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LA TORTUGA, EL CONEJO Y EL PINGÜINO

Una tarde de un caluroso día de verano, estaban sentados en la playa de una isla
una tortuga gigante, un conejo y un pingüino.

En el extremo opuesto de la isla había un faro.

—¡Hagamos una carrera hasta el faro! —propuso el conejo.

—Podemos intentarlo —contestó el pingüino.

—Una tortuga, un conejo… ¡y además un pingüino! Sería casi como en la fábula de
Esopo —dijo la tortuga.
Y después, se puso a contar:
—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!… ¡Ya!
El conejo empezó a correr. El pingüino salió tras él y la tortuga se arrastró como
una oruga; despacio, pero sin pausa.

Así marcharon hasta legar a un gran estanque.

Al llegar allí, el conejo y la tortuga no sabían cómo cruzar. Si daban un rodeo


tardarían mucho rato.

Entonces, el pingüino, decidió ayudar a sus amigos. Le dijo a la tortuga que se


agarrara de su cola y así no se hundiría en el agua. Después, el conejo subió sobre
el caparazón de la tortuga y el pingüino empezó a nadar en línea recta para
atravesar el lago, manteniendo la cabeza bien tiesa fuera del agua, como si
fuera un pato.

Al llegar a la orilla, los amigos se miraron entre sí y, aunque pensaron que aquella
travesía no podía considerarse una competición, decidieron que había sido muy
bonito ayudar a un amigo.

Después, decidieron reemprender la carrera hasta el faro.

Poco después, se toparon con una pared muy alta que se interponía en su camino.
La tortuga y el pingüino no podían, ni en sueños, saltar por encima de ella, así que
el conejo decidió ayudar a sus rivales.

Se apoyó sobre las patas traseras y extendió, tanto como pudo, su cuerpo contra
la pared. De este modo, apoyándose en él, el pingüino y la tortuga pudieron
trepar, con mucho cuidado, sobre su espalda como si fuera una rampa.
Cuando los dos estuvieron sobre el muro, el conejo dio un gran salto y pasó al
otro lado. Volvió a apoyarse contra el muro y la tortuga y el pingüino
descendieron tal y como habían subido. Los tres amigos se estrecharon las
manos y reemprendieron su carrera hacia el faro.
Sin embargo, un nuevo obstáculo apareció ante ellos. Unos espesos matorrales de
arbustos espinosos se interponían en su camino.

El pingüino y el conejo no se atrevían a acercarse


a las plantas para no pincharse. Entonces,
la tortuga decidió ayudarlos.

Sin miedo, se internó en la espesura y con su fuerte mandíbula comenzó a cortar las ramas de
los arbustos y fue abriendo un estrecho camino para que sus compañeros pudieran pasar.
Después, volvió sobre sus pasos y con su cuerpo, como si fuera un pequeño tractor, fue
aplastando las hierbas que quedaban para que la liebre y el pingüino pudieran seguir tras sus
pasos sin hacerse daño.

Al llegar al otro lado de la espesa zarza, el pingüino, el conejo y la tortuga se abrazaron.


De nuevo juntos, reemprendieron andando su carrera hacia el faro, y se iban esperando unos
a otros, hasta que fueron llegando a la meta. Se pararon antes de atravesar la línea. El
primero que habló fue el conejo:
—Después de ti —le dijo a la tortuga.
—Tú primero —repuso esta, mirando al pingüino.
—Pasa tú antes —sugirió él.
Cruzaron a la vez la línea de meta y se dirigieron juntos
hacia el faro mientras pensaban que no siempre
es el más rápido el que gana, ni siquiera el más lento y
más constante, sino que había sido la ayuda mutua lo que había permitido a los tres triunfar
en aquella carrera.
FIN

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