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SOLEDAD LOAEZA
E
n las últimas semanas fueron descubiertos dos grandes plagios cometidos por miembros de
la comunidad académica mexicana. La Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
y El Colegio de San Luis enfrentaron la ingrata tarea de descalificar a dos personas que habían
engañado a sus respectivos claustros. Ambos, Rodrigo Núñez Arancibia y Juan Antonio
Pascual Gay, presentaron como propias investigaciones hechas por otros, y con ellas
obtuvieron contratos de trabajo, plazas y becas. El Colegio de México revocó el grado de
doctor en ciencias sociales a Núñez Arancibia, una vez que se comprobó que el trabajo que
había presentado como tesis de doctorado era una investigación de otro autor, sobre el
empresariado chileno, que había sido publicado en 1997; Pascual Gay fue dado de baja por
El Colegio de San Luis. La gravedad de estos casos estriba en que son un ataque contra la
actividad científica y contra cada uno de los que nos dedicamos a ella. Los plagiarios se
llevan páginas y palabras, pero lo más grave es que sobre todo hurtan el único capital que
puede aspirar a tener un investigador: ideas –cuya propiedad es intangible y pasajera–,
creatividad, originalidad, imaginación, aparte de las horas de trabajo en un archivo, frente a
la hoja en blanco o a la díscola ficha a la que exprimimos en busca de la información que
sabemos que está ahí pero que no se deja ver a la primera lectura.
Sin necesidad de ello, puedo afirmar que entre los estudiantes universitarios, aquí como
en todas partes del mundo, el plagio se ha convertido en una práctica masiva, en buena
medida gracias a Internet. Basta con pedirle a Google información sobre un tema, el que sea,
para tener acceso a todo tipo de productos vinculados a dicho tema, y como profesora no
tengo tiempo de navegar a la caza de los bucaneros que bien describe José Antonio Aguilar
en el blog de Nexos. También cometen plagio los clientes del conocido sitio de Internet El
Rincón del Vago, que por una modesta suma de 2 a 5 euros, mandan a hacer un ensayo sobre,
por ejemplo, la socialdemocracia alemana ante la Primera Guerra Mundial, de tantas
cuartillas. Ciertamente, en un caso como este las más de las veces es fácil probar que el
estudiante que lo firma en realidad no lo escribió. No hay más que preguntarle al genio que
se había mantenido oculto todo el semestre, y que sorpresivamente ha entregado un trabajo
de primera calidad, qué significa, digamos, la palabra alienación que utiliza recurrentemente
el texto que firmó como propio, para que empiece a tartamudear, y yo a comprobar que no
es suyo. Lo mismo ocurre con las malas traducciones de textos que están originalmente en
un idioma distinto del español y que traicionan al plagiario –que casi siempre es un mal
traductor– a simple vista.
El plagio es un delito moral, civil y hasta comercial. Los plagiarios en la academia son
delincuentes que se aprovechan del código de honor que gobierna nuestra profesión, uno de
cuyos principios es la buena fe con que se recibe un trabajo que se piensa que ha sido
elaborado también de buena fe por quien lo firma. Ni modo que cada vez preguntemos ¿de
veras esto es suyo? Creíamos que hacer esa pregunta era ofensivo y que no había por qué
hacer explícito ese principio. Además, las turbuencias que provoca un plagio alcanzan a las
comunidades de la institución agraviada, las dividen, las erosionan, corroen la solidaridad en
la que descansa su buen funcionamiento.
Los casos de Núñez de Arancibia y de Pascual Gay prueban que en materia de plagio hay
que ser contundentes y definitivos. Estamos actuando en defensa propia.
https://www.jornada.com.mx/2015/07/16/opinion/021a2pol