comprende a los hombres como seres
pensantes” (“Mano, cerebro y lenguaje”, en “De la praxis a la razón”, Grijalbo, Barcelona
1965, p. 23). Por otro lado, “en la hominización no es posible separar la evolución
somática de la evolución psíquica, y… esta última, a su vez, se relacionó poco a poco con
un conjunto de transformaciones de orden social y cultural que revolucionó por completo a
la naturaleza. Mediante el pensamiento, el lenguaje y la vida social, el hombre se elevó por
encima del plano de la simple evolución orgánica” (H. Vallois: “El problema de la
hominización”, en H. Vallois y otros: “Los procesos de hominización”, Grijalbo, México
1969, p. 24)
(15) L.S. Vigotski: ob. cit., pp. 30, 86 y 37. Sobre este aspecto, V. Gordon Childe anota
que para adaptarse al ambiente y garantizar su sobrevivencia tanto los animales como el ser
humano ponen en acción el “equipo de vida” que poseen. Pero “el equipo del hombre…
difiere significativamente del de los demás animales. Éstos llevan todo su equipo en sí
mismos, formando parte de su cuerpo”, en tanto que el ser humano se ha dotado de
“herramientas, órganos extra-corporales que él hace, usa y abandona a voluntad”. Como
consecuencia, “el equipo hereditario de un animal se adapta a la ejecución de un número
limitado de operaciones, en un ambiente determinado. El equipo extra-corporal del hombre
puede ser ajustado a un número casi infinito de operaciones en casi todos los ambientes”
(“Qué sucedió en la historia”, Planeta/De Agostini, Barcelona 1985, pp. 20 y 21)
(16) Las acciones instrumentales están presentes por doquier en el mundo animal. Como
señala Ashley Montagu, “Por ejemplo, la avispa Amnophila, que vive en cuevas, usa un
pequeño guijarro como martillo para apisonar el suelo sobre el nido en que coloca sus
huevos. La Cactospiza, uno de los fringílidos de las Islas Galápagos estudiado por Darwin,
emplea una espina de cacto para sacar los insectos ocultos dentro de las hendiduras
formadas en las cortezas de los árboles. El pájaro carpintero manchado que se cría en
Inglaterra, de mayor tamaño que el anterior, utiliza las grietas de los troncos de los árboles
a manera de prensas, en cuyas grietas introduce piñas de modo que quedan firmemente
fijadas, mientras él y sus compañeros les arrancan las semillas. La nutria de los mares
meridionales arrastra consigo en el agua una piedra sobre la cual, usada como yunque,
rompe la concha de los crustáceos que constituyen su alimento. El halcón de Arnhem
recoge brasas con sus garras y las deja caer en una extensión de hierba seca; luego espera,
junto con sus compañeros, el éxodo de los atemorizados animales que tratan de escapar del
fuego, y cae sobre ellos mientras huyen” (“La revolución del hombre”, Paidós; Buenos
Aires 1967, p. 13). En este registro instintivo se incluyen las acciones instrumentales de los
antropoides (por ejemplo, la del chimpancé que utiliza un palo para alcanzar un racimo de
plátanos), a pesar de que en ellos resulte posible apreciar formas rudimentarias de intelecto.
(17) Marx puso en claro que “Del mismo modo que las plantas, los animales, los
minerales, el aire, la luz, etc., son, teóricamente, una parte de la conciencia humana, en
parte como objeto de la ciencia natural y en parte como objeto del arte (su naturaleza
inorgánica espiritual, sus medios espirituales de vida, que el hombre tiene que encargarse
de preparar para disfrutarlos y asimilarlos), constituyen también, prácticamente, una parte
de la vida y la actividad del hombre. Físicamente, el hombre sólo vive de estos productos
naturales, ya se presenten bajo la forma de alimento o la de vestido, calefacción, vivienda,
etc. La universalidad del hombre se revela de un modo práctico precisamente en la
universalidad que hace de toda la naturaleza su cuerpo inorgánico, en cuanto es tanto: 1) un
medio directo de vida, como 2) la materia, el objeto y el instrumento de su actividad vital.
La naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre, es decir, la naturaleza en cuanto no es el
mismo cuerpo humano, Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza
es su cuerpo, con el que debe mantenerse en un proceso continuo para no morir. La
afirmación de que la vida física y espiritual del hombre se halla entroncada con la
naturaleza no tiene más sentido que el que la naturaleza se halla entroncada consigo misma,
ya que el hombre es parte de la naturaleza” (“Manuscritos económico-filosóficos de 1844”,
en K. Marx y F. Engels: “Escritos económicos varios”, Grijalbo, México 1962, pp. 66-67)
(18) K. Marx: “El Capital”. EDAF (2 tomos), Madrid 1967, t. I, pp. 187 y 188
(19) Ibid., p. 189
(20) “La marcha y la posición erectas cambiaron en sus propias raíces la percepción del
espacio: el Hominidae comenzó a desplazarse en función de puntos de referencia diversos a
los del animal y de sus propios antepasados. Las manos, que dejaron de ser medios de
locomoción, se aplicaron a la actividad táctil e instrumental. Este primer paso ordenó la
actividad fisiológica, y principalmente la psíquica, hacia un fin: hacer. De esta manera, un
órgano se convirtió fundamentalmente en praxis, en instrumento, en un reservorio de poder
que se ejerce sobre las cosas. En consecuencia, y de modo correlativo, se abrieron las
posibilidades del cerebro hominizado. La extensa área cortical que corresponde a la
actividad manual llevó desde entonces la delantera a funciones más primitivas que, como
las olfativas, apañan la actividad animal” (Alberto Merani y Susana Merani, ob. cit., p.
118)
(21) En la corteza cerebral, todos los órganos tienen un área de representación, es decir,
existe siempre una porción cortical determinada cuya función específica es atender los
requerimientos neuro-dinámicos del órgano dado. “Cuanto más importante es la función de
un órgano, mayor es el área de representación en la corteza cerebral. Las yemas de los
dedos, con ser muchísimo menos extensas que la piel de la espalda, poseen… una
localización cerebral mayor, precisamente por la riqueza de sus receptores sensoriales. Los
músculos de los dedos de la mano, pese a su relativa debilidad, están representados en un
área cortical mayor que la de los muy potentes del tronco… La localización cerebral está,
pues, en relación con la importancia psicobiológica de la función”. En el caso de la mano,
su área cortical (situada en torno de la cisura de Rolando) sigue inmediatamente al área
facial que representa el espacio bucal, es particularmente amplia y posee características de
privilegio con respecto a otras áreas. Si se considera la jerarquía de las funciones corticales,
tales características revelan “la importancia de la mano como guía de orientación del
hombre en lo que concierne a sus relaciones con el mundo exterior y su propio cuerpo”
(Alberto L. Merani: “Mano, cerebro y lenguaje”, en ob. y ed. cit. p. 28)
(22) Cf. B. Ananiev y otros: “El tacto en los procesos del conocimiento y del trabajo”.
Tekné, Buenos Aires 1965
(23) Cf. Juan Cuatrecasas: “El hombre, animal óptico”. Eudeba, Buenos Aires 1962
(24) Cf. A. R. Luria: “Conciencia y lenguaje”, Visor, Madrid 2000. A. Spirkin: “El origen
de la conciencia humana”, Platina/Stilcograf, Buenos Aires 1965. Alfred Tomatis:
“L’oreille et le langage” Editions du Seul, Paris 1968. En la relación establecida entre las
estimulaciones ambientales y las reacciones del organismo, las respuestas directas o
inmediatas tienen como base estructuras neurales de origen primitivo y funciones primarias.
Por el contrario, como ocurre específicamente en el caso del hombre, las respuestas
mediatas revelan la acción retardadora y reguladora del análisis y síntesis córtico-cerebral,
cuyo concurso posibilita no sólo dar a tales respuestas direcciones y sentidos diversos, sino
también elegir las más adecuadas con respecto a circunstancias actuales y futuras. Ambos
aspectos son característicos de la inteligencia reflexivo-verbalizada humana, merced a la
cual “el individuo no responde a lo que recibe sino a lo que él mismo hace, o sea que entre
las presiones del medio o de funciones fisiológicas y las conductas adaptativas o
negantrópicas, la relación es mediata y, por lo mismo, se intercala el relais de la conciencia
y la razón, que representa el momento dialéctico, diría Hegel, del salto que lleva de la
cantidad a la cualidad. Las más simples de las conductas humanas, aquellas que hasta
podemos explicar como primarias o instintivas, revelan su paso por la conciencia y la
razón. En el hombre, y es una diferencia con el animal, las conductas puramente inmediatas
desaparecieron con la humanización; el más ‘primitivo’ de los humanos posee actividad
pre-frontal y diencefálica prominentes y las simbolias dominan, suplantan las reacciones
talámicas del animal” (Alberto L. Merani: “Estructura y dialéctica de la personalidad”,
Grijalbo, Barcelona 1978, p. 22)
(25) “El género Homo ha desarrollado mano, cerebro y lenguaje; sobre esta tríada asienta la
característica sapiens, y ella incluye lo biológico y lo social en interacción que se resuelve
en lo psíquico. Cómo nuestros antepasados más remotos alcanzaron ese nivel interactivo y
cuáles son los resultados que en el plano psíquico se convierten en marcha hacia la
racionalidad, únicamente se explica y comprende en función de la evolución hominizante
de las transformaciones sinérgicas e interactivas de mano, cerebro y lenguaje” (Alberto L.
Merani: “Mano, cerebro y lenguaje”, en ob. y ed. cit., p. 14). “Cerebro, mano y lenguaje
son bases biológicas, psicobiológicas y sociales de las funciones de la inteligencia. La
praxis y la gnosis son posibles por la conjugación hominizada de estos tres elementos, que
al desembocar en la comunicación por el lenguaje constituyen un fenómeno global… y que
junto con la herencia de posibilidades funcionales asegura en esta etapa de la humanización
que sean patrimonio de la especie” (Alberto L. Merani: “Estructura y dialéctica de la
personalidad”, ed. cit., p. 202)
(26) En el hombre, “los sistemas inferiores reflejos se constituyen con agrupaciones
numéricamente limitadas. Chr. Jakob, que estudió este aspecto, encuentra que 150 millones
de elementos forman el sistema archineural; 1500 millones el sistema paleoneural; 15 mil
millones el neopallium con sus centros agregados. Si pensamos que esta progresión
geométrica, cuya potencia creciente es 10, representa las diversas etapas de la filogénesis, y
que cada uno de estos sistemas comprende una etapa del proceso de cerebración progresiva,
comprendemos cómo el hombre, que reúne con el córtex como última formación a las otras
y les agrega mayor volumen, pudo llegar a los neuro-dinamismos superiores: las simbolias”
(Alberto L. Merani: “Definición del hombre”, en “De la praxis a la razón”, ed. cit., p. 127)
(27) Por su carácter mediador en la actividad humana, indica A.R. Luria, los instrumentos,
en calidad de “dispositivos externos o artificiales formados históricamente, son elementos
esenciales en el establecimiento de conexiones funcionales entre partes individuales del
cerebro”; y merced a su utilización, “áreas del cerebro que antes eran independientes se
vuelven componentes de un sistema funcional único”. De tal suerte, “medidas formadas
históricamente para la organización del comportamiento humano atan nuevos nudos en la
actividad del cerebro humano; y es esta presencia de nudos funcionales o… ‘nuevos
órganos funcionales’ lo que constituye una de las características más importantes que
distinguen la organización funcional del cerebro humano de la del cerebro animal. Este
principio de construcción de sistemas funcionales en el cerebro humano es lo que Vigotski
llamó el principio de ‘la organización extra-cortical de las funciones mentales complejas’,
implicando mediante este, en cierto sentido, inusual término que todos los tipos de
actividad humana consciente se forman siempre con la asistencia de instrumentos auxiliares
o ayudas externas”. Por consiguiente, “las funciones mentales, como sistemas funcionales
complejos, no pueden localizarse en zonas restringidas del córtex o en grupos celulares
aislados, sino que deben estar organizados en sistemas de zonas que trabajan
concertadamente, cada una de las cuales ejerce su papel dentro del sistema funcional
complejo”, pudiendo estar tales zonas situadas en áreas completamente diferentes y alejadas
entre sí. Además, estos procesos corticales superiores no permanecen constantes, sino que
van cambiando esencialmente en el curso del desarrollo infantil y en los subsiguientes
períodos de aprendizaje, variando también su propia organización inter-funcional (“El
cerebro en acción”, Fontanella, Barcelona 1974, pp. 31 y 30)
(28) Alberto Merani y Susana Merani: ob. cit., p. 49
(29) Es preciso no olvidar que “la práctica precedió a la teoría. Sin duda, el aserto tiene un
límite, y este límite está precisamente trazado por el momento en que el hombre superó a
las fuerzas de la naturaleza y con la filosofía y la ciencia señoreó el camino de la
adaptación al medio. En el estado actual de nuestra evolución, no podemos anteponer la
práctica a la teoría puesto que el orden se ha invertido por la lógica concurrencia de ciencia
y filosofía al esclarecimiento de los fenómenos naturales y los problemas humanos, pero (y
este pero es muy importante) sea en el momento en que la práctica abrió la primera senda y
fue única, sea en éste cuando fundida con la teoría señala rumbos, la unidad de ambas
faculta la ascensión del hombre en el largo proceso que va desde los hominoides hasta
nosotros” (Alberto L. Merani: “Mano, cerebro y lenguaje”, en ob. y ed. cit., p. 26)
(30) John Lewis y Bernard Towers: ob. y ed. cit., p. 109
(31) Ibid., p. 91
(32) F. Engels: “El papel del trabajo en el proceso de transformación del mono en
hombre”, en “Dialéctica de la naturaleza”, Grijalbo, México 1961, p. 142
(33) Ashley Montagu: “La revolución del hombre”, ed. cit., p. 11
(34) Alexei Leóntiev: “El desarrollo del psiquismo”. Akal, Madrid 1983, p. 63
(35) “No hay una, sino dos rutas evolutivas: la ruta biológica, de variación genética y
parsimoniosa adaptación al medio ambiente, es decir, proceso inmensamente lento, que
conduce en todas direcciones, excepto una, hasta la estrecha adaptación a la presión
ambiental y a la estabilidad si le acompaña el éxito. La otra se produce cuando la evolución
ha originado en el hombre cierta capacidad para afrontar el medio ambiente más bien que
adaptar su organismo a él, lo cual, comparado con el cambio genético, es muy rápido y
trascendente. Ello lo libera de la variación casual y de la lenta modificación del mecanismo
corporal. Desde este momento, empieza a dominar el mundo y a erigir sucesivos sistemas
culturales basados en una tecnología progresiva. Mientras procede así, reorganiza su vida
social para hacerla lo más efectiva posible respecto al mejoramiento humano mediante
nuevos métodos de producción. Al rehacer la sociedad de esa forma, se rehace, desde
luego, a sí mismo” (John Lewis y Bernard Towers, ob. y ed. cit., pp. 121-122)
(36) Ashley Montagu: ob. cit., p. 14
(37) Alberto L. Merani: “Definición del hombre”, ed. cit., p. 146
(38) Cf. Henri Wallon: “Del acto al pensamiento”. Lautaro, Buenos Aires 1964
(39) H. Vallois: ob. cit., p. 20
(40) A. Spirkin puntualiza que “La conciencia es la función superior del cerebro, propia
solamente del hombre, cuya esencia consiste en el reflejo de las propiedades y relaciones
reales de los objetos del mundo exterior, dirigido a un fin determinado; en la estructuración
mental previa de los actos y en la previsión de sus resultados; en la correcta regulación y el
autocontrol de las interrelaciones del hombre con la realidad natural y social” (“El origen
de la conciencia humana”, ed. cit., p. 12). Por tanto, el conocimiento y el proceso cognitivo,
como facetas o resultados de la conciencia, no agotan la esencia de ésta ni su significado
vital. Sobre la base del conocimiento, el núcleo y el carácter específico de la conciencia
residen en la anticipación del porvenir, en el establecimiento de objetivos racionales, en la
previsión del resultado de los acontecimientos y actitudes objetivas dirigidos a reflejar
correctamente la realidad y las necesidades e intereses concretos y futuros del hombre. La
necesidad histórica del surgimiento y desarrollo de la conciencia, lo mismo que su sentido
vital fundamental, reposan en la actividad creativa, constructiva y reguladora orientada a la
transformación del mundo para ponerlo al servicio de los intereses del hombre y de la
sociedad. De allí que la conciencia refleja la realidad objetiva, pero también la crea a partir
de ese reflejo y mediante la actividad práctica. En cuanto a la conciencia social, “es mucho
más rica que los conocimientos de los individuos, aún tomados en su totalidad. Pero la
sociedad no posee un cerebro individual; por eso, tampoco posee una conciencia
desvinculada de los individuos. Sin embargo, aunque vinculada con los individuos,
cobrando vida y desarrollándose solamente a través de ellos, las formas sociales de la
conciencia poseen una relativa independencia. En este sentido, la conciencia social es una
realidad, como la del individuo, poseyendo además su propia especificidad” (Ibid., p. 16)
(41) K. Marx: “El Capital”, t. I, ed. cit., p. 56
(42) Ashley Montagu: “La dirección del desarrollo humano”. Teknos, Madrid 1975, pp.
45-46
(43) Cf. J. Augusta y Z. Burian: “El origen del hombre”. Cartago, Buenos Aires 1964
(44) Ashley Montagu: “La revolución del hombre”, ed. cit., p. 115
(45) Iákov Roguinski: “La evolución del hombre”, en I. Roguinski, A. Luria y otros: “La
concepción marxista del hombre”, Arandú, Buenos Aires 1966, p. 21 (la edición española
del mismo texto lleva el título de “El hombre nuevo”, Martínez Roca, Barcelona 1970)
(46) A. Leóntiev: “El hombre y la cultura”, en, I. Roguinski. A. Luria y otros: ob. cit., ed.
cit., pp. 68-69
(47) Sobre este aspecto, A. Merani anota que, “yendo al meollo de la cuestión, si
consideramos que el antepasado animal del hombre poseía los caracteres generales de un
mono antropoide,… estamos obligados a admitir que el proceso evolutivo que ha creado al
hombre es, como afirma Devaux, un proceso de pedomorfosis, de infantilización, o según
la denominación de Bolk de ‘fetalización’. En su esencia, este proceso consiste en que
ciertas disposiciones anatómicas fetales propias de los antropoides y de los antepasados
probables del hombre, perduran en éste mientras desaparecen en el mono adulto. Nos
enfrentamos, pues, con una variante de las leyes de filogénesis y ontogénesis, encontrando
que la evolución humana se produjo por sucesivas digresiones, y no por regresiones o
remodelaciones de líneas acabadas” (“Mano, cerebro y lenguaje”, en ob. y ed. cit., p. 46).
Cf. además Stephen Jay Gould: “Ontogenia y filogenia”, Rosaleda, Buenos Aires 1980
(48) John Lewis y Bernard Towers: ob. cit., p. 104
(49) Iákov Roguinski y M. Levin: “Fundamentos de Antropología”. Mir, Moscú 1966, p.
51
(50) A. Vandel: “El fenómeno humano”, en H. Vallois y otros: “Los procesos de
hominización”, ed. cit., pp. 33 y 36
(51) Alexei Leóntiev: ob. y ed. cit., p. 70
(52) Alberto Merani y Susana Merani: ob. cit., p. 79
(53) V. Gordon Childe: “Qué sucedió en la historia”, ed. cit., pp. 35-36

(54) Alberto Merani y Susana Merani: ob. cit., pp. 153 y 155

(55) A. Vandel: ob. cit, ed. cit., p. 34

(56) Cf. Lucien Malson: “Les Enfants sauvages”. Christian Bourgois Editeur, Paris 1970
(en su edición en castellano “Los niños selváticos”, Alianza, Madrid 1973)

(57) Stephen Jay Gould: “La falsa medida del hombre”. Orbis, Buenos Aires 1988, pp.
341, 340, 344, 343 y 342

(58) John Lewis: “Hombre y evolución”, ed. cit., p. 55


VIII: La ontogenia humana

En Dialéctica de la naturaleza, Engels apuntaba que los hombres, a lo largo del


trayecto histórico-social de su vida y actividad, han ido conociendo y dominando en forma
progresiva los procesos y fenómenos del mundo real para ponerlos regularmente al servicio
de sus propios fines. Este hecho refiere por igual a la intelección de los procesos objetivos y
sus leyes presentes en la naturaleza, en la dinámica histórica de la sociedad y en el ser
humano concreto actuante y pensante. De esta aseveración se infiere que el conocimiento
acerca del hombre tiene como requisito indispensable definir y precisar sus componentes
orgánicos y socio-culturales como agentes que intervienen en su existencia y desarrollo,
con miras a establecer la correcta orientación y adecuada realización de este último. Y todo
esto debe hallar expresión en la dilucidación real del proceso dialécticamente contradictorio
de formación y desarrollo del individuo como ser social en la especificidad de su existencia
corporal y psíquica, lo mismo que de las fuerzas que dinamizan este proceso.
Esta consideración implica recalcar lo que las concepciones individualistas dejan casi
siempre de lado: la especie humana y el individuo concreto conforman una indisoluble
unidad dialéctica de opuestos vinculados entre sí que se complementan e interpenetran. Con
respecto a la unidad objetiva de lo genérico y lo particular en la naturaleza, la sociedad y el
pensamiento, Lenin señalaba: “La división de un todo y el conocimiento de sus partes
contradictorias… es la esencia (uno de los ‘esenciales’, una de las principales, si no la
principal característica o rasgo) de la dialéctica”. “Comiéncese por lo más sencillo, por lo
ordinario,… por cualquier proposición: las hojas de un árbol son verdes, Juan es un
hombre, Capitán es un perro, etc. Aquí tenemos ya dialéctica (como lo reconoció el genio
de Hegel): lo individual es lo universal… Por consiguiente, los contrarios (lo individual se
opone a lo universal) son idénticos: lo individual existe sólo en la conexión que conduce a
lo universal. Lo universal existe sólo en lo individual y a través de lo individual. Todo
individual es (de uno u otro modo) un universal. Todo universal es un fragmento o un
aspecto o la esencia de un individual. Todo universal sólo abarca aproximadamente a
todos los objetos individuales. Todo individual entra en forma incompleta en lo universal,
etc. Todo individual está vinculado por miles de transiciones con otros tipos de individuales
(cosas, fenómenos procesos), etc. Aquí ya tenemos los elementos, los gérmenes de los
conceptos de necesidad, de conexión objetiva en la naturaleza, etc. Aquí tenemos ya lo
contingente y lo necesario, el fenómeno y la esencia; porque cuando decimos Juan es un
hombre, Capitán es un perro, ésta es una hoja de un árbol, etc., desechamos una cantidad de
atributos como contingentes, separamos la esencia de la apariencia, y contraponemos la una
a la otra” (1).
Pues bien, en lo que corresponde a la naturaleza viviente, la especie es un “universal”
que a nivel conceptual designa la unidad taxonómica fundamental para la clasificación de
los organismos en función de determinadas características comunes portadas por los
individuos que conforman la especie dada. En el mundo zoológico, el individuo es un ser
concreto que porta las características comunes a su especie y posee a la vez integridad y
particularidades propias manifestadas singularmente, desde las etapas más tempranas de su
vida, a través de rasgos peculiares y distintivos con respecto a sus semejantes. Así, el
individuo representa una configuración genotípica que, en la interacción con el ambiente,
va experimentando modificaciones para convertirse en fenotípica en tanto el ser viviente se
desarrolla y agrega a sus caracteres congénitos (transmitidos por herencia) las adquisiciones
propias que realiza en su relación adaptativa con el medio en que se ubica. Por tanto, sobre
todo en los mamíferos superiores, el término individuo corresponde a un ser singular en el
proceso de desarrollo de su actividad y adaptación en su medio vital, y cuyo psiquismo se
estructura de modo particular en función de las peculiaridades de tal actividad y tal
adaptación dentro de sus condiciones concretas de existencia.
En rigor, la individualidad no es, entonces, exclusiva del hombre. Sin embargo, a
diferencia de lo que ocurre con el individuo zoológico, el ser humano nace como individuo
perteneciente a la especie Homo sapiens para llegar a ser persona merced a su inserción en
las relaciones sociales, la comunicación e interacción con los demás y su propia actividad,
lo que hace viable su desarrollo morfológico-funcional y la estructuración de un psiquismo
de tipo superior a través de la apropiación (interiorización o asimilación) singularizada de
la esencia humana y del patrimonio histórico-cultural de la humanidad. La condición de
persona no es, pues, innata, sino que es elaborada de modo activo por el individuo que ha
alcanzado un determinado nivel de desarrollo físico y psíquico en el curso de un proceso
social e históricamente condicionado. Representa la configuración y desarrollo del reflejo
individual de las relaciones sociales concretas (es decir, de las condiciones histórico-
sociales de vida y actividad) que permite al sujeto no sólo adaptarse al ambiente socio-
natural, sino también actuar sobre él para transformarlo y, con ello, transformarse a sí
mismo. Por tanto, en general, hablar de la individualidad del hombre supone referirse
implícitamente a su personalidad, aunque desde una perspectiva científico-psicológica es
importante delimitar el significado de los términos “individuo” y “personalidad” para los
efectos de un correcto enfoque en la concepción de la personalidad misma. En todo caso, si
bien es cierto que la individualidad no es exclusiva del hombre, resulta incontrovertible que
entre el individuo humano y el individuo animal (pese a lo que sostienen muchos etólogos)
existen diferencias cualitativas insalvables ya anotadas en capítulos anteriores de este libro.
De este modo, pues, el estudio científico de la ontogenia humana, es decir, de la
formación y desarrollo del individuo integrante de la especie Homo sapiens, tiene como
base y necesario punto de partida la consideración del hombre en su calidad de ser social
actuante, generado por la integración dialéctica de elementos socio-culturales y biológicos
cuya resultante es un psiquismo con cualidades nuevas y superiores. Como asevera
Rubinstein, “la persona se forma en la interacción del hombre y el medio que lo circunda.
En la interacción con el mundo, en la actividad que realiza, el hombre no sólo se manifiesta
tal como es, sino que además se forma. Por eso, la actividad del hombre adquiere para la
psicología una importancia tan fundamental. La persona humana, es decir, la realidad
objetiva designada por el concepto de persona es, en último término, el individuo real, el
hombre vivo que actúa… En su condición de persona, el hombre se presenta como ‘unidad’
en el sistema de las relaciones sociales, como sujeto real de esas relaciones” (2). Por tanto,
el contenido y la orientación esenciales del proceso ontogénico están dados por la actividad
del individuo concreto dentro de relaciones sociales concretas para reproducir en su
estructura particular las propiedades, capacidades y procedimientos humanos de vida y
labor material y espiritual formados históricamente.
La actividad y la formación de la individualidad
En la Primera Parte de este texto ya ha sido examinada la cuestión de la actividad o
práctica, pero no es en modo alguno superfluo volver sobre sus aspectos centrales en razón
de su evidente importancia no sólo en su calidad de categoría fundamental en la concepción
dialéctico-materialista del hombre, sino también por su condición de elemento teórico clave
que permite dar cuenta de la configuración ontogénica y el desarrollo general y particular
de aquél en el seno de una forma dada de organización social. La práctica o actividad
representa la modalidad específicamente humana de relación con la realidad y cabe
entenderla, en su sentido más amplio, como el proceso histórico-concreto a través del cual
el hombre refleja (reproduce) los rasgos objetivos del mundo exterior y opera para
transformarlo convirtiendo las cosas y fenómenos existentes en él en objeto de su definida
acción, a la vez que va configurando y desplegando su psiquismo y su conciencia y, en tal
virtud, deviniendo sujeto dinámico de su propia transformación. Este proceso práctico-
cognoscitivo está referido, pues, a la naturaleza y a la sociedad, teniendo como protagonista
al propio individuo social.
En los Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Marx mostró su temprano interés
por la índole concreta de la actividad del hombre, para luego caracterizarla nítidamente en
las Tesis sobre Feuerbach, desarrollar su noción materialista-histórica en La ideología
alemana, ubicarla como elemento orgánico esencial en todas sus formulaciones teórico-
políticas y remarcar una y otra vez su enorme relevancia, sobre todo en los maduros análisis
contenidos en los Grundrisse y El Capital. Dilucidando su naturaleza, señaló en las Tesis
que “El defecto fundamental de todo el materialismo anterior (incluido el de Feuerbach) es
que solamente concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de
contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un
modo subjetivo. De allí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, pero sólo de
modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial,
como tal”. En este doble vacío se ignoraba por completo el hecho de que “Es en la práctica
donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la
terrenalidad de su pensamiento”. Superar ambas deficiencias exigía centrarse en el carácter
concreto de la práctica, entenderla como actividad subjetiva porque corresponde al sujeto
que actúa siendo inseparable de él, y ubicarla en un nivel de la realidad que está largamente
alejado de la pura contemplación, las abstracciones mistificadoras y lo exclusivamente
individual. Por tanto, era necesario concebirla, ante todo, como la objetiva labor colectiva
para producir y reproducir las condiciones y los medios de existencia de los hombres
actuantes y pensantes. Con esto quedaba claro que “La vida social es, en esencia, práctica”
y que las relaciones entre los individuos tienen como asiento y núcleo la actividad social
para transformar la naturaleza y satisfacer necesidades socialmente determinadas. En el
curso de tal acción transformativa, los sujetos se van modificando a sí mismos marcados
por el carácter histórico de sus nexos colectivos y éstos adquieren una importancia decisiva:
“la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el
conjunto de las relaciones sociales”.
Así, pues, superando las limitaciones del materialismo anterior y deslindando
radicalmente campos con el idealismo, Marx precisó que el hombre existe dentro de un
mundo concreto conformado por cosas y fenómenos que él percibe sensorialmente y
traduce de modo racional para convertirlos en objeto de su acción efectiva, es decir, ese
mundo adquiere sentido para el ser humano a partir de la labor que éste ejerce sobre aquél,
de la actividad concreta e histórica del propio hombre. Establecer una relación activa con el
mundo exterior es una necesidad vital enclavada en la estructura corporal misma de los
individuos, ya que como exigencia ineludible para existir éstos deben actuar, tienen que
modificar la realidad para producir sus medios de sobrevivencia y al operar sobre ella se
modifican también a sí mismos. Por tanto, el ser de los hombres, lo que de hecho son, está
determinado por su actividad, la cual se halla a la vez condicionada por las formas de
organización social para producir, las relaciones inherentes a ellas y el nivel de desarrollo
de los medios de existencia humana.
En su forma inicial y básica, la actividad constituye la acción sensorial-concreta con
la que los sujetos se ponen en contacto operante con los objetos del mundo, aprehenden sus
propiedades objetivas y se subordinan a ellas al experimentar en sí mismos la resistencia
que les oponen esos objetos, los conocen cada vez mejor en tanto los transforman y
desarrollan así su percepción, su afectividad, su conciencia y su pensamiento. La actividad
práctica es, entonces, la base de la subjetividad humana y, en particular, del conocimiento,
el cual no existe al margen del proceso vital del individuo social, proceso que por su propia
naturaleza es material, práctico. La aprehensión sensorial y racional de la realidad se
concretiza y despliega en el curso del desarrollo de los nexos concretos de los hombres con
el mundo socio-natural, está determinada por esos vínculos y, al mismo tiempo, ejerce una
influencia inversa sobre el desarrollo de éstos. En La ideología alemana, Marx y Engels
puntualizaron que los hombres, al desarrollar su producción y su intercambio materiales, no
sólo transforman la realidad y las relaciones que establecen entre ellos mismos, sino que
también modifican su pensamiento y los productos de su pensamiento. Con el simultáneo
desarrollo de la actividad material e intelectual, surgen nuevas tareas cognoscitivas y la
propia práctica establece los criterios fundamentales acerca de la adecuación y la veracidad
de los conocimientos.
Ahora bien, la actividad humana se plasma y adquiere carácter concreto bajo dos
formas fundamentales que se interconectan dialécticamente: de un lado, como relaciones
sociales por completo objetivas, dentro de las cuales tiene lugar la producción material y
espiritual; y, del otro, como acción de sujetos que obran prácticamente, que desarrollan una
actividad subjetiva. Marx enfatizó en el nexo dialéctico entre estas dos formas, por ejemplo,
en el análisis del capital constante y el capital variable hecho en El Capital: “el factor
subjetivo de la producción, es decir,… la fuerza de trabajo puesta en acción… crea a cada
instante con su actividad un valor adicional, un nuevo valor”. Antes, en los Grundrisse, ya
había señalado de modo puntual que “la sociedad no se compone de individuos, sino que
expresa la suma de las relaciones y las condiciones en las cuales se encuentran estos
individuos los unos respecto a los otros”; y además que, en determinada medida, estas
relaciones sociales están definidas por poseer diferencias con los sujetos que actúan dentro
de ellas, o sea, con la actividad, con la subjetividad: “si en general las relaciones sociales
han de adquirir fijeza, sólo pueden ser pensadas diferenciándolas de los sujetos que ellas
relacionan”. Surgidos en su origen de una primaria y limitada actividad de los individuos,
tales nexos se fueron desarrollando con determinada velocidad en función del ascendente
perfeccionamiento del trabajo y de las herramientas utilizadas, para ir alcanzando estructura
y funciones cada vez más relevantes y constituir un nivel específico y cualitativamente
nuevo de la realidad: el nivel social-objetivo, regido por sus propias leyes, poseedor de
independencia con respecto a los sujetos y determinante y condicionante de modo particular
de la actividad misma de los hombres en cada una de las sociedades de clases antagónicas
conformantes de la civilización. Pero por su vínculo dialéctico con la actividad subjetiva de
los individuos, las relaciones sociales son al mismo tiempo praxis de los sujetos (ya que si
no fuera así su objetividad y sus leyes no se diferenciarían en nada de la objetividad y las
leyes de la naturaleza), aunque su específica objetividad es irreductible a la subjetividad de
los hombres, es decir, de ningún modo puede ser psicologizada.
Sintetizando, en las Tesis están contenidos dos de los fundamentales descubrimientos
del Marx juvenil: que existe un nexo real entre la objetividad de las relaciones sociales y la
actividad subjetiva; y que, dentro de ese nexo, las relaciones sociales constituyen la esencia
humana de los sujetos activos. De esto se desprende que cada individuo tiene disposiciones
y cuenta con posibilidades concretas para apropiarse o hacer suya dicha esencia, ya que la
configuración de la objetividad histórica de la esencia humana implica el proceso de
determinación o generación de los sujetos a partir de las relaciones sociales. En su inicio,
ese proceso generativo tiene un carácter externo para luego pasar al momento de la
configuración interna de cada sujeto, y es en la determinación exterior de la interioridad
subjetiva donde las individualidades adquieren rasgos histórico-concretos. En otros
términos, el proceso de determinación de los individuos y de su actividad transcurre desde
la externalidad de las relaciones sociales hacia su internalización por el sujeto en forma de
procesos y fenómenos psíquicos. Sin embargo, dicha determinación sólo puede realizarse a
través de la especifica diferenciación cualitativa de las condiciones internas de cada
individuo, la que a su vez se explica en cierta medida como tal en función del propio
proceso de determinación: primordialmente, las relaciones sociales actúan como causa de la
subjetividad psicológica, pero no lo hacen de modo limitante o reductor sino manteniendo
los rasgos especiales que conforman el ámbito de las funciones de la personalidad. Por otro
lado, los sujetos ejercen una retroacción o acción inversa sobre las condiciones objetivas,
externas: los hombres son producto de las circunstancias, de las relaciones sociales, pero
actúan para transformarlas y con ello también se auto-producen; es decir, son seres
determinados y al mismo tiempo determinantes, son productos sociales que con su
actividad modifican el mundo, hacen la historia y se hacen a sí mismos.
Basándose en estos criterios marxianos, Leóntiev indica que “la actividad es una
unidad molecular, y no una unidad aditiva de la vida del sujeto corporal, material. En un
sentido más estricto, es decir, a nivel psicológico, es la unidad de vida mediatizada por el
reflejo psicológico, cuya función real consiste en orientar al sujeto en el mundo objetivo.
En otras palabras, la actividad no es una reacción, ni un conjunto de reacciones, sino un
sistema que tiene su estructura, sus transiciones y transformaciones internas, su desarrollo”.
Su forma genéticamente primaria y básica, es decir, la acción exterior, práctico-sensorial
sobre la realidad, forma parte de “un proceso que entraña las contradicciones dinámicas, los
desdoblamientos y transformaciones internas que generan el psiquismo, el cual constituye
un momento necesario del propio movimiento de la actividad, de su desarrollo”.
De allí que la actividad tenga una forma subjetiva, propia del sujeto que actúa, y que
a la vez esté definida por poseer un carácter objetivado, es decir, transformador de la
realidad exterior a ese sujeto: “La característica básica o, como suele decirse, constitutiva
de la actividad es su objetividad. En rigor, en el concepto mismo de actividad está
implícitamente contenido el concepto de su objeto. La expresión ‘actividad no objetivada’
carece de todo sentido… El objeto de la actividad aparece de dos maneras: primero, en su
existencia independiente como subordinando y transformando la actividad del sujeto; y
segundo, como imagen del objeto, como producto del reflejo psíquico de sus propiedades,
el cual se efectúa como resultado de la actividad del sujeto sin que pueda efectuarse de otro
modo”. La naturaleza objetiva de la actividad y del contenido de su reflejo psíquico está,
pues, evidenciada en sus propios orígenes. Por tanto, “el desarrollo del contenido de la
actividad encuentra su expresión en el desarrollo del reflejo psíquico subsiguiente, el cual
regula la actividad en el medio concreto”. La actividad tiene, entonces, como “función
especial… situar al hombre en la realidad objetiva y transformar a ésta en una forma de la
subjetividad”. Cuando el hombre se vincula con el mundo real, lo refleja y actúa sobre él
para transformarlo, despliega sus potencialidades, crea cosas nuevas y deposita en ellas las
capacidades, habilidades, conocimientos, sentimientos y todo lo que forma parte de su
subjetividad; es decir, en dichas cosas se hallan objetivados, encarnados, tales rasgos hasta
el punto de que son los propios sujetos los que se objetivan con sus acciones creativas, o
sea, se realizan como seres humanos. En otras palabras, esta objetivación no es un simple
desprendimiento de la actividad, sino que representa la necesidad de la forma subjetiva de
la actividad misma.
Leóntiev agrega que cualesquiera que sean las condiciones en que se desarrolle la
actividad del hombre, lo mismo que la estructura y las formas que ella adopte, no es posible
considerarlas separadas de las relaciones sociales, aisladas de la vida de la sociedad. “Pese
a toda su diversidad, la actividad del individuo humano es un sistema incluido en el sistema
de relaciones sociales. Al margen de tales relaciones, esa actividad no existe en absoluto…
(pues) está determinada por las formas y medios de la comunicación material y espiritual
generados por el desarrollo de la producción y que no pueden efectuarse de otro modo que
en la actividad de los hombres concretos”. Naturalmente, la actividad de un sujeto dado
“depende, además de su lugar en la sociedad, de las condiciones que le tocan en suerte y de
cómo él se va conformando en circunstancias individuales que son únicas”. Pero es en la
sociedad donde “el hombre encuentra… no sólo las condiciones externas a las que debe
acomodar su actividad, sino que esas mismas condiciones sociales conllevan los motivos y
los fines de su actividad, sus procedimientos y medios; en una palabra, la sociedad produce
la actividad de los individuos que la conforman” (3).
La existencia social de los hombres, apuntó Marx, constituye el proceso real de su
vida y, bien vista, esa vida puede entenderse como el conjunto sistémico de actividades que
se alternan y sustituyen las unas a las otras. Y los individuos, en el curso de sus variadas
acciones, elaboran la imagen psíquica de los objetos concretos con los que operan, es decir,
convierten tales objetos en representaciones sensorio-racionales, en formas subjetivas. Pero
el reflejo psíquico del mundo socio-natural no es generado directamente por las influencias
externas, sino que se construye a través de los procesos con los que el sujeto se vincula de
modo práctico con ese mundo concreto y que, por ello mismo, están necesariamente
subordinados a las propiedades y relaciones independientes de éste, el cual fija y estabiliza
el contenido objetivo de dicho reflejo. La actividad subjetivo-objetivada para conocer y
transformar la realidad es, entonces, la praxis del sujeto individual y social. En ella, lo
esencial está centrado en la interacción con el medio socio-natural, interacción que tiene
como eslabón principal los procesos internos que mediatizan los vínculos del sujeto con esa
realidad. Precisamente, merced a tales procesos en el sujeto surge el reflejo psíquico de la
realidad, se produce la transición de lo material a lo ideal, de lo externo a lo interno; es
decir, la actividad del sujeto, siempre externa y práctica en su inicio, adquiere luego gracias
a tales procesos la forma de actividad interior, de actividad de la conciencia y del
pensamiento. En simultáneo a la transición del objeto a su forma subjetiva, se produce
también la transición de la actividad a sus resultados concretos, a sus productos. Desde este
ángulo, la actividad representa un proceso en el que se concretizan las transiciones
recíprocas entre los polos sujeto-objeto, siendo más notorias en el polo del objeto
modificado por la acción humana. En la Introducción a los Grundrisse, Marx ejemplificó
tales transiciones señalando que “la producción crea no sólo un objeto para el sujeto, sino
también un sujeto para el objeto”, con lo que “en la producción el hombre se objetiviza y en
el consumo el producto se subjetiviza”.
En las etapas iniciales de su desarrollo, la actividad tiene necesariamente la forma de
procesos externos y la imagen psíquica es el producto de esos procesos que, en los hechos,
ligan al sujeto con la realidad objetiva. Pero como esa actividad social e individual no es
estática, sino que se va volviendo cada vez más compleja, entonces su regulación también
incrementa su complejidad, lo que implica el creciente perfeccionamiento de las formas del
reflejo psíquico y de su función reguladora. La comprensión objetiva de ésta y de su
ascendente complicación, exige tener en cuenta el rol de la llamada interiorización o
proceso de transición de la actividad externa hacia la actividad interna; es decir, la
conversión de las acciones y operaciones concreto-exteriores con objetos materiales en
acciones y operaciones que transcurren en el plano psíquico, que tienen lugar en el nivel de
la conciencia y el pensamiento de manera generalizada, verbalizada y concentrada para
tornarse capaces de dar continuidad a un desarrollo que trasciende las posibilidades de la
propia actividad exterior. Se trata de lo que H. Wallon denominó traslación “del acto al
pensamiento”, de la senso-motricidad a la racionalidad; y que para L. Vigotski representó el
proceso de la formación y desarrollo de las funciones psíquicas superiores, propias del ser
humano. En el campo de la ciencia, diversos estudiosos habían mostrado preocupación por
desentrañar la conversión de lo externo en interno, pero sus mecanismos y formas
constituían para ellos una incógnita indescifrable. El enorme mérito de dilucidar la
interiorización en su esencia y en su condición de proceso fundamental en la ontogénesis,
en la formación y desarrollo del individuo, correspondió a esos dos grandes investigadores.
Desde una posición dialéctico-materialista y colocando en el centro del análisis la vida
social-concreta, la actividad real del sujeto y lo que de ellas se deriva, Wallon y Vigotski
encararon y resolvieron científicamente el problema de modo creativo y original, cada cual
a su manera pero ambos coincidiendo notablemente en lo esencial aunque uno y otro
enfatizaran en determinados aspectos o resaltaran ciertos matices y detalles.
La cardinal contribución científica de Wallon la hemos examinado en otro texto (4),
pero más adelante destacaremos algunos de sus aportes fundamentales acerca del proceso
ontogénico y el origen del psiquismo y el pensamiento. Cabe, por tanto, abordar aquí la
contribuión igualmente fundamental de Vigotski. Su análisis de la transformación de lo
externo en interno tiene como base la concepción materialista-histórica del hombre y las
precisiones de Marx y Engels acerca de las particularidades de la actividad específicamente
humana, es decir, la labor productiva llevada a cabo utilizando instrumentos. Ésta es social
desde su origen y sólo puede realizarse y desarrollarse mediante la comunicación, el
intercambio subjetivo y la cooperación entre los individuos, condiciones que a su vez
exigen relaciones y regulaciones definidas. Desde esta base, remarcó que la peculiaridad
característica del ser humano y de su conducta radica evidentemente y “ante todo en la
naturaleza social del hombre y en su nuevo… modo de adaptación” al mundo real, lo
mismo que en las cualidades estructural-funcionales de su cerebro: éste “es el cerebro de un
ser social y… las leyes de la actividad nerviosa superior del hombre se manifiestan y actúan
en la personalidad humana”. El logro de dicha adaptación requiere modificar activa y
conscientemente la naturaleza; y, a la vez, una auto-transformación y la regulación de la
conducta: “a cada etapa determinada en el dominio de las fuerzas de la naturaleza
corresponde siempre una determinada etapa en el dominio de la conducta”. De allí que la
propia vida en sociedad sea la que “crea la necesidad de subordinar la conducta del
individuo a las exigencias sociales y conforma, al mismo tiempo, complejos sistemas de
señalización, medios de relación orientadores y reguladores de la formación de nexos
condicionados en el cerebro de cada individuo. La organización de la actividad nerviosa
superior crea la premisa indispensable, crea la posibilidad de regular la conducta desde
fuera”.
De este modo, el hombre mismo crea las incitaciones que determinan sus privativas
reacciones: “la creación y el empleo de estímulos artificiales, en calidad de medios
auxiliares para dominar las reacciones propias, es precisamente la base de esa nueva forma
de determinar el comportamiento que diferencia la conducta superior de la elemental”, con
lo que psicológicamente el ser humano debe conducirse ante la existencia simultánea de
estímulos dados naturalmente y estímulos que él mismo produce. En otros términos, la
conducta humana “se distingue precisamente por el hecho de que es el hombre quien crea
los estímulos artificiales de señales y, ante todo, el grandioso sistema de señales del
lenguaje, dominando así la actividad de señalización de los hemisferios cerebrales. Si la
actividad fundamental y más general de los grandes hemisferios en los animales y en el
hombre es la señalización, la actividad más general y fundamental del ser humano, la que lo
diferencia en primer lugar de los animales desde el punto de vista psicológico, es la
significación, es decir, la creación y el empleo de los signos,… de señales artificiales”.
Históricamente, en el proceso de despliegue de la sociedad el hombre ha creado y
desarrollado “sistemas sumamente complejos de relación psicológica sin los cuales serían
imposibles la actividad laboral y toda la vida social”. Por su propia naturaleza y función,
los medios de conexión psicológica son signos, es decir, estímulos artificiales destinados a
influir en la conducta y a formar nuevos nexos condicionados en el cerebro humano: “A un
nuevo tipo de conducta debe forzosamente corresponder un nuevo principio regulador de la
misma, y lo hallamos en la determinación social del comportamiento que se realiza con
ayuda de los signos”. Creando un aparato de señales o sistema de estímulos condicionados
artificiales capaces de generar nexos cerebrales de nuevo tipo y provocar las necesarias
respuestas del organismo, el hombre da significado a su conducta: “Es el hombre quien
forma desde fuera conexiones en el cerebro, lo dirige y, a través de él, gobierna su propio
cuerpo”. Por consiguiente, los signos son “los estímulos/medios artificiales introducidos
por el hombre en la situación psicológica para cumplir la función de auto-estimulación.
Todo estímulo condicionado creado por el hombre de modo artificial y que se utiliza como
medio para dominar la conducta (propia o ajena) es un signo. Dos momentos son, por tanto,
esenciales para el concepto de signo: su origen y su función”.
Ahora bien, el uso de los signos evidencia en cierto sentido una determinada analogía
con la utilización de herramientas para la producción material: “la invención y el empleo de
signos como medios auxiliares para la solución de alguna tarea psicológica planteada al
hombre (memorizar, comparar algo, informar, elegir, etc.) supone en un momento, desde su
faceta psicológica, una analogía con la invención y el empleo de las herramientas”. Ese
rasgo esencial de los signos en la determinación social de la conducta “es analógico con el
papel de las herramientas en una operación laboral”, lo que equivale a referirse a la función
instrumental del signo, es decir, a su función de estímulo/medio en relación con alguna
operación psicológica y como instrumento de la actividad humana. La herramienta y el
signo presentan una similitud basada en su común función mediadora, por lo que desde el
punto de vista psicológico pueden ser incluidos en una misma categoría. Y desde una visión
lógica, ambos son susceptibles de apreciarse como conceptos subordinados al concepto más
general de actividad mediadora. Sin embargo, “no pueden considerarse en ningún caso
como iguales por su significación e importancia, por la función que realizan, que no agotan
además todas las dimensiones del concepto de actividad mediadora”. Es decir, ambos
conceptos pueden ser relacionados lógicamente, pero poseen distinta raíz genética o
funcional real.
De hecho, la analogía entre herramienta y signo, “como cualquier otra analogía, no
puede ser llevada hasta el fin, hasta la coincidencia plena o parcial de los criterios
esenciales o principales de los conceptos que se comparan. Por ello, no cabe esperar de
antemano que en esas adaptaciones que llamamos signos se encuentren muchas similitudes
con las herramientas de trabajo. Más aún, al lado de rasgos similares y generales en una y
otra actividad debemos constatar, asimismo, rasgos distintivos fundamentales que son
antagónicos en cierto modo”. En efecto, como base de la divergencia real de ambas líneas
de la actividad, entre el signo y la herramienta existe una “diferencia esencialísima… que
es su distinta orientación. Por medio de la herramienta, el hombre influye sobre el objeto
de su actividad; la herramienta está dirigida hacia fuera: debe provocar unos u otros
cambios en el objeto; es el medio de la actividad exterior del hombre, orientado a modificar
la naturaleza. El signo no modifica nada en el objeto de la operación psicológica: es el
medio del que se vale el hombre para influir psicológicamente en su propia conducta y en la
de los demás; es un medio para su actividad interior, dirigida a dominar al propio ser
humano: el signo está orientado hacia dentro. Ambas actividades son tan diferentes que la
naturaleza de los medios empleados no puede ser la misma en los dos casos”. No obstante,
“hay un nexo real entre esas actividades y, por consiguiente, un nexo real de su desarrollo
en la filogénesis y la ontogénesis. El dominio de la naturaleza y el dominio de la conducta
están recíprocamente relacionados, tal como la transformación de la naturaleza por el
hombre implica también la transformación de la propia naturaleza de éste” (5).
Todo lo señalado por Vigotski sirve de base para explicar “el paso desde la influencia
social exterior al individuo, a la influencia social interior al individuo”. La comprobación
experimental demuestra objetiva y claramente que “toda función psíquica superior pasa
ineludiblemente por una etapa externa de desarrollo porque la función es al principio social.
Este es el punto central de todo el problema de la conducta interna y externa”. Desde esta
perspectiva, él anota que “cuando decimos que un proceso es externo queremos decir que
es ‘social’. Toda función psíquica superior fue externa por haber sido social antes que
interna; la función psíquica propiamente dicha era antes una relación social de dos
personas. El medio de influencia sobre sí mismo era inicialmente el medio de influencia
sobre otros, o el medio de influencia de otros sobre el individuo”. Por consiguiente, “todo
lo interno en las funciones psíquicas superiores fue antaño externo. Si bien el signo fue al
principio un medio de comunicación y tan sólo después pasó a ser un medio de conducta de
la personalidad, resulta por completo evidente que el desarrollo cultural se basa en el
empleo de los signos y que su inclusión en el sistema general del comportamiento
transcurrió inicialmente en forma social, externa”.
El lenguaje, como función principal de las relaciones sociales y centro funcional de la
conducta socio-cultural del individuo, evidencia de modo particular el tránsito, desde fuera
hacia dentro, de las funciones sociales hacia las funciones individuales. La regulación del
comportamiento ajeno utilizando la palabra lleva gradualmente a la formación de la
conducta verbalizada del sujeto y, por ello, desde un ángulo genético las relaciones de las
funciones psíquicas superiores deben ser incluidas en las relaciones objetivas entre los
hombres. En su momento, “las relaciones entre las funciones psíquicas superiores fueron…
relaciones reales entre los hombres. Me relaciono conmigo mismo tal como la gente se
relaciona conmigo. Al igual que el pensamiento verbal equivale a la transferencia del
lenguaje externo al interior del individuo, al igual que la reflexión es la internalización de
la discusión, así también psíquicamente la función de la palabra, según Pierre Janet, sólo
puede explicarse si recurrimos a un sistema más amplio que el propio hombre. La
psicología primaria de las funciones de la palabra es una función social y si queremos saber
cómo funciona la palabra en la conducta del individuo, debemos analizar ante todo cuál ha
sido su función anterior en el comportamiento social de los hombres”.
Así, pues, el desarrollo cultural se basa en el empleo de los signos, cuya inclusión en
el sistema general del comportamiento se produjo y transcurrió inicialmente en forma
social, externa. La actividad mediadora, la utilización de signos externos como medio para
el desarrollo ulterior de la conducta, es la base estructural de las formas culturales de la
conducta misma. Obviamente, “cada nueva forma de experiencia cultural no surge
simplemente desde fuera, con independencia del estado del organismo en un momento
dado del desarrollo, sino que el organismo, al asimilar las influencias externas, al asimilar
toda una serie de formas de conducta, las asimila de acuerdo con el nivel de desarrollo
psíquico en que se halla”. Pero esta circunstancia no contradice ni niega en modo alguno el
hecho concreto de que “todas las funciones psíquicas superiores son relaciones de orden
social interiorizadas, son el fundamento objetivo de la estructura social de la personalidad.
Su composición, estructura genética y modo de acción, en una palabra, toda su naturaleza
es social; incluso al convertirse en procesos psíquicos sigue siendo casi social… La
naturaleza psíquica del hombre viene a ser un conjunto de relaciones sociales trasladadas
al interior y convertidas en funciones de la personalidad y en formas de su estructura”.
Objetivamente, en calidad de mediadoras del nexo del hombre con el mundo en el
que concretiza su vida real, la actividad externa y la actividad interna poseen la misma
estructura y, debido a ello, ambas se entrelazan íntimamente y se convierten cada vez más
la una en la otra, y viceversa. A pesar de todas las serias alienaciones que agobian a los
seres humanos en las condiciones sociales contemporáneas, el trabajo físico, exterior, para
la transformación práctica de los objetos materiales está impregnado por las más complejas
acciones intelectuales y moviliza el conjunto del aparato psíquico del individuo; y la
actividad interna, mental, en especial la cognitiva, se halla repleta de procesos que tienen la
forma de acciones externas. De hecho, pues, aun cuando puedan presentar distorsiones
verificables y atribuibles en su origen a las contradicciones antagónicas de la actual vida
social, los irrompibles nexos entre ambos procesos de la actividad, distintos por su forma
pero unidos por tener la misma estructura, implican transiciones recíprocas que evidencian
la inexistencia de separación de la actividad externa y la actividad interna. Ésta deriva de la
primera y no difiere ni se superpone a ella, sino que conserva su vínculo de principio y
además bilateral con la misma. Las mutuas transiciones de ambas, al decir de Leóntiev,
conforman el más importante movimiento de la actividad humana en su desarrollo histórico
y ontogénico.
En función de todo lo anterior, Vigotski precisa que las funciones psíquicas
superiores “no son un producto de la biología, ni de la historia de la filogénesis pura, sino
que el propio mecanismo que subyace en tales funciones es una copia de lo social”. El
factor determinante de la conducta del hombre no es la naturaleza, sino la sociedad y en
ello deben basarse todas las consideraciones acerca de la ontogénesis, de la formación y
desarrollo del individuo. El psiquismo humano surgió como un resultado necesario de la
vida social y la actividad laboral, desarrollándose en el curso de la filogenia hasta alcanzar
el nivel de las funciones psíquicas superiores propio del hombre actual y continuando ese
desarrollo en la ontogenia. Estas funciones superiores “se caracterizan por una relación
especial con la personalidad. Representan la forma activa de las manifestaciones de la
personalidad… Las formas culturales de la conducta son, precisamente, las reacciones de la
personalidad… en su totalidad. El desarrollo de la personalidad y el desarrollo de sus
reacciones son, de hecho, dos aspectos de un mismo proceso”. Por eso, “el estudio del
desarrollo cultural de las funciones psíquicas superiores es lo que permite trazar el camino
del desarrollo de la personalidad del niño”. A lo largo de su proceso evolutivo, el niño
“empieza a aplicar a su persona las mismas formas de comportamiento que al principio
otros le aplicaban a él;… el propio niño asimila las formas sociales de la conducta y las
transfiere a sí mismo…. A diferencia de Piaget, consideramos que el desarrollo (del niño)
no se orienta a la socialización, sino a convertir las relaciones sociales en funciones
psíquicas”. En ese desarrollo, “el signo, al principio, es siempre un medio de relación
social, un medio de influencia sobre los demás y tan sólo después se transforma en un
medio de influencia sobre sí mismo”, y esta circunstancia se evidencia en el lenguaje
externo que inicialmente “es un medio de comunicación con los demás y sólo más tarde, en
forma de lenguaje interno, se convierte en un medio del pensamiento”.
Por consiguiente, en su consideración como ley genética general del desarrollo
cultural, se puede afirmar con total validez que “toda función en el desarrollo cultural del
niño aparece en escena dos veces, en dos planos: primero en el plano social y después en el
psicológico, al principio entre los hombres como categoría inter-psíquica y luego en el
interior del niño como categoría intra-psíquica. Lo dicho se refiere por igual a la atención
voluntaria, a la memoria lógica, a la formación de conceptos y al desarrollo de la voluntad”.
Naturalmente, “el paso de lo externo a lo interno modifica el propio proceso (de desarrollo),
transforma su estructura y funciones. Detrás de todas las funciones superiores y sus
relaciones se encuentran genéticamente las relaciones sociales, las auténticas relaciones
humanas”, de modo que “el resultado fundamental de la historia del desarrollo cultural del
niño podría denominarse como sociogénesis de las formas superiores del comportamiento”
(6).
En definitiva, pues, las actividades internas, psíquicas, derivan de la actividad
práctica basada en el trabajo social establecido históricamente y en función del cual se ha
producido la formación y desarrollo del ser humano. Dichas actividades van emergiendo de
modo progresivo en el curso del desarrollo ontogénico, sobre la base de la realización de
las acciones exteriores y enlazadas orgánicamente con los cambios de forma del reflejo
psíquico de la realidad y con el surgimiento de la conciencia, es decir, con el reflejo de la
propia actividad y de sí mismo por parte del sujeto. Por tanto, la interiorización, la
conversión de lo externo en interno, no consiste en el “espontáneo” desplazamiento de la
actividad exterior a un preexistente “plano mental” de conciencia, sino que constituye el
proceso de formación y desarrollo de un nuevo y superior nivel en la vida del individuo. La
conciencia individual y las funciones psíquicas superiores sólo pueden existir en necesaria
correlación con las relaciones sociales y la conciencia social, contando con el sustrato
objetivo del lenguaje que es el obligatorio medio de comunicación en la vida colectiva y el
portador de los significados socialmente elaborados y fijados en él. La conciencia y las
funciones psíquicas superiores no son, entonces, innatas, algo dado que se manifiesta de
modo “natural”, sino que son productos sociales expresados en términos personales.
Con lo hasta aquí anotado, cabe señalar que el proceso ontogénico tiene a la infancia
como etapa inicial y, por consiguiente, su estudio conlleva el registro preciso de las
tendencias esenciales del conjunto de cambios cuantitativos y cualitativos que, comenzados
desde la concepción y desplegados luego del nacimiento siempre bajo la influencia decisiva
de las relaciones sociales, van ocurriendo tanto en el plano de la conformación somático-
fisiológica, cuanto en el nivel del proceso de configuración y desarrollo del psiquismo, de
las funciones psicológicas superiores y de la personalidad. En la infancia, el niño debe
empezar a hacer realidad de modo adecuado la transformación de las relaciones sociales en
procesos psíquicos (es decir, la conversión de lo externo en interno) a través de la
apropiación o asimilación individualizada, singularizada, del patrimonio histórico y
cultural de la humanidad. Mediante la dinámica realización en curso ascendente de su
actividad, del aprendizaje de diversas acciones y operaciones práctico-cognoscitivas con
los objetos, instrumentos y saberes en los que está cristalizada la actividad humana, debe
reproducir en sí mismo las propiedades, capacidades y procedimientos humanos de vida y
labor material y espiritual configurados socio-históricamente.
Al respecto, el psicólogo Jean Chateau ha enfatizado en la enorme significación de la
infancia precisando que “no podemos definir al niño sin delimitar también al hombre… Lo
propiamente humano… es esa potencia de progreso que, nacida de lo orgánico, constituye
lo social. Incluso si se considera justamente que el niño recibe de la educación los
caracteres propiamente humanos, es decir, sociales, sigue siendo verdad que sólo la ‘cría’
del hombre puede verdaderamente educarse: el animal sólo puede guiarse o condicionarse.
El niño es un ‘educable’ en potencia”. Objetivamente, pues, “el proceso de humanización
que transforma progresivamente al niño en adulto” es un trayecto que contiene infinitas
posibilidades de educación y aprendizaje; y “ese recorrido, esa subida hacia el adulto
constituye verdaderamente la infancia: en esa subida se halla el verdadero fenómeno
humano… El niño no es un hombre, pero es un movimiento hacia el hombre”. Y tal avance
tiene como fuerza dinamizadora fundamental la actividad infantil.
Sobre esta base, Chateau aporta valiosos e insoslayables criterios que vale la pena
citar in extenso: “el niño nace en el ‘tejido social’…; apenas nacido es… vigilado por la
mirada afectuosa y atenta de sus familiares. Ya ocupa un lugar en el casillero social:
desempeña un papel, aunque aún no se percate de ello”. Por tanto, “propiamente hablando,
no debería emplearse el término ‘socialización’. La infancia no corresponde a una
integración en la sociedad de un ser anteriormente asocial, sino a un cambio de estatuto: el
estatuto del ‘bebé’ en la cuna no es el del niño de 7 años que ha de ir a la escuela… Antes
de la toma de conciencia de la personalidad, que se realiza durante el segundo o tercer año
de vida, el niño no conoce aún nada de la sociedad sino de un modo animal: la verdadera
sociedad humana, que implica determinada reciprocidad, requiere tiempo para instaurarse
en su conciencia. Hay, pues, incluso en lo social, un progreso de la animalidad a la
humanidad, una formación progresiva del hombre. En ese sentido, al término
‘socialización’ preferiríamos el de ‘humanización’, que es más justo”.
Naturalmente, es por completo necesario “distinguir bien esa humanización de lo que
ordinariamente se llama hominización… La hominización es el conjunto de procesos, ya
biológicos, ya psicológicos y sociales, que están en el origen de la emergencia del Homo
sapiens. Y, sin duda, se trate de humanización o de hominización, el resultado final es el
hombre: los progresos tienen el mismo desenlace. Puede inclusive considerarse (con ciertas
reservas) que esos dos progresos tienen el mismo punto de partida, porque no hay sin duda
tantas diferencias entre el ‘bebé’ del Homo habilis y el del Homo sapiens. Pero la
convergencia no se extiende a los procesos intermedios, que son muy diferentes. El niño de
hoy se halla, desde su nacimiento, inmerso en un baño de civilización: vive en un ambiente
de adultos, los oye hablar, los ve sonreír, está colocado en una blanda cuna; abre los ojos al
mundo artificial constituido por los inmediatos alrededores, previstos para su uso por
generaciones de madres, y alrededores más lejanos que son humanos también: muebles,
paredes, etc. Este ambiente formador le falta no sólo al niño del Homo habilis, sino también
a sus padres, sin que puedan beneficiarse de ese cortocircuito educativo que es una de las
capitales adquisiciones de nuestra civilización. Así, la marcha que los lleva hacia el hombre
no puede ser la misma: cada nueva etapa ha de ser inventada, y no aprendida. Si se dejan
aparte los factores propiamente biológicos, que ya sabemos no pueden bastar, la
hominización revela en todo momento un impulso hacia adelante, un ‘ser más’… Cuando
se considera esa magnífica aventura que ha desembocado en el hombre de hoy, ha de
reconocerse que nuestros antepasados, con su mentalidad limitada, poseían ya ese espíritu
de aventura y ese gusto del peligro que ha hecho la grandeza de la especie”.
En definitiva, por todo esto “es… más sorprendente que algunos psicólogos no
encuentren esa levadura en la tierna masa de nuestros niños contemporáneos, como si se
hubiese perdido la chispa que, en la animalidad, encendió la gran hoguera de nuestros
miedos y nuestra luchas de hombres. Es que la humanización oculta demasiado la
hominización. Tenemos excesiva tendencia a no ver más que los estímulos, las incitaciones
venidas de los adultos, ese camino bien trillado por el que anda la ‘cría’ del hombre. Nos
parece, entonces, que la humanización es sólo obra de los adultos y de los elementos que
disponen alrededor del niño. Porque el camino ya no está lleno de maleza, porque no hay
que desbrozarlo, se olvida que aún está allí y que no basta que se abra ante el niño para que
lance por él sus vacilantes pasitos. Por eso es bueno volver un poco atrás y pensar en los
lejanos antepasados que han abierto ese camino: su marcha nos enseña que, detrás de la
humanización, hay todavía una hominización que no va de por sí; que los coadyuvantes
venidos de la civilización son sólo coadyuvantes, y que los modelos no son más que
modelos”. Es fundamental, pues, tener en cuenta la importancia de la actividad del niño en
el proceso de su auto-construcción, ya que “cada cual, desde la cuna, ha de poner su parte,
hacer esfuerzos, emprender intencionadamente el camino y realizar de nuevo las viejas
conquistas. La civilización ha podido establecer un cortocircuito, pero eso apenas cambia la
distancia en línea recta que separa el punto de partida del de llegada, ni modifica tampoco
la energía que ha de desplegar el caminante. Hemos de ser prudentes y, detrás de la
humanización, buscar siempre esa fuerza específica que sólo el hombre puede promover”
(7). Así, al contrario de lo que pudiera creerse y aunque el apoyo adulto sea de absoluta
necesidad, el niño tiene ante sí una tarea de auto-construcción que no es fácil ni simple,
sino ardua y muy compleja, proceso cuyo adecuado encaramiento requiere la previa
precisión de algunos aspectos básicos que tienen importancia fundamental.
Dialéctica de la ontogenia humana
En términos generales, la formación y desarrollo del individuo constituye un proceso
que abarca toda la vida de un sujeto dado y en el que van teniendo lugar una serie de
modificaciones sucesivas, progresivas e internamente relacionadas tanto en lo concerniente
a su estructura orgánico-funcional cuanto a su carácter de ser social consciente, de persona.
Se trata de un proceso único e integral, expresado en diferentes aspectos (morfo-fisiológico,
psíquico, social y cultural) cada cual poseedor de cualidades específicas, con una dinámica
que va de lo simple a lo complejo y de la indiferenciación al conjunto diferenciado; y que
incluye no sólo la inicial aparición de elementos y órganos relativamente separados entre sí,
sino también la progresiva configuración (ya desde el período intrauterino) de sistemas y la
unificación jerárquica de éstos para conformar una totalidad única, una nueva estructura
integral dotada de nuevas cualidades.
En efecto, este desarrollo se manifiesta ante todo en el crecimiento físico del
organismo y en el paulatino incremento de sus posibilidades funcionales. Tal crecimiento
de los diversos órganos ocurre asincrónicamente y de modo irregular, por lo que los
cambios que ocurren en las proporciones del organismo en despliegue y el ritmo evolutivo
de éste no son homogéneos, sino que se producen con la alternancia de períodos de
aceleración y de lentificación; y lo mismo sucede en los planos fisiológico y psíquico. Sin
embargo, en un viraje esencial con respecto a cualquier otro proceso de desarrollo en el
mundo viviente, la formación y desenvolvimiento del individuo humano no se limita a
simples cambios cuantitativos, de aumento o disminución física puramente naturales de los
atributos propios del sujeto dado; sino que se caracteriza por incluir la emergencia de
transformaciones, de modificaciones cualitativas y de la configuración de rasgos, funciones
y propiedades nuevas en el curso del proceso mismo sobre la base de la actividad social de
ese sujeto, lo cual significa la formación de nuevas estructuras, un desarrollo de inédito
tipo. Así, dentro de la unidad inescindible de crecimiento y desarrollo, va teniendo lugar el
despliegue individual de los atributos orgánico-funcionales, psíquicos y socio-culturales en
un curso incesante que muestra a la vez objetivos “intervalos de continuidad”, con lo que
dialécticamente el individuo cambia y sigue siendo él mismo.
Por su esencia social y cultural, la configuración y desarrollo del individuo humano
posee carácter, contenido y riqueza inhallables en el mundo zoológico y es más prolongada
que la de las especies animales más evolucionados: incluso luego del logro de la completa
madurez física del organismo, el desarrollo del hombre prosigue a nivel psíquico y cultural.
Este proceso tiene inicio en el período intrauterino y continúa luego del nacimiento a través
de una cadena de estadios sucesivos, caracterizados cada uno de ellos por determinados
rasgos propios en el crecimiento/desarrollo orgánico, las inter-relaciones con el entorno
inmediato y el medio social, la estructura de la actividad global y de la psíquica en
particular, y las particularidades del nexo interno de los procesos psicológicos y las
propiedades de la personalidad. La secuencia de esos estadios constituye un movimiento
interno necesario e irreversible, es decir, significa un auto-movimiento del conjunto del
organismo del individuo desde los peldaños elementales de vida a los superiores y en el que
todo lo nuevo que va surgiendo depende de lo que existía antes e influye en lo que
emergerá después. Como proceso de desarrollo, representa el nexo recíproco y la
interacción de las específicas condiciones internas del organismo del individuo con las
condiciones externas de su vida y actividad, vínculo dinámico que tiene expresión definida
en cada uno de los estadios de modo que en la secuencialidad de éstos un estadio dado
adviene preparado por el anterior y pasa a otro nuevo de tipo superior. En el curso de este
proceso, se van formando y desplegando los atributos singularizados o particularizados de
cada individuo a través del paso por escalones vitales generales y comunes para todos los
sujetos, apareciendo las diferencias individuales en el propio proceso de desarrollo y en sus
resultados: en las peculiaridades fisiológicas del sistema nervioso; en las cualidades físicas,
intelectuales, emocionales, morales; en el temperamento, el carácter, las capacidades, las
inclinaciones y los intereses; etc. Cuando todo esto se define y consolida, determina y
condiciona la conducta individual en todos los planos de la actividad social material y
espiritual.
Así, pues, el individuo humano se desarrolla como un complejo sistema de diferentes
estructuras inter-relacionadas e interactuantes que se subordinan entre sí jerárquicamente en
el marco de una funcionalidad capaz de asegurar la actividad vital interna y externa.
Vigotski tuvo muy en cuenta que el proceso ontogénico discurre bajo la dominancia de
leyes sociales que, en su calidad de rectoras del nivel superior de desarrollo de la materia en
nuestro planeta, subsumen e integran en una síntesis cualitativamente nueva a los niveles
inanimado y biológico; y, en función de tal hecho, precisó que las condiciones de vida, la
ley de estratificación (superposición de estructuras en la que las nuevas subordinan a las
antiguas) y la formación de la actividad nerviosa superior hallan expresión en el desarrollo
psíquico y la configuración de la personalidad. Al respecto, anota Rubinstein, es obvio que
“no existe persona sin psiquis, ni siquiera sin conciencia” y, por lo tanto, “los fenómenos
psíquicos se entretejen orgánicamente con la vida total de la persona puesto que la función
vital básica de los procesos y fenómenos psíquicos sin excepción alguna estriba en regular
la actividad de las personas. Condicionados por las influencias externas, los procesos
psíquicos determinan la conducta haciendo mediata su dependencia con respecto a las
condiciones objetivas” de existencia (8). De allí que la actividad psíquica del hombre tenga
su origen en la estimulación de la vida social que actúa sobre las estructuras y la fisiología
del cerebro (base material y órgano del psiquismo), pero que a la vez esa actividad posea
una gran capacidad para retro-actuar sobre sus fuentes, logrando la generación de nuevas
interconexiones en las estructuras y funciones neurales e impulsando así el desarrollo de las
propias capacidades humanas y, en simultáneo, ampliando de modo ilimitado la gama de
posibilidades de conocimiento y acción sobre la sociedad y la naturaleza en rumbo hacia su
transformación creativa.
Ahora bien, refiriéndose al desarrollo en general y al social y humano en particular,
Lenin anotó que una de las leyes fundamentales del mundo objetivo y del conocimiento es
aquella que marca en todo objeto o sistema la existencia de elementos opuestos conectados
recíprocamente e interactuantes dentro de una unidad dialéctica. “La identidad de los
contrarios (quizá fuese más correcto decir su ‘unidad’, aunque la diferencia entre los
términos identidad y unidad no tiene… una importancia particular. En cierto sentido ambos
son correctos) es el reconocimiento (descubrimiento) de las tendencias contradictorias,
mutuamente excluyentes, opuestas, de todos los fenómenos y procesos de la naturaleza
(incluso el espíritu y la sociedad). La condición para el conocimiento de todos los procesos
del mundo en su ‘automovimiento’, en la espontaneidad de su desarrollo, en su existencia
real, es el conocimiento de los mismos como unidad de contrarios. El desarrollo es la
‘lucha’ de los contrarios”.
De esta premisa esencial se sigue que “Las dos concepciones fundamentales (¿o las
dos posibles? ¿o las dos históricamente observables?) acerca del desarrollo (evolución) son:
el desarrollo como aumento y disminución, como repetición; y el desarrollo como unidad
de contrarios (la división de una unidad en contrarios mutuamente excluyentes y su relación
recíproca)”. “En la primera concepción del movimiento, el automovimiento, su fuerza
impulsora, su fuente, su motivo, queda en la sombra (o se convierte a dicha fuente en
externa: Dios, sujeto, etc.). En la segunda concepción, se dirige la atención principal
precisamente hacia el conocimiento de la fuente del ‘auto’-movimiento”. “La primera
concepción es inerte, pálida y seca. La segunda es viva. Sólo ella proporciona la clave para
el ‘automovimiento’ de todo lo existente; sólo ella da la clave para los ‘saltos’, para la
‘ruptura de la continuidad’, para la ‘transformación en el contrario’, para la destrucción de
lo viejo y el surgimiento de lo nuevo”. “La unidad (coincidencia, identidad, igualdad de
acción) de los contrarios es condicional, temporaria, transitoria, relativa. La lucha de los
contrarios mutuamente excluyentes es absoluta, como son absolutos el desarrollo y el
movimiento” (9).
En cuanto al hombre, estos criterios permiten diferenciar esencial y rigurosamente
dos conceptos antagónicos. Por un lado, el de “desarrollo espontáneo”, puramente azaroso,
cuyas fuerzas motrices están mistificadas y que usan los teóricos y representantes de las
concepciones idealistas, biologistas (que lo entienden como ajeno a las condiciones sociales
de vida y fatalmente predeterminado por factores genéticos hereditarios) y mecanicistas
(que lo interpretan sólo como un producto directo, pasivo y cuantitativo de la acción medio-
ambiental sobre el organismo). Y, por el otro, el de espontaneidad del desarrollo, concepto
dialéctico-materialista en el que aquél se asume como proceso de interacciones interno-
externas sujeto a ley, en cuyo curso surgen las contradicciones internas que constituyen la
fuerza motriz real de su auto-movimiento y de la aparición de cualidades nuevas. Es obvio
que hacer esta distinción no tiene nada que ver con un mero juego de palabras, porque
remite a una cuestión fundamental. Todos los procesos y fenómenos en la naturaleza y la
sociedad están causalmente condicionados y regidos tanto por leyes generales como por
leyes específicas para cada ámbito, ocurriendo lo mismo con la formación y desarrollo del
individuo, su psiquismo y todas las particularidades, capacidades y habilidades que le son
inherentes como personalidad. Por tanto, desde el materialismo dialéctico la consideración
del desarrollo humano exige de modo necesario el reconocimiento básico del principio del
determinismo científicamente entendido y opuesto en sus fundamentos a cualquier
presunción idealista, metafísica o mecanicista.
En término generales, las diversas y formales variaciones teóricas de la concepción
idealista, cada cual con sus respectivos matices, rechazan el determinismo con sutilezas o
abiertamente, con modos tornadizos o interpretándolo a su guisa. Asumen que el desarrollo
del hombre sería un proceso “espontáneo” en el que se manifiesta una “esencia humana”
abstracta, eterna e invariable, por lo que tiene sólo un carácter “interno” y transcurre en lo
esencial con independencia de las condiciones objetivas en las que se ubica el individuo.
Estas condiciones son apenas vistas como elementos que, por su externalidad con respecto
al desarrollo, cumplirían únicamente la función de “acompañantes” secundarios de la
actividad del hombre sin desempeñar un rol decisivo en la formación y despliegue de las
capacidades humanas. (En lo fundamental, esta es, por ejemplo, la posición idealista-
activista de Jean Piaget en Psicología). Por su parte, como postura polar y entendiendo de
modo simplista y vulgar las condiciones de existencia del individuo, las concepciones
mecanicistas postulan que su desarrollo sería en lo básico un proceso con nulos o muy
escasos elementos internos de importancia, de carácter pasivo y dependiente directamente y
en su totalidad de esas condiciones exteriores de existencia que actuarían como fuerzas
dinamizadoras para generar y acumular cambios puramente cuantitativos en la conducta del
sujeto. (El conductismo y sus modalidades representan este reduccionismo que, como
Vigotski lo hizo notar con ironía, pretende establecer una “Psicología sin psiquismo”). Pero
aunque pudieran aportar una u otra descripción valiosa acerca de fenómenos internos o
externos del desarrollo humano, el carácter metafísico de las apreciaciones idealistas y
mecanicistas deja de lado las fuerzas motrices reales de ese desarrollo y bloquea las
posibilidades de explicación racional del mismo.
Por el contrario, en la visión dialéctico-materialista todo desarrollo constituye un
proceso objetivo regido por leyes definidas, una forma de movimiento real generado por las
contradicciones internas del objeto o sistema dado (dinámica en la que están necesaria y
esencialmente incluidos los cambios cuantitativos y las transformaciones cualitativas que se
van produciendo en función de esas contradicciones) dentro de un determinado contexto
concreto que influye y condiciona el curso del proceso. Es decir, todo desarrollo presupone
la interacción dialéctica de las condiciones internas del objeto o sistema del caso con las
condiciones externas en las que está ubicado. En lo concerniente al hombre, las condiciones
internas son las que corresponden al carácter del organismo individual y están presentes en
la especificidad de su estructura y funciones, en sus cualidades y particularidades morfo-
fisiológicas y psicológicas, todo lo cual se va formando en el proceso de interacción con el
medio social circundante y en dependencia de éste. Las condiciones externas son propias de
las características y peculiaridades del ambiente socio-natural, las cuales son necesarias
para la existencia del individuo, el despliegue de su actividad integral y la formación y
manifestación de sus cualidades. Las condiciones internas y las externas están vinculadas
por un nexo dialéctico indisoluble, se interpenetran e influyen recíprocamente y se
transforman las unas en las otras (y viceversa). Pero su correlación no ocurre de cualquier
manera, sino de un modo concreto y específico: las influencias o causas externas actúan
siempre y únicamente en forma mediata a través de las condiciones internas, es decir, son
refractadas por las particularidades de éstas, de modo que las mismas causas producen
resultados diferentes al incidir sobre los rasgos internos propios de cada individuo e incluso
ocasionan variaciones significativas al actuar sobre estados distintos en el mismo sujeto.
De este modo, las propiedades internas constituyen la base del desarrollo, de los
cambios y transformaciones que se producen en el individuo por la acción de los factores
externos, que representan la condición del desarrollo mismo. Diciéndolo con Rubinstein,
“El efecto de cualquier causa no depende únicamente de la naturaleza del objeto que actúa
como causa sobre otro, sino también de la naturaleza de este último”. Esta concepción
dialéctico-materialista del determinismo permite entender “el verdadero significado de la
persona como conjunto íntegro de condiciones internas… (y) de las leyes de los procesos
psíquicos… Al explicar los fenómenos psíquicos, cualesquiera que sean, las propiedades y
los estados de las personas aparecen como un solo conjunto de condiciones internas a través
de las cuales se refractan las influencias externas”. Queda así definido el carácter dialéctico
de la relación existente entre las condiciones (y el estilo) de vida y la índole singular de
cada individualidad: “una misma acción puede provocar una reacción distinta en diferentes
personas. En un mismo hombre, produce una respuesta diferente en un estado distinto, en
condiciones distintas”. Así, “los fenómeno psíquicos se presentan en la vida del hombre no
sólo como condicionados, sino a la vez como condicionantes; condicionables por las
condiciones de vida del hombre, los fenómenos psíquicos condicionan la conducta del
mismo, su actividad” (10).
La interconexión e interacción dialéctica de los dos tipos de condiciones ocurre en
todas las formas de vida y actividad del individuo. En ese proceso, va ocurriendo no sólo la
formación y despliegue de las cualidades del sujeto dado, sino también la transformación de
las condiciones externas en internas, y viceversa. Las condiciones internas se configuran
bajo la acción e influencia de las condiciones exteriores (las cuales se convierten así en
interiores); a su vez, retro-actúan sobre las condiciones socio-naturales que les dieron
origen, para de ese modo volverse externas. Estas transformaciones recíprocas se pueden
graficar de manera concreta. En el nivel fisiológico, al igual que cualquier organismo vivo
el ser humano necesita tomar del mundo exterior las sustancias nutricio-energéticas que
requieren su existencia, actividad, desarrollo y renovación vital. Pero esas sustancias no
garantizan directamente y por sí mismas la vida, sino que deben ser metabolizadas, o sea,
transformadas y asimiladas merced al trabajo del sistema interno específico para poder
tornarse componentes del propio organismo. El metabolismo continuo de tales elementos es
un proceso activo que tiene un curso concordante con las condiciones internas del sujeto
dado y mediante el consumo de energía, es decir, a través de la respectiva desasimilación o
exteriorización de una parte de las sustancias antes incorporadas y transformadas según los
requerimientos orgánicos. Así, los elementos externos se vuelven internos y éstos adquieren
exterioridad en el discurrir vital real del organismo individual considerado como totalidad.
En otro plano de la vida humana, en el curso de su actividad y de acuerdo con sus
propias particularidades el individuo refleja las características objetivas del medio socio-
natural, es decir, asimila, internaliza o incorpora elementos del mundo exterior, pero no de
modo pasivo sino transformándolos y convirtiéndolos en condiciones internas, en procesos
y fenómenos psíquicos (con su respectiva base material interna en los procesos neuro-
funcionales). Estos procesos y fenómenos son capaces no sólo de actuar como mediadores
con respecto a las nuevas influencias exteriores, sino también de determinar la actividad
dentro de nuevas condiciones. Para decir lo mismo con palabras distintas, los resultados de
la actividad práctico-cognoscitiva del sujeto, consolidados en forma de procesos neuro-
dinámicos y en imágenes, sentimientos, ideas, motivos, aspiraciones, ideales, etc., generan
nuevas relaciones efectivas con el mundo socio-natural y nuevos modos de actuar sobre él,
enriquecen las condiciones internas del individuo y amplían el marco de sus nexos con la
realidad y los de su propia actividad concreta. Así, pues, vía su internalización la realidad
objetiva es subjetivada; y, en un proceso inverso, esa subjetivación se vuelve objetiva a
través de las acciones del individuo para transformar tal realidad. Por tanto, las condiciones
internas del desarrollo no son una simple proyección de las condiciones externas, sino que
la interacción de ambas se traduce en diversas transformaciones recíprocas asentadas en las
propiedades del sujeto dado y en su actividad.
Pues bien, una vez establecido objetivamente el carácter interactivo-dialéctico del
nexo entre las condiciones internas del individuo con los factores externos que influyen
sobre ellas, tiene importancia abordar una cuestión íntimamente ligada a tal nexo: la de los
componentes biológicos y socio-culturales entrelazados en la estructura integral del sujeto.
Los factores biológicos y sociales en el ser humano
Históricamente, en el curso de la civilización la filosofía tuvo como uno de sus temas
de constante preocupación dilucidar lo que constituía la “naturaleza humana” o esencia del
hombre, y su ligazón con los lineamientos del desarrollo individual. El problema presentaba
una gran dificultad porque la observación simple y directa permitía distinguir en todo sujeto
elementos biológico-corporales entendidos como “lo natural”, unidos a otros vinculados a
los modos de vida y actividad, tipificados como propios de “lo ambiental”. La cuestión se
complicaba aún más por la evidente existencia de procesos y fenómenos psíquicos que
establecían marcadas diferencias entre los individuos, sin encajar clara y plenamente en
uno u otro de los campos señalados. De hecho, la relación entre este conjunto de elementos
constituía un profundo “misterio” que nadie atinaba a desentrañar y que generaba intensas
discusiones y muy diversas “soluciones” carentes de consistencia.
Con el paso del tiempo, el avance social y el surgimiento de cada vez mayores
necesidades (entre ellas, las relacionadas con la división del trabajo y la educación de las
nuevas generaciones), el problema fue desplazándose paulatinamente desde la filosofía al
ámbito de las ciencias particulares. Debido a las especificidades del desarrollo capitalista, a
las formas históricas del conocimiento inherentes a ese desarrollo y a la dominancia de las
concepciones idealistas, desde esas ciencias fueron elaborándose planteamientos signados
en lo fundamental por la unilateralidad, la metafísica y la ahistoricidad. En ellos, quedaban
artificialmente separados y contrapuestos de modo absoluto los elementos biológicos de la
estructura somática y aquellos otros asignados al ambiente del individuo, dejando en el
limbo a los fenómenos psíquicos o, en todo caso, confinándolos en la “cárcel del alma”. En
el fondo, estos planteamientos eran sólo expresión de una concepción dualista del hombre,
supuestamente portador de dos “esencias” distintas y antagónicas: “lo corporal” y “lo
espiritual”, que habitarían cada cual por su lado en el mismo sujeto y que se desenvolverían
de modo paralelo en un “ambiente” abstracto. Obviamente, con tal enfoque no sólo no se
resolvía nada, sino que además se generaban otros problemas: por un lado, el de precisar
entre el factor biológico y el factor social cuál era el fundamental y predominante y cuál el
secundario y subordinado; y, por el otro, el de establecer el carácter de los procesos y
fenómenos psíquicos y su ubicación con respecto a uno u otro campo.
Así las cosas, a comienzos del siglo XX se perfilaron dos corrientes reduccionistas y
mecanicistas que pretendían, cada una a su manera, dar solución a estos problemas: en un
polo, el biogenetismo y, en el otro, el sociogenetismo. Para el primero, la formación y el
desarrollo del individuo, en sus aspectos generales y particulares, estarían determinados por
lo que él porta al nacer, o sea, por lo biológico, hereditario o “natural”, aunque sin negar
por completo el papel “subordinado” de las influencias sociales, que serían puramente
externas. Para el segundo, lo determinante no sería la naturaleza orgánica del sujeto, sino el
ambiente y las condiciones de vida, pero asumiendo el rol “secundario” de las premisas
biológicas. La aparente contraposición de ambas posturas ocultaba su real afinidad y enlace
unilateralista y metafísico.
El biogenetismo otorgaba un papel fundamental a los factores biológico-herenciales,
concibiendo la dotación genética como fatal determinante y rígida orientadora de todos los
aspectos esenciales de la vida, las capacidades y la personalidad del individuo. Supuesta
poseedora de una gran plasticidad y de múltiples posibilidades de “explicitación” por sí
misma, esa dotación interactuaría desde una posición dominante con un ambiente inmutable
y sólo capaz de “facilitar” y/o “ajustar” la manifestación de las potencialidades genéticas.
En su modalidad extrema, este enfoque se tradujo en el reduccionismo biologista que
pretendía dar cuenta de todos los niveles de organización y actividad humanas, en particular
de la psíquica, a partir de (y sobre todo en función de) factores exclusivamente biológicos,
a los que asignaba un carácter fundamental y decisivo. De la matriz reduccionista y de su
expresión radical se derivaron una serie de criterios espontaneístas acerca del desarrollo
psíquico que consideraban la educación y la enseñanza (entendidas en su sentido más
amplio) no como parte orgánica del mismo, ni tampoco como sus formas universales, sino
apenas como elementos externos a él y sólo capaces de “favorecer” o “frenar” el proceso de
manifestación de ciertas “dotes innatas” inscritas hereditaria y fatalmente en el individuo.
Prolongadas al campo pedagógico, estas ideas sirvieron de fundamento psicológico a las
numerosas variantes de la “teoría de la educación libre”, que postulaba la inadmisibilidad
de cualquier injerencia en el “curso natural” del desarrollo infantil por “violentar” las leyes
eternas de una “naturaleza humana” biológicamente determinada. Y en el terreno político,
el reduccionismo biologista fue y sigue siendo utilizado para justificar las desigualdades
sociales apelando a la “diferencia de capacidades” asentada en la “diferencia de dotaciones
genéticas” entre las personas, allanando el camino a la irracionalidad de las diversas
“teorías” racistas y a las prácticas discriminatorias y socialmente excluyentes.
Al respecto, S.J. Gould ha señalado que para el determinismo biologista “tanto las
normas de conducta compartidas como las diferencias sociales y económicas que existen
entre los grupos (básicamente diferencias de raza, de clase y de sexo) derivan de ciertas
distinciones heredadas, innatas, y… en este sentido la sociedad constituye un reflejo fiel de
la biología”. Se trata, pues, “esencialmente de una teoría que fija límites” rígidos al difundir
la creencia de que los individuos de los sectores desvalijados “están hechos de materiales
intrínsecamente inferiores (ya se trate de cerebros más pobres, de genes de mala calidad o
de lo que sea)… Aunque el prejuicio racial sea tan antiguo como la historia humana de la
que existe constancia, su justificación biológica supuso para los grupos despreciados la
carga adicional de la inferioridad, y eliminó la posibilidad de que éstos se redimieran…
Durante más de un siglo, el argumento ‘científico’ constituyó un arma ofensiva de primera
línea”. Sin embargo, el reduccionismo biologista “no es más que un prejuicio social” que
ciertos científicos “reflejan en su esfera específica de acción” y, con ello, “convierten a la
naturaleza misma en cómplice del crimen de la desigualdad política… Vivimos en un
mundo de distinciones y preferencias entre los hombres, pero la extrapolación de estos
hechos para transformarlos en teorías que establecen límites rígidos es un producto
ideológico” (11).
Por su parte, el sociogenetismo reducía todo lo existente en el ser humano a simple y
mecánico resultado directo de las influencias de un medio social abstracto y ahistórico que
actuaría como factor ineluctable del desarrollo del individuo, moldearía rigurosamente su
evolución orgánica y signaría todas sus características y peculiaridades psicológicas y
conductuales. Desde este enfoque y de su expresión sociologista, la estructura del ambiente
social determinaría de modo irremediable, de una vez y para siempre, las vías del desarrollo
psíquico, las capacidades, la personalidad y los mecanismos de la conducta del sujeto dado
(aunque con estos rústicos raseros quedara en el “olvido” cualquier intento de explicar por
qué en un mismo medio social se forman y desarrollan personas diferenciadas en múltiples
aspectos, o por qué existen individuos formados en entornos socio-culturales distintos pero
que presentan rasgos psicológicos y conductuales similares). Además, subestimando o
distorsionando la importancia objetiva de los componentes orgánicos en la constitución del
hombre, el sociogenetismo y el sociologismo sirvieron de base tanto al conductismo y al
neo-conductismo para rebajar el psiquismo humano al nivel de elementales y mecánicos
“condicionamientos sociales”, cuanto a una pedagogía que concebía la educación y la
enseñanza como accesorios puramente externos en la formación y desarrollo de las
personas. Todas las particularidades del desarrollo psíquico del individuo y las diferencias
individuales fueron atribuidas a la mayor o menor cantidad de estimulaciones requeridas
por el “condicionamiento social” dado para la configuración de una u otra capacidad o
habilidad. Como en el caso polar del biogenetismo, los “argumentos” sociogenetistas eran
funcionales a la preservación de la sociedad capitalista y han sido y son de gran utilidad
para elaborar justificaciones a la desigualdad y exclusión sociales: los grupos poseedores
estarían provistos de un “condicionamiento adecuado”, en tanto que los desposeídos y
empobrecidos serían sujetos “insuficientemente condicionados” y necesitarían “completar”
su cuantía estimulatoria para “superar” su situación, siendo la educación y la enseñanza los
circunstanciales responsables de cubrir tal “déficit” y de “adaptarlos a la sociedad”.
En síntesis, la metafísica impregna a profundidad las dos posturas reduccionistas y
determina su carácter arbitrario y unilateral altamente funcional a las asimetrías económico-
sociales, políticas y culturales imperantes en el mundo burgués. En la actualidad, esa
metafísica, indica el filósofo inglés John Lewis, “significa concretamente dos cosas. En
primer lugar, la especulación sobre cuestiones que trascienden toda posible experiencia
humana: Dios, lo Absoluto, así como sobre cualquier otra realidad trascendental que afecte,
en una u otra forma, a esta vida terrena. En segundo lugar, la formulación de teorías acerca
de la naturaleza de la realidad, así como la elaboración de explicaciones concernientes a la
significación de la vida humana; teorías y explicaciones que van más allá de lo que puede
ser deducido de los datos, no organizados ni sistematizados, relativos a la experiencia
corriente y cotidiana”. En ambos casos, las consideraciones metafísicas son perniciosas en
grado sumo e impiden acceder a una compresión científica sobre la formación y desarrollo
del ser humano, por lo que “sólo nos es dable iniciar la fructífera teorización sobre la vida
(del hombre) una vez que hayamos aprendido a sortear los ilógicos escollos de la
especulación; es decir, cuando hayamos real y penosamente logrado desaprender toda una
serie de yerros, toda una multitud de métodos sofísticos de pensamiento” (12).
Diferenciándose en forma radical de tales posturas, partiendo de sólidos fundamentos
científicos y apoyándose en todo lo evidenciado inobjetablemente por la práctica social, el
materialismo dialéctico concibe la naturaleza humana como un concreto y cambiante
producto del desarrollo socio-histórico (y no como algo abstracto, preformado e inmutable),
en cuyo curso el hombre configura, modifica y expande su propia esencia a través de la
colectiva transformación del mundo natural y social para adecuarlo a la satisfacción de sus
múltiples necesidades. En sus Tesis sobre Feuerbach, Marx precisó que “la esencia humana
no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las
relaciones sociales”; añadiendo en otro lugar que “la esencia de un ‘individuo especial’ no
es su barba, no es su sangre, ni su naturaleza física abstracta, sino su índole social”. En esta
perspectiva, el proceso de desarrollo humano es un proceso único en el que intervienen
principios biológicos y principios sociales dialécticamente correlacionados, marco en el
que el reconocimiento del papel decisivo de las condiciones sociales presupone la
existencia de las condiciones orgánicas del individuo como elementos absolutamente
necesarios para dicho desarrollo. La sociedad y el individuo conforman una inescindible
unidad dialéctica de opuestos complementarios en permanente relación e interacción
recíprocas; y es por completo absurdo suponer que pueden existir sujetos de carne y hueso,
vivientes y actuantes, al margen de la vida social o creer que ésta pudiera tener curso sin
individuos reales. Éstos han creado la sociedad, la que a su vez crea a los sujetos. Toda
persona constituye una estructura integral en la que el entretejido de elementos orgánicos y
sociales representa un conjunto coherente y típico de rasgos, propiedades y cualidades
físicas y psíquicas socialmente condicionadas. En otros términos, el desarrollo íntegro del
organismo humano está mediado o mediatizado por sus condiciones sociales de existencia
y, al mismo tiempo, la formación de las cualidades socialmente determinadas del individuo
no ocurre fuera del organismo ni al margen de su evolución biológica, sino precisamente
en él y en el curso de ese proceso.
En su calidad de organismo viviente con un nivel de organización corporal que le es
propio, el ser humano es el producto superior del desarrollo de la materia viva en nuestro
planeta, es parte de la naturaleza; y es, también y fundamentalmente, un ser activo y
consciente que ha edificado la sociedad y dado curso a la historia social. Por ello, la
apreciación objetiva del hombre y de su desarrollo no puede dejar de lado los principios
biológicos presentes en su constitución física, pero tampoco puede exagerarlos ni menos
aún concederles exclusividad o, todavía peor, hipostasiarlos. La ciencia actual tiene muy
claro que la evolución biológica adquirió una nueva orientación con el surgimiento del
hombre y quedó subordinada a la evolución social y cultural, dentro de la cual los cambios
físicos son prácticamente irrelevantes. En el curso de la filogenia humana, el desarrollo de
la mano y el cerebro en unión íntima con el trabajo social utilizando instrumentos ad-hoc y
la comunicación lingüística, fueron elevando la actividad del hombre desde la sensorio-
motricidad práctico-concreta hacia el superior nivel general abstracto o sígnico-simbólico,
lo que determinó que el proceso evolutivo natural recibiera la influencia decisiva de los
factores sociales histórico-concretos, se entrelazara con ellos y les cediera la preeminencia
como elemento fundamental del desarrollo integral. Así, “la aparición de un psiquismo
superior caracteriza la relación entre lo biológico y lo social y determina la dirección de la
evolución humanizante” (13). La conciencia, de índole social desde su origen, es una
particularidad esencial del hombre y representa la forma psíquica cualitativamente nueva,
superior y específicamente humana que permite al individuo reproducir internamente
(reflejar) sus relaciones reales con el mundo en que vive, con los otros sujetos y consigo
mismo, relaciones que son también sociales desde su inicio.
De allí que, desde un estricto plano de enfoque, los principios biológicos carezcan de
capacidad para dar cuenta de los procesos y fenómenos socio-históricos y psicológicos
porque en determinado momento del proceso evolutivo humano las fuerzas biológicas
dejaron de ser el único (o el principal) factor de cambio y desarrollo. En ese momento del
proceso, tuvo lugar una esencial reestructuración de las fuerzas del desarrollo y el peso
fundamental pasó de los factores biológicos a los sociales. Obviamente, éstos operaron en
correspondencia con las condiciones biológicas existentes y según pautas de compatibilidad
recíproca, aunque sin limitar por completo su propia acción a los marcos de esas
condiciones y sin transferirles su preponderancia (tal como lo demuestran, por un lado, su
influencia en las transformaciones de la estructura somática del hombre a lo largo de la
evolución y, por el otro, los actuales avances prodigiosos de la biología molecular y la
llamada “ingeniería genética”). Esto equivale a decir que los factores biológicos tienen un
imprescindible y definido lugar y cumplen un papel muy importante en el desarrollo
humano, pero que ya no tienen primacía como fuerza principal de los cambios y están
subordinados a las nuevas fuerzas dinamizadoras de ese desarrollo.
Ya en 1930, utilizando el método genético-comparativo como variante en el análisis
histórico-genético, Vigotski y Luria clarificaron esa reestructuración y reorientación de las
fuerzas del desarrollo, poniendo a la vez de manifiesto el modo en que cambian las formas
de relación (mediación) de los individuos con la realidad y entre ellos mismos, en los casos
concretos de los antepasados animales inmediatos del hombre, del Homo erectus y del niño
actual: “El uso e ‘invención’ de herramientas por los homínidos corona el desarrollo
orgánico del comportamiento en evolución, preparando el camino para la transición del
desarrollo hacia nuevos horizontes. Crea los pre-requisitos psicológicos básicos para el
desarrollo histórico del comportamiento. El trabajo y el desarrollo asociado del discurso
humano, y de otros signos psicológicos con los que los hombres primitivos intentaron
dominar su conducta, significan el comienzo del auténtico desarrollo histórico. Finalmente,
en el desarrollo del niño, conjuntamente con los procesos de crecimiento orgánico y
maduración, puede distinguirse una segunda línea de desarrollo. Se basa en los mecanismos
y medios del pensamiento y el comportamiento cultural”. Agregaban que “cada uno de
estos tres momentos constituye un síntoma de una nueva época en la evolución del
comportamiento, además de la indicación de un cambio en el tipo de desarrollo. En cada
uno de ellos, se define un punto de inflexión o paso crítico en el desarrollo del
comportamiento. El punto de inflexión o momento crítico en el comportamiento de los
homínidos es el uso de herramientas; en el hombre primitivo, el trabajo y el uso de signos
psicológicos; en el comportamiento del niño, la bifurcación de las líneas del desarrollo en
desarrollo psicológico-natural y desarrollo psicológico-cultural” (14).
Pues bien, tales puntos de inflexión (“saltos” cualitativos o revoluciones) en el
desarrollo implican el surgimiento de nuevas formas de mediación en las relaciones con la
realidad objetiva. La aparición de estas nuevas formas no significa que los factores que
antes gobernaban el desarrollo dejaran de operar, sino que el nuevo factor de tipo superior
se vinculó con los ya existentes, los subordinó y los integró dentro de una nueva modalidad.
Por consiguiente, el desarrollo ya no puede explicarse en función de los principios que con
anterioridad daban cuenta de él, sino de acuerdo con el nuevo y superior principio operante
en calidad de elemento rector de todo el desarrollo mismo. Éste posee entonces un carácter
ascendente: avanza de lo simple a lo complejo y de lo inferior a lo superior, representando
un nuevo nivel cualitativo en el que resulta imposible la explicación de los principios
superiores a partir de los principios que rigen los procesos elementales.
De este modo, se resuelve científicamente y en sus fundamentos el problema de la
correlación entre lo biológico y lo social, es decir, concibiendo racionalmente al hombre
como un ser ligado a la naturaleza siendo a la vez, y esencialmente, el producto y el
productor de su propia historia. La dialéctica del desarrollo de la sociedad y del individuo
que la integra elimina la oposición metafísica entre lo social y lo natural: objetivamente, la
inserción del sujeto en las relaciones sociales dadas convierte sus estructuras biológicas en
organismo propiamente humano. Con toda lógica, remarcar este hecho de ninguna manera
supone que la biología humana, transformada por la influencia de los factores sociales,
pueda diferenciarse de la biología animal por contener elementos radicalmente ajenos a los
de ésta; sino más bien precisar que aquélla resulta distinta por poseer una organización
sistémica cualitativamente nueva capaz de servir de base a otras necesidades e inéditas
posibilidades de vida y actividad ausentes por completo en el mundo zoológico (15). Con
esto, el hombre puede establecer relaciones sumamente complejas y diversas con la
realidad, con los demás y consigo mismo, relaciones que tienen un efecto modificador de la
naturaleza humana y hasta de la propia estructura física del individuo dado. Así, en rigor,
en el sujeto desarrollado las estructuras biológicas no constituyen un basamento, sino más
bien (en mayor o menor medida) un resultado: considerado en su integridad, el hombre es
hechura de la historia social y, en determinado grado, lo es también su organismo, el cual
experimenta las influencias socio-históricas incluso desde su existencia intrauterina.
La transformación de la biología animal en organismo humano merced a la acción de
los factores sociales está refrendada por la gran cantidad de evidencias aportadas por la
Paleontología y diversas otras ciencias. En el curso evolutivo, “los antepasados de los seres
humanos… perdieron parcial o totalmente… la extrema sensibilidad olfatoria, la capa de
pelo que recubría el cuerpo, la casi totalidad de los músculos dérmicos, el rabo, el carácter
prensil de los pies,… rasgos de la mandíbula y el intestino vinculados al género de vida
herbívoro, el útero bicorne, los sacos laríngeos, la oreja puntiaguda. A consecuencia de la
disminución del número de crías por preñez, se redujo la mayor parte de las glándulas
mamarias en las hembras”. Con el desarrollo de la bipedestación y luego del trabajo, resultó
promovida “la reestructuración del organismo por la línea de la adaptación a las nuevas
condiciones de vida… La marcha erecta y el trabajo transformaron fuertemente el cuerpo
humano y le dieron la singularidad cualitativa de la constitución física”. No obstante su
similitud con el de otros animales (en cuanto a la estructura y otros aspectos biológicos), “el
organismo humano posee rasgos anatómicos y fisiológicos cualitativamente diferentes que
sólo pueden ser explicados por la especificidad de su evolución… El organismo del hombre
contemporáneo está altamente adaptado a la ejecución del trabajo y la postura erecta. Pero
esencialmente esta última es también una adaptación a la modalidad más característica de la
actividad vital humana: el trabajo” (16).
Sobre estos aspectos, P.Y. Galperin, notable y creativo continuador de la línea de
investigación trazada por Vigotski, hace precisiones de carácter fundamental: “los cambios
en el organismo durante el proceso antropogénico no fueron solo de adquisición de nuevas
propiedades, sino también de supresión de ciertas características animales que dificultaban
el establecimiento de nuevas relaciones humanas. Naturalmente, la supresión de ciertas
propiedades animales correspondía más que todo a aquellos órganos y sistemas cuya
actividad determinaba, de manera indirecta, la conducta. Por lo tanto, uno de los resultados
más importantes de la antropogénesis fue excluir del mecanismo central de la conducta el
eslabón que trasmitía a ésta un carácter biológico predeterminado, instintivo. Estos cambios
se extendieron en forma consecutiva a aquellas esferas de la vida de los homínidos que
pusieron a la sociedad en desarrollo bajo su control y mantenimiento”. La exclusión de los
instintos permitió que “las necesidades orgánicas se liberaran de una influencia orientadora
irreversible”, hecho que tuvo incalculables repercusiones en el desarrollo: “una de las
particularidades básicas del hombre actual considerado como un tipo biológico específico
es la ausencia de instintos, la ausencia de una relación fija hereditaria (en el propio
organismo) hacia determinados objetos del medio ambiente. Sin duda, las necesidades
orgánicas fundamentales permanecen, pero… la satisfacción de las necesidades del hombre
tiene lugar en condiciones sociales y las necesidades orgánicas en las personas se
convierten en necesidades sociales. En el aspecto en que son heredadas, no se puede decir
que son necesidades biológico-animales, sino necesidades orgánicas propias del hombre”.
De este modo, en el ser humano “no se da ‘lo biológico’ en el sentido en que se da y
caracteriza al animal… En el hombre, ‘lo orgánico’ es aquello que ya no conserva la
indicación de ‘lo animal en el hombre’… ‘Lo orgánico’ indica sólo los límites anatomo-
fisiológicos de las posibilidades del hombre y el papel del desarrollo físico en su desarrollo
general. Este papel, sin discusión alguna, es muy importante y en ciertas situaciones se
convierte en determinante, pero siempre permanece como inespecífico y relativo”.
En definitiva, pues, “es evidente que se requiere haber nacido normal en el aspecto
biológico específico de homo sapiens para convertirse en hombre, en una personalidad
activa y socialmente responsable. Pero esto es una posibilidad que, de hecho, se realiza en
la medida en que al tipo y calidad de la cultura social se les transforma en estructura de la
personalidad, en contenido y estructura de la actividad psíquica”. Está fuera de duda que “la
sociedad humana no habría podido establecerse si los hombres hubiesen conservado
relaciones animales hacia las cosas y entre ellos mismos: las relaciones animales con el
mundo destruirían la sociedad y al propio hombre. En el hombre no existe ‘lo biológico’ en
el sentido más simple y básico del término, es decir, biológico-animal. Las particularidades
biológicas del hombre se caracterizan precisamente porque en él no se dan las formas y la
actividad instintivas heredadas propias de los animales. Las propiedades anatomo-
fisiológicas del organismo humano no predeterminan ni el tipo ni el carácter de las
posibilidades límites del hombre, y en ese sentido no son propiedades biológicas, sino
orgánicas. No son la causa, sino la conditio sine qua non del desarrollo del hombre”. Así,
“ningún animal, salvo el hombre, puede convertirse en hombre, es decir, en miembro de
cualquier sociedad, pero el hombre puede, en los límites de sus posibilidades, convertirse
en animal y aún en algo peor que cualquier animal. Es precisamente este libre proceso de
formación lo que constituye la particularidad biológica del género humano. Sólo
adquiriendo las bases morales de la conducta como guía dentro del ‘conjunto de las
relaciones sociales’, que constituyen, como apuntó Marx, la esencia del hombre, llega el
niño a convertirse en hombre y, con esa conversión, éste ya no puede liberarse de las
responsabilidades evocando su origen animal y ‘los instintos’ que ya no posee” (17).
Al margen de las creencias y de ciertos debates inscritos en el espiritualismo o el
mecanicismo, la ciencia contemporánea asume sin hesitación alguna que la biología animal
y el organismo humano están demarcados por un “salto” cualitativo que implica diferencias
sistémicas y de actividad vital. Pero la configuración del segundo, en cuanto producto
superior de la evolución de la primera, debe abordarse como ruptura/continuidad dialéctica
dentro del desarrollo histórico del nexo entre lo biológico y lo social, cuya unidad real no
significa la igualdad de ambos elementos y está perfilada ante todo en la actividad laboral,
que es social por su esencia. En el análisis del desarrollo humano, cae de su peso que el
primer hecho a tener en cuenta es la organización corporal del individuo vinculada al
desenvolvimiento de la vida orgánica precedente y al resto de la naturaleza, porque sin tales
nexos que aseguran la transmisión de los caracteres de la especie habría que considerar la
existencia del ser humano y de su cerebro pensante como un “milagro”. Sin embargo, tal
hecho necesario es la vez insuficiente y requiere ser incorporado a las condiciones socio-
históricas de vida y actividad de los hombres, dentro de las cuales adquiere definición y
sentido.
En el hombre, la herencia biológica aportada por los progenitores se manifiesta sobre
todo en la posibilidad del surgimiento de un nuevo individuo, de un organismo que
contiene todas las potencialidades y particularidades de desarrollo inherentes a la especie
humana. Pero en todos los escalones de ese desarrollo, empezando por el de la vida
intrauterina, se realiza la unidad dialéctica de la herencia con las condiciones del medio
social. La base genética, el genotipo, está íntimamente relacionada con el fenotipo o
conjunto de propiedades y características no hereditarias impresas en el organismo dado por
la influencia del medio ambiente, en una larga cadena de procesos en los que se produce la
interacción de la dotación cromosómica con las particularidades del medio social en el que
transcurre el desarrollo del sujeto. Es decir, pese a su importancia real la herencia biológica
no es algo absolutamente inmutable ni determina de modo fatal el desarrollo del individuo,
sino que experimenta modificaciones en tanto éste traba relación con el ambiente social y
cultural en el que se inserta y vive, el cual subordina, “moldea”, da curso, “modula” y hasta
limita (o incluso bloquea) la manifestación de los rasgos heredados como posibilidad. Por
ello, en el organismo humano también se acumulan efectos sociales ya que el sujeto no es
simplemente un ser vivo “autónomo” y capaz de existir desvinculado de su medio social,
sino un ser que asegura por completo su organización corporal y su especial modo de
existencia y operatividad sólo en el seno de (y a través de) la sociedad, en correspondencia
con el tipo histórico de ésta y el nivel de desarrollo que ella ha alcanzado. Desde luego, esto
incluye necesariamente la actividad y organización psicológicas del individuo.
Diciéndolo de otro modo, en la concepción el individuo hereda de sus padres una
particular dotación de genes constituidos por cadenas de ácido desoxirribonucleico,
dotación irrepetible y determinante de que no existan otros sujetos que posean genes con
esas mismas características (excepto los gemelos monocigóticos). Con esto se tiene una
primera causa diferencial entre los individuos, aunque el caudal genético sólo represente
una potencialidad. Como cada sujeto se desarrolla en condiciones sociales concretas dentro
de las que despliega un determinado modo de vida y realiza su propia actividad, bajo la
influencia de esas condiciones y ese modo y en el curso de sus acciones se concretizará o
no en su organismo dicha potencialidad si se trata de uno u otro aspecto cualitativo, o ella
encontrará expresión en más o en menos si corresponde a algún aspecto cuantitativo. En
este segundo caso, la herencia biológica sólo determina una bifurcación de valores posibles,
de modo que el ambiente concurre con ella para determinar el valor realizado. Pero las
cualidades del ambiente y del tipo de incitaciones que proporciona, las condiciones reales
de vida y la actividad personal, son las que introducen una segunda y decisiva causa de
diferenciación entre los sujetos.
Las numerosas investigaciones científicas acerca del papel de la herencia y de los
factores socio-ambientales en la vida y desarrollo del individuo, ponen en evidencia de
modo rotundo la interacción dialéctica de las condiciones internas del organismo con la
influencia decisiva de las condiciones externas a él. En esas indagaciones resaltan los
estudios realizados en gemelos, particularmente en los univitelinos o monocigóticos (18).
Éstos son el producto de la fecundación de un solo óvulo por un único espermatozoide y de
la división de ese óvulo en dos células con la misma dotación genética, lo que da lugar a la
formación de dos individuos genéticamente idénticos, necesariamente del mismo sexo (ya
que éste ha sido fijado en la concepción) e iguales en lo físico. Sin embargo, la disposición
de las condiciones internas en cada uno de ellos no es equivalente, sino que tiene rasgos
propios y específicos, expresándose en mayor o menor fortaleza, peculiaridades funcionales
del sistema nervioso, receptividad distinta para las estimulaciones, vivacidad o pasividad,
energía y velocidad o languidez y lentitud de las respuestas, etc. Las influencias socio-
ambientales operan a través del estado específico de una y otra modalidad de disposición de
dichas condiciones para ir determinando, con la mediación de la incipiente pero ascendente
actividad de cada bebé, las características particulares de los nuevos seres, en especial
aquellas referidas a la paulatina configuración y despliegue del psiquismo y la conducta.
Esto se traduce en la existencia de dos niños con idéntico patrimonio genético y físicamente
iguales, pero funcionalmente diferenciados y con personalidades no sólo distintas sino
incluso radicalmente opuestas en muchos casos.
Este conjunto de elementos distintivos entre dos seres genéticamente idénticos, se
define y remarca en mayor medida en correspondencia con la forma en que cada uno de
ellos desenvuelve su vida y actividad. Existiendo en las mismas condiciones ambientales y
recibiendo similares cuidados y estimulaciones, cada cual se ubica de modo propio dentro
de ellas, recibe a su manera las incitaciones dadas para procesarlas y transformarlas de
acuerdo con sus disposiciones individuales, organiza paulatinamente sus acciones dentro de
moldes particulares y va formando y desplegando su psiquismo y su conducta en un
proceso de paulatina elaboración de sí mismo como personalidad única e irrepetible. El
carácter objetivo y veraz de estos hechos queda refrendado en otros estudios sobre gemelos
que registran la ubicación de cada uno de ellos, por razones diversas, en ambientes socio-
culturales distintos para cada cual, obteniéndose siempre un resultado formativo de tipo
personalizado: por ejemplo, cuando uno de los gemelos debe ser hospitalizado por tiempo
más o menos prolongado, o cuando varía significativamente el medio familiar por la
ruptura de la pareja progenitora, o cuando debido a circunstancias penosas uno y otro
gemelo son dados en adopción a familias que difieren entre sí por su condición social, etc.
Casos de este tipo testimonian la influencia diferenciante del ambiente social y del modo de
vida sobre un patrimonio genético idéntico, en cuyo curso siempre tendrá valor decisivo un
aspecto esencial: el carácter mediador de la actividad individual que, en definitiva, es el
elemento básico para la formación y el desarrollo de los rasgos y particularidades que
caracterizan a una persona como tal, como personalidad única e irrepetible.
En resumen, las cualidades estructurales y funcionales del organismo, en especial las
del sistema nervioso, constituyen la base anatomo-fisiológica de lo que en La ideología
alemana Marx y Engels denominaron “fuerzas vitales que el hombre posee parcialmente de
nacimiento y que existen en él en forma de premisas y capacidades potenciales”. Éstas no
son propiedades físicas y psíquicas ya “preparadas” y listas para manifestarse, sino
disposiciones de tipo virtual o potenciales naturales para la formación y el desarrollo de
determinadas cualidades, las cuales pueden convertirse en realidad, limitarse o frustrarse
según el tipo de influencias socio-culturales específicas que actúan sobre dichas premisas
individuales. En su conjunto, las premisas representan la potencialidad general de la especie
con unas u otras particularidades tipológicas personales, constituyendo el resultado de las
primeras etapas en la vida del individuo dentro de la interacción de condiciones internas y
externas, es decir, son fenotipos cuyo vínculo con las condiciones internas de partida en el
desarrollo puede tener diferente significación y conducir a resultados distintos según el tipo
de influencias ambientales a las que están expuestas. Por ejemplo, es conocido y está
verificado que la desnutrición crónica en los primeros años de vida, que afecta a gran
número de niños en amplios sectores populares flagelados por la pobreza y el desamparo,
anula esencialmente las posibilidades de desarrollo contenidas en una dotación genética
normal o adecuada; y, a la inversa, que una correcta nutrición en un ambiente propicio es
uno de los factores favorables para el encauzamiento, concretización y despliegue de las
potencialidades existentes.
En la misma línea, tampoco posee igual significado el vínculo de las premisas o
potencialidades heredadas con las futuras propiedades del psiquismo, la personalidad y la
conducta. En general, sobre la base de esas premisas y en el curso de la actividad del
individuo dentro de un ambiente social y cultural relativamente propicio, pueden plasmarse
y desarrollarse, de uno u otro modo y en forma más o menos adecuada, diversas cualidades
psicológicas con características propias y diferenciales para cada sujeto (en concordancia
con la edad, las condiciones concretas de existencia, la pertenencia socio-clasista, la
estructura del hogar, la personalidad de los padres, la actividad y las vivencias del propio
individuo, las relaciones interpersonales y grupales, las formas de asimilación de la
estimulación cultural, la influencia formativa de la educación y la enseñanza, etc.). Pero esa
elaboración y desarrollo puede también tener un curso irregular y distorsionarse (o incluso
frustrarse) si las condiciones del medio social y cultural ejercen una influencia negativa
sobre el individuo. De tal suerte, las potencialidades personales son necesarias, pero a la
vez insuficientes para la configuración y despliegue de tales cualidades; es decir,
constituyen disposiciones internas más o menos favorables para la asimilación de la
experiencia social y participan en la dinámica de elaboración de las estructuras y
mecanismos del psiquismo y la conducta, pero no determinan por sí mismas su contenido y
orientación, las cuales dependen del tipo y particularidades de la influencia del medio social
en que tiene lugar la vida y actividad del individuo.
Con lo hasta aquí expuesto, cabe hacer una última precisión antes de abordar los
aspectos relacionados con el discurrir ontogénico en la infancia.
Crecimiento, desarrollo, maduración y aprendizaje
La interacción de las condiciones internas con las condiciones externas y de los
factores orgánicos con los elementos propios del medio social, tienen especial expresión
concreta en la confluencia dialéctica de la maduración y el aprendizaje (como opuestos que
se complementan e influyen recíprocamente) dentro del proceso único de crecimiento y
desarrollo del individuo humano. Acerca de este proceso, Jean Hiernaux anota: “Desde el
nacimiento hasta la edad adulta, el organismo humano crece y cambia de proporciones;
propiamente dicho, ese crecimiento, conjunto de medidas, es lo que la biometría estudia
objetivamente. A lo largo de ese período, se producen acontecimientos que el observador
advierte en términos de presencia o de ausencia, de aparición o de desaparición: hacen
irrupción los dientes de leche, que luego caen reemplazados por la dentición definitiva;
aparecen las reglas en las muchachas; cambia la voz en los chicos, etc. A estos aspectos
cualitativos está reservado el término de desarrollo o de maduración (algunos autores
toman como término más general el de ‘desarrollo’, comprendiendo en él el crecimiento y
la maduración)”. Desde luego, ambos elementos no son totalmente uniformes en el
conjunto de la especie, sino que, “en el interior de un grupo humano, los individuos varían
en el desarrollo de su crecimiento y su maduración, aun cuando se excluyan los casos
patológicos. Incluso los propios grupos humanos presentan una variación de los diversos
criterios sobre su crecimiento y maduración en un aspecto medio. Si es importante
establecer un esquema del proceso de desarrollo que se aplique a todos los individuos y a
todos los grupos de la especie humana actual, importa por igual conocer en qué y cómo
pueden variar individuos y grupos en el marco de ese esquema general” (19). El análisis de
tal variabilidad, de cuyos aspectos fundamentales el propio Hiernaux da cuenta, excede los
propósitos de este trabajo, por lo que cabe centrarse en dicho esquema general.
Constituyendo elementos internamente vinculados e inseparables, conformantes de
una unidad dialéctica dentro de un mismo y único proceso, el crecimiento y el desarrollo
presentan diferencias esenciales no obstante tener un curso simultáneo e influirse de modo
recíproco. El crecimiento representa el incremento cuantitativo y progresivo del organismo
a través de una dinámica que va desde la concepción hasta aproximadamente los 20-25
años, o sea, constituye un aumento del tamaño o volumen de las estructuras físicas sobre la
base del acrecentamiento del número y/o las dimensiones de las células agrupadas en los
respectivos tejidos y órganos. El desarrollo implica avances significativos en la maduración
de los tejidos, órganos, sistemas y el conjunto del organismo, lo que se traduce en la
emergencia de nuevas funciones y en el tránsito por etapas o estadios sucesivos y
cualitativamente nuevos hasta alcanzar la completa madurez estructural y funcional del
individuo, continuando en el plano psíquico durante el resto de la existencia de éste. La
interacción de estos procesos, respectivamente cuantitativo y cualitativo, como opuestos
dialécticos complementarios e indisociables, se manifiesta en el crecimiento de los órganos
y el aumento en la estatura y volumen corporal; y, a la vez, en la maduración necesaria para
la aparición de las funciones somáticas dadas, en particular la maduración del sistema
nervioso que se encarga de impulsar su despliegue y de integrarlas, afinarlas y regularlas,
en tanto sirve de base estructural para la configuración del psiquismo y las funciones
psíquicas superiores junto con la organización de la conducta.
Por tanto, a medida que el organismo crece va también desarrollándose, sin que
(excepto en el análisis) resulte posible desvincular entre sí ambos procesos en el sujeto sano
y prototípico de la especie. Una determinada acumulación lenta y progresiva de cambios
cuantitativos, típicos del crecimiento, se resuelve en transformaciones cualitativas propias
del desarrollo, interviniendo en uno y otro el conjunto de factores internos y de influencias
de las condiciones externas sobre ellos, no resultando raro que un determinado retraso en el
primero se presente también en el segundo, y viceversa. Sin embargo, a lo largo de las
diferentes etapas evolutivas y a nivel de los distintos tejidos, órganos y sistemas ocurre de
hecho una variación en la objetiva preponderancia relativa de la velocidad de un proceso
con respecto al otro. Por ejemplo, en ningún otro período de la vida del ser humano el
crecimiento es tan rápido como en la etapa intrauterina: la evolución en el curso de nueve
meses del óvulo fecundado significa un aumento de tamaño en 5 ó 6 mil veces (de 0.1 mm
a 50 cm) y de peso en más de 3 mil millones de veces; durante las 8 primeras semanas, el
embrión incrementa su tamaño 240 veces y multiplica su peso por un millón. En términos
generales, la multiplicación de las neuronas sólo tiene lugar en la etapa intrauterina y
durante las primeras semanas posteriores al nacimiento para constituir, de una vez y para
siempre, la dotación del sistema nervioso; luego, y fundamentalmente, esas células sólo
maduran a través de un proceso característico del desarrollo, lo que no excluye durante un
cierto lapso el aumento de las dimensiones neuronales.
Por otro lado, aunque el crecimiento afecta a la totalidad del organismo no tiene un
curso homogéneo o simultáneo a todos los órganos, sistemas y aparatos, efectivizándose
como un proceso relativamente continuo en el tiempo y con sucesivas fases cuyos límites
son poco netos, pero que caracterizan una determinada disposición de las condiciones
orgánicas para la adecuada recepción/transformación de las influencias sociales y el tránsito
por los respectivos y claramente diferenciados estadios o etapas cualitativas del desarrollo
(en las que irán emergiendo progresivamente nuevas funciones). Cada una de estas etapas
presenta sus propias particularidades y constituye a la vez la preparación de la siguiente,
cuya instalación significa la subsunción, reestructuración e incorporación funcional de la
precedente. Así, a través de la interacción dialéctica de crecimiento y desarrollo el sujeto va
acrecentándose en términos físicos y desplegándose a nivel fisiológico, psicológico (que es
integralmente afectivo-motriz-intelectual-moral) y socio-cultural.
En el proceso de crecimiento/desarrollo humano coinciden dialécticamente enlazados
el bagaje acumulativo de la especie homo sapiens y la multiforme estimulación del medio
socio-cultural concreto creado por los individuos de la especie en el curso histórico de su
actividad. En ambos elementos está implícita y operando como enlace esencial la tendencia
a la conformación del individuo adulto activo y pensante, portador de las características y
capacidades que lo definirán como integrante de la humanidad. De tal suerte, anota Merani,
el crecimiento/desarrollo “oscila pendularmente entre el polo biológico y el polo social,
influido siempre en mayor grado por los progresos socio-económicos y socio-culturales,
transformadores de las condiciones biofóricas en tal grado que desde la fecundación del
óvulo hasta la edad adulta está presente la acción preventiva, profiláctica y educadora de la
sociedad” (20). Esto significa que, en general, el crecimiento tiene un rumbo establecido
con anticipación por la constitución original del sujeto (lo que no descarta en modo alguno
el influjo del ambiente social) y que la configuración individual se realiza con variaciones
de poca relevancia en torno al biotipo propio de la especie, es decir, las condiciones que
pueden introducir variabilidad en el crecimiento corresponden a un determinado grupo
humano y tienen posibilidades de manifestación dentro de una línea “pura”, bien definida.
Con el desarrollo, en especial el psíquico, ocurre algo distinto: el medio socio-cultural
influye sobre la especie, pero su influjo sobre el individuo como persona es decisivo, por lo
que el camino hacia la adultez presenta de hecho una amplia diversidad de bifurcaciones y
una variabilidad de alta significación. Como es obvio, las transformaciones típicas del
desarrollo tienen lugar en el seno de una colectividad, pero resultan particularizadas y
acentuadas en el individuo.
En este cuadro, el crecimiento marca la tendencia hacia el tipo de individuo adulto
como culminación estructural de la especie, con lo que cada generación tiene como punto
de partida una base consolidada por las generaciones precedentes y la sucesión histórica de
sujetos representa las etapas que conducen a un prototipo orgánico (biológico) portador por
herencia de las adquisiciones favorables. Por eso, el crecimiento posee un tiempo objetivo,
biológico, de hecho casi incalculable y común a todos los miembros de la especie humana,
que puede acortarse o dilatarse relativamente por su correlación concreta con los rasgos
específicos y el patrimonio cultural de la sociedad dada. A su vez, marcando por igual la
tendencia hacia el individuo adulto propio de la especie, el desarrollo también tiene una
orientación básica en la que participan sumatorias hereditarias, pero en el plano psíquico tal
herencia no está referida a estructuras y funciones individualmente desplegables, sino a
posibilidades estructurales que la influencia de las particularidades del medio social puede
concretar, mantener como virtualidades o definitivamente anular. Como el psiquismo no se
hereda, cada individuo está obligado a configurarlo en el curso de su desarrollo y de su
propia actividad adquiriendo lo que sus progenitores hicieron suyo antes que él, aunque la
herencia de posibilidades estructurales (“herencia psicológica”) pueda incidir facilitando
esa configuración cuyo desenvolvimiento supone un tiempo personal, subjetivo, específico
en grado sumo.
Ahora bien, en su movimiento el proceso de crecimiento/desarrollo va definiendo la
disposición y la modificación sucesivas de las condiciones internas para vincularse con las
condiciones externas, señalando las etapas por las que atraviesa la interacción de factores
orgánicos y sociales, y estableciendo los nexos entre la acumulación cuantitativa y las
transformaciones cualitativas que va experimentando el sujeto en función de sus nexos con
otros individuos y su propia actividad. Desde la concepción y durante la fase intrauterina en
la que se va formando el nuevo ser en concordancia con los caracteres distintivos de la
especie (21), el crecimiento se despliega y continúa luego del nacimiento multiplicando
exponencialmente la masa inicial del organismo, en tanto el desarrollo va puntualizando de
modo progresivo el perfeccionamiento de los diversos órganos y sistemas, particularmente
los neurales, para instalar afinadamente el patrón somático y psíquico que marcará la vida y
actividad del individuo como elemento de la especie. Es decir, dentro del incremento
cuantitativo del organismo va sedimentando la norma cualitativa del desarrollo fijada por la
maduración y la integración funcional.
En la base del avance del proceso de crecimiento/desarrollo, se encuentra la actividad
interna del organismo denominada maduración, o sea, el conjunto de sub-procesos con los
que a, través de etapas sucesivas, los órganos y sistemas alcanzan el nivel que hace viable
la emergencia, desenvolvimiento, progresivo afinamiento e integración de las respectivas
funciones en íntima ligazón con la especificidad cualitativa y la cuantía de la estimulación
socio-ambiental que, en uno u otro grado, incide en la aceleración, retardo o desviación de
ese conjunto de sub-procesos. El desarrollo de las funciones está asentado en la maduración
de órganos y sistemas con el sistema nervioso como eje y en la integración de los niveles
funcionales propios de la especie. Cada paso de dicha maduración está signado por la
interacción del organismo con el medio socio-cultural, “interacción reversible ésta que
convierte en actuante al acto en potencia y en potencial, en momentos determinados, al que
en otras etapas fue actuante” (22), superándose con ello la simple relación estímulo-
respuesta y ubicando la actividad global del individuo en un plano cualitativamente nuevo.
Así, pues, con la maduración va desplegándose el proceso de establecimiento (definición)
de los rasgos morfológicos internos y externos del sujeto, de conformación de sus
características físicas particulares y su especificidad bioquímica y fisiológica dentro del
contexto socio-cultural en el que el sujeto vive y realiza su actividad. Y todo esto como
conjunto de condiciones para la simultánea formación y desarrollo del psiquismo y las
funciones psíquicas superiores, la organización de la conducta y la estructuración de la
personalidad.
Este complejo y prolongado proceso de crecimiento/desarrollo humano presenta,
como ya se anotó, la alternancia de períodos de aceleración y de notable lentificación (o
incluso de aparente detención temporal) entre los que se intercalan cambios bruscos o
“saltos”, subrayándose así la irregularidad en el incremento de las dimensiones y peso
corporales al igual que en la respectiva especificación cualitativa orgánico-funcional. Por
ejemplo, en el 5° mes de vida intrauterina el feto ya posee los aproximadamente 15 mil
millones de neuronas corticales que constituirán el equipamiento del adulto normal, pero
esas células necesitan atravesar un largo proceso de maduración e integración para poder
estar en condiciones de contar con la excepcional plasticidad funcional que representa la
posibilidad de configuración de un psiquismo de tipo superior, es decir, para tener la
capacidad de recepción/transformación de los estímulos interno-externos requerida por la
formación de complejos sistemas de reflejos condicionados y estereotipos dinámicos,
incluyendo el fino sistema de signalización lingüística.
Considerada como proceso global, la maduración tiene un lento inicio en el período
intrauterino y luego del nacimiento desempeña un papel clave en el crecimiento/desarrollo
al posibilitar la progresiva emergencia de las funciones somato-psíquicas y su respectiva
organización sistémica en un sentido direccional vinculado de modo íntimo con las
influencias socio-culturales dadas. Debido a este nexo, su movimiento de avance está, de
una u otra forma, condicionado por la calidad y cuantía de las estimulaciones provenientes
del medio social enlazadas ínternamente con la actividad del individuo y traducidas en
aprendizajes y ejercitaciones (23), de modo que los tipos concretos de dicha actividad y sus
resultados pueden actuar como impulsores o retardadores de la maduración. Ésta no se halla
sólo en relación con el genotipo del individuo, sino que en lo esencial está sujeta a las
condiciones reales de vida y a la actividad que se lleva a cabo de acuerdo con la educación
y la enseñanza entendidas en su más amplio sentido, promotoras de los aprendizajes y
ejercitaciones dados desde el nacimiento y con énfasis creciente en la infancia temprana.
(Conviene precisar que en la fase intrauterina las influencias sociales sobre el ser en
formación se ejercen a través de la madre y que los elementales movimientos fetales
constituyen la “prehistoria” de la actividad del futuro individuo).
Tales condiciones/actividades, junto con el funcionamiento de los sistemas orgánicos
conectados con ellas, tienen particular importancia para la maduración y desarrollo del
sistema nervioso, en las que la adecuada y diversificada estimulación proporcionada por los
adultos del entorno infantil constituye un factor de impulso y progreso de la mielinización
de las fibras nerviosas. El proceso mielogénico, comenzado alrededor de la 14° semana
post-fecundación, se torna muy activo en el último trimestre del embarazo, prosigue al
menos durante los dos primeros años de vida y tiene enorme trascendencia. Koupernik y
Arfouilloux apuntan que “el córtex del recién nacido humano posee ya una estratificación
comparable a la del adulto, pero continuará diferenciándose durante los primeros años, por
lo menos. En el plano ontogenético, hay grandes desniveles entre las diferentes formaciones
neuroaxiales (las del eje cerebro-espinal). La evolución global parece seguir un orden
estereotipado en el espacio y en el tiempo que va, grosso modo, ‘de abajo hacia arriba’, de
las formaciones más ‘arcaicas’ que controlan las actividades reflejas automáticas a las
estructuras ‘superiores’ encefálicas que controlan la actividad voluntaria consciente
(progresión cérvico-rostral)” y subordinan a las estructuras subyacentes. En el proceso de
organización neural, “la formación de la vaina de mielina en torno de las fibras nerviosas en
los diferentes sectores del neuroeje es considerada como una etapa fundamental del
proceso de maduración funcional del sistema nervioso. La funda de mielina parece
desempeñar un papel trófico mayor para la fibra nerviosa. Ciertos trabajos muestran que las
fibras no mielinizadas son capaces de conducir el influjo nervioso, pero a mucho menor
velocidad que las mielinizadas. Un sistema dado no llega a su plena maduración funcional
sino hasta que sus distintos componentes están mielinizados por completo” (24).
Bajo la influencia del ambiente social y con el impulso de sus estimulaciones, los
progresos de la mielinización se traducen en la ascendente maduración funcional del
sistema nervioso con su correlato en el establecimiento, nexo y despliegue de múltiples
neuro-dinamismos, la fina especialización de los analizadores en sus tres segmentos, y la
interconexión y coordinación del trabajo de las distintas zonas/áreas corticales con el de las
estructuras subyacentes. El progresivo avance y perfeccionamiento de este complicado
conjunto de procesos permite que el córtex cerebral vaya alcanzando el necesario nivel
funcional que requiere la configuración y el desarrollo de las neoformaciones o sistemas
funcionales complejos y auto-regulados que paulatinamente incorporan a la actividad a
cada vez más áreas corticales para servir de soporte dinámico a las funciones emergentes,
de modo que la estabilización y diversificación de esas neoformaciones servirá de base a
sucesivas reestructuraciones del funcionamiento cerebral en el curso del desarrollo del
individuo (25). De tal suerte, va teniendo lugar la organización y la actividad conjunta y
coordinada de todos los elementos conformantes del organismo, y éste va madurando como
totalidad en concordancia con la ley de heterocronía que establece la maduración de los
distintos órganos y sistemas con sus respectivas funciones no al mismo tiempo y con la
misma rapidez, sino según ritmos diferenciado para cada cual (obviamente sin excluir el
papel específico que desempeñan en el proceso madurativo sistemas como el endocrino).
A través de sus consecutivas fases, el proceso madurativo integral va haciendo
viable que las estructuras neurales accedan al nivel funcional necesario y suficiente para el
logro de una configuración psíquica normal sobre la base del nexo dialéctico de lo orgánico
y lo social. Tal cual lo recalca Merani, sólo partiendo de estos hechos objetivos resulta
posible explicar científicamente el modo en que, alcanzado en cada etapa el nivel adecuado
de maduración neural, el ser humano puede ir traduciendo sus posibilidades neuro-
biológicas en acción y pensamiento conjugados, en praxis concreta. Naturalmente, esa
traducción no se consigue en un plano único y en forma lineal, sino que desde la temprana
infancia van ocurriendo (de sistema en sistema y de período en período de maduración e
integración funcional) incrementos cuantitativos continuos resueltos en bruscos “saltos”
cualitativos que representan el acceso a sucesivos, nuevos y superiores niveles de desarrollo
psíquico. Así, el psiquismo plenamente configurado y adecuadamente operante constituye
la expresión máxima del proceso de crecimiento/desarrollo humano. La formación y
desenvolvimiento del psiquismo tiene, pues, como base la correspondencia entre los niveles
de maduración alcanzados y las sucesivas etapas de integración orgánico-social, lo que
equivale a un determinado equilibrio entre las posibilidades del individuo y las condiciones
que ofrece el medio socio-cultural. Ese equilibrio no es en modo alguno fijo, invariable y
auto-suficiente, sino que depende de los cambios que pueden ocurrir en tales condiciones y
en dichas posibilidades.
El proceso de configuración del psiquismo individual se realiza a través de los nexos
del niño con los adultos de su entorno y en el curso de su propia actividad. Dentro de la
correlación de ambos factores, el infante va asimilando (interiorizando o haciendo suyo) el
patrimonio cultural creado, desarrollado y perfeccionado por la humanidad durante todo su
trayecto histórico, es decir, va formando y desplegando en su estructura particular las
capacidades, las habilidades y el sistema íntegro de la personalidad que el ser humano ha
logrado históricamente y que lo caracterizan. Sin embargo, en este proceso hay que tener en
cuenta aspectos y disposiciones muy importantes. A nivel orgánico, aunque las influencias
socio-culturales relativizan el papel de la herencia biológica, ésta siempre se realiza a través
de la conformación de estructuras dadas (en particular, las neurales) cuyo funcionamiento
puede ser apto o defectuoso: en el primer caso, la asimilación cultural cuenta con una base
propiciatoria; en el segundo, resulta entorpecida o también bloqueada. Además, incluso
desde la vida intrauterina resulta imprescindible la presencia de un conjunto básico y
favorable de condiciones capaces de permitir el adecuado progreso neuro-funcional, de
modo que cualquier proceso patológico que altere esas condiciones y desvirtúe tal progreso
incide negativamente en las posibilidades de asimilación cultural y de configuración de los
procesos psíquicos. Y es una realidad inobjetable que el crecimiento/desarrollo orgánico-
fisiológico necesita tener una concretización normal para que las sucesivas etapas neuro-
endocrinas puedan servir como asiento a los respectivos estadios en la formación y
desarrollo ascendente del psiquismo. Por su parte, los vínculos del niño con las personas
que lo rodean deben poseer suficiente riqueza, flexibilidad y claridad orientadora para
permitir, a través de las interacciones y la cooperación dadas, que las influencias/estímulos
(materiales y subjetivos) del ambiente familiar impulsen la realización de la actividad
individualizada del pequeño (primero espontánea y luego consciente) y su asimilación de la
herencia cultural. Si este requisito se cumple de modo deficitario o no es satisfecho,
entonces la adecuada estructuración, organización y desarrollo psíquicos afrontará diversas
dificultades, pudiendo incluso frustrarse.
Cuando los aspectos y disposiciones mencionados tienen un carácter favorable, los
procesos neuro-fisiológicos sirven de base a la preparación integral del niño para recibir de
modo apropiado las incitaciones internas y socio-culturales, transformarlas de acuerdo a sus
propias peculiaridades y darles respuestas satisfactorias a través del surgimiento, despliegue
y afirmación de las respectivas funciones. A la vez, el desarrollo de éstas repercute sobre
sus soportes estructurales para acelerar su maduración y modificar su actividad en
consonancia con el papel fundamental que desempeñan las necesidades, motivos y cargas
afectivas del niño, que valorizan los tipos sucesivos de relación entre el organismo y el
ambiente socio-cultural y que, por tanto, inciden notablemente sobre la maduración. Así, se
van haciendo factibles las consecutivas y diversas adquisiciones del infante en el marco de
una relación dialéctica en la que, como apuntaba Vigotski, la maduración y el desarrollo
sirven de plataforma al aprendizaje y la ejercitación, pero al mismo tiempo resultan
precedidos, dinamizados y dirigidos por éstos (26).
Al nacer, el niño experimenta un radical cambio de ambiente: del medio intrauterino
en el que vivía recibiendo las influencias externas de modo indirecto a través de la madre,
pasa a la vida aérea en la que su evidente situación desvalida exige cuidados especiales
como garantía de supervivencia. Sin embargo, sus nuevas condiciones de existencia en el
ambiente familiar, donde recibe en forma directa las influencias sociales, lo conducen al
fino despliegue de múltiples mecanismos adaptativos cuya evidencia científica barre el
conjunto de ideas tradicionalmente aceptadas acerca del niño (entre ellas, la noción de
“caos” o “confusión” inicial, “the blooming buzzing confusion”, acuñada por el psicólogo
William James). La enorme cantidad de observaciones y experimentaciones científicas ha
permitido transformar a fondo la imagen usual de la primera infancia, de los primeros
meses e incluso de los primeros días de vida. René Zazzo señalaba que “siempre se había
entendido al recién nacido como un ser puramente vegetativo. En suma, como un lactante,
una suerte de larva a la que hay que nutrir, cebar y llenar de leche, y que duerme el resto del
tiempo. Pero esa imagen era falsa. Con el paso de los años, se ha ido descubriendo poco a
poco que el recién nacido no tiene sólo necesidad de leche, sino también de contactos y de
intercambios con los otros y, comprobación todavía más inesperada, que ya es capaz de
percepciones muy finas y de comportamientos adaptativos”, es decir, que “es mucho más
precoz, menos inmaduro y más autónomo de lo que se había creído”.
En efecto, durante su existencia en el seno materno la configuración orgánica del
futuro niño va cristalizando acompañada por una lenta y limitada maduración que se
acelera desde el final del sexto mes de gestación, de modo que a partir del nacimiento los
sistemas sensoriales (audición, olfacción, visión, gusto, tacto) están listos para funcionar.
Zazzo agregaba que así “el niño es mucho más precoz de lo que se había supuesto en todo
lo que significa recepción y asimilación de datos del mundo exterior, físico y humano; en
suma, en su adaptación y su autonomía en el presente”, lo que determina que, “por ejemplo,
sea capaz de discriminación visual desde la edad de una semana, incluso si su acomodación
es mala: el argumento de casi ceguera esgrimido en otro tiempo… era falso”. Con ello, “las
manifestaciones de aptitudes y competencias, que antes eran ubicadas en el segundo o
tercer semestre de vida, han sido comprobadas desde el primer mes, la primera semana, el
primer día, en lo que corresponde a la emoción, la percepción del mundo exterior, la
comunicación”. Incluso “los preludios de la sonrisa aparecen algunas horas después del
nacimiento y a partir de las 3 semanas de vida… ya está más o menos socializada. En la
cría humana, entre una decena de mecanismos está la sonrisa, es decir, la posibilidad de
establecer un contacto a distancia con su ambiente”.
Hay más: “Todos estos comportamientos precoces suponen capacidades perceptivas
antes insospechadas… y, muy tempranamente, el niño es capaz de discriminar entre el olor
de la madre y otros olores… A partir de los 10-15 días de nacido, discrimina entre el olor
que impregna los vestidos de la madre y el de la ropa usada por otras personas o de la que
todavía no ha sido portada por la madre”. Hoy se sabe con certeza que “el niño de 15 días
es capaz de distinguir la voz femenina de la voz masculina… La primera tiene el efecto de
hacer más lento su ritmo cardíaco, mientras que la segunda no produce este efecto. Por otra
parte, hay reacciones diferenciadas según el niño pequeño escuche una voz humana o un
ruido cualquiera, comprobándose así en el lactante la existencia de mecanismos adaptativos
orientados de modo preferente hacia el ser humano. Éste, a diferencia del objeto físico, es
una fuente polisensorial” determinante de que “el juego muy complejo de la formación del
‘yo’ y del ‘otro’ comience… desde el primer mes de vida”. Y en definitiva, Zazzo
recalcaba “la precocidad de la imitación, ¡ese proceso fundamental de todos los progresos
del niño!”, recordando su particular experiencia con el fenómeno infantil de emulación de
la protrusión lingual. En 1945, comprobó asombrado que su hijo de 21 días de nacido lo
imitaba cuando le mostraba la lengua, algo considerado imposible antes de los tres meses.
Aunque filmó sus observaciones, la validez del hecho no fue admitida: hasta donde
llegaban los conocimientos de la época, si a esa edad el niño no era siquiera capaz de ver de
manera clara, menos aún podía imitar un modelo visual, entre otras razones porque la
mielinización de las fibras nerviosas aún no se había realizado. Durante 10 años, multiplicó
sus observaciones con otros niños de la misma edad y reafirmó su descubrimiento de ese
fenómeno de imitación senso-motriz, estableciendo su aparición promedial alrededor de los
10 días de vida. En 1977, las investigaciones de psicólogos norteamericanos demostraron
plenamente que Zazzo no había sido víctima de una ilusión, que no se había equivocado y
que el pequeño podía imitar dentro de ciertos límites ése y otros modelos visuales (27).
Como es lógico, en el registro científico de todos los fenómenos infantiles anotados
en ningún momento se omite el carácter incipiente de la maduración neural en el niño de
corta edad, pero ese mismo registro pone en evidencia la importancia de tal maduración no
sólo como parámetro esencial o canon de observación en la interpretación de cualquier
integración orgánico-funcional, sino también su valía como factor individual clave para la
conformación y desarrollo del psiquismo y las funciones psíquicas superiores. Sin embargo,
como lo hace notar Jean Chateau, nunca está de más reiterar que aunque la influencia de la
maduración está fuera de discusión, es necesario discernir acerca de su sentido y sus
límites, ya que la explicación real sobre el desarrollo del organismo humano exige ir más
allá de los factores puramente biológicos que son a la vez necesarios e insuficientes por sí
mismos. En efecto, desde que el niño nace los cuidados que recibe están estrechamente
enlazados no sólo con el paulatino aumento de su estructura corporal, sino también con las
estimulaciones sensoriales, afectivas, motrices, verbales y ambientales que impulsan su
adaptación al nuevo espacio de vida. Estas estimulaciones envuelven lo orgánico y hacen
viables la progresiva mielinización/maduración neural, la reestructuración global de las
funciones somáticas y la creación de las condiciones para la organización y el despliegue
psíquico y conductual. Con el avance mielínico/madurativo impulsado por las incitaciones
materno-hogareñas, va ocurriendo el desarrollo de las vías cerebrales asociativas intra e
inter hemisféricas, la ascendente actividad bioquímica y bioeléctrica cortical, la creciente
especificación de las funciones somáticas, la intensificación de la actividad de los
analizadores y el progreso de la función organizativa y rectora del córtex, en rumbo hacia el
dominio funcional de un hemisferio sobre el otro, la especialización de cada uno de ellos y
la lateralización corporal con la predominancia de la mano derecha o de la izquierda. Está
lateralidad tiene gran importancia dada su científicamente establecida ligazón íntima con la
adquisición social del lenguaje: una lateralidad más o menos incompleta, retardada o mal
definida va acompañada por síntomas de inmadurez cerebral traducida en problemas para
lograr una adecuada configuración del lenguaje y un desarrollo psíquico idóneo (28).
Este conjunto de procesos madurativo/funcionales marca el crecimiento/desarrollo
infantil en el cual tiene particular y decisiva importancia la maduración psicomotriz, es
decir, el proceso de paulatina conformación, despliegue y afinamiento de los patrones de
conducta motora que servirán de base a la actividad del niño y a sus aprendizajes. Gracias a
la recepción/transformación de las influencias estimulantes del entorno familiar y a partir
de esa maduración, el pequeño puede ir forjando la unidad indisociable de su desarrollo
afectivo, cognitivo, lingüístico y social con su desarrollo motriz. Éste tiene realización
progresiva desde el centro a la periferia corporal (el niño de corta edad, al intentar asir los
objetos a su alcance, es capaz de orientar los movimientos de sus hombros aunque sin
poderlos aún controlar y sin poder ejercer control sobre el movimiento de sus brazos,
manos y dedos) y desde la cabeza a los pies (un bebé acostado en su cuna levanta
sucesivamente primero la cabeza, luego los hombros y finalmente ambos brazos y piernas,
logrando posteriormente la disposición para gatear y después para erguirse y caminar). Y la
progresión hacia el movimiento voluntario exige una maduración que va secuencialmente
desde la “actividad en masa indiferenciada” hacia los movimientos diferenciados e
integrados: el niño pequeño tiende a utilizar todo su cuerpo al hacer cualquier cosa; el de
más edad ejecuta movimientos selectivos y de creciente precisión con las manos y los
dedos, coordinándolos con los movimientos de los ojos; etc. Todos estos fenómenos están
basados esencialmente en el desarrollo de las conexiones nerviosas, sobre todo las
corticales, que se asientan en la maduración neural impulsada por el aprendizaje y la
ejercitación en el marco de la orientación adulta y la organización, dosificación y control
aportados por la educación y la enseñanza entendidas en su sentido más amplio.
Con respecto a la bipedestación y la locomoción, ambas forman parte del patrimonio
característico de la especie y, en tal sentido, están incluidas en el genotipo individual como
posibilidad que requiere realización; es decir, son virtualidades que, necesariamente y con
el apoyo adulto dentro del ambiente social dado, el niño debe concretizar a través de su
aprendizaje y ejercitación para poder estar en condiciones de desarrollar su musculatura,
elaborar las coordinaciones de movimientos requeridos por la actividad presente y futura, y
adquirir las capacidades y habilidades que lo irán definiendo como persona. Es un hecho
muy conocido que limitar o impedir los movimientos del niño pequeño, lo mismo que
despreocuparse por razones diversas del aprendizaje y la ejercitación adecuados de la
bipedestación y la marcha, tienen negativo reflejo en el desarrollo motriz y psíquico; y este
hecho no está circunscrito a la edad infantil, sino que tiene resonancia en etapas posteriores
del desarrollo. (En casos extremos, los niños que desde edad temprana fueron criados por
animales o que por aislamiento carecieron del contacto con personas, no tenían una postura
erecta plena, efectuaban su desplazamiento utilizando las cuatro extremidades y sus
movimientos padecían por la falta de orientación que proporcionan la educación y la
enseñanza. Con su incorporación a la vida social, la tardía adquisición motora se tradujo en
diversas e irremediables deficiencias en las capacidades/habilidades motrices, psicológicas
y sociales).
Así, pues, a medida que el desarrollo motriz avanza se va haciendo más evidente,
diversificado y rico su nexo intrínseco, recíproco e interactivo con el desarrollo psíquico.
La actividad motora de un individuo dado no está limitada únicamente a la presencia,
coordinación y despliegue físico de elementos somáticos, sino que representa un proceso
de gran complejidad cualificado fundamentalmente por la imprescindible participación de
factores psíquicos (senso-perceptivos, afectivos, caracterológicos, cognitivos, lingüísticos,
valorativos, motivacionales, imaginativos, etc.) que le proporcionan contenido, orientación
y sentido. En el caso del niño, luego de su relativa inmovilización en la cuna o el
“corralito”, el gateo y el aprendizaje de la marcha dan curso a una notable ampliación de su
autonomía y, en simultáneo, a grandes cambios: la modificación de la percepción del
ambiente gracias a la incorporación de la perspectiva visual, la aproximación a los objetos
existentes que permite manipularlos y desencadenar así variados procesos sensoriales, el
despliegue de las emociones generadas por las propias acciones, el impulso al conocimiento
y valoración elementales de las cosas, la paulatina asimilación y manejo verbal de los
nombres que dan a éstas los adultos, el descubrimiento básico de relaciones entre los
objetos y el aumento de la motivación primaria para buscar otros nuevos, el incremento y la
diversificación de las necesidades infantiles, las cada vez más evidentes expresiones del
temperamento y de los embriones del carácter, el progresivo darse cuenta de la propia
estructura corporal y los preludios de la auto-identificación, etc. Todo esto, que forma parte
del proceso de formación de la conciencia y de la personalidad, repercute poco a poco sobre
la motricidad y abre cauce para coordinar, perfeccionar y afinar los movimientos,
tornándolos cada vez más selectivos y cualificándolos en rumbo a su paulatina
transformación en voluntarios.
De este modo, el aprendizaje de la marcha dinamiza el desarrollo psico-motriz y
diversifica y enriquece las interacciones del niño con los adultos de su entorno: representa
el comienzo de la conquista de espacios físicos nuevos y el inicio, ya explícito y “voraz”,
de la cada vez más activa apropiación de todo un universo colmado de significaciones a
través de la adquisición del lenguaje y la ampliada comunicación con los otros. Con ello, el
infante reorganiza, en forma aún espontánea pero con creciente vigor y plasticidad, la
disposición de sus condiciones internas para recibir/transformar las influencias del medio
socio-familiar, acentuar y perfilar su actividad concreta, desplegar la formación progresiva
de variadas capacidades e impulsar hacia un nuevo nivel cualitativo su propio proceso de
crecimiento/desarrollo. En el curso de éste, las etapas o períodos evolutivos del niño se van
insertando en ambientes de distinta estructura que se complican y transforman, dando lugar
a discontinuidades en la infancia misma y exigiendo sucesivas adaptaciones (por ejemplo,
la que requiere el tránsito de la vida familiar a la escuela). La influencia de esas estructuras
sociales, que van variando de una edad a otra, origina modificaciones en la amplitud y
complejidad del marco vital del infante introduciendo cambios significativos en su tono
afectivo, acrecentando y matizando sus logros cognitivos, y reorientando una y otra vez sus
prácticas, todo lo cual determina que los papeles que debe desempeñar (con sus respectivas
funciones concretas) se multipliquen y muten a veces de modo abrupto. Como resultado, la
individualidad y las diferencias individuales se remarcan y definen de manera creciente y
cada vez más notoria. Este camino hacia el hombre adulto tiene un carácter histórico y
constituye un proceso objetivo altamente particularizado en el que la auto-construcción del
niño muestra, en general y en grado notable, una considerable riqueza de relaciones,
actividades y adquisiciones que con gran dinamismo van abriendo vías para la realización
de nuevas conquistas.
La infancia como proceso histórico-social
Desde una perspectiva científica, hoy se considera la infancia como el período de la
vida humana que va desde el nacimiento hasta la pubertad (fase entre los 11 y 14 años, en
la que se inicia la maduración de los órganos sexuales y que antecede a la adolescencia).
Este proceso objetivo posee carácter y contenido concretos e históricos, pero en forma muy
extendida es interpretado actualizando mistificadas apreciaciones del pasado para encararlo
metafísicamente como un curso en el que se iría explicitando de modo “espontáneo” y
paulatino una preexistente “naturaleza humana” abstracta y ahistórica, de tal suerte que la
niñez siempre habría sido “idéntica a sí misma” en todos los tiempos y en todos los lugares.
Con tal interpretación, se introducen dos distorsiones cognitivas: por un lado, se borra el
nexo interno de la infancia con las reales y específicas necesidades y exigencias históricas
planteadas al hombre como elemento fundamental del desarrollo social y cultural, como
factor activo e imprescindible de las fuerzas productivas de una forma dada de sociedad; y,
por el otro, se difumina y entorpece la comprensión objetiva de la distintiva peculiaridad
del desarrollo humano: su logro a través de la ascendente actividad auto-constructiva del
niño, que constituye el inicio de la configuración de una naturaleza humana real, es decir,
histórica y concreta.
Sin embargo, la infancia posee también una historia particular. Las leyes del
desarrollo integral del niño tienen un carácter socio-histórico y, por tanto, experimentan
determinados cambios de una época a otra, de modo que los niños de un cierto período no
son iguales a los de otro. De la misma forma, las ideas sobre la infancia han ido variando en
función de las sucesivas y grandes transformaciones sociales producidas históricamente y, a
la vez, de la progresiva elaboración y acumulación de los elementos que conforman la
herencia cultural humana: la consideración social de la infancia ha mutado en el curso del
proceso de instauración histórica de las formaciones económico-sociales esclavista, feudal
y capitalista por las que ha atravesado la humanidad. Tales cambios en esos dos terrenos
obedecen al hecho de que la condición de la infancia ha estado y está determinada
objetivamente y en última instancia por el tipo específico de procesos productivos socio-
económicos concretos y por el carácter de las inherentes relaciones sociales vigentes en
cada una de esas formas históricas de sociedad, tipos y relaciones apuntalados por una gran
diversidad de formas políticas, ideológicas y culturales. De esos procesos y relaciones
dependen la formación de las particularidades somato-psíquicas del niño en cada una de sus
etapas evolutivas, la emergencia y el juego de las contradicciones que operan como
dinamizadoras internas del desarrollo infantil y, además, los criterios acerca de la duración
de la infancia y de su periodización. Dichos procesos/relaciones poseen una contextura
histórica general que resulta especificada en cada formación social-concreta y ejercen su
influencia formativo-educativa sobre el niño no de modo directo, global y uniforme, sino
mediatamente a través de “filtrados” y adaptaciones efectivizados históricamente por la
clase, el grupo y la familia, e incluso matizados por las particularidades de los adultos que
integran esta última. Con tales mediaciones, llegan finalmente al pequeño, actúan sobre las
condiciones internas de éste, intervienen indirectamente como moldeadores selectivos,
orientan su actividad y se constituyen en el gran telón de fondo de la elaboración de su
individualidad y su personalidad.
En Educación y lucha de clases, brillante, rotundo y esclarecedor texto nutrido por
un amplio y variado conjunto de investigaciones científicas, Aníbal Ponce ha examinado el
recorrido y las vicisitudes sociales e históricas de la infancia. En la comunidad gentilicia,
asentada en la propiedad común y en la división natural del trabajo, los varones, las mujeres
y los niños tenían los mismos derechos y los pequeños eran objeto de todos los cuidados
hasta los siete años, A esa edad, eran iniciados, según sus fuerzas, en todas las tareas
comunitarias para participar en el conjunto de funciones del colectivo e incorporarse
activamente a una vida social en la que recibían igual atención que todos los demás. Su
formación, educación y desarrollo no estaban confiadas a alguien en especial, sino que se
realizaban de acuerdo con lo que el ambiente social proporcionaba directa, espontánea y
difusamente, pero de modo altamente beneficioso y eficaz para moldear al niño en
correspondencia con las pautas grupales sin necesidad de recurrir a castigos. Pero esta
situación de la niñez sufrió un cambio radical con la transformación de la comunidad
gentilicia en una sociedad en la que estaban presentes nuevas determinaciones.
El aumento de la complejidad de la vida y actividades comunitarias y la creciente
productividad del trabajo determinaron el surgimiento de una capa de “administradores”
que poco a poco fue adquiriendo preeminencia sobre los “ejecutores” sociales a partir de la
escisión del trabajo físico y el intelectual. Con ello, la nueva capa manejó, acumuló y
acaparó excedentes productivos y saberes utilizándolos como patrimonio particular y fuente
de poder, eliminó la propiedad común e instaló la propiedad privada y la división social del
trabajo, convirtiéndose en clase esclavista que borró las relaciones de igualdad entre las
personas para reemplazarlas por relaciones de dominio y subordinación. En las nuevas
condiciones, los niños quedaron apartados de la participación en tareas productivas basadas
en el uso extensivo de la tierra y de toda función social, resultaron de hecho relegados a un
plano de suma inferioridad y la percepción de la infancia adquirió un carácter relativamente
borroso. En general, la clase dominante y los círculos sociales próximos a ella mostraron
interés por la niñez y la valoraron sólo en lo concerniente a sus propios descendientes y
sucesores, considerando a los niños de las clases subalternas poco menos que como
parásitos que no merecían atención especial y cuyo cuidado global y específico quedaba
librado al azar, a lo que (bien o mal) pudieran hacer por ellos sus progenitores.
Así, el proceso formativo/educativo y de desarrollo de los niños, anteriormente único,
se fracturó y se tornó desigual por su carácter, contenido y proyección de clase. Los hijos
de esclavistas gozaron de todos los privilegios posibles en todo orden de cosas de acuerdo
con la necesidad de asegurar la continuidad de la clase dominante y su configuración como
personas quedó confiada a individuos dotados de saberes para la formación y el desarrollo
físico, intelectual y moral requeridos por el futuro y conveniente manejo del poder clasista.
La inmensa mayoría de los otros niños tuvo que afrontar una formación y un desarrollo
altamente azarosos, sin cuidados especiales e incluso con alimentación deficiente; y su
educación, dependiente de las jerarquías sociales, quedó centrada de modo informal en
saberes simples que no iban más allá de su uso en la vida cotidiana y en el aprendizaje de la
sumisión con el uso del castigo físico como método habitual. Ciertamente, en tal situación
por lo general estos últimos niños plasmaron y desplegaron capacidades y habilidades
determinadas en pugna permanente con un ambiente social adverso, de modo espontáneo y
sin guía ni apoyo preciso, según las tendencias naturales de sus condiciones internas
individuales y al margen de la satisfacción de sus necesidades reales. En lo esencial y
general, esta fue la tónica prevaleciente de modo exclusivo y excluyente con respecto a la
infancia en Esparta, Atenas y Roma, sociedades esclavistas en las que, como muestra la
historia, los niños de las clases subordinadas fueron en innumerables casos víctimas
inocentes de creencias, supersticiones, usos crueles y costumbres brutales traducidas en
infanticidios, sacrificios rituales, vejámenes de todo tipo (incluyendo el abuso sexual) y
aberraciones diversas.
El derrumbe histórico del esclavismo y el advenimiento de la sociedad feudal implicó
la presencia de una nueva clase propietaria dominante y de otra división del trabajo, de
nuevas relaciones sociales y cambios esenciales en el proceso de producción. Los siervos
estaban obligados a trabajar las tierras del señor feudal en beneficio de éste y también sus
propias pequeñas parcelas para cubrir sus necesidades y las de sus familias. En estas
condiciones, la Iglesia católica desempeñó un rol fundamental como aliada de la clase en el
poder y sostén del sistema, apropiándose de gran cantidad de tierras, monopolizando la
educación y la enseñanza, imponiendo su concepción del mundo y regimentando la vida
social. Convirtió sus monasterios en instituciones que dirigían la agricultura y organizaban
el trabajo con reglas precisas de disciplina, actuando también como auténticos organismos
bancarios de crédito rural y de préstamos a señores, príncipes y reyes; y que, además,
establecieron las primeras escuelas medievales en las que formaban a los nuevos sacerdotes
y educaban a los privilegiados hijos de la clase dominante para el ejercicio del poder, sin
descuidar en momento alguno la instrucción del “bajo pueblo” con los dogmas católicos, el
“temor a Dios” y los “saberes del vulgo” (que excluían el aprendizaje de la escritura y la
lectura) para mantenerlo en la docilidad y el conformismo.
En general, la situación de la infancia experimentó un cambio en determinadas
formas, pero su contenido no varió esencialmente con respecto a las anteriores condiciones
históricas. En los hogares de siervos, los niños no intervenían en los trabajos en los campos
señoriales, pero sí participaban de algún modo en las faenas familiares (deshierbado, ayuda
en las cosechas, acarreo de agua, cuidado de aves de corral, limpieza de aparejos, etc.).
Tenían relativamente cubiertas sus necesidades básicas y su formación/educación era de
carácter espontáneo emulando a los adultos y a través de las tareas que realizaban, que les
servían para desarrollar capacidades y destrezas específicas. Los niños que vivían en los
burgos o ciudades en hogares de artesanos afrontaban circunstancias más o menos similares
a las de los infantes del campo; pero la existencia de los hijos de pequeños comerciantes,
buhoneros y gente sin ocupación definida era catastrófica: prácticamente abandonados a su
suerte, en numerosas ocasiones huían del medio familiar y se agrupaban en bandas errantes
de un lugar a otro sin destino fijo subsistiendo gracias a la caridad o la rapiña, y otras veces
desde muy tiernos eran objeto de venta a individuos inescrupulosos que los instruían para la
delincuencia o que deformaban adrede sus cuerpos para convertirlos en instrumentos de una
mendicidad lucrativa o en grotescos bufones palaciegos. Los registros oficiales, las crónicas
y los testimonios literarios dan cuenta de la trágica situación de estos niños.
En los últimos tramos del feudalismo y con la puesta en marcha de la revolución
industrial inglesa, la burguesía mostró claramente su creciente poderío y sus intenciones de
instaurar un nuevo tipo de sociedad compatible por entero con sus intereses y necesidades.
En su empeño por desarrollar las fuerzas productivas y el naciente sistema fabril, explotar a
fondo el trabajo obrero y lograr la máxima rentabilidad, no dudó en empeorar más las ya
pésimas condiciones de vida de los trabajadores y sus familias, que vieron incrementarse su
miseria, desnutrición, tugurización, insalubridad y desprotección. A diferencia de la suerte
destinada a su propia descendencia, la nueva clase explotadora incorporó a las labores en la
fábrica a niños incluso de corta edad, junto con adolescentes y mujeres, pagando ínfimos
salarios por jornadas de 12 o más horas. El siniestro impacto de esta situación sobre la gran
mayoría de la población y en particular sobre la niñez (que varias décadas después, en El
Capital, Marx mostraría y denunciaría en su continuidad) era un signo anunciador de lo que
los desposeídos debían esperar del régimen social burgués y, por consiguiente, no auguraba
ninguna mejoría para la infancia popular que siguió siendo despreciada y carente de todo
derecho.
En efecto, en el nuevo modo de producción y sus inherentes relaciones sociales, el
afán de lucro y el logro de grandes réditos se constituyeron en el eje de la vida social y, en
función de ello, el desarrollo de las fuerzas productivas recibió un gigantesco impulso, la
producción industrial destinada a un mercado en constante expansión adquirió un carácter
incesante, la exigencia de contar con fuerza de trabajo sobre-explotable y en continua
renovación se tornó invariable, aumentó la creación de nuevas necesidades, se amplió e
incentivó el consumo y el conjunto de la población y de la sociedad quedó subordinado por
completo a los intereses y expectativas del capital. Estas nuevas condiciones generaban
problemas e imponían la necesidad de percibir de otro modo a quienes llevaban a cabo el
proceso productivo. Durante el esclavismo y el feudalismo, la producción centrada en la
explotación estacional de la tierra con el trabajo de adultos y jóvenes hacía que las clases
dominantes esperaran un recambio “natural” de la fuerza laboral, es decir, una renovación
basada en la simple evolución biológica de individuos dotados de saberes poco complejos.
Pero esto ya no era posible dentro de un régimen fabril en veloz expansión y en el que la
introducción de maquinaria exigía no sólo mano de obra permanente (y no únicamente
estacional), sino también sujetos poseedores de saberes, capacidades y destrezas muy
diferentes a los que antes había exigido el trabajo rural.
Asumiendo las preocupaciones empresariales, los ideólogos y economistas de la
burguesía evaluaron el “material humano” del sistema y tuvieron que dirigir la mirada hacia
la niñez. Comprendieron entonces que si antes ésta había sido desdeñada, apartada del
trabajo y luego incorporada con insuficiente rendimiento, ahora debía ser considerada en
forma distinta. Introdujeron así un cambio de óptica sobre la infancia para entenderla ya de
modo definido, preferente y utilitarista sólo como el sector demográfico del que saldrían los
futuros realizadores de la producción de bienes materiales (además de los conformantes del
imprescindible ejército industrial de reserva) y, por tanto, como el potencial asegurador de
la continuidad de la sociedad burguesa. Tal visión practicista, estrecha y ventajista de la
condición de la infancia implicaba definir qué hacer con los niños de los sectores populares
urbanos, cómo insertarlos de cierta manera conveniente, provechosa y dinámica en la vida
productiva social, en qué medida promover muy relativamente su atención y cuidados, y
qué tipo de instituciones ad hoc debían encargarse de “adiestrarlos” para su futuro servicio
a los fines de la producción social. Así, las necesidades del sistema de explotación del
trabajo asalariado actuaron como impulsores del interés por conocer al niño, establecer las
formas preferenciales de orientar su desarrollo y precisar los modos de plasmar en él las
destrezas requeridas por el proceso productivo burgués.
En este contexto, el desarrollo capitalista y los grandes avances en una producción
material necesitada de mejoramiento continuo para garantizar altos réditos, impulsaron el
progreso científico y técnico en pos del logro de esos propósitos. A la vez, tal desarrollo
estimuló las crecientes demandas y luchas de la clase obrera y los trabajadores por dignas
condiciones de existencia y la defensa de sus derechos, obligando a la burguesía a hacerles
ciertas concesiones en determinadas áreas. Entre esas conquistas, sumamente parciales pero
importantes, estaba el acceso a la educación, que astutamente la clase dominante aprovechó
en su propio beneficio. Su necesidad de perfeccionar la producción iba de la mano con la
exigencia de cualificar la mano de obra y para concretar ambos fines creó un sistema
educativo estatal y centros educacionales “para el pueblo”, implantando progresivamente
una instrucción formalizada tendiente a universalizar la escolaridad de los niños y a
engarzarla en el proceso productivo. Obviamente, ese masivo sistema educativo no era
producto de la “generosidad” burguesa ni ajeno a la jerarquización social, pues la creación
de la escuela pública sólo significaba su coexistencia con los exclusivos centros privados
destinados desde mucho antes a educar a los hijos de la clase dominante y, lo que tiene gran
importancia, con tal sistema se ponía en marcha una poderosa maquinaria oficial capaz de
innumerables operaciones encubiertas para hacer más efectiva la asimilación de la
ideología burguesa e inculcar la pasividad y el conformismo.
En todo caso, la conjunción de factores anotados, aunados a otros de carácter
político- social y cultural, favoreció el estudio científico de la infancia y de las condiciones
necesarias para la formación del niño junto con la descripción precisa de variados aspectos
de sus particularidades somato-psíquicas; la elaboración de diversos criterios acerca de su
desarrollo y su periodización en estadios evolutivos; el registro formal de los cambios que
van ocurriendo en cada una de esas fases, las necesidades adjuntas y las capacidades que el
pequeño va configurando en tal proceso; el encaje de las peculiaridades infantiles en el
medio social dado y las exigencias educativo-culturales que debe afrontar el niño, etc. De
este modo, a pesar de la sordidez de las pretensiones económicas burguesas con respecto a
la infancia, se fue abriendo paso una apreciación realmente humana del niño y hoy, incluso
en los marcos de la sociedad capitalista, la propia dinámica objetiva del desarrollo socio-
político y cultural ha impuesto el entendimiento de la infancia en su verdadera condición,
es decir, como un fundamental período formativo del ser humano que de ningún modo
puede estar sometido ni constreñido por los mezquinos intereses crematísticos de una clase
explotadora. Por encima, al margen y en contra de las falaces declaraciones de la burguesía
acerca de su “preocupación” por la niñez, y denunciando la amplia acción deformante de su
ideología en todos los niveles de la vida social, una de las principales banderas de lucha de
las clases oprimidas y la expresión de un auténtico humanismo es la defensa de la dignidad,
la integridad y los derechos del niño, el cual sólo podrá encontrar el ambiente propicio para
su adecuada configuración y desarrollo pluridimensional en una sociedad liberada de la
explotación del hombre y de todas las servidumbres que la acompañan.
Dicho todo lo anterior, para la ciencia actual la infancia contemporánea presenta en
su base los rasgos generales relativamente estables propios de la especie entrelazados de
modo orgánico con particularidades variables determinadas en lo esencial por el ambiente
social del niño (poseedor de un carácter de clase) y vinculadas con las singularidades del
grupo, la familia y los progenitores para definir y perfilar la individualidad del infante dado.
Integralmente considerado, el proceso de crecimiento/desarrollo del niño se realiza a través
del encadenamiento de sucesivos niveles evolutivos asentados en condiciones internas que
definen una estructura somático-funcional influida por factores exteriores, sociales. Cada
nivel o estadio continúa necesariamente al anterior, lo subsume e integra en un plano
funcional nuevo y, a la vez, crea las condiciones para la emergencia del nivel subsiguiente.
En este proceso dialéctico, la fuerza motriz fundamental está conformada por las
contradicciones internas que surgen en el niño en el curso de la interacción con los adultos
en el medio social específico que lo acoge. Tales contradicciones son típicas para cada
estadio del desarrollo y su dinámica marca el tránsito de una a otra fase y el avance de lo
simple-inferior a lo complejo-superior: en el marco del condicionamiento exterior, sin la
lucha de tendencias internas opuestas en los fenómenos y procesos resulta imposible
cualquier cambio, es decir, desarrollo de algún tipo. Las contradicciones en el desarrollo
infantil, cuya maduración y desenlace constituyen la fuente del proceso y posibilitan el
conocimiento de sus leyes, tienen en su base la oposición fundamental entre las cambiantes
necesidades del ser activo y las posibilidades reales de satisfacerlas; lo que muchas veces es
entendido como conflicto puramente externo entre el niño y su ambiente social, pero que
objetivamente corresponde a oposiciones internas entre lo viejo que se extingue y lo nuevo
que emerge día a día y momento a momento en el curso de la vida del infante.
De modo sucinto, tales contradicciones pueden agruparse en aspectos esenciales:
entre las crecientes posibilidades fisiológico-psicológicas y prácticas del pequeño y los
tipos de relación con los adultos (tipos vinculados con las formas de actividad conjunta e
infantil previamente conformadas); entre las necesidades más o menos satisfechas a través
de los logros alcanzados en las condiciones dadas del desarrollo y la emergencia de nuevas
necesidades dentro de esas mismas condiciones; entre las adquiridas y “conservadoras”
formas conductuales y la exigencia de configurar nuevos e innovadores modos de conducta;
entre los medios con que cuenta el niño y la creciente complicación de las estructuras del
ambiente social en el que debe operar e interactuar; y entre su propia existencia real (o
contenido del desarrollo) y los niveles y modalidades de conciencia acerca de ella que va
elaborando paulatinamente. El afrontamiento y la superación de estas contradicciones en
cada estadio del desarrollo requiere de “saltos” cualitativos en las relaciones, la actividad y
la conciencia infantiles que, con el apoyo de la educación y la enseñanza, se traducen en la
adquisición de nuevos y más perfeccionados medios concreto-específicos (disposiciones,
afectos, bagaje lingüístico, operaciones y procedimientos, conocimientos, capacidades y
habilidades, regulaciones, controles, etc.) que el pequeño utiliza para modificarse a sí
mismo interna e integralmente. Así, las condiciones del desarrollo experimentan un cambio
radical y el niño queda habilitado para configurar una nueva sensibilidad y un sistema cada
vez más ramificado de aspiraciones y motivaciones, desplegar con mayor creatividad y
soltura su propia actividad y sus vínculos con los demás, y encarar la satisfacción de sus
necesidades en un nuevo y más elevado nivel.
Ahora bien, es evidente que la experiencia socio-cultural (plasmada en el lenguaje, la
conducta, los objetos elaborados por el hombre, los instrumentos de trabajo, las obras
científicas y artísticas, etc.) no va siendo asimilada y dominada por el niño en forma
individualista e independiente, sino con la imprescindible orientación y ayuda adecuada de
los adultos en el curso de un proceso comunicativo e interactivo. El pequeño se comunica
con los adultos y con sus coetáneos de un modo variable que se va haciendo más complejo
en tanto avanza su desarrollo, para ir asumiendo sucesivamente las formas imbricadas y a la
vez interconectadas de contacto emocional directo, comunicación oral y actividad conjunta.
El despliegue comunicativo y la complicación y enriquecimiento de sus formas abren al
niño cada vez nuevas y mayores posibilidades de asimilar o interiorizar de modo activo
diferentes y diversos tipos de sensibilidad, acción, conducta, entendimiento, conocimiento y
habilidad mediante el juego, los intercambios, las actividades prácticas y posteriormente el
estudio. En cualquiera de estos aspectos, el niño recibe, adapta y utiliza elementos
orientadores que le facilitan la función de modelación (reflejo) de la realidad, la valoración
y comparación de los objetos materiales o ideales con los que opera, y las transformaciones
internas de lo que va asimilando, conduciéndolo a la elaboración de las representaciones
adecuadas, a la formación de los conceptos del caso y al pensamiento lógico.
Como ya fue antes anotado, este conjunto de procesos no tiene un carácter intemporal
y abstracto, sino histórico y concreto. En el devenir de la historia, se han ido modificando
las condiciones sociales globales y particulares dentro de las que existe el niño. El
desarrollo de las fuerzas productivas, el carácter específico de las relaciones sociales dadas,
el despliegue de la cultura (o sus retrocesos, incluyendo las perversiones impuestas desde el
poder clasista-explotador), los avances tecnológicos, la estructura y funciones de la familia,
las nuevas necesidades y costumbres, etc., impactan sobre la infancia y determinan de
hecho cambios en la configuración de las capacidades, destrezas y sensibilidades de los
niños (como se puede comprobar en la actualidad viendo, por ejemplo, los resultados de la
influencia de las tecnologías de la información y la comunicación en el psiquismo y la
conducta infantiles). De la misma forma, han ido mutando los criterios acerca de las etapas
evolutivas del desarrollo, es decir, las ideas acerca de las denominadas edades, de modo
que han variado también el contenido y los métodos de la educación y la enseñanza (en sus
sentidos amplio y específico). Científicamente, hoy está establecido que cada edad es una
etapa cualitativamente especial del desarrollo, caracterizada por múltiples cambios cuyo
conjunto está representado por una estructura peculiar del psiquismo y la personalidad
infantil en la etapa dada. La dinámica psíquica es una actividad de reflejo multimodal de la
realidad objetiva y su desarrollo constituye un proceso de complicación, reestructuración y
perfeccionamiento en todo el trabajo reflector a través de un curso prolongado, intrincado e
irregular. En el desarrollo infantil, este curso tiene aspectos esenciales de notable
especificidad: progresiva multiplicidad y afinamiento de la actividad del niño; creciente
aumento de la complejidad y profundidad cognoscitiva, con el paulatino pasaje del reflejo
fenoménico de los objetos al reflejo de los elementos que conforman su esencia; y cambios
en la sensorialidad, la afectividad y las actitudes con respecto al mundo circundante, las
otras personas y consigo mismo.
La cuestión de las edades
Al respecto, Wallon partió de la consideración del hombre como producto de la
activa transformación socio-histórica del sujeto concreto en la unidad de sus propiedades
somáticas y psíquicas, viendo al niño como ser social en proceso de formación y desarrollo
con todas sus particularidades naturales y su estructuración neuro-fisiológica. El niño se va
definiendo y perfilando a través de la conformación, organización y sucesión de niveles o
estadios evolutivos de la actividad y las mediaciones internas en un ambiente socio-cultural
concreto y en íntima relación con él. Dentro de la unidad dialéctica del proceso evolutivo,
la realidad de cada estadio no es algo simple que sucede linealmente al previo, sino que
representa una nueva calidad y contiene alternancias, fenómenos de integración interna de
nuevo tipo y anticipaciones funcionales. Por ello, un nuevo estadio no suprime totalmente
las formas anteriores (pues proviene de ellas), sino que hace aparecer un modo diferente de
determinación que integra, reorganiza, domina, regula y dirige las determinaciones más
elementales de la estructura superada, a la vez que en su propio interior da curso a la
gestación del nivel subsiguiente. La infancia no es, entonces, una mera sucesión de edades
ni de progresos lineales, ni menos aún una superposición de estadios netamente separados
entre sí: “De etapa en etapa, la psicogénesis del niño muestra, a través de la complejidad de
los factores y de las funciones, a través de la diversidad y de la oposición de las crisis que
la jalonan, una especie de unidad solidaria en el interior de cada una y entre todas ellas.
Considerar al niño fragmentariamente es ir contra la naturaleza. En cada edad, el niño
constituye un conjunto indisociable y original. En la sucesión de sus edades, es siempre el
mismo ser en curso de metamorfosis” (29).
Asumiendo al igual que Wallon la concepción dialéctico-materialista del hombre, la
apreciación histórico-social de la infancia y la preocupación por dilucidar lo esencial en el
desarrollo de ésta, Vigotski precisaba que “si… el desarrollo cultural de la humanidad tuvo
lugar sin que ocurriese un cambio sustancial en el tipo biológico del hombre, en un período
de estancamiento relativo de los procesos evolutivos y cuando la especie biológica Homo
sapiens permanecía más o menos constante, por su parte el desarrollo cultural del niño se
caracteriza, ante todo, por producirse mientras se dan cambios dinámicos de carácter
orgánico. El desarrollo cultural se superpone a los procesos de crecimiento, maduración y
desarrollo orgánico del niño, formando con ellos un todo. Tan sólo por vía de la abstracción
podemos diferenciar unos procesos de otros”. Así, “El arraigo de un niño normal en la
civilización está estrechamente fusionado con los procesos de su maduración orgánica.
Ambos planos del desarrollo (el natural y el cultural) coinciden y se amalgaman el uno con
el otro. Los cambios que tienen lugar se intercomunican y constituyen, en la realidad, un
proceso único de formación biológico-social de la personalidad del niño. En la medida en
que el desarrollo orgánico se produce en un medio cultural, pasa a ser un proceso biológico
históricamente condicionado. Al mismo tiempo, el desarrollo cultural adquiere un carácter
peculiar que no puede compararse con ningún otro tipo de desarrollo, ya que se produce
simultánea y conjuntamente con el proceso de maduración orgánica y puesto que su
portador es el cambiante organismo infantil en vías de crecimiento y maduración” (30).
Tal proceso integral y único de desarrollo, decía Vigotski, se realiza a través de la
sucesión de las edades: cada una de ellas es una época, ciclo o peldaño, un período
relativamente cerrado cuya importancia está dada por el lugar que ocupa en el proceso
general del desarrollo y en el que las leyes de éste se expresan siempre de modo cualitativo-
específico. El desarrollo del niño constituye así el paso persistente de un escalón evolutivo
a otro, tránsito ligado al cambio y estructuración de su personalidad: examinar el desarrollo
infantil significa estudiar el movimiento de un peldaño dado hacia otro y la modificación
de la personalidad en cada período dentro de concretas condiciones histórico-sociales. Este
desarrollo es “un proceso que se distingue por la unidad de lo material y lo psíquico, de lo
social y lo personal a medida que el niño se va desarrollando”. Es, pues, “un proceso
continuo de auto-movimiento que se distingue, en primer lugar, por la permanente
aparición y formación de lo nuevo, de lo no existente en estadios anteriores. Este punto de
vista capta en el desarrollo algo esencial para la comprensión dialéctica del proceso”. Ante
todo, el desarrollo se caracteriza por el surgimiento de “formaciones cualitativamente
nuevas con ritmo propio”, que permiten determinar lo esencial en cada edad; es decir, “el
nuevo tipo de estructura de la personalidad y de su actividad, los cambios psíquicos y
sociales que se producen por primera vez en cada edad y determinan, en el aspecto más
importante y fundamental, la conciencia del niño, su relación con el medio, su vida interna
y externa, todo el curso de su desarrollo en el período dado”. Por tanto, el fundamento real
de una periodización científica del desarrollo “hay que buscarlo en los cambios internos del
propio desarrollo; tan sólo los virajes y giros de su curso pueden proporcionarnos una base
sólida para determinar los principales períodos de formación de la personalidad del niño
que llamamos edades”.
En el desarrollo infantil, los cambios evolutivos pueden transcurrir lenta, paulatina y
fluidamente, de modo “oculto” y sin virajes bruscos en el desarrollo psíquico, siendo esto
característico para las llamadas “edades estables”, las más prolongadas en la vida del niño,
en las que los cambios en el psiquismo y la personalidad sólo se advierten al comparar el
inicio y el final del estadio evolutivo dado. Pero también existen períodos en los que, en un
lapso relativa y comparativamente breve (de algunos meses, de un año), ocurren abruptos
cambios psicológicos que Vigotski consideró propios de una situación de “crisis” en la que
el desarrollo adquiere un carácter veloz y casi tempestuoso, evidenciando así su curso
complejo, contradictorio y dificultoso. “La crisis siempre tiene lugar en todo desarrollo
infantil que transcurra de modo normal;… siempre existirá una situación en la que el curso
interno del desarrollo del niño será obligatoriamente brusco… La esencia de cada crisis
consiste en la reestructuración de la vivencia interna, reestructuración que radica en el
cambio del momento fundamental que determina la relación del niño con el medio, es decir,
en el cambio de las necesidades y los motivos que mueven la conducta del niño… Dicha
reestructuración de las necesidades y los motivos, la revaluación de los valores, es el
momento fundamental en el paso de una edad a otra”. Objetivamente, entonces, las edades
críticas se alternan con las edades estables. Las primeras constituyen puntos de viraje que
confirman el desarrollo del niño como un proceso dialéctico en el cual el pasaje de un
estadio a otro de nivel superior se realiza no por la vía de una evolución paulatina, sino
revolucionariamente. Por tanto, al pasar de un período evolutivo a otro, de una a otra edad,
emergen nuevas formaciones que no existían en los períodos anteriores y, con ello, se
reorganiza y modifica el curso del propio desarrollo.
El desarrollo infantil es “una de las formas más complejas de la vida” y en él la
emergencia de períodos de crisis está invariablemente ligada a la existencia de elementos
viejos en trance de extinción o destrucción y a la aparición de neo-formaciones: “El
desarrollo no interrumpe jamás su obra creadora y hasta en los momentos críticos se
producen procesos constructivos. Más todavía: los procesos de extinción, tan manifiestos
en tales edades, están supeditados a los procesos de formación positiva de la personalidad,
dependen directamente de ellos y forman con ellos un todo indisoluble. La labor destructiva
se realiza en esos períodos en tanto y en cuanto es imprescindible para el desarrollo de las
propiedades y los rasgos de la personalidad… El contenido negativo del desarrollo en los
períodos críticos es tan sólo la faceta inversa o velada de los cambios positivos de la
personalidad que configuran el sentido principal y básico de toda edad crítica”.
En la realidad del desarrollo infantil, la observación científica permite constatar la
presencia objetiva de sucesivos periodos críticos. Con la crisis del recién nacido ocurre una
suerte de rebajamiento hasta en el plano físico y el niño pierde algún peso en los días
posteriores al nacimiento; pero la adaptación a una nueva vida exige mucho de la capacidad
vital del pequeño que “en este período, más que en cualquier otro, evidencia que el
desarrollo es un proceso de formación y emergencia de lo nuevo. Todo cuanto se observa
en el desarrollo de los primeros días y semanas de la vida del niño es siempre formaciones
nuevas”. En la crisis del primer año, “los síntomas negativos… están directamente
relacionados con las adquisiciones positivas del niño logradas al empezar a caminar y a
dominar el lenguaje”. Con la crisis de los tres años, “surgen… los nuevos rasgos
característicos de la personalidad del niño. Se ha demostrado que cuando por una u otra
razón la crisis transcurre de forma apática e inexpresiva, en la edad siguiente se produce un
gran retraso en el desarrollo de las facetas afectivas y volitivas de la personalidad”. En la
crisis de los 7 años, el niño modifica sus nexos con los otros, “se hace más independiente y
cambia su actitud hacia los demás niños”. Y en la crisis de los 13 años, “el descenso del
rendimiento escolar se debe al cambio de actitud desde lo visual-directo a la comprensión y
deducción. La transición a la forma superior de la actividad intelectual se acompaña por un
descenso temporal de la capacidad de trabajo, hecho que se confirma en los restantes
síntomas negativos de la crisis. Tras cada síntoma negativo se oculta un contenido positivo
que consiste, casi siempre, en el paso a una forma nueva y superior”.
Ahora bien, en cada escalón de edad existe entre el niño y los niveles de su entorno
una relación específica, sumamente peculiar, única e irrepetible a la que Vigotski denominó
situación social del desarrollo, considerándola “el punto de partida para todos los cambios
dinámicos que advienen en el desarrollo durante el período de cada edad” y que “determina
plenamente y por entero las formas y la trayectoria que permiten al niño adquirir nuevas
propiedades de la personalidad, puesto que la realidad social es la verdadera fuente del
desarrollo, la posibilidad de que lo social se transforme en individual”. Siendo específica
para cada edad, dicha situación del desarrollo determina y regula la existencia social, el
modo de vida y los cambios en la conciencia del niño, fijando la maduración de las nuevas
formaciones siempre a finales de una edad (y no al inicio de la misma) de modo que su
emergencia modifica la conciencia y la personalidad infantil e influye poderosamente en el
desarrollo posterior. “El niño que ha modificado su personalidad ya es otro niño, su
existencia social se diferencia esencialmente de la de niños de menor edad… La nueva
estructura de la conciencia adquirida en cada edad significa ineludiblemente que el niño
percibe de distinta manera su vida interior, así como el mecanismo interno de sus funciones
psíquicas”.
El desarrollo de las neo-formaciones que emergen al final de cada edad “cambia toda
la estructura de la conciencia infantil, modificándose así todo el sistema de su relación con
la realidad externa y consigo mismo” y, al término de la edad del caso, el niño es un ser
totalmente distinto al que era al inicio de la misma. Sin embargo, esto no significa en modo
alguno el forzoso debilitamiento ni, menos aún, el desvanecimiento de la situación social
del desarrollo, la cual se configuró en sus rasgos básicos al comienzo de una edad dada. Esa
situación “no es más que el sistema de relaciones del niño de una determinada edad y la
realidad social; si el niño ha cambiado de manera radical, es inevitable que esas relaciones
se reestructuren. La anterior situación del desarrollo se desintegra a medida que el niño se
desarrolla y se configura, en rasgos generales y proporcionalmente a su desarrollo, la nueva
situación del desarrollo que pasa a convertirse en el punto de partida de la edad siguiente…
Esta reestructuración de la situación social del desarrollo constituye el contenido principal
de las edades críticas”.
Ahora bien, en numerosas ocasiones existe la propensión a concentrar la atención en
las características de los períodos estables y, con ello, se tiende de un modo u otro a perder
de vista la importancia de los virajes esenciales propios de las etapas de crisis, de los
procesos de cambio de las necesidades y de la actividad infantiles que se hallan en su base,
los cuales poseen una gran originalidad y cumplen un rol fundamental en el desarrollo
psíquico del niño. En su peculiar especificidad, las formaciones nuevas que surgen en esas
etapas no se conservan como tales con el advenimiento de la edad siguiente, pero continúan
existiendo en estado latente dentro de ella, sin tener una vida independiente y participando
sólo en aquel desarrollo “subterráneo” que hace posible la generación de formaciones
cualitativamente nuevas en el interior de las edades estables. De tal suerte, como la esencia
de las etapas de crisis reside en el cambio de las necesidades y motivos infantiles, entonces
la exigencia de formar y concretizar nuevas necesidades y motivos presupone que en uno u
otro período de viraje la neo-formación que asume carácter central impulse la realización
de la actividad del niño que tendrá un rol rector o directriz en el período estable. Con el
advenimiento de éste, las neo- formaciones del período de viraje empiezan a cumplir la
función de especial armazón interna que agrupa los motivos y las acciones concretas,
recubriéndose con ellos y determinando la dirección del desarrollo psíquico en cada período
estable.
Vigotski anota que, con toda la complejidad de su contenido y organización, con la
diversidad de procesos parciales que lo integran y que el análisis desentraña, el proceso de
desarrollo en cada período de edad constituye una totalidad única con una determinada
estructura: “las leyes que rigen la formación de ese todo o las leyes estructurales de dicha
edad determinan la estructura y el curso de cada proceso de desarrollo particular que forma
parte del todo”. Los niveles evolutivos o edades constituyen formaciones dinámicas
globales que, en calidad de estructuras, determinan el papel y el peso específico de cada
línea parcial del desarrollo. En uno u otro período de edad, la personalidad infantil resulta
reestructurada internamente en su conjunto (y no en aspectos aislados de la misma) y las
leyes que regulan esta totalidad determinan la dinámica de cada una de sus partes. Debido a
ello, en cada edad ocupa siempre el lugar central una nueva formación que caracteriza la
reorganización de toda la personalidad del niño sobre una nueva base y actúa como una
suerte de guía para todo el proceso de desarrollo. En torno a tal neo- formación central o
básica de la edad dada se ubican y agrupan las restantes y parciales formaciones nuevas
vinculadas con facetas aisladas de la personalidad, lo mismo que los procesos de desarrollo
relacionados con las formaciones nuevas de edades anteriores.
En el curso del desarrollo infantil, las contradicciones inherentes a cada etapa
evolutiva se resuelven mediante el establecimiento de nuevas relaciones entre el niño y las
personas de su entorno, y con la configuración de nuevos tipos de actividad a realizar en el
ambiente social-concreto de existencia, señales definidas del tránsito hacia un nuevo nivel
del desarrollo. Tal resolución significa la extinción de los modos usuales de comunicación,
las antiguas respuestas emocionales, las formas establecidas de conducta, los conceptos e
ideas asumidos, las modalidades y procedimientos de evocación, las necesidades, intereses
y hábitos que ya no corresponden al avance evolutivo; y, a la vez, la vigorosa aparición de
nuevas necesidades y renovados sentimientos, nociones, aspiraciones, afinidades, prácticas,
costumbres, formas de relación y comunicación más perfeccionadas, en suma, de nuevas y
superiores formas de sentir, actuar y pensar. Así, los períodos de crisis constituyen fases de
transición representativas del momento culminante de una etapa integral del desarrollo y
del anuncio y definición de la emergencia de una etapa nueva: la lenta y progresiva
acumulación de cambios cuantitativos encuentra resolución en un brusco cambio cualitativo
o “salto” dialéctico que implica el surgimiento de nuevas funciones, la reestructuración y el
perfeccionamiento de las ya existentes y la inclusión de la etapa superada en la nueva,
dentro de la cual empiezan a producirse los cambios cuantitativos en un nuevo nivel, es
decir, a gestarse la etapa subsiguiente.
Como es evidente, “las condiciones exteriores determinan el carácter concreto en que
se manifiestan y transcurren los períodos críticos. Distintas en los diversos niños,
condicionan las variantes extremadamente dispares y multiformes de la edad crítica. Sin
embargo,… es la lógica interna del propio proceso de desarrollo la que provoca la
necesidad de dichos períodos críticos, de viraje, en la vida del niño, y no la presencia o la
ausencia de específicas condiciones exteriores” (31). De allí que la influencia de los
factores externos genere un resultado definido según sea la particular disposición de las
condiciones internas en cada infante, estableciéndose así significativamente las diferencias
individuales. En ciertos casos, el desarrollo del niño puede ir acompañado (en más o en
menos) por conflictos agudos con quienes lo rodean, por antagonismos íntimos y vivencias
dolorosas; en tanto que en otros casos discurre de modo relativamente apacible, sin originar
choques notables ni sentimientos penosos. En ambas situaciones, juegan un importante rol
las condiciones de vida, la estructura familiar y las características personales de los
progenitores para exacerbar o atenuar los efectos de los cambios que se producen en la edad
crítica dada. Pero en todos los casos el cambio de edad exige nuevas adaptaciones y
afirmaciones de la personalidad en desarrollo que se traducen en aspectos peculiares: es
ampliamente conocido que, en grado muy variable y durante un determinado lapso, el niño
de 3 años muestra actitudes y conductas de rebeldía, terquedad y capricho; el de 7 años,
voluntarismos, indisciplinas y turbulencias; y el de 12 ó 13 años, apatía, negativismo,
ensimismamiento, bajo rendimiento en la actividad general y casi total ausencia de los
intereses y motivos presentes en estadios anteriores. Estas tornadizas y transitorias
peculiaridades en cada una de tales edades pueden representar dificultades en la educación
y enseñanza informales y formales de los niños (porque tales imprescindibles modalidades
de apoyo formativo sufren retraso en relación con los rápidos cambios de la personalidad)
y, por tanto, exigen atención real y especial por parte de los padres y los educadores para
evitar complicaciones mayores en el desarrollo.
En este punto, es necesario puntualizar algo fundamental: remarcar la importancia de
la lógica interna del proceso de desarrollo del niño de ningún modo puede significar la
minimización o el rebajamiento del vital influjo condicionante ejercido por el medio socio-
cultural. Ambos elementos conforman una inescindible unidad dialéctica de opuestos
complementarios e interactuantes que se influyen de modo recíproco y permanente. El
carácter objetivo e histórico de esta unidad, evidenciado ya sin asomo de duda, descarta de
plano cualquier visión metafísica del desarrollo; y, además, su calidad de nexo de nuevo
tipo y de índole superior en el mundo real deja sin piso las arbitrarias interpretaciones
naturalistas de muchos etólogos, para quienes el medio social influiría sobre el niño del
mismo modo en que lo hace el medio biológico sobre los cachorros animales. De hecho,
son radicalmente distintos tanto cada uno de estos ambientes como los receptores de su
influencia, de la misma forma en que son por completo diferentes las actividades que cada
medio determina y los mecanismos, recursos y procedimientos que se movilizan para
operar sobre el proceso de desarrollo, obteniéndose en cada caso resultados que de ninguna
manera pueden considerarse iguales entre sí. La naturaleza “humanizada” merced a su
transformación por el trabajo del hombre y la sociedad que éste edifica y hace progresar no
son equiparables al ambiente exclusivamente natural en el que el animal despliega su
existencia, ni constituyen una simple y contingente condición puramente externa del
desarrollo infantil, sino que son su auténtica, compleja y necesaria fuente, su matriz.
El medio socio-cultural contiene todos los valores materiales y espirituales que
encarnan la actividad histórica, la esencia y las capacidades propias del Homo sapiens,
elementos que el niño debe adquirir y dominar progresivamente mediante sus propias
acciones en el curso de su desarrollo integral. A través del despliegue de su actividad
concreta, él va asimilando o interiorizando esos elementos, es decir, los incorpora a su
propia individualidad, los convierte en parte íntima de su ser personal y, con ello, se
apropia singularmente de la esencia humana. De allí que la actividad concreta que realiza
el niño sea una suerte de hilo conductor que atraviesa todos y cada uno de los estadios
evolutivos de la infancia haciendo viables la formación y el ejercicio de las propiedades,
capacidades y destrezas típicas del ser humano. Así, pues, el desarrollo infantil constituye
un complejo y difícil proceso en el que el niño va conformándose orgánico-funcionalmente,
estructurando y sometiendo a continua reestructuración su psiquismo y su conducta y
configurándose a sí mismo como personalidad a través de su definida inserción en la
urdimbre de relaciones sociales histórico-concretas, la interacción con los demás y su
propia actividad signada por la necesaria orientación y guía formativa de la enseñanza y la
educación ampliamente entendidas.
La actividad infantil
El nacimiento de cada individuo lleva consigo la incorporación a una densa realidad
social colmada de relaciones entre sus integrantes y conformada por la industria, la ciencia,
el lenguaje, la cultura, el arte, las costumbres, etc., es decir, por una concreta y preexistente
experiencia socio-histórica que constituye una amplia gama de prácticas, conocimientos,
capacidades y habilidades formadas y acumuladas por las generaciones anteriores. En ese
contexto y en procura de hacer realidad su propio desarrollo, el infante debe desplegar
paulatinamente su actividad particular para ir asimilando una cierta parte de esa experiencia
y enriquecerla en forma gradual en la medida de sus posibilidades reales dentro de las
condiciones del medio social dado. A través de tal actividad, va llevando a cabo un proceso
único que posee dos aspectos inseparables e interactuantes: por un lado, su configuración
somático-funcional de acuerdo con los lineamientos propios de la especie; y por el otro, la
auto-elaboración de su psiquismo y su personalidad reproduciendo en sí mismo, como
patrimonio privativo, las capacidades humanas (32). En el primer aspecto intervienen leyes
biológicas y el segundo obedece a leyes psicológicas, estando ambos aspectos íntimamente
relacionados y a su vez subordinados a leyes de carácter social.
Aquí encuentra expresión concreta la relación dialéctica entre la sociedad y el
individuo. La dominancia de lo social no hace desaparecer lo biológico, sino que más bien
lo subsume, perfila y hace viable como constitución orgánica personal propia del sujeto
dado. Tampoco suplanta a lo psíquico, sino que fija el marco de su configuración y lo
incluye e integra sin mellar sus particularidades, dándole sentido, orientando su desarrollo y
posibilitando sus continuas reestructuraciones. Por su parte, lo psíquico no desplaza ni
sustituye a lo social, sino que lo reproduce como su contenido individualizado y opera en
sentido inverso sobre él para propiciar su transformación. Por tanto, la experiencia social,
cuya parte específica asimila el infante mediante su actividad y que representa el contenido
de su auto-construcción, no está determinada ni regida por leyes de la actividad psíquica,
sino por leyes sociales y su apropiación depende del lugar que el sujeto ocupa en el sistema
de las relaciones sociales; pero, al mismo tiempo, el modo o la forma en que se efectivizan
la apropiación y la auto-construcción tiene una carácter particular, personalizado y
subordinado a leyes psicológicas. Así, pues, la conciencia, el pensamiento, la personalidad
y la actividad psíquica constituyen productos sociales y están socialmente condicionados,
pero acontecen y tienen curso de modo personal en cada individuo bajo el gobierno de
leyes psicológicas.
En la ontogenia humana, las propiedades congénitas y la maduración global del
organismo constituyen un conjunto de premisas anatomo-fisiológicas necesarias para la
formación de variados tipos de actividad material e ideal, pero no determinan su estructura
ni su contenido. Esas premisas generales e individuales poseen gran importancia para el
desarrollo y la maduración evolutiva del niño, aunque sin representar la fuerza motriz
esencial para la configuración y desenvolvimiento del psiquismo y la personalidad. Con
total claridad, Vigotski señaló que ninguna de las cualidades psíquicas específicamente
humanas (imaginación creadora, pensamiento lógico, regulación voluntaria de las acciones,
etc.) puede surgir sólo de la maduración orgánica, porque su formación exige determinadas
condiciones de vida y actividad enlazadas con la educación y la enseñanza. En el proceso
ontogénico, la dominancia de lo social determina la dialéctica integración de los elementos
aportados por la herencia y los provenientes del medio propiamente humano, es decir, las
premisas somato-funcionales y los componentes de la experiencia socio-cultural, resultando
de tal integración el psiquismo y su actividad. En efecto, toda función o capacidad es el
producto de la actividad de un órgano o un sistema y la influencia de la vida social faculta
al niño para ir generando a través de sus propias acciones y de modo simultáneo los
órganos funcionales del cerebro o neo-formaciones y los procesos psicológicos asentados
en esa base material .
Dichas neo-formaciones son sistemas reflejos estables y complejos que permiten la
ejecución eficaz de acciones determinadas y su conformación representa el principio
esencial del desarrollo psíquico en la ontogenia. Surgen según el mecanismo general de
estructuración de las asociaciones condicionadas, pero su configuración difiere de la de las
cadenas habituales de reflejos condicionados organizados en estereotipos. Al plasmarse, las
neo-formaciones neurales tienen la dinámica de un órgano funcional global y los procesos
psicológicos que hacen realidad adoptan el carácter de acciones casi inmediatas que
traducen una u otra capacidad particular (por ejemplo, la de evaluar directamente relaciones
espaciales, cuantitativas o lógicas). Además, aunque constituyen el producto de la
conformación de asociaciones reflejo-condicionadas, poseen una relativa estabilidad y no
se extinguen como lo hacen los reflejos condicionados básicos, sino que pueden ser
reestructuradas a fondo y sus componentes son susceptibles de reemplazo por diversos
otros, con lo que albergan enormes posibilidades de compensación en caso de daños a
causa de accidentes o enfermedades. Entre variadas investigaciones, las realizadas por
Vigotski y sus discípulos partieron del hecho evidente de que el niño no nace provisto de
órganos ya listos para permitirle efectuar las funciones originadas y consolidadas en el
proceso de desarrollo histórico de los hombres, y llegaron a establecer científicamente que
esos órganos y funciones se van conformando y desarrollando en el curso de la vida infantil
a través de la asimilación individual de la experiencia social. Pero las neo-formaciones
neurales y las funciones psíquicas superiores no se configuran en todos los niños por igual,
sino en correspondencia con el modo en que se despliega el proceso evolutivo de cada cual
dentro de condiciones definidas de existencia, por lo que su emergencia puede resultar
inadecuada o deficiente e incluso frustrarse. Los órganos de dichas funciones son sistemas
cerebrales funcionales (“órganos fisiológicos móviles del cerebro”) que se forman en el
proceso específico de la apropiación personal de la experiencia socio-histórica y, como lo
demostró experimentalmente Alexander Luria, su acción abarca los sistemas sensorio-
motrices, los sistemas complejos regidos por el lenguaje y el lenguaje mismo.
Por todo esto, la noción de que el niño se apropia de los logros de las generaciones
anteriores tiene una importancia fundamental para entender científicamente el desarrollo
infantil. En el proceso de su actividad general y específica, el infante se familiariza poco a
poco con la cultura material y espiritual creada históricamente y va haciéndola suya para
formar y desarrollar en sí mismo las diversas capacidades humanas, adquirir variados
conocimientos, destrezas y formas de conducta, y elaborar gradualmente su personalidad.
Es decir, en consonancia con sus condiciones de vida, el carácter de su actividad y las
particularidades de su relación con las personas de su entorno, el niño va asimilando la
experiencia social a tono con su avance evolutivo para ir configurando su psiquismo,
introducir reestructuraciones en la fisiología de su sistema nervioso y modificar su propia
actividad, adecuando creativamente todos estos factores a las necesidades, motivos y
peculiaridades funcionales típicas del período de desarrollo concreto por el que atraviesa.
Objetivamente, cada generación va legando a las sucesivas no sólo las condiciones
materiales de la vida social y de la producción, sino también las capacidades para elaborar
los bienes y los saberes necesarios en tales condiciones; y, como lo precisa Leóntiev, esas
capacidades constituyen “la memoria activa que posee la sociedad acerca de sus fuerzas
productivas universales”. Así, el concepto de apropiación, que expresa las relaciones
esenciales entre el individuo y la experiencia social, significa que en el curso de su
actividad particular y con el auxilio de la educación y la enseñanza (entendidas en sentido
muy amplio) el niño reproduce en su estructura personal las propiedades, capacidades y
procedimientos humanos activamente conformados en el curso del proceso histórico. Lejos
de adaptarse pasivamente a la realidad socio-cultural, el infante realiza dicha reproducción
utilizando de manera propia los conocimientos, instrumentos y modalidades de acción
heredados de las generaciones anteriores, lo que presupone que tiene que efectuar en
relación con ellos una actividad práctica y cognoscitiva adecuada, aunque obviamente no
idéntica, a la actividad humana cristalizada en tales elementos.
Leóntiev explica así este proceso: “¿En qué consiste la apropiación por parte de los
individuos de la experiencia acumulada por los hombres durante la historia de la sociedad
humana y concretizada en los productos objetivos de su actividad colectiva, apropiación
que es al mismo tiempo un proceso de formación de facultades y funciones humanas? Ante
todo, siempre se trata de un proceso activo. Para apropiarse de un objeto o de un fenómeno,
hay que efectuar la actividad correspondiente a la que está concretizada en el objeto o
fenómeno considerado. Por ejemplo, cuando decimos que un niño se ha apropiado de un
instrumento significa que ha aprendido a utilizarlo correctamente y que las acciones y
operaciones motrices y mentales necesarias para ello ya se han formado”. Estas acciones y
operaciones no pueden formarse en el infante sólo por influencia del objeto mismo, sino
que “de modo real… son concretizadas, entregadas con el objeto, pero subjetivamente tan
sólo le son propuestas al niño”. De hecho, lo que conduce a que éste efectúe las acciones y
operaciones requeridas por la estructuración de las capacidades y funciones necesarias para
su realización, son “sus relaciones con el mundo que lo circunda… mediatizadas por sus
relaciones con los hombres, ya que se comunica con ellos de manera práctica y verbal”
(33). La condición objetiva insustituible para la vida real y el desarrollo normal del
pequeño es su relación interactiva y comunicativa con las personas que lo rodean.
Cuando el niño reproduce o se apropia de las capacidades sociales, realiza un tipo
especial de actividad, o sea, forma en sí mismo una específica actividad reproductiva y
sobre esta base conforma en su estructura personal diferentes capacidades concretas, se
orienta cada vez mejor en la realidad en que actúa y se dota de los medios concretos para
modificarla. Tales procedimientos constituyen formas universales del desarrollo infantil.
Este desarrollo se expresa en progresos cualitativos pautados que tienen lugar dentro de la
actividad reproductiva y que representan cambios en el contenido psíquico del desarrollo
mismo (por ejemplo, con la interconexión de modos de actividad, la transformación de uno
de esos modos en otro, etc.), al igual que en la complexión de las capacidades que se van
configurando (ya que en un modo de actividad el niño se apropia de habilidades prácticas y
de la capacidad de regular sus acciones; en otro, de la capacidad de pensar lógicamente; en
otro más, de la capacidad imaginativa; etc.). Esta apropiación de las capacidades humanas
tiene como característica esencial que sólo puede ser realizada por el niño contando con la
dirección de los adultos, en la vida conjunta y la comunicación con ellos y también en la
actividad compartida con otros niños. En otros términos, la actividad reproductiva no puede
formarse por sí misma, sino que requiere de la participación activa y comunicativa de las
personas del entorno infantil: en la interacción adulto-niño tiene lugar la transmisión de
disposiciones, prácticas, conocimientos, formas reguladas de conducirse y capacidades, de
modo que el primero enseña y el segundo aprende. Así, la reproducción o apropiación de
las capacidades socio-históricamente dadas y el desarrollo psíquico están intrínsecamente
unidos y no pueden efectivizarse como procesos separados e independientes el uno del otro,
sino que se correlacionan como la forma y el contenido del desarrollo integral del niño, el
cual se hace factible gracias a la educación y la enseñanza ampliamente concebidas que
adquieren el carácter de formas universales del desarrollo psíquico infantil.
La actividad del niño tiene como premisas naturales el conjunto de condiciones
orgánico-fisiológicas individuales necesarias para la formación y desarrollo del psiquismo y
las capacidades y habilidades dadas, o sea, presupone aptitudes o “dotes” o disposiciones
directamente relacionadas con las particularidades anatomo-funcionales del organismo del
infante, especialmente las del sistema nervioso. El tipo de actividad nerviosa superior
(caracterizado por la inter-conexión de la fuerza, el equilibrio y la dinámica de la excitación
y la inhibición corticales), las cualidades de los analizadores (de sus sectores periférico y
cortical y de las vías de conducción de la información que los unen) y los modos de su
integración funcional, la disposición para la actividad psicomotriz y su afinamiento, el tono
emocional requerido por la acción, las correlaciones neuro-endocrinas, etc., representan el
conjunto de condiciones aptitudinales básicas y necesarias para la actividad orientada hacia
la conformación y desarrollo de las capacidades y habilidades. Sin embargo, a pesar de su
importancia e independientemente de lo óptimas que pudieran ser, las aptitudes no
predeterminan (es decir, no determinan por sí mismas) esa formación y ese desarrollo, sino
que ambos dependen esencialmente de las condiciones de vida del niño y de la forma en
que resulta encauzada su actividad. Las premisas naturales sobre las que se asienta el
desarrollo evolutivo tienen una direccionalidad ampliamente diversificada y hacen viable la
elaboración eficaz de diferentes capacidades sólo cuanto están en correspondencia con una
adecuada existencia vital concreta y se entrelazan con las acciones de apoyo y orientación
de los adultos. La presencia de las aptitudes más favorables no garantiza la idónea
formación de las respectivas capacidades si el medio socio-cultural del niño es adverso o
negativo y obstaculiza la función de base de las premisas naturales, o si el pequeño no
realiza (o no puede realizar) las actividades para tal formación y su desarrollo subsecuente.
En el marco de estas realidades, la actividad psíquica se rige por leyes psicológicas,
pero está socialmente condicionada y constituye un tramado sumamente complejo de
procesos y fenómenos cuya configuración y despliegue están determinados por el conjunto
de condiciones ambientales de vida y actividad del individuo dado. Las funciones psíquicas
superiores (percepción congruente de lo real, lenguaje, pensamiento conceptual, memoria
lógico-verbal, voluntad, motivación, imaginación creadora, control y regulación de las
acciones, etc.) no son fijadas ni transmitidas biológicamente por vía genética, sino que se
logran en el curso del proceso histórico-vital del sujeto y, por ello mismo, son susceptibles
de continuo perfeccionamiento mediante sucesivas reestructuraciones. Dichas funciones
superiores adquiridas individualmente se diferencian de las funciones naturales o básicas
(entre otras, la elaboración de nexos condicionados corticales), aunque éstas son uno de sus
variados componentes. Las propiedades elementales innatas, las llamadas “dotes”, están
integradas y subordinadas dentro de las funciones complejas estructuradas sobre su base
bajo la influencia de las condiciones sociales; pero en ciertos casos la existencia de un
desarrollo incompleto o una perturbación en esas propiedades naturales determina el curso
anómalo de la actividad psíquica superior (por ejemplo, un daño innato o una lesión en la
región cortical parieto-occipital afecta la formación o deteriora la función de síntesis
espacial y genera acalculia o alteración en la capacidad de cálculo). Dentro de un proceso
evolutivo normal, las “dotes” constituyen sólo una de las premisas o condiciones del
desarrollo de la actividad psíquica compleja, la cual de ningún modo se reduce a ellas y, por
tanto, relativiza su participación y su influjo ya que esas funciones elementales están
incorporadas e integradas a un nivel superior especialmente organizado y tienen un
desarrollo regido por él.
Las experiencias y los conocimientos aportados en especial por A. Luria y sus
colaboradores acerca de la reestructuración de las funciones psíquicas superiores como
resultado de una labor educativo-compensatoria y restauradora en pacientes afectados por
lesiones cerebrales locales, han permitido comprender con claridad la relación esencial,
dinámica y mediatizada existente entre la actividad psíquica compleja y las funciones
elementales (34). Por citar un aspecto de esta relación, el tipo de actividad nerviosa superior
que sirve de base a los procesos psicológicos es científicamente considerado como una de
las particularidades del funcionamiento cerebral que se transmite por herencia, pero puede
ser modificado con métodos apropiados porque el nexo entre los elementos fisiológicos y
psíquicos está incorporado en las estructuras en desarrollo continuo de la personalidad y en
gran medida se halla determinado por ellas. Por tanto, las premisas orgánicas de base,
susceptibles de transmisión genética, ejercen una determinada influencia sobre ciertos
trazos del proceso de desarrollo psíquico, pero su significación no es decisiva. El contenido
fundamental y los mecanismos de ese proceso dependen de un conjunto superiormente
organizado de muchas otras condiciones, entre las cuales las de educación y enseñanza del
niño poseen un carácter principal.
Ahora bien, es de suma evidencia que desde su nacimiento el niño requiere atención
y cuidados singulares para asegurar su existencia a la vez que apoyos concretos capaces de
garantizar su desarrollo integral, el cual muestra desde los primeros días de vida su íntima
relación con el aprendizaje. En efecto, los propios cuidados que recibe el infante implican
acciones adultas de educación y enseñanza primarias que mediatizan en particular su
desarrollo psíquico. Tal cual apuntaba Vigotski, a medida que el pequeño va avanzando en
edad “el aprendizaje organizado se convierte en desarrollo mental y pone en marcha una
serie de procesos evolutivos que no podrían darse nunca al margen del aprendizaje. Así,
pues, el aprendizaje es un aspecto universal y necesario del proceso de desarrollo
culturalmente organizado y específicamente humano de las funciones psicológicas”. De allí
que dilucidar el nexo interno entre aprendizaje y desarrollo tuviera para él una importancia
fundamental en procura de entender científicamente el curso del proceso evolutivo infantil,
en especial la formación del psiquismo y las funciones psíquicas superiores.
En esta perspectiva, Vigotski acuñó el concepto de zona de desarrollo próximo en el
sentido general de que la presencia de esa zona presupone que el niño, en el curso de su
actividad y a través de ella, va configurando propiedades orgánicas y psíquicas aún
inexistentes en él, lo que implica que en cada edad los procesos de educación y enseñanza
dependen directamente no tanto ya de las particularidades presentes, organizadas y maduras
del niño, sino de las que se encuentran en la zona de su desarrollo consecutivo, en el futuro
inmediato: “El nivel de desarrollo real define funciones que ya han madurado, es decir, los
productos finales del desarrollo. Si un niño es capaz de realizar esto o aquello de modo
independiente, eso significa que las funciones del caso han madurado en él. Entonces, ¿qué
es lo que define la zona de desarrollo próximo, determinada por los problemas que los
niños no pueden resolver por sí mismos, sino sólo con la ayuda de alguien? Dicha zona
define aquellas funciones que todavía no han madurado, pero que se hallan en proceso de
maduración, funciones que en un futuro próximo alcanzarán su madurez y que ahora se
encuentran en estado embrionario. Estas funciones podrían denominarse ‘capullos’ o
‘flores’ del desarrollo, en lugar de ‘frutos’ del desarrollo. El nivel de desarrollo real
caracteriza el desarrollo mental retrospectivamente, en tanto que la zona de desarrollo
próximo caracteriza el desarrollo prospectivamente”. Por tanto, tal zona “no es otra cosa
que la distancia entre el nivel real de desarrollo, determinado por la capacidad de resolver
de modo independiente un problema, y el nivel de desarrollo potencial, determinado a
través de la resolución de un problema bajo la guía de un adulto o en colaboración con un
compañero más adelantado”.
Las investigaciones experimentales hechas por Vigotski remarcaron más el hecho de
que “el aprendizaje humano presupone una naturaleza social específica y un proceso
mediante el cual los niños acceden a la vida intelectual de quienes los rodean”, poniendo en
claro que la zona de desarrollo próximo es un instrumento que permite comprender el curso
interno del proceso evolutivo considerando “no sólo los ciclos y procesos de maduración
que ya se han completado, sino también aquellos que se hallan en estado de formación, que
están comenzando a madurar y a desarrollarse”. En otros términos, entender que “lo que se
encuentra hoy en la zona de desarrollo próximo será mañana el nivel real de desarrollo; es
decir, lo que un niño es capaz de hacer hoy con ayuda de alguien, mañana podrá hacerlo
por sí mismo”. Con esas investigaciones, quedó establecido que “el estado de desarrollo
mental de un niño puede determinarse únicamente si se lleva a cabo una clarificación de sus
dos niveles: el nivel real de desarrollo y el de la zona de desarrollo próximo”, haciendo
viable “trazar el futuro inmediato del niño, lo mismo que su estado evolutivo dinámico,
señalando lo que ya ha sido completado evolutivamente y también aquello que está en
curso de maduración”.
Como ley evolutiva general de los procesos psíquicos superiores, ley aplicable en su
totalidad a los procesos de aprendizaje infantil, la zona de desarrollo próximo instala un
rasgo esencial en el aprendizaje: la capacidad de provocar una serie de procesos evolutivos
internos, susceptibles de realización sólo mediante la interacción del niño con las personas
de su entorno y en cooperación con algún compañero, lo que determina la interiorización
de estos procesos de actividad y su conversión en elementos de los logros evolutivos del
pequeño. “En el niño, el desarrollo a partir de la colaboración,… a partir de la enseñanza, es
el hecho fundamental… En esto se basa la importancia de la enseñanza para el desarrollo y
propiamente constituye el contenido del concepto de zona de desarrollo próximo”. Pero
Vigotski precisó que, dentro de esta tónica, los procesos de desarrollo psíquico no son
idénticos a los de educación y enseñanza considerados en sí mismos: “los procesos
evolutivos no coinciden con los procesos de aprendizaje. Por el contrario, el proceso
evolutivo va a remolque del proceso de aprendizaje; esta secuencia es lo que se convierte
en la zona de desarrollo próximo”, de tal suerte que “el ‘buen aprendizaje’ es sólo aquel
que precede al desarrollo”.
No obstante, “aunque el aprendizaje está directamente relacionado con el curso del
desarrollo, ninguno de los dos se realiza en igual medida. En los niños, el desarrollo no
sigue nunca al aprendizaje… del mismo modo en que una sombra sigue al objeto que la
proyecta. En la actualidad, existen relaciones dinámicas altamente complejas entre los
procesos evolutivos y los de aprendizaje, que no pueden quedar cercados por ninguna
formulación hipotética invariable”. Así, este análisis modificó en su base “la tradicional
opinión de que, en el momento en que el niño asimila el significado de una palabra o
domina una operación como la suma o el lenguaje escrito, sus procesos evolutivos se han
realizado por completo. De hecho, tan sólo han comenzado”. Además, explicó claramente
“la unidad, no la identidad, de los procesos de aprendizaje y los procesos de desarrollo
interno. Esto presupone que los unos se convierten en los otros. Por este motivo, mostrar
cómo en los niños se internalizan el conocimiento externo y las capacidades, se convierte
en un punto primordial de la investigación psicológica” (35).
La noción de zona de desarrollo próximo permitió a Vigotski dar un contenido
social-concreto al concepto de interiorización, diferenciándolo así del modo abstracto e
individualista con que lo concebían y usaban otros investigadores (por ejemplo, Piaget).
Ese concepto, otro de sus esenciales y numerosos aportes científicos a la Psicología, sirve
también para definir las dos formas fundamentales de los procesos psicológicos del ser
humano: la inter-psíquica y la intra-psíquica. Como integrante de un determinado colectivo,
el individuo está incluido directamente en variadas actividades y tareas sociales distribuidas
entre los conformantes del grupo dado. Esas actividades y tareas tienen una expresión
externa y explayada o desplegada, llevándose a cabo con la ayuda de diversos medios
materiales y lingüísticos. Los procedimientos de ejecución de la actividad y, sobre todo, los
del empleo de esos medios, son asimilados por los individuos y se constituyen en procesos
inter-psíquicos que hacen viable la organización y la regulación de la conducta del grupo en
pos del logro del fin común (en el caso del niño, tales procesos se conforman a través de su
interacción desplegada con los adultos en la enseñanza y en la cooperación con sus
compañeros). Pero esos procedimientos de ejecución de la actividad y de utilización de sus
medios no permanecen en su forma puramente externa, sino que su misma asimilación
(aprendizaje) conduce a que cada individuo los transforme según sean sus particularidades
personales y los convierta en procesos intra-psíquicos, mentales y concentrados, internos y
propios. Por consiguiente, esto significa que la formación y el desarrollo psíquico humanos
tienen realización a partir de la objetiva actividad social, mediante el proceso de
interiorización y con el apoyo insustituible del lenguaje; se hacen realidad a través del
tránsito de las formas externas de actividad (colectivas y desplegadas) a sus formas internas
(personales y replegadas), es decir, de la transformación de lo social o inter-psíquico en lo
individual o intra-psíquico.
Pues bien, apreciada científicamente la actividad infantil constituye un proceso
mediador que actúa como eje regulador de los vínculos el niño con la realidad y con las
demás personas; y, en tal calidad, posee una determinada especificidad en cada uno de los
estadios o niveles del desarrollo somato-psíquico. Esa actividad tiene curso a través de dos
procesos diferentes, pero dialécticamente interconectados. Por una parte, el desarrollo
funcional, que consiste en cambios parciales de algunas propiedades o funciones (orgánicas
o psicológicas) relacionadas con la asimilación por parte del niño de procedimientos y
conocimientos aislados, y que transcurre dentro de los límites de un nivel evolutivo dado
sin llevar por sí mismo a la reestructuración del conjunto de la personalidad infantil; y, por
la otra, el desarrollo evolutivo, caracterizado no tanto ya por el logro de esos conocimientos
y procedimientos aislados, sino por la configuración de un nuevo nivel psicofisiológico (o
sea, de un nuevo plano del reflejo de la realidad objetiva), por las mutaciones generales de
la personalidad del niño condicionadas por la reestructuración global de las relaciones
infantiles con las personas de su entorno y por el pasaje a nuevas formas de actividad.
Al respecto, anteriormente quedó anotado que las investigaciones experimentales
hechas por Vigotski, ampliadas y desarrolladas luego por sus discípulos, demostraron que
en el curso del desarrollo evolutivo la personalidad del niño va cambiando como una
totalidad integral en su estructura interna y que el movimiento de cada una de las partes de
ese todo está determinado por las leyes de tal cambio. En la base de este proceso, se halla
un hecho decisivo: en la actividad global infantil va ocurriendo la sustitución de un cierto
tipo de actividad por otro que se convierte en rector o dominante, específico para cada
período evolutivo y determinante de las transformaciones psíquicas que surgen por primera
vez, las cuales a su vez determinan en lo principal y fundamental la conciencia del niño, sus
relaciones con el medio, su vida interna y todo el curso de su desarrollo en el período dado.
Estos cambios psicológicos emergentes por primera vez constituyen neo-formaciones
psíquicas que incluyen el nuevo tipo de actividad característico para la edad dada, es decir,
el nuevo tipo de personalidad y las transformaciones psicológicas que surgen por primera
vez. En cada período evolutivo, existe siempre una neo-formación central “como si fuera
rectora para todo el proceso de desarrollo y que caracteriza la reestructuración de toda la
personalidad del niño sobre una nueva base”. Así, el asiento del desarrollo psíquico es
precisamente la sustitución de un tipo de actividad por otro, lo cual determina con carácter
necesario el proceso de formación de nuevas estructuras psicológicas. Por tal razón, el
nuevo tipo de actividad que se encuentra en la base del desarrollo integral del niño en un
período determinado se denomina rector.
En la visión científica de Vigotski siempre ocupó un lugar esencial la apreciación de
la relación social y actividad colectiva de las personas como fuente del desarrollo psíquico,
y la ubicación del desarrollo infantil en coordenadas socio-históricas concretas. Expresó
estos hechos fundamentales en su noción “situación social del desarrollo” que define la
relación del niño con la realidad y que se realiza a través de la actividad del propio pequeño
en el curso de sus sucesivas edades. Así, “el problema de la edad es no sólo central para
toda la psicología infantil, sino que también constituye la clave para todas las cuestiones de
la práctica”, ya que cada estadio del desarrollo psíquico se caracteriza por un determinado
nexo del niño con el ambiente social, es decir, por un específico tipo rector de actividad. El
indicio cardinal del tránsito de una a otra etapa evolutiva es, precisamente, el cambio que se
produce en el tipo rector de actividad, en la relación del niño con la realidad. Esto significa
un cambio del lugar que el pequeño ocupa en el sistema de las relaciones sociales y es lo
primero que se debe observar cuando se trata de precisar las fuerzas motrices de su
desarrollo psíquico. Partiendo, pues, de estos criterios resulta viable marcar objetivamente
los tipos de actividad rectora, evidenciados por la investigación científica, que aparecen
sucesivamente en el curso de la infancia en las condiciones concretas globales de la vida
social contemporánea (36).
En calidad de factor condicionante de los principales cambios en el psiquismo del
infante en el período evolutivo del caso, la actividad rectora muestra objetivamente rasgos
definidos: hace depender de ella misma y en forma directa los cambios psicológicos
fundamentales que se van produciendo en el niño; posibilita que en su propio interior
emerjan, se perfilen y diferencien nuevos tipos de actividad; y promueve e impulsa la
formación y reestructuración de los procesos psíquicos particulares. Los tipos de esta
actividad rectora tienen un origen histórico-social y poseen contenido y estructura
diferenciados en cada una de las etapas históricas del desarrollo de la sociedad. Desde
luego, asignarles carácter universal no significa en modo alguno pasar por alto que están
insertados en concretas relaciones sociales antagónico-clasistas, lo que determina ciertas
especificidades y peculiaridades a tener muy en cuenta cuando se trata de considerar sus
funciones en la configuración de capacidades y habilidades en niños de distinta extracción
social. Tampoco implica olvidar que su realización está mediada por las condiciones
internas propias de cada niño y por el conjunto de influencias (en particular, las
ideológicas) del ambiente social-concreto que se correlacionan con tales condiciones. Sobre
esta base, cabe, entonces, examinar los aspectos más generales de los tipos rectores de
actividad.
Desde que nace, el obvio estado de indefensión en que se halla el niño y la situación
social de desarrollo derivada de su impotencia determinan la direccionalidad de su
actividad elemental, es decir, la orientación hacia los objetos de su entorno inmediato a
través de las personas que lo atienden porque la primera necesidad que surge en él es la de
su vínculo e interacción con los otros. Esta posibilidad de temprana “colaboración” con los
adultos representa la fuerza potencial del pequeño para la progresiva asimilación de los
procedimientos con los que aquéllos se orientan en la realidad y utilizan determinados
medios en su actividad. Por tanto, desde los primeros días de su existencia el niño tiene ante
sí la tarea real de comunicarse y “cooperar” con los conformantes de su entorno como
mediadores de sus nexos con el ambiente familiar. Esta tarea se cumple en forma adecuada
mediante la comunicación emocional directa entre los adultos y el bebé, que constituye la
actividad rectora de éste desde que nace hasta el final del primer año.
Esta comunicación empieza a configurarse desde el momento mismo del nacimiento
y encuentra expresión primaria en la sonrisa como modo simplísimo de “atraer” la atención
del adulto para mantenerlo cerca y como peculiar “invitación” al intercambio mediante
gesticulaciones y gorjeos. A mediados del segundo mes, surge y comienza a desplegarse el
llamado “complejo de animación”, compuesto por la vivacidad motriz y la vocalización
elemental, cuyo sentido es comunicativo. La actitud hacia el adulto se va desarrollando y
éste va dejando de ser un medio de existencia que satisface necesidades orgánicas para ser
convertido en objeto de la necesidad integral del niño, la cual no es un simple derivado de
sus carencias ni una formación secundaria, sino una tendencia esencial que surge antes de
que él pueda efectuar alguna acción para manipular cualquier cosa y que constituye el
fundamento de toda la actividad útil del infante. Por ejemplo, extender las manos hacia el
otro (uno de los componentes del “complejo de animación”) es un acto comunicativo que se
convierte en la base para la aparición de la acción de prensión, fenómeno fundamental en el
desarrollo de la actividad humana. En este proceso comunicativo inicial, el niño va además
conformando diversas acciones senso-perceptivas que luego irá trasladando hacia otras
situaciones concretas.
Hacia el final del 6° mes, el bebé comienza a reestructurar su necesidad comunicativa
emocional directa para ir formando la necesidad comunicativa orientada a buscar al adulto
como compañero para la actividad conjunta: lo “atrae” para la manipulación compartida de
los objetos, ya que él aún no puede hacerlo solo. En este proceso, va configurando neo-
formaciones psíquicas que refuerzan nexos tempranos, como el establecido originariamente
con la madre. Vigotski indicó que la relación comunicativa y práctica del bebé con su
madre es la neo-formación principal de la primera infancia por tratarse del “punto inicial
del desarrollo ulterior de la conciencia” y de los vínculos con los otros. El niño empieza a
valerse de la forma verdaderamente humana para la conformación de sus relaciones con la
realidad a través de la colaboración con quienes lo rodean y comienza a configurar las
acciones de manipulación de los objetos, que se convierte en el tipo rector de actividad
desde el inicio del segundo año de vida hasta el final del tercero. Ejerciéndolo, el bebé
inicia en lo fundamental la asimilación y reproducción de las acciones y procedimientos
adultos para actuar sobre las cosas merced al despliegue de la imitación, es decir, a la
repetición directa de los actos de los otros.
La comunicación con los adultos, el aprendizaje de la marcha y el desarrollo de la
actividad manipulatorio-objetal sirven de base al niño para la adquisición del lenguaje y
para hacer surgir e impulsar neo-formaciones psicológicas ligadas a éste de uno u otro
modo. Adquirir el lenguaje tiene para el niño una doble y fundamental trascendencia: de un
lado, lograr el medio más importante de comunicación con quienes lo rodean, organizar las
variadas formas de acciones objetales y empezar a independizar su actividad individual; y,
del otro, abrir amplia vía para la formación y desarrollo de su conciencia. Con el lenguaje,
la percepción se transforma e incorpora una cualidad medularmente nueva: se va volviendo
generalizada, categorial y, sobre todo, consciente, para dotar a las cosas de significación y
destino dentro del ambiente socio-familiar. Vigotski anota que el lenguaje no sólo cambia
la estructura de la percepción y permite nominar lo que se percibe, sino también analizarlo,
categorizarlo, diferenciarlo, etc. Actuando sobre los objetos, el niño empieza a distinguir
sus componentes estructurales, el sentido general de la acción, los fines, los medios y las
operaciones, accediendo a un nuevo nivel en su desarrollo: el nivel del pensamiento
concreto en acciones, el cual se desenvuelve en íntima unidad con las designaciones
dotadas de sentido acerca de las cosas. En la solución de “tareas” concretas, el infante apela
a ciertos y determinados “instrumentos” que comienzan a mediatizar su pensamiento dentro
de un marco en el que la neo-formación central es una conciencia que se va convirtiendo en
auténtica cuando empieza a ser mediada el lenguaje.
En esta fase, merced a la posesión del lenguaje, dice Vigotski, el infante “comienza a
tomar conciencia de las cosas mismas y de su propia actividad cuando ya le es posible la
comunicación consciente con otros, y no la relación social directa presente en el período
anterior”, es decir, “cuando ha tenido lugar el surgimiento de la conciencia histórica del
hombre, existente para otros y, por tanto, para el niño mismo”. A los 3 años, la formación
de la conciencia del pequeño se halla en íntimo nexo con la configuración de su “Yo”, con
el progresivo conocimiento y afirmación de su propia individualidad. Dentro de su
asociación con el adulto para la realización de una actividad conjunta y aunque aún no está
en condiciones de efectuar por sí mismo los actos que éste lleva a cabo, el niño vive muy
pendiente de ellos y trata siempre de emularlos. Esto significa de hecho dar un vigoroso
impulso al desarrollo de su actividad personal, lo que va conduciendo en medida creciente a
la contraposición entre sus acciones independientes y las que realiza conjuntamente con el
otro. Así, dentro del nexo niño-adulto va ocurriendo la separación psicológica del “Yo”
infantil en ruta hacia la conversión del niño en sujeto individual de sus acciones
conscientes. La resolución de tal contradicción tiene lugar en forma de juego, nuevo tipo de
actividad rectora que señala el inicio de un estadio superior en el desarrollo, la llamada
edad pre-escolar que se prolonga hasta los 6 años.
Vigotski señaló la enorme importancia del juego en el desarrollo infantil. Para él, su
realización está lejos de ser arbitraria o de constituir una actividad meramente placentera:
“el niño satisface ciertas necesidades a través del juego” y “si ignoramos las necesidades
del niño, así como los incentivos que lo mueven a actuar, nunca podremos llegar a
comprender su progreso de un estadio evolutivo a otro, porque todo avance está relacionado
con un profundo cambio respecto a los estímulos, inclinaciones e incentivos”. De allí que
“si no somos capaces de entender el carácter especial de estas necesidades, no podremos
comprender la singularidad del juego como forma de actividad”. Esas necesidades están
generadas por el cambio esencial en los nexos del infante con la realidad, lo que a su vez
crea la exigencia de reestructurar las relaciones con las personas de su entorno y sus propias
prácticas individuales.
De acuerdo con lo que observa directamente o que le es narrado por sus mayores (o
lo que ve hoy, por ejemplo, en la televisión), durante el juego el niño intenta actuar como lo
hacen los adultos. En una u otra forma y de modo muy peculiar, sus acciones se
corresponden con las de éstos y reproducen con determinada exactitud su contenido y su
secuencialidad. El rasgo característico del proceso lúdico es permitir al niño la realización
de la acción sin la presencia de las condiciones para lograr un resultado objetivo, ya que el
motivo no es dicho logro sino el despliegue del propio proceso de actividad porque, como
dice Vigotski, en el juego el niño integra y satisface sus necesidades. Es decir, las acciones
y operaciones reproducidas en el juego son por completo reales en sí mismas, pero sin que
exista coincidencia entre el contenido del acto y las operaciones dadas, lo que implica que
el cumplimiento de la acción lúdica se produce en una situación imaginaria. En efecto, en el
curso del juego se van generando y desarrollando los procesos imaginativos: verbigracia, el
niño convierte un palo en brioso corcel o al cumplir el papel de “médico” coloca en la boca
del compañero dado algo que “es” un termómetro o “pincha” su brazo con un lápiz para
“vacunarlo”.
La imaginación “constituye un nuevo proceso psicológico para el niño; no está
presente en la conciencia de los niños pequeños y es por completo ajena a los animales.
Representa una forma específicamente humana de actividad consciente y, al igual que todas
las funciones del conocimiento, surge originariamente de la acción”. La creación de una
situación imaginaria no es un hecho fortuito en la vida del infante, sino más bien la primera
manifestación de su emancipación de las limitaciones situacionales concretas y constituye
un medio para el desarrollo del pensamiento abstracto. En el juego, “el pequeño aprende a
actuar en un terreno cognoscitivo más que en un mundo externamente visual, confiando en
las tendencias internas e impulsos en vez de hacerlo en los incentivos que proporcionan las
cosas exteriores”. Esto es así porque en la actividad lúdica “las cosas pierden su fuerza
determinante. El niño ve una cosa, pero actúa prescindiendo de lo que ve, Así, alcanza una
condición en la que… empieza a actuar con independencia de lo que ve… La acción en una
situación imaginaria enseña al niño a guiar su conducta no sólo a través de la percepción
inmediata de objetos o por la situación que lo afecta de modo inmediato, sino también por
el significado de dicha situación” (37).
En las situaciones imaginarias y reproduciendo a su manera las diferentes funciones
desempeñadas por los adultos, el niño va comparando las particularidades de éstas con las
experiencias de su actividad individual real y empieza a diferenciar en la vida de los demás
y en la suya propia los aspectos externos e internos. Ello lo lleva a ir tomando conciencia
de sus vivencias personales, a sintetizarlas y a orientarse en ellas, promoviendo así el
surgimiento de nuevas relaciones consigo mismo y la elaboración de generalizaciones
afectivas (es decir, de lo que podría llamarse una “lógica de los sentimientos” característica
del infante). Todo esto se halla estrechamente asociado con la configuración de una serie de
neo-formaciones psicológicas, ante todo las que están vinculadas con el desarrollo de la
imaginación y la función simbólica (38) que le posibilitan realizar en sus acciones la
transferencia de las propiedades de unas cosas a otras y sustituir un objeto dado por otro
distinto. A través de sus prácticas individuales y de su comunicación con los adultos, en el
niño va surgiendo la orientación y el sentido general de las relaciones humanas y de su
valoración y empieza a distinguir el papel especial de tales nexos, es decir, a descubrir
gradualmente el significado y la repercusión de una u otra acción de un sujeto dentro de un
determinado grupo. En los juegos, bien se trate de los temáticos o de los de roles, el infante
comienza a orientarse en general con respecto a la actividad humana en el sentido de que
cualquier acción sobre los objetos está incluida en las relaciones entre las personas y
dirigida hacia ellas, a la vez que va comprendiendo que en dichas relaciones la ejecución de
las tareas del caso exige de uno u otro modo ciertas jerarquizaciones y subordinaciones.
Por otro lado, al asumir en el juego un cierto rol que se corresponde con determinada
función social adulta (sobre todo, la laboral) el niño se maneja de acuerdo con algunas de
las normas relacionadas con esa función, o sea, las reproduce en su actividad conjunta con
otros niños y disciplina sus acciones, las dota de un orden específico. De hecho, dice
Vigotski, el juego que comporta una situación imaginaria es el juego provisto de reglas,
pudiéndose ir incluso más lejos y afirmar que no existe juego sin reglas. La situación
imaginaria de cualquier tipo de juego contiene ya en sí ciertas normas de conducta, aunque
éstas no estén explícitamente formuladas ni se hayan fijado por anticipado. Por tanto, los
criterios acerca de la actuación arbitraria y sin reglas del infante en una situación imaginaria
de juego son simplemente erróneos. Si desempeña, por ejemplo, el papel de padre o madre,
debe observar las normas de la conducta paterna o materna. El rol que cumple el niño y su
relación con el objeto (si éste ha cambiado su significado) están siempre sujetos a las reglas
correspondientes.
El juego y la totalidad de sus peculiares características aportan las bases para la
realización de las actividades denominadas pre-escolares, que van preparando al niño para
su entrada a la escolaridad. En este aprestamiento están incluidos variados aprendizajes y
ejercitaciones especialmente diseñados y formalizados para impulsar el desarrollo de la
senso-percepción, la psicomotricidad, el pensamiento, la comunicación, la afectividad, la
sociabilidad, la cooperación, la conciencia moral y la conducta provista de contenido
socialmente significativo. Con este equipamiento, el infante está en condiciones de afrontar
una diferente situación social de su desarrollo, representada por la vida escolar a partir
aproximadamente de los 7 años, lo que señala el inicio de un nuevo escalón evolutivo en el
que el tipo rector de actividad es el estudio como eje regulador y promotor del desarrollo.
Esta nueva etapa (y, en general, su tipo rector de actividad) se extenderá hasta el comienzo
de la pubertad, que marca la finalización de la infancia y constituye una fase que a su vez
será reemplazada por la adolescencia.
Con el ingreso a la escuela y la realización de la actividad de estudio guiada y
dirigida por el maestro, desde más o menos los 7 y hasta los 11 años el niño vivirá un
proceso orientado en general a impulsar el desarrollo de capacidades ya adquiridas y la
formación de otras nuevas. En lo que concierne a su pensamiento, son objeto de estímulo
la reflexión, el análisis y la síntesis, la abstracción y la generalización, la planificación
mental, etc., que constituyen neo-formaciones psicológicas propias del período evolutivo
(aunque en este terreno hay que hacer una importante precisión con respecto al carácter de
la enseñanza impartida y al tipo de pensamiento que se desea formar a través de ella. Esta
puntualización no se puede olvidar o pasar por alto y se verá en el siguiente apartado con
algún detenimiento). En todo caso, la culminación de la infancia está marcada por el
ingreso a la pubertad que va aproximadamente hasta los 14 años y cursa en función de la
actividad socialmente útil del púber como nuevo tipo rector, pero sin merma de la
importancia del rol que cumplen la escolaridad y la actividad de estudio.
En esta etapa, van surgiendo con gran vigor los intereses deportivos, artísticos,
comunicativos, organizativo-institucionales y también a perfilarse determinados intereses
intelectuales, todo lo cual expresa la necesidad del púber de participar en tareas necesarias
en el nivel social y la tendencia a buscar la inclusión en uno u otro grupo de similar edad
organizando la comunicación según los respectivos y aceptados códigos de inter-relación,
lo que impulsa la reflexión sobre la propia conducta y el desarrollo de la capacidad de auto-
evaluación de las acciones realizadas. En especial, va emergiendo en esta fase un agudo
sentimiento crítico con respecto a las cosas, las situaciones y las personas. Todas estas
particularidades adquieren una complexión mejor estructurada que se combina con nuevos
rasgos cuando la finalización de la pubertad significa el ingreso a la adolescencia, que va de
los 14 a los 18 años y en la que en general el tipo rector de actividad es el estudio orientado
hacia la posible elección de ocupación laboral y la definición de la ubicación social.
Cerca de la finalización de la escolaridad, el adolescente muestra el desarrollo de sus
funciones psíquicas superiores, la gran ampliación de su imaginación y creatividad y un
pensamiento que ha accedido al nivel de la elaboración de conceptos, junto con una
afectividad de rasgos contradictorios que evidencia la necesidad de afirmar la propia
personalidad y modificar de uno u otro modo la relación con las personas del entorno
familiar y de los grupos inmediatos. Por lo común, estos aspectos están enlazados con el
cuestionamiento radical de los conocimientos, conductas y normas adquiridas y la búsqueda
de su reemplazo, una gran vida interior, la renovación de los intereses intelectuales, la
rebeldía, el surgimiento de ideales sociales y políticos, la creación de nuevos nexos de
amistad, la orientación hacia el amor de pareja, la direccionalidad de la sexualidad, y la
fijación de un determinado rumbo para las acciones (39). La adolescencia es una etapa
sumamente compleja de la vida humana en la que una cierta ambigüedad psicológica y
práctica no es otra cosa que el necesario preludio del auto-control que se va instalando en la
edad juvenil y que en general permitirá avanzar hacia la individualidad madura prototípica
de la especie humana, fase ésta en la que con las diferencias de clase dadas la actividad
rectora es el trabajo.
Así, pues, la investigación científica y la verificación experimental llevaron a
Vigotski, con la colaboración de N. Leóntiev y D. Elkonin, a elaborar un esquema general
de periodización de la infancia, en la que cada estadio evolutivo tiene como eje un tipo
específico de actividad rectora: la comunicación emocional directa, la actividad objetal-
manipulatoria, el juego y la actividad de estudio. En el curso ascendente del proceso
ontogénico, si bien para cada estadio resulta característica una actividad rectora, ello no
significa que en el avance evolutivo desaparezca o sufra menoscabo el tipo que va cediendo
el paso a otro de nivel superior, sino que permanece en condición subordinada con cambios
de forma y determinadas modificaciones en su contenido. Así, aunque la comunicación
emocional directa queda integrada a otras modalidades comunicativas más elaboradas, se
mantiene durante toda la vida del individuo, ocurriendo lo mismo con la actividad objetal-
manipulatoria; el juego es una característica específicamente humana que está presente en
todos los sujetos con independencia de su edad; y la actividad de estudio, ligada desde su
inicio con las formas embrionarias de lo que será el trabajo, muestra su entrelazamiento con
el juego, las operaciones plásticas (dibujo, modelado, armado de estructuras, etc.), las
actividades socialmente útiles, etc. Vigotski indicaba al respecto que “los procesos que
constituyen las líneas centrales del desarrollo en una determinada edad se convierten en
secundarias en la siguiente y, a la inversa, las líneas secundarias del desarrollo en una edad
dada ocupan el primer plano y mutan en líneas centrales en otra edad, ya que cambia su
significación y su peso específico en la estructura general del desarrollo, es decir, cambia
su relación con la neo-formación central”.
El pensamiento en el niño y el rol de la enseñanza
Dentro del esquema general del desarrollo infantil, a través de la predominancia de
un determinado tipo de actividad rectora el niño va asimilando, reproduciendo y dominando
progresivamente los procedimientos establecidos socio-históricamente, los conocimientos
del caso y las modalidades concretas de actividad, para adaptarlos a sus particularidades
personales e irlos utilizando de modo autónomo según las tareas que tiene planteadas y
debe realizar. En este proceso, va configurando sus diversas capacidades y habilidades y
también estructurando neo-formaciones que le permiten ir convirtiendo unas u otras
modalidades de actividad reproductiva en mecanismos psicológicos capaces de tornar
viable el surgimiento de variados modos de actividad productiva. Por ejemplo, en el juego
el infante reproduce (imita) determinadas acciones que corresponden a funciones adultas y
que servirán de base a la actividad socialmente útil del púber y el adolescente, para mutar
después en diferentes formas de actividad propiamente productiva en los planos laboral,
científico, artístico, cultural, etc. En general, la actividad de juego impulsa el desarrollo del
pensamiento abstracto y sirve de asiento a la actividad de estudio, dirigida a su vez y sobre
todo a la asimilación de abstracciones y generalizaciones que presuponen la presencia de la
imaginación, la función simbólica y la creatividad, formadas precisamente en el curso de
las acciones lúdicas; y tanto el juego como el estudio constituyen base original y definida
de la auténtica actividad laboral-productiva. Todas estas conexiones no son mecánicas y
arbitrarias, sino dialécticas y relacionadas con los rasgos personales del niño dado, su
ambiente concreto y, sobre todo, su pertenencia a una determinada clase social.
La progresiva mutación de la actividad reproductiva del niño en actividad productiva
tiene gran importancia y está ligada intrínsecamente con la formación y desarrollo de la
conciencia, el pensamiento y la personalidad en el curso de la infancia, lo que implica tener
muy en cuenta el tipo de cualidades que con la enseñanza se desea formar en el pequeño
(sobre todo, la capacidad de pensar) a través de la actividad de estudio. En general, bajo la
dirección del maestro y de modo sistemático el niño va asimilando en tal actividad el
contenido de las formas desarrolladas de la conciencia social (ciencia, arte, moral, derecho,
etc.) y configurando las capacidades para actuar de acuerdo con las exigencias de esas
formas. No obstante, y como es obvio, este proceso no es abstracto e inmutable, sino
concreto e histórico: ocurre siempre dentro de condiciones específicas y obedece en lo
fundamental al carácter de la sociedad históricamente dada y de las relaciones sociales
imperantes en ella. Así, pues, en el proceso de enseñanza/aprendizaje (especialmente en lo
que concierne a la configuración y desarrollo del pensamiento y sus formas) intervienen
factores socio-históricos objetivos que lo moldean, orientan y dotan de contenido esencial.
En el caso actual, la sociedad capitalista es típicamente asimétrica y sus relaciones
sociales son clasistas, con la burguesía como clase detentadora de un poder económico y
socio-político a través del cual impone al conjunto de conformantes de la sociedad su
dominio, las funciones sociales y las formas de actividad que corresponden a su concepción
del mundo, ideología, cultura e institucionalidad. La cosmovisión burguesa dominante es el
elemento que impregna toda la vida social y, por tanto, es el eje sobre el que gira el proceso
de enseñanza/aprendizaje en sus sentidos amplio y restringido; El carácter y el contenido
idealista e individualista de tal cosmovisión determinan que desde ella la realidad objetiva
no sea apreciada y entendida como totalidad concreta en movimiento continuo, sino como
agregación estática de sectores y elementos yuxtapuestos y aislados los unos de los otros.
En esta concepción, la ontología, la gnoseología y la lógica son abstractas y metafísicas,
están separadas entre sí y carecen de un orgánico nexo interno: la primera refiere a un
mundo determinado por agentes externos a él (un creador sobrenatural, una “Idea absoluta”
o lo que fuere) y que discurre de modo “espontáneo”, ocultando la realidad auto-generada,
regida por leyes y plena de relaciones e interacciones, en la que las contradicciones internas
son fuente de su auto-dinamismo y de la gestación de lo nuevo; la segunda presenta el
conocimiento como entidad “autónoma” individual derivada de sí misma y verificable por
sí misma, es decir, al margen de su origen real en la práctica social-concreta y de su
comprobación a través de ella; y la tercera, en su modalidad puramente formalista y vacía
de contenido objetivo, consagra metafísicamente una realidad inmóvil, ahistórica y sin
contradicciones internas efectivas. Esta concepción del mundo está íntimamente ajustada a
los intereses, necesidades y aspiraciones concretos y propios de la burguesía; es funcional
al mantenimiento y perdurabilidad del sistema capitalista y, en tal condición, no sólo rige
en general el proceso de formación y desarrollo de los saberes sociales, sino que también
dota ideológicamente de un contenido específico de clase a las formas de la conciencia
social y a los conceptos científicos, las normas jurídicas, los valores morales, las imágenes
artísticas, etc. En este marco social global, la escuela y la enseñanza están organizadas en
función de la cosmovisión dominante, privilegiando en la formación y desarrollo del niño
los elementos práctico-cognoscitivos considerados “útiles”, desdeñando y ocultando otros
que resultan “nocivos” y “peligrosos” para el sistema, y orientando la configuración de las
capacidades y habilidades (en especial las de la actividad pensante) al margen de las reales
necesidades infantiles (40).
Ahora bien, rechazando los criterios metafísicos, positivistas y reduccionistas en
general, desde una perspectiva científica la ontología (doctrina del ser, de la realidad), la
gnoseología (teoría del conocimiento) y la lógica (ciencia del pensamiento y sus leyes)
conforman una férrea e indisoluble unidad dialéctica de carácter histórico-social y se
interpenetran para proporcionar una imagen integral del mundo en el que están insertadas la
vida y las acciones del hombre. Esto se traduce en tres hechos puntuales. Primero, el mundo
real en movimiento incesante existe antes de y con independencia de la conciencia y en el
curso de la actividad humana es reflejado por el pensamiento, que extrae de él su contenido
y lo reelabora en formas ideales, mentales. Segundo, dada esta naturaleza del pensar, la
teoría del conocimiento encuentra base científica sólo a través de la investigación objetiva
del proceso práctico-gnósico y de sus formas en nexo irrompible con las particularidades
concretas del mundo real y su movimiento. Tercero, los conceptos, juicios, razonamientos,
etc., como formas lógicas del pensamiento, constituyen modalidades del reflejo de la
realidad, reproducciones en la mente humana de las características de las cosas y de las
relaciones existentes entre ellas.
En lo concerniente al pensamiento, su estudio está a cargo de la lógica, sin desmedro
de las investigaciones que realizan otras disciplinas. Al igual que la ontología, la
gnoseología y cualquier otra ciencia, la lógica no está plasmada de modo definitivo como
algo petrificado e inmodificable, sino que en el curso del desarrollo histórico de la sociedad
y del saber humano ha ido evolucionando y progresando hacia niveles cada vez más
complejos tanto en la formulación de sus principio y leyes como en su capacidad operativa.
Engels señalaba que “la teoría de las leyes del pensamiento no es, ni mucho menos, una
‘verdad eterna’ establecida de una vez para siempre, como se lo imagina el espíritu del
filisteo cuando oye la palabra ‘lógica’ ”, sino que es “una ciencia histórica, la ciencia del
desarrollo histórico del pensamiento humano” (41). En tal calidad, la gran función de la
lógica radica en que, constituyendo el reflejo de las relaciones objetivas entre las cosas,
provee de un método del pensar, de la cognición, es decir, el método que permite al hombre
orientarse en la realidad efectiva y actuar dentro de ella. La potencia de la lógica estriba
exclusivamente, entonces, en su vínculo íntimo con el ser, con el mundo real. Este nexo
debe ser necesariamente subrayado ya que sólo gracias a él la lógica puede cumplir la vital
tarea que le incumbe y que cumple en su fusión interna con la teoría del conocimiento.
El pensamiento, la cognición, posee como contenido las características del mundo
objetivo y dejando fuera a éste no hay modo alguno de entender la naturaleza del pensar ni
las leyes de su funcionamiento. En Contribución a la crítica de la Economía Política, Marx
anotó que “el pensamiento que concibe es el hombre real y el mundo concebido es, como
tal, el único mundo real”. Por tanto, el ámbito natural de la lógica es el mundo concreto que
es aprehendido por la mente humana en formas ideales, en “copias” de la realidad que
constituyen reelaboraciones o transformaciones de ésta efectuadas por el pensamiento y
que, por ello mismo, poseen un aspecto objetivo y otro subjetivo indesligables entre sí. Para
comprobar la veracidad de los razonamientos lógicos no existe, entonces, procedimiento
más seguro que verificarlos a través de su confrontación con las relaciones y el movimiento
efectivos de la cosas, ya que la lógica “subjetiva” (ideal) es la forma mental de la lógica
“objetiva” (real). Con estas precisiones establecidas por la ciencia resulta dable la
caracterización de los rasgos de cada forma históricamente condicionada de la doctrina de
la lógica y el abordaje concreto y correcto de los nexos objetivos entre las dos modalidades
lógicas fundamentales: la formal y la dialéctica, cada cual con sus procedimientos propios
de análisis, síntesis, abstracción, generalización y elaboración de conceptos (42). De este
modo, es tarea de la teoría del conocimiento y la lógica discernir sobre la compatibilidad
del pensamiento con la realidad de la que es reflejo; en tanto que a la psicología le incumbe
poner científicamente en claro la génesis, construcción y desarrollo del pensamiento en el
proceso de formación y despliegue del individuo en su ambiente social-concreto, bajo la
decisiva influencia de la educación y la enseñanza. Es necesario, entonces, encarar de modo
sucesivo ambos niveles que objetivamente están interconectados en forma íntima.
Vinculada intrínsecamente con el desarrollo del saber humano, con el progreso de la
ciencia en la comprensión del mundo real, la lógica corresponde obligadamente al nivel
cognoscitivo alcanzado en cada vasta época histórica, es decir, su desarrollo refleja de
manera necesaria el avance de la práctica social y de los conocimientos científicos. En su
decurso histórico, el saber humano se ha ido desarrollando desde la captación directa de las
cosas y los más simples nexos y relaciones externas y fenoménicas entre ellas, hacia la
intelección cada vez más mediada de sus crecientemente complejas interacciones, nexos y
relaciones internas y esenciales. En otros términos, el conocimiento ha progresado desde la
representación de las cosas como aisladas e idénticas a sí mismas en su aparente y relativo
estado de reposo (durante un determinado lapso), hacia su entendimiento como objetos
interconectados y en dinámico proceso de desarrollo y transformación por contener en sí
contradicciones internas. Esta es una ley objetiva del desarrollo cognoscitivo y, por tanto, el
ascenso histórico desde una lógica (formal) del aislamiento/inmovilidad hacia una lógica
(dialéctica) de la interconexión/dinamismo es una expresión necesaria de la vigencia de tal
ley. Un rápido esbozo facilitará la comprensión objetiva acerca de cómo se produjo tal
ascenso.
Históricamente, en el curso de su actividad colectiva para transformar la naturaleza,
satisfacer sus necesidades y garantizar su propia existencia, los seres humanos fueron
aprendiendo a pensar apoyados en las funciones del lenguaje, a asimilar cada vez mejor y a
modificar idealmente las peculiaridades del mundo objetivo. El uso de una lógica simple y
espontánea constituyó requisito ineludible para que los individuos se entendieran entre sí,
organizaran de modo adecuado sus relaciones recíprocas y coordinaran la realización de sus
acciones comunes en el marco de un exiguo desarrollo de las fuerzas productivas sociales.
Pero el propio despliegue de la sociedad fue mostrando las limitaciones de esa lógica y
creando las condiciones para superarla. Era necesario, en efecto, que para el surgimiento de
la lógica como ciencia del pensamiento y sus leyes la práctica humana y el conocimiento de
la naturaleza hubieran alcanzado un determinado nivel, y que los resultados de ambos
pudieran ser generalizados. En las condiciones de la sociedad esclavista, los avances en la
vida social y la necesidad de darle una cierta rectitud a la actividad y comunicación entre
los hombres en procura de promover el desarrollo de las fuerzas productivas e impulsar la
cognición de la realidad, exigían elaborar una lógica provista ante todo de principios y
reglas que permitieran manejarse con un pensar correcto y sistemático. Los orígenes de la
lógica como ciencia se hallan en las filosofías antiguas en general y en la de la Grecia
clásica en particular, donde ya estaba presente la pugna entre las dos orientaciones
filosóficas fundamentales y antagónicas: el materialismo y el idealismo. Desde una postura
básicamente intermedia, Aristóteles fundó la ciencia de la lógica y elaboró con perspicacia
y rigor una doctrina sobre las leyes y formas del pensar como representaciones de las
relaciones reales entre las cosas, buscando dotar a la actividad pensante de principios y
reglas de orden y coherencia, de procedimientos de argumentación y demostración, de
elaboración de conceptos, juicios y deducciones de unos juicios con respecto a otros, etc.
La lógica formal aristotélica estudiaba las formas del pensar (conceptos, juicios,
razonamientos, etc.) desde el punto de vista de su coherencia, o sea, de su estructura lógica
abstrayendo el contenido concreto de las ideas. Estaba asentada en leyes necesarias para dar
precisión a los juicios y pensar con corrección y consecuencia utilizando categorías fijas,
es decir, que reflejan los objetos como estables o constantes sin considerar su desarrollo y
cambio, al margen de su variabilidad y asumiéndolos como iguales a sí mismos al menos
durante un cierto lapso temporal. Dichas leyes son las de identidad (cualquier pensamiento
acerca de algo debe ser idéntico a sí mismo, con la fórmula A=A), de no-contradicción (no
es posible atribuir a un mismo objeto dos cualidades que se niegan recíprocamente, es
decir, lógicamente A no puede ser no-A), de tercio excluido (dados dos juicios uno de los
cuales afirma algo y otro lo niega, sólo puede ser verdadero uno u otro sin que pueda existir
un tercero, o sea, A es A o no-A) y de razón suficiente (los juicios y razonamientos deben
partir de proposiciones demostradas). Todas estas leyes basadas en el principio de identidad
abstracta eran el núcleo de la lógica formal orientada a ordenar el pensamiento, hacer
inteligibles sus expresiones y encauzar las acciones de acuerdo a fines, y su eficacia explica
que en los siglos posteriores mantuviera amplia vigencia.
Como es obvio, la lógica formal existía y tenía uso en el marco de la vida y el
desarrollo sociales, y cuando se produjo el tránsito del esclavismo a la sociedad feudal
quedó incluida en ésta como parte vital de la herencia cultural. Para Aristóteles, fue un
método del pensar correcto y del conocimiento del mundo a través de la inferencia de
nuevas verdades a partir de las ya conocidas y comprobadas; y desde tal ángulo esa lógica
brindó servicio a los fines concretos de la clase esclavista. Pero en las nuevas condiciones
socio-culturales adquirió una significación funcional general de más amplia envergadura.
Entrelazando las ideas platónicas con ciertos aspectos débiles y otros muy deformados del
aristotelismo, la Iglesia católica identificó la lógica formal con la escolástica, fundamento y
sistematización de su concepción del mundo y su doctrina, en pos de sostener y justificar
ideológicamente el orden feudal. La lógica formal siguió siendo útil en la comunicación y
la actividad productiva concreta de los hombres, pero ya estaba adulterada y convertida en
una doctrina formalista al servicio del dominio aristocrático-eclesiástico para sancionar el
inmovilismo social, regimentar la vida de las gentes, implantar el dogmatismo, bloquear el
avance del conocimiento e instalar un espeso oscurantismo, sirviendo también como
instrumento retórico en absurdos debates teológicos absolutamente ajenos a la realidad
(como las grotescas controversias acerca de la existencia o no de ombligo en Adán, el sexo
de los ángeles, etc.).
No obstante, el feudalismo no era estático. Las contradicciones internas de su modo
de producción básicamente agrícola y de sus despóticas relaciones sociales se desarrollaban
a través de un proceso que significaba la negación dialéctica del sistema y que incluía la
paulatina gestación en su seno de una clase que impulsaba nuevas fuerzas productivas y
“libres” relaciones entre los individuos. De modo creciente, desplegando el comercio, la
producción artesanal de mercancías y relaciones monetario-mercantiles, la burguesía
extendía su actividad social con mucho interés en la obtención de nuevos conocimientos
sobre la naturaleza susceptibles de hacer progresar su producción de bienes materiales, y
también preocupada por el logro de nuevas ideas capaces de hacer viables formas de vida
distintas de las feudales. Todo esto implicaba cuestionar el pensamiento clerical dominante
y avanzar hacia su reemplazo por otro de tipo superior. Las aspiraciones burguesas hallaron
eco en numerosos pensadores e investigadores que, de uno u otro modo, las hicieron suyas
o que las representaron directamente. Entre ellos, F. Bacon criticó con aspereza la lógica
formalista canonizada por la Iglesia, concentrada en piruetas sofísticas dejando de lado el
hacer práctico y el valor de la experiencia; atacó al propio Aristóteles por haber atribuido
importancia absoluta a la deducción; y se propuso elaborar una lógica inductiva que abriera
camino a la razón y a nuevos conocimientos, colocando en lugar central el contacto directo
con la realidad y la experimentación, aunque subestimando el rol del esfuerzo deductivo en
la producción de conocimientos. Casi en simultáneo, Descartes sometió a crítica ciertos
aspectos de la lógica formal, consideró que el objetivo fundamental de la lógica era estudiar
a fondo la naturaleza y no dedicarse sólo a explicar lo ya conocido, y a partir de su
convicción sobre la existencia de “ideas innatas” creó un método del pensar preciso para
“hallar la verdad”.
Luego, desde posiciones empiristas y con abierto espíritu burgués, Locke recusó el
pensar eclesiástico, reivindicó el valor de la razón, rechazó las ideas innatas cartesianas y
señaló a la experiencia como fuente del pensamiento. Leibniz combinó la lógica formal con
las matemáticas para entender la realidad desde un racionalismo abstracto en el que la
necesidad de hacer claro y verídico el pensamiento exigía centrarse en las leyes de la lógica
aristotélica; y con su teoría de las “mónadas” introdujo embriones de una lógica dialéctica
idealista y teológica. Y, en fin, Kant estudió el pensamiento y sus formas como elementos
apriorísticos independientes del mundo real y sus leyes; extremó la formalización de los
principios y leyes del pensar y estableció una ruptura total entre las formas del pensamiento
y su contenido objetivo, sentando así las bases para un desaforado formalismo en la ciencia
lógica; señaló, desde el agnosticismo, que las categorías como formas lógicas del pensar
tenían un límite y no proporcionaban representación real de los objetos concretos; y
considerando que la conciencia encuentra su contenido en sí misma, asumió que debido a
su propia naturaleza la razón se mueve a través de numerosas contradicciones de acuerdo
con una “lógica trascendental”.
Estos pensadores y muchos otros más habían ido elaborando ideas y concepciones al
compás del desarrollo y expansión de las nuevas fuerzas productivas y de las relaciones
monetario-mercantiles creadas y promovidas por la burguesía. Ésta, con su indetenible
ascenso y su creciente poder, en el momento dado pudo hegemonizar el conjunto de fuerzas
anti-feudales, encabezar el derrocamiento del feudalismo realizado por las masas populares
e instalar su propio modo de producción, sus inherentes relaciones sociales y su dominio
sobre la totalidad social. En estas circunstancias, las fuerzas productivas fueron estimuladas
poderosamente para su desarrollo impetuoso y sostenido con el concomitante impulso al
progreso de la ciencia, lo que creó condiciones propicias para avanzar hacia la elaboración
de una lógica de nuevo tipo. Las antiguas filosofías contenían embriones de la concepción
dialéctica del mundo y del pensar, pero la ausencia de condiciones objetivas favorables fue
factor determinante para impedir su ulterior desarrollo. Durante siglos permanecieron
olvidados porque las necesidades de los hombres y de su pensamiento y acción, en marcos
sociales y productivos relativamente estables y más o menos simples, podían ser cubiertas
en concordancia con la lógica formal. Sin embargo, el afán burgués por el logro de la
máxima ganancia imprimía al desarrollo capitalista un gran dinamismo, el sistema fabril
generaba problemas vinculados a los cambios rápidos y continuos en la producción, la vida
social experimentaba una complicación incesante y era cada vez más urgente la necesidad
de ahondar y cualificar el conocimiento de la realidad y de los hombres mismos. Ante todo
ello, la lógica formal aparecía como un instrumento crecientemente ineficaz para dar cuenta
de la situación global y hacer frente a los retos sociales, de modo que la creación de una
nueva lógica constituía una exigencia que no podía ser ignorada. No es en modo alguno
casual, por tanto, que en el límite de los siglos XVIII y XIX surgiera la lógica dialéctica.
Su emergencia representaba la respuesta obligada a los problemas generados por las
nuevas condiciones de la vida social y el enorme mérito de dar inicio a una superior etapa
histórica en el desarrollo de la lógica correspondió a Hegel. Después de intuir y entender a
su manera algunos de los rasgos propios y centrales del desenvolvimiento de la ciencia de
su época procuró, como lo indicó en su Ciencia de la lógica, “alumbrar con fuego vivo el
reino de los conceptos fijos e inmutables” para convertirlos en conceptos y categorías
dinámicas, variables y susceptibles de desarrollo, ya que en caso contrario no era posible
“acceder al conocimiento de la verdad”. Creó, pues, un sistema filosófico basado en la
unidad de la dialéctica, la teoría del conocimiento y la lógica, formuló las leyes
fundamentales de la dialéctica y elaboró los principios, categorías y reglas de la lógica
dialéctica. Pero realizó esta gran tarea desde una concepción idealista-objetivista que
invierte el orden real de los procesos y fenómenos de la naturaleza y la sociedad, es decir,
con una óptica en la que el pensamiento genera la realidad y con una dialéctica de envoltura
mística. Según Hegel, la Idea Absoluta es el primordial principio espiritual y racional cuyo
necesario y contradictorio movimiento (desarrollo) supone una auto-negación que conduce
a la creación de una realidad natural y social también móvil y contradictoria; y la lógica,
como grado de desarrollo de la Idea Absoluta y ciencia “pura”, expresa dicha dinámica a
través del movimiento de conceptos “puros” independientes del mundo objetivo.
A pesar de su contenido idealista y metafísico, el sistema hegeliana representaba un
viraje significativo en la historia de la filosofía y un gran progreso en el desarrollo de la
ciencia lógica. Marx y Engels señalaron que con Hegel “se concibe por primera vez todo el
mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en constante
movimiento, cambio, transformación y desarrollo, intentando además poner de relieve la
conexión interna de este movimiento y desarrollo”. Pero el hecho de que en su sistema
filosófico la dinámica de los conceptos, juicios y razonamientos “puros” antecediera al
movimiento y el auto-movimiento de la realidad significaba una mistificación idealista de
la dialéctica. No obstante, las funciones que se hacía cumplir a ésta en ese sistema se
traducían en resultados que sobrepasaban con largueza las previsiones del filósofo y el
sentido que les había atribuido. En efecto, la consideración del desarrollo contradictorio de
la Idea Absoluta, como ineludible necesidad que implica su auto-negación, consagraba el
principio fundamental del cambio y transformación, de incalculables consecuencias en la
vida concreta y el pensar del hombre. Así, la aspiración de Hegel circunscrita al fomento
abstracto del progreso cognoscitivo resultó extendiéndose de modo inevitable al campo de
la práctica social para impulsar concretamente su notable despliegue consciente y crear las
condiciones para la elaboración de una nueva y científica concepción del mundo y la
sociedad, con todas las repercusiones socio-políticas e ideológico-culturales del caso.
En su momento, como se sabe, desde una postura materialista superior con respecto a
los materialismos del pasado Marx y Engels analizaron científica, crítica y rigurosamente la
filosofía de Hegel, rechazando su contenido idealista y metafísico, pero reconociendo,
rescatando, reformulando y dando un nuevo contenido a los elementos valiosos que
contenía, sobre todo a la dialéctica y el historicismo. Empezaron por “poner sobre sus pies”
lo que en Hegel estaba invertido, es decir, afirmando el carácter primordial de la realidad
objetiva y la condición subsidiaria del pensar; demostraron el valor decisivo de la práctica
humana efectiva en la cognición del mundo y en su transformación consciente y guiada por
fines; reivindicaron la razón del hombre, su poder y su ilimitada capacidad para penetrar
históricamente en la esencia de las cosas; y elaboraron los principios substanciales de una
lógica capaz de captar los nexos y relaciones concretas del mundo real como totalidad y
establecer las regularidades esenciales de la actividad teórica y práctica. En su íntima e
inseparable unidad, el materialismo y la dialéctica se constituyeron en la base de una nueva
concepción del mundo, la sociedad y el hombre forjada en correspondencia con las
necesidades y aspiraciones del proletariado y todos los sectores sociales subalternos. Así, la
dialéctica quedó transformada en una doctrina científica estrictamente historicista acerca
del desarrollo y el cambio en la naturaleza, la sociedad y el ser humano y su pensamiento, y
por ello mismo dotada de leyes fundamentales de carácter universal. .
Estas leyes fundamentales que se entrelazan e interpenetran son las de unidad y lucha
de los contrarios (núcleo de la dialéctica, refleja la naturaleza internamente contradictoria
de las cosas y procesos del mundo real, marcando como objetiva fuerza motriz de su
desarrollo la evolución de las contradicciones contenidas en ellos), de transformación de la
cantidad en calidad (en el proceso de desarrollo de un objeto o sistema, la acumulación de
lentos cambios cuantitativos llega a un cierto grado que significa un radical cambio de
calidad, o sea, el desenvolvimiento de las contradicciones internas culmina en determinada
fase en el paso a un nuevo estado cualitativo mediante un abrupto “salto”) y de negación de
la negación (la tendencia esencial del desarrollo, su dirección, señala la unificación de la
destrucción de ciertas propiedades del objeto o sistema que obstaculizan su cambio y la
conservación de otras favorables para el mismo, o sea, la anulación de determinados rasgos
y la retención de otros que son transformados e incluidos como elementos subordinados en
el nuevo y cualitativamente distinto nivel del desarrollo, es decir, tiene lugar una síntesis en
la que lo superior subsume a lo inferior). En su nexo interno y su acción recíproca, estas
leyes no son especulativas o imaginarias, sino que, como precisó Engels, “se abstraen… de
la historia de la naturaleza y de la historia de la sociedad humana. Dichas leyes no son, en
efecto, otra cosa que las leyes más generales de estas dos fases del desarrollo histórico y del
mismo pensamiento… Las tres han sido desarrolladas por Hegel, en su manera idealista,
como simples leyes del pensamiento… El error reside en que estas leyes son impuestas,
como leyes del pensamiento, a la naturaleza y a la historia, en vez de derivarlas de ellas…
Pero si invertimos los términos, todo resulta sencillo y las leyes dialécticas, que en la
filosofía idealista parecían algo extraordinariamente misterioso, resultan inmediatamente
sencillas y claras como la luz del sol” (43).
Así, pues, tales leyes constituyen en el plano del pensamiento la expresión de las
regularidades objetivas que rigen la existencia de la materialidad natural y social, su
dinámico desarrollo y los cambios y transformaciones que tienen lugar en ella, rigiendo
también la vida, la actividad y el pensamiento del hombre concreto. En la dialéctica
materialista, como ciencia integral única, la ontología, la gnoseología y la lógica conforman
una sólida unidad que no admite fracturas ni la “independencia” de alguno de estos
componentes. Esto significa que en ella están internamente fusionadas las leyes del
desarrollo del ser (la realidad) y del pensar, poseedoras unas y otras de formas propias y
diferenciadas, pero compartiendo ambas un idéntico contenido objetivo. Esa conjugación es
la que dota a la dialéctica de muy amplia y definida capacidad para operar a la vez como
concepción del mundo, como teoría del conocimiento y como lógica. En este último
aspecto, la lógica dialéctica cumple una función metodológica al representar un conjunto
sistematizado de principios, normas y procedimientos que permiten al hombre orientarse en
la realidad, pensar con justeza y actuar adecuadamente en concordancia con sus fines (44).
Esta lógica, a diferencia de la lógica formal, tiene como rasgo principal su basamento en el
desarrollo objetivo y su operatividad con categorías y conceptos móviles que reflejan los
cambios y transformaciones que ocurren en la realidad y en el pensamiento.
Sin embargo, este hecho no implica que los procedimientos lógico-formales sean
algo “inservible” y, por tanto, “desechable”. Ya Hegel había adelantado criterios atendibles
al respecto. Demostrando honda y multilateralmente las insuficiencias de la lógica formal,
cuya primera y esencial peculiaridad es operar con categorías fijas, enfatizó en sus aspectos
débiles y en sus limitaciones afirmando la necesidad de una lógica superior, dialéctica, para
el conocimiento del mundo y el logro de las complejas y elevadas verdades científicas. Pero
no rechazó la lógica formal, sino que la reconoció como doctrina de las leyes y reglas del
recto pensar que deben ser observadas invariablemente. Aunque criticó los principios de
identidad y diferencia abstractas con los que ella opera, no dejó de admitir su legitimidad y
vigencia en ciertos sectores de la ciencia (como la anatomía comparada y la lingüística) en
los que la determinación de las semejanzas y las disimilitudes tiene importancia. Así,
apuntó que en esos sectores los resultados logrados mediante el uso de la lógica formal
“son indispensables, pero deben ser vistos sólo como trabajos preparatorios para llegar al
auténtico conocimiento”, puesto que esa lógica “sólo concierne, en general, a la rectitud del
pensamiento y no a su veracidad, aunque sería injusto negar que tiene su lugar en el
conocimiento, lugar en el que ha de poseer vigencia y en el que, al mismo tiempo,
constituye un elemento esencial para el proceso racional”.
Marx y Engels no recusaron estos criterios sobre la lógica formal en su reformulación
crítica y asimilación creativa de lo valioso en el sistema hegeliano. En Dialéctica de la
naturaleza, Engels se refirió al imperante pensar en “categorías inmóviles” y al modo en
que el pensar en “categorías móviles” en las ciencias naturales más adelantadas rompió el
estrecho marco del primer procedimiento, poniendo en claro que la dialéctica “se convierte
en una necesidad absoluta para las ciencias de la naturaleza” y que éstas tienden cada vez
más a abandonar “la esfera en que bastaban las categorías inmóviles que son como la
matemática elemental de la lógica”. A la vez, señaló que la lógica formal, de acuerdo con
su propia estructura y sus propios límites, también constituye un método de búsqueda de
verdades y de logro de resultados, de progreso desde lo conocido hacia lo que aún se
desconoce, pero que las restricciones típicas de sus principios y reglas no le permiten ir
directamente al análisis y a la generalización de la experiencia, ajustándose sólo a la
confrontación de unos conceptos y juicios con otros (a la inferencia de ideas desconocidas a
partir de las ya conocidas) en busca de la congruencia de las aseveraciones entre sí.
Por tanto, fuera de cualquier duda, la lógica dialéctica representa un nivel superior
del pensar que además de sobrepasar los restringidos horizontes lógico-formales lleva en sí
el germen de una concepción de enorme amplitud acerca de la realidad y su desarrollo. De
allí que resulte por completo claro que existe una considerable diferencia entre la lógica
formal y la lógica dialéctica, incluso cuando se remarcan en general ciertos rasgos de
principio de la lógica como ciencia del pensar. Entre otras razones, tal diferencia radica en
el grado de abstracción de las formas del pensamiento con respecto a su contenido, sin que
esta disimilitud lleve a suponer que las leyes y formas del pensar lógico-formal no
concuerdan con los fenómenos del mundo real y que las leyes y formas del pensar lógico-
dialéctico sí son concordantes con ellos (lo que implicaría olvidar el hecho objetivo de que
ambos modos están asentados en la práctica social efectiva sobre la realidad), ni menos aún
que conduzca a afirmar que el campo de aplicación del primero es el pensamiento y el del
segundo es el mundo concreto (como erróneamente sostienen ciertos estudiosos). Sin
embargo, marcar la diferencia anotada no significa en modo alguno oponer y antagonizar
ambas lógicas, ni tampoco declarar la obsolescencia de la lógica formal.
Objetivamente, en el desarrollo del auténtico conocimiento las teorías más complejas,
amplias y superiores desplazan a las menos elaboradas, restringidas y de menor nivel, pero
no las eliminan sino que las subsumen y reestructuran haciendo más eficaces sus funciones
dentro de los límites que les son inherentes. Eso es lo que sucede con la lógica dialéctica y
la lógica formal. Ésta no es una mera “supervivencia del pasado” que habría perdido
vigencia y utilidad, sino que es la doctrina sobre el pensar correcto y coherente que, de
modo consciente o no, utilizan todas las personas normales y sin cuyas reglas los hombres
no podrían entenderse entre sí; sin olvidar que, por ejemplo, las leyes fundamentales de la
lógica formal sirven de base para la estructuración y desarrollo de la lógica matemática, de
considerable importancia en la informática y en diversos sectores de la actividad científica.
Concretamente, el desarrollo social y el progreso de la ciencia han destruido en su base
misma la creencia en la inmovilidad del mundo y han barrido las concepciones acerca de
las “verdades” establecidas de una vez para siempre. La vida social contemporánea y el
cúmulo de necesidades a satisfacer que contiene exigen un pensar flexible, creativo y en
desarrollo continuo, capaz de tener en cuenta toda la variedad de lo real en su desarrollo y
cambio y de integrarse de modo armónico con una práctica racionalizada y orientada con
alta eficiencia hacia la transformación efectiva de la realidad y del hombre mismo. El
método científico de ese pensar lo proporciona la lógica dialéctica que, a partir del reflejo
cada vez más complejo, preciso y profundo del mundo objetivo, generaliza la gigantesca
experiencia brindada por el avance de la práctica social y del conocimiento científico.
En definitiva, anotaba Lenin en Materialismo y empiriocriticismo, históricamente “la
actividad práctica del hombre, al repetirse miles de millones de veces, se fue grabando en la
conciencia humana como figuras de la lógica”; y en el proceso de desarrollo histórico de la
sociedad la elaboración de la lógica formal (de utilidad y vigencia total durante siglos)
representó una etapa necesaria en el despliegue del pensar, pero que debía ser superada a
través de la emergencia de la lógica dialéctica como nivel lógico superior y absolutamente
imprescindible en las condiciones de la vida contemporánea. De hecho, en la evolución
histórica de la práctica social y el saber humano los individuos tuvieron primero que
aprender a captar las cosas de modo fenoménico y superficial, en su aparente inmovilidad y
relativo aislamiento, para poder caracterizarlas, definirlas y diferenciarlas, llegando mucho
después a entender los objetos y procesos del mundo real en la esencia profunda de su
movimiento, sus relaciones recíprocas y sus interacciones (y lo mismo ocurre, en términos
abreviados, en el desarrollo concreto del niño). Por tanto, la lógica dialéctica, el modo
dialéctico de pensar, no “elimina” a la lógica formal, sino que reconociendo su valor
explica sus posibilidades y sus límites. Y es evidente que el pensar dialéctico no constituye
en modo alguno una suerte de fetiche o talismán capaz de hacer desaparecer mágicamente
los escollos en el desarrollo de la ciencia y la práctica social, pero sí es un método de
enorme importancia para enfocar cada vez con mayor acierto las soluciones a los difíciles
problemas de la vida social contemporánea y el único adecuado al nivel actual de la ciencia
y al desarrollo de la sociedad y del hombre.
Sin embargo, el surgimiento del pensar dialéctico implicó la generación, el impulso y
el despliegue histórico de una contradicción que aceleró la degradación de la cosmovisión
(filosofía) burguesa. Por un lado, como producto del desarrollo de la práctica social y el
saber humano la lógica dialéctica reflejaba los cambios y transformaciones en todos los
niveles y aspectos del mundo real, y en tal calidad era un poderoso método para hacer
progresar el conocimiento y la ciencia; pero, por el otro, constituía una amenaza para los
intereses y anhelos de la burguesía, empeñada en mantener sin variaciones esenciales e
indefinidamente su sistema y su dominación. Y era más peligrosa aún en tanto y en cuanto
la dialéctica estaba en la base misma de la concepción del mundo del proletariado, clase
antagónica cuya lucha tenía como orientación y objetivo fundamentales la transformación
radical de la sociedad. En tal situación, la burguesía no podía impedir el uso espontáneo y
simple del pensar dialéctico en el discurrir cotidiano de la vida y actividad de las masas del
pueblo, ni eliminar su presencia también espontánea en las tareas propias de la producción
material, ni menos aún extirparlo en las luchas de los sectores avanzados de la clase obrera;
pero sí era capaz de multiplicar y reforzar los mecanismos ideológicos para acrecentar su
dominio e influencia sociales, lo que incluía no sólo tender un grueso manto sobre la lógica
dialéctica sino también bloquear sus posibilidades de acceso al sistema educativo (sobre
todo a la enseñanza escolar).
Desde la instauración del capitalismo como sistema, la anarquía inherente al modo de
producción burgués promovió y condicionó la generación de una tendencia básicamente
irracionalista en la apreciación de la realidad, de las relaciones entre los individuos y del
hombre y su pensamiento. En la situación anotada, esa tendencia se enlazó fuertemente con
el idealismo subjetivista para servir de plataforma al positivismo como corriente filosófica
predominante (45) y llevar a la burguesía a aferrarse a una lógica en extremo formalista y
metafísica que disolvía la realidad y sus cambios objetivos, impulsaba con gran vigor la
creencia en un presente permanente sin nexos con el pasado y sin proyección hacia el
futuro, separaba más entre sí la teoría y la práctica, y absolutizaba la relatividad histórica
del conocimiento para eternizar las “verdades” burguesas. Impuesto desde el poder y con su
total dominio a nivel social, este decadente pensar pervertía la razón humana, fomentaba el
oscurantismo y constreñía la capacidad pensante y la labor de los científicos, colocándolos
ante el absurdo de no poder entender ni menos aún explicar los incesantes cambios y
transformaciones que ocurrían en sus propios ámbitos de actividad, lo que se tradujo en la
gran crisis de las ciencias naturales, sobre todo de la física, a comienzos del siglo XX
(Lenin analizó a fondo en Materialismo y empiriocriticismo las raíces histórico-sociales y
gnoseológicas, los rasgos esenciales y las particularidades del tipo de pensamiento idealista
y metafísico que estaba en la base de tal crisis). Pero la propia dinámica del desarrollo de la
sociedad y de la lucha de clases se iba encargando de agrietar el muro ideológico burgués,
empujando a diversos investigadores a buscar una salida del atolladero utilizando
limitadamente el razonamiento dialéctico de modo espontáneo en unos casos o de forma
vergonzante en otros.
En este marco, siguió imperando la hegemonía ideológica global de la burguesía,
aunque la tendencia general en las ciencias de la naturaleza fue el abierto rechazo del
reaccionarismo que impedía el ejercicio de la razón y el desarrollo del conocimiento, con la
progresiva expulsión del pensar metafísico en cada una de ellas (o su confinamiento en
determinados sectores). Ante tal hecho, el retardatario pensar burgués se vio obligado a
buscar y encontrar refugio en las ciencias sociales y humanas, especialmente en la
psicología. En esa época, como anotó Henri Wallon, la burguesía “se fragmenta en una
serie de imperialismos rivales” que “comienzan a tener fricciones entre sí en un mundo
excesivamente estrecho para las necesidades del capitalismo”, de modo que cada cual se ve
“obligado a… obstruir los mercados y a conquistar o reservarse dominios de su exclusiva
explotación. Y las pretensiones se hacen extensivas a sus ideologías. A cada uno su verdad,
la verdad que le era provechosa” (46). Así, en las ciencias sociales los intelectuales al
servicio de cada imperialismo fueron exigidos para proclamar esas “verdades” particulares
con exclusión de todas “otras” y a recusar lo que hasta entonces parecía merecer el nombre
de “verdad”. En el caso de la psicología, desde siempre “patrimonio” de filósofos que en
general convergían en sus especulaciones sobre la “naturaleza humana” y los atributos del
hombre, su campo de estudio y actividad fue transformado en un ámbito en el que
numerosas teorías y escuelas idealistas y mecanicistas libraban ardorosas batallas por el
logro de una posición dominante en la “explicación” del ser humano y su pensamiento, sin
que dejaran de jugar un rol las más diversas e incoherentes propuestas eclécticas aunadas al
sinnúmero de disparates diseminados por advenedizos, improvisados y charlatanes. Como
resultado de todo esto, la ciencia joven y aún inmadura que era la psicología quedó
objetivamente convertida, al decir de Wallon, en “fuente principal de las ilusiones
antropomórficas y metafísicas”.
En esta babel, bajo el dominio del pensar burgués, la psicología estaba encapsulada,
aislada por completo de la realidad social-concreta e impermeabilizada ante el significado
de la revolución darwiniana que había sustituido la idea sobre la “inmutabilidad” del
hombre por la de su génesis y desarrollo, los grandes progresos de la ciencia y la técnica, la
súbita aceleración de los cambios en la sociedad, el descubrimiento de los conflictos
sociales como motor de la historia, el impacto de una nueva y cualitativamente distinta
filosofía crítica que nutría los combates de los desposeídos, etc., todo lo cual convergía para
hacer más notoria la necesidad de entender de modo objetivo al ser humano y su
pensamiento. Incapacitada para satisfacer tal exigencia, la psicología entró en una profunda
crisis. Entrampada en falsos problemas derivados de la artificial oposición “mente-cuerpo”
típica de las concepciones dualistas, o dando vueltas en torno a míticas, irracionales y
polarizadas “fuerzas inconscientes” (“eros” y “tanatos”), o negando el propio psiquismo
humano para centrarse en una “conducta” mecánica indistinguible del comportamiento
animal, la psicología también ignoraba totalmente la fundamental importancia del medio
social y cultural en la formación y desarrollo de las personas, evidenciaba su esterilidad y
llevaba hacia el escepticismo y el agnosticismo en cuanto al conocimiento real del hombre
y sus capacidades, sobre todo la pensante. Sin embargo, dentro del caos y soportando
múltiples dificultades trabajaban silenciosamente investigadores serios que confiaban en la
ciencia y en el progreso cognoscitivo, realizando observaciones y descripciones minuciosas
e incluso mediciones muy simples de los fenómenos psíquicos, aunque sin poder llegar a
explicarlos en su origen, estructura y desarrollo. Entre esos investigadores estaban quienes
habrían de superar estas limitaciones, hallar solución a la crisis de la psicología y trazar un
nuevo y científico rumbo hacia el futuro.
En efecto, a mediados de los años ’20 del pasado siglo, casi en simultáneo (aunque
en condiciones socio-culturales distintas) y cada cual por su cuenta, los jóvenes científicos
H. Wallon y L. Vigotski asumieron el materialismo dialéctico e histórico para analizar
cada uno a su manera la crisis de la psicología en su contexto social-concreto, llegando a
las mismas conclusiones: la crisis tenía origen en la asfixiante predominancia de una
concepción idealista, abstracta y metafísica acerca del hombre y en el empleo de un método
formalista y ahistórico para el estudio del psiquismo. En consecuencia, era absolutamente
necesario reformular científica y críticamente las bases de la psicología e introducir en ella
un método capaz de permitir el acceso al auténtico conocimiento del psiquismo humano,
descubriendo su génesis real y el curso objetivo de la formación y desarrollo de las
capacidades propias del hombre. Desde la concepción que hicieron suya, ambos reconocían
la prioridad existencial de la naturaleza con respecto a la conciencia y el pensamiento,
entendiendo la historia humana en su fundamental determinación por las condiciones
materiales de vida (modos y relaciones de producción) y destacando el valor esencial de la
práctica sin menoscabo alguno de la importancia de la cultura y las ideas. Y ambos habían
comprendido la dialéctica como el método que permite descartar la apreciación del mundo
socio-natural cual mera acumulación accidental de objetos y fenómenos aislados, para ver
éstos tanto en sus relaciones y condicionamientos recíprocos cuanto en su movimiento y
cambio basados en contradicciones internas y conflictos que dan cuenta de procesos de
desarrollo regidos por leyes. Su visión científica abarcaba el psiquismo humano y sus
formas, de modo que en particular el pensamiento del hombre no podía ser considerado
como absoluto ni como absolutamente relativo ya que se forma y transforma en íntimo
nexo con la realidad y con los cambios que ocurren en ella. Así, uno y otro diseñaron sus
respectivos programas de investigación teniendo en cuenta que la ciencia del psiquismo no
podía ser encerrada en un “sistema” abstracto y rígido, ni coquetear con eventuales
eclecticismos, sino que debía reproducir objetivamente las contradicciones, la dinámica y la
diversidad de su objeto de estudio y construirse sobre ellas. Fueron, pues, los primeros en
utilizar en la psicología el método dialéctico con perspectiva genética, comparativa y
clínica en el estudio de los procesos y fenómenos psíquicos dentro del marco social,
cultural y educativo en el que tenían lugar.
Wallon (47) consideró que, para fundamentarse como ciencia y desarrollarse como
tal, la psicología debía empezar por liberarse de las falsas cuestiones derivadas de las
concepciones dualistas (ante todo, del metafísico dominio del “espíritu” y de la irreductible
oposición “mente-cuerpo” o de la reducción de un elemento al otro) y plantear los
problemas en términos objetivos con miras a establecer su adecuada solución científica.
Señaló entonces que en la realidad concreta “la existencia del hombre se despliega entre las
exigencias de su organismo, que son comunes con las de otras especies de animales, y las
exigencias de la sociedad, que son las propias de su especie”, por lo que cabe referirse a
una relación entre el individuo y la sociedad o, lo que es lo mismo, entre lo orgánico y lo
psíquico. El ser humano forma parte de una sociedad dada que funciona en el marco de la
naturaleza (de la que, por lo demás, proviene el hombre mismo), de modo que el sujeto y el
mundo socio-natural no están contrapuestos, sino que conforman una unidad dialéctica de
contrarios interactuantes que se complementan e influyen recíprocamente. De hecho, como
se hace a menudo, “escindir al hombre de la sociedad, oponer el individuo a la sociedad,…
es privarlo de la corteza cerebral. Pues si la configuración y el desarrollo de los hemisferios
cerebrales es lo que distingue con mayor precisión a la especie humana de las especies
vecinas, este desarrollo y esta configuración se deben a la aparición de campos corticales,
como el del lenguaje, que suponen la sociedad, como los pulmones de una especie aérea
suponen la existencia de la atmósfera. Para el hombre, la sociedad es una necesidad, una
realidad orgánica… Evidentemente, es superfluo agregar que no habría sociedad sin los
individuos que la componen ni, en particular, sociedades humanas sin el hombre y su
complexión psicofisiológica”.
Dentro de estas relaciones, el hombre tiene que actuar en pos de modificar la realidad
para solventar sus necesidades y en el curso de su actividad va asimilando las influencias
del medio que su cerebro transforma en imágenes sensoriales y conceptuales, es decir, va
configurando su psiquismo. Por consiguiente, los fenómenos y procesos psicológicos no
pueden ser estudiados en sí mismos; su análisis y explicación deben tener en cuenta los
influjos socio-naturales y las diversas mediaciones con las que operan sobre las condiciones
orgánicas: olvidar los primeros significa ignorar las fuentes del psiquismo y desechar la
realidad corporal es recaer en la falsedad de los planteamientos espiritualistas o místicos.
De allí que entender de manera científica al hombre y su mundo interior implica estudiarlos
en el proceso de su génesis y desarrollo dentro de su medio vital, rastreando las primeras
manifestaciones de los fenómenos psíquicos en la infancia del individuo, de las sociedades
o de la especie; atendiendo al proceso y a sus múltiples factores, antes que al hecho
acabado y perfeccionado; y examinando cuestiones referidas a la psicología comparada o a
problemas antropológicos y sociológicos (e incluso filosóficos) porque el psiquismo no
podrá aprehenderse en toda la extensión y complejidad de su naturaleza al margen de sus
nexos con elementos biológicos e histórico-sociales que lo condicionan y a menudo
también lo determinan.
En el hombre, lo morfo-fisiológico y lo social obedecen cada cual a leyes
particulares, pero son interactuantes aunque se manifiesten de distinta manera. Esta acción
recíproca se basa precisamente en sus diferencias, en ser elementos complementarios dentro
de una unidad dialéctica de opuestos, en sus contradicciones que hacen posible la dinámica
del desarrollo integral del individuo. Así, afirma Wallon, las actividad humana no es
concebible sin considerar el medio socio-cultural en el que se realiza, pero a su vez éste no
podría existir si el sujeto careciera de la cualidades psíquicas que, como el pensamiento y el
lenguaje, exigen tener como base material una determinada configuración estructural-
funcional del cerebro. Por ello, la visión científica de la psicogénesis humana supone tener
en cuenta aspectos referidos a la dotación biológica, la vida social y las conquistas
culturales del hombre que, en el curso de un largo y sinuoso proceso histórico, se fueron
interconectando y fusionando para dar como resultado un psiquismo de tipo superior. Éste,
entonces, no es algo totalmente individual porque tiene en su base el desarrollo biológico
de la especie y, correlativamente, el de la sociedad y la cultura.
Por todas estas razones, Wallon tuvo especial interés por la infancia, preocupándose
por captar al niño en la globalidad de su desarrollo y, a la vez, en la originalidad de cada
uno de sus estadios evolutivos, sin trocear ese devenir en períodos estáticos susceptibles de
falsearlo. Desde su estricta formación como médico, organizó la observación sistemática y
minuciosa de los diversos aspectos de la vida y actividad infantiles, para luego analizar
finamente los resultados y elaborar las hipótesis del caso que serían sometidas a la prueba
experimental de laboratorio. Sin embargo, su interés se proyectaba más allá del niño, hacia
el individuo prototípico de la especie en la totalidad de sus rasgos particulares, en sus
relaciones con los otros y en la significación de su conducta. Sin duda, el niño le importaba
por sí mismo, aunque a partir del estudio de niños concretos lo que buscaba era comprender
la formación de las diversas estructuras mentales y de la personalidad en el proceso de
construcción del adulto, ya que éste se explica a través del niño y, a su vez, éste se elucida
desde el adulto que llegará ser. “El niño tiende hacia el adulto como un sistema tiende hacia
un estado de equilibrio” y la infancia es tanto un específico objeto de estudio cuanto un
vehículo privilegiado para acceder al conocimiento del psiquismo en su integridad
estructural y su diversidad funcional.
Desde la visión walloniana, el niño no nace con estructuras ya listas para funcionar y
con capacidad para posibilitar conductas de creciente complejidad, sino que su desarrollo
tiene como base una maduración orgánica que en cada edad pone en adecuadas condiciones
de funcionamiento a determinados órganos y sistemas haciéndolos receptivos a la acción de
las influencias externas. Es innegable que la ontogenia humana se realiza en concordancia
con el plan propio de la especie y que el desarrollo del niño “se cumple no según lo que él
es a cada instante, sino de acuerdo al tipo que debe alcanzar como adulto”. Sin embargo, si
en esta perspectiva se desechara la maduración orgánico-funcional, viendo el desarrollo
apenas como una cierta compaginación de elementos preformados y suficientes para
alcanzar la adultez, se caería en la negación metafísica de las importantes fases y logros
sucesivos de la evolución individual en su interconexión con el medio.
En este proceso, es preciso identificar los componentes orgánicos y clasificarlos,
estableciendo su papel, sus relaciones mutuas y sus nexos con la realidad exterior para
poder entender la síntesis superior que se va generando dentro de una organización de fases
alternantes. Cada una de estas etapas se caracteriza por una modalidad particular de
comportamiento (actividad) y está precedida por un conflicto cuya esencia se explica en
función de la emergencia de nuevas formas de actividad que la maduración y el aprendizaje
han hecho posibles. En todos y cada uno de estos períodos, el factor clave es la crisis, el
conflicto o contradicción que debe resolverse mediante una total reestructuración de la vida
psíquica. Por tanto, los estadios no son simples y convencionales cortes, sino rupturas que
expresan cambios cualitativos e implican auténticas reorganizaciones de la personalidad en
formación. La maduración biológica y el aprendizaje condicionan una serie de cambios
cuantitativos, preparando silenciosamente la reorganización de la estructura global, el salto
dialéctico que significa la aparición de un nuevo estadio en una cadena a la vez discontinua
y continua. Es obvio que en las primeras fases del proceso ontogénico no están presentes en
el bebé la actitud simbólica y el poder de la representación, aunque ambos impregnan las
relaciones subyacentes del niño con quienes lo atienden a través de las particularidades del
medio social humano y la acción de la palabra.
La consideración del recién nacido no como un ente asocial que se incorpora al
ambiente humano, sino como “un ser genética y biológicamente social totalmente orientado
hacia la sociedad”, no significa dejar de reconocer su condición primaria y su necesidad
absoluta de atención para poder sobrevivir. Por ello mismo, todas sus disposiciones y
acciones elementales tienen que polarizarse hacia las personas: la necesidad de los otros
está, desde el inicio, inscrita en lo orgánico, con lo que su indefensión inicial ubica al bebé
en una dimensión social y le otorga superioridad sobre las crías de las especies animales. A
partir de esta realidad, Wallon remarca (tal como lo hace siempre en el conjunto de su obra)
la vital importancia de los “conflictos dialécticos” que constituyen el modo de transición de
una etapa a la siguiente y la modalidad propia de estructuración de cada fase, siendo
simultánea y contradictoriamente factores de ruptura y de equilibrio. Este doble carácter
sucesivo y sincrónico, genético y estructural del conflicto encuentra expresión en el hecho
objetivo de que las funciones (por ejemplo, la emoción y la representación) se integran en
cada estadio según una relación de oposición y filiación, por lo que el equilibrio sólo puede
ser el resultado de la solución de la contradicción. Así, en la descripción y explicación de
los procesos y fenómenos psíquicos, y bajo los respectivos aspectos de integración y
alternancia funcional, Wallon recurre con gran amplitud a las leyes de interpenetración de
los contrarios y de negación de la negación, pero sigue el camino trazado por Marx: nunca
empieza por aplicar como un dogma los principios de la dialéctica materialista a dichos
procesos y fenómenos objetivos, sino que observando la propia dinámica de éstos va
deduciendo de ella esos principios y los elabora en el específico campo psicológico en
forma sumamente fina, creativa y original.
Buscando desentrañar el origen y evolución del psiquismo dentro del proceso de
formación y desarrollo del niño, Wallon puso atención en las condiciones primigenias de la
existencia infantil, es decir, en el período intrauterino caracterizado como una fase
anabólica casi total en la que el feto está en completa dependencia biológica pues en el
interior materno son cubiertas todas sus necesidades. Los datos existentes mostraban que a
partir del 4° mes de gestación aquél ya es capaz de responder con reacciones motrices a los
excitantes internos (íntero y propioceptivos) o incluso externos con la intermediación de la
madre. Esas reacciones son reflejos posturales similares a los observables sobre todo en los
prematuros o en el recién nacido, y representan respuestas globales en las que ciertas
posiciones del tronco y las extremidades se corresponden con diferentes orientaciones de la
cabeza y sus movimientos o con variadas flexiones del cuello. Pero Wallon observó que las
reacciones motrices tenían una determinada relación con los estados de bienestar o
incomodidad (derivados de la eventual situación materna) del ser en formación, lo que
permitía considerar la hipótesis de que en él ya se ponían en acción embriones de emoción
y movimientos primarios como componentes opuestos y complementarios de una unidad
dialéctica.
El hecho objetivo de que el nacimiento significa el ingreso a la vida aérea e implica
el primer reflejo respiratorio del niño, unido a una descarga emocional, al llanto y a
espasmos musculares, daba mayor sustento a la hipótesis, llevando a Wallon a multiplicar
la observación de las reacciones infantiles a partir del nacimiento. En la realidad, el
pequeño sólo se basta a sí mismo en cuanto a su necesidad de oxígeno pero, de modo
opuesto a la vida fetal, la satisfacción de todas sus demás necesidades ya no es automática
sino que depende de su ambiente, en particular de su madre, pudiendo en un caso dado
retrasarse. Así, el niño experimentará placidez y su motricidad mostrará cierta apacibilidad
o, en cambio, sufrirá por la espera o la privación dando curso a movimientos crispados,
gritos y llantos. La observación sistemática y la generalización de sus resultados
condujeron a Wallon a un descubrimiento fundamental: el rol de la dupla dialéctica
emoción-movimiento en el origen del psiquismo humano. El análisis de los movimientos
del pequeño evidenció que en los iniciales momentos de su vida los gestos son, ante todo,
expresiones dirigidas hacia los otros y que las primeras emociones (consubstanciales a la
expresión motriz) constituyen una suerte de lenguaje primario. La posesión de un carácter
social está en la calidad del organismo humano y en la propia esencia de la emoción; y ese
carácter no lo adquiere el niño en el curso de su vida individual, sino que es en sí mismo un
hecho inscrito en lo biológico, una condición necesaria para su supervivencia y desarrollo,
es decir, una compensación a su desvalimiento de inicio. Así, en la explicación del origen
del psiquismo considerando su base orgánica Wallon enlazó factores íntimamente
solidarios: emoción, motricidad y “el otro” (a los que habrá de agregarse más adelante la
imitación derivada de la interacción niño-adulto), todos ellos operantes en un medio social-
concreto.
La emoción fue analizada en sus aspectos fisiológicos como factor clave en el origen
y desarrollo históricos de la actividad y el pensamiento humanos; y en la ontogenia como
condicionante de la génesis de la representación elemental (cual preludio del lenguaje) y
del carácter. En la antropogénesis, la función inicial de la emoción es propiciar el nexo uno-
otro y la actividad conjunta: “a la emoción le está asignado el papel de unir a los individuos
entre sí por sus relaciones más orgánicas y más íntimas, esa maraña cuya consecuencia
ulterior deberán ser las oposiciones y desdoblamientos de donde podrán surgir
gradualmente las estructuras de la conciencia”. En la ontogenia, la influencia afectiva del
medio tiene un carácter decisivo, lo que no quiere decir que sea capaz de crear todo y en
todos sus aspectos en el psiquismo, pero sí que se infiltra y carga de significación a las
funciones a medida que van apareciendo en los movimientos y las reacciones (por ejemplo,
en la sonrisa potencialmente contenida en la maduración de las estructuras nerviosas). En el
niño pequeño, la emoción tiene un carácter ambiguo por la diversidad de centros nerviosos
de los que depende. Esos centros, escalonados en el eje cerebro-espinal, están subordinados
en grado variable al córtex, pero brindan energía y coordinación a la vida de relación, y las
manifestaciones viscerales implican una organización muy compleja en la que juega un
papel el sistema autonómico que no posee completa independencia con respecto al sistema
nervioso central. Esta bipolaridad fisiológica de la emoción permite comprender las
contradicciones y las diferenciaciones funcionales en el desarrollo del niño. La emoción
estará en primer lugar, afirma Wallon, en el origen de una sensibilidad sincrética que lleva
al niño a establecer una relación simbiótica con su ambiente: “a través de las emociones el
niño domina su medio antes de dominarse a sí mismo” y ellas, en su calidad de sistema de
expresión y medio de comunicación efectiva, serán particularmente favorables para la
formación de reflejos condicionados y de reacciones emocionales selectivas, abriendo el
complicado camino hacia la obtención del lenguaje y la formación de la conciencia y el
pensamiento. El niño empieza, pues, a acceder a la vida psíquica gracias a la emoción.
A la par, en la génesis del psiquismo Wallon otorga importancia primordial a la
motricidad como “tejido común y original del que proceden las distintas realizaciones de la
vida psíquica”. Por su índole, el movimiento muscular cumple una doble función: una
efectora (exterofectiva) relacionada con el desplazamiento y el manejo del objeto físico,
siendo factor de origen de la inteligencia en los mamíferos superiores (sobre todo, en los
antropoides) y en el hombre; y otra expresiva (propiofectiva), específicamente humana y
socialmente condicionada, que el individuo dirige hacia sus semejantes unida de modo
íntimo con la afectividad, con la emoción. Genéticamente, ésta antecede a la motricidad, a
la que proporciona una auténtica base de apoyo en el vínculo del niño con su medio, pero la
actividad tónica del organismo infantil concierne tanto al juego de las actitudes visibles
(expresiones corporales y faciales) como a las funciones viscerales, de modo que a través
de tales actitudes se establece un nexo entre las sensibilidades más profundas del niño y la
presencia de los otros; y las alternancias de unidad y oposición entre los polos emoción-
motricidad permiten el inicio de la elaboración de las representaciones elementales
infantiles.
Así, pues, en el ser humano la motricidad antes de ser una función de realización es
una función de comunicación e intercambio, de relación con el otro. A través de posturas,
gestos y actitudes, el niño que aún no puede hacer nada por sí mismo empieza a actuar
sobre quienes lo rodean en el ambiente vital. El movimiento comienza a traducirse en
gestos y el tono muscular se va convirtiendo en mímica, con lo que el comportamiento va
adquiriendo contenido humano a pesar de que su significación y eficacia aún no posean el
carácter intelectual que más adelante y en gran parte le aportará el lenguaje. Basada en la
emoción que la desencadena, la motricidad a su vez expresa y canaliza esa afectividad; y
ligada de modo inseparable al tono, las posturas y las actitudes, dice Wallon, la emoción
preside los primeros contactos y relaciones con los otros. En las semanas iniciales de vida,
caracterizadas por la impulsividad motriz, el despliegue de la maduración empieza a lograr
que el movimiento y el llanto infantiles como medios de expresión se tornen en medios de
comunicación, sobre todo a través de las reacciones de la madre y merced a ellas: lo social
envuelve lo fisiológico para impulsar la construcción de lo psíquico en el marco de una
relación en la que el apego del niño a su madre no proviene del aprendizaje, sino que es la
manifestación de una necesidad orgánica fundamental, sin que este hecho pueda representar
en modo alguno una simple reducción de lo psíquico a lo puramente biológico.
El papel asignado por Wallon a la emoción y a la tonicidad en la función postural y
en la elaboración de representaciones primarias explicó por primera vez la transformación
de lo fisiológico en psicológico. En sus componentes humorales y motrices, la emoción es a
la vez un hecho fisiológico y un comportamiento social en sus funciones arcaicas de
adaptación, constituyendo un primigenio medio de comunicación y un factor de elemental
organización para el niño de corta edad. El movimiento, que al principio es pura agitación,
junto con los gritos y llantos como claras descargas motrices se vuelven psíquicos a través
de su significativo nexo con el entorno del bebé, haciendo viable que de la emoción y el
gesto empiecen a emerger las representaciones básicas que van preparando el terreno para
el progresivo despliegue psicológico, el cual a su vez estimula el avance madurativo del
organismo y la paulatina adecuación de órganos y sistemas, dando curso a la formación de
los brotes de lo que más adelante será la conciencia infantil. Evidentemente, el progresivo
avance de la maduración del sistema nervioso establece una cronología para el surgimiento
de las funciones dadas y marca ciertos límites temporales a las influencias del medio, pero
el proceso ontogénico se desenvuelve en correspondencia con las peculiaridades propias de
la especie. Esto no significa que todos los niños se formen y desarrollen de acuerdo con un
patrón mecánico y uniformizado, ni que su existencia en ambientes similares genere de
modo automático en todos ellos capacidades equivalentes. Cada pequeño posee un tipo
personal, una disposición orgánico-funcional que le es propia y un estilo característico, por
lo que las diferencias individuales serán fijadas a través de la contradicción entre las
condiciones internas de cada uno y el carácter de las influencias del medio que actúan sobre
ellas.
Por tanto, dice Wallon, “la psicogénesis no es… automática, no tiene una progresión
necesaria. A la maduración del sistema nervioso, que de modo sucesivo hace posibles
diferentes tipos o diferentes niveles de actividad, es preciso que se agregue el ejercicio, tan
diverso como sea posible. Pero esa diversidad supone una indeterminación inicial. Una
actividad cuyo circuito funcional está totalmente constituido da lugar a una conducta
estereotipada e inaccesible al progreso. Es lo que ocurre en la mayoría de los animales… La
superioridad del hombre, por el contrario, está ligada a la necesidad de aprendizajes
prolongados y sucesivos en los que cada función, al principio ineficaz, debe descubrir sus
diferentes virtualidades y establecer las conexiones inter-funcionales, tan complejas como
las circunstancias lo permitan en la actualidad y puedan exigirlo más tarde”. De todo esto se
desprende que la formación y desarrollo del psiquismo “está estrechamente ligada a los
modos sucesivos de relaciones con el medio humano y físico. Estas relaciones descansan
sobre los recursos de que dispone cada edad y tienen como consecuencia los estadios
sucesivos de la personalidad”. En esta línea, luego de amplias y minuciosas observaciones
acompañadas de análisis profundos de la actividad de niños de variada edad, Wallon
estableció la ruta general del desarrollo infantil a través de una cadena de estadios o
períodos que, negándose de modo dialéctico, marcan el avance de lo simple-inferior a lo
crecientemente complejo-superior.
Con el nacimiento se inicia el primer estadio, en el que la relación de niño con su
medio carece de una organización definida. Aunque las influencias del ambiente familiar
tienen una orientación específica y operan en forma clara, el pequeño aún no está en
condiciones de elaborar respuestas ensambladas a tales influjos. Sus estados de bienestar o
molestia se traducen en movimientos y gestos sin orientación ni coordinación, poseedores
de una cierta explosividad semejante a una crisis motriz. Las descargas musculares afectan
al tronco, son bruscas e imprecisas en los miembros superiores y aceleradas y automáticas
en los inferiores (las piernas se mueven como en pedaleo y los pies tienen un agitado
vaivén). Este estadio de impulsividad motriz constituye el nivel más bajo de una actividad
psicomotora en la que hay una total ausencia de sistemas inhibidores y “toda determinación
es extraña a su necesidad de efectuarse”. Con el paso de los días, el tono muscular va
adquiriendo una distribución menos arbitraria debido a los cuidados que recibe el niño, en
especial de su madre (cambios de posición, acunamientos, arrullos, etc.), para alimentarlo y
asearlo. En este trato habitual y continuo, las impresiones sensoriales del bebé se van
enlazando con las situaciones dadas para constituir una primera serie de asociaciones
condicionadas que servirán de base para la progresiva modificación de la actividad motriz,
orientándola y encauzándola en forma primaria en función de la satisfacción de las
necesidades vitales del pequeño.
La relación madre-niño, signada por las disposiciones recíprocas, va estableciendo
una gama de señalizaciones expresivas conformadas por mímicas, gestos y actitudes, es
decir, una suerte de sistema de entendimiento mutuo cuya base es nítidamente afectiva y
que permite al pequeño empezar a actuar sobre su ambiente para obtener la satisfacción de
sus necesidades esenciales. El comportamiento del bebé comienza a ser dominado por las
relaciones afectivas con su medio y el carácter expresivo-comunicativo de las reacciones
condicionadas va sirviendo como plataforma preparatoria del segundo estadio del
desarrollo psíquico. Desde antes, la sonrisa era una respuesta a los mimos de la madre y a
los 6 meses de edad ya está instalada toda una serie de matices emocionales (alegría, dolor,
cólera, pena, etc.) ante una u otra situación vivida. En este estadio emocional, el niño se
halla en intensa simbiosis afectiva con su ambiente (similar a la simbiosis orgánica del
período pre-natal), en la que casi sin distinguirse de él tiene lugar una especie de ósmosis
que nutre y enriquece su sensibilidad marcando un período de subjetivismo radical, de
sincretismo subjetivo. En esta suerte de fusión con el medio, el pequeño se “aliena” a sí
mismo con respecto a los otros y empieza a desplegar una serie de actos que imitan
primariamente las actitudes y conductas de su madre y de quienes lo rodean.
Los intercambios emotivos con su madre han ido habilitando al niño para ampliar de
modo creciente su acción sobre el medio, haciendo que en él se vaya configurando el
llamado reflejo de orientación o de investigación. El interés en ascenso por las cosas del
entorno puede asumir todas las formas de la curiosidad dirigida hacia ellas buscando
asirlas. Esto impulsa la actividad manual como necesidad funcional y la mano empieza con
tanteos y exploraciones para luego coger global y precariamente un objeto dado, sacudirlo,
soltarlo y retomarlo. En el noveno o décimo mes ya hay un progreso efectivo de la
actividad manual con la que el niño va afinando su propia sensibilidad y descubriendo de
modo elemental y poco a poco ciertas cualidades de las cosas. El resultado de las
manipulaciones lo incita a repetir un mismo gesto para obtener un mismo efecto. Esta
actividad o reacción circular, regida por la ley del efecto, irá siendo paulatinamente
superada con la modificación del gesto para “comprobar” los cambios del efecto. En este
curso, los objetos de la realidad exterior actúan como un potente imán que atrae con cada
vez mayor fuerza al niño, generando en él gestos diversificados aunque aún no pueda
identificar las cosas ni sepa diferenciarlas con respecto a sí mismo. Todo esto representa la
preparación para el ingreso a un tercer estadio del desarrollo.
Hacia el final del primer año ya está plenamente instalado el estadio sensorio-motriz.
La maduración progresiva de las estructuras nerviosas ha permitido conectar entre sí los
campos sensoriales y motores del córtex, afinando más la actividad manual y acentuando
la exploración de las formas y estructura de las cosas. De hecho, éstas son rotas, desunidas
en sus partes para luego intentar recomponerlas, acciones que constituyen la base material
de las formas iniciales del análisis y la síntesis mentales. Las manipulaciones, no obstante
todos sus resultados, muestran una limitación concreta porque la longitud del brazo sólo les
permite acción en el espacio cercano. Pero, desde algo antes o casi en simultáneo, también
esa maduración ha tenido consecuencias en otros sectores corporales, capacitando al niño
para sentarse, iniciar el gateo y empezar a volcarse casi totalmente hacia su ambiente. Los
progresos del pequeño están ligados al equilibrio, primero cuando está sentado aumentando
su libertad de movimientos, luego al coordinarlos en el gateo para desplazarse en cuatro
extremidades y después al poder pararse adoptando la posición erecta.

El aprendizaje de la marcha extiende el ámbito de acción permitiendo modificar la


perspectiva visual e integrar en un mismo espacio continuo los ámbitos sucesivos; y con la
reducción personal de las distancias el niño adquiere una noción del lugar relativo de los
objetos a los que se aproxima o de los que se aleja. Esta nueva ubicación espacial, que
significa para el niño una considerable ampliación de su investigación del ambiente y le
permite descubrir cosas que antes estaban fuera de su foco de atención, está íntimamente
asociada con la adquisición del lenguaje (que hace viable identificar a los objetos por sus
nombres, separarlos del conjunto perceptivo que integran, independizarlos de la impresión
que causan en una u otra situación y unirlos con otros semejantes) y ambos sientan las
bases para el surgimiento de la conciencia y los brotes de la abstracción y la generalización.
Wallon anota que “la palabra es un medio de actualizar la cosa, reclamando y provocando
su presencia efectiva o evocando su imagen, preludio y a menudo sustituto de su presencia
real, suscitando más o menos los mismos efectos por el juego de las asociaciones
condicionales”.

El niño parece estar fundido con el mundo de las cosas, a la vez que se opone a él y
se esfuerza por someterlo dentro de condiciones del desarrollo en que comienza a definirse
la dominancia de una mano (por lo común, la derecha) sobre la otra, marcando una
disparidad que asegura la unidad de las acciones complejas y combinadas a través de una
mano que inicia la actividad auxiliada por la otra. El hecho de que el hemisferio cerebral
que gobierna la mano rectora (el izquierdo en los diestros) sea a la vez el asiento de los
centros corticales del lenguaje, subraya la importancia bio-psíquica de la lateralidad
anatómico-funcional cuyo desarrollo es correlativo con el desarrollo del lenguaje y con la
paulatina configuración del esquema corporal: “No tiene, pues, nada de sorprendente”, dice
Wallon, “que los comienzos de la palabra y los perfeccionamientos de la actividad
bimanual en el niño ocurran al mismo tiempo”. Al igual que la mano, la palabra se
convierte en un instrumento de exploración objetiva a través de las realidades y las
significaciones que proporciona el ambiente socio-familiar, generando también fenómenos
infantiles peculiares como la ilusión de que la palabra forma parte del objeto (o, al menos,
que se confunde con él), la atribución de propiedades humanas y vida propia a las cosas,
etc.

En el curso del estadio sensorio-motriz, se acrecienta la comunicación y la


interacción con los adultos del entorno, haciéndose más evidentes y constantes los actos
imitativos del niño que representan en simultáneo su unión y oposición con los otros. El
encaramiento de este conflicto implica, como anota Wallon, la utilización de “ejercicios y
juegos en los que el niño se dirige alternativamente a los polos de una misma situación
siendo sucesivamente personaje activo y pasivo, como si tratara de experimentar sus dos
aspectos complementarios sin ser aún capaz de fijar en ella su propio lugar”. Inicia una
búsqueda de independencia a través de actos voluntaristas y se atribuye un papel en las
acciones de juego, donde las alternancias le irán permitiendo reconocerse a sí mismo
aunque de modo todavía indiferenciado, es decir, sin saber auto-identificarse en forma clara
y coherente. Sus juegos de alternancia (esconderse y buscar, tirar y tomar una pelota, etc.)
“tienen parentesco con los monólogos dialogados en los que el niño presta su voz a dos
interlocutores que se responden, ambos, con una entonación diferente”. Así, a través de sus
gestos y acciones, el infante va alistando el tránsito a un nuevo período del desarrollo que,
pese a las diferencias del caso, presenta determinadas similitudes con el estadio emocional,
ya que ambos tienen una orientación predominantemente subjetiva. En éste, el niño estaba
afectivamente mezclado con su ambiente, en tanto que en el estadio en gestación “parece
ajustarse a él como núcleo de resistencia y luego desear apropiárselo”.

El cuarto estadio en la evolución del niño es el estadio personalista en el que, a la


inversa del período de investigación orientado hacia el mundo de las cosas, el pequeño se
concentra en su subjetividad. Wallon señala que esta alternancia en el desarrollo funcional
no es excepcional: la actividad sensorio-motriz y el descubrimiento de nuevos objetos han
ido desenganchando al niño de las relaciones exclusivas con las personas de su entorno,
pero sin modificar la naturaleza de esos nexos donde siguen presentes la mezcla afectiva y
la necesidad imitativa. Ahora se trata de superar la total incapacidad para resolver algo por
sí mismo en situaciones diversas, “esa alienación de sí en los otros”. Entre los 3 y los 4
años, avanza en la internalización del lenguaje exterior y la configuración del lenguaje
interno, como bases de la formación del pensamiento, mediante la interrelación de sus
esquemas motrices con los esquemas conceptuales que proporcionan la palabra y los nexos
con los miembros de su entorno. Despliega entonces su búsqueda de independencia y auto-
afirmación a través actitudes y conductas a menudo contradictorias entre sí. Los juegos de
alternancia y los monólogos dialogados van siendo paulatinamente dejados de lado y el
niño adopta una actitud de negativismo, oposición y rechazo que tiene por objeto afianzar
la creciente conciencia de sí mismo y su autonomía. Ya no se refiere a él mismo en tercera
persona, sino que el “yo” y el “mi” van logrando un sentido definido y con el posesivo
“mío” intenta instalar derechos duraderos y privilegios o pretensiones con respecto a las
cosas. En simultáneo, esta forma de resistencia reivindicativa basada en la recusación está
paradójicamente ligada al deseo de alcanzar aprobación intentando aparecer atrayente y
cautivante para los demás, haciéndose valer y obteniendo así su propia satisfacción. Este
narcisismo debe ser siempre alimentado con nuevos méritos que, a falta de los propios, se
obtienen “expropiándoselos” a los demás en un esfuerzo no ya reivindicativo sino
imitativo, que no se limita a simples gestos y que supone la emulación de alguien preferido,
de uno o varios “personajes” alternantes reales o ficticios.

Sin embargo, el deseo de autonomía o preponderancia total no puede existir fuera de


una estrecha dependencia frente a las personas del ambiente inmediato. Como Wallon lo
anota, en este período de evolución individualista “el niño no hace más que someterse a las
influencias de las cuales pretende librarse. La oposición sistemática no es sino una sumisión
devuelta; el alarde es una sumisión a la aprobación de los otros; la imitación, una sumisión
a un rasgo extraño. En realidad, los primeros esfuerzos del niño para distinguirse de su
medio sólo pueden hacerle sentir el modo en que está incrustado en él… ¿Cómo llegar a
desprenderse de él si pertenece a la constelación de los suyos tanto como se pertenece a sí
mismo?”. Las relaciones en el seno de la familia, el lugar que ocupa en ella y entre sus
hermanos, forman parte de su identidad personal y son no sólo necesarias, sino también
ineludibles. Por ello, la única manera de lograr afianzamiento individual es sobrepasar los
vínculos familiares mediante el establecimiento de nexos externos con los demás. “Si esta
etapa de semi-confusión y de conflicto íntimo entre sí y los otros es inevitable, si incluso su
papel es necesario para la armonización ulterior de las relaciones yo-los otros, entonces es
bueno que el niño no sufra por la influencia exclusiva de la familia y que, anticipándose a la
edad siguiente, frecuente también medios que no estén tan estrictamente estructurados, que
no sean tan profundamente afectivos”. Estos medios son aquellos ligados al aprestamiento
del niño para su ingreso a la escuela, que por lo general están representados por el jardín de
infantes (“nido”).

Allí, el niño se vinculará con coetáneos, tendrá vivencias y experiencias nuevas,


elaborará actitudes y conductas diferenciadas, irá enriqueciendo su sensibilidad y realizará
aprendizajes de nuevo tipo ya bajo otra normatividad, preparando así el paso a un quinto
estadio de su desarrollo, el estadio escolar que se extiende de los 6 a los 11 años. En la
escuela, las relaciones signadas por la disciplina y el trato con el maestro y otros niños son
mucho más variadas y abiertas que las existentes en la familia, pudiendo cambiar en un
ambiente y circunstancias también cambiantes y exigiendo la elaboración y el despliegue de
conductas adaptativas antes inexistentes. El conocimiento en ascenso del mundo exterior y
la posibilidad de incorporarse a uno u otro grupo de composición distinta a la del grupo
familiar, ubicándose dentro de él dependiendo de sí mismo y en razón de sus preferencias,
compatibilidades y capacidades, va generando poco a poco en el niño una disposición para
actuar con mayor flexibilidad e iniciativa personal, llevándolo al logro de determinados
éxitos y haciéndolo sentirse más libre. “Aprenderá a conocerse como una personalidad
polivalente, considerados evidentemente los temperamentos más o menos flexibles o
rígidos. Ajustando sus conductas a circunstancias particulares, lejos de dispersarse sin fin
tendrá conciencia de sus virtudes y un conocimiento más preciso y completo de sí mismo”.

A través de la enseñanza, el desarrollo del conjunto de procesos psíquicos recibe


impulso, particularmente en el plano senso-perceptivo y cognoscitivo. Junto con el
aprendizaje de la lecto-escritura y el cálculo, la distinción ya clara entre la unidad y el
conjunto va aparejada con el inicio de la clasificación de los objetos según algunas de sus
propiedades. Los nexos borrosos y particulares entre las cosas van siendo gradualmente
reemplazados por semejanzas y diferencias definidas aplicables a categorías de objetos
unidos por un carácter común. El establecimiento diferencial de los rasgos de las cosas o de
las situaciones permite hacer distinciones, comparaciones y asimilaciones cada vez más
coherentes y sistemáticas, lo cual va preparando paulatinamente el advenimiento del
pensamiento categorial, es decir, la “capacidad de variar las clasificaciones según las
cualidades de las cosas, de definir sus distintas propiedades”. Evidentemente, estos
progresos son lentos, pero efectivos: “Todo el sincretismo del pensamiento infantil está en
liquidación. Sus últimos rasgos no desaparecerán antes de los once o doce años. Al final de
este estadio, la objetividad del pensamiento corriente parece equipararse a la del adulto”.
La finalización de este período marca también el final de la infancia y el ingreso del niño a
la pubertad, cuyos rasgos presentan determinadas semejanzas con el estadio personalista
“confirmando esa ley de alternancia entre los estadios orientados hacia la realidad de las
cosas o hacia la edificación de la persona”. A la pubertad le sigue la adolescencia, ambas
aún dentro de la actividad escolar y ambas con peculiaridades diversas, ricas y opuestas,
pero complementarias. “De esta manera, todas las etapas que llevan al niño del nacimiento
a la edad adulta muestran una estrecha unión entre la evolución de su personalidad y la de
su inteligencia”.

En lo que específicamente concierne al pensamiento, Wallon enfatizó en el rechazo a


la pretensión metafísica de encararlo en sí mismo como si fuese capaz de auto-generarse y
desarrollarse de modo autónomo, señalando que investigar el pensamiento (conocimiento)
exige partir de las relaciones entre el hombre y la realidad objetiva mediadas por la acción
humana sobre las cosas. Para satisfacer sus necesidades y sobrevivir, el individuo “debe
transformar y transformarse, debe renovarse cualitativamente con respuestas adaptativas al
ambiente”; y al actuar sobre la realidad para modificarla, el hombre va configurando
cualidades propias ausentes en el ámbito zoológico, en especial el pensamiento, dándole un
carácter activo a su adaptación al mundo y llevándola a un nivel nuevo y superior. Por
definición, el individuo perteneciente a la especie Homo sapiens es un ser que, con su
actividad, supera las posibilidades que brinda la información sensorial para acceder a un
nivel en el que es capaz de lograr conocimientos racionales acerca de dicha realidad y de
reflexionar sobre ella y sobre sí mismo. El origen del pensamiento está, pues, en la práctica
humana que a la vez permite comprobar si los productos del pensar se adecúan o no al
mundo real. Estos hechos están presentes en el trayecto histórico de formación del hombre
hasta llegar al actual plano de la actividad pensante y, con las particularidades del caso,
también se hallan en la ruta dialécticamente contradictoria recorrida por el niño en sus
etapas evolutivas hacia la adultez.

Sin embargo, el fenómeno del pensamiento no es algo casual ni absolutamente


original, sino que ocupa un lugar en la cadena evolutiva de la actividad de los seres vivos,
representando su nivel más elevado. En efecto, apunta Wallon, llega un momento en esa
cadena en el que se “utiliza un material y técnicas que hacen traspasar el plano de las
simples posibilidades materiales y motrices de las que dispone el ser vivo en sus relaciones
con los datos presentes del ambiente. Se trata del pensamiento, un verdadero nuevo medio
que la inteligencia se ofrece y se impone a sí misma”. Pero “las ideas, el conocimiento, que
por lo común parecen resultado y condición de la actividad intelectual, no son más que una
de sus posibilidades. Marcan una bifurcación, habiendo hallado en la especie humana
medios que le permiten desarrollarse indefinidamente, aunque no son las manifestaciones
intelectuales más primitivas”. Por ello, el estudio del pensamiento en su devenir requiere
rastrear las cualidades estructural-funcionales de la organización nerviosa de las especies
(sobre todo de los mamíferos superiores más desarrollados, particularmente de aquéllos
más cercanos al hombre: los antropoides) y el tipo de relaciones que tienden a establecer
con el ambiente en el que despliegan sus acciones y operaciones. Los antropoides poseen
un cerebro complejo, parecido al cerebro humano en su estructura, que sirve de asiento a
un psiquismo animal desarrollado; y en su adaptación pasiva (no-transformativa) al hábitat
natural realizan una actividad que les permite elaborar imágenes de los objetos a su alcance,
obtener información senso-motora asimilando sus rasgos externos, analizar/sintetizar de
modo superficial y primario y abstraer/generalizar muy rudimentariamente los mismos,
orientarse para satisfacer necesidades biológicas y modificar sus acciones de acuerdo con
determinados aprendizajes (formación de variados reflejos condicionados). Efectúan estas
tareas sólo de modo individual, pero en todos ellos “se observan actos que implican una
intuición variable y apropiada de las circunstancias”, es decir, una inteligencia sensorio-
motriz entendida como fuerza de adaptación a las situaciones prácticas planteadas por la
realidad y conducente al desarrollo del sentido de la acción en contacto con lo concreto, o
sea, una captación espacial de la situación que lleva a la solución de un problema dado.

Se trata, dice Wallon, de la llamada “inteligencia práctica, que también podría ser
denominada inteligencia de las situaciones para marcar mejor lo esencial, pero sin incluir
en éstas las situaciones puramente mentales y reduciéndolas a lo que originariamente son:
un conjunto de circunstancias actuales y materiales que se imponen desde el exterior”.
Sobre una base instintiva, transmitida como herencia biológica, esa inteligencia consiste en
el conjunto de modos de una estructura integrada por el estado afectivo o la motivación, el
campo perceptivo (con sus limitaciones) y las posibilidades de acción del individuo, siendo
más o menos eficiente según utilice las impresiones del momento para contribuir al éxito de
la acción buscando medios y objetivos adecuados. Esta inteligencia espacial o de las
situaciones “se opone al conocimiento en tanto que, en lugar de distinguir entre los objetos
y las circunstancias, realiza una especie de organización dinámica donde se fusiona con los
apetitos, repulsiones, disposiciones afectivas… y con las actitudes o movimientos que
pueden resultar de ello, el campo de las percepciones exteriores modificables sin cesar
según las necesidades del momento, las posibilidades de la acción, las veleidades del deseo.
Estos diferentes factores,… entran a cada instante en un mismo conjunto indiviso, en una
estructura perfectamente única, por más que varíe con los incidentes y el desarrollo del
acto”.
La inteligencia práctica animal persigue sólo la solución de los problemas generados
por una situación concreta y, por muy amplias que sean las circunstancias, sus acciones se
agotan en sí mismas por sus propios efectos, de modo que sus nexos con la situación dada
son cerrados, aislados y, en general, de carácter individual. Como señala Wallon, “la
actividad de que es capaz el animal no se orienta hacia el conocimiento, sino hacia el
resultado perceptible o útil; no tiende a lo general, sino al caso particular. No retiene del
objeto más que el medio que necesita en el momento, insensible al resto de su estructura.
Más aún, sólo el gesto se inscribe en el comportamiento; el objeto del caso es olvidado,
siendo su conformación propia tan mal conocida que a menudo obstaculiza el acto a pesar
de evocarlo”. Para el chimpancé, por ejemplo, “el mundo es más bien acción y movimiento,
antes que intuición objetiva. Lo percibe sobre todo como un móvil entre otros móviles…
No parece captar las cosas más que bajo una forma dinámica y en composición con su
propia actividad,… no tiene siquiera la noción de equilibrio estático, no tiene sentido de la
vertical;… no sabe distinguir las cosas en el espacio de las cosas en el tiempo, es decir, las
cosas inmovilizadas en su posición y su forma en un instante dado de los movimientos y
cambios que pueden sufrir. Sin embargo, supera a otras especies animales gracias a su
intuición dinámica del espacio, que es algo positivo y que requiere niveles muy diferentes.
Su poder de utilizar como instrumentos los objetos que se encuentran en su campo viso-
motor se confunde con el poder de realizar unificaciones o estructuras, de organizar este
complejo de extensión, cosas y gestos que es el espacio concreto en función de los
objetivos hacia los cuales tiende su apetencia”.

Establecido científicamente todo esto, y teniendo en cuenta que la neuroanatomía, la


neurofisiología y la neuropsicología han puesto muy en claro las diferencias cuantitativas y
cualitativas insalvables entre el cerebro del simio y el cerebro del hombre, cabe plantear
dos cuestiones fundamentales: una, la filiación entre la estructura neural de los antropoides
y la que es propia del ser humano; y otra, las relaciones entre la inteligencia animal y la que
corresponde al hombre. Con respecto a la primera, está fuera de duda el parentesco de los
dos tipos de cerebro, ya que ambos están inscritos en el proceso de cerebración progresiva
que tiene lugar en la evolución de las especies, siendo el cerebro humano el nivel superior y
la culminación de dicho proceso. En lo pertinente a la segunda, después de precisar que la
inteligencia animal es una “aptitud más o menos extensiva para descubrir el procedimiento
eficaz, abriendo el campo perceptivo y el terreno de la acción a conjuntos variables de
circunstancias y de medios”, Wallon pregunta: “¿Es de esta inteligencia esencialmente
asimiladora que puede resultar esa otra forma de inteligencia que en la acción se expresa
por consignas verbales y en la percepción por enumeraciones, observaciones, asociaciones;
que tiene a la palabra como referencia constante y de la cual el lenguaje expresado o íntimo
es el substrato indispensable; que distingue entre los términos y que estabiliza cada noción
correspondiente; en la que la diversidad de los efectos se asocia con la diversidad de las
combinaciones entre elementos que deben permanecer constantes y donde cada especie de
relaciones tiende hacia una fórmula explícita?” Ésta es una inteligencia que tiene como
instrumento o medio al pensamiento y que, por tanto, “opera sobre representaciones o por
medio de representaciones, identificando el acto con sus componentes y los efectos con las
cualidades distintivas de objetos determinados”.

Este nuevo tipo de inteligencia específicamente humana es la inteligencia discursiva,


categorial, teórica o lógico-verbal, a la que ciertos autores consideran indistinguible de la
inteligencia animal: ésta se prolongaría necesariamente en aquélla como consecuencia de
un simple progreso de sus operaciones, es decir, entre ambas habría una continuidad lineal.
Sin embargo, este criterio deja de lado el hecho de que se trata de procesos opuestos por
completo en función de su origen y orientación. De la inteligencia animal, cuya función es
adaptativo-pasiva (aunque pueda ajustarse con cierta precisión a la situación concreta y
elaborar respuestas adecuadas a sus incitaciones) y que consiste en la yuxtaposición de
esquemas senso-motrices de base instintiva, resulta imposible que pueda surgir “natural”,
espontánea, y mecánicamente un acto propiamente intelectual encaminado a la adaptación
dinámica a la realidad a través de su conocimiento objetivo y su transformación real. La
inteligencia discursiva no representa de ningún modo una simple sustitución de esquemas
motores por operaciones de análisis-síntesis y abstracción-generalización típicas de la
inteligencia humana, del pensamiento del hombre. En el ser humano, los aspectos sensorio-
motrices se encuentran en dependencia de la formación y desarrollo del individuo en el
ambiente que le es propio: la sociedad histórico-concreta; y el conocimiento de las cosas
logrado a través de la senso-motricidad se diversifica y se especifica, se conceptualiza y se
reestructura gracias a la representación, que es propia del hombre y no existe en los
animales. Poniendo en acción su inteligencia categorial, el hombre está en capacidad de
adaptarse a variadas condiciones de existencia, de imaginar diferentes soluciones a los
problemas que enfrenta, de elegir entre una gama de procedimientos el o los más idóneos
para resolverlos y de encarar creativamente dificultades nuevas.

Al respecto, Wallon apunta que, merced a la influencia de las relaciones sociales y a


la intervención del lenguaje, llega un momento en que el individuo supera las posibilidades
motrices y materiales, hace cesar su movimiento como fenómeno perceptible y la función
motriz da dialécticamente paso al pensamiento, es decir, al movimiento mental como
inédita forma de expresión que constituye un nivel cualitativamente nuevo y superior en el
desarrollo de los seres vivientes. Esta inteligencia de nuevo tipo “se funda sobre términos
que antes de expresar representaciones netamente delimitadas han sido instrumento de
comunicación inter-individual. Supone un material que no le corresponde a cada uno
inventar para uso propio en tanto sus progresos intelectuales lo permitiesen o exigiesen. El
lenguaje enunciado o interior que se identifica con el pensamiento discursivo, así como las
relaciones y representaciones de las que es soporte, tienen a la sociedad como matriz
indispensable”. Por consiguiente, la inteligencia categorial “tiene… sus condiciones propias
y no puede ser consecuencia de la inteligencia práctica, aunque esté fecundada por
cualesquiera de las experiencias que están a su alcance”.
Dicho esto, no se puede ignorar que, pese a todas sus diferencias cualitativas, la
inteligencia práctica animal y la inteligencia discursiva humana están íntimamente ligadas
al movimiento muscular, al acto, a la actividad, lo que implica que entre ambas existe una
relación dialéctica de continuidad en el plano filogénico y, a la vez, de oposición y ruptura
en tanto la emergencia del hombre (con sus cualidades estructural-funcionales determinadas
por su esencia social) representa un viraje crucial en el proceso evolutivo de los seres
vivientes. El animal fusiona en su inteligencia práctica los recursos instintivos de su especie
con aprendizajes individuales para adaptarse pasivamente al ambiente zoológico y buscar la
solución a un problema biológico concreto en una situación dada valiéndose de medios sólo
naturales, circunstanciales y olvidables, con lo que sus acciones y experiencias son de
carácter individual, no se pueden transmitir por la ausencia del lenguaje y desaparecen
cuando el animal muere. Por el contrario, la condición del ser humano no obedece a una
predeterminación biológica ni está regida por el instinto, sino que es el resultado del nexo
dialéctico del propio ser con las estructuras, procesos y relaciones sociales que él mismo,
como consciente y activo protagonista, ha ido creando en el curso de su historia, de modo
que las formas de su acción y adaptación tienen como base la vida social y sus progresos, la
asimilación de la cultura y aprendizajes sociales múltiples. Con su inteligencia discursiva,
íntimamente enlazada con el lenguaje y sus significaciones, puede crear y utilizar variados
instrumentos (que conserva y en los que ha ido depositando las capacidades adquiridas a
través de su propia práctica) para transformar de modo consciente el mundo real, satisfacer
socialmente sus necesidades, adaptarse dinámicamente a la realidad, elaborar una memoria
histórica y transmitir a las nuevas generaciones el bagaje cultural creado con su actividad.

Pero la inteligencia práctica no es un rasgo exclusivo del animal, sino que también es
un patrimonio humano precisamente por su nexo con la motricidad. Está presente, dice
Wallon, “en el niño y, además, en los hombres de toda edad”, aunque subsumida por la
inteligencia lógico-verbal o reflexiva y subordinada a ella: en el niño, en el curso del
proceso formativo de su psiquismo y sus capacidades, a través de los estadios de su
desarrollo y bajo la guía adulta; en los hombres, a menudo bajo la forma de automatismos
superiores y diferenciados, en su actividad real en el marco social-concreto en el que
existen. Como polos opuestos, complementarios e interactuantes de una unidad dialéctica
firmemente entroncada en la realidad objetiva, ambas inteligencias representan la acción y
el pensamiento integrados como praxis, como práctica consciente de sí misma. Wallon
agrega que mediante la sensorio-motricidad el hombre despliega su inteligencia de las
situaciones para conocer de modo concreto y dentro de determinados límites el mundo y
actuar sobre él; y con su inteligencia discursiva utiliza símbolos para crear un duplicado
mental de ese mundo, una representación abstracta y generalizada que le permite ir más allá
de lo inmediato, penetrar en la esencia de las cosas, descubrir sus leyes e idear las
transformaciones posibles de la realidad y las que conciernen a su propia transformación.
Evidentemente, en la formación y desarrollo histórico del hombre (al igual que en la del
niño actual) el acto precedió al pensamiento, pero éste finalmente ha llegado a ser el
elemento rector y gracias al lenguaje se puede sustituir lo concreto de los objetos por la
palabra como doble mental que absorbe abstractamente su significado en un soporte
objetivable. La representación o imagen abstracta y generalizada del objeto ausente hace
viable lo que postuló Marx en sus Tesis sobre Feuerbach: la realización de una praxis en la
que el pensamiento y lo concreto-sensible están dialécticamente unificados no sólo para
conocer cada vez más a fondo la realidad, sino también para acceder con creciente eficacia
a la intelección de sus leyes objetivas y modificar el mundo.

Por otro lado, Wallon señala que, en sus relaciones e interacciones, “las oposiciones
de la inteligencia práctica y la inteligencia discursiva no les impiden tener algunas
condiciones comunes. Pero este fondo, transportado a sus respectivos planos de actividad,
no evita conflictos y contradicciones. El lenguaje, sostén necesario de las representaciones,
al menos cuando deben ordenarse libremente entre sí para hacernos superar los datos
inmediatos y actuales de la experiencia (lo que es la condición misma del pensamiento y
del conocimiento), supone cierto poder de intuición espacial. La inteligencia práctica está
tanto más desarrollada cuanto más se funda en una más extendida aptitud individual de
captar relaciones geométricas o posiciones entre objetos apreciados simultáneamente en el
campo de la percepción. El espacio está implicado en todo movimiento ordenado con la
serie de lugares en que él se despliega”. Pero con la palabra y el concepto “se opera la
penetración recíproca de la experiencia individual y la experiencia colectiva. No hay
concepto, por abstracto que sea, que no implique una imagen sensorial; y no hay imagen,
por concreta que sea, que una palabra no sostenga y no haga caber en sus propios límites.
En este sentido, nuestras experiencias más individuales están ya moldeadas por la
sociedad”. En definitiva, “de orientación inversa, la inteligencia discursiva y la inteligencia
de las situaciones, aunque operando una en el plano de la representación y de los símbolos
y la otra en el plano sensorio-motor, una por momentos sucesivos y la otra por aprehensión
y utilización global de las circunstancias, suponen ambas, no obstante, la intuición de
relaciones que tienen por terreno necesario el espacio. Del acto motor a la representación ha
habido transposición, sublimación de esta intuición que, antes incluida en las relaciones
entre el organismo y el medio físico, ha llegado a ser luego esquematización mental. Entre
el acto y el pensamiento, la evolución se explica simultáneamente por lo opuesto y por lo
idéntico”.

Ahora bien, y como ya se indicó, a diferencia de otros autores (por ejemplo, Piaget)
Wallon consideró que el punto de partida general en el estudio del devenir del pensamiento
no debía estar en la ontogenia, sino en la filogenia, en el origen y desarrollo de la especie a
la que pertenece el individuo humano. Para poder dar cuenta científica y cabal de la
formación y despliegue del pensamiento de éste desde que nace, era preciso dilucidar la
estructura del pensamiento en los sucesivos niveles que va alcanzando el conocimiento, es
decir, la modalidad en que tal estructura se va manifestando en el curso de la formación y
desarrollo histórico del hombre. Desde esta perspectiva, puntualizó que no existe sinonimia
o equivalencia entre inteligencia y pensamiento: éste es un instrumento de la inteligencia, el
vehículo necesario para su realización (del mismo modo en que el lenguaje es instrumento
del pensamiento o en que éste tiene a la psico-motricidad como herramienta). En otros
términos, él perfilamiento de la inteligencia humana adquiere realidad concreta cuando el
pensamiento conceptual, lógico-reflexivo, se ha estructurado definitivamente: con su uso, el
hombre efectiviza un proceso de adaptación al mundo mediante la elaboración de esquemas
mentales que, a su vez, sirven a su inteligencia para proyectar, promover la acción colectiva
y producir transformaciones en ese mundo, generando un nuevo proceso adaptativo. Así
como en el curso histórico de desarrollo de la especie y a través de cada época los hombres
fueron aprendiendo a organizar su actividad, crearon el lenguaje y forjaron su conciencia,
conocieron cada vez mejor el mundo, elaboraron conceptos e ideas crecientemente más
exactos acerca de él y dotaron a su inteligencia de capacidad operativa para modificar la
realidad de acuerdo a fines preestablecidos; así también el niño, a través de los estadios de
su formación y desarrollo, despliega sus acciones y las va organizando en forma progresiva,
adquiere el lenguaje y va configurando su conciencia, aprende normas, nociones y
procedimientos para actuar sobre las cosas, elabora en forma paulatina su pensamiento y
construye su inteligencia para lograr poder sobre su ambiente concreto en el camino hacia
su conformación como adulto.

Para Wallon, la configuración y el desarrollo del pensamiento están inseparablemente


ligados a la necesidad del hombre de conocer la realidad y las preguntas “por qué”, “cómo”
y “para qué” se hallan en la base del conocimiento que surge de la unión íntima entre la
acción y la reflexión. Ambas hacen viable un nuevo tipo de función mental: la inteligencia
discursiva, que siempre va más allá de lo inmediato y actual para plantear con creciente
profundidad problemas relacionados con la vida concreta, el desarrollo del hombre, el de la
sociedad que él ha creado y sus posibles cambios, y la satisfacción adecuada de las diversas
necesidades humanas (problemas que, por otro lado, tienen su historia y cuya solución
implica procesos que en determinados casos han representado siglos enteros de elaboración,
acopio cognoscitivo y afinamientos prácticos). Para la ciencia, está fuera de duda que hace
aproximadamente 100 mil años se inició un proceso de cesación de cambios significativos
en la estructura morfológica del hombre para llegar a una estructura corporal estable, lo que
desde el punto de vista biológico permitiría afirmar que la línea evolutiva humana es una
“línea acabada” y, por tanto, destinada a la extinción. Sin embargo, el enlace de un cerebro
de carácter superior, el trabajo, el lenguaje y la creación de un medio social hicieron posible
el surgimiento de un psiquismo de nuevo tipo y la configuración del pensamiento, con el
que el hombre pudo dotarse de una inteligencia cuya dinámica lo tornó capaz de reemplazar
la evolución biológica por otra cualitativamente superior: el desarrollo socio-cultural,
merced al cual la adaptación al mundo pasa a depender no ya de fundamentales
modificaciones biológicas, sino de los progresos del conocimiento, la ciencia y la cultura
que, impulsados a su vez por la continua elevación del nivel del pensamiento y de la
práctica social, promueven la introducción de cambios en la realidad.
Como atributos exclusivos del hombre, último y superior eslabón en la cadena
evolutiva de los seres vivientes, el pensamiento y el lenguaje son elementos de esencial y
enorme importancia en su comportamiento global (en el plano orgánico-funcional y en la
actividad desplegada en el medio socio-natural), por lo que se puede establecer que en la
estructura dialécticamente unificada de pensamiento y lenguaje está implícito un vital
factor dinamizador en el desarrollo socio-histórico del Homo sapiens, en el desarrollo de su
psiquismo y de su conducta inteligente. En calidad de producto de la unidad dialéctica y la
interacción de la labor córtico-cerebral y las influencias socio-culturales, el pensamiento y
sus funciones están en condiciones de mantener y asegurar esa unidad fundamental,
haciendo posible su expresión y continuidad efectivas a través de la creciente diversidad de
las complejizaciones orgánicas (sobre todo, en la secuencialidad de los estadios evolutivos
en el desarrollo del niño) y culturales (especialmente, en los variados aspectos de la vida
concreta del adulto y de la sociedad).

En consecuencia, y ya en el caso del niño, resulta por completo erróneo suponer que
las fuentes de su pensamiento se hallan en el campo estricto de la senso-motricidad y en la
simple, lineal y mecánica conversión de esquemas motores en esquemas mentales. Al
compás del desarrollo de los nexos del niño con su ambiente socio-familiar, lo sensorio-
motor y lo verbal-reflexivo se van estructurando progresivamente sin que exista oposición
total entre ellos ni predominio absoluto de lo uno o lo otro, sino relaciones dialécticas
marcadas por contradicciones que se resuelven a través de “saltos” o cambios cualitativos
que implican modificaciones en esas relaciones y reestructuraciones funcionales concretas
dentro de su unidad objetiva. Para que el pensamiento pueda lograr configurarse, ambos
elementos son indispensables y su complementación, en la que a la vez está presente la
dominancia circunstancial de uno u otro, genera transformaciones que definen su creciente
integración y nuevos niveles en el desarrollo del pensamiento. El punto inicial de las
funciones de éste se halla en la actividad verbal efectiva, que indica el momento en que
esas funciones se hacen viables por la interacción de las estructuras subyacentes del infante
y las influencias de su ambiente. Dicho punto adquiere realidad al tener plataforma básica
en diferenciaciones e integraciones como coordenadas esenciales de la evolución mental.
En el desarrollo del niño, toda reestructuración senso-motora está asociada de modo íntimo
a una reestructuración lingüística y, aunque ambas no lleguen a coincidir en forma exacta
en un momento dado, las dos impulsan modificaciones en el pensamiento para llevarlo a
un nivel en el que es capaz de modificarse a sí mismo.

En este desarrollo dialéctico-contradictorio, las observaciones de Wallon pusieron en


evidencia la discontinuidad como característica del pensamiento infantil. En su conducta
práctica o en su actividad intelectual, el niño muestra confusiones, estupefacciones y dudas,
cuyo análisis permite revelar conflictos potenciales. Tal discontinuidad se debe a las crisis o
“saltos” abruptos que originan profundas reestructuraciones en el comportamiento y el
pensar (es decir, mutaciones cualitativas, y no simples cambios evolutivos). En dichas crisis
confluyen dos factores esenciales: por un lado, el orgánico, la maduración del sistema
nervioso que brinda al niño nuevas posibilidades psico-fisiológicas para la acción y el
pensamiento; y, por el otro, el socio-cultural que, a través de situaciones y estímulos cada
vez más complejos, proporciona también nuevas posibilidades al desarrollo. Empezando
con la observación de los niños desde su nacimiento y analizando las condiciones orgánicas
o sociales de la conducta infantil, Wallon fue enlazándolas con la descripción psicológica
para luego centrar el examen en aquéllos ubicados entre los 5 y 7 años porque le interesaba
estudiar el proceso de desarrollo del pensamiento lógico-verbal, de “una inteligencia que se
habla”, para entenderlo de modo más amplio (y no porque supusiera que el pensamiento
emerge en esas edades: ya se había referido a la existencia en el bebé de una inteligencia de
las situaciones limitada a las circunstancias utilizadas y a los resultados obtenidos, pero que
la intervención del lenguaje reimpulsa mientras en simultáneo hace surgir los brotes del
pensamiento). Por tanto, multiplicó los diálogos con los niños y, desde variados ángulos,
evaluó sus expresiones para extraer de ellas la abundante diversidad de las significaciones
empleadas.

Con todo esto, Wallon pudo establecer objetivamente que “entre los 6 y 9 años el
pensamiento del niño sabe ya realizar uniones sistemáticas (entre las cosas y entre las
situaciones), pero permanece insensible ante las diversificaciones y las digresiones. Es más
práctico que analítico y se mueve más a gusto hacia la causa o el efecto que hacia las
cualidades de las cosas o hacia las motivaciones morales, lo que no implica, por otra parte,
que sea insensible a las unas o a las otras, pero las hace entrar sólo un poco en el circuito de
sus justificaciones intelectuales”. Este período “parece ser bastante homogéneo en el
desarrollo intelectual del niño. A los 10 años, se anuncia una nueva etapa: aquella donde
comenzará definitivamente a instaurarse la función categorial de la mente”. En el curso de
los diálogos y las observaciones, fueron evidenciándose con claridad los obstáculos con los
que tropieza el pequeño y el enmarañamiento de su pensamiento debido a contradicciones
objetivas entre lo real y su representación, entre lo tradicional y su experiencia propia, entre
la formalidad del lenguaje y la fluidez de los datos sensibles extraídos mediante su
actividad, datos a su vez contradictorios en sí mismos, etc. Tales contradicciones podían ser
superadas paulatinamente a través de la inserción infantil en ambientes cada vez más
complejos que exigen reestructuraciones sucesivas del psiquismo y la conducta. Wallon
concibió el pensamiento del niño como estructura dinámica que se desarrolla en la realidad
concreta de sus transformaciones continuas, y rechazó así las visiones metafísicas y/o
mecanicistas y las descripciones petrificadas y fijistas contenidas en muchos textos de
psicología y lógica. Para él, el desarrollo del niño y de su pensamiento son profundamente
dialécticos y este carácter debe estar necesariamente presente en la ciencia del psiquismo
humano.

Las investigaciones de Wallon y sus inobjetables resultados acerca de la formación y


desarrollo del psiquismo, y en particular del pensamiento, revolucionaron desde sus bases
mismas y por completo las concepciones e ideas hasta entonces vigentes en la psicología de
Occidente. En adelante, ya no era posible ignorar que objetivamente el desarrollo del niño
lejos de ser un proceso apacible, gradual y continuo, estaba por el contrario dialécticamente
marcado por contradicciones y crisis que llevan a abruptos cambios cualitativos, rupturas y
auténticas reestructuraciones globales. La linealidad no existe en el desenvolvimiento
interno del proceso de crecimiento y desarrollo ni en sus expresiones, sino que de hecho tal
proceso representa una realización discontinua en la que, a través de estadios sucesivos, se
entrelazan de modo dialéctico factores y elementos opuestos cuya interacción conduce a
nuevas y sucesivas reorganizaciones del psiquismo y la conducta. Los conflictos y crisis
son momentos del desarrollo en los que la interacción de los progresos en la maduración
orgánica y los cambios que van ocurriendo en las influencias socio-culturales se traduce
dialécticamente, por negación del nivel de las funciones alcanzadas, en la aparición de un
nuevo sistema de interacción. Así, el tránsito de un estadio a otro es mucho más que una
amplificación de lo hasta entonces logrado o que un simple proceso de adaptación, siendo
al contrario una verdadera reconstrucción psíquica y conductual. La crisis es una mediación
entre el final de un estadio y el comienzo de otro: el desarrollo “está puntualizado por
conflictos, como si cada uno de ellos fuera una elección entre un tipo pasado y otro nuevo
de actividad”. El estadio que a través del conflicto es superado, subsumido y reestructurado
por el siguiente, pierde el poder de regular la conducta del niño y cuando no desaparece en
la actividad, o sólo lo hace en forma parcial, vuelve patológico el comportamiento.

En términos de normalidad, en la sucesión de los estadios o edades infantiles no va


apareciendo en cada período una organización mental conformada por el completamiento o
perfeccionamiento de las funciones de la fase anterior, sino que ocurre la instalación de una
estructura distinta por ser integralmente nueva, aunque en ella intervengan elementos de la
fase que resulta superada. Las aparentes detenciones, las súbitas aceleraciones y los saltos
bruscos son expresiones típicas de un proceso en el que incluso antes de que un
determinado estadio se haya constituido por completo ya se está preparando el que habrá de
reemplazarlo. Las acumulaciones más o menos lentas de cambios cuantitativos y los
repentinos cambios de calidad se producen según sea el carácter de la relación entre las
estructuras orgánicas del niño y las influencias socio-culturales de su medio, pero en el
infante no surge de manera espontánea una inteligencia que se desplegaría despaciosa y
gradualmente, sino que a través de su actividad él va construyendo un pensamiento cuyo
perfil es propio de su individualidad y al mismo tiempo común a todos los niños. En grados
relativos según las circunstancias evolutivas y las adaptaciones orgánicas y culturales, ese
pensamiento servirá como instrumento para la configuración de su inteligencia particular.

Todos estos procesos tienen lugar en un mundo socio-natural de carácter cambiante


que no puede ser entendido ni explicado en su dinámica y gran complejidad empleando una
lógica unilineal que, recalca Wallon, “en lugar de considerar las cosas bajo el aspecto de su
devenir dialéctico, es decir, en función de los obstáculos que el propio devenir opone al
devenir ulterior, pretende explicar la existencia de las cosas mediante un desarrollo
continuo, lineal, conforme a una esencia supuesta y en virtud de su naturaleza fijada de una
vez y para siempre”. A cada paso, esa lógica “tropieza con la diversidad y las pugnas de lo
real y lo único que se le ocurre es apartar la mirada de esas pugnas o sólo declararlas
‘normales’… Por el contrario, una explicación modelada sobre lo real comienza captando
los antagonismos de la realidad e intenta develar, detrás de los conflictos, las fases de sus
progresos anteriores, además de su dinamismo actual. Así es como se llega a una
concepción dialéctica de las cosas”. De hecho, “el conocimiento del materialismo dialéctico
permite descubrir o explicar formas bastante más variadas de la causalidad: conflictos
autógenos, resolución de contradicciones, acciones recíprocas, etc. Es tanto más necesario
cuanto el objeto de estudio ofrece relaciones más complejas, más ensambladas, más sutiles,
más frágiles, más variables entre los factores de aspecto más heterogéneo, como es el caso
de la psicología que hace de empalme entre las ciencias denominadas de la naturaleza y las
llamadas ciencias del espíritu”.

Desde esta postura, el gran interés científico de Wallon por desentrañar el origen y
devenir del pensamiento y la inteligencia encontró en la infancia un fértil y amplio campo
de investigación. Su concepción genético-dialéctica y sus macizos criterios psicológicos
sobre el desarrollo infantil nunca se expresaron al margen de la perspectiva educacional, ni
jamás pasaron por alto la vital necesidad de brindar al niño una educación concordante con
las particularidades de la vida social moderna y con el desarrollo de la ciencia y la cultura.
Consideró, por tanto, que la misión esencial de una educación científica es orientar y dirigir
la actividad del niño para que él pueda auto-formar y desplegar su pensamiento teniendo
como guía al maestro, de modo que esté en condiciones de manejarse con autonomía
cognoscitiva e iniciativa práctica y avanzar hacia la construcción de una inteligencia clara,
discernidora, crítica, solidaria y responsable. De allí que recusara con precisión, agudeza y
vigor los fundamentos, métodos y procedimientos de la llamada “educación tradicional”,
rígida y cargada de residuos feudales, encaminada a domesticar al niño y a inculcarle
estereotipos que colisionaban tanto con su actividad real cuanto con el sistema burgués y su
ideología. Y que, al mismo tiempo, también desnudara las ambigüedades, unilateralidades e
inconsistencias de quienes, desde años antes, habían elaborado ideas y teorías acerca de una
“nueva educación” que supuestamente favorecía al niño, pero que en realidad era funcional
a las necesidades de la producción capitalista y al amaestramiento del infante para servirla.
Estos reformadores, que pugnaban entre sí por el logro de la predominancia, partían de una
ilusoria concepción del hombre y la sociedad y planteaban medidas que ignoraban por
completo la dinámica esencial del proceso de desarrollo infantil para centrarse sólo en
aspectos y elementos fenoménicos y circunstanciales, mistificando así las peculiaridades
concretas del niño. En general, actuaban a tono con las pautas ideológicas burguesas (sin
que faltaran entre ellos personas o grupos animados por abstractas buenas intenciones) y
postulaban una educación para formar al infante de acuerdo con moldes individualistas,
espontaneístas, voluntaristas y practicistas, minimizaban o eliminaban el rol efectivo del
maestro, formulaban de manera ambivalente el contenido de la enseñanza a impartir y de
uno u otro modo, conscientemente o no, reforzaban los criterios para adocenar al niño
invocando la necesidad de velar por su “libertad y autonomía”, su “creatividad” y su
“bienestar”. Wallon desechó de manera categórica todos estos puntos de vista, precisó las
alternativas reales y con su psicología orientó notablemente a los sectores pedagógicos
progresistas que promovieron y lograron hacer efectivos diversos cambios en las bases,
métodos y procedimientos de la enseñanza.

No obstante, no se centró exclusivamente en el niño sino que se proyectó hacia el


individuo adulto considerando, con honda y firme convicción, que la correcta formación y
el despliegue del pensamiento es una de las condiciones imprescindibles de la libertad
humana. Wallon siempre tuvo claro que “en los hechos hay un perpetuo condicionamiento
de nuestra vida psíquica por las situaciones en que está comprometida según sus propias
tendencias o contra su voluntad. Pero las relaciones del ser y del medio se enriquecen aún
más por el hecho de que el medio no es constante y que un cambio de medio puede implicar
la anulación o la transformación de los seres que en él despliegan su existencia”. Y al
entender que “el materialismo histórico prolonga y corona al materialismo dialéctico”,
enfatizó en que esa ciencia precisa, desde su innegable objetividad y de manera nítida, que
“transformando sus condiciones de vida el hombre se transforma a sí mismo. Sus técnicas
actuales exigen, para ser comprendidas, desarrolladas y aplicadas con éxito, la comprensión
de fórmulas abstractas, de sistemas hechos de símbolos en los que las imágenes sensibles
de la realidad son reemplazadas por la indicación de operaciones a efectuar en el plano de
lo que Pávlov denominó segundo sistema de señales”, es decir, exigen la íntima unión del
lenguaje y el pensamiento funcionando en un nivel dialéctico para garantizar el progreso
del hombre.

Wallon fue un médico-psicólogo con claras y sólidas ideas político-sociales que


postuló, como algo absolutamente necesario, multiplicar esfuerzos y velar siempre para que
el pensamiento crítico-dialéctico pudiera encontrar los caminos más favorables y adecuados
a su conformación y desarrollo sin cortapisas, sirviendo así a la configuración de una
inteligencia orientada a la transformación del mundo social y natural. Tuvo la certeza de
que el hombre sólo puede ser el constructor de un mundo nuevo en tanto es el creador de su
propia praxis ejerciendo la razón y desechando todo dogmatismo, o sea, como señaló Marx,
cuando supera el carácter de ente “en sí” y deviene ser “para sí” capaz de modificar
racionalmente la realidad e instaurar condiciones sociales, políticas y culturales dignas de la
condición humana. Para él, efectivizar la transformación del hábitat social y del propio
hombre implica la educación del pensamiento como requisito fundamental e ineludible; y
por eso fomentó la organización, sobre todo en los sectores obreros y populares, de los
“grupos para enseñar a pensar” en calidad de elementos opuestos a las tradicionales formas
y mecanismos institucionales encargados de propiciar e implementar la dócil, acrítica y
alienada aceptación de una sociedad en la que el hombre soporta múltiples servidumbres
impuestas por un poder despótico.

Wallon nunca fue un científico abstraído de la realidad del mundo, que se confina en
su laboratorio o se dedica sólo a sus investigaciones, sino un sabio humanista de nuevo tipo
profundamente preocupado por la situación del hombre concreto y comprometido a fondo
con el logro de su bienestar, su desarrollo en libertad y su futuro sin trabas. Sin abandonar
sus trabajos científicos y enseñando mediante el propio ejemplo, unió de modo inseparable
pensamiento y acción. En los años ’30 del pasado siglo tuvo una destacada actuación en la
guerra civil española y en el frente de Madrid, integrado a los contingentes republicanos en
la lucha contra las hordas fascistas de Franco. Años después, en la II Guerra Mundial,
cuando las tropas nazis invadieron Francia se incorporó en París como militante comunista
a las filas de la Resistencia en calidad de dirigente, negándose a pasar a la clandestinidad
para poder dar más fluidez a sus tareas con grave riesgo de ser apresado y fusilado (como,
entre otros héroes populares, ya había ocurrido con el filósofo y psicólogo marxista
Georges Politzer). Y una vez finalizado el conflicto bélico, al lado de figuras sobresalientes
de la educación francesa, notables intelectuales, personalidades democráticas y sectores
progresistas, exigió la instauración de una escuela adecuada a las necesidades del niño y
presidió la elaboración de un plan (conocido como Plan Langevin-Wallon) para establecer
las bases de una nueva enseñanza en todo el país, proyecto que el régimen gran burgués de
De Gaulle se encargaría de frustrar.

Es evidente, pues, que para Wallon la condición humana jamás fue una abstracción
vacía, ni una categoría científica o filosófica puramente formal, sino la innegable realidad
objetiva de miles de millones de personas que existen en circunstancias adversas impuestas
desde el poder de clase, trabajando y creando con dignidad, y luchando por la conquista de
una vida que corresponda realmente a su índole humana. La psicología walloniana es la
psicología del hombre concreto que vive y actúa en situaciones concretas; y su pensamiento
representa un rechazo total de la ideología y la cultura dominantes que limitan y deforman
la razón del hombre, niegan a éste su libertad en acción y distorsionan su conducta. Es, por
tanto, una ruptura ideológica y epistemológica que, preconizando la libertad del ser que se
auto-construye y transforma el mundo, pone a luz la entraña de una sociedad alienada y las
deformadas relaciones entre las personas, en las que dominan falsedades, mistificaciones y
apreciaciones mercantilista-utilitaristas, particularmente en lo que concierne a la formación
y desarrollo de la infancia.

Por todo esto, no debe causar extrañeza que el sistema lo viera como sumamente
peligroso y le declarara una guerra sin cuartel hipócritamente disfrazada de mil maneras.
Aunque no era fácil ignorar o intentar sepultar a quien poseía un prestigio mundial por la
calidad científica de su obra y por haber fundado el prolífico Laboratorio de Psicobiología
del Niño, sí se le podía hostilizar de modo permanente sembrando obstáculos burocráticos
en su carrera docente y mezquinándole el reconocimiento a su condición de profesor de la
Sorbona durante casi 20 años. Sin embargo, todas las maniobras reaccionarias no pudieron
impedir que llegara a dirigir, por su propio peso, la reputada École Practique de Hautes
Études y a ejercer el profesorado en el altamente renombrado Collége de France. Ante esos
obstáculos, Wallon nunca se quejó ni hizo nada para eliminarlos, entendiendo que en la
sociedad burguesa hay que pagar un precio, a veces muy alto, por asumir ideas y conductas
independientes, críticas y contrarias al poder dominante; y, en tal sentido, simplemente se
limitó a constatar la encarnizada oposición ideológica a sus investigaciones, traducida en la
vulgar agresión de “intelectuales” y “científicos” serviles al poder que, año tras año, han
pretendido desmerecer y minimizar la fundamental importancia de su obra tildándola
ridículamente de “oscura”, “ineficaz” e “inactual” y, en el colmo de la estulticia, de
“demasiado densa”.

A despecho de las infamias retrógradas, la obra científica de Wallon constituye (junto


con la de Vigotski) el pensamiento más completo y profundo de la psicología del siglo XX,
con vigorosa y plena vigencia hoy y enorme importancia heurística para las investigaciones
actuales y futuras. Él señaló que la ciencia y la filosofía, con la dialéctica como método,
conforman una unidad de contrarios que se interpenetran para el logro de una concepción
integral y explicativa del mundo y del ser humano, a la que los límites históricos del
pensamiento y la razón restringen relativamente pero sin que ello signifique despojarla de
una proyección que está siempre amplificándose en forma gradual. Consideró que, desde tal
concepción y partiendo del fenómeno vida, la cadena general de la evolución de las
especies en nuestro planeta tiene como eslabón particular, superior y culminante la
formación y el desarrollo del hombre en calidad de ser social, con sus especificidades
somático-funcionales y sus atributos de nuevo tipo, sobre todo su pensamiento y su
inteligencia creativos. Por tanto, el conocimiento objetivo del universo, la especie, la
sociedad y el individuo conforman una estructura cognoscitiva que se desarrolla de modo
creciente para ir alcanzando niveles ascendentes que, apoyados a su vez en los avances de
la ciencia y la técnica, extienden sus alcances, diversifican sus posibilidades y abren cada
vez nuevas vías al desarrollo humano. Así y en especial, la psicología científica adquiere la
condición de conocimiento integral del hombre y su devenir. Al poseer un carácter
genético, ella se orienta a explicar al individuo por la historia de la especie, a ésta por la
historia de la vida y a la vida misma por el movimiento de la materia; y, a la vez, se
encamina a explicar al sujeto por el conjunto de transformaciones que, merced a su
actividad, va experimentando desde su nacimiento en la sucesión de sus edades y a elucidar
cada una de estas etapas por la confluencia e interacción de factores físicos, orgánicos,
sociales y psíquicos que actúan en el marco de su unidad dialécticamente contradictoria, es
decir, como una totalidad dinámica.

De este modo, pues, la psicología de Wallon es, ante todo, materialista y dialéctica:
considera el desarrollo humano, y dentro de él la formación y despliegue del psiquismo,
como un proceso concreto cuya premisa esencial está constituida por la existencia de
objetivas y necesarias contradicciones internas entre sus factores y elementos opuestos y
complementarios, las cuales promueven transformaciones de lo cuantitativo en cualitativo
(y viceversa) y llevan el desarrollo y el psiquismo hacia niveles superiores y cada vez más
complejos. Este proceso tiene como base la unidad de la materia y la mente, y su expresión
real representa una síntesis evolutiva en la que la interacción de acción y conocimiento
genera el pensamiento como instrumento de la inteligencia humana. En segundo lugar, la
psicología walloniana es historicista: aprecia al hombre dentro de la dinámica evolutiva del
fenómeno vida, en su nexo con el desarrollo de la especie y en su calidad de individuo
integrante de la sociedad en movimiento continuo. En tercer lugar, es funcional porque
concibe las capacidades y habilidades humanas como producto del vínculo dialéctico de las
estructuras somático-fisiológicas del individuo con la acción de factores culturales en los
que están implícitas la actividad y las funciones sociales. Finalmente, es una psicología
dinámica ya que entiende los procesos y fenómenos psíquicos como conjunto de elementos
y relaciones integrados en una totalidad que experimenta modificaciones continuas e
incesantes en la gradación ascendente de sus propias interacciones (y no como simple
agrupación de elementos atomizados, fijados en una u otra particularidad o mezclados
sincréticamente).

Por cierto, estos rasgos cardinales no son exclusivos de la psicología de Wallon, sino
que también están presentes en la teoría elaborada por Vigotski, y es completamente lógico
que así sea. Ambos partieron de la misma base concepcional, utilizaron la dialéctica para
investigar el psiquismo y la conducta haciendo descubrimientos sustanciales, coincidieron
en múltiples aspectos y llegaron a conclusiones semejantes, sobrepasando las obvias
diferencias entre las condiciones sociales en las que actuaron, sus personalidades y estilos,
y la apreciación de lo que creativamente lograron. Entre sus numerosas y notables
coincidencias y complementariedades recíprocas cabe señalar, por ejemplo, la importancia
concedida al papel de la actividad (la práctica social) en el desarrollo humano y en la
formación y evolución del psiquismo; y la gran atención brindada al pensamiento, a sus dos
tipos primordiales (práctico y teórico-categorial) y a las modalidades principales del pensar
(formal y dialéctico). En todo caso, sin dejar nunca de lado los factores fundamentales y
determinantes propios del objeto de estudio, cada uno consideró necesario y conveniente a
su manera de encarar la investigación enfatizar en uno u otro de los aspectos de tales
factores y desarrollarlo con los matices correspondientes.

Con respecto al pensamiento, dichas coincidencias tuvieron expresión concreta en los


resultados de las investigaciones vigotskianas acerca de la formación de conceptos en el
niño. El uso del método genético-experimental permitió demostrar la existencia de dos
clases básicas de conceptos, diferentes por su génesis, estructura psicológica y funciones,
que corresponden a los modos sensorial y racional del conocimiento de la realidad y que,
por tanto, están relacionadas de manera intrínseca, inseparable y dialéctica. La primera
clase es la de los conceptos empíricos o cotidianos que: a) Surgen espontáneamente como
resultado de la experiencia individual visual-inmediata (casa, perro, mesa, etc.) en el campo
de la realidad perceptible y manipulable, es decir, emergen de la actividad práctica directa;
b) Son sabidos y usados por el niño en forma adecuada y suficiente en sus acciones, aunque
aún no puedan ser definidos con palabras ya que tardan en integrarse a su actividad
consciente; c) Pueden ser utilizados sin necesidad de tomar conciencia de su significado
verbal, prolongando así su espontaneidad; d) Incluyen en una situación específica al objeto
que reflejan, pero sin incorporarlo obligadamente en un determinado sistema lógico; y e)
Son representaciones involuntario-genéricas que avanzan desde lo concreto hacia lo
abstracto y constituyen “generalizaciones de cosas”. La segunda clase es la de los
conceptos teóricos o científicos que: a) Se forman a través de la enseñanza en la escuela
con el apoyo del maestro, sin que por lo general se halle tras ellos la experiencia práctica
individual-sensorial del niño; b) Son proporcionados verbalmente y, aunque el niño carezca
de experiencia concreta con respecto a ellos, pueden ser formados también de manera
verbal con gran rapidez y facilidad pero sin garantía de su inmediato y adecuado manejo; c)
Son conscientes y voluntarios de modo necesario, es decir, son siempre objeto de una
específica actividad teórica, de un trabajo especial con ellos; d) Tienen como rasgo
fundamental introducir el objeto que designan en un sistema de categorías lógicas; y e) Son
“generalizaciones de pensamientos” que parten de lo abstracto para llegar a lo concreto
(48).

Objetivamente, entonces, los trabajos de Wallon y de Vigotski confirmaron la ley


general del desarrollo cognoscitivo tanto en el proceso de génesis y evolución histórica del
hombre, como en el proceso de formación y desarrollo del niño; es decir, el tránsito del
pensamiento desde una lógica (formal) del aislamiento/inmovilidad de las cosas del mundo
hacia una lógica (dialéctica) de la interconxión/movimiento de las mismas. En esencia,
desde la lógica formal se concibe, describe y explica de modo particular la actividad de un
tipo fundamental de pensamiento: el empírico o práctico, generado de modo más o menos
espontáneo durante la actividad práctico-cognoscitiva cotidiana de los individuos a través
de la relación directa y utilitaria con los objetos. La lógica formal sistematiza a este tipo (y
lo provee de modalidades específicas de análisis, síntesis, abstracción y generalización,
junto con los procedimientos requeridos por la elaboración de conceptos) que se puede
configurar y desarrollar aún con escasa participación de la enseñanza, pero que encuentra
sus propios límites en el lado externo o superficial de las cosas reales y, por ello mismo,
sólo encara sus aspectos fenoménicos, o sea, como si estuviesen aisladas unas de otras y
permanecieran idénticas a sí mismas, inmóviles y sin experimentar cambios sustanciales.
Pero estos límites no llevan a considerar incorrectamente al pensamiento empírico como
“primitivo” o “atrasado”, puesto que sólo representan los rasgos inherentes a un nivel del
proceso cognoscitivo global en el que aún no es posible aprehender las cosas en su
interconexión universal y sus acciones recíprocas, penetrar objetivamente y con creciente
profundidad en su esencia íntima, caracterizar sus contradicciones internas, definir las
tendencias de su desarrollo y prever sus posibles cambios cualitativos, es decir, analizar
concretamente las condiciones de la génesis de los objetos, su evolución y eventual
transformación en algo distinto.

Estas tareas están reservadas a otro tipo fundamental y más complejamente


elaborado de pensamiento: el teórico o dialéctico propio de la ciencia, que se forma bajo la
influencia dominante de la educación/enseñanza operando no ya con representaciones
espontáneas y difusas (o con nociones cargadas de subjetividad), sino con conceptos
exactos y rigurosos verificados por la práctica científica y social. Este tipo posee un
contenido que es el reflejo en la conciencia de la existencia objetiva, mediada y esencial de
las cosas; y que procede según una lógica del movimiento continuo, la interconexión
universal, la dinámica de las contradicciones internas como fuerza motriz del desarrollo, las
acciones recíprocas, la transformación de la cantidad en calidad (y viceversa) y el
surgimiento de lo nuevo como necesaria superación de lo viejo. Este pensamiento es
estudiado y desarrollado por la lógica dialéctica, que le proporciona especiales modalidades
de análisis, síntesis, abstracción y generalización y característicos modos de elaboración de
conceptos. El pensamiento dialéctico incorpora en su seno al pensamiento práctico, lo
reestructura y lo hace cumplir funciones relacionadas con la apertura de amplias vías hacia
el entendimiento real del mundo como totalidad, la racional y creativa transformación de la
naturaleza y la sociedad, la adecuada e integral formación y desarrollo del ser humano, y su
auto-transformación en el curso de la vida social.
Pues bien, el pensamiento integralmente concebido es un atributo humano y todas las
personas ubicadas en el rango de normalidad pueden formar y desarrollar adecuadamente
sus tipos empírico y teórico. Pese a sus diferencias, ambos tipos se complementan dentro de
su unidad dialéctica por estar ligados de modo indisoluble con la vida y la actividad
concretas de los individuos. De hecho, el pensamiento y sus funciones hicieron posible
construir la inteligencia humana y desplazar históricamente la actividad y la adaptación del
hombre del plano biológico al superior nivel socio-cultural. Ya en este nivel, la vida en
sociedad implicó la capacidad de dar respuestas específicas a estímulos distintos de los
naturales y dicha capacidad remitió, siempre y en esencia, a la actividad de trabajo y a todo
lo que gira en torno a ella, cuyo conjunto fue exigiendo al individuo estar en condiciones de
actuar eficazmente dentro de su colectivo, elaborar cada vez mejor las influencias grupales
e impulsar su desarrollo particular. Para el cumplimiento de estas exigencias, fue resultando
insuficiente el uso exclusivo del pensamiento empírico principalmente espontáneo, y el
propio avance socio-cultural y cognoscitivo se encargó de ir creando las condiciones para la
emergencia del pensamiento teórico, que se configura de modo distinto según pautas de
suma especificidad y subsume al pensamiento práctico. De allí la creciente importancia
histórica de la educación y la enseñanza, que en la sociedad contemporánea adquieren el
carácter de elementos imprescindibles para la conformación del pensamiento teórico como
instrumento en la forja de una inteligencia cada vez más creativa que, a su vez, motoriza el
progreso humano, social, científico-tecnológico y cultural.
La educación tiene al lenguaje como eje y posibilidad de realización para constituirse
en el medio más idóneo de organización sistemática del pensamiento y de orientación de
los aprendizajes que debe realizar el niño a través del ejemplo práctico y el significado y el
sentido proporcionados por la palabra. Con la enseñanza, el niño aprende a la vez a actuar
por el acto mismo y por su idea o representación, en un proceso relativamente breve que no
sólo resume la extensa historia de la experiencia social y cultural de la humanidad, sino que
también invierte los términos históricos del desarrollo cognoscitivo: al ser educado en la
escuela con la guía del maestro, el pequeño puede ir configurando y desarrollando desde
edad temprana un pensamiento teórico-dialéctico complementado por el pensamiento
práctico. Sin embargo, en las condiciones de la sociedad capitalista y en toda circunstancia,
la burguesía detesta el pensamiento dialéctico porque ejerciéndolo se dilucida el carácter
históricamente transitorio de su sistema y la caducidad de su poder social. De allí que para
la clase dominante sea de vital importancia imponer, a través de su cosmovisión y su
ideología, el criterio acerca de la existencia de un “pensamiento en general”, pretendiendo
desterrar el pensamiento dialéctico-crítico y aprisionar la actividad pensante en una
modalidad empirista, inmediatista y acrítica, cuya fuerte orientación practicista es
concordante con el mantenimiento indefinido del sistema, sus relaciones de poder y sus
necesidades productivistas.
En particular, estos propósitos se hacen efectivos y se refuerzan mediante el carácter
unilateral y limitado que se imprime a la educación/enseñanza escolar (y que se extiende a
otros niveles educacionales). Para la realización de esta formación fragmentaria del niño, se
cuenta con la activa y diligente colaboración de gran cantidad de psicólogos enrolados en
las numerosas tendencias y corrientes metafísicas, idealistas y mecanicistas. Asumiendo la
perspectiva de la burguesía de modo consciente, inadvertido u obtuso, y premunidos de una
pretendida y presuntuosa “autoridad científica”, esos psicólogos se preocupan por nutrir a
la pedagogía y a los maestros con ideas y “teorías” cuya orientación instrumentalista-
pragmática persigue formar y cultivar en los escolares únicamente el pensamiento empírico.
Wallon denunció y rechazó esta aberrante distorsión mutiladora, no sólo contraria por
completo a las necesidades reales del niño, sino que también obedece a la necesidad de
convertir la escuela y la educación/enseñanza en herramientas especializadas en impedir
que el infante pueda llegar a pensar por cuenta propia, críticamente y de modo distinto al
que se le impone a rajatabla. Se trata de un conjunto de operaciones de domesticación
ejecutadas en lo fundamental mediante la transmisión de información sensorial y de una
serie de “conocimientos” aislados de la práctica y cargados de ideología, para una
repetición acrítica y carente de cuestionamientos propia de lo que la burguesía considera
típica del “buen estudiante”. Convertida en mero apéndice de la industria y la producción,
la educación/enseñanza prepara al niño para el futuro servicio al sistema como adulto
moldeado según el dictamen de la ideología dominante, con la irracional pretensión de
congelar la vida social y detener el avance de la historia.
Al respecto, en un meduloso texto Merani señala que “la actitud humana se forja en
el momento concreto de las transformaciones históricas o, con palabras más simples, en la
vida que se vive. Hoy trabajo e intelecto, praxis y gnosis,… representan una realidad nueva
cuyos atisbos ni siquiera se vislumbraron en el pasado, y con una unidad que aparece
realizándose en todos los aspectos del mundo contemporáneo. El hombre de hoy, el que
serán nuestros hijos más que nosotros, se revela en las antípodas del hombre que todavía
preconizan los humanismos pedagógicos (del pasado). Este ser concreto es el individuo a
educar, y para él sólo será eficiente una enseñanza que responda al requisito esencial de la
unidad indisoluble de intelecto y trabajo del nuevo humanismo que los hechos están
forjando”. En la perspectiva de los necesarios cambios socio-históricos, “la escuela
verdaderamente emancipada, lejos de las presiones de clase, de los horizontes cerrados de
intereses inmediatos, la escuela para hombres libres debe responder a una nueva
estructuración. Los fines inmediatos y mediatos de la pedagogía, las normas del hombre
que se ‘debe formar’ responden a humanismos que han caducado y de los que aún sufrimos
los últimos ramalazos. La escuela verdaderamente emancipada de las antiguas
servidumbres sociales, políticas, económicas, religiosas, morales, sólo se puede asentar en
una nueva concepción del hombre” puesta en acción mediante las prácticas derivadas de
una nueva concepcion del mundo y de la sociedad. En estas condiciones, “la lucha por el
saber y la cultura, hoy como ayer, antaño como hogaño, es tarea de todos sin distinción,
dado que se realiza a través de las ideas y el trabajo; y en ella interviene el pueblo en la
verdadera acepción del término, esto es, como conjunto de hombres que trabajan al unísono
para el mantenimiento de su existencia y el desarrollo de su sociedad, para la superación
colectiva e individual” (49).

Notas

(1) V.I. Lenin: “Sobre la dialéctica”, en “Cuadernos filosóficos”, Ayuso, Madrid 1974, pp.
345 y 347. Desde diversos campos, numerosos académicos e intelectuales (que consideran
la filosofía y la ciencia divorciadas del acontecer social real y como patrimonio exclusivo
de élites “especializadas”) han tratado siempre de confinar a Lenin en el terreno de la mera
“acción política”, pretendiendo negarle de modo interesado y arbitrario su condición de
pensador integral del ser social y la conciencia social, de la base y la superestructura de la
sociedad. Sin embargo, en su aguda y mordaz polémica con Karl Popper y desmontando
rigurosamente los fetiches del “racionalismo crítico” que guían de modo dogmático buena
parte de la ciencia moderna, el famoso epistemólogo y filósofo de la ciencia austriaco P.
Feyerabend, ajeno por completo al marxismo, enfila contra la tradición academicista y (a su
manera y con fines específicos) rechaza el reaccionario anti-leninismo, sin problema alguno
para reconocer la justeza y claridad metodológicas de Lenin e incluso haciendo variadas
citas de El “izquierdismo”, enfermedad infantil del comunismo. Refiriéndose a la temática
de este texto, el epistemólogo señala que “La historia en general, y la historia de las
revoluciones en particular, es siempre más rica en contenido, más variada, más multilateral,
más viva y sutil de lo que incluso el mejor historiador y el mejor metodólogo pueden
imaginar”, por lo que de este carácter del proceso histórico “se deducen dos importantes
conclusiones prácticas: primera, que para llevar a cabo su tarea, la clase revolucionaria
debe ser capaz de dominar todas las formas y aspectos de la actividad social sin excepción;
segunda, debe estar preparada para pasar de una a otra de la manera más rápida e
inesperada”. Feyerabend anota que en el texto leninista el propósito es criticar a “ciertos
elementos puritanos del comunismo alemán. Lenin habla de partidos y de vanguardia
revolucionaria, y no de científicos y metodólogos”. Pero considera que esos criterios para la
transformación del conjunto de la sociedad son aplicables al cambio de la ciencia como un
todo; y que, a la vez, el científico “debe ser capaz de entender y aplicar no sólo una
metodología en particular, sino cualquier metodología y variación de ella que pueda
imaginar”. “Se requiere sólo un poco de imaginación para hacer que los consejos positivos
contenidos en estos escritos (de Lenin) sean consejo para el científico o para el filósofo de
la ciencia”. Por tanto, “es interesante ver cómo unas pocas sustituciones pueden transformar
una lección política en una lección para la metodología que, después de todo, es parte del
proceso mediante el cual nos movemos de una etapa histórica a otra. Vemos también cómo
un individuo que no está intimidado por las barreras tradicionales puede dar un consejo útil
a todos, filósofos de la ciencia incluidos” (Paul K. Feyerabend: “Contra el método”,
Orbis, Buenos Aires 1984, pp. 11-12, 139 y 128)
(2) S.L. Rubinstein: “El desarrollo de la Psicología. Principios y métodos”. Pueblo y
Educación, La Habana 1979, p. 168
(3) A.N. Leóntiev: “Actividad, conciencia y personalidad”. Ciencias del Hombre, Buenos
Aires 1978, pp. 66, 14, 68, 74 y 67
(4) Cf. nuestro “Diccionario de Ciencias de la Educación”, Ceguro Editores, Lima 2005,
pp. 647-656
(5) L.S. Vigotski: “Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores”, en
“Obras Escogidas” (6 vol.), t. III, Visor, Madrid 1995, pp. 82-94
(6) Ibid., pp. 146-155
(7) Jean Chateau: “¿Qué es la infancia?”, en Héléne Gratiot-Alphandéry y René Zazzo
(directores): “Tratado de Psicología del Niño” (7 vol.), t. I “Historia y generalidades”,
Morata, Madrid 1972, pp. 84, 90 y 91
(8) S.L. Rubinstein: ob. cit., p. 169
(9) V.I. Lenin: ob. cit., pp. 345-346

(10) S.L. Rubinstein: ob. cit., pp. 162 y 26-27. Cf. también del mismo autor “El ser y la
conciencia”, Grijalbo, México 1963; y “Problemas de teoría psicológica”, en S.L.
Rubinstein, Henri Wallon y Jean-Francois Le Ny: “Problemas de teoría psicológica”,
Proteo, Buenos Aires 1965

(11) Stephen Jay Gould: “La falsa medida del hombre”. Orbis, Buenos Aires 1988, pp. 2,
14 y 12. Cf. además los importantes textos de Richard Lewotin y Leon Kamin:
“Crítica del racismo biológico”, Grijalbo, Barcelona 1996; Richard Levins y Richard
Lewotin: “El biólogo dialéctico”, Ciencia y Pueblo, Madrid 2000; y Richard Lewotin,
Steven Rose y Leon Kamin: “No está en los genes: racismo, genética e ideología”,
Crítica, Barcelona 2003

(12) John Lewis: “Ciencia, fe y escepticismo”. Grijalbo, México 1969, pp. 8 y 9

(13) Alberto Merani: “Psicología genética”. Grijalbo, México 1962, p. 27

(14) L.S. Vigotski y A.R. Luria: “Ensayo sobre la historia del conocimiento: el homínido,
el hombre primitivo y el niño”. Cimientos, Buenos Aires 1999, pp. 6-7

(15) Cf. Alberto Merani: “Estructura y dialéctica de la personalidad”, Grijalbo, Barcelona


1978; y Paul Chauchard: “Compendio de biología humana. Las bases orgánicas de la
conducta y del pensamiento”, Eudeba, Buenos Aires 1966

(16) M.F. Niesturj: “El origen del hombre”. Mir, Moscú 1972, pp. 27 y 142

(17) Y.P. Galperin: “Introducción a la Psicología. Un enfoque dialéctico”. Pablo del Río
Editor, Madrid 1982, pp. 156, 157, 158 y 160

(18) Cada individuo posee un tipo característico y personalizado de actividad nerviosa


superior (tipo conformado por la fuerza, movilidad y equilibrio de la excitación y la
inhibición de los procesos corticales) que sirve de base a la formación y desarrollo de su
psiquismo y su conducta. La estructura de ese tipo está vinculada biológicamente con la
herencia de posibilidades funcionales portada por el individuo dado, y su concretización
probable depende del carácter de la correlación entre las condiciones internas de tal
individuo y las influencias que sobre él ejerce el medio social, por lo que los cambios en
dicha correlación en el curso de la vida del sujeto introducen modificaciones en la
mencionada estructura. En el caso de los gemelos univitelinos o monocigóticos, la
herencia biológica es idéntica por provenir ambos del mismo óvulo, pero la forma en
que se disponen las condiciones internas en cada uno está particularizada y ello lleva a
que reaccionen de modo diferente ante las influencias externas a pesar de la igualdad de
condiciones de existencia. De allí que uno y otro tengan un estado orgánico general
individualizado y que su tono afectivo sea disímil, establezcan distintas modalidades de
relación con las personas de su entorno y entre ellos mismos, su comunicación con los
otros tenga rasgos propios, el despliegue y el ritmo de su actividad sean particulares y se
realicen de acuerdo con necesidades de índole personal, disfruten cada cual a su manera
del cubrimiento adecuado de esas necesidades o experimenten una frustración peculiar
ante la insatisfacción parcial o total de las mismas, etc. En suma, el camino de su
desarrollo tendrá carácter individual, sumamente diferenciado y, dentro de un ambiente
compartido, cada uno elaborará su propio “micromedio” personal. Cf. al respecto René
Zazzo: “Les Jumeaux, la Couple et la Personne” (2 vol.), Delachaux et Niestlé,
Neuchátel 1960

(19) Jean Hiernaux: “Crecimiento y maduración psíquicos postnatales”, en Héléne


Gratiot-Alphandery y René Zazzo (directores): ob. cit., ed. cit., t. II, “Desarrollo
biológico”, p. 11

(20) Alberto Merani: “Psicología genética”, ed. cit., p. 30

(21) El proceso formativo integral del organismo humano en la fase intrauterina está
expuesto por Stanislaw Tomkiewicz: “Genética y embriología”, en Héléne Gratiot-
Alphandéry y René Zazzo (directores): ob. cit., ed. cit., t. II “Desarrollo biológico”.
Allí el autor reafirma que “ningún rasgo hereditario del ser humano escapa enteramente
a la influencia del ambiente… Hay que considerar todos los caracteres somáticos, y con
mayor razón los psíquicos, como resultantes de la interacción permanente entre el
mensaje genético y el ambiente social” (p. 335)

(22) Alberto Merani: “Psicología genética”, ed. cit., p. 25

(23) En el plano humano, el aprendizaje constituye el proceso de adquisición, en el curso


de toda la vida del individuo, de actividades psíquicas y conductas bajo la influencia de
las condiciones específicas de un determinado medio socio-cultural. Esta adquisición
incluye, pues, elementos senso-perceptivos, afectivo-motrices, intelectuales, lingüísticos,
morales, procedimentales, convivenciales, etc. (Cf. en particular Jean-Francois Le Ny:
“Apprentissage et activités psychologiques”, Presses Universitaires de France, Paris
1967; “Psychologie et materialisme dialectique”, Le Pavillon/Roger Maria Editeur, Paris
1970; y “Le conditionnement et l’apprentissage”, Presses Universitaires de France, Paris
1980). Por su lado, cabe entender la ejercitación como reiterada utilización práctico-
teórica por parte del sujeto de las mencionadas adquisiciones y como requisito ineludible
para su consolidación, perfeccionamiento y eventual reestructuración en función de los
nexos con otros individuos, los avances del desarrollo, la realización de nuevos
aprendizajes y la búsqueda de satisfacción ante necesidades específicas.
(24) Cyrille Koupernik y Jean-Claude Arfouilloux: “Neurobiología y neurología del
desarrollo”, en Héléne Gratiot-Alphandery y René Zazzo (directores): ob. cit., t II
“Desarrollo biológico”, pp. 228 y 233

(25) Cf. A.R. Luria: “El cerebro en acción”. Fontanella, Barcelona 1974

(26) Cf. L.S. Vigotski: “Interacción de aprendizaje y desarrollo”, en “El desarrollo de los
procesos psicológicos superiores”, Crítica, Barcelona 1979

(27) René Zazzo: “Oú est en la psychologie de l’enfant”. Editions Denoël/Gonthier, Paris
1983, pp. 47, 41, 39, 48, 49 y 46. Cf. del mismo autor “Le probléme de l’imitation chez
le nouveau-né (A propos de ‘l’imitation’ précocissime de la protrussion de la langue)”,
en “Conduites et conscience”, t. I, Delachaux et Niestlé, Neuchátel 1962. Cf. también
L.S. Vigotski: “El primer año de vida”, en “Obras Escogidas”, t. IV, Visor, Madrid 1996

(28) Cf. Raoul Kourilsky, Henri Hécaen, Jean Lhermitte y otros: “Mano derecha y
mano izquierda. Norma y lateralidad”, Proteo, Buenos Aires 1971. También, Sally P.
Springer y Georg Deutsch: “Cerebro izquierdo, cerebro derecho”, Gedisa, Barcelona
1991

(29) Henri Wallon: “La evolución psicológica del niño”. Psique, Buenos Aires 1972, p.
267. Cf. además del mismo autor “Las etapas de la personalidad del niño”, en “Los estadios
en la psicología del niño”, Lautaro, Buenos Aires 1965; “Estudios sobre psicología genética
de la personalidad”, Lautaro, Buenos Aires 1965; y “La vida mental”, Crítica, Barcelona
1985
(30) L.S. Vigotski: “Historia del desarrollo de las funciones psíquicas superiores”, en
“Obras Escogidas”, t. III, Visor, Madrid 1995, p. 36
(31) L.S. Vigotski: “El problema de la edad”, en “Obras Escogidas”, t. IV, Visor, Madrid
1996, pp. 254, 255, 259, 262, 264 y 256
(32) Cf. L.S. Vigotski: “Psicología pedagógica”. Edición, prefacio y notas de Guillermo
Blanck. Aique, Buenos Aires 2001. En este importante y lamentablemente poco difundido
texto, Vigotski indicó su propósito de realizar “una gran síntesis de los más diversos datos y
hechos científicos” acerca del “proceso de reorganización social de las formas biológicas de
la conducta”, que tiene a la educación/enseñanza como uno de sus pilares básicos. Refirió
así, por tanto, a la formación y desarrollo integral del niño.
(33) A.N. Leóntiev: “Los principios del desarrollo psíquico en el niño y el problema de los
subnormales”, en “El desarrollo del psiquismo”, Akal, Madrid 1983, p. 260
(34) Cf. A.R. Luria: “Cerebro y lenguaje. La afasia traumática: síndromes, exploraciones y
tratamientos”, Fontanella, Barcelona 1974; “Las funciones corticales superiores del
hombre”, Orbe, La Habana 1977; “El cerebro humano y los procesos psíquicos”,
Fontanella, Barcelona 1979; y (con la colaboración de L.S. Tsvetkova) “La resolución de
problemas y sus trastornos”, Fontanella, Barcelona 1981
(35) L.S. Vigotski: “Interacción de aprendizaje y desarrollo”, en “El desarrollo de los
procesos psicológicos superiores”, ed. cit., pp. 133-140. Cf. además “Pensamiento y
lenguaje”, en “Obras Escogidas”, t. II, Visor, Madrid 1993, pp. 237-246

(36) Vasili Davidov ha hecho una precisa reseña de los tipos rectores de actividad y de su
nexo interno con los estadios evolutivos de la infancia en “La enseñanza escolar y el
desarrollo psíquico”, Progreso, Moscú 1988

(37) L.S. Vigotski: “El papel del juego en el desarrollo del niño”, en “El desarrollo de los
procesos psicológicos superiores”, ed. cit., pp. 142, 143, 147 y 148. Cf. además Roland
Doron: “El juego en el niño”, en H. Gratiot-Alphandéry y René Zazzo (directores):
“Tratado de Psicología del niño”, t. III “Infancia animal, infancia humana”, ed. cit.

(38) Cf. L.S. Vigotski: “Imaginación y creación en el desarrollo infantil”. Educap, Lima
2008. Entre otros diversos trabajos científicos, tienen gran valor los aportes de Phillipe
Malrieux (“La construcción de lo imaginario”, Guadarrama, Madrid 1971) y Jean
Chateau (“La imaginación en el niño”, en H. Gratiot-Alphandéry y René Zazzo:
“Tratado de Psicología del niño”, t. III “Infancia animal, infancia humana”, ed. cit.)

(39) El interés por desentrañar la complejidad psíquica del adolescente está en la base de
una gran cantidad de investigaciones y análisis científicos. En lo inmediato, aquí sólo
destacamos los realizados por L.S. Vigotski (“Paidología del adolescente”, en “Obras
Escogidas”, t. IV “Psicología infantil”, Visor, Madrid 1996), Aníbal Ponce (“Psicología
del adolescente”, UTEHA, México 1960), A. Merani (“Psicología genética”, ed. cit.),
Maurice Debesse (El adolescente”, en Maurice Debesse y otros: “Psicología del niño”,
Nova, Buenos Aires 1962) y T.V. Dragunova (“Características psicológicas del
adolescente”, en A. Petrovski (comp,): “Psicología evolutiva y pedagógica”, Progreso,
Moscú 1985)

(40) En el capitalismo, afirma Alberto Merani, la escuela y la enseñanza están orientadas a


“formar hombres de la mayoría para servir a los intereses y necesidades del hombre de la
minoría” y “lo que educa es una pedagogía cuyos fines son el reforzamiento de las
relaciones de poder”. Éstas “aparecen entonces implícitas en la enseñanza”, determinan
rígidamente sus límites e impiden enseñar a pensar, es decir, “a formar espíritus críticos
que puedan hacer de la duda un método y de los conocimientos positivos un instrumento
de liberación, y no de instrumentalización del hombre”. Por tanto, “el contenido y valor
humano de la enseñanza, el papel y nivel del aprendizaje en la dialéctica de las
relaciones sociales, siguen dándose según prescribe la trillada senda de la tradición. De
esta manera, el problema se descubre como ideológico y resulta inútil renovar los
métodos… porque cualquier progresismo pedagógico se estrella contra un muro de
piedra que resiste ya que la enseñanza es su propia argamasa. El poder, se mire como se
mire, es autocrático y la autocracia no puede auto-limitarse sin destruirse” (“Educación y
relaciones de poder”, Grijalbo, México 1980, pp. 12, 18 y 22). Las experiencias e
investigaciones del educador Donaldo Macedo confirman que “nuestras llamadas
escuelas democráticas se basan en un enfoque instrumental y acumulativo, que
normalmente impide el desarrollo de la clase de razonamiento con el que se puede ‘leer
el mundo’ críticamente y comprender los motivos y relaciones que subyacen a los
hechos”; “la escuela procura mantener la hegemonía cultural y económica vigentes en
las sociedades llamadas abiertas y democráticas”, “anestesia el razonamiento de
nuestros estudiantes” y para ello recurre a “la propagación de mitos” (“Prólogo” en
Noam Chomsky: “La (des)educación”, Crítica, Barcelona 2007, pp. 10, 11 y 13). Cf.
además Ch. Baudelot y R. Establet: “La escuela capitalista en Francia”. Siglo XXI,
Madrid 1975

(41) F. Engels: “Viejo prólogo para el Anti-Dühring. Sobre la dialéctica”, en “Dialéctica de


la naturaleza”. Grijalbo, México 1961, p. 23

(42) Sobre la lógica, sus modalidades formal y dialéctica y su interconexión, cf. los
notables análisis del marxista mexicano Eli de Gortari en “La ciencia de la lógica”, Junco,
México 1960; “Introducción a la lógica dialéctica”, FCE, México 1979; y “Diccionario de
la lógica”, Plaza y Valdés, México 1987. Cf. además E.V. Iliénkov: “Lógica dialéctica.
Ensayos sobre historia y teoría”, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1984; M.M.
Rosental: “Lógica dialéctica”, Pueblos Unidos, Montevideo 1965; y Mitrofan N.
Alexéiev: “Dialéctica de las formas del pensamiento”, Platina, Buenos Aires 1964.
(43) F. Engels: “Dialéctica”, en “Dialéctica de la naturaleza”, ed. cit., p. 41
(44) Cf. Eli de Gortari: “El método dialéctico”, Grijalbo, México 1970; y A.P. Sheptulin:
“El método dialéctico de conocimiento”, Cartago, Buenos Aires 1983
(45) El positivismo niega la existencia objetiva de la realidad y sostiene que ésta sería una
simple proyección de la mente humana, a la vez que postula la impenetrabilidad del mundo
ante cualquier intento por conocerlo. Maurice Cornforth afirma que el positivismo
“reduce la filosofía a un análisis estéril, abstracto y formal del lenguaje”, y que en sus
diversas variedades (pragmatismo, positivismo lógico, etc.) “ha concentrado en su seno
todos los aspectos más negativos de la filosofía burguesa (la doctrina de las limitaciones del
conocimiento y de la incognoscibilidad del mundo real) llevando hasta sus últimas
consecuencias la estrecha especialización de la filosofía, la hueca fraseología de la
escolástica y la abstracción estéril”. (“Ciencia vs. Idealismo”. Editora Política, La Habana
1964, pp. 209 y 14
(46) Henri Wallon: “Psicología y técnica”, en “Fundamentos dialécticos de la psicología”.
Proteo, Buenos Aires 1965, p. 46
(47) Nuestra reseña de parte de las ideas fundamentales de Henri Wallon y las respectivas
citas textuales remiten a sus obras “Del acto al pensamiento” (Lautaro, Buenos Aires 1964),
“La evolución psicológica del niño” (Psique, Buenos Aires 1972), “Los orígenes del
carácter en el niño” (Lautaro, Buenos Aires 1965), “Los orígenes del pensamiento en el
niño” (Lautaro, 2 vol., Buenos Aires 1965) y “La vida mental” (Crítica, Barcelona 1985).
Además, a dos selecciones de sus más de 350 artículos: “Estudios sobre psicología genética
de la personalidad” (Lautaro, Buenos Aires 1965) y “Fundamentos dialécticos de la
psicología” (Proteo, Buenos Aires 1965); y a la antología de Héléne Gratiot-Alphandery
(“Lecture de Henri Wallon. Choix de textes”, Editions Sociales, Paris 1976). Cf. también el
ensamble de la reseña con la valoración científica del conjunto del pensamiento walloniano
realizada, entre otros investigadores, por René Zazzo (“Psicología y marxismo. La vida y
obra de Henri Wallon”, Pablo del Río, Editor, Madrid 1976); Luisana de Brito Figueroa
(“La contribución de Henri Wallon a la Psicología contemporánea”, Universidad Central de
Venezuela, Caracas 1967); Alberto Merani (“Historia crítica de la Psicología”, Grijalbo,
México 1976; “Historia ideológica de la Psicología Infantil”, Grijalbo, México 1984;
“Psicología y Pedagogía (Las ideas pedagógicas de Henri Wallon)”, Grijalbo, México
1969; e “Introducción”, en “Presencia de Henri Wallon”, Universidad Central de
Venezuela, Caracas 1966); Jesús Palacios (“Introducción a la obra psicológica y
pedagógica de Henri Wallon”, en “Henri Wallon. Una comprensión dialéctica del
desarrollo y la educación infantil”, Visor, Madrid 1987; y “Los problemas educativos en la
obra de Henri Wallon”, en “Henri Wallon. Las aportaciones de la psicología a la
renovación educativa”, Pablo del Río, Editor, Madrid 1981); y Tran-Thong (“La pensée
pédagogique d’Henri Wallon”, Presses Universitaires de France, Paris 1971)
(48) Cf. L.S. Vigotski: “Pensamiento y lenguaje”, en “Obras Escogidas”, t. II, ed. cit.
(49) Alberto Merani: “Psicología y Pedagogía (Las ideas pedagógicas de Henri Wallon”,
ed. cit.

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