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UNIVERSIDAD Y AUTONOMIA

“Que yo sepa, jamás se ha fundado un proyecto de universidad contra la razón. Se puede por  consiguiente, pensar razonablemente  que
la razón de ser de la universidad siempre fue la  razón misma, así como una cierta relación esencial de la razón con el ser” (Jacques
Derrida)”

Lázaro Álvarez

La intervención del Estado en las Universidades solo se justificaría si fuese para garantizar aún
más la pureza de la autonomía misma. Por ello, su relación con el Estado (de cualquier tendencia)
siempre debe necesariamente ser tensa e incómoda. Pero nunca ha sido un don concedido
generosamente: dicha autonomía le ha costado a la universidad venezolana más de cincuenta
años de luchas.

Y ha sido una lucha de todas las universidades. Desde las primeras, como la de Bologna y la de
París, fueron centros de saber que, ante al desbordamiento de scholars que querían oír a los
grandes maestros, hubo que autorizar escuelas fuera de los monasterios. Tal el caso de Pedro
Abelardo, cuyo libre y brillante pensamiento le ganó fama pero, también, la enemistad de la
Iglesia. Para Derrida fue el fundador de la profesión de profesor. Y para Emile Durkheim su
experiencia es fundadora de la naturaleza esencial de las universidades: “Las corporaciones
universitarias de la Edad Media eran agrupaciones privadas comparables a los gremios de oficios;
no dependían directamente de los poderes públicos. Esta independencia es igualmente necesaria
para las nuevas universidades ya que la ciencia que cultivan y enseñan debe ser libre”.

Igual decía Schelling en sus Lecciones de 1803: “...Ya es harto conocido y aceptado que las
Universidades son instrumentos del Estado [...] El Estado está facultado indiscutiblemente a
suprimir completamente las universidades o convertirlas en escuelas industriales, u otras
similares, pero no puede suprimirlas sin abolir, al mismo tiempo, la vida de las ideas y el
movimiento científico más libre”.

Y en El Conflicto de la Facultades, Kant reseña el desarrollo histórico y necesario del concepto de


autonomía, entendida como construcción de un espacio de libertad para la crítica fundada en la
razón. Las Universidades son, por su misma naturaleza y función, espacios autorizados para definir
sus propias normas de funcionamiento.

Para Nietzsche, tampoco la cultura y la inteligencia deberían subordinarse al Estado. Pues, el


saber se convertiría en un saber burocrático. El mismo Nietzsche, como Schopenhauer, se burlaba
de la nominación por el Estado de sus “pensadores libres”.

Condicionado por la crisis política y cultural de la España de su época, la visión de Ortega y Gasset
pudiera parecer más pragmática: la universidad debe esencialmente combatir la chabacanería del
españolito de a pie.

Pero, en general, la Universitas debe ser espacio para la libre búsqueda de la verdad desde
cualquier visión: Posibilidad del pensamiento. Pero también, y por lo mismo, espacio para la
crítica, la emancipación, el pluralismo, el disenso y la discusión argumentada. Por ello, representa
la experiencia democrática por excelencia. Si su función crítica y creadora no es ya una
contribución social, entonces lo que se desea es convertir a las Universidades en instituciones de
otra naturaleza: oficinas adicionales y autoritarias de gobierno, empresas de profesionalización en
serie que produzcan profesionales como chorizos, simples centros de adiestramiento ideológico o
“liceos más grandes”. Además de que se confundiría su función con la del Mercal, el INCEs, las
Misiones, los ministerios, los hospitales o la de los politécnicos.

Pierre Bordieu creía que las universidades no eran un aparato sino un campo, un espacio de
luchas: “Es un espacio de juego, potencialmente abierto, con fronteras dinámicas”. No espacios
homogéneos e inmutables sino lugares donde es esencial el conflicto razonable y la diferencia
enriquecedora para su vitalidad intelectual y moral. Jacques Derrida todavía va más lejos: “(…)
exige y se le debería reconocer en principio, además de lo que se denomina la libertad académica,
una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el
derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento
de la verdad”. Esta naturaleza necesariamente libre es lo que le origina los ataques de los
dogmáticos, de los grupos de privilegios y de la baja política y los de la chatura intelectual del
fanático esquematismo “revolucionario”.

Podríamos pensar que retrocedemos a los tiempos en que, en 1811, el Gran Rector Luis de
Fontanes pedía sumisión a Napoleón: “La universidad no tiene sólo por objeto formar oradores y
sabios, antes que todo, ella debe al Emperador sujetos fieles y devotos”. Pero ello, a costa de
convertir a la universidad en un “cadáver sin dignidad”. No hay que confundir, por tanto, la
transmisión del saber con la “transmisión del poder”. Pues, si bien no se debe permitir la
mercantilización del saber, tampoco podemos permitir su degradación y su manipulación.

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