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Emotivismo

Juan Manuel De Prada


ANIMALES DE COMPAÑÍA

Leo con perplejidad que en un foro de la Guardia Civil se solicitó, tras el


reciente atentado islamista de Barcelona, que los internautas intercambiasen
‘fotos de gatitos’. Cursilerías tan estomagantes nos hacen añorar a aquellos
picoletos del Romancero gitano, que no lloraban porque tenían de plomo las
calaveras. Al parecer, con esta ocurrencia se pretendía que las redes sociales
no se inundasen con fotos de la masacre, para no hacer el juego a las alimañas
yihadistas. Pero entre no hacer el juego a criminales e incurrir en emotivismos
tan ñoños media un largo trecho.

Las ‘fotos de gatitos’ no habrían desentonado, desde luego, con las velitas
aromáticas, los posits con frasecitas empalagosas y los… ¡ositos de peluche!
que la gente depositaba en las Ramblas. En televisión tuve ocasión de ver
alguno de estos ridículos tenderetes; y también a unos tipos que se ofrecían en
la calle a dar «abrazos solidarios». Todas estas pamemas ocurrieron en las
horas inmediatamente posteriores a la masacre. Ignoro si las fotos de gatitos,
los ositos de peluche y los abracitos gratis evitan que se «amplifique el terror»;
pero, desde luego, estoy seguro de que a las alimañas yihadistas les tienen
que procurar una incontenible hilaridad.

Pero los ositos de peluche, las fotos de gatitos, los posits con leyendas
almibaradas y demás bazofias ternuristas no fueron ideadas para impedir la
propagación del terror, sino para satisfacción de nuestra debilidad mental. Son
la reacción fofa de una sociedad sin fibra moral, sin capacidad para
confrontarse con la tragedia, sin auténtica compasión. Una sociedad que ha
dimitido de la racionalidad (y, por lo tanto, de la posibilidad de enjuiciar, incluso
de reconocer, las calamidades que padece). Una sociedad que ha hecho del
aspaviento sensiblero una patética arma de defensa con la que finge
‘empatizar’ con el dolor ajeno, cuando en realidad lo único que anhela es evitar
que su delicada sensibilidad se lastime.

Estas muestras de blandenguería no son, en realidad, más que un desahogo


sentimental, un gesto vacuo que nos hace sentir humanitarios. Y no son
excepcionales. Obedecen al mismo resorte que impulsa a muchos solidarios de
pacotilla a adherirse a tal o cual hashtag, sumándose a causas tan resultonas
como carentes de compromiso efectivo, que sin embargo sirven para acallar su
mala conciencia. Hace unas semanas, Elisa Beni denunciaba en un artículo la
irresponsabilidad de miles de tuiteros que, para sentirse empáticos, habían
jaleado a una mujer que acababa de desobedecer una orden judicial,
escapando con sus hijos. Aquellos tuiteros, al jalear a la prófuga, no estaban
compartiendo su dolor, ni aliviando su aturdimiento, sino más bien lo contrario:
pues sus aspavientos virtuales sólo servirían para que perseverase en su error;
y, cuando el peso de la ley cayese sobre ella, los tuiteros que la jaleaban
habrían desaparecido ya, como siempre ocurre con los solidarios de pacotilla.
Que, como el asaltacamas, después de desahogarse toman las de Villadiego.
Detrás de estas conductas se agazapa una de las podredumbres más
características de nuestra época, que es el emotivismo moral. No es una
podredumbre que haya inventado nuestra época; pero nunca como en nuestra
época había sido promovida y exaltada, con la evidente intención de
desarticular toda posibilidad de respuesta racional en las masas cretinizadas.
Su formulador, en términos filosóficos, fue David Hume, en su
obra Investigación sobre los principios de la moral.Aristóteles había concluido
que la capacidad de discernimiento moral es el rasgo más específicamente
humano; pero Hume afirmó que no es posible realizar juicios morales objetivos,
y que el fundamento de la experiencia moral se halla en los sentimientos y
emociones que nuestras acciones despiertan en nosotros. Así, los sentimientos
morales serán aquellos que resulten positivos para la felicidad del ser humano;
y serán virtuosas aquellas acciones que despierten en nosotros ese
sentimiento. Esta aberración filosófica ha servido para consagrar el más
despepitado relativismo; pues, a la postre, lo que la gente que ha renunciado al
discernimiento moral llama ‘felicidad’ es la pura satisfacción de sus apetitos. Y
ha consagrado también el más abyecto emotivismo, que brinda a los falsos y a
los pusilánimes, a los taimados y a los aspaventeros una excelente coartada
‘empática’ para desentenderse de las causas que exigen auténtico
compromiso, con tan sólo intercambiar fotos de gatitos u ofrendar ositos de
peluche.

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