A pesar de la hermosa melodía de nuestro himno al árbol, seguimos
padeciendo de la más neurótica de las dendrofobias. En San Felipe la situación alcanza dimensiones patéticas: no se trata de que el paso de la modernidad (o de la submodernidad, en nuestro caso) avanza contra los espacios silvestres, sino del prejuicio extendido de que abrir huecos en el espacio natural es “limpiar” y “progresar”. Cada día aparecen yermos resonantes. Lo decía Nietzsche para ironizar la decadencia moral de nuestra época, el desierto crece. La sentencia también hay que entenderla cada vez más literalmente. Al desierto moral le corresponde un desierto ecológico.
Esto ocurre, en oposición a toda idea positiva de modernidad, contra
todo paisaje natural. Pues, la construcción crece y se apiña del modo más feo, incoherente y chabacano posible, cuyo paradigma puede ser la actual quinta avenida que ni siquiera alcanza el encanto humano de los tradicionales socos árabes. O las desangeladas seudourbanizaciones, cada vez con menos gracia o un mínimo sentido humano del paisaje.
El caos y el desarraigo arquitectónicos no sólo empezaron con la
destrucción de todo vestigio del pasado, siguiendo la lógica imbécil –por automática- de la sustitución de lo viejo por lo nuevo (como la demolición de la colonial 4ª avenida o la vieja Catedral), sino que continúa con la hechura egocéntrica de nuevos urbanismos improvisados. A excepción de escasos “pasajes” de verdadera frescura visual que sobreviven, como el tramo de la Paz rematando al final con los arboles patriarcales del Severiano Jiménez; parte de la Ravell; el de la intercomunal de Cocorote (hasta hace poco), el de la avenida Yaracuy con sus maporas y apamates, un pedacito de la segunda avenida y, aparte de la plaza Sucre magnífica, su placita Miranda solitaria y arbolada. Y creo que nada más.
Puedo asegurar que esos pocos pasajes están sentenciados a no
permanecer. Sólo tenemos dos pequeños parques naturales cada vez más disminuidos, y sin mucho sentido de su existencia, lo que me hace suponer que nunca tendremos el jardín botánico que nos merecemos. Y así, por desgracia, todo San Felipe “progresa”. Contraviniendo normas municipales, a cada cierto tiempo, árboles milenarios -hermosísimos patriarcas-, pequeños bosques que bordean avenidas, y otros breves pero no menos generosos, van siendo amputados del paisaje sin que parecieran notarlo ni siquiera los oportunistas ecólatras antitaurinos, en tanto que el resto, un poco idiotamente, hasta celebra la “amplitud de espacio que se gana”.
Porque cuando no es la mano torpe del funcionario que ordena “podar”
(mutilando sin ciencia ni conciencia), es la avaricia pícara de quien encuentra en cualquier oportunidad un buen negocio para borrar violentamente la maravillosa mansedumbre de sombra, viento y verde que estos seres nos regalan al alma. Nuestro símbolo (y el de toda nuestra realidad político-social) pareciera ser el viejo cementerio de San Felipe en Sabaneta: Una memoria en ruinas: el olvido de sí mismos.
Quizás heredamos la vieja hostilidad hacia los árboles de nuestra
“madre patria”, como lo ha recordado Juan Goytisolo a través de los testimonios de Unamuno, Ponz, du Dezert o del siempre lúcido Jovellanos:
“En realidad, el amor de Unamuno por las planicies desnudas de Castilla
responde a una vieja tradición peninsular. Los ilustrados habían advertido ya la hostilidad hereditaria de los campesinos españoles hacia el árbol. En su Viaje por la Península, publicado en 1787, Antonio Ponz escribe: ‘Es increíble la aversión que hay en las más partes de España al cultivo de los árboles’. Desdevises du Dézert refiere el caso del corregidor de un pueblo que, deseando plantar arboledas, tropezó con la tenaz oposición de sus paisanos, quienes argüían que ‘los árboles atraen la humedad y empañan la pureza del aire’. […] De este modo, se comprende que los inmensos bosques a que hacen referencia los historiadores antiguos fueran talados unos tras otros, sin que nadie elevara la voz para protestar”.
Y, el mismo Goytisolo, más adelante: “Jovellanos, como siempre, se
había esforzado en combatir la ignorancia de sus compatriotas, y en sus Diarios se lamentaba a cada paso de la falta de arbolado y describía minuciosamente el aún existente en las comarcas más ricas para subrayar su decisiva influencia en la pobreza o prosperidad de un país. Pero el resultado, según confesión propia, era negativo: ‘Años ha que está ofrecido medio real por cada árbol plantado, y años que no parece un alma a cobrar un real’”.
De este lado, el talado de árboles no ha cesado desde hace 500 largos
años. ¡Pueden imaginarse los paisajes y pasajes que ya hemos perdido! ¿No es ésta la misma tozudez de los sanfelipeños de ahora? Y la primera, quizás, en la lista de nuestras imbecilidades.