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Una tarde de un caluroso día de verano, estaban sentados en la playa de una isla
una tortuga gigante, un conejo y un pingüino.
—Una tortuga, un conejo… ¡y además un pingüino! Sería casi como en la fábula de
Esopo —dijo la tortuga.
Y después, se puso a contar:
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!… ¡Ya!
El conejo empezó a correr. El pingüino salió tras él y la tortuga se arrastró como
una oruga; despacio, pero sin pausa.
Al llegar a la orilla, los amigos se miraron entre sí y, aunque pensaron que aquella
travesía no podía considerarse una competición, decidieron que había sido muy
bonito ayudar a un amigo.
Poco después, se toparon con una pared muy alta que se interponía en su camino.
La tortuga y el pingüino no podían, ni en sueños, saltar por encima de ella, así que
el conejo decidió ayudar a sus rivales.
Se apoyó sobre las patas traseras y extendió, tanto como pudo, su cuerpo contra
la pared. De este modo, apoyándose en él, el pingüino y la tortuga pudieron
trepar, con mucho cuidado, sobre su espalda como si fuera una rampa.
Cuando los dos estuvieron sobre el muro, el conejo dio un gran salto y pasó al
otro lado. Volvió a apoyarse contra el muro y la tortuga y el pingüino
descendieron tal y como habían subido. Los tres amigos se estrecharon las
manos y reemprendieron su carrera hacia el faro.
Sin embargo, un nuevo obstáculo apareció ante ellos. Unos espesos matorrales de
arbustos espinosos se interponían en su camino.
Sin miedo, se internó en la espesura y con su fuerte mandíbula comenzó a cortar las ramas de
los arbustos y fue abriendo un estrecho camino para que sus compañeros pudieran pasar.
Después, volvió sobre sus pasos y con su cuerpo, como si fuera un pequeño tractor, fue
aplastando las hierbas que quedaban para que la liebre y el pingüino pudieran seguir tras sus
pasos sin hacerse daño.