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EL DESIERTO CRECE

Lázaro Álvarez

A pesar de la hermosa melodía de nuestro himno al árbol, seguimos


padeciendo de la más neurótica de las dendrofobias. En San Felipe la
situación alcanza dimensiones patéticas: no se trata de que el paso de la
modernidad (o de la submodernidad, en nuestro caso) avanza contra
los espacios silvestres, sino del prejuicio extendido de que abrir huecos
en el espacio natural es “limpiar” y “progresar”. Cada día aparecen
yermos resonantes. Lo decía Nietzsche para ironizar la decadencia moral
de nuestra época, el desierto crece. La sentencia también hay que
entenderla cada vez más literalmente. Al desierto moral le corresponde
un desierto ecológico.

Esto ocurre, en oposición a toda idea positiva de modernidad, contra


todo paisaje natural. Pues, la construcción crece y se apiña del modo
más feo, incoherente y chabacano posible, cuyo paradigma puede ser la
actual quinta avenida que ni siquiera alcanza el encanto humano de los
tradicionales socos árabes. O las desangeladas seudourbanizaciones,
cada vez con menos gracia o un mínimo sentido humano del paisaje.

El caos y el desarraigo arquitectónicos no sólo empezaron con la


destrucción de todo vestigio del pasado, siguiendo la lógica imbécil –por
automática- de la sustitución de lo viejo por lo nuevo (como la
demolición de la colonial 4ª avenida o la vieja Catedral), sino que
continúa con la hechura egocéntrica de nuevos urbanismos
improvisados. A excepción de escasos “pasajes” de verdadera frescura
visual que sobreviven, como el tramo de la Paz rematando al final con
los arboles patriarcales del Severiano Jiménez; parte de la Ravell; el de
la intercomunal de Cocorote (hasta hace poco), el de la avenida Yaracuy
con sus maporas y apamates, un pedacito de la segunda avenida y,
aparte de la plaza Sucre magnífica, su placita Miranda solitaria y
arbolada. Y creo que nada más.

Puedo asegurar que esos pocos pasajes están sentenciados a no


permanecer. Sólo tenemos dos pequeños parques naturales cada vez
más disminuidos, y sin mucho sentido de su existencia, lo que me hace
suponer que nunca tendremos el jardín botánico que nos merecemos. Y
así, por desgracia, todo San Felipe “progresa”. Contraviniendo normas
municipales, a cada cierto tiempo, árboles milenarios -hermosísimos
patriarcas-, pequeños bosques que bordean avenidas, y otros breves
pero no menos generosos, van siendo amputados del paisaje sin que
parecieran notarlo ni siquiera los oportunistas ecólatras antitaurinos, en
tanto que el resto, un poco idiotamente, hasta celebra la “amplitud de
espacio que se gana”.

Porque cuando no es la mano torpe del funcionario que ordena “podar”


(mutilando sin ciencia ni conciencia), es la avaricia pícara de quien
encuentra en cualquier oportunidad un buen negocio para borrar
violentamente la maravillosa mansedumbre de sombra, viento y verde
que estos seres nos regalan al alma. Nuestro símbolo (y el de toda
nuestra realidad político-social) pareciera ser el viejo cementerio de San
Felipe en Sabaneta: Una memoria en ruinas: el olvido de sí mismos.

Quizás heredamos la vieja hostilidad hacia los árboles de nuestra


“madre patria”, como lo ha recordado Juan Goytisolo a través de los
testimonios de Unamuno, Ponz, du Dezert o del siempre lúcido
Jovellanos:

“En realidad, el amor de Unamuno por las planicies desnudas de Castilla


responde a una vieja tradición peninsular. Los ilustrados habían
advertido ya la hostilidad hereditaria de los campesinos españoles hacia
el árbol. En su Viaje por la Península, publicado en 1787, Antonio Ponz
escribe: ‘Es increíble la aversión que hay en las más partes de España al
cultivo de los árboles’. Desdevises du Dézert refiere el caso del
corregidor de un pueblo que, deseando plantar arboledas, tropezó con la
tenaz oposición de sus paisanos, quienes argüían que ‘los árboles atraen
la humedad y empañan la pureza del aire’. […] De este modo, se
comprende que los inmensos bosques a que hacen referencia los
historiadores antiguos fueran talados unos tras otros, sin que nadie
elevara la voz para protestar”.

Y, el mismo Goytisolo, más adelante: “Jovellanos, como siempre, se


había esforzado en combatir la ignorancia de sus compatriotas, y en sus
Diarios se lamentaba a cada paso de la falta de arbolado y describía
minuciosamente el aún existente en las comarcas más ricas para
subrayar su decisiva influencia en la pobreza o prosperidad de un país.
Pero el resultado, según confesión propia, era negativo: ‘Años ha que
está ofrecido medio real por cada árbol plantado, y años que no parece
un alma a cobrar un real’”.

De este lado, el talado de árboles no ha cesado desde hace 500 largos


años. ¡Pueden imaginarse los paisajes y pasajes que ya hemos perdido!
¿No es ésta la misma tozudez de los sanfelipeños de ahora? Y la
primera, quizás, en la lista de nuestras imbecilidades.

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