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Capítulo 4: Principios informadores

1. Presupuestos generales
El art. 1.4 del Código Civil establece que los principios generales del Derecho se aplicarán en
defecto de ley o costumbre sin perjuicio de su carácter informador del ordenamiento jurídico. Este
precepto fija un orden de prelación de las fuentes para su aplicación: los principios informadores
tienen carácter supletorio y sólo se pueden aplicar en ausencia de ley o costumbre. Sin perjuicio de
ello, les asigna la importante función de informar –dar forma sustancial– todo el ordenamiento
jurídico. Como se dice en la Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de diciembre de 1986 (RJ 1986,
417), los principios «son la atmósfera que respiramos jurídicamente».

La consideración de los principios como fuente del Derecho supone reconocer que el ordenamiento
jurídico adopta una serie de valores que constituyen su fundamento. Así, el art. 1.1 CE dice que
España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho que propugna como valores
superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político.

Los principios son auténticas normas jurídicas y, por tanto, son utilizados como criterio para la
resolución de casos concretos. Como ha afirmado el Tribunal Constitucional, «los principios
generales del Derecho incluidos en la Constitución tienen carácter informador de todo el
Ordenamiento jurídico –como afirma el art. 1.4 del Título Preliminar del Código Civil– que debe así
ser interpretado de acuerdo con los mismos. Pero es también claro que allí donde la oposición entre
las Leyes anteriores y los principios generales plasmados en la Constitución sea irreductible, tales
principios, en cuanto forman parte de la Constitución, participan de la fuerza derogatoria de la
misma, como no puede ser de otro modo. El hecho de que nuestra Norma Fundamental prevea, en
su art. 53.2, un sistema especial de tutela de las libertades y derechos reconocidos –entre otros– en
el art. 14 que se refiere al principio de igualdad, no es sino una confirmación de carácter específico
del valor aplicativo –y no meramente programático– de los principios generales plasmados en la
Constitución» (STC 4/1981, de 2 de febrero, FJ 1).

La referencia que hace el Tribunal Constitucional a los derechos fundamentales en la Sentencia


trascrita en el párrafo anterior, no es anecdótica. Los derechos fundamentales ocupan un lugar
destacado en el sistema de principios. A este respecto, resulta ilustrativo el contenido del art. 10.1
CE: «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de
la personalidad, el respeto a la Ley y a los derechos de los demás son fundamentos del orden
político y de la paz social».

En los modernos Estados constitucionales los derechos fundamentales tienen una doble naturaleza
o, si se prefiere, desempeñan una doble función: son derechos subjetivos del individuo y, a la vez,
constituyen la expresión jurídica de un sistema de valores que se proyecta sobre la totalidad del
ordenamiento. El Tribunal Constitucional ha sintetizado estas ideas con claridad: «la doctrina ha
puesto de manifiesto –en coherencia con los contenidos y estructuras de los ordenamientos
positivos– que los derechos fundamentales no incluyen solamente derechos subjetivos de defensa
de los individuos frente al Estado, y garantías institucionales, sino también deberes positivos por
parte de éste (vide al respecto arts. 9.2; 17.4; 18.1 y 4; 20.3; 27 de la Constitución). Pero, además,
los derechos fundamentales son los componentes estructurales básicos, tanto del conjunto del
orden jurídico objetivo como de cada una de las ramas que lo integran, en razón de que son la
expresión jurídica de un sistema de valores que, por decisión del constituyente, ha de informar el
conjunto de la organización jurídica y política; son, en fin, como dice el art. 10 de la Constitución, el
"fundamento del orden jurídico y de la paz social". De la significación y finalidades de estos
derechos dentro del orden constitucional se desprende que la garantía de su vigencia no puede
limitarse a la posibilidad del ejercicio de pretensiones por parte de los individuos, sino que ha de ser
asumida también por el Estado. Por consiguiente, de la obligación del sometimiento de todos los
poderes a la Constitución no solamente se deduce la obligación negativa del Estado de no lesionar
la esfera individual o institucional protegida por los derechos fundamentales, sino también la
obligación positiva de contribuir a la efectividad de tales derechos, y de los valores que representan,

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aun cuando no exista una pretensión subjetiva por parte del ciudadano. Ello obliga especialmente al
legislador, quien recibe de los derechos fundamentales "los impulsos y líneas directivas", obligación
que adquiere especial relevancia allí donde un derecho o valor fundamental quedaría vacío de no
establecerse los supuestos para su defensa» (STC 53/1985, de 11 de abril, FJ 4).

Tanto la configuración como la interpretación y aplicación del Derecho Eclesiástico del Estado están
informadas por el conjunto de principios generales del Derecho que establece la Constitución.
Interesa ahora identificar y explicar el contenido de los principios informadores que definen
expresamente la actitud de los poderes públicos frente a las manifestaciones de religiosidad. Tales
principios, recogidos en los arts. 14 y 16 CE, son el de libertad religiosa, el de no discriminación, el
de no confesionalidad del Estado y el de cooperación entre los poderes públicos y las confesiones
religiosas.

2. Principio de libertad religiosa


El principio de libertad religiosa está recogido en el art. 16.1 CE, que garantiza la libertad
ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus
manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.

La jurisprudencia constitucional ha ido decantando su contenido a través de su aplicación a casos


concretos. Desde sus primeras Sentencias el Tribunal Constitucional ha identificado una dimensión
negativa del principio, en el sentido de que exige un deber de abstención del Estado en materia
religiosa: «El principio de libertad religiosa reconoce el derecho de los ciudadanos a actuar en este
campo con plena inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales, de manera
que el Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia junto a los ciudadanos, en calidad de
sujeto de actos o actitudes de signo religioso» (STC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 1).

De lo anterior se deduce que un criterio inspirador a la hora de resolver los conflictos que pueda
plantear el ejercicio del derecho de libertad religiosa, es la libre autodeterminación del individuo y de
las confesiones religiosas. Los poderes públicos carecen de potestad para entrometerse en
aspectos religiosos, siendo sus únicas funciones en la materia la de velar por el respeto al orden
público protegido por la ley y la de garantizar la convivencia pacífica entre los diferentes grupos
religiosos.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha recogido este principio en varias Sentencias. Así, en
el asunto Iglesia Metropolitana de Besarabia y otros contra Moldavia, de 13 de diciembre de
2001, se afirma: «en el ejercicio de su poder de reglamentación en la materia y en su relación con
las distintas religiones, cultos y creencias, el Estado debe permanecer neutral e imparcial (...) Por lo
tanto, el papel de las autoridades en este caso no es el de detener la causa de las tensiones
eliminando el pluralismo, sino asegurar que los grupos enfrentados se toleren (...) El Tribunal
recuerda también que en principio el derecho a la libertad de religión tal como lo entiende el
Convenio excluye la apreciación por parte del Estado en cuanto a la legitimidad de las creencias
religiosas o a las modalidades de expresión de éstas. Las medidas del Estado favoreciendo a un
dirigente o a órganos de una comunidad religiosa dividida o tendente a forzar a la comunidad o a
una parte de ésta a situarse, contra su voluntad, bajo una única dirección, constituyen igualmente
un atentado contra la libertad de religión. En una sociedad democrática, el Estado no necesita
tomar medidas para garantizar que las comunidades religiosas estén o permanezcan bajo una
única dirección».

El deber de abstención del Estado en las cuestiones estrictamente religiosas, con el consiguiente
reconocimiento de un ámbito de libertad a los individuos y a las confesiones, tiene repercusión
directa en muchos ámbitos y produce consecuencias de orden práctico. Es el caso, por ejemplo, de
la enseñanza de religión en la escuela pública. En la STC 38/2007, de 15 de febrero, se afirma que
«a partir del reconocimiento de la garantía del derecho de libertad religiosa de los individuos y las
comunidades del art. 16.1 CE no resultaría imaginable que las Administraciones públicas
educativas pudieran encomendar la impartición de la enseñanza religiosa en los centros educativos
a personas que no sean consideradas idóneas por las respectivas autoridades religiosas para ello.
Son únicamente las Iglesias, y no el Estado, las que pueden determinar el contenido de la

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enseñanza religiosa a impartir y los requisitos de las personas capacitadas para impartirla dentro de
la observancia, como hemos dicho, de los derechos fundamentales y libertades públicas y del
sistema de valores y principios constitucionales» (FJ 9). El Tribunal Constitucional deja claro que
los poderes públicos no pueden decidir qué contenidos deben incluirse en la enseñanza religiosa, ni
qué personas tienen la idoneidad requerida para impartir esa materia. Esto no significa que las
decisiones de las confesiones religiosas en este ámbito escapen al control del Estado, y en
concreto de sus órganos jurisdiccionales, sino que los poderes públicos no deben inmiscuirse en
temas religiosos.

El principio de libertad religiosa tiene, junto a su dimensión negativa o de abstención por parte de
los poderes públicos, una dimensión positiva que impone a éstos obligaciones de hacer, cuyo
fundamento se encuentra en el art. 9.2 CE, que recoge la obligación de los poderes públicos de
promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se
integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y
facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Esta obligación de los poderes públicos se proyecta, al igual que ocurre con los demás derechos
fundamentales, sobre el derecho de libertad religiosa, que en su dimensión objetiva comporta la
obligación de los poderes públicos de adoptar como parámetro de actuación las medidas
necesarias para garantizar el pleno, real y efectivo reconocimiento de la libertad religiosa. En
doctrina consolidada del Tribunal Constitucional, «el contenido del derecho a la libertad religiosa no
se agota en la protección frente a injerencias externas de una esfera de libertad individual o
colectiva que permite a los ciudadanos actuar con arreglo al credo que profesen (SSTC 19/1985, de
13 de febrero, 120/1990, de 27 de junio, y 63/1994, de 28 de febrero, entre otras), pues cabe
apreciar una dimensión externa de la libertad religiosa que se traduce en la posibilidad de ejercicio,
inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen
manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo
o comunidades, tales como las que enuncia el art. 2 LOLR y respecto de las que se exige a los
poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o
prestacional» (STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4).

Desde esta perspectiva prestacional o asistencial se deben interpretar los principios de no


confesionalidad y de cooperación, ambos establecidos en el art. 16.3 CE. El Tribunal Constitucional
los incardina en la dimensión objetiva de la libertad religiosa: «En su dimensión objetiva, la libertad
religiosa comporta una doble exigencia, a que se refiere el art. 16.3 CE: primero, la de neutralidad
de los poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; segundo, el mantenimiento de
relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas iglesias» (STC 101/2004, de 2
de junio, FJ 3).

3. Principio de no discriminación
Este principio se enuncia en el art. 14 CE: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda
prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier
otra condición o circunstancia personal o social». Este precepto constitucional acoge dos
contenidos diferenciados, pero estrechamente relacionados entre sí: el principio de igualdad y las
prohibiciones de discriminación.

En su primer inciso cabe contemplar una cláusula general de igualdad de todos los españoles ante
la ley. Este principio general de igualdad ha sido configurado como un derecho subjetivo de los
ciudadanos a obtener un trato igual, que obliga a los poderes públicos a respetarlo al tiempo que
les limita en sus actuaciones. Este principio exige que los supuestos de hecho iguales sean
tratados idénticamente en sus consecuencias jurídicas y que, para introducir diferencias entre ellos,
tenga que existir una suficiente justificación de tales diferencias, que aparezca al mismo tiempo
como fundada y razonable, de acuerdo con criterios y juicios de valor generalmente aceptados, y
cuyas consecuencias no resulten desproporcionadas (STC 200/2001, de 4 de octubre, FJ 4).

La virtualidad del art. 14 CE no se agota, sin embargo, en la cláusula general de igualdad con la
que se inicia su contenido, sino que a continuación el precepto constitucional se refiere a la

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prohibición de una serie de motivos o razones concretos de discriminación. Esta referencia expresa
a tales motivos o razones de discriminación no implica el establecimiento de una lista cerrada de
supuestos de discriminación, pero sí representa una explícita interdicción de determinadas
diferencias históricamente muy arraigadas y que han situado, tanto por la acción de los poderes
públicos como por la práctica social, a sectores de la población en posiciones, no sólo
desventajosas, sino contrarias a la dignidad de la persona que reconoce el art. 10.1 CE. En este
sentido, el Tribunal Constitucional, bien con carácter general en relación con el listado de los
motivos o razones de discriminación expresamente prohibidos por el art. 14 CE, bien en relación
con alguno de ellos en particular, ha venido declarando la ilegitimidad constitucional de los
tratamientos diferenciados respecto de los que operan como factores determinantes los concretos
motivos o razones de discriminación que dicho precepto prohíbe, así como los tratamientos
diferenciados fundados exclusivamente en dichos motivos o razones (STC 200/2001, de 4 de
octubre, FJ 4).

Su relevancia como principio informador del Derecho eclesiástico se traduce en que «no es posible
establecer ningún tipo de discriminación o de trato jurídico diverso de los ciudadanos en función de
sus ideologías o sus creencias y que debe existir un igual disfrute de la libertad religiosa por todos
los ciudadanos» (STC 24/1982, de 13de mayo, FJ 1).

El principio de no discriminación no implica un tratamiento jurídico uniforme. El art. 14 CE se


vulnera, no cuando se distingue, sino cuando se discrimina. La discriminación es la desigualdad de
trato jurídico que no está fundada, que no está justificada, que no es razonable desde un punto de
vista jurídico. Como ha precisado el Tribunal Constitucional, las diferencias normativas son
conformes con la igualdad cuando tienen una finalidad no contradictoria con la Constitución y
cuando, además, las normas de las que la diferencia nace muestran una estructura coherente, en
términos de razonable proporcionalidad con el fin así perseguido. Tan contraria a la igualdad es la
norma que diversifica por un mero voluntarismo selectivo como aquella otra que, atendiendo a la
consecución de un fin legítimo, configura un supuesto de hecho, o las consecuencias jurídicas que
se le imputan, en desproporción patente con aquel fin o sin atención alguna a esa necesaria
relación de proporcionalidad (STC 75/1983, de 3 de agosto, FJ 2).

Para permitir el trato dispar de situaciones homologables se exige la concurrencia de una doble
garantía: a) La razonabilidad de la medida, pues no toda desigualdad de trato en la ley supone una
infracción del art. 14 CE, sino que dicha infracción la produce sólo aquella desigualdad que
introduce una diferencia entre situaciones que pueden considerarse iguales y que carece de una
justificación objetiva y razonable; b) la proporcionalidad de la medida, pues el principio de igualdad
no prohíbe al legislador cualquier desigualdad de trato sino sólo aquellas desigualdades en la que
no existe relación de proporcionalidad entre los medios empleados y la finalidad perseguida, pues
para que la diferenciación resulte constitucionalmente lícita no basta con que lo sea el fin que con
ella se persigue, sino que es indispensable además que las consecuencias jurídicas que resultan
de tal distinción sean adecuadas y proporcionadas a dicho fin, de manera que la relación entre la
medida adoptada, el resultado que se produce y el fin pretendido por el legislador superen un juicio
de proporcionalidad en sede constitucional, evitando resultados especialmente gravosos o
desmedidos (STC 96/2002, de 25 de abril, FJ 7).

A estos postulados generales debe añadirse un elemento adicional: la valoración que se realice en
cada caso de la diferencia de trato ha de tener en cuenta el régimen jurídico sustantivo del ámbito
de relaciones en que se proyecte, pues el juicio de proporcionalidad no se realiza en abstracto, sino
en función de las circunstancias del caso concreto. Ello conlleva que las situaciones subjetivas que
se comparan han de ser homogéneas o equiparables, es decir, el término de comparación no
puede resultar arbitrario o caprichoso (STC 96/2002, de 25 de abril, FJ 8).

4. Principio de no confesionalidad
La no confesionalidad del Estado aparece proclamada en el primer inciso del art. 16.3 CE:
«Ninguna confesión tendrá carácter estatal». La determinación del alcance de este principio no ha
resultado fácil. En primer lugar, por la propia terminología utilizada, pues España nunca ha tenido

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una Iglesia de Estado. Lo que quiere expresar el artículo transcrito es que ninguna religión tiene
carácter oficial y que el Estado Español no es confesional; esto es, no profesa ninguna religión.

A efectos de precisar el alcance jurídico de este principio, en primer lugar, conviene dejar claro que
el Tribunal Constitucional establece una estrecha relación entre el principio de no confesionalidad y
el derecho fundamental de libertad religiosa. En los pronunciamientos del máximo intérprete de la
Constitución la no confesionalidad es concebida como garantía del propio derecho de libertad
religiosa. Así, en el FJ 4 de la Sentencia 340/1993, de 16 de noviembre, se dice que «ha de tenerse
en cuenta que los términos empleados por el inciso inicial del art. 16.3 CE no sólo expresan el
carácter no confesional del Estado en atención al pluralismo de creencias existente en la sociedad
española y la garantía de la libertad religiosa de todos, reconocidas en los apartados 1 y 2 de este
precepto constitucional».

En esta misma línea argumentativa, el Tribunal ha llegado a afirmar, como se indicó al exponer el
principio de libertad religiosa, que la neutralidad de los poderes públicos constituye una
consecuencia de la dimensión objetiva de la libertad religiosa. Uno de los párrafos de la
jurisprudencia constitucional en los que más claramente aparece plasmada esta relación entre
neutralidad y libertad religiosa se encuentra en el FJ 6 de la Sentencia 154/2002, de 18 de julio:
«En su dimensión objetiva, la libertad religiosa comporta una doble exigencia, a que se refiere el
art. 16.3 CE: por un lado, la de neutralidad de los poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del
Estado; por otro lado, el mantenimiento de relaciones de cooperación de los poderes públicos con
las diversas Iglesias».

Más concretamente, el Tribunal Constitucional ha precisado el núcleo del contenido material del
principio sobre la base de la distinción entre funciones estatales y funciones religiosas: «al
determinar que "ninguna confesión tendrá carácter estatal", cabe estimar que el constituyente ha
querido expresar, además, que las confesiones religiosas en ningún caso pueden trascender los
fines que les son propios y ser equiparadas al Estado, ocupando una igual posición jurídica; pues
como se ha dicho en la STC 24/1982, fundamento jurídico 1.º, el art. 16.3 CE "veda cualquier tipo
de confusión entre funciones religiosas y funciones estatales"» (STC 340/1993, de 16 de
noviembre, FJ 4).

Esta prohibición de confusión entre funciones religiosas y funciones estatales no conlleva una
incomunicación entre los poderes públicos y las confesiones religiosas, sino lo contrario: puesto que
los poderes públicos no pueden asumir funciones religiosas, tienen que cooperar con las
confesiones religiosas como consecuencia de la obligación de los poderes públicos de garantizar el
reconocimiento real, efectivo y pleno de los derechos fundamentales: «Como especial expresión de
tal actitud positiva respecto del ejercicio colectivo de la libertad religiosa, en sus plurales
manifestaciones o conductas, el art. 16.3 de la Constitución, tras formular una declaración de
neutralidad (SSTC 340/1993, de 16 de noviembre y 177/1996, de 11 de noviembre), considera el
componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos
mantener "las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones", introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva» (STC
46/2001, de 15 de febrero, FJ 4).

Toda esta construcción se complementa con la idea de que la neutralidad del Estado en materia
religiosa es el presupuesto para la pacífica convivencia entre las distintas religiones al permitir a los
ciudadanos actuar con plena inmunidad de coacción en el campo religioso: «Por su parte, el art.
16.3 CE al disponer que "ninguna confesión tendrá carácter estatal", establece un principio de
neutralidad de los poderes públicos en materia religiosa que, como se declaró en las SSTC 24/1982
y 340/1993, "veda cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y estatales". Consecuencia
directa de este mandato constitucional es que los ciudadanos, en el ejercicio de su derecho de
libertad religiosa, cuentan con un derecho "a actuar en este campo con plena inmunidad de
coacción del Estado" (STC 24/1982, fundamento jurídico 1.º), cuya neutralidad en materia religiosa
se convierte de este modo en presupuesto para la convivencia pacífica entre las distintas
convicciones religiosas existentes en una sociedad plural y democrática (art. 1.1 CE)» (STC
177/1996, de 11 de noviembre, FJ 9).

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Como se desprende de los párrafos anteriores, la jurisprudencia constitucional atribuye cuatro
dimensiones al principio de no confesionalidad: a) la neutralidad de los poderes públicos frente al
fenómeno religioso; b) el derecho de los ciudadanos a actuar en el campo religioso con plena
inmunidad del Estado; c) la obligación de los poderes públicos de mantener relaciones de
cooperación con las confesiones religiosas; d) la prohibición de confusión entre funciones religiosas
y funciones estatales.

5. Principio de cooperación
El principio de cooperación se regula en el art. 16.3 CE, en el que justo después de decirse que
ninguna confesión tendrá carácter estatal se añade: «Los poderes públicos tendrán en cuenta
las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de
cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».

La Constitución deja claro que la no confesionalidad del Estado no implica una incomunicación
entre los poderes públicos y las confesiones religiosas. Tampoco conlleva que el hecho
religioso quede relegado a la esfera privada o esté desprovisto de relevancia pública. El texto
constitucional no ofrece dudas al señalar que los poderes públicos deben tener en cuenta las
creencias religiosas que están presentes en la sociedad con un objetivo concreto: cooperar con
la Iglesia católica y las demás confesiones.

El principio de cooperación es una concreción del mandato general dirigido a los poderes
públicos en el art. 9.2 CE: «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para
que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y
efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación
de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». Su finalidad, por
tanto, es procurar un pleno, real y efectivo reconocimiento del derecho fundamental de libertad
religiosa.

El art. 2.3 de la Ley Orgánica 7/1980, de Libertad Religiosa es una muestra clara en este
sentido. En él se dice: «Para la aplicación real y efectiva de estos derechos [los mencionados
en los párrafos 1 y 2 del precepto citado], los poderes públicos adoptarán las medidas
necesarias para facilitar la asistencia religiosa en los establecimientos públicos militares,
hospitalarios, asistenciales, penitenciarios y otros bajo su dependencia, así como la formación
religiosa en centros docentes públicos». Precisamente, este precepto se introdujo durante la
tramitación parlamentaria de la ley con fundamento en el art. 9.2 CE.

El mandato de cooperación obliga a los poderes públicos, pero no alberga un derecho


fundamental del que sean titulares las confesiones religiosas (STC 93/1983, FJ 5). Esto es así
porque la cooperación no da derecho, por sí misma, a obtener un determinado tratamiento
jurídico. Su configuración participa de las propiedades de las cláusulas o normas de
programación final; establece un mandato u objetivo concreto –cooperar con los grupos
religiosos– pero no fija los medios a través de los cuales debe llevarse a cabo ese mandato ni
las actuaciones concretas que han de realizarse en su cumplimiento. Por esta razón la
Constitución no concreta la forma en que debe o puede materializarse la colaboración con las
confesiones religiosas, por lo que, en principio, cualquier herramienta jurídica que permita
encauzar y llevar a efecto esa cooperación podrá ser utilizada a tal fin. Sin perjuicio de esta
afirmación, la Ley Orgánica de Libertad Religiosa ha efectuado una concreción de las formas
de cooperación con las confesiones religiosas en sus arts. 7 y 8.

El art. 7 establece lo siguiente: «1. El Estado, teniendo en cuenta las creencias religiosas
existentes en la sociedad española, establecerá, en su caso, Acuerdos o Convenios de
cooperación con las Iglesias, Confesiones y Comunidades religiosas inscritas en el Registro
que por su ámbito y número de creyentes hayan alcanzado notorio arraigo en España. En todo

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caso, estos Acuerdos se aprobarán por Ley de las Cortes Generales. 2. En los Acuerdos o
Convenios, y respetando siempre el principio de igualdad, se podrá extender a dichas Iglesias,
Confesiones y Comunidades los beneficios fiscales previstos en el ordenamiento jurídico
general para las Entidades sin fin de lucro y demás de carácter benéfico».

Por su parte, el artículo 8 dispone que «se crea en el Ministerio de Justicia una Comisión
Asesora de Libertad Religiosa compuesta de forma paritaria y con carácter estable por
representantes de la Administración del Estado, de las Iglesias, Confesiones o Comunidades
religiosas o Federaciones de las mismas, en las que, en todo caso, estarán las que tengan
arraigo notorio en España, y por personas de reconocida competencia cuyo asesoramiento se
considere de interés en las materias relacionadas con la presente Ley. En el seno de esta
Comisión podrá existir una Comisión Permanente, que tendrán también composición paritaria.
A dicha Comisión corresponderán las funciones de estudio, informe y propuesta de todas las
cuestiones relativas a la aplicación de esta Ley, y particularmente, y con carácter preceptivo, en
la preparación y dictamen de los Acuerdos o Convenios de cooperación a que se refiere el
artículo anterior».

De estos preceptos cabe extraer dos conclusiones: en primer lugar, los acuerdos con las
confesiones religiosas constituyen un instrumento para llevar a cabo la cooperación enunciada
en el art. 16.3 CE; en segundo lugar, está previsto que existan órganos administrativos
compuestos por representantes de la Administración y de las confesiones religiosas, cuya
finalidad es el diálogo y cooperación entre ambas partes en la aplicación de la legislación
relativa al factor social religioso.

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