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Unidad I.

El mundo y las cosas


Para mejor comprensión y apreciación de los textos de la presente unidad es conveniente
investigar acerca de la vida y el trabajo de Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Salvador
Novo, José Alvarado, así como de las máquinas de escribir Underwood y Remington, Paris
a principios del siglo veinte, el cubismo, Los contemporáneos, Caruso, Lucrecio, Penélope.
Discute la siguiente observación de Alfonso Reyes en torno al ensayo como género
literario:

“[…] este centauro de los géneros, donde hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso
de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a
la curva abierta, al proceso en marcha, al etcétera […]”
Lee el siguiente fragmento de The Theory of the Essay: Lukács, Adorno, and Benjamin
de Lane Kauffman y relaciona sus comentarios con los de Reyes:

The word "essay" derives from the medieval Latin word "exagium," meaning a " weighing,
" or, figuratively, a consideration or thoughtful judgment upon some matter. Montaigne
used the term to mean a search, an investigation, a probing reflection or parti al survey of
something — but also a trial, test, or mental experiment. In one of Montaigne's essays, the
word appears alternately as a noun, a transitive verb, and a reflexive verb. These basic
semantic coordinates postulate both a kind of cognitive activity — one which is tentative
rather than conclusive — and a subject of that activity, the "essaying" subject. The essay is
thus a cognitive probe into some area of experience.

Las ciudades y los hombres


José Alvarado
Hay ciudades tristes y aun tiempo bellas; ciudades grises amadas por hombres de alma
clara; ciudades sucias que ríen con su miseria. Y horrendas ciudades alegres.
También hay hombres con odio a las ciudades. No son campesinos, ni vinieron nunca de
aldea o pequeño burgo. Nacieron sobre algún segundo piso; han crecido entre escaleras,
sótanos, aparadores y avenidas. Conocieron desde niños olores de mueblería y perfumes de
gran almacén de ropa y variedades.
Jugaron en césped de inmenso jardín público y poco ignoran acerca de mujeres con mala
conducta. Los vio la noche bajo su multitud de lámparas. Han dormido en hoteles innobles
y alguna tarde vieron hilera de chopos cubiertos de luz en la orilla de una banqueta. Viajan
en automóvil, tranvía, ómnibus. Acuden a cafés; dialogan en tabernas. No han salido jamás
de su ciudad, pero la odian. Y si fueran a otra, la odiarían igual.
Y no, no sufren hambre ni sienten soledad. No les huyen labios de mujer, ni les niega
sonrisa el comerciante. Poseen alcoba cálida y camisa limpia. Nunca se suicidarán.
Hay, en cambio, otros hombres. Han comido, a deshoras, un pedazo de pan en la calle.
Caminaron en vano mucho tiempo por vías oscuras; sintieron sed sin encontrar mujer, ni
sombra, ni amigo, ni vino. Muchas veces solos en medio de alegre y ciega multitud. Oyeron
palabras amargas; su descanso fue en sórdidos lechos y se les pudo ver a las puertas de un
hospital.
Y, sin embargo, aman la ciudad.
La recorren lentamente.
Cruzan jardines, penetran en barrios. Una mirada a un patio, otra sobre un árbol viudo en
acera de calle abandonada; otra más en muro lleno de cicatrices, un rótulo viejo o vestíbulo
triste de teatro en derrota. Aquí una breve plaza los emociona; allá un portal empobrecido.
Aman a la ciudad y, lejos,
la recuerdan. A veces, en sus calles, la sueñan, la embellecen dentro de sus ojos y lloran en secreto
lo que ella se muere.

¿Por qué?
(“Correo menor”, Diorama de la Cultura, Excélsior, México, 29 de septiembre de 1957.)

México en una nuez (fragmento)


Alfonso Reyes
III
La noche del 15 de septiembre de 1810, el Cura del pueblo de Dolores, Miguel Hidalgo y
Costilla, convocó a sus feligreses a toque de campana y se lanzó a la lucha contra el
régimen español y en pro de la independencia nacional. De aquellos vecinos amotinados, de
aquel montón de hombres empujados por una fiebre divina, mal armados con picos y
hachas —cada uno como podía y con los instrumentos del azar—, surge el primer gran
ejército de la independencia; ejército que llegará a ser formidable, y que sólo se detendrá en
el Cerro de las Cruces, ante quién sabe qué fuerzas o qué consideraciones misteriosas y ya a
punto de caer sobre la ciudad de México, donde parece que tenía seguro el triunfo. A la
majestad de la Historia no siempre conviene el que los grandes conflictos encuentren
soluciones fáciles.
La noche del 15 de septiembre, en recuerdo del hecho humilde y memorable, el Presidente
de la República congrega al pueblo en la Plaza de Armas de México, frente al Palacio
Nacional, sobrio y majestuoso edificio revestido de dolor y de historia; tañe la misma
campana con que el Cura Hidalgo dio la alerta al corazón de la patria, y repite el grito
ritual: “¡Viva México libre e independiente!” Las escenas de regocijo y fiesta que entonces
se desarrollan, en medio de la gritería y las iluminaciones nocturnas, son uno de los rasgos
más pintorescos de la vida popular mexicana, y han tentado a todos nuestros novelistas de
costumbres. Un hálito de las antiguas panegirias parece volar sobre la hermosa ciudad.
Este motín del pueblo de Dolores, este hecho —uno de tantos, uno entre varios— ha
venido, por diversas circunstancias históricas, a ser considerado como el símbolo de la
independencia, la cual sólo fue consumada diez años más tarde, en 1821, por el Coronel
Agustín de Iturbide. En tanto que los liberales de México insisten en la representación
histórica del Cura Hidalgo, caudillo popular, verdadero Padre de la Patria, los
conservadores insisten en la importancia innegable de la obra de Iturbide —criollo
aristócrata— como consumador de la independencia nacional. Pero Iturbide desvirtuó el
brillo de su personalidad por haber caído en el error de erigirse más tarde Emperador de
México. Efímero imperio el suyo, sin justificación histórica ni arraigo ninguno en los
sentimientos populares. Hidalgo queda con el prestigio del martirio por una noble causa; la
cual, en su tiempo, era más difícil de defender que en tiempos de Iturbide.
Naturalmente que, en los orígenes de la emancipación, obran de consuno muchas fuerzas.
Los fenómenos sociales son muy complejos, y las guerras y las revoluciones —estos
movimientos acelerados— puede decirse que van depurando sus motivos y sus propósitos a
medida que adelantan. Los pueblos empuñan las armas por instinto, y muchas veces no
descubren cuál era su verdadero anhelo y la causa principal de sus inquietudes y malestar
sino algunos años después. 7

Claridad y tinieblas
Martín Luis Guzmán
Cuando pienso en las semejanzas y contrastes que hacen una la vida mexicana, no es lo
típico de México —típico para miradas extranjeras— lo que viene a mi imaginación. Queda
entonces en la sombra nuestra masa indígena en bruto, desnuda, miserable, taciturna, y
cuanto de ella se deriva y se traduce —aquí entre nosotros, americanos del siglo XX— en
colores, escenas y paisajes del Asia Menor anterior a Cristo. Tampoco vuelvo entonces la
vista hacia el otro aspecto, elocuente en nuestras grandes ciudades: espectáculo de
hermosos edificios contemporáneos, grandes empresas, máquinas de la última hora y, en
fin, todo cuanto nuestros ingenuos snobs querrían poner siempre ante la cámara fotográfica
de los turistas, en vez de lo que a éstos más atrae: nuestros charros cubiertos con enormes y
picudos sombreros de palma o de fieltro; nuestros hombres embozados en mantas
multicolores; nuestros niños color de tierra, con desnudos vientrecillos combos y lustrosos;
nuestros tianguis y campamentos eternamente improvisados, donde la inmundicia y los
manjares se confunden…
México, sin duda, es un país de notas raras y extraordinarias —extraordinarias a lo largo de
una extensa gama cuyos extremos tocan dos mundos opuestos y entran en dos distintas
edades—. En él todos los matices son posibles: desde un concurso de veinte mil
espectadores ultracivilizados, reunidos en un circo destinado antes a fiestas de toros, y que
se estremecen al influjo del arco de Casals en medio de una devoción y un silencio
religiosos, hasta una chusma de millares de hombres semidesnudos y semibárbaros que se
congregan, para celebrar la entrada del verano bañándose en el mar, cerca de un bosque de
palmeras en el cual acampan al aire libre y se mantienen con carne de iguana. Pero el
verdadero México no está en tales extremos, sino en el contraste y la armonía de sus 9
tintas medias, en el escenario modesto donde, a la luz del sol o bajo las sombras, se
renuevan día a día los atributos de dos razas, de dos culturas, de dos atavismos fundidos
ahora en un solo y nuevo modo de ser, peculiar e incongruente: en la vida de nuestras
poblaciones chicas.
Es una extraña uniformidad esta que asemeja entre sí a los pueblos de México. La fatiga o
el acaso me han llevado a detenerme en ellos muchas veces —pueblos de Sonora y Sinaloa,
pueblos de Tamaulipas, pueblos del Bajío, pueblos de Michoacán, pueblos de Oaxaca— y
del reposo de sus días tranquilos, o de su turbulencia súbita, ha fluido hasta mí el soplo
íntimo del alma mexicana. Matamoros, Magdalena, La Piedad, Guadalupe, Tehuacán, a
todos se les ha hecho con materiales análogos y en todos respira un mismo espíritu:
muchachas, mujeres y hombres sencillos; caserones bajos y aseados; calles limitadas por
filas de árboles o partidas por ellos a mitad del arroyo, en cuyos empedrados golpean al
paso las caballerías y dan tumbos carricoches, carros y carretas. Cuando la luz reina en
estos pueblos todo es en ellos paz y beatitud, tradición noble y añeja, ingenuidad sana,
modesta holgura o medida estrechez. Su centro lo forma la placita, o la ancha plaza,
sombreada por grandes árboles o por arbolillos uniformes que rodean un primoroso jardín,
hecho a su fuente o a su quiosco. Bordean los cuatro lados de la plaza, y las angostas
avenidas del jardín, bancos verdes, de hierro o de madera. De una parte se alza el Palacio
Municipal; de la otra, la Iglesia Mayor; y hay enfrente, o encuadrando la plaza, soportales
vetustos en cuyo hueco se albergan minúsculas tiendecitas. Allí unas mujeres vestidas de
percal, con toquillas o tápalos negros, venden dulces de monjas, aguas frescas y artículos
innumerables —telas, vestidos, bordados, juguetes—, todo ello perfumado, todo ello
oloroso a quién sabe qué gomas y resinas.
La Iglesia Mayor está encalada desde la base hasta el campanario y luce clara al sol. Crecen
en el atrio las flores de los arriates y cunde la yerba entre los ladrillos y las baldosas. El
interior es fresco, amplio, humilde, solitario; salvo por unas cuantas manchas de oro, el
tono claro de la nave única parece una continuación de la cal de afuera; es pobre el altar,
son vulgares los santos y las imágenes. A un lado se destaca un nicho con la peana cubierta
de ofrendas recientes: allí mora la divinidad del lugar —el Señor del Calvario, la Virgen del
Rayo, el Señor de las Indulgencias—, de cuya suprema virtud son testimonios los exvotos,
las inscripciones, los cuadritos votivos que circundan el nicho: unos caballos se desbocaron
y la divinidad salvó de la muerte a los pasajeros de la diligencia; una mujer cayó en un pozo
y no se ahogó; un enfermo agonizante, un tullido recobraron la salud. Y en cada caso fue
bastante la invocación del nombre sagrado.
Por las tardes, las golondrinas, o las urracas, o los tordos, vienen en bandadas a posarse en
los árboles de la plaza, y mientras el sol se pone y el azul del cielo se cambia en violeta, y
el violeta en morado, y el morado en negro, ellas lle- nan el espacio con sus voces y el
zumbar de sus alas. Entonces empiezan a lucir las lámparas del pueblo y a tornarse más
audibles las pláticas de la gente que pasa. A esa hora las sombras, que vuelven hoscas las
huertas cercanas y recluyen las bestias en sus corrales, y a los arrieros en los mesones,
hacen más grata la paz del pueblo, más amable su recogimiento. Y en los bancos de la plaza
se sientan las parejas, y corretean los chiquillos por las avenidas del jardín, y, si es martes,
o jueves, o domingo, poco después acaso broten del quiosco los sones de una música. Este
momento previo al sueño, medianero entre el trabajo y el descanso, cobra aquí vitalidad y
brillo únicos, contrapuestos a las melancólicas horas del día; y, mientras dura, el buen lado
de las cosas parece triunfar definitivamente sobre el lado malo. Pasan hombres del pueblo
fumando sus cigarrillos de tabaco fuerte; son hombres mansos, humildes, fieles, serviciales;
priva en ellos un inconfundible aire de bondad, y el olor que deja el tabaco de sus
cigarrillos es suave, afín del zumbar de alas, hermano de los tonos violados del cielo.
Envueltas en sus rebozos oscuros, las criadas de las casas vecinas —criadas trabajadoras,
leales, sobrias— regresan de la tienda llevando una cestita al brazo, la cual exhala perfumes
penetrantes y sabrosos, rica mezcla de aroma a café, aroma a chocolate, aroma a pan
rociado con ajonjolí. Y conforme la tarde cae, los moradores del pueblo, libres ahora de la
fatiga, dan muestras de felicidad. Desde una calle adyacente las voces de un piano vienen a
unirse al canto de unas niñas que juegan —“A la víbora, víbora de la mar…”— y a las
coplas de algún cantor callejero: 10

Amapolita dorada
de los campos de Tepic,
si no estás enamorada
enamórate de mí.

Desde una calle adyacente las voces de un piano vienen a unirse al canto de unas niñas que
juegan —“A la víbora, víbora de la mar…”— y a las coplas de algún cantor callejero:
Amapolita dorada de los campos de Tepic, si no estás enamorada enamórate de mí. Son
muchas las mozas casaderas del pueblo, muchas más que los jóvenes en edad de casarse.
En las reuniones y las alegrías domésticas el forastero, siempre bien acogido, halla medio
de saborear de cerca el ambiente íntimo de los hogares: la blanda y firme autoridad del
viejo; la discreta sumisión de la madre; la oculta inquietud de las doncellas, sólo dominada
por el temor católico y el concepto riguroso de la honestidad; y, al pie de la escala, la
obediencia sin límites de los criados, hombres y mujeres contentos de su condición sumisa
y de su posibilidad inagotable de trabajo solícito y acata- miento silencioso.
Pero a menudo cesa el reino de la luz y lo sucede el de las tinieblas. Como si el principio de
un mal social endémico durmiera allí y despertara alternativamente, y cobrará de pronto un
empuje arrollador, de la noche a la mañana se trastruecan los valores de esta vida ordenada,
apacible y próspera. A la soñolienta melancolía de antes se sustituye un ambiente de
tragedia e inquietud; a la mansedumbre de los moradores humildes, la obediencia cruel a
jefes sanguinarios, de impulsos ciegos o perversos; a la firme autoridad de los mayores, la
debilidad, la desconfianza a la mesura general, la pasión desordenada, y la sedición, y el
tumulto. Y entonces estos mismos pueblos, ahora indiferentes a su naturaleza bella;
sombríos bajo su cielo luminoso y sus ricos crepúsculos; sordos a sus pájaros ajenos a la
dulce paz de su iglesia y a la claridad de su campanario, entran por el sendero de otra vida y
asisten, y a la vez contribuyen, a un nuevo espectáculo, hecho de violencia, de horror y de
sangre.
Una noche —ya no hay luz en el pueblo, muchas casas están abandonadas, muchas tiendas
saqueadas o quemadas— un carruaje infernal rueda enloquecido sobre el fango de las
calles, atropellando y dando tumbos. De cuando en cuando se hace en las tinieblas una
mancha de luz, brilla la piel de un caballo, se vislumbra una cara bajo el ala ancha de un
sombrero, y se oye un disparo y un alarido. Por entre las masas de los árboles y las casas se
ven pasar sombras de hombres montados, y hay ruido de voces, de armas, que tan pronto se
acerca como se aleja, que se acalla del todo y luego resurge. Ladran perros… Al día
siguiente se sabe de mujeres y hombres muertos y de un ajusticiado. Un oficial tomó a
pasatiempo cazar desde su coche, en la oscuridad, gente que pasaba.
Otra noche pesa sobre el pueblo un sordo murmullo, voces a manera de lejano rumor de
mar, ora vago, ora perceptible. Gritos y acordes de una música se precisan de pronto;
detonaciones de armas de fuego, nutridas o aisladas, instantáneamente lo dominan todo. En
una calle, algo negro, enorme, informe, lento, pesado, rompe las tinieblas y avanza apenas,
sometido a un extraño vaivén. Al resplandor de los fogonazos se adivinan jinetes de anchos
sombreros, cañones de rifle, botellas enarboladas por multitud de hombres a pie. Y la
enorme sombra sigue así, adelantando lentamente, mecida horas y horas por su vaivén
extraño, que alumbran los disparos y hacen visible los gritos y el murmullo de las voces…
Cuando el sol sale, duermen, medio hundidos en el lodo y entre confusión de armas, de
frazadas, de sombreros, de botellas, hombres innumerables… Bajo el manto de la noche mil
soldados habían celebrado una victoria.
Pero también en el horror hay dimensiones. Esta vez el pueblo se estremece al oír un relato.
Las tropas de otro general han entrado recientemente. Es indispensable proveerlas,
avitualladas, así lo manda la guerra. El general exige tributo a los vecinos ricos. Los
vecinos ricos se resisten. Vienen las aclaraciones, los altercados, las amenazas. “Si a tal
hora no se entregan las cantidades se hará un escarmiento: primero será ahorcado don
Fulano, después don Zutano, después don Mengano…” La hora señalada llega. Don Fulano
jura ser pobre; no tiene ni un milésimo de lo que se le pide: invoca razones y testigos. Todo
en balde: escuchando el clamor de su mujer, de sus hijos, de sus nietos, es ahorcado don
Fulano. Pero cuando los demás plazos se cumplen, los otros vecinos ricos entregan las 11
sumas exigidas… Uno de los allegados del general ha dicho a éste: “¿Por qué no
perdonaste a don Fulano? El pobre, tú lo sabes, no tenía ni en qué caerse muerto”. Y el
general ha contestado: “Sí, pero yo sabía que ahorcando a don Fulano pagarían los demás”.
Así acontece con la Revolución mexicana de 1910, que parecía en un principio movida por el solo
afán de expulsar a un hombre aferrado al mando más de lo que parecían consentirlo las mismas
leyes naturales. Pero, removidas violentamente las entrañas del pueblo, empezaron a dar de sí
todos los ocultos y graves problemas que tenían escondidos y que derramaban por todo el cuerpo
de la nación un dolor incierto y persistente: justicia social y dignificación del trabajo, equitativa
repartición del campo, la incorporación de la raza india a la vida civilizada y a las felicidades del
bienestar, defensa frente a pueblos potentes que a veces nos han amenazado en su ciego
ensanche natural; Problemas, en suma, también, en nuestra lucha por independencia, se nota —
en el fondo— el impulso claro hacia la autonomía política; pero este impulso aparece al principio
enturbiado por muchos otros impulsos accesorios, que comenzaron colaborando con aquél y
luego se fueron desvaneciendo.

El clero mexicano, clero campesino, clero humilde, cansado de soportar siempre en los
altos cargos a los personajes de la aristocracia eclesiástica española, también veía su ventaja
en el movimiento de la Independencia. El mismo Hidalgo procede de esta clase social.
Por otra parte, la Iglesia, como hemos dicho, veía con desconfianza las tentaciones de
desamortización que se habían infiltrado en los consejos de la Corona Española.
Finalmente, los conservadores y absolutistas de México soñaban con ofrecer a Fernando
VII un trono independiente de España y limpio de Constitución; pues recordemos que ya el
liberalismo español, para esa fecha, había recortado a Fernando VII los poderes absolutos,
mediante la Constitución de Cádiz. Ante este solo aspecto de la cuestión (que tiene su
equivalente en las demás Repúblicas) los paradojistas han querido demostrar que la
Independencia de la América Española fue obra de los monárquicos. Tanto monta decir que
el fuego —cosa tan grande y tremenda como el fuego— es un elemento que tiene por
objeto encender cigarros.
IV
La ciencia no nos deja mentir. La verdadera independencia no existe mientras quedan
resabios de rencor o de pugna. La verdadera independencia es capaz de amistad, de
reconocimiento, de comprensión y de olvido. España fue grande; tan grande, que conjuró
contra ella todas las voluntades, y de aquí nació la Leyenda Negra. El régimen español
compartió todos los errores filosóficos de su tiempo. Otros imperios cometieron faltas
iguales o peores, pero estaban como menos grandes— menos a la vista del mundo. Dice un
refrán griego: “El desliz del pie de un gigante es carrera para un enano.”
El hecho español era tan fuerte, tanto pesaba sobre la tierra la mano de España, que sus
menores actos aparecen agigantados; y singularmente a los ojos de otros pueblos, entonces
menos afortunados, que se contentaban con perseguir por el mar a los galeones españoles
cargados de oro, o con recoger, bajo la mesa imperial, los relieves del festín español.
La verdadera censura que admite e r g poderío en que España nunca tuvo fuerzas para s
buena colonial; en que no supo explotar cuerdamente, con buena ciencia de mercader, a sus
colonias, sino que se enloqueció fantásticamente con ellas, se entregó a ellas, se fue hacia
ellas desangrándose visiblemente, y en vez de crear esas grandes factorías comerciales que
engendran a los imperios del siglo XIX, produjo naciones, capaces de vida propia al grado
que supieron arrancarse a la tutela materna. ¡Culpa feliz por cierto!
Ningún mexicano puede recordar sin gratitud los afortunados esfuerzos que representan las
Leyes de Indias donde los hombres de hoy en día buscamos inspiraciones en la campaña
para defender al indio, para salvaguardar los ejidos o propiedades comunales de los
pueblos, y hasta para afirmar el dominio eminente del Estado sobre el subsuelo nacional —
siempre inalienable según los principios latinos que han dado al mundo su conciencia
jurídica.
No: la independencia —en el sentido más profundo y verdadero de la moral y de la
política— podemos decir que se ha hecho, por lo menos, tanto contra un Estado como
contra un pasado. Y a veces me parece que más bien esto último. De modo que las
independencias americanas y la instauración de la República en España son dos tiempos
paralelos de la misma evolución histórica. A unas y a otra las gobierna y las justifica igual
filosofía. No era todavía independiente el hispanoamericano que aún maldecía del español.
En la varonil fraternidad —que no se asusta ya de la 8 natural interdependencia—, en el
sentimiento de amistad e igualdad se reconoce al independiente que ha llegado a serlo de
veras.
V
¿Destetarías a un niño con ajenjo? Pues he aquí que las Repúblicas Americanas nacieron bajo
las inspiraciones de una filosofía política que, realmente, es una filosofía política para adultos.
De la monarquía absoluta y teocrática, y del gobierno unitario y central, que siempre habían
sido las formas de la política mexicana, antes y después de la Conquista, pasamos a los
Derechos del Hombre y a la Constitución Federal. Mucho tiempo viviremos como prendidos a
la cola y arrastrados por el carro ligero de un ideal que no podemos alcanzar. No educado el
pueblo para la representación democrática, ajeno todo nuestro sistema de costumbres al trabajo
de la máquina federal, no preparado el indígena para hombrearse con el señor blanco poseedor
de haciendas y dueño de influencias en la ciudad...
Las ideas importadas de Francia y de los Estados Unidos se convierten en la gran aspiración de
todos, aun de los que no las entienden. En vano Fray Servando Teresa de Mier (célebre
Discurso de las Profecías) augura a la patria todos los males que le vendrán de querer adoptar
normas ajenas a su idiosincrasia y a su historia. La idea jacobina, liberal e individualista es la
más fuerte. Y por entre el duelo de federalistas avanzados y centralistas retardatarios, como
deshaciendo a puntapiés una telaraña de mentiras, avanzan las botas fuertes de los caudillos,
cada uno dispuesto a ser Presidente contra la voluntad de los otros. En el primer instante,
Iturbide se dispone a más: a ser Emperador. Gran confusión, gran enseñanza.
Como fuere, el duelo de liberales y conservadores v a creando un ritmo de vaivén que cada vez
se parece más a un latido, a una circulación coherente, a la respiración de un ser ya
diferenciado, ya en proceso de organización, a cara del nuevo pueblo se va dibujando a
cuchilladas. Las cicatrices le van dando relieve. Y en esto se gasta la primera mitad del siglo.
(Norte y sur, México, Rio de Janeiro, IX-1930)
El texto a continuación fue escrito en 1920. Después de leerlo considera en qué medida las
observaciones del autor son aún vigentes y en qué medida ya no lo son.

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